vladimir jankelevitch - la ironía

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WLADIMIR JANKELEVITCH LA IRONIA Versión castellana de RICARDO POCHTAR tau rus T.

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Libro de Filosofía de Vladimir Jankelevitch Libro básico del filosofo Frances Vladimir Jankelevith - La ironía Vladimir Jankélévitch nació en una familia de intelectuales rusos. Sus padres, Anna Ryss y Samuel Jankélévitch, fueron médicos formados en Montpellier. Su padre fue uno de los primeros traductores de Sigmund Freud en Francia; y asimismo tradujo obras de Hegel, Schelling, Croce o Berdiaev. Se habían instalado en París para huir del antisemitismo de su país de origen.

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Page 1: Vladimir Jankelevitch - La Ironía

WLADIMIR JANKELEVITCH

LA IRONIA

Versión castellana de

RICARDO POCHTAR

tau rus

T.

Page 2: Vladimir Jankelevitch - La Ironía

Título original: L 'lronie © 1964, F LAMMARION, París

© 1982, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara, 81, 1. 0 -MADRID-6

ISBN: 84-306-1225-4 Depósito ·Legal: M . 4522-1983

PRINTED IN SPAIN

Móv~ ¡<ip t<¡> =ouocx(~ C'ltOUOO<crtÉov iv C'ltouocx(m, tot, 1'.p¡m,.

(PLOTINO, Enn., 111, 2, 15.)

"Ea.t o~ to(vuv t(X tWV cxv6pw1twv 1tp<X¡µ0<t0< µqáATJ, µÉv =ouo~, oux ª~'°'• ávcx¡xcxfov j E µ~v 01touoá(uv.

(PLATÓN, Leyes, VII , 803 b.)

Page 3: Vladimir Jankelevitch - La Ironía

CAPÍTULO I

EL MOVIMIENTO DE CONCIENCIA IRÓNICO

AAKIBIAL\HE Ewxp,xn,, x,x9túou, ; - EOKPATHE : Ou or¡~,x .. .

(Banquete, 218 c.)

Oü xa9tuor¡~fov lv ñ¡ µt~µ~P''i"·

(Fedro, 259 d.)

• Apa oiiv µr¡ X<X9tú0<.>µ t11 w> o[ AOlltOÍ , aHa 'YPT)')'Opwµtv ...

(Tes., 5, 6.1

Page 4: Vladimir Jankelevitch - La Ironía

Hay una ironía elemental que es indiscernible del conocimien­to y que, como el arte, es hija del tiempo libre. Desde luego, la ironía es demasiado moral para ser realmente artista, así como es demasiado cruel para ser realmente cómica. Sin embargo, los tres tienen un rasgo en común: el arte, lo cómico y la ironía sólo pueden existir cuando se afloja la urgencia vital. Pero el ironista se libera aún más que el que ríe; porque muchas veces el que ríe sólo se apresura a reír para no tener que llorar, como los miedo­sos que apostrofan a voz en cuello a la noche profunda para dar­se coraje; creen que evitarán el peligro con sólo nombrarlo, y se hacen los valientes con la esperanza de ganarle de mano. La iro­nía, que ya no teme las sorpresas, juega con el peligro. En este caso, el peligro está en una jaula; la ironía va a verlo, lo imita, lo provoca, lo ridiculiza, lo mantiene vivo para divertirse; llega, incluso, a arriesgarse a atravesar los barrotes, para que la diver­sión sea lo más peligrosa posible, para obtener la ilusión com­pleta de la verdad; juega con su falso miedo, y no se cansa de vencer ese peligro delicioso que muere a cada momento.

En verdad, la maniobra puede acabar mal; a Sócrates le costó la vida; porque la conciencia moderna no tienta impunemente las criaturas monstruosas que aterrorizaban a la vieja conciencia. Sin embargo, el espíritu de ironía es, sin duda, el espíritu de dis­tensión, y aprovecha la menor tregua para retomar sus juegos. Así, en el curso de su historia, el pensamiento ha atravesado va­rios oasis de ironía; son épocas de <<vida escolástica», en que las bromas están permitidas, para que el pensamiento se recupere y descanse de los sistemas compactos que lo oprimían; las genera­ciones de ironistas alternan con las generaciones demasiado se-

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rias, como en la vida individual alternan lo trágico y lo frívolo. La aparición de Sócrates a finales del siglo v, representa por decirlo así esa primera ironía adolescente que sucede en nosotros a los pánicos y arrebatos de la juventud. La ironía socrática es una ironía interrogante 1; con sus preguntas, Sócrates disgrega las macizas cosmogonías de los jónicos y el asfixiante monismo de Parménides. Sefialemos, ante todo, que Sócrates es un sofista, como Prometeo es un titán; pero es un sofista que «salió falli­do», un sofista que se burla tanto de la sofística como de la cien­cia de los meteoros. En el fondo, el espíritu de humanismo y de controversia que anima a esos charlatanes es el mismo que mueve a Sócrates; al argumentar a favor del no ser, Gorgias se esfuerza por engafiarnos, como el abderita Protágoras, que es un virtuoso de la «antilogía». Por ejemplo: para los sofistas, como para Sócrates, la virtud es ensefiable, pero por razones tan sos­pechosas que el Sócrates del Protágoras finge profesar la tesis de su intransmisibilidad; porque no le interesan los trucos ni las re­cetas, sino la ciencia. Lo que les reprocha Sócrates a los charlata­nes (como más tarde Auguste Comte a Saint-Simon) es empezar la casa por el tejado, improvisar en vez de analizar, y, en suma, recaer en las habituales aproximaciones del probabilismo. A so­fista, sofista y medio: Sócrates desbarata el escándalo de esta erística, la impostura de este «arribismo»; Sócrates acribilla a preguntas a los vendedores de frases bonitas, y se regodea reven­tando sus odres de elocuencia, desinflando esas vejigas repletas de un saber hueco. Sócrates es la conciencia de los atenienses, toda la conciencia: la limpia y la sucia; o sea, que en su función observamos la disparidad propia de los efectos de la ironía, ya sea que nos libre de nuestros terrores o nos prive de nuestras creencias. De una parte, Sócrates divierte a los atenienses; Schelling lo compara con Dionisos, el joven dios gracias al cual el cielo desértico de Uranos se llenará de cantos y ruidos. Parmé­nides, por su parte, es el Kronos de la filosofía, que devora, des­de su nacimiento, las particularidades concretas, la pluralidad, la movilidad, la alteridad. Sócrates, naturaleza dionisíaca, ridiculi­za esa unidad voraz, ese principio krónico que pesaba sobre la alegre variedad de las diferencias; en cierta medida, Sócrates es un charlatán, un juglar, un ser goético; embriaga a la vieja ciu-

I Una ironía «conversacional»: Rudolf HAYM, Die romantische Schule, 4. ª ed. (1920), p. 295.

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dad'resistente y rígida, y funda, al fin, un saber humano, alado, sutil en cuyo ámbito se desplegará el análisis de Aristóteles. Un viento de locura sopla entonces sobre los atenienses; el demonio de la dialéctica hostiga a los jóvenes en las plazas y los sitios de reunión; Alcibíades se entrega a toda clase de excentricidades para atraer la atención de la ciudad ... Es Sócrates, el hombre demoníaco, quien enloquece a los ciudadanos emborrachándolos con dialéctica y con ideas agudas; de ahora en adelante hay sitio en Grecia para los pensamientos ágiles y sutiles, para la crítica fecunda. «Cuando te escucho -le dice Alcibíades en el banquete del poeta Agatón- el corazón me late con más violencia que si estuviese bailando la agitada danza de los coribantes ... »; y lo compara primero con un sileno y luego con el sátiro de Marsias, que son seres dionisíacos. Pero Sócrates es también el único hombre capaz de hacer avergonzar a Alcibíades, el único capaz de hacerle comprender que para vivir así no vale la pena vivir. Todo parece anodino desde la perspectiva del magnífico y con­movedor elogio con que termina El Banquete de Platón. Alcibía­des está un poco bebido, justo lo necesario para poder hablar con toda la espontaneidad del primer impulso. «Debo huir, pues, de él tapándome los oídos, como si escapara de las sirenas ... Es el único que despierta en mí un sentimiento del que nadie me creería capaz: la vergüenza ante otro hombre; ... y a menudo preferiría, creo, que no existiese.» Sócrates es, por tanto, una es­pecie de remordimiento encarnado para la ciudad frívola; la distrae, pero también la inquieta; es un aguafiestas. En contacto con él, los hombres pierden la engafiosa seguridad de las falsas evidencias, porque después de haber escuchado a Sócrates, ya no es posible seguir durmiendo con ia cabeza apoyada en la almoha­da de las viejas certidumbres: se acabó la inconsciencia, la tran­quilidad, la felicidad. Aguijonea a los inconscientes, los tiene en vilo: Eutifrón, mojigato medroso; Laques, el militar; Ripias, el sabidillo, el charlatán ... A todos los lleva hacia el callejón sin sa­lida, los hunde en la perplejidad de la aporía, que es el trastorno sintomático producido por la ironía: cx1hó~ n <i1toptt~ xcxi wu~ aUou~ 1to~tr~ &1topt'tv 2; ¡estás confundido y hundes a los otros en

2 Menón, 80 a-d (ro7Jnuu, ¡u xat ~pµci1:m, x0tt nxvw, xa1:t1t~8u, wan µta1:011 ci1top(a_ ytyo11lva1), 84a. Este es el pasaje donde se compara a Sócrates con el pez torpedo, Cfr. Gorgias, 522a: !axva(w.:,v xat 1t11Cyvw11 ci1topt!111to1tr, mxpo-ra1:a 1twµa1:0t fü8oú, ... Cfr. 552b. Teetetos, 149a: . .. oi:1 8€ cii:01twi:ai:6, t!µ1 xa! 1to1w i:oó,

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la confusión! Una vez que han tomado conciencia de su ignoran­cia, un malestar inexplicable los atormenta: un malestar que nace de la contradicción, y que, según el Platón del Menón, prepara la reminiscencia. Por eso dice el Teetetos que Iris es hija de Tau­mas y la ciencia es hija del asombro 3, es decir: de la aporía. El Banquete nos revela aún mejor la naturaleza erótica de esta apo­ría, que va unida a la mayéutica, o sea, a una especie de obstetri­cia mental: el malestar que provoca la refutación, O..qxoi;, es como un tormento de amor, y quizá el «dios de las refutaciones», 9dii; O .. éyxwv, debería llamarse Eros. Sócrates representa, pues, un principio de alerta y de movilidad: criatura eléctrica, pone en movimiento lo inmóvil, objeta lo inobjetable, y su desconfianza ilimitada nunca duerme. No paraliza a sus interlocutores como la lechuza, que, según el sofista Eliano, fascina con sus muecas a los pájaros, o como la máscara de la Medusa, que petrifica a los hombres: los entorpece para desentorpecerlos. También Jesús 4, con sus preguntas, hace avergonzar a los hombres de la ley y los reduce al silencio o bien ad absurdum: por ejemplo, les explica que toda riqueza procede de la astucia o de la violencia, que toda posesión es hija de la injusticia y de la tendencia hacia lo pleo­nástico; el «tener» es superfluo: o sea, que Jesús volatiliza el «te­ner»; desaparece la propiedad, la herencia, el dinero, la perte­nencia, lo mío y lo tuyo sustanciales. Pero sólo con su muerte Jesús logrará derrotar una perfidia que es producto de la mala voluntad; en cambio Sócrates, al interpelar a los farsantes, siem­bra en este mundo la confusión entre quienes adoptan una sufi­ciencia que, al fin y al cabo, es sólo suciedad de conciencia, no de voluntad. Bien lo dice el Evangelio: no saben lo que hacen; pero su misma ceguera es sobrenatural, y exige un perdón sobre­natural. Ahora bien, en Atenas no hay obstinación diabólica, no hay ignorancia que la ironía no pueda inducir a reconocerse como tal. 3ú1101.oa lµa1.m~ O'tl oux otoa 5• Sócrates desinfla la com­placencia satisfecha; vuelve a los hombres descontentos, escrupu­losos, difíciles para consigo mismos, les transmite la comezón de

áv0pú1tou,. Cfr. 151 a: 1tcxaxoua, 61. or¡ o1 i.µol 6uy¡ryvóµtvm xcx, -roiho -rcxu-rov -rcxt<; -roc-rou­acxu; . wo(vouat ,dtp xcxl ot1top(cx, lµ1tCµ1tACXV"tCXl vúx-rcx<; "tt xcxl r¡µr.pot<; 1tOAÚ µiiAAOV 1Í xttVOll . -rcxún¡v 6€. Tf¡v wotVOL l,tCpuv -rt xcx( &1to1tcxúuv i¡ iµr¡ -r€.xvr¡ OÚVOL-rcx<. República, VII, 523a, 525a, e, 515d, 505e. Banquete, 203b, 204b.

J Teetetos, 155 d. 4 Fr. PAULSEN, Schopenhauer, Hamlet, Méphistophé/es (1900), p. 237. 5 Cfr. El Banquete, 216 a, b; 217 d; 218 d (cx1txúvoµcx,).

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querer conocerse y definirse. Sin embargo, la conciencia adora en el fondo el error descansado del que Sócrates viene a li­berarla; llama y maldice al mismo tiempo al personaje dialéctico que quiere operarla; el sentimiento que éste le despierta es ambi­valente; no quiere ceder a la tentación de la investigación, al espíritu de examen y movimiento sin trabas. De modo que el fi­lósofo suspicaz acabará atrayendo hacia sí la sospecha: Sócrates beberá la cicuta. Sócrates murió y, sin embargo, su muerte sigue viva entre los hombres; Sócrates resucita a cada momento en nuestros corazones, porque no basta con hacerle beber la cicuta para limpiarse la conciencia: como ha dicho León Chestov 6, la propia cicuta se convierte en un tónico estimulante. Por lo de­más, los hombres no saben lo que quieren; ouodi; Éxwv &µap'tCXVU, es decir: su ignorancia es aun mayor que su maldad. Mataron a Sócrates, pero Sócrates tuvo tiempo de definirlos. Se vengó de sus acusadores legándoles su muerte.

La muerte de Sócrates se ha convertido, pues, en un hecho normativo, como la batalla de Maratón, en un símbolo que ele­va, y en un exorcismo contra los viejos destinos asiáticos de la conciencia; la juventud de esa muerte acompañará siempre al in­grato pueblo cuya amistad escogió. Con su soplo lo múltiple pudo empezar a respirar: esa muerte sigue siendo excitante, como un enigma o un escándalo; y así como la conversación de Sócrates sumía a los rétores en la confusión, también el suplicio de Sócrates ha provocado un malestar duradero, una especie de fecunda aporía en virtud de la cual el espíritu se ha mantenido en estado de alerta. De Platón a Lamartine, de Schelling a Hegel, a Kierkegaard, a Nietzsche ... a Erik Satie, esa muerte es un jeroglí­fico que nunca acabamos de descifrar: Sócrates cristiano, Sócra­tes dionisíaco, Sócrates plebeyo - el gran brujo (como lo llama Menón)-, nos ha apartado para siempre de la beata «euforia» de la inconsciencia. Sócrates hace posible todo un linaje de filo­sofías que protestan contra la tradición y la zarandean cada vez con más descaro; y así como en la mitología clásica los Olímpi­cos apenas pueden mirarse sin reír 7, también entre los hombres la incredulidad va creciendo; los dioses empiezan a jugarse malas pasadas unos a otros; y la farsa de que, según La Odisea, son víctimas Ares y Afrodita, y que tanto hace reír a los hombres y a

6 Atenas y Jerusalén (Y.M.C.A., 1951, en ruso). 7

NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, aforismo 294.

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los dioses, esa farsa divina nos muestra que la irreverencia tam­poco se detiene ante los inmortales. Como Hefaistos, el Sócrates del Eutifrón y de los libros II y III de La República atrapa a los dioses con una red sutil, para que ya no nos tomemos en serio las fábulas. Después de la ironía socrática, la insolencia cínica; des­pués de Sócrates, Diógenes, que es, por decirlo así, un Sócrates demente, una especie de caprípedo escapado de algún cortejo bá­quico. El cinismo es a menudo un moralismo frustrado y una ironía exacerbada: ¿acaso Friedrich Schlegel no pasa permanen­temente del uno a la otra? En este sentido, el cinismo no es más que una ironía desenfrenada que se complace en escandalizar a los filisteos; es el diletantismo de la paradoja y del escándalo. ¡Calicles, arribista e inmoralista, representa en el Gorgias, un tipo totalmente distinto! Porque el verdadero cinismo no es, sin embargo, el arte de «apafiárselas» o el pragmatismo inescrupulo­so; al contrario, rechaza las convenciones sociales, es ascético, busca la virtud, es hostil al goce y desdefia las grandezas del mundo; sin duda Antístenes es naturista como Calicles, pero en su actitud hay además un matiz de austeridad y de fanatismo moral que anuncia a Rousseau )' a esa religión cristiana que F. Schegel calificó de «cinismo universal». «En medio de la roja humareda del orgullo se yergue Besacia, la ciudad del cínico, a la que ningún parásito se acerca, y que sólo produce tomillo, higos y pan ... » 8• Sócrates era pobre: por tanto, ellos serán mendigos. Sócrates pasaba el tiempo en la calle: ellos vivirán en toneles. Só­crates practicaba con exquisita humildad el arte del diálogo: ellos preferirán las diatribas, los sermones, los apólogos del propagan­dista, interesado más en militar y predicar que en discutir, apa­sionado más por convertir que por convencer. A la ironía delica­da le sucede la exageración apasionada del personaje basto; se consideran obligados a todo tipo de extravagancias, de apara­tosas fantochadas que luego formarán parte de su leyenda; la ironía, anónima en Sócrates, siente la necesidad de mostrarse grosera, mugrienta y agresiva; en lugar de analizar las ideas, pre­fiere los aforismos (X?Et~t, aO..Am), y sus sentencias se recogen con devoción. La «ocurrencia» es un arma: en Luciano, la ironía dia­léctica es reemplazada por una ironía de apotegmas, y la sabidu­ría permanecerá mucho tiempo «en estado de epigrama», hasta

s DióGENES, L., 85, citado por Émile BRioHIER, Histoire de la philosophie, tomo 1, p. 277 .

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dar nacimiento a la «Agudeza» de Baltasar Gracián. El cinismo es, pues, la filosofía del quién da más: después de Sócrates, la ironía se estira hasta la blasfemia y hasta las peores exageracio­nes del radicalismo moral.

La ironía socrática impugnaba sólo la utilidad y la certi­dumbre de una ciencia de la naturaleza; la ironía romántica im­pugnará, a comienzos del siglo XIX, la existencia misma de la na­turaleza. Puede parecer asombroso 9, pero el resultado del fervor romántico fue una actitud de indiferencia más propia del Cándi­do de Voltaire que del poseído de Hoffman, más propia del es­cepticismo que del entusiasmo. En realidad, esa ironía no es un humor en el sentido de Swift, de Sterne y de Voltaire, sino una borrachera de subjetividad trascendental. Alentada por el idea­lismo crítico, que, en los poetas, se va transformando en idealis­mo lírico e idealismo «mágico». Del Sujeto de Kant al Yo de Fichte, de la Imaginación de Novalis al Genio de Friedrich Schle­gel, el espíritu no cesa de hincharse, de embriagarse, por decirlo así, consigo mismo; creador de su objeto, lo determina en su ser, y ya no sólo en su orden o en su sentido. El intervalo que existe entre el sujeto trascendental y la voluntad creadora es el mismo que separa la libertad del libertinaje, es decir, el querer determi­nado por el deber, del querer hiperbólico, arbitrario e inmoral. Así , mientras la sabiduría socrática desconfía tanto del conoci­miento de sí mismo como del conocimiento del mundo, y llega al saber de su propia ignorancia, la ironía romántica, en cambio, sólo aniquila el mundo para tomarse más en serio a sí misma. En F. Schlegel es «Verstand», libertad del sujeto que domina so­beranamente al objeto; en Novalis es «Gemüt», libertad mágica y poética que transfigura el mundo, libertad novelesca (romanes­que) que romantiza la naturaleza; el universo es un cuento de la sublime fantasía. La ironía es capacidad de jugar, de volar por los aires, de hacer malabarismos con los contenidos, ya sea para negarlos o para recrearlos. Por otra parte, Sócrates plantea un problema práctico y cívico que Schlegel, al menos, hasta 1802, aparenta despreciar; entre uno y otro tipo de ironía hay tanta distancia como entre el «moralismo» y el dilentatismo del esteta, de una parte, y el nihilismo libertario, de la otra. Schlegel escoge la libertad, pero una libertad sin responsabilidad, una libertad

9 Maurice BouCHER, «Ironie romantique», en Cahiers du Sud, 1937 («Le Romantisme allemand »), p. 29.

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cuya única materia es el placer de ejercerse ... en una palabra, la libertad sin el orden jurídico y sin la menor huella de ese pathos de seriedad que aburguesa al yo fichteano. Imaginemos un Dió­genes que hubiese leído la Wissenschaftslehre y que, para escan­dalizar a los funcionarios y los pedagogos, se divirtiera alabando la «santa pereza» y la «bufonada trascendental» . Julius, el héroe de Lucinde, juega el juego cínico de la libertad. Al pasar de la es­tética clásica de Schiller a la estética dionisíaca de Schlegel, la idea de juego adquirió un aire bohemio; de ahora en adelante, juego ya no significa tiempo libre, sino ociosidad; ya no crxoA~ olímpica y liberal, sino desocupación propicia para todas las ve­leidades del tedio. El azar acaba coincidiendo con el destino : ¡esa libertad hiperbólica y perezosa, donde naufragan todos los valo­res culturales, conduce a una especie de indiferencia quietista para la que ya no existe ninguna virtud, ningún objeto e, incluso, ningún arte! Gracias a la poesía romántica tal como la entiende Jean-Paul, las fronteras del mundo objetivo se disuelven en la in­finidad del sujeto, como las formas plásticas se disuelven en la penumbra del claro de luna. Hegel se burló mucho 10 de la auto­cracia de ese yo irónico que se traga toda determinación, que de­vora toda particularidad ... De noche, dice Hegel, todos los gatos son pardos; referidas a nuestro libre arbitrio infinito, todas las cosas condicionadas se aniquilan en el caos de la ironía 11 , se igualan en la nada. Esa sublimidad al revés, esa negación infinita que rechaza tanto la locura como la sabiduría, es lo que Jean­Paul llama humor; pero mientras Schlegel ve el hiato entre el yo y el mundo, Jean-Paul, en cambio, aproximándose al concepto cristiano del pecado, lo sitúa entre Dios .y las cosas del mundo fi­nito ... entre las cuales se encuentra el yo: el humor ya no ani­quila lo singular, sino la finitud en general, por su contraste con la idea de la razón infinita 12; arroja lo universalmente humano desde lo alto de la roca tarpeya; el «Welthumor» de un Cervan­tes o de un Shakespeare no humoriza ya sobre detalles o anécdo­tas, sino sobre la totalidad. En Solger, sobre todo, la ironía aca­ba instalándose en el centro de un sistema dogmático: ella, que

IO Estética, III, 3. 11 Cfr. KIERKEGAARD, Temor y temblor, trad . franc. Tisseau, pp. 77, 185. 12 Vorschule der Aesthetik, l , 7. 0 Programa, § 31-32. En este caso la que es

infinita es la «Vernunft», mientras que el «Verstand» es finito . En Schlegel los términos se invierten .

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hasta entonces había sido una especie de humor subjetivo y más bien literario, se convierte de pronto en una categoría metafísica; ya no designa los caprichos del aficionado genial, sino los desti­nos cósmicos del Absoluto. Solger expone el proceso dialéctico de la encarnación del Absoluto: lo infinito expira en lo finito, la idea se hunde en lo real, donde se revela; es decir, que la idea se niega como infinita o general y, al mismo tiempo, se afirma como finita o particular; pero vuelve a negar esa negación y al hacerlo se afirma otra vez como universal. La ironía es la con­ciencia de la revelación a través de la cual, en un momento fu­gaz, lo absoluto se realiza y al mismo tiempo se destruye; y el arte no es más que el instante de la transición, la bella y frágil apariencia que expresa y al mismo tiempo aniquila la idea 13 . De este modo se constituye, frente al «Witz» reflexivo, ácido y bur­lón del siglo XVIII, una ironía un poco salvaje, una ironía exal­tada y ambiciosa. La modestia, el pudor, la perspicacia ya no le interesan. En lugar de la regresión ascendente de Sócrates, la de­ducción pedante de Solger; en lugar de la búsqueda de la verdad, las tragedias metafísicas de la encarnación; la ironía ya no es heurística, sino aniquiladora; ya no sirve para conocer ni para descubrir lo esencial detrás de las palabras bonitas, sino para sobrevalorar el mundo y despreciar las distinciones concretas.

l. LA IRONÍA SOBRE LAS COSAS

El colmo de la seriedad consistiría en vivir pura y simple­mente, sin hacer ninguna pregunta, y adherir por completo a la evidencia de los propios órganos. Pero, ¿acaso no es sólo por analogía que atribuimos seriedad a esta conciencia artística y to­talmente absorta en los latidos de su corazón? La seriedad se define con respecto a una alegría siempre posible, así como la evidencia designa el terreno ganado a la duda; conservamos la seriedad en medio de los rostros irónicos; nos cuesta permane­cer serios cuando los acontecimientos mueven a risa; o también, en el individuo, un solo sentimiento sigue siendo serio, en una conciencia del todo cínica. La seriedad es el telón de fondo con-

13 Maurice BouCHER, K. W. F. Solger, Esthétique et philosophie de la pré­sence (1934), p. 106. Cfr. Josef HELLER, Solgers Philosophie der ironischen Dia­lektik (Berlín, 1928).

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tra el que se destacan la gracia y la tragedia; pero éstas, a su vez, acentúan, por contraste, la Seriedad, que de ese modo aparece en relieve. Análogamente, no existe una evidencia absoluta o solita­ria; la evidencia siempre es objeto de una declaración explícita: por ejemplo, volveremos a la evidencia visceral cuando sintamos asco de las superestructuras demasiado civilizadas y de las ideo­logías demasiado corrientes. Pero, ¿hablaremos de conciencia se­ria en el caso de este alma vegetativa que ninguna libertad venti­la, este alma que coincide con la circulación de la sangre y la vibración de los órganos? Por eso, sólo metafóricamente puede decirse que la naturaleza es «seria»: atribuir a la naturaleza una finalidad demasiado providencial equivale a permitir las perora­tas de los pesimistas sobre el mal que ella tolera. Y análogamen­te, si unos dramatizan demasiado, otros, como Schelling, Nova­lis o von Schubert, descubren, en el reino animal, las ironías de una naturaleza que no teme hacer la parodia de sí misma. ¿Aca­so la «Naturphilosophie» romántica no es la física de la metáfo­ra? En realidad, el mundo sólo es grave o frívolo para la mente que lo piensa, y en relación con nuestro destino. Así, la misma seriedad ya es un efecto de relación, una tensión naciente; algo es serio, pero el todo, y la existencia propiamente dicha, sólo pue­den «ser», estar dados. ¡El Ser de Parménides ni siquiera es se­rio! Más bien es pre-serio ...

Aunque no todo conocimiento ironice abiertamente sobre su objeto, podemos decir que la conciencia es una ironía naciente, una sonrisa de la inteligencia. Segundo movimiento, opuesto a un primero de credulidad absoluta o afirmación ingenuamente categórica, la conciencia es una especie de echarse atrás, una l1toxf¡; la conciencia es un desquitarse del objeto al que se aplica, y en este sentido es la fuerza del débil: aquí, la paradoja pascali­na del junco pensante sigue siendo válida. En esto consiste la su­perioridad del inferior, la fuerza de los débiles, la riqueza de los pobres: el pobre será, a fortiori, más rico que el rico. Relación «no recíproca», la conciencia otorga al consciente la iniciativa sobre el inconsciente, sobre el hombre que va a remolque. Por ejemplo: el adulto, en la medida en que es consciente tanto de sí mismo como del joven que ha sido, domina- lo relativamente in­consciente, que es objeto de su conciencia; el adulto es la con­ciencia del joven, y los entusiasmos ingenuos de este último, sus locas esperanzas, sus ilusiones incorregibles lo hacen sonreír; iro­niza sobre sus experiencias juveniles como la conciencia englo-

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bante ironiza sobre la conciencia englobada. El hecho de que la comedia aparezca en una segunda época, después de la sublime seriedad de la tragedia, representa en la historia una liberación del mismo tipo: el hombre moderno ha superado su destino trá­gico, escarpado, macizo y compacto como una roca de Prome­teo. La conciencia es alejamiento. Ironizar, escribe el gran poeta ruso Alexander Blok (quien, por lo demás, arremete contra ella) 14, es ausentarse: la conciencia involucrada en ese segundo movimiento que es la ironía transforma la presencia en ausencia; es poder hacer otra cosa 1s, estar en otra parte, en otro momen­to; aliud et alibi! Junto con la posibilidad de echarnos atrás nos concede la de estar disponibles. Le debemos ante todo ese aleja­miento y ese mínimo de ocio sin los cuales la representación es imposible: la mente se retira, toma distancia, es decir, se despega de la vida, aleja la inminencia del peligro, no adhiere más a las cosas, las empuja hacia el horizonte de su campo intelectual. Los paisajes se achican como vistos por un catalejo invertido. La mente se libera al principio con timidez e intermitencia, haciendo preguntas; la pregunta, colgada del punto de interrogación, es, en Erik Satie, un gesto melódico inconcluso, un movimiento que se queda en el aire, a la espera de algo: la alternancia de las pre­guntas y las respuestas permite, en el diálogo socrático, desarro­llar un análisis irreverente de las ideas; fragmentando el discurso compacto, el pensamiento aprende a mirar a derecha e izquierda, y se quita por fin el pesado manto de la necesidad. De este modo la ironía introduce en nuestro saber el relieve y el escalonamiento de la perspectiva. Al mismo tiempo que se aleja de nosotros, el objeto se reúne en el espacio con los otros objetos, que servirán para definirlo. Si existe un objeto, existe una diversidad de obje­tos; o viceversa, si sólo existe un objeto, no existe objeto alguno. Como la cualidad o el color, el objeto entraña inmediatamente la pluralidad. Así como en El Sofista de Platón el ser participa del no ser, también el objeto se determina a través de todos los obje­tos que no son él y trazan su contorno. En cierto sentido, bastan dos coordenadas para situarlo: su relación con la conciencia que lo refleja, y su conexión virtual con otros cuerpos entre los cua­les se recorta. Pero como el objeto nunca está solo, insensible-

14 En el periódico de Kiev Rietch, 7-XII-1908. is René SCHAERER, «Le mécanisme de l'ironie dans ses rapports avec la dia­

lectique» (Revue de Métaphysique et de Mora/e, 1941, p. 185).

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mente tendrá que compartir algo con todos los demás. Tal es, en efecto, la anfibología del límite: dice al mismo tiempo sí y no, afirma la sustancia en sus fronteras y le niega una infinidad de adjetivos; es el fin como meta y el fin como término, y obliga a la mente unas veces a echar de menos la perfección de lo infinito y otras a temer la negatividad de lo indefinido. Recordemos que la ciencia socrática es, precisamente, la ciencia de las defini­ciones, lo -que al mismo tiempo fija los conceptos en su ámbito reservado y delimita sus confines: distinción y claridad son las dos cualidades inseparables, una extrínseca y la otra intrínseca, del concepto «acabado». ¿Por qué era necesario que la existencia encarnada se pagase con un renunciamiento? ¿Por qué «positi­vo» debía significar «privativo»? ¿Qué maldición obligó a los se­res a restringirse para poder eú,tir efectivamente? En su momen­to tendremos que explicar esta alternativa. No se puede ser al mismo tiempo todo y algo, y la obligación de elegir entre esas dos cosas incompatibles determina tanto la grandeza como la mi­seria de la conciencia. Al articularse en palabras y conceptos, el pensamiento disocia el bloque de intuiciones amalgamadas. Es la ironía de la fragmentación. Nuestra táctica consiste en practicar en todas partes la disyunción de los elementos, en evitar por to­dos los medios que el universo reaparezca en alguna de sus par­tes. Si dejamos que se totalice en cada detalle y que vuelva a constituir en todas partes el frente continuo de la experiencia cré­dula, el universo llevaría las de ganar. En esas acciones místicas, y coligadas contra nosotros, buscamos la fisura que nos permiti­rá pesar en cada punto con todo nuestro alma. De modo que el objeto no es más que él mismo; resulta, en los dos sentidos de la palabra, «individualizado», o sea que, primero, es simple e indi­viso por dentro, y, luego es él mismo y no otro. A medida que se empequeñece en el espacio, el objeto pierde importancia en la duración: la ironía de la previsión acude en ayuda de la ironía de las definiciones. El objeto no es sólo un detalle: también es sólo un momento, y lo propio del «momento» es desempeñar un pa­pel totalmente episódico en la sucesión de los fenómenos. Sacu­dido por un pasado que acaba de expirar y un futuro que ya llama a la puerta, el momento tiene que liar sus petates antes de haber empezado a sentirse existente. A menudo se acusa á la in­teligencia de tener la superstición de lo definitivo: pero, justa­mente, ¿hay algo más razonable que el sentido de lo provisional, que la convicción de que los fenómenos tienen su fecha en el

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tiempo como los cuerpos su lugar en el espacio? Así como no hay objeto absoluto, tampoco hay presente eterno: el objeto, si­tiado por las barreras de la definición, está fechado, además, por las circunstancias que lo rodean . La conciencia es, al mismo tiempo, el mapamundi donde se ordena la confusión de la omni­presencia, y el calendario que sitúa, distribuye y circunscribe los acontecimientos. La conciencia consiste en decir: Hoy o Aquí, con un matiz restrictivo, y considerando con una sonrisa las lo­cas angustias o las insensatas pretensiones de ubicuidad. Que quede bien claro: la razón es discernimiento, pero sobre todo es la función de las relaciones, que traza curvas valiéndose de notas deshilvanadas, que descubre conexiones causales o, al menos, constancias legales, por debajo de los zigzags de la naturaleza. Esto es verdad, pero señalemos, sin embargo, que esas relaciones se articulan en fases discontinuas y que son, sobre todo, limitati­vas: significan que no todo es posible, que cualquier causa no produce cualquier efecto, que los caminos del determinismo son estrechos. Las profecías indeterminadas son sustituidas por las previsiones prosaicas; en la nebulosa de las analogías informes se van separando núcleos luminosos entre los cuales nuestra mente dibuja constelaciones, figuras de duración, de líneas finas y ten­sas. Como el atlas, la cronología desvaloriza el objeto; y nuestra razón, al mismo tiempo panorámica y «prospectiva», empieza a tratar al universo con soltura.

Distancia, duración y coexistencia: tres modos de demostrar la vanidad del objeto. Nuestra conciencia adopta, por decirlo así, la perspectiva sinóptica del aviador, y contempla sonriendo su vieja pesadilla. Sin embargo, siguen habiendo islotes de trage­dia. Cada momento, tomado por separado, es fútil y sólo merece una mirada divertida, pero la totalidad de los momentos sucesi­vos resiste a nüestro humor . Vivir sigue siendo algo importante. Ya sólo hay anécdotas, pero la vida misma, la suma de esas anécdotas, sigue siendo tremendamente seria. O sea que, mucho tiempo después de que el universo ha sido parcelado en fragmen­tos insignificantes y la duración en incidentes minúsculos, aún subsiste en nosotros alguna totalidad. La conciencia irónica bro­mea con el mundo; pero, ¿cómo podría no tener una elevada idea de sí misma, si ya no deja que el Ahora ni el Esto, la domi­nen? Porque, si la conciencia se burlase de sí misma, ¿acaso no destruiría el propio instrumento de su burla? No se deja amedrentar: en eso consiste su fuerza, pero también su debili-

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dad; es consciente en grado sumo, pero conserva vastas zonas de inconsciencia; sensible por fuera, anestesiada por dentro, se pa­rece a esos grandes moralistas arrebatados de pronto por una violenta fiebre de virtud, pero incapaces de ver su propia bajeza. Así como hay cóleras locales en un alma totalmente corrupta, tampoco es difícil imaginar una lucidez unilateral y especiali­zada, que sería peor que la ceguera: la falsa clarividencia de las almas que no han despertado del todo. No basta con despertarse del mundo: también hay que despertar de uno mismo. Mientras sigue engañándose a sí misma, mientras su ridícula gravedad la expone a la ironía ajena, la conciencia no es totalmente conscien­te; porque si es grave, es vulnerable, y eso delata su inconscien­cia. El borracho ve borrachos por todas partes. Y esta semiebrie­dad del alma, que aguza nuestros sentidos pero embota nuestra reflexión, produce seres pretensiosos y cómicos: todo el mundo se ríe de nosotros, y nosotros somos los últimos en enterarnos; los hombres y los animales ya hacen corro a nuestro alrededor para reírse de nuestra peluca, de nuestro plastrón y de nuestra gran conciencia; ¡pero seguimos convencidos de que la naturale­za es más ridícula que nosotros, y seguimos haciendo juegos de palabras!

Para desprenderse de sí mismo se necesita una falta total de complacencia, una modestia particularmente exigente, y la de­cisión inconmovible de llegar, si es preciso, hasta el sacrilegio. Para hablar con humor del cuerpo propio, como si fuese una cosa exterior, hay que ser Epicteto; hay que ser un héroe de la ironía. Hace mucho que hemos dejado de tomarnos en serio el universo ... pero seguimos reservando un puesto privilegiado a nuestra persona, seguimos haciendo una excepción en su caso; no podemos creer que sea un objeto como los otros: como un médico que no se resignase a pensar que su enfermedad es como la de los demás. Después del budismo, Max Scheler y Louis La­velle 16 nos muestran la conciencia como un medio para objetivi­zar el sufrimiento: pero el dolor analizado se regenera y se totali­za sin cesar, y el hombre que no acaba de liberarse pasa y vuelve a pasar indefinidamente del sufrimiento a la conciencia y de la conciencia al sufrimiento. ¿Cómo ser causa sui ... ese sujeto que

16 Max. SCHELER, El sentido del sufrimiento (trad. franc ., Philosophie de /'Esprit), pp. 34 y SS. Louis LAVELLE, Le Mal et la souffrance. Cfr. TOLSTOI, La muerte de /van l/ich.

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es el objeto, ese agente que es propio paciente, ese que, riendo, ríe de sí mismo? La introspección supone una experiencia distin­ta de cualquier otra, similar a aquella «doble sensación del mis­mo orden» que menciona Ebbinghaus, porque en este caso es el mismo yo, el mismo cuerpo, el que toca y es tocado. Todo con­tribuye a desalentarnos: ante todo, la propia constitución de nuestra alma, que es una totalidad orgánica donde cada detalle expresa el conjunto de la persona; el alma realiza en concentra­ción lo que el mundo sólo puede conseguir desplegando la suma de las cosas existentes: en todo momento nos presenta su mayor densidad y, por decirlo así, la suma de sus poderes; sobre esta síntesis imposible de romper, y totalmente organizada desde la superficie hasta el fondo, la ironía patina sin encontrar nada donde morder. O sea, que no se puede bromear con la propia conciencia. Y menos aún con lo que sigue adhiriendo con fuerza a la vida, con aquello de lo que no nos hemos liberado en abso­luto. Así, es bastante más fácil aprender a burlarse de las ideas que de los instintos. El instinto es un hecho macizo, y una vez que está ahí ya no hay pasado ni futuro, antes ni después, ayer ni mañana ... En vano nos hacemos los fuertes, en vano lo despre­ciamos, cuando está de espaldas ... ¡Adiós nuestros juramentos, nuestro desprecio, nuestra cara de asco! Basta con que aparezca para obtener de nuevo nuestro consentimiento: su mirada nos llega hasta el fondo del alma, el ironista es incapaz de sustraerse a sus requerimientos, y así el hombre ingenioso, astuto, sutil, se ve expuesto a las situaciones más ridículas, sometido a los gestos más humillantes. Ahí lo tenéis al intelectual ejecutando de nuevo la ridícula faena del acoplamiento, como dice Schopenhauer 17•

¿Acaso el pudor no es en cierta medida el desconcierto de un alma que ya no se conforma con una conciencia impotente ni con una coincidencia indigna? Esa existencia anfibia, tentada por el placer, vacila entre las dos vidas, ~[o~ y (wr¡, y vive de su simbiosis 18• En todo placer en general encontraremos ese ele­mento de eternidad, esa seriedad profunda de la vida: el placer, totalidad insular y, en su género, única, el placer es algo absolu­to, mientras dura; de modo que apresurémonos a reír, porque pronto no habrá humor que resista.

17 Parerga, 11 , § 157. 18 Vladimir SOLOVIEV, La Justificación del Bien («Opravdanie Dobra»).

(trad. franc., Aubier.)

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2. LA IRONÍA SOBRE SÍ MISMO: «ECONOMÍA»

Conciencia, placer, instinto ... Si todas esas síntesis son sínte­sis completas es porque la conciencia, que sigue siendo nocturna para sí misma, es el propio sujeto de la ironía, aunque pretenda ser su objeto. La ironía, dice el rétor Hermógenes de Tarso, es lcp'fo.u,oií o l1tl ,wv 1tlA0t<;. La ironía es una actividad espiritual in­finita, como todo lo que procede de la mente. ¿Cómo curar nuestra miopía? ¿Aprenderemos a sonreír incluso del instinto, a ser algún día realmente irónicos y ya no sólo cultos? Pareciera que eso puede lograrse a través de la Economía y la Diplomacia. Llamamos economía al conjunto de acondicionamientos tempo­rales destinados a «normalizar» nuestra tragedia interior, ya sea hacia atrás o hacia adelante. Primero, en el pasado: reconstrui­mos minuciosamente la cadena de las causas que explican nues­tra emoción o nuestra creencia, para disipar su prestigio; Spino­za lo sabía bien: la importancia excepcional que tiene la pasión para un corazón apasionado se va diluyendo en el proceso de un determinismo que establece un nexo recíproco entre el alfa y el omega. Nuestro presente retoma su humilde puesto histórico en la sucesión de los momentos, y pierde su carácter excepcional. Comprender es desbaratar; el conocimiento desapasiona nuestros sentimientos, nuestras aversiones y nuestros entusiasmos, reve­lándonos lo poco que en el fondo son. Para decirlo aún con más precisión: la mejor forma de devolver la sobriedad a la concien­cia consiste en reflexionar sobre las diferentes necesidades que la rodean y le imponen su ley; para las almas demasiado serias, la crítica de las fuentes y la búsqueda de los orígenes constituyen una cura saludable, así como una valiosa lección de humildad, sobriedad y desconfianza; por eso los dogmatismos que preten­den que se los tome en serio prohíben toda especulación indis­creta sobre su genealogía; no quieren descender del mono, y no toleran a los espíritus curiosos que investigan su estado civil; se dedican a alimentar la ilusión de que nada los ha engendrado, de que no son productos del «devenir», y su mitología sale al paso de la irreverencia que se pasea libremente por la calle. Pero es inútil: una dulce ironía empieza a alegrar a los transeúntes, y después a los propios magistrados. Nietzsche, que tan mal habló de la historia, sabía usarla sin embargo muy bien para destrozar

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los ídolos, derribar nuestro derecho y nuestros valores inmacula­dos, y para perseguir por todas partes a los perjuicios vergozan­tes. Pascal, sobre todo, desenmascaró con palabras inolvidables la «broma» 19 de la justicia. El derecho empezó siendo una violencia sancionada por el éxito. Por tanto, la verdadera liber­tad no es más que la conciencia de la necesidad, una conciencia irreverente que impugna lo asombroso, lo original, lo sagrado, y que alegra los rostros demasiado solemnes; el misterio inquietan­te del azar es reemplazado por la actividad infinita de la mente que establece una legalidad, incluso en el ámbito de sus propias supersticiones. Visto de cerca, el espejismo de los comienzos ciegos y arbitrarios se descompone en una multiplicidad de facto­res. La fisiología, la biología y la sociología, coligadas en contra de nuestro pathos, nos explican cada una de dónde proceden nuestras grandes frases y nuestros principios inmortales. La fi­siología: porque el mayor filósofo del mundo está a merced de un dolor de muelas, y quizá las ideas no sean más que un «mal­entendido del cuerpo»; es ridículo; la ironía comenta por lo bajo que el pesimismo alemán se explica por las estufas de loza 20 y la revolución francesa por el café. ¿No es suficiente para que sinta­mos asco de la metafísica? Es una ironía humillante insinuar que de unos gramos de gelatina depende la suerte de la sensación, del pensamiento e incluso del genio ... La biología: porque tras la máscara de las nobles motivaciones el médico descubre las estra­tagemas del inconsciente; sustituye las razones decentes de la Ra­zón por las razones inconfesables del instinto; nos hace sentir la vanidad de nuestra interioridad civilizada, y la barbarie heredita­ria que se oculta bajo el barniz de los conceptos; hace que nos veamos con un disfraz tan ridículo como el de un rey de Daho­mey con su taparrabo, su clac y su paraguas. Por último, la so­ciedad: porque no puedo abrir la boca sin imitar a alguien o re­medar algo; por más que me empeñe en ser el primero, en pensar algo inédito, la tradición y la moda siempre mueven los hilos; mis frases, mis ideas ... ¡ay! incluso mis sentimientos son, en ma­yor o menor medida, plagios; ¡creemos que amamos y en reali­dad recitamos! La lógica de los sentimientos, la lógica social, la lógica de los nervios y del hígado, o, como dice Alain 21 , del estó-

19 Pensamientos (Brunschvicg), V, fragm. 294. 20 La gaya ciencia, aforismos 134 y 145. 21 Préliminaires d /'Esthétique, p. 122. Cfr. NIETZSCHE, El viajero y su som­

bra, 11, 291 (sobre el estómago de los diplomáticos), 348 (sabiduría y bilis).

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mago y el bazo ... todo contribuye a humillarme. Toda mi perso­na no es más que un plagio, la suma de todos los papeles que re­presento. ¿No es para desesperar del amor y de la sinceridad en general?

Para dar cuenta de la idea o de la emoción no basta con des­cubrir de dónde viene: también hay que ver hasta dónde llega, hay que acotarla tanto por el futuro como por el pasado. Nues­tros sentimientos son efímeros y nuestras creencias inestables. Ribot nos dice cómo acaba la pasión ... porque, a pesar de todos nuestros juramentos, la pasión acabará; juramos por lo más sa­grado que la persona amada es irreemplazable, y una vez que la hemos reemplazado nos da un poco de risa ese absoluto ilusorio, siempre eterno en el momento y pasajero después. Desgaste o transformación ... ¡el sentimiento sólo es eterno hasta nueva or­den! ¡Una promesa definitiva sólo es definitiva hasta Pascua! ¿Qué criatura de este mundo puede decir Siempre? Así, la con­ciencia voluble ve ya dónde se agota su placer; calcula su longi­tud, su anchura y su profundidad; dicho de otro modo: lo cono­ce como objeto; o sea, que la ironía consiste en rodear por todas partes la cosa, circunscribirla y definirla mediante una «reunión» de sus diferentes aspectos; la ironía consiste en saber que las islas no son continentes, ni los lagos océanos; el navegante que un día llega a punto de partida descubre que la tierra es redonda como una bola y que el universo no es infinito. Gracias a la ironía los periplos concluyen y los problemas pueden ser circunscritos. ¡Es la ironía de la reversibilidad! Un duración irreversible siempre tiene algo de tragedia, porque nos impone un viaje cuyo fin nun­ca vislumbramos, una navegación perpetua hacia horizontes siempre nuevos; la historia, por ejemplo, sólo deja de ser amena­zadora cuando por ciertas repeticiones adivinamos la existencia de un ciclo, una aventura estética, una sucesión circular, abar­cable y redonda como un arco; entonces desaparece la tensión, sonreímos, hacemos malabarismos con las eras del mundo, las ordenamos, las contamos, las apilamos, como un niño que enu­mera las dinastías y juega al juego de la historia. Así surge toda una economía de la felicidad y la desdicha. Una conciencia pre­venida no se engaña fácilmente. Sabemos bien cómo acabará la cosa, y el mismo día en que despunta el sentimiento tomamos las precauciones para que su ocaso no nos coja de sorpresa; nos comportamos como los que compran carbón en verano o toman un seguro de vida a los veinte años. ¡Previendo el fin, el humor

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se evitan preocupaciones! El hombre que sabe tomar distancia es­cribe el testamento de la felicidad el mismo día en que ésta nace. Ni la magia del presente, ni su absolutismo, ni su valor excep­cional, ni sus privilegios consiguen seducirnos. ¿ Y si la ironía fuese uno de los rostros de la sabiduría?

3. LA IRONÍA SOBRE SÍ MISMO: ARTE DE ROZAR

Para llegar a ser un ironista no basta la «economía»: se re­quiere también la «diplomacia». Dicho de otro modo: la con­ciencia se libera de su presente especulando también sobre las ausencias ... la ausencia de las cosas que ya no son y la ausencia de las cosas que aún no son; pero, así como mira hacia atrás y hacia adelante, también quiere mirar a derecha e izquierda; com­bina ambas cosas, por decirlo así, la justicia de sucesión y la jus­ticia de coexistencia. Ser justo es dar a cada cosa la importancia que le corresponde, no tener «punto de vista»; o mejor aún: adoptar sucesivamente una infinidad de puntos de vista, de modo que éstos se corrijan entre sí; de ese modo evitamos todos los «centrismos» unilaterales y alcanzamos la imparcialidad y la justicia de la razón. Quien ha visto Notre-Dame desde abajo y desde arriba, desde fuera y desde dentro, de frente y de costado, obtiene una serie de imágenes o fotografías mentales que poco a poco van componiendo el paisaje de esa catedral; por eso una instantánea, cuya letra inmoviliza el rostro de un segundo, nunca es tan vida como un retrato, que toma en cuenta los innume­rables perfiles de la persona y los innumerables ángulos desde los que la contemplamos. Pero nuestra diplomacia tropieza, como la evolución bergsoniana, con el «frenesí» del crescendo: el im­perialismo de nuestras tendencias, la naturaleza pasional y, por decirlo así, cancerosa de nuestros más mínimos sentimientos, nuestra inclinación a soñar, nuestra confianza, que tiende a ser ilimitada, y que llega hasta el límite de la credulidad ... todo con­tribuye a exacerbar en nosotros las desigualdades y las asime­trías; abandonado a sí mismo, cada instinto prolifera indefini­damente y tiende a ocupar todo el sitio; lejos de desaparecer en forma espontánea, se convertirá en vicio o idea fija; y así como cada uno de nuestros actos es un hábito incipiente, y cada una de nuestras percepciones un recuerdo posible, también nuestros de­seos, si nos descuidamos, se convertirán en pasiones. Así, la gra-

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vedad, en el doble sentido de seriedad y de geotropismo, consti­tuye nuestra tendencia natural. Por suerte la naturaleza, a falta de ironía, nos ha dotado de ciertos mecanismos reguladores que compensan automáticamente la hipertrofia de los deseos: limita su acción indefinida y su fecundidad excesiva haciendo que se neutralicen entre sí, organizando la competencia de los instintos y logrando que se impidan mutuamente el acceso a la hege­monía; por otra parte, la vida práctica, con su diversidad de ta­reas y la agilidad mental que nos exige, saber luchar con eficacia contra esa distracción del corazón que llamamos Pasión. Así, aunque todos nuestros placeres puedan convertirse en obsesio­nes, no todos lo harán, porque los otros también reclaman su parte, y además el mundo exterior apenas les permite fijarse. Sin embargo, hay temperamentos soñadores que no logran alcanzar ese equilibrio dinámico entre las inclinaciones opuestas: ni las exigencias de la adaptación ni la guerra civil de los instintos son capaces de proporcionárselo; no pueden vencer la gravedad de sus emociones ni la patética insistencia de su corazón; son tempe­ramentos graves y «casi demasiado serios» (f ast zu ernst), como el niño de las «Kinderszenen» de Schumann; se hunden a cuerpo descubierto en sus más mínimos sentimientos, sin reservas, sin precauciones; en todo lo que sienten, amor, cólera, entusiasmo, ponen su alma entera; por eso, precisamente, se dice que son personas «enteras», pues llegan hasta el fondo de sus emociones. Querrían entregarse totalmente en una palabra, en una sonrisa, en una mirada, en un apretón de manos; toman a pecho cada mi­nuto de su vida. Pero ese radicalismo del corazón los convierte en seres infinitamente vulnerables. Son como los imprudentes que apuestan todo a un sólo número: cuando pierden, pierden todo. ¡Qué presa fácil para la desgracia! En el fondo, esas almas serias son almas débiles, que enfrentan ingenuamente las agre­siones del destino presentándole su flanco más indefenso. Se juegan el todo por el todo y siempre sufren, porque, al mutipli­car sus esperanzas, multiplican también las causas de decepción. Lo primero que podrían aprender de la ironía es a no embarcarse nunca totalmente, a no malgastar tanto sus recursos. Esa hipe­restesia resulta bastante agotadora y mantiene nuestro alma en un estado de frenética y dolorosa tensión. Así como el hábito, al multiplicar los automatismos, alivia proporcionalmente a nuestra voluntad, también la ironía nos exime de adoptar a cada momen­to actitudes trágicas. No es posible amar u odiar con locura todo

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el tiempo, apasionarse por cualquier cosa: la ironía ctesarrolla, ante todo en nosotros, una especie de prudencia egoísta que nos inmuniza contra la exaltación sentimental: gracias a ella ya no estaremos cruelmente divididos entre pasiones incompatibles de igual intensidad. Además, la ironía nos permite evitar las desilu­siones, por la sencilla razón de que se niega a ilusionarse. Los que escuchan sus consejos siempre tienen en su vida una línea de retirada hacia la que, llegado el caso, se replegarán para no ser sorprendidos por la desgracia. Nunca se dejan atrapar: nos gus­taría sorprenderlos en flagrante delito de desesperación ... pero, ¿cómo? ¡Su desconsuelo ya sabe consolarse! ¿Dónde está su ver­dadera persona? Su verdadera persona no está aquí, siempre está en otra parte, a menos que no esté en ninguna parte ...

En tete-a-tete avec la femme lis ont toujours l'air d ' etre un tiers

[A solas con la mujer , I siempre parecen un tercero)

dice Jules Laforgue de sus Pierrot. Se parecen a los sofistas, esos tramposos que siempre tienen razón en los detalles, aunque nun­ca la tengan en el conjunto, porque, como dice Bergson de los paralelistas, siempre están a mitad de camino entre dos ideas. ¡ No es nada fácil ponerlos en un aprieto a esos Panurgos de la ironía, con sus sorites, sus camelos y sus charadas! Panurgo es nuestra conciencia: la aérea, la inasible, la traviesa, capaz de subdividirse infinitamente, y de evadirse cada vez que la cogen infraganti; como el prestidigitador de Hieronymus Bosch (museo de Saint-Germain-en-Laye), o como los charlatanes, malabaris­tas y fulleros de Jan Steen, sus trucos son inagotables. Es espe­cialista en hurtar el cuerpo, en florear el naipe, en disimular con trampas el punto débil de un razonamiento, en presentarnos lo discontinuo como continuo, y en deslizarse imperceptiblemente de nuestras manos cada vez que creemos haberla cogido. «Mira -dice la princesa Brambilla a su acompañante, el pobre Gi­glio-, dando vueltas a tu alrededor, escapo de ti en el momento mismc, en que pensabas haberme atrapado y tenerme bien cogi­da.» Así, la ironía se adelanta siempre a la desesperación: da una pirueta y, en menos tiempo del que se necesita para decirlo, ya ha escamoteado la causa de su tormento; en las barbas del desti­no nos convertimos de pronto en jardineros, geómetras o violi­nistas, y nuestra persona se escapa de contrabando, disfrazada

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de las más diversas maneras. En estos ardides de la ironía ya se habrá reconocido un talento propio de la inteligencia, que, para ser breves, llamaremos arte de rozar. El ironista no quiere ser profundo; el ironista no quiere adherir, ni pesar; entre él y el pathos hay un punto de tangencia apenas perceptible, y casi im­ponderable; cuando está enamorado, sólo ama con una pequeña porción de su alma, como Fontenelle; cuando se enoja, sólo Jo hace, por decirlo así, de dientes afuera; y cuando mira, Jo hace a la manera de Erik Satie 22, ¡«de ojos afuera»! Juega con todos los sentimientos, pero nunca insiste; como su conciencia es una combinación de sutiles alusiones, sólo puede ser superficial, y al ser frívola es coqueta: a esa frivolidad la llama cortesía, buen gusto o de cualquier otra manera. El que mucho abarca poco aprieta ... pero la conciencia irónica no desea apretar: prefiere mariposear de anécdota en anécdota, de placer en placer, y pro­bar todo sin posarse en ninguna parte; conoce el prefacio de to­das las pasiones, pero sólo el prefacio, porque siempre se marcha antes del final: el amor irónico, por ejemplo, es un eterno prólo­go, que juega con los preliminares sin comprometerse a fondo, que evita el appassionato. En vez de embriagarse con un solo vino, en vez de vaciar su copa, la ironía prefiere fabricarse una embriaguez multicolor, con todos los alcoholes de la pasión; sólo bebe un trago de cada brebaje, y es la primera en divertirse con sus borracheras. Su locura no es menor que la de la conciencia apasionada, pero es una locura más ligera; se vuelve loca después de haber mojado sus labios en mil brebajes diferentes. Su divisa sería (si nos atrevemos a usar aquí las fórmulas de Pascal): De todo un poco, y no: Todo de una sola cosa; se opone, pues, al espíritu de geometría, que, con una especie de fanatismo recti­líneo, deduce implacablemente, y va derecho hasta el final. En cambio, la ironía, como el espíritu de finura, sería lo que frena nuestra lógica afectiva; múltiple y desenvuelta, la ironía casi no insiste en los sentimientos; y así como el espíritu de finura se abs­tiene de definirlo y probarlo todo, también la ironía aprende a no razonar demasiado sobre su propio razonamiento, a evitar las demostraciones lineales o demasiado minuciosas; frente a las pe­sadas especializaciones del corazón, la ironía afirma los derechos de un «diletantismo» refinado y casi imponderable que roza su-

22 «Du bout des yeux»: Tyrolienne turque. «Du bout des dents»: Fugue a tá­tons. «Du bout de la pensée»: l'' Gnossienne.

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..

cesivamente todos los teclados. Su régimen natural es, pues, el pizzicato, o mejor el staccato. ¿Acaso ei puntillismo del staccato no disipa, al rozar las teclas, la nube de pedal que, prolongando la vibración del sonido, perpetuaría en una especie de apoteosis la conmoción patética del alma? No fue casual que los teóricos de la honestidad, en el siglo XVII, se burlaran tanto de los exclu­sivismos profesionales: pero, ¿acaso no hay también un exclusi­vismo pasional, que se hunde en vez de desligarse, y que desco­noce el espíritu de ironía, de ligereza, de agilidad, de scherzo?

Porque la ironía es agilidad, conciencia extrema. Hace que nos volvamos, como suele decirse, «atentos a la realidad», y nos inmuniza contra las limitaciones y las distorsiones de un pathos intransigente, contra la intolerancia de un fanatismo exclusivista. Porque podemos cultivar la universalidad interior para mante­nermos alerta y tomar distancia ... Se dirá que este espíritu de pizzicato peca de diletantismo, de aridez abstracta. Pero al con­trario, ¿acaso la ironía no permite apreciar el camino recorrido desde el instinto glotón hasta la inteligencia sutil? Lo propio del instinto consiste en querer sólo una cosa, pero quererla a fondo, e insistir hasta la exageración; siempre recorre hasta el final el camino del placer. La inteligencia, por su parte, consiste en pen­sar las relaciones; si lo desea, puede desentenderse del contenido, puede abstenerse de «concretar»; capacidad infinita de plantear problemas, puede comportarse como si nada existiera, por eso Bergson dice que es formal o «hipotética». Corta nuestras últi­mas ataduras y nos conduce hasta el borde de la abstracción más extrema. Así nos volvemos inmateriales, indiferentes, disponibles y sumamente incrédulos, amos al mismo tiempo de las cosas y de nosotros mismos. ¿La ironía no es acaso la libertad, es decir, el movimiento que nos lleva más allá, l1t€xuvcx?

Por tanto, el progreso de la ironía es paralelo al de la con­ciencia. Primero, la mente se libera de los objetos tomando dis­tancia, a través del «atlas» y el «calendario»; analógamente, se libera de sí misma practicando en forma alternada la «justicia de sucesión» y la «justicia de coexistencia»: la primera, dirigida tan­to hacia atrás como hacia adelante, somete nuestra conciencia a la ironía del cuerpo y de la sociedad; y la segunda preside, como buena diplomática, el pacto de lo «incomposible». La ironía nos presenta el espejo donde nuestra conciencia podrá contemplarse con toda comodidad: o, si se prefiere, devuelve al oído del hom­bre el eco de su propia voz. Ese espejo no es «el siniestro es-

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pejo en que la arpía se mira» 23, sino el espejo lúcido, sabio, de la introspección y el autoconocimiento. Así son los juegos barrocos de la «reflexión», tal como los descubre, en el siglo xvm, el ma­labarismo acrobático de un Scarlatti 24 • Hemos tenido que vencer muchos ascos para recorrer este camino de la periferia al centro, para llegar por fin a ironizar sobre Jo que más queremos: nuestra conciencia, nuestro instinto, nuestro placer ... ¡ Y sin embargo se necesita muy poco para sacar de quicio a ese soberbio pathos en­vuelto en un manto de falsa dignidad! Lo serio es esencialmente frágil. Nuestro respeto desaparece cuando descubrimos de qué minúsculas causas dependen los más grandiosos acontecimientos de la historia o de la vida interior; todo aquello en lo que se ba­saba nuestro orgullo de seres pensantes se desploma de golpe re­velando la miseria de nuestra verdadera naturaleza, y nuestra desilusión es tan amarga como la del patricio que descubre, ocul­to en su genealogía, algún antepasado poco brillante. Es evidente que nos manejan por todas partes ... ¿Cómo podríamos seguir prestándonos a esta comedia? Las perlas falsas imitan a la per­fección las verdaderas, y es imposible distinguir entre los seres vi­vos y los autómatas; la existencia, ridícula, de los sucedáneos pa­rece probar que nada es irreemplazable. La ironía es la alegría un poco melancólica que nos produce el descubrimiento de una plu­ralidad; nuestros sentimientos y nuestras ideas deben renunciar a su soledad señorial y aceptar vecindades humillantes; deben cohabitar en el tiempo y en el espacio con la multitud; las nove­dades confiesan su vejez y sumen en la confusión a los ingenuos; el universo se anima, pero la particularidad se atrofia; y el mun­do se llena de variedad al tiempo que se vacía de fervor. Es im­posible adorar varios absolutos, amar profundamente a varias mujeres a la vez, tener, como aquel hombre de mundo, quinien­tos amigos, de los cuales trescientos íntimos; una profusión tan chocante es un insulto al misterio del sentimiento y a la seriedad de la confidencia. De modo que debemos elegir entre la intimi­dad y la justicia. Ironizar es elegir la justicia. Pensamos en los testigos, en la sociedad que se reirá de nosotros, en el pasado y

23 BAUDELAIRE, L 'Heautontimorouménos. 24 El «tema del espejo», es decir, del desboblamiento reflexivo, no sólo está

presente en Metsys y Tiziano, sino también en Hoffmann y en Fr. Schlegel. La Prudenza de Antonio del Pollaiolo (escuela florentina) se mira en un espejo. En la· música «barroca», el equivalente al tema del espejo, es el juego del eco (donde a un piano corresponde un Jorfe).

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en el futuro que nos contemplan, en las otras regiones de nos­otros mismos que también reclaman su parte, en ese innumerable, no yo que rodea a cada uno de nosotros. Ya no puedo estar a solas con el instante: el instante soberano, en el doble sentido de presencia y presente, el instante ya no es más que un punto en la duración y en el espacio. ¡Ay! ¿Por qué no se puede ser al mis­mo tiempo razonable y apasionado?

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CAPÍTULO Il

LA PSEUDOLOGÍA IRÓNICA; Y DE LA FICCIÓN

"EOTJ 7t0,t <ip<X, w <l,ux~. cxy<X0~ X<Xt CX7tATj X<Xt µ(<X X<Xt yuµv~ ; (MARCO AURELIO, Ek tµ<Xu,óv, X, l.)

Alma mía, ¿cuándo serás simple, cuándo estarás des­nuda?

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Ya sabemos cuál es el «género» de la ironía, pero todavía ig­noramos cuál es su «diferencia específica». La ironía, decíamos, es la conciencia: pero, ¿de qué depende que esa conciencia sea precisamente irónica?, y ¿cómo distinguiremos ahora entre la reflexión burlona o mordaz y la reflexión seria? Porque existe una reflexión «seria», que no piensa en mofarse de su objeto ... De modo que debemos definir la esencia más íntima de la ironía, debemos caracterizar la tonalidad irrisoria, en virtud de la cual una conciencia neutra se inclina hacia la sonrisa. Desde luego, se trata, en cierto sentido, de unas preguntas imposibles de res­ponder; es como preguntar por qué el dolor es doloroso, o la emoción emocionante, o dónde reside la «haecceidad» irreduc­tible de la persona. «¡No sabemos qué responder, pero camina­mos!», como dice Joseph de Maistre, y como ya había dicho Diógenes el cínico invocando las evidencias del sentido común contra las aporías zenonianas. Y, en efecto, a quienes esperan que les presentemos el misterio analizado, nos gustaría respon­derles: ¡Experimentadlo! Sólo desde dentro de nuestra propia risa, o de nuestra propia tristeza, podemo.s saber ... Renunciemos, pues, a buscar lo objetivamente irónico de la ironía, a rastrear algo sustancial en nuestros sentimientos, una especie de parcela diminuta donde residiría su no sé qué particular. Pero, aunque sea indefinible, la ironía no es inefable; no podemos analizar su estructura, pero sí podemos describir su aspecto; en pocas pa­labras, podemos filosofar sobre la cualidad. Si algo es revelador, lo es, sin duda, el contraste entre nuestra confusión y la seguri­dad del vistazo con que la intuición corriente logra orientarse en­tre los innumerables matices de la ironía: humor, sátira, burla ...

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1. VARIEDADES DEL SECRETO Y DE LA ALEGORÍA

La ironía consiste en expresarse de cierta manera. Como ve­remos, se comunica sin comunicarse; pero, en definitiva, se diri­ge necesariamente a un ambiente social, porque, si no, todos sus tapujos carecerían de sentido. Desde este punto de vista, la iro­nía tiene tantos registros como sistemas de signos hay en la vida intelectual: por ejemplo, la pantomima irónica, que se expresa con gestos y ademanes; la ironía plástica, que dibuja caricaturas; por último, y sobre todo, la ironía del lenguaje, escrito o habla­do, la más matizada y la más flexible de todas las ironías ... por­que, si las otras se mueven a lo largo de una escala más o menos «defectiva», ésta, en cambio, circula y modula intensamente en todos los grados de la gama. ¿Quiere decir que la ironía es un mero género literario, o una figura retórica? Digamos solamente que la ironía se sitúa en el mismo plano que el )..óyoc;, es decir, el pensamiento expresado y expresable, y que supone la existencia de un interlocutor actual y virtual, al que se revela sólo en parte.

La ironía podría llamarse, en el sentido propio del término, alegoría 1, o mejor 4'e.uo0Aoyfo,, porque piensa una cosa y, a su manera, dice otra. Nuestro lenguaje es de por sí alegórico o pseudológico, pues la relación que mantiene con el pensamiento, que, supuestamente, debe expresar, es compleja y más o menos mediata. Pero todas nuestras ideas sobre la función del lenguaje están viciadas por la vieja teoría realista de la Expresión, que, a su vez, se apoya sobre una especie de prejuicio paralelista: según esa teoría, el signo revelaría el sentido, y de una y otra parte habría la misma cantidad de ser, invisible en la idea, encarnada en la palabra; incluso las quejas de los filósofos y los poetas acerca de lo «inexpresable», lo inefable y lo indecible se expli­can, en definitiva, por un dogmatismo frustrado: lo justo sería que el lenguaje fuese fiel, como debe ser verídica la percepción; y nos sentimos traicionados, y arremetemos, furiosos, contra el lo­gos gramatical, y nos entregamos de buena gana a un ilusionis­mo que sólo surge del desengafio amoroso de los dogmáticos. Todo sería simple si se renunciase a la idea de una «traducción»,

I HoFMANN, en La Princesa Brambilla (comienzo del capítulo III), opone el humor alemán, que es «alegórico», a la bufonada italiana.

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a la idea de Dios sabe qué transfusión de un pensamiento evoca­do por milagro en sonidos y signos; pero para eso habría que empezar renunciando a la idea de una correspondencia «yuxta­lineal» entre las ideas y las palabras. Recordemos lo que dijo Bergson sobre la afasia. Si los recuerdos estuviesen «alojados» en el cerebro, cada zona de la corteza debería gobernar determi­nada categoría de imágenes verbales; análogamente, si el pensa­miento fuese coextensivo a las oraciones, cada trozo de oración debería corresponder a un trozo de pensamiento. De hecho, con la Expresión sucede lo mismo que con las relaciones entre el cuerpo y el alma: es innegable que existe un paralelismo, en gene­ral, aunque siempre sea absurdo postular que existe en el detalle; innegable, en el sentido de que, sin duda, el cerebro es la con­dición de la memoria, y de que sin lenguaje no podría haber pensamiento visible ... Pero no sabernos más que eso, porque la expresión y la impresión siguen siendo disimétricas. Digamos, para abreviar, que esta causa es el orden del &ve.u oú y no del oi'oú. El lenguaje se parece a una traducción muy libre que, con todo, logra expresar bastante bien el sentido general. La expre­sión siempre es fiel de una manera aproximativa. Lo ridículo de las localizaciones cerebrales ... o gramaticales, es su precisión. O la palabra, aislada, no es nada en absoluto, o ya es un pen­samiento completo, y, sin duda, no otra cosa quería decirse cuando se afirmaba que el concepto era una síntesis de los juicios virtuales. En este sentido, la paronimia no es una excepción, sino la regla, lo que hace que nuestro lenguaje sea tortuoso, indirecto y ambiguo. Y lo mismo en el caso de los sinónimos, porque nun­ca habrá demasiadas palabras para expresar las innumerables inflexiones del pensamiento; en realidad, la sinonimia sólo es una aproximación, y sólo constituye un estorbo para las inte­ligencias pobres, miopes y superficiales; en rigor, nunca puede decirse que una palabra se usa exactamente igual que otra u otras. En cambio, la homonimia, o el equívoco, constituye la ley misma de la expresión y el origen de todo malentendido: signifi­ca que somos, al mismo tiempo, infinitamente ricos y desespera­damente pobres ... es inútil complicar el vocabulario y la panto­mima buscando igualar los delicados matices, las inagotables sutilezas del corazón. Nuestros signos son como discos de fonó­grafo: todos son negros, duros y brillantes, y, sin embargo, bajo la púa, uno tocará la gran aria de Louise, y otro los Véritables préludes flasques pour un chien, de Erik Satie. En las circunvo-

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luciones cerebrales, como en los símbolos del lenguaje, el «locali­zador» encuentra casi siempre homónimos, y se deja atrapar por los irónicos juegos de palabra de la naturaleza. Así como un mis­mo síntoma, e incluso un mismo síndrome de síntomas, puede significar muchas enfermedades distintas; así como la música mímica puede traducir varias emociones diferentes, también la misma palabra - vibración sonora en el espacio auditivo, signo gráfico en el espacio visual- puede comunicar innumerables sig­nificaciones intencionales. Dicho de otro modo, los matices que hay en las sutilezas y complejidades cualitativas de la intención son infinitamente más numerosos que las teclas del rudimentario teclado del sensorium o que las combinaciones posibles en el re­gistro de los signos: quiere decir que una multitud de ultrainten­ciones no encontrarán su signo unívoco en esta limitada gama. La mentira, que equivale a una yuxtalinealidad tan literal como engañosa, es la explotación sofística de ese excedente de pensa­miento que no consigue expresarse; la mentira reserva para la guerra ese excedente de sentido no encarnado; la mentira extrae sus recursos tramposos de la no coextensividad del sentido y el signo . Los signos son demasiado rudimentarios para expresar matices demasiado impalpables ... ¡Dada la complejidad de estos cambios de agujas semánticos, todo diagnóstico resulta inseguro, toda hermenéutica incierta, toda adivinación milagrosa! ¿No es como querer beberse el mar? Llamemos olfato o intuición a la infalible Ariadna que guiará nuestros pasos en esta zona disputa­da, alusiva y laberíntica de la aproximación.

Con esto volvemos a las paradojas de L 'Evolution créatrice sobre los «modos de unión»: como el ojo, el lenguaje es más un obstáculo soslayado que un medio utilizado; los hombres hablan no tanto para hacerse comprender como para esconderse, ¡y la gracia consiste en que para comprenderlos hay que empezar por no hacerles caso! De modo que el lenguaje es un obstáculo que es un órgano; intercepta y deja pasar ... porque el sentido sólo puede pasar una vez interceptado y reducido. En esta contradic­ción se resume la tragedia de la Expresión: para poder existir, el pensamiento debe limitarse, o, como decíamos más arriba: no se puede ser al mismo tiempo todo y algo. Los cínicos, esos provo­cadores que convierten escandalosamente el Quamvis en Quia, el A pesar de en Porque, y transforman la objeción en una razón más, los cínicos, como forma de desafío, desarrollan al máximo la paradoxología. Esa paradoja ya es una ironía o, mejor, una

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irrisión (porque, ¿no es ridículo que lo infinito necesite aquello que lo desmiente?), irrisión ya reconocible en la ambigüedad de las relaciones entre cuerpo y alma, cerebro y memoria, ojo y vi­sión . La esencia dialéctica del órgano-obstáculo consiste en que es un imposible-necesario, y Friedrich Schlegel, que, al conside­rar sólo la inadecuación de la idea a lo real, suprime una de las dos mitades cuya reunión produce el absurdo de la relación, Schlegel, que suprime el elemento necesario, frivoliza la tragedia y cae en el fútil «angelismo» 2; porque cuando falta uno de los dos elementos contradictorios, la contradicción en general se vo­latiliza . Más dialéctico, Solger reconoce la necesidad de la encar­nación. Porque para definir la alternativa de la Expresión se ne­cesitan dos elementos: lo trágico de lo inexpresable, y el peor es nada de la existencia finita. Así pues, el instrumento es un impe­dimento, pero el impedimento será un instrumento. Hay obs­táculos en mi camino que acaban siendo mi camino, escribe Henri Delacroix; porque, además de que el camino sólo es una victoria relativa sobre el obstáculo, este último es el que define, traza y canaliza el camino como camino. De modo que hay que elegir entre la infinidad en la inexistencia informe y la determina­ción concreta, pero !imitadora. Sin duda, las almas, en la re­pública de los ángeles se comunicarían en forma inmediata, sin que la intención deba pasar por el filtro de las palabras; pero mien­tras esperamos que llegue ese pentecostés metafísico, reconozca­mos que en este mundo el lenguaje representa un peor es nada, Jo mejor que podía hacerse en un mundo donde el silencio, ¡ay!, es mudo y no tiene nada de elocuente. Por otra parte, el malen­tendido de los equívocos y los unívocos se corrige con bastante facilidad; aprendemos a leer «entre líneas» como la mente apren­de a pensar entre conceptos; ¡y Dios sabe Jo inútil que es esfor­zarse por aclararlo todo pretendiendo que hasta los más sordos escuchen! Ya somos capaces de captar las misteriosas ondas que rodean cada palabra, llenándola de sugerencias y manteniéndola en un estado de mutación permanente; en un momento compren­demos todo lo que podría decirnos el comentario, y la doble trai­ción del lenguaje, al mismo tiempo empobrecedor y deformante, excita aún más nuestra imaginación. Es ésta una filología espon-

2 Cfr. Feodor STEPPOUNE, La Tragedia de la creación, en Logos (ruso), 1910, t. 1 (Moscú, «Musageta»). Recogido más tarde en Vida y creación (en ruso), capítulo Il.

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tánea, y tan infalible como el instinto. La mente suple, corrige, interpola y, por último, percibe esa puntuación secreta que está más allá de la oración visible, y que mantiene con esta última la misma relación que, según los pitagóricos, existe entre la música de las esferas y el movimiento de los astros. «Evocar, en una sombra deseada, con palabras alusivas, nunca directas, guarda­das todas en un silencio idéntico ... »: así se expresa Stéphane Ma­llarmé3, sacerdote de lo oculto y teórico del hermetismo. El geó­metra, escribía Alain, es el único que sólo dice lo que dice; el poeta no dice lo que dice, dice lo que no dice, a veces más, a ve­ces menos, ¡en todo caso, siempre otra cosa! Sin embargo, para olvidar las palabras debemos recurrir a las palabras; para volati­lizar la materia debemos empezar aceptando la materia, y esto lo sabe muy bien el artista, que se instala en el mundo de los cuer­pos figurados. Tal es, sin duda, la acrobacia del «estilo»; en todo momento adivinamos, detrás de la letra, la secreta respira­ción del espíritu, y en todo momento el peso de la letra puede ser el lastre que nos impida despegar. Para leer lo que no está escri­to, para escuchar lo que no ha sido proferido, es necesario que el silencio se pueble. Así, bailamos en la cuerda tendida entre lo ex­cesivo y lo escaso, entre el espíritu hambriento que de un solo impulso quiere alzar el vuelo, y el espíritu tan bien hablado que por las palabras acaba olvidando el sentido.

De modo que nada es totalmente recto, simple, leal. La su­perficie es como la piel: en vez de revelar oculta, disimula exhi­biendo y engañando manifiesta, si bien de una manera oblicua e indirecta. Tal es la ironía del «quiasma». ¿Acaso traicionar no es al mismo tiempo revelar y falsear? Por tanto, sólo para los lógi­cos el lenguaje es una manifestación directa, sustancial y verídica del pensamiento. Primitivamente, los hombres no se preocupan por ser claros, sino más bien por engañar -a/iud ex afio signifi­care, como dice Agustín-, y por ser más persuasivos valiéndose de la alegoría; lejos de ser un refinamiento moderno, el simbolis­mo es tan viejo como el mundo, y Creuzer ha mostrado muy bien lo poco que le importa al pensamiento primitivo seguir la línea recta cuando se trata de explicar las cosas divinas. Y en el

J Divagations, pp. 245-246 (Suggestion), 326 (Magie). Cfr. p. 327 (sobre las metáforas). Páginas 283-284 («Le mystere dans les lettres»): « .. . Creo firmemen­te en algo abstruso, o sea, cerrado y oculto ... » Cfr. Henri BREMOND, La Poésie pure (1926).

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propio cristianismo Agustín no intentó negar la importancia de las profecías, las figuras «prenunciativas» y las locuciones «tró­picas»: figuratis velut amictibus obtengatur ut sensum pie quae­rentis exerceant et ne nuda ac prompta vilescant .. . ; ut quasi substrae/a desiderentur ardentius et inveniantur desiderata jo­cundius4. Por ejemplo, las parábolas no deben entenderse ad proprietatem. De allí procede, sin duda, la alianza inmemorial entre la poesía y la filosofía 5: si el pensamiento se encierra sin aparente utilidad en el ritmo del verso, no es para volverse más comprensible, sino para que no se lo comprenda; en vez de decir sin rodeos lo que quiere decir, opta por volverse extraño, distan­te y complicado. La poesía sale con velo, como la mujer egip­cia 6• De nada servirá que recurramos a nuestra lógica: el herme­tismo espontáneo no es una cuestión de pedagogía, sino más bien de magia, y cuando el aprendiz de pensador utiliza expresiones «figuradas» ya está jugando con todas las formas del secreto. En general, no comprendemos que el secreto tiene dos rostros: cerrado por fuera, abierto por dentro; sin duda, el arcano es ante todo rechazo, porque designa lo que no decimos a los otros, o, al menos, lo que no decimos a todo el mundo; pero, si nadie está en el cuento, el secreto corre el riesgo de parecerse bastante a un jeroglífico de Polichinela. La esfinge, el animal enigmático y am­biguo, ha encarnado la paradoja de esta contradicción. La exis­tencia del profano supone la del iniciado. Si hay secreto, hay confidencia; es decir, confianza: alguien sabe, alguien es deposi­tario de una verdad que custodia celosamente, pero que, sin em­bargo, también comparte con algún otro ... o con Dios. Ni la per­sona más fuerte sería capaz de guardar un secreto realmente para sí sola sin acabar enferma; y es dable preguntarse, incluso, si existe una conciencia tan intrépida como para soportar esa con­frontación solitaria con el secreto sin que, a la larga, éste la ma­te; sólo un psicoanálisis adecuado, capaz de sacar a la luz el gran secreto que nos consume, podría devolvernos el sueño y el apeti­to. Así, pues, el poder del secreto no reside tanto en el mutismo que impone como en la complicidad que establece entre sus de­positarios; es al mismo tiempo tácito y explícito, exclusivo y con­fiado; cierra la boca de los iniciados, tapa todas las rendijas, pe-

4 Contra mendacium. s Cfr. NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, afor. 196, 289-290. 6 NIETZSCHE, El Viajero y su sombra, 11, afor. 105.

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ro el silencio del que se rodea es un silencio que lo dice todo 7•

Como el Deus absconditus de Pascal, el secreto es un misterio elocuente y casi del todo manifiesto. Ya se trate del «secreto en­tre dos», que es el secreto de los amantes, o del «secreto entre varios», que cimenta las comunidades religiosas o políticas, siem­pre existe una aristocracia del secreto, con sus privilegios, sus emblemas, su mitología y sus juramentos. El hecho de haber vis­to juntos algo muy extraño, de guardar juntos un secreto abru­mador, de haber sido testigos de algo tan grave que pensar en ello les produce vértigo, ya crea entre dos seres una fraternidad duradera, una especie de entendimiento tácito que nunca se pone en tela de juicio, aunque carezca de justificación racional; . son dos conspiradores que se miran como carbonarios ligados hasta la muerte, no por el aprecio consciente del uno por el otro, sino por el místico conjuro del secreto. Por eso la violación de un gran secreto nos parece la más sacrílega de las traiciones: permite la intrusión del profano entre el confesor y el pecador, rompe la intimidad de la confidencia, en suma, rompe el encanto. Así co­mo tiende a cerrarse, el secreto tiende también a abrirse: es como la moda, que siempre se deja copiar por las clases pobres y siem­pre se refugia en otra parte, para renovar el menú y el guarda­rropa, y seguir siendo esotérica; la moda es la alternancia del contagio y el reflujo, la imitación que persigue a la novedad. Modernidad significa «vanguardia», pero también «conformis­mo». Esa misma duplicidad existe en el secreto: cuanto más grande es el secreto, más tentadora resulta la indiscreción; hay secretos que nos queman los labios y que inexplicablemente se mantienen en equilibrio entre el misterio y la publicidad; de mo­do que están siempre en la punta de la lengua, a punto de divul­garse, de violar la consigna. Desde que el mundo es mundo, la plebe se ha dedicado a perseguir los mil secretos de los snobs, y estos últimos a frustrar la curiosidad de aquélla; pero por más que los snobs se esfuercen, ~iempre hay fugas; cambian perma­nentemente la cifra, y los otros adivinan permanentemente sus enigmas; como en esas novelas con clave, donde un anonimato transparente apenas logra disimular a los notables de la ciudad. Por otra parte, la ciencia va profanando todos los misterios; im­posible ocultarle nada; imposib_le, incluso, seguir siendo diferen-

7 ·o <XV<X~ oi'.i 'tO ¡.i.ctv.ttóv E<J'tl 'totV ótA<poi~ OU'tt At¡tl OÜ'tt xpu1tm, ciAACL ar¡¡.i.ctÍVtl (HERÁCLITO, Bywater, 11).

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te. ¿Significa esto, que se está perdiendo el respeto, o que la cla­rividencia es cada vez mayor?

Por tanto, el secreto aproxima a las personas, en el acto mis­mo de su aislamiento, y sólo hay secreto cuando hay comunión en el secreto; como en la inmortal melodía de Fauré 8, el secreto sólo dice no a uno para poder decir sí a otro. ¡Que no sepa la mañana el nombre murmurado al oído de la noche! ¡Que el oca­so olvide la confidencia hecha al día! Así es el gran amor celoso que ama contra alguien, que necesita el rechazo, el relieve y los contrastes; y la música de Fauré, una especie de secreto, es toda «en sordina», porque quiere que agucemos las orejas, porque se dirige a las almas que están muy atentas; habla bajo porque quiere que la perciban las almas preparadas para entrever el misterio, porque quiere que la escuchen mejor los que merecen escucharla.

Pénétrons bien notre amour De ce silence profond.

[Que nuestro amor absorba / ese silencio profundo]

Le Don silencieux, ese estremecimiento de pasión, nos hace la misma confidencia: «Me llevaría las dos manos a la boca para callar lo que tanto querría deciros ... » Con todo derecho, pues, podríamos hablar de mística en este caso. El mysta es, literal­mente, el que calla, el que sabe algo que los demás no saben. Es­to es así aunque el orfismo o el eleusismo no hubiesen existido: no toda verdad ha de decirse; no todas las preguntas han de res­ponderse; al menos, no todo puede decirse a cualquiera; hay ver­dades que deben manejarse con infinitas precauciones, valiéndo­se de toda suerte de eufemismos e ingeniosas perífrasis; la mente sólo se posa en ellas después de haber descrito círculos muy am­plios, como los que describe un pájaro. Más aún: hay un mo­mento para cada verdad, una ley de la oportunidad que forma parte del fundamento mismo de la iniciación; antes es demasiado pronto; después, demasiado tarde. ¿Es la verdad que se inserta en la historia? ¿O es la conciencia que se desarrolla en el orden de la duración? En todo caso, existe una deontología de la ver­dad que se apoya sobre el aprovechamiento espontáneo de la ocasión oportuna y - como nos gustaría decir- de la coyuntura

s Le Secrel, op. 23. Cfr. Le Don silencieux, op. 92.

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flagrante. La vericidad o dicción de la verdad es un aconteci­miento histórico. No basta con decir la verdad, «toda la ver­dad», en cualquier momento, como un animal: la verdad debe articularse en forma gradual; debe administrarse como un pode­roso elixir, que puede resultar mortal; por eso hay que aumentar la dosis un poco cada día, para que la mente tenga tiempo de acostumbrarse. La primera vez, por ejemplo, contaremos una historia; más tarde revelaremos el sentido esotérico de la alego­ría. Así, hay una historia de San Luis para los niños, otra para los adolescentes y una tercera para los que estudian paleografía; una versión para cada edad; porque, a medida que madura, el pensamiento va de la letra al espíritu, y atraviesa niveles de ver­dad cada vez más esotéricos. Para los niños, la leche de los ni­ños; para los adultos, el pan sustancial de los fuertes: es lo que dice Pablo cuando se dirige a los corintios y a los hebreos. Tam­bién el ciclo de los estudios tiene sus Pequeños y sus Grandes Misterios, su 1:EAE't~ y su e1tó1ti:det.; puede decirse, incluso que to­da filosofía que se propone guiar a las almas hacia la esencia críptica -Platón co su dialéctica, Pascal con su inversión del pro y el contra- reconoce la existencia de varios grados de verdad. Y aquí aparece fa «mentira piadosa», ¡más verdadera que la pro­pia verdad! Es «pedagógico» dejar que la mente se extravíe para luego, insensiblemente, orientarla hacia una de esas verdades augustas que sólo puede abordarse dando un rodeo ... porque si­las viésemos de frente nos estallaría el corazón; la verosimilitud es la antesala de la verdad, como el mito, en Platón, sustituye a la ciencia en las cuestiones relativas al destino del alma. En lugar de pensar que este racionamiento impuesto a la mente tiene un sentido oscurantista, deberíamos considerarlo como un efecto del pudor y como un antídoto de la sinceridad gramatical, de la in­humana sinceridad, virtud de los fariseos y de los toros. El respe­to del misterio combate con eficacia nuestro apetito insaciable, e impide que quememos las etapas exigidas tanto por la majes­tad de la cosa crítica como por nuestro aliento limitado. Para no morir de sinceridad aceptamos la oblicuidad y el retorci­miento.

Así se desarrolla no sólo una parajilosojía, al margen de la filosofía oficial, sino también, en el interior de esta misma, una criptofilosofía, que sólo se dirige a unos pocos, que escoge sus lectores y sus confidentes. También existe en nuestro lenguaje to­da una «filosofía arcana», y una especie de esoterismo natural.

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El «estilo» -observa Nietzsche 9- rechaza al mismo tiempo que acoge ... porque preferir entraña rechazar. Para comprender la función de la ironía debemos comprender la duplicidad de la conciencia, en otras palabras, la disyunción cada vez más honda entre la mente y los signos de la mente. La mente procede como la naturaleza; naturaleza que, ya desde sus comienzos, la decep­ciona, porque siente que no es lo que parece, que debe ser des­cifrada. Ya dos siglos antes que Platón, el poema de Parménides distingue entre dos vías (óoo(), la de la verdad y la de la opinión (oó~et.). La ambigüedad de la Apariencia, siempre a mitad de ca­mino entre el Ser y el No Ser, nos inspira una saludable descon­fianza que, como veremos, es el ABC de la ironía. La Apariencia no deja de ser algo, aunque no sea verdadera, y precisamente por eso resulta tan pérfida. «Maestra de error y de falsedad», dice Pascal de la imaginación, y aun más engañosa en la medida en que no siempre lo es. Por supuesto, la apariencia no es la reali­dad, y sin embargo contiene algo que es relativamente verdade­ro; participa de lo real; más exactamente: es algo distinto de lo que anuncia; pero ... algo distinto sigue siendo algo; por eso exis­te una hermenéutica de la apariencia, un arte de interpretar los simulacros, y por eso también Platón y Plotino saben encontrar en la imagen la consistencia de la Idea. La imagen es lo que imi­ta: si no se pareciera en nada a su paradigma, ¿cómo podría dar pie a una dialéctica erótica o estética? Además, ya lo indica la ambigüedad de la palabra: ¿acaso lo «aparente» no es al mismo tiempo lo superficial y lo patente? Para un metafísico, el fenó­meno es aquello que no es «en sí»; para un físico, en cambio, el fenómeno es la evidencia. Este equívoco del Parecer y el Apare­cer posibilita los escamoteos de la conciencia. La conciencia explota con virtuosismo la disociación de la apariencia y el ser: así como las cualidades percibidas no se parecen a la esencia noé­tica, tampoco las ideas se parecen a las palabras, o el dicho al hecho. ¡Desacuerdo del pensamiento con el lenguaje, desacuerdo del pensamiento con la acción, y, por último, desacuerdo del pensamiento consigo mismo! La conciencia complica cada vez más el laberinto de sus mentiras, hasta perder de vista su propio yo; es para acabar desorientado; con la ayuda de la sociedad, nuestra conciencia se vuelve profunda, zigzagueante y clandesti-

9 La Gaya Ciencia, aforismo 381 (compárese con el afor. 371). Compárese Fr. ScHLEGEL, Ueber die Unverstandlichkeit (ed. Minor, ll, pp. 386-395).

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na; desdoblada simultáneamente por el interés, la vanidad y la cortesía, juega cien partidas a la vez, confunde su personaje ini­cial con los papeles que se le atribuyen en los salones, urde estra­tegias subterráneas e inexplicables, y acaba embrollándose a gus­to en sus propias fabulaciones. Y aquí la tenemos a esta concien­cia demasiado ingeniosa, tal como ella misma se ha fabricado, más maquillada que Pierrot, con sus collares de perífrasis y su jubón multicolor, engalanada de mentiras y rodeos, y haciendo malabares con los equívocos. Y ahora examinemos atentamente ese rostro enharinado para sorprender en él la fina sonrisa de la Ironía.

2. DE LA INVERSIÓN IRÓNICA

Como hemos dicho, una conciencia tranquila es un scherzan­do. Ahora bien, falta algo. También el arte es una conciencia tranquila; y la especulación. Sin embargo, ni la especulación ni el arte son irónicos. Les falta la oscilación entre los extremos y el vaivén dialéctico entre los contrarios, que constituye la ambi­güedad del juego. La ironía es una conciencia tranquila lúdica: no una conciencia tranquila simple y directa, sino una conciencia tranquila retorcida y mediata, que se obliga a sí misma a ir y vol­ver, hasta y desde la antítesis. El juego es la conciencia intran­quila al revés: lo que en esta última es estacionario, en aquél es alternativo. La semiconciencia, dividida entre la objetividad y la subjetividad, se queda plantada a mitad de camino, con sus se­miobjetos; ¡es algo más fuerte que ella! Su infelicidad deriva de que no es ni lo bastante consciente ni lo bastante inconsciente; porque puede hacer pero no deshacer. El ironista, en cambio, es una conciencia tranquila juguetona que puede hacer y después deshacer, evocar y revocar. Si el juego se olvidara de deshacer, coincidiría con el arte, que, por otra parte, es, sin duda, una es­pecie de juego; el juego nunca deja que su ilusión perdure dema­siado ... y en esto se ve que es irónico. De allí, pues, la necesidad de distinguir entre la Ficción artística y el Fingimiento artifi­cial; la primera es obra, el segundo maniobra; uno, conducta, mímica u operación pura, la otra, fábula, novela, mito o estatua. Por su aspecto destructivo o revocatorio, la ironía se distingue

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nítidamente del arte, pues la vocación de este último consiste en edificar formas plásticas y obras consistentes, que remiten a sí mismas: las obras de la ironía son cifras evanescentes y lugares de paso; la ironía es una mitogénesis estéril, una poesía que nun­ca acaba en poema, en el sentido de que el 1to(r¡µa es la propia 1toír¡cn~, el 1tpiiyµa la propia 1tpii~i~: el producto es la producción; la obra, la operación. Como la astuta Penélope, para ganar tiem­po y engañar a la violencia usurpadora, deshace al atardecer lo que ha hecho por la mañana. Adviértase que no se trata del des­tino, que va deshaciendo la obra del hombre a medida que éste la realiza; porque el suplicio de Sísifo está hecho de desesperación y sinsentido; la tarea sin fin de Penélope no es una absurda ridicu­lez, como la roca del forzado, sino, al contrario, una estratage­ma llena de sentido y, a su manera, una obra de arte de la inge­niosidad odiseica; la falsa obra de la esposa es la contrapartida del hábil fingimiento del esposo, que regresa disfrazado de men­digo. Aquí la industria de Palas obrera, en vez de acabar la obra, la convierte en una obra de segundo orden, en un medio y una máquina al servicio de una obra más alta, más esencial, más im­palpable: la mortaja de Laertes se convierte en una cifra y en un pretexto, en un fraude que le permite permanecer fiel al esposo; la falsa trama sirve para disimular otra trama, una trama más secreta, una trama invisible, que la esposa urde con paciencia. La ironía hace y deshace sin cesar su tapiz de Penélope, su obra siempre naciente; del derecho y del revés, no cesa de «hacer», 1tme.tv. Sin embargo, la dos operaciones que Penélope ejecuta su­cesivamente, sólo son en la ironía una única e idéntica opera­ción; o mejor aún: el ironizado, que comprende la ironía del iro­nista y entra en su juego, recorre sucesivamente las dos fases de la interpretación ... la epagogía de la mañana y luego la epagogía del atardecer, ¡igual que Penélope! Pero, vista desde el campo ironizante, la alegoría no es más que una sola actividad, una ac­tividad irónica: por tanto, el ironista hace de una sola vez lo que para el ironizado se articula en dos procesos. Así, pues, la ironía, latido o vibración total, se opone al estancamiento de una con­ciencia intranquila que se queda a mitad de camino, porque que­rría deshacer y no puede; esta conciencia intranquila no deja de ser un acontecimiento pático del sujeto, que no conduce al Otro a ninguna parte, y que languidece por causa de su naturaleza mixta, estática y dolorosamente mixta. Pero la ironía se opo­ne con igual nitidez a la conciencia extremadamente tranquila del

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arte, que se pierde en su objeto; sin embargo, mientras que el ar­te nos libera exacerbando la objetivación y la extroversión, la ironía nos libera volviendo atrás ... no hacia una inconsciencia o inocencia supralapsaria, que sería la nostalgia del pecador des­doblado, sino hacia una mayor conciencia, hacia una conciencia más intensa, más chispeante, más concentrada; la conciencia ar­tística se libera expirando en la obra, que es conciencia solidifica­da y límite terminal del movimiento procreador, mientras que la conciencia irónica se libera en el movimiento mismo. La ironía no acepta quedar petrificada en el mármol ni paralizada en la preocupación inoperante: a esta última la activa mediante una proyección que se realiza en la obra, y a la obra la aninia me­diante la operación. Esa obra impugnada, volatilizada, ironiza­da, en una palabra, esa obra fantasma que cada atardecer vuelve a cuestionar, es la trama penelópea de la ironía; cada atardecer, cuando los pretendientes se han marchado, la astuta conciencia entra en puntas de pie y arranca los hilos de la tela de araña; así, al destejer la obra que ha tejido, pone otra vez en marcha la ope­ración.

La operación es la obra de la ironía, y también la del juego. Como toda actividad lúdica, la ironía hace que la conciencia se aparte del interés utilitario al que estaba adherida; y, también co­mo el juego, la ironía entraña la pulsación dialéctica, la vuelta atrás y la meditación. Pero el mero «juego» no está al servicio de ninguna otra cosa: como tiene su fin en sí mismo, no apunta ha­cia nada distinto; carece de intención, no es atraído por ningún fin trascendente; en eso consiste el desinterés que se le atribuye. El juego existe para la risa y para el placer. Además, no tiene consecuencias ni repercusiones póstumas: crea una especie de oasis en medio de la vida seria, instala su jardín cerrado en el tiempo aparte del ocio y la recreación, y lo protege celosamente contra la prosaica cotidianidad; así, pues, ese comportamiento discontinuo y secundario, que con su frivolidad viene a añadirse a los comportamientos primarios del trabajo -o, más bien, a suspenderlos de cuando en cuando-, es un instrumento de sece­sión y evasión. Por último, el juego es ambiguo, pues entraña al mismo tiempo la conciencia de su propia futilidad y la tentación subvoluntaria de entregarse a ella: organiza una guerra en bro­ma, una comedia del destino, pero con la secreta idea de que esa lucha es una versión resumida de las vicisitudes del destino, de que ese juego es una guerra elíptica, de que esa cacería inofensi-

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va es una estilización de la aventura peligrosa 10; el jugador va y viene con placer de lo serio a lo ilusorio; vuelve a lo serio, es de­cir desvaloriza el juego tan pronto como éste empieza a infun­dirle miedo, y huye hacia el juego tan pronto como la realidad empieza a aburrirle otra vez; se acerca lo más posible para que lo atrapen, y huye justo antes de que le echen mano ... ¡Cuántas emociones deliciosas en esa loca carrera donde siempre estamos y no estamos, donde siempre estamos a punto de ponernos serios! Al mismo tiempo amo y víctima de su falso pero apasionante destino, el jugador sonríe al verse a caballo entre la mentira y la vida, lo secundario y lo primero; ¡cómo palpita su corazón por saberse al mismo tiempo director o espectador desengañado de un espectáculo, y actor apasionado de un drama! Ahora bien, la ironía, en cambio, no es un paréntesis ni un enclave dentro del contexto general de lo vivido, o de lo Serio, que constituye igualmente la totalidad a la que por destino pertenecemos ... ¿No sería ridículo pretender reservar la seriedad para los días labo­rables y la ironía para el domingo? Así como la inteligencia está al servicio de la vida igual que el instinto, aunque de una manera más indirecta que el instinto, así como el artificio es una perífra­sis de la naturaleza, y sin embargo también sigue siendo natura­leza, así como el «consejo» es un caso especial del «precepto», y el lujo una variedad refinada de la necesidad, o (si cabe la expre­sión) una necesidad de lujo, también es probable que la ironía sólo sea una seriedad un poco complicada; la ironía es un cir­cunloquio de la seriedad. Porque todo lo humano es serio, incluidas las horas festivas de los días feriados. La ironía no es impermeable a las filtraciones de la vida seria y laboriosa; no: a través de la membrana que separa la alegoría de la tautegoría se produce una ósmosis permanente, en el sentido de que lo óéUo (y más aún lo lvóévdov} es una forma suelta y un poco irresponsable de lo -.cx1hó; por intermedio, o mediación, de los medios, al final resulta que lo otro es lo mismo. De modo que, desde el punto de vista de la significación, el rodeo irónico es una especie de flori­tura, una apoyatura de la via recta, una suerte de licencia poéti­ca; esas florituras del intelecto virtuoso surgen de un fondo de coincidencia yuxtalineal, que es el límite tautegórico de la alego­ría. ¿Qué es la complicación sino una simplicidad que se ha enroscado plegado sobre sí misma, por un exceso de conciencia?

10 Georg SIMMEL, «Das Abenteuer» (Philosophische Kultur, 1911), pp. 11-28.

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Lo complejo es lo simple a la segunda potencia, así como lo simple es lo complejo sin exponente. En este caso: la ironía no se conforma, como el juego, con anular el hacer mediante el desha­cer, para que cuando acabe la partida quede restaurado el statu quo, como si nada hubiese sucedido. La ironía no es ninguna isla de vana gratuidad, sino un progreso: una vez que ha pasado la ironía, hay más verdad y más luz. Como derriba sin reconstruir explícitamente, la ironía nos lleva siempre más allá: por ella la mente tiende hacia una interioridad más rigurosa y más esen­cial. Por último, una ironía digna de tal nombre excluye todo equívoco: el del juego, que oscila entre la creencia y el escepticis­mo, y que pasa alternativamente por los dos, como el buen públi­co en el teatro; e, incluso, el equívoco de las certezas inciertas, que, como la idea de nuestra propia muerte, se refieren a dos aspec­tos diferentes del mismo acontecimiento ... Porque mi muerte es se­gura en cuanto al o-n, es decir, a su efectividad, pero su fecha, es decir su éí-tcxv, es indefinidamente postergable; y si bien estoy con­vencido de su necesidad general, no lo estoy en absoluto de que me ataña personalmente ... El ironista cree sin creer, por tanto no cree; o, más exactamente, si en verdad es un ironista ironizante, cuida de no confundir el sentido propio, que es puesto en duda, con el sentido figurado, que es artículo de creencia; equívoca só­lo para el ironizado, la ironía nunca pierde el hilo; la ironía se aferra a sus sistema de referencia, es decir, distingue entre la letra y el espíritu, y controla la relación exacta entre el espíritu y la letra. El ironista es como un acróbata que sabe recuperar ver­tiginosamente el equilibrio en el borde de la credulidad, y que, como buen funámbulo, sólo se salva de la caída gracias a la pre­cisión de sus reflejos y al movimiento. De modo que la ironía no es una semignosis ambigua y crepuscular cuyo objeto flotaría en el claroscuro, sino, al contrario, un saber superlúcid'o, y tan dueño de sí mismo que llega incluso a jugar con el error; es como el Ulises del Hipias menor: conoce tan bien la verdad que a f or­tiori puede decir falsedades.

Cuando, hace un momento, comparábamos la conciencia tranquila del artista con la conciencia tranquila del ironista, no sabíamos cómo distinguir entre la conciencia tranquila de este úl­timo y la del jugador. Ahora, después de haber comparado la ironía con el juego, ya no sabremos cómo distinguir entre la con­ciencia tranquila del ironista y la conciencia intranquila del men­tiroso, entre Eros y Satán, o, más precisamente, entre la verda-

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dera conciencia tranquila y la falsa conciencia tranquila. Como tropo, la ironía es una variedad de esa alegoría que es «seudego­ría» ... Pero, por el momento, no sabemos nada más. La mendi­cidad es algo que la ironía comparte con la hipocresía, con la jactancia; sin embargo, el ironista no es un Tartufo ni un fan­farrón. Hipócrita, presuntuoso o irónica, sin duda, en los tres casos, la conciencia es laberíntica, está llena de galerías, de corredores secretos y de cavidades; es una conciencia amañada, con varias salidas; una intrigante que tiene muchos escondrijos; el lenguaje ya no es claro y fiel espejo de nuestros sentimientos, o más bien su fidelidad es tan indirecta que para comprender hay que corregir siempre la imagen; ¡hasta los apócrifos pueden ser testimonios válidos, siempre y cuando se los haya criticado debi­damente! Desde luego, en comparación con el jugador, tanto el mentiroso como el ironista son seudólogos que nunca pierden la cabeza y que saben dominar la contradicción. Pero la mentira es una falsa conciencia tranquila, porque todavía adhiere a su inte­rés egoísta, porque no se ha separado de su ego, porque hasta su objetividad obecede a motivos muy personales; no es, pues, ca­paz, como la ironía, de generalidad, de verdad y de desinterés. El ego macizo es, precisamente, el punto flaco del anexionismo pleonéxico, el límite más allá del cual la hipocresía se convierte de nuevo en sinceridad, en inocencia, en relativa inconsciencia. Esta paradoja es muy edificante, y se explica por la burda torpe­za del ego: la intención de engañar es la más fácil de descubrir y la más vulnerable, porque sus artimañas están cosidas con el mis­mo hilo grueso y evidente que mantiene en pie el tinglado de la avaricia, el arribismo y la presunción; por el contrario, la bené­vola ironía es la que más perspicacia y discernimiento exige por parte del intérprete. En realidad, la ironía es una seudo seudología, una mentira que, al proferirse, se destruye a sí mis­ma como mentira, que desengaña al engañado y desenreda al enredado, o más bien proporciona a este supuesto enredado los medios para que pueda desenrendarse por sí solo. Desde luego, existen todos los grandes intermedios entre la ironía bufa y la ironía fina, que se delata por una entonación, un signo de los ojos, un adjetivo apenas forzado, una mueca imperceptible, un toque de exageración que de pronto, e inexplicablemente, viene a rizar la superficie de una frase seria ... Pero, al menos, tienen un rasgo en común: la ironía no quiere ser creída, sino comprendi­da. O sea, «interpretada». La ironía no nos hace creer lo que di-

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ce, sino lo que piensa; sabe guiarnos muy bien para que creamos lo que insinúa o da a entender; por entregada que esté a sus si­mulaciones, nunca deja de indicarnos dónde está el buen cami­no y hace todo lo necesario para que sus criptogramas nos resul­ten transparentes. ¡Que sepamos o no aprovecharlo, eso ya es co­sa nuestra! La letra de la mentira es una letra adhesiva y viscosa, es decir, una letra muerta, mientras que la letra de la ironía es transitiva y realmente viva, porque promete, porque ya anuncia el evangelio de ese pneuma que es la vida misma tomada al pie de la letra. Lo que quiere la mentira es impedir que el engañado vuelva a examinar los signos, quiere evitar, junto con el doble movimiento intelectivo y significante, esa «reflexión» que es dis­tensión o impulso hacia el pneuma; el penetrador impenetrable pretende, como dice Gracián, ver y no ser visto, descubrir el juego de los otros manteniendo el suyo oculto: ¡sus cifras sólo son transparentes en una sola dirección! Lo único que le interesa al mentiroso es adensar lo al/o de su alegoría, convertirlo en una pantalla opaca y en un seudónimo impenetrable; en cambio, la alegoría irónica sólo se preocupa por que lo al/o de la suya se vuelva más transparente... tan transparente, tan delgado, tan diáfano que, al final, acaba coincidiendo con lo 'tl)¡1hó y permite leer en filigrana la intención misma del ironista. Frente a la más­cara del ganster, destinada a mezclar las pistas para despistar a la policía, esta otra máscara, que, como en Fauré y Debussy 11 , es la máscara de la fiesta bergamasca, la máscara del baile de másca­ras, la máscara de la coqueta, que sólo quiere poner a prueba a sus galanes, y que, si despista, es para darse a conocer. Porque el verdadero sentido de la mentira sigue siendo exterior a las cifras mentirosas, y no puede leerse directamente en ellas: hay que extraerlo por inferencia reflexiva, y la habilidad del mentiroso consiste, precisamente, en mantenernos fuera de ese recinto amu­rallado e impedirnos el acceso al interior. Así, hacerle el juego al tramposo consiste en creerse la letra a pie juntillas y ser la vícti­ma dócil e inconsciente de un fraude; en cambio, hacerle el juego a la ironía, que es el juego impersonal de la verdad, consiste en decir no a la letra para, con toda lucidez, decir sí al espíritu. Entre la hipocresía y la ironía 12 hay tanta distancia como entre la

11 FAURÉ, Masques et bergamasques. DEBUSSY, Masques; Suite bergamasque. 12 Sobre las relaciones entre la ironía y la hipocresía: HEGEL, Grundlinien der

Philosphie des Rechts (Werke, VIII, pp. 195-201); Phtinomenologie des Geistes, ed. Lasson, pp. 426-430.

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mentira inmoral y la mentira leal, o entre la mala y la buena fe. Porque la diferencia entre una y otra seudología reside exclusiva­mente en la calidad del fuero interno: la mentira es un dolo y en malicia lo que la ironía es en simpatía; la mentira es una exhibi­ción disimuladora que obedece a una intención malévola. Ahora bien, una cosa es engañar al ayudar y otra muy distinta engañar para ayudar; ocultar o extraviar al guiar, u ocultar para guiar y revelar ... Expresar para callar, y, al callar, expresar, sin embar­go, pero por azar y de chiripa, es decir, sin haberlo querido ... ; en esto consiste la mala voluntad del falsario, y su muy involun­tario mensaje, cuando sus cifras resultan descifrables. Expresar para velar, pero también velar para sugerir mejor; escribir para no ser comprendido, pero al final buscar no ser comprendido pa­ra poder conducir mejor al prójimo hacia lo que se considera verdadero: en esto consiste la visibilidad invisible, la opacidad transparente de la máscara irónica; en esto consiste esa interiori­zación exteriorizante que, al mismo tiempo, es exteriorización in­teriorizante; en el caso de la ironía, no se llega a la verdad por un descuido accidental (como el hijo no deseado de una pareja ilegí­tima), sino como resultado de una intención anagógica, de una voluntad explícita, de una buena voluntad de conocimiento y co­municación. R. Schaerer, que insiste mucho en la dualidad iró­nica 13, muestra cómo el desdoblamiento inductor que desarrolla el ironista induce en el «ironizado» un desdoblamiento inverso. Por nuestra parte, diríamos que existe una simetría especular entre ambos desdoblamientos, pues el intérprete recorre al revés, o andando hacia atrás, el camino que antes ha recorrido el iro­nista; el ironizado repiensa lo que el ironista ha pensado; la epa­gogía, diríamos, se vuelve, se vuelca hacia la apagogía. ¡Por to­das partes «agogía»! Agogía que es esencial y finalmente anago­gía, es decir, como en El Banquete de Platón, dialéctica ascen­dente y guía hacia las alturas; la ironía es una doble movilidad, una circulación activa en el circuito de la cifra y del sentido. Sin embargo, ese viaje del sentido al sentido a través de las cifras no debe sugerir la imagen de la clausura, sino más bien la de la apertura; ese viaje no es un rodeo, ni una pérdida de tiempo; co­mo toda mediación, es una prueba, una experiencia; el ironizado no se contenta con anular o compensar pura y simplemente una maniobra equivocada, ni con hacer caso omiso de un floreo retó-

13 René SCHAERER, art. cit., p. 186.

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rico, una floritura o una gracia de lenguaje; en este sentido, el desciframiento de las cifras no equivale a la mera restauración del statu quo. La verdad a la que el ironizado vuelve finalmente, como un hijo pródigo, es una verdad templada por el peligro del malentendido, por los riesgos de error, y por el juego recíproco de los contrarios. Por tanto, la verdaderamente abierta es la ironía, mientras que la mentira está cerrada, pues en ella las vías agógicas se encuentran taponadas, obturadas, obstruidas por una mala fe interesada en hacer descarrilar a su víctima. De allí el aspecto egocéntrico y la grave mediocridad de la mentira. Me­fistófeles y Sócrates, cada uno a su manera, son ironistas: pero el primero es esterilizante, porque tiene mala voluntad y sólo le in­teresa que no perdamos; el segundo, en cambio, es fecundante, porque hace parir al pensamiento; uno disgrega mediante la burla, el otro analiza ayudando a la comprensión. Tanto el men­tiroso como el ironista son, a diferencia del hombre simple, sus­tancial, unos personajes inconsistentes, portadores de un expo­nente complejo y de una significación evasiva; ambos son jeroglíficos que hay que interpretar a través de un esfuerzo her­menéutico. Pero la mentira es un estado de guerra, mientras que la ironía es un estado de paz; entre los engañadores no existen vínculos sociales: tanto si el engañador logra atrapar a su vícti­ma, como si ésta olfatea algo y, tomando conciencia de la sobre­conciencia, trata de descubrir sus ardides y enigmas, en ambos casos las hostilidades quedan abiertas; la perfidia puede recurrir a cualquier arma para imponer en esa puja enemistosa que nada tiene que ver con la verdad sino con el poder. La conciencia cré­dula siempre va a la zaga de la conciencia engañadora, que trata de conservar su ventaja; y, a diferencia del ironizado, que, siem­pre en sincronía con el ironista, acaba realizando el deseo esoté­rico de este último, la víctima del engaño, que, mediante la in­terpretación, intenta descubrir el juego seudogórico, es una vícti­ma que desconfía; el suyo es un caso de legítima defensa: quiere recuperar la ventaja que le lleva el engañador. Por ejemplo, el caballo rle Troya no es una ironía, sino un ardid de guerra y una máquina para engañar: en este caso, el engañador no quiere el bien de su víctima, sino sólo ganar la guerra. Porque el mentiro­so desprecia al otro, o, más exactamente, lo trata como una cosa o concepto abstracto, que sólo le sirve para hacer su juego y sa­tisfacer sus intereses personales; ¡no estimamos al que engaña­mos! ¡No nos interesamos por quien sólo es un medio al servicio

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de un fin! La mentira, que explota nuestra tendencia natural a creer, desviándola hacia sus propios fines interesados, constitu­ye, literalmente, un «abuso» de confianza, una estafa... La ironía, en cambio, flexibiliza nuestra creencia. La ironía toma en consideración al otro y al mismo tiempo apuesta por su sagaci­dad adivinatoria; más aún: lo trata como el verdadero interlocu­tor de un diálogo verdadero; el ironista se coloca en pie de igual­dad con sus pares; respetándolos, rinde homenaje a la dignidad del esptitu; les hace el honor de creer que son capaces de com­prender. .. «El que debe comprender», dice Tolstoi 14, «siempre comprenderá ... » ¿Hay algo más deplorable que una ironía que cae en el vacío, porque no encuentra oídos lo bastante finos co­mo para captarla? Por tanto, la ironía es gnóstica. La ironía (al menos la que no es mera burla desdeñosa o mofa oscurantista) estimula la intelección; despierta en el otro un eco fraternal, comprensivo inteligente. ¡A juego ágil, oído fino! La ironía es una llamada que hay que escuchar; una llamada que nos dice: ¡completaos, corregíos, juzgaos a vosotros mismos! Para los es­cépticos, como muy bien se ha señalado 15, el otro es un mero ad­versario a quien hay que reducir al silencio: sólo la tiranía socrá­tica supo conocer al interlocutor en el marco amistoso del diálo­go. Porque la ironía hace hablar. La ironía desata las lenguas. La ironía nos invita a realizar el movimiento intelectual que nos permitirá encontrar, como escribe Baltasar Gracián en El Discre­to, la «contracifra» de las cifras, para adivinar las segundas in­tenciones, leer entre líneas, comprender a medias palabras. Esa voz demoníaca nos dice: ¡Buscad, y encontraréis! Por eso es­tablece entre las dos partes de la correlación seudológica una es­pecie de complicidad o consentimiento clandestino basado en la estima mutua, un vínculo que tiene todas las características del Encanto: porque, como la Ironía, el Encanto es el estado de paz; porque, como el Encanto, la Ironía obtiene esa sonrisa de inteli­gencia y amistad que significa la conversión del egoísta imbécil a la benevolencia, y que marca el final de la estación del fraude y de la ira. La mentira es la relación unilateral o irreversible de una actividad con una pasividad, de un agente con un paciente; uno, engañador, y el otro puro participio-pasado-pasivo; o, aún más

14 La muerte de lván lliéh, XII. 15 Micheline SAUYAGE, Sacra/e el la conscience de l'homme, p . 97 .

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exactamente: la mentira es la relación entre un ser vivo y un ca­dáver ... porque mentirle al hermano es tratarlo como un muerto, como un vivo que está muerto. La ironía, en cambio, es la corre­lación bilateral entre dos actividades que se animan mutuamente, puesto que, por gracia de la ironía, el ironizado es promovido al rango mismo de ironista. El mal guía, el guía que tiene mala vo­luntad desorienta a su víctima y después la deja abandonada en las tinieblas y en la soledad. El engañador deja sólo al engañado, lo deja recluido en su error; en cambio, el ironista y el ironizado cooperan por igual en una obra común, una obra de ironía; fren­te a la relación despótica, o unilateral, entre un inferior y un su­perior, que entraña jerarquía suspiscente, desconfianza y subor­dinación, esta otra relación, que es fraternidad simposíaca: en el gran serrallo de Constantinopla no existe ironía, sino conjuras, mutismo y trampas; en cambio, el banquete ateniense, que es el banquete de la libre conversación y la volubilidad dialéctica, de la búsqueda en común, no se conocen los brebajes envenenados y los narcóticos del engaño. En este caso, la ebriedad ya no embrutece, sino que exalta, y estimula la capacidad de interroga­ción: Alcibíades, bastante achispado, y Sócrates, siempre sobrio a pesar de las libaciones, se comunican de igual a igual, y en un tono de lucidez; el champagne de la ironía, que burbujea en el fondo de las copas, embriaga levemente a los convidados; el vino de El Banquete provoca una ebriedad en la que se produce una inversión dionisíaca de los papeles, un intercambio de posiciones entre el maestro y el alumno: Sócrates, el maestro de los otros cinco convidados, renuncia al desnivel magistral y se convierte en el alumno de Diotima; ¡el sabio quiere aprender de una mujer! Y viceversa: como el maestro finge ser el discípulo de sus discí­pulos, éstos se sienten maestros. Observad que no se trata de nin­guna confusión o anarquía, sino de una promoción universal de los iguales hacia la verdad: una misma vocación anima al maes­tro alumno y a los alumnos maestros. El que sí es un caos es el orden de la mentira, porque el tramposo mantiene al engañado en una situación anormal de dependencia, perpetuando así una injusticia que no debería existir: en este absurdo sistema, la vícti­ma es tratada como un enfermo incurable, y las estratagemas del engaño son como somníferos que embotan aun más la sensibili­dad del enfermo, y lo adormecen fomentando una credulidad que no se aplica donde no corresponde. Entre dos retruécanos, el Crati/o dice algo muy profundo: la mentira es lo contrario del

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movimiento, ,o q,Eüooi; -cou11a11-c(o11 -crj cpop~, porque detiene la carre­ra divina, Oda cpop~ 16• El torpedo de la mentira sólo engendra torpor, es decir, la primera mitad de la aporía. Sólo el torpedo de la ironía produce el efecto completo, porque entumece para desentumecer, y retarda para despertar y activar; sacude la som­nolencia de la presunción satisfecha; incita a la inconsciencia a que sea más consciente; en lugar de la narcosis, la reflexión fe­cunda y vigilante. Ou xcxOEuor¡-cfo11 l11 -crj µEI.TT]µ~p(i, ¡no hay que dormir al mediodía! Que ni se os ocurra hacer la siesta ... Porque el torpor de la ironía no era el sueño del engaño ni la complacen­cia de la necedad: el torpor de la ironía era una turbación, y una dificultad provisional. Por tanto, la ironía es a la mentira como la levitación a la gravitación. La mentira es pesadez; ata una piedra al cuello de su víctima para que ésta se ahogue; la ironía, en cambio, que primero desorienta, después echa un cable al des­orientado. Coger ese cable salvador, ya es cosa de cada uno (por­que a nadie puede imponérsele la salvación). Si el engañador ale­ja al engañado del sentido pneumático y deja que se hunda en la literalidad gramatical, el ironizado, en cambio, rebota con elas­ticidad de gramma a pneuma; en el trampolín de las cifras, el ironizado, como un trapecista, toma impulso para alcanzar la intuición esotérica. ¡He aquí los lm~cxaELi; xal ópµi:xl que se men­cionan al final del libro sexto de La República, así como los l1ta11i:x~i:xaµoí que, según la sacerdotisa Diotima, son los peldaños que conducen hasta la total descorporización! 17• La dialéctica entraña tratar a la hipótesis como hipótesis, es decir, como mo­mento agógico para ir siempre más allá; en cambio la matemáti­ca entraña transformar la hipótesis en tesis y la suposición en po­sición. Desde luego, el geómetra ha trascendido la seriedad del necio que se queda pegado al suelo y confunde la sombra con la presa ... porque el necio es el que no pasa de allí, y declara que ya está bien, que no soporta el agotador dinamismo de la regresión y se aburguesa conformándose con su modesto exponente de conciencia; pero si el geómetra es lo bastante dialéctico como pa­ra convertir en copias a los seudo modelos del hombre serio, ya no lo es tanto como para convertir tambíen en copias a los mo­delos que esos modelos copian; en este sentido, la matemática es

16 421 b. 17 La República, VI, 511 b. El Banquete, 211 c.

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una dialéctica detenida a mitad de camino y una ironía incomple­ta; y viceversa, la dialéctica es una metamatemática, una hiper­geometría que moviliza toda tesis mediante una ópµf¡ infinita, que no toma en serio ningún «momento» y trata a toda imagen como imagen, es decir, como icono, verdad provisional y alusión a algo diferente. Allusio, illusio! Los más superficiales de entre los antiguos 18 fueron especialmente sensibles al aspecto futilizan­te de esta desrealización irónica: sin duda, la gravedad romana censuraba el aspecto «lúdico» de la alusión; sin duda, se queda­ba en una semidialéctica que le impedía saborear la sal del ilu­sionismo o alusionismo platónico y la seriedad del juego. Por­que esa seriedad es un secreto, un secreto ático, el secreto de la verdad alusiva.

Tal como nos la describe el primero de los Caracteres de Teo­frasto 19, la ironía es una especie de 1tpocmo(r¡cnc;, lo que nosotros llamaríamos una simulación: más que una disimulación, un com­portamiento lleno de artimafias y retractaciones (1tAoxcxi xcxi 1tcxAtAAoyfcxt), una intriga insidiosa y complicada (l1t!~ouAcx xcxi oux émAcx). ¿Cómo es esa simulación? El colmo de la libertad consiste en entrar en el juego del adversario, en ponerse en el lugar del enemigo y, como propondrán Tieck y Friedrich Schlegel, en dar la impresión de que se reniega de los amigos; consiste en querer una cosa y poder hacer lo contrario, en actuar, cualesquiera sean las circunstancias, ótcx -.wv lvcxn(wv: per contrarium 20, Permutatio ex contrario: así es como la Retórica a Herennio define la antí­frasis irónica. Esa agilidad mental, esa capacidad para compagi­nar la expresión con la intención, son habilidades específicamen­te griegas 21 • Se objetará, quizá, que el Cristianismo procede siempre per contrarium. Pero, ante todo, el ironista no es Jesús, sino más bien el destino misterioso. No es Jesús quien simula de­sesperación, sino su padre quien finge abandonarlo; de modo

18 CICERÓN: illusio (De Oratore, 11, 270); Brutus, 299; cfr. Ad Familiares, IV, 2, 1: carta Servius Sulpicius). QUINTILIANO: inlusio (lnstilul. oral., VIII, 6), jocus (VI, 3). Cfr. IX, 2.

19 Véase NAVARRE, Revue des éludes grecques, 1914, pp. 404-405; Th . GoM­

PERZ, Los Pensadores Griegos, Ill, trad. franc. p. 528 (y II, p. 50). 20 ARISTÓTELES, Retórica a Alejandro, 22, 1434 a, 18: ... .ore; lvcxv·dmc; óvóµcxcn

,ci 1tpciyµcx,cx 1tpocrcxyopeúuv. Cfr. TRIFÓN, Ilept ,póm,>V (Rhetores graeci, III): AÓyoc; füa ,oü lvcxn(ou ,i, i.vcxnfov µe,a "<Lvoc; ~0txr¡c; Ú1toxp(crewc; 01]Awv. SEUDO PLUTARCO, De vita et poesi Homeri, 68.

21 Wilhelm BüCHNER, in Hermes, IV (Ueber den Begriff der Eironeia}, cita entre otros ejemplos el discurso de Alcibíades en Tucídides, VI.

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que no es Dios quien finge morir, sino la muerte de Dios que es fingimiento. No se burla el torturado, sino los verdugos, que lo imitan y escarnecen. No ironiza, sin duda, el que en el Huerto de los Olivos murmura: m:p(Au1tóc; fonv ~ ~ux.f¡ µou lwc; 0cx\l(hou, triste está mi alma hasta la muerte, quien, incluso, por un instante ha deseado no tener que pasar por esa prueba, que de sus labios se aparte el brebaje de tribulación y de agonía (transeat a me calix iste ... ), ese brebaje que el sabio se había bebido sin pestafiear 22,

como si, para él, la amarga cicuta fuese insípida, y la muerte in­diferente. No ironiza el que se encuentra, como dice Lucas, lv ciywv(qc 23

, en el postrer combate de la agonía. Y tampoco bromea el que, en el Calvario, grita: 0el µou, [vcx-.1 µe lvxcx-.lAmec;, ut quid dereliquisti me?, y dice: Tengo sed, fü~w 24, para que los verdugos le den a beber el vinagre de la angustia. Porque la cruz no es una ficción estratégica ni un ouolv 1tpoc; r¡µcxc;, como la muerte nihiliza­da del sabio, sino una tragedia usque ad mortem, una tragedia que, en las hondas tinieblas de la noche (xcxi crxó-.oc; lylve-.o lcp' oAr¡v -.~v yijv), alcanza por un instante el punto más agudo de la desesperación ... ¡Sí, la distancia es enorme entre el vino de El Banquete, que suelta las lenguas y hace más voluble al pensa­miento, y el vino mezclado con mirra, que es el vino del suplicio, el vino del Gólgota, el vino del desamparo y de la más amarga soledad! La ironía es la hetaira y la conversación. Y, en efecto, Sócrates muere acompañado, como Hércules, asistido hasta el fi­nal por la amistad de su fiel Filocteto. No, sin duda no murió so­lo; cuenta Fedón: oux epr¡µoc; heAeú-.cx cptAwv... Ilcxpijmxv nvec;, noHot ye 25

; sus amigos lo acompañan hasta el último umbral, y sólo lo dejan para entregarlo a otros amigos, los amigos de «allá abajo», los bienaventurados hcxipot, para que nunca se interrum­pa el diálogo, para excluir todo recogimiento silencioso ante la muerte: ¿Acaso esa muerte ateniense no es una ficción? Jesús, en cambio, muere negado por Pedro, traicionado por Judas. «Y así Jesús fue abandonado a la ira de Dios. Jesús busca compañía o alivio entre los hombres. Pero no lo encuentra en absoluto, por­que ,,us discípulos duermen» 26• ¡Cuánta distancia entre el Misterio

22 Fedón, 117 b: n.ewc;, .. . ouoi.v ,pfocxc; ouoi. Otcxcp0dpcxc; OÜ,E ~oü X,Pwµcx.oc; oün ,oü 1tpoaW1tou.

23 Lucas, XXII, 44. 24 Juan, XIX, 28 . 25 Fedón, 58 c-d. 26 Misterio de Jesús (Pensamienlos, VII, 553).

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de Jesús y un Sócrates sin misterio, rodeado de amigos vigilantes y locuaces! Y eso no es todo: la prosperidad de los malos no es una broma, sino un escándalo; tampoco es un desorden provisional, una especie de descuido del destino, sino un misterio, el misterio impenetrable de la injusticia inmanente . ¿No habría que ver, quizá, una última inversión en el hecho de que la religión de los humildes se convirtiera, paradójicamente, en la religión de los po­derosos, y de que en el cortejo de Jesús los mendigos y los jornale­ros fuesen reemplazados por los duefios de herrerías y los negocian­tes en vino? Sólo un gesto sobrenatural puede compensar un envilecimiento infinito, sólo él puede invertir la inversión, así como, según veíamos, una ironía razonable requiere, por parte del ironizado que la interpreta, una µt,otcr,pocpi¡ igualmente razo­nable. En la ficción socrática, la conciencia que maniobra con­serva la lucidez, nunca pierde el control de su sistema de referen­cia: de modo que al ironizado le basta con ser inteligente para poder comprenderla, para invertir la antífrasis y poner de nuevo al derecho lo que está escrito al revés. En cambio, tan desconcer­tante es la anfibología cristológica, tan equívoca es la ambigüe­dad de la encarnación que, si no existiera la gracia de la creencia, el hombre correría el riesgo de confundirse... pero esa gracia sólo le llega cuando se sume en la inocencia de la duda más extrema. Así, la distensión es tan enérgica como vertiginosa era la caída e ignominiosa la aflicción. Tal es la profunda respira­ción de la humildad y la caridad, la dramática oscilación entre los extremos. Ahora vemos por qué el quiasma de los primeros y los últimos, las paradojas paulinas acerca de la equivalencia en­tre razón y sinrazón, y las ocho contrapartidas de las «Beati­tudes» pueden parecer ironías: la locura es una sabiduría y lasa­biduría es una locura; los pobres serán ricos y los ricos serán pobres. El pobre Lázaro conocerá la gloria y el negociante en es­pecias las penas del infierno ... ¡Pero la restauración del orden no es cosa de este mundo! ¡El desquite se posterga para el más allá! Sí, el burlador será burlado ... ¡en el otro mundo! ¿Podemos se­guir hablando de ficción cuando la condescendencia con el mal y la transfiguración de dicho mal constituyen un único movimiento y una misma paradoxología, como en el caso del perdón sobre­natural?

Todo lo bueno y lo grande es paradójico, escribía Friedrich Schlegel. Ahora bien, es bueno y grande no ser lo que se es, y pa­racer provisionalmente lo que no se es. O mejor: seguir siendo lo

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que es, pero aparentar no serlo, y ser más lo que se es cuanto menos se aparenta serlo. De modo que la manera más rotunda de ser uno mismo consiste en parecer que se es lo contrario.Entre las diversas posibilidades que le presenta la inteligencia, la ironía elige la alteridad más extrema: no expresa, como cualquier alego­ría, algo distinto de lo que piensa, sino lo contrario de lo que piensa, o sea lo distinto, lo distinto por excelencia. En eso es antegoría. Va de un extremo al extremo que se opone a dicho extremo, es decir, a contrario ad contrarium. La ironía cristoló­gica no es verdadera ironía, porque va de un término de la con­tradicción al otro, y el nexo que existe entre ambos es de pura y simple negación: ahora bien, con un peligro mortal no se juega, «se muere»; o sea que, a menos que se produzca un milagro, le­jos de salir librados, acabamos sucumbiendo a él. En cambio, la pseudología socrática sí es una ironía, porque la amplitud de su oscilación no va más allá de los contrarios, que son los dos tér­minos más opuestos dentro de una misma serie; y esta ironía es tal porque relaciona unos términos verdaderamente correlativos, y se sitúa en un terreno empírico; en cambio, la pseudología hi­perbólica de Jesús es más tragedia que ironía, porque los térmi­nos de la contradicción se sitúan en un terreno vertiginosamente metaempírico. Un intelecto ágil rebota en su contrario, pero la vida no rebota en la nada de la muerte, que es la Seriedad abso­luto, no reducción del ser, sino negación total, efectiva y defi­nitiva de todo ser; la vida no rebota en la vida (pero sí en la re­ducción de la vida, que es su contrario), sino que «se queda en ella»: en eso consiste, precisamente, el «morir», y en este sentido la resurrección es el milagro por excelencia, la victoria sobrena­tural y escandalosa sobre lo irreversible. ¿Acaso la muerte no es la máxima contradicción y la manera más rotunda de negar toda posición? En suma: con la muerte no se juega, porque mata; en cambio, sí se juega, a las escondidas, con las variedades empíri­cas del peligro. No podemos fingirnos inexistentes (ser nada), porque equivaldría a convertirnos de verdad en nada, o sea a aniquilarnos en la existencia; en cambio, sí podemos fingir que no somos (no ser), y, a fortiori, adoptar todas las modalidades, sefias externas y maneras de ser de la alteridad. Mientras que la antítesis absoluta paralizaba la puja desde el comienzo, la antí­tesis relativa estimula las simulaciones ingeniosas. ¿Acaso una voluntad libre se reconoce, precisamente, por el carácter imprevi­sible de sus reacciones, por el hecho de que, si se le antoja, puede

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no actuar de acuerdo con su naturaleza, de acuerdo con lo que se sabe de su carácter, de su pasado, de sus antecedentes? Por eso la libertad es una caja inagotable de sorpresas. Hegel, que en la introducción a su Estética 27 se burla con bastante torpeza de la «Schónseligkeit» romántica, arremete en vano contra la arbitra­riedad de las voluntades irónicas: las grandes personalidades, dice ese hombre de ideas firmes, ignoran las inconsistencias y las contradicciones de vuestros ironistas; Catón sólo puede vivir como romano y republicano. Pero, ¿acaso esa magnífica cohe­rencia, que suscita la admiración de Hegel, no es el signo de nuestra servidumbre? Porque es capaz de oponerse a sus propios deseos, nuestra voluntad logra eludir su destino y consigue tras­cender siempre todas las legislaciones que le son impuestas. Así, la conciencia caprichosa siempre está más allá de su definición, y se ríe de los lexicógrafos que le pisan los talones. «Soberanamen­te apartado de sus adquisiciones, sólo piensa en sí mismo para superarse», escribe un músico francés 28 a propósito de lgor Stra­vinski, el genial renegado. Si, con Valéry, consideramos que lo propio del espíritu consiste en negarse una y otra vez a ser algo determinado, entonces Stravinski será, quizá, la encarnación del espíritu .. . porque nunca es nada en acto, y siempre está más allá, lm:xmo:; para decirlo con palabras de Malebranche, siempre le queda movimiento para ir más allá y hacer caso omiso de todas las definiciones: cuando lo consideraban escita, se transformó en apolíneo; cuando ya todo el mundo había asimilado su OEdipus, hubo que explicar el romanticismo del Capriccio y, más tarde, el fervor bíblico de la Sinfonía de los salmos. ¡Siempre hay que em­pezar de nuevo! ¿A quién creerle? ¿Al asiático de La Consagra­ción o al clásico de Apollon Musagete? ¿A las marionetas de Petrouchka o al polichinela napolitano de Pergolesi? ¿Al Boileau de las Musas o al Tchaikovski del Beso del hada? ¡Con ese de­monio de hombre es cosa de nunca acabar! Así se nos presenta la conciencia irónica: es imposible habituarse a ella, y encerrarla de una vez por todas en un concepto; nos mantiene ágiles, y siempre alerta; nos despierta de madrugada para salir a explorar el cam­po, y pone en ridículo a sus propios fieles. Cuando alguien pre­gunta al Señor de Charlus si N ... , que «lo parece», realmente lo es, Marcel Proust pone en sus labios la siguiente respuesta: «En

27 Werke, X, i, pp. 82-88. Cfr. ScHELLING, Werke, X, p. 259 y XIV, p. 305. 28 ROLAND·MANUEL, Le Baiser de la Fée, en la revista Musique, 1928, p . 658.

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absoluto ... ¡Si lo fuera, no lo parecería tanto!» 29• Porque sólo en las malas novelas los tipos humanos son totalmente lo que son: allí los burgueses de provincias respetan su definición, los viejos militares son viejos militares de la cabeza a los pies. Sólo lo verdadero es inverosímil, sólo lo que sucede en las malas nove­las -lo novelesco artificioso- resulta del todo convincente. De­masiado hermoso para ser verdad. Cuando sólo se han conocido sentimientos de diccionario, o cuando sólo se sabe de la vida lo que cuenta de ella la Biblioteca rosa, puede creerse por un tiem­po en esto tipos ejemplares, exentos de toda anomalía. ¡Pero hay mucha distancia entre esa psicología libresca y la psicología real! Lo normal es encontrarse con un francés que no tenga hábitos caseros, con un ruso que no sea príncipe, con una norteameri­cana que no sea encantandora: con un carácter que, como todos los caracteres, se desmiente a sí mismo, o que, al menos, aunque más no sea por la verosimilitud, a veces actúa per contrarium.

La ironía es arabesco: por la gracia de la ironía, lo mismo ya no es lo mismo, sino otra cosa, y la conciencia vuelve la espalda a sus propias tradiciones. Pero sigamos avanzando. ¿Acaso esa capacidad de actuar, de vestirse, de discurrir per contrarium, ese arte, por último, de no parecerse a sí mismo, no dependen en gran medida del cerebro? El cerebro es en nosotros el órgano de la espera, el que posterga nuestras respuestas y nos da tiempo para que deliberemos y podamos cambiar de opinión; la cerebra­ción reemplaza la franqueza fulminante e ingenua de los seres «medulares» por sabias reacciones de expectativa, cada vez más separadas del estímulo que las provoca. El retraso ya entraña un principio de indeterminación y de astucia, que es inherente a la duración. Los reflejos siempre son sinceros. Con el reflejo suce­de lo mismo que con la creencia: espontáneamente, tendemos a creer, y a tomarnos en serio todo lo que nos cuentan; después, impugnamos la evidencia, por táctica. Por táctica, el que podría vengarse no se venga; y el que puede amar no ama; la cólera se transforma en rencor 30, el dogmatismo de la voluntad es reem­plazado por un utilitarismo previsor, que se oculta tras la másca-

29 La Prisonniere, p. 133. Cfr. Á l'ombre des Jeunes filies en fleurs, l, sobre los provincianos que están al corriente de todo. BALZAC, Le Colonel Chabert: «La verdad nunca es tan explícita, nunca se exterioriza del todo ... »

30 Max SCHELER, Das Ressentiment im Aufbau der Mora/en, en Vom Ums­turz de Werte, t. 1, pp. 45-236. Cfr. NIETZSCHE, Genealogía de la Moral.

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ra del ascetismo. La volición dilatoria hace estallar el circuito de nuestra espinalidad inicial. Ahora bien, no es necesario ser un gran psicólogo para comprender que el resentimiento se reserva con vistas a futuros desquites, que la abstención es el aspecto esotérico de la ternura, y que nuestro egoísmo, según las morales utilitarias, sólo retrocede para saltar mejor: estos son jeroglíficos para niños. Sin embargo, conviene ser un poco ironista, si se quiere saborear plenamente la ironía y recorrer en sentido inver­so el camino de la conciencia simuladora; y así como esta última ha ido de las ganas al acecho, que es la paciencia de las ganas, también nosotros debemos ir del acecho a las ganas, de lo negati­vo a lo positivo, de lo contrario a su contrario. ¿No hay algo, en esta especie de ambivalencia del corazón y de la voluntad, que nos recuerda a ciertos personajes de Dostoievski? Aquí el gusto por la humillación se presenta como un subterfugio diabólico del orgullo 31 ••• Para el masoquista de las Memorias del subsuelo, el dolor es, sin duda, un rodeo engañoso de la voluptuosidad, así como la reserva es muchas veces una perífrasis del amor. En to­das esas sutilezas, la negación se convierte secundariamente en afirmación. Es la «infinita agilidad del caos», como dice Frie­drich Schlegel, la que nos permite asociar el agrado con las sen­saciones más inesperadas, la que alarga indefinidamente los pla­zos, y convierte a nuestra civilización mental en un conjunto de comportamientos indirectos. Por tanto, el cerebro es el arma esencial de esta conciencia panúrgica, impasible y socarrona, cuya habilidad soberana no conoce límites.

Consideramos ahora el exponente sobreconsciente de la iro­nía, e intentemos descifrar la dialéctica audaz, zigzagueante y eléctrica que ya hemos encontrado detrás del doble rostro de la Fortuna. El ironista se oculta, pero no demasiado, para que sin­tamos deseos de encontrarlo; si se adhiere a la causa de su enemigo, es para servir mejor a la suya. «Entrar con el velo del interés aje­no para atender luego el propio»: tal es, según Baltasar Gracián, el sutil autor del Oráculo manual, la máxima rectora de la gran estratagema cortesana. Así pues, la ironía no es «simpática», sino «extática» -en el sentido propio de ambas palabras-, por­que, aunque se entienda con el campo contrario, y adopte su

31 Ese extraño gusto se llama «samobichevanie» en ruso. Véase Memorias del subsuelo, El adolescente y también Los hermanos Karamázov. André GmE, en su Dostolevski (1923), distingue entre la Humildad y la Humillación.

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bandera, nunca traiciona su obediencia inicial. Como un aboga­do sutil, pronuncia, a modo de alegato, una requisitoria ... una seudorequisitoria que no es más que un refinamiento sobre­consciente de su alegato, porque sabe que la vía indirecta le per­mitirá persuadir mucho mejor a los miembros del jurado que la vía directa: alega lo falso para salvar lo verdadero. ¿No es el col­mo de la astucia? El ironista finge entrar en el juego de su enemi­go, habla su lenguaje, festeja ruidosamente sus ocurrencias, aprovecha cualquier oportunidad para superar su infautación, su ridiculez y sus manías. Este es, sin duda, el gran arte y la supre­ma libertad: la más inteligente y también la más diabólica y la más temeraria de las libertades. La conciencia irónica dice no a su ideal y después niega esa· negación. Dos negaciones se anulan, dicen las gramáticas: pero -y esto no figura en las gramáticas­la afirmación que entonces se obtiene no suena en absoluto como la que se instala de entrada, sin pasar por el purgatorio de la an­títesis. La línea recta no es tan corta, y, a veces, el tiempo perdi­do es el mejor empleado. Si el pensamiento acepta el retraso de la mediación, no es para and:!rse con ceremonias, sino para que sus proposiciones se templen bien. La ironía piensa algo y dice lo contrario; deshace con una mano lo que hace con la otra. ¿Aca­so ironizar no es desdecirse provisionalmente, desmentir en apa­riencia la propia intención oculta? Aquí la ironía juega un juego análogo al que Schelling atribuye al Creador, y que llama univer­sio: Dios finge admitir el Universo, o sea, la unidad invertida, la suspensión de lo divino, así como el espíritu se niega sutilmente y admite el cuerpo, o sea, la interrupción del espíritu. El ironista se arriesga a alegar contra la virtud, a entonar el elogio de la locura y de los defectos 32; habla con seriedad de las cosas pequeñas y bromea acerca de las grandes, y su comportamiento es siempre inesperado. La ironía es imprevisión y paradoja. La retractación amorosa, por ejemplo, es un caso muy singular de universio: reírse de la amante, alejar lo que se ama para que con la ausencia el amor se vuelva más intenso, decir no cuando se piensa sí ... son golpes de timón muy frecuentes en la vida sentimental, aunque nunca falten atolondrados que los toman en serio. En el momen­to en que la fiesta galante de Verlaine va a modular «en el modo menor», Fauré, que comenta esas palabras, finge pasar al si be­mol mayor, y esa simulación entraña una especie de tristeza afee-

32 CICERÓN, De Oratore, Il, 67: ... honesto verbo vitiosa res appellatur.

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tu osa, y un poco burlona 33 • Si reflexionamos, son las vacilacion­nes del corazón, y ese lenguaje siempre evasivo, los que confieren un carácter tan lunar a Zerbinette y a Cassandre; fingen indi­ferencia cuando están enamorados, y pasión cuando no aman. Pero la universio es una ley aún más general: el dolor, el esfuer­zo y el remordimiento son tres tipos de mediación metafísica por los que la conciencia se niega para afirmarse mejor, como la idea hegeliana, que se aviene a la antítesis antes de reconciliarse consi­go misma; y el dolor no es sólo la etapa por la que debe pasar nuestro organismo para acceder a su pacificación interna, sino también, como a veces sucede -para que el disparate sea to­tal-, la materia con que está hecha la afección agradable; así, nuestros placeres se vuelven cada vez más indirectos. Quienes in­terpretan literalmente esta estrategia, y confunden el dolor con la desdicha, son los mismos que no perciben las simulaciones de la divina ironía. Todo lo que es provisional, todo lo que es un me­dio para llegar a otra cosa, exhala ya una especie de ironía meta­física: querer el medio es querer lo ql.l'e no se quiere, afirmar para poder negar. Por eso la voluntad es más irónica y más inte­ligente que el deseo: el deseo quiere el fin, pero no los medios; quiere el fin en seguida, en forma mágica e ingenua, no dialécti­ca; quiere lo posible mezclado con lo imposible; quiere el oro y el moro, porque no se le ocurre pensar en el orden de los actos; así, es veleidoso y platónico. Querer, en cambio, lo que se llama querer, es apuntar al fin a través de los medios, querer tanto el fin como los medios, que son el fin invertido. Como dice el Gorgias 34

: los hombres no quieren o &v 1tpó:Hwcnv, sino ou evtxoc 1tpÓ:Houcriv 1.í 1tpó:Houcrw; los hombres no quieren lo que hacen, sino aquello con vistas a lo cual hacen lo que hacen. El que bebe una medicina no quiere sufrir, sino curarse; el que navega no quiere correr riesgos , sino enriquecerse. Lo que vale para las em­presas utilitarias vale también para el razonamiento. Para ser capaz de querer, primero hay que mirar -obedeciendo a una aparente contravoluntad- hacia adelante, hacia el futuro; des­pués, hay que saber qué es posible, porque la voluntad es acción naciente y naciente realidad; «deseamos» ser Catón el viejo, bombardear Montecarlo, pintar de rojo la columna Vendome ... no porque sean cosas difíciles, sino porque son cosas «indetermi-

33 Clair de /une, minué. 34 467 c.

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nadas»; podemos desear cualquier cosa, pero sólo queremos lo posible (atención: lo posible, no lo fácil). En tercer lugar, la vo­luntad, como la ironía, se fía del medio: lo ilegítimo nos ayuda­rá, el error acabará destruyéndose a sí mismo; una vez suscitado y abandonado a su suerte, el escár¡dalo se comporta como si pre­viese por instinto la conclusión, como si supiese de antemano lo que debe hacer en cada caso; la operación irónica entraña una especie de finalidad terapéutica que presenta el escándalo como el peligroso colaborador de la voluntad, pero también como un colaborador que merece nuestra confianza. Abandonada a su suerte, una masa inerte seguiría moviéndose durante cierto tiem­po en línea recta, en virtud del impulso que se le haya imprimi­do; pero sólo si se conduce por sí sola será capaz de describir curvas. Para recorrer una trayectoria sinuosa, para detenerse, re­troceder, sortear un obstáculo y probar pacientemente todos los caminos hay que saber pilotar y disponer de cierto margen de es­pontaneidad. ¿Acaso el rodeo irónico no es la primera des­viación contingente de un escándalo relativamente autónomo y relativamente legítimo? Así, la ironía pone todo patas arriba, como Tieck, que en Verkehrte Welt se divierte escribiendo una obra que empieza por el epílogo y concluye con el prólogo. La ironía interioriza lo externo y exterioriza lo interno; por ella, los primeros se convierten en los últimos, y los últimos en los prime­ros 35; como la dialéctica de Heráclito, es la permutación entre la vida y la muerte, entre la juventud y la vejez; es la revocación constante de sus propias realizaciones. Por la gracia de la ironía, lo pesado se vuelve ligero y lo ligero ridículamente grave. Se in­tercambian los pesos: Debussy, por ejemplo, confía a las notas graves del teclado la musiquilla de Jimbo's Lullaby, la nana plantígrada; y así como Sócrates unas veces bromea sobre las co­sas serias y otras habla con seriedad de las frívolas , también en Debussy lo pesado se vuelve aéreo, y lo ligero baila la grotesca danza del elefante. Es un «Hysteron-proteron» incesante.

¿Por qué, en definitiva, esta obligación impuesta al contrario de imitar el rostro de su contrario para poder realizarse plena­mente? Para decirlo todo, diríamos que esta ridícula universio, est~ pasaje provisional por la antítesis, se explica por la propia condición de la criatrua y por la inercia de la materia; en este caso (y a pesar de que la ironía como tal se dirige a una inteligen-

35 S CHELLING , Werke, X, p. 331 y XIV, p . 151. HERÁCUTO, Bywater, 78.

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cia interpretativa) es la conjunción de la estupidez, el egoísmo y la maldad de los hombres la que obliga a utilizar la vía oblicua y, de una manera más general, el arte de persuadir. No hay iro­nistas entre los ángeles del cielo ... Al imponerse la complicación del fingimiento, el ironista crea un obstáculo artificial, un obs­táculo maldito y, sin embargo, oportuno, porque, sin él, no exis­te actualización segura ni logro convincente. La inversión provi­sional del pro y del contra es inseparable de cierto estado del hombre impuro, relativo y pasional. Cuando, agotado el ciclo de las calaveradas, el hijo pródigo regresa a casa, su situación es igual a la del hijo serio y casero que nunca ha salido de ella .. . Ahora bien, se trata de una ilusión espacial. El fariseo, que no se arrepiente, desconoce las experiencias y las aventuras invisibles que el publicano arrepentido ha vivido mientras tanto. ¿Acaso la ironía no consiste, precisamente, en ese tiempo perdido y reen­contrado, perdido una vez y ganado dos?

3. DE LA LÍTOTE

No basta con definir la ironía como una simulación per con­trarium. Por enfática que parezca, la universio va siempre del más al menos. Ésa es la dirección que predomina en todo cambio diametral. Por naturaleza, la ironía tiende a la lítote; es decir que, como todo pensamiento perfectamente dueño de sí mismo, opera a fortiori: quien puede lo más, «con más razón aún» puede lo menos. La lítote deflacionista se opone en forma diametral al énfasis, que es inflación y vana grandilocuencia, y que sólo pro­duce viento. Según Aristóteles, dpwvdcx es el «defecto» de una vir­tud, cuyo exceso sería &Acx,ovdcx o fanfarronada 36; sin e[!Jbargo, la ironía está más cerca del µfoov que la Alazonía, y puede suceder que un defecto «excesivo»(~ Aícxv Ú,.Auqitc;) resulte alazónico, como la humildad afectada de quienes se visten a la espartana. El fan­farrón dice más que lo que sabe, hace más que lo que puede, se

36 Etica Nicomaquea, B 7, 1108 a, 20, 22; ~8. 1124 b, 27-31 (29: es vani­doso l.v .otc; 't<X1tmotc; aeµvúvea9ixt, WaltEp .¡, -couc; cxa9tvetc; ¡axup1~ea9ixt); ~ 13, 1127 a, 13-14, 21 -26; 1127 b, 22-32. Etica a Eudemo, B 3, 1221 a, 6-25 (24: cx>.ixwv ó úsíw 'tWV Ú1tixpxóv-cwv 1tpo01t0toúµevoi;, Etpwv ol lAcinw}; r7, 1233 b, 38-12340, 3 (ó µtv l.1ti 't<X xeípw <j,woóµevo,; µr¡ <X'(\IOWV e,pwv, ó Ot l.1tí 't<X ~EÁtlW CXACÍ(wv). Erh. mega/., A 33, 1193 a, 33 ... Ret., B 2, 1379 b, 31-32; B 5, 1382 b, 19-21; f 18, 1419 b, 2-9; r 19, 1420 a, l. Ret. Alej., 22, 1434 a, 17; 36, 1441 b, 24.

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atribuye más que lo que tiene; a diferencia del ironista, se alza, a fuerza de inventar historias, de lo menos a lo más; así, podríamos decir que obra «con menos razón aún»; por su simulación pura­mente enfática y la vana ampulosidad con que se expresa está ex­puesto a la ironía de los otros; es un µcxxpoAÓ1oc; 37 , como lo son los sofistas, los virtuosos de la conferencia y los discursos grandi­locuentes. Frente a esas baladronadas, el &tpwv -siempre según Aristóteles- se distingue por ser un simulador l1ti 'tÓ n.cx-c't0v38 o l1t( 'ta xdpw: ironizar es hablar en forma evasiva, haciéndose el que no escucha ni comprende, o, como dice Cicerón, non videri intelligere quod intelligas 39; es una dissimulatio urbana, más libe­ral que la grosera bufonada (~wµoAoxícx) 40• El ironista es el que no se compromete, al contrario del 1ttpftpyoc;. Entre esos dos extremos -el defecto del ironista y el exceso del matamoros (&Acx,wv)­queda sitio, según Aristóteles, para un justo medio que correspon­dería, precisamente a la &).r¡9dcx: el filaleta (cptAcxA~9r¡c;, &Ar¡9tu'ttxóc;), siempre franco y directo (cxu9Éxcxcr-toc;, ix1tAoiíc;, 1tcxppr¡atcxcrc~c;), nunca está más acá ni más allá; es un magnánimo (µtycxAóqiuxoc;), se ex­presa sin rodeos (xcx'tcxV't\xpú). Como se ve, Aristóteles, que ya no tiene la finura ateniense, es incapaz de saborear la sal de la falsa humildad: ·sólo ve el lado privativo de la ironía, y, frente a ella, exalta la orgullosa moral de la «megalopsiquía». ¿Por qué decir poco si se sabe mucho? Ni la ciencia ni la verdad exigen que de­mostremos menos riqueza, menos fuerza, menos inteligencia que la que en realidad tenemos; ¡ese Minus es un desafio a la razón! ¡No hay razón para disminuirse de esa manera! Menos que la verdad es menos de lo necesario; menos que la verdad es dema­siado poco; y el minus justo, para decirlo con palabras de Spino­za, es tan ilegítimo como el plus justo ... Hacer el bien a los ami­gos, ser enemigo de los enemigos, y, en suma, pagar siempre con

37 PLATÓN, El Sofista, 268 b. 38 fipo01toÍT¡ati; l1tt ,:o xetpov, dice TEOFRASTO, Caracteres, I, 1 .

39 De Oratore, 11, 68. TEOFRASTO, op. cit.: xixt cxxoúaixi; -et µi¡ 1tpoa1t0teta9ixt, xo:1 1owv cpi¡aixt µ-/¡ lopixxlvixt. ARISTÓTELES, Ret. Alej., loe. cit.: Ai-ym 1:t 1tpo01totoúµevov µi¡ Ai-yttv ... Eth. Mega/., A 33, 1193 a, 29: a olot µi¡ cpciaxwv . .. , l.>.cinw ... 1tpo01totoúµevoi;. Hay ironía /í,:ixv óuvciµevói; 1:ti; 1toti¡aixt cpciaxT¡ µr¡ liúvixa9ixt. Scho/. ad Gorg., 489 e: 1tpo01totT¡ati; <ióuvixµ(ixi; wv 1:ti; liúvix-cixt 1totetv. "O n 1tA0Úatoi; 1tÉvr¡i; cpT¡aiv e.tvou, O 'tE ao<pOc; oüx ElvaL ao<pOc;.

40 Ret., 18, 1419 b, 8: los ironistas son xixptÉa-cepot -ccx ;\91) . La A-ypotx1ix se opone a la eúmix1tÉAtix (l.mos~tó-cr¡i;). W. BüCHNER, Hermes, 1941, art. cit. CICERÓN, De Oratore, 11, 67.

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la misma moneda, tales son los imperativos de equilibrio que, en el plano de la justicia conservativa, desempeñan un papel análo­go al de la coextensividad o coadecuación del signo y del sentido en el plano de la Expresión; ¡para el optimismo, la coincidencia del logos proferido o gramatical con el logos constituyente o ra­cional no representa una utopía! Es innegable que, en Aristóteles y Teofrasto 41 , el ideal socrático del ironista degenera grave­mente; el epicúreo Filodemo traza una caricatura que se parece menos a Sócrates que al Adulador de Plutarco y de Menandro. Además, en esa época, la filosofía prefiere disertar en vez de in­terrogar, y el diálogo empieza a ser reemplazado por el manual. No basta con decir que Aristóteles no conoció el movimiento irreversible de la caridad. Ante todo porque existe un racionalis­mo cristiano que no participa en absoluto del espíritu de lítote: por la ironía, explica Santo Tomás, a/iquis de se Jingit minora 42•

El propio San Francisco de Sales, a pesar de la intensidad con que vive el ascetismo de la Imitación y la humildad mística, dis­tingue entre la necedad, que cree saber lo que ignora, la vanidad, que se hace la sabia a propósito de lo que sabe que no sabe, y la falsa humildad, que se hace la ignorante a propósito de lo que sabe: por su parte, la Ética a Eudemo distinguía entre la megalo­psiquía que es digna de las grandes cosas y lo sabe, el a~w~ µixpwv que sabe que merece poco, la xcxuvÓTIJ~ que merece poco y cree merecer mucho, y la micropsiquía que merece mucho y cree me­recer poco. Cabe preguntarse si, situadas entre los dos quiasmas del énfasis amplificador y la lítote reductora, esas simetrías no derivan de una preferencia dogmática, y no formulada, por el ré­gimen simple de la paridad verídica. De un modo más general, puede dudarse de que exista algo en común entre el espíritu de lítote y la caridad. Desde luego, hay lítotes cristológicas 43• Así como Sócrates finge carecer del aliento necesario para rivalizar con los discursos ordenados y las tiradas demostrativas de los re­tores, también Jesús se hace el ignorante frente a los letrados, los fariseos que pontifican y los doctores de la Ley: ... Jnterrogavit, quasi nesciens quod utique sciebat. Ac per hoc nescire se Jinxit

41 Th. GoMPERZ (Los pensadores griegos, III, trad . franc. p. 528) señala que Teofrasto define la ironía como autodesvalorización, y luego traza el retrato del engañador (que sería el carácter correspondiente}.

42 Sum. Th ., 11, ii, 113, 1 ob., l. 43 PAULSEN, Op. cit.

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ut aliquid velut ignorantia sua significare!: quae significatio quoniam verax eral, mendacium profecto non era/ 44

• Su propio proceso reitera las lítotes desconcertantes del proceso de Sócra­tes: no se defiende, y ni siquiera coge el cable que le echa el pro­curador romano. Sin embargo, bastaría suponer que esas lítotes pudieran constituir una ficción o una figura retórica para trivia­lizar un sacrificio cuya consumación es la muerte en la cruz, y cuya parábola tiene un punto de contacto con la nada. Una si­mulación que llega hasta el articulo mortis deja de ser una simu­lación; un ironista que afronta el sufrimiento mayor, supremo, infinito del suplicio final ya no hace teatro. Esto no significa que la ironía excluya toda idea de sacrificio: al contrario, la ironía entraña una especie de elipsis o miniatura de la abnegación, un presentimiento de la renuncia, y Aristóteles, el teórico de la equidad (lmdxucx), parece haber sido sensible a ese rasgo de ci­vismo que ya es un rasgo de civilización. La ironía entraña, a su manera, una atenuación del ego: no hacer valer todo nuestro de­recho, intercambiar posiciones con nuestro adversario 45 -como los que rivalizan en cortesía-, fingir que alabamos lo que en realidad censuramos ... no es más que gentileza, pero, ¿quién sabe si algún día la gentileza no se convertirá en abnegación o sacrificio ... ? ¿ Y si la ironía fuese la iniciación a la generosidad? Pues bien, no nos engañemos: la apagogía sólo tiene un sentido irónico porque da paso a la epagogía, y la provoca; y la ironía misma sólo existe por ese movimiento de ida y vuelta, por esos dos gestos sucesivos; la ironía retrasa la interpretación compen­sadora, o al menos sabe separarla de la lítote que requiere ser compensada. Ahora bien, esa gracia es provisional, ese desequi­librio es aparente, ese regalo no es un regalo de verdad ... ¿Qué digo? Ese regalo no es ni siquiera una concesión hecha al otro, porque (¡suprema habilidad!) el ironista se las arregla para que sea el otro quien se encargue de la compensación; el ironista hace que el otro haga todo lo que puede hacer por sí solo: de modo que la comprensión es la manera que tiene el ironizado de agra­decerle al ironista su cortesía. En este intercambio de servicios, las lítotes del ironista no son más que adelantos, y, hasta cierto punto, constituyen una especulación inteligente, la más previsora de las inversiones. Equivalen a retroceder para saltar mejor y a

44 SAN AGUSTÍN, Contra mendacium, XIII, 27.

45 HERMÓGENES, Otpt 1otwv.

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descender para ascender mejor. Así pues, la lítote es una estrata­gema, un arma pacífica, que no por ello deja de ser tal. .. Y así lo entiende Baltasar Gracián cuando, en su Oráculo manual, reco­mienda no usar todos los recursos de que se dispone ni mostrar todas las fuerzas, y, en El Héroe, mantener en secreto las posibi­lidades con que se cuenta y no revelar los límites del propio po­der 46: pues bien, esos manuales se ocupan de estrategia cortesana o política, y de diplomacia; el hombre de Gracián, versado en el arte de prudencia, se vale de la astucia y la circunspección como armas para luchar contra los sutiles juegos de la intriga; es un discreto y un autor de iniciativas plausibles, pero no es un ser ca­ritativo. ¿Acaso la «plausibilidad» no da por supuestos los aplausos de la galería? La lítote, que reduce o minimiza al ego con vistas a un interés egoísta, no es una ironía, sino un fraude y una sórdida mezquindad. Ocultar las ganancias para pagar me­nos impuestos o fingirse enfermo para no ir a la guerra son «dis­minuciones» que no constituyen lítote alguna, sólo son trampas y maniobras fraudulentas; la ironía del que se disminuye porque la disminución le conviene es tan poco real como la modestia del que se finge modesto. El movimiento irónico -movimiento pro­visional pendiente de interpretación- espera ser compensado: esto no significa que espere ser recompensado; ¡no espera su sa­lario! En suma: mientras que la caridad está al servicio del Otro y la mentira al servicio del Ego, la lítote irónica sirve a un sólo amo, la Verdad; la reducción desinteresada obedece a la verdad impersonal, que trasciende el duo del Yo y del Tú; así, va más allá tanto del amor extático que se pierde en lo A/los como del fangoso egoísmo que chapotea en su Autos. En este sentido, Só­crates fue la verdadera encarnación de la lítote 47

, que consiste en una invitación al conocimiento y en una exigencia de luz. Esa falsa torpeza que es el colmo de la destreza, así como esa manera de alabar en apariencia lo que en realidad se reprueba, y de ocul­tar para estimular la comprensión ... no tienen nada que ver con los ardides retorcidos del hombre de la precaución y la negocia­ción, el hombre de Gracián, al que sólo le interesa ocultar su jue­go y disminuirse para distraer al adversario ... Porque Sócrates

46 El Cortesano, máxima 170; El Héroe, l.ª excelencia. 47 CICERÓN, Acad., 11, 15: Socrates autem de se ipso detrahens in disputa­

tione plus tribuebat iis quos volebat refellere. Ita cum a/iud diceret atque sentiret, libenter uti solitus est ea dissimulatione.

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no tiene adversarios ni competidores, sino sólo amigos; e incluso sus enemigos serán sus amigos cuando alcancen el conocimien­to ... Por el momento son insensatos que no saben lo que hacen, ou '(1.Xp otocxcriv ·d 1totoücriv 48; pero mientras que los enemigos de Cristo, que atacan al propio Dios, necesitarán el perdón sobre­natural, los enemigos provisionales de Sócrates sólo necesitan aprender. En realidad, lo que importa no es Sócrates 49 ni la muerte de Sócrates ni la victoria, sino la ciencia y la razón. Hay que amar a la verdad, no al portavoz de la verdad; a la verdad portada, no a su portador. ¡Sócrates no quiere que lo amen a él, sino a la verdad! La suya no es, por tanto, una actitud belicosa. La lítote socrática no es lítote de guerra, sino de paz. El, que nada tiene que aprender de los necios sino todo lo contrario, se desvaloriza a sí mismo so para convertirlos a la luz. El hipócrita, dice Kierkegaard 51 , es el malo que quiere parecer bueno, mien­tras que el ironista sería más bien el bueno que aparenta maldad. Schelling es aún más tajante: es noble no hacer todo lo que se quiere, poder amar y no amar, poder vengarse y no vengarse 52•

Schelling se está refiriendo a la tragedia metafísica de la reali­zación del acto; pero hay que señalar que la lítote suprime tanto la tragedia como la necesidad de la abstención, porque expresa lo contrario: que la elipsis y la alusión, o sea, el uso de una parte muy pequeña de su poder, permiten que el pensamiento actúe con el máximo de eficacia. Cuando Ch. Koechlin hablaba del ati­cismo de Erik Satie se refería, precisamente, a esto: ¿acaso el mensaje del Socrate de Satie no consiste en mostrar que, para expresarse mejor, conviene ocultarse tras una máscara inexpresi­va, decir menos de lo que se quiere decir? Más aún: en cierto modo, la lítote socrática asumió la misión histórica de Grecia, si se piensa que la Grecia vencida, pero victoriosa en virtud de su misma derrota, simboliza el desquite del espíritu y la fuerza del

48 Lucas, XXIIl, 34. 49 Apología, 33 b (itap<ióuyµa) . Cfr. Filebo, 14 b. ;o El Banquete, 219 a, ( ... oúótv wv), 218 d, 216 e, (sobre la seriedad que es­

conde la ironía del sileno). La República, 1, 337 a, e. Apología, 23 a-b. Jenofon­te, Mem., IV, 4, 9; I, 3, 8.

si Der Begriff der Ironie, mil sttindiger Rücksicht auf Sokrates, trad. Küte­meyer, pp. 263-264.

52 Werke, XII, pág . 158; XIV, pág. 208 (Philosophie der Offenbarung, 10. ª lección). Cfr . NIETZSCHE, El Viajero y su sombra, ll, afor . 259 (el desprecio de la venganza como venganza).

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débil, la debilidad fuerte frente a la fuerza débil. «Las debilida­des muy visibles siempre son fuerzas» 53, escribe Pascal. Pero mientras que Dios crucificado, humillado, colmado de insultos triunfa por la vía sobrenatural, la lítote griega, en cambio, alcan­za su victoria pneumática en este mundo. Las armas griegas su­cumbirán en los campos de batalla, pero la ironía griega repite a cada momento su gran victoria de Salamina contra los ogros de la exageración y del énfasis ridículo.

En este sentido, la lítote es el síntoma por excelencia del clasi­cismo 54. Sin duda, también podría llamarse pudor esta voluntad de expresar lo más diciendo lo menos, o viceversa, de aparentar menos emoción que la que se siente. Hay un pasaje de Nietzsche que se refiere a la «semivisibilidad», al pudor sobrio de Sófocles. El pudor de Racine 55, la fuerza contenida de Gabriel Fauré son otras formas del mismo espíritu de lítote, otras manifestaciones del mismo clasicismo ... El énfasis, que significa poco diciendo mucho, es el régimen del despilfarro y del gasto mayor; en cam­bio, la lítote, que significa mucho diciendo poco, es el régimen de la economía y de la mayor densidad espiritual. Muchos pensa­mientos en un pequeño volumen. De este modo, la lítote tiene en cuenta la naturaleza no especial y no cuantitativa del sentido: porque el significado pertenece al orden de la calidad, y las leyes psicofísicas de la intensidad son tan inoperantes en el caso del sentido como en el de la conciencia. La lítote utiliza esa pro­piedad de la conciencia que consiste en estar toda ella presente en cada uno de sus signns. Aplica una especie de /ex minimi por la que se opone en forma diametral a la redundancia y a todos los pleonasmos del pensamiento o del lenguaje. La ironía no quiere expresar, sino más bien sugerir, y sus efectos paradójicos, inver­samente proporcionales a la magnitud de los medios utilizados, nos familiarizan con la naturaleza totalmente espiritual y cualita­tiva de la elocuencia: el poder de las palabras entraña una especie de fantasía profunda que guarda cierta semejanza con el carácter imprevisible del placer y del dolor. Sólo el fuerte tiene derecho a ser débil: como en las metáforas culteranas, la imaginación des-

53 Pensamientos (Brunschvicg), frag. 578. 54 André GmE, Incidences, pág. 40. N1ETZSCHE, El Viajero y su sombra, ll,

136 (y 148, contra la grandilocuencia). 55 León BRUNSCHV!CG, De l'ironie dans les tragédies de Racine (disertación de

Ecole normale, publicada en Revue des cours et conférences, dic. 1931).

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ciende de lo sublime a lo vulgar, en vez de comparar lo vulgar con lo sublime. Esto explica el pudor retráctil de la negativa y todos los eufemismos ceremoniosos de la negación: ¿acaso la ne­gación, que es un juicio sobre un juicio y, por tanto, un circun­loquio o perífrasis de la afirmación, no es algo indirecto y se­cundario? Es el pudor de afirmar, la l1tox~ que frena a nuestro dogmatismo natural, siempre dispuesto a lanzarse hacia adelan­te, a volverse categórico y absoluto. Es preciso distinguir entre Nada y Poco, entre el silencio y la alusión. Hay un silencio iróni­co que desalienta la injusticia haciendo el vacío a su alrededor, y dejándola morir de inanición, en la nada de su victoria sin ene­migos; la injusticia muere de su exceso de razón. En esto consiste el quietismo de la resistencia pasiva frente al mal. Por ejemplo, el silencio sobrenatural de Sócrates ante sus acusadores: esa pasi­vidad despreciativa, esa inercia es más injuriosa para la acu­sación que un fulminante alegato; en los casos de mala fe, se convierte en una simple táctica. «Le hablan de Eudoxo», dice la Bruyere de su hipócrita Onufro: «Sonríe o suspira; lo interrogan, insisten, no responde; y tiene razón; ya ha dicho bastante». Pero aquí sólo se trata de una estratagema hipócrita. Ahora bien, la lítote irónica, como el pensamiento místico 56, también es tacitur­na. ¿Acaso la ignorancia fingida de Sócrates no es un caso parti­cular de ese mutismo? Maurice Ravel condena la locuacidad en términos que ni Schelling ni Kierkegaard 57 hubiesen desaproba­do; sin duda, sabía que el hombre verboso -el horno loquax de Bergson, el vir linguosus del Salmista- es también un hombre débil. ¿Acaso Schelling no opone a la servil prolijidad un laco­nismo que representa la virtud suprema de la voluntad? Frente a los conferenciantes, los oradores y otros caballeros del discurso continuo, las preguntas de Sócrates, los silencios de Sócrates 58

representan ya una especie de sabiduría. A su manera, la ironía es una «oración silenciosa» que desbarata las trampas de la /oque/a. El quietismo irónico elude los falsos problemas, no re-

56 Angelus S1LEs1us, Cherubinischer Wandersmann, 1, 19: «Das seelige Stills­chweigen».

57 la Pureza del corazón, trad. franc. T1SSEAU, pág. 66. 58 La siguiente frase, del comienzo del Cratilo (384 a), reúne tres rasgos esen­

ciales de la ironía: silencio, desdoblamiento del fuero íntimo y el logos, arte de persuadir: Oiht ci:1tocro:cpEt oUOÉv, ttpwvtÚt'to:t -et 1tpói; µt, 1tpocr1totoúµtvói; 1:t cx.Ü't0t; iv ia;u-r'}> füavoEto0cxt Wr; dOWc:; 1ttpi cxÜ'toÜ O d ~oúAot-ro oacpWc:; d1tEtv, 1tot~tttv &vxcxi EµE óµoAo1tfv xat Aiyuv éi.1ttp mho~ Ai1tt.

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futando, sino volviendo a formular las preguntas mal formula­das: así procede Bergson cuando argumenta contra las aporías eleáticas, o Fenelón cuando se enfrenta con los escrúpulos vir­tuistas; negándonos a combatir negamos la existencia del proble­ma. A mitad de camino entre el «silencio» y la «alusión» se sitúa la reticencia, que es una colaboración activa entre el silencio y la palabra, una palabra inhibida o «tragada»: no odio reprimido, como el rencor, sino contención del parloteo, «serenata inte­rrumpida». Podríamos hablar, pero callamos. La reticencia es el discurso expirante, el paso de lo explícito a lo tácito: amenazado­res o irónicos, los puntos suspensivos que estrangulan nuestras fases representan en cierto modo la cicatriz dejada por las pa­labras que han desaparecido. De manera que el silencio es una ausencia, mientras que la reticencia -es decir, la «filagura de si­lencio»- es una interrupción expresiva, una especie de valor sonoro, y en eso se parece a las pausas y suspiros del discurso musical. Ya hay cierta impertinencia en el hecho de utilizar las palabras et coetera cuando se transcriben frases solemnes, que requieren un tono sostenido y convencido: basta con pronunciar esas cuatro sílabas para matar la elocuencia, como basta con te­ner «le passage du gosier ou du nez empesché» [«el conducto de la garganta o de la nariz obstruido»] (Montaigne) para no poder seguir tomando en serio lo trágico 59 • En cuanto a la alusión pro­piamente dicha, no es más que la reticencia considerada más bien en su «más allá», como una evocación o conducción espiritual: en este caso, lo que importa es el puntillado mismo, o sea, lo que se sobreentiende, ese vacío que es un lleno, esa indigencia que es riqueza. Por eso la alusión es transitiva: entre los dos correlatos -lo expresado y lo implícito, lo que se dice en voz alta y lo que se susurra- se establecerá una corriente, y el pensamiento, vivo como el relámpago, volará de un término al otro. La alusión se basa en esa propiedad de todos nuestros estados de conciencia que consiste en el condicionamiento recíproco, en el contagio mutuo, en la tendencia a asociarse en totalidades concretas; la memoria teje en nuestra conciencia una red inextricable de refe-

59 En la selección de los pronombres, la lengua rusa se guía por matices muy sutiles: uno significa alguien en general; otro, cualquiera, el alguien que no im­porta quién sea, un «cualquiera»; un tercer pronombre designa al alguien que sé muy bien quién es, pero cuyo nombre me guardo; este último pronombre es el «alusivo».

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rendas en virtud de la cual cualquier percepción es capaz de sim­bolizar o «significar» el contenido de cualquier otra. Así se for­man en nosotros unos conjuntos tan precarios como sensibles, y cualquier ruido provoca en ellos las resonancias más intensas; todo se convierte en indicio o presagio, y nuestra imaginación es capaz de comentar interminablemente un guiño, un lapsus linguae, un roce o un intercambio fugaz de miradas. Esta suscep­tibilidad de un ser capaz de leer entre líneas y comprender el sen­tido a medias palabras introduce en el mundo, al lado de la causalidad conservativa, otra causalidad, alusiva o hecha de «se­ñales», que amplifica monstruosamente la desproporción entre la causa y el efecto: por otra parte, ¿acaso nuestra organización nerviosa y cerebral, que acumula en nosotros la energía poten­cial, no exagera infinitamente esa desigualdad? La señal es más ocasión que causa: un golpe de disparador, una palabra lanzada al descuido «desecadenan» una larga serie de pensamientos y de gestos. Cuanto más civilizados somos, más ligera, más sutil, ala­da y aérea se vuelve la alusión: es inútil poner los puntos sobre las íes o tomarse el trabajo de ajustar la acción a la reacción que se desea provocar; nos hablan con palabras encubiertas y hasta la «señal» acaba desapareciendo, como un pretexto infinitesimal, bajo la proliferación de imágenes que provoca; el amor acaba su­mergiendo la imagen amada que, sin embargo, lo desencadena, y, en definitiva, no amamos a una mujer sino a nuestro propio amor. De una parte, esta excitabilidad o hiperestesia del alma fa­cilita la constitución del entinema irónico, pero al mismo tiempo centuplica nuestra capacidad de sufrimiento: porque la alusión, que a menudo es irónica, casi siempre es dolorosa, en la medida en que a cada momento enciende esperanzas insensatas y levanta tormentas pasionales. Así, la alusión es, al mismo tiempo, la condición de posibilidad y el complemento de la lítote: el ironista va de lo más a lo menos; y la conciencia excitable, de lo menos a lo más, de lo menos voluminoso a lo más voluminoso; valién­dose de indicaciones minúsculas e imperceptibles reconstruye las totalidades espirituales que el ironista quería sugerirle. «Ligera alusión a una circunstancia grave», como dice el refrán ruso, la ironía va de la totalidad a la totalidad: va de la contracción a la explosión, como el ritmo de las mareas.

El silencio, la reticencia y la alus1ón configuran el singular perfil de la ironía. La ironía es lacónica. La ironía es disconti­nua. Veamos, ante todo, su concisión. La ironía es una braquilo-

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gía 60. Sabe que no es necesario decirlo todo y ha renunciado a la exhaustividad: confía en que el oyente conseguirá levantar el sen­tido utilizando la palanca del signo, confía en que la percepción sabrá completar las señales de la sensación con los datos de la memoria. Y aunque fuese necesario decirlo todo, la ironía sabe que no se puede, porque la riqueza de la mente es inagotable y nuestro lenguaje se divide más y más tratando en vano de igualar los innumerables matices de la emoción. Por eso, muchas veces se contentará con una simple pantomima. La ironía rompe con la manía enumerativa; prefiere ser característica y no completa; su estilo es más elíptico que enciclopédico. Cuando estamos ante un sistema cerrado, podemos darle toda la vuelta; en cambio, una totalidad abierta sólo puede abordarse en forma alusiva: en este caso no hay un circuito que podamos cerrar, sino, en pro­fundidad, una riqueza de matices que exceden toda capacidad de análisis , y, en magnitud, todo tipo de «ultrasonidos» o rayos in­visibles que ningún logos del mundo consigue captar. Se dirá que no siempre la ironía es tan frugal; que a menudo se complace en el uso de eufemismos y circunloquios; que, en lugar de tomar por atajos o trochas, con frecuencia se la ve haciendo novillos. ¿Acaso no la hemos definido más arriba como la vía indirecta? Ahora bien, la vía indirecta no es siempre la más larga 61, y el ro­deo también es una forma de lítote. Por otra parte, la rapidez no equivale a la concisión. Si a veces la universio multiplica los de­talles inútiles, sólo lo hace para desconcertar al otro; renuncia a deletrear las ideas, a pronunciarlas sílaba por sílaba, palabra por palabra, porque sabe que no existe una correspondencia literal entre cada fragmento de frase y cada parcela de pensamiento; a lo largo de las sinuosas perífrasis sigue buscando la intuición in­mediata , la sugerencia evasiva, que no está en relación directa con el volumen del discurso. La ironía es la falsa modestia, la falsa ingenuidad y la fal sa negligencia; finge tratar los problemas por preterición (ev 1epocr1eo:~cm mxpa).El~e.w~) 62, pero ésa es, justa­mente, su manera peculiar de no omitir nada; finge el olvido para no olvidar, como esos falsos distraídos que afectan el desor­den para disimular las más rigurosas simetrías: non stultus quasi

60 Ret. A(ej. , 1434 a, 18: ... aw tó¡.tw, cxvcx¡.tt¡.tvi¡axw ,. P LATÓN, El Sofista, 268 b: ~pcxxfo, Aóyo,,.

61 Cfr. NIETZSCHE, El viajero y su sombra, II, afor . 59. 62 Lo que los retores lat inos llamarán: praeteritio, omissio, occultatio.

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stulte ... En general, los grandes artistas han confiado siempre en la espontaneidad de las conciencias a las que se dirigían; siempre dejan algo para que éstas lo adivinen. Debussy, Satie y Mompou no han ignorado el poder sugestivo de las braquilogías: las lagu­nas que nosotros mismos llenamos atraen como un vacío nuestra imaginación y exaltan nuestra capacidad de ensoñar. Así se explica la profunda poesía de los Préludes y de los Éprigraphes antiques. En estos criptogramas la materia musical se va enrare­ciendo cada vez más hasta alcanzar el máximo de concisión y hermetismo. También Gabriel Fauré, en sus últimas obras, escri­be casi sin notas . Como Salomé, la música se ha ido despojando de sus siete velos hasta mostrarse en la desnudez de su esencia 63

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para ello escoge las tonalidades más castas: la menor, sol mayor, e incluso do mayor, el simple do mayor de la cotidianidad. Basta con examinar esas grandes páginas llenas de blancura y claridad, donde los sutiles signos aparecen cada vez más espaciados, como las figuras de un logogrifo; en ellas se respira el aire fino, ardien­te y enrarecido de las altas cimas, el puro oxígeno del espíritu. «Casi nada», escribe Debussy al final de su ballet Jeux y de la pieza para piano titulada Mouvement, y con esas palabras con­cluyen también sus obras Cloches a travers les feuilles, Broui-1/ards, que es un «Preludio», así como el primer acto de Pelléas; «ya nada» son las últimas palabras de Lindaraja y De Greve, de dos Fétes galantes, de Le Faune y de Col/oque sentimental64

«Ya no se escucha nada» leemos en Le Grillan de Ravel... Por­que, así como ha aprendido de nuevo el laconismo, la música también ha aprendido de nuevo, como dice André Suarés, a «ha­blar bajo» 65 : en esos pianissimi sobrenaturales, que en verdad constituyen el delicado umbral entre el silencio y el ruido, el na­cimiento mismo del primer sonido, se adivina todo un mundo subliminal, un mundo inmaterial donde existiría una comunica­ción directa entre las almas. Esta ironía que nos mira con el dedo en los labios, y que, como Arkel en el quinto acto, parece decir-

63 Danseuse (Mirages, op. 113, núm . IV) . 64 «En se perdant» : De réve, Sorénes, Mandoline, Apparition, Pelléas V.

«Perdendosi »: Filie aux cheveux de /in, Pour un tombeau sans nom, Iberia 1, Boite d joujoux, Laurier blessé, Pelléas 11, «Estinto» : Pour les quartes. «A peine»: Pour les agréments, Pour les notes répétées, Éventail. «Imperceptible»: Iberia Il . «Pianissimo possibile» : Quatuor 111, Pagodes, Pelléas V. Louis AUBERT, La Nuit mauresque, fin: «Comme un souffle».

65 ALAIN, Préliminaires d l'esthétique, pp. 132, 186, 190.

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nos: «Ahora hay que hablar en voz baja ... ¡El alma humana es muy silenciosa!» ... esta ironía es la conciencia intranquila de la elocuencia y de la vociferación ampulosa; nos dice en un susurro que lo propio del espíritu no consiste en atronar y ocupar mucho sitio en el espacio, sino en llegar, como según las Escrituras el Espíritu de Dios, en un soplo ligero. La ironía no sólo abrevia: también fragmenta. La continuidad suele ser seria, y la mejor manera de probar que no nos tomamos en serio la tirada que es­tamos recitando consiste en hacerle de pronto una zancadilla, en quebrarla en espasmos discontinuos. En este sentido, la ironía sería, como dijo Friedrich Schlegel, una «genialidad fragmen­taria». Aquí reside la verdadera significación del diálogo y de la dialéctica, que arremeten, para pulverizarlo, contra el discurso continuo de los retores: la vitalidad de la conversación oral da por tierra con el empaque de la conferencia maciza 66. ¿Acaso la libre conversación en la que todos los interlocutores participan como iguales no florece preferentemente en las épocas de amis­tad y de ironía: la Atenas de Pericles, sociable y liberal, el siglo de la «honestidad» racionalista, que apela a toda inteligencia de buena fe para que colabore en la búsqueda de la verdad? Como hemos señalado, el humor del scherzo mendelssohniano se expre­sa a través de «pizzicati» y «staccati». En la melodía entrecorta­da, los staccati disipan la nube de pedal que envuelve a las notas. Negándose a prolongar el sonido y a perpetuar la vibración del acorde, el staccato reacciona en forma humorística contra esa tentación totalizante que llamábamos Seriedad; pulveriza el lega­to, siempre dispuesto a regenerar su patética continuidad; se burla de nuestro fervor. A su manera, el exquisito Scherzo a Capriccio, en fa sostenido menor, de Mendelssohn 67 es una obra maestra del arte de rozar; y lo mismo podría decirse de la Na­mouna de Lalo . También podemos citar a Debussy, cuyo discur­so musical se dispersa en mil apuntes de detalle; en este caso la ironía consiste en negarse a desarrollar, en preferir la pirueta, la modulación seria que de pronto se interrumpe. Frente a la char­latanería metafísico sociológica de Wagner, la ironía de Debussy ·

66 El diálogo filosófico, que en Malebranche, Leibniz y Berkeley sólo es un «pretexto» dogmático, resucita en la época rorr.ántica, en Schelling (Bruno) y Solger (Erwin). Cfr. Walter PATER, Platón y el Platonismo, trad. franc. p. 210.

67 Cfr. Capriccio, op. 5 (1825); Presto, op. 7 núm. 7 (1824); Scherzo, op. 16, núm. 2 (1829); y el Scherzo («Prestissimo») de 1836.

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y de Satie desempeña el mismo papel que la ironía de Sócrates frente a los charlatanes de Atenas, Protágoras y Pródico. Donde brilla el sol de la ironía no hay lugar para Wotan como tampoco para las Valkirias ni demás muchachas flor. Entre otros ejem­plos, puede releerse la incisiva parodia del «tema» de Tristán que cita, «con gran emoción», el negro del Golliwogg's cake-walk 68 a manera de intermezzo sentimental: las cuatro notas languidecen como en un rubato de saxofón, y luego, bruscamente, dan media vuelta y se precipitan hacia un burlón final de jazz band. En las parodias de Chabrier, de Séverac, de Satie, de Ravel y de Louis Aubert abundan los ejemplos de «ruptura» irónica. Cuando los románticos abordan un desarrollo, no se detienen fácilmente a mitad de camino. Y es comprensible: ¡tienen tanto que decir, y lo dicen tan bien! Pero la ironía consiste, precisamente, en dete­nerse por el camino, en forma arbitraria, por ascetismo, y en no ceder a ninguna de las complacencias del pathos; consiste en ini­ciar un período que se quedará en agua de borrajas; el desarrollo interrumpido da a entender que el músico no se está tomando en serio. Al final de su Trio enfa menor, Saint-Saens concluye a la diabla, como si dijera: «¿Sabéis? Esto no me preocupa dema­siado ... » Lo mismo hacen Poulenc y Darius Milhaud cuando piensan que pueden caer en la trampa de su propia ternura. ¿Acaso este régimen de la Sérénade interrompue no constituye la especialidad de Ravel y de Debussy? Es el mejor ejercicio para las voluntades amenazadas por el automatismo oratorio y la inercia de las frases hechas. La ironía nos protege de las rutinas, nos mantiene ágiles y vigilantes obligándonos a realizar doloro­sas readaptaciones . La ironía es lo que Rémy de Gourmont llama «disociación», y consiste en modificar las asociaciones rutina­rias, las constelaciones demasiado previsibles, las ideas que van de a dos o de a tres, simétricamente, cogidas de la mano. Cuesta mucho trabajo quebrar esos ídolos de la costumbre para tratar de pensar por separado lo que en realidad existe por separado. Pues bien, la conciencia irónica se articula de acuerdo con las distinciones y las pluralidades de la realidad; tan pronto como se sorprende a sí misma en flagrante delito de elocuencia, se echa a reír, hace una gentil reverencia o saca la lengua, y empieza otra

68 Children's Comer, op. 26. Emmanuel CHABRIER, Souvenirs de Munich. Gabriel FAURÉ y André MESSAGER, Souvenir de Bayreuth, Fantaisie en forme de quadrille ( 1880).

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canción. Tanto le repugna desarrollar que casi preferiría repetir­se: ¡más vale volver a empezar que «continuar»; más vale repe­tirse inútilmente que disertar con tono solemne!

De ese modo la simulación queda en evidencia; al adoptar el discurso del otro, la ironía lo reduce y lo fragmenta. Por estos dos signos pueden reconocerse la imitación (pastiche), como por la gravedad mecánica con que camina puede reconocerse el ca­rácter burlesco del Capitán Pantalón. La ironía abrevia, e intro­duce discontinuidad; sus acerados dardos acribillan el manto de nubes con que se envuelve el pathos. Temible discutidora, sabe cómo disuadir a la vana prolijidad. Los conferenciantes ya no se atreven a montar su discurso, y el propio Gorgias acabaría, como Alcibíades, avergonzándose de sí mismo. Pero, como se comprenderá, este régimen de la disyunción aforística no podría ser la última palabra de la lítote. Sin una segunda intención se­ria, la gracia no sería irónica, sino simplemente burlesca. De modo que si la ironía desintegra y trivializa la totalidad vivida como destino, es para que, a través de una arqueología misterio­sa y ajena a cualquier procecimiento mecánico (áno cr'tmxdwv), la mente vuelva a completar lo que está incompleto, vuelva a juntar lo que está desmembrado, e infunda, por último, nueva vida a los membra disjecta; si la ironía fragmenta las totalidades asfi­xiantes o ridículamente solemnes, es para reemplazarlas por una totalidad pneumática, una totalidad esotérica, una totalidad que pertenece al orden de lo invisible y de la pura cualidad. No es una cuestión de tonelaje, sino de finura. La reticencia, la alu­sión, la concisión y la fragmentación son otras tantas llamadas que la mente recibe: incitada por los silencios y las humildes dis­minuciones de la lítote, atraída por la nada de la ironía, !a mente totaliza en la mente, reencuentra la verdad más esencial y más oculta, acaba para siempre con los rugidos de la megalomanía y los trinos de las cantantes poseídas por el delirio; subordinando la apariencia a la esencia, refrena los excesos y la farsa de la apa­riencia emancipada.

4. CINISMO

Si la seudoconcesión logra engañar al adversario, ello se debe a que todo pensamiento sospechoso y deshonesto entraña unas potencias mortales que tarde o temprano se desarrollan,

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como proliferación después de la cuarentena las células de un or­ganismo predestinado al cáncer. Si el mal se destruye a sí mismo, es porque, en realidad, el mal no puede durar. Como el vicio, el mal es un callejón sin salida. Puede vivir algún tiempo gracias a los equívocos, los malentendidos y las mil complicidades que en­cuentra en una conciencia enferma; sobrevive, ¡amarga parado­ja!, porque se hace pasar por su contrario. Es el juego de quién se disfraza mejor: el fuerte parodia al débil para destruirlo, por simulación irónica; y el débil plagia al fuerte para que le crean, por simulación hipócrita. ¿Qué mayor homenaje a la justicia y a la verdad? Para no desacreditarse, el egoísmo necesita imitar a la abnegación; y para ser convincente, el ilogismo se las da de lógi­co; ni el más cínico de los belicistas se atreve a justificar el deseo de la guerra sin invocar el amor a la paz; y el fascismo, que es la última estratagema y la más audaz maniobra de diversión del ca­pitalismo, está obligado a declararse más socialista que el socia­lismo: lo poco que es lo debe a sus simulaciones, sin ellas nada sería. ¡ Y hasta la muerte, si se lo preguntáramos, diría que es la amiga de los hombres, más viviente que la vida, más amante que ·el amor! ¿Cuál es, entonces, la f..mción de la ironía? La ironía obliga al injusto a ser de verdad lo que es; le obliga con franque­za y brutalidad, para que acabe reventando; le obliga a confesar­se, porque sabe que al hacerlo se perderá. Por otra parte, pueden darse varios casos: a veces el mal es tan burdo que acaba devo­rándose a sí mismo, como el «antagonismo» según los sansimo­nianos 69; en tal caso, sólo hay que dejarlo hacer, porque él mis­mo se encarga de suprimirse, y el papel de la ironía se limita a no obstaculizar en nada ese suicidio inesperado, a favorecerlo, in­cluso, lo más posible. Esta es la más elegante, la más económica de las ironías; con un esfuerzo mínimo, desencadena la guerra ci­vil entre las fuerzas malignas, y luego sólo le queda contemplar divertida el desmoronamiento del error. Pero en la mayoría de los casos la ironía divide para reinar: una vez separadas, las po-

69 Exposition de la doctrine de Saint-Simon, 1.er año, p. 211 (ed. Bouglé­Halévy). Véase la nota 101 de esta edición (4. ª sesión, loe. cit.) donde se cita el siguiente texto de Joseph DE MAISTRE (Oeuvres completes, I, p. 282): «El reme­dio del abuso nace del propio abuso ... , llega un punto en que el mal se estrangula a sí mismo ... » Se trata de una idea hegeliana. ¿Acaso Marx no dirá: «La gran in­dustria produce sus propios enterradores»? Cfr. NovAus, ed. Minor, t. II, p. 281. S1sMONDI, Études sur l'économie politique, II, 60: Gandalin, víctima de su propia magia.

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tencias que unidas serían fuertes, se vuelven totalmente inofen­sivas; tal es, según Bergson, el papel del cerebro, que siempre sabe cómo «dividir al automatismo contra sí mismo» 70, cómo neutralizar unos hábitos valiéndose de otros hábitos; así es tam­bién la materia 71

, donde fuerzas iguales, que se mantienen mu­tuamente en raya, se anulan entre sí, de forma que nuestro libre arbitrio consigue evadirse: mientras los determinismos dirimen sus diferendos, ocupamos la plaza con toda tranquilidad. Así, sabemos sacar provecho de lo peor: como el ingeniero, que al organizar la competencia entre los mecanismos se vale de la na­turaleza para domesticar a la naturaleza, también la ironía sabe valerse de las fuerzas destructivas del error, y desviar, con ardi­des y estratagemas, su cólera y su virulencia; ya que se ofrecen espontáneamente, deja que se desacrediten por sí solas 72• Otras veces el ironista fuerza apenas el tono, exagera levemente las te­sis que dice compartir: en tales casos, con la ayuda de la ironía, el error acaba haciéndose el haraquiri. Entre la exageración cari­caturesca y la broma ambigua -imitación que sabe ridiculizar sin que se note- caben todas las situaciones intermedias. Lapa­rodia, que lo pasa grande en la epopeya burlesca y en la payasa­da, suele ser más clara que el agua; como género literario, siem­pre imita a «alguien», siempre copia el estilo o la manera de alguien, de Homero o de Virgilio: imita las palabras o los ritos, no las ideas. La parodia desmesurada carece, sobre todo, de se­gundas intenciones: es puramente negativa, sólo adopta la mane­ra de hablar, el atuendo o los gestos de su víctima, para que podamos divertirnos a costa de ella; lo suyo es la comedia, no la filosofía; es una ironía sin refinamiento, cínica y risueña; una sá­tira sin blanco determinado, y sus payasadas heroicoburlescas nunca van demasiado lejos. Sin embargo, ya es irónica, porque, para ridiculizar al error, corrobora sin reservas lo que éste afir­ma: no lo destruye atacándolo de frente, sino en forma indirecta, tirando del carro con él, convirtiéndose en su cómplice: la paro­dia recorre un trecho del camino con el error, y poco a poco lo va desviando para orientarlo hacia sus propias metas. Ahora bien, esta operación puede aplicarse indefinidamente, porque, dada una conciencia parodiada, siempre puede existir 1,ma super-

10 L'Evolution créatrice, pp. 195-196, 199, 286-287. Cfr. p. 271. 11 Matiere et mémoire, pp. 245, 263, 278. 72 Theodor L!PPS, Aesthetik, l, Grundlegung der Aesthetik, p. 589.

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conciencia capaz de parodiar sus parodias: Emmanuel Chabrier, Fauré y Messager se burlan de la grandilocuencia wagneriana, y Casella, a su vez, imita a Ravel 73 • En cierto sentido, el arte de la refutación se basa en este subterfugio: conseguir que el error se refute a sí mismo, y se confunda sin que debamos intervenir. Toda afirmación contiene unas posibilidades de error que no vacilarían en jugarnos toda clase de malas pasadas si dejásemos que nuestra mente se abalanzara golosa hacia las verdades. Para que todas esas posibilidades se agoten, y para qué madure la en­fermedad latente que atormenta quizá nuestro pensamiento, hay que tentar de alguna manera al error, hay que experimentar sus límites y su nocividad. Así pues, provocaremos a nuestro enemi­go apoyando sus tesis; le haremos decir todo lo que tiene que de­cir, para que muestre hasta dónde puede llegar y desaparezca toda ambigüedad; le obligaremos a desempeñar su papel a fon­do. La ironía procede como el detective que quiere coger vivo al delincuente, y que está dispuesto incluso a prolongar la vida del delincuente con tal de extraerle más información. De ahí el carácter analítico, excitante de la ironía: al parodiar las falsas verdades, la ironía las obliga a desplegarse, a ahondarse, a decla­rar su equipaje, a mostrar las taras que, si no fuese por ellas, pa­sarían inadvertidas; hace estallar su sinsentido, aborda lo absur­do y lo induce a refutarse por sí solo, a presentar ante sí mismo la prueba de su propia imposibilidad; consigue que éste haga todo lo que es capaz de hacer por sí solo. ¿Se trata de ironía o de maquiavelismo? La admonición irónica o, como dice el epicú­reo Filodemo 74, la vou9én¡crtc; exagera el absurdo para que éste acabe hundiéndose en la confusión. La hazaña de la refutación (O.ty:x_oc;) consiste, pues, en molestarse lo menos posible, en saber presentar las cosas para que parezca que el fracaso del error pro­cede del propio error, y no de las objeciones que se le formulan desde fuera. Así es la refutación interrogante de Sócrates: Sócra­tes casi no habla, pero hace que los otros hablen. Se limita a po­ner en marcha la discusión; una vez que ésta ha comenzado, y sin dejarse arrastrar por ella, sólo interviene para poner en posi­ciones incómodas a los necios, preguntando para dar cuerda a su retórica y a sus sofismas; les deja el campo libre hasta que ya no

73 CHABRIER, Souvenir de Munich. RAVEL, A la maniere d'Emmanuel Chabrier (paráfrasis del vals del Faust de Gounod). Alfredo CASELLA.

14 Titpi 1tapp11<1(a~.

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tienen qué decir, y sólo le queda recoger el fruto maduro de su capitulación. Nadie se atrevería a decir sí y no al mismo tiempo y a propósito de lo mismo; pero a veces sucede que, sin darnos cuenta, afirmamos algo que Juego negaremos; a veces expresio­nes que parecen coherentes esconden la contradicción. Refutar supone valerse de un sistema de reglas que permiten convertir las contradicciones sucesivas en contradicciones simultáneas; porque estas últimas son las más escandalosas; la refutación amplifica las incoherencias clandestinas del discurso para ponernos delante de los ojos nuestra propia absurdidad. Por otra parte, podría mencionarse toda una serie de situaciones intermedias entre la ironía negativa y la ironía positiva. Hay una ironía que se limita a señalar el escándalo, y otra que colabora personalmente con dicho escándalo; una que se cruza de brazos, o a lo sumo despeja el terreno alrededor de la voluntad viciosa para que ésta pueda ejercerse a fondo y enredarse por sí sola, y otra que interviene en la dialéctica misma de dicha voluntad ... ¡Qué diferencia entre dejar hablar y hacer hablar, entre dejar que el adversario caiga en su propia trampa y tenderle uno la trampa! Sí, una cosa es callar o fingir aparentando que se aprueba algo que es absurdo, o decir con toda frialdad cualquier disparate, y otra muy distinta «cargar la mano» y dejar pequeño al adversario, como Montes­quieu 75 cuando finge defender la esclavitud de los negros esgri­miendo argumentos que ni el más cínico de los esclavistas osaría emitir sin avergonzarse: « ... son negros de pies a cabeza; tienen tan chata la nariz que es casi imposible sentir lástima por ellos. Cuesta pensar que un ser tan sabio como Dios haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo totalmente negro». Pero en todos los casos el Elenchos se limita a contem­plar la bancarrota de la insolencia y la necedad infatuada. ¿Có­mo lograr mayor economía? ¿No es el colmo de la habilidad? Así como la ironía lógica saca a la luz la absurdidad latente, también la ironía ética pone al descubierto los escándalos invi­sibles; porque si la absurdidad impensable es escándalo para la razón, el escándalo, a su vez, es absurdidad para la voluntad libre. La ironía moral deja que la conciencia intranquila se enre­de y desarrolle hasta el absurdo las consecuencias de sus pre­textos, hasta que acaba rindiéndose. Quos vult perdere ... Cuanto más débiles son sus pretextos, más alocada en sus deducciones es

75 De /'Esprit des Lois, XV, 5.

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la conciencia vergonzante, y más vulnerable a la ironía: el escán­dalo desenmascarado es su propio veneno. De modo que la iro­nía sería un capítulo del «arte de persuadir»: trata, literalmente, de convencer a la conciencia grotesca, no de vencerla. Ser per­suasivo es inducir al malo a tocar sin más trampas el fondo de su propia maldad, para que compruebe personalmente su escánda­lo: la voluntad irónica evita el choque frontal, la crítica directa, y así incita a la voluntad adversa a querer su propia abolición, o su propia enmienda. Ironizar es, pues, rodear la dificultad. En este sentido, la oblicuidad de la ironía calca la relación indirecta que existe entre la expresión y el significado. ¿La ironía es, en­tonces, el arma de los débiles, el escamoteo por excelencia (xcx,:'. l~oxr¡v) que triunfa por sorpresa multiplicando los «trucos» y las fintas? Digamos, más bien, que si la ironía maniobra sin aparen­te lucimiento, es porque hay resistencias -sobre todo las resis­tencias de origen mental- que es imposible doblegar con un ata­que directo. Esta táctica es habitual en pedagogía: ¿acaso el arte del misionero o del propagandista no consiste en ajustarse exac­tamente a la conciencia del otro, en adoptar su punto de vista para transformarlo y desviar el curso de sus pasiones? El orador se mimetiza instintivamente: se adapta a los oyentes para que és­tos se adapten a él. Es imposible convertir directamente al egoís­ta en un ser desinteresado, pero sí podemos despertar su interés por el desinterés, como esos patronos astutos que dan participa­ción a sus obreros en los beneficios de la empresa. Una ironía educativa, dispuesta a ayudar a las conciencias, maestra en el arte de las concesiones aparentes, sabe cómo lograr que las almas se abran y le entreguen su confianza. Sin embargo, la pedagogía trata con consideración al error; simpatiza con el aprendiz, Jo respeta; en ocasiones es demasiado optimista acerca de su propia eficacia; en suma, su indulgencia la lleva a creer que nada es del todo falso. La ironía, en cambio, nunca condesciende con el error para comprenderlo, sino para destruirlo; es tan resistente como flexible, se pliega pero no cede; se coloca a mitad de cami­no entre la inflexible rigidez de la seriedad y la elástica blandura del conformismo. Descartes conoció bien esta estrategia pasional que consiste en tender trampas a las tentaciones, para vencerlas, y a los reflejos, para invertir su tendencia natural. Una muralla se derriba a golpes de ariete. Pero la voluntad es más fuerte que la muerte. Existe una sola manera de doblegar a una voluntad que dice no:-.hay que querer lo que ella quiere, secundarla humil-

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demente hasta que quiera que la venzan. Más fácil es colonizar la luna y las Pléyades que obtener por la fuerza el amor de quien no nos ama; en ese caso nos enfrentamos con un obstáculo verdade­ramente sobrenatural; porque tan difícil es obtener por la fuerza el amor como la confianza, y con la intolerancia sólo se consigue una conformidad externa, nunca una adhesión íntima: como dice Proudhon, puede obligarme a morir por el prójimo, pero no a amarlo; y el propio Dios -si hay que dar fe a los cristianos-, para domesticar a la mala voluntad, se niega a defenderse de sus enemigos; Dios muerte en una cruz, como un ladrón. En cuanto a Sócrates, no se limita a no oponer resistencia al mal: en cierto sentido, justifica a sus jueces, les da la razón. Afortunadamente, para vencer a la maldad que procede del alma, así como para ob­tener el consentimiento profundo, nos queda la ironía. Por otra parte, pocas veces la ironía es insistente; en su ceguera, el mal no se hace rogar cuando lo invitamos a explayarse: porque, en últi­ma instancia, la ironía del sujeto no expresa más que la propia imposibilidad del objeto.

El segundo caso es el del cinismo. A veces sucede que el es­cándalo y el absurdo dan pruebas de atrevimiento y, sin esperar el interrogatorio de un Sócrates, toman la iniciativa de procla­marse a sí mismos. El mal, que en dosis regulares tendría efectos fulminantes, adquiere, en dosis muy elevadas, virtudes terapéu­ticas. El cínico se juega el todo por el todo: desafiando la moral y la lógica, se gloría precisamente de aquello que le echan en cara; el «cínico» quiere ser un canalla y decide comportarse lo peor posible. «Enroscado en sí mismo, impúdico y brutal..., bri­bón de tomo y lomo» 76 , el malo se instala cómodamente en su maldad, y festeja sus propias hazañas. Éste es el aspecto exotéri­co del cinismo, lo que más nos indigna en el egoísta fanfarrón; a veces lo llamamos desvergüenza, y salta a la vista, como se sabe, en los retratos de personajes como Saint-Simon o Retz, en los in­solentes criados de Gil Bias, en el catecismo impúdico de Falstaff: «El honor no es más que un escudo que se lustra para las honras fúnebres ... ». Y, sin duda, el cinismo es la bribonería arrogante. Pero en la cara opuesta de esta bribonería hay otra imagen, que debemos descifrar. Los dos personajes -el burlador y el burla­do-, que en la ironía simple están uno frente a otro, convergen

76 Émile TARDIEU, «Le cynisme, étude psychologique» (Revue philosophique, 1904, pp. 1-28).

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en el personaje único del cínico. Sin embargo, el cinismo entraña una dialéctica comparable con la del Juego: porque si el cínico se parodiase realmente a sí mismo, se identificaría con el ironista. De hecho, el cinico es relativamente serio; o, más bien, no hace del todo la comedia ni se la cree totalmente, y tampoco sabe muy bien si «lo hace a propósito» o no; en ocasiones, a fuerza de ju­gar con el escándalo acaba asumiéndolo. Justamente, el horno duplex, el hombre anfibio, siempre a mitad de camino entre el instinto y la razón, ese hombre es a veces cínico porque no puede ser impúdico sin más: afronta su propia vocación, reniega de sí mismo y se hiere a sí mismo. Así como la antítesis romántica acopla unos conceptos esencialmente discordantes, que sólo pue­den coexistir en una tensión extrema, también el cínico se di­vierte corriendo riesgos mortales. ¿Gobseck, Vautrin y Nicolás Vsevolodovich Stavroguin no representan acaso tres formas del cinismo puro? La maldad diabólica es tan inconcebible como la desesperación absoluta; y así como nuestro optimismo invetera­do siempre se las arregla para acomodarse a la mala suerte, para establecer un modus vivendi con ella, y encajar el fracaso ·y el dolor, también nuestro honor sabe dónde refugiarse ante la im­penitencia más recalcitrante; la noche de nuestra alma nunca es tan negra como para que no podamos adivinar en ella una espe­cie de vaga claridad que anuncia quizá la aurora de nuestro rena­cer. Digerimos la desgracia, la vergüenza y lo ininteligible, y nuestra idea de la probabilidad es lo bastante elástica como para que podamos racionalizar los azares más fortuitos. Por tanto, no hay que confundir la desesperación, infinita e inconcebible como la muerte, con los motivos para desesperar, que sin duda tienen determinada magnitud objetiva; la desesperación es la totaliza­ción impo~ible, la incapacidad de integrar, la imposibilidad abso­luta de conciliar. «¿Comprendéis lo que significa no tener adón­de ir?», pregunta Dostoievski en Crimen y Castigo. De modo que, por inveterado que sea, ningún malo confiesa seriamente y tan campante su propia maldad; y aunque la confiese, no la proclama. Por más que conozca, y desee, su propia abyección, nadie se atreve a declararla. El cínico cree en la fecundidad de la catástrofe, y asume con altivez su pecado para que éste se vuelva imposible, insociable, intolerable; proclama la injusticia porque espera que la injusticia acabe anulándose a sí misma por el pro­cedimiento homeopático de la exageración y el escándalo. En eso consiste la ambigüedad primordial de la blasfemia: el blasfemo

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es un apasionado que, por decirlo así, quiere llegar hasta el fon­do del sacrilegio para vacunarse contra la maldad; insulta el cru­cifijo como quien le pega a su amante, porque está enamorado; por más que saque pecho nunca será el anticristo. El ateo que extrae el reloj de su bolsillo y da a Dios un cuarto de hora para que lo fulmine, es quizá un desesperado que reza en secreto 77 .

Pascal, que conoció bien a los libertinos, sabía que los extremos se tocan y que el ateísmo está más cerca de la fe que la indeferen­cia. Porque la negación fanática, como la de Ivan Feodorovich Karamazov, doctor del absurdo 78, quizá no sea más que un efec­to ambivalente, otra máscara de la necesidad religiosa, que acaba volviéndose inofensiva gracias al arrebato mismo de su violencia; las blasfemias actúan como un suero y precipitan la crisis, indis­pensable para que se produzca una reconciliación duradera. Co­med la hostia, grita Max Stirner, y digeridla bien: no siempre para ahogar la fe, sino para que en el fondo de vuestra profana­ción germine un respeto realmente vivo y espiritual. Con el in­moralismo sucede lo mismo que con el delito de esa santidad: Nietzsche arma escándalos contra la moral porque es un moralis­ta perdido, porque tiene una idea muy elevada de la virtud: ¿aca­so odiaría y despreciaría tanto a la ética del resentimiento si él mismo no fuese ante todo un moralista decepcionado? El inmo­ralismo es, pues, su propio contraveneno 79

• Sin duda, la misma actitud, y el mismo amor reprimido, explican la repugnancia que muchos anarquistas sienten por el Estado, la sociedad y la pa­tria; en el fondo, como suele decirse, siguen siendo buenos, y su desparpajo provocativo quizá sea sólo una figura paradójica del orden. En tercer lugar, ciertas formas de cinismo intelectual con­sisten en tentar el escándalo para que la conciencia se temple y quede inmunizada contra él: el credo quia absurdum est de Ter­tuliano corresponde al pecca fortiter del Reformador. El cinismo consiste en decir quia donde lo normal sería quamvis: ¿convertir

77 MussET, La Confession d'un enfant du siec/e, l, 2. 78 Los Hermanos Karamazov, ll, 5, 4. 79 MONTAIGNE, Essais, ll, 5: «La maldad fabrica tormentos contra sí misma»

(«De la conscience»); lll, 2: «La malicia sorbe la mayor parte de su ponzoña, y se envenena») («Du repentirn). Malum consi!ii:im; consultori pessimum! Los pecadores son como las avispas: Vitasque in vulnere ponunt, dice Virgilio. Cfr. KIERKEGAARD, Entwender Oder, p. 17. SÉNECA, Ep., 81: Malitia ipsa maxi­mam partem veneni sui bibit. LuCRECIO, V, 1152-3: Circumretit enim vis a/que injuria quemque Atque unde exortast ad eum plerumque revertí!.

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el obstáculo en razón, afirmar lo negativo, no es acaso la más desafiante de las actitudes? En cierto pasaje 80 Proust habla de un Aunque que es un Porque no reconocido. En este caso, el cínico sería el que dice en voz bien alta lo que muchos piensan por lo bajo; el que ya no trata de salvar las apariencias; rechaza franca­mente la excusa decente, declarable, oficial del Quamvis; arroja la máscara; no vacila en pronunciar el Quia escandaloso; sin duda, porque sabe que tras ese escándalo se esconde una legali­dad más profunda. Credibile quia ineptum, certum quia impossi­bile! Así el perdón perdona, no a pesar de la falta, sino por causa de ella. Kierkegaard y Leon Chestov insistieron mucho en esta paradoja. El místico se revuelca en la sinrazón porque sabe que esa sinrazón es el preludio a la Razón verdadera, que nuestra mezquina sensatez llama locura: -co µwpov -cou 0wü, dice San Pa­blo, crocpw-ce.pov -cwv &v0pw7túlV fo-e(. O, como dice San Agustín: peca, para que tu conversión sea más firme. Quizá por aquí po­dríamos llegar a comprender cierto «cinismo» de Pascal: éste se declara oscurantista porque desde su perspectiva el suicidio de la razón humana anuncia el advenimiento de una Razón sobrenatu­ral que es mucho más que racional; se declara partidario de todo Jo que los cartesianos Je reprochan: las potencias engañadoras, el opio de la observancia cotidiana, el agua bendita, «la fata de cla­ridad». Así Gracián, ironizando sobre la ironía platónica, invir­tió las jerarquías del Fedón reestableciendo ... ¡en apariencia! la primacía de la apariencia. «¡Cómo me gusta ver a esa soberbia razón humillada y suplicante!» Pero, para que la transfiguración sea total, hay que atreverse a llegar hasta el extremo del escán­dalo 81 . «Jesucristo no quiso que lo mataran sin guardar las for­mas legales, porque es mucho más ignominioso morir a manos de la justicia que por una sedición injusta»: como buen cínico, Pascal convierte al quamvis en quia, y hace de la misma oscuri­dad del cristianismo una prueba más en su favor; como en la ló­gica pasional, todo redunda en la gloria de Dios: no sólo el pro sino también el contra. Es una verdadera cristalización amoro­sa ... ¡Los milagros son la prueba de Dios, pero también los ju­díos, y los paganos, e incluso las oscuridades de la religión cris-

80 A l'ombre des jeunes filies en fleurs, 1. 81 Sobre el escándalo: K1ERKEGAARD, Tratado de la desesperación, trad. franc .

K. Ferlov y J . Gateau, pp. 172-179. La Escuela del Cristianismo, trad. franc . P.-H. Tisseau, pp. 93 y ss .

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tiana prueban que ese Dios es precisamente el verdadero 82• ¿Qué puede desalentar al creyente si todo lo toma como una confirma­ción de su creencia? Su influencia transforma las objeciones en argumentos. Ya exalte lo ininteligible, como hace, anticipándose a Nietzsche, Friedrich Schlegel, o diga sí, como Nicolás de Cusa, a la difícil contradicción 83 y a la docta ignorancia, o bien acepte el Azar, la Pluralidad, la «nueva edad media» o la inquisición, el pensamiento siempre recurre a las paradojas más extremas como un antídoto de la herejía. Y no otra cosa hacen también los soli­tarios, los pesimistas, los hombres que han despreciado apasio­nadamente al hombre y que han querido humillar a la humani­dad en sí mismos. Hobbes, Maquiavelo 84, La Rochefoucauld, Mandeville desprecian a sus semejantes, porque han perdido toda ilusión. Decir: no hay amigos, ninguna mujer merece que la amen; pensar que todo está en venta y que el casamiento es una transacción; maldecir el respeto, el amor y el pudor, despreciar al hombre ... todo eso no es desesperar, sino, al contrario, descu­brir la grandeza del ideal y el precio infinito del amor; el epicú­reo burlón, que presume de su propia aridez, se expone ante los hombres como un reproche viviente; pone al descubierto la ridi­culez de los afectos rumanos. «¿Sabes lo que en realidad quiero? Que os vayáis todos al diablo. Sólo eso. Necesito tranquilidad. Soy capaz de vender todo el Universo por un kopek ... Que pe­rezca el mundo con tal que pueda seguir bebiendo mi té» 85 • Pero sabemos, precisamente, que decir eso salva, en cierta medida, al mundo y a los hombres. Como lo demuestra, por ejemplo, el desgarrador cinismo de Kurt Weill. De ese modo la inconsisten­cia del error y la no viabilidad del mal facilitan la acción anagó­gica que la intención ironizante ejerce sobre la conciencia: la in­versión antegórica aprovecha la tendencia del error a convertirse en su contrario cuando se ve dialécticamente apurado, y precipi- · ta o acentúa ese vuelco ridiculizando el error con su propia inver­sión, o bien limitándose a dejar que florezca la absurdidad. Así la inversión irónica, que va de lo verdadero a lo falso, acelera y

s2 También Joseph de Maistre convierte a la Revolución francesa en un ins­trumento de la Providencia: «Todo resulta bueno para los elegidos ... », dice Pas­cal, sección VIII, frag. 575.

83 Ch. RENOUVJER, Manuel de philosophie moderne (1842), pp. 377-389, 18. 84 El Príncipe, capítulo XVII. ss DosTOJEVSKJ, Memorias del subsuelo. Cfr. Los hermanos Karamázov,

II, 4, 2.

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subraya la inversión inversa, que regresa de lo falso a lo verdade­ro. El ironizado se convierte en cómplice del ironista, percibe la proposición incitante, la invitación sugerente implícita en su estratagema, y consigue leer entre líneas. Pero hay que señalar que la inversión número dos también puede realizarse sin esa connivencia, a través del desmoronamiento fulminante y espon­táneo del absurdo. Eso es, precisamente, lo que sucede en el caso del cinismo, donde perderlo todo es ganarlo todo 86 • Sin duda, el único «milagro» que hay en este mundo es esa transfiguración del fracaso en victoria. Porque, así como la esperanza vuelve a brotar en la desesperación del remordimiento -siempre y cuan­do este último sea sincero-, también la verdad resucita en la noche del error. Los cínicos se parecen a esas almas que según los carpocráticos recorren todo el ciclo de los pecados para con­jurar el mal: lo que los cínicos, como el sacrílego, el inmoralista, el irracionalista y el amante frustrado, buscan pregonando el sa­tanismo es prevenirse de Satán. Hay palabras que basta pronun­ciar para que se vuelvan inofensivas: al proclamar el mal, el ci­nismo lo exorciza, porque llamarlo por su nombre ya equivale, en cierto modo, a embrujarlo. De ahí la debilidad de la injuria y la castidad de lo obsceno; de ahí también el poder curativo de la confesión. ¿Psicoanálisis o magia? Hay un cinismo erótico que volatiliza la tentación por el procedimiento de confesarla y asu­mirla; y hay un cinismo natural del lenguaje que refuta la absur­didad con sólo enunciarla, por el sonido equívoco que le obliga a emitir, revelando a los ojos de todos su pobre figura. Hablar, de­cíamos, ya es ironizar, aliviar el peso de la conciencia. ¿Acaso Sócrates, el patrono de los ironistas, no es también el brujo que impone al pecado el bautismo de la definición y que confunde al injusto nombrándolo? El discurso cínico es lo contrario del tabú: mientras este último prohíbe porque arde en deseos de profanar, aquél profana para respetar más profundamente. ··El cinismo mo­ral, como el cinismo desvergonzado de Don Juan, se atreve a probar todas las posibilidades, pero su intención es diametral­mente opuesta: pronuncia todas las palabras, realiza todos los gestos, viola todos los tabúes, desafía todos los escándalos, para que no quede nada implícito ni latente. De hecho, los hombres blasfeman y la tierra sigue girando, y el sol de Dios sigue brillan­do tanto para las conciencias regicidas como para las demás; los

86 KIERKEGAARD, Christliche Reden (1848).

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hombres pronuncian la lista completa de las palabras prohibidas, y el fuego del Cielo no cae sobre la nueva Sodoma, la Sodoma del escándalo y el cinismo. Esto no significa que Dios esté en connivencia con sus enemigos, sino sólo que no ve con tan malos ojos a las conciencias valientes que se atreven a maldecirlo, a quienes, como Buñuel, se arriesgan a practicar las violencias más escandalosas, y afirman el odio porque tienen una idea dema­siado elevada del amor.

5. CONFORMISMO IRÓNICO

Así, el escándalo, que en la Parodia y en la Refutación era sólo el objeto de la dialéctica irónica, es en el cinismo tanto el objeto como el sujeto de dicha dialéctica: es la propia conciencia la que quiere ser escandalosa, y trabaja sobre sí misma para ace­lerar la maduración del pecado. En el cinismo, los dos persona­jes de la ironía, el agente y el paciente, se identifican. Empujado por el ironista hacia el callejón sin salida de sus propias contra­dicciones, el ironizado se dejaba arrinconar y acababa pidiendo perdón por ser lo que era. La conciencia cínica, en cambio, toma la iniciativa; busca fríamente la situación sin salida, porque sabe que, cuando la injusticia es demasiado grande, el destino mismo siente vergüenza por nosotros; lejos de enzarzarse, como el otro, en el absurdo, juega briosamente con él, y le encanta perderse en el dédalo del error. Es excesiva, pero procede con toda seriedad. ¡Con tal que no descubra demasiado pronto el claro! Ella se re­cobrará en seguida, pero nosotros tendremos mucho miedo ... En la conciencia cínica se conjugan la inconsciencia gradualmente disipada del ironizado y la sobreconciencia del ironista: ¡es una inconsciencia consciente! El cinismo es una conciencia desgarra­da que vive trágica, intensa, apasionadamente su propio escán­dalo; pero la ironía, que sólo se ocupa del escándalo ajeno, y que se afirma en su verdad, en su sistema de referencia, no conoce la tragedia del desgarramiento; ¡no será ella la que vacile frente a la ignominia ni la que se deje conmover por el absurdo! Su faena de superconciencia alegre consiste en simular el conformismo pa­ra convertir insidiosamente la necedad inequívoca en énfasis burlesco. No es difícil comprender, entonces, por qué el cinismo practica más bien la exageración, mientras que la ironía finge en general adoptar las f'.110L·~o: u opiniones comunes de la mayoría. El

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radicalismo cínico asume las posiciones extremas, para desacre­ditarlas; el extremismo cínico reúne en una fórmula, en una divi­sa, el escándalo difuso que se encuentra en estado de suspensión entre los hombres: «¡Después de mí el diluvio!» «Cada uno en su casa.» «El dinero no tiene olor.» Esto peccator, etc. Adopta una actitud desafiante y esgrime como dogma la blasfemia. El con­formismo irónico, en cambio, opta por lo intermedio, evita los extremos; se instalará, por ejemplo, en plena moralidad bur­guesa, para corroerla. Por eso su rostro y el del cinismo son tan opuestos -lo que uno tiene de brutal el otro lo tiene de risueño-, aunque, en definitiva, ambos apunten a lo mismo. Por supuesto, el cínico no arma escándalos por el placer de escandalizar; pero quema las naves, siembra minas por todas partes, y respecto de la sociedad humana vive, literalmente, en la clandestinidad; se considera un paria, aunque ya esté pensando en lo que hay más allá de su propio cinismo, y es precisamente su desesperación la que de hecho lo coloca más allá y lo preserva tanto de la teatrali­dad como de la anestesia completa; debe desesperar sinceramente para poder liberarse e ignorar lo que sólo el testigo tiene derecho a saber: que necesita esa desesperación para poder liberarse; que la desolación entraña ya el consuelo. Como en los condenados de Dostoievski, donde culmina su miseria empieza su renacer. Por su parte, el conformismo irónico nunca pierde el control de la si­tuación. Los cínicos, en cambio, siempre acaban superados por la tragedia invivible que, sin embargo, ellos mismos han elegido; porque, como quieren lo insostenible, para ellos no hay términos medios: o bien son payasos o bien sufren, arrastrados por la ca­tástrofe que habrá de traerles una violenta curación. Los cínicos son conciencias infelices. En cambio el ironista, que hace coro a la multitud, no corre riesgo alguno de quedar atrapado; en vez de mantenerse al margen del consentimiento unánime, su ironía aspira a ser mayoritaria; no se pone al servicio de la excepción, sino de la trivialidad ... pero lo hace «en broma». La ironía con­formista se comporta como esos snobs que, por una tarde, quieren saborear los placeres de la fiesta popular: finge que cree, juega a la demagogia, aulla con los lobos, comparte la opinión de todos ... para parecer lo que no es. Pero como sólo simula los gestos y sentimientos más comunes 87, el público suele engañarse:

87 NIETZSCHE, El Viajero y su sombra, 11, afor. 175: la mediocridad como en­mascaramiento y disfraz.

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cuando escuchamos a un cínico, tendemos a exagerar el papel de la ficción, por su lenguaje tan excesivo, tan crispado, tan frenéti­co; el ironista, en cambio, no cesa de proporcionar pistas falsas a los indiscretos. Al cínico, que sufre y empeña el alma, lo toma­mos por un farsante, no deseamos que lo suyo vaya en serio; pe­ro al frío ironista, que bromea cortésmente, como quien no quie­re la cosa, le creemos todo lo que dice. ¡Qué ridículo! En un caso nos engañamos por exceso de incredulidad; en el otro, por exce­so de credulidad. Los fariseos de Atenas, que no caían en la trampa, habían detectado esa ironía encubierta en las maniobras de Sócrates. Sin duda, también Jesús dice: pagad el impuesto, dad al César, etc. Pero el galileo no trata, como el ciudadano de Atenas, de cubrir las apariencias: no respeta el sábado, viola la ley de Moisés y persigue a los doctores con sus sarcasmos; por otra parte, tampoco dice que no sabe nada, y en modo alguno oculta que es el Mesías, el hijo de Dios que ha venido para salvar a los hombres, y que, si quisiera, podría llamar a las legiones de los ángeles vengadores para que lo defendiesen. Evidentemente, el conformismo es una especialidad socrática ... Por tontos que fueran, Méletos, Anitos y Licón comprendían que el gran simu­lador se estaba burlando de ellos. Propone con toda frialdad que lo eduquen en el Pritaneo. No se defiende, se hace el tonto, charla con sus jueces. Cuando está por morir, pide que sacrifi­quen un gallo a Esculapio. Según el Critón, se niega a evadirse y entona la alabanza de las Leyes de su patria, lo que no deja de sorprender en ese anarquista independiente de toda tradición, y más interesado, por lo general, en preguntar que en declamar; se muestra tan suelto de lengua como cualquier sofista. ¡Sin duda, un ciudadano bastante respetuoso de las leyes, tratándose de un espíritu independiente! Pero nada de lo que hace ese embaucador. debe tomarse al pie de la letra. Jenofonte, el más torpe de los griegos, se esfuerza inútilmente en hacerle perdonar a Sócrates la audacia de su crítica; lo convierte en un pequeño burgués inofen­sivo, imbuido de irenismo, preocupado por la legalidad, buen ciudadano y escrupuloso creyente. ¡A quién se le ocurriría ha­cerle beber la cicuta a este honesto rentista! Jenofonte se cree a pie juntillas la prosopeya de las leyes y el gallo de Esculapio. Pe­ro, ¿realmente se engaña tanto? Sócrates es un cobold 88, un ori­ginal (cxto1toi;), una criatura contradictoria y desconcertante. En

88 K1ERKEGAARD, Der Begriff der lronie, p. 7. La Pureza del corazón, p. 61.

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ese caso, la &to1t(ot 89, la atopía que engendra aporías, surge del contraste entre una forma gramaticalmente fiel a las máximas de la mayoría y una intención cuyo carácter pneumáticamente sub­versivo se adivina: desconcertado por la anfibología, el zopenco se siente incómodo; confundido por la duplicidad alegórica, ya no sabe a qué santo encomendarse ni a qué son bailar; la con­ciencia simple, hecha para una literalidad unívoca y sin ambi­güedad, renuncia a interpretar a la conciencia de conciencia, vir­tuosa del doble juego y del doble sentido; no sabe (por eso hablamos de «atopía») dónde, en qué sitio -tó1toi;- localizar el criptograma, en qué categoría alojarlo: en la de lo cómico o en la de lo trágico 90, en la de la letra o en la del espíritu; por eso lo ambiguo, lo inasible, que no está en ninguna parte ni es nadie, se compara con las criaturas híbridas, equívocas y proteicas de la mitología, sátiros y silenos. ¿Acaso no existe (sin querer jugar con las palabras) una especie de parentesco entre la atopía y esas «utopías» de La República que tanta perplejidad y estupefacción provocan en el sentido común? Porque el sentido común, aniró­nico por naturaleza, no tiene exponente. Todo lo que -como el deseo, según el Fedro- es ambivalente, tiene carácter atópico. ¿Cómo sabrían a qué atenerse, en su caso, las personas serias? Desde luego, hay que estar tan desprovisto de humor como Jeno­fonte para aceptar con confianza todo lo que Sócrates nos dice de sí mismo. Sin embargo, se trata de un engaño excusable por­que es tan ambiguo como la pitonisa de Delfos, que, según es sa­bido, nunca se comprometía. No es pobre, pero vive con quinientos dracmas al año. Soldado valiente, es también el más distraído de los filósofos. Puede beber mucho pero nunca se em­borracha, así como es capaz de pasar la noche en vela sin tener nunca sueño ... porque es un noctámbulo incorregible. Siempre es casto, aunque se enamore una y otra vez. Con su rostro de sá­tiro, es maravillosamente hermoso «por dentro», tcx11009~11, como dice la plegaria del Fedro. Enemigo de los Treinta y de la oligar­quía, muere víctima de los demócratas. Es al mismo tiempo cer-

89 Alcibíades, 106 a; Gorgias, 473 a, 494 d; El Banquete, 215 a, 221 d; Fedro, 229 c, 230 c, 251 d; Fedón, 95 b; La República, 475 b (cfr. 524 b); Teetetos, 149 a; El Político, 298 e. Cfr. Hipias menor, 396 e. Platón dice también: omóc;, 00tuµ0ta,óc; (por ejemplo, El Banquete, 213 c, 215 c, 216 c, 217 a, 219 c).

90 René SCHAERER, art. cit., insiste con razón en la importancia que tiene para esto la conclusión de El Banquete (223 d). Sobre la a,01t(0t: León Robín, nota introductoria al Banquet (ed. Budé), p. CII.

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cano y distante, seductor y desdeñoso, presente y ausente, locuaz y socarrón; en el banquete animado por los vapores de la em­briaguez representa un principio de sobriedad y autocontrol; pe­ro también adhiere a las verdades delirantes de una maga; tanto la ebriedad de Alcibíades como la exaltación de Diotima lo arre­batan; espíritu positivo, también sabe tocar la flauta, encantar ratas, embrujar como Merlín 91 , ¡en él, hasta la embriaguez es sobriedad! Borracho y lúcido, lírico y prosaico, dionisíaco y ra­cional... ¡ay! ¿cómo entenderlo? Y como broche final ese saber, ese conocimiento de sí mismo que desmiente su profesión de no saber, el yvw9t crtau'tóv que demuestra la falsedad del otoa éht oux otoa. La disparidad de la seducción socrática tal como la describe Alcibíades equivale exactamente a la duplicidad erótica según la entiende Diotima: Eros, la bella fealdad y la docta ignorancia, el primogénito y el segundón, el más joven de los dioses, según Agatón, y el más viejo, según Fedro, con rasgos tanto de Proso como de Penía, o sea de la Opulencia y la Pobreza ... Eros es, co­mo Sócrates, un ser demoníaco, es decir, un intermediario. ¿Acaso no es esto «silenoide»? 'tOÜ'to ou crtAr¡vwot~; en realidad, es­ta dialéctica de la indigencia y la plenitud se resuelve en el deseo y en la síntesis anagógica. Pero antes de ser flautista y sátiro Marsias, el ironista es pez torpedo; antes de conducirnos hasta la verdad, nos hunde en el desasosiego y el torpor. Los griegos pen­saban que un alma bella sólo puede vivir en un cuerpo bello, así como más tarde Boileau creerá que la expresión es naturaleza ve­raz. En la historia del pensamiento griego, Sócrates, el ser «bi­fronte», representa la primera complicación moderna, la primera disyunción pesimista, el primer enigma. 8auµacr't~ i¡ xtcpaAi¡! 92•

Con su ejemplo, Sócrates desmiente la creencia de que lo bello sea siempre el esplendor o la irradiación ([x)..or;µ~t~) de lo bueno y lo verdadero 93 , de que la apariencia sea siempre la aparición verídica de la esencia: al instituir el quiasma de la fealdad física y la belleza moral 94 , la máscara socrática 95 inicia al hombre en su propia modernidad; por fuera feo como un macho cabrío, por

91 Cármides, 157 a: 0sponttúta0a, n¡v <!,uxi¡v . .. l1t~t~ ,,a,v ... 92 El Banquete, 213 c. 93 A pesar de lo que dice el Lisis, 216 d ( .. . ,cx1a0ov xaAov dva,); El Banquete,

206 d, 209 a-e. 94 Hermann CoHEN, Ethik des reinen Willens, p. 501. 95 El Banquete, 210 b-c. Cfr. el discurso de Alcibíades: 215 a-b, 216 d, .218 e,

221 d - 222 a.

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dentro sabio como un dios, escinde, con la oblicuidad de su mi­rada y el encubrimiento de sus mitos, la ecuación oficial, beata, exotérica de la belleza buena; su rostro desmiente su pensamien­to, sus palabras tienen doble sentido y disfrazan ingeniosamente su intención; su claridad es falsa, finge que admira el virtuosis­mo de Calicles y la mojigatería de Eutifrón, imita el respeto a las tradiciones para engañar al eterno Jenofonte que hay en cada hombre; guía a los bobos hasta donde el hielo es más liso, y se divierte viéndolos resbalar. Con su falsa ingenuidad, finge caer en las trampas que le tienden; pero se trata de una sutileza, por­que es más astuto que la astucia. Sin proponérselo, el ironista va fogueando a sus propias víctimas; a medida que éstas descubren su juego, va retirándose, y disfrazando sus disfraces anteriores; por ejemplo, atraerá la atención del adversario hacia unas tram­pas evidentes, para tenderle en otra parte una celada impercep­tible. La conciencia irónica es capaz de refinar indefinidamente sus asechanzas. Criatura escurridiza, Sócrates domina el arte de mimetizarse con el entorno, de adoptar su color y sus prejui­cios 96 , de hacerle la corte parientemente; pero del agua mansa nos libre Dios ... : en el fondo ese respeto es injurioso, y más hu­millante que el desprecio. Así como no todos descubren los disfraces conformistas de Sócrates, tampoco todos descifran la cifra del legalismo pascaliano. El «Pro» y el «Contra» invierten permanentemente sus papeles; pero el Jenofonte que hay en cada uno de nosotros se aferra al Pro con exclusión del Contra, o vi­ceversa; el discurso serio y adialéctico inmoviliza uno u otro de esos momentos provisionales sin llegar a descubrir la profunda anfibología de esos lenguajes sucesivos ni el movimiento que los relaciona entre sí. ¿Acaso las supuestas contradicciones de Pas­cal no se explican por esta movilización irónica de las verdades? En los Pensamientos, cada afirmación es un momento de una dialéctica de tres etapas, y su sentido varía según se la considere en sí misma o en relación con la afirmación que viene después: en el plano cartesiano, Pascal dice no a las «potencias engañado­ras», al sensualismo vulgar y a la retórica; en el plano místico, admite la «máquina», regresa al prejuicio del vacío y, en la Apuesta, al arte de persuadir; pero hay que darse cuenta de que

96 Las Leyes habla de esos ateos que no se declaran abiertamente incrédulos, sino que se adaptan en lo exterior a la fe popular para poder lograr lo que se pro­ponen: 908 d.

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ni la costumbre ni la imaginación desembocan ya en el blanco conformismo, sino en la plegaria cristiana. Así, no hay nada evi­dente ni unívoco ni absolutamente simple: como Dios, el hombre es absconditus; es, al mismo tiempo, alma y cuerpo, ángel y bes­tia, está a mitad de camino entre dos infinitos, a igual distancia del alfa y del omega. Porque todo está entre esos dos polos. Por ejemplo, las potencias engañadoras no siempre nos engañan, así como, a la inversa, las pruebas del cristianismo no son indiscu­tibles: por eso existe la fe, y el mediador. Pascal exalta el pensa­miento y humilla la razón, rechaza por igual la desesperación ex­céptica y el orgullo estoico, para acabar apostando por la gracia que, siempre posible aunque nunca segura, nos mantiene hasta la muerte en la ambigüedad de nuestra elección. La duplicidad de la ironía corresponde a la naturaleza mixta del hombre. Tampoco debemos tomar al pie de la letra la vida burguesa de Cézanne y las manías caligráficas de Erik Satie, ¡porque los ingenuos sería­mos nosotros! No en vano el Socrate de Satie es un comentario musical del discurso de Alcibíades. La ironía, mixta por natura­leza, no se instala en el error para comprenderlo, sino para lo­grar su destrucción. «No tiene fisuras», como dice Kierkegaard 97

cuando habla del caballero de la fe. «Se aplica en todo lo que ha­ce ... Observa el descanso dominical, va a la iglesia.» Pero basta examinar con atención a este personaje opaco, en el que todo es prosa, cotidianidad y adhesión al mundo, para descubrir, en un pliegue de la boca, en una sonrisa de melancolía o de inespre­sable distancia, la marca del infinito, la sal de la ironía.

Lo contrario de este conformismo irónico es el extremismo conformista; no debemos confundir el espíritu revolucionario de Sócrates con la fanfarronería de Calicles. Porque la paradoja que hace profesión de paradoxología ya no es filosofía, sino filo­doxia. ¿Acaso opinar sistemáticamente lo contrario no es también opinar, y del modo más conformista? ¿Acaso el paralogismo profesional no es la flor y nata del espíritu filisteo? El verdadero Davidbündler, el miembro de la liga de David, no es Calicles, si­no Sócrates. No porque este último le tema al escándalo -dice: más vale sufrir la injusticia que cometerla, la vida es una muerte y la muerte una vida, etc.-, sino porque nunca se opone por el mero placer de oponerse. Mientras que la verdadera ironía pro­gresa, a través de la antítesis, hacia una síntesis superior, el

97 Temor y temblor, trad. franc . Tisseau, pp. 52-58.

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extremismo conformista, que opera con unas síntesis mecánicas y totalmente superficiales, regresa al punto de partida, es decir, a la pura y simple tesis. El extremismo conformista es el statu quo. A menudo se lo confunde con el cinismo porque en ambos cam­pea el mismo pathos y el mismo tono provocador; pero se trata de un cinismo periférico, que no desespera sinceramente. Hay que ser conformista en las cosas pequeñas y rebelde en las gran­des; pero estos bribones hacen todo lo contrario: son conformis­tas en las grandes y rebeldes en las pequeñas; cuando se trata de cosas esenciales, estos tigres se vuelven mansos, incurablemente tímidos, y dicen sí al ocupante, sí a la traición, a los prejuicios, a todas las injusticias sociales. Para ser un outlaw no basta con vestir chaleco rojo y escandalizar a los burgueses. Así como el es­píritu de contradicción es sólo una forma de imitación, también los grandes gestos insurreccionales suelen disimular las adula­ciones más rastreras, la de los cobardes y los colaboracionistas. Por más que pataleen, gesticulen y arrojen bombas, nunca llegan a liberarse del academicismo; porque la verdadera revolución no reside en las violencias menudas, en los excesos verbales o en ves­tir cazadora de piel, sino en la profunda conversión de una vo­luntad que rechaza el orden tradicional; la distancia que separa la ruptura íntima y central de la ruptura parcial es la misma que hay entre la innovación y la mera excentricidad. Es ésta una éon­fusión que influye negativamente en ciertos aspectos del extre­mismo romántico; en nuestra época tiende a olvidarse que es muy posible vivir como bohemio y sentir como tendero, y que el escándalo sólo es auténtico cuando se lo desea con toda el alma. No hay mejor ejemplo que la propia personalidad de Friedrich Schlegel, el falso ironista, el Sócrates de las cervecerías. En Lu­cinde formula diversas tesis sensacionales o descabelladas, como la rehabilitación de la carne, la divina pereza, etc. Ahora bien, ¿dónde acaba tanto alboroto? Acaba en la conversión de 1808, cuando Schlegel se transforma en el campeón del trono y del al­tar, y en el defensor de aquellos mismos filisteos contra los que Schumann había fundado la imaginaria liga de los «Davids­bündler». ¿Acaso los más famosos alegatos del conde Joseph de Maistre, en especial las brillantes paradojas de las Soirées de Saint Pétersbourg, sobre el verdugo y la guerra no se explican, al igual que el chaleco de Théophile Gautier, por el deseo de escan­dalizar a los necios? ¿Acaso toda esa retórica, todos esos juegos de palabras no están destinados finalmente a justificar un eclecti-

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cismo de salón, sin nervio, descolorido; ¡Cuánta fantochada! ¿ Y para qué? Como la «salida» de esos románticos se destaca sobre un fondo de sincretismo o de conformismo inveterados, nunca es más que una utopía a flor de piel, una gentileza verbal. El verda­dero conformismo irónico, en cambio, practica, como dice Mon­taigne, la «reverencia a las leyes», para socavarlas, o bien admi­te, como Descartes, determinado orden político que finge respe­tar. No proliferan, precisamente, los creadores capaces de destruir de este modo las convenciones desde dentro, sin mani­fiestos elocuentes ni fórmulas incendiarias; capaces de «vivir co­mo burgueses y sentir como semidioses». A menudo surgirá en estas páginas el nombre de Gabriel Fauré, músico de vanguardia que sabe cubrir las formas, pero para encubrir un no conformis­mo esotérico. Porque podríamos engañarnos al escuchar esa mú­sica aparentemente tradicional, que no se excede jamás. Se diría que Fauré habla en el lenguaje suave y melodioso de Gounod. Sin embargo, su discurso, que rara vez se deja sorprender en fla­grante delito de solecismo, está en crónica contravención con la legalidad de los conservatorios. Por lo general, sólo le basta con un detalle ínfimo, casi nada, un semitono más acá, o más allá ... Pero eso es suficiente: bajo la miel de las consonancias superfi­ciales, la música logra introducir las aberraciones más audaces; tras la envoltura armoniosa se adivina una profunda metamorfo­sis de la que surgirá la música pura de Pénélope. Así, mientras que los terroristas de salón sólo curan los síntomas del escánda­lo, el ironista, astuto como un zorro, espía las convenciones y las destruye sin quitarse la máscara de la legalidad. Al contrario de los tunantes del extremismo, que se declaran absolutistas porque desprecian los matices, el cínico quiere ser grosero por amor a los matices. Frente al extremismo, que quiere el fin sin los me­dios, o lo quiere inmediatamente, es decir, con una voluntad ve­leidosa, que puede ser una mala voluntad, el conformismo iróni­co quiere el fin a través de unos medios que parecen negarlo; o sea que quiere seria y apasionadamente.

La ironía acabará imponiéndose. Ya sea a través de su con­formismo engañador, o del cinismo, o bien limitándose a dejar que el escándalo se ridiculice por sí solo, la ironía, o sea, la bro­ma, debe considerarse como la medicación indicada contra el es­cándalo. La ironía, que es oblicua, se inclina en última instancia por la rectitud; quiere que el escándalo larvado se declare con franqueza; que lo inconsciente se vuelva consciente; concentra la

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absurdidad para que ésta sea pura y verdaderamente escandalo­sa. Así, la duplicidad de la ironía no existiría sin la duplicidad del escándalo. Nunca es la ironía la que da el primer paso, sino al contrario: la ironía se vuelve necesaria porque ya las almas es­tán llenas de meandros, reticencias y enigmas. La ironía resulta­ría inútil en el caso del cinismo universal, siempre y cuando éste fuese sincero (porque los alardes del charlatán constituyen un blanco excelente para la ironía); y también lo sería ante el dolor, al menos ante el sufrimiento padecido, porque en ese dolor puro no hace mella la ironía; ¿acaso el dolor, es decir, la afirmación inequívoca del mal como el más «efectivo» de los hechos, el más «total» de los acontecimientos ... acaso el dolor no es absoluta­mente serio? En general, habría un modo muy eficaz de quitarles a los ironistas su razón de ser: consistiría en que cada uno estu­viese dispuesto a ser lo que es ... los buenos para realizarse y pro­fundizar en sí mismos, los malos para crucificar su propia mal­dad, y los desesperados para morirse de desesperación. Pero co­mo -¿por conveniencia o por vanidad?- las conciencias pre­fieren representar papeles, el ironista se mueve entre ellas y representa el papel de sus papeles; decide ser falsamente hipócri­ta para que el verdadero hipócrita vuelva a ser leal; exagera, pues, la hipocresía y se burla de su juego. En realidad, es el hi­pócrita de primer grado el que ha dado el ejemplo; no hay que asombrarse -puesto que la inteligencia es capaz de desdoblarse indefinidamente- si esa primera astucia suscita una segunda que burla a la primera; porque todo malo siempre encuentra alguien más malo que él. Una vez nacida, la mentira provoca una proli­feración de mentiras secundarias y complejos, que la «desmien­ten», como en el sofisma de Epiménides. De este modo, ironistas e hipócritas juegan a una especie de extraño escondite, en el que las conciencias engañadoras rivalizan en ingeniosidad; lo único que importa es quién engañará a quién; y no es raro que el pro­pio tramposo, víctima de sus propios engaños, acabe perdiendo la cabeza y no sepa ya distinguir entre la apariencia y el ser. ¿Cuál de los dos camaleones dirá la última palabra? ¿El hipócri­ta, que quiere ser alguien distinto, o el ironista, que parodia al primero para que éste se canse de ser lo que es? El hipócrita que­rría estar a salvo del escándalo que su actitud entraña; es cons­ciente de él y se avergüenza; pero el ironista lo acosa, y sin cesar desenmascara la impostura: unas veces se limita a mostrarle un espejo para que se ruborice al ver su rostro mentiroso; otras,

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pronuncia él mismo en voz alta las palabras falsas de la hipocresía, con la esperanza de que, al oírlas en boca de otro, és­ta tome conciencia de la duplicidad que entrañan; sin duda, el hi­pócrita es una conciencia consciente, porque se representa su propio escándalo; pero el ironista es aun más consciente, porque es capaz de contemplar la comedia de los tartufos y los simula­dores. A mentiroso, mentiroso y medio: toda conciencia astuta descubre tarde o temprano fuera de sí misma otra astucia más consciente, que la espiaba sin ser vista; por más sutil que sea, to­da conciencia puede volverse inconsciente respecto de una super­conciencia. Así, el que creía estar engañando es engañado, y los que se hacían los ingenuos son descubiertos a su vez por los iro­nistas. Por otra parte, la ironía es mucho más libre que las frági­les y transparentes mentiras del hipócrita, porque aunque este úl­timo se avergüence de sí mismo y conserve así la nostalgia de la virtud, no sabe que sus propia teatralidad lo delata. Muchas ve­ces la ironía subraya un poco la tosquedad de la hipocresía re­curriendo a una escena disimulada, exagerando las inflexiones de su voz y su fingida contrición; pero siempre la obliga a ponerse a la defensiva; por más que se oculte, que se tape los oídos, que se disimule tras los disfraces más complicados ... la hipocresía siempre se reconoce; a nadie engaña con sus seudónimos, y la burla del ironista la persigue siempre, como un remordimiento vivo. La ironía es la consciencia intranquila de la hipocresía. Conviene advertir que lo que más le interesa al escándalo es per­manecer escondido, y mantener un equívoco que sólo a él benefi­cia: la guerra, por ejemplo, sólo pide ser legalizada para consti­tuir, al igual que la paz, una especie de orden natural; y la peor pasada que puede jugársele consiste, precisamente, en negarle esa ridícula legalidad que tan bien le vendría; consiste en consi­derarla inhumana, absurda y anormal, como debe serlo; es preci­so evitar que, al hacerla soportable y casi sociable, la hipocresía del «derecho de gentes» nos cree un modus vivendi con ese es­cándalo. ¡Que sea horrible, puesto que lo es, y que se extermine a sí misma! Por suerte, la lúcida ironía no se deja engañar, y las buenas almas malechoras no estarán tranquilas mientras haya ironistas para proclamar a voz en cuello su verdadero nombre y para denunciar su falsa nobleza, sus postizos, sus mojigangas, su retórica de cartón. ¡Vaya si es indiscreta la ironía! Ni siquiera po­demos enriquecernos virtuosamente sin que nos espíe ... Ella es la que, en La Rochefoucauld, descubre el juego altruista del

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egoísmo; la que denuncia con letras mayúsculas, para diversión de todos, los negocios sucios entre la justicia y la avidez. La ironía es separación; muestra los dobleces de la duplicidad, la equivocidad del equívoco; ahora bien, la anfibología es su espe­cialidad, porque, como la mentira, es doble (la duplicidad da pá­bulo a la duplicidad); quiere que todo sea agudo, distinto y unívoco; sólo ha aceptado volverse ambigua para perturbar la falsa paz de los falsos hogares, para deshacer los arreglos tur­bios; a su paso despiertan la vergüenza, el cinismo y la concien­cia; duda de que los contrarios puedan cohabitar mucho tiempo sin saber lo que son el uno para el otro, y, mediante una especie de catálisis, separa a los bastardos cuya monstruosa asociación es producto de la filosofía analógica. Mejor el cisma que el equí­voco. Mejor el dolor que la enfermedad. Como la filosofía de Descartes, de Kant y de Bergson, la ironía es de carácter «críti­co»; pero en su caso se trata de una crisis moral, que nos permite discernir lo justo de lo injusto, el injusto escándalo de la espe­ciosa justicia con que disfrazamos la injusticia. El marxismo, por ejemplo, denuncia las superestructuras ideológicas, las sublima­ciones y engaños que disfrazan los intereses económicos; el psi­coanálisis separa la «libido» -que de buena gana se presta a la represión- de la censura pudibunda que la reprime; el natura­lismo de Schopenhauer nos revela, hábilmente disimulados en el amor sexual, los intereses de la especie, la habilidad con que la naturaleza sabe dorarnos la píldora y transformar la tarea im­puesta en placer. .. ; por último, la evolución descubre la «sustitu­ción de los motivos», la cesión fraudulenta en virtud de la cual el propio desinterés acaba sirviendo a determinados intereses, y santificando, desde esa perspectiva, las instituciones egoístas. Así se separan espontáneamente lo económico y lo moral, el perso­naje y la persona; y las conciencias desenmascaradas recuperan su propio ser. La materia de la ironía consiste, pues, en las ina­gotables mentiras del yo y de la sociedad; pero ella es aún más variada que esas mentiras, más inteligente y más viva. Criatura proteica, le basta con mostrarse para que el escándalo abandone sus disfraces; sin obligarlo; pero, como el escándalo no puede ser absolutamente bueno ni absolutamente malo, cuando la ironía pone al descubierto las esperanzas impuras, desenmascara tam­bién la inconsistencia de la desesperación.

Sin embargo, ¿la ironía no destruye también muchas ilu­siones valiosas y consoladoras? ¿Su inclinación analítica no

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entraña una grave amenaza de degeneración? Ya hemos visto có­mo, simuladora y tramposa, se asocia con el escándalo para po­der neutralizarlo. Y la hemos vuelto a encontrar, conformista, alusiva y reticente, en compañía de fanfarrones y charlatanes. Pero, ¡paciencia! El que ríe último ríe mejor. .. a los faroleros no les viene mal esperar .. . Y ya la tenemos de nuevo por aquí, a esta ironía maligna que brilla como el diamante y chispea como el champagne; es tan dura como lúcida, y nos deja solos, como el pobre Quijote, en un mundo sin quimeras. ¡Todo está perdido, todo está salvado!, como dice Pelléas en el cuarto acto hablando de sus amores culpables. Ahora bien, en su caso nada se había salvado. ¿ Y si sucediera lo mismo en la inversión irónica? ¿Si la conciencia no lograse rebotar en el escándalo? ¿Si se hundiese en él y acabara gustándole? ¿ Y si, acróbata fallido, se estrellase contra el suelo? ¡Retírate, ilusión!, gritan al espectro los amigos de Hamlet, mientras el gallo, el clarín de la aurora, proclama la derrota de la vieja pesadilla. ¡Con tal que al despertarnos de nuestro error la lúcida alborada no nos prive también de nuestra esperanza!

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CAPÍTULO III

SOBRE LAS TRAMPAS DE LA IRONÍA

«¡Vaya demonio! Me ha enredado la madeja .»

(Modesto Petrovich MussORGSKJ, Pie­

zas infantiles, 11.)

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No es sorprendente que la ironía entrañe ciertos riesgos, tan­to para el propio ironista como para sus víctimas. Se trata de una maniobra peligrosa y, como todo juego dialéctico, tiene un margen muy estrecho: un milímetro menos, y el ironista se con­vierte en el hazmerreír de los hipócritas; un milímetro más, y se engaña a sí mismo, como a una más de sus víctimas; hacer causa común con los lobos es un juego de acróbata, y cualquier torpe­za se paga caro. Si no quiere irse a pique, la ironía debe volte­jear, pues, peligrosamente entre la Caribdis del juego y la Escila de la seriedad: la primera trampa consiste en deslizarse de lo iró­nico a lo lúdico; la segunda, en retroceder de la alegoría a la in­genua tautegoría; unas veces la ironía se deja arrastrar por el vér­tigo de la ambigüedad, y el vaivén entre gramma y pneuma acaba enloqueciéndola; otras, por una opción unívoca renuncia al equí­voco, adhiriendo así a la literalidad gramatical. Por otra par­te, ¿para qué nos sirve una maniobra tan complicada? Según di­cen, para liberarnos de nuestras ilusiones ... Pero, ¿acaso son tan funestas nuestras ilusiones que, para destruirlas, sea preciso su­birse a ese trapecio volador? La ilusión es como el sentido co­mún: un poco de lucidez la aleja; mucha, nos incita a buscarl~. Por otra parte, ¿al liberarnos del pánico no perderemos también todo consuelo? Seríamos como los enfermos cardíacos, que no pueden soportar ninguna emoción fuerte: no sólo las que pertur­ban la vida, sino también las que la vuelven apasionante. Éstos son los dos cargos principales que se le hacen a la ironía. Veamos si es posible obtener su absolución.

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l . CONFUSIÓN

En primer lugar, se la acusa de incoherencia; y en cierto mo­do la entraña, porque tiene los inconvenientes de sus ventajas y la torpeza de su virtuosismo. Hemos llamado Universo a su ope­ración fundamental. La ironía, decíamos, es lo que no es, y no es lo que es; es distinta de sí misma, siempre un poco más o un poco menos: quiere y no quiere, nunca acabamos de saberlo. Pero, en realidad, ¿acaso lo sabe ella misma? Ahora veremos que, si los hipócritas acaban por no entender nada, el ironista, a su vez, se convierte en un enigma para sí mismo, y que la ironía, antes de ser una injusticia para el objeto, es un peligro para el sujeto.

Como sabemos, la ironía es una seudegoría. Dada su consti­tución, es imposible atribuirle un predicado sin que de inmediato el predicado contrario no recuerde su derecho a serle atribuido. Por ejemplo, ¿es más bien social o más bien solitaria? Depende; pueden afirmarse ambas cosas: lo decisivo es el empeño que dicha ironía esté dispuesta a poner en el juego del conformismo. El ironista juega en serio, severe ludit, pero unas veces el acento recae sobre severe, y otras sobre ludit. Sin duda, existe una iro­nía social que consiste en una cortesía burlona y cuya sanción es la risa, esa «vejación social»: es la ironía de los grandes clásicos de la ironía, Sócrates, Voltaire, y del siglo XVIII en general. Pero hay otra que no tiene ganas de reír y que exalta, en cambio, la soledad del yo: es la ironía lírica y romántica. «¿Cómo se vestirá la seriedad si la broma se pasea envuelta en negros velos?», pre­gunta Florestan al escuchar los cuatro Scherzi de Chopin, arre­batados por purpúreas llamas. En la época de René, de Ober­mann y de Werther, el ironista, de preferencia genial, quiere que no lo comprendan, que no lo reconozcan, y se aparta violenta­mente de su entorno. Es la época en que Franz Liszt escribe sus Rapsodias a la gloria del pueblo gitano, el pueblo insociable, va­gabundo, el que todas las naciones civilizadas rechazan, y el que, a su vez, abomina de la existencia burguesa; como esos nómadas, la ironía romántica vive en un carromato, al margen de las cultu­ras sedentarias, y quiere ser el blanco de las maldiciones del siglo; quiere ser condenada. ¿Acaso la descripción que hace

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Schelling del «sabeísmo» 1 no recuerda la epopeya de los bohe­mios a los que Liszt pondrá música? Quizá convenga distinguir 2

entre cierta sociabilidad universalista, de tradición francesa, que · tiende hacia la nivelación de las ideas y del estilo, y el humor anglogermánico, que representa más bien la irreductible particu­laridad, la protesta de la persona que reivindica su habeas corpus contra una razón comunitaria; mientras que la ironía intelectual se encastra fácilmente en las convenciones de la cortesía, el hu­mor, extravagante y lunático, sería quizá más respetuoso de la espontaneidad irracional del carácter. ¿Acaso el humor, los «hu­mores», no representa el capricho, la falta de lógica y la indi­vidualidad que se rebela contra las leyes? Como decíamos, el acento recae unas veces sobre la soledad y otras sobre la simpa­tía, punto de llegada de toda conciencia lúcida y tolerante.

Por otra parte, ¿la ironía es más bien cómica o más bien trági­ca? 3• Es evidente que se opone a la comicidad indiscreta, cordial y plebeya, y que, en general, los grandes ironistas no han escrito comedias; no hay acuerdo posible entre la perfidia de la ironía y la franqueza de la risa. La ironía hace reír, pero ella misma no tiene ganas de reír; bromea fríamente, sin divertirse; es burlona, pero sombría. Mejor aún: desencadena la risa para congelarla in­mediatamente. Esto se debe a que entraña algo tortuoso, indirec­to y helado, a través de lo cual se deja entrever la inquietante profundidad de la conciencia: por eso la alegría no tarda en transformarse en tensión y malestar. La ironía apunta a otra par­te. La risa, en cambio, no apunta a otra parte ni simula: simple­mente, ríe, como la risa de oro que redobla como el trueno en la Joyeuse Marche de Chabrier o en la Eritaña de Albéniz, y cuya única metafísica es la alegría. Sin afectación ni ansiedad ni con­tenido alusivo. Salvo en las comedias moralizantes, la risa carece de segundas intenciones, y si resulta edificante, ello sólo se debe a su hilaridad, y no a un deseo expreso de predicar y polemizar; sus bromas no siempre se recortan, como las de la ironía, sobre el telón de fondo de la seriedad, de la conciencia severa, pro­funda y astuta. La risa es una explosión, es decir, una reacción irreflexiva, espontánea; la ironía, en cambio -risa de retardo y

I Philosophie der Mythologie, 9. ª lección. 2 F. BALDENSPERGER, Études d'histoire littéraire: les définitions de /'humour

(París, 1907), pp. 176-222. 3 NOVALIS, ed . Minor, t. II, pp. 253, 296; Ill, pp. 4, 300.

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también risa incipiente, pronto sofocada- , es una reacc10n reflexiva, secundaria, motus secundus. Claude, Debussy, Ravel y Satie, príncipes del humor, son corrosivos y a veces hirientes, y detrás de sus bromas se esconde toda una estética; en cambio Chabrier y Albéniz son alegres, y la Pastora/e des cochons roses no tiene ambiciones anagógicas. Pero, aunque la ironía no esté ' demasiado dispuesta a reír, aún menor es su disposición al llan­to; porque lo cómico y lo irónico tienen un rasgo común que es la «distancia»: distancia entre el yo y los objetos, y distancia entre objeto y objeto; la ironía fragmenta la tragedia del destino y la convierte en vodevil. ¿Hay que pensar entonces que la iro­nía, situada a mitad de camino entre lo cómico y lo trágico, es el punto de indiferencia donde calla la risa sin que las lágrimas ha­yan surgido aún? ¿Algo así como la zona intermedia y equilibra­da de la sonrisa? Esta sería una transcripción escalar y simplista, aplicable a las magnitudes, pero no a las intenciones. ¡Ya hemos mostrado que ese punto cero, ese punto equidistante entre lo po­sitivo y lo negativo no corresponde ni siquiera a la Seriedad! En realidad, la ironía no es neutrum, sino utrumque: no es «neutra», sino literalmente tragicómica; lo-uno-y-lo-otro más que ni-lo-uno-ni-lo-otro ... ¡La idea de la farsa trágica o de la tra­gedia bufa no es sólo una idea romántica! 4• Como aquel híbrido de Esopo al que se refiere el Fedón 5, donde el placer y el dolor aparecen unidos, la ironía trasciende la disyunción de las catego­rías y consagra su relatividad. Sin embargo, hay muchas maneras de entender esa victoria sobre el tercero excluido: los contrarios pueden ser sucesivos o aparecer juntos en el contraste chillón de su simultaneidad, o bien reabsorberse en el más allá de una sín­tesis conciliadora . 0 sea, que pueden darse tres casos: la Alter­nancia, la Antítesis y la Indivisión. El primer caso es también el de la «ambivalencia», porque, en definitiva, a ella se refieren Montaigne, Charron y Pascal 6 cuando hablan de «inconstancia» y nos muestran al hombre, que oscila entre la risa y el llanto, que vacila entre Apolo y Dionisos. ¡Simias -en el Fedón- ríe de las

4 Hermann COHEN, Ethik des reinen Willens, p. 461. Cfr. B. GRACIÁN, El Criticón, 1, 7. K!ERKEGAARD, ¿Culpable? ¿No culpable?, trad. franc. P-H. Tis­seau, pp. 235 y ss.

s 60 c. Cfr. 59 a, 64 b. Y el final de El Banquete. 6 MONTAIGNE, Essais, 1, 38 («De como lloramos y reímos por una misma

cosa»); Pierre CHARRON, De la Sagesse, 1, 38 («debilidad»), 39 («inconstancia»); PASCAL, 11, frag. 112.

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paradojas de Sócrates, cuando la muerte cercana del sabio de­bería hacerlo llorar! Todos los discípulos, y sobre todo Apolodo­ro, alternando la risa con el llanto (wte. µe.v 11:.Awv-re.i;, vleo-r€. oe. ocxxpúov-re.i;), acaban por alcanzar esa crasis insólita, esa extraña sincrasis (&r¡Or¡i; xp&cni;) que es según El Banquete el más allá tra­gicómico de la risa y de las lágrimas. Se trata del humor ines­table, la ciclotimia caprichosa y lunática que los músicos román­ticos llaman Humoresque 7 y que reina en las Fantasiestücke de Schumann, en el dualismo de la segunda Ballade en fa mayor-la menor de Federico Chopin. El Pierrot del Carnaval de Schu­mann siente el violento contraste del forte-piano. ¿ Y a su vez el contraste entre Pierrot y Arlequín, entre el soñador Eusebio y el apasionado Florestán, no expresa acaso la misma polaridad car­navalesca? «In ali' und jeder Zeit Verknüft sich Lust und Leid», reza el epígrafe de las Davidsbündlertiinze. La conciencia osci­lante no puede decidirse ni fijarse; como Gilles, es triste y burlo­na, «freudvoll und leidvoll» 8, alegre y melacónlica, muy embria­gadora y muy fría; es, según Heinrich Heine, como un champag­ne helado, en el que se unen dos climas opuestos. «Hoy, escribe Schumann mientras compone su Humoresque, frente al piano, he reído y sollozado como un niño ... » Y Debussy dice casi lo mis­mo a propósito de su Sonate para flauta, viola y harpa: « ... no sé si debe provocar risa o llanto. ¿Quizá las dos cosas?» En los Sar­casmos de Prokofief los dos climas alternan sin solución de con­tinuidad 9• De ahí las locas incoherencias, los antojos de ese humor tragicómico y «comicotrágico». Así, Gogol sonríe detrás de sus lágrimas, como el sol brilla a través de la lluvia; la ironía humorística llora sobre sus propias alegrias; es, según la expre­sión de Eichendorff, «jovialidad desesperada». Este confusio­nismo de la ironía no es la especialidad exclusiva de Lucinde: también lo encontramos en Franz Liszt, cuando mezcla el tono mayor y el tono menor en el vértigo del cromatismo; y está pre­sente incluso en Fantasio, el humoresque: « ... ¿Quién podrá de­cirme con certeza si estoy ... triste o alegre?» 10• Así, en Pechorin, el «héroe de nuestro tiempo» de Lermontov, la musa de la bro­ma seria conduce a la indiferencia universal. La Antítesis es, en

7 Balakirev, Liapunov, Liadov, Skriabin. 8 LISZT, Melodías, l, 4. 9 Op. 17, sobre todo el n. 0 5.

JO Cfr. NIETZSCHE, El viajero y su sombra, afor. 338.

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cierto modo, el «límite» hiperbólico de una Alternancia en la que los contrarios ya no son sucesivos, sino simultáneos. El mani­queísmo romántico jugó a estrechar hasta el máximo de proximi­dad, y hasta la tensión más extrema, el contraste explosivo de los opuestos; su corazón late cuando ensaya esa aproximación a la vez peligrosa y ridícula: ¡y vuelve a hundirse en el caos nocturno que el clasicismo de las ideas distintas había superado! La Antí­tesis es una ambivalencia inmovilizada en la paradoja extrema de la contemporaneidad. Schaerer compara la ironía como el claros­curo, que es juego de luz y sombra 11

; efecto de relieve y de re­dondeado volumen. Más allá de la alternancia que no nos da tre­gua y desorienta nuestros sentidos yendo de sorpresa en sorpresa y de decepción en decepción, la ironía antitética mezcla lo dulce y lo salado, alegra y entristece al mismo tiempo: uno eodemque tempore; o, si se prefieren otras imágenes: lo caliente y lo frío no se nos administran en forma alternada, como en la ducha escoce­sa, ni resultan sintetizados en la cualidad simple de la tibieza, sino que aparecen yuxtapuestos en el conflicto crudo, chillón, irremediable de su antipatía. El contraste entre el duelo y la fies­ta, entre la desgracia y el baile 12 o, como en un cuadro de Peter Brueghel hijo, el conflicto entre Carnaval y Cuaresma 13: un tema favorito de la Sensacionalidad romántica, la «sinfonía fantásti­ca» de la Contradicción en toda su polifonía incurablemente ar­mónica. La siniestra máscara del «hombre que ríe» ha fijado, por decirlo así, el rictus de la ironía, que no es risa pura, sino mueca estática y llena de amargura, disonancia insoluble. La música juega con los mismos elementos explosivos que la novela: el bufón trascendental «berrea un De Profundis con la melodía del Traderi» 14; la «danse macabre» 15, contrapunto entre las lúgubres notas del Dies irae y la alegría diabólica de un «vals mefisto», es, en cierto modo, una posición de lo negativo y una negación de lo positivo. El amor y la muerte, el epitalamio y el canto fúnebre 16, las campanas nupciales y las que tocan a

11 Art. cit., p. 208. 12 Berlioz, Vigny. 13 Zdenko Frn1CH, Malirske Studie, op. 56, 1, 2: Spor masopustu s postem. 14 Verlaine. 15 L1szT, Danza macabra; y también Vals Mefisto; Sinfonía Fausto, 111

( «Mefistófeles» ). 16 Maurice BoucHER, en Cahiers du Sud, 1937, p. 32 (número especial, «Le

Romantisme allemand»).

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muerto se confunden en la más enloquecedora de las rondas. Pero lo que sucede es que, más allá de la alternativa entre Hu­mor y Seriedad, los románticos trataron de alcanzar una región metafísica que sería la de la coincidentia oppositorum. Llame­mos Burla a ese más allá de la escisión. Ya la dialéctica de Sócra­tes, al final de El Banquete, parece superar efectivamente la opo­sición entre tragedia y comedia, es decir, los puntos de vista uni­laterales de Agatón y de Aristófanes, para alcanzar una sinopsis superior a la que se subordinan todas las disyunciones empí­ricas 17 • Para los románticos, el Absoluto a priori de la contra­dicción asimilada es anterior a la dicotomía entre lo cómico y lo trágico, como el andrógino precede a la escisión de los sexos y como la inocencia anterior al pecado precede el cisma entre el bien y el mal. Los románticos encontraron en sus propias emo­ciones ese más allá de la escisión infeliz, superando en cierta me­dida la maldición que obliga a elegir: supieron mezclar las cate­gorías que el racionalismo clásico había separado. Una emoción romántica es de por sí invasora, sintética, imperialista. Es más que ella misma; el amor, por ejemplo, es panteísta y cósmico; la religiosidad es erótica y sensual; el arte es una religión, y la mo­ral un arte ... ; la alegría, a su vez, opta por mostrarse preocupa­da, amarga y patética. De ahí las complicaciones metafísicas en que Solger envuelve la ambigüedad de la ironía: es tragedia por­que aniquila la Idea al encarnarla en lo finito; y es, por otra par­te, entusiasmo, porque afirma y revela la Idea al consumar nues­tra finitud. La ironía está, pues, más allá del pesimismo y del op­timismo, así como más allá del placer y del dolor; al igual que Heinrich Heine en el Intermezzo lirico, desespera con humor y bromea amargamente acerca de su propia miseria. Soy feliz, pero estoy triste, dice Melisenda en el cuarto acto. En La Prince­sa Brambilla, Hoffmann opone al pathos trágico del abad Chiari el humor del viejo signo Ciarlatano, que es la combinación de la tragedia con la farsa. Los románticos, con Schelling a la cabeza, y también Tieck en su Zerbino, buscaron apasionadamente ese más allá de lo cómico y de lo trágico, ese caos indiferenciado -«Ungrund», «Sabiduría» o «Identidad absoluta»- que es en cierto modo la matriz de las diferencias y la claridad. Para Nietz­sche, como para Schelling, Dionisos reúne en sí mismo el dolor y la alegría: al mismo tiempo triunfante y lacerado, vencedor y

17 SCHAERER, ar/. cit.

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vencido, el dios borracho muere y sin embargo exulta de vida; jadea de agotamiento y sigue bailando. Ya se conoce la preferen­cia de los románticos por Shakespeare y Cervantes ... por todos los que mantienen a la imaginación en la ambigüedad entre lo sublime y la payasada.

... Very tragical mirth! Merry and tragical! tedoius and brief! That is, hot ice and wondrous strange snow. How shall we find the concord of this discord? 18

El héroe shakesperiano, «with mirth in funeral, in equal scale wighing delight and dole», encarnó esa unidad original de lo có­mico y lo trágico. Los románticos observaron que después de sus trilogías los griegos representaban un drama satírico; que, el día del triunfo, los soldados romanos tenían permiso para burlarse del triunfador. Sin embargo, el destino del héroe antiguo no consis­tía en ser feliz e infeliz al mismo tiempo: la adversidad sucedía a la felicidad, y la felicidad a la adversidad. La Burla musical, en cambio, no afirma la alternancia, sino la indivisión original: el opus 56 de Skriabin ríe trágicamente entre fantasmas y sarcas­mos. Con un coturno en el pie izquierdo y un chanclo en el dere­cho, contradictoria, barroca y extravagante, la ironía envuelve de música y de bruma los claros paisajes de la razón.

El confusionismo irónico se manifiesta también en el juego de palabras, ese «hermano mayor de la rima», como lo llama Jean-Paul. La ironía juega con las palabras como las princesas de El Pájaro de Fuego con las manzanas de oro, deformando caprichosamente su sentido, juntando lo distinto y separando lo idéntico; explota con virtuosismo los malentendidos de la paroni­mia, y para forjar sus retruécanos busca la sombra propicia de los homónimos. «Brincando en cada coma, Witz alterna cohetes, carillones y entablados» 19• «Witz», es decir, el chiste y el guiño, al que Friedrich Schlegel llama «química lógica», Novalis «elec­tricidad espiritual» y Jean-Paul «anagrama de la naturaleza», consiste en la capacidad de descubrir analogías lejanas, de hacer perceptibles, gracias al juego de las asociaciones y de la horno-

18 Sueflo de una noche de verano, V, l. Cfr. Hamlet, I, 2 (versos 12, 13). 19 J.-P. R1CHTER, Vorschule der Aesthetik (1803), Werke, ed. Berend, t. V.

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fonía, las afinidades más imprevistas 20. El Chiste se identifica con la flexibilidad de la mente y la agilidad de la imaginación. Saltando con desenfado de una idea a otra, y sin preocuparse por las disyunciones que el clasicismo introduce entre esas ca­tegorías, el Chiste consigue reunir ideas amigas cuyo encuentro había estado prohibido durante mucho tiempo; favorece las atracciones misteriosas, las simpatías y las relaciones excitantes; escamoteador y tramposo, pasa furtivamente del sentido figura­do al sentido propio y del espíritu a la letra; posee un talento es­pecial para la anfibología. Es como ese delirio de la imaginación combinatoria y teratogónica que, en Hieronymus Bosch, se di­vierte acoplando cualquier cosa con cualquier otra. Y no vaya­mos a creer que para los románticos el juego de palabras era sólo un trompe-l'oeil o una coincidencia divertida: según Schlegel, la misma combinatoria que se ejerce arbitrariamente en el Chiste, se manifiesta también en el descubrimiento científico; Shakes­peare, el dios de todos ellos, no desprecia el retruécano y, por otra parte, es sabida la importancia que Schelling y sus contem­poráneos, Baader, Creuzer, Kanne 21 , atribuían al sofisma etimo­lógico, de vieja raigambre estoica, filoniana y neoplatónica (ya en el Cratilo su presencia es ubicua); porque para ellos el len­guaje tiene poderes mágicos. «Todo es retruécano en este mun­do», dirá Fantasio. Goethe arremetió contra esta filología exube­rante en la que, con instinto seguro, adivinaba la presencia del «Witz» eléctrico, principio infinito de las mezclas, tragasables, agilidad demasiado ágil que acopla elementos disímiles y borra todos los límites. Es comprensible que el clasicismo sienta aver­sión por este Pierrot lunaire. La imaginación clásica y plástica, la imaginación apolínea pierde los derechos sobre su obra, de modo que mal podría hacer bromas sobre la objetividad artística. En cambio, puesto que el juego de palabras es, literalmente, un «juego», permite que el creador recupere el dominio mágico del

20 Schopenhauer lo define como «la capacidad de encontrar, para cada obje­to, el concepto que permite pensarlo» (Welt als Wille und Vorstellung, «Erglln­zungen», z. I, cap. VIII). Cfr. B. ÜRACJÁN, Agudeza y Arte de ingenio.

21 SCHELLING, Werke, XI, p. 469; XII, p. 353; Fr. SCHLEGEL, en los fragmen­tos del Lyceum der schonen Künste, 1797. JEAN-PAUL cita a SCHELLING, op. cit. El propio Schelling se burló de sus etimologías: XI, p. 29. Cfr. HEGEL, Vorlesun­gen über die Aesthetik, Werke, XI, p. 392, y La Noche de Walpurgis clásica de Goethe. ÜOETHE ataca la ironía romántica: Conversaciones con el canciller de Müller, 6 de junio de 1824 (trad. fanc. Albert Béguin, pp. 164, 165, 166).

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lenguaje; en este sentido, es posible que el cuento y la poesía, evocación de las criaturas oníricas, sólo sean una vasta romanti­zación del retruécano. Como en el Zerbino de Tieck, lo irrever­sible es derrotado; el destino se ha vuelto perfectamente flexible y dúctil; y el ironista se divierte con las palabras como con un ju­guete; bromea sobre sus díscolas criaturas.

Así como mezcla las palabras, la «alquimia lógica» mezcla en sus crisoles las cualidades sensibles; «magisches Farbenspiel in hoheren Spharen», dice Novalis; busca, nostálgica, la nocturna fusión de los sonidos y los colores. Anticipándose a Baudelaire y Rimbaud, la ironía romántica presiente la correspondencia de las cualidades; vuela de un registro a otro y toca en todos los tecla­dos a la vez. Jean-Paul, que relaciona los perfumes con los soni­dos 22, prestó mucha atención a esas simpatías; y también Robert Schumann. Los colores mismos pierden la sustancialidad, aque­lla especie de opacidad propia y absoluta que aún tenían en la clásica Farbenlehre de Goethe; fundibles y transparentes como almas, renuncian, en su infinito dimanar, a la reserva distintiva de los colores del prisma; giran vertiginosamente hasta transfor­marse en vapor, en bruma y fantasmagoría, tintes etéreos que acaban sumergiéndose en la noche propicia; y cuando vuelve la luz, la magia se aturde tratando de recrear locamente, a pleno sol, los encantos de la sombra; y acaba embriagándose con esa imaginería caleidoscópica, con ese iconismo que es al mismo tiempo taumaturgia e ideología ... De ahí la predilección de todos esos humoristas por la música, la más dionisíaca de las artes, la más nocturna, la más propicia a la confusión de las cualidades: «Keine Farbe ist so romantisch als ein Ton». Ese es el secreto que revelaron a Sénancour 23 las soledades alpinas de Suiza; el mis­mo que una cálida noche de verano escuchó Mendelssohn en el silencio de los grandes bosques. «Los sonidos y los aromas giran en el aire crepuscular»; arrastradas por el lánguido vértigo del humor, todas nuestras sensaciones zozobran. Así como la músi­ca, al confundir las cualidades, rehace esa mezcla infinita de Anaxágoras que el Noü~ ha deshecho, también del Eros románti­co regresa al caos amoroso; más allá de la disyunción de los se­xos, que constituye, por decirlo así, el pecado original de la con­ciencia, se sueña con una unidad erótica donde se confudirían

22 Op. cit., 9. Programm. 23 Obermann, citado por L1szT en Aflos de peregrinaje, J.cr año.

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Hermes y Afrodita, lo masculino y lo femenino; según los ro­mánticos, esa unidad -el «andrógino» de El Banquete- se ex­presa en el mito de Pentesilea, la amazona 24 , durante todo el des­arrollo de su Lucinde, Schlegel persigue la quimera de una «unión libre» que sería, como el Chiste, síntesis de elementos contradictorios. Por otra parte, Eros procede al mismo tiempo del alma y del cuerpo; como es tan espiritual como sensual, re­concilia lo que el dualismo cartesiano había dividido; reabsorbe en sus nocturnos la última idea clara y distinta. Friedrich Schle­gel -y, entre nosotros, Fourier y Enfantin- anuncia la «rehabi­litación de la carne» y modula sin esfuerzo de la idea a la mate­ria, del espíritu a la naturaleza, de lo inteligible a lo sensible. Así se explican, sin duda, la mística de la mujer en Novalis, y la pro­liferación, entre el cuerpo y el alma, de esas facultades interme­dias que llaman «Gemüth», imaginación, fantasía ...

Así pues, la ironía que, imitando el juego del otro, se pro­ponía destruir los turbios pactos del hipócrita ... la ironía mezcla, a su vez, los elementos incompatibles: sociable e individual, có­mica y trágica, al mismo tiempo masculina y femenina, la ironía proyecta las palabras y las cualidades heterogéneas unas sobre otras y realiza verdaderamente la «coincidencia de los opuestos»; así como la música romántica confunde el Nocturno, la Bala­da, el Impromptu, el Preludio y el Scherzo en el caos de la Fan­tasía, también el arte romántico confunde todos los géneros -drama, novela, epopeya, lirismo (porque cada género es todos los géneros)- y a su vez se fusiona con la religión y la filosofía: su meta es la «belleza lógica» donde se combinan en desorden el pensamiento y la acción, la libertad y la necesidad, lo consciente y lo inconsciente. Robert Schumann introduce en el espacio goe­thiano las figuras multicolores de su mascarada: Arlequín, cínico y variopinto; Pierrot, pálido como la luna; Eusebio y Florestán, Pantalón y Colombina, y las Letras danzantes, que bailan al derecho y al revés; y luego Chopin, con sus lánguidos arpegios, entre Estrella y Chiarina; por último, Paganini, que es el demo­nio del vinuosismo, es decir, del humor desenfadado que brinca de un extremo al otro. El intervalo de décima en Scarlatti, Cima­rosa, Mendelssohn, Liszt es como un símbolo de ese desenfado. En realidad, «¡todo va a pedir de boca en la mejor de las masca-

24 Fritz STRICH, Deutsche Klassik und Romantik, oder Vollendung und Unendlichkeit, 3. ª ed. (Munich, 1928), p. 63 .

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radas!» Pero de pronto, casi al final de la fiesta, una Confesión pasional 25 que es como un instante de seriedad en plena mas~ara­da, una mirada verdadera sorpendida detrás de una máscara. Por otra parte, ¿acaso el carnaval no es el disfraz, la modulación que permite a los hombres, masques y bergamasques de una tar­de, evadirse de la cotidianidad ocultándose en los trajes más dis­paratados? Lo mismo se convierte en lo otro, engendrando la equivocación y el imbroglio; cualquier cosa se convierte en cual­quier otra, y durante esa especie de paréntesis de locura en medio de la seriedad, que es el Carnaval, están permitidas las metaboles más delirantes y más impertinentes... Parecer otro: ésta es la fuente de las más insignes borracheras. El carnaval es el Capric­cio, en el doble sentido de Hoffmann y de Mendelssohn. Es una concesión de Apolo a Dionisos, y del logos al aquelarre de las borracheras nocturnas. Así pues, nada es simple en el humor. Hoffding lo llama «ein Gesamtgefühl» 26, y James Sully, un «sentimiento mixto»; por nuestra parte, decíamos que es una «sincrasis», un Complejo que se singulariza en una complexión, en un «humor», y su polimorfismo ya asoma ·en el vínculo que existe entre la idea de humor y la idea de temperamento.Desor­den ordenado, similitud de elementos disímiles, la ironía se reve­la unas veces muy mística y otras muy prosaica; Amiel no tiene reparos en atribuirle una «Doppelgangerei», y Georges Palante añade: «La musa de los contrastes es, pues, el verdadero musa­geta de la ironía» 27 -no tanto, como dice Schopenhauer de lo cómico, porque entraña la incompatibilidad de la intuición y del concepto abstracto, sino más bien porque ella misma es híbrida, porque, como el centauro, vacila entre dos formas de existencia; así como Pascal había opuesto la oscuridad del misterio a la evi­dencia cartesiana, también la química romántica, ciencia de las afinidades, opone la divina confusión a las ideas distintas. Las cabezas exactas, dice Novalis 28, son cabezas avaras y filisteas; ahora es en la confusión donde se elaborará el orden fecundo y creador de la vida. En Solger, las antinomias se deshacen en el naufragio rle los contrarios, como, en Schelling, el objeto y el su-

25 A. GRECHANINOv, Pensamientos fugitivos, n . 0 15. 26 Humor als Lebensgefühl (der grosse Humor), eine psychologische Studie

(Berlín-Leipzig, 1918), passim. 21 «L'lronie, étude psychologique» (Revue philosophique, 1906, 1, pági­

nas 147-163). 28 Ed. Minor, t. II, p. 122.

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jeto se hunde en las profundidades abismales de la intuición, y como, en Tiutchev, las disyunciones racionales se anulan en el f'.v xcxl miv de la insondable Identidad.

Inconsciet11, descendez en nous par réflexes; Brouillez les cartes, les dictionnaires, les sexes ... Le semblabe, c'est le contraire!29·

[Tómanos por asalto, Inconsciente, / baraja las cartas, los diccionarios, los sexos ... I ¡Lo semejante es lo contrario!)

2. VÉRTIGO Y ABURRIMIENTO

Pero, ¿por qué la ironía, que había sido principio de lucidez, de autodominio y de distanciamiento superconsciente, se entre­gó, en los románticos, a la orgía del caos y a la gran bacanal de la confusión? Sí, ¿cómo se llegó a esas saturnales confusionistas? En la conciencia-de-conciencia como refinamiento de sí mismo, como frenesí de sutilización quintaesenciada y tentación de des­doblamiento sin límite, ya están implícitos el vértigo báquico y la ebriedad ... La conciencia complica a su antojo los exponentes de ese desdoblamiento, titubea y acaba perdiendo pie; en Weber, en Mendelssohn y en los prestissimi del Carnaval de Schumann, la velocidad la embriaga y la enloquece. El giro es como el símbolo de esa embriaguez, porque su circularidad expresa el movimiento de una conciencia 30 que vuelve sin cesar a su punto de partida, es decir, a sí misma, y que, girando como una peonza, acaba aton­tada, ebria de vértigo. «¡Girad, girad, buenos caballos de made­ra!», dirá Verlaine. Y Jules Laforgue: «¡Giremos antes sobre nosotros mismos, como los faquires!» Y, como broche final, la princesa Brambilla, la bailarina derviche, la loca danzarina 31 :

«Gira. gira más rápido, da vueltas y más vueltas, baila con fre­nesí y alegría. ¡Ah! ¡Todo vuela a mi alrededor y pasa veloz como un relámpago! ... Una serie de figuras abigarradas cente­llean como chispas desprendidas de un fuego de artificio y se hunden en la oscuridad de la noche. El placer busca el placer sin lograr alcanzarlo, y en eso precisamente consiste el placer reno­vado. Nada hay más aburrido que quedar fijo en un sitio ... Por

29 Jules LAFORGUE, Complainte de lord Pierrot. 30 DEBUSSY, Mouvement (lmages, J.er cuaderno). 31 HOFFMANN, La Princesa Brambilla, cap. VI.

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eso no quisiera ser una flor ... Preferiría ser un escarabajo de oro que vuele zumbando alrededor de vuestras cabezas, y os impida escuchar a vuestra razón. Pero, al fin y al cabo, ¿dónde queda la razón cuando la arrastra el torbellino de un placer sin freno?» No se trata, como en Renouvier, del vértigo que se siente en el momento de pasar a la acción, sino del vértigo de un movimiento circular que nunca acaba ... «El vértigo ha entrado, el vértigo cir­cula por el aire; se respira vértigo; el vértigo llena los pulmones y renueva la sangre en el ventrículo» 32. ¡Cuántas veces, en Bizet y en Chabrier, sentiremos vibrar los tresillos de la danza gira­toria! 33•

Porque no sólo se engañan los demás: la propia conciencia se engaña a sí misma. No se tienta impunemente el escándalo: la ironía juega con el fuego y al burlar a los otros a veces acaba burlándose a sí misma. Todos sabemos Jo que es eso: cuando se finge el amor se corre el riesgo de llegar a sentirlo; quien parodia sin las debidas precauciones acaba siendo víctima de su propia astucia; el librepensador se convierte en un pobre enamorado. «Es casi imposible fingir que se ama sin transformarse ya en amante» 34• ¡Por un trastrueque de intenciones, la ironía caba de­jándonos en ridículo! Es Jo que a menudo les sucede a Debussy, Ravel, Gabriel Dupont y Poulenc cuando recitan, en broma, una tonada sentimental. ¿Acaso Liadov, en sus Muecas, op. 64, pa­rodia a Skriabin o se convierte él mismo en este último? Cuando Josef Suk escribe sus admirables Ukolebavky, op. 33, ¿parodia una nana sentimental 35 que se tararea por las calles de Praga? ¡La emoción que nos transmite está diciendo que no se trata de una parodia! Cuando Ravel parafrasea el estilo de Borodin, es más serio que caricaturesco ... ¿Cómo probar que el encantador vals titulado La Plus que lente es realmente humorístico, y que Debussy no Jo tomó en serio? Se empieza parodiando, se prosi­gue imitando muy seriamente lo que se quería parodiar, ¡y se acaba coincidiendo casi con el papel que se estaba representan-

32 Charles BAUDELAIRE, Curiosités esthétiques (De l'essence du rire et généra­lement du comique dans les arts plastiques).

33 B1ZET, la Toupie, op. 22 («Jeux d'enfants, n. 0 2). CHABRIER, Tourbillon («Pieces pittoresques», n. 0 3). SAINT-SAENS, Tournoiement («Nuit persane», nú­mero 4). P1ERNÉ, Giration.

34 PASCAL, Discours sur les passions de l'amour (Brunschvicg, ed. Minor, pá­gina 136).

35 UKOLEBAVKY, III: Sentimentalni sebeparodie.

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do! Sin duda, la parodia tiene anchas las espaldas: proporciona con generosidad toda suerte de pretextos y coartadas para nues­tra sentimentalidad natural; y ella misma es el desquite irónico del Rubato tanto tiempo reprimido.

Nous fumes dupes, vous et moi, De manigances mutuelles,

Des baisers superficiels Et des sentiments a fleur d'ame36.

[Vos y yo víctimas fuimos / de las artimañas recíprocas / ( ... ) I De los besos superficiales / y de los sentimientos a flor de alma.]

Esa mala pasada que la ironía juega a los ironistas se explica, sin duda, por la espiritualidad en estado letárgico que hay en el lenguaje y en los propios automatismos: las palabras que utiliza­mos han sido usadas antes por otros; son venerables, complejas, están cargadas de historia y de recuerdos condensados; antes de ser proferidas ya tienen preferencias, ya entrañan opciones que desviarán luego su sentido. Pero esa sedimentación inmemorial que las enriquece también pesa peligrosamente sobre el pensa­miento; y la misma riqueza de sentido que permitía a los ironis­tas actuar alusivamente sobre el otro, los expone a las asechanzas del inconsciente verbal. Decíamos que la conciencia es la negati­va a adherir; pero cuando ya se cree bastante segura de sí misma, bastante desligada como para poder fingir esa adhesión, va y queda presa en la liga del lenguaje, y hay que comenzar otra vez desde el principio. Así, la conciencia sucumbe al «lujo de con­ciencia» y vuelve a ser simple a fuerza de complicaciones; el in­térprete que se engañaba por ingenuidad cuando la conciencia era alegórica, se engaña por exceso de profundidad ahora que dicha conciencia sólo significa lo que dice; antes, pensaba según el espíritu y debíamos leer según la letra; ¡ahora, regresa de ver­dad al sentido propio y la tomamos en sentido figurado! Siempre más acá cuando está más allá, y más allá cuando está más acá ... ¡ay!. ¿cuándo acertaremos? Lo que sucede es que la sutileza de nuestra propia libertad tiene unos límites, y es más fácil penetrar en el círculo mágico que salirse luego de él. ¿Acaso esta ironía que cae en su propia trampa no repite la eterna aventura de Pig­malión? Así pues, ya tenemos a la ironía prisionera de su propio

36 YERLAINE, Fetes galantes (En patinan!).

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prisionero. Así como la astucia hipócrita se había dejado enga­ñar por la astucia irónica, también esta última, a su vez, se deja engañar por la ingenua seriedad a sus propias palabras. Como el cínico, el ironista es el burlador burlado. Hay palabras que no de­ben pronunciarse, ni siquiera en broma; palabras tan duras que basta escucharlas -incluso sin creer lo que dicen- para hacerse cóm­plice de la calumnia y de la muerte; por ejemplo, la complacen­cia con el lenguaje guerrero ya constituye, involuntariamente, una voluntad de guerra. Del mismo modo, como dice Marce! Proust, «las palabras tristes que se pronuncian, aunque no sean ciertas, llevan su carga de tristeza y nos la inyectan muy hondo». Por eso dice Pascal que para volverse cristiano basta compor­tarse como creyente. La santurronería del hipócrita acaba con­virtiéndose en piedad verdadera... ¿Acaso James no dice que ciertas modificaciones somáticas exaltan la emoción? Y también la inspiración del artista surge de las técnicas y las mímicas, en contacto directo con la materia. Sin duda, ése es el secreto de la improvisación: en el teclado de marfil y en las sonoridades del lenguaje 37 hay una espiritualidad difusa, unas relaciones tácticas que el improvisador va experimentando a medida que pulsa a fondo las diferentes constelaciones melódicas e interroga las re­sonancias, atento al azar de los ecos y las reminiscencias; y cuan­to más rico es el sonido (como sucede en el caso del órgano), más fascinante es la aventura. La inspiración aparece sobre la mar­cha, como se producen las avalanchas, y crece por sí sola; por­que haciendo música se llega a ser músico. Esas tradiciones que dormitan en nuestros signos nos sugieren cosas nuevas, pero también desvían nuestra mente hacia las viejas imágenes: apelan a aquella parte de nosotros que, a pesar de toda nuestra astucia, sigue siendo crédula y sentimental.

El ironista, que se siente demasiado seguro de su propia indi­ferencia, acaba tentándose a sí mismo; ahora bien, su frágil co­raza no le brinda protección alguna, y su neutralidad es una neu­tralidad en broma. Sin embargo, a veces se defiende contra la parcialidad de esa simpatía renaciente: el juego de palabras le sir­ve precisamente para flexibilizar ese lenguaje que se le escapa de las manos. Pero no bastan unos retruécanos para que haya iro­nía: a pesar de su sorna a flor de piel, sigue siendo serio. Cree que consigue tomar distancia, pero en el fondo sólo logra aton-

31 ALAIN, Préliminaires a l'esthétique, p. 256 («Le commun langage»), 268, 273, 286, 290, 298.

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tarse. Hace un instante vimos cómo regresaba a la ingenuidad. Ahora la cabeza le da vueltas: mareado, titubea, sin saber qué sucede, entre el juego y la realidad. La conciencia se enrosca en sus incógnitos y sus extravagantes equivocaciones, y -como en cierto sentido Pascal o Kierkegaard- se esconde a sí misma de­trás de sus pseudónimos. Pero sólo son jugueteos y hábiles cabriolas. El ironista es como esos provocadores tan posesiona­dos de su papel que acaban por no saber si trabajan para la poli­cía o para los revolucionarios: a fuerza de sacar tajada de todas partes, terminan perdiendo de vista el «sistema de referencia» y engañan a todo el mundo. Así es la dialéctica peligrosa y casi acrobática del espionaje. El individuo se endosa de por vida de­terminado traje, sin adherir mayormente a las ideas que entraña ese traje: esto explica, sin duda, muchos «cambios de intencio­nes», y toda clase de conversiones a medias. El ironista, que lleva un doble juego, forma parte de ese ambiguo rebaño de mentirosos sinceros, que desespera al dogmático, y que se sitúa a mitad de camino entre la ilusión y la verdad, entre la hipocresía y la buena fe. A ese rebaño pertenecen Don Quijote, el príncipe de los mitómanos sinceros, y los aduladores de buena fe, así como Madame Bovary y los ironistas enamorados. ¿Son veraces o ha­cen teatro? Hay que ser muy sagaz para dar con la respuesta, porque nada es unívoco en la relación entre la mentira y la vera­cidad. James comprueba 38 que, en última instancia, la «broma» y la simulación son indiscernibles, según puede apreciarse tanto en la burla como en el quijotismo. Desgarrada por dentro, vícti­ma de su propio maquiavelismo, la ironía es al mismo tiempo Lorenzaccio y Lorenzo; su máscara se convierte en su segunda naturaleza; como dice Baltasar Gracián, se ha identificado dema­siado bien con lo que aparenta ser; va y viene entre su segunda y su primera naturaleza, incapaz de decidir cuál es más verdadera que la otra. Ése es el vértigo que sentimos al leer un Marchen ro­mántico: las categorías apolíneas de Ficción y Verdad, de «actor» y «espectador» zozobran en el aquelarre de los elementos; en el escenario de El gato con botas, por ejemplo, Tieck se divierte jugando un juego dentro del juego, «ironizando» su propia ironía: los tramoyistas y el público suben al tablado, y la ilusión es destruida por el mismo que la ha creado. Pirandello fue un maestro en ese tipo de equívoco 39• En Le Soulier de satín, Clau-

38 Estudios y reflexiones de un psicólogo, trad. franc. pp. 326-327. 39 Esta noche se improvisa.

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del indica que los decorados deben colocarse o retirarse a la vista del público, para que quede bien claro que el sueño es un sueño; y el espectador permite el malentendido. El recitador de Oedipus rex es un señor vestido de negro, cuya presencia acaba de con­fundir la «Dichtung» y la «Wahrheit». En todas partes, la con­ciencia del espectáculo obstaculiza al espectáculo, como en el mi­núsculo Don Juan del «teatro de los Piccoli» y en El retablo de Maese Pedro 40, donde la imaginación rebota continuamente en­tre la fantasía y la realidad. Pretuchka, tragedia para marione­tas, nos transmite a veces el mismo tipo de vacilación, la misma clase de vértigo. Hegel 41 se ha burlado mucho de este humor lunático que elimina toda sustancialidad, y que juega con la nada: lo maravilloso de los románticos, que con sonidos y perfu­mes compone un paisaje de cometa, se asemeja, según Hegel, a una «logología» 42 • Teatro sobre el teatro, filosofía de la filoso­fía, «poesía trascendental» -que, según Schlegel, es poesía de la poesía 43-: tales son los exponentes del vértigo romántico, ta­les son los productos y subproductos de una autoconciencia inca­paz de recuperar su simplicidad y su ingenuidad primitivas. La «tisis trascendental» de Novalis, las «Grillen» de Schumann, la «Schwarmerei» de Tieck ... todos esos vértigos, todos esos sub­productos de la sobreconciencia, conducen a un doketismo inju­rioso para la realidad. El cuento romántico es la avenida que desemboca en Ninguna-parte, en algo que es nada, en el infinito acósmico y espectral. Y la ironía no sólo aniquila el duro cosmos de los físicos, sino que también deshace, con su nihilismo lírico, la tensión y la consistencia morales del carácter; es alma bella («schone Seele»), convicción ebria de sí misma, enamorada de sí misma, vanidad moral que se sabe y se quiere vana, divina genia­lidad y virtuosismo que no se toma nada a pecho, nada en serio,

40 Manuel DE FALLA, inspirado en Don Quijote. 41 Los textos donde HEGEL critica la ironía son los siguientes: Vorlessungen

über die Aesthetik ( Werke, X, 1, pp. 82-88); Grundlinien der Philosophie des Rechts (VIII, § 140, pp. 195-201); Ueber Solgers nachgelassene Schriften und Briefwechsel (XVI, pp. 436-406). Cfr. Phanomenologie des Geistes, ed. Lasson, páginas. 422 y ss. Sobre Sócrates: Vorlesungen über die Geschichte der Philo­sophie (XVI2, pp. 39 y SS.).

42 ScHELLING, Werke, X, pp. 101, 141; XIII, p. 101. HEGEL, t. XVI, loe. cit. Novalis, ed. Minor, Il, p. 125. Fr. ScHLEGEL, Athenaeum, pp. 22, 247 (cit. por Joseph KORNER, Romantiker und Klassiker, Berlín, 1924). Cfr. KIERKEGAARD, op. cit., p. 318 (sobre Tieck).

43 Ricarda HucH, Los románticos alemanes, trad. franc. p. 227.

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y que resulta mortal, en último término, para toda comunidad consciente y responsable; la ironía es la nulidad complaciente, la aproximación y el probabilismo; bien y mal, derecho, justicia, verdad, lejos de corresponder a unos valores objetivos, sólo son criaturas de su capricho. Hegel, que, sin embargo, conoció la ironía dialéctica de la correlación de los contrarios y la me­diación simuladora, ironiza a su vez sobre esta ironía subjetiva, abstracta e «hipocondríaca», que así como desvaloriza los intere­ses más sustanciales de la vida, también aniquila toda respon­sabilidad moral. La comicidad sólo destruye los antojos y las manías, los caprichos particulares y las máximas falsas: porque son sobre todo las ridiculeces las que nos dan risa; la ironía, en cambio, no ridiculiza sólo lo risible, sino también lo no risible; es la autodestrucción o aniquilación de todos los contenidos objeti­vos. El alma bella fichteana o schlegeliana conserva la nostalgia de la objetividad y, a pesar de ello, permanece recluida en su in­terioridad; el alma bella se abisma en la indiferencia; el alma bella muere de languidez, de irrealidad y de tristeza, encerrada en su pureza vacía. Junto con el mundo y la moralidad, se hunde la persona misma: desaparece en la inmensidad oceánica de su propia libertad. De noche todos los gatos son pardos: y no sólo las formas plásticas se reabsorben en el menstruum universa/e, sino que también el propio yo se vuelve lunar, irreal y fantástico, y acaba preguntándose si todavía existe. Es el colmo de «amor­fismo». Como dice Novalis, el ironista es más de una persona, está en más de un sitio a la vez. Y Friedrich Schlegel precisa que es alternativamente filósofo, filólogo, crítico ... que es como un instrumento que puede afinarse en el tono deseado. Sus seudó­nimos son innumerables; sus incógnitos, infinitamente variados. Ya Schlegel lo había dicho, pero Kierkegaard vuelve a expresarlo con mucho más encanto 44• El Golfo romántico reviste, antes de aniquilarse, más formas diferentes que el gallo de Luciano; su alma siempre se encuentra en estado migratorio, y recorre al azar innumerables posibilidades; su guardarropas contiene todo tipo de disfraces; si lo desea, puede ser rétor, poeta o farmacéutico; y a veces también vagabundea tiernamente como un citarista enamorado. Posee el don de ubicuidad; es rey, grano de trigo, nada. Entre estos humores sucesivos y tan contrastantes como las encarnaciones de Brahma, sólo hay, según Kierkegaard, una

44 Op. cit., pp. 254 y SS.

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continuidad posible: la que se expresa en el Tedio. El tedio -el «spleen» romántico- es la síntesis de las disonancias y la fusión de los contrastes. Como el «Gracioso» de Ravel, el Pierrot del Carnaval de Schumann oscila indefinidamente entre el piano y el forte, entre la extrema suavidad y la extrema violencia; pero, precisamente, Pierrot se muere de tristeza, una tristeza inexpli­cable ...

C'est bien la pire peine De ne savoir pourquoi Sans amour et sans haine Mon coeur a tant de peine.

[Lo que más me duele / es no saber por qué / sin amor y sin odio / mi cora­zón sufre tanto.]

¿Acaso el Presto mendelssohniano y, en general, todos esos Perpetuum mobile de la fantasmagoría romántica, donde ya se adivina la rapidez de Poissons d'Or, no se proponen entretener ese tedio, y atontar la conciencia con su velocidad? El tedio es la unidad_ irónica, el vértigo que se anula a sí mismo; eternidad de una tarde, humorada seria, beatitud sin voluptuosidad, profun­didad superficial, siempre hambriento y siempre asqueado, el sp/een nos pasea tristemente a través de paisajes inconsistentes. Desesperar significa no saber en qué convertirse ni adónde ir; aburrirse significa, al contrario, poder ir a cualquier parte y po­der convertirse en cualquier cosa; significa estar absolutamente disponible, como el Oblomov de Goncharov. Los extremos se to­can, y así como se desespera por la pobreza y la soledad, tam­bién la riqueza o la felicidad excesivas acaban produciendo tedio; todo se convierte en oro, y no1 morimos de indiferencia, así como los hombres pobres y solps se mueren de indigencia. Si todo está permitido, nada está permitido. Ese alma neurasténica por exceso de libertad, exceso de virtuosismo, exceso de ociosidad, es como un navegante que muere de sed en medio del océano. Por­que la abundancia envilece: así queda en ridículo la competencia. De modo que el tedio es la desesperación invertida, la desespera­ción de los millonarios, de los acróbatas y de los humoristas; es la manera que tienen los ricos de ser pobres. ¡Qué ridículo! El ironis­ta se ahoga en su triste opulencia, en su plenitud vacía, porque ser­lo todo significa ya no ser nada. ¿Acaso hay pobreza más paradó-

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jica que la pobreza de la riqueza, indigencia más lastimosa que la indigencia de la abundancia?

Le ciel était trop bleu, trop tendre, Lamer trop verte et l'air trop doux45.

[El cielo era demasiado azul, demasiado claro, / el mar demasiado verde y el aire demasiado suave.]

El Demasiado es más insuficiente y más deficitario que un ¡No basta! ¿Acaso esta ú1te.p~o).i¡ que es tvoe.llx, este 1tópo; que es 1tiwx, este exceso que es una carencia, no es la desdicha de ser demasiado dichoso? De ahí que el tedio se manifieste como un dolor sin causa, una especie de angustia inmotivada. «Mi duelo no tiene razón de ser» ... al menos para quien atribuye la desdi­cha a unas causas objetivas, y necesariamente proporcionadas a su magnitud. Por último, ese yo sonámbulo es un yo que no es nadie: olÍ'tL;, como el sutil Ulises, personaje anónimo, rapsódico y aéreo, tan ligero como la espuma, tan perezoso como un poeta. Y no sólo eso: como dice Alexander Blok 46, el ironista, que no es nadie, tampoco tiene a nadie delante de él; ya no hay yo ni tú: la relación inmediata de la alocución de tú a mí queda anulada por esa retirada del otro. El ironista no es éste ni aquél, y del mismo modo tampoco está nunca en el ahora, en el Nunc, o mejor dicho, nunca es, sino que será o ha sido; vive en el pasado por el lamento y en el futuro por la esperanza; es pasatista y futurista, nunca presentista; es decir, que sus reinos espe.t:íficos son los rei­nos del Ya no y del Aún no, que son reinos inexistente de Nostal­gia y de Quimera. Ouxfo, ou1tw: ¡por todas partes No ser! Y así como no está en ningún momento del tiempo, tampoco está en ningún lugar del espacio, en ninguna parte. Maurice Boucher ob­serva que la ironía se relaciona con el pathos del peregrinaje. En todas partes exiliado, siempre transhumante, nómada eterno, el ironista nunca encuentra dónde establecerse, dónde plantar su tienda: es un apátrida o, como decía Novalis, un ciudadano del mundo. ¡Qué contraste entre este vagabundeo crónico y la radi­cación burguesa, sedentaria, casera de la seriedad! Como un fe­riante, el ironista nunca encuentra donde establecerse, donde plantar su tienda: es un apátrida o, como decía Novalis, un ciu-

45 VERLAINE, Spleen. 46 A. BLOCK, art. cit. (Rietch, 1908).

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dadano del mundo. ¡Qué contraste entre este vagabundeo cróni­co y la radicación burguesa, sedentaria, casera de la seriedad! Como un feriante, el ironista acampa en la provisionalidad de sus sucesivas residencias. De humor peregrino, siempre duerme fuera de casa, y se va por los caminos, como el vagabundo Eros, con su alforja de emigrante. Así, la vida irónica es un perpetuo viaje de modalidad en modalidad y de categoría en categoría; sólo tiene determinaciones inestables y epítetos ambulantes. El ironista, el viajero de los viajes oníricos, es siempre otro, está siempre en otra parte, llega siempre más tarde. Pero, por eso mismo, este bohemio es también todo el mundo y está también en todas partes; su Nusquam es un Ubique; su fuga es un cotejo de todas las máscaras de todos los decorados; y si es anónimo, ello se debe, sin duda, al exceso de seudónimos; tiene las manos vacías y el corazón lleno de sueños. Alma en paro y conciencia en pena, el eterno Extranjero se evapora en el reino del delirio.

En esto consiste el primer peligro de la ironía. El ironista se ausenta de sí mismo y se apoltrona, como leemos en Gaspard de la nuit, en el lecho dorado de los sueños. Múltiple como Fregoli y fantástico como Arlequín, vive una existencia distraída, hipoté­tica y volátil, en la que todas las formas se le escurren de los de­dos. Así, la vida irónica es pura negación y relatividad: flota entre realidades particulares sin posarse en ningún sitio, y su pro­pia riqueza no es más que la negativa a preferir una imagen en vez de cualquier otra; juega malas pasadas tanto a sus amigos como a sus enemigos y, a fuerza de traicionar a todo el mundo, se queda sola, flaca y desengañada, en medio de sus antojos.

3. PROBABILISMO

Mortal para el sujeto, la ironía es además nociva para el ob­jeto; no sólo el ironista se aburre y se encoge en la soledad de su vór¡cn~ vo~atw~. sino que también el propio objeto se vuelve inútil e inesencial. Porque no puede haber plenitud del yo sin respeto del no yo. La conciencia no puede despreciar el mundo sin exte­nuarse a sí misma, sin perder, como el cuervo, su queso 47 • Si no hay resistencia, no hay vencedor. Porque, para el ironista, lo dado importa muchísimo menos que la «manera», que el carác-

47 KIERKEGAARD, op. cit., p. 281.

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ter. O sea, que la ironía desconfía de lo real, y lo descuida. Co­mo el desprecio y la comicidad, la ironía es ante todo un efecto de relación 48 , y sólo tiene sentido en un mundo fragmentado en el que cada objeto es a la vez él mismo y lo que difiere de los otros. Esas discontinuidades entre las cosas, agravadas por el vacío que existe entre las cosas y nosotros, originan todo tipo de sentimientos distantes, sin calor y sin amistad. Por eso, como he­mos visto, los acontecimientos se van volviendo menos «gra­ciosos» a medida que afectan a las regiones más profundas y más centrales de la existencia. El juego, dice Aristóteles 49, es pueril y frívolo; pero el hecho-de-jugar es serio; y análogamente: la insu­laridad del diletantismo tiene algo de frívolo, pero el instinto «peninsular», que mantiene unida la buena suerte al «continen­te» de la vida, transforma la Aventura en Destino. Georg Sim­mel se pregunta en cierto pasaje por qué el marido engañado suele ser ridículo, mientras que la mujer engañada es casi siem­pre trágica: lo que sucede es que, para muchos hombres, el vínculo conyugal constituye un papel que deben desempeñar, como el de católico practicante o de escritor famoso, mientras que para la mujer constituye un «destino», como, por defini­ción, el Destino lo es Todo, sería imposible que moviera a risa. En cambio, casi todas las cosas finitas, incluso las más conmove­doras y las más graves, tienen un «rinconcillo» vulnerable a la ironía; y cuando las debilidades no existen, necesitamos crearlas; buscamos el defecto de la coraza que nos permita hacer palanca y disociar los sentimientos demasiado sublimes, que nos permita fragmentar una seriedad demasiado compacta y demasiado lisa. Por eso 50 la vida tiende a ser una tragedia en su conjunto, y una comedia, e incluso un vodevil, en los pequeños detalles de su co­tidianidad: ironizar sobre lo trágico del destino supone, pues, afectar que se lo trata como se trata a las anécdotas y sucesos de la semana ... ¿No es acaso en este sentido que el cadáver 51 repre­senta la seriedad absoluta? Porque la seriedad es lo total: como, por definición, fuera del todo no hay nada 52

, la seriedad es lo 48 Las ideas de Jean-Paul y de Schopenhauer sobre esta cuestión son fácil­

mente conciliables con las de Bergson. 49 Elh. Nic., X, 6, 1176 b, 22. Cfr. Régis JouvET, Les activités de l'homme

et la sagesse (Lyon, 1963), p. 66. 50 ScHOPENHAUER, Welt als Wille und Vorstellung, Supl., capítulo XLVI, § 58. 51 K1ERKEGAARD, Para un examen de conciencia. 52 SÉNECA, De vita beata, IX, 3: nihil enim extra totum est, non magis quam

ultra finem (supra summum).

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que no tiene relaciones con ninguna otra existencia; lo serio, es decir, lo «absoluto», no tiene relaciones. Baudelaire dice que la risa es una de las pepitas de la manzana, con lo que viene a afir­mar que la risa nació el mismo día que la ciencia del bien y del mal; en una nueva edad de oro, los rostros convulsionados para reír o para llorar en nuestra civilización histérica, recuperarían la serenidad. ¿Acaso la alegría, que involucra todo el ser, no repre­senta lo opuesto del sarcasmo? De esto se deduce también que la comicidad es un efecto de la contingencia: los monos dan risa porque podrían ser hombres; la necesidad, que excluye toda po­sibilidad y, por tanto, toda comparación, es invulnerable a la ironía. Análogamente, lo gracioso, según Bergson, no es el me­canismo como tal, ni lo vital como tal, sino el autómata, o sea, la máquina que parece un ser vivo, o el hombre que parece una máquina. Y no sólo eso: las cosas son más bien graves por lo que tienen de profundo, y más bien fútiles por lo que tienen de su­perficial: separadas en la superficie, se juntan en el fondo de la vida, en esa región seria donde el universo está presente en cada una de sus partes. Lejos de ser simpatía, la ironía es, pues, todo lo c0ntrario: hostilidad, o al menos indiferencia y frialdad; subraya detalles unilaterales y parciales; se sitúa en la periferia para seguir siendo exterior a las cosas; no deja que las partes se­paradas se reabsorban en la ingenuidad de una visión crédula; las combina de las maneras más extrañas y juega a ensayar toda cla­se de asociaciones, de acoplamientos, retruécanos y combinacio­nes monstruosas: porque esas alianzas estrafalarias, y tan noci­vas para el objeto, son la consecuencia natural de la abstracción irónica. El ironista se anestesia a sí mismo para que el sabor de las cualidades ya no lo emocione, y con ello renuncia a esa pre­ciosa ingenuidad en virtud de la cual las cosas nos resultan humanas y acogedoras.

Así pues, la ironía carece de pectus, como dice Amiel, o sea, de celo, de equilibrio y de gravedad. Realmente, es demasiado li­gera y demasiadQ inteligente; es tan imponderable que casi desea­ríamos que fuese un poco más pesada; querríamos que no fuera tan alada, ni tan veloz. ¿Acaso la «gravedad» no es al mismo tiempo peso y aplicación? La ironía es demasiado lúcida para actuar. La aventura de la decisión entraña un poco de clarividen­cia, y también un poco de ceguera; hay que saber recordar, pero a veces también hay que saber olvidar. Como la ironía desdeña ese coraje aventurero de la voluntad espontánea, de la ira espon-

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tánea y de la reacción espontánea, nunca podrá emprender nada; se envuelve en su perífrasis e, incurablemente tímida ante el vér­tigo del Fiat, se condena a sí misma a la esterilidad. La ironía ama naturalmente la floritura; en lugar de tomar el camino real, se dispersa por mil senderos tortuosos. Por otra parte, esa ironía hastiada y demasiado escrupulosa ya no cree en nada; nada vale la pena, y el mundo sólo es vanidad; se desvaloriza el no yo por ex­ceso de conciencia, y al final sólo puede vivirse en estado de no­madismo intelectual. ¿De dónde sacaríamos el coraje para em­prender algo, para escoger entre las diferentes posibilidades, para cortar el nudo gordiano de las deliberaciones interminables? La elección supone el desequilibrio, es decir, la preferencia; obsérve­se que la preferencia no podría surgir de los propios móviles espe­culativos, porque las ideas no engrendan ideas; para pasar a la acción, es decir, a la novedad, es necesario que una fuerza pasio­nal nos incline arbitráriamente hacia una posibilidad en lugar de hacia otra. Sin este potius quam parcial es imposible adoptar po­sición alguna ... Pero, ¿cómo la ironía, que finge no favorecer a nadie y no tener preferencia alguna, cómo esa ironía igualitaria y niveladora podría escapar a la oscilación indefinida de la lrcox~? El ironista es el que vacila. El ironista no se atreve. No se le cono­cen «debilidades» ni injusticias graves ni predilecciones humanas; como mantiene pareja la balanza entre las diferentes formas del ser, renuncia a la parcialidad de esas iniciativas aleatorias que son las únicas capaces de resolver las alternativas de la elección. ¿Acaso el «desinterés» irónico no será «indiferencia»? La ironía es tan indiferente cuando no se interesa por nada como cuando se interesa por todo. El tierno cariño siempre entraña cierto pri­vilegio: pero la ironía es más tolerante que generosa, y organiza la competencia de todos los valores para no tener que elegir; en un corazón demasiado hospitalario, los afectos se obstaculizan mutuamente, y el amante innumerable anula esas promociones sentimentales que sólo la espontaneidad engendra. Escoger a to­das no es elegir a ninguna: ¡decir que sí a todo el mundo es como decir siempre que no! En efecto, a la isostenia se llega por dos caminos opuestos: por el escepticismo que no admite ninguna verdad, y por el relativismo que, al admitirlas todas, hace que unas destruyan a las otras. En el vodka de la ironía, dice Alexan­der Blok, el que ríe ahoga tanto su esperanza como su desespera­ción. Todo acaba en lo mismo, todo es igual. La adiaforía uni­versal confunde las jerarquías y sumerge los valores. Así es esa

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generosidad negativa que coquetea con todas las ideas, y que, siempre a punto de prendarse, finge a cada momento no profun­dizar en nada; liba, mariposea, sólo tiene pasioncillas; todo lo que roza se vuelve insignificante. De modo que puede estar tran­quila: no quedará comprometida. Aquí la tenemos, tal como ha querido ser: sin inocencia, sin fidelidad ni candor, sin bondad, sin positividad amante; impotente, también, por ser demasiado amplia ... En el fondo, las conciencias creadoras no detestan la li­mitación, que les permite realizar algo; la ironía, que no acepta límite alguno, quiere reinar sobre todas las posibilidades: por tanto, sólo conseguirá reinar sobre fantasmas; será, como Plu­tón, infinitamente rica, pero no existirá.

El ironista no disuelve la seriedad del objeto sólo a través de sus abstención, sino también a través de las fragmentaciones a las que lo somete. No es necesario insistir en que la ironía tiende hacia Jo discontinuo; así como el conceptualismo de Sócrates conduce al nominalismo de los Cínicos, también la ironía se pul­veriza en sentencias y proverbios 53 ; arremete incluso contra el lo­gos y el pensamiento especulativo en general, y pone en entre­dicho la posibilidad de la predicación. Análogamente, el espíritu de conversación tiende a convertirse -en el siglo XVIII- en burla mundana, al tiempo que la evidencia cartesiana degenera en fenomenismo o en solipsismo. ¡Épocas críticas, ávidas de fór­mulas brillantes, de certezas inmediatas y de presencias instantá­neas! Desgarrada por ese viento del norte, la periodología se des­integra en mil trozos, como el confeti multicolor que llueve sobre el Corso un día de carnaval. Con su acerba y precisa dureza, la ironía es alternativamente espíritu prosaico que destruye el pasa­do por el presente, y el delirio novelesco que destruye el presente por el pasado: pero -pasatista o presentista- siempre resulta disolvente; desmenuza las generalidades patéticas: el impulso se convierte para ella en un rosario de estaciones, y el «impulso des­interesado», en una rapsodia de escrúpulos. Para darse una idea, si no del desmenuzamiento irónico, al menos del análisis humo­rístico, compárese los Jets d'eau d la villa d'Este de Franz Liszt con los Jeux d'eau de Maurice Ravel; allí donde Liszt, peregrino patético, vio grandes ráfagas, el ironista, el descendiente de Scarlatti y Couperin, percibe más bien multitud de gotitas, una

53 Hermano CottEN, Ethik des reinen Willens, p. 506 (contra el aforismo).

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especie de llovizna como la que cae con ruido uniforme sobre los jardines de Ile-de-France.

Tout son collier de blanches perles Dans le ciel bleu s'est délié ...

[Su collar de blancas perlas / en el cielo se desgranó ... ]

Con estas palabras Charles Van Lerberghe, anticipándose a Ga­briel Dupont, se dirige a «mi hermana Lluvia» 54. En la respira­ción de las olas y de los grandes vientos de ultramar, Debussy es­cuchó esos mil ruidos imperceptibles a que alude Leibniz: apenas susurros, trinos, roces, murmullos furtivos; las familias de ins­trumentos se subdividen y ríen para sus adentros. La fina morde­dura del «puntillismo» corroe todos los timbres y disgrega todas las cualidades. Es cierto que en los «impresionistas» franceses este análisis es más bien un producto del pudor ... Por otra parte, ya tras la vasta pañería romántica podía entreverse la carcoma de la ironía, el cromatismo que disuelve, como un ácido, las melo­días más enérgicas; el canto se desintegra en notas yuxtapuestas, los trazos y las gamas se pulverizan. Así como el cromatismo ataca las músicas ingenuas, también la ironía, corrosiva y des­confiada, ataca los «grandes principios». Ya sólo hay anécdotas. El ironista, dice Jean-Paul, se pasea entre arriates sembrados de restos multicolores: cuando la burla mordaz acaba su faena, sólo queda de la vida un conjunto abigarrado de átomos, retruécanos y epigramas inconexos.

Doblemente peligrosa para el sujeto, a quien expone al vérti­go del sp/een o bien a todo tipo de complicidades clandestinas con el escándalo, la ironía también representa un doble peligro para el objeto: uno se llama probabilismo, el otro, atomismo. De una parte, destroza las totalidades serias del sentimiento y del discurso; de la otra, volatiliza todos los problemas en lugar de resolverlos; decide, por ejemplo, que el mal, la muerte y el dolor no existen 55 ; o sea, que su coraje es más indiferencia. Porque el valor no consiste en declarar irreal la dificultad, sino en asumirla en toda su fuerza, su positividad y su tragedia, para poder resol­verla mejor. Los hombres serios acusan a los grandes ironistas

54 La Chanson d'Eve. Gabíiel DuPONT, La Maison dans les dunes, n. 0 4. 55 KJERKEGAARD, op. cit., p. 280; Georg SJMMEL, Einleitung in die Moral­

wissenschaft, t. 1, p. 217.

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-Voltaire, Paul-Louis Courier, Renan- de haber sido grandes prestidigitadores, de haber desarticulado las grandes cuestiones y de haberlas reducido a perogrulladas o a seudoproblemas: para el ironista, los debates más importantes proceden de malentendi­dos acerca de las palabras, de modo que bastaría con definir los vocablos utilizados para situarse por encima del conflicto; con gran derroche de bromas se rechazan las antítesis perimidas, y se ridiculizan las «verdades eternas». Sin embargo, ridiculizar no equivale a refutar; ¡una cosa es burlarse de un problema, y otra resolverlo! Los espíritus sutiles inventan toda clase de pretextos para no elegir, para rechazar los dos extremos .. . Pero, ¡ay!, no elegir es también una manera de elegir; y nadie puede eludir la alternativa del Pro y el Contra. Utinam frigidus esses, aut ca/i­dus! Sed quia tepidus es, et nec frigidus nec ca/idus, incipiam te evomere ex ore meo 56• De este modo, el ironista se condena a las abdicaciones más escandalosas; está tan interesado en sus pro­pias preguntas, que apenas escucha la respuesta; como le sucede a Sócrates en muchos diálogos, ¡olvida, extrae las conclusiones de lo que el otro responde! ¿Acaso esa ironía gaseosa, astuta y corrosiva, que escamotea todos los problemas importantes, no miente a su vocación profunda, en una palabra, a su humanidad?

Según dicen, Satán es el humorista .. . ¿Acaso podemos de­mostrar que, por una vez, Satán es el más fiel amigo de los hom­bres, y que se necesita no haber entendido en absoluto la broma para tratarlo como un mentiroso? Veamos si, por nuestra parte, no hemos incoado contra la ironía un proceso de Méletos: la iro­nía, decían los filisteos, desacredita a los dioses de la ciudad y perturba el cerebro de los jóvenes. ¿Será verdad, pues, que la ironía desmoraliza al sujeto así como desintegra al objeto?

4. LA IRONÍA HUMORÍSTICA

Mostremos ante todo que, si la ironía rebaja y trivializa cada singularidad por separado, sólo lo hace para respetar mejor el conjunto de lo real. Este contraste corresponde a la típica ambi­~üedad de las operaciones irónicas. La ironía es al mismo tiempo ~entido del detalle y pensamiento de lo universal, 'tou xcx9óAou. Aunqu.e erizada de sarcasmos, de libelos y de púas agudísimas, la

S6 Apocalipsis, Ill, 15-16.

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ironía es la capacidad de considerar las cosas desde un punto de vista general: el detalle evoca el conjunto del que ha sido irónica­mente extraído para poderse apreciar mejor. Pero mientras el in­dividualismo se las arregla para encontrar una miniatura del uni­verso, o, como suele decirse, un microcosmos, en las singularida­des típicas, el «ironismo», en cambio, quiere el detalle insignifi­cante y, en la medida de lo posible, ridículo, para que restituya el todo, no a través de un desarrollo extensivo de su contenido, si­no por una magia instantánea y apelando a las potencias alusivas de la intuición. Así puede decirse muy bien, parafraseando a Pla­tón: au1101t'tLxo~ 1~p ó dpw11. ¡La ironía es paradójicamente sinópti­ca! El ironista cobra altura 57 y busca panoramas de aeronauta. Para ser justo con él es necesario abandonar el punto de vista de las particularidades ambiciosas a cuyas expensas nos divierte. En realidad, el detalle es más risible que ridículo; y así como en este mundo todo tiene límites, también todo tiene su valor: porque es propio de la ironía afirmar al mismo tiempo la positividad de la imperfección de cada cosa creada. Casi nada es despreciable. Pe­ro también, casi nada es indispensable. El humor dice que nada es irreemplazable, pero el remordimiento protesta diciendo que todo es irreemplazable: la ironía armoniza el remordimiento y el humor, y decide que nada es vanidad, aunque todo sea vanidad. Ser consciente de que el individuo pasa y las instituciones quedan, y de que la obra sobrevive al obrero, resulta, al mismo tiempo, re­confortante y un poco triste; lo más ridículo es que a veces la in­justicia contribuye a edificar la armonía general, que a veces son sus propias teorías las que matan al teórico, que a veces una so­ciedad importa de otra parte unas ideas, sentimientos, produc­tos, un lenguaje, que, sin embargo, ella misma había inventado; el fenómeno desmiente la ley; y el individuo, la especie; y el fin se realiza a través de unos medios paradójicos ... Todas estas in­coherencias metafísicas, económicas, sociales componen lo que vulgarmente se llama la ironía del destino. ¡La ironía es la fecun­didad del error! ¡Son ironías, la contradicción providencial, la teleología del fracaso y las extrafias coincidencias del destino! ¿Acaso Leopardi, y el Kirilov de Feodor Mikhailovich, no nos han repetido bastante que el destino es una farsa, el planeta una mentira y la vida toda una especie de diabólico vodevil? ¡Qué ri­dículo, también, que las más majestuosas ideologías estén a la

57 wAvw9tv lm9twpttv, dice MARCO AURELIO (El~ 1.au,óv, IX, 30).

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merced de un hecho minúsculo, que los grandes hombres sean a menudo el producto de los pequeños azares! A veces el azar hace tan bien las cosas ... La ironía acaba convenciéndonos de lo si­guiente: ¡el todo es tan necesario como contingente es el detalle! En esto consiste el optimismo del pesimismo. La ironía posee una especie de elasticidad infinita que le permite digerir las anti­nomias totalizándose siempre, y acomodarse a los caprichos de la fortuna adaptándose a todas las diversidades de lo dado ... No indignarse demasiado por las traiciones ni asombrarse dema­siado por las conversiones, considerar a los renegados con una ironía indulgente, significa demostrar una sabiduría que no es necesariamente escéptica y que a veces no dista mucho de la sim­patía. Como el demonio le molesta cuando está traduciendo la Biblia, Lutero le encuentra de inmediato un sitio en su universo. Ironizar es, pues, comprender y ampliar el propio horizonte para absorber el carácter «esporádico» de la evolución 58 y resolver las disonancias de la vida; y es también ser «indulgente», o sea, es­tar siempre más allá de los límites que, en determinado momen­to, nos impone nuestra condición; la ironía, que reflexiona sobre su propia reflexión, sería una «conciencia de "allendidad"» 59•

Entre esta finura indulgente, que perdona al universo como se excusa a un amigo, y la burla estrecha, hay tanta distancia como la que, en Spinoza, separa el risus de la irrisio: porque hay una risa que, como la ira, los celos y la superstición, es un sentimien­to distante y hostil. La ironía tiene en cuenta mil matices que la burla somera ni siquiera ve; porque esta última es una alegría se­gún la letra, mientras aquélla es una alegría según el espíritu.

Pero la ironía desempeña, sobre todo, un papel capital en nuestro perfeccionamiento interior. Y, en primer lugar, en nuestras relaciones con el universo. ¡Hay tan pocas cosas impor­tantes! «There's nothing serious in mortality», dice Macbeth; «ali is but toys». La cómica nulidad de las ocupaciones humanas nos da risa, y empezamos borrando del mapa de nuestras preocu­paciones esas pequeñas inquietudes que agitan la ociosidad provin­ciana y que nunca duran más que una tarde. Basta pensar en la sonrisa melancólica y desengañada con que hojeamos nuestra agenda del año pasado, testigo de nuestras importantes citas y de

58 HóFFDING, Humor als Lebengefühle, passim; PALANTE, ar/. cit.: Fr. PAUL­HAN, La Mora/e de l'ironie, passim.

59 A. GIDE, Les Faux-Monnayeurs, p. 364.

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nuestras inmensas preocupaciones difuntas... Según Plotino, Hércules sonríe en el Hades al recordar sus trabajos terrestres . ITpoi; ,:(X &ouicpopcx &oLcxcpope.tv, dice Marco Aurelio 60: ¡ser indiferen­te a las cosas indiferentes! La ironía va derecho a lo esencial y desvaloriza esas tragedias macroscópicas; de ese modo, se calma se airea, se simplifica. Para ridiculizar la mezquindad de nuestras conversaciones, la ironía simula el énfasis y la solemnidad bufo­nesca; también ella hace mucho ruido y casca pocas nueces. Se burla, como Erick Satie, del que acarrea grandes piedras, y suda sangre y agua abrumado por tanto peso (es una piedra pómez) . Precisamente, ciertos estéticos explican la risa como un efecto de la degradación repentina, como una especie de contraste descen­dente 61: la montaña pare un ratón; esta teoría clásica no explicaría tanto la risa como el efecto recreativo y deflacionista de la ironía: la ironía desinfla la falsa sublimidad, las exagera­ciones ridículas y la pesadilla de las vanas mitologías. Como hay en nuestras ideas una tendencia a llegar hasta el final de las antítesis intransigentes, como hay en nuestros sentimientos una inclinación pasional que los volverá obsesivos y, por decirlo así, cancerosos, como hay, por último, en nuestros actos una disposi­ción a convertirse en hábitos o en ideas fijas, necesitamos un ele­mento moderador que, con cierta frivolidad benigna, compense el triple «frenesí» de la lógica, la memoria y el sueño. Ese ele­mento regulador es la ironía. Principio de inhibición de los senti­mientos, la ironía desempeña un papel comparable al de esos «reductores» que, según la psicología académica frenarían la ten­dencia alucinadora de las imágenes; contrabate el absolutismo patológico y hace que la grandilocuencia se avergüence de ser lo que es; mediante una especie de levitación, supera nuestra grave­dad espiritual, y, por último, detiene la proliferación compla­ciente de los adjetivos. De ese modo, la ironía nos inmuniza contra la decepción; es el antídoto de las falsas tragedias, la con­ciencia de que ningún valor agota todos los valores; lucha contra la inercia de los sentimientos que se fijan y se convierten en tic, fórmula o manía; llama al orden a los dolores que se eternizan y

60 El, Éau,óv, XI, 16. Y PLOTINO, Enéadas, IV, 3, 32. 61 Por ejemplo, NOVALIS, ed . Minor, t. II, p. 217 ; BAUDELAIRE, Curiosités

esthétiques: De l'essence du rire et généralement du comique dans les arts plasti­ques; Stendhal comparte esta manera de pensar, así como, entre los modernos, James SuLLY (An essay on laughter), Bain y Hoffding.

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pretenden ser totales, es decir, desesperados; es, pues, una gran consoladora y al mismo tiempo un principio de mesura y equilibrio, algo así como el 1tÉpcxi; o límite, según el Filebo; mor­tal para la pendatería maniática y para todas las inclinaciones unilaterales de la mente, forja almas armoniosas, equilibradas, multilaterales, cuyo centro ya no es un vicio, sino un valor real­mente esencial. ¿Existe algún control más exacto de las buenas intenciones aparentes, una prueba más rigurosa para la sinceri­dad a medias y las desesperaciones meramente literarias? Desde luego, esta profundización del orden mental, esta nueva jerarquía de intereses y tendencias, sólo se consigue a costa de grandes sacrificios: la mayoría de las veces, la ironía no nos exi­girá entusiasmo, sino resignación, paciencia y simple sentido del humor. Porque no somos ángeles. Cualquier instinto, cualquier pasión puede destrozarnos el corazón ... ¿Cómo podrían caber todos en nuestro pecho? La ironía representa la solución de compromiso que les permite soportarse mutuamente, a fuerza de concesiones y de realismo. La ironía no es más que uno de los rostros del pudor .

Todos los sentimientos tienen su propio pudor; y no sólo el cuerpo, sino también toda la conciencia 62• Lejos de explicarse por razones utilitarias, como el instinto de conversación o las exigencias biológicas de la selección natural, el pudor se mani­fiesta como un temor que suele ser gratuito y cuyo objeto es bas­tante impreciso; el pudor es esencialmente «pánico», es decir, metaempírico. Ya sea, como en Racine, salvajismo domesticado, o bien discreción innata, el pudor expresa lo más delicado de nuestra cultura interior. Entraña ante todo el respecto por un misterio, especialmente en el amor, la más rica y la más grave de las emociones; el pudor respeta en el Otro ese elemento noctur­no, impenetrable, misterioso, en el que nuestra propia ipseidad se reconoce a sí misma. El pudor es el presentimiento de una dignidad espiritual que distingue a las cosas del alma, dignidad que corremos el riesgo de profanar si, por estúpida franqueza, mancillamos su secreto. Ya hemos mencionado ese miste~o al hablar de lo inefable e indecible que emana de las palabras, que las rodea y las vuelve alusivas: así como lo inexpresable envuelve como un halo lo proferido, también la persona aparece envuelta

62 Ver L. DuGAS, «La Pudeur» (Revue philosophique, 1903, 11, pp. 468-487). Max SCHELER, Ueber Schamgefühl (Nachlass).

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en una aureola de imprecisión. El pudor es el delicado manejo de ese nimbo impalpable, imponderable. Paradójica coquete­ría de la inclinación, el pudor atrae y a un tiempo rechaza, y esa indecisión le confiere un encanto insuperable que es a la vez torpeza y facilidad, audacia y timidez; por tanto, no es como di­ce Leibniz, motus primo primus, sino, al contrario, reserva contra natura, exquisita discreción de un alma que se defiende de sí misma. En el pudor, como en la ironía, opera un principio temporal. Como nuestros sentimientos están organizados en pro­fundidad y están preñados de virtualidades tácitas, todas sus po­tencias no podrían desarrollarse de golpe: necesitan madurar yac­tualizarse en forma progresiva. El pudor es una precaución del alma que regula las transiciones, separa los planos, e impide que el instinto se arroje glotonamente sobre el amor, quemando las etapas. La graduación púdica tiene sus razones; pero, sin duda, su meta no consiste en excitar nuestro apetito. El pudor sabe que una inclinación satisfecha de prisa y corriendo es mera llamara­da, y que nada duradero puede fundarse sin pasar por la prueba del tiempo. «Una contemporización razonable -dice Baltasar Gracián- madura los secretos y las decisiones.» Y en otro sitio: « ... la precipitación siempre engendra abortos ... » 63. Así como las súbitas y pasajeras revueltas de la indignación no llegan a constituir una verdadera voluntad revolucionaria, así como la propia cultura supone una lenta impregnación de espíritu, una infatigable paciencia técnica que acepta la ingrata vigilia y el pur­gatorio de los solfeos, también existe una iniciación a la intimi­dad del tuteo para la cual el impudor es sobre todo una prisa ex­cesiva, una familiaridad prematura, un sentimiento nacido antes de término. Las intimidades fulminantes son como los niños de­masiado precoces: se marchitan pronto porque no han profundi­zado en sí mismas penetrando en la espesura purificadora de las decepciones y las pruebas. Pero el «flechazo» supone una incu­bación secreta en el inconsciente. La naturaleza parece preverlo, porque retrasa la aparición de las muelas del juicio y de la barba en el mentón: lleva menos prisa que nosotros, y es como si quisiera mostrarnos que cada cosa tiene su fecha. La pubertad llega a los veinte años, de modo que para experimentar el amor hay que esperar, como espera Bergson que se derrita el azúcar

63 El cortesano, máxima 55. El Discreto, Ill.

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para beber 64; las enfermedades mismas pasan por una serie de etapas que es imposible saltarse sin poner en peligro la curación. El devenir es el fecundo y secreto laboratorio al que la vida se re­tira pacientemente para realizar su profunda tarea terapéutica y transformadora . Así, la operación de la vida es por esencia pu­dorosa: respetar ese pudor significa dejar que actúe la iátrica es­pontánea de la historia, o sea, la virtud terapéutica implícita en todo desarrollo y crecimiento. «Ich glaube an die Zeit», dice Gutzkow. El pudor es en laboriosa lentitud lo que la humildad es en bajeza y ocultación .. . En las cosas del corazón, como en las del cuerpo, el oblicuo pudor evita toda improvisación, toda ten­dencia a quemar las etapas o a precipitar el curso natural de la pa­sión. Joubert describe con delicadeza esa finalidad profunda del pudor 65: amortiguando los choques exteriores y tamizando las imágenes, nos permite esperar el momento más favorable para la expansión del amor, porque cada pasión tiene su momento ade­cuado; el pudor nos permite sentir la complejidad y la gravedad del misterio amoroso. L. Dugas distingue tres variedades de pu­dor: el del amor que inspiramos, el del amor que sentimos, y el del amor que expresamos. Primero no sabemos si nos amarán, luego nos preguntamos cómo nos aman, cuánto, por qué razón, y tememos que no nos amen como querríamos, y temblamos pensando que no sabrán reconocernos. Después tememos ser in­capaces de amar, porque no somos conscientes de nuestros pro­pios recursos; nos ruborizamos de nuestro enternecimiento y du­damos de nuestra profundidad. Por último, no sabemos si podremos expresarnos dignamente, si lograremos llegar hasta las verdades del corazón.

La ironía es un pudor que, para tamizar el secreto, recurre a una cortina de bromas. No ignora que el amor es un asunto de gran constancia; de modo que las almas simplistas que se exta­sían en su propio encanto, y se envuelven en su sinceridad, suelen ser las más veleidosas. Hay palabras que deben pronun­ciarse pocas veces, y otras que sólo se dicen una vez en la vida: el ironista, que se burla de los valores porque cree en los valores, lo sabe. Entre la sorna y la ironía existe la misma relación que entre la pudibundez y el pudor: así como la pudibundez se esconde sin tener nada que esconder (¿acaso no es una forma de impudor?),

64 Évolution créatrice, p . 10; La Pensée el le mouvanl, p. 19. 65 CEuvres, t. 11, título 6.

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también la sorna es burla vacía, frivolidad de los sentidos y del corazon; es al mismo tiempo tan burlona como la ironía y tan pobre como la ingenuidad. La ironía, en cambio es aún más seria que la seriedad. Sabemos que existe una seriedad totalmente ne­gativa, que coincide con la frivolidad, porque profundiza dema­siado, y con demasiada prisa, porque siempre va adelantada, siempre es excesiva, siempre es inoportuna; no sabe decir lo que hay que decir, ni sabe cuándo decirlo: es locuaz cuando hay que callar, y silenciosa cuando habría que hablar... En cambio la ironía, respetuosa de los matices, sabe esperar la ocasión única, sabe expresar lo inefable, tocar lo intangible, alcanzar lo inalcan­zable; respeta la cronología del corazón; como es fugaz por natu­raleza, está preparada para los «hapax», para los acontecimien­tos fugaces y las coyunturas semelfácticas. La ironía es el espíritu de finura, esa punta sutil que nos permite alcanzar lo irrever­sible . El esoterismo de la ironía demuestra aquí su sentido pro­fundo. Así como a veces la timidez recurre a audacias ajenas pa­ra ocultarse, también las bromas son un velo transparente que el tierno humorista agita delante de sí: de ese modo, la pasión humorizante que desconfía de sí misma se incluye en su propio humor. La oblicua ironía evita tanto el tuteo directo como la alocución frontal que convierte a la amistad en una camaradería superficial, en algo ya completo que se comparte de entrada y sin tomarse el trabajo de descubrir los valores de la otra conciencia. Este tipo de relación da por supuesto que el otro no se expone totalmente ante uno, así, en la superficie, y que nos reserva de­terminados problemas, que pertenece además a otros círculos so­ciales, que tiene en sí mismo una multitud de relaciones comple­jas, y una organización profunda, y muchas dimensiones inexploradas. El «Tú», símbolo de las intimidades fáciles, traslú­cidas y sin futuro, sitúa a los amigos en el mismo nivel; ambos suponen la simplicidad del otro, aunque sientan que ese otro es un extraño; se ven desnudos, pero no se conocen. El «Usted», en cambio, respeta el enigma, es decir, lo infinito que existe en todo ser. «Era un pequeño ser misterioso como todo el mundo», dice Arkel al final de Pel/éas et Mélisande, ante el lecho de la pe­queña muerta. ¿Acaso la ironía de Debussy no es en gran parte respeto por ese misterio, y resistencia a las facilidades del pathos? Pero es en el autor de Pénélope donde el pudor y la lítote odiseica aparecen más estrechamente unidos. De Mallarmé se ha dicho que, si hubiese querido, podría haber sido Víctor

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Hugo. También Fauré habría podido ser Chopin y Gounod, si hubiese querido. Pero no quiso. Ahora bien, la grandeza reside en la abstención. De ahí esa noble reserva y esa alegría siempre velada de melancolía que son, en el músico, un efecto del humeur bergamasque. En el spleen verlainiano, Fauré encontró la idea de una dicha inmerecida, gratuita y, por decirlo así, casi increíble: Ya que toda esa dicha consiente en ser mía ... No parecen creer en su dicha ... Y sus caprichosos disfraces son casi tristes ... 66• El pudor consiste en aceptar la dicha con humildad, como un don precario y siempre revocable, en lugar de considerarla como un derecho, o como una conquista lograda en lucha refiida con el destino 67

• Timidei de alegría, fiestas «en sordina», o, como dice Gabriel Dupont, «melancolía de la dicha ... » se diría que sus pri­meras representaciones alegóricas aparecen en la tragedia griega: porque, por su propia desmesura, la dicha inmoderada es objeto de los celos reguladores de Zeus, o de ese principio compensador que los griegos llamaron Némesis. La conciencia dichosa apenas se atreve a reconocer su felicidad; casi pide perdón por reír y existir; en su modestia, agradece permanentemente a la fortuna. La ironía es un estado de gratitud en el que todo éxito se consi­dera un producto de la suerte, en el que nadie se cree digno de los favores de la fortuna, en el que las cosas se nos aparecen, co­mo la primera dulzura de la primavera después de un largo in­vierno, mil veces más bellas y más puras que nosotros. Al elegir una existencia distinta de la suya, el ironista opta por una vida diferente, dramática e infinitamente tierna; en vez de machacar involuntariamente, y dejar que se pierda el sabor de la novedad, se cita a sí mismo, con ironía, y así sale al paso de la burla ajena: como Florestán, que baila en un carro de Carnaval el primer vals de Papillons; esas reminiscencias son el espejo donde la persona contempla su propio sosías, y se ríe de su imagen invertida. Se dirá que no son más que rebuscadas sutilezas. ¿ Y si el rebusca­miento no fuera más que la oblicuidad del pudor, el rodeo de la perífrasis y una especie de hermetismo espontáneo de la concien­cia? ¿Acaso el rebuscamiento que consiste en evitar la palabra propia y directa reemplazándola por el púdico circunloquio no se identifica con la poesía misma? Una cosa es ser ampuloso y otra

66 Clair de tune, La Bonne Chanson ... : «J'ai presque peur, en vérité ... Et je tremble ... », etc.

67 Cfr. KIERKEGAARD, Entweder Oder, I, pág. 262.

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tener, como Fauré, el pudor de la elocuencia. El ironista quiere proteger cierta profundidad secreta que lleva dentro de sí; se niega a decir demasiado pronto lo indecible, y conserva con el mayor de los cuidados esa parcela poética y virginal que sobre­vive en nosotros a las manifestaciones más escandalosas del pathos.

Así pues, esa ironía corrosiva como el vitriolo esconde un gran fondo de seriedad. Digamos ante todo que no hay ironía absoluta; y así como en el acto mismo de la duda Descartes des­cubre ya la operación espiritual que lo llevará a la existencia de algo, también la ironía siempre está a punto de apoltronarse, de nombrarse a sí misma y de instalarse en el centro de un sistema. Esto es muy visible en los filósofos románticos: empiezan siendo los caballeros del «caos ágil» y de la «bufonada trascendental» y acaban convirtiéndose -¡todos esos conspiradores!- en los teó­ricos de la Santa Alianza y de la Eur.opa archimonárquica; Frie­drich Schlegel escribe la filosofía del sistema Metternich, y Schelling acaba adhiriendo a los dogmas de la revelación. Por su parte, Schumann reniega de Eusebio y Colombina, y construye grandes composiciones clásicas, como Beethoven. Incluso Liszt, el amigo de la libertad y las barricadas, el generoso, el sublime, recibe un día las órdenes religiosas; ¡él, el sansimoniano, el her­mano de Prometeo, de Mazepa, de los gitanos y los amotinados de Lyon, vistiendo con una sotana sus magnánimas locuras! Pe­ro, atención: no se trata de una última trampa, como la del gallo de Esculapio, o la de la «conversión» de Satie ... ¡La cosa va muy en serio! ¿Entonces es eso lo que llamaban Humor? Antes de condenarlos veamos si en el paso de «Humor» a «Ernst» no exis­te alguna fatalidad análoga a la que, en Descartes, transformó la viva certeza en dogmatismo, y la Cogitatio en Res cogitans. Re­sulta que la dialéctica de La Rochefoucauld y de Zenón de Elea se destruye a sí misma: no existe una maldad radical ni una nega­ción pura, y la extensión ya entrafia los elementos indivisibles que supuestamente la componen; así como el escéptico detecta sin cesar los errores de la verdad y los vicios de la virtud, también hay derecho a mostrar el altruismo que existe en el egoísmo y la verdad relativa que contiene todo error. Por ejemplo, la modes­tia remite a la vanidad, que, a su vez, es uno de los rostros de la humildad; la hipocresía, que no es buena, porque no es más que el amor propio disfrazado, tampoco es absolutamente mala, por­que quiere parecer moral. Las «circunstancias atenuantes» son

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innumerables, y si todo me acusa, todo me excusa. Análogamen­te, la seriedad y la broma remiten sin cesar el uno al otro: hasta en el odio, la ironía de Mefistófeles -en Liszt- sabe encontrar inflexiones viriles y generosas; y sentimos admiración por esa maravillosa maldad que, a punto de alcanzar la negación más extrema, revela una capacidad de exaltación tan intensa como la del amor. De modo que ya no nos asombremos de que el hege­liano Solger elabore una mística de la ironía; ni de que el propio Friedrich Schlegel descubra en ella un principio de entusiasmo y

' 68 energia... . Esa ironía que al final resulta seria es lo que, con Hoffding,

podríamos llamar Humor. Ahí está el sentido usual del término, que Je reconoce un matiz de gentileza y de afectuosa bondad, no siempre atribuidas al ironista. La ironía mordaz entraña cierta malevolencia y una especie de amarga acrimonia, que excluyen la indulgencia; a veces la ironía es acerba, despreciativa y hostil. El humor, en cambio, siempre entraña cierta simpatía. Es realmente la «sonrisa de la razón», no el reproche ni el sarcasmo impla­cable. Mientras que la ironía misántropa conserva una actitud polémica respecto de los hombres, el humor, en cambio, siente cierta compasión por objeto de su burla; es el cómplice secreto de Jo ridículo, se siente en connivencia con él. La encarnación de ese tierno humor de la ironía no debe buscarse en los románti­cos alemanes, tan glotones, tan tudescos, tan pedantes, tan bur­gueses y provincianos hasta en sus claros de luna, sino en Heinrich Heine. El humor es la ironía abierta: porque si la ironía cerrada no desea instruir al otro, la ironía abierta, en cambio, es, en última instancia, principio de entendimiento y de comunidad espiritual. Como diría Jean-Paul, la ironía cerrada es la nube de langostas de las venganzas ruines, que se comen las flores y de­vastan la ingenua credulidad; esta ironía no ha superado aún el pesimismo de la sátira. La ironía humorística, por su parte, siempre entraña cierto grado de humildad; carece de acrimonia, y, a través de una mediación conciliadora, sabe pacificar las crueles antítesis del sarcasmo. El humor, dice Cohen 69, deja de lado el pesimismo de la sátira vengativa que amenaza con el puro

68 Cfr. J. ROUGE, «Culte et culture du moi chez Frédéric Schlegel» (Revue de Métaphysique et de Mora/e, 1934, p. 233).

69 Hermann COHEN, Ethik des reinen Willens, p. 507.

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a la virtud. En el fondo, el humor tiene debilidad por el objeto de su burla; y, sin embargo, se burla de él, porque ya ha pasado por la antítesis maligna: su bondad no es el ridículo enterneci­miento de la primera ingenuidad, sino una tendencia madurada entre las risas socarronas del cinismo. «Am Ende zeigt sich, was im Anfang war» 70: el humor regresa, como dice Pascal, a la in­genuidad, pero a una docta ingenuidad, cuya distancia respecto de la inocencia primitiva es análoga a la que existe, en Hegel, entre la síntesis y la tesis, o, en Schelling, entre el sujeto-objeto y la posibilidad inicial. Así, pues, la ironía humorística es un grado más fina que la ironía vituperadcra; por eso Schopenhauer la lla­ma el «doble contrapunto de la ironía» 71 • Por nuestra parte, di­gamos simplemente que es una ironía a la segunda potencia y que en ella la relación «alegórica» se muestra doblemente indi­recta; es una suprema reflexión de la conciencia. Si la ironía simple oculta una verdad simple tras la apariencia transparente de la seriedad, la ironía humorística, en cambio, alude a la im­palpable seriedad de la apariencia: la ironía bromea, pero en su burla puede leerse a libro abierto la verdad; y también el humo­rista finge, sólo que su seriedad es algo infinitamente lejano; no hay que confundir esa seriedad esotérica con la gravedad simple, ingenua y primaria de la insconsciencia. La ironía humorística desarrolla el contenido positivo de la ironía, y al hacerlo trata de evitar la trampa de la seriedad número uno, para poder superar también la seriedad número dos. Por ejemplo: si La bonne chan­son no deja de ser frívola a pesar del inmenso latido de la felici­dad que en ella resuena, las Petes galantes, en cambio, son deci­didamente serias, a pesar de sus comidas campestres y sus cabriolas. Por tanto, la interpretación del humor debe atravesar tres niveles: primero hay que comprender la farsa que esconde la simulación seria; después, la profunda seriedad que esconde esa burla; y, por último, la sieredad imponderable que esconde esa seriedad. El ironista sin humor empieza gravemente, después se echa a reír y deshace todo lo que ha hecho: o sea, que basta una lectura directa para descifrar, a contrario, su verdad; el ironista humorizante, en cambio, se hace el que nos engaña, porque si­mula la simulación e ironiza sobre la ironía; así, los astutos que

70 SCHELLING, Werke, Xll, p. 645. 11 Welt als Wille und Vorstellung, Ergtinzungen z., 1, cap. Vlll. Para un

punto de vista contrario, BERGSON, Le Rire, p. 130.

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se creen engañados son, precisamente, los que más se engañan, no porque lo sean, sino porque lo creen. Podemos concluir, pues, diciendo que, en cierto sentido, el lenguaje humorístico no significa algo distinto de lo que dice: en el fondo, el «sentido propio» resulta más verdadero que la alegoría hábilmente des­doblada, y descubrimos que la letra coincide con el espíritu. No sólo podemos engañarnos por exceso de confianza, sino también por desconfiar demasiado. De hecho, el humorista se dirige a esa credulidad sutil que sabe ser escéptica cuando hay que serlo: lo que presenta es una apariencia de apariencia, y su última palabra nunca es en broma.

De modo que el humor de la ironía recupera esa finalidad, esa aplicación seria, en definitiva, esa voluntad de los valores cu­yo desprecio le reprochaba Hegel. La ironía enuncia, según Berg­son, el deber ser fingiendo que lo confunde con la realidad, mientras que el humor describe la realidad aparentando que lo confunde con lo ideal; de ahí el imperturbable detallismo analítico del humor, frente a la elocuencia de la ironía. Lo que Bergson llama ironía sería, pues, para nosotros, aún más humo­rística que el humor, porque es más positivamente seria; no se li­mita a no destruir, sino que además señala explícitamente lo que debería existir. El humor supera tanto el equilibrio estático de la seriedad como el desdoblamiento de la ironía negativa. En un es­tudio notablemente sutil Violette Morin establece una oposición entre el dogmatismo razonable de la Ironía, siempre aferrado a unos puntos fijos, y la «relatividad generalizada» del Humor, que excluye todo observador privilegiado; y, refiriéndose a un texto de R. Queneau, señala que los «lugares» del humor suelen ser lugares de paso, o lugares en movimiento, o medios de loco­moción; el humor que todo lo pone en movimiento, no conoce, pues, radicación sedentaria ni localización definitiva. Sin duda, no traicionaríamos el pensamiento de V. Morín si dijéramos que la relación entre la ironía y el humor es la misma que existe entre la posición estable y la situación inestable. ¿Hay que decir, en­tonces, que el humor es nihilista? No pensamos así. Sin duda, la ironía simplista o al contrario es clara como el agua y, como to­do rastro invertido, puede descifrarse en forma automática: si los primeros se convierten en los últimos, y los últimos en los pri­meros, si todo el Norte se convierte en todo el Sur, y viceversa, al final nada cambia; si los amos se convierten en esclavos y si los esclavos se convierten en amos, sólo se cambia de amos, y de

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esclavos; y la injusticia no se subsana, se invierte. Un orden «al revés» es sólo un orden que tiene un «derecho» nuevo, y que só­lo en apariencia es revolucionario. Este es el tipo de inversión o cambio diametral al que suelen limitarse las paradojas de la transvaluación dogmática: un mundo patas arriba, una historia a contracorriente o a «contratiempo», una vida que es una muerte y una muerte que es una vida, un intercambio de papeles entre el Pro y el Contra, la naturaleza y la contranaturaleza, el anverso y el reverso; estas asimetrías tan parecidas a las simetrías de las an­típodas, denuncian la presencia de una seriedad sin humor. Sin embargo, esto no significa que, por su parte, el humor excluya todo sistema de referencia: sólo que ese sistema se sitúa en el ho­rizonte y a una distancia infinita. De ahí el carácter pneumático y siempre ambiguo de la ironía humorística. ¿Cómo el humor, por oposición a la agudeza, no acabaría coincidiendo con una es­pecie de gracia evanescente? Lo otro de la «alegoría» humorística ya no es lo relativamente otro de los enigmas burda­mente cifrados, lo otro que puede descubrirse por simple trans­posición de lo exotérico a lo esotérico: es lo absolutamente otro, que se ofrece y se escamotea al espíritu que lo entrevé a través del velo de la ambigüedad. Humorizar es ironizar mirando a lo lejos y más allá; es reorientar la conciencia, por un camino complejo, hacia su inasible verdad; y es disolver las antinomias irónicas en el «éter azul» de la falsa frivolidad. Pero aún no sa­bemos cuál es esa verdad y cuáles son esos valores .

Ante todo, esa verdad no podría ser la propia ironía. Decir que la ironía humorística acaba volviéndose seria no significa en modo alguno decir que se toma en serio a sí misma; y así como el amor al amor ya no es el amor a alguien (porque no amamos por amar, sino para amar al amado), tampoco la ironía sobre la ironía es en modo alguno la ironía por la ironía. El «vuelo del pájaro» al que se refiere Nietzsche 72 no entraña desatarse sólo de las ataduras, sino también del propio acto de desatarse. Hay un dogmatismo de la ironía que es tan inconsciente como cualquier otro absolutismo, y que se paraliza en la ridícula afirmación de su propia frivolidad; para seguir siendo transitiva y verdadera­mente humorística, verdaderamente consciente de sí misma, la ironía tiene que ser capaz de no serlo: ¡tan irónica que sepa ser seria, tan complicada que sepa ser simple, siempre móvil e

72 Más allá del bien y del mal, afor. 41.

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imprevisible al máximo! La ironía es una de esas cualidades que resulta contradictorio atribuirse, porque su existencia sólo obe­dece a la pura movilidad de la vida: no podemos ser modestos y decirlo, no podemos atribuirnos inteligencia sin dejar de poseerla por el solo hecho de atribuírnosla; el que se declara ingenioso pierde el ingenio tan pronto como dice tenerlo: la «buena volun­tad de ser ingenioso», dice Friedrich Schlegel, es una virtud de payaso, «Witzelei», y no «Witz»; y otro tanto sucede en el caso de la gracia, el encanto y de todas aquellas cualidades frágiles que sólo existen con la condición de no ser buscadas . Tampoco existe una ironía sistemática; si Epiménides es un mentiroso, en­tonces Epiménides no es un mentiroso, y viceversa; análogamen­te, el que se especializa en el epigrama no es más que un pedante, porque, como en la retórica y en el bel canto, también en la bro­ma existen los Trissotin. Así como la menor complacencia de conciencia aniquila la desesperación del remordimiento, vuelve sospechosa toda sinceridad y, por último, nubla la pureza de la intención, también la menor afectación convierte al ironista en un profesional y al hombre encantador en un especialista del en­canto, es decir, en un encantandor, o sea, en un bufón y un pillo. La complacencia que no puede apartar los ojos de sí mis­ma mata al mismo tiempo el sufrimiento curativo -lo vuelve ineficaz-, y la alegría inocente -la que reemplaza por unas abs­tracciones eudemónicas y unas actitudes vacías-: va llevando a todas partes el concepto, el tedio, la aridez, la ausencia de toda convicción, como sucede siempre que «falta» corazón. Ahora bien, la ironía humorística no reside en ningún sitio; esa ironía sin domicilio no es una profesión, sino, al igual que la libertad, una inspiración y una vocación. Como el Anima de Henri Bre­mond 73 la inspiración irónica espera que Animus deje de mi­rarla para recuperar la sinceridad. Y así como la música sólo po­drá expresar algo si no trata de ser expresiva, o así como, según Newmann, la prosa que reconoce serlo ya tiene algo de poesía, también la ironía humorística necesita renunciar a su papel, con­servar la inocencia de Psique, si quiere ser irónica. «Nada impide más ser natural que las ganas de parecerlo» 74 • La ironía afee-

73 Priére et poésie, p. 221. Cfr. Max SCHELER, El sentido del sufrimiento, trad. franc. p. 55; KIERKEGAARD, La pureza del corazón, trad. franc . p. 64; El Concepto de la angustia, trad. franc. p. 78.

74 LA ROCHEFOUCAULD, Máximas, 431.

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tada se vuelve ingenua sin quererlo, mientras que la ironía hu­morística, que se conserva ágil, flexible e infinitamente cons­ciente, descubre la profunda seriedad de la vida; una, que se cree muy sutil, acaba sucumbiendo a la ironía de los otros, se trata de una inteligencia a medias, que en determinado momento deja de desdoblarse; la otra es conciencia aguda y lucidez infinita, y aca­ba recuperando la inocencia del primer día de la creación. Si la meta de la ironía no puede ser la contemplación de sí misma, tampoco puede ser un fin trascendente, ni un genio de la especie como el que invoca la metabiología de Schopenhauer para expli­car el misterio del pudor. Diremos, pues, que la intención de la ironía humorística es de carácter totalmente espiritual : trascen­dente, porque la ironía afirma más y más la verdad y la bondad del espíritu; y también inmanente, porque esa afirmación se es­pecifica sin cesar a través de unas negaciones burlonas que ridi­culizan la falsa espiritualidad. Es posible burlarse de los sistemas constituidos y de las soluciones definitivas, así como de las ver­dades que han adquirido carácter eclesiástico, y, en general, de todo lo que se esfuerza por alcanzar una existencia voluminosa; los dogmas estáticos son muy vulnerables al epigrama, porque cuanto mayor es su peso más fácil resulta disgregarlos. Quizá sólo haya una cosa en el mundo invulnerable a la burla: es la energía constituyente con la que el espíritu forja esas soluciones y esos dogmas. Poco importa que todas las legislaciones que la ironía nos proporciona se desmoronen una después de otra al convertirse en blanco de sucesivas ironías: de entre esa masacre de legalidades constituidas surge una legitimidad constituyente, un orden profundo, que se vislumbra incluso en la convergencia de las reiteradas negaciones. Así como la conciencia infeliz siempre encuentra la manera de acomodarse a su infelicidad, también las negaciones más tajantes perfilan cierto orden positi­vo que sobrevive a las cosas ordenadas. La unidad humorística nunca reside en esto o en aquello, sino siempre «en la transición»: romántica y clasica, mística y prosaica, aventurera y burguesa, sólo puede definirse, como el espíritu francés, median­te predicados antitéticos. La Moda, que sin cesar rechaza hacia el pasado los sucesivos estilos, es la caricatura del movimiento irónico; poco importa en este caso qué estilo se adopta, siempre y cuando sea «el último». La moda deja de ser tal si se eterniza o se demora en pasar, e incluso si se detiene demasiado en las cere­monias sociales: como la ironía, la moda sólo roza. Ser «moder-

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no» consiste, pues, en ser al mismo tiempo perpetuamente con­temporáneo de los estilos más recientes, y en no insistir nunca, para no estar nunca atrasado. Constantemente nuevo, pero tam­bién constantemente caduco, el presente de la moda y de la mo­dernidad tiene un aspecto tan paradójico como el presente de la ironía humorística, pero sólo representa su rostro más frívolo. Examinemos ahora con atención ese rostro: quizá descubramos en él wit and /ove, humor y amor, conjugados en la libre pleni­tud del espíritu.

5. JUEGOS DEL AMOR Y DEL HUMOR

Dada su naturaleza, el presente siempre nos parece definitivo en el momento y provisional a posteriori: la actualidad del pre­sente se resume en esa necesidad que desmiente ese postulado; y allí reside también la clave de nuestras esperanzas inveteradas, de nuestro incorregible optimismo; nunca aprendemos, y pretender convencernos de la vanidad del instinto, del vicio o de la guerra, es un verdadero trabajo de Sisifo. Quos vult perdere ... ¿Cuál se­rá nuestra próxima «última locura»? Sin embargo, esas recidivas del instinto no siempre son un síntoma de impenitencia y endure­cimiento incurable. Dada su infinita elasticidad, nuestra psique tiende a regenerar su forma, a recuperar intacta la totalidad ame­nazada por la cruel ironía; lo que se produce, pues, no es una recaída, sino un resurgimiento. Esa obstinación, presente tanto en el instinto como en la confianza y en el amor, debe de tener una razón metafísica, en cierto modo sobrenatural; mientras atribuyamos al espíritu cierta fuerza finita y cuantitativamente medible, que las múltiples decepciones acabarían agotando tarde o temprano, no podremos entender la existencia de esa obstina­ción, gasto, fatiga, inanición ... que son conceptos de una fisiolo­gía totalmente carnal: nuestros músculos pueden estar hartos, y a veces el cuerpo se cansa de esperar. En cambio, ¿la inmensidad de una confiaza que se entrega y vuelve a entregarse, contra toda razón, no entraña acaso una especie de divina ceguera que sólo el espíritu es capaz de poseer? Antes se cansa la injuria de injuriar, que el perdón de perdonar. Así, cada vez, el presente de nuestra alma aparece eterno, y cada vez una maligna ironía desbarata su

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ilusión; pero también, cada vez renace de sus cenizas, como el Ave Fénix, y se burla a su vez de la ironía. Por tanto, no hay que inquietarse demasiado por el hecho de que la ironía parezca in­compatible con la admiración, el respeto o el amor. ¡Hace tanto tiempo que el respeto «se pierde», y, sin embargo, no parece lle­var trazas de acabarse! En realidad, el respeto no se pierde, se afina y se espiritualiza; pasa del cuerpo al espíritu, de las mito­logías eclesiásticas a la persona moral, o, como bien dice León Brunschvicg, de lo respetado a lo respetable, de lo admirado a lo admirable 75 ; ya no es la ilusión creada por una «potencia en­gañadora», sino, como en Kant, el respeto de la ley. En la prime­ra frase del tratado de los Meteoros, Descartes abandona la idea aristotélica de un mundo supralunar, más venerable que el nuestro; y así como la mecánica celeste sólo pudo constituirse al precio de una blasfemia, también el respeto de los cadáveres, al oponerse a la disección, hubiese impedido el desarrollo de la ana­tomía humana; por su parte, la psicología tuvo que vencer todo tipo de prejuicios antes de constituirse como ciencia. En reali­dad, esos múltiples sacrilegios no tuvieron más efecto que la pro­fundización del respeto, su purificación y su espiritualización. Así, el respeto reconstruye sin cesar lo que la ironía destruye; la totalidad se regenera indefinidamente en las partes dislocadas, y reconstruye en todas partes el organismo espiritual; mantenido en e5tado de alerta por la descarga eléctrica de la ironía, el espí­ritu se limita a aprender de nuevo cómo pasar de lo figurativo a la cosa figurada, y de una superstición gramatical a una venera­ción pneumática; la ironía esencializa y condensa el respeto des­integrando los elementos inesenciales de las adhesiones de la ipsei­dad y de los epítetos del yo, todo lo que es mero teatro y cortina de humo: las charreteras, los adornos, los títulos y toda la pasa­manería de la vanidad. Depone la laticlave y la augusticlave, pre­dica Epicteto en sus Diatribas: porque la ironía tiene algo de «gimnopedía». Ya la parábola evangélica de los lirios del campo y las aves del cielo ironiza sobre los tesoros, los stocks y las pro­visiones, que son meros adjetivos de la persona: los principados y los señoríos no son más que imposturas. «Cortar el cuello de un rey, hacer lo que aún no nos hemos .atrevido a hacer, es algo simple y factible, y debe hacerse» 76• Porque lo que importa no es

1s Le Progres de la conscience dans la philosophie occidentale, p. 332. Cfr. Max SCHELER, Vom Umsturz der Werte, t. 1: Zur Rehabilitierung der Tugend.

76 Jean CAssou, Les Nuits de Musset, p. 207.

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la virginidad de los gestos y las palabras, sino la de los pensa­mientos: precisamente, la que la ironía nos enseña a descubrir. Por otra parte, Pascal nos muestra de qué malentendidos, en qué casualidades incluso, deriva la fama de la justicia humana: nos damos cuenta de que, aunque los valores en sí sean permanentes, las motivaciones secundarias que los justifican han cambiado por completo y, con una sonrisa desdeñosa, hablamos de la «relativi­dad de los principios». Pero, precisamente, los valores permane­cen, ¿y acaso esa perennidad de cierta meta fija, idéntica a pesar de las divergencias ideológicas, no representa algo profundo y duradero, invulnerable a la ironía? Por otra parte, la motivación misma se afina sin cesar: al principio utilitaria o biológica, se va haciendo más y más altruista. Así, la ironía, destruyendo la en­voltura externa de las instituciones, nos enseña a respetar sólo lo esencial; la ironía simplifica, desnuda, destila; experiencia purifi­cadora con vistas a un absoluto nunca alcanzado, la ironía apa­renta para destruir las falsas apariencias; es una fuerza exigente, que nos obliga a pasar por todas las formas de la irreverencia, a proferir todos los insultos, a recorrer el ciclo completo de las blasfemias, a concentrar cada vez más la esencialidad de la esen­cia y la espiritualidad del espíritu.

En suma, la ironía salva lo que puede ser salvado. La sabidu­ría empieza en el punto exacto donde el cinismo analítico deja de aguardarnos la ingenua fiesta de la síntesis 77

: ¡porque no se puede venerar y comprender al mismo tiempo! Es necesario que la sentimentalidad, purificada por la burla, resista a la burla: ante todo, porque hay en la primera una región central que la se­gunda no puede abordar; y luego porque nuestra simplicidad fundamental, turbada por un instante, siempre cae de pie, y vuelve a amar y a creer con mayor fuerza aún. En el fondo, sólo deseamos recobrar la puerilidad. Que sepamos, ningún amante rechazó jamás su amor por estar al corriente de su naturaleza, ni el conocimiento de los orígenes humildes del arte fue jamás obs­táculo serio para el sentimiento del placer estético. La extrema lucidez no desalienta tan fácilmente a la extrema ingenuidad. La ironía, por una parte, es mortal para las ilusiones; teje sin cesar sus telas de araña donde quedarán atrapados los pedantes, los vanidosos y los ridículos. «¡Oh, ironía, tú eres la verdadera liber­tad!», exclama Proudhon desde su celda de Sainte-Pélagie, «eres

77 F. RAUH, L 'Expérience mora/e, p. 56. Jacob, Devoirs, p . 197.

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tú la que me libra de la ambición del poder, de la servidumbre de los partidos, del respeto de la rutina, de la pedantería de la cien­cia, de la admiración de los grandes personajes, de los engaños de la política, del fanatismo de los reformadores, de la supersti­ción de ese gran universo y de la adoración de mí mismo ... Tú consolaste al Justo que en el momento de morir rezó desde la cruz por sus verdugos: Perdónalos, Padre mío, porque no saben lo que hacen. ¡Dulce ironía! Sólo tú eres pura, casta y discreta. Confieres gracia a la belleza y sal al amor; inspiras la caridad a través de la tolerancia; disipas el prejuicio homicida ... ; curas al fanático y al sectario, y la Virtud, ¡oh, Diosa!, se resume tam­bién en ti. ¡Ven, soberana!» 78 • Por tanto, es verdad que la ironía representa la movilidad misma de la conciencia, el espíritu que destruye sin cesar sus propias criaturas para no perder el impulso y seguir superando los códigos, las culturas y las formas ceremo­niales. La ironía pone en eterno entredicho las premisas supues­tamente sacrosantas; con sus preguntas indiscretas arruina toda definición, reaviva sin cesar los puntos problemáticos de toda solución, incomoda permanentemente la pedantería siempre dis­puesta a pontificar desde el podio de una deducción satisfe­cha. La ironía es inquietud e incomídad. Nos presenta su espejo cóncavo para que nos avergoncemos de nuestras muecas y de­formaciones; nos enseña a no adorarnos a nosotros mismos, y preserva los derechos de nuestra imaginación sobre sus díscolas criaturas. Quien cierra sus oídos a lo que la ironía le susurra, se condena al dogmatismo inmovilista y al embotamiento satisfe­cho. Tieck le agradece que nos proteja de lo mágico y de las ten­taciones 79• Todo se transforma, todo es móvil, fluido, cambian­te. La ironía protesta contra el racionalismo estático y rinde ho­menaje a la temporalidad de la vida; la ironía dice a su manera que la esencia del ser consiste en devenir, que el deber ser es la única manera de ser, que conciencia es todo lo contrario de una cosa. Esse = Jieri y futurum esse: tal es el gran descubrimiento bergsoniano de nuestra modernidad. ¿Acaso la ironía, desinte­graci 5n de toda «res», o descosificación, no es en este sentido bergsoniana?

78 Les Confessions d'un révolutionnaire, pour servir a l'histoire de la révo/u­tion de Février, ed. Daniel Halévy, 1929 (CEuvres, pp. 341 -342, final).

79 Robert M1NDER, Un Poéte romanlique allemand, Ludwig Tieck (1936), pá­ginas 319-320.

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Sin embargo, la ironía tampoco es hostil al espíritu de amor y simplicidad. Hay que ser lúcido, pero también hay que ser direc­to y hacer con simplicidad las cosas simples. Así como existe una miseria moderna, miseria paradójica, miseria irónica que surge de la superproducción, también existe una neurastenia del alma que no se deriva de la pobreza excesiva, sino de la riqueza dema­siado grande; no de la torpeza, sino del lujo y el virtuosismo. En eso consiste la verdadera «desgracia de ser demasiado ingenio­so». Si queremos curarnos de la desesperación, que es producto del hastío, debemos simplificarnos y recuperar la confianza en la espontaneidad del corazón. Afortunadamente, la ironía no se opone a esa simplificación y, pensándolo bien, incluso la favore­ce. Sin duda, estamos intoxicados de pedantería, charlatanería y literatura; pero el impulso va en otra dirección, y el hombre si­gue siendo capaz, gracias al humor, de sentir las cosas con natu­ralidad y vehemencia. Humor y amor juegan una partida inaca­bable, en la que cada uno es, sucesivamente, el vencedor y el vencido. El juego consiste en demostrar quién puede ser más fino. El humor es más ágil y más veloz que el amor, pero el amor es aún más fuerte que el humor. Según Schopenhauer, la volun­tad pasa sin tregua del deseo al tedio; nosotros, en cambio, por una dialéctica totalmente distinta, diríamos que el deseo renace sin cesar del hastío. Es un milagro siempre renovado, y tan pro­fundo como la renovación que se produce cada año. La lectura optimista, que descifra en el invierno los pródromos de esa reno­vación, está tan justificada como la lectura pesimista, que adivi­na en el verano los signos precursores de la declinación; son dos lecturas de una misma eternidad. El amor siempre está germi­nando en las profundidades del hastío, y su infinita seriedad re­nace cada vez bajo la lluvia de sarcasmos; todos los años hay un mes de mayo, una nueva juventud y una confianza totalmente renovada. ¿Cómo es que la naturaleza no se ha hartado de flore­cer después de tantos y tantos inviernos? Pues no, la primavera es tan terca como el invierno, y cada vez, con paciencia inago­table, la naturaleza despierta a los animales y a las plantas, como si nada hubiese aprendido. Es el misterio de la resurrección. En realidad, el misterio desaparece si dejamos de pensar la naturale­za según los conceptos de una reflexión antropomórfica y siem­pre discursiva, y si, con Schelling, tomamos conciencia de su infi­nita fecundidad y de su energía inagotable. ¿Por qué se cansaría la naturaleza allí donde una máquina acabaría gastándose (pues-

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to que el movimiento perpetuo no existe)? También nuestra inge­nuidad tiene una vitalidad infinita. Nada la destruye: ni la burla, ni el fracaso, ni los largos inviernos de la desconfianza; porque la primera tibieza primaveral nos sorprende tan locamente olvi­dadizos como siempre. Tal es el misterio de una generosidad ina­gotable que, a pesar de las reiteradas decepciones, recupera cada vez la frescura de su infancia. Son los juegos del amor y la iro­nía. La ironía y el amor dan vueltas sin cesar, persiguiéndose entre sí, según el ciclo de la muertes y los renacimientos. ¿Acaso ese amor que no deja de renovarse, ese absoluto que es relativo, no representan todo lo que los hombres, ¡ay!, pueden saber de la eternidad? Es el Eros de El Banquete, de quien la sacerdotisa Diotima, la extranjera de Mantinea, nos dice las cosas más pro­fundas y más conmovedoras que hombre alguno haya dicho ja­más. Eros es hijo de Indigencia y Opulencia, o sea, que es tan pobre en verdaderas satisfacciones como rico en apetencias; de su padre le viene la fecunda ingeniosidad, la curiosidad infati­gable y los dones mágicos, porque Amor es filósofo y, además, un poco brujo, oe.woi; ¡6r¡i; xa.t q¡a.pµa.xe.iit; xa.t ooq¡tcrrí¡i;, siempre anda tramando alguna estratagema. De su madre le viene la ab­negación infinita: «Rudo, desaseado, desharrapado, sin casa, duerme siempre en el suelo», al aire libre, en los umbrales o en los caminos. ¿Es mortal o inmortal? En un mismo día lo vemos nacer, morir y revivir. Siempre decepcionado, siempre ardiente, bello y feo al mismo tiempo, muy joven y muy viejo, siempre an­ticuado y siempre insólito. Eros es una criatura sintética; sabe lo que no sabe, y no sabe lo que sabe; asi, busca al mismo tiempo lo semejante y lo distinto. Como Sócrates, Eros es un demonio, un intermediario: baja a la tierra para traerles a los hombres los favores de los dioses, y se eleva de nuevo hacia el cielo llevándo­les a los dioses los ruegos y las ofrendas de los hombres. De este modo, el misterio del amor resuelve la insoluble contradicción entre riqueza y pobreza.

También la ironía es una criatura demoníaca. ¡La ironía amorosa, la ironía seria, siempre a mitad de camino entre la tra­gedia y la ligereza! Casi nada es tan grave como tememos que lo sea, ni tan fútil como esperamos. Las máscaras que deambulan locamente por el corso, en el carnaval romántico, saben que, si el pensamiento ha destruido la «contemplación», la autoconcien­cia, que le presenta su propia imagen, la devuelve a su verdadera patria; y el pensamiento respira con mucha ligereza una vez que

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se ha reconocido, bailando y gesticulando, en el espejo de la reflexión. Esto significa, ante todo, que el humor no existe sin el amor, ni la ironía sin la alegría; y, después, que la lucidez no re­nunciará al fervor. Las impertinencias del Ozornik, en Modesto Petrovich Mussorgski, son sin duda el preludio de un mensaje totalmente distinto. «Gira bien, muela; rueda de madera de olmo; ¡muéleles la verdad a todos esos pillos!» Así comienza ese Guigno/ 80 en el que Modesto Petrovich hará desfilar una serie de farsantes de nota y algunos Trissotin de la gloria oficial: el clási­co, el megalómano teutón, el maniático del bel canto, y otras muchas glorias nacionales. Pero como el sarcasmo no puede te­ner la última palabra, al final aparece, en medio de su nube de arpegios, y con frente ceñida de rosas y cándidas camelias, la musa Euterpe, es decir, la inspiración, trayéndoles a los hombres el don de los dioses, cuya existencia ni siquiera sospechaban to­dos esos tunantes. Porque el propósito de la ironía no era dejar­nos macerar en el vinagre de los sarcasmos, ni erigir un nuevo fantoche sobre los restos de los que había destruido, sino restau­rar aquello sin lo cual la ironía ni siquiera sería irónica: un espí­ritu inocente y un corazón inspirado.

so Raiok, 1870. Cfr. Ozornik («El Insolente»).

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ÍNDICE

Capítulo 1: EL MOVIMIENTO DE CONCIENCIA IRÓNICO ......... .

1. La ironía sobre las cosas . .. ................ ... . ..... . 2. La ironía sobre sí mismo: «economía» ....... ........ . . 3. La ironía sobre sí mismo: arte de rozar .. . .......... .. .

Capítulo 11: LA SEUDOLOGÍA IRÓNICA; Y DE LA FICCIÓN ....... .

l. Variedades del secreto y la alegoría .................... . 2. De la inversión irónica ... .............. ...... ..... . ... . 3. De la lítote . . .. .... ..... .... ... . .... .... ............ . 4. Cinismo .............. .... ... .... ............ . ..... . 5. Conformismo irónico . ....... ....... ....... ... .... ... .

Capítulo 111: SOBRE LAS TRAMPAS DE LA IRONIA ............. .

1. Confusión ......................................... . 2. Vértigo y aburrimiento ............................... . 3. Probabilismo ....................................... . 4. La ironía humorística ................................ . 5. Juegos del amor y del humor ........... ........... ... .

163

9

19 26 29

37

40 50 72. 86 98

111

114 125 134 140 156