jesús gardea - difícil de atrapar

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JOAQUÍN MORTIZ • MÉXIC serie del volador Jesús Gardea Difícil de atrapar cuentos

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Libro de cuentos, Jesús Gardea.

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  • JOAQUN MORTIZ MXIC

    serie del volador

    Jess Gardea

    Difcil de atrapar

    cuentos

  • j))7c:lf8,l7-117.31+

    .5;).1'19f'

    Primera edicin, abril de 1995Jess Gardea, 1995

    D.R. Editorial Joaqun Mortiz, S.A.de C.V.Grupo Editorial Planeta

    Insurgentes Sur 1162, Col. Del ValleBenito Jurez, 03100 D.F.

    ISBN 968-27-0626-2

    Ilustracin de portada: Sal VillaFotografa del autor: Luis Romo

    LIVIA Y LOS SUEOS

    1 49517 UTEP: F-BKS25 UTEP 02/24/03 5113

  • l .1tH tres de la tarde. Santos acababa de des-p11'1u.La siesta le haba papujado los prpa-l11s.Tena brillante la cara. Restos de lo soa-' 111le desfiguraban las cosas del cuarto, los1111dosque suban de la calle. Otro mundo,ltiilo aquello. Como en un callejn sin salida,1senta Santos. Perdido entre dos orillas deh i'l 1ma. Cerr los ojos. La luz del sol en la ven-l.111,1 le qued flotando adentro. Hundida laltr/. llam:

    -Livia.1 \n seguida se escucharon pasos. Livia en-

    l 1',1ba despus a donde estaba Santos, recos-1,1110en un silln. El cuarto ola a sueos acu-mulados. A stano. Durante un trecho, Liviaoutuvo el aliento. Luego, lo dej en libertad.

    -Qu ordena, Santos?Santos movi los ojos bajo los prpados

    rr-rrados. Levant una mano, seal la ven-l.111a.

    -La planta, Livia.Livia, lento el mirar, vio lo que le pedan.

    llurlona, hizo un gesto con su cabeza.

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  • l ,11s tres de la tarde. Santos acababa de des-wrtar. La siesta le haba papujado los prpa-1 liis.Tena brillante la cara. Restos de lo soa-1111 le desfiguraban las cosas del cuarto, los111 idos que suban de la calle. Otro mundo,11 ido aquello. Como en un callejn sin salida111 senta Santos. Perdido entre dos orillas deliruma. Cerr los ojos. La luz del sol en la ven-l1111;i le qued flotando adentro. Hundida la111'.I. llam:

    -Livia.l:nseguida se escucharon pasos. Livia en-

    t 1'11'1a despus a donde estaba Santos, recos-l111lo en un silln. El cuarto ola a sueos acu-mulados. A stano. Durante un trecho, Livia1'1111 tuvo el aliento. Luego, lo dej en libertad.

    -Qu ordena, Santos?Santos movi los ojos bajo los prpados

    11rrados.Levant una mano, seal la ven-11111

  • -La planta, Santos, hace tiempo que estseca. Comienza a daarle la siesta.Sacudi Santos su mano todava levanta-

    da. No haba moscas, pero Santos la habameneado como quien las espanta. Volvi amover los ojos, en direccin a Livia. Apaci-guaba su mano sobre el brazo del silln.-No me entiendes, Livia.Acept esto con otro movimiento de ca-

    beza Livia. Miraba el cielo descolorido de latarde.-Ni usted a m, Santos. Perdimos la oca-

    sin. Pero hubo das.Santos pidi de nuevo la planta.Livia se apart de Santos y camin a la ven-

    tana. Sus pies descalzos apenas tocaban elmosaico. Yaen la ventana, fue quedarse quie-ta. Como ausente. Miraba a la luz, aplastadapor el sol en las lejanas del aire. Miraba lacuenta de los aos. Oy a Santos escupir singanas. Lo oy reacomodarse en el silln. Casioy, tambin, su voz. Pero Santos no habl,nada dijo. Livia antes de que le hablaran deverdad, tom la maceta con la planta y se diola media vuelta. Santos permaneca cerradode ojos. Le brillaba menos la cara. Livia, igualde leve, regres a l.

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    -As la mime, bien rrr .erta est, Santos.Santos cogi la maceta. Se la llev al pecho.-So que renaca entre mis manos,

    l .ivia.Agach la cabeza Livia. El copete le baj a

    111 frente. Se la oscureci. Miraba a la cara de~ :11ntos, la sondeaba. Los ojos se haban dete-11 ido detrs de los prpados. De loco, demuerto, fijos eran. Livia enderez la cabeza,11 recogi el copete.-No va a mirarla, Santos?Los labios de Santos se despegaron, chu-

    i.iron un poco de aire.-Sera yo un imprudente.A Livia le rebull un calor en el cuerpo.

    l 'ase la vista por el cuarto, por el techo ilu-111inado por el resplandor de la luz en el piso.-Santos, son mentirosos los sueos. Mu-

    rho ms los de la tarde.La maceta y la plantita echaban sombras

    1111avesal pecho de Santos. Santos las disfru-t.iba. Levantaba su cara de falso ciego.-Yo no creo en eso, Livia. Todo depende

    del suelo del que brotan los sueos.Sacudi violentamente la cabeza y una

    mano Livia. El copete le volvi a la frente. Unacniza le cubri la cara.

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  • -No es cierto. Yome cans de soar queme abran.En las palabras de Livia haba races de

    pena. De la lloradera a solas. Santos las sin-ti. Por debajo de la vida todo se junta, unamisma cosa es. Pero por arriba, el silencio, nosalivia. Santos lo dej correr. Santos, despacio,empez a acariciar la maceta. Nada torpes semovan sus dedos. El cuerpo de Livia se ha-ba aflojado. Livia vio el pasatiempo de San-tos, sus manos, revestidas de luz. El silenciode Santos llen, poco a poco, el aire de losdos. El de Livia, escueto. Livia se mir los piesdesnudos, los pechos, metidos en la blusita.Las caricias de Santos a la maceta se habanacabado. Las sosiegas manos saboreaban.-Pero tambin depende de algo ms, Livia.Livia se aplast un pecho. Entrecerr los

    ojos.-De qu, Santos?-Si tenemos un sueo bueno al amanecer,

    o en pleno da, no hay que abrir los ojos nun-ca. Hasta que l nos d seales.Torn Livia a levantarse el copete. Se ri

    por dentro.-Otro sueo, Santos. No ve usted lamen-

    tira. La dobla.

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    Santos aspir. Despus solt el airempujndolo todo con su cuerpo.-No me entiendes, Livia.l lizo Livia un silencio de claro asentimien-

    lc J. Se alej de Santos. Fue a sentarse a unailla. La silla, cerca de la ventana, miraba al

    .ulln, atajaba la luz el alto respaldo de la si-ll.r. Desviaba el aire. A excepcin de las no-' 'hes sin luna, la silla siempre daba sombra.~)umbralarga, de torre. Sentada Livia, su ca-luza y su cuerpo quedaron como tallados enl.1 madera del respaldo. Santos la llam.-Livia.En la penumbra donde estaba, Livia ape-

    nas dio muestras de or.-Dgame, Santos.Santos regres su encubierta mirada a la

    maceta. Frunci la boca como en el disgusto.-Nada de ruido haces, Livia.Livia respiraba mansamente la tibieza del

    1uarto. Sus pechos se encontraban a mediasdormidos. Haba abandonado las manos so-hre las piernas.-Como todas las tardes, Santos.Las manos de Santos comenzaron de nue-

    va cuenta las caricias. Profundas, ms quela vez anterior. Las segua Livia con los ojos.

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  • La mano derecha de Santos era intensa. Liviacasi la senta afanndose en su cuerpo. Elgesto fruncido de Santos se haba acentua-do. Pens Livia en el sufrimiento. En el pla-cer. En la falsedad de los sueos. La manode Santos estaba hecha para labrar los va-lles, iluminar lo oscuro. Se detuvieron lasmanos de Santos.-No digo cuando andas, Livia.Desprendi Livia su cabeza del respaldo.

    Santos haba levantado la cara y miraba -sin mirar- hacia la ventana. La luz le ibaaplacando el gesto. Livia esper un rato.-Santos, qu quiere usted decir?La luz abrazaba a Santos y al silln. Lo sa-

    caba del cuarto, se imaginaba Livia.-Silencio interior. Antes, no, Livia.Los pies descalzos de Livia se juntaron un

    momento, y uno se frot en el otro.-Santos, qu quiere usted decir?Santos y el silln dejaron de flotar en la luz

    de la tarde. La maceta se haba impregnadode claridad. Irradiaba luz. Su luz escapaba porentre los dedos de Santos. Volva afuera. Liviaoy susurros en aquella luz. La llamaban.Livia despeg el cuerpo del respaldo, lo in-clin, ligeramente, a un lado.

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    -Santos, hable que yo le oiga bien. A mur-lllullos, no.Santos dirigi la cara a donde haba sona-

    1 lo la voz. Se humedeci los labios en una sa-liva brillosa.-As conviene. En parte. Un sueo es un

    sueo, Livia.Contrariada, Livia levant las manos. Lue-

    )',O, bajndolas, se peg en las piernas.-Santos, los sueos son mentira.Livia extendi las piernas, se mir los pies.

    l.os pies estaban iluminados como las manosde Santos. Parecan lmparas ardiendo en elpiso. Mucho los haba soado as Livia. Perot n los sueos, los pies siempre alumbraban unhombre. Desliz las nalgas Livia para adelan-1e. Entreabri las piernas. El cuerpo del hom-bre apagaba las luces. Como una tormenta. Elrnundo quedaba oscuro. El agua, llevada pord aire, mojaba la cara de Livia, su pelo. Unrayo la haba clavado a la cama. Senta Liviasu ombligo crculo de llamas. Silbaba la fuerzaen las colinas. Livia empezaba a gemir. La luzde la tarde en el cuarto, animaba el color de lasflores de la falda de Livia. Livia las mir comosi acabara de descubrirlas. Rojas, blancas,urnarillas. Ms grandes las que se hallaban de-

    I

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  • bajo del ombligo. Livia les puso una mano encima. Volvi a los gemidos. La oy Santos.-Duermes, Livia?Quit Livia la mano de las flores.-Santos, yo no duermo siestas. Hace me-

    ses. Usted lo sabe. Las manos de Santosdestellaron fuerte. Las compar Livia con lashojas de un rbol en la luz. Regresaba Santosa las caricias. Livia haba doblado las piernas,ocultando, bajo la silla, los pies. Estaba si-guiendo, a su pesar, el ir y venir de las manosde Santos. Las rodeaba, las acompaaba con-centrado silencio. Por momentos, tena la ilu-sin Livia de que tambin geman. Livia alzla vista. Encontr la cara de Santos muy si-lenciosa. Le habl suavemente.-Santos.La voz de Livia son lejana. Demasiado, en

    el aire donde se hallaba Santos. Livia, enton-ces, sin subir nada el tono, abocin una manopara hablar.-Una pregunta, Santos.Como si estuviera Livia al alcance de su

    aliento, contest Santos.-S, Livia.Un soplo de aire caliente atraves el silen-

    cio de Santos. Lo sinti Livia en la cara. Le

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    i11emla seda de la blusa, los pechos. Livia111 desabroch un botn.-Santos, en el sueo acariciaba usted?Santos dilat la contestacin. Haba llega-

    do al l el aroma de las llamitas.-Muy despacio, Livia.l.ivia sac los pies de abajo de la silla. Vol-

    v i a separar las piernas, a tocarse las flores.:~l'n ta fuego all. Santos no haba terminadod1 hablar.-En el sueo, las caricias hacan renacer

    l.1planta, Livia.Desabroch el otro botn Livia. Sus pezo-

    1-s. endurecidos por el fuego, sufran por la.rlta de aire.-Y daba flores, Santos?Sonrea Santos.-Un campo lleno, Livia.Cerr y abri los ojos muy despacio Livia.

    l.a luz del cuarto estaba extendindose. Se re-11.staba. Tocaba las piernas y el silln de San-11lS como una orilla de agua. Livia se moj un1 ledo en la boca y dio de beber a los pezones.l:nsecreto, metiendo la mano debajo de lablusa.-Santos, pierde usted el tiempo.El dedo le haba quedado a Livia seco.

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  • Santos apret ms los ojos.Arrug la fren-Todava falta, Livia.Livia volvi a mojarse el dedo en la boc

    Lo dej luego parado en el aire, solo.-Santos, falta qu?Santos alz el mentn. Aspir el aire tibi

    del cuarto. La mano derecha de Santos, apatndose de la maceta, vol un segundo en 1luz. Regres, despus, a las caricias. Tuvo 1sensacin Livia de que la mano le haba rozdo los pechos. Los pezones, apaciguadovolvieron a templarse.-La sangre de los sueos en el cuerpo d

    las cosas, Livia.La mano de Santos le haba alebrestado

    Livia el aliento. Respiraba sofocada. Estabdesafiando una oscuridad y una tormentinvisibles. Haba empuado las manos.restregaba la falda.-Tu mundo de todas las tardes, Livia.Sorprendida por Santos, Livia disimul

    ms el sofoco. Abri las manos.-Santos, los sueos de la siesta se le van

    juntar con los nocturnos.Por segunda vez sonri Santos en la tard

    Livia vio la sonrisa. La haba enseado Santos apenas, como una llave secreta. Livia pen

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    lll

    111,que Santos ningn secreto deba guardar1111ra ella.

    Santos, usted no puede saber qu suce-1L1si mezcla dos mundos.

    1 .aorilla de luz descenda poco a poco. De-111hu sombras en las piernas y silln de San-l11H, pero no en sus manos.

    -Livia, esta noche no pienso dormir.l:n el cuarto haban comenzado las som-

    l11.1s.La silla de Livia, y Livia, se hundan. A1111-1ojos de Livia, la sombra de la silla era muyl11rga.Como nunca, llegaba hasta la pared.All se pona de pie. Resaltaba en la oscureci-1111.Livia, en calma, haba entrelazado los de-d t1s de las manos. Oscurecan las manos lasrlorcs. Livia miraba a Santos, persistente-1111nteiluminado.

    -Santos, el reflejo en el piso no lo abando-"" ;1 usted.Santos volte la cara hacia la voz. Se incen-

    il1o1ron en la luz las flores de la falda, las manosil1Livia. La luz la sinti caliente Livia.

    -No es un reflejo. Soy yo mismo, Livia.l.ivia desat las manos, mir a la ventana.

    ~:.icde la penumbra una mano a lo claro que111n se cerna en el aire.-Santos, es el cielo.

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  • -Pero, en el sueo, soy yo, Livia.Livia se mir la mano como si fuera la mano

    de otro. Penetraba el reflejo la celosa de losdedos.-Santos, pienso que no. Yono estoy soan-

    do y tengo alumbrada una mano.Sin despegar los labios, Santos sonri. Ha

    ba dejado de echarle luz a Livia. Livia habavuelto la mano a la penumbra. Aplastaba, otravez, las flores. Santos quit de la maceta unamano, la puso en una pierna. La mano se es-ponj como en celo.-Santos, cansado ya?Contest Santos con la cabeza. La negativa

    no la pasaba Livia.-Santos, si usted se duerme ...Un corto murmullo de Santos hizo tembla

    el silencio que lo rodeaba. Otro, sacudi 1mano en su pierna.-Santos, se hundira su sueo.El piso de la ventana haba tomado colo

    azul. Le flotaba encima una niebla. Lo nicen Santos que se resista a ser anegado por lacreciente crepuscular era la mano en la pierna. Haba en ella una luz sorda. Livia vea maa Santos. Era la maceta una mancha negra eel pecho de Santos. Pens Livia en levantars

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    y dejarlo solo. Pero entonces, Santos, volvien-do a la maceta la mano iluminada, la sac del.1 oscuridad. Un tenue resplandor hizo bri-l l.ir la otra mano y la cara de Santos. Al tallontcode la planta se le haba encendido unaluz interior. Santos enderezaba el cuerpo, lomclinaba. Un segundo despus, Santos depo-itaba la maceta en el piso.Esto inesperado de Santos despert en

    l .ivia sus sueos. Un aire de tormenta comen-1.iba a moverle las ramas de la sangre. San-11>sestaba ya en su anterior postura. Desliza-h.i lamano iluminada a la entrepierna. Como1i la mano le hubiera acercado fuego a Livia,111s ramas empezaban a arder. Para no sofo-1 .irel fuego, Livia separaba las piernas; y msl.1 blusa. A travs del revuelto aire de su sue-111) miraba la mano de Santos desaparecer enuna oscura cueva. Haba entrado all como1111 animal a caza de otro. Livia estaba medio11 ltngada por el calor.-Santos, su mano se esconde.Eltallo de la planta se haba apagado. San-

    1 shaba atrapado el animal. Fulguraba larucva intensamente. La mano no soltaba la1 ircsa.Ysuba el fulgor, y baaba la cara, con-1 ntracia,de Santos. Livia, por debajo del aire,

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  • escuchaba la respiracin de Santos, ruidos eel silln. Santos tena abiertos los ojos, miraba la boca de la cueva.-Santos, suea usted todava?La voz llena de Livia no interrumpa a San,

    tos. Pero Santos, de todos modos, contestaba.-Mi sueo entra al mundo, Livia.La mano de Santos comenzaba a retirarse

    Hogar de una caldera, la cueva; dejaba escapar mucha luz. Desquiciaba la luz las penumbras de Livia. Livia se levantaba. La sentSantos. Santos alzaba la vista. Se la clavabaLivia en el cuerpo.-Ven, Livia, toma.

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    EL TRONO

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    r

  • l:Itrono estaba encima de una mesa. Adorna-h. 1n las esquinas de la mesa sendos floreros de1 'ristal. AMercedes no le gustaba el aroma del.1s flores. Ninguna de las flores era de verdad.Ynunca duraban all hasta la noche. Hacia elrrcpsculo, velas azules las sustituan. Noplantadas en la tabla sino en botellas. Todasmoran al amanecer. De los cabos, Mercedes~acondola mucho. Siempre le peda a Muoz110 olvidarse de guardarlos.-Muoz, cuando yo ya no est aqu, us-

    ted me fabrica un cirio con el pedacero. Noquiero que por falta de luz Dios no me vaya areconocer.Se quedaba mirando los cabos Muoz.-Aun a oscuras, Dios reconoce.Mercedes inclinaba el cuerpo. En la altura

    de su trono cabeceaba con pesadumbre.-Quin sabe, Muoz.Una ventana, cortinas celestes, iluminaba

    el cuarto. Cuando el primer sol, Mercedes seretiraba. Entonces, Muoz, le ofreca el apo-yo de una mano; la ayudaba a bajar. No tena

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  • peso Mercedes. Yaabajo, se restregaba la carcon las manos, bostezaba:-Dios pone el ejemplo de la luz todos los

    das. Yno lo aprovechamos.Muoz comenzaba a recoger las botellas.-Usted no pude aprovecharlo. Usted debe

    de dormir.Le buscaba la mirada Mercedes a Muoz.-Y todos los aos que dorm de noche,

    Muoz?Muoz llevaba las botellas a un rincn.

    Despus volva a Mercedes.-Tambin bajo la luz hacemos cosas. Us-

    ted las hizo.Mercedes miraba tristemente el trono.-Torcidas, Muoz. Como si me encontra-

    ra en plena oscuridad. Delante de la mesa,varias sillas formaban una especie de luneta.Las sillas para el pblico. Muoz las miraba.-Parecen gente arrodillada.Sonrea Mercedes.-La franela. Que no les falte. Enemigo

    nuestro el polvo.Muoz tocaba una de las sillas.-Tambin la falta de uso otro enemigo,

    Mercedes.Mercedes frunca los labios.

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    No.Muoz deslizaba los dedos por el borde del

    l'l'spaldo.-La franela quita el polvo en la superfi-

    ic. El polvo profundo, noms el trajn de11 is cuerpos.Mercedes se chupaba el labio inferior.-Tal vez, Muoz.VolvaMercedes a mirar el trono.-Si yo no me sentara en el cajn, muy

    pronto, una ruina el mundo.Muoz miraba al techo.-Es verdad.Sonrea con suficiencia Mercedes. Exami-

    naba las sillas.-Muoz, les da usted muy poco aceite.Muoz bajaba la cabeza.-Nunca les doy.Mercedes pona cara de asombro.-Nunca?Muoz, como si soplara un viento fuerte

    contra l, se echaba para atrs.-No tenemos aceite. Alivio alguno para

    estos muebles.Avanzaba Mercedes hacia Muoz.-Mentira.Muoz se mantena firme.

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  • -Fuera del dinero para las velas, cul.Las palabras de Muoz detenan, aplaca-

    ban, a Mercedes. Muoz aada:=-Ni siquiera el de mis sueldos.Se tambaleaba Mercedes. Sesentaba en una

    silla. Muoz continuaba hasta el fin.-Una injusticia.Mercedes iba reviviendo. Desdeosa, mi-

    raba a Muoz.-Yo lo salvo tambin a usted. Eso, con

    nada me lo paga.Mercedes se pona en pie.-Lo salvo, Muoz, de ser comido por la

    sarna de sus culpas y remordimientos.Empezaba a irse Mercedes. El dormitorio

    de Mercedes quedaba enseguida de la piezadel trono. Al dormitorio se entraba por unapuerta angosta. Muoz la haba pintado delmismo color de las velas y las cortinas. Enletras doradas deca:

    MERCEDES

    SOSTN

    DEL MUNDO

    Mercedes entraba al cuarto. Como unamoneda a una alcanca. Esfumada Mercedes,Muoz comenzaba a organizarse la vida a su

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    gusto. Se acercaba a la puerta azul y espera-ba los ronquidos de Mercedes. Muoz, enton-ces, se acercaba al trono para escupirlo. Noparaba hasta no sentir seca la boca. Luego,iba por los floreros y sus flores de papel. Lessoplaba el polvo nocturno, les hablaba en vozbaja. Le dola que no conocieran el perfume.Las consolaba. Las carencias podan conver-tirse, de un da para otro, en abundancia. Lamesa pobre, en mesa de festn. Muozreacomodaba las flores y se quedaba contem-plndolas. Tenan una ventaja sobre las flo-resreales. Dios las haba puesto lejosdel tiem-po. Sobreviviran a Mercedes. Muoz dabala media vuelta, se diriga a la puerta de lacalle.La abra de par en par. La brillante luz dela maana casi le cegaba. Muoz, con unamano, cortaba el resplandor, se echaba unasombrita a los ojos. Distingua, en la acera deenfrente, a la mujer. La contemplaba, igualque a las flores. La carne de la mujer parecauna luz. Muoz la llamaba a seas. La mujer,sonriendo, cruzaba la calle. La reciba Muozalegre como un nio. Hacindose a un lado,la pasaba al cuarto. Adentro, la mujer, con la1uz que ella haba trado de afuera, encendalas flores de papel. Muoz, como todas las

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  • maanas, se apresuraba a ofrecrselas. Lassacaba de los floreros. La mujer reciba losramitos sonriendo de nuevo. Se los acercabaa la nariz y haca como si los oliera. -Una maana de stas, el milagro.Creca la sonrisa de la mujer. Sus dientes

    fulguraban como si en ellos estuviera mirn-dose el sol. Muoz tomaba de la mano de lamujer las flores y las regresaba a los floreros.Se mova Muoz en la mirada de la mujercomo en un rayo de luz. Claro, entonces, elrbol de su vivir oscuro. Muoz, adrede, seentretena con las flores. Volva a soplarles elpolvo, a dirigirles la palabra. As, hasta quela mujer, acercndose a l, le llamaba. Escu-chaba Muoz los pasos de la mujer. Esperabaa que dejaran de sonar. Esperaba la mano dela mujer, en un hombro, como una paloma.-Muoz, ven.Sedaba lamedia vuelta Muoz para seguir-

    la. Rodeaba la mujer las sillas. Caminaba,alumbrndolo todo, hacia un rincn del cuar-to. Muoz no escuchaba sus propios pasossino un zumbar de llamas. La mujer se vol-va hacia Muoz. Lo tomaba de una mano:-All.Muoz la miraba a los ojos. La mujer, res-

    pirando por la boca, atraa a Muoz.

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    -En la mesa del trono nunca ardo bien.Muoz se soltaba de la mujer. La tenda en

    11 piso.-Muoz, Mercedes nos tiene envidia.Muoz apenas oa. Clavaba; era devorado.-Liliana.A la una de la tarde, Muoz y la mujer esta-

    li.1 nen la puerta a la calle. Muoz se peinaba.l ..1 mujer,con un espejito en lamano, se exami-n.iba la cara. Muoz guardaba el peine, lo po-111

  • sas. Volva a acariciarle el pelo. La mujer sa-caba la punta de la lengua.-La llama, un instrumento filoso.De nuevo Muoz miraba a los extremos d

    la calle.-Ven, Liliana.Muoz tomaba de un brazo a la mujer, sua-

    vemente la regresaba al cuarto. Adentro,Muoz, ensayando una sonrisa, le buscaba lamirada.-Mercedes. As es como ella te persigue.La mujer le devolva una mirada descon-

    solada a Muoz. Dejaba de sonrer.-Quiere que caigas en el lado oscuro,

    Liliana. No te quiere alegre.La mujer cerraba los ojos. A ciegas, se lle

    vaba una mano de Muoz a la frente.-Aydame.Muoz esperaba, al atardecer, sentado en

    una silla, la reaparicin de Mercedes. Unaclaridad azul, que las cortinas acentuaban,entraba por la ventana. En torno de las velas, todava no encendidas, formaba un resplan-dor. Oa Muoz ruidos en el dormitorio. Vol-va a ver Muoz las velas. Entraba Mercedesal cuarto. Muoz no se levantaba a recibirla.Cruzaba los brazos sobre el pecho, bajaba el

    32

    uuntn. Mercedes empujaba un airecito con111lvo.Delante de Muoz formaba un remo-11110,luego se desvaneca. No tena olor el111dvo.Lo soltaban los gastados huesos deMvrcedes. Mercedes haca alto donde empe-11d1ala luneta.

    -Las luces, Muoz.Muoz se paraba a cumplir la orden. Ca-

    ruinando alrededor del trono, iba encendien-1111las velas. Luego, regresaba al mismo pun-111del que haba partido. Mercedes daba un11i1soen la luneta.

    -Muoz, no vino usted a recibirme.Muoz miraba la llama de una vela. Arda

    111llama como la hoja de una daga. Haca re-rular sombras asustadas.-No.Mercedes respiraba violentamente. Tembla-

    h:111 las luces y el aire.-Principios de rebelda, Muoz. No voy a

    tolerarlos.Callado, Muoz arrimaba una silla a la

    mesa. Le ofreca una mano a Mercedes.-Suba.Mercedes miraba la silla.-Desde maana, la quiero tambin al ba-

    [ar del trono.

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  • Muoz adelantaba un poco la mano. Mecedes daba los pasos que le faltaban para Ugar a la silla. Miraba como un animal vennoso la mano solcita.-Muoz, las flores. Maana las tira uste

    Me cansan.Muoz, que senta el peso de Mercedes,

    un abrir y cerrar de ojos, la vea instaladael trono. Se alisaba con las manos la falda dvestido. Luego, una sea a Muoz.-La puerta.Retiraba Muoz la silla. En seguida se dir

    ga a la puerta. Le quitaba el seguro a la chpa. Entonces pasaba a ocupar el sitio dondhaca las veces de guardin. A la derecha dtrono y de la puertita del dormitorio. Las pnumbras lo envolvan. Pero l poda ver, pefectamente, a Mercedes. La columna de Mecedes era como un palo. Ni un pice sdoblaba. Como una mariposa negra, la voz d1Muoz, volando:-Mercedes.Mercedes haca un gesto feroz. Pero en la:

    alturas del trono, la voz volva a resonar.-Mercedes, quiero decirle algo.Mercedes levantaba las manos. Las entr

    lazaba. Parecan un nudo de espinas. La len

    1\1111.rsomaba un segundo. La punta le brilla-,,, 11 la luz de las velas.

    Muoz, cuando yo trabajo, nadie habla.Mu oz echaba una larga mirada a las sillas.l:stono resulta. No viene gente, Mer-

    1111l1s.HIresoplido que daba Mercedes rompa el

    11q11libriodel aire. Las llamas danzaban.A111d1illabana diestra y siniestra. Un ltigotl1 .ucro, la voz de Mercedes.

    Dios no conoce la impaciencia, Muoz.M11oz se protega instintivamente con un

    ltt 11'.l,n la cara. Volva a mirar a Mercedes.~krcedes segua resoplando, las espinas del1111doclavadas en su cuerpo. YMuoz, como11l11rdido,se acercaba entonces al trono.

    Est bien, Mercedes.

    35

  • 11

  • Il.11 locura de Maravillas comenz el da en que1111 amigo Abued regres a su pas. Man-11111111..!ntele fue entrando el mal, como el pol-v11.1una casa. Maravillas apenas sala a la ca-11,., Le molestaba el reverbero atroz del sol enl11H cosas. El estruendo del verano. Adems,111irritaban mucho las almas del rumbo.Ahued se fue un martes en el tren, y el mir-1'1ilcs, Maravillas mand llamarme. Maravi-IL1sera como un palo seco de seria. Maravi-lL1s, modista. Me recibi con aparente111rdura.Me hizo pasar y sentarme en una111 lla junto al cajn de la retacera.-Qu le pasa, Maravillas?Ella segua con su vista sin querer mirar-

    111L'.Tena el cutis como un cuero de tambor,r.ris como los terregales. No haba manera,por eso, de saber qu luz o qu oscuridades11sacudan el alma. Pero luego, para mi sor-1,rcsa, su cara se le estrell como un cristal yromenz a llorar.

    39

  • Todos los aos que haba logrado mantener a raya estaban escapndosele por loojos, revueltos y turbios, como las aguas dun ro crecido. El llanto resbalaba y le mojaba el pecho de nia y las manos abandonadas en la falda. Tembladera se le apoder de,cuerpo. Y luego, un hipo. Estaba desmoronndose.Mir a la puerta de la calle con nimos d

    irme, Pero entonces Maravillas entr en calma. De la caja de la retacera tom un pedazide tela y se limpi las lgrimas. Hip todavtres veces.-Venga, Cardona.La casa de Maravillas eran dos cuartos y

    un patio como un desierto. En el primer cuar-to tena el taller de la costura y en el segundosu dormitorio.-Venga, acrquese, Cardona.Me acerqu.-Asmese.Me sealaba el interior de la cazuela qu

    estaba en el centro de una mesita. La cazuelatena agua, y el agua, al fondo, el retrato dun hombre.-Qu ve usted, Cardona?Volte a mirarla.

    40

    -Un buzo.-No bromee.-No se alcanza a ver.-Insista.-Irnposible identificar al tipo; la humedad

    11 haba desfigurado el rostro.-imposible.-Yo se lo dir.Maravillas guard silencio no s cunto

    1h-mpo antes de hablar.l-stbamos en pleno verano. Por la venta-

    "" entraban bocanadas de aire caliente delI'" tio. El agua de la cazuela se vea fresca,lu-bible. Lament que le hubieran echado a11queldesconocido dentro.Maravillas tena la cara vuelta a la venta-

    u.r. Sus pupilas recogidas brillaban con mu-1'11a intensidad. Sus arrugas, recin estrena-1l.1 s esa tarde, cundan, seguan ramificndosepor toda la cara.-Es su amigo.Lamujer puso la boca amarga.-Es el rabe.Sent que me quedaba mudo. Yque no de-

    liia haber ido jams a la casa de Maravillas.Yella adivin los pensamientos.-Usted no fue leal conmigo, Cardona.

    41

  • La mir a los ojos porque ella estaba mrndome y porque no haba ms qu hace-Pero ya no importa, Cardona.Y luego:-S que para llegar l a su tierra debe cr

    zar el ocano. Yo aqu tengo el mar. Y l cae.all como una fruta cuando sacuden el rbol.sus partes se las comern los peces. Y su legua ser cubierta por una lpida de sal.Si habl de otras cosas Maravillas, yo y

    no me enter. Sal luego de la casa.Afuera me pareci todo como un cernen

    terio abandonado. Algunas cruces ardan en la,esquinas. Top con almas que me saludaronCorra, despellejndome en la piedra del sol.Finalmente, llegu a mi negocio y me en

    cerr. Maravillas me haba metido el rnieden los huesos.

    II

    Abued comenz a buscarla cuando supo quella cosa con mucho arte las camisas parhombre. Abued tena lo suyo. Y procurabponerle buen marco. Un da se compr sedde la mejor y fue a la modista. La primerserie de camisas Abued las pag a precio d

    11r11.Pero las que vinieron despus, y fueron11111rhas,ya no. Se las regal Maravillas, conIndo y material. Las camisas llegaron a tenerl11nebles adornos.Abued se envolva el cuerpo en unas sel-

    v11Hy unos animales corno no se haban visto11I se veran jams entre nosotros.'lodos juzgaban que estaba loco, que su pre-

    uuncin se haba vuelto enfermiza, pero los11111oslo seguan. O entraban a su negocio1 1uno a la carpa de un circo, a contemplarlo111icntras l estaba atendiendo a los clientes.

    l'.n el invierno, el bordado se hizo ms den-,11,, ms profunda la vegetacin.Abued visitaba los sbados por la noche a

    Maravillas. Y en la camita del dormitorio, y1n el piso del taller, era donde l la rajaba has-la el amanecer del domingo.Pero Abued nunca la am de verdad.-Maravillas tiene una piedra adentro,

    < 'ardona.Maravillas no volvi a llamarme.Pas el verano. Y los meses de invierno. 01-

    v idaba cada vez ms a la modista, y si en me-dio de mis ocupaciones la recordaba, era paradesearle la cordura. Regres la primavera. Ydespus, otra vez el verano, y para este tiem-

    43

  • III

    11j1>srecuperaron a Maravillas cuando entr11 I resplandor. Le vi brillar la platera de las1'1111as.Y la mirada.Mi amigo la haba arruinado para siempre.Meinvit a llegar a la luz. El rincn ola mu-

    ' 'I11 > a cera. El cristal de la luminaria tena el co-111rdel vino. Detrs de la luminaria, apoyado1'1111tra la pared, estaba el retrato de un hombre.Maravillas, silenciosa a mi lado, esper a

    q11cyo lo descubriera y reconociera.-El rabe se salv del mar. Pero del fuego

    11.1Jieescapa. Entra a las venas del mundo yukanza aun al corazn ms remoto, ms des-ulmado.Maravillas se ri. No supe de qu; pero su

    rixame caus espanto. Fue como un graznardl' cuervos.-Me voy.-No le gust, Cardona?-Nada.-Vyase, vyase pues, Cardona.No volvera jams a ver a Maravillas.

    po, las brujeras de Maravillas, que tanto mhaban intimidado, me parecan un sueo. Mdaban risa. Maravillas segua en el mundo,Por clientas suyas lo saba. YAbued tambinse me haba convertido en otro sueo, en unasombra, en un soplo de colores.

    45

    Venga usted a visitarme. Por qu se olvidausted de m?Una hora despus estaba yo tocando la

    puerta de la casa de Maravillas.Sin pronunciar una sola palabra, Maravillas

    me hizo pasar al dormitorio. Busqu la cazue-la, pero ni la cazuela ni la mesita se encontra-ban ya all.Maravillas advirti el gesto que hice,-Hay tiempos de agua, y tiempos de fue

    go, Cardona.Haba puesto en la ventana unas cortinas

    oscuras. Se acerc a cerrarlas. El dormitorioqued en tinieblas. Se eclips Maravillas.-No tenga usted miedo, Cardona.-Para qu cierra usted las cortinas?-Para que usted vea, Cardona.El fuego era una luminaria grande puesta

    sobre una repisa en un rincn del cuarto. Mis

    IV

    Maravillas haba dado en salir al patio de su'"'sa los sbados por la tarde, vestida de no-

  • via. Se paseaba despacio, un brazo doblado,y murmurando. Si notaba que tena pblicoen la barda, volteaba y les sonrea. La cola dsu vestido haca un ruido de mar y piedritas.Y los espectadores se callaban para orlo.Maravillas regresaba a la casa al morir el

    sol. Le ardan el velo, los azahares y los enea-jes, con un fuego de oro.De esta extravagancia se habl todo el ve

    rano. Y luego, se la ech al olvido.

    V

    Transcurrieron diez, quince aos. Alguna vezpregunt por la loca Maravillas.-Sigue trabajando, llena de manas.Por ese tiempo mi amigo Abued volvi. No

    lo conoc al principio.-No me recuerdas, Cardona?Lomir ms detenidamente. No tena pelo,

    y su calva estaba quemada y muy bruida,como un vidrio. Vesta traje negro y camisaazul. La barba gris, con la punta blanca, lallevaba crecida. Y luego la cara: retinta, losaos haban hecho de ella una ruina.-Soy Abued.Lo invit a quedarse.

    -Ser por poco tiempo, Cardona.Abued dur dos semanas conmigo. En vs-

    1wrasde irse, me pregunt:-Y Maravillas, vive todava?-Creo que s, Abued.-Donde mismo?-Donde mismo.l-stbamos en mi negocio. El silencio y la

    1l.1ridadoscura del crepsculo nos envolvan.-Cierra ya. Quiero contarte algo, Cardona.Abued se sentaba en el banquito para los

    1lientestodas las tardes, todas las maanas,111simismado,lejano. Yo no lo molestaba ni11 diriga la palabra a menos que l lo hicieraprimero.Regres a la puerta y me acomod en el

    ruostrador. Abued encaramado en el banqu-lo. Un monito viejo y muy solo.-Yo nunca fui feliz all, Cardona.-Enfermedades, Abued?-No.Su voz sonaba, en el negocio, en mis odos,

    11mueble desvencijado.-Era una luz, Cardona, que no me dejaba

    tranquilo ni de da ni de noche. Como a losdos aos de haber llegado comenc a verla.U na flamita. Una serpiente iluminada como

    47

  • una casa en llamas, cuyo silbido me desptaba en las noches. Al sol nunca la vi, petodo era que yo pasara a la sombra para qella, la vbora feroz, se manifestara, desgrcindome el da. Fui a consulta con doctode ojos y de cabeza. Nunca me encontraro:nada. La vbora, haba veces, se levantabael horizonte, con hocico de perro. Era entoces cuando ms el miedo me entraba. Cuado sufra mi corazn. Pero no me quebr. Cmene a urdir y a poner en prctica medpara contrarrestar el tbano.Abued call de repente. Yono lo distingu

    ya muy bien. Extend la mano y le toquhombro. Me daba pena su soledad.-Y sigues viendo la luz, Abued?-No. Parece que se acab.Abued me dijo adis para siempre.Maravillas muri ayer.Le sobrevivi a mi amigo varios aos.Abued de aqu sali a buscarla, pero an

    tes lleg al mercado y le compr una bolscon frutas.Dicen que Maravillas lo reconoci inmedia-

    tamente. Los gritos de alegra de la mujer soan hasta la calle. Y hacan temblar, comouna hoja, la luz de la maana.

    SENN

  • 51

    l1111111ha por la calva de Senn el viento suaveti) li1 larde. Le peinaba lo poco de la coroni-1111 l.ntre esos pelos haba como plumas.111111dejaba libre la voluntad del viento.

    N111 l.1haca para detenerlo o apartarlo.Scnn necesita ir.

    11na gusto Senn de mirar el piso. Lo mi-l111111corno si estuviera escrito. A mis palabras,1111h-vantaba la vista. Estaba como prvulouhrc un cuaderno. Yo no entenda, nunca

    1111u-nd, ese inters de Senn.El vientecito desgracia peor, Senn.

    ~1lnnadelantaba un pie. Su zapato era una11111.1como las que usan los soldados. La pield1la bota estaba muy agrietada. Cuando llo-v1.i las grietas parecan agallas. Las botas de1:111natravesaban las lagunas de las callesHi11ahogarse. Trombas, haban vivido ya. Es-l.ihan curtidas, como el alma de Senn.

    -No quiere ir, Senn?Scnn, siempre mirando para abajo, levan-

    l11ha una mano y se rascaba la barba escueta.-Anmese.

  • Con la misma mano de la barba, Senn scaba un pauelo para limpiarse la saliva dlos rincones de la boca. Gris, una pasta, 1saliva. Pintaban el pauelo muchos coloreArdan en la luz y en la mano de Senn.-No para despus, Senn.Devolva el pauelo Senn a la bolsa, h

    cho pelota.-No hay despus, Senn.Sonrea destempladamente Senn. Alzab

    un hombro como sacudindose una manoun pjaro de mal agero.-Ms largo el despus que el ahora.

    vida termina. La muerte, no.-Senn, la muerte es un vidrio opaco.Dejaba caer Senn saliva en la banquet

    Con el pie la borraba enseguida.-Estoy pensando.Por el rumbo, todo tranquilo, como ajen

    al mundo. A la calle de Senn los ruidos de 1gente y las cosas, apenas llegaban. Como laolitas de una pequea laguna, laman n~estros pies. Desviando mis ojos de Senn, miraba su casa, un cuarto. Senn haba dejadola puerta entreabierta. El vientecito, metin-dose por aquella brecha, mantena en el cuar-to las penas de Senn. Las penas de Senn

    1q 11slabana viejos dolores. Nadie, ni Dios, ni11! mismo, las haban sacado nunca al sol. Sul11111b re las hubiera purificado. Pero la casad1 Scnn tambin daba otro olor. Cerca de la1 11111a, y frente al espejo, ola a rosas. Senn1l111 que era el aroma de la esperanza. Y agre-p.11ha: estoy vivo por l.SL'nnnotaba mi silencio.-Estoy pensando./\gitaba yo una mano.-Cierran tarde, Senn.Cuando le arreciaba el agobio, Senn bus-

    ,.ha el espejo. Parado all, con los ojos siem-1 'l'l' cerrados, comenzaba a aspirar. Para~;1nn,el acto, como iluminarse por dentro.N1i sufrir ms. Senn poda pasarse las horas1111te el espejo. Lo haba instalado el aroma en1111jardn.-Ya.Hasta entonces, Senn contrariaba al

    vicntecito. Con una mano, mantena en suiitio los pelos castigados. Sin quitarse la manode la coronilla, levantaba la cara, me vea:-Dnde est?Yovolteaba en direccin del brote del rui-

    do, del trajn.-En el centro.

    53

  • Senn miraba tambin para all.-No es lugar.-No.Senn volva a mirarme. Los ojos de Senn,

    como los de un perro perdido:-Venga conmigo.Segua a Senn. Entrbamos a su casa.

    Senn dejaba la puerta como estaba y me ofre-ca asiento entre la cama y el espejo.-Ir bien vestido.Descolgaba Senn de un clavo en la pared

    un gancho con ropa. Dos sacos pardos. Sennquitaba el de encima y volva a colgar el gancho. En el cuello y la solapa del saco habuna estola de polvo. Soplaba y manoteaba Senn para quitarla. Elpolvo alborotado comenzaba a envolverlo en una nube. Lo perda dvista yo. La envoltura se reflejaba como ualgodn en el espejo. Como nube en una ven-tana. Me inquietaba el esfumamiento dSenn.-Ni las botas ni el pantaln hacen juego,

    Senn.Esperaba que Senn saliera de su ovillo;

    verlo ya de nuevo. Pero Senn y su palabrano aparecan.-Una corbata pudiera remediar algo,Senn.

    54

    Entonces vi, en el espejo, abrirse la nube111moun cielo. Y,a Senn, en el corazn de lapolvosa, medio trajeado. En lo oculto, se ha-l11;i puesto la corbata. Se la miraba.-Tampoco?-Tampoco.Roja como una bandera. La corbata simu-

    l.iha una herida. La herida le bajaba a Senn111S all del ombligo. Se miraba Senn al1Hpejo.-Corbata para un hombre alto, Senn.Senn afirmaba con la cabeza. Luego se vol-

    v1 poda escuchar el viento desgarrndose en11>S rboles de la mirada de Senn.-Para una fiesta.-S, Senn.Senn se abrochaba el saco.-Vmonos.Me levantaba. Me daba cuenta entonces

    de que los olores de la casa se haban estado

    55

  • sosiegos. No haban salido al mundo dSenn.-Vmonos.Emparejaba Senn la puerta.-Llegaremos despus de meterse el sol.Caminbamos yo y Senn echando sombr

    Buscbamos las calles menos transitadas. Lcorbata iba tan alegre, en la luz de la tardcomo una banda de msica. Pero no lograbcontagiar al alma de Senn. No era seriedala de Senn. Senn traa un silencio atroz qulo clavaba por dentro. Silencio de los finales,O silencio de los principios. Yo caminaba dborde de un precipicio. Mis ruidos y vocerevoloteaban espantados.-Hable, Senn.Los ojos de Senn no brillaban con el sol,

    Los pelos de su coronilla estaban otra vez enpoder del viento.-Senn, parece como si viniera usted

    muerto.Senn volteaba a verme. Muy despacio.-Recuerdo. Slo eso.-No se encierre as. Los recuerdos pueden

    ahogarlo.Caminbamos. Continuaba Senn mirn-

    dome, igual de apagado.

    56

    -No tenga miedo.!.lcvbamos caminado bastante. Yano nos

    ulumbraba el sol. Se haba desprendido, lle-1111ha el cielo de llamas. Me fatigaba el trfi-1.11, la gente.

    -Senn, vamos a tomarnos una copa.Senn me aceptaba la invitacin dudoso.-Tenemos tiempo, Senn.l:nel bar, nos sentbamos a una mesa en pe-

    1111111bras. El bar se vea desierto. Nada cono-11.1 Senn de bebidas. Ordenaba por l. Men-[r,1s el mesero nos serva, me pona a mirar lasluces de la barra. Iluminaban de azul las bote-ll.1s de una repisa. El cantinero tomaba de all1111abotella.-El brandy, Senn, nos descansa. Da valor.Senn vea al mesero venir.-Tambin los recuerdos.El mesero dejaba las copas delante de no-

    1H itros. Levantaba yo la ma. En el cristal deL1 copa se concentraba la luz del bar. Me bri-llaba intensamente en la mano. Rescataba delas penumbras la corbata de Senn.-Salud, Senn, porque al regresar usted de

    .ill, vuelva claro como el agua.En la mano de Senn, su copa, una gran

    1.scuridad.

    57

  • -S; s desconoce los tormentos el agua.Bebamos como pajaritos el brandy.

    mesero y el cantinero conversaban quedola barra. Labotella de brandy estaba a un laddel mesero. La botella pareca un tercero ecuchando.-Senn, hoy, en su casa, no sent ning

    olor.Alzando sus ojos de la copa, Senn me m-

    raba.-Se manifiestan cuando quieren.La explicacin de Senn no me bastaba,

    Haba en ella evasin.-El de las rosas?La mirada de Senn cambiaba.-Ms que los otros.Bebamos alternadamente yo y Senn. Aca-

    baba de hablar Senn y le tocaba su turno.Senn no saba paladear el licor.-La esperanza no debe faltarnos, Senn.Senn me vea levantar la copa y beber.

    Plantarla, luego, en la mesa.-Olvdelo.La peticin de Senn iniciaba un largo si

    lencio entre nosotros. Senn, despus de cadatraguito, miraba la copa como a una flor. Yono. Yovolva los ojos a los que tenan conver

    58

    1t111i

  • Decida quedarme. No acompaar a Sena donde iba. La idea me haba nacido de y,la estampa de Senn. No se compona nadNo era all un lugar de juego. Y Senn tramuy cargada el alma, como un nubarrn. Nme consideraba yo un roble. Apenas una hjita. Volva a sentir peligroso a Senn.-Lo espero, Senn.Senn levantaba la cara de estar mirand

    su copa como alelado. Me diriga una miradfra. Haca una mueca.-Miedo, como en la tarde.Agitaba los asientos de mi brandy. Me lo

    beba.-S, Senn.Despus, Senn me imitaba. Y como yo

    tampoco l pona su copa en la mesa. Los dolas mirbamos. A la de Senn no se le habquitado la oscuridad. La contena en su centro como el cuerpo su alma. Con una ua'Senn golpeaba el cristal. Se lo acercaba alodo. Haca otra mueca.-An est all.Me helaban las palabras de Senn. Las ha-

    ba dicho como no encontrndose en el mun-do. Como si su copa hubiera estado flotandosola en el bar. En el aire.

    Senn.~;,nnpona la copa en la mesa. La copa so-

    1111li.i a cristal que se raja. En la barra escucha-111111 el ruido. El mesero se volva a mirarnos.

    -Senn.1 .amano de Senn empujaba la copa alcen-

    1nde la mesa. La copa estaba ilesa. Senn nostimaba alternativamente al mesero y a m.

    -A qu hora cierran?-Diez de la noche.

    Scnn consultaba el reloj del bar. Marca-h11 las nueve. El segundero avanzaba a brin-1'11scomo liebre por un campo iluminado.ll.ijaba sus ojos Senn a su copa vaca. La os-1'11 ridad continuaba empozada en ella. Sennprestaba toda su atencin al silencio de larupa.-Solo, pues.Senn alzaba la mirada. Me miraba.-Senn, cuentas as, se ajustan sin com-

    .neros.Se levantaba Senn. Volva a rascarse la

    harba.-Usted invit.Senn abandonaba el bar. Daba la impre-

    sin de cargar hierros. No haban sido lasmas palabras de amigo. Aos llevaba Senn

    61

  • herido. Llamaba al mesero. El mesero se accaba a servirme.Caa licor en la mesa. El brandy perfu

    ba el aire corno no lo haca, ni aun movindlo, el de la copa. El mesero se apresurablimpiarlo. Yo lo paraba.El mesero tapaba la botella y volva a

    barra. Entonces, humedeciendo los dedosuna mano en el brand y, yo comenzaba a jgar. Caminaba, seguro, Senn muy lento. Irpensando en todo. Clavado de nuevo. Quzs el tiempo de la salvacin de Senn era coipasada. No tena Senn motivo para ir a niguna parte, corno yo se lo haba hecho ereLa copa vaca de Senn me alebrestaba, my ms, mi mala conciencia. Corno una planseca, Senn haba perdido, de muchos vernos atrs, sus derechos bajo el sol. Me habequivocado. Haba equivocado a SennApartaba los dedos de los garabatos dbrandy, me los secaba en el pantaln y, de dotragos, me acababa lo que me haba servido,Luego me pona en pie, la mirada en el relojde la barra. Me senta el mesero. Se bajaba dsu banco y vena a encontrarme.-Hace cunto se fue mi amigo?El mesero calculaba.

    62

    Poco antes de la segunda copa de usted.1,( pagaba al mesero.Su amigo, va derecho?Va derecho.

    1 ,;i sonrisa del mesero pareca que iba a ser1111 perpetuo relmpago.

    -Si lo alcanza;1.l' deca adis al mesero. Pero en m per-

    11111 a, terca, la sensacin de que Senn lleva-1111mucho ms tiempo ausente del bar que1lm:oo diez minutos. En la puerta me volva11mirar al mesero y al otro. La luz azul los.uslaba del resto del bar. Me recordaban lavida de Senn.!\ una cuadra del bar, columbrada la

    dtspaciosa figura de Senn. Evada Senn la)',l'nte.Caminaba al filo de las paredes, la vis-t.1en el piso. Senn de cuando en cuandomiraba atrs. Yo,entonces, me esconda en laspuertas, o en los que caminaban en direccinde Senn. Se detena a veces Senn corno ten-1 ;1do a regresar. Lo miraba mirar el cielo os-.uro. Miraba el cielo Senn corno si de all lollamaran. Volva luego a caminar. Segua yo.1Senn dos cuadras ms. Senn llegaba, porfin, a su destino. Esperaba a verlo entrar allocal. Despus, entraba yo.

    63

  • Senn se haba parado en la puerta dsaloncito. El lugar ola a flores. En especial,rosas. Haba gente sentada en unas bancashablaba a susurros. Otra, mirando al frencomo hipnotizada, guardaba todo el silencldel mundo. Senn miraba a unos y otros cobuscando conocidos. Tocaba en el hombroSenn.-Aqu estoy, Senn.Me colocaba junto a Senn. Senn me m

    raba por el rabillo del ojo.Una pizca de tiepo. Abarcaba, luego, de una mirada, el jardficticio que haba en el saloncito. La miradde Senn levantaba los colores de tanta floLos colores, como una nube tornasol, volban por el aire. Torca la boca Senn:-No las merece.La voz amarga de Senn disolva la nub

    Senn acentuaba el gesto:-Tampoco a estos.Volva mis ojos a los susurrantes y a lo

    callados.-Familia, amigos, Senn.Senn me miraba de lleno a la cara. Brilla-

    ba mucho su mirada. Debajo de los ojos, y enlas mejillas, Senn tena seales de quema-duras de sal.

    Usted vino. Se lo agradezco.( '1 imenzaba a andar Senn. Sus pasos, por

    111111wdiodel saloncito, como por una brecha1wd regosa. Senn haca breves paradas. Mi-1111 ld a uno y otro lado las bancas. Conformeuv.inzaba, se aproximaba al centro del jardn,11111 1 lores, claramente las rosas, empezaban amoverse como agitadas por una brisa. Las11111.is rojas perdan con el soplo. Las desnu-1li1h.r. Pero ya a un lado de la caja Senn, las11' il'l'S dejaban de moverse. En el acto, todo11111ndo en el saloncito quedbamos como fue-111 del tiempo. La caja estaba abierta. Se incli-t11il )aSenn ...

    64 65

  • TODOS

  • l(r1l:1bantodos. El viento los haba subido has-"' 11 cuarto. Lemus, ltimo en llegar, muy des-p.11rrad a la ropa. En un rincn, intentaba1 t imponrsela. Se pegaba los girones con sali-v11. Todos lo miraban. Todos tenan los ojos111111stados.El viento segua aullando, se leshnhia colado por dentro. Hablaban a seas.l..1s cabezas se movan. Desaprobaban lo quelr-mus haca. Los cercanos a l le frenaban las111:n10s.Lemus levantaba entonces la vista.~;11s ojos se encontraban con sastres de agujaluboriosa. Un taller. Los de cara ms blanca,111s de los pespuntes mejores. Miraba Lemus11n rato el trabajo de las agujas en el aire, y lue-gu, a gestos tambin, preguntaba a losremendones qu queran. Terminaban losotros su ficcin. Desatendan a Lemus. Toda-va los ojos igual, se ponan a mirar la ventanadel cuarto. La cimbraba el endemoniado. Lasbocas estaban secas. En algunas de bigote, lospelos, pas. Muy claro andaba por el aire eltemor a un estallamiento de los vidrios en laventana. Ser tomados por el violento y echa-

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  • dos luego fuera, al abismo nocturno, angus-tiaba al grupo. Se vean ya vagando eterna-mente. Por eso el de la oscuridad comenzaba adarles fro. Y el foquito del cuarto, colgadocomo una araa, antes tranquilo, haba co-menzado a moverse. Agitaba las sombras detodo el mundo. Las llevaba de aqu para all,y vuelta. Mareaba el vaivn. Uno, Rivera, msno lo soportaba. Sacudido por arcadas se levantaba mirando dnde vomitar. Escoga elpie de la ventana. Salpicaba de amarillo la pared, los zapatos de un compaero y el aire.Luego, regresaba a su lugar. Bambolendosecomo en la cubierta de un barco. Nadie le deca nada. Las miradas haban bajado de los vidrios a las manchas en la pared. Las manchas,flores. El de la vomitada se limpiaba la boca.Los dems miraban menos eso que los lim-pios zapatos de Rivera: la bocanada no les haba tocado ni siquiera las puntas. Todos advertan tambin: los zapatos, lustrosos como siacabaran de salir de la bolera. Lemus ya nointentaba nada. Los pedazos de camisa pendan, tristes banderolas. El oscilante les me-neaba la sombra. Vientecito despus de undesfile. Pero Lemus haba visto an ms. Elcolor azul celeste, no verde, como obligaba el

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    1rance, de Rivera. De poca duracin el color.lcmus, el pensamiento en una averiguacin,Hepona en pie y, arrastrando su silla, se acer-rnba a Rivera. ste, cuando lo vena venir yscntrsele. luego, a un lado, recordaba susmomentos de sastre mentido. Entonces,cncorvndose. retomaba la aguja y el hiloimaginarios. Crea que iba a tener que impar-1 ir lecciones particulares de zurcido. Pero en11eguida,con un ademn, Lemus lo desenga-naba. Lemus le peda la desaparicin de losutensilios. Esfumados stos, Rivera se endere-zaba. El juego del oscilante le desfiguraba lasfacciones como en una pesadilla. Las sombrasdel cuarto se movan dentro de sus ojos comoen un purgatorio. Tragaba miedo Lemus. Porhacer algo y no descubrirse, se aplacaba lasbanderolas. Casi le paralizaba el aliento elaadido ulular. Pronto caa en la cuenta1 .emus de la sordera de Rivera. En vano ha-hra sido preguntarle nada. Pero un recursoquedaba. Dibujar con los labios las palabras:qu pas? Y Rivera, perspicaz lector, desdeHU cara de cambiantes sombras, responda:-Lo que est fuera, est adentro.La contestacin causaba pesadumbre a

    Lemus. Y deca, cuidando el dibujo:

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  • -A m, el viento, me respeta el alma.Lemus miraba los vidrios de la ventana;

    luego, las caras de los otros. Sordos como ne-gras piedras. De nuevo dibujante, anunciaba:-Yo los voy a curar.Porque no le saban competencia en nada,

    no le hacan gran caso. Pero l agregaba incorporndose:-Uno, primero.Entonces tomaba, con ambas manos, como

    a una fruta, la cabeza de Rivera.-Voy a silenciar el viento.Pegaba Lemus su boca a una oreja de Rive-

    ra. Vagamente burlones, miraban los dems.En las caras, tormenta de sombras que no cesa-ba. Haba encerrado en un torbellino a Lemuy su paciente. Las banderolas de la espalda dsu camisa flameaban enloquecidas. Las som-bras de todos, como locas igual giraban alrede-dor de las sillas. Todos, como en un temblor, 5,agarraban de los asientos como acosados porel vrtigo. Les haban dejado de interesar losotros dos. Miraban al techo; al foco dandovueltas en crculo como un perro febril. Ninguna sombra en el cuarto tena paz. Se atrope-llaban las sombras, huan del rabioso. Los ojosde los que seguan el movimiento del foco,y

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    casi sin gobierno en las rbitas. El foco estabacomenzando otro torbellino, ms grande queel de las tormentosas. Comenzaba a afectar loscuerpos. Los inclinaba hacia el centro de la tur-bulencia como a cipreses llamados. Sequejabadesconcertadamente la sillera. Temblabacomo la paja a las puertas del fuego. Lemus sedespegaba de la oreja de Rivera.Afianzndoseen el respaldo de su silla como en un barandal:-La luz. Aydeme.Entonces, ligero, se trepaba en la silla, alar-

    gaba los brazos en direccin al foco. De in-mediato, Rivera le abrazaba las piernas, lo.ifirmaba en el asiento. Pero luego oa, enci-ma de l:-Si ardo como una antorcha, me suelta.Zarandeaba el torbellino al encaramado. Lo

    cea ms Rivera. Y le deca, porque no lehaba parecido la idea de abandonarlo:-Tratar de apagarlo. Puedo sofocar con

    mi camisa el fuego.Bajaba la contestacin.-No. Ni lo piense. Como est escrito, con-

    migo ardern todos. Menos usted.En el recuperado silencio interior de Rive-

    ra, sonaba el pavor, el trajn de muchos es-pantos; buscando conjurarlos, negaba.

    73

  • -Escrito no hay nada.Lemus haba detenido el foco. Quedaba

    foco balancendose apenas; como un hombcolgando. Con eso, todo volva a la cordur,Las sombras sacadas de los rincones, volvana ellos. Las expulsadas de las sillas. Dejabalas sombras de nublar, como tolvaneras dmarzo, las caras. Despacio, todos, aflojando elcuerpo. A las sillas se les oa casi el resuello,Una tropilla, unos caballejos que, lanzadosun terrible galope, de pronto, porque s, to-man su paso de nuevo. En todos, gruesos cor-dones de sudor como trenzas. Les empapabanlas camisas. Estaban de nuevo con la miradpuesta en los otros dos, de pie bajo la luz delfoco. Hablaba el que haba anunciado la cura-cin. Le mostraba un dedo a Rivera:-Ardi la yema. Fue all el concentrar

    del fuego. Lo escrito, sintetizado. Cuando salivie la quemadura, me gustara leerlo.Lemus callaba, miraba a Rivera unos se

    gundos.-Chispa en un bosque. Pero el bosque no

    arde. Nada ms, y fulminantemente, slo unarbusto.Rivera, mientras le hablaba, haba estado

    mirando al resto de los compaeros. Sus sem-

    74

    hl.mtes peor de torturados. Aquella especie1 h- viento, la luz del foco, haba alebrestado,1'111110 a grandes olas del mar, los vientos det11dos.Ypeda a Lemus:

    -No creyeron en m. Esa falta de fe me111ilva;nadie se pudre gracias a quienes lot11garon.m foco no acababa de detenerse. La espue-

    l11 del chifln de la calle no paraba dehostigarlo. Lemus miraba el foco. Su inesta-lii lidad. Una amenaza. Lo miraba estudin-111110.Entonces deca:-Por nada del mundo debe salirse de qui-

    1iootra vez.Rivera repeta:-Crelos. Yovigilo la luz.Sacuda la cabeza Lemus.-No. Usted.Sorprenda a Rivera la proposicin. Le ex-

    plicaba Lemus.-No tiene ciencia.Regresaba de nuevo la mirada de Rivera a

    1t,strastornados. En aumento, sus dolencias.Losvea tambin Lemus. Ydeca, denso, cmo:-La boca en la oreja. Para nada tocar su

    maleza. Si lo hacemos, estaremos perdidos.l.amaleza de las orejas, cancel del diablo.

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  • Rivera juntaba y abra los dedos de unamano.-Los pelitos brotantes?Mudo, todo el vivo conocimiento, Lemus

    asenta. Pero a Rivera lo animaba voluntadde saber ms.-Del diablo?Vagaba la sonrisa de Lemus. Miraba luego

    la luz.-Por el ruido y lasmentiras all enzarzados.Comenzaba Rivera a caminar. Haba esco-

    gido ya paciente: a Gamio. Prximo a la ven-tana. El amarillo de las manchas en la paredtena la intensidad, la brevedad no, de los re-lmpagos. Su potencia era alimentada por ladel viento. Gamio, cercano a las manchas, lamiraba como hechizado; ya no como a flores,sino como a cosas empujadas por la violentnoche. Las sombras de la silla y Gamio smecan como aturdidas. Llegaba RiveraGamio. Le pona una mano en la espalda.-Vengo a curarlo.Saba que no lo haban escuchado. Carga-

    ba, entonces, el peso de su brazo en la mano,Los dems lo vean, las bocas de azoro. Lpresin de la mano sacaba al absorto de suencantamiento. Rivera, en ese momento

    apartaba la mano, tan hmeda como un se-cante. Empezaba el necesario dibujo, deca:-De sus vientos filtrados.Sin agregar ms, Rivera tomaba la cabeza

    de Gamio en sus manos, se le acercaba. To-dos se haban enderezado en sus asientos,esperando. Gamio, dcil, ofreca la oreja. Ce-rraba, visiblemente consolado, los ojos. Co-menzaban los labios de Rivera. Lemus y losdems, pese al viento, alcanzaban a or elmurmullo. Les pareca que la oreja algunamagia tena. Que defenda, protegindolo conun profundo silencio, al murmullo. Lemus oay cuidaba, a un tiempo, como a un mundopeligroso, el foco. No haba en la luz sealesde alebrestamiento. Se balanceaba como me-cida por un hilito de aire. Recobraba el vigi-1ante despacio la tranquilidad. Pensabafantaseados sus temores. Pero otra cosa ha-ha comenzado a molestarlo, a incordiarle. Elno sofocado murmullo de Rivera. Poda enmurmullo de pronto perder su tono y,validode la defensa que lo asista, convertirse en vozdicha a los cuatro vientos. Traicin, entonc~s,al secreto de la medicina. Pues el ensalmopasara luego, como fuego en un reguero deplvora, a los odos del viento que andaba

    77

  • fuera. El viento, con la clave en su poder delas fuerzas que lo desarmaban en la plaza delas almas, sera invencible. En cualquier parte, siempre, simiente de tolvaneras, raz deremolinos y tardes tristes. Lemus abandonaba su puesto de observacin debajo del focoy se le acercaba a Rivera.-No murmure.Lo haca todava Rivera antes de apartarse

    de la oreja y volverse a Lemus. De igual aigual:-Por qu no?Lemus miraba apenas la luz.-Como se le salgan a usted de la jaula del

    murmullo las palabras y las oiga el viento,ninguno de estos se curar jams.Rivera sonrea.-Acaba de inventrselo usted. No es per-

    sona el que nos zarandea. l no oye.Lemus bajaba la frente.-Bueno. Yose lo dije.Regresaba a la vigilancia Lemus. Ligera-

    mente haba aumentado el mecerse del foco,Lemus, despus, miraba con atencin lasombras del cuarto. Descubra tres o cuatesospechosas, hinchadas como levadura dtormenta. No esperaba Lemus, suba de in-

    78

    mediato a su silla y refrenaba el incipientejuego del foco. Menos que la primera vez,pero volva a quemarse. Con lstima pensa-ba en la yema. Le cambiara de color. Lemusse haba sentado. Y de pronto, Rivera con-ceda.-Est bien. Pongo fin a los murmullos.Lemus haca a un lado el dedo daado.-Crelos pronto! La luz est en el centro

    de fuerzas, de maldades.Rivera giraba los ojos. Miedoso de la luz,

    la miraba como a una araa resplandecientede veneno. Socarrona, calculadora, se meca.Y Lemus a Rivera:-Empezaba ya. Pero la detuve. Presiento

    que si vuelve a desbocarse ni yo, nadie aqu,podr frenarla.En la mirada suma rapidez, Rivera conta-

    ba las cabezas que an le faltaban de ensal-mar.Topaba su vista a un Gamio airado. stele lea la mirada. Dejaba la silla. Mirando pri-mero a Lemus, luego a Rivera, preguntaba:-Qu hay?YLemus:-Usted me oy.Terciaba Rivera.-Como los recuerdos, seremos barridos.

    79

  • Sentado nuevamente en su silla, Lemucuidaba el foco. Ms estrecha la vigilancia.-Vaya, crelos.Rivera miraba a Lemus.-Vaya.No esperaba Rivera. Escoga a su segund

    paciente de la noche, Dvila. Estaba sta,como Gamio, cerca del viento en la ventana,Madera y vidrios sonaban peor. Los sacudel feroz como a los barrotes de una crcel.Temiendo un sbito estallamiento de la con-tencin, cauteloso llegaba Rivera a la oreja.Mientras ensalmaba, con un ojo no perda dvista los peligros. A unos cuantos pasos dl, los vidrios, ya convertidos en aicos, volaran. Se le clavaran, cuchillos. Por eso, elapresurar las secretas palabras; al no darleespacio, se apretujaban, se sofocaban en elvestbulo de la oreja. Hermanas miedosas dla oscuridad, el pecho de una tocando la espalda de la otra, descendan a donde brama-ba, en el alma enferma, el viento. Pero Lemuadverta la mala prctica. Descuidando la luz,bajaba la vista y miraba a Rivera.-Tampoco.Rivera lo escuchaba con un sobresalto. Sin

    terminar la curacin, se volva hacia Lemus,

    80

    l .a cara de Lemus estaba amarilla como lasmanchas de la pared. Asustaba su semblan-ll'. Lemus agregaba:-No son nuestras palabras medicinales

    briznas. Si usted las empalma, les mata elpoder. Son cofrecitos especiales. Flores nue-vas. Hay que darles tiempo y espacio para que~wabran.Lncesante, el ruido de los vidrios. Miraba

    Rivera a la ventana, luego, otra vez, a Lemus:-Qu, si no se abren?Lemus contestaba:-Todo.A Gamio no le pareca la contestacin.-No, no todo.Giraba su cabeza Lemus, a izquierda y de-

    rocha. Y, esparciendo las palabras:-Todo, todo.Y Rivera:-No hable as. No est la noche para eso.Nada contestaba Lemus.Nuevo ruido en el cuarto. Las bisagras de

    l.is ventanas lo haban comenzado. La voz desus desconcertados metales superaba, en in-lcnsidad, la de la madera y los vidrios. Rive-ra, plegando las orejas hacia atrs:-Las bisagras. Es el viento. Empuja a fondo.

    81

  • Tambin Camio se haba puesto a escuchaFijaba su mirada, a travs de los vidrios,algn punto. Y como hablando para all:-Descuajada del marco la ventana, no h

    br salvacin.Mariposas negras las bisagras.Cuando Camio se volva a ver a Rivera,

    encontraba abocado a otra oreja. Estaba erando sin tocar al enfermo. Del que teme cotagio, su actitud. Tena los brazos echadatrs. No duraba casi el ensalmo. AcortabRivera el tratamiento. Se le haba empapadde sudor la camisa. Andaba como a la inteperie. Medio agachado, como si lo estuviedoblando un aguacero. En la ltima orejobraba an ms rpido. Se enderezaba. Etonces, Camio le miraba la cara, parecidaun cristal bajo la lluvia. Se le acercaba, llevba un pauelo.-Squese.Y luego:-No s si los cura usted bien.Devolviendo el pauelo, Rivera:-Me apresur.Camio alzaba los hombros, miraba a s

    compaeros.-Dos, tres palabras.

    Rivera escuchaba mal. El ruido de las bisa-~ras,ms crecido, era el que solicitaba, de ver-liad, su atencin. Las bisagras estaban cedien-do. Tambin la madera de los marcos. Como1111amano, la madera estaba comenzando asoltar los tornillos, a abandonarlos a las fuer-zas del que embesta. No solamente aicos devidrio. Habra, combinndose con ellos, tomi-1 loscomo esquirlas. De tanto fragmento volan-do endemoniado, quin escapara. Nuevo su-dor le remojaba la camisa a Rivera.-El tiempo. La ventana est por echarse a

    volar.YCamio:-Tenemos tiempo.Entonces, como empezar a jugar un juego

    de nios, Camio, pasaba, rpidamente, de11na oreja a otra. Les deca las palabras como1n secreto. El que las oa se incorporaba, sevolva de espalda a la ventana. Despus de la1'1ltima oreja, Camio, a Rivera, acercndoseley bajando la voz:-La ventana. brala.-Con tanto viento?Camio, tras de mirar un segundo a Lemus,

    ,1l cuidado de la luz, responda:-Primero una hoja. Luego, la otra.

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  • Las miradas de todos, pendientes. Riverlas ignoraba y vea a Lemus. su color amarllo se haba vuelto muy sombro. En las mejHas y la frente la piel, opaca como el cartVolva a hablar Gamio.-Estamos esperando.Rivera, de inmediato, entenda la insinu

    cin. Estallados los vidrios, cuchillas homedas. Rociada de pequeos puales, los tornllos. El tiempo corra en favor del vientContra Rivera. Rivera, entonces, dando zacadas, pasando por delante de los ojos de todel mundo como por delante de una galerde turbios espejos, se acercaba a la ventanala abra. El viento caa de bruces en el pidel cuarto. Duraba as apenas. Se recuperba. Se lanzaba sobre el foco. Pero los demya traan en brazos, sometido, a Lemus.viento los despeinaba, los golpeaba. Los retos de la camisa de Lemus salan volando. Cmenzaban la luz y las sombras un revoloteenloquecido. Todos haban llegado conLemus a la ventana. Todos ardan en el fuegnegro de las sombras. En el infierno, frentela noche. Un alarido paraba el tiempo y lasombras. Y Lemus, como un mueco, erarrojado al vaco.

    DIFCILDEATRAPAR

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  • 1,:1 hombre estaba en el segundo piso. Ropade color claro. Sin fajar, la camisa. Por los ba-rrotes del barandal le asomaba la punta de1111zapato. El hombre se haba acodado en ell11randal y me miraba. Su cara, muy trasijada.Me daba pena, y yo miraba a otra parte. Alu-sto del edificio. Sus dos pisos, abandona-dos. Como los muertos. Como un montn debasura en un solar. El tiempo haba roto losvidrios de las ventanas. El hombre haba des-11parecido. El sol daba de lleno en todo. El solme sacaba la sombra y me la pona delante.l .a sombra me haca pensar. Habamos naci-do todos sombras. El hombre haba regresa-do al barandal. Llevaba ahora unos lentes11egros.Los probaba viendo derecho al sol deL1tarde. Luego, bajaba la vista a donde mei-ncontraba yo. El sol se reflejaba en los lentesy en la botella de cerveza que el hombre traa111una mano. El hombre la destapaba conruidado. de modo que la ficha quedara som-brerito sobre el gollete. Despus de guardar-ll'en una bolsa el destapador, el hombre qui-

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  • taba la ficha del gollete, la echaba al aire. Ladisparaba como a una canica. La ficha des-criba una amplia curva. Yvena a caer a milpies. Pese a mi sombra, brillaba fuerte. La ten-tacin de levantarla, contemplarla. El hom-bre no le haba dado todava ni un trago a 1cerveza. Solamente me miraba. Los vidrios dsus lentes eran como hoyos siniestros. Se lohaba hecho el diablo. Sorprenda la sonrisde burla en el hombre. Una florecilla cidentre sus dientes. Se burlaba de que una ficha me hubiera deslumbrado. Yohaba pueto cara de nio. Volva a mirar la ficha.echaba saliva encima. Y, tierra con un pie, 1tapaba. Comprobaba el efecto de esto enhombre. La sonrisa se le haba esfumado. Peya levantaba la botella para empezar a bebeLa agarraba procurando dejar libre el oro dla etiqueta. El sol converta la etiqueta en unascua. Antes de que el pico de la botella 11gara a la boca del hombre, yo volva a mirade nuevo el edificio. Los cuartos de la plantbaja haban perdido, adems de los vidriode las ventanas, tambin las puertas. En eso,cuartos, los rayos del sol iluminaban gruesalfombras de polvo. En alguna de las alfombras, evidentes las huellas del sol. Todos lo

    bichos ponzoosos de Dios deban de viviren aquellas espesuras. La ruina entera, suhotel. De pensarlo me entraba miedo. Las ali-maas nada han tenido que ver nunca connosotros. Distraa el pensamiento calculandola edad de la construccin. Vieja de cuarentao cincuenta aos. Llamaban mi atencingolpecitos en el barandal. Levantaba la vista.El hombre le estaba dando con el culo de labotella al fierro. La botella sonaba hueca. Lasvibraciones de los golpecitos recorran hastael final el barandal. Segua yo mirando alhombre. Entonces, se detena. No haba sol-tado la botella y la apoyaba sobre el barandalcomo un arma. En la luz de la tarde, arda laetiqueta. La cerveza no haba mejorado paranada la cara del hombre. Al contrario, le ha-ba acentuado la palidez. Escupa el hombre.La escupitina me morda la sombra. Blanca,con tufos de alcohol. El hombre se haba be-bido, en toda la tarde, ms de una cerveza. Yde repente:-Qu busca usted aqu?Yobajaba la vista. Miraba a la escupitina. Y

    despus, la hilera de cuartos miserables de laplanta baja. Mi sombra haba caminado. Perocomo rehuyendo al hombre. Volva a mirarlo.

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  • -No busco nada.El hombre levantaba del barandal la bote-

    lla y luego, con un golpecito seco, la volva adonde mismo. El oro de la etiqueta perda luz.Igual que los vidrios de los lentes. El hombrepegaba su cuerpo al barandal. Lo haca quejarse.-Entonces?El hombre haba apoyado la otra mano en

    el barandal. Daba la impresin de que iba avolar o saltar. De acariciar un pensamiento:caer sobre m. Yo, entonces, adelantaba unapierna, ladeaba el cuerpo.-Es usted el dueo de esto?Mi pregunta haca que el hombre fruncie-

    ra las cejas.-No necesito serlo.Se retiraba, un poco, del barandal el hom-

    bre. Cambiaba la posicin de la botella. Lahaba agarrado por el gollete como a un paloy con ella acariciaba el filo del barandal.-Qu busca usted aqu?En la mano del hombre la botella haba os-

    curecido. Casi era tan siniestra como los lentes. Me la imaginaba rota, coronada de picos.Saltara o no el hombre, la botella, rota, se vol-va un arma temible. Rpidamente, de una

    ojeada, miraba yo la entrada de la escalera alsegundo piso. Haca el clculo del tiempo queel hombre poda tardarse en bajar. El hombreera alto, de apariencia fibruda.-Tengo una cita.El hombre haca ruido con la boca.-Siempre el mismo pretexto.Las palabras del hombre concentraron toda

    mi atencin en la botella.-Usted me confunde.El hombre separaba del barandal la otra

    mano. La mova violentamente. La sacudacomo a un guante grande de hueso.-No. No lo estoy confundiendo. Es el pre-

    texto de todos.El aire que mova la mano dispersaba las

    palabras del hombre lanzndolas a los cua-tro vientos. Yo las oa resonar alrededor mocomo si hubieran sido pronunciadas por to-das las bocas de la tarde. El eco me aturda.-Todos?Frenaba su mano el hombre un instante

    como para reacomodarla y darle un respiro.Luego, otra vez, a zarandearla. Yyo comenza-ba a esperar en que la violencia de una manopasara a la otra. Levantaba la voz el hombre.-Todos los otros. Ustedes, los vagos.

    91

  • Las palabras del hombre haban atravesado la mano sin tocarla. Yo las senta compullazos. Entonces, juntando saliva, la escupa, gruesa, en direccin al hombre. Lescupitina fulguraba mucho en el aire. La vereflejarse, como una estrella fugaz, en los v-drios de los lentes. Con el dorso de la mano,me limpiaba la boca.-Usted vuelve a equivocarse.Paraba de mover la mano el hombre; 1

    dejaba demasiado quieta.-No me equivoco. Yvoy a echarlo a usted

    de aqu cuando haya cado el sol.Pensaba que el hombre me haba amenaza

    do slo para regresar despus. Pero no. Pareddecidido a esperar. Se haba metido la botellaen una bolsa trasera del pantaln. Descansabel peso de su cuerpo en una de sus largas pier-nas. Y,lo saba, no dejaba de mirarme. Volv,yo a escupir, entonces, en sentido contrario alcamino que segua mi sombra. Acentuaba suactitud el hombre. Se apoyaba con ambas ma-nos en el barandal y luego, a travs de los ba-rrotes, deslizaba una pierna. El faldn de lacamisa se le abra en dos.-Jams pierdo los estribos. Yel alcohol m

    dobla las energas.

    Recelaba del hombre. Continuaba hablan-do, no silencioso, al cabo de su amenaza.Quizs se le haba ocurrido otra tctica y que-ra distraerme. Si l me tena constantementeen la mirada, yo, en cambio, no le perda devista ni las manos ni las piernas.-Las botellas llenas de arena, terribles.El hombre se rea:-Pregntele a sus amigos.Mi sombra, ms larga cada vez. Se acerca-

    ba ya a una de las esquinas del edificio.Como husmeando. Y volva a mi memorial'l hombre con el que haba hecho la cita.1 Cabamosacordado, desde la tarde anterior,lo medular del asunto. Nuestra cita, pararedondear detalles. Todo iba, en las aparien-cias, bien. Pero el otro estaba tardndose, nollegaba. l haba fijado la hora de encontrar-nos. El sol an estara encumbrado. Desdeel barandal, el hombre escupa. Despus, seacomodaba los lentes. La mano, sin transi-.in, hasta la bolsa donde haba enfundadola botella. Ladeaba yo rpidamente ms elcuerpo. El hombre palmeaba la botella comoa una pistola.-Est vaca. Pero adentro, con arena, ten-

    go varias.

    92 93

  • Sonaban las palmadas un rato. Luego, 1mano, volva al barandal. El volver del pja1ro a su rama me tranquilizaba. El hombre ebozaba una sonrisa burlona.-Tiempo. Y luz. Cuando ambos se term]

    nen, regresar.Sin agregar ms, el hombre daba la med

    vuelta y entraba a su cuarto. El faldn trasro de la camisa, largo, como si fuera la colde un vestido de novia, le cubra la botellEl hombre cerraba suavemente la puerta. Sausencia agudizaba la soledad del lugar,deterioro del edificio. De los cuartos del prmer piso empezaba a escapar un fro silecio. Al fondo de ellos, en algn oscuro rien, la noche pona ya su primera camadHaba empezado a caer la tarde. Mirabatorno mo. Buscaba al otro sin verlo por niguna parte. En el horizonte, el sol se iba covirtiendo en moneda de cobre. Doraba la 1el suelo de la explanada. Me fijaba a m mimo cunto esperar an. De espaldas al edf]cio, cuidaba los pasos del sol; el progresvacabamiento de la luz en el cielo. Entoneuna voz como un susurro y que reconocluego, me haca volverme. Me hablaba el d,la cita.

    94

    -Estoy aqu desde el principio. Pero nopoda acercarme.Miraba en sus ojos. En ellos, la luz del atar-

    decer era como una densa lluvia de oro. Sualma fulguraba detrs de la lluvia. Yolevan-laba la vista y miraba al barandal solitario,sus barrotes encendidos.-El de all no est en sus cabales.Apretaba la lluvia en los ojos del otro. Aho-

    gaba al fulgor. Mi voz, frente a la repentinatormenta, sonaba calmada:-Usted nada me advirti.El otro aspiraba hondo, cerraba los ojos.-No, no se lo advert. Sin embargo,

    Montiel no est tan loco que coma lumbre.La palabra Montiel despertaba en m un

    eco. Esperaba a que el otro volviera a abrirlos ojos.-Montiel es el apellido del hombre?Yovolva a mirar el barandal sin nadie.-Montiel.El hombre tambin miraba para arriba.-Las camisas de Montiel.De regreso del barandal, la mirada del otro

    buscaba la ma.-Qu tienen esas camisas?El otro miraba la roja bola del sol.

    95

  • -Los faldones. Demasiado largos.Los recordaba yo claramente. Pero slo al fi

    nal, en la ltima entrada del hombre a su cuato, yo haba visto el faldn posterior, largo d,verdad. Como si el faldn hubiera crecido.-El de atrs.Al otro se le haba endurecido la cara.-Los dos. Montiel suele llevar escondid

    siempre un arma debajo de ellos.Senta que el otro haba pensado sorpren-

    derme con su revelacin. Yosonrea:-El casco de una botella. El hombre mova la cabeza.-Es un engao. Montiel carga pistola. Re

    vlver.Miraba al otro, escupa a un lado.-Tampoco eso me lo advirti usted.Desviaba de mis ojos la vista el otro. Mira

    ba las soledades de la explanada, abiertahasta perderse en los bordes de la distantavenida.-No convena. Cualquiera le huye a un

    hombre armado.Las ltimas palabras del otro me ofendan,-Yo no soy cualquiera. Hace tiempo so-

    met a un Montiel. Aquel estaba en su juicio,Era un tipo feroz.

    El hombre levantaba una mano. La agitabaomo en son de disculpa.-No, usted no es cualquiera.-Yo cal a Montiel. Por los riesgos aadi-

    dos, pgueme usted algo ms.Al otro se le desarrugaban la frente y el

    ceo:-Escuch la amenaza de Montiel.Yovoletaba a mirar de nuevo el barandal.

    l:I otro hablaba.-No debemos darle oportunidad. Es en su

    cuarto donde hay que pescarlo.Miraba al otro. No haba acabado, al pare-

    cer, de decirme todo.-Usted, va a acompaarme?El otro afirmaba con un leve movimiento

    de cabeza.-Pero no meter las manos. Montiel cono-

    re mi voz. Me abrir la puerta de su cuarto.I.ntonces ...Empezbamos a caminar rumbo a la esca-

    lera del edificio. El otro me preceda. l nocaminaba aprisa. Sus pasos eran cortos y li-geros. Andando as, su cuerpo pareca no pe-sar casi nada. Tena un aspecto muy frgil. lslo no hubiera podido lidiar con Montiel ja-ms. Entenda yo perfectamente que le tuvie-

    97

  • ra miedo. Un rnanazo de Montiel poda qubrarlo. Antes de entrar a la escalera, volteabyo y miraba las soledades a mi espalda. Hba sentido de pronto que el otro y yo no eminbamos solos en la tarde. Pero lo nique mis ojos vean era la explanada dondagonizaba la luz del sol. Y al sol, corno urueda de llamas apagndose abandonadael horizonte. En los primeros peldaos, el otse detena. Hablaba sin voltear a verme:-Una vez Montiel por poco me mata. Du

    no s cuntos das entre la vida y la muerbPero yo tambin alcanc a herirlo de gravdad. Despus lo supe.Callaba y empezaba a subir. Deslizaba un

    mano por la barandilla. Arrastraba la man,corno a una flor enferma. En el rellano, vova a detenerse. La luz que entraba por el sgundo piso le doraba la frente. Volteaba, mimiraba corno si yo me encontrara muy lejo-Usted quiere vengarse.Iniciaba el otro el segundo tramo de la e

    calera. Yapara llegar arriba, haca alto:-Slo un escarmiento duro. Cada vez qu

    ando por ac busco a Montiel.Todo el segundo piso se hallaba iluminad

    de rojo. Desde all, se vea mejor la lejana av

    nida, los autos. El cuarto de Montiel estaba ala izquierda de nosotros, al final del pasillo.l:t otro continuaba andando despacio. Paranada miraba ni a la tarde ni al cielo. Tal vezibapensando en el prximo castigo a Montiel.Y tal vez se lo imaginaba ya cado, des-postillado por mis golpes. Un traste viejo. Trespuertas antes de llegar a la de Montiel, elhombre daba la media vuelta:-Viene preparado?Desabrochaba yo dos botones de mi cami-

    sa y sacaba a relucir el arma. Una automti-ca. Niquelada, inmediatamente adquira unatonalidad roja, de criatura viva. Esto y la sor-presa, nuestras nicas ventajas.Elhombre miraba cornoun ausente la pistola.-Montiel me parti la cabeza con su re-

    vlver. Luego, dispar. Pero no saba Montielque yo iba tambin armado.Nos estabarnos tardando. Comenzaba a te-

    mer falta de luz a la hora de hacer el trabajo.En la automtica haban comenzado a brotarpequeas manchas de color azul.-Es aventurado golpear en medio de las

    penumbras. Los ltimos golpes deben serprecisos. De otro modo, Montiel pudiera le-vantarse, contraatacar.

    99

  • Al otro no le haban importado mis razo-Fjese en el sol. Fjese en todo. Tend

    mos claridad bastante hasta el fin.Haca lo que me pedan. Y miraba al sol.

    al cielo. Y tambin a la ancha avenida corrido por la orilla de la tarde. Entonces vea ucosa: todo estaba como fuera del tiempo.mo retratado en una inmensa foto. Sentaaire fro escaparse de los cuartos abandondos del segundo piso. Miraba mi mano armda. La cara del otro. Esas cosas eran parimgenes en la foto.-No importa. Quiero comenzar.El hombre se volva de espaldas a m.

    segua de cerca. En unos cuantos segundollegbamos frente a la puerta de Montiel. Sms, el otro empezaba a llamarlo:-Montiel, Montiel. Abra.Bajito respiraba yo. Empuaba con toda,

    mis fuerzas el arma. Insista el otro:-Montiel, abra, abra.Pero Montiel no pareca escuchar. Me p"e

    guntaba si Montiel no nos habra sentido enel pasillo. Acercaba una oreja a la puerta, ee-cuchaba, y mientras tanto, miraba a los ojosdel otro. Su mirada era hueca. Un cuartoabandonado.

    100

    -Montiel no mueve ni un dedo.Yono me apartaba de la puerta. Empezaba

    11 sentir hmeda la cacha de la automtica.1 )e reojo miraba al sol, estacionado en el in-mvil incendio de la tarde. El hombre repeta1111 llamada como una cantinela. Pero la can-tinela sonaba ya distinto. Vena de lugares1ternamentesombros.-Montiel, Montiel, abra, abra.Quedaba, al cabo de las palabras, un silen-

    rio helado. Entonces, en medio de aquel so-plo de invierno, yo escuchaba ruidos en elcuarto.-Montiel est junto a la puerta.No avisaba de mis intenciones. Con una

    mano en la perilla, intentaba hacerla girar. Laperilla ceda. Sin soltarla, le miraba en los ojos:il otro.-Voy a entrar.Empujaba la puerta con todo mi cuerpo.

    Esperaba derribar as a Montiel o prensarlocontra la pared. De cualquier modo que fue-ra,empezaba llevndole ventaja. Pero del otrolado no haba nadie. La puerta y yo, fuimos aestrellarnos en seco. Me destanteaba la sor-presa. Pero luego, comenzaba a llamar y abuscar a Montiel. Descubra que el cuarto no

    101

  • tena muebles. Slo una gruesa alfombra dpolvo, como la de los cuartos de abajo.Montiel no lo vea por ninguna parte. Pensba que quiz estara escondido en el bao. Lroja luz del sol me acompaaba; tal como mhaba dicho el otro, la claridad persista. Cauteloso, me acercaba a la puerta del bao. Etaba abierta. En el bao haba una ventanital oriente por la que penetraba una luz azul,La luz alumbraba todo. Me haba bastado unligera ojeada: Montiel tampoco se encontrba all. Caminando rumbo a la entrada, declda pedirle el pago, completo, al otro. Portiempo gastado. Por el suicidio sufrido. Penen la puerta, afuera, el otro, no estaba esprndome. En el pasillo, ni una alma. Mirabal cielo. El resplandor del incendio se habextinguido. Y ya no haba sol. Con toda 1prisa del mundo, arma an en la mano, buscaba al otro en los dems cuartos. En ninguno lo hallaba. La primera oleada de sombrainvada el pasillo. Miraba los terrenos de mall de la explanada, hundindose, en el erepsculo. Me imaginaba al otro cruzndolos,huyendo. De unas cuantas zancadas alcanza-ba yo la escalera y comenzaba a bajarla, tam-bin a zancadas. Estaba tan oscura como un102

    1nel. Por eso, como un ciego, despus delrellano, perda pisada. En la cada, la luz deun fogonazo me deslumbraba y aturda. Ape-nas si duraban estas cosas. Luego, en tornomo, y dentro de m, mucho silencio. Me po-na en pie. Haba perdido el arma. No medola el cuerpo pero saba que despus iba asentir como si me hubieran apaleado. Sala ala explanada. Las sombras del crepsculodevoraban el suelo. En el aire, la luz de la tar-de an se debata en la tiniebla que la iba en-volviendo. Recordaba el sol de unas horas.intes. La ficha, como un aerolito. Las pala-bras que habamos cruzado Montiel y yo so-naban como si otros las pronunciaran, extra-viados al fondo de los aos. Y comenzaba aandar rumbo a la avenida. En el centro de laexplanada, volteaba a ver al edificio, al ba-randal. El edificio se haba convertido en unagran sombra negra, pero el barandal, la partedonde Montiel haba estado, fosforeca tenue-mente. Montiel nos haba burlado al otro y am. El otro: tan slo a m. Pensar en esto yano me indignaba. El haber dejado la autom-1 ica en las escaleras, tampoco tena importan-cia. Y entonces escuchaba una voz al mismoLiempoque vea una silueta. Reconoca la voz:

    103

  • -Montiel, difcil de atrapar.La silueta del otro era una sombra helad

    Su voz se oa como el susurro de los muertvagando por el mundo.-Pero maana regresaremos a buscarl

    Maana; todas las tardes.PEROMI SOMBRA

    104

  • 107

    l lablaba callando mucho Bartolom. Nos re-partamos la luz del cuarto. La luz entraba aplomo por una claraboya. De vez en cuandoyo miraba las telaraas de la claraboya. En.rlgunas partes, los rayos del sol las haban.icuchillado. Estaban llenas de oscuridad lasheridas. Las manos de Bartolom, empalma-d as, descansaban sobre una mesa. Parecantener orejas, estar escuchndolo. Del color delazufre era.-Bartolom, te guardas cosas.Levantaba la cara Bartolom. Bartolom

    Lenaopacos los ojos. Denso el aliento. La luzse le hunda en las mejillas. Su aliento, cuan-do atravesaba el aire, dejaba rastros de som-bra. Bartolom sacuda de la mano una som-bra. La mano, entonces, recobraba su color.Bartolom le daba varias veces vueltas.-Gamio, tiene usted las manos como yo?Bartolom haba detenido la mano, me la

    enseaba. De forma alargada y plana recor-daba una esptula. Doblaba los dedos Barto-lom. Haca brillar el bisel de las uas. Pe-

  • gando all, la luz de la claraboya me ilumina-ba la frente. Helado senta yo el reflejo. Parmostrrsela a Bartolom y desviar tambin 101fros rayos, haba sacado de mi bolsa unmano.-T y yo, Bartolom, nunca hemos traba-

    jado en lo mismo.La suspendida mano de Bartolom se des

    plomaba. Bartolom permaneca con sus ojoen la ma. Despacio la estudiaba, como a unmapa. Haba momentos en que sus ojos casiperdan lo opaco. Pero luego, se volvan to-dava ms enemigos de la luz. Bajaba yo 1mano. La mirada de Bartolom no la segua,Bartolom adelantaba el labio inferior.-Eso nada tiene que ver, Camio. Es invier-

    no. Hay palidez en todo.Meta yo de nuevo la mano a la bolsa. Se

    mova el sol en la claraboya. Caminaba hacia elfondo del cuarto. Revelaba all ms telaraas.-Bartolom, tus manos no son plidas.Las manos de Bartolom se encogan. Con

    centrndose en los nudillos, la luz lanzaba,con viveza, resplandores.-Camio, soy ms viejo.La voz de Bartolom no haba sonado den.

    tro de l. Yovolva a mirar otra vez las telara-

    108

    as de abajo. Bartolom segua mi mirada. Delas telaraas estaba cayendo polvo como sialguien las hubiera movido. Volaba mal, elpolvo. Lo vea asentarse en el piso. Lo escu-chaba. Geman las motas.-Camio, en qu lleg usted?Bartolom preguntaba mirando a una esqui-

    na de la mesa. La esquina estaba muy gastada.-Autobs, Bartolom.Apartaba Bartolom la vista de la mesa.-Hora, Camio?Los ojos de Bartolom mataban la luz del

    .nre.-Las doce.-De la noche?Miraba, de modo burln, a Bartolom.-No, Bartolom.Lasmanos de Bartolom se apretaban como

    piedras.-Camio, son las doce y minutos. Apenas.Bartolom deca esto frotndose una mano

    con la otra. Como si se encontrara en dificul-tades.-La estacin de autobuses queda lejos,

    Gamio. Vino usted demasiado rpido.Haba temor en las palabras de Bartolom.

    Haba que distraerlo. Miraba yo al techo.

    109

  • -Bartolom, los velos de la claraboya, t,van a caer encima las ponzoosas araas.Me regresaba la burla Bartolom. Con un

    dedo se rascaba la punta de la nariz.-No. All arriba, slo ubares, Camio.Llevaba yo entonces la mirada a las telara-

    as del fondo del cuarto.-Bartolom, y abajo?-Capulinas, Camio.Mirbamos yo y Bartolom el mismo lugar,

    La luz no alcanzaba a penetrarlo. Andabanpoco los rayos. Se perdan en lo oscuro. Lmirada de Bartolom volva a la gastada es-quina de la mesa.-Tus aos, aqu, Bartolom?Bartolom se hunda en la pregunta. Dilata-

    ba en tocar fondo todo el tiempo que ambohabamos acumulado. Bartolom buscaba 1orilla de la mesa. Apoyaba en la orilla los ddos de las manos. Estaban vacos. Bartolomgiraba a la izquierda la cabeza, con el mov-miento, la cabeza se haba secado como unfruta. Bartolom despegaba de la mesa unamano. Sealaba a un rincn del cuarto.-No veo nada, Bartolom.Bartolom no bajaba la mano. El filo de los

    dedos apuntaba con insistencia.

    -Camio, por las telaraas; como relum-bran tanto, usted est encandilado.Me aproximaba al rincn dejando atrs la

    mano de Bartolom. Ami espalda, yo sentaque, de algn modo, la mano me guiaba.-Hay una petaca, Bartolom.Sonaba en el aire la mano de Bartolom.Luego, me llegaba una olita de fro.-brala, Camio.La petaca era negra. Listones de madera,

    negros tambin, la abrazaban. En vez de cha-pa, tena un agujero.-Capulinas, Bartolom?Volva a sonar la mano de Bartolom.-No, Camio.Me doblaba por la cintura. Enganchaba

    un dedo al agujero. Levantaba su tapaderay me asomaba. No alcanzaba a distinguirnada. Pero el interior de la petaca ola a al-canfor.-Es perfume, Bartolom.Aunque no poda verla, saba yo que la

    mano de Bartolom estaba de nuevo descan-sando en la mesa.-Camio, cubriendo hay una franela.Me agachaba ms, palpaba el trapo.-Dnde la pongo, Bartolom?

    110 111

  • -Donde usted quiera, Gamio.Apareca la franela en la penumbra. La d

    jaba caer al piso. Volva otra vez a mirar elinterior de la petaca.-Y ahora, Bartolom?Las bolitas de alcanfor alumbraban. M

    descubran las cosas. Oa yo a Bartolomcomo si se hallara sofocado.-Un cuaderno, Gamio. Trigalo.Sacaba de la petaca el cuaderno. Estab

    impregnado de la luz y el aroma del alcanfor,Pesaba. Le soplaba las pastas. Me acercabcon l a la mesa. Los ojos de Bartolom, almirarlo, perdan opacidad, sus manos se ha-ban levantado para recibirlo. Dudaba yo qupudieran sostenerlo.-El cuaderno est limpio, Gamio.Se lo daba Bartolom. En las manos d

    Bartolom, el cuaderno se encenda an ms,No vi que el cuaderno le pesara. Sin esfuer-zo, lo haba llevado por el aire hasta depo-sitarlo sobre la mesa. Tocaba el cuaderno 1tabla y se apagaba. En su oscura pasta, descansaba una mano Bartolom. Los dedos separados, como enemigos. La otra mano dBartolom, enseguida del cuaderno, desean-saba tambin.

    112

    Tena la forma de una casita. En ambas, loamarillo se haba hecho intenso.-Gamio, el olor no es eterno.Avisado por Bartolom, buscaba en qu

    sentarme. Los rayos del sol se haban esfu-mado del cuarto. Am, como a Bartolom, nosbaaba una claridad distinta. Se iniciaba laltima hora de la tarde. Bartolom haba ad-vertido mi bsqueda, mi mirada volando enel silencio.-Voy a prestarle mi silla, Gamio. Pero no

    ahora.Bartolom, al hablar, me volva la atencin

    a su cuaderno. La mano de encima de lapas-ta la haba levantado. La mantena derecha.Luego, la doblaba a la izquierda. Por dentro,el forro de la pasta era amarillo. Mientras lle-gaba a las primeras pginas, la mano deBartolom desapareca, confundida en aquelcolor.-Mnimo el aroma.Acrquese. Lea,Gamio.Bartolom estaba mostrndome una pgi-

    na manuscrita con tinta negra. La llenaban sindescanso las letras. La larga procesin abru-maba. De la interminable fila surga cerradomurmullo.-Es necesario, Bartolom?

    113

  • La pgina me estaba echando a perder 1tarde. Silenciaba, aplastaba, con la mano drecha, Bartolom la pgina.-Lea, Gamio.Comenzaba yo entonces a rodear la mes

    despacio. Me segua, baja, la mirada de Batolom. Cuando llegaba junto a l, Bartolomempujaba la silla, se pona en pie. De perfil,Bartolom. De perfil, el espoln de su nari-Dnde, Bartolom?Para nada me miraba Bartolom.-Toda, Gamio.Bartolom se haca a un lado, me dejabas

    lugar. Al apartarse la sombra de Bartolomde la silla se levantaba, fugaz, un resplandor,Bartolom haba ido a pararse frente a m.-Tiempo, Gamio, casi el que usted quier,Me sentaba yo a la mesa. Tocaba la pagn ,

    Aspera senta la tinta. Resaltadas las letras.-All est la fecha de mi llegada, Camio,

    La historia tambin.Me inclinaba sobre el cuaderno.-Voy a llamar a Torres, Gamio.No alzaba la vista. No le contestaba

    Bartolom. Que l se fuera estaba esperando,Le oa salir del cuarto, alejarse por el pasillo,Me esperaba todava al total apagarse de su

    114

    pasos. Otros segundos y luego, silencio. Le-vantando la cara, miraba y revisaba la puer-la. La luz de la tarde le daba dbi