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Edward Said
Entre dos mundos
http://www.fractal.com.mx/F9said.html
En el primer libro que escribí, Joseph Conrad and the
Fiction of Autobiography, publicado hace más de treinta
años, y luego en el ensayo titulado "Reflections on Exile"
que apareció en 1984, puse a Conrad como ejemplo de una
persona cuya vida y obra parecían encarnar el destino del
trotamundos que llega a ser escritor consumado en una
lengua adquirida, pero que nunca llega a desembarazarse del
sentimiento de ser ajeno a su nueva casa –la adoptada–, a
la que, como ocurre en el muy especial caso de Conrad,
admira. Todos sus amigos concordaban en que él se sentía
muy a gusto con la idea de ser inglés, aunque nunca haya
perdido su fuerte acento polaco y su carácter peculiarmente
caprichoso, rasgo considerado muy poco británico. Con todo,
en el instante en que ingresamos a su literatura nos
resulta inconfundible su aire de desajuste, inestabilidad y
extrañeza. Nadie podría representar mejor que él al perdido
o desorientado, ni nadie fue más irónico en cuanto a
intentar reemplazar esa situación con nuevos arreglos y
acomodos, que invariablemente lo conducían a uno con
engaños hacia nuevas trampas, como las que lord Jim
encuentra cuando comienza una nueva vida en su pequeña
isla. Marlow entra al corazón de las tinieblas para
descubrir que Kurtz no sólo está ahí frente a él sino que
también es incapaz de decirle toda la verdad; así que, al
narrar sus propias experiencias, Marlow no puede ser tan
exacto como le habría gustado, y acaba exponiendo
aproximaciones e incluso falsedades de las que tanto él
como su auditorio parecen darse cabal cuenta.
Sólo mucho después de su muerte, los críticos de Conrad
trataron de reconstruir lo que han llamado sus antecedente
polacos, muy poco de lo cual alcanzó a aparecer en su obra
de ficción. Pero ese significado escurridizo de sus
escritos no se descubre tan fácilmente, pues aunque
encontráramos mucho sobre sus experiencias, amigos y
parientes polacos, esa información no bastará para aquietar
el núcleo de impaciencia y desazón que su obra ronda
incansablemente. A la larga, nos damos cuenta de que su
obra verdaderamente está conformada por una experiencia de
exilio o extrañamiento que jamás podrá subsanarse. No
importa la perfección con que sea capaz de expresar algo,
el resultado siempre le parece una aproximación a lo que
quería decir, y que se dijo demasiado tarde, cuando había
pasado el momento en que decirlo habría sido útil. "Amy
Foster", el más desolado de sus cuentos, trata de un joven
de Europa del Este que naufraga frente a las costas de
Inglaterra de camino a América y termina casado con Amy
Foster, afectuosa pero incapaz de articular palabra. El
hombre no deja de ser extranjero, nunca aprende la lengua e
incluso después de que Amy y él han tenido un hijo, no
puede volverse parte de la familia que ha formado con ella.
Cuando está próximo a morir y balbuce delirando en una
lengua extraña, Amy le arrebata a su hijo, abandonándolo en
su último sufrimiento. Como tantas de las historias de
Conrad, ésta nos la narra un personaje comprensivo, un
médico conocido de la pareja, pero ni siquiera él puede
redimir al joven de su aislamiento, aunque Conrad se
complace en hacer creer al lector que habría podido
hacerlo. Cuesta trabajo leer "Amy Foster" sin pensar que
Conrad debe haber temido morir en trance parecido,
inconsolable, solo, hablando en una lengua que nadie
entiende.
Lo primero que se reconoce es la pérdida de la patria y de
la lengua en un medio nuevo, pérdida que Conrad hace
aparecer, con toda severidad, como irredimible,
inexorablemente angustiosa, despiadada, intratable, siempre
aguda, razón por la cual me he pasado años leyendo y
escribiendo sobre Conrad como en un cantus firmus, un bajo
obstinado en mis numerosas experiencias. Durante años
parecía estar yo pasando por el mismo tipo de vivencia en
los trabajos que realicé, pero siempre a través de los
escritos de otros. No fue sino hasta comienzos del otoño de
1991 cuando un desagradable diagnóstico me reveló de pronto
lo que debí haber sabido de la mortalidad antes de intentar
encontrarle sentido a mi propia vida, conforme su fin, de
manera alarmante, parecía estar cada vez más próximo. Unos
meses después, tratando todavía de asimilar mi nueva
condición, me puse a escribir una larga carta explicativa a
mi madre, fallecida hacía casi dos años; una carta que dio
inicio a un intento tardío de imponerle una narración a la
vida que yo había dejado casi librada a sus propios
recursos, desorganizada, esparcida, sin un centro. Había
hecho una carrera decente en la universidad, había escrito
bastante, había adquirido una reputación nada envidiable
(la del "profesor del terror") por mis escritos, mis
discursos y mi participación en asuntos palestinos y, en
general, del Medio Oriente, del Islam y en contra del
imperialismo, pero rara vez me detuve a ordenar ese
desbarajuste. Trabajaba compulsivamente, rara vez tomé
vacaciones, pues no me gustaban, e hice lo que hice sin
preocuparme mayor cosa (si acaso llegaba a preocuparme) de
problemas como la esterilidad, la depresión o la falta de
productividad del escritor.
Entonces, de buenas a primeras me di cuenta de que apenas
tenía tiempo para investigar una vida cuyas excentricidades
había aceptado como tantos otros hechos de la naturaleza.
Una vez más reconocí que Conrad se me había adelantado,
salvo porque él fue un europeo que dejó su Polonia natal y
se convirtió en inglés, por lo que para él la mudanza tuvo
lugar más o menos dentro del mismo mundo. Yo nací en
Jerusalén donde pasé la mayor parte de mis años formativos
y, después de 1948, en Egipto, cuando se refugió allá toda
mi familia. Sin embargo, mi educación elemental transcurrió
en escuelas coloniales de elite, instituciones públicas
inglesas que los británicos destinaban a educar
generaciones de árabes con vínculos naturales con la Gran
Bretaña. La última a la que asistí antes de salir del
Oriente Medio hacia Estados Unidos fue el Victoria College,
en El Cairo, escuela que, en efecto, se fundó para educar a
la clase gobernante de árabes y levantinos que habrían de
asumir el poder tras la retirada de los ingleses. Entre mis
contemporáneos y condiscípulos estuvieron el rey Hussein de
Jordania, varios jóvenes jordanos, egipcios, sirios y
sauditas que luego fueron ministros, primeros ministros y
hombres de negocios destacados, como Michel Shalhoub, jefe
de prefectos de la escuela y torturador principal cuando yo
era un muchacho relativamente joven, y al cual todo mundo
ha visto en la pantalla como Omar Sharif.
Una vez que se ingresaba al VC, le daban a uno el manual de
la escuela, el cual consistía en una serie de normas
concernientes a todos los aspectos de la vida escolar: el
tipo de uniforme que usaríamos, el equipo necesario para
los deportes, las fechas de las festividades escolares, los
horarios de autobuses, etc. Pero la primera regla,
proclamada en la primera página del manual, rezaba: "El
inglés es el idioma de la escuela; los estudiantes que sean
sorprendidos hablando en cualquier otro idioma serán
castigados". Sin embargo, entre los estudiantes no había
hablantes nativos del inglés. Mientras que los maestros
eran todos británicos, nosotros éramos una tropa
heterogénea de árabes de varios tipos, armenios, griegos,
italianos, judíos y turcos, cada quien con su propia lengua
materna que la escuela había proscrito expresamente. No
obstante, todos o casi todos nosotros hablábamos árabe –
muchos hablaban árabe y francés– por lo que podíamos
refugiarnos en una lengua común, desafiando lo que nos
parecía una rigidez colonial injusta. Al terminar la
segunda guerra mundial, el poder imperial británico se
aproximaba a su fin, hecho al que no éramos ajenos, aunque
no puedo recordar a ningún estudiante de mi generación que
hubiera sido capaz de expresarlo con la debida claridad.
Conmigo las cosas se complicaban, porque aunque mis padres
eran palestinos –de Nazaret mi madre, mi padre de
Jerusalén–, mi padre había obtenido la ciudadanía
estadounidense durante la primera guerra mundial, cuando
sirvió en la American Expeditionary Force, al mando de
Pershing en Francia. Había salido primero de Palestina, que
entonces era provincia otomana, en 1911, a la edad de 16
años, para evitar que lo alistaran para combatir en
Bulgaria. Así que se fue a Estados Unidos, estudió y
trabajó ahí unos años, luego regresó a Palestina en 1919
para dedicarse a los negocios al lado de su primo. Además,
con un apellido árabe tan poco excepcional como Said, unido
a un nombre de pila improbablemente británico (mi madre
admiraba mucho al príncipe de Gales en 1935, año en que
nací), fui un estudiante engorrosamente anómalo durante mis
primeros años: un palestino que asistía a la escuela en
Egipto, con nombre inglés, pasaporte estadounidense y
ninguna identidad definida. Para colmo de males, el árabe –
mi lengua materna– y el inglés –la de la escuela– se
mezclaban de manera inextricable: nunca he sabido cuál fue
mi primera lengua ni me he sentido completamente a gusto
con ninguna, aunque sueñe en ambas. Cada vez que pronuncio
una frase en inglés me descubro pensándola en árabe, y
viceversa.
Todas estas cosas que me pasaban por la cabeza en esos
meses posteriores a mi diagnóstico me revelaron la
necesidad de pensar sobre ciertas cosas finales. Pero lo
hice en una forma que para mí era característica. Autor al
fin de un libro intitulado Beginnings, me remonté a mis
primeros días de niño en Jerusalén, El Cairo y Dhour el
Shweir, pueblito montañés del Líbano que odiaba pero al que
mi padre nos llevaba año tras año a pasar los veranos. Me
vi reviviendo los novelescos dilemas de mi juventud, mi
sensación de duda y de hallarme fuera de lugar, de sentirme
siempre colocado en el rincón equivocado, en un lugar que
parecía escurrírseme cuando trataba de definirlo o
describirlo. ¿Por qué, recuerdo haberme preguntado, no
había tenido un origen simple, totalmente egipcio o
totalmente algo, en lugar de tener que enfrentarme todos
los días a esas molestas preguntas que remitían a palabras
que parecían carecer de un origen estable? La peor parte de
mi situación, la cual sólo se exacerbó con el paso del
tiempo, fue la relación conflictiva entre ingleses y
árabes, con la que Conrad no se tuvo que enfrentar, puesto
que su tránsito del polaco al inglés, pasando por el
francés, se efectuó completamente dentro de los límites
europeos.
Toda mi educación fue anglocéntrica, y tanto que yo sabía
mucho más sobre historia y geografía británica e incluso
india (materias obligatorias) que lo que sabía de historia
y geografía del mundo árabe. Aunque me enseñaron a creer y
pensar como alumno inglés, también me enseñaron a
comprender que era extranjero, un Otro no europeo, educado
por mis superiores a entender mi condición y no aspirar a
ser británico. La línea divisoria entre Nosotros y Ellos
era lingüística, cultural, racial y étnica. Y las cosas no
mejoraban para mí por el hecho de haber nacido y haber sido
bautizado y confirmado en el seno de la iglesia anglicana,
donde cantar himnos belicosos como "Adelante soldados de
Cristo" y "Desde las nevadas montañas de Groenlandia" más
bien me colocaba en el doble papel de agresor y agredido.
Ser a un tiempo moro y cristiano era como estar
permanentemente en guerra civil.
En la primavera de 1951 me expulsaron por pendenciero del
Victoria College, lo que no significaba otra cosa sino que
yo era más visible y más fácilmente atrapable que los otros
niños en las escaramuzas de costumbre entre míster
Griffith, míster Hill, míster Lowe, míster Brown, míster
Maundrell, míster Gatley y todos los demás maestros
ingleses, de un lado, y nosotros, los chicos de la escuela,
del otro. En el fondo también nos percatábamos de que el
viejo mundo árabe se estaba desmoronando: había caído
Palestina, Egipto se tambaleaba bajo la corrupción
generalizada del rey Faruk y su corte (la revolución que
llevó a poner a Gamal Abdel Nasser y a sus oficiales libres
habría de ocurrir en julio de 1952), Siria pasaba por una
serie vertiginosa de golpes militares; Irán, cuyo sha
estaba casado entonces con la hermana de Faruk, tuvo su
primera gran crisis en 1951, etc. Las perspectivas de los
descastados como nosotros eran tan inciertas que mi padre
decidió que lo mejor sería mandarme tan lejos como fuera
posible: de hecho, a una escuela austera y puritana en el
extremo noroeste de Massachusetts.
Ese día de principios de septiembre de 1951 en que mi madre
y mi padre me dejaron a las puertas de esa escuela y de
inmediato partieron hacia el Oriente Medio quizás haya sido
el más triste de mi vida. Y no es que la atmósfera de la
escuela haya sido rígida y abiertamente moralista, sino que
al parecer yo era el único niño que no era estadounidense
por nacimiento, que no hablaba con el acento debido y que
no había crecido con el beisbol, el basketbol y el futbol.
Por primera vez se me privaba del medio lingüístico al que
me había acogido ante las hostiles atenciones de los
anglosajones cuya lengua no era la mía y que no tenían
reparo en considerarme de una raza inferior y mal vista.
Quienquiera que haya sufrido las molestias diarias de la
rutina colonial sabrá a qué me refiero. Una de las primeras
cosas que hice fue buscar a un maestro de origen egipcio
cuyo nombre me había dado una familia amiga de El Cairo.
"Habla con Ned", me habían dicho, "y él te hará sentir de
inmediato como en tu casa". En la soleada tarde de un
sábado emprendí la larga caminata hasta la casa de Ned, me
presenté ante un hombre moreno y nervudo que fungía también
de entrenador de tenis y le dije que Freddie Maluf de El
Cairo me había mandado a buscarlo. "Sí, claro", dijo el
entrenador de tenis con un tono más bien frío, "Freddie".
De inmediato me puse a hablar en árabe, pero Ned hizo un
ademán para interrumpirme: "No, hermano, aquí no se habla
árabe. Dejé todo eso cuando llegué a Estados Unidos". Y ahí
acabó la cosa.
Como venía bien educado del Victoria College, me fue
bastante bien en el internado de Massachusetts, y obtuve el
primero o segundo lugar en una clase de unos 160 muchachos.
Pero también me descubrieron deficiencias morales, como si
misteriosamente hubiera algo que no anduviera muy bien
conmigo. Cuando me gradué, por ejemplo, se me negó la
oportunidad de pronunciar ya fuera el discurso de
bienvenida o el de despedida porque, se dijo, no era yo
apto para tal honor –juicio moral que desde entonces se me
dificulta entender y perdonar. A pesar de que regresé al
Oriente Medio en las vacaciones (mi familia siguió viviendo
allá y en 1963 se fue de Egipto al Líbano), me fui haciendo
por completo occidental; tanto en la preparatoria como en
la universidad estudié literatura, música y filosofía, pero
nada de eso tenía que ver con mis propias tradiciones. En
los años cincuenta y principios de los sesenta los
estudiantes del mundo árabe se dedicaban casi
invariablemente a la ciencia y eran doctores, ingenieros o
especialistas en el Oriente Medio, y se graduaban en sitios
como Princeton y Harvard y luego, en su mayoría, volvían a
sus países para enseñar en las universidades. Y, por una u
otra razón, casi no los frecuentaba, y esto naturalmente
aumentaba mi marginación respecto de mi propia lengua y mis
raíces. Cuando llegué a Nueva York a dar clases en
Columbia, en el otoño de 1963, me tenían por un maestro con
antecedentes árabes exóticos aunque un tanto
intrascendentes –recuerdo que para la mayoría de mis amigos
y colegas resultaba más fácil no decirme "árabe" ni, desde
luego, "palestino", ya que "medio-oriental" era más fácil y
vago, además de ser un término que a nadie ofende. Un amigo
que ya enseñaba en Columbia me dijo después que cuando me
contrataron les dijeron a los del departamento que yo era
¡un judío de Alejandría! Recuerdo la sensación de ser
aceptado, incluso procurado, por colegas mayores de
Columbia, que salvo una o dos excepciones, me veían como un
académico joven y prometedor, incluso muy prometedor, de
"nuestra" cultura. Como entonces no había actividad
política que se centrara en el mundo árabe, advertí que mis
intereses en la docencia y la investigación, canónicos
aunque ligeramente heterodoxos, me mantenían dentro del
redil.
El cambio realmente grande ocurrió con la guerra
árabeisraelí de 1967, que coincidió con un periodo de
activismo político intenso en la universidad, a propósito
de los derechos civiles y la guerra de Vietnam.
Naturalmente me vi comprometido en ambos frentes pero, para
mí, existía además la dificultad de tratar de llamar la
atención sobre la causa palestina. Luego de la derrota
árabe hubo un vigoroso resurgimiento del nacionalismo
palestino, incorporado al movimiento de resistencia
localizado sobre todo en Jordania y los territorios
recientemente ocupados. Varios amigos y miembros de mi
familia se habían unido al movimiento, y cuando visité
Jordania en 1968, 1969 y 1970 me hallaba entre un grupo de
contemporáneos que pensaban como yo. Sin embargo, en
Estados Unidos no compartían mis ideas políticas; con pocas
excepciones, tanto de activistas en favor de la paz como de
simpatizantes de Martin Luther King. Por primera vez me
sentí realmente dividido entre las presiones recién
avivadas de mis raíces y mi idioma, y las complicadas
exigencias de un medio estadounidense que menospreciaba, y
de hecho despreciaba, lo que yo tenía que decir sobre la
lucha en favor de la justicia palestina, la cual era
considerada antisemita y fascistoide.
En 1972 tuve un sabático y la oportunidad de pasar un año
en Beirut, donde invertí casi todo el tiempo en estudiar
filología y literatura árabes, lo que nunca antes había
hecho, al menos no con esa profundidad, obedeciendo al
sentimiento de que había yo dejado que creciera demasiado
la disparidad entre mi identidad adquirida y la cultura en
que había nacido, y de la cual había sido apartado. En
otras palabras, sentía una necesidad tanto existencial como
política de poner una parte de mí mismo en armonía con la
otra, ya que la discusión sobre lo que había se había
llamado "el Oriente Medio" se transformó en un debate entre
israelíes y palestinos, en el que irónicamente me vi
enfrascado en virtud tanto de mi capacidad para hablar como
académico e intelectual estadounidense, como del accidente
de mi nacimiento. A mediados de los años setenta me
encontraba en la compleja aunque nada envidiable situación
de hablar en nombre de dos partidos diametralmente
opuestos, uno occidental y el otro árabe.
Hasta donde recuerdo, me había permitido prescindir del
cobijo que resguardaba o albergaba a mis contemporáneos. No
sé si eso se debía a que yo era de veras diferente,
objetivamente forastero, o a que por temperamento era yo un
solitario; el hecho es que si bien me apegué a todo tipo de
procedimientos y rutinas institucionales porque así creía
que debía hacerlo, algo dentro de mí se resistía a ello. No
sé qué me hizo contenerme, pero incluso cuando llegué a
estar en la soledad más miserable o al margen de cualquier
relación social, me aferré con toda el alma a mi
apartamiento. Puedo haber envidiado amigos cuya lengua era
una u otra, o que habían pasado toda la vida en el mismo
lugar, o que habían triunfado socialmente, o que tenían una
verdadera filiación, pero no recuerdo haber pensado jamás
que cualquiera de esas posibilidades estuviera a mi
alcance. Y no es que me considerara especial, sino que más
bien yo no encajaba en las situaciones en que me hallaba y,
al mismo tiempo, tampoco me desagradaba demasiado tal
estado de cosas. Además, siempre había propendido al
autodidactismo y a diversas formas de inadaptación
intelectual. En parte, era ese dejo de irresponsabilidad,
desde su muy peculiar ángulo de visión, lo que me atraía a
escritores y artistas como Conrad, Vico, Adorno, Swift,
Adonis, Hopkins, Auerbach, Glenn Gould, cuyos estilos o
maneras de pensar eran intensamente individualistas e
imposibles de imitar, para quienes el medio de expresión,
ya fuera la música o la palabra, tenía una carga de
excentricidad, gran elaboración, y una muy grande
conciencia de sí mismo. Lo que me impresionaba de ellos no
era el simple hecho de su inventiva, sino que su empeño se
localizaba deliberada y esmeradamente dentro de una
historia general que ellos habían indagado ab origine.
Conforme me fui permitiendo asumir la voz profesional del
académico estadounidense a modo de enterrar mi pasado
difícil e inasimilable, comencé a pensar y a escribir en
contrapunto, usando las mitades contrarias de mi
experiencia como árabe y como estadounidense, ya para que
colaboraran entre sí o para que funcionaran una en contra
de la otra. Esta tendencia comenzó a configurarse después
de 1967, y si bien fue difícil, también resultó
emocionante. Lo que instigó el cambio inicial en mi sentido
de individualidad y en el lenguaje que usaba fue darme
cuenta de que al ajustarme a las exigencias de la vida en
el crisol estadounidense había tenido yo que aceptar, de
grado o por fuerza, el principio de anulación del que habla
Adorno con tanta perspicacia en Minima Moralia.
La vida pasada de los emigrados, como sabemos, acaba por
anularse. Anteriormente era la orden de aprehensión, hoy es
la experiencia intelectual lo que se declara intransferible
e innaturalizable. Todo aquello que no se reifica, no puede
contarse ni medirse, deja de existir. Sin embargo, por si
esto fuera poco, la reificación se difunde hasta su
opuesto, la vida que no puede actualizarse directamente;
todo lo que vive tan sólo como pensamiento y memoria. Para
eso se ha inventado un rubro especial. Se le llama
"ascendencia" y aparece en el cuestionario como un
apéndice, después del sexo, la edad y la profesión. Para
completar su violación, la vida es remolcada por el
automóvil triunfal de las Estadísticas Unidas y hasta el
pasado deja de estar a salvo del presente, ya que el
recuerdo que éste tiene de aquél lo relega por segunda vez
al olvido.
Tanto mi familia como yo vivimos apolíticamente la
catástrofe de 1948 (entonces tenía yo 12 años). Durante los
veinte años que siguieron al despojo y expulsión de sus
hogares y su territorio, la mayoría de los palestinos
tuvieron que vivir como refugiados, resignándose no a su
pasado –el cual estaba perdido, anulado– sino a su
presente. No se piense que trato de insinuar que aquella
vida de estudiante que aprendía a hablar y acuñar una
lengua que me permitiera vivir como ciudadano
estadounidense entrañara nada comparable al sufrimiento de
la primera generación de palestinos refugiados, esparcidos
por todo el mundo árabe, donde las leyes les hacían
imposible naturalizarse, incapaces de trabajar, de viajar,
obligados a registrarse y registrarse cada mes con la
policía, forzados muchos de ellos a vivir en infames campos
de concentración como Sabra y Shatila de Beirut, sitios en
que ocurrieron las matanzas 34 años después. Sin embargo,
lo que yo experimenté fue la supresión de una historia
mientras todos a mi alrededor celebraban la victoria de
Israel, su espada terrible y repentina, como elocuentemente
lo expresó Barbara Tuchman, a expensas de los primeros
habitantes de Palestina, quienes ahora se ven forzados una
y otra vez a demostrar que alguna vez existieron. "No hay
palestinos", dijo Golda Meir en 1969, y eso fue para mí,
como para muchos otros, el desafío un tanto insensato de
impugnarla, de comenzar a organizar la historia de pérdidas
y expoliaciones que había que extraer, minuto a minuto,
palabra a palabra, pulgada a pulgada, de la historia
verdadera del poblamiento, la existencia y los logros de
Israel. Me encontraba trabajando en un elemento casi
completamente negativo, la no existencia, la no historia
que tenía yo que volver visible pese a los ocultamientos,
las deformaciones y los ninguneos.
Inevitablemente, esto me llevó a reconsiderar la escritura
y el idioma, que hasta entonces, para mí, estaban animados
por un texto o tema dado: la historia de la novela, por
ejemplo, o la idea de la narración como tema de la ficción
en prosa. Lo que ahora me preocupaba era cómo se constituye
el tema, cómo puede formarse el lenguaje: la escritura como
construcción de realidades que sirven de instrumento a uno
u otro propósito. Era el mundo del poder y las
representaciones, un mundo que llegaba a la existencia como
una serie de decisiones tomadas por escritores, políticos,
filósofos, para indicar o insinuar una realidad y borrar al
mismo tiempo otras. El primer intento que hice de este tipo
fue un ensayo corto que escribí en 1968, intitulado "The
Arab Portrayed", en el que pintaba al árabe según lo han
manejado en el periodismo y en ciertos escritos académicos
para eludir cualquier discusión de la historia y la
experiencia como yo y muchos otros árabes las hemos vivido.
También escribí un estudio extenso sobre la ficción árabe
en prosa, posterior a 1948, en el cual daba cuenta de la
fragmentaria y deficiente calidad de la línea narrativa.
En los años setenta enseñé un curso de literatura europea y
estadounidense en Columbia y otras partes, y poco a poco me
metí en los mundos políticos e ideológicos de la política
mediooriental e internacional. Cabe mencionar aquí que
durante mis cuarenta años de maestro nunca enseñé más que
el canon occidental; nada sobre el Oriente Medio. Mucho
tiempo he ambicionado dar un curso de literatura árabe
moderna, pero nunca se me ha hecho, y cuando menos durante
30 años he planeado un seminario sobre Vico y sobre Ibn
Jaldún, el gran historiógrafo y filósofo de la historia del
siglo XIV. Pero mi sentido de identidad como maestro de
literatura occidental ha excluido este otro aspecto de mi
actividad por lo que se refiere al aula. Irónicamente, el
que haya seguido escribiendo y enseñando mi materia les ha
dado a los patrocinadores y las autoridades universitarias
que me han invitado como conferenciante una excusa para
hacer caso omiso de mi embarazosa actividad política al
pedirme expresamente enseñar temas literarios. Y hay
quienes se han referido a mis esfuerzos en pro de mi
pueblo, sin decir jamás de qué pueblo se trata. "Palestino"
era aún una palabra que se prefería evitar.
Incluso en el mundo árabe, lo palestino me ha granjeado un
oprobio considerable. Cuando en 1985 la Liga de la Defensa
Judía me llamó nazi, le prendieron fuego a mi cubículo de
la universidad y mi familia y yo recibimos incontables
amenazas de muerte; pero cuando Anuar Sadat y Yaser Arafat
me nombraron representante palestino en las negociaciones
para la paz (sin haberme consultado jamás) y me resultó
imposible salir de mi departamento debido a la cantidad de
reporteros que me rodeaban, fui objeto de una hostilidad
extrema por parte de la izquierda nacionalista, pues me
consideraban demasiado liberal en relación con Palestina y
la idea de coexistencia entre los judíos israelíes y los
árabes palestinos. He sido consecuente en mi creencia de
que no existe opción militar para ninguno de los bandos,
que la única solución es un proceso de reconciliación
pacífica, y justicia por lo que los palestinos han tenido
que sufrir en una guerra de expoliación y ocupación
militar. Critiqué también enérgicamente el uso de frases
hechas como "la lucha armada", así como el aventurerismo
revolucionario que ha causado la muerte de gente inocente y
en nada ayudó a la causa política de los palestinos. "El
predicamento actual de la vida privada se demuestra en su
propio escenario", escribió Adorno. "La vivienda, en su
sentido más propio, es ahora imposible. Las casas
tradicionales en que crecimos se han vuelto intolerables:
cada detalle de comodidad se paga con la traición al
conocimiento; cada vestigio de refugio, con el pacto
obligado de los intereses familiares". Y de modo aún más
inflexible, continuaba:
La casa pertenece al pasado... La mejor actitud al
respecto, en estas circunstancias, sigue siendo la no
comprometida, mantenerse al margen: llevar una vida
privada, en la medida en que el orden social y las
necesidades propias no tolerarán otra cosa, pero sin
conferirle importancia como algo socialmente sustancial e
individualmente apropiado. "Parte de mi buena suerte es
incluso no ser propietario de una casa", escribió Nietzsche
en La gaya ciencia. Hoy deberíamos agregar: parte de la
moral es no sentirse a gusto en el propio hogar.
En cuanto a mí, no he podido vivir una vida sin compromiso
o al margen: no he vacilado en declarar mi simpatía por una
causa sumamente impopular. Por otra parte, siempre me he
reservado el derecho a ser crítico, aun cuando la crítica
haya estado en conflicto con la solidaridad o con lo que
otros esperaban en nombre de la lealtad a la nación. Existe
una incomodidad definida, casi palpable, frente a esa
posición, especialmente dado el carácter irreconciliable de
los dos partidos y de las dos vidas que estos han exigido.
El resultado neto en mis escritos ha sido intentar una
mayor transparencia, liberarme de la jerga académica y,
cuando se trata de asuntos difíciles, no ocultarme detrás
del eufemismo y el circunloquio. A este tono le he llamado
"mundanidad", pero no me refiero al manoseado savoir faire
del cosmopolita, sino a la actitud enterada y valiente de
quien explora el mundo en que vive. Términos cognados
derivados de Vico y Auerbach han sido "secular" y
"secularismo" aplicados a asuntos "terrenales"; en estas
palabras, derivadas de la tradición materialista italiana
que viene desde Lucrecio hasta Gramsci y Lampedusa,
descubrí un importante correctivo a la tradición idealista
alemana de sintetizar los términos antitéticos, como vemos
en Hegel, Marx, Lukács y Habermas. Porque "terrenal" no
denotaba tan sólo este mundo histórico hecho de hombres y
mujeres y no de Dios ni del "genio de la nación" como lo
llamaba Herder, sino que hablaba de un fundamento
territorial de mi argumento y mi idioma que provenía del
intento de entender las geografías imaginarias ideadas y
luego impuestas por la fuerza a países y pueblos lejanos.
En Orientalism y en Culture and Imperialism, y luego de
nuevo en los cinco o seis libros abiertamente políticos
sobre Palestina y el mundo islámico que escribí por la
misma época, sentí que había venido elaborando un yo que
revelaba al público occidental cosas que hasta entonces
habían estado ocultas o no se habían ventilado en absoluto.
Así, al hablar sobre Oriente, hasta entonces considerado un
simple hecho de la naturaleza, traté de develar la
inveterada y multiforme obsesión geográfica por un mundo a
menudo inaccesible que ayudó a Europa a definirse por el
hecho de ser su opuesto. De igual manera, creo que
Palestina, territorio borrado en el proceso de construir
otra sociedad, podría restaurarse como un acto de
resistencia política a la injusticia y el olvido.
A veces me daba cuenta de que me había convertido en una
criatura peculiar para muchos, incluso algunos amigos, que
suponían que ser palestino equivalía a ser algo mítico como
el unicornio o una variante desahuciada del ser humano. Una
psicóloga de Boston especialista en solución de conflictos,
a quien traté en varios seminarios en los que participaron
palestinos e israelíes, una vez me llamó desde Greenwich
Village para preguntarme si podía venir a la ciudad a
visitarme. Al llegar, entró, vio con incredulidad mi piano
y, con un dejo de decepción, me dijo "Ah, de veras toca
usted el piano", y luego se volvió en actitud de marcharse.
Cuando le pregunté si quería tomar una taza de té antes de
irse (después de todo, le dije, ha venido usted desde muy
lejos como para una visita tan corta) me dijo que no tenía
tiempo. "Sólo vine a ver cómo vive usted", me dijo, sin
asomo de ironía. Otra vez, un publicista de otra ciudad se
negó a firmar mi contrato hasta que hubiera yo comido con
él. Cuando le pregunté a su ayudante por qué era tan
importante que comiera conmigo, me informó que el señor
quería ver cómo me comportaba yo a la mesa. Por fortuna,
ninguna de esas experiencias me afectó demasiado: siempre
tenía yo prisa por preparar una clase o cumplir con algún
plazo, y a propósito evitaba hacerme las preguntas que
habrían acabado por llevarme a una depresión irremediable.
En todo caso, la Intifada palestina que surgió en diciembre
de 1987 confirmó a nuestro pueblo en una vía aún más
extrema y exigente que todo lo que yo haya podido decir.
Sin embargo, no mucho tiempo después me había convertido en
una personalidad emblemática, arrastrado por unos cuantos
centenares de palabras escritas o por una declaración de
diez segundos como testimonio de "lo que dicen los
palestinos", y estaba decidido a huir de ese papel, sobre
todo por mis desacuerdos con la dirigencia de la OLP de
finales de los años ochenta.
No sé si llamar a esto una permanente autoinvención o una
inquietud constante. De cualquier modo, la tengo en gran
aprecio. La identidad como tal es un tema de lo más
aburrido que se pueda imaginar. Nada parece menos
interesante que el autoestudio narcisista que hoy por hoy
pasa en muchos lugares por política de identidad, o por
estudios étnicos, o por afirmación de las raíces, orgullo
cultural, nacionalismo exaltado, etc. Tenemos que defender
a los pueblos e identidades amenazadas con la extinción o
sometidos por ser considerados inferiores, pero eso es muy
diferente de agrandar un pasado que se inventó por motivos
presentes.
Nosotros, los intelectuales estadounidenses, le debemos a
nuestro país luchar en contra del antiintelectualismo
ramplón, de las amenazas, la injusticia y el provincialismo
que lo desprestigian como la última superpotencia. Es mucho
más emocionante tratar de transformarnos en algo diferente
que insistir en las virtudes de ser estadounidense en el
sentido ideológico. Habiendo perdido un país sin la
esperanza inmediata de recuperarlo, no hallo mayor gusto en
cultivar un nuevo jardín, ni en buscar otra asociación a la
cual afiliarme. Adorno me ha enseñado que la reconciliación
a la fuerza es cobarde y falsa: mejor una causa perdida que
una triunfante, más satisfactorio el sentimiento de lo
provisional y contingente –una casa alquilada, por
ejemplo–, que la solidez que confiere la propiedad
permanente. Esa es la razón de que los dandies aventureros
como Oscar Wilde o Baudelaire se me hagan intrínsecamente
más interesantes que los panegiristas de las virtudes
establecidas como Wordsworth o Carlyle.
Durante los últimos cinco años he escrito dos columnas al
mes para la prensa árabe; y a pesar de mi política
extremadamente antirreligiosa con frecuencia se dice en el
ámbito del Islam que soy su partidario y algunos de los
partidos islámicos me consideran su defensor. Nada podría
estar más lejos de la verdad, como no es más cierto que
haya sido yo defensor del terrorismo. La calidad prismática
de los escritos de uno cuando no pertenece a ningún bando,
o cuando no es partidario absoluto de una causa, es difícil
de manejar, pero en eso también he aceptado la
irreconciliabilidad de los diversos aspectos que están en
conflicto, o que al menos no armonizan del todo, de lo que
en conjunto he venido apoyando. Günther Grass define en una
frase este predicamento: el del "intelectual sin mandato".
Una situación complicada ocurrió en 1993 cuando, luego de
parecer que era yo el portavoz aceptado de la lucha
palestina, escribí cada vez más tajantemente sobre mis
desacuerdos con Arafat y su grupo. En seguida se me tildó
de contrario a la paz porque tuve el poco tacto de opinar
que el tratado de Oslo tenía profundas fallas. Ahora que
todo se ha calmado, muy a menudo se me pregunta qué se
siente acabar teniendo la razón, pero yo fui el más
sorprendido de todos: la profecía no figura entre mis
armas.
Durante los últimos tres o cuatro años he intentado
escribir los recuerdos de mis primeros años –es decir, los
prepolíticos– más que nada porque creo que son una historia
que vale la pena rescatar y conmemorar, toda vez que los
tres lugares en que crecí han dejado de existir. Palestina
es ahora Israel; el Líbano, luego de veinte años de guerra
civil, a duras penas podría ser hoy el sitio tieso y
aburrido que era cuando pasábamos nuestros veranos
encerrados en Dhour el Shweir; y el Egipto colonial y
monárquico desapareció en 1952. Mis recuerdos de esos días
y esos lugares siguen siendo de lo más vívido, llenos de
pequeños detalles que conservé como entre las pastas de un
libro, llenos también de sentimientos callados producto de
situaciones y acontecimientos que ocurrieron hace decenios
pero que parecen estar esperando la ocasión de
manifestarse. Conrad dice en Nostromo que el deseo aguarda
en todo corazón la oportunidad de escribir de una vez por
todas la verdadera historia de lo que ocurrió, y esto es en
verdad lo que me llevó a escribir mis memorias, de la misma
manera como me puse a escribir una carta para mi madre
muerta, movido por el deseo de comunicarle algo
terriblemente importante a quien fue una presencia
primordial en mi vida. "En su texto", Adorno dice:
el escritor pone casa ... Para quien ya no tiene patria, la
escritura se convierte en un lugar donde vivir ... [Pero]
la exigencia de hacerse fuerte contra la autoconmiseración
supone la necesidad técnica de contrarrestar cualquier
relajamiento de la tensión intelectual mediante un estado
de alerta máxima, y eliminar cualquier cosa que haya
comenzado a incrustarse en la obra o a desviarse de su
propósito, por más que haya podido servir en un principio
(por ejemplo un chisme) para generar esa atmósfera cálida
que facilita el desarrollo de la historia, pero que ya
perdió su miga y su sabor. Al final, al escritor ni
siquiera se le permite vivir en sus escritos.
Cuando mucho se consigue una satisfacción provisional –la
cual se oculta muy pronto tras la duda– y una necesidad de
reescribir y rehacer que vuelve el texto inhabitable. Sin
embargo, es mejor eso que el sopor de la satisfacción y la
finalidad de la muerte.
Traducido del inglés por Jorge Brash
© Edward Said. London Review of Books,
7 de mayo de 1998
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