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SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS Friedrich Nietzsche Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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SOBRE EL PORVENIRDE NUESTRAS

INSTITUCIONESEDUCATIVAS

Friedrich Nietzsche

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Ilustres oyentes, el tema sobre el que tenéisintención de reflexionar conmigo es tan serio eimportante, y en cierto sentido tan inquietante,que también yo, como vosotros, prestaría aten-ción a cualquiera que prometiese enseñar algoal respecto, aun cuando se tratara de una per-sona muy joven, y aun cuando debiera parecertotalmente inverosímil que ésta, espontánea-mente y con sus propias fuerzas exclusivamen-te, pudiese ofrecer algo suficiente e idóneo parasemejante problema. Sin embargo, es posibleque haya oído algo verdadero con respecto alinquietante problema del futuro de nuestrasescuelas, y quiera ahora contároslo nuevamentea vosotros; es posible que haya tenido maestrosimportantes, a los cuales convendría ya en ma-yor medida profetizar el futuro, inspirándose,igual que los arúspices romanos, en las víscerasdel presente.

En realidad, debéis esperar algo semejante.Por circunstancias extrañas, pero en el fondototalmente inocentes, fui una vez testigo de una

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conversación que sostenían precisamente sobreeste tema hombres notables, y los puntos esen-ciales de sus consideraciones, así como el modode afrontar este problema, se quedaron graba-dos en mi memoria demasiado profundamentecomo para no encaminarme yo también en lamisma dirección, siempre que reflexiono sobrecosas semejantes. Sólo que quizá yo no tengaese valor lleno de fe de que entonces, delantede mí y para maravilla mía, dieron pruebaaquellos hombres, al pronunciar audazmenteverdades prohibidas y al construir sus esperan-zas con mayor audacia todavía. Así, pues, meha parecido tanto más útil poner por escrito porfin dicha conversación, para animar a otros aemitir un juicio sobre opiniones y declaracionestan sorprendentes. Y para ese fin, por razonesparticulares, he creído poder aprovechar preci-samente la ocasión que me han proporcionadoestas conferencias públicas.

En efecto, soy consciente de cuál es el lugaren que ahora insto a una reflexión general sobre

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aquella conversación y a un examen amplio deella: verdaderamente, se trata de una ciudadque intenta fomentar -en un sentido incompa-rablemente grandioso- la cultura y la educaciónde sus ciudadanos, en tal medida que puedeincluso provocar rubor a Estados más grandes.Así, pues, en este lugar desde luego que no meequivoco al suponer que donde se hace tantopor estas cosas se debe de pensar otro tantosobre ellas. Por otro lado, al contar de nuevoaquella conversación, sólo podré ser comple-tamente comprensible para aquellos oyentesque adivinen al instante lo que puede que sehaya indicado solamente, que completen lo quehaya debido omitirse, que en general necesiten,no ya recibir instrucción, sino simplemente quese les refresque la memoria.

Y ahora oíd, ilustres oyentes, mi inocenteexperiencia y la conversación -menos inocente-de aquellos hombres.

Pongámonos en la situación de un joven es-tudiante, o sea, en una situación que, en el mo-

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vimiento impetuoso e incesante del presente, essencillamente algo increíble: hay que habervivido esa situación para poder creer semejanteilusión despreocupada, en semejante gozoarrancado al instante, y casi fuera del tiempo.Yo pasé un año en ese estado, junto con unamigo mío de mi edad, en la ciudad universita-ria de Bonn, junto al Rin: un año que por laausencia de proyecto y objeto alguno, y por lalibertad con respecto a cualquier clase depropósito para el futuro, se presenta a mi modode sentir actual casi como un sueño, delimitadoantes y después por dos periodos de vela. No-sotros dos permanecimos impasibles, a pesarde vivir en compañía de gente que en el fondotenía otros intereses y otras aspiraciones. Talvez nos costara trabajo satisfacer o rechazar lasexigencias, demasiado vigorosas en cierto mo-do, de aquellos contemporáneos nuestros. Peroincluso ese juego con elementos contrastantestiene hoy, cuando trato de recordarlo, un carác-ter semejante al de los obstáculos de todas cla-

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ses que encontramos en los sueños, cuandocreemos poder volar, por ejemplo, pero nossentimos contenidos por obstáculos inexplica-bles.

Con mi amigo tenía en común numerososrecuerdos de aquel periodo anterior de vela, dela época en que estábamos en el instituto: unode dichos recuerdos debo precisarlo mejor, yaque explica el paso a mi inocente experiencia.En un viaje anterior por el Rin, emprendido afinales del verano, había concebido un proyectojunto con aquel amigo -casi al mismo tiempo yen el mismo lugar, pero cada uno de nosotroslo había pensado por su cuenta-, de modo queambos nos sentimos obligados a realizarlo, pre-cisamente por aquella insólita coincidencia.Decidimos entonces fundar una pequeña socie-dad, rica en frutos, formada por pocos compa-ñeros, con el fin de dar una organización sóliday vinculante a nuestras tendencias productivasen el arte y en la literatura. O, por expresarmede modo más sencillo, cada uno de nosotros

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debía comprometerse a enviar cada mes unaproducción propia, una poesía, o un ensayo, oun proyecto arquitectónico, o una composiciónmusical: después, cada uno de los otros teníaderecho a pronunciar un juicio sobre dichasproducciones, con la franqueza sin reservas queconviene a una crítica amistosa. De ese modo,vigilándonos mutuamente, pensábamos esti-mular, y al mismo tiempo refrenar, nuestrosimpulsos culturales: y en realidad el éxito fuetal, que nos hizo recordar con sensación de gra-titud, o, mejor, de solemnidad, aquel momentoy aquel lugar que nos habían sugerido semejan-te idea.

Aquella sensación de gratitud solemne en-contró muy pronto un modo justo de expresar-se, cuando prometimos recíprocamente hacertodo lo posible para visitar cada año -en aqueldía- la localidad solitaria, cerca de Rolandseck,donde en aquella ocasión, hacia el final del ve-rano, sentados pensativamente uno junto alotro, nos habíamos sentido repentinamente

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inspirados para adoptar una misma decisión.La verdad es que no cumplimos aquella pro-mesa con el suficiente rigor; pero precisamenteporque teníamos en la conciencia varios peca-dos de omisión, decidimos los dos con la mayorfirmeza -aquel año de vida estudiantil en Bonn,cuando vivimos a orillas del Rin por un largoperiodo de tiempo- obedecer en aquella ocasiónno sólo a nuestra ley, sino también a nuestrosentimiento, a nuestro impulso de gratitud, yvisitar solemnemente, el día correspondiente, lalocalidad cercana a Rolandseck.

No fue fácil, ya que precisamente aquel díala numerosa y alegre compañía de estudiantes,que nos impedía volar, nos dio mucho quehacer, y se aferró con todas sus fuerzas a todoslos hilos que podían mantenernos abajo. Nues-tra compañía había decidido para aquel día unagran excursión solemne a Rolandseck, paracerciorarse una vez más -al final del trimestreestival- de la fidelidad de todos sus miembros,

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y para enviarlos después a casa con el mejorrecuerdo de aquella despedida.

Era uno de esos días perfectos que puedenpresentarse, por lo menos en nuestro clima,sólo a finales del verano: cielo y tierra estabanuno junto a la otra, plácidamente fundidos enarmonía, maravillosamente mezclados por elcalor del sol, por el frescor del otoño y por unainfinitud azul. Vestidos del modo más vario-pinto y fantástico -es decir, de un modo que yasólo puede divertir a los estudiantes, dada latristeza de todos los demás trajes-, subimos aun barco de vapor, festivamente engalanado ennuestro honor, y colocamos sobre la cubierta labandera de nuestra sociedad. De las dos orillasdel Rin resonaba de vez en cuando un disparo,que por orden nuestra comunicaba a los habi-tantes del Rin o, sobre todo, al posadero deRolandseck, la noticia de que nos aproximába-mos. No voy a contar la bulliciosa entrada, quedel lugar del desembarco nos condujo a travésdel pueblo excitado y curioso, ni las diversiones

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y bromas -no al alcance de todos- que nos per-mitíamos entre nosotros. Paso por alto el ban-quete cada vez más agitado, hasta volversesalvaje, y un increíble espectáculo musical, enel que hubieron de participar todos los convi-dados, ya con ejecuciones de solistas, ya conintervenciones de conjunto, y que yo, comoconsejero musical de nuestra sociedad, habíatenido que estudiar previamente y entoncestuve que dirigir. Durante el final un poco des-ordenado y cada vez más veloz yo había hechoya una señal a mi amigo, e, inmediatamentedespués del acorde final -semejante a un alari-do-, ambos salimos y desaparecimos, cerrandotras de nosotros, por decirlo así, un abismo au-llante.

De repente, la quietud reparadora y silencio-sa de la naturaleza. Las sombras se habían alar-gado ya un poco, el sol resplandecía inmóvil,pero ya en el ocaso, y de las ondas verduscas ychispeantes del Rin soplaba un fresco hálitosobre nuestros rostros sudorosos. Nuestro so-

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lemne aniversario nos comprometía sólo a lashoras más avanzadas de aquel día, así que hab-íamos pensado dedicar los últimos momentosde sol a una de aquellas diversiones de solita-rios que estaban entonces a nuestra disposición.

En aquella época sentíamos pasión por el ti-ro de pistola, y esa habilidad técnica fue muyventajosa para cada uno de nosotros en nuestraposterior carrera militar. El sirviente de nuestrasociedad conocía nuestro campo de tiro -algoalejado y en posición elevada- y ya había lleva-do allí arriba nuestras pistolas. Aquel campo seencontraba en el margen superior del bosqueque cubre las bajas colinas de detrás de Roland-seck, sobre una pequeña meseta accidentada, ybastante cercano al lugar en que debíamosconmemorar nuestra fundación. Sobre la pen-diente boscosa, a un lado de nuestro campo detiro, había un pequeño claro, que invitaba asentarse y permitía extender la mirada hacia elRin, por encima de los árboles y de la vegeta-ción: de ese modo, el horizonte que resaltaba

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contra el grupo de árboles estaba formado pre-cisamente por las líneas bellas y sinuosas delSiebengebirge y, sobre todo, del Drachenfeld,mientras que el centro de aquel sector circularestaba constituido precisamente por el Rin cen-telleante, que tenía entre los brazos la isla deNonnenwörth. Tal era nuestro lugar, consagra-do por sueños y proyectos comunes, y allí, enlas horas siguientes de la tarde, queríamos reti-rarnos, o, mejor, debíamos hacerlo, si deseába-mos concluir el día con el espíritu de nuestraley.

A un lado, sobre aquella pequeña meseta ac-cidentada, se erguía a poca distancia el troncopoderoso de una encina, destacándose solitariode la superficie sin árboles ni matas, y de lascolinas bajas y onduladas. Sobre aquel troncohabíamos tallado en colaboración -tiempoatrás- un pentagrama, bien visible, que loshuracanes y temporales de los últimos añoshabían marcado todavía más, con lo que ofrecíaun excelente blanco para nuestra habilidad de

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tiradores. Cuando llegamos a nuestro campo detiro, la tarde ya estaba muy avanzada, y el tron-co de nuestra encina extendía una sombra am-plia y acabada en punta sobre la meseta incultay árida. La calma era profunda; los árboles másaltos que estaban a nuestros pies nos impedíanmirar directamente hacia el Rin. Tanto mayorfue la sacudida producida en aquella soledadpor el sonido lacerante -repetido por el eco- denuestros pistoletazos. Apenas había disparadoel segundo proyectil hacia el pentagrama,cuando sentí que me agarraban vigorosamentepor un brazo, y al mismo tiempo vi que inte-rrumpían de igual modo a mi amo mientrasestaba cargando su arma.

Volviéndome bruscamente, descubrí el ros-tro irritado de un viejo, y al mismo tiempo sentíque un perro robusto me saltaba a la espalda.Antes de que yo y mi amigo -inmovilizado delmismo modo por otro individuo algo más jo-ven- pudiéramos rehacernos, aunque sólohubiera sido con una palabra de estupor, re-

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sonó la voz del viejo, con tono amenazante yviolento. «¡No, no!», nos gritaba, «¡aquí no sehacen duelos! ¡Vosotros menos que nadie tenéisderecho a hacerlo, jóvenes estudiantes! ¡Abajolas pistolas! Calmaos, reconciliaos, daos la ma-no. ¡Cómo! Vais a ser la sal de la tierra, la inte-ligencia del futuro, la semilla de nuestras espe-ranzas, ¿y ni siquiera sabéis liberaros de eseinsensato catecismo del honor, ni de sus reglas,dictadas por el derecho del más fuerte? Conesto no quiero inmiscuirme en los asuntos devuestro corazón, pero todo esto no dice muchoen favor de vuestro cerebro. Vosotros, cuyajuventud ha tenido como educadores la lenguay la sabiduría de la Hélade y del Lacio, voso-tros, sobre cuyo joven espíritu se han hechodescender precozmente -con una solicitud queno podréis nunca apreciar como se merece- losrayos luminosos de los hombres sabios y noblesde la hermosa antigüedad, ¿vais a tomar comonorma de vuestra conducta el código del honorcaballeresco, es decir, el código de la insensatez

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y de la brutalidad? Pero considerad de una vezpor todas dicho código como hay que conside-rarlo, reducidlo a conceptos claros, descubridsu miserable estrechez, y adoptadlo como ban-co de pruebas, no ya de vuestro corazón, sinode vuestro intelecto. Si este último no lo recha-za ahora mismo, vuestro cerebro no está hechopara trabajar en un campo en el que las condi-ciones indispensables que se requieren son unaenérgica capacidad de juicio que pueda rompercon facilidad los lazos del prejuicio, y un inte-lecto orientado rectamente, que esté en condi-ciones de separar con claridad lo verdadero delo falso, aun cuando el elemento distintivo estéprofundamente oculto, y no ya, como ocurreahora, al alcance de la mano. Así, pues, en elcaso de que vuestro cerebro no sea apto paratodo eso, buscad, queridos amigos, otro modohonorable de andar por el mundo: haceos sol-dados o bien aprended un oficio y perseveraden él.»

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A aquel discurso agrio -aunque cierto- noso-tros respondimos excitados, interrumpiéndo-nos el uno al otro: «En primer lugar, se equivo-ca usted con respecto al punto esencial, ya quenosotros no estamos aquí, desde luego, parahacer un duelo, sino para practicar el tiro depistola. En segundo lugar, parece que no sepausted cómo se desarrolla un duelo: ¿acaso pien-sa que nosotros podríamos enfrentarnos en estasoledad como dos bandidos de caminos, sinpadrinos, sin médicos, etcétera? En tercero yúltimo lugar, cada uno de nosotros tiene supropio punto de vista sobre el problema delduelo, y no queremos vernos cogidos por sor-presa, ni espantados, por adoctrinamientoscomo los suyos».

Aquella réplica, poco cortés indudablemen-te, había causado mala impresión al viejo. Enun primer momento, al notar que en realidadno se trataba de un duelo, nos había miradomás amistosamente, pero nuestras rotundaspalabras lo enojaron y le hicieron refunfuñar;

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cuando nos atrevimos a mencionar nuestrospuntos de vista, él agarró impetuosamente elbrazo de su acompañante, y nos gritó enojado,mientras se alejaba: «¡Hay, que tener pensa-mientos, y no sólo puntos de vista!». Y elacompañante intervino para exhortarnos: «¡Unpoco de respeto, aun cuando un hombre comoéste se haya equivocado!».

Durante ese tiempo, mi amigo había vuelto acargar su arma, y gritando «¡atención!» disparóde nuevo sobre el pentagrama. Aquella repen-tina detonación a sus espaldas puso furioso alviejo; se volvió otra vez, miró con odio a miamigo, y bajando la voz dijo al individuo másjoven que lo acompañaba: «¿Qué debemoshacer? Estos jóvenes quieren acabar conmigocon sus explosiones».

Y el más joven, volviéndose hacia nosotros,empezó a decir: «Debéis saber, en realidad, quevuestras ruidosas diversiones son en este casoun auténtico atentado contra la filosofía. Ob-servad a este hombre venerable: es capaz inclu-

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so de rogaros, para que no disparéis en estelugar. Y cuando un hombre como éste ruega...».«Eso es, se sigue haciendo lo mismo», le inte-rrumpió el viejo, mirándonos severamente.

En el fondo, no sabíamos bien qué pensar delo que estaba ocurriendo. No éramos claramen-te conscientes de lo que pudieran tener encomún con la filosofía nuestras ruidosas diver-siones, y tampoco lográbamos comprender porqué debíamos abandonar nuestro campo detiro, en función de incomprensibles considera-ciones de cortesía. En aquel instante debíamosde tener probablemente un aspecto muy inde-ciso y malhumorado. El acompañante vio nues-tra momentánea perplejidad, y nos explicó lasituación. «Nos vemos obligados», dijo, «a es-perar aquí durante dos horas, a pocos pasos devosotros. Tenemos una cita: un amigo impor-tante de este hombre tiene que venir aquí estatarde; y para ese encuentro hemos escogido unlugar tranquilo en el que existen algunas ban-quetas, aquí en el bosquecillo. Verdaderamente,

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no es agradable seguir espantándose con vues-tros cercanos ejercicios de tiro. Suponemos quevuestros propios sentimientos os impediránseguir disparando aquí, una vez aclarado quequien ha escogido esta soledad tranquila yapartada para encontrarse con un amigo es unode nuestros filósofos más importantes.»

Aquella explicación nos inquietó todavíamás. Nos vimos amenazados por un peligrotodavía mayor que la simple pérdida de nues-tro campo de tiro, y preguntamos precipitada-mente: «¿Dónde está ese lugar tranquilo? ¿Noserá aquí a la izquierda, en el bosquecillo?».

«Exactamente.»«Pero ese lugar nos pertenece a nosotros

dos, esta noche», intervino mi amigo. «Ese lu-gar debemos ocuparlo nosotros», exclamamoslos dos.

En aquel momento nuestra solemne fiesta,decidida desde hacía tiempo, era más impor-tante para nosotros que todos los filósofos delmundo, y la expresión de nuestro sentimiento

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fue tan vivaz e impetuosa, que quizá nos hicie-ra parecer un poco ridículos, por aquel deseonuestro, en sí incomprensible, pero manifesta-do con tanta insistencia. Por lo menos, nuestrosfilósofos aguafiestas nos miraron con una son-risa interrogativa, como si entonces nos tocarahablar a nosotros, para justificarnos. En cambio,guardamos silencio, ya que habríamos hechocualquier cosa con tal de no traicionarnos.

Y, así, los dos grupos siguieron callados, eluno frente al otro, mientras las copas de losárboles, en una gran extensión, habían adquiri-do el color rojo del ocaso. El filósofo miraba elsol, el acompañante miraba al filósofo, y noso-tros dos nuestro escondite en el bosque, queprecisamente aquel día peligraba. Una sensa-ción casi de rabia se apoderó de nosotros. ¿Paraqué sirve la filosofía, pensábamos, si nos impi-de estar apartados y gozar de la amistad ensoledad, si nos disuade de llegar a ser filósofosa nosotros mismos? Efectivamente, creíamosque nuestro aniversario era verdaderamente de

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naturaleza filosófica. En semejante ocasión,deseábamos formular intenciones y planes se-rios para nuestra existencia posterior; en solita-ria meditación, esperábamos encontrar algoque pudiera satisfacer y formar para el futurola parte más íntima de nuestra alma, como hab-ía hecho en el pasado la actividad productivade los años precedentes de la adolescencia. Eneso precisamente debía consistir aquel acto deauténtica consagración. Eso era lo único quehabíamos decidido precisamente: estar solos,sentarnos a meditar, como entonces, cinco añosantes, cuando nos habíamos concentrado juntosy habíamos llegado a aquella decisión. Debíatratarse de una ceremonia silenciosa, totalmen-te proyectada hacia el recuerdo y el futuro: en-tre las dos, el presente debía intervenir única-mente como una línea de puntos suspensivos.Y ahora, en nuestro círculo mágico se habíaintroducido un destino adverso, y no sabíamoscómo alejarlo: al contrario, en la extrañeza de

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toda aquella coincidencia sentíamos algo miste-riosamente excitante.

Permanecimos callados por un rato, unosjunto a los otros, en grupos hostiles, mientraspor encima de nosotros las nubes de la tarde sevolvían cada vez más rojas, y la tarde se volvíacada vez más serena y más apacible; escuchá-bamos en cierto modo la respiración regular dela naturaleza, mientras ésta, contenta de suobra de arte, concluía una jornada perfecta, sutrabajo cotidiano. Y, de repente, en medio de laquietud crepuscular confusos gritos de júbilo,se elevaron violentos y procedentes del Rin. Seoyeron muchas voces en lontananza: debía detratarse de los estudiantes, nuestros compañe-ros, que se habían propuesto dar un paseo enbarca por el Rin precisamente a aquella hora.Pensamos que debían de haber notado nuestraausencia, y nosotros mismos echamos a faltaralgo. Alcé la pistola, y casi simultáneamente laalzó también mi amigo. El eco respondió anuestros disparos, y con el eco llegó hasta noso-

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tros desde abajo, como señal de reconocimien-to, un alarido muy conocido. Efectivamente, ennuestra sociedad éramos célebres, y al mismotiempo teníamos mala fama, como tiradores depistola fanáticos. Sin embargo, en aquel mismomomento sentimos nuestro comportamientocomo la más grave descortesía hacia los silen-ciosos forasteros filosóficos, que hasta entonceshabían permanecido quietos, en serena con-templación, y después saltaron a un lado, ate-rrorizados, ante nuestro doble disparo. Nosacercamos rápidamente a ellos, exclamando anuestra vez: «Perdonadnos. Estos disparos hansido los últimos: hemos disparado para avisar anuestros compañeros que están en el Rin. Yellos han comprendido. ¿Los oís? Si queréis atoda costa quedaros en ese lugar tranquilo, a laizquierda, en el bosquecillo, permitidnos almenos que también nosotros nos sentemos allí.Existen varias banquetas. No os estorbaremos:estaremos sentados tranquilos y callados. Pero,

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ya son más de las siete, y ahora debemos bajarallí».

«Todo esto parece más misterioso de lo quees», añadí después de una pausa; «existe entrenosotros una seria promesa de pasar allí abajolas próximas horas: también tenemos razonespoderosas para hacerlo. Ese lugar es sagradopara nosotros a causa de un bello recuerdo, y,por eso, está destinado a inaugurar también unbello futuro para nosotros. Así, pues, tambiénpor eso, nos esforzaremos para no dejaros unmal recuerdo, después de haberos espantado ymolestado tantas veces.»

El filósofo siguió callado; pero el compañeromás joven dijo: «Desgraciadamente nuestraspromesas y nuestros acuerdos nos comprome-ten de igual modo, para el mismo lugar y paralas mismas horas. La responsabilidad de estacoincidencia podemos atribuirla a algún desti-no o a algún geniecillo».

«Por lo demás, amigo mío», dijo el filósofocalmado, «ahora estoy contento, más que antes,

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de nuestros jóvenes tiradores de pistola. tesasnotado qué tranquilos estaban hace un momen-to, cuando mirábamos el sol? No hablaban, nofumaban, estaban quietos: casi creo que medi-taban.»

Y volviéndose bruscamente hacia nosotros:«¿Habéis meditado? Contádmelo, mientrascaminamos juntos hacia nuestro común lugarde quietud». Entonces dimos algunos pasosjuntos, y trepamos por un lado en la atmósferacaliente y húmeda del bosque, que ya estababastante obscuro. Mientras caminábamos, miamigo expuso francamente sus pensamientos alfilósofo, diciéndole que había temido por pri-mera vez, aquel día, que un filósofo le impidie-ra filosofar.

El viejo se echó a reír. «¡Cómo! ¿Teméis queel filósofo os impida filosofar? Algo así puedeocurrir: ¿no lo habéis experimentado? ¿No hab-éis tenido alguna experiencia así en vuestrauniversidad? Pero, ¿no escucháis las leccionesde filosofía?»

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La pregunta era embarazosa para nosotros,porque no se había tratado de eso en absoluto:Por lo demás, en aquella época todavía creía-mos inocentemente que quien tenga en unauniversidad el cargo y la dignidad de filósofodebe ser también. un filósofo: precisamentecarecíamos de experiencia y estábamos malinformados. Declaramos lealmente que no hab-íamos seguido ningún curso de filosofía, peroque desde luego corregiríamos nuestra negli-gencia.

«Pero, ¿qué entendéis», preguntó, «por filo-sofar?»

Y yo dije: «Con respecto a la definición, es-tamos en un aprieto. No obstante, por lo quecreemos comprender, a nosotros nos basta conesforzarnos seriamente para reflexionar sobrela mejor manera de poder llegar a ser hombrescultos». «Eso es mucho, pero también poco»,murmuró el filósofo: «¡lo esencial es que medit-éis bien sobre todo eso! Aquí están nuestrasbanquetas: vamos a estar muy lejos unos de

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otros. Desde luego, no quiero estorbar vuestrasmeditaciones sobre el modo de llegar a serhombres cultos. Os deseo buena suerte, y...puntos de vista, como sobre el problema delduelo, o sea, puntos de vista correctos, origina-les, cultos, nuevos. El filósofo no quiere impe-diros filosofar, con tal de que no lo espantéiscon vuestras pistolas. Por hoy imitad sólo a losjóvenes pitagóricos; tenían que guardar silenciodurante cinco años, como discípulos de unaauténtica filosofía, y vosotros quizá lo consigáisdurante cinco cuartos de hora, al servicio devuestra propia cultura futura, de la que os pre-ocupáis con tanta premura.»

Habíamos llegado a nuestra meta: se iniciónuestro aniversario. Una vez más, como cincoaños antes, el Rin se deslizaba entre suavesbrumas, una vez más el cielo resplandecía, elbosque estaba perfumado. El ángulo más apar-tado de una banqueta alejada nos amparó: allínos sentamos casi escondiéndonos, para que niel filósofo ni su acompañante pudieran vernos

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el rostro. Estábamos solos; la voz del filósofo,cuando llegaba apagada hasta nosotros, ya sehabía transformado en una música natural, através del movimiento apenas perceptible delfollaje, a través del murmullo y el susurro demil existencias hormigueantes arriba, en lo altodel bosque. Aquella voz actuaba como un soni-do, era semejante a un lejano y monótono la-mento. Verdaderamente, no había nada quenos molestara.

Pasó así un tiempo, durante el cual el ocasose oscurecía cada vez más y el recuerdo denuestra juvenil empresa cultural se presentabacada vez más claro ante nosotros. Así, pues,pensamos que debíamos la mayor gratitud anuestra extraña asociación: había sido, no sóloun complemento -por decirlo así- de nuestrosestudios de bachillerato, sino también la autén-tica sociedad rica en frutos, en cuyo marco hab-íamos introducido también nuestro instituto,considerado como un medio particular paranuestra aspiración universal hacia la cultura.

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Éramos conscientes de no haber pensado enla llamada profesión, gracias a nuestra socie-dad. La explotación casi sistemática de esosaños por parte del Estado, que quiere formar loantes posible a empleados útiles, y asegurarsede su docilidad incondicional, con exámenessobremanera duros, todo esto había permane-cido alejado mil millas de nuestra formación. Yel hecho de que ninguno de los dos supiéramostodavía con precisión lo que seríamos y de queni siquiera nos preocupáramos lo más mínimode ese problema demostraba lo poco que hab-íamos estado determinados por instinto utilita-rio alguno, por intención alguna de obtenerrápidos avances y de recorrer una veloz carre-ra. Nuestra asociación había alimentado seme-jante despreocupación dichosa: en el aniversa-rio de aquélla nos sentíamos agradecidos detodo corazón a dicha despreocupación. Ya hedicho una vez que semejante goce del instante,sin objetivo alguno, semejante balanceo en lamecedora del instante debe parecer casi increí-

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ble -y, en cualquier casó, censurable nuestraépoca, hostil a todo lo que es inútil. ¡Qué inúti-les éramos! Cada uno de nosotros habría podi-do disputar al otro el honor de ser el más inútil.No queríamos significar nada, representar na-da, tender hacia nada, queríamos carecer deporvenir, lo único que queríamos era no serútiles para nada, cómodamente tendidos en elumbral del presente: ¡y realmente éramos todoeso, bueno para nosotros!

Efectivamente, así pensábamos entonces,ilustres oyentes.

Inmerso en aquellas solemnes meditacionessobre mí mismo, estaba a punto de abordar -con la misma actitud jactanciosa- también elproblema relativo al porvenir de nuestras es-cuelas, cuando comencé lentamente a advertirque aquella música natural, que resonaba desdela lejana banqueta del filósofo, había perdido sucarácter anterior, llegaba hasta nosotros bastan-te más penetrante y articulada. De improviso,tuve la conciencia de que estaba escuchando a

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hurtadillas: estaba escuchando con pasión, conlos oídos aguzados. Toqué a mi amigo -quizásalgo cansado- y le susurré: «¡No te duermas!Para nosotros, ahí arriba hay algo que apren-der. Es válido para nosotros, aunque no vayadirigido a nosotros».

Efectivamente, oía al joven acompañante de-fenderse con cierta agitación y al filósofo, encambio, atacarlo con un timbre de voz cada vezmás fuerte. «No has cambiado», le apostrofaba,«desgraciadamente no has cambiado. Me pare-ce increíble que seas todavía el mismo de hacesiete años, cuando te vi por última vez, y medespedí de ti con escasas esperanzas. Desgra-ciadamente debo quitarte nuevamente -desdeluego, no con placer- ese barniz de cultura mo-derna con que te has cubierto en este tiempo. Ydebajo, ¿qué encuentro? Indudablemente, elmismo e inmutable carácter “inteligible”, comolo entiende Kant, pero desgraciadamente tam-bién un carácter intelectual inalterado: verosí-milmente, también éste es una necesidad, pero

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una necesidad poco consoladora. Me preguntocon qué fin he vivido como filósofo, si añosenteros, vividos por ti en intimidad conmigo,no han dejado, sin embargo, impresiones másclaras, a pesar de tu deseo real de aprender yde tu inteligencia no obtusa. Hoy te comportascomo alguien que no haya oído nunca, en rela-ción con cualquier clase de cultura, el principiocardinal, al que me referí tantas veces, en laépoca de nuestra antigua intimidad. Pues bien,¿cuál era el principio?»

«Lo recuerdo», respondió el discípulo re-convenido. «Solía usted decir que ningún hom-bre tendría inclinación por la cultura, si supieralo increíblemente pequeño que es, en definitiva,el número de las personas que poseen unaauténtica cultura, y que tiene por fuerza que serasí. A pesar de ello, no será posible ni siquieraese pequeño número de personas verdadera-mente cultas, si no se dedica a la cultura unagran masa, decidida a ello exclusivamente porun engaño seductor, y en el fondo impulsada a

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ello contra su propia naturaleza. En consecuen-cia, no hay que revelar nada públicamente conrespecto a esa desproporción ridícula entre elnúmero de las personas verdaderamente cultasy el enorme aparato de la cultura. El verdaderosecreto de la cultura debe encontrarse en eso,en el hecho de que innumerables hombres aspi-ran a la cultura y trabajan con vistas a la cultu-ra, aparentemente para sí, pero en realidad sólopara hacer posibles a algunos pocos indivi-duos.» .

«Ése es el principio», dijo el filósofo, «y, sinembargo, ¿has podido olvidar su auténtico sig-nificado hasta el punto de creer ser tú mismouno de esos pocos? Has pensado en eso, ya loveo. Por lo demás, eso forma parte de las carac-terísticas despreciables de nuestra época, quepretende poseer la cultura. Se democratizan losderechos del genio, para eludir el trabajo cultu-ral propio y la miseria cultural propia. Cuandoes posible, todos prefieren sentarse a la sombradel árbol que ha plantado el genio. Quisieran

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substraerse a la dura necesidad de trabajar parael genio, con el fin de hacer posible su apari-ción. ¡Cómo! ¿Eres demasiado orgulloso comopara querer ser un profesor? ¿Desprecias a lamultitud de los que se agolpan, deseosos deaprender? ¿Hablas con desprecio de la misióndel profesor? ¿Y te gustaría entonces, alejándo-te hostilmente de esa multitud, llevar una vidasolitaria, imitándome a mí y mi modo de vivir?¿Crees que puedes alcanzar sin más, de un solosalto, lo que yo he conseguido conquistar, des-pués de una larga lucha obstinada, dirigidahacia la exclusiva meta de vivir como filósofo?¿Y no temes que la soledad se vengue contra ti?¡Prueba, entonces, a ser un solitario de la cultu-ra! Cuando se quiere vivir con las propias fuer-zas exclusivamente, y se quiere vivir para todoslos demás, ¡hay que poseer una riqueza sobre-abundante! ¡Curiosos discípulos! Creéis quedebéis siempre imitar precisamente la cosa másdifícil y más elevada, aquélla precisamente quesólo ha sido posible para el maestro, cuando, en

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realidad, vosotros precisamente deberíais saberlo difícil y peligroso que es, y que muchos ta-lentos de primer orden pueden resultar des-truidos por eso.»

«No quiero ocultarle nada, maestro», dijoentonces el acompañante. «He aprendido de-masiadas cosas de usted, y he estado junto austed demasiado tiempo, como para poder de-dicarme totalmente a los problemas actuales dela cultura y de la educación. Siento con dema-siada claridad esos errores y esos inconvenien-tes insalvables que usted solía señalar, y, sinembargo, me esfuerzo en vano por encontrar enmí la fuerza con que podría tener éxito, lu-chando con más coraje. Se ha apoderado de míun desaliento general: la huida a la soledad noha sido cosa de orgullo ni de presunción. Meagrada describirle las características que hedescubierto en los problemas de la cultura y dela educación, hoy discutidos tan vivaz e insis-tentemente. En el momento actual, nuestrasescuelas están dominadas por dos corrientes

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aparentemente contrarias, pero de acciónigualmente destructiva, y cuyos resultados con-fluyen, en definitiva: por un lado, la tendencia aampliar y a difundir lo más posible la cultura,y, por otro lado, la tendencia a restringir y adebilitar la misma cultura. Por diversas razo-nes, la cultura debe extenderse al círculo másamplio posible: eso es lo que exige la primeratendencia. En cambio, la segunda exige a lapropia cultura que abandone sus pretensionesmás altas, más nobles y más sublimes, y seponga al servicio de otra forma de vida cual-quiera, por ejemplo, del Estado.

»Creo haber notado de dónde procede conmayor claridad la exhortación a extender y adifundir lo más posible la cultura. Esa exten-sión va contenida en los dogmas preferidos dela economía política de esta época nuestra. Co-nocimiento y cultura en la mayor cantidad po-sible -producción y necesidades en la mayorcantidad posible-, felicidad en la mayor canti-dad posible: ésa es la fórmula poco más o me-

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nos. En este caso vemos que el objetivo últimode la cultura es la utilidad, o, más concretamen-te, la ganancia, un beneficio en dinero que seael mayor posible. Tomando como base estatendencia, habría que definir la cultura como lahabilidad con que se mantiene uno “a la alturade nuestro tiempo”, con que se conocen todoslos caminos que permitan enriquecerse del mo-do más fácil, con que se dominan todos los me-dios útiles al comercio entre hombres y entrepueblos. Por eso, el auténtico problema de lacultura consistiría en educar a cuantos máshombres “corrientes” posibles, en el sentido enque se llama “corriente” a una moneda. Cuan-tos más numerosos sean dichos hombres co-rrientes, tanto más feliz será un pueblo. Y el finde las escuelas modernas deberá ser precisa-mente ése: hacer progresar a cada individuo enla medida en que su naturaleza le permite lle-gar a ser “corriente”, desarrollar a todos losindividuos de tal modo, que a partir de su can-tidad de conocimiento y de saber obtengan la

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mayor cantidad posible de felicidad y de ga-nancia. Todo el mundo deberá estar en condi-ciones de valorarse con precisión a sí mismo,deberá saber cuánto puede pretender de la vi-da. La “alianza” entre inteligencia y posesión,apoyada en esas ideas, se presenta incluso co-mo una exigencia moral. Según esta perspecti-va, está mal vista una cultura que produzcasolitarios, que coloque sus fines más allá deldinero y de la ganancia, que consuma muchotiempo. A las tendencias culturales de esa natu-raleza se las suele descartar y clasificar como“egoísmo selecto”, “epicureismo inmoral de lacultura”. A partir de la moral aquí triunfante,se necesita indudablemente algo opuesto, esdecir, una cultura rápida, que capacite a losindividuos deprisa para ganar dinero, y, aunasí, suficientemente fundamentada para quepuedan llegar a ser individuos que ganenmuchísimo dinero. Se concede cultura al hom-bre sólo en la medida en que interesa la ganan-cia; sin embargo, por otro lado se le exige que

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llegue a esa medida. En resumen, la humani-dad tiene necesariamente un derecho a la feli-cidad terrenal: para eso es necesaria la cultura,¡pero sólo para eso!» «En este punto quieroañadir algo», dijo el filósofo. «A partir de esaperspectiva -caracterizada de una forma que nocarece de claridad- surge el grande, inclusoenorme, peligro de que en un momento deter-minado la gran masa salte el escalón interme-dio y se arroje directamente sobre esa felicidadterrenal. Eso es lo que hoy se llama “problemasocial”. Efectivamente, podría parecer a esamasa, a partir de lo que hemos dicho, que lacultura concedida a la mayor parte de los hom-bres sólo es un medio para la felicidad terrenalde unos pocos: la “cultura cuanto más univer-sal posible” debilita la cultura hasta tal punto,que se llega a no poder conceder ningún privi-legio ni garantizar ningún respeto. La culturacomún a todos es precisamente la barbarie. Pe-ro no quiero interrumpir tu exposición.»

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El acompañante continuó: «Para esa exten-sión y esa difusión de la cultura, fomentadascon tanto ímpetu por doquier, existen otrosmotivos, independientemente de ese dogma,tan popular, de la economía política. En algu-nos países, el miedo a una opresión religiosaestá tan arraigado, que todas las clases socialesse aproximan con deseo vehemente a la cultura,y asimilan precisamente aquellos elementossuyos que habitualmente anulan los instintosreligiosos. Por otro lado, a veces ocurre que unEstado, con el fin de asegurar su existencia,procura extender lo más posible la cultura, yaque sabe que todavía es lo bastante fuerte parapoder someter bajo su yugo incluso a una cul-tura desencadenada del modo más violento, yve confirmado eso en el hecho de que, en defi-nitiva, la cultura más extensa de sus empleadoso de sus ejércitos acaba siempre en ventaja parael propio Estado, en su competencia con losotros Estados. En este caso, los cimientos de unEstado deben ser tan amplios y sólidos como

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para poder sostener la complicada bóveda de lacultura, del mismo modo que, en el primer ca-so, los vestigios de una opresión religiosa ante-rior deben ser todavía bastante perceptiblescomo para hacer recurrir a un remedio tan des-esperado. Por consiguiente, cuando el grito deguerra de la masa exige la cultura más ampliaposible para el pueblo, yo suelo distinguir si loque ha provocado dicho grito de guerra ha sidouna tendencia exagerada a la ganancia y a laposesión, o bien el estigma dejado por unaopresión religiosa anterior o bien, por último, laclara conciencia que un Estado tiene de su pro-pio valor.

»En cambio, me ha parecido que por muchoslados se entona otra canción -desde luego nocon tanta sonoridad, pero por lo menos con elmismo énfasis-, a saber, la de la reducción de lacultura.

»En todos los ambientes eruditos, habitual-mente se susurra al oído, en cierto modo, esacanción. En realidad, se trata de un hecho gene-

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ral: con la utilización -ahora perseguida- porparte del estudioso de su ciencia, la cultura dedicho estudioso se volverá cada vez más casualy más inverosímil. Efectivamente, el estudio delas ciencias está extendido tan ampliamente,que quien quiera todavía producir algo en esecampo, y posea y tenga buenas dotes, aunqueno sean excepcionales, deberá dedicarse a unarama completamente especializada y permane-cer, en cambio, indiferente a todas las demás.De ese modo, aunque éste sea en su especiali-dad superior al vulgus, en todo el resto, o sea,en todos los problemas esenciales, no se sepa-rará de él. Así, pues, dicho estudioso, exclusi-vamente especialista, es semejante al obrero deuna fábrica, que durante toda su vida no haceotra cosa que determinado tornillo y determi-nado mango, para determinado utensilio o paradeterminada máquina, en lo que indudable-mente llegará a tener increíble maestría. EnAlemania, donde se sabe cubrir incluso estoshechos dolorosos con el glorioso manto del

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pensamiento, se admira mucho en nuestrosestudiosos esa limitada moderación de los es-pecialistas y su desviación cada vez más acen-tuada de la auténtica cultura, y se consideratodo eso como un fenómeno ético. La “fideli-dad en los detalles”, la “fidelidad del recadero”se convierten en temas de ostentación, y la faltade cultura, fuera del campo de especialización,se exhibe como señal de sobriedad.

»Durante siglos y siglos, entender por hom-bre de cultura al estudioso, y sólo al estudioso,se ha considerado sencillamente como algoevidente. Partiendo de la experiencia de nues-tra época, difícilmente nos sentiremos impulsa-dos hacia una aproximación tan ingenua. Efec-tivamente, hoy la explotación de un hombre afavor de las ciencias es el presupuesto aceptadopor doquier sin vacilaciones. ¿Quién se pregun-ta todavía qué valor puede tener una ciencia,que devora como un vampiro a sus criaturas?La división del trabajo en las ciencias tiendeprácticamente hacia el mismo objetivo, al que

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aspiran aquí y allá conscientemente las religio-nes, es decir, a una reducción de la cultura, o,mejor, a su aniquilación. Pero eso que para al-gunas religiones, con arreglo a su origen y a suhistoria, es una exigencia totalmente justificada,podría, en cambio, conducir a la ciencia a arro-jarse en un momento determinado a las llamas.Ahora hemos llegado ya hasta el extremo deque en todas las cuestiones generales de natu-raleza seria -y, sobre todo, en los máximos pro-blemas filosóficos- el hombre de ciencia, comotal, ya no puede tomar la palabra. En cambio,ese viscoso tejido conjuntivo que se ha introdu-cido hoy entre las ciencias, es decir, el perio-dismo, cree que ese objetivo es de su competen-cia, y lo cumple con arreglo a su naturaleza, osea -como su nombre indica- tratándolo comoun trabajo a jornal.

»Efectivamente, en el periodismo confluyenlas dos tendencias: en él se dan la mano la ex-tensión de la cultura y la reducción de la cultu-ra. El periódico se presenta incluso en lugar de

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la cultura, y quien abrigue todavía pretensionesculturales, aunque sea como estudioso, se apo-ya habitualmente en ese viscoso tejido conjun-tivo, que establece las articulaciones entre todaslas formas de la vida, todas las clases, todas lasartes, todas las ciencias, y que es sólido y resis-tente como suele serlo precisamente el papel deperiódico. En el periódico culmina la auténticacorriente cultural de nuestra época, del mismomodo que el periodista -esclavo del momentopresente- ha llegado a substituir al gran genio,el guía para todas las épocas, el que libera delpresente. Ahora dígame usted, maestro, quéesperanzas podía abrigar, en una lucha contrael desbarajuste -que se da por doquier- de todaslas auténticas aspiraciones, dígame usted conqué coraje podía presentarme, como profesoraislado, aun sabiendo que, apenas se arrojarauna simiente de cultura auténtica, pasaría porencima de ella inmediata y despiadadamente laapisonadora de esa pseudocultura. Piense en loinútil que debe resultar hoy el trabajo más asi-

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duo de un profesor, que por ejemplo deseeconducir a un escolar hasta el mundo griego -difícil de alcanzar e infinitamente lejano- porconsiderarlo como la auténtica patria de la cul-tura: todo eso será verdaderamente inútil,cuando el mismo escolar una hora después cojaun periódico o una novela de moda, o uno deesos libros cultos cuyo estilo lleva ya en sí eldesagradable blasón de la barbarie culturalactual».

«¡Deténte de una vez!», le interrumpió enaquel punto el filósofo, con voz fuerte y lasti-mera. «Ahora te comprendo mejor, y antes nodebería haberte dicho cosas tan duras. Tienesrazón en todo, menos en tu desánimo. Ahoravoy a decirte algo para consolarte.»

Friedrich Nietzsche

SOBRE EL PORVENIR DE NUESTRASINSTITUCIONES EDUCATIVASFriedrich Nietzsche

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Segunda conferenciaTraducción de Carlos Manzano publicada porTusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp.59-86

Ilustres oyentes, aquellos de vosotros aquienes en este momento saludo como a misoyentes, y que quizá no hayan oído hablar demi conferencia, pronunciada hace tres semanas,deberán permitir ahora que los introduzca, sinotros preparativos, en medio de un diálogoserio, que había yo comenzado entonces a refe-rir, y cuyos últimos desarrollos recordaré hoy.El individuo más joven, que acompañaba alfilósofo, había debido excusarse un poco antes,de modo lealmente confidencial, ante su impor-tante maestro, y explicar los motivos por losque, presa del desánimo, había abandonado suposición anterior de profesor, y pasaba sutiempo desconsolado, en una soledad escogidaespontáneamente. La causa de semejante deci-

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sión había que atribuirla a todo menos a unapresunción orgullosa.

«He oído demasiadas cosas de usted, maes-tro», había dicho el honrado discípulo, «duran-te demasiado tiempo he estado junto a usted,para poder abandonarme todavía con confian-za a las ordenanzas vigentes de la cultura y dela educación. Siento con demasiada claridadesos errores y esos inconvenientes insalvablesque usted solía señalarme: y, sin embargo, meparece que escasea en mí la fuerza con que,luchando más animosamente, podría tener éxi-to, y con que podría hacer añicos los bastionesde esta presunta cultura. Se ha apoderado demí un desánimo general: la fuga a la soledad nose debe a orgullo ni a presunción.» A continua-ción, para disculparse, había descrito de talmodo las características generales de esa situa-ción cultural, que el filósofo no había podidopor menos de interrumpirlo con voz compasi-va, y tranquilizarlo. «¡Vamos! Deténte de unavez, pobre amigo mío», dijo el filósofo. «Ahora

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te comprendo mejor, y antes no debería habertedicho palabras tan duras. Tienes razón en todo,menos en tu desánimo. Ahora voy a decirte unacosa para consolarte. ¿Cuánto tiempo crees quedurará todavía, en la escuela de nuestra época,semejante actitud cultural, tan difícil de sopor-tar para ti? No quiero ocultarte mi confianza enese sentido: la época de todo eso ha acabado,sus días están contados. El primero que se atre-va a ser honrado en este terreno podrá escucharel eco de su honradez devuelto por mil almasvalientes. Efectivamente, en el fondo existe unacuerdo tácito entre los hombres de esta épocaque están más generosamente dotados, y quesienten con mayor vehemencia. Cada uno deellos sabe lo que ha debido soportar por la si-tuación cultural de la escuela, y cada uno deellos quisiera liberar por lo menos a su descen-dencia de semejante opresión, aun a costa desacrificarse personalmente. La triste causa deque, a pesar de todo, no consiga manifestarsepor ningún lado una honradez completa es la

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pobreza espiritual de los profesores de nuestraépoca: precisamente en ese campo faltan lostalentos realmente inventivos, faltan los hom-bres verdaderamente prácticos, o sea, los quetienen ideas buenas y nuevas, y saben que laauténtica genialidad y la auténtica praxis debenencontrarse necesariamente en el mismo indi-viduo. En cambio, los prácticos prosaicos care-cen de ideas precisamente, y, por eso, carecentambién de una praxis auténtica. Basta con en-trar en contacto con la literatura pedagógica denuestra época: hay que estar muy corrompidopara no asustarse -cuando se estudia ese tema-ante la suprema pobreza espiritual, ante esedesdichado juego infantil del corro. En nuestrocaso, la filosofía debe partir, no ya de la maravi-lla, sino del horror. A quien no esté en condi-ciones de provocar horror hay que rogarle quedeje en paz las cuestiones pedagógicas. Indu-dablemente, hasta ahora, por lo general ha ocu-rrido lo contrario: quienes se horrorizaban co-mo tú, querido amigo, escapaban atemoriza-

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dos, y quienes permanecían impávidos, tran-quilos, metían del modo más grosero sus rudasmanos en la más delicada de todas las técnicasque pueden corresponder a un arte, es decir, enla técnica de la cultura. Pero eso ya no podrádurar mucho tiempo: tendrá que llegar por finel hombre honrado que tenga esas ideas buenasy nuevas, y que para realizarlas se atreva aromper con la situación actual. Éste, finalmente,remitiéndose a un ejemplo grandioso, mostraráel modo de hacer lo que esas manos rudas -lasúnicas que hasta ahora han intervenido- noestán en condiciones de imitar: en ese caso, seempezará a distinguir por doquier, y entoncesse advertirá al menos el contraste y se podráreflexionar sobre las causas de ese contraste,mientras que hoy son muchos los que creentodavía, con perfecta buena fe, que para la pro-fesión de pedagogo se necesitan manos rudas.»

«Quisiera, ilustre maestro», dijo en aquelmomento el acompañante, «que usted, median-te un ejemplo concreto, me ayudara a alimentar

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la esperanza por usted expresada tan audaz-mente. Los dos conocemos el instituto de bachi-llerato: ¿también con respecto a esa institucióneducativa, por ejemplo, cree usted que se podr-ía acabar con las antiguas y tenaces costumbres,con ayuda. de la honradez, y de ideas buenas ynuevas? En mi opinión, en este caso, a los arie-tes de un asalto no se opone una dura muralla,sino la más fastidiosa rigidez e inasibilidad detodos los principios. El asaltante no debe des-truir a un adversario visible y sólido: antesbien, dicho adversario está disfrazado, puedetransformarse en cien figuras, y en una de éstaspuede escapar a la garra que lo atrape, confun-diendo siempre al asaltante con una vil conce-sión o con un movimiento de retroceso. Preci-samente el instituto de bachillerato ha sido elque me ha impulsado a huir desalentado a lasoledad, precisamente porque opino que, si enese campo no concluye la lucha con una victo-ria, todas las demás instituciones de la culturadeberán ceder, y que, si alguien se desanima

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con respecto a eso, deberá desanimarse. tam-bién con respecto a las cuestiones pedagógicasmás serias. Así, pues, le ruego, maestro, que meinstruya en relación con el instituto de bachille-rato: ¿qué decadencia podemos esperar de él, yqué renacimiento?»

«También yo», dijo el filósofo, «atribuyo alinstituto de bachillerato, como tú, una impor-tancia enorme: todas las demás institucionesdeben valorarse con el criterio de los fines cul-turales a que se aspira mediante el instituto;cuando las tendencias de éste sufren desviacio-nes, todas las demás instituciones sufren lasconsecuencias de ello, y, mediante la depura-ción y la renovación del instituto, se depuran yrenuevan igualmente las demás institucioneseducativas. Ni siquiera la universidad puedepretender ahora tener semejante importanciade fulcro motor. La universidad, en su estruc-tura actual, puede considerarse simplemente -almenos, en un aspecto esencial- como el rematede la tendencia existente en el instituto de ba-

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chillerato: después te explicaré claramente estepunto. Por el momento, consideremos conjun-tamente lo que me inspira una alternativa llenade promesas, en función de la cual, o bien elespíritu del bachillerato hasta ahora cultivado -tan variopinto y tan difícil de captar- se disper-sa completamente en el aire, o bien habrá quedepurarlo y renovarlo radicalmente. Y para noasustarte con principios universales, pensemosante todo en una de esas experiencias del bachi-llerato que todos hemos tenido y que todossufrimos. ¿Qué es hoy, si la consideramos seve-ramente, la enseñanza del alemán en el bachi-llerato?

»Antes que nada, voy a decirte cómo deberíaser. Hoy todos hablan y escriben naturalmentela lengua alemana con la ineptitud y la vulgari-dad propias de una época que aprende elalemán en. los periódicos. Por eso, al adolescen-te que está creciendo, y está dotado más gene-rosamente, habría que colocarlo por la fuerzabajo la campana de vidrio del buen gusto y de

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una rígida disciplina lingüística: si eso no esposible, prefiero entonces volver enseguida ahablar en latín, ya que me avergüenzo de unalengua tan desfigurada y deshonrada.

»Una escuela mejor no podrá tener otro obje-tivo a ese respecto que el de llevar al caminorecto, con autoridad y rigor digno, a los jóveneslingüísticamente corrompidos, y exhortarlesasí: “¡Tomad en serio vuestra lengua! Quien noconsiga sentir un deber sagrado en ese sentidono posee ni siquiera el germen del que puedasurgir una cultura superior. Eso, es decir, vues-tro modo de tratar la lengua materna, revelaráhasta qué punto apreciáis el arte, con eso severá hasta qué punto congeniáis con el arte. Sino conseguís obtener ese resultado por voso-tros mismos, es decir, sentir un desagrado físicofrente a ciertas palabras y a ciertas frases denuestra jerga periodística, abandonad al instan-te las aspiraciones a la cultura. Efectivamente,ahí, muy cerca de vosotros, siempre que habláisy escribís, hay una piedra de toque para juzgar

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lo difícil y descomunal que es la tarea del hom-bre de cultura, y hasta qué punto es inverosímilque muchos de vosotros alcancéis la auténticacultura”.

»Según el espíritu de semejante discurso, elprofesor de alemán en el instituto de bachillera-to tendría la obligación de llamar la atención desus escolares sobre miles de detalles y deprohibir incluso -con toda la seguridad queproporciona el buen gusto- el uso de palabrascomo, por ejemplo, beanspruchen (reclamar),vereinnahmen (cobrar dinero), einer SacheRechnung tragen (tener en cuenta una cosa), dieInitiative ergreifen (tomar la iniciativa), selbst-verstdädlich (evidente), etcétera, cum taedio ininfinitum. Además, el mismo profesor, al refe-rirse a nuestros autores clásicos, debería mos-trar, renglón a renglón, el enorme cuidado yrigor con que hay que entender todas las expre-siones, cuando se tiene un auténtico sentimien-to artístico, y cuando se aspira a la completaclaridad de lo que se escribe. Obligará a sus

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alumnos a expresar el mismo pensamiento unavez más y de modo todavía mejor, hasta quelos alumnos menos dotados pierdan el terrorreverente a la lengua y los alumnos más dota-dos hayan llegado a sentir un noble sentimientohacia ella.

»Así, pues, ése es un cometido de la llamadacultura formal: uno de los cometidos más pre-ciosos. ¿Y qué es lo que encontramos ahora enel bachillerato, en lugar de la llamada culturaformal? Quien sepa clasificar en las rúbricascorrectas lo que haya encontrado en este terre-no, sabrá también que pensar del bachilleratoactual, como presunta institución de cultura.Efectivamente, descubrirá que el bachillerato, apartir de su formación originaria, no educa conlas miras puestas en la cultura, sino sólo en laerudición, y observará además que en los últi-mos tiempos de la impresión de no querer si-quiera educar con las miras puestas en la erudi-ción, sino sólo preparar para el periodismo. Loatestigua la forma de impartir la enseñanza de

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la lengua alemana, que es un ejemplo verdade-ramente comprobado.

»En lugar de esa instrucción puramentepráctica, con la que el profesor debería habituara sus escolares a educarse severamente en lorelativo a la lengua, vemos por doquier la ten-dencia a tratar de modo histórico-erudito lalengua materna. En otras palabras, se la tratacomo si fuera una lengua muerta, y como si noexistiera obligación alguna en relación con elpresente y el futuro de dicha lengua. El métodoestá tan difundido en nuestra época, que seentrega hasta el cuerpo vivo de la lengua a losestudios anatómicos de la historia. Sin embar-go, la cultura comienza precisamente desde elmomento en que se sabe tratar lo que está vivocomo algo vivo, y la tarea de quien enseña lacultura comienza con la represión del “interéshistórico”, apremiante por todas partes, cuandoantes que nada hay que actuar correctamente, yno ya conocer. Por otra parte, nuestra lenguamaterna es precisamente una esfera en que el

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escolar debe aprender a actuar correctamente: ysólo de acuerdo con esta perspectiva prácticaresulta necesaria la enseñanza del alemán ennuestras escuelas. Indudablemente, el métodohistórico parece bastante más fácil y máscómodo para el profesor; asimismo, parece re-querir dotes mucho más modestas y en generalun ímpetu mucho menor en la voluntad y enlas aspiraciones del profesor. Pero podemoshacer esa misma observación en todos los cam-pos de la realidad pedagógica: lo más fácil ymás cómodo se envuelve en un manto de pre-tensiones fastuosas y de títulos orgullosos. Elaspecto verdaderamente práctico -es decir, laacción necesaria para la cultura-, dado que en elfondo es la cosa más difícil, recibe miradas dedesaire y de desprecio. Por esa razón el hombrehonrado deberá aclararse a sí mismo y a losdemás este quid pro quo.

»Pero, ¿qué suele dar un profesor de alemán,aparte de esas sugerencias eruditas para unestudio de la lengua? ¿De qué modo sabe con-

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jugar el espíritu de su escuela con el espíritu delos pocos hombres de cultura auténtica que hatenido el pueblo alemán, con el espíritu de suspoetas y artistas clásicos? Éste es un terrenooscuro y peligroso, sobre el que no podemosarrojar luz sin dejar de preocuparnos: tampocoen esto nos ocultaremos nada, ya que un díahabrá que renovarlo todo en dicho terreno. Enel instituto de bachillerato, se imprimen lasrepugnantes características de nuestro perio-dismo estético sobre los espíritus todavía noformados de los adolescentes; en el instituto, esel propio profesor quien esparce las semillas deun grosero y deliberado entendimiento inco-rrecto de nuestros clásicos: después dicho en-tendimiento incorrecto se hace pasar por críticaestética, y no es otra cosa que barbarie. Los es-colares aprenden allí a hablar de nuestro Schi-ller, que es único, con una superioridad pueril;en el instituto nos habitúan a sonreír ante susconcepciones más nobles y más alemanas, asonreír ante el marqués de Posa, ante Max y

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Tecla: es ésa una sonrisa que provoca la cóleradel genio alemán y que hará enrojecer a unaposteridad mejor.

»El último terreno a que suele dedicar su ac-tividad el profesor de alemán en el instituto, yque muchas veces se considera el punto culmi-nante de dicha actividad, y hay quienes lo con-sideran incluso como el vértice de la cultura debachillerato, lo constituye la llamada composi-ción en alemán. Del hecho de que en ese terre-no se afanen, con particular tesón, los escolaresmás dotados habría que deducir lo peligrosa-mente estimulante que puede ser la tarea aquípropuesta. La composición en alemán es unallamada a la individualidad, y, cuanto mayorconciencia tenga un escolar de las cualidadesque lo distinguen, tanto más personalmenteelaborará su composición en alemán. Además,esa “elaboración personal” la requiere en lamayoría de los institutos la elección de losasuntos: la prueba más válida de ello, en miopinión, radica en el hecho de que en las clases

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inferiores se proponen temas -en sí y por sí an-tipedagógicos- que conducen al escolar a des-cribir su vida y su desarrollo. Basta con hojearlas listas de los temas desarrollados en unoscuantos institutos para llegar a convencerse deque verosímilmente la mayor parte de los esco-lares, sin culpa alguna, deberá sufrir toda suvida a causa de esas composiciones personales,exigidas demasiado pronto, y de esa inmaduraproducción de pensamiento. ¡Y con cuánta fre-cuencia toda la posterior obra literaria de unhombre aparece como la consecuencia de aquelpecado original contra la inteligencia!

»Basta con reflexionar en lo que ocurre a esaedad, cuando se requiere producir semejantetrabajo. Se trata de la primera producción ori-ginal: las fuerzas todavía no desarrolladas con-tribuyen por primera vez a formar una cristali-zación; el sentimiento embriagador de la auto-nomía requerida reviste esas producciones conun encanto seductor, que no se había presenta-do nunca antes y que no volverá a presentarse.

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Se reclaman todas las audacias de la naturalezadesde sus profundidades, todas las vanidades,ya no contenidas por una barrera bastante po-tente, pueden adquirir por primera vez unaforma literaria: desde ese momento el joven quese ha vuelto maduro, se siente un ser capaz dehablar, de tomar parte en una conversación, o,mejor, invitado a ello. Efectivamente, esos te-mas le obligan a calificar obras poéticas, o biena incluir a personajes históricos en la forma deuna descripción de caracteres, o bien a exponerde forma autónoma serios problemas éticos, obien a aclarar también -invirtiendo introspecti-vamente la antorcha- su desarrollo, y a dar uninforme crítico de sí mismo. En resumen, todoun mundo de problemas, que requieren la me-ditación más profunda, se abre ante el jovenestupefacto, hasta aquel momento casi incons-ciente, y se confía a su decisión.

»Ahora hemos de tener presente la actitudhabitual del profesor ante esas primeras pro-ducciones originales, tan ricas de consecuen-

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cias. ¿Qué le parece criticable en esos trabajos?¿Sobre qué llama la atención de sus alumnos?Sobre todos los excesos de la forma y del pen-samiento, es decir, sobre todo lo que es indivi-dual y característico de esa edad. El profesorcritica el aspecto verdaderamente autónomo(que, si se estimula prematuramente, sólo pue-de manifestarse precisamente en torpezas, enasperezas y en rasgos grotescos), o sea, preci-samente el aspecto individual, y lo rechaza afavor de una actitud altiva, mediocre y carentede originalidad. En cambio, la mediocridadvulgar obtiene elogios, prodigados de malagana: efectivamente, la mediocridad suele fas-tidiar bastante al profesor, y con buenas razo-nes.

»Quizás existan todavía hombres que veanen toda esa comedia de la composición enalemán en el instituto no sólo el elemento másabsurdo, sino también el más peligroso del ba-chillerato actual. Se exige originalidad y des-pués se rechaza la única originalidad posible a

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esa edad: en el instituto se presupone una cul-tura formal, que en la actualidad consiguenalcanzar sólo poquísimos hombres, en edadmadura. En el instituto se considera a todos sinmás como seres capaces de hacer literatura, quetienen derecho a tener opiniones propias sobrelas cosas y los personajes más serios, mientrasque una educación auténtica debería reprimircon todos sus esfuerzos las ridículas pretensio-nes de una independencia de juicio, y habituaral joven a una rígida obediencia bajo el dominiodel genio. En el instituto se presupone la capa-cidad de representar cuadros muy amplios, auna edad en que cualquier afirmación -pronunciada o escrita- constituye una barbarie.Si pensamos, además, en el peligro que va uni-do a la autosatisfacción, que surge con facilidaden esos años, si pensamos en el sentimiento devanidad con que el adolescente ve por primeravez en el espejo su imagen literaria, nadiepodrá dudar, abarcando con una sola miradatodas esas consecuencias, de que en el instituto

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se inculcan continuamente a las nuevas genera-ciones todos los males de nuestro ambienteliterario y artístico, o sea, la tendencia a produ-cir de modo apresurado y vanidoso, la maníadespreciable de escribir libros, la completa faltade estilo, un modo de expresarse que no se harefinado, que carece de carácter o pobrementeafectado, la pérdida de cualquier canon estéti-co, el deleite en la anarquía y el caos, en resu-men, todos los rasgos literarios de nuestro pe-riodismo y al mismo tiempo de nuestro mundoacadémico.

»Son muy pocos hoy los que saben que unosolo, quizá, de entre muchos miles está autori-zado para sentirse escritor, y que todos los de-más que por su cuenta y riesgo intenten seguirese camino merecen como recompensa por ca-da frase impresa una carcajada homérica porparte de hombres verdaderamente capaces dejuzgar: verdaderamente, el espectáculo de unHefesto literario que avanza cojeando, paraofrecernos algo de beber, es digno de los dioses.

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La educación en ese campo, la inculcación dehábitos y de ideas que sean serias y firmes,constituye una de las misiones más altas de lacultura formal, mientras que el hecho de con-fiarse en general a la llamada “personalidadlibre” no podrá ser desde luego otra cosa que laseñal distintiva de la barbarie. Sin embargo, porlo que hemos referido anteriormente deberíaresultar claro que, al menos en la enseñanza delalemán, no se piensa en la cultura, sino en otracosa, a saber, en dicha “personalidad libre”. Y,mientras los institutos de bachillerato alema-nes, al ocuparse de la composición en alemán,fomenten la horrible y perversa manía de escri-bir mucho, mientras no consideren como undeber sagrado la más inmediata disciplinapráctica al hablar y al escribir, mientras tratenla lengua materna como si fuera únicamente unmal necesario y un cuerpo muerto, no podréincluir esas escuelas entre las instituciones decultura auténtica.

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»Pero, en relación con la lengua es casi im-posible observar influencia alguna del modeloclásico: así, pues, ya sólo por esa consideraciónla llamada. “cultura clásica”, que debería salirde nuestros institutos de bachillerato, me pare-ce una cosa bastante dudosa y equívoca. Efecti-vamente, bastaría con echar una mirada a esemodelo, para vernos obligados a observar laextraordinaria seriedad con que el griego y elromano consideraban y trataban su lengua,desde los años de la adolescencia. Sería imposi-ble no discernir su valor de modelo en relacióncon ese punto, si el plan educativo de nuestrosinstitutos de bachillerato adoptara todavía re-almente, como supremo modelo de enseñanza,el mundo clásico griego y romano. Sobre estoúltimo tengo por lo menos dudas. Con respectoa la pretensión que el instituto tiene de enseñarla “cultura clásica”, me parece que se trata, másque nada, de una escapatoria torpe, que se uti-liza cuando alguien niega al bachillerato la ca-pacidad para educar en la cultura. ¡Cultura

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clásica! ¡Una expresión tan cargada de digni-dad! Hace avergonzarse al atacante, hace apla-zar el ataque: efectivamente, ¿quién podrá des-cifrar nunca completamente esa fórmula emba-razosa? Esa es la táctica del bachillerato, que hallegado a ser habitual desde hace tiempo: segúnla dirección de donde proceda la invitación alcombate, aquél escribe en su escudo -desdeluego, no adornado con distintivos de honor-uno de esos lemas embarazosos: “cultura clási-ca”, “cultura formal”, o bien “cultura para laciencia”; tres cosas gloriosas, pero que desgra-ciadamente son contradictorias en sí, y que sólopodrán producir un hircocervo de la cultura,cuando se las junte por la fuerza. Efectivamen-te, una auténtica “cultura clásica” es algo tanincreíblemente difícil y raro, y requiere dotestan complejas, que el hecho de prometerla co-mo resultado alcanzable en el bachillerato estáreservado únicamente a la ingenuidad o a ladesvergüenza. La designación “cultura formal”forma parte de esa burda fraseología no filosó-

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fica, de la que hay que liberarse cuanto sea po-sible: en realidad, no existe en absoluto una“cultura material”. Y quien establece como findel bachillerato la “cultura para la ciencia” de-secha con ello la “cultura clásica” y la llamada“cultura formal”, o sea, que abandona en gene-ral cualquier clase de fin cultural del bachillera-to. En efecto, el hombre científico y el hombrede cultura pertenecen a dos esferas diferentes,que de vez en cuando entran en contacto en unindividuo aislado, pero no coincidirán nuncaentre sí.

»Si comparamos estos tres presuntos objeti-vos del bachillerato con la realidad observadapor nosotros en relación con la enseñanza delalemán, dichos objetivos suelen reducirse, en eluso común, a escapatorias dictadas por la ver-güenza, ideadas para la lucha y el combate, ymuchas veces bastante apropiadas incluso paraasombrar al adversario. Efectivamente, en laenseñanza del alemán no hemos podido encon-trar nada que recordara de algún modo el mo-

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delo de la antigüedad clásica, o sea, la grandio-sidad antigua en la educación lingüística;además, la “cultura formal” que se recibe me-diante dicha enseñanza del alemán se ha redu-cido a la aprobación de la “personalidad libre”,es decir, de la barbarie y la anarquía; y por loque se refiere a la “cultura que encamina haciala ciencia”, como consecuencia de esa enseñan-za, indudablemente nuestros germanistaspodrán valorar con equidad lo poco que hancontribuido al desarrollo de su ciencia esosprincipios eruditos en el bachillerato y loenorme que ha sido, en cambio, la contribuciónhecha por la personalidad de profesores uni-versitarios particulares.

»En conclusión, el bachillerato ha desaten-dido hasta ahora el objeto primordial e inme-diato, de que arranca la cultura auténtica, esdecir, ha desatendido la lengua materna: le fal-ta así el terreno natural y fecundo en el quepueden apoyarse todos los esfuerzos culturalesposteriores. En realidad, sólo cuando se utilice

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como base una disciplina y un uso de la lenguaque sean rigurosos y artísticamente esmerados,se podrá fortalecer el sentimiento preciso de lagrandeza de nuestros clásicos, cuyo reconoci-miento por parte del bachillerato se ha basadohasta ahora casi únicamente en dudosas incli-naciones estetizantes de profesores concretos, oen el efecto puramente material de ciertas tra-gedias y ciertas novelas. No obstante, hay quesaber ya por experiencia directa lo difícil que esla lengua, y hay que especificar, después delargas investigaciones y largas luchas, el cami-no recorrido por nuestros poetas, para advertirentonces con qué facilidad y qué belleza lo re-corrieron, y con qué torpeza y afectación inten-tan seguirlos los demás.

»Sólo mediante una disciplina semejantepuede el joven experimentar desagrado físicoante la “elegancia” estilística -tan popular yalabada- de nuestros asalariados del periodis-mo y de nuestros novelistas, o bien ante la“dicción selecta” de nuestros literatos. En tal

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caso, el joven puede librarse de una vez, y defi-nitivamente, de una serie de problemas y deescrúpulos verdaderamente cómicos; por ejem-plo, de la cuestión de si Auerbach, o Gutzkow,es realmente un poeta: semejante cuestión que-dará zanjada inmediatamente, cuando el des-agrado no permita seguir leyendo ni a uno ni aotro. Nadie debe creer que sea fácil educar elsentimiento propio, hasta llevarlo a ese des-agrado físico; pero, por otro lado, nadie podráesperar llegar a un juicio estético por un caminoque no sea el espinoso sendero del lenguaje, yno precisamente de la investigación lingüística,sino de la autodisciplina lingüística.

»Quien desee esforzarse seriamente en eseterreno pasará por las mismas experiencias dequien, siendo ya adulto, por ejemplo de solda-do, se ve obligado a aprender a caminar, des-pués de haber sido hasta ese momento, en esesentido, un principiante aficionado y un empí-rico; son meses de fatiga: tememos que los ten-dones se rompan; perdemos toda esperanza de

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poder llegar nunca a ejecutar cómoda y fácil-mente los movimientos y a fijar las posicionesde los pies, aprendidos consciente y expresa-mente; vemos con terror con qué torpeza y tos-quedad colocamos un pie delante del otro, ytememos habernos olvidado completamente decaminar y no poder nunca volver a aprender acaminar bien. Después, de improviso nos da-mos cuenta de que los movimientos aprendidosexpresamente se han transformado ya en unanueva costumbre y en una segunda naturaleza,y que la antigua seguridad y la antigua fuerzadel paso vuelven fortalecidas, y acompañadasincluso de cierta gracia: ahora sabemos tambiénlo difícil que es caminar, y podemos burlarnosde quien, al caminar, sea un empírico tosco oun aficionado que crea moverse con elegancia.Nuestros llamados escritores “elegantes” nohan aprendido nunca a caminar, como demues-tra su estilo: y, desde luego, en nuestros institu-tos de bachillerato, como lo demuestran nues-tros escritos, no se aprende a caminar. Pero,

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junto a la andadura correcta del lenguaje, co-mienza también la cultura: esta última, una vezque se ha iniciado correctamente, produce acontinuación, incluso en relación los escritores“elegantes”, una sensación física que se llama“náusea”.

»Al llegar a este punto, reconocemos lasconsecuencias infaustas de nuestro bachilleratoactual: por el hecho de que éste no está en con-diciones de enseñar la cultura auténtica y rigu-rosa, que es ante todo obediencia y hábito porel hecho de que, en el mejor de los casos, cum-ple su objetivo más que nada estimulando yfecundando los impulsos científicos, se explicaesa alianza tan frecuente entre la erudición y labarbarie del gusto, entre la ciencia y el perio-dismo. Hoy se puede observar, en la mayoríade los casos, que nuestros estudiosos han caídoy se han precipitado desde esa altura culturalque la naturaleza alemana había alcanzado gra-cias a los esfuerzos de Goethe, de Schiller, deLessing y de Winckelmann: decadencia esta

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que se revela precisamente en la grosera clasede entendimientos incorrectos a que en mediode nosotros están expuestos esos grandes hom-bres, ya sea por parte de historiadores de laliteratura -llámense Gervinus o Julian Schmidt-ya sea en cualquier ocasión de la vida social, o,mejor, en cualquier conversación entre hombresy mujeres. Pero donde esa decadencia se mues-tra en la medida más grande y más dolorosa esprecisamente en la literatura pedagógica queatañe al bachillerato. Se puede afirmar que elvalor incomparable de aquellos hombres, conrelación a una auténtica institución de cultura,no se ha enunciado siquiera -y mucho menosreconocido durante más de medio siglo: merefiero al valor de esos hombres como guías ymistagogos que preparan la cultura clásica, losúnicos que pueden llevarnos de la mano hastahacernos encontrar de nuevo el camino correctoque conduce a la antigüedad. En cualquier ca-so, la llamada cultura clásica tiene un únicopunto de partida sano y natural, es decir, la

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costumbre, artísticamente seria y rigurosa, deutilizar la lengua materna. No obstante, es raroque alguien se vea guiado desde dentro -por supropias fuerzas- por el sendero correcto, es de-cir, a adquirir esa costumbre y a apoderarse delsecreto de la forma; en cambio, todos los demásnecesitan esos grandes guías y esos grandesmaestros, y deben confiarse a su tutela. Por otrolado, no existe una cultura clásica que puedadesarrollarse sin que se haya revelado ya esesentido de la forma. En este punto, en que serevela gradualmente el sentido que distingue laforma de la barbarie, por primera vez se agita elala que conducirá hasta la auténtica y únicapatria de la cultura, hasta la antigüedad griega.Desde luego, con la ayuda exclusiva de esa alano podríamos llegar muy lejos, ni en el intentode acercarnos a ese castillo del mundo griego,infinitamente remoto y circundado de murosde diamante. Una vez más, necesitamos, másque nada, esos mismos guías, esos mismos ma-estros, nuestros clásicos alemanes, para que el

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aletazo de sus aspiraciones a la antigüedad noseleve también a nosotros y nos arrastre hacia latierra de la nostalgia, Grecia:

»Esa relación -la única posible- entre nues-tros clásicos y la cultura clásica no se ha adver-tido, desde luego, entre los viejos muros de losinstitutos de bachillerato. Más que nada, losfilólogos se esfuerzan perseverantemente, sinbuscar ayuda alguna, para aproximar suHomero y su Sófocles a las almas de los jóve-nes, y denominamos sin más el resultado con laexpresión eufemística, y que nadie discute, de“cultura clásica”. Cada cual podrá comprobar,a partir de sus experiencias, lo que haya apren-dido en Homero y en Sófocles, con la guía deesos maestros infatigables. En este terreno seencuentran las ilusiones más frecuentes y másarraigadas, y se difunden amplia e involunta-riamente los equívocos. En el instituto alemánno he encontrado todavía nunca ni siquiera elmenor vestigio de lo que podría llamarse real-mente “cultura clásica”; y no hay por qué ex-

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trañarse de ello, si se piensa hasta qué punto seha independizado el instituto de los clásicosalemanes y de la disciplina de la lengua alema-na. Con un salto en el vacío no se podrá llegarnunca hasta la antigüedad: y, sin embargo, to-do el modo de tratar en las escuelas a los escri-tores antiguos, todos los honrados comentariosy las paráfrasis de nuestros profesores de filo-logía no son otra cosa que un salto en el vacío.

»Efectivamente, el sentido de lo que es clási-camente helénico constituye un resultado tanraro de la lucha cultural más encarnizada y deun talento artístico, que actualmente sólo porun grosero equívoco puede tener el instituto lapretensión de despertar ese sentimiento. ¿Aqué edad? A una edad que está todavía domi-nada por las más variadas tendencias del pre-sente, y no tiene todavía el menor presenti-miento de que ese sentido del mundo helénico,una vez despertado, se vuelve al instante agre-sivo, y debe expresarse en una lucha continuacontra la presunta cultura del momento actual.

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Para el estudiante de bachillerato actual, losgriegos en cuanto griegos están muertos: indu-dablemente, se divierte leyendo a Hornero,pero una novela de Spielhagen lo cautiva conmucha más fuerza; engulle con cierto placer latragedia y la comedia griegas, pero un dramaverdaderamente moderno, como Los periodis-tas de Freitag .lo conmueve de forma muy dife-rente. Al contrario, siente inclinación a expre-sarse, con respecto a todos los autores antiguos,de igual modo que el crítico de arte HermannGrimm, que, en un tortuoso artículo sobre laVenus de Milo, se pregunta al final: “¿Qué espara mí esta figura de diosa? ¿Para qué me sir-ven los pensamientos que me inspira? Orestes yEdipo, Ifigenia y Antígona: ¿Qué tiene encomún todo eso con mi corazón?”. No, queri-dos estudiantes de bachillerato, la Venus deMilo no os importa para nada; pero igualmentepoco importa a vuestros profesores, y ésa es ladesgracia, y ése es el secreto del bachilleratoactual. ¿Quién podrá conduciros hasta la patria

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de la cultura, si vuestros guías están ciegos,aunque se hagan pasar todavía por videntes?Ninguno de vosotros conseguirá llegar a dis-poner de un auténtico sentido de la sagradaseriedad del arte, ya que se os enseña con malmétodo a balbucear con independencia, cuan-do, en realidad, habría que enseñaros a hablar;se os enseña a ensayar la crítica estética de mo-do independiente, cuando, en realidad, se osdebería infundir un respeto hacia la obra dearte; se os habitúa a filosofar de modo inde-pendiente, cuando, en realidad, habría queobligaros a escuchar a los grandes pensadores.El resultado de todo eso es que permaneceréispara siempre alejados de la antigüedad, y osconvertiréis en los servidores de la moda.

»La cosa más beneficiosa que contiene la ins-titución del bachillerato actual consiste, encualquier caso, en la seriedad con que se estu-dian la lengua latina y la lengua griega duranteuna serie de años. En ese terreno se aprende arespetar una lengua fijada de acuerdo con re-

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glas, se aprende a respetar y a tener en cuentala gramática y el léxico; en ese dominio, todavíase sabe lo que es un error, y no se fastidia enningún momento con la pretensión de que seautoricen -como en el estilo alemán de nuestraépoca- incluso los caprichos y los malos hábitosen la gramática y en la ortografía. Desgracia-damente, ese respeto hacia la lengua carece deun fundamento sólido: se trata, por decirlo así,de un fardo teórico, que se desecha muy pron-to, frente a la lengua materna. Más que nada, esel propio profesor de latín o de griego quienrinde pocos honores a dicha lengua materna;desde el principio la considera como un terrenodonde se puede recuperar el aliento, despuésde la severa disciplina del latín y del griego, ydonde vuelve a estar permitida la jovialidadnegligente con que el alemán trata comúnmen-te todo lo que es de casa. Los alemanes no hanrealizado nunca esos magníficos ejercicios detraducción de una lengua a otra, que puedenfomentar del modo más beneficioso también el

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sentido artístico de la lengua propia, con la de-bida dignidad categórica y rigurosa que es ne-cesaria sobre todo en este caso, por tratarse deuna lengua no disciplinada. En los últimostiempos incluso esos ejercicios van desapare-ciendo cada vez más: nos contentamos con co-nocer las lenguas clásicas extranjeras, pero des-echamos la posibilidad de hablarlas.

»Una vez más se manifiesta en eso la ten-dencia erudita en el modo de concebir el bachi-llerato: fenómeno este que arroja una luz clari-ficadora sobre la cultura humanística, en otrotiempo entendida seriamente como objetivo delbachillerato. Era ése el tiempo de nuestrosgrandes poetas, es decir, de los poetas alemanesverdaderamente cultos; era el tiempo en que elilustre Friedrich August Wolf dirigió hacia elbachillerato el nuevo espíritu clásico que llega-ba desde Grecia y desde Roma por mediaciónde aquellos grandes hombres: poniendo au-dazmente los fundamentos, aquél consiguióconstruir una nueva imagen del bachillerato,

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que desde aquel momento habría debido con-vertirse no sólo en un vivero de la ciencia, sinosobre todo en el auténtico santuario de cual-quier cultura más noble y más elevada.

»Entre las reglas que exteriormente parecíannecesarias para ese fin, algunas -esencialísimas-han pasado con éxito duradero a constituir elbachillerato moderno: pero no se ha logradoprecisamente lo más importante, es decir, laentrega de los propios profesores a ese nuevoespíritu. De ese modo, entre tanto el objetivodel bachillerato se ha alejado de nuevo extraor-dinariamente de esa cultura humanística de-seada por Wolf. La antigua valoración absoluta(ya superada por el propio Wolf) de la erudi-ción y la cultura docta ha ido substituyendogradualmente, después de una lucha agotado-ra, al principio cultural que se había insinuado,si bien no con la antigua franqueza, sino, alcontrario, de modo solapado y con el rostrooculto. El fracaso del intento de hacer entrar elbachillerato en el grandioso movimiento de la

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cultura clásica se ha debido al carácter noalemán, podemos decir casi extranjero o cos-mopolita, de esos esfuerzos culturales, es decir,a la creencia de que es posible quitarse de deba-jo de los pies el terreno de la patria, y permane-cer todavía erguido, en resumen, a la ilusión depoder saltar directamente, sin utilizar puentes,a ese alejado mundo griego por el hecho dehaber renegado del espíritu alemán o en gene-ral del espíritu nacional.

»Desde luego, hay que ser capaz de rastrearese espíritu alemán en sus escondrijos, bajodisfraces de moda, o bien bajo montones deruinas, hay que amarlo hasta el punto de noavergonzarse ni siquiera de su forma perverti-da; sobre todo, lo que no hay que hacer es subs-tituir ese espíritu por lo que hoy se llama, conactitud orgullosa, “cultura alemana de la épocaactual”. El espíritu alemán es, más que nada,íntimamente hostil a dicha cultura. Y precisa-mente en las esferas de cuya falta de culturasuele lamentarse la “época actual” con frecuen-

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cia se ha conservado ese espíritu alemán autén-tico, si bien mezclado con superficialidadesgroseras, y desde luego no de forma fascinante.En cambio, lo que ahora se llama, con particu-lar presunción, “cultura alemana”, es un con-junto cosmopolita, que guarda con el espíritualemán la misma relación que un periodista conSchiller, o Meyerbeer con Beethoven. En estecaso, la influencia más fuerte es la ejercida porla civilización francesa, antigermánica en lomás profundo de su ser, a la que se imita sintalento y con el gusto más dudoso, imitacióncon la que se da una forma hipócrita a la socie-dad, a la prensa, al arte y al estilo alemanes.Indudablemente, esa copia no producirá porningún lado un resultado tan logrado artísti-camente como el producido en Francia, casihasta nuestros días, por esa civilización origi-nal, nacida de la naturaleza neolatina. Para ad-vertir todavía más ese contraste, compárensenuestros novelistas alemanes más famosos contodos los franceses o italianos; incluso los me-

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nos famosos: en ambas partes se encuentran lasmismas tendencias dudosas, los mismos finesdudosos y los mismos medios todavía más du-dosos, pero, mientras que en el segundo casotodo eso va unido a una seriedad artística o,por lo menos, a una corrección de lenguaje,muchas veces incluso a una auténtica belleza,que refleja por doquier una civilización socialcorrespondiente, en el primer caso, en cambio,todo carece de originalidad, todo es oscilante,ideas y expresiones de andar por casa, o bien esdesagradablemente afectado; además de eso,falta siempre el fondo de una forma socialauténtica, y, como máximo, son los modales ylos conocimientos eruditos los que recuerdanque en Alemania se hace literato el estudiosofracasado, y, en cambio, en los países latinos elhombre educado artísticamente. Con esa cultu-ra que se pretende alemana, pero que, en elfondo, carece de originalidad, los alemanes nopodrán nunca aspirar a las victorias: en todoeso los avergüenzan los franceses y los italianos

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y, en lo que se refiere a la imitación ingeniosade una cultura extranjera, sobre todo los rusos.

»Con tanta mayor razón debemos mante-nernos apegados al espíritu alemán, que semanifestó en la Reforma alemana y en la músi-ca alemana, y que ha demostrado -con la extra-ordinaria audacia de la filosofía alemana, y conla fidelidad del soldado alemán, experimentadaen los últimos tiempos- esa fuerza resistente,hostil a cualquier apariencia, de que podemosesperar todavía una victoria sobre la pseudo-cultura de la “época actual”. Esperamos queuna actividad futura de la escuela consista enhacer participar en dicha lucha a la auténticaescuela de la cultura, y, sobre todo, al bachille-rato, en el enardecimiento de la nueva genera-ción, que asciende ahora, con respecto a lo quees verdaderamente alemán: en semejante escue-la, hasta la llamada “cultura clásica” acabaráteniendo su terreno natural y su punto de par-tida. Una verdadera renovación y una verdade-ra depuración del bachillerato sólo surgirán de

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una renovación y una depuración del espíritualemán, que sean profundas y potentes. Elvínculo que ciñe realmente la naturaleza ale-mana más íntima al genio griego es algo bas-tante misterioso y difícil de captar. No obstante,mientras la más noble necesidad del auténticoespíritu alemán no intente coger de la mano esegenio griego, como sólido apoyo en el río de labarbarie, mientras que de dicho espíritu alemánno brote una nostalgia angustiosa por los grie-gos, mientras la visión en lontananza -penosamente conquistada- de la patria griegano haya llegado a ser la meta del peregrinaje delos hombres mejores y más dotados, el fin de lacultura clásica del bachillerato seguirá revolo-teando aquí y allá en el aire sin cesar, y por lomenos no habrá que censurar a quienes, aun-que sea con espíritu limitado, quieren introdu-cir en el bachillerato el cientifismo y la erudi-ción, para tener un objetivo verdadero, sólido yaun así ideal, y para salvar a sus escolares delas tentaciones del fantasma brillante que se

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hace llamar hoy “civilización” y “cultura”. Tales la triste situación del bachillerato actual: lasperspectivas más limitadas están en cierto mo-do justificadas, porque nadie está en condicio-nes de alcanzar, o al menos indicar, el punto enque todas esas perspectivas se vuelven erróne-as.» «¿Nadie?», preguntó el discípulo con ciertaemoción en la voz, volviéndose hacia el filóso-fo: y ambos enmudecieron.

Friedrich NietzscheSOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS

INSTITUCIONES EDUCATIVASFriedrich Nietzsche

Tercera conferenciaTraducción de Carlos Manzano publicada porTusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp.87-111

¡Ilustres presentes! En el punto en que dejémi relato la última vez, una pausa larga y gravehabía interrumpido la conversación, oída pormí tiempo atrás y cuyos elementos esenciales,

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que quedaron profundamente grabados en mimemoria, intento delinear aquí frente a voso-tros. El filósofo y su acompañante estaban sen-tados, inmersos en un profundo silencio. Sobreel alma de ambos gravitaba la singular situa-ción de angustia -discutida poco antes- de laescuela más importante, el instituto de bachille-rato, como un peso que el individuo bien inten-cionado es demasiado débil para poder elimi-nar, y que la masa no es suficientemente bienintencionada para eliminar.

Sobre todo, dos cosas turbaban a nuestrospensadores solitarios: por un lado, la compren-sión clara de que lo que habría derecho a llamar«cultura clásica» no es hoy otra cosa que unideal cultural fluctuante e inconsistente, que noestá en condiciones de crecer sobre el terrenode nuestros órganos educativos, y, por otrolado, la comprensión de que lo que hoy se lla-ma, con un eufemismo corriente e indiscutido,«cultura clásica», tiene simplemente el valor deuna ilusión pretenciosa, cuyo efecto más nota-

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ble es la circunstancia de que la propia expre-sión «cultura clásica» continúa subsistiendo yno ha perdido todavía su tono patético. Aque-llos dos hombres honrados, al referirse despuésa la enseñanza del alemán, habían llegado jun-tos a aclarar que todavía no se ha encontrado elverdadero punto de partida para una culturasuperior, que se apoye en los pilares de la anti-güedad: la corrupción de la instrucción lingüís-tica, la intrusión de tendencias eruditas e histó-ricas en el lugar de una disciplina y hábitoprácticos, la conexión de ciertos ejercicios exi-gidos en los institutos de bachillerato con elpeligroso espíritu de nuestro ambiente pe-riodístico, todos esos fenómenos, perceptiblesen la enseñanza del alemán, les habían comuni-cado la certeza de que en los institutos ni si-quiera se presienten las fuerzas más beneficio-sas procedentes de la antigüedad clásica: merefiero a esas fuerzas que preparan para comba-tir contra la barbarie .del presente y que quizá

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transformen algún día los institutos en arsena-les y laboratorios de esa lucha.

Les parecía incluso que el espíritu de la anti-güedad estaba ahora destinado a ser expulsadosistemáticamente de los umbrales del instituto,y que también en éste se deseaba abrir lo másposible las puertas a ese ente mal educado porlas adulaciones que es la presunta «culturaalemana» de hoy día. Y, si había todavía unaesperanza, para nuestros interlocutores solita-rios, era la de que las cosas debían empeorartodavía, que muy pronto debería resultar lla-mativamente claro para muchos lo que hastaahora habían advertido pocos, y que no debíaya estar lejana la época de las personas honra-das y decididas, incluso en relación con la seriaesfera de la educación del pueblo.

«Tanto más tenazmente», había dicho el filó-sofo, «debemos mantenernos apegados al espí-ritu alemán, que se manifestó en la Reformaalemana y en la música alemana, y que ha de-mostrado -con la extraordinaria audacia y el

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rigor de la filosofía alemana, y con la fidelidaddel soldado alemán, probada en los últimosaños- esa fuerza resistente, hostil a cualquierapariencia, de que podemos esperar todavíauna victoria sobre la pseudocultura de la “épo-ca actual”. Esperamos que una actividad futurade la escuela consista en hacer participar en esalucha a la auténtica escuela de la cultura, y,sobre todo, al bachillerato, en el entusiasmo dela nueva generación, que ahora asciende, por loverdaderamente alemán: en semejante escuela,hasta la llamada “cultura clásica” acabará te-niendo su terreno natural y su punto de parti-da. Una verdadera renovación y una verdaderadepuración del espíritu alemán, que sean pro-fundas y potentes. El vínculo que ciñe realmen-te la naturaleza alemana más íntima al geniogriego es algo bastante misterioso y difícil decaptar. No obstante, mientras la más noble ne-cesidad del auténtico espíritu alemán no intentecoger de la mano ese genio griego, como sólidoapoyo en el río de la barbarie, mientras de di-

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cho espíritu alemán no brote una nostalgia an-gustiosa por los griegos, mientras la visión enlontananza -penosamente conquistada- de lapatria griega no haya llegado a ser la meta delperegrinaje de los hombres mejores y más do-tados, el fin de la cultura clásica del bachilleratoseguirá revoloteando aquí y allá en el aire sincesar, y por lo menos no habrá que censurar aquienes, aunque sea con espíritu limitado,quieren introducir en el bachillerato el cienti-fismo y la erudición, para tener presente unobjetivo verdadero, sólido y aun así ideal, ypara salvar a sus escolares de las tentaciones deese fantasma brillante que se hace llamar hoy“civilización” y “cultura”.»

Después de algún tiempo de silenciosa re-flexión, el acompañante se dirigió al filósofo yle dijo: «Ha querido usted darme esperanzas,maestro, pero también ha aumentado mi com-prensión, y, por tanto, mis fuerzas, mi valor. Enrealidad, ahora miro con mayor denuedo haciael campo de batalla, y ya desapruebo mi huida

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demasiado rápida. Desde luego, no queremosnada para nosotros: no debemos preocuparnosde saber cuántos individuos caerán en esta lu-cha, ni debemos pensar que puede que caiga-mos nosotros mismos entre los primeros. Preci-samente porque no tomamos en serio esta cues-tión, no deberíamos tomar en serio nuestra po-bre individualidad: en el instante en que cai-gamos, indudablemente otro cogerá la banderaen cuyos colores creemos. No quiero pregun-tarme siquiera si soy bastante fuerte para seme-jante lucha, si resistiré durante mucho tiempo;en cualquier caso, tendrá que ser una muertehonrosa, la de caer entre las risotadas de escar-nio de los enemigos, cuya seriedad tantas vecesnos ha parecido algo ridícula. Si pienso en elmodo en que mis coetáneos se han preparadopara mi misma misión, para la misión supremade profesor, me convenzo de que casi siemprehemos reído precisamente de cosas opuestas, yhemos tomado en serio las cosas más diferen-tes...».

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«Amigo mío», le interrumpió riendo el filó-sofo, «hablas como quien desee lanzarse alagua sin saber nadar y, al hacerlo, más queahogarse, tema no ahogarse y verse escarneci-do. Por cierto, lo último que debemos temer esvernos escarnecidos: efectivamente, nos encon-tramos en un terreno en el que son tantas lasverdades que hay que decir -verdades terribles,tormentosas, imperdonables-, que desde luegono faltará contra nosotros el odio más puro. Enciertas ocasiones será solamente el furor el quesugerirá una risa incómoda. Basta con quepienses en las inmensas escuadras de los profe-sores, que con la mejor buena fe han adoptadoel sistema educativo anterior, para seguiraplicándolo de buena gana, y sin la menor du-da seria: ¿cómo crees que se lo tomarán, cuandooigan hablar de proyectos de los que estén ex-cluidos y, además, beneficio naturae, de exi-gencias que superen con mucho sus mediocrescapacidades, de esperanzas que no tienen reso-nancia en ellos, de luchas cuyo grito de guerra

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ni siquiera comprenden, y en las que intervie-nen sólo como masa sorda, recalcitrante,plúmbea? Por lo demás, ésa tendrá que ser, sinexageración, la posición inevitable de la mayor-ía de los profesores en las escuelas superiores;más aún: si consideramos el modo como surgela mayoría de dichos profesores, y el modo co-mo llegan a ser profesores de una cultura supe-rior, ni siquiera nos asombraremos ya de laposición citada. Hoy en día, casi por doquierexiste un número tan exagerado de escuelassuperiores, que continuamente se necesita unnúmero de profesores infinitamente mayor delque la naturaleza de un pueblo, aunque esténotablemente dotado, está en condiciones deproducir. Llegan así a esas escuelas una canti-dad excesiva de incompetentes, quienes, con susuperioridad numérica y con el instinto delsimilis simili gaudet, determinan gradualmen-te el espíritu de dichas escuelas. Pero, mantén-ganse alejados sin esperanza alguna de lascuestiones pedagógicas quienes piensen que la

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notoria abundancia -consistente en el número-de nuestros institutos y de nuestros profesorespueda transformarse, mediante alguna ley oalguna norma, en una auténtica abundancia, enuna ubertas ingenii sin que disminuya elnúmero. En cambio, con respecto a un puntodebemos asentir, a saber, el de que la naturale-za como tal destina a un desarrollo culturalauténtico sólo a un número extraordinariamen-te pequeño de hombres, y que para promoverfelizmente el desarrollo de ellos es suficientetambién un número bastante limitado de hom-bres, en tanto que en las escuelas actuales, des-tinadas a grandes masas, deben de sentirse losmenos favorecidos de todos precisamenteaquellos para quienes, en resumidas cuentas,puede tener sentido el establecimiento de algosemejante.

»Lo mismo se puede decir también con res-pecto a los profesores. Precisamente los mejo-res, los que en general, según un criterio supe-rior, son dignos de ese nombre honorífico,

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quizá sean los menos aptos, en el estado actualdel bachillerato, para educar a esta juventud noselecta, escogida, amontonada, y, más que na-da, deben ocultarle, en cierto modo, lo mejorque podrían ofrecer. Por el contrario, la inmen-sa mayoría de los profesores se siente en suambiente en esas escuelas, ya que sus dotesestán en cierta relación armónica con el bajonivel y la insuficiencia de esos escolares. Esamayoría exige ruidosa e insistentemente lafundación de nuevos institutos y nuevos cen-tros superiores: vivimos en una época en quecon esas continuas exigencias, que resuenancon un ritmo ensordecedor, provoca induda-blemente la impresión de que hoy una necesi-dad desmesurada de cultura intenta afanosa-mente satisfacerse. Pero precisamente ésta es laocasión en que hay que saber entender bien, enque hay que mirar a la cara -sin dejarse turbarpor el efecto pomposo de las palabras cultura-les- a quienes hablan tan incansablemente de lanecesidad cultural de su época. Se experimen-

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tará entonces una extraña decepción, la mismaque nosotros, mi querido amigo, hemos expe-rimentado con tanta frecuencia: de repente esoschillones heraldos de la necesidad cultural setransformarán, si los miramos seriamente y decerca, en adversarios ardientes -o, mejor, fanáti-cos- de la cultura auténtica, es decir, de la quees partidaria de la naturaleza aristocrática delespíritu. Efectivamente, aquéllos piensan en elfondo que su objetivo consiste en emancipar alas masas del dominio de los grandes indivi-duos, y, en el fondo, tienden a destruir la orde-nanza más sagrada del reino del intelecto, esdecir, la sujeción de la masa, su obediencia su-misa, su instinto de fidelidad al servir bajo elcetro del genio.

»Desde hace mucho tiempo me he acostum-brado a considerar con circunspección a todosaquellos que hablan ardientemente a favor dela llamada “formación del pueblo”, tal como sela entiende comúnmente. Efectivamente, en lamayoría de los casos desean consciente o in-

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conscientemente conquistarse, en las epidémi-cas Saturnales de la barbarie, la desenfrenadalibertad que no les concederá nunca el sagradoorden de la naturaleza: han nacido para servir,para obedecer y cualquier instante en que seagitan sus pensamientos serviles o débiles ocon las alas tullidas, confirma de qué arcilla losha formado la naturaleza o qué marca de fábri-ca ha impreso en dicha arcilla. Así, pues, nues-tro objetivo no puede ser la cultura de la masa,sino la cultura de los individuos, de hombresescogidos, equipados para obras grandes y du-raderas: nosotros sabemos ahora que una pos-teridad equitativa juzgará el estado cultural deconjunto de un pueblo únicamente en funciónde los grandes héroes de una época, que avan-zan en solitario, y dará su veredicto según quedichos héroes hayan sido reconocidos, ayuda-dos, honrados, o bien segregados, marginados,maltratados, aniquilados. Lo que se llama for-mación del pueblo se puede proporcionar, perode modo totalmente exterior y rudimentario,

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por ejemplo consiguiendo para todos la ins-trucción elemental. Las auténticas regiones másprofundas, en que la gran masa entra en con-tacto con la cultura, es decir, donde el pueblocultiva sus instintos religiosos, donde sigueextrayendo poesía de sus imágenes míticas,donde se mantiene fiel a sus costumbres, a suderecho, a su suelo patrio, a su lengua, todasesas regiones son difíciles de alcanzar por víadirecta, y, en cualquier caso, eso sólo es posiblemediante violencias y destrucciones: promoververdaderamente la formación del pueblo enesas cosas serias significa precisamente limitar-se a mantener alejadas esas violencias y esasdestrucciones, a mantener esa saludable in-consciencia, esa placidez del pueblo, que cons-tituyen el contrapeso y el remedio sin el cual lacultura, con la devoradora tensión y exaspera-ción de sus efectos, no podría subsistir.

»Pero nosotros sabemos cuál es el fin dequienes quieren interrumpir ese sueño sano ybeneficioso del pueblo, quienes le gritan conti-

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nuamente: “¡Despierta, sé consciente, sé sa-gaz!”. Nosotros sabemos a qué aspiran quienespretenden satisfacer una poderosa necesidadde formación, aumentando extraordinariamen-te todas las escuelas y produciendo de tal modouna clase de profesores conscientes de su posi-ción. Son éstos precisamente -y precisamentecon esos medios- quienes combaten contra lajerarquía natural del reino del intelecto: sonésos precisamente quienes destruyen las raícesde esas fuerzas educativas supremas y másnobles que manan de la inconsciencia del pue-blo, y que encuentran su destino maternal en laprocreación del genio y después en su educa-ción correcta y en su cuidado. Sólo utilizandoesta comparación de la madre podremos com-prender lo importante y justa que es, en rela-ción con el genio, la auténtica formación de unpueblo. Propiamente, el genio no surge de se-mejante formación: tiene, por decirlo así, unorigen metafísico únicamente, una patria me-tafísica. Pero su aparición, su surgimiento a

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partir de un pueblo, el hecho de que representecasi la imagen refleja, el oscuro juego cromáticode todas las fuerzas peculiares de dicho pueblo,el hecho de que revele el destino supremo deun pueblo mediante la naturaleza simbólica deun individuo y mediante una obra eterna, conlo que liga a su pueblo a la eternidad y lo liberade la esfera mutable de lo momentáneo, todoeso podrá hacerlo el genio sólo cuando madurey se alimente en el regazo materno de la culturade un pueblo. Sin esa patria, que pueda defen-derlo y darle calor, no conseguirá, en cambio,desplegar las alas para su vuelo eterno, y tris-temente deberá irse temprano -como un extran-jero impelido a una soledad invernal- lejos deesa tierra inhóspita.»

«Maestro», dijo en aquel momento el acom-pañante, «me asombra usted con esa metafísicadel genio, y sólo vagamente consigo advertir lapertinencia de esas comparaciones. En cambio,comprendo plenamente lo que ha dicho conrespecto al número excesivo de los institutos y

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al consiguiente número excesivo de enseñanzassuperiores. Precisamente en este terreno herecogido experiencias, que me confirman que latendencia educativa del bachillerato debeamoldarse a la inmensa mayoría de esos profe-sores. En el fondo, éstos no tienen nada que vercon la cultura, y, sólo porque se los necesitaba,han escogido ese camino, haciendo valer suspretensiones. Todos los hombres que en unmomento fulgurante de iluminación han llega-do a convencerse de la singularidad y de lainaccesibilidad del antiguo mundo griego, ycon luchas penosas han defendido ante sí mis-mos semejante convicción, todos esos, repito,saben que el acceso a semejantes iluminacionesno estará abierto nunca a muchas personas, yconsideran un comportamiento absurdo, o,mejor, indigno, el de ocuparse de los griegos -como si se tratara de un instrumento artesanalcotidiano- por motivos profesionales y con elfin de ganarse el pan, y el de tocar esas reli-quias con manos de artesano, sin el menor res-

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peto. Y precisamente en la clase de que procedela mayoría de los profesores de instituto, o sea,en la clase de los filólogos, ese modo de sentirburdo e irrespetuoso es la regla: por ese motivola propagación y la transmisión de semejantemodo de sentir no deberá extrañar siquiera.

»Basta con observar a la nueva generaciónde filólogos: es muy raro ver en ellos ese senti-miento de vergüenza por el que nosotros, fren-te a un mundo como el griego, no tenemos si-quiera el derecho de existir; en cambio, esa jo-ven nidada construye con la máxima indiferen-cia y descaro sus nidos sobre los templos másgrandiosos. Sería necesario que desde todos losángulos una voz potente se dirigiera a los infi-nitos individuos que desde sus años universita-rios se mueven satisfechos de sí mismos, sin elmenor respeto, entre las maravillosas ruinas deaquel mundo: “¡Fuera de aquí, vosotros que nosois iniciados y no lo seréis nunca, huid en si-lencio de este santuario, mudos y avergonza-dos!”. Pero esa voz sonaría en vano, ya que,

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hasta para poder simplemente comprender unamaldición y un anatema griegos, hay que pose-er ya en cierta medida la naturaleza griega. Encambio, aquéllos son tan bárbaros, que se insta-lan cómodamente, como es costumbre en ellos,entre esas ruinas: llevan consigo todas sus co-modidades y sus manías modernas, y despuésesconden todo eso entre columnas antiguas ymonumentos fúnebres antiguos. A continua-ción se elevan altos gritos de júbilo, al encontraren ese ambiente antiguo lo que previamente sehabía introducido astutamente. Puede ocurrirque uno de esos filólogos escriba versos, porsaber consultar el léxico de Hesiquio: con esosólo se convencerá de que está destinado a con-tinuar la poesía de Esquilo, y encontrará inclu-so partidarios, que sostendrán que aquél -elladrón que escribe poesías- es “congenial” aEsquilo. En cambio, otro, con el ojo receloso deun policía, va buscando todas las contradiccio-nes -y hasta la sombra de las contradicciones-de que se haya vuelto culpable Hornero: des-

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perdicia su vida arrancando y cosiendo juntosjirones homéricos, que anteriormente ha roba-do, sustrayéndolos a un traje espléndido. Untercero se encuentra a disgusto ante los aspec-tos mistéricos y orgiásticos de la antigüedad: sedecide de una vez por todas a admitir solamen-te al ilustrado Apolo, al considerar al ateniensecomo un individuo apolíneo, sereno y sensato,pero algo inmoral. ¡Qué profundamente respiraéste, cuando consigue conducir un ángulo os-curo de la antigüedad hasta la altura de su sa-biduría, al descubrir, por ejemplo en el viejoPitágoras a un honrado colega, que tiene susmismas convicciones políticas ilustradas! Otromás se pregunta angustiado por qué condenó eldestino a Edipo a realizar acciones tan pérfidas,a tener que matar a su padre y casarse con sumadre. Pero, ¿de quién es la culpa? Dónde estála justicia poética? De repente, llega a descu-brirlo: a decir verdad, Edipo fue un individuoapasionado, absolutamente carente de manse-dumbre cristiana; cuando Tiresias lo llama el

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monstruo y la maldición de su tierra, se enfure-ce incluso de modo totalmente inconveniente.“¡Sed mansos!”, quizá fuera ésta la enseñanzade Sófocles, “o, de lo contrario, os casaréis convuestra madre y mataréis a vuestro padre.”Otros más pasan toda su vida haciendo cálcu-los sobre los versos de los poetas griegos o ro-manos, gozando con la proporción 7: 13 = 14:26. Por último, existen quienes prometen resol-ver una cuestión como la homérica, partiendode las preposiciones, y creen sacar la verdaddel poco utilizado ‹n‹ y ‹tax. Pero todos, segúnsus diferentes tendencias, excavan y sondean elterreno griego con tal inquietud, con tal imperi-cia desmañada, que un amigo serio de la anti-güedad tiene verdaderamente que preocuparse.Así que me gustaría coger de la mano a cual-quier hombre -dotado o no dotado- que hagapresagiar cierta inclinación profesional hacia laantigüedad, y me gustaría dirigirme a él con lasiguiente peroración: “¿Sabes qué peligros teamenazan, joven que emprendes el viaje con un

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modesto equipaje de conocimientos escolares?¿Has oído que, según la opinión de Aristóteles,la de ser aplastado por una estatua no es unamuerte trágica ? Y, sin embargo, ésa es preci-samente la muerte que te amenaza. ¿Te sor-prendes? Has de saber, entonces, que desdehace siglos los filólogos se afanan -pero hastaahora con fuerzas insuficientes- para levantarde nuevo la estatua de la antigüedad griega,caída a tierra y aquí desplomada: efectivamen-te, se trata de un coloso sobre el que esos hom-bres, semejantes a enanos, intentan trepar.Enormes esfuerzos conjuntados, y todas laspalancas de la cultura moderna, se aplican a esefin: en todas las ocasiones la estatua, apenasalzada de tierra, vuelve a caer, y al precipitarsetritura a los hombres situados debajo de ella.Todo eso podría tolerarse incluso, ya que todoslos seres deben perecer por alguna causa: pero¿quién puede garantizar que esos intentos noacaben por hacer añicos también la estatua? Losfilólogos perecen a causa de los griegos -de eso

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podríamos consolarnos-, pero ¡la propia anti-güedad queda hecha pedazos a manos de losfilólogos! Reflexiona sobre eso, joven atolon-drado, y vuelve atrás, si no eres un ‘iconoclas-ta’”.»

«En realidad», dijo el filósofo riendo, «exis-ten hoy numerosos filólogos que han vueltoatrás, como tú deseas, y yo advierto un grancontraste con respecto a las experiencias de mijuventud. Un gran número de aquéllos, cons-ciente o inconscientemente, llega al convenci-miento de que el contacto directo con la civili-zación clásica es inútil para ellos y que no abreperspectiva alguna: por esa razón, ahora la ma-yoría de los propios filólogos considera eseestudio estéril, superado, digno de epígonos.Con ímpetu tanto mayor esa escuadra se halanzado sobre la lingüística: aquí, en una exten-sión infinita de terreno cultivable, recién remo-vido, donde hoy día se pueden aplicar todavíade modo rentable las dotes más modestas, odonde una cierta sensatez se considera ya como

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señal de talento positivo, dada la novedad einseguridad de los métodos y el continuo peli-gro de falsificaciones fantásticas, aquí, dondeun trabajo ordenado y orgánico constituye lacosa más deseable, aquí, en resumen, quien seaproxima no se ve sorprendido por esa vozsolemne que resuena desde el mundo en ruinasde la antigüedad, repeliendo a todo el mundo.Aquí se acoge con brazos abiertos a todos, eincluso a quien ante Sófocles y Aristóteles noha conseguido nunca recibir una impresióninsólita, tener un pensamiento decente, lo colo-can en el telar de la etimología con cierto éxito,lo invitan a recoger residuos de dialectos muer-tos, y pasar así sus días, uniendo y separando,recogiendo y esparciendo, corriendo aquí y alláy consultando libros. Pero ¡un lingüista em-pleado tan útilmente debe hacer también deprofesor! En tal caso, de acuerdo con sus obli-gaciones, y por el bien de la juventud del bachi-llerato, debe enseñar algo sobre esos autoresantiguos que no han dejado en él ni impresio-

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nes ni, menos aún, conocimientos. ¡Qué inco-modidad! La antigüedad no le dice nada, y, enconsecuencia, no tiene nada que decir con res-pecto a la antigüedad. Pero, de repente, todo sele aclara. ¿Para qué sirve un lingüista? ¿Por quéescribieron aquellos autores en griego y enlatín? Comienza sin más, y alegremente, desdeHomero, buscando etimologías y utilizandocomo ayuda el lituano o el eslavo eclesiástico,pero sobre todo el sagrado sánscrito, como silas horas asignadas para la enseñanza del grie-go no fueran otra cosa que un pretexto paraproporcionar una introducción general al estu-dio del lenguaje, y como si el único error deprincipio cometido por Homero hubiera sido elde no haber escrito en indoeuropeo primitivo.Quien conozca los institutos de bachilleratomodernos sabrá también hasta qué punto sehan alejado sus profesores de la tendenciaclásica, y hasta qué punto ha determinado pre-cisamente la sensación de esa ausencia seme-

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jante predominio de trabajos eruditos en rela-ción con la lingüística comparada.»

«No obstante, yo considero», dijo el acom-pañante, «que lo esencial, para quien quieraenseñar la cultura clásica, consiste precisamenteen no substituir a los griegos y a los romanospor los otros pueblos, por los pueblos bárbaros,y en el hecho de que para él el griego y el latínno podrán ser nunca lenguas que se puedancolocar junto a otras lenguas. Para su tendenciaclásica, debe ser indiferente que el esqueleto deesas lenguas coincida con el de otras lenguas, oque sea afín a ellas: las coincidencias no debenimportarle en absoluto. Realmente debe intere-sarse de modo especial -en la medida en quequiere iniciarse en la cultura y desea remode-larse a sí mismo a partir del sublime arquetipodel mundo clásico- precisamente por lo que noes común, precisamente por lo que hace que nose considere bárbaros a esos pueblos y que selos coloque por encima de todos los demáspueblos.»

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«Y quisiera engañarme», dijo el filósofo,«pero tengo la sospecha de que con el modocomo hoy se enseña el latín y el griego en losinstitutos debe perderse precisamente el domi-nio de la lengua, que se expresa en el habla y enla escritura, o sea, algo que distinguía a mi ge-neración, que desde luego ahora ya está muyavejentada y ha enflaquecido bastante. En cam-bio, me parece que los profesores actuales tra-tan a sus escolares con un método tan genéticoy tan histórico, que en definitiva lo que saldráde todo eso, en el mejor de los casos, seránotros pequeños estudiosos de sánscrito, u otrosbrillantes diablillos en busca de etimologías, uotros desenfrenados inventores de conjeturas,sin que, a pesar de todo, ninguno de ellos estéen condiciones de leer por placer, como hace-mos nosotros los viejos, su Platón o su Tácito.Así, pues, los institutos pueden ser tambiénahora lugares en que se siembre la erudición,pero no esa erudición que es únicamente elefecto colateral -natural e involuntario- de una

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cultura encaminada a los fines más nobles, sinoesa erudición que se podría comparar con lahinchazón hipertrófica de un cuerpo no sano.Los institutos son los lugares donde se tras-planta esa obesidad erudita, cuando no handegenerado hasta el punto de convertirse en laspalestras de esa elegante barbarie, que hoy sue-le pavonearse con el nombre de “cultura ale-mana de la época actual”.»

«Pero, ¿adónde deberán huir», volvió ahablar el acompañante, «esos pobres y numero-sos profesores, a quienes la naturaleza no haconcedido las dotes que les permitan alcanzaruna auténtica cultura, y que, más que nada,tienen la pretensión de aparentar que se enca-minan hacia la cultura, sólo porque los impulsauna necesidad, para ganarse el pan y porque elnúmero excesivo de escuelas exige un númeroexcesivo de profesores? ¿Adónde deberán huir,si la antigüedad los rechaza perentoriamente?¿No deberán caer tal vez víctimas de esos po-deres de la época presente, que se dirigen a

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ellos todos los días desde los órganos de laprensa, incansables en su propaganda: “¡Noso-tros somos la cultura! ¡Nosotros estamos en lacúspide! ¡Nosotros somos el vértice de la pirá-mide! ¡Nosotros somos la meta de la historiadel mundo!”, cuando escuchan las promesasseductoras, cuando se ensalzan ante ellos lossignos más abyectos de la incivilidad, el públi-co ambiente plebeyo de los llamados “interesesculturales” del periodismo, como los funda-mentos de la forma más nueva, más elevada ymás madura de la cultura? ¿Adónde podránhuir esos pobres individuos, cuando presien-tan, aunque sólo sea vagamente, que semejan-tes promesas son totalmente falaces? Tendránpor fuerza que refugiarse en el más obtuso, enel más micrológico y estéril cientifismo, sólopor no escuchar más ese incansable griterío enfavor de la cultura. Al verse perseguidos de esemodo, ¿no acabarán tal vez escondiendo, comoavestruces, su cabeza en un montón de arena?¿No será tal vez para ellos una auténtica suerte

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el hecho de poder llevar una vida de hormigas,sepultados entre dialectos, etimologías y conje-turas, y de poder permanecer por lo menos conlos oídos tapados, cerrados en sí mismos y sor-dos a la voz de la elegante civilización de nues-tro tiempo, si bien mil millas alejados de laauténtica cultura?» «Tienes razón, amigo mío»,dijo el filósofo, «pero, ¿existe verdaderamenteuna absoluta necesidad de que haya un númeroexcesivo de escuelas de cultura, y de que, porconsiguiente, resulte también inevitable unnúmero excesivo de profesores, cuando, enrealidad, comprendemos claramente que laexigencia de ese número excesivo procede deuna esfera hostil a la cultura, y que las conse-cuencias de ese exceso sólo serán ventajosaspara la falta de cultura? En realidad, se puedehablar de semejante necesidad absoluta, sólo enla medida en que el Estado moderno está acos-tumbrado a intervenir en esas cuestiones y sue-le presentar sus exigencias, mientras hace tinti-near su armadura: indudablemente, ese fenó-

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meno impresiona a la mayoría, exactamentecomo si a ella se dirigiera una necesidad eternay absoluta, la ley primordial de las cosas. Porotro lado, un “Estado cultural”, como se dicehoy, que tenga semejantes pretensiones consti-tuye un fenómeno reciente, y sólo en los últi-mos cincuenta años ha llegado a ser algo “evi-dente”, es decir, en un periodo en que -por usaruna vez más esa expresión favorita- sucedenmuchísimas cosas “evidentes” pero que en símismas, a decir verdad, no se comprenden deltodo inmediatamente. Precisamente el Estadomoderno más fuerte, Prusia, se ha tomado tanen serio ese derecho a mantener una suprematutela sobre la cultura y sobre la escuela, queese peligroso principio así adoptado, dada laosadía que caracteriza a dicho Estado, adquiereun significado universalmente amenazador ypeligroso para el auténtico espíritu alemán. Porese lado encontramos sistematizada de modoformal la tendencia a elevar el instituto de ba-chillerato hasta la “altura de nuestro tiempo”;

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en Prusia están en auge todos los mecanismosque sirven para incitar a una educación de ba-chillerato al mayor número posible de escola-res; allí el Estado ha aplicado incluso su mediomás potente, es decir, la concesión de ciertosprivilegios en relación con el servicio militar,con el resultado de que, según el testimonioimparcial de los funcionarios de estadísticas,son precisa y exclusivamente esos recursos losque permiten explicar la completa saturaciónde todos los institutos prusianos de bachilleratoy la imperiosa y continua necesidad de nuevasescuelas. ¿Qué más puede hacer el Estado afavor de un número excesivo de escuelas,además de establecer una relación estricta delinstituto con todos los cargos más altos de laclase de los funcionarios, así como con la ma-yoría de los inferiores, con el acceso a la univer-sidad, e incluso con los más acreditados privi-legios militares, y todo eso en un país en quetanto el servicio militar obligatorio para todos,aprobado con el completo apoyo popular, como

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la más desenfrenada ambición política de losfuncionarios impulsan inconscientemente enesa dirección a todos los individuos dotados?En Prusia el bachillerato está considerado antetodo como una especie de grado honorífico, ytodos aquellos que se sientan impulsados aentrar en la esfera del gobierno seguirán el ca-mino del bachillerato. Ese es un fenómeno nue-vo y, en cualquier caso, original: el Estado semuestra como un mistagogo de la cultura, y, altiempo que persigue sus fines, obliga a todossus servidores a comparecer ante él con la an-torcha de la cultura universal de Estado en lasmanos: a la luz inquieta de dicha antorcha, de-ben reconocerlo de nuevo como el fin supremo,como lo que recompensa todos sus esfuerzosculturales. Ahora bien, este último fenómenodebería volverlos perplejos, debería recordar-les, por ejemplo, esa tendencia afín, compren-dida poco a poco, de una filosofía favorecidatiempo atrás por el Estado y destinada a pro-mover los fines del Estado, o sea, la tendencia

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de la filosofía hegeliana; más aun: quizá nofuera exagerado sostener que Prusia, al subor-dinar todos los esfuerzos culturales a los finesdel Estado, se ha apropiado con éxito de la par-te en que la herencia de la filosofía hegeliana esprácticamente utilizable: la apoteosis del Esta-do, por obra de dicha filosofía llega a su apogeoindudablemente en esa subordinación.»

«Pero, ¿qué fin puede tener el Estado», pre-guntó el acompañante, «al sostener una ten-dencia tan inquietante? Que se trata de finespolíticos resulta ya evidente del hecho de queotros Estados admiran, consideran pondera-damente y aquí y allá imitan semejante regla-mento escolar de Prusia. Evidentemente, esosotros Estados suponen que eso beneficia a laestabilidad y a la fuerza de un Estado, comoocurre con esa famosa conscripción general,que ha llegado a ser tan popular. Cuando se veque todos llevan periódicamente y con orgulloel uniforme militar, cuando se ve que casi todoshan recibido en los institutos de bachillerato

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una cultura nivelada de Estado, se puedehablar entonces, con exageración, casi de unreglamento digno de la antigüedad, de unaomnipotencia del Estado alcanzada sólo en laantigüedad, y que el instituto y la educaciónestimulan a los jóvenes a considerar semejanteEstado como la cima y el fin supremo de laexistencia humana.»

«Esa comparación», dijo el filósofo, «seríaindudablemente exagerada, y cojearía de lasdos piernas. Efectivamente, el Estado antiguose mantuvo muy alejado precisamente de esefin utilitario, que consiste en admitir la culturasólo en la medida en que beneficia al Estado, yen aniquilar los impulsos que no resulten utili-zables sin más para sus fines. En lo más pro-fundo de su alma los griegos experimentabanhacia el Estado ese fuerte sentimiento -casi es-candaloso para el hombre moderno- de admi-ración y de gratitud, precisamente porque re-conocía que sin esa institución, que satisface lasnecesidades y se ocupa de la defensa, no puede

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desarrollarse ningún germen de cultura, y sabíaque toda la cultura griega -inimitable y únicaen toda la historia- creció tan lozana precisa-mente bajo la protección primorosa y prudentede las instituciones políticas destinadas a lasnecesidades y a la defensa. El Estado no erapara su cultura un guardián de fronteras, unregulador, un superintendente, sino un compa-ñero de viaje, un camarada sólido, musculoso,equipado para combatir, que acompañaba através de realidades rudas al amigo más noble,casi divino, y a cambio recibía su admiración ysu gratitud. En cambio, cuando el Estado mo-derno pretende esa gratitud entusiasta, eso noocurre porque sea consciente de haber interve-nido caballerosamente a favor de la cultura ydel arte alemán más altos: efectivamente, eneste aspecto su pasado es tan vergonzoso comosu presente, si pensamos en la forma como seconmemora, en las ciudades alemanas más im-portantes, la memoria de nuestros grandes poe-tas y artistas, y en el modo como dicho Estado

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ha apoyado los más altos proyectos artísticosde esos maestros alemanes.

»Así, pues, nos encontramos ante circuns-tancias particulares, ya sea con respecto a esatendencia estatal que favorece de todos modoslo que se desea llamar “cultura”, ya sea conrespecto a una cultura favorita semejante, quese someta a esa tendencia estatal. Dicha ten-dencia está en guerra -declarada o no- con elauténtico espíritu alemán y con una cultura quede él pueda emanar, semejante a la que te hedelineado, amigo mío, con rasgos vacilantes: elespíritu de la cultura, que es beneficioso paraesa tendencia estatal, y que ésta sostiene conuna participación tan activa (a causa de dichoespíritu despierta admiración en el extranjerosu reglamento escolar), debe proceder, por tan-to, de una esfera que no tiene ningún punto decontacto con el auténtico espíritu alemán, o sea,con el espíritu que nos habla tan maravillosa-mente de la esencia íntima de la Reforma ale-mana, de la música alemana, de la filosofía

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alemana, y al que esa cultura pujante por inspi-ración estatal considera con tanta indiferencia ytanta insolencia, como si fuera un noble deste-rrado. Es un extranjero que se aleja con solitariamelancolía, mientras se agita el incensario anteesa pseudocultura que entre las aclamacionesde los profesores y de los periodistas “cultos”ha usurpado el nombre y la dignidad del autén-tico espíritu alemán, y bromea abiertamentecon la palabra “alemán”. ¿Por qué necesita elEstado ese número excesivo de escuelas y deprofesores? ¿Con qué objeto esa cultura popu-lar y esa educación popular, tan ampliamentedifundidas? Porque se odia al espíritu alemánauténtico, porque se teme la naturaleza aris-tocrática de la cultura auténtica, porque propa-gando y alimentando las, pretensiones cultura-les en la multitud se quiere incitar a los grandesindividuos a buscar un exilio voluntario, por-que se intenta escapar a la severa y dura disci-plina de los grandes guías, haciendo creer a lamasa que encontrará por sí sola el camino,

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guiada por el Estado, auténtica estrella polar.¡Ahí tenemos un fenómeno nuevo! ¡El Estadocomo estrella polar de la cultura! No obstante,hay una cosa que me consuela: ese espíritualemán, que se ve combatido hasta ese punto,que ha sido substituido por un vicario cargadode decoraciones variopintas, ese espíritu -digo-es valiente: luchando, conseguirá salvarse,abrirse camino hacia una época más pura, yconservará -siendo como es noble y consi-guiendo como conseguirá la victoria- ciertosentido de compasión hacia el Estado, y lo ex-cusará de su alianza con semejante pseudocul-tura, ya que la situación del Estado es extraor-dinariamente penosa y embarazosa. Efectiva-mente, ¿quién puede hacerse idea, en definiti-va, de lo difícil que es la misión de gobernar alos hombres, es decir, de conservar la ley, elorden, la tranquilidad y la paz, entre muchosmillones de individuos, pertenecientes a unacasta que en su inmensa mayoría es descome-dida, egoísta, injusta, irracional, inmoral, envi-

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diosa, malvada y, por si fuera poco, bastantelimitada y extravagante, y, además, defendercontinuamente, contra vecinos codiciosos ybandidos insidiosos, las posesiones que el Es-tado ha conseguido adquirir? Un Estado encondiciones tan tristes se une a cualquier alia-do: y, cuando un aliado se ofrece espontánea-mente, con frases pomposas, cuando, como hahecho Hegel por ejemplo, lo llama “organismoético absolutamente perfecto”, y establece comomisión de la cultura que cada cual encuentre ellugar y la situación en que pueda servir delmodo mejor al Estado, ¿quién va a tener dere-cho a asombrarse en tal caso de que el Estadosalte al instante al cuello de semejante aliadoespontáneo, y lo salude con plena convicción ycon su profunda voz barbárica: “¡Eso es! ¡Túeres la cultura, tú eres la civilización!”»

Friedrich NietzscheSOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS

INSTITUCIONES EDUCATIVASFriedrich Nietzsche

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Cuarta conferenciaTraducción de Carlos Manzano publicada porTusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp.113-140

¡Ilustres oyentes! Después de que hayáis se-guido fielmente hasta aquí mi relato, y juntoshayamos escuchado hasta el final aquel colo-quio solitario, apartado, de vez en cuando ofen-sivo, entre el filosofo y su acompañante, puedoesperar ahora que deseéis, como valientes na-dadores, superar también la segunda meta denuestra ruta, tanto más cuanto que puedo pro-meteros que en el pequeño teatro de marione-tas de esta experiencia mía se mostrarán ahoraalgunos títeres más, y sobre todo, en caso deque hayáis resistido hasta aquí, que las olas delrelato deberán llevarnos ahora más fácil y másrápidamente hasta el fin. En realidad, ya hemosllegado a un punto crucial; así, pues, seríaaconsejable comprobar una vez más, con unarápida mirada retrospectiva, los resultados que

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pensamos haber alcanzado a través de aquellaconversación tan variada.

«Sigue en tu puesto», así había dicho el filó-sofo a su acompañante, «ya que puedes abrigaresperanzas. Efectivamente, cada vez resultamás claro que no tenemos instituciones de cul-tura, pero que debemos tenerlas. Nuestros ins-titutos de bachillerato, predestinados por sunaturaleza a ese objetivo elevado, o se han con-vertido en lugares en que se cultiva una culturapeligrosa, que rechaza con odio profundo laeducación auténtica, o sea, aristocrática, basadaen una selección sabia de los ingenios, o biencultivan una erudición micrológica y estéril,que en cualquier caso permanece alejada de laeducación, y cuyo mérito consista quizás entapar por lo menos ojos y oídos contra las ten-taciones de esa cultura equívoca.» El filósofohabía llamado la atención de su acompañantepor encima de todo sobre la singular degenera-ción que debe haber entrado hasta lo más pro-fundo de una cultura, si el Estado puede creer

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que domina a esta última, si a través de dichacultura puede alcanzar fines políticos, si dichoEstado puede combatir, aliado a ella, contraotras fuerzas hostiles y, al mismo tiempo, con-tra el espíritu que el filósofo había osado llamar«verdaderamente alemán». Dicho espíritu, li-gado a los griegos por la más noble de las nece-sidades, tenaz y valiente como demostró serloen un difícil pasado, puro y sublime en sus fi-nes, capacitado por su arte para afrontar la mi-sión más alta, es decir, la de liberar al hombremoderno de la maldición de la modernidad,dicho espíritu -digo- está condenado a viviraparte, alejado de la herencia que le aguarda:pero, cuando su voz quejosa y oprimida resue-na a través de los desiertos del presente, enton-ces siente terror la caravana cultural -rebosantey cargada de perifollos variopintos- de estanuestra época. Debemos inspirar, no sóloasombro, sino también terror: tal era la opinióndel filósofo. No debemos huir atemorizados,sino que debemos atacar: tal era su consejo.

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Pero, sobre todo, exhortaba a su acompañante ano preocuparse y a no reflexionar demasiadocon respecto a la persona individual de la que,por un instinto superior, brote esa aversióncontra la barbarie actual. «Ése podrá resultartambién destruido: el dios pítico no vacilaba ala hora de encontrar un nuevo trípode, o unasegunda Pitia, mientras de las profundidadesseguía saliendo el humo místico.»

Y, una vez más, el filósofo alzó su voz: «Es-tad bien atentos, amigos míos; no debéis con-fundir dos cosas distintas. Para vivir, para li-brar su lucha por la existencia, el hombre debeaprender muchísimo, pero todo lo que a ese finaprende y hace como individuo no tiene nadaque ver con la cultura. Al contrario, ésta co-mienza sólo en un nivel, que está situado mu-cho más arriba de ese mundo de las necesida-des, de la lucha por la existencia, de la miseria.El problema estriba ahora en ver en qué medi-da valora el hombre su existencia subjetivafrente a la de los demás, en qué medida con-

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sume sus fuerzas para esa lucha individual dela vida. Algunos, limitando estoicamente susnecesidades, se elevarán bastante pronto yfácilmente en una esfera en la que podrán olvi-dar su subjetividad, sacudiéndosela, por decirloasí, de encima, para gozar de una juventudeterna en un sistema solar de intereses extrañosal tiempo y a su persona. En cambio, otros ex-tienden tanto la acción y las necesidades de susubjetividad, y edifican en proporciones tanasombrosas el mausoleo de dicha subjetividad,que parecen en condiciones de superar en labatalla a su terrible adversario, el tiempo. Tam-bién en ese impulso se revela un deseo de in-mortalidad: riqueza y energía, sagacidad, pre-sencia de ánimo, elocuencia, una reputaciónfloreciente, un nombre importante, todo esoconstituye únicamente el medio con que la in-saciable voluntad personal de vivir tiende auna nueva vida, con que anhela una eternidad,ilusoria en definitiva.

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»Pero ni siquiera en esa forma más alta desubjetividad, ni siquiera en la necesidad incre-mentada al máximo de semejante individuomás amplio, colectivo, por decirlo así, encon-tramos un contacto con la cultura auténtica: y,si partiendo de esa perspectiva, tendemos haciael arte, entonces tenemos en cuenta sus efectosdispersivos o estimulantes, es decir, aquellosque el arte puro y sublime no sabe provocar, yque, corresponden, en cambio, a un arte degra-dado y corrompido. Efectivamente, quien secomporte así, por sublime que pueda parecer alespectador, no se liberará nunca, en toda suactividad, de su codiciosa e inquieta subjetivi-dad. Ese etéreo espacio luminoso de la contem-plación no subjetiva escapa delante de él, y, poreso, deberá vivir eternamente alejado de la cul-tura auténtica, desterrado de ella, por muchoque aprenda, viaje y acumule. En efecto, la cul-tura auténtica desdeña contaminarse con unindividuo necesitado y lleno de deseos: sabeescurrirse astutamente de las manos de quien

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quiera apoderarse de la cultura como de unmedio para sus fines egoístas. Y, cuando al-guien cree haberla apresado, para sacar prove-cho de ella, de algún modo, y, al utilizarla, sa-tisfacer las necesidades de su vida, entoncesaquélla se escapa súbitamente, con pasos im-perceptibles y con actitud desdeñosa.

»Por consiguiente, amigos míos, no cambiéisesta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, poresa útil doméstica que a veces recibe incluso ladenominación de “la cultura”, pero que no essino la sierva y la consejera intelectual de lasnecesidades de la vida, de la ganancia y de lamiseria. Por lo demás, una educación que hagavislumbrar al fin de su recorrido un empleo, ouna ganancia material, no es en absoluto unaeducación con vistas a esa cultura a que noso-tros nos referimos, sino simplemente una indi-cación de los caminos que se pueden recorrerpara salvarse y defenderse en la lucha por laexistencia. Indudablemente, semejante indica-ción tiene una importancia máxima e inmediata

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para la gran mayoría de los hombres: cuantomás difícil es la lucha, tanto más debe aprenderel joven y tanto más debe poner en tensión susfuerzas.

»Pero nadie debe creer que las institucionesque lo incitan a esa lucha y lo capacitan paracombatir pueden considerarse como institucio-nes de cultura. Se trata de instituciones que seproponen superar las necesidades de la vida:así, pues, pueden hacer la promesa de formar aempleados, o a comerciantes, o a oficiales, o amayoristas, o a agricultores, o a médicos, o atécnicos. Sin embargo, en esas instituciones seaplican, en cualquier caso, leyes y criterios dife-rentes de los necesarios para fundar una insti-tución de cultura: lo que en el primer caso estápermitido, podría ser en el segundo caso unerror delictivo.

»Os pondré un ejemplo, amigos míos. Siqueréis guiar a un joven por el camino recto dela cultura, guardaos de turbar su actitud inge-nua, llena de fe en la naturaleza: se trata casi de

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una relación personal inmediata. Deberánhablarle, en sus diferentes lenguas, el bosque yla roca, la tempestad, el buitre, la flor aislada, lamariposa, el prado, los precipicios de los mon-tes; en cierto modo deberá reconocerse en todoeso, en esas imágenes y en esos reflejos, disper-sos e innumerables, en ese tumulto variopintode apariencias mutables: sentirá entonces in-conscientemente, a través del gran símbolo dela naturaleza, la unidad metafísica de todas lascosas, y al mismo tiempo se calmará, inspiradopor la eterna permanencia y necesidad de lanaturaleza. Pero, ¿cuántos son los jóvenes a losque está permitido crecer tan cerca de la natu-raleza, en una relación casi personal con ella?Los otros deben aprender pronto una verdaddiferente, a saber, la de cómo se puede sometera la naturaleza. En este caso se deja de lado esaingenua metafísica: la fisiología de las plantas yde los animales, la geología, la química inorgá-nica obligan a los escolares a considerar la na-turaleza de modo totalmente diferente. Lo que

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se ha perdido, a través de esa consideraciónnueva e impuesta, no es, desde luego, una fan-tasmagoría poética, sino la comprensión instin-tiva, auténtica e incomparable de la naturaleza:en su lugar ha intervenido ahora una actitudastuta, calculadora, que intenta engañar a lanaturaleza. Así, a quien es verdaderamenteculto se le concede el bien inestimable de poderpermanecer fiel, sin trasgresión alguna, a losinstintos contemplativos de la niñez, con lo quealcanza una tranquilidad, una unidad, una co-herencia y una armonía, que un hombre edu-cado en la lucha por la vida no podrá ni siquie-ra presentir.

»Sin embargo, no creáis, amigos míos, quedesee escatimar elogios a nuestras escuelastécnicas y a las escuelas primarias superiores:respeto los lugares donde se aprende correcta-mente la aritmética, se llega a dominar una len-gua, se aprende en serio la geografía y se pro-vee uno de los sorprendentes conocimientos dela ciencia natural. También estoy dispuesto a

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admitir que los escolares preparados en lasmejores escuelas técnicas de nuestra épocaestán perfectamente autorizados a hacer valerlos mismos derechos que suelen corresponder alos bachilleres, y, desde luego, no está lejano eldía en que se abrirán a esos escolares las puer-tas de la universidad y de los empleos estatales,con la misma largueza con que se han benefi-ciado de ellos hasta ahora los alumnos de ba-chillerato exclusivamente: ¡los alumnos delbachillerato actual, por supuesto! No he podidopor menos de añadir esta última frase dolorosa:si bien es cierto que la escuela técnica y el insti-tuto de bachillerato casi coinciden en líneasgenerales en sus fines actuales, y se distinguenentre sí por elementos tan tenues, que puedencontar con una plena igualdad de derechos anteel foro del Estado, aun así carecemos comple-tamente de una especie de instituciones educa-tivas: la de las instituciones de cultura. Desdeluego, esto no es un reproche para las escuelastécnicas, que han seguido hasta ahora, tan feliz

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como honorablemente, tendencias bastante másmodestas, pero extraordinariamente necesarias;sin embargo, en la esfera del bachillerato lascosas van mucho menos honorablemente, ytambién mucho menos, felizmente: en efecto,en ella encontramos todavía cierto sentimientoinstintivo de vergüenza, cierta conciencia oscu-ra de que la institución en conjunto está vil-mente degradada, y de que las sonoras pala-bras educativas de profesores sagaces y apo-logéticos contrastan con la barbárica, desoladay estéril realidad. Así, pues, ¡no existe ningunainstitución de cultura! Y quienes, decaídos ydescontentos, simulan todavía sus actitudes,carecen de esperanzas más que quienes formanparte de los hatos del llamado “realismo”. Porlo demás, observad, amigos míos, a qué extre-mo de tosquedad y de falta de instrucción se hallegado en el ambiente de los profesores, desdeel momento en que se ha podido entendererróneamente el riguroso término filosófico“real”, o “realismo”, hasta el punto de olfatear

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dentro de él la antítesis entre materia y espírituy de interpretar el “realismo” como “la tenden-cia a conocer, configurar, dominar lo real”.

»Por mi parte, conozco una sola antítesisauténtica, la existente entre instituciones parala cultura e instituciones para las necesidadesde la vida. A la segunda especie pertenecentodas las instituciones presentes; en cambio, laprimera especie es aquella de la que estoyhablando yo».

Podían haber transcurrido unas dos horasdesde el momento en que los dos amigos filóso-fos habían iniciado su coloquio sobre cuestio-nes tan singulares. Entre tanto, había descendi-do la noche: si ya en el crepúsculo la voz delfilósofo había resonado en la espesura del bos-que como una música natural, en la completaoscuridad de la noche, cuando hablaba conexcitación, o incluso con pasión, el sonido de suvoz se quebraba -a través de los troncos de losárboles y de las rocas que se perdían abajo en elvalle- en mil tonos, estallidos y silbidos. De

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repente, enmudeció; apenas había acabado derepetir, con actitud casi compasiva: «¡No tene-mos ninguna institución de cultura, no tenemosninguna institución de cultura!», cuando algo,tal vez una piña de abeto, cayó justo delante deél, mientras el perro del filósofo se arrojabaencima ladrando. Al verse interrumpido de esemodo, el filósofo alzó la cabeza y sintió a untiempo la noche, el frescor, la soledad. «Pero,¿qué hacemos aquí?», dijo a su acompañante.«Ya ha oscurecido. Hemos esperado tantotiempo inútilmente. Ya sabes a quién esperá-bamos aquí: pero ahora ya no vendrá nadie.Hemos esperado tanto tiempo inútilmente:vayámonos.» Ahora, ilustres oyentes, debo co-municaros las impresiones experimentadas pormí y por mi amigo, mientras seguíamos desdenuestro escondrijo, escuchando ávidamenteaquel coloquio claramente perceptible. Ya os hecontado que en aquel lugar y en aquella horade la noche éramos conscientes de estar cele-brando solemnemente un aniversario: dicho

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aniversario no se refería a otra cosa que a losfrutos.

de la cultura y de la educación, de los cuales,de acuerdo con nuestra fe juvenil, habíamosrecogido una rica y feliz mies en nuestra vidaanterior. Así, pues, éramos especialmente pro-pensos a recordar con gratitud aquella institu-ción que en otro tiempo y en aquel lugar hab-íamos proyectado con el fin, como ya he dichoantes, de estimular y vigilar recíprocamente, enun pequeño círculo de compañeros, nuestrosvivos impulsos culturales. Y, de repente, sobretodo aquel pasado caía una luz completamenteinesperada, mientras escuchábamos en silencio,abandonándonos a los enérgicos discursos delfilósofo. Nos sentíamos como personas que,caminando a tontas y a locas, se encuentran derepente al borde de un abismo: nos parecía que,más que haber escapado a los peligros mayo-res, lo que habíamos hecho había sido correr asu encuentro. En aquel lugar tan memorablepara nosotros, oíamos entonces la orden:

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«¡Atrás! ¡No deis un paso más! ¿Sabéis dóndeos llevan vuestros pasos, dónde os conduceengañosamente este camino brillante?».

Nos parecía que ahora ya lo sabíamos, y unsentimiento desbordante de gratitud nos im-pulsaba tan irresistiblemente hacia el serioamonestador y el fiel Eckart, que los dos nospusimos en pie de un salto para correr a abra-zar al filósofo. Éste estaba a punto de irse, y yase había vuelto. Mientras con paso ruidoso noslanzábamos por sorpresa hacia, él y el perro setiraba contra nosotros ladrando furiosamente,él y su acompañante debieron de pensar en unasalto de bandidos más que en un abrazo entu-siasta. Evidentemente, nos había olvidado. Enun instante se escapó. Y, cuando conseguimosalcanzarlo, nuestro abrazo falló completamente.Efectivamente, en aquel momento mi amigogritó, pues el perro le había mordido, y elacompañante se echó sobre mí con tal furia, queambos caímos a tierra. Entre perro y hombre seentabló una pelea inquietante que duró algunos

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instantes, hasta que mi amigo consiguió gritarcon voz potente, parodiando las palabras delfilósofo: «¡En nombre de toda cultura y pseu-docultura! ¿Qué quiere de nosotros este estúpi-do perro? ¡Maldito perro! ¡Fuera de aquí, tú queno estás iniciado ni podrás estarlo nunca, lejosde nosotros y de nuestras vísceras, hazte atrásen silencio, callado y confuso!».

Después de aquella alocución, la escena seaclaró un poco, al menos en la medida en quepodía aclararse en la completa oscuridad delbosque. «¡Son ellos!», exclamó el filósofo,«¡nuestros tiradores de pistola! Verdaderamen-te, nos habéis asustado. ¿Qué os impulsa a pre-cipitaros así sobre mí, a estas horas de la no-che?»

«Nos impulsa la alegría, la gratitud, la admi-ración», fue nuestra respuesta. Y, mientras elperro ladraba lleno de comprensión, nosotrosestrechamos las manos del viejo. «No quería-mos dejarle irse sin decírselo. Para poder expli-carle todo, es necesario que no se vaya usted

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todavía: queremos preguntarle muchas cosasque nos oprimen el corazón. Así que, quédese:conocemos punto por punto este camino; mástarde les acompañaremos hasta abajo. Tal vezllegue todavía el huésped que usted espera.Mire allí abajo, sobre el Rin: ¿qué es lo que seagita con ese claror, como si estuviera ilumina-do por muchas antorchas? Creo que allí en me-dio está su amigo; más aún: tengo el presenti-miento de que subirá hasta aquí junto con todasaquellas antorchas.»

Dejamos así estupefacto al viejo, con nues-tras súplicas, nuestras promesas y nuestrosfantásticos espejismos, hasta que finalmente elpropio acompañante aconsejó al filósofo pasearun poco más allí arriba en la cima de la colina,con el suave aire nocturno, «liberados de cual-quier bruma del saber», como añadió él.

«Avergonzaos», dijo el filósofo, «si queréishacer una cita, no sois capaces de citar otra cosaque el Fausto. Pero cederé ante vuestros deseos,con o sin citas, con tal de que nuestros jóvenes

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permanezcan, y no escapen de improviso, co-mo han venido. En realidad, son semejantes alos fuegos fatuos: nos asombran cuando apare-cen y nos asombran cuando desaparecen.»

Y, al instante, mi amigo recitó:

«Espero que, movidos por la veneración,podamosForzar nuestra ligera naturaleza:De ordinario avanzamos en zigzag».

El filósofo se detuvo asombrado. «Vosotrosme maravilláis», dijo, «señores fuegos fatuos:no estamos en un pantano. ¿Qué os parece estelugar? ¿Qué significa para vosotros la proximi-dad de un filósofo? Aquí el aire es fresco ylímpido, el terreno es seco y duro. Para vuestrainclinación a avanzar en zigzag, debéis escogeruna razón más fantástica.»

«Si no recuerdo mal», intervino entonces elacompañante, «los señores ya nos han dichoque están vinculados a este lugar, en esta hora,

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por una promesa: no obstante, me parece quetambién han escuchado -como un coro- nuestracomedia de cultura, como auténticos “especta-dores ideales”. Efectivamente, no nos han mo-lestado, y hemos creído que estábamos solos.»

«Sí», dijo el filósofo, «eso es verdad: no se lespuede negar ese elogio, pero me parece quemerecen otro mayor.»

En aquel momento, yo tomé la mano delfilósofo, y dije: «Hay que ser obtuso como unreptil, que arrastra el vientre por la tierra y lacabeza por el fango, para escuchar discursoscomo los suyos sin volverse serio y reflexivo o,mejor, excitado y ardiente. Alguno podría talvez enojarse por todo eso, al sentirse llevadocon gran despecho a acusarse a sí mismo.Nuestra impresión ha sido muy diferente: sinembargo, no sé cómo describirla. Esta hora erapara nosotros precisamente algo exquisito,nuestro estado de ánimo estaba ansiosamentepreparado, estábamos sentados ahí abajo comorecipientes vacíos; ahora nos parece estar llenos

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hasta el borde de esa nueva sabiduría, pues yano sé qué partido tomar, y, si alguien me pre-guntara qué pretendo hacer mañana, en gene-ral, qué me propongo hacer de ahora en adelan-te, la verdad es que no sabría qué responder.Efectivamente, es evidente que hasta ahorahemos vivido de un modo que no es el correcto:pero ¿cómo haremos para superar el abismoque separa el hoy del mañana?».

«Sí», confirmó mi amigo, «lo mismo me ocu-rre a mí: la pregunta que hago es la misma:pero casi me parece que ese punto de vista, tanalto e ideal, con respecto a la misión de la cultu-ra alemana me coge alejado de ella, atemoriza-do, y me parece que no soy digno de participartambién yo en la construcción de su obra. Veosólo un espléndido cortejo de las naturalezasmás ricas avanzando hacia ese objetivo: preveolos abismos sobre los que pasará dicho cortejo,y las tentaciones que dejará tras sí. ¿Quiénpuede ser tan audaz como para asociarse a di-cho cortejo?»

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En aquel momento también el acompañantese dirigió de nuevo al filósofo, y dijo: «Le ruegoque no me censure, por sentir también yo algosemejante y declararlo ahora ante usted. Cuan-do hablo con usted, me ocurre con frecuenciaque me siento elevado por encima de mí mis-mo, y me enfervorizo con su valor y sus espe-ranzas hasta olvidarme de mí mismo. Despuésllega un momento de frialdad, un viento queazota desde la realidad me lleva a reflexionarsobre mí mismo, y sólo entonces veo el vastoabismo que se abre entre nosotros y que ustedme había hecho salvar como en un sueño. Enese caso, lo que usted llama cultura se agita entorno a mí o descansa pesadamente sobre mipecho: es como una coraza que me oprime, yuna espada que no sé blandir».

De repente, nos encontramos los tres deacuerdo, frente al filósofo: estimulándonos yanimándonos mutuamente, pronunciamos encolaboración el siguiente discurso, mientraspaseábamos lentamente para arriba y para aba-

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jo, con el filósofo, por aquel espacio sin árbolesque en el mismo día nos había servido de cam-po de tiro, en la noche completamente silencio-sa, y bajo un cielo estrellado que se extendíaplácidamente sobre la tierra. «Ha hablado ustedmucho del genio», tal fue poco más o menosnuestro discurso, «de su solitario y penoso pe-regrinar a través del mundo, como si la natura-leza produjera sólo las antítesis extremas, esdecir, por un lado la masa obtusa, torpe, que semultiplica por instinto, y, por otro lado, a unadistancia enorme, los grandes individuos con-templativos capaces de creaciones eternas.Ahora bien, también usted llama a éstos elvértice de la pirámide intelectual; por otra par-te, parece que entre los amplios y sobrecarga-dos cimientos y la cumbre excelsa son necesa-rios innumerables grados intermedios, y queprecisamente ahí debe ser válido el principio:natura non facit saltus. Pero, adónde comienzalo que usted llama cultura, cuáles son las losasde piedra que separan esa parte de la pirámide

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que está gobernada por abajo de la parte queestá gobernada por arriba? Y, en caso de que sepueda hablar verdaderamente de “cultura”sólo a propósito de esas naturalezas más remo-tas, ¿es posible, entonces, hacer basarse ciertasinstituciones en la existencia problemática dedichas naturalezas?, ¿es lícito, entonces, pensaren instituciones de cultura que sean provecho-sas sólo para esos elegidos? Nosotros pensa-mos, más que nada, que precisamente ésos sa-ben encontrar su camino, y que su fuerza semanifiesta precisamente en el hecho de poderavanzar sin esos puentes educativos, necesariospara todos los demás, y en el de poder abrirsepaso, sin estorbos, a través de la muchedumbrede la historia del mundo, casi como un fantas-ma que pase a través de una densa reunión degente.»

Juntos pronunciamos poco más o menos es-tas palabras, sin mucha gracia ni orden; elacompañante del filósofo fue aún más lejos ydijo a su maestro: «Así, pues, piense en todos

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los grandes genios, de que solemos estar orgu-llosos, por considerarlos como guías o jefes -auténticos y fieles- del verdadero espíritualemán, y cuya memoria honramos con cere-monias y estatuas, cuyas obras contraponemos,seguros de nosotros, a lo que se ha hecho en elextranjero: ¿cuándo encontraron aquéllos unacultura como la que usted desea, y en qué me-dida se mostraron alimentados y maduros porun sol patrio de la cultura? A pesar de eso, fue-ron posibles, y han llegado a ser lo que debe-mos honrar hasta tal punto; más aún: tal vezsus obras justifiquen precisamente la forma dedesarrollo adquirido por aquellas nobles natu-ralezas, y quizás incluso una falta de culturacomo la que debemos admitir también en suépoca y en su pueblo. ¿Qué podía sacar Les-sing, o Winckelmann, de una cultura alemanaya existente? Nada, o, por lo menos, tan pococomo Beethoven, como Schiller, como Goethe,como todos nuestros grandes artistas y poetas.Quizá corresponda a una ley natural el hecho

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de que sólo las generaciones siguientes debentomar conciencia de los dones celestiales quehan marcado a una generación anterior».

En aquel momento, el viejo filósofo se irritóviolentamente, y gritó a su acompañante: «¡Oh,cordero del conocimiento cándido! ¡Oh, voso-tros todos, que no sois sino mamíferos! ¿Quéargumentaciones patituertas, torpes, limitadas,gibosas y tullidas son ésas? Sí, justamente ahorahe escuchado la cultura de nuestros días, y enmis oídos resuenan todavía con esas cosashistóricas simples y “evidentes”, puro sentidocomún sabiondo y despiadado, propio de his-toriadores. Recuérdalo, tú, naturaleza no pro-fanada: tú has envejecido, y desde hace mile-nios este cielo estrellado se extiende por encimade ti, pero ¡todavía no has oído nunca unahabladuría culta, y en el fondo maligna, comola predilecta de nuestra época! Así, que, ¿voso-tros, mis queridos alemanes, estáis orgullososde vuestros poetas y de vuestros artistas? ¿Losindicáis con el dedo, y alardeáis de ellos ante

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los extranjeros? Y, como no os ha costadoningún esfuerzo tenerlos entre vosotros, de esodeducís entonces la graciosísima teoría de quetampoco más adelante tendréis necesidad al-guna de esforzaros por ellos. Pero, indudable-mente, queridos niños inexpertos, aquéllos vie-nen por sí solos: os los trae la cigüeña. ¿Quiénva a querer hablar de comadronas? Ahora bien,queridos amigos, os espera una severa lección.¡Cómo! ¿Deberéis estar orgullosos por el hechode que todos los citados espíritus ilustres y no-bles fueran prematuramente sofocados, agota-dos, matados por vosotros, por vuestra barba-rie? ¿Cómo podéis pensar, sin avergonzaros, enLessing, que murió por vuestra torpeza, al lu-char contra vuestros ridículos y necios ídolos,destruido por vuestros teatros, por vuestrosestudiosos, por vuestros teólogos, sin poderaventurarse ni siquiera una vez en ese vueloeterno para el que había nacido? ¿Y qué sentísal recordar a Winckelmann, el cual, para liberarsu mirada de vuestras grotescas necedades, fue

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a pedir ayuda a los jesuitas? Su ignominiosaconversión recae sobre vosotros, y sobre voso-tros pesará como una mancha indeleble. ¿Acasotendréis derecho a nombrar a Schiller sin rubo-rizaros? ¡Mirad su imagen! Su mirada inflama-da y centelleante que se aleja desdeñosamentede vosotros, está su mejilla sonrojada. ¿No osdice nada todo eso? Para vosotros era un jugue-te magnífico y divino, y habéis hecho pedazosdicho juguete. Y si exceptuamos la amistad deGoethe de aquella vida triste, apresurada, mor-talmente atormentada, en lo demás, en lo quedepende de vosotros, habréis contribuido aextinguirla más rápidamente. No habéis echadouna mano a ninguno de nuestros genios, ¿yahora queréis sacar de eso el dogma de que yano hace falta ayudar a nadie? Para cada uno deaquéllos, hasta este momento, habéis represen-tado más que nada la “resistencia del mundoobtuso”, como dice explícitamente Goethe, enel epílogo a La Campana; para cada uno deellos, vosotros habéis sido precisamente los

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hombres perezosos y apáticos, envidiosos yruines, malvados y egoístas. A pesar vuestro,ellos crearon aquellas obras, contra vosotrosdirigieron sus ataques, y gracias a vosotros mo-rirán demasiado pronto, sin haber realizado lalabor de su jornada, destrozados y entorpecidospor las luchas. Nadie puede adivinar qué era loque estaban destinados a alcanzar aquelloshombres heroicos, si ese auténtico espíritualemán los hubiera cubierto con la bóveda pro-tectora de una institución potente, ese espíritu,digo, que sin dicha institución arrastra su exis-tencia aislado, disgregado y degenerado. Todosesos hombres están condenados a perecer, y esnecesaria una fe fanática en la racionalidad detodo lo que ocurre, para pretender excusarvuestra culpa. Y no se trata sólo de esos hom-bres. Desde todos los campos de la eminenciaintelectual comparecen los acusadores contravosotros: si considero todos los talentos poéti-cos, o filosóficos, o pictóricos, o plásticos, y nosólo los talentos de primerísimo orden, por

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doquier observo la imposibilidad de madurar,el exceso de estímulo o una precoz lasitud, elagostamiento o la congelación antes de la flora-ción, por doquier olfateo esa “resistencia delmundo obtuso”, o sea, vuestra culpa. A eso merefiero precisamente, cuando anhelo institucio-nes de cultura y cuando considero lastimoso elestado de las instituciones que hoy reciben esenombre. Quien pretenda llamarlo un “deseoideal”, y hablar de “idealismo” en general, ycrea haberme hecho callar así, con un elogio,merece como respuesta que la situación actualsea precisa y sencillamente algo vulgar y ver-gonzoso, y que quien tirita de frío y desea elcalor se enfurezca, cuando alguien llame a esoun “deseo ideal”. En este caso se trata de reali-dades presentes y efectivas que se imponen ysaltan a la vista: quien siente algo de eso sabeque en este caso existe una condición miserable,como, por ejemplo, la del frío y del hambre. Encambio, quien no sienta nada de eso, tendrá porlo menos un criterio para juzgar en qué punto

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cesa lo que yo llamo “cultura”, y sobre qué pie-dra de la pirámide recae la separación entre laesfera que está gobernada por abajo y la esferaque está gobernada por arriba».

El filósofo parecía haberse acalorado mucho:nosotros lo invitamos a pasear un poco más.Efectivamente, había pronunciado sus últimosdiscursos erguido y en pie, cerca de aquel tron-co de árbol que nos había servido de blancopara nuestros ejercicios de tiro. Por un tiempotodo permaneció tranquilo entre nosotros. Ca-minábamos hacia adelante y hacia atrás lenta ypenosamente. Sentíamos bastante menos lavergüenza de haber expuesto argumentos tannecios, sentíamos casi como cierta reintegraciónde nuestra personalidad; precisamente despuésde aquellas alocuciones ardientes, nada lisonje-ras para nosotros, creíamos sentirnos máspróximos al filósofo, en una relación más per-sonal con él. En efecto, el hombre es tan mise-rable, que se aproxima con la mayor rapidez aun extraño precisamente cuando éste deja tras-

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lucir una debilidad, un defecto. El hecho de quenuestro filósofo se hubiera enojado y hubieseusado palabras injuriosas nos hacía superaralgo la tímida actitud de reverencia que hastaentonces había sido la única que habíamos sen-tido. Para quien pueda considerar chocantesemejante observación, debemos añadir quecon frecuencia ese puente conduce de una leja-na veneración hasta el amor personal o la pie-dad. Y dicha piedad se presentaba poco a pococada vez más fuerte, a partir de esa sensaciónde restitución de nuestra personalidad. ¿Conqué fin llevábamos de paseo de noche, entreárboles y rocas, a aquel hombre viejo? Y, dadoque él nos había concedido aquello, ¿por quéno encontrábamos una forma más tranquila ymás modesta para instruirnos?, ¿por qué deb-íamos expresar nuestro desacuerdo los tresjuntos, y de modo tan inoportuno? Efectiva-mente, en aquel momento habíamos notadohasta qué punto carecían nuestras objeciones deexperiencia, de preparación y de reflexión, y

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hasta qué punto resonaba en ellas precisamenteel eco del presente, cuya voz, en el campo de lacultura, no quería escuchar el viejo. Además deeso, nuestras objeciones no habían brotado deforma pura del intelecto: el auténtico funda-mento, excitado por los discursos del filósofo yestimulado a la resistencia, parecía ser otro. Talvez se expresara en nosotros simplemente elansia instintiva de saber si a partir de las opi-niones manifestadas por el filósofo se tomabanen consideración ventajosa precisamente nues-tras individualidades: tal vez todas aquellasfantasías anteriores, que habíamos acariciadocon respecto a nuestra propia cultura, se encon-traban entonces en dificultad y se esforzabanpor encontrar a toda costa razones que oponera un modo de considerar, a través del cual in-dudablemente quedaba denegado fundamen-talmente nuestro presunto derecho a alcanzaruna cultura. Pero con adversarios que sientende modo tan personal la violencia de una ar-gumentación no se debe contender; o incluso,

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para nuestro caso la moraleja podía ser la si-guiente: semejantes adversarios no deben con-tender, no deben contradecir.

Caminábamos así junto al filósofo, avergon-zados, compasivos, descontentos de nosotrosmismos, y más convencidos que nunca de queel viejo debía de tener razón y de que habíamossido injustos con él. Verdaderamente, estabamuy lejos el sueño juvenil de nuestra institu-ción de cultura, y nosotros reconocíamos ya contoda claridad el peligro de que nos habíamoslibrado hasta entonces sólo por casualidad, esdecir, el peligro de vendernos en cuerpo y almaal reglamento cultural que desde aquellos añosde la niñez, y ya en nuestro instituto de bachi-llerato, nos había hablado lisonjeramente. Así,pues, ¿de qué dependía que no hubiéramosentrado todavía en el coro público de sus admi-radores? Quizás únicamente del hecho de queéramos todavía estudiantes realmente y de que,por tanto, para huir de aquel codicioso gentíodel arribismo, de aquellas incesantes e impe-

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tuosas olas de la vida pública, todavía podía-mos retirarnos a una isla que dentro de pocotambién sería barrida.

Dominados por aquellos pensamientos,estábamos a punto de dirigirnos al filósofo,cuando repentinamente él se volvió hacia noso-tros, y empezó a hablar con voz más dulce: «Nodebo maravillarme de que os comportéis demodo juvenil, imprevisor y apresurado. Enefecto, es difícil que hayáis reflexionado nuncaseriamente sobre lo que ahora me habéis escu-chado. Tomaos tiempo, llevaos con vosotros elproblema, pero pensad en él día y noche. Enefecto, hoy estáis ante la encrucijada, y hoysabéis adónde conducen los dos caminos. Sitomáis uno de ellos, agradaréis a vuestra épocay ésta no os escatimará las coronas y los signosde la victoria: partidos inmensos os apoyarán, ytanto a vuestras espaldas como frente a voso-tros habrá hombres con vuestros mismos sen-timientos. Y, cuando el que va delante, pronun-cie una consigna, resonará a través de todas las

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filas. En este caso el primer deber es: combatiren fila y cada cual en su puesto, y el segundo esel siguiente: aniquilar a todos aquellos que noquieran entrar en la formación. Por el otro ca-mino tendréis pocos compañeros, es más difícil,más tortuoso y más escarpado. Los que reco-rren el primer camino se burlan de vosotros,pues vosotros camináis con mayor fatiga; tam-bién intentan induciros a que os paséis a subando. Si en alguna ocasión se cruzan los doscaminos, os maltratarán, os apartarán a un la-do, o incluso os evitarán recelosamente y osaislarán.

»¿Y qué debería significar, para los viandan-tes tan distintos de esos dos caminos, una insti-tución de cultura? Esa enorme escuadra queavanza hacia sus metas por el primer caminoentiende por eso una institución mediante lacual pueda encontrar sus filas, y quede separa-da y liberada de todo lo que puede tender haciafines más altos y más remotos. Indudablemen-te, éstos saben poner en circulación palabras

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pomposas para designar sus tendencias:hablan, por ejemplo, del “desarrollo total de lapersonalidad libre en el marco de conviccionessólidas, comunes, nacionales, éticas y huma-nas”, o bien designan como su objetivo “la fun-dación del Estado popular, que se basa en larazón, la cultura y la justicia”.

»Para la otra hilera menos numerosa, unainstitución de cultura es algo completamentediferente. En la defensa de una organizaciónsólida, quiere impedir que sea barrida y apar-tada por aquella turba, y que sus individuos,prematuramente debilitados o extraviados,degenerados, destruidos, pierdan de vista sunoble y sublime objetivo. Dichos individuosdeben llevar a cabo su obra -ése es el sentido desu institución común-: y precisamente una obradepurada, en la que no queden, por decirlo así,vestigios de la subjetividad, y que, como puroreflejo de la esencia eterna e inmutable de lascosas, supere el juego mutable de las épocas. Ytodos aquellos que participen en esa institución

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deben preocuparse también de preparar, conesa eliminación depuradora de lo subjetivo, elnacimiento del genio y la producción de suobra. No son pocos los que, incluso en la seriede las actitudes de segundo y tercer orden,están destinados a esa labor auxiliar, y sólo alservir a semejante institución de cultura autén-tica pueden llegar a sentir que viven cumplien-do con su deber. En cambio, ahora esas actitu-des precisamente resultan desviadas de su ca-mino por obra de las incesantes artes de seduc-ción de esa “cultura” de moda, con lo que que-dan alejados de su instinto. A los gestos egoís-tas de éstos, a sus debilidades y vanidades, vadirigida esa tentación, y precisamente ese espí-ritu de la época les susurra: “Seguidme. Ahíabajo, sois servidores, auxiliares, instrumentos,oscurecidos por naturalezas superiores, movi-dos por hilos, encadenados, como esclavos o,mejor, como autómatas; aquí, cerca de mí, ser-éis dueños de vuestra personalidad libre y go-zaréis de ella, vuestras dotes pueden resaltar de

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forma autónoma y con ellas iréis, oportuna-mente, en cabeza; un enorme séquito os acom-pañará y la voz de la opinión pública os darámayor placer que un elogio concedido aris-tocráticamente desde la altura del genio”. Hoylos mejores sucumben víctimas de esos halagos,y, en el fondo, es difícil que el hecho de ser re-ceptivo o no a semejantes voces dependa delgrado de talento; más que nada, lo decisivo esel grado y el nivel de cierta elevación moral, elinstinto para el heroísmo y el sacrificio, y, porúltimo, una necesidad auténtica de cultura,introducida por una educación correcta y con-vertida en un hábito: como ya he dicho, aquéllaes sobre todo obediencia y acostumbramiento ala disciplina del genio. Pero precisamente desemejante disciplina y de semejante hábito po-demos decir que no saben nada las institucio-nes que hoy se llaman “de cultura”, si bien a míno me cabe duda de que, originariamente, elinstituto de bachillerato se concebía como unaauténtica institución de cultura de esa clase -al

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menos como institución preparatoria- y que enlos tiempos maravillosos y profundamente agi-tados de la Reforma dio realmente los primerospasos audaces en esa dirección. Y yo estoy se-guro igualmente de que en la época de nuestroSchiller y de nuestro Goethe se pudo notar unprimer indicio, vilmente desviado o marginado,de esa necesidad; un germen, por decirlo así, deesa ala de que habla Platón en el Fedro y queeleva el alma, en cualquier contacto con lo be-llo, haciéndola volar hacia el reino de los mode-los inmutables y puros de las cosas».

«Mi venerado y admirable maestro», co-menzó a hablar entonces el acompañante,«después de que usted ha citado al divinoPlatón y el mundo de las ideas, ya no creo queesté usted enojado conmigo, a pesar de habermerecido verdaderamente, por mi discursoanterior, su desaprobación y su ira. Apenashabla usted, se agita en mí esa ala platónica, ysólo en las pausas debo luchar, como auriga demi alma, con el caballo recalcitrante, selvático y

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rebelde, que también Platón describió comozambo, zafio, de cuello fuerte y corto y hocicoachatado, de pelo negro, de ojos grises e inyec-tados en sangre, con las orejas hirsutas y losoídos torpes, siempre listo para los crímenes ylas atrocidades, a duras penas domable con lafusta y la vara. Le ruego, además, que piense enel mucho tiempo que he vivido alejado de us-ted y en que precisamente sobre mí han podidoaplicarse todas esas artes de la seducción -delas que ya he hablado- quizá no sin cierto éxito,aunque yo mismo no lo advirtiera. Precisamen-te ahora comprendo más que nunca lo necesa-ria que es una institución que haga posible lavida en común con los escasos hombres deauténtica cultura, para que se puedan encontraren ellos guías y estrellas que muestren el cami-no. Ahora siento intensamente el peligro deviajar solo. Y cuando yo, como le he dicho, creísalvarme con la huida de la muchedumbre ydel contacto directo con el espíritu de nuestraépoca, también esa huida era un engaño. Con-

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tinuamente, a través de canales infinitos y acada aliento, esa atmósfera llega hasta nosotros,y no hay soledad bastante solitaria y apartadadonde no pueda alcanzarnos con sus nieblas ysus nubes. Las imágenes de esa civilización,disfrazadas de duda, de ganancia, de esperan-za, de virtud, nos van rodeando lentamente,bajo los disfraces más variados: e incluso aquí,cerca de usted, esa impostura ha sabido sedu-cirnos. ¡Con qué constancia y fidelidad deberáhacer guardia esa pequeña escuadra de unacultura que casi se puede llamar sectaria! ¡Ycómo deberán reforzarse mutuamente suscomponentes! ¡Con qué rigor habrá que censu-rar el paso en falso, y con qué piedad habrá queperdonarlo! Así, que perdóneme también us-ted, maestro, después de haberme reprendidotan seriamente.»

«Querido amigo, usas un lenguaje», dijo elfilósofo, «que no puedo tolerar, y que me re-cuerda las camarillas religiosas. No tengo nadaque ver con eso. Pero tu caballo platónico me

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ha gustado, y por eso es por lo que se te debeperdonar. Quiero permutar mi mamífero porese caballo. Por otro lado, tengo poco deseo deseguir paseando aquí al fresco con vosotros. Elamigo que estoy esperando está bastante loco,desde luego, para llegar hasta aquí a mediano-che, una vez que ha prometido venir. Pero yoestoy esperando en vano la señal acordada en-tre nosotros: no comprendo qué puede haberloentretenido hasta ahora. Suele ser puntual ypreciso, como estamos acostumbrados a serlolos viejos, cosa que hoy la juventud consideraanticuada. Esta vez me ha dado un plantón: esmolesto. Ahora seguidme. Es hora de irnos.»

En aquel instante se presentó algo nuevo.Friedrich NietzscheSOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS

INSTITUCIONES EDUCATIVASFriedrich Nietzsche

Quinta conferenciaPronunciada el 23 de marzoTraducción de Carlos Manzano publicada por

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Tusquets, Barcelona, septiembre de 2000, pp.141-167.

Si lo que os he contado, ilustres oyentes, so-bre los discursos de nuestro filósofo, pronun-ciados en la quietud nocturna y agitados pordiversas causas, lo habéis recibido con simpat-ía, entonces su triste decisión, que hemos refe-rido al final, deberá de haberos impresionadocomo nos impresionó entonces a nosotros. Efec-tivamente, nos había anunciado de improvisoque quería marcharse: ante el plantón que lehabía dado su amigo, y el poco consuelo que lehabía proporcionado lo que nosotros y suacompañante habíamos sabido aducir en aque-lla soledad, parecía ya querer interrumpir apre-suradamente aquella estancia inútilmente pro-longada en el monte. La jornada debía de pare-cerle perdida, y, al apartar de sí su recuerdo,indudablemente habría deseado hacer un hazcon dicho recuerdo y el de habernos conocido.Así, pues, estaba incitándonos, enfadado, a

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marcharnos, cuando un nuevo fenómeno loobligó a detenerse, y, después de haberse pues-to ya en marcha, tuvo que detenerla de nuevovacilante.

Un esplendor de luces variopintas y un rui-do crepitante, apagado al instante, hacia la re-gión del Rin, atrajo nuestra atención; e inmedia-tamente después subió hasta nosotros desdeaquella distancia una lenta frase melódica, can-tada al unísono y reforzada por numerosas vo-ces juveniles. «Ésa es su señal», exclamó el filó-sofo, «de nuevo llega mi amigo, y no he espe-rado en vano. Volveremos a vernos a mediano-che: ¿cómo podemos anunciarle que aún estoyaquí? ¡Ah!, vosotros, tiradores de pistola, ¡mos-trad una vez más vuestras armas! ¿Oís el ritmoriguroso de esa melodía que nos saluda? Fijaosen ese ritmo y repetidlo en una serie sucesivade disparos.»

Aquella tarea era conforme a nuestro gustoy a nuestra capacidad; cargamos con la mayorrapidez posible, y, después de habernos puesto

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de acuerdo brevemente, levantamos nuestraspistolas hacia la luminosa bóveda estrellada,mientras aquella penetrante progresión de so-nidos, después de una corta repetición, se ex-tinguía en lo profundo. El primero, el segundoy el tercer disparo resonaron nítidamente en lanoche. Entonces el filósofo gritó: «¡Habéis des-afinado!». Efectivamente, de repente habíamosdejado de realizar nuestra tarea rítmica: inme-diatamente después del tercer disparo, habíaaparecido, rápida como una flecha, una estrellafugaz, y casi sin quererlo disparamos el cuartoy el quinto disparo simultáneamente en la di-rección de su caída.

«¡Habéis desafinado!», gritó el filósofo«¿quién os ha dicho que miréis a las estrellasfugaces? Ya explotan por sí solas, sin vuestraintervención; cuando se usan las armas, hayque saber lo que se quiere.»

En aquel momento se dejó oír nuevamente,procedente del Rin, aquella melodía, entonadaentonces por voces más numerosas y más altas.

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«Pero nos han entendido», exclamó riendo miamigo, «ay, por lo demás, ¿quién puede resis-tirse, cuando se pone precisamente a tiro seme-jante fantasma luminoso?» «¡Silencio!», le inte-rrumpió el acompañante, «¿qué cuadrilla serála que nos canta esa señal? Calculo de veinte acuarenta voces, potentes voces masculinas, ¿yde dónde proviene su saludo? Parece que nohan abandonado todavía la orilla opuesta delRin. Pero podemos cerciorarnos, regresando allugar donde estábamos sentados. Venid rápidoallá abajo.»

En el lugar donde hasta entonces habíamosestado caminando para delante y para atrás, esdecir, en las cercanías de aquel imponente tron-co de árbol, el denso, oscuro y alto follaje im-pedía ver el Rin. En cambio, ya he contado quedesde aquel lugar de quietud, un poco másabajo del llano sin árboles en la cima del monte,se gozaba de una vista a través de las copas delos árboles, y que precisamente en el centro deaquella perspectiva circular se podía ver el Rin

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abrazando la isla de Nonnenwörth. Corrimosapresuradamente, aún preocupándonos delviejo filósofo, hacia aquel lugar de quietud: enel bosque había una densa oscuridad, y, alguiar al filósofo a derecha e izquierda, más quever con claridad, lo que hacíamos era adivinarel camino recorrido.

Apenas llegamos al banco, una luz de fuego,túrbida, vasta e inquieta, que evidentementeprocedía de la otra orilla del Rin, hirió nuestrosojos. «Son antorchas», exclamé, «no hay dudaalguna, allí abajo están mis compañeros deBonn, y vuestro amigo debe ir entre ellos. Elloseran los que cantaban, y ellos le escoltarán. ¡Mi-rad!, ¡oíd! Ahora están subiendo al barco: de-ntro de poco más de media hora el desfile deantorchas habrá llegado hasta aquí arriba.»

El filósofo dio un brinco hacia atrás. «¿Quédecís?», replicó, «¿vuestros compañeros deBonn, es decir, estudiantes? ¿Así que mi amigoviene con estudiantes?»

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Aquella pregunta hecha casi con rabia nosindignó. «¿Qué tiene usted contra los estudian-tes?», replicamos, sin obtener respuesta. Hastadespués de un rato no comenzó el filósofo ahablar lentamente, en tono quejoso, y casi diri-gido a quien todavía estaba lejos: «Así que,amigo mío, incluso a medianoche, incluso en loalto de un monte solitario, no estaremos solos,y eres tú mismo quien trae hasta mí una cuadri-lla de estudiantes bulliciosos, a pesar de quesabes que evito prudentemente ese genus omne.En eso no te entiendo, amigo lejano: y, sin em-bargo, es algo importante volver a encontrarsey verse de nuevo después de una larga separa-ción, y escoger para ello semejante rincón re-moto y semejante hora insólita. ¿Para qué nece-sitábamos un coro de testigos? Y, además, ¡me-nudos testigos! Lo que nos invita al encuentrode hoy no es en absoluto una necesidad senti-mental, propia de corazones tiernos: efectiva-mente, los dos hemos aprendido desde hacetiempo a vivir solos, en un aislamiento lleno de

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dignidad. Hemos decidido volver a vernosaquí, no, desde luego, por nosotros, por culti-var, por ejemplo, sentimientos delicados, o porrecitar patéticamente una escena de amistad.Antes bien, aquí fue donde un día te encontré,en una hora memorable de solemne soledad,como si fuéramos caballeros de un nuevo tri-bunal secreto. Acepto que nos escuche quienpueda comprendernos, pero, ¿por qué traescontigo una turba que indudablemente no noscomprende? En eso no te reconozco, amigolejano».

No consideramos conveniente interrumpirleen sus tristes lamentaciones, y, cuando enmu-deció melancólicamente, no nos atrevimos adecirle cuánto nos había disgustado aquel re-chazo lleno de desconfianza hacia los estudian-tes.

Al final el acompañante se dirigió al filósofoy dijo: «Me recuerda usted, maestro, que enotro tiempo, antes de que yo lo conociera, tam-bién usted vivió en varias universidades, y que

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desde entonces circulan rumores sobre sus re-laciones con los estudiantes y sobre su métodode enseñanza. Por el tono de resignación conque ha hablado de los estudiantes, muchospodrían suponer que ha tenido experienciasparticularmente decepcionantes; pero yo creo,más que nada, que usted ha experimentado yha visto lo que cualquiera puede experimentary ver en esos lugares, y que, aun así, ha juzgadotodo eso más severa y correctamente queningún otro. En efecto, por la intimidad quetuve con usted aprendí que las experienciasmás notables, más instructivas, más decisivas ymás íntimas son las cotidianas, pero que muypocos son los que entienden como enigma loque ante todos se presenta como tal, y que a lospocos filósofos auténticos existentes es a quie-nes van destinados esos problemas -ignorados,abandonados en el camino y casi pisoteadospor la multitud-, para que los recojan con cui-dado y desde ese momento resplandezcan co-mo piedras preciosas del conocimiento. En el

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corto intervalo de que disponemos todavía has-ta la llegada de su amigo, quizá debiera usteddecirnos algunas cosas más sobre sus conoci-mientos y experiencias en la esfera de la huma-nidad, con lo que completaría la serie de consi-deraciones a que, sin quererlo, nos vemos obli-gados en relación con nuestras instituciones decultura. Además de eso, permítasenos recordar-le que en un momento anterior de la discusiónme ha hecho usted incluso una promesa. Alreferirse al bachillerato, ha afirmado usted suextraordinaria importancia: a su objetivo cultu-ral, una vez establecido, deberían adecuarsetodas las demás instituciones, y las desviacio-nes de sus tendencias afectarían de algún modoa dichas instituciones. A semejante importanciade centro motor no podría ahora aspirar ni si-quiera la universidad, que en su forma actualdebe considerarse, por lo menos en su aspectoesencial, como una simple continuación de latendencia del bachillerato. En ese punto me haprometido usted una aclaración ulterior: tal vez

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puedan atestiguarlo también nuestros amigosestudiantes, que pueden haber oído nuestrocoloquio».

«Lo atestiguamos», intervine yo. El filósofose volvió hacia nosotros y respondió: «Enton-ces, si realmente habéis oído, podréis descri-birme, de acuerdo con lo que hemos dicho, loque entendéis por tendencia actual del bachille-rato. Por otro lado, todavía estáis bastantepróximos a ese ambiente como para poder es-tablecer una comparación entre mis pensamien-tos y vuestras experiencias y vuestros senti-mientos».

Mi amigo respondió pronta y rápidamente,como corresponde a su carácter, poco más omenos lo siguiente: «Hasta ahora siempre hab-íamos creído que el único fin del bachillerato esel de preparar para la universidad. Sin embar-go, esa preparación debe hacernos lo suficien-temente independientes, en armonía con la po-sición extraordinariamente libre de un universi-tario. En efecto, me parece que en ningún cam-

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po de la vida actual le está permitido al indivi-duo disponer y decidir con respecto a tantascosas como en el dominio de la vida estudiantil.Debe guiarse a sí mismo durante varios añospor un terreno vasto y en el que se le deja liber-tad completa: por eso, el bachillerato será el quedeberá intentar hacer que sea independiente».Yo continué el discurso de mi compañero. «Másaún: me parece», dije, «que todo lo que a ustedle parece criticable en el bachillerato, con razónindudablemente, no es sino un instrumentonecesario para producir, en una edad tan tem-prana, una especie de autonomía, o, por lo me-nos, de fe en ella. La instrucción alemana debeservir con vistas a esa autonomía: el individuodebe congratularse de sus opiniones y de susfines, para poder caminar por sí solo, sin ayudade muletas. Por eso, muy pronto se le invita aofrecer una producción original, y, más prontoaún, un juicio y una crítica precisos. Y, aunquelos estudios latinos y griegos no estén en condi-ciones de provocar en el escolar entusiasmo

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hacia la lejana antigüedad, aun así, gracias almétodo con que se llevan a cabo se despiertanel sentido científico, el gusto por la causalidadrigurosa del conocimiento, el deseo de encon-trar y descubrir. Y muchos son los que, al des-cubrir una nueva variante textual -encontradadurante el bachillerato y captada por un olfatojuvenil- quedan seducidos para siempre por loshalagos de la ciencia. El estudiante de bachille-rato debe aprender y recoger muchas cosas: deese modo es posible que se despierte lentamen-te un impulso que posteriormente lo guiará aaprender y a recoger de forma semejante, yautónoma, en la universidad. En resumen,creemos que la tendencia del bachillerato con-siste en preparar y habituar al discípulo paraque después pueda seguir viviendo y apren-diendo autónomamente, de igual modo que hatenido que aprender y vivir bajo la constriccióndel reglamento del bachillerato.»

Ante aquellas palabras el filósofo se echó areír, pero no con benevolencia precisamente, y

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replicó: «Acabáis de darme una prueba perfectade esa autonomía. Y es justamente esa auto-nomía lo que me espanta tanto y lo que haceque me resulte tan deprimente la proximidadde los estudiantes actuales. Sí, queridos amigos,vosotros ya estáis formados, habéis acabado decrecer, la naturaleza ha roto ya vuestro molde,y vuestros maestros pueden ya deleitarse convosotros. ¡Qué libertad, precisión y falta deprejuicios a la hora de juzgar! ¡Qué originalidady agudeza a la hora de comprender! Os erigísen jueces, y todas las civilizaciones de todos lostiempos escapan corriendo. El sentido científicose ha inflamado y brota de vosotros como unallama: todos deben estar en guardia para noquemarse al contacto con vosotros. Si considerotambién a vuestros profesores, vuelvo a encon-trar una vez más la misma autonomía, con unavigorosa y arrogante intensificación: nunca hahabido una época tan rica en las más hermosasautonomías, y nunca se ha odiado tan intensa-mente cualquier clase de esclavitud, entre ellas

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indudablemente también la esclavitud de laeducación y de la cultura.

»No obstante, permitidme valorar esa auto-nomía vuestra con el criterio de esta cultura yconsiderar vuestra universidad simplementecomo institución de cultura. Cuando un extran-jero quiere conocer la vida de nuestras univer-sidades, pregunta ante todo con insistencia:“¿De qué modo entran en relación vuestrosestudiantes con la universidad?”. Nosotros res-pondemos: “A través del oído, como oyentes”.El extranjero se asombra. “Sólo a través deloído?”, vuelve a preguntar. “Sólo a través deloído”, volvemos a responder. El estudianteescucha. Cuando habla, cuando mira, cuandocamina, cuando está en sociedad, cuando seocupa de arte, en resumen, cuando vive, esautónomo, o sea, independiente de la institu-ción de cultura. Con bastante frecuencia el es-tudiante escribe también, mientras escucha.Ésos son los momentos en que está unido alcordón umbilical de la universidad. Puede es-

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coger lo que desea escuchar, no necesita creeren lo que escucha, puede taparse los oídos,cuando no desea escuchar. Ese es el método“acroamático” de enseñanza.

»Por su parte, el profesor habla a esos estu-diantes que escuchan. Lo que piensa y hace enotros momentos está separado por un inmensoabismo de la percepción del estudiante. Mu-chas veces el profesor lee mientras habla. Engeneral, quiere tener el mayor número posiblede oyentes de esa clase; en caso de necesidad,se contenta con pocos, y casi nunca se dirige auno solo. Una sola boca que habla y muchísi-mos oídos, con un número menor de manosque escriben: tal es el aparato académico exte-rior, tal es la máquina cultural universitaria,puesta en funcionamiento. Por lo demás, aquela quien pertenece esa boca está separado y esindependiente de aquellos a quienes pertene-cen los numerosos oídos: y a esa doble auto-nomía se la elogia entusiásticamente como “li-bertad académica”. Por otro lado, el profesor -

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para aumentar todavía más esa libertad- puededecir prácticamente lo que quiere, y el estu-diante puede escuchar prácticamente lo quequiere: sólo que, detrás de esos dos grupos, arespetuosa distancia y con cierta actitud an-helosa de espectador, está el Estado, para re-cordar de vez en cuando que él es el objetivo, elfin y la suma de ese extraño procedimientoconsistente en hablar y en escuchar.

»Por eso, nosotros, a quienes debe permitír-senos considerar ese fenómeno sorprendentesólo como una institución cultural, contamos alestudioso extranjero que todo lo que es culturaen nuestras universidades pasa de la boca aloído y que cualquier educación para la culturaes, como hemos dicho, exclusivamente “acro-amática”. Pero, como incluso el hecho de escu-char y la elección de lo que se debe escuchar sedejan a la decisión autónoma del estudianteacadémicamente carente de prejuicios y como,por otro lado, puede negar la autenticidad y laautoridad de todo lo que escucha, en ese caso

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toda la educación para la cultura compete, ensentido estricto, a él solo, y entonces la auto-nomía buscada a través del bachillerato se reve-la, con el máximo orgullo, como “autoeduca-ción académica para la cultura”, y se adornacon sus plumas más brillantes.

»¡Época feliz, en que los jóvenes son lo bas-tante sagaces y cultos como para poder guiarsea sí mismos! ¡Insuperables institutos de bachi-llerato, que consiguen implantar la autonomía,mientras que otras épocas creían deber implan-tar y trasplantar la dependencia, la disciplina,la sumisión, la obediencia, y deber rechazarcualquier clase de presunción de autonomía!¿Veis ahora claro, queridos amigos, por qué,desde el punto de vista de la cultura, me gustaa mí considerar la universidad actual como unacontinuación de la tendencia del bachillerato?La cultura conseguida a través del bachilleratose presenta como un todo completo, y con pre-tensiones de libertad de opción, a las puertas dela universidad: exige, dicta leyes, juzga. Así,

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pues, no os engañéis con respecto al estudianteculto: éste, precisamente porque cree haberrecibido la consagración de la cultura, siguesiendo todavía el bachiller formado por las ma-nos de sus profesores. En cuanto tal, despuésde haber acabado el bachillerato y de haberentrado en el aislamiento académico, quedaprivado completamente de cualquier formacióny guía ulterior, para vivir de ese modo con suspropias fuerzas exclusivamente y ser libre.

»¡Libre! Examinad esa libertad, vosotros, co-nocedores de los hombres. Por estar construidasobre la base arcillosa de la cultura de bachille-rato actual, es decir, sobre sus cimientos dis-gregados, su edificio se alza inclinado e insegu-ro frente al soplo de vientos turbulentos. Miradal estudiante libre, al heraldo de la culturaautónoma, adivinad sus instintos, interpretadloen función de sus necesidades. Decidme quépensáis de su formación, cuando la hayáis valo-rado en relación con una triple escala gradua-da, juzgándola ante todo con relación a su ne-

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cesidad de filosofía, en segundo lugar con rela-ción a su instinto para el arte, y, por último, conrelación a la antigüedad griega y romana, quees el imperativo categórico concreto de cual-quier cultura.

»El hombre se ve tan asediado por los pro-blemas más serios y más difíciles, que, si se leguía correctamente hasta ellos, caerá pronto enese asombro filosófico duradero que es en loúnico en que, como sobre una base fecunda,puede fundamentarse y acrecentarse una cultu-ra más profunda y más noble. Sus propias ex-periencias lo conducen con la mayor frecuenciaa esos problemas, y sobre todo en el tumultuo-so periodo de la juventud casi todos los aconte-cimientos personales se reflejan con doble luz,como ejemplificaciones de una realidad coti-diana y, al mismo tiempo, como ejemplines deun problema eterno, sorprendente y digno deexplicación. En esa edad, que ve sus experien-cias envueltas, por decirlo así, en un arco irismetafísico, el hombre siente la necesidad su-

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prema de una mano que lo guíe, ya que se haconvencido repentina y casi instintivamente dela ambigüedad de la existencia y ha perdido elterreno sólido de las opiniones tradicionalessostenidas hasta entonces.

»Como es fácil de comprender, ese estadonatural de extrema indigencia, está consideradocomo el peor enemigo de la tan deseada auto-nomía a que debe ser guiado el joven culto dela época presente. Por eso, todos los partidariosde la “época actual” -refugiados en la “eviden-cia”- se esfuerzan activamente por reprimir yparalizar ese estado natural, por desviarlo osofocarlo: y el medio preferido consiste en pa-ralizar mediante la llamada “cultura histórica”ese impulso filosófico conforme con la natura-leza. Un sistema que hasta hace poco tiempogozaba de una escandalosa celebridad mundialha descubierto la fórmula de esa autodestruc-ción de la filosofía: y hoy, según la considera-ción histórica de las cosas, se revela por do-quier tal ingenua falta de escrúpulos a la hora

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de transformar lo que es irracional al máximoen la “razón” y de presentar como blanco loque es negro al máximo, que muchas vecespodríamos preguntar, parodiando el principiode Hegel: “¿Es real esa irracionalidad?”. Des-graciadamente, hasta lo irracional parece hoy laúnica cosa “real” precisamente, es decir, la úni-ca cosa operante, y justamente el hecho de re-servar esa especie de realidad para explicar lahistoria es lo que se considera como “culturahistórica” propiamente dicha. En esta última elimpulso filosófico de nuestra juventud se hatransformado como en una crisálida; y hoy losextraños filósofos de las universidades parecenhaber conspirado para reforzar la confianza deljoven universitario en esa cultura histórica.

»Así, en lugar de una interpretación profun-da de los problemas eternamente iguales, haintervenido lentamente una valoración históri-ca o incluso una investigación filológica: ahorase trata de establecer qué ha pensado o no pen-sado tal o cual filósofo, de ver si tal o cual escri-

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to puede atribuírsele con razón, o bien si hayque preferir tal o cual variante. En los semina-rios filosóficos de nuestras universidades, seestimula hoy a nuestros estudiantes a sentirsemejante interés neutral por la filosofía; poreso, hace mucho tiempo que me acostumbré aconsiderar esa ciencia como una rama de lafilología, y a valorar a sus representantes segúnsean buenos o malos filólogos. Por eso ahora lafilosofía como tal está desterrada de la univer-sidad: con eso hemos dado una respuesta a laprimera pregunta, que se refería al valor cultu-ral de las universidades.

»No podemos evitar la vergüenza al confe-sar qué relación guarda con el arte esa mismauniversidad: no guarda ninguna relación. En launiversidad no se pueden encontrar ni siquieraindicios de comparación, de aspiración, de es-tudio ni de pensamiento en cuestiones artísticasy nadie podrá hablar en serio de un deseo de launiversidad de favorecer los más importantesproyectos artísticos nacionales. En este sentido,

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no tiene la menor importancia que un profesorconcreto se sienta por casualidad inclinado másíntimamente hacia el arte, o que se cree unacátedra para historiadores estetizantes de laliteratura: pero en el hecho de que la universi-dad en su conjunto no esté en condiciones desometer al joven estudiante a una rigurosa dis-ciplina artística y en el hecho de que en esecampo carezca totalmente de voluntad vaimplícita ya una crítica acerba a su arrogantepretensión de representar la suprema institu-ción de cultura.

»Nuestros universitarios “independientes”viven sin filosofía y sin arte: por eso, ¿cómo vana poder sentir la necesidad de ocuparse de losgriegos y de los romanos, dado que nadie tieneya razón para simular una propensión haciaellos, y dado que, además, los antiguos reinanen un alejamiento majestuoso y en una soledadcasi inaccesible? Por eso, las universidades ac-tuales -con coherencia, por lo demás- no se pre-ocupan en absoluto de tales tendencias cultura-

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les totalmente extintas, y crean sus cátedrasfilológicas exclusivamente para la educación denuevas generaciones de filólogos, a quienesincumbirá la preparación filológica de los ba-chilleres: ciclo vital este que no va a favor ni delos filólogos ni de los institutos de bachillerato,sino que sobre todo culpa por tercera vez a launiversidad de no ser aquello por lo que le gus-taría hacerse pasar ostentosamente, o sea, unainstitución de cultura. Efectivamente, si elimin-áis a los griegos, con su filosofía y su arte, ¿porqué escala pretenderéis todavía subir hacia laculturas En realidad, en el intento de trepar porla escala sin esa ayuda, podría ocurrir quevuestra erudición -debéis tolerar que se os digaesto-, en lugar de poneros alas y elevaros hacialo alto, presionará, en cambio, sobre vuestroshombros como un peso molesto.

»Así, pues, si bien vosotros, personas respe-tables, habéis seguido teniendo una actitudhonrada con respecto a esos tres grados decomprensión y si bien habéis reconocido que el

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estudiante actual no es apto ni está preparadopara la filosofía, que carece de instinto para elarte auténtico y que, frente a los griegos, es unbárbaro que se cree libre, no por ello debéishuir horrorizados delante de él, aun cuando talvez quisierais evitar un contacto demasiadoinmediato. De hecho, tal como es, es inocente;tal como lo habéis conocido, es una acusacióncallada pero terrible contra los culpables.

»Deberíais entender el lenguaje secreto conque ese inocente vuelto culpable habla a símismo: en ese caso comprenderíais también laesencia íntima de esa autonomía exhibida detan buen grado. Ninguno de los jóvenes másnoblemente dotados ha permanecido ajeno aesa necesidad incesante, debilitante, turbadoray enervante de cultura: en la época en que esaparentemente la única persona libre en unarealidad de empleados y de servidores, pagaesa grandiosa ilusión de la libertad con tormen-tos y dudas que se renuevan continuamente.Siente que no puede guiarse a sí mismo, que no

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puede ayudarse a sí mismo: se asoma entoncessin esperanzas al mundo cotidiano y al trabajocotidiano. Lo rodea el ajetreo más trivial y susmiembros se aflojan desmayadamente. Pero derepente se yergue nuevamente: siente todavíaintacta la fuerza que había sabido mantenerlo aflote. Orgullosas y nobles decisiones se formany se intensifican en él. Le aterroriza la idea decaer tan pronto en una especialización estrechay mezquina, e intenta entonces aferrarse a co-lumnas y a puntos de apoyo para no versearrastrado por ese camino. En vano. Esos apo-yos ceden, ya que sus asideros eran falsos, y sehabían aferrado a frágiles soportes. Con ánimovacío y desconsolado, ve esfumarse sus planes.Su situación es espantosa e indigna: oscila entreuna actividad frenética y una lasitud melancó-lica. En este último caso está cansado, sientepereza, temor al trabajo, espanto ante todo loque es grande, se nota lleno de odio hacia símismo. Analiza sus capacidades y cree percibirespacios vacíos o caóticamente llenos. A conti-

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nuación, desde la altura de un conocimientoimaginario de sí mismo se precipita de nuevoen un escepticismo irónico. No atribuye la me-nor importancia a sus luchas internas y se sien-te dispuesto para cualquier utilidad real, aun-que sea ínfima. Entonces intenta consolarse conuna acción incesante y apresurada, para escon-derse, así, de sí mismo. De ese modo su perple-jidad y la falta de un guía hacia la cultura loimpulsan de una forma de existencia a otra:dudas, ímpetus, necesidades de la vida, espe-ranzas, desesperaciones, todo eso lo impulsa enuna dirección y en otra, lo que significa que porencima de él se han apagado todas las estrellas,bajo cuya guía podría tripular su nave.

»Tal es la imagen de esa famosa autonomía,de esa libertad académica, reflejada en las al-mas mejores y verdaderamente necesitadas decultura: frente a ellas carecen de la más mínimaimportancia esas naturalezas más groseras y sinprejuicios, que se congratulan de modo bárbarocon su libertad. Efectivamente, estas últimas,

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con un mezquino bienestar y con su estrechezoportunista, idónea para un campo reducido,demuestran que precisamente ese elemento esel que les conviene: no tenemos nada que deciren contra. No obstante, su bienestar no consti-tuye una compensación, frente al dolor de unsolo joven que se siente inclinado hacia la cul-tura, que necesite un guía, y que finalmentedeje caer las riendas desanimado y comience adespreciarse a sí mismo. Tal es el inocente sinculpa: efectivamente, ¿quién le ha impuesto lacarga insostenible de permanecer solo? ¿Quiénlo ha instigado a la autonomía a una edad enque las necesidades naturales e inmediatas con-sisten por lo general en dejarse llevar por gran-des guías y en seguir con entusiasmo el caminodel maestro?

»Verdaderamente, resulta inquietante re-flexionar sobre los efectos a que puede condu-cir la represión violenta de necesidades tannobles. Quien examine de cerca y con miradapenetrante a los partidarios y amigos más peli-

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grosos de esa pseudocultura del presente, tanodiada por mí, encontrará también con dema-siada frecuencia, entre ellos precisamente, esoshombres de cultura degenerados y descarria-dos, impulsados por una desesperación íntimaa una furia hostil hacia la cultura, cuyo accesonadie había querido mostrarle. No son los peo-res ni los más decadentes los que encontramosentonces, después de la metamorfosis de ladesesperación, haciendo de periodistas o degacetilleros; al contrario, el espíritu de ciertosgéneros literarios, hoy muy cultivados, se podr-ía caracterizar incluso como un estado de áni-mo estudiantil desesperado. ¿Cómo podríaentenderse, si no, esa “joven Alemania” -tanconocida en otro tiempo- con todos sus epígo-nos reproducidos hasta hoy? En eso descubri-mos una necesidad de cultura que ha llegado aser, por decirlo así, salvaje, y que al final seenardece hasta gritar: ¡yo soy la cultura! Alláabajo, ante las puertas de los institutos y de lasuniversidades se pasea la cultura de esos gru-

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pos, que han abandonado el bachillerato y aho-ra se comportan de modo soberbio, a pesar decarecer, desde luego, de la erudición del bachi-llerato y de la universidad. Así, por ejemplo, lamejor forma de caracterizar al novelista Gutz-kow sería la de considerarlo como la imagendel bachiller moderno, ya convertido en litera-to.

»Un hombre de cultura degenerado es unproblema serio, y nos sentimos profundamenteperturbados, cuando observamos que todosnuestros hombres públicos, estudiosos y perio-distas, llevan encima las señales de esa degene-ración. ¿Cómo puede juzgarse correctamente anuestros estudiosos -al verlos contemplar sinfastidio alguno, o incluso prestar su ayuda a lalabor de seducción periodística del pueblo- sino con la hipótesis de que para ellos la erudi-ción puede resultar algo semejante a lo quepara los otros es escribir novelas, o sea, unahuida ante sí mismos, una mortificación ascéti-ca de su impulso cultural, una desesperada

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aniquilación del individuo? De nuestro degene-rado arte literario, como de la manía de escribirlibros -que aumenta hasta el absurdo- de nues-tros estudiosos surge un mismo suspiro: ¡ah, sipudiéramos olvidarnos de nosotros mismos!No lo consiguen: el recuerdo, no apagado pormontañas enteras de papel impreso que se lehan echado encima, sigue repitiendo de vez encuando: “Tú eres un hombre de cultura dege-nerado, has nacido para la cultura y te haneducado para la no cultura, tú, impotentebárbaro, esclavo del día, ligado a la cadena delinstante, ¡y hambriento, eternamente hambrien-to!”.

»¡Miserables inocentes vueltos culpables!Efectivamente, les faltaba algo que debía llegarde fuera, una auténtica institución de culturaque pudiera proporcionarles objetivos, maes-tros, métodos, modelos, compañeros, y de cuyointerior pudiera verterse sobre ellos el soplofortificante y exaltante del espíritu alemánauténtico. Se consumen así en el desierto, de-

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generando como enemigos del espíritu que enel fondo les es íntimamente afín; acumulan cul-pa sobre culpa, delitos más graves que los co-metidos por cualquier otra generación, manci-llando lo puro, profanando lo sagrado, preco-nizando lo falso e inauténtico. A partir de suejemplo podéis tomar conciencia de la fuerzacultural de nuestras universidades y podéisformularos con toda seriedad la pregunta: ¿quéintentáis favorecer en ellas? La erudición ale-mana, la inventiva alemana, el honrado impul-so alemán hacia el conocimiento, el celo alemáncapaz de sacrificio, o sea, cosas bellas y esplén-didas, por las que las otras naciones os envi-diarán, o, mejor, las cosas más bellas y esplén-didas del mundo, con tal de que sobre ellas sedesplegara, como una nube oscura, centellean-te, fecundante y bendecidora, ese espíritualemán auténtico. Pero vosotros teméis a eseespíritu, y, por esa razón, otra nebulosidad,bochornosa y pesada, se ha acumulado porencima de vuestras universidades, y por debajo

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de ellas vuestros jóvenes más nobles respiranfatigados y oprimidos, mientras los mejores detodos perecen.

»En este siglo ha habido un intento trágica-mente serio, e instructivo como ninguno, dedispersar esa niebla y abrir una amplia perspec-tiva hacia la alta nube -que avanza- del espíritualemán. La historia de la universidad no regis-tra ningún otro intento semejante, y quien quie-ra demostrar incisivamente lo que es urgentehacer en ese terreno no podrá encontrar nuncaun ejemplo más claro. Se trata del fenómeno dela antigua y originaria “corporación de estu-diantes”.

»Con la guerra, el joven había llevado a casael premio más digno e inesperado de la lucha,es decir, la libertad de la patria: adornado conaquella corona, pensó en cosas más nobles. Deregreso a la universidad, sintió, respirando difi-cultosamente, aquel soplo bochornoso e infecto,que gravitaba sobre las sedes de la cultura uni-versitaria. De improviso vio, con ojos desenca-

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jados por el terror, la barbarie no alemana, di-simulada artificiosamente bajo cualquier clasede erudición, y de repente advirtió que suspropios compañeros, carentes de guía, estabanabandonados a un desagradable frenesí juvenil.Y se enojó. Se rebeló con la misma actitud deindignación más orgullosa con que en otrotiempo su Friedrich Schiller podía haber recita-do ante los compañeros Los bandidos: así comoSchiller había atribuido a su drama la imagende un león y el subtítulo in tyrannos, así tam-bién su discípulo fue, a su vez, aquel león listopara saltar. Y realmente temblaron todos los“tiranos”. Indudablemente, aquellos jóvenesindignados, de mirada despavorida y superfi-cial, no parecían muy diferentes de los bandi-dos de Schiller: sus discursos causaban unaimpresión terrible al oyente miedoso, como sien comparación con ellos Esparta y Roma fue-ran equiparables a conventos de monjas. Elterror provocado por aquellos jóvenes furiososhabía llegado a ser universal verdaderamente,

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y ni siquiera aquellos bandidos habían provo-cado en el ambiente de las cortes un terrorcomparable a ése. Y, sin embargo, un príncipealemán había dicho, según Goethe, refiriéndosea éstos: “Si yo fuera Dios, y hubiese previsto laaparición de Los bandidos, no habría creado elmundo”.

»¿De dónde procedía la fuerza incomprensi-ble de aquel terror? En realidad, aquellos jóve-nes indignados eran los más valientes, los másdotados y los más puros de entre sus compañe-ros. Sus gestos y sus trajes se caracterizaban poruna magnánima falta de prejuicios y una noblesencillez de costumbres; los preceptos más no-bles los unían mutuamente, impulsándoles auna bondad rigurosa y fervorosa: ¿qué se podíatemer de ellos? Nunca podrá aclararse hastaqué punto se engañaba, o fingía, la gente o bienreconocía la verdad: no obstante, un instintoarraigado se expresaba a través de aquel temory a través de aquella vergonzosa y absurdapersecución. Dicho instinto odiaba tenazmente

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dos cosas en la corporación estudiantil: antetodo, su organización, como primer intento deuna institución cultural auténtica, y, en segun-do lugar, el espíritu de dicha institución cultu-ral, es decir, aquel espíritu alemán viril, serio,melancólico, duro y audaz, aquel espíritu quese había conservado sano y salvo desde la épo-ca de la Reforma, de Lutero, hijo de minero.

»Pensad ahora en el destino de la corpora-ción estudiantil. Efectivamente, yo me pregun-to: ¿acaso comprendió la universidad alemanaaquel espíritu, en una época en que incluso lospríncipes alemanes, con su odio, demostrabanhaberlo comprendido? ¿Acaso echó los brazosal cuello de sus hijos más nobles, de modo de-cidido y valiente, con las palabras: “antes dematar a éstos, tendréis que matarme a mí”? Yaconozco vuestra respuesta, y a partir de elladebéis juzgar si la universidad alemana es unainstitución alemana de cultura.

»En aquella época el estudiante tuvo el pre-sentimiento de la profundidad en que debe

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echar raíces una institución cultural auténtica:dichas raíces consisten en una renovación inter-ior y en un estímulo de las fuerzas morales máspuras. Y todo eso deberá contarse perpetua-mente, para mayor gloria del estudiante. En loscampos de batalla pudo haber aprendido lo queno tenía la más mínima posibilidad de apren-der en la esfera de la “libertad académica”, esdecir, que se necesitan grandes guías y quecualquier cultura comienza con la obediencia.En pleno júbilo de la victoria y con el pensa-miento dirigido a su patria liberada, ¡se habíaprometido a sí mismo solemnemente seguirsiendo alemán! Entonces aprendió a compren-der a Tácito, entonces entendió el imperativocategórico de Kant, entonces le entusiasmó lalírica guerrera de Karl Maria von Weber. Laspuertas de la filosofía, del arte e incluso de laantigüedad se abrieron de par en par ante él, ycon uno de los hechos sangrientos más memo-rables, con el asesinato de Kotzebue, vengó -con profundo instinto y con imprevisión exal-

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tada- a su incomparable Schiller, prematura-mente consumido por la resistencia del mundoobtuso, Schiller, que habría podido ser para élun guía, un maestro, un organizador, y cuyafalta sentía entonces con un resentimiento tanprofundo.

»En efecto, tal fue la suerte de aquellos estu-diantes llenos de presagios: no encontraron losguías que necesitaban. Poco a poco se volvieroninseguros mutuamente, desunidos, desconten-tos: torpezas desdichadas revelaron muy pron-to que entre ellos faltaba el genio capaz deeclipsar todo; aquel misterioso hecho sangrien-to reveló también, junto a una fuerza pavorosa,la peligrosidad de aquella falta. Estaban singuía, y, por esa razón, se perdieron.

»Así, que os repito, amigos míos: cualquierclase de cultura se inicia con lo contrario detodo lo que hoy se elogia como libertad acadé-mica, es decir, se inicia con la obediencia, con lasubordinación, con la disciplina, con la suje-ción. Y así como los grandes guías necesitan a

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quienes deben ser guiados, así también quienesdeben ser guiados necesitan a los guías: conrespecto a esto, en el orden espiritual dominauna predisposición recíproca, o, mejor, unaespecie de armonía preestablecida. Contra eseorden eterno, al que las cosas tenderán siemprecon una fuerza de gravedad conforme con lanaturaleza, obra precisamente esa cultura quehoy está sentada en el trono del presente. Éstaquiere humillar a los guías, sometiéndoles aservidumbre, o bien quiere acabar con ellos:espía a quienes deben ser guiados, en el mo-mento en que están buscando su guía predesti-nado, y aturde con medios embriagadores suinstinto de búsqueda. Pero si, a pesar de eso,quienes están destinados el uno para el otro seencuentran juntos en la lucha, heridos, surgeentonces una sensación de delicia y de profun-da conmoción, como si la provocaran los acor-des eternos de una lira, una sensación que sólomediante una imagen podría intentar hacerosadivinar.

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»¿No habéis tenido nunca ocasión, duranteun ensayo musical, de considerar con ciertaparticipación la extraña especie de humanidadarrugada y bondadosa que suele componer laorquesta alemana? ¡Qué imágenes alternas, porobra de la caprichosa diosa “forma”! ¡Qué nari-ces y qué orejas, qué movimientos desmañados,dignos de esqueletos! Imaginad que fueraissordos, que no hubieseis supuesto lo másmínimo la existencia del sonido y de la música,y que gozarais únicamente, como artistasplásticos, con el espectáculo de las evolucionesorquestales: en tal caso no os cansaríais nuncade mirar -sin que os molestara la acción ideali-zadora del sonido- ese espectáculo cómico querecuerda las toscas incisiones medievales enmadera, esa parodia inocente del homo sapiens.

»Imaginad ahora que regrese de nuevovuestro sentido de la música, que vuestros oí-dos se abran y que se presente a guiar la or-questa un respetable director en la función quele compete: en tal caso dejará de existir para

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vosotros el espectáculo cómico de esas figura-ciones y escucharéis, pero en ese caso os pare-cerá que el espíritu del aburrimiento pasa deese venerable director a sus compañeros. Sóloveréis la desgana y la flojedad, sólo oiréis laimprecisión rítmica, la vulgaridad melódica yla trivialidad de los sentimientos. La orquestase convertirá para vosotros en una masa indife-rente y aburrida, o incluso desagradable.

»Y, por último, introducid en esa masa, convuestra desenfrenada fantasía, un genio, unverdadero genio: entonces notaréis al instantealgo increíble. Parecerá como si por una fulmi-nante transmigración de las almas dicho geniohubiera entrado en todos los cuerpos semiani-males y como si ya todos ellos miraran a travésde un único ojo demónico. Así, pues, escuchady mirad: ¡nunca seréis capaces de escuchar bas-tante! Si entonces consideráis nuevamente laorquesta sublimemente tumultuosa o íntima-mente lastimera, si en cada uno de sus múscu-los adivináis una tensión ágil y en cada uno de

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sus gestos una necesidad rítmica, sentiréis en-tonces también vosotros lo que es una armoníapreestablecida entre quien guía y quienes songuiados, y comprenderéis que en el orden espi-ritual todo tiende a construir semejante organi-zación. Por otra parte, a partir de mi compara-ción, interpretad ahora lo que entiendo porinstitución de cultura auténtica y comprendedlas razones por las que en la universidad noreconozco ni siquiera de lejos semejante institu-ción».