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FRANCISCO Discursos, homilías, mensajes “Miserando atque eligendo”

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FRANCISCO

Discursos, homilías, mensajes2014

“Miserando atque eligendo”

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SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS20140101. Homilía.

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las en-señara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos es-pera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una espe-ranza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta es-peranza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.

El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.

Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen Ma-ría. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre ce-lestial.

Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina materni-dad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habi-tantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reco-nocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hi-jos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nun-ca, en su unidad, nunca se equivoca.

María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, so-bre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos cami-nos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avan-

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zar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).

Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Ma-dre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un va-lor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Ma-dre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incer-tidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el mo-mento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había co-operado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mun-do, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se con-vierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.

La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de dis-ponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos :, y os invito a in-vocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén.

SAN PEDRO FABRO: INQUIETO Y CENTRADO EN DIOS20140103. Homilía. Santísimo Nombre de Jesús. San Pedro Fabro

San Pablo nos dice, lo hemos escuchado: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 5-7). Nosotros, jesuitas, queremos ser galardonados en el nombre de Jesús, militar bajo el estandar-te de su Cruz, y esto significa: tener los mismos sentimientos de Cristo. Significa pensar como Él, querer como Él, mirar como Él, caminar como Él. Significa hacer lo que hizo Él y con sus mismos sentimientos, con los sentimientos de su Corazón.

El corazón de Cristo es el corazón de un Dios que, por amor, se «va-ció». Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús debería estar dis-puesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este abajamiento: ser de los «despojados». Ser hombres que no deben vivir centrados en sí mis-mos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de

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las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Por ello, ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensa-miento abierto: porque piensa siempre mirando al horizonte que es la glo-ria de Dios siempre mayor, que nos sorprende sin pausa. Y ésta es la in-quietud de nuestro abismo. ¡Esta santa y bella inquietud!

Pero, porque somos pecadores, podemos preguntarnos si nuestro cora-zón ha conservado la inquietud de la búsqueda o si, en cambio, se ha atro-fiado; si nuestro corazón está siempre en tensión: un corazón que no se acomoda, no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que se realiza junto a todo el pueblo fiel de Dios. Es necesario buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo aún y siempre. Sólo es-ta inquietud da paz al corazón de un jesuita, una inquietud también apostó-lica, no nos debe provocar cansancio de anunciar el kerygma, de evangeli-zar con valentía. Es la inquietud que nos prepara para recibir el don de la fecundidad apostólica. Sin inquietud somos estériles.

Ésta es la inquietud que tenía Pedro Fabro, hombre de grandes deseos, otro Daniel. Fabro era un «hombre modesto, sensible, de profunda vida in-terior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo» (Benedicto XVI, Discurso a los jesuitas, 22 de abril de 2006). Pero era también un espíritu inquieto, indeciso, jamás satisfecho. Bajo la guía de san Ignacio aprendió a unir su sensibilidad inquieta pero también dulce, diría exquisita, con la capacidad de tomar decisiones. Era un hom-bre de grandes aspiraciones; se hizo cargo de sus deseos, los reconoció. Es más, para Fabro es precisamente cuando se proponen cosas difíciles cuan-do se manifiesta el auténtico espíritu que mueve a la acción (cf. Memorial, 301). Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. He aquí la pregunta que debemos plantearnos: ¿también nosotros tenemos grandes visiones e impulsos? ¿También nosotros somos audaces? ¿Vuela alto nuestro sueño? ¿Nos devora el celo? (cf. Sal 69, 10) ¿O, en cambio, somos mediocres y nos conformamos con nuestras programacio-nes apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en ella misma y en su capacidad de organización, sino que se oculta en la aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros de-seos y los deseos ensanchan el corazón. Es lo que dice san Agustín: orar para desear y desear para ensanchar el corazón. Precisamente en los de-seos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ninguna parte y es por ello que es necesario ofrecer los propios deseos al Señor. En las Constituciones dice que «se ayuda al prójimo con los deseos presenta-dos a Dios, nuestro Señor» (Constituciones, 638).

Fabro tenía el auténtico y profundo deseo de «estar dilatado en Dios»: estaba completamente centrado en Dios, y por ello podía ir, en espíritu de obediencia, a menudo también a pie, por todos los lugares de Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio. Me surge pen-sar en la tentación, que tal vez podemos tener nosotros y que muchos tie-nen, de relacionar el anuncio del Evangelio con bastonazos inquisidores, de condena. No, el Evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor. Su familiaridad con Dios le llevaba a comprender que la experiencia

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interior y la vida apostólica van siempre juntas. Escribe en su Memo-rial que el primer movimiento del corazón debe ser el de «desear lo que es esencial y originario, es decir, que el primer lugar se deje a la solicitud perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor» (Memorial, 63). Fabro experi-menta el deseo de «dejar que Cristo ocupe el centro del corazón» (Memo-rial, 68). Sólo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo. Y Fabro viajó sin descanso incluso a las fronteras geográficas, que se decía de él: «Parece que nació para no estar quieto en ninguna par-te» (mi, Epistolae i, 362). A Fabro le devoraba el intenso deseo de comu-nicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo entonces necesita-mos detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por in-tercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: esa fascina-ción por el Señor que llevaba a Pedro a todas estas «locuras» apostólicas.

Nosotros somos hombres en tensión, somos también hombres contra-dictorios e incoherentes, pecadores, todos. Pero hombres que quieren ca-minar bajo la mirada de Jesús. Somos pequeños, somos pecadores, pero queremos militar bajo el estandarte de la Cruz en la Compañía galardona-da con el nombre de Jesús. Nosotros, que somos egoístas, queremos tam-bién vivir una vida agitada por grandes deseos. Renovemos así nuestra oblación al Eterno Señor del universo para que con la ayuda de su Madre gloriosa podamos querer, desear y vivir los sentimientos de Cristo que se despojó de sí mismo. Como escribía Pedro Fabro, «no busquemos nunca en esta vida un nombre que no se relacione con el de Jesús» (Memorial, 205). Y pidamos a la Virgen ser puestos con su Hijo.

PRÓLOGO DE SAN JUAN: EL VERBO SE HIZO CARNE20140105. Ángelus

La liturgia de este domingo nos vuelve a proponer, en el Prólogo del Evangelio de san Juan, el significado más profundo del Nacimiento de Je-sús. Él es la Palabra de Dios que se hizo hombre y puso su «tienda», su morada entre los hombres. Escribe el evangelista: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). En estas palabras, que no dejan de asombrarnos, está todo el cristianismo. Dios se hizo mortal, frágil como nosotros, compartió nuestra condición humana, excepto en el pecado, pero cargó sobre sí mismo los nuestros, como si fuesen propios. Entró en nues-tra historia, llegó a ser plenamente Dios-con-nosotros. El nacimiento de Jesús, entonces, nos muestra que Dios quiso unirse a cada hombre y a ca-da mujer, a cada uno de nosotros, para comunicarnos su vida y su alegría.

Así Dios es Dios con nosotros, Dios que nos ama, Dios que camina con nosotros. Éste es el mensaje de Navidad: el Verbo se hizo carne. De este modo la Navidad nos revela el amor inmenso de Dios por la humani-dad. De aquí se deriva también el entusiasmo, nuestra esperanza de cristia-nos, que en nuestra pobreza sabemos que somos amados, visitados y acompañados por Dios; y miramos al mundo y a la historia como el lugar donde caminar juntos con Él y entre nosotros, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Con el nacimiento de Jesús nació una promesa nueva, nació

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un mundo nuevo, pero también un mundo que puede ser siempre renova-do. Dios siempre está presente para suscitar hombres nuevos, para purifi-car el mundo del pecado que lo envejece, del pecado que lo corrompe. En lo que la historia humana y la historia personal de cada uno de nosotros pueda estar marcada por dificultades y debilidades, la fe en la Encarnación nos dice que Dios es solidario con el hombre y con su historia. Esta proxi-midad de Dios al hombre, a cada hombre, a cada uno de nosotros, es un don que no se acaba jamás. ¡Él está con nosotros! ¡Él es Dios con noso-tros! Y esta cercanía no termina jamás. He aquí el gozoso anuncio de la Navidad: la luz divina, que inundó el corazón de la Virgen María y de san José, y guio los pasos de los pastores y de los magos, brilla también hoy para nosotros.

En el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios hay también un as-pecto vinculado con la libertad humana, con la libertad de cada uno de no-sotros. En efecto, el Verbo de Dios pone su tienda entre nosotros, pecado-res y necesitados de misericordia. Y todos nosotros deberíamos apresurar-nos a recibir la gracia que Él nos ofrece. En cambio, continúa el Evangelio de san Juan, «los suyos no lo recibieron» (v. 11). Incluso nosotros muchas veces lo rechazamos, preferimos permanecer en la cerrazón de nuestros errores y en la angustia de nuestros pecados. Pero Jesús no desiste y no deja de ofrecerse a sí mismo y ofrecer su gracia que nos salva. Jesús es pa-ciente, Jesús sabe esperar, nos espera siempre. Ésto es un mensaje de es-peranza, un mensaje de salvación, antiguo y siempre nuevo. Y nosotros estamos llamados a testimoniar con alegría este mensaje del Evangelio de la vida, del Evangelio de la luz, de la esperanza y del amor. Porque el mensaje de Jesús es éste: vida, luz, esperanza y amor.

EPIFANÍA: SIGUIENDO UNA LUZ, BUSCAN LA LUZ20140106. Homilía. Epifanía

«Lumen requirunt lumine». Esta sugerente expresión de un himno litúrgico de la Epifanía se refiere a la experiencia de los Magos: siguien-do una luz, buscan la Luz. La estrella que aparece en el cielo enciende en su mente y en su corazón una luz que los lleva a buscar la gran Luz de Cristo. Los Magos siguen fielmente aquella luz que los ilumina interior-mente y encuentran al Señor.

En este recorrido que hacen los Magos de Oriente está simbolizado el destino de todo hombre: nuestra vida es un camino, iluminados por luces que nos permiten entrever el sendero, hasta encontrar la plenitud de la ver-dad y del amor, que nosotros cristianos reconocemos en Jesús, Luz del mundo. Y todo hombre, como los Magos, tiene a disposición dos grandes “libros” de los que sacar los signos para orientarse en su peregrinación: el libro de la creación y el libro de las Sagradas Escrituras. Lo importante es estar atentos, vigilantes, escuchar a Dios que nos habla, siempre nos habla. Como dice el Salmo, refiriéndose a la Ley del Señor: «Lámpara es tu pala-bra para mis pasos, / luz en mi sendero» (Sal 119,105). Sobre todo, escu-

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char el Evangelio, leerlo, meditarlo y convertirlo en alimento espiritual nos permite encontrar a Jesús vivo, hacer experiencia de Él y de su amor.

En la primera Lectura resuena, por boca del profeta Isaías, el llamado de Dios a Jerusalén: «¡Levántate, brilla!» (60,1). Jerusalén está llamada a ser la ciudad de la luz, que refleja en el mundo la luz de Dios y ayuda a los hombres a seguir sus caminos. Ésta es la vocación y la misión del Pueblo de Dios en el mundo. Pero Jerusalén puede desatender esta llamada del Señor. Nos dice el Evangelio que los Magos, cuando llegaron a Jerusalén, de momento perdieron de vista la estrella. No la veían. En especial, su luz falta en el palacio del rey Herodes: aquella mansión es tenebrosa, en ella reinan la oscuridad, la desconfianza, el miedo, la envidia. De hecho, Hero-des se muestra receloso e inquieto por el nacimiento de un frágil Niño, al que ve como un rival. En realidad, Jesús no ha venido a derrocarlo a él, ri-dículo fantoche, sino al Príncipe de este mundo. Sin embargo, el rey y sus consejeros sienten que el entramado de su poder se resquebraja, temen que cambien las reglas de juego, que las apariencias queden desenmascaradas. Todo un mundo edificado sobre el poder, el prestigio, el tener, la corrup-ción, entra en crisis por un Niño. Y Herodes llega incluso a matar a los ni-ños: «Tú matas el cuerpo de los niños, porque el temor te ha matado a ti el corazón» - escribe san Quodvultdeus (Sermón 2 sobre el Símbolo: PL 40, 655). Es así: tenía temor, y por este temor pierde el juicio.

Los Magos consiguieron superar aquel momento crítico de oscuridad en el palacio de Herodes, porque creyeron en las Escrituras, en la palabra de los profetas que señalaba Belén como el lugar donde había de nacer el Mesías. Así escaparon al letargo de la noche del mundo, reemprendieron su camino y de pronto vieron nuevamente la estrella, y el Evangelio dice que se llenaron de «inmensa alegría» (Mt 2,10). Esa estrella que no se veía en la oscuridad de la mundanidad de aquel palacio.

Un aspecto de la luz que nos guía en el camino de la fe es también la santa “astucia”. Es también una virtud, la santa “astucia”. Se trata de esa sagacidad espiritual que nos permite reconocer los peligros y evitarlos. Los Magos supieron usar esta luz de “astucia” cuando, de regreso a su tie-rra, decidieron no pasar por el palacio tenebroso de Herodes, sino marchar por otro camino. Estos sabios venidos de Oriente nos enseñan a no caer en las asechanzas de las tinieblas y a defendernos de la oscuridad que preten-de cubrir nuestra vida. Ellos, con esta santa “astucia”, han protegido la fe. Y también nosotros debemos proteger la fe. Protegerla de esa oscuridad. Esa oscuridad que a menudo se disfraza incluso de luz. Porque el demo-nio, dice san Pablo, muchas veces se viste de ángel de luz. Y entonces es necesaria la santa “astucia”, para proteger la fe, protegerla de los cantos de las sirenas, que te dicen: «Mira, hoy debemos hacer esto, aquello…» Pero la fe es una gracia, es un don. Y a nosotros nos corresponde protegerla con la santa “astucia”, con la oración, con el amor, con la caridad. Es necesa -rio acoger en nuestro corazón la luz de Dios y, al mismo tiempo, practicar aquella astucia espiritual que sabe armonizar la sencillez con la sagacidad, como Jesús pide a sus discípulos: «Sean sagaces como serpientes y sim-ples como palomas» (Mt 10,16).

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En esta fiesta de la Epifanía, que nos recuerda la manifestación de Je-sús a la humanidad en el rostro de un Niño, sintamos cerca a los Magos, como sabios compañeros de camino. Su ejemplo nos anima a levantar los ojos a la estrella y a seguir los grandes deseos de nuestro corazón. Nos en-señan a no contentarnos con una vida mediocre, de “poco calado”, sino a dejarnos fascinar siempre por la bondad, la verdad, la belleza… por Dios, que es todo eso en modo siempre mayor. Y nos enseñan a no dejarnos en-gañar por las apariencias, por aquello que para el mundo es grande, sabio, poderoso. No nos podemos quedar ahí. Es necesario proteger la fe. Es muy importante en este tiempo: proteger la fe. Tenemos que ir más allá, más allá de la oscuridad, más allá de la atracción de las sirenas, más allá de la mundanidad, más allá de tantas modernidades que existen hoy, ir ha-cia Belén, allí donde en la sencillez de una casa de la periferia, entre una mamá y un papá llenos de amor y de fe, resplandece el Sol que nace de lo alto, el Rey del universo. A ejemplo de los Magos, con nuestras pequeñas luces busquemos la Luz y protejamos la fe. Así sea.

EPIFANÍA: UN DOBLE MOVIMIENTO20140106. Ángelus

Hoy celebramos la Epifanía, es decir la «manifestación» del Señor. Es-ta solemnidad está vinculada al relato bíblico de la llegada de los magos de Oriente a Belén para rendir homenaje al Rey de los judíos: un episodio que el Papa Benedicto comentó magníficamente en su libro sobre la infan-cia de Jesús. Esa fue precisamente la primera «manifestación» de Cristo a las gentes. Por ello la Epifanía destaca la apertura universal de la salva-ción traída por Jesús. La Liturgia de este día aclama: «Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra», porque Jesús vino por todos nosotros, por todos los pueblos, por todos.

En efecto, esta fiesta nos hace ver un doble movimiento: por una parte el movimiento de Dios hacia el mundo, hacia la humanidad —toda la his-toria de la salvación, que culmina en Jesús—; y por otra parte el movi-miento de los hombres hacia Dios —pensemos en las religiones, en la bús-queda de la verdad, en el camino de los pueblos hacia la paz, la paz inte-rior, la justicia, la libertad—. Y a este doble movimiento lo mueve una re-cíproca atracción. Por parte de Dios, ¿qué es lo que lo atrae? Es el amor por nosotros: somos sus hijos, nos ama, y quiere liberarnos del mal, de las enfermedades, de la muerte, y llevarnos a su casa, a su Reino. «Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 112). Y también por parte nuestra hay un amor, un deseo: el bien siempre nos atrae, la verdad nos atrae, la vida, la felicidad, la belleza nos atrae... Jesús es es el punto de encuentro de esta atracción mutua, y de este doble movimiento. Es Dios y hombre: Jesús. Dios y hombre. ¿Pero quien toma la iniciativa? ¡Siempre Dios! El amor de Dios viene siempre antes del nuestro. Él siempre toma la iniciativa. Él nos espera, Él nos invita, la ini -ciativa es siempre suya. Jesús es Dios que se hizo hombre, se encarnó, na-ció por nosotros. La nueva estrella que apareció a los magos era el signo

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del nacimiento de Cristo. Si no hubiesen visto la estrella, esos hombres no se hubiesen puesto en camino. La luz nos precede, la verdad nos precede, la belleza nos precede. Dios nos precede. El profeta Isaías decía que Dios es como la flor del almendro. ¿Por qué? Porque en esa tierra el almendro es primero en florecer. Y Dios siempre precede, siempre nos busca Él pri -mero, Él da el primer paso. Dios nos precede siempre. Su gracia nos pre-cede; y esta gracia apareció en Jesús. Él es la epifanía. Él, Jesucristo, es la manifestación del amor de Dios. Está con nosotros.

La Iglesia está toda dentro de este movimiento de Dios hacia el mundo: su alegría es el Evangelio, es reflejar la luz de Cristo. La Iglesia es el pue-blo de aquellos que experimentaron esta atracción y la llevaron dentro, en el corazón y en la vida. «Me gustaría —sinceramente—, me gustaría decir a aquellos que se sienten alejados de Dios y de la Iglesia —decirlo respe-tuosamente—, decir a aquellos son temerosos e indiferentes: el Señor te llama también a ti, te llama a formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (ibid., 113). El Señor te llama. El Señor te busca. El Se-ñor te espera. El Señor no hace proselitismo, da amor, y este amor te bus-ca, te espera, a ti que en este momento no crees o estás alejado. Esto es el amor de Dios.

Pidamos a Dios, para toda la Iglesia, pidamos la alegría de evangeli-zar, porque ha sido «enviada por Cristo para manifestar y comunicar a to-dos los hombres y a todos los pueblos el amor de Dios» (Ad gentes, 10). Que la Virgen María nos ayude a ser todos discípulos-misioneros, peque-ñas estrellas que reflejen su luz. Y oremos para que los corazones se abran para acoger el anuncio, y todos los hombres lleguen a ser «partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 6).

LA FUERZA DEL SACERDOTE: LA RELACIÓN CON JESÚS20140111. Homilía diaria. Casa Santa Marta

El Pontífice prosiguió la meditación sobre la primera carta de Juan que ya había iniciado los días pasados. El pasaje propuesto por la liturgia (5, 5-13) —explicó— «nos dice que tenemos la vida eterna porque creemos en el nombre de Jesús». He aquí las palabras del apóstol: «Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna».

Es «el desarrollo del versículo» proclamado en la liturgia del viernes y en el cual el Papa ya había centrado su meditación: «Ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe». En efecto, volvió a afirmar el Pontífice, «nuestra fe es la victoria contra el espíritu del mundo. Nuestra fe es esta victoria que nos hace seguir adelante en el nombre del Hijo de Dios, en el nombre de Jesús».

Una reflexión que llevó al Santo Padre a plantearse una pregunta deci-siva: ¿cómo es nuestra relación con Jesús? Una cuestión verdaderamente fundamental, «porque en nuestra relación con Jesús se hace fuerte nuestra victoria». Una pregunta «fuerte», reconoció, sobre todo para «nosotros que somos sacerdotes: ¿cómo es mi relación con Jesucristo?».

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«La fuerza de un sacerdote —recordó el Pontífice— está en esta rela-ción». En efecto, cuando su «popularidad crecía, Jesús iba al Padre». Lu-cas, en el pasaje evangélico de la liturgia (5, 12-16), relata: «Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración». Así «cuan-do se hablaba cada vez más» de Jesús «y las multitudes, numerosas, ve-nían a escucharle y a buscar la curación, Él después iba al encuentro del Padre». Una actitud, puntualizó el Papa, que constituye «el criterio para nosotros, sacerdotes: ¿vamos o no vamos a encontrar a Jesús».

De aquí brota una serie de preguntas que el Pontífice sugirió para un examen de conciencia: «¿Qué sitio ocupa Jesús en mi vida sacerdotal? ¿Es una relación viva, de discípulo a maestro, de hermano a hermano, de po-bre hombre a Dios? ¿O es una relación un poco artificial que no nace del corazón?».

«Nosotros estamos ungidos por el espíritu —fue la reflexión propuesta por el Papa—, y cuando un sacerdote se aleja de Jesucristo en lugar de ser ungido, termina siendo untuoso». Y, destacó, «¡cuánto mal hacen a la Iglesia los sacerdotes untuosos! Quienes ponen la fuerza en las cosas arti-ficiales, en las vanidades», los que tienen «una actitud, un lenguaje remil-gado». Y cuántas veces, añadió, «se oye: pero éste es un sacerdote» que se parece a una «mariposa», precisamente «porque siempre está en la vani-dad» y «no tiene la relación con Jesucristo: ha perdido la unción, es un un-tuoso».

Incluso con todos los límites, «somos buenos sacerdotes —continuó el Papa— si vamos a Jesucristo, si buscamos al Señor en la oración: la ora-ción de intercesión, la oración de adoración». Si, en cambio, «nos aleja-mos de Jesucristo, debemos compensar esto con otras actitudes munda-nas». Y así surgen «todas estas figuras» como «el sacerdote especulador, el sacerdote empresario». Pero el sacerdote, afirmó con fuerza, «adora a Jesucristo, el sacerdote habla con Jesucristo, el sacerdote busca a Jesucris-to y se deja buscar por Jesucristo. Éste es el centro de nuestra vida. Si no existe esto perdemos todo. ¿Y qué daremos a la gente?».

Así, el Obispo de Roma repitió la oración proclamada en la oración co-lecta. «Hemos pedido —dijo— que el misterio que celebramos, el Verbo que se hizo carne en Jesucristo entre nosotros, crezca cada día más. He-mos pedido esta gracia: que nuestra relación con Jesucristo, relación de ungidos para su pueblo, crezca en nosotros».

«Es hermoso encontrar sacerdotes —destacó el Papa— que han dado la vida como sacerdotes». Sacerdotes de quienes la gente dice: «Sí, tiene un mal genio, tiene esto y aquello, pero es un sacerdote. Y la gente tiene olfato». Por el contrario, si se trata de «sacerdotes, en una palabra, “idóla-tras”, que en lugar de tener a Jesús tienen pequeños ídolos —algunos son devotos del dios Narciso—, la gente cuando ve esto dice: ¡pobrecitos!». Por lo tanto, es precisamente «la relación con Jesucristo», aseguró el Pon-tífice, lo que nos salva «de la mundanidad y de la idolatría que nos hace untuosos» y la que nos conserva «en la unción».

Dirigiéndose, por último, a los presentes —entre ellos un grupo de sacerdotes de Génova con el cardenal arzobispo Angelo Bagnasco— el

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Papa Francisco concluyó así la homilía: «Y hoy a vosotros, que habéis te-nido la amabilidad de venir a concelebrar aquí conmigo, os deseo esto: perded todo en la vida, pero no perdáis esta relación con Jesucristo. Ésta es vuestra victoria. ¡Adelante con esto!».

BAUTISMO DEL SEÑOR20140112. Ángelus

Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he bautizado a treinta y dos recién nacidos. Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada nueva vida. A mí me gusta bautizar a los niños. ¡Me gusta mucho! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la fa -milia de Dios.

La página del Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16). Esto realiza las profecías. En efecto, hay una invocación que la liturgia nos ha-ce repetir en el tiempo de Adviento: «Ojalá rasgases el cielo y descendie-ses!» (Is 63, 19). Si el cielo permanece cerrado, nuestro horizonte en esta vida terrena es sombrío, sin esperanza. En cambio, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que el cielo se rasgó con la ve-nida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo contemplamos aún el cie-lo abierto. La manifestación del Hijo de Dios en la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después de que el pecado había cerra-do el cielo, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. Con el nacimiento de Jesús, el cielo se abre. Dios nos da en Cristo la ga-rantía de un amor indestructible. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo abierto. Fue posible para los pastores de Be-lén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Je-sús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: «Veo los cielos abiertos» (Hch 7, 56). Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado por primera vez en el Bautismo. ¡Dejémonos invadir por el amor de Dios! ¡Éste es el gran tiempo de la misericordia! No lo olvidéis: ¡éste es el gran tiempo de la misericordia!

Cuando Jesús recibió el Bautismo de penitencia de Juan el Bautista, solidarizándose con el pueblo penitente —Él sin pecado y sin necesidad de conversión—, Dios Padre hizo oír su voz desde el cielo: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco» (v. 17). Jesús recibió la aprobación del Padre celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. Ésta es la revelación y la fuente del amor auténtico. Y, ¡este es el gran tiempo de la misericordia!

¿No os parece que en nuestro tiempo se necesita un suplemento de fra-ternidad y de amor? ¿No os parece que todos necesitamos un suplemento

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de caridad? No esa caridad que se conforma con la ayuda improvisada que no nos involucra, no nos pone en juego, sino la caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Qué buen sabor adquiere la vida cuando dejamos que la inunde el amor de Dios!

Pidamos a la Virgen Santa que nos sostenga con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo por el camino de la fe y de la cari-dad, la senda trazada por nuestro Bautismo.

CUARESMA: SE HIZO POBRE PARA ENRIQUECERNOS20131226. Mensaje. Cuaresma 2014

Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9)Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de

que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión. Co-mienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?

La gracia de CristoAnte todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela me-

diante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la po-breza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en me-dio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros (cfr. Flp2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con no-sotros. Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteli-gencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de noso-tros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22).

La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— «...para enriqueceros con su pobreza». No se tra-ta de un juego de palabras ni de una expresión para causar sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es su -perfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para

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estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecado-res, y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la ri -queza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3, 8), «heredero de to-do» (Heb 1, 2).

¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enrique-ce? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, co-mo el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían aban-donado medio muerto al borde del camino (cfr. Lc 10, 25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándo-nos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor ri -queza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es en-comendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su vo-luntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura. La ri-queza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “ri-ca pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Pri-mogénito (cfr Rom 8, 29).

Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L. Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.

Nuestro testimonioPodríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús,

mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo me-diante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a tra-vés de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.

A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mi-rar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin es-peranza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que habi-tualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamenta-

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les y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las con-diciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimien-to cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cris-to. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discrimina-ciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es nece-sario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la so -briedad y al compartir.

No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa, por falta de igual-dad respecto de los derechos a la educación y la salud. En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y re-chazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.

El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nues-tro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con go-zo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Je-sús, que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con va-lentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.

Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuen-tre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su po-

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breza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza due-le: no sería válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele.

Que el Espíritu Santo, gracias al cual «[somos] como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2 Cor 6, 10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la aten-ción y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos miseri-cordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada comunidad eclesial recorra provechosa-mente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.

VOCACIONES, TESTIMONIO DE LA VERDAD20140115. Mensaje. Jornada de Oración por las vocaciones 0511

1. El Evangelio relata que «Jesús recorría todas las ciudades y al-deas… Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque esta-ban extenuadas y abandonadas “como ovejas que no tienen pastor”. En-tonces dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”» (Mt 9,35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabe-mos que primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resulta-do fuese así? La respuesta es una sola: Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del «mucho fruto» es la gracia de Dios, la comunión con él (cf. Jn15,5). Por tanto, la oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos «colaboradores de Dios», se prodi-gó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la con-ciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es ines-crutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1 Co 3,9). Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compro-miso de actuar con él y por él.

2. Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal 100,3); o tam-bién: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya» (Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos «propiedad» de Dios no en el sentido de la po-sesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente

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«porque su amor es para siempre» (cf. Sal136). En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamen-te sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el re-nacer de la vida en primavera (cf. Jr 1,11-12). Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, pero asegura el Apóstol, «vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1 Co 3,23). He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro nacimiento a la vida nueva. Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole «con to-do el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (Mc 12,33). Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio. Tanto en la vida conyugal, como en las formas de con-sagración religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas» (Discurso a la Unión internacional de superio-ras generales, 8 de mayo de 2013). Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón (cf. 1 P 3,15) para dejarnos alcanzar por el impulso de la gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No de-bemos tener miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asen-timiento y nuestra colaboración.

3. También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál es la propia vocación. Os invito a escu-char y seguir a Jesús, a dejaros transformar interiormente por sus palabras que «son espíritu y vida» (Jn 6,63). María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Os hará bien participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fru-to que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vo-cación nace por sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del cora-zón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35)?

4. Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31), significa algunas veces ir a contracorriente, y comporta también en-contrarse con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos ad-

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vierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por preocupaciones y seducciones mundanas (cf. Mt 13,19-22). Todas estas dificultades podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más cómodas. Pe-ro la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él, el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testi-gos del amor de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá, hacia las cosas grandes. Poned en juego vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en la misa para los confirmandos, 28 de abril de 2013). A vosotros obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas os pido que orientéis la pastoral vocacional en esta di-rección, acompañando a los jóvenes por itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31).

Dispongamos por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno» para es-cuchar, acoger y vivir la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más cre-cerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que sabremos acoger con docilidad en noso-tros.

LA RAÍZ DE LAS DERROTAS DE LA IGLESIA20140116. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«¿Por qué el Señor dejó así a Israel, en manos de los filisteos? ¿Aban-donó el Señor a su pueblo? ¿Ocultó su rostro?». El Papa precisó que la pregunta de fondo es: «¿Por qué el Señor abandonó a su pueblo en esa lu-cha contra los enemigos? Pero los enemigos no sólo del pueblo, sino del Señor».

«La clave para buscar una respuesta» a esta pregunta decisiva el Pontí-fice la indicó en algunos versículos de la liturgia del día anterior: «En aquellos días era rara la Palabra del Señor» (1 Samuel 3, 1). «En medio de su pueblo —explicó nuevamente refiriéndose a la Escritura— no estaba la Palabra del Señor, a tal punto que el joven Samuel no comprendía» quién le llamaba. El pueblo «vivía sin la Palabra del Señor. Se había alejado de Él». El anciano sacerdote Elí era «débil» y «sus hijos, mencionados dos veces aquí», eran «corruptos: asustaban al pueblo y lo apaleaban». Así «sin la Palabra de Dios, sin la fuerza de Dios» dejaban espacio al «clerica-lismo» y a la «corrupción clerical».

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En este contexto, sin embargo, prosiguió el Papa, el pueblo se «da cuenta» de que estaba «lejos de Dios y dice: “vayamos a buscar el arca”». Pero llevan «el arca al campamento» como si fuese la expresión de una magia: de este modo no se disponían a la búsqueda del Señor sino de «una cosa que es mágica». Y con el arca «se sienten seguros».

Por su parte, «los filisteos comprendieron el peligro», sobre todo, tras oír «el eco de ese alarido» que suscitó la llegada del arca al campamento de Israel y se preguntaron qué significaba. Por lo tanto, pensaban que ha-bían ido a buscar a Dios y que Él estaba realmente presente en su campa-mento. En cambio, el pueblo de Israel no se había dado cuenta de que con el arca no había «entrado la vida».

Y la Escritura relata luego detalladamente las dos derrotas contra los filisteos. Además, «el arca de Dios fue tomada por los filisteos y los dos hijos de Elí, Jofní y Pinjás, murieron».

«Este pasaje de la Escritura —destacó el Papa— nos hace pensar» en «cómo es nuestra relación con Dios, con la Palabra de Dios. ¿Es una rela-ción formal, o una relación lejana? La Palabra de Dios entra en nuestro co-razón, cambia nuestro corazón, ¿tiene este poder, o no?». ¿O bien «es una relación formal, todo bien, pero el corazón está cerrado a esa Palabra?».

Una serie de preguntas —precisó el Pontífice— que «nos lleva a pen-sar en tantas derrotas de la Iglesia. En tantas derrotas del pueblo de Dios». Derrotas debidas «sencillamente» al hecho de que el pueblo «no percibe al Señor, no busca al Señor, no se deja buscar por el Señor». Luego, al verifi-carse la tragedia se dirige al Señor para preguntar: «pero Señor, ¿qué pa-só?». Se lee en el salmo 43: «Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean; nos has hecho el refrán de los genti-les, nos hacen muecas las naciones» (vv. 14-15). Y es lo que nos lleva, destacó el Papa Francisco, a «pensar en los escándalos de la Iglesia: ¿pero nos avergonzamos?». Y añadió: «Muchos escándalos que yo no quiero mencionar en particular, pero todos los conocemos. Sabemos dónde es-tán». Y fue en este punto que habló sin medios términos de «vergüenza de la Iglesia» por esos escándalos que suenan como muchas «derrotas de sacerdotes, obispos y laicos».

La cuestión, continuó el Pontífice, es que «la Palabra de Dios en esos escándalos era poco común. En esos hombres, en esas mujeres, la Palabra de Dios era rara. No tenían relación con Dios. Tenían una posición en la Iglesia, una posición de poder, incluso de comodidad». Pero «no la Pala-bra de Dios», eso no. Y «de nada sirve decir “pero yo llevo una medalla, yo llevo la cruz: como aquellos que llevaban el arca, sin una relación viva con Dios y con la Palabra de Dios». Recordando las palabras de Jesús res-pecto a los escándalos repitió que de ellos «derivó toda una decadencia del pueblo de Dios, hasta la debilidad, la corrupción de los sacerdotes».

El Papa Francisco concluyó la homilía con dos pensamientos: la Pala-bra de Dios y el pueblo de Dios. En cuanto al primero propuso un examen de conciencia: «¿Está viva la Palabra de Dios en nuestro corazón? ¿Cam-bia nuestra vida o es como el arca que va y viene» o «el evangeliario muy bonito» pero «no entra en el corazón?». En cuanto al pueblo de Dios se

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centró en el mal que le ocasionan los escándalos: «Pobre gente —dijo—, pobre gente. No damos de comer el pan de la vida. No damos de comer la verdad. Muchas veces damos de comer un alimento envenenado».

JESÚS, EL CORDERO DE DIOS20140119. Homilía. Parroquia romana de Castro Pretorio

Es hermoso este pasaje del Evangelio. Juan que bautizaba; y Jesús, que había sido bautizado antes —algunos días antes—, se acercaba, y pasó de-lante de Juan. Y Juan sintió dentro de sí la fuerza del Espíritu Santo para dar testimonio de Jesús. Mirándole, y mirando a la gente que estaba a su alrededor, dijo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mun-do». Y da testimonio de Jesús: éste es Jesús, éste es Aquél que viene a sal-varnos; éste es Aquél que nos dará la fuerza de la esperanza.

Jesús es llamado el Cordero: es el Cordero que quita el pecado del mundo. Uno puede pensar: ¿pero cómo, un cordero, tan débil, un corderito débil, cómo puede quitar tantos pecados, tantas maldades? Con el Amor, con su mansedumbre. Jesús no dejó nunca de ser cordero: manso, bueno, lleno de amor, cercano a los pequeños, cercano a los pobres. Estaba allí, entre la gente, curaba a todos, enseñaba, oraba. Tan débil Jesús, como un cordero. Pero tuvo la fuerza de cargar sobre sí todos nuestros pecados, to-dos. «Pero, padre, usted no conoce mi vida: yo tengo un pecado que..., no puedo cargarlo ni siquiera con un camión...». Muchas veces, cuando mira-mos nuestra conciencia, encontramos en ella algunos que son grandes. Pe-ro Él los carga. Él vino para esto: para perdonar, para traer la paz al mun-do, pero antes al corazón. Tal vez cada uno de nosotros tiene un tormento en el corazón, tal vez tiene oscuridad en el corazón, tal vez se siente un poco triste por una culpa... Él vino a quitar todo esto, Él nos da la paz, Él perdona todo. «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado»: quita el pecado con la raíz y todo. Ésta es la salvación de Jesús, con su amor y con su mansedumbre. Y escuchando lo que dice Juan Bautista, quien da testi-monio de Jesús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús.

Muchas veces tenemos confianza en un médico: está bien, porque el médico está para curarnos; tenemos confianza en una persona: los herma-nos, las hermanas, nos pueden ayudar. Está bien tener esta confianza hu-mana, entre nosotros. Pero olvidamos la confianza en el Señor: ésta es la clave del éxito en la vida. La confianza en el Señor, confiémonos al Señor. «Señor, mira mi vida: estoy en la oscuridad, tengo esta dificultad, tengo este pecado...»; todo lo que tenemos: «Mira esto: yo me confío a ti». Y és-ta es una apuesta que debemos hacer: confiarnos a Él, y nunca decepciona. ¡Nunca, nunca! Oíd bien vosotros muchachos y muchachas que comenzáis ahora la vida: Jesús no decepciona nunca. Jamás. Éste es el testimonio de Juan: Jesús, el bueno, el manso, que terminará como un cordero, muerto. Sin gritar. Él vino para salvarnos, para quitar el pecado. El mío, el tuyo y el del mundo: todo, todo.

Y ahora os invito a hacer una cosa: cerremos los ojos, imaginemos esa escena, a la orilla del río, Juan mientras bautiza y Jesús que pasa. Y escu-

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chemos la voz de Juan: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Miremos a Jesús en silencio, que cada uno de nosotros le di-ga algo a Jesús desde su corazón. En silencio. (Pausa de silencio).

Que el Señor Jesús, que es manso, es bueno —es un cordero—, y vino para quitar los pecados, nos acompañe por el camino de nuestra vida. Así sea.

DISCÍPULOS DEL CORDERO DE DIOS20140119. Ángelus

Con la fiesta del Bautismo del Señor, celebrada el domingo pasado, hemos entrado en el tiempo litúrgico llamado «ordinario». En este segun-do domingo, el Evangelio nos presenta la escena del encuentro entre Jesús y Juan el Bautista, a orillas del río Jordán. Quien lo relata es el testigo ocular, Juan evangelista, quien antes de ser discípulo de Jesús era discípu-lo del Bautista, junto a su hermano Santiago, con Simón y Andrés, todos de Galilea, todos pescadores. El Bautista, por lo tanto, ve a Jesús que avanza entre la multitud e, inspirado desde lo alto, reconoce en Él al en-viado de Dios, por ello lo indica con estas palabras: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).

El verbo que se traduce con «quita» significa literalmente «aliviar», «tomar sobre sí». Jesús vino al mundo con una misión precisa: liberarlo de la esclavitud del pecado, cargando sobre sí las culpas de la humanidad. ¿De qué modo? Amando. No hay otro modo de vencer el mal y el pecado si no es con el amor que impulsa al don de la propia vida por los demás. En el testimonio de Juan el Bautista, Jesús tiene los rasgos del Siervo del Señor, que «soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores» (Is 53, 4), hasta morir en la cruz. Él es el verdadero cordero pascual, que se sumerge en el río de nuestro pecado, para purificarnos.

El Bautista ve ante sí a un hombre que hace la fila con los pecadores para hacerse bautizar, incluso sin tener necesidad. Un hombre que Dios mandó al mundo como cordero inmolado. En el Nuevo Testamento el tér-mino «cordero» se le encuentra en más de una ocasión, y siempre en rela-ción a Jesús. Esta imagen del cordero podría asombrar. En efecto, un ani-mal que no se caracteriza ciertamente por su fuerza y robustez si carga en sus propios hombros un peso tan inaguantable. La masa enorme del mal es quitada y llevada por una creatura débil y frágil, símbolo de obediencia, docilidad y amor indefenso, que llega hasta el sacrificio de sí mismo. El cordero no es un dominador, sino que es dócil; no es agresivo, sino pacífi-co; no muestra las garras o los dientes ante cualquier ataque, sino que so-porta y es dócil. Y así es Jesús. Así es Jesús, como un cordero.

¿Qué significa para la Iglesia, para nosotros, hoy, ser discípulos de Je-sús Cordero de Dios? Significa poner en el sitio de la malicia, la inocen-cia; en el lugar de la fuerza, el amor; en el lugar de la soberbia, la humil-dad; en el lugar del prestigio, el servicio. Es un buen trabajo. Nosotros, cristianos, debemos hacer esto: poner en el lugar de la malicia, la inocen-cia, en el lugar de la fuerza, el amor, en el lugar de la soberbia, la humil-

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dad, en el lugar del prestigio el servicio. Ser discípulos del Cordero no sig-nifica vivir como una «ciudadela asediada», sino como una ciudad ubica-da en el monte, abierta, acogedora y solidaria. Quiere decir no asumir acti-tudes de cerrazón, sino proponer el Evangelio a todos, testimoniando con nuestra vida que seguir a Jesús nos hace más libres y más alegres.

JMJ: BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU20140121. Mensaje. XXIX JMJ 2014

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3)

 1. La fuerza revolucionaria de las BienaventuranzasSiempre nos hace bien leer y meditar las Bienaventuranzas. Jesús las

proclamó en su primera gran predicación, a orillas del lago de Galilea. Ha-bía un gentío tan grande, que subió a un monte para enseñar a sus discípu-los; por eso, esa predicación se llama el “sermón de la montaña”. En la Bi-blia, el monte es el lugar donde Dios se revela, y Jesús, predicando desde el monte, se presenta como maestro divino, como un nuevo Moisés. Y ¿qué enseña? Jesús enseña el camino de la vida, el camino que Él mismo recorre, es más, que Él mismo es, y lo propone como camino para la ver-dadera felicidad. En toda su vida, desde el nacimiento en la gruta de Be-lén hasta la muerte en la cruz y la resurrección, Jesús encarnó las Bien-aventuranzas. Todas las promesas del Reino de Dios se han cumplido en Él.

Al proclamar las Bienaventuranzas, Jesús nos invita a seguirle, a reco-rrer con Él el camino del amor, el único que lleva a la vida eterna. No es un camino fácil, pero el Señor nos asegura su gracia y nunca nos deja so-los. Pobreza, aflicciones, humillaciones, lucha por la justicia, cansancios en la conversión cotidiana, dificultades para vivir la llamada a la santidad, persecuciones y otros muchos desafíos están presentes en nuestra vida. Pe-ro, si abrimos la puerta a Jesús, si dejamos que Él esté en nuestra vida, si compartimos con Él las alegrías y los sufrimientos, experimentaremos una paz y una alegría que sólo Dios, amor infinito, puede dar.

Las Bienaventuranzas de Jesús son portadoras de una novedad revolu-cionaria, de un modelo de felicidad opuesto al que habitualmente nos co-munican los medios de comunicación, la opinión dominante. Para la men-talidad mundana, es un escándalo que Dios haya venido para hacerse uno de nosotros, que haya muerto en una cruz. En la lógica de este mundo, los que Jesús proclama bienaventurados son considerados “perdedores”, débi-les. En cambio, son exaltados el éxito a toda costa, el bienestar, la arro-gancia del poder, la afirmación de sí mismo en perjuicio de los demás.

Queridos jóvenes, Jesús nos pide que respondamos a su propuesta de vida, que decidamos cuál es el camino que queremos recorrer para llegar a la verdadera alegría. Se trata de un gran desafío para la fe. Jesús no tuvo miedo de preguntar a sus discípulos si querían seguirle de verdad o si pre-ferían irse por otros caminos (cf.Jn 6,67). Y Simón, llamado Pedro, tuvo el valor de contestar: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras

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de vida eterna» (Jn 6,68). Si sabéis decir “sí” a Jesús, entonces vuestra vi-da joven se llenará de significado y será fecunda.

2. El valor de ser felicesPero, ¿qué significa “bienaventurados” (en griego makarioi)? Bien-

aventurados quiere decir felices. Decidme: ¿Buscáis de verdad la felici-dad? En una época en que tantas apariencias de felicidad nos atraen, corre-mos el riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida “en pequeño”. ¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes! ¡Ensanchad vuestros co-razones! Como decía el beato Piergiorgio Frassati: «Vivir sin una fe, sin un patrimonio que defender, y sin sostener, en una lucha continua, la ver-dad, no es vivir, sino ir tirando. Jamás debemos ir tirando, sino vivir» (Carta a I. Bonini, 27 de febrero de 1925). En el día de la beatificación de Piergiorgio Frassati, el 20 de mayo de 1990, Juan Pablo II lo llamó «hom-bre de las Bienaventuranzas» (Homilía en la S. Misa: AAS 82 [1990], 1518).

Si de verdad dejáis emerger las aspiraciones más profundas de vuestro corazón, os daréis cuenta de que en vosotros hay un deseo inextinguible de felicidad, y esto os permitirá desenmascarar y rechazar tantas ofertas “a bajo precio” que encontráis a vuestro alrededor. Cuando buscamos el éxi-to, el placer, el poseer en modo egoísta y los convertimos en ídolos, pode-mos experimentar también momentos de embriaguez, un falso sentimiento de satisfacción, pero al final nos hacemos esclavos, nunca estamos satisfe-chos, y sentimos la necesidad de buscar cada vez más. Es muy triste ver a una juventud “harta”, pero débil.

San Juan, al escribir a los jóvenes, decía: «Sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno» (1 Jn 2,14). Los jóvenes que escogen a Jesús son fuertes, se alimentan de su Palabra y no se “atiborran” de otras cosas. Atreveos a ir contracorriente. Sed capa-ces de buscar la verdadera felicidad. Decid no a la cultura de lo provisio-nal, de la superficialidad y del usar y tirar, que no os considera capaces de asumir responsabilidades y de afrontar los grandes desafíos de la vida.

3. Bienaventurados los pobres de espíritu…La primera Bienaventuranza, tema de la próxima Jornada Mundial de

la Juventud, declara felices a los pobres de espíritu, porque a ellos perte-nece el Reino de los cielos. En un tiempo en el que tantas personas sufren a causa de la crisis económica, poner la pobreza al lado de la felicidad puede parecer algo fuera de lugar. ¿En qué sentido podemos hablar de la pobreza como una bendición?

En primer lugar, intentemos comprender lo que significa «pobres de espíritu». Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre, eligió un camino de po-breza, de humillación. Como dice San Pablo en la Carta a los Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (2,5-7). Jesús es Dios que se despoja de su glo-ria. Aquí vemos la elección de la pobreza por parte de Dios: siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). Es el mis-

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terio que contemplamos en el belén, viendo al Hijo de Dios en un pesebre, y después en una cruz, donde la humillación llega hasta el final.

El adjetivo griego ptochós (pobre) no sólo tiene un significado mate-rial, sino que quiere decir “mendigo”. Está ligado al concepto judío de anawim, los “pobres de Yahvé”, que evoca humildad, conciencia de los propios límites, de la propia condición existencial de pobreza. Los anawim se fían del Señor, saben que dependen de Él.

Jesús, como entendió perfectamente santa Teresa del Niño Jesús, en su Encarnación se presenta como un mendigo, un necesitado en busca de amor. El Catecismo de la Iglesia Católica habla del hombre como un «mendigo de Dios» (n.º 2559) y nos dice que la oración es el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed (n.º 2560).

San Francisco de Asís comprendió muy bien el secreto de la Bienaven-turanza de los pobres de espíritu. De hecho, cuando Jesús le habló en la persona del leproso y en el Crucifijo, reconoció la grandeza de Dios y su propia condición de humildad. En la oración, el Poverello pasaba horas preguntando al Señor: «¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?». Se despojó de una vida acomodada y despreocupada para desposarse con la “Señora Po-breza”, para imitar a Jesús y seguir el Evangelio al pie de la letra. Francis-co vivió inseparablemente la imitación de Cristo pobre y el amor a los po-bres, como las dos caras de una misma moneda.

Vosotros me podríais preguntar: ¿Cómo podemos hacer que esta po-breza de espíritu se transforme en un estilo de vida, que se refleje concre-tamente en nuestra existencia? Os contesto con tres puntos.

Ante todo, intentad ser libres en relación con las cosas. El Señor nos llama a un estilo de vida evangélico de sobriedad, a no dejarnos llevar por la cultura del consumo. Se trata de buscar lo esencial, de aprender a des-pojarse de tantas cosas superfluas que nos ahogan. Desprendámonos de la codicia del tener, del dinero idolatrado y después derrochado. Pongamos a Jesús en primer lugar. Él nos puede liberar de las idolatrías que nos con-vierten en esclavos. ¡Fiaros de Dios, queridos jóvenes! Él nos conoce, nos ama y jamás se olvida de nosotros. Así como cuida de los lirios del campo (cfr. Mt 6,28), no permitirá que nos falte nada. También para superar la crisis económica hay que estar dispuestos a cambiar de estilo de vida, a evitar tanto derroche. Igual que se necesita valor para ser felices, también es necesario el valor para ser sobrios.

En segundo lugar, para vivir esta Bienaventuranza necesitamos la con-versión en relación a los pobres. Tenemos que preocuparnos de ellos, ser sensibles a sus necesidades espirituales y materiales. A vosotros, jóvenes, os encomiendo en modo particular la tarea de volver a poner en el centro de la cultura humana la solidaridad. Ante las viejas y nuevas formas de pobreza –el desempleo, la emigración, los diversos tipos de dependen-cias–, tenemos el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la tenta-ción de la indiferencia. Pensemos también en los que no se sienten ama-dos, que no tienen esperanza en el futuro, que renuncian a comprometerse en la vida porque están desanimados, desilusionados, acobardados. Tene-mos que aprender a estar con los pobres. No nos llenemos la boca con her-

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mosas palabras sobre los pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles a los ojos, escuchémosles. Los pobres son para nosotros una ocasión concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que sufre.

Pero los pobres –y este es el tercer punto– no sólo son personas a las que les podemos dar algo. También ellos tienen algo que ofrecernos, que enseñarnos. ¡Tenemos tanto que aprender de la sabiduría de los pobres! Un santo del siglo XVIII, Benito José Labre, que dormía en las calles de Roma y vivía de las limosnas de la gente, se convirtió en consejero espiri-tual de muchas personas, entre las que figuraban nobles y prelados. En cierto sentido, los pobres son para nosotros como maestros. Nos enseñan que una persona no es valiosa por lo que posee, por lo que tiene en su cuenta en el banco. Un pobre, una persona que no tiene bienes materiales, mantiene siempre su dignidad. Los pobres pueden enseñarnos mucho, también sobre la humildad y la confianza en Dios. En la parábola del fari-seo y el publicano (cf. Lc 18,9-14), Jesús presenta a este último como mo-delo porque es humilde y se considera pecador. También la viuda que echa dos pequeñas monedas en el tesoro del templo es un ejemplo de la generosidad de quien, aun teniendo poco o nada, da todo (cf. Lc 21,1-4).

4. … porque de ellos es el Reino de los cielosEl tema central en el Evangelio de Jesús es el Reino de Dios. Jesús es

el Reino de Dios en persona, es el Emmanuel, Dios-con-nosotros. Es en el corazón del hombre donde el Reino, el señorío de Dios, se establece y cre-ce. El Reino es al mismo tiempo don y promesa. Ya se nos ha dado en Je -sús, pero aún debe cumplirse en plenitud. Por ello pedimos cada día al Pa-dre: «Venga a nosotros tu reino».

Hay un profundo vínculo entre pobreza y evangelización, entre el tema de la pasada Jornada Mundial de la Juventud –«Id y haced discípulos a to-dos los pueblos» (Mt 28,19)– y el de este año: «Bienaventurados los po-bres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). El Se-ñor quiere una Iglesia pobre que evangelice a los pobres. Cuando Jesús envió a los Doce, les dijo: «No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino; ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento» (Mt 10,9-10). La pobreza evangélica es una condición fundamental para que el Reino de Dios se difunda. Las ale-grías más hermosas y espontáneas que he visto en el transcurso de mi vida son las de personas pobres, que tienen poco a que aferrarse. La evangeli-zación, en nuestro tiempo, sólo será posible por medio del contagio de la alegría.

Como hemos visto, la Bienaventuranza de los pobres de espíritu orien-ta nuestra relación con Dios, con los bienes materiales y con los pobres. Ante el ejemplo y las palabras de Jesús, nos damos cuenta de cuánta nece-sidad tenemos de conversión, de hacer que la lógica del ser más prevalez-ca sobre la del tener más. Los santos son los que más nos pueden ayudar a entender el significado profundo de las Bienaventuranzas. La canoniza-ción de Juan Pablo II el segundo Domingo de Pascua es, en este sentido, un acontecimiento que llena nuestro corazón de alegría. Él será el gran pa-

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trono de las JMJ, de las que fue iniciador y promotor. En la comunión de los santos seguirá siendo para todos vosotros un padre y un amigo.

El próximo mes de abril es también el trigésimo aniversario de la en-trega de la Cruz del Jubileo de la Redención a los jóvenes. Precisamente a partir de ese acto simbólico de Juan Pablo II comenzó la gran peregrina-ción juvenil que, desde entonces, continúa a través de los cinco continen-tes. Muchos recuerdan las palabras con las que el Papa, el Domingo de Pascua de 1984, acompañó su gesto: «Queridos jóvenes, al clausurar el Año Santo, os confío el signo de este Año Jubilar: ¡la Cruz de Cristo! Lle-vadla por el mundo como signo del amor del Señor Jesús a la humanidad y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención».

Queridos jóvenes, el Magnificat, el cántico de María, pobre de espíritu, es también el canto de quien vive las Bienaventuranzas. La alegría del Evangelio brota de un corazón pobre, que sabe regocijarse y maravillarse por las obras de Dios, como el corazón de la Virgen, a quien todas las ge-neraciones llaman “dichosa” (cf. Lc 1,48). Que Ella, la madre de los po-bres y la estrella de la nueva evangelización, nos ayude a vivir el Evange-lio, a encarnar las Bienaventuranzas en nuestra vida, a atrevernos a ser fe-lices.

BREVE PERFIL DEL JUEZ ECLESIÁSTICO20140124. Discurso.A la Rota Romana

Desearía trazar ahora un breve perfil del juez eclesiástico. Ante todo el perfil humano: al juez se le pide una madurez humana que se expresa en la serenidad de juicio y en la distancia de los puntos de vista personales. Forma parte también de la madurez humana la capacidad de penetrar en la mentalidad y legítimas aspiraciones de la comunidad donde se realiza el servicio. De este modo, él se hará intérprete del animus communitatis que caracteriza la porción de pueblo de Dios destinataria de su acción y podrá practicar una justicia no legalista y abstracta, sino adecuada a las exigen-cias de la realidad concreta. En consecuencia, no se contentará con un co-nocimiento superficial de la realidad de las personas que esperan su juicio, sino que advertirá la necesidad de entrar en profundidad en la situación de las partes en causa, estudiando a fondo los actos y todos los elementos úti -les para el juicio.

El segundo aspecto es el judicial. Además de los requisitos de doctrina jurídica y teológica, en el ejercicio de su ministerio el juez se caracteriza por la pericia en el derecho, la objetividad de juicio y la equidad, juzgando con imperturbable e imparcial equidistancia. Además, en su actividad le guía la intención de tutelar la verdad, en el respeto de la ley, sin descuidar la delicadeza y la humanidad propias del pastor de almas.

El tercer aspecto es el pastoral. En cuanto expresión de la solicitud pastoral del Papa y de los obispos, al juez se le pide no sólo comprobada competencia, sino también genuino espíritu de servicio. Él es el servidor de la justicia, llamado a tratar y juzgar la situación de los fieles que con

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confianza se dirigen a él, imitando al buen Pastor que se interesa por la oveja herida. Por ello está animado por la caridad pastoral; la caridad de Dios que derramó en nuestro corazón mediante «el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). La caridad —escribe san Pablo— «es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3, 14), y constituye también el alma de la fun-ción del juez eclesiástico.

Vuestro ministerio, queridos jueces y agentes del Tribunal de la Rota romana, vivido en la alegría y en la serenidad que proceden del trabajar allí donde el Señor nos puso, es un servicio peculiar a Dios Amor, que está cerca de cada persona. Sois esencialmente pastores. Mientras desempeñáis el trabajo judicial, no olvidéis que sois pastores. Detrás de cada expedien-te, cada posición, cada causa, hay personas que esperan justicia.

MUJERES: NUEVAS PRESENCIAS Y PAPEL EN LA FAMILIA20140125. Discurso. Al Centro Italiano Femenino

En este proceso ha sido y es importante también el discernimiento por parte del Magisterio de los Papas. De modo especial se debe mencionar la carta apostólica Mulieris dignitatem de 1988, del beato Juan Pablo II, so-bre la dignidad y vocación de la mujer, documento que, en línea con la en-señanza del Vaticano II, ha reconocido la fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual (cf. n. 30); y recordamos también el mensaje para la jor-nada mundial de la paz de 1995 sobre el tema «La mujer: educadora para la paz».

He recordado la indispensable aportación de la mujer en la sociedad, en particular con su sensibilidad e intuición hacia el otro, el débil y el in -defenso. Me alegra ver cómo muchas mujeres comparten responsabilida-des pastorales con los sacerdotes, en el acompañamiento de personas, fa-milias y grupos, así como en la reflexión teológica; y desea que se amplíen los espacios para una presencia femenina más amplia e incisiva en la Igle-sia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 103).

Estos nuevos espacios y responsabilidades que se han abierto, y que deseo vivamente se puedan extender ulteriormente a la presencia y a la ac-tividad de las mujeres, tanto en el ámbito eclesial como en el civil y profe-sional, no pueden hacer olvidar el papel insustituible de la mujer en la fa-milia. Los dotes de delicadeza, peculiar sensibilidad y ternura, que abun-dantemente tiene el alma femenina, representan no sólo una genuina fuer-za para la vida de las familias, para la irradiación de un clima de serenidad y de armonía, sino una realidad sin la cual la vocación humana sería irrea-lizable. Esto es importante. Sin estas actitudes, sin estos dotes de la mujer, la vocación humana no puede realizarse.

Si en el mundo del trabajo y en la esfera pública es importante la apor-tación más incisiva del genio femenino, tal aportación permanece impres-cindible en el ámbito de la familia, que para nosotros cristianos no es sen-cillamente un lugar privado, sino la «Iglesia doméstica», cuya salud y prosperidad es condición para la salud y prosperidad de la Iglesia y de la sociedad misma. Pensemos en la Virgen: la Virgen en la Iglesia crea algo

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que no pueden crear los sacerdotes, los obispos y los Papas. Es ella el au-téntico genio femenino. Y pensemos en la Virgen en las familias. ¿Qué hace la Virgen en una familia? Por lo tanto la presencia de la mujer en el ámbito doméstico se revela como nunca necesaria para la transmisión a las generaciones futuras de sólidos principios morales y para la transmisión misma de la fe.

En este punto surge espontáneamente preguntarse: ¿cómo es posible crecer en la presencia eficaz en tantos ámbitos de la esfera pública, en el mundo del trabajo y en los lugares donde se toman las decisiones más im-portantes y, al mismo tiempo, mantener una presencia y una atención pre-ferencial y del todo especial en y para la familia? Y aquí está el ámbito del discernimiento que, además de la reflexión sobre la realidad de la mujer en la sociedad, presupone la oración asidua y perseverante.

Es en el diálogo con Dios, iluminado por su Palabra, regado por la gra-cia de los Sacramentos, donde la mujer cristiana busca siempre responder nuevamente a la llamada del Señor, en lo concreto de su condición.

La presencia maternal de María sostiene siempre esta oración. Ella, que cuidó a su Hijo divino, que propició su primer milagro en las bodas de Caná, que estaba presente en el Calvario y en Pentecostés, os indique el camino que hay que recorrer para profundizar el significado y el papel de la mujer en la sociedad y para ser plenamente fieles al Señor Jesucristo y a vuestra misión en el mundo. Gracias.

JESÚS COMIENZA SU VIDA PÚBLICA EN GALILEA20140126. Ángelus

El Evangelio de este domingo relata los inicios de la vida pública de Jesús en las ciudades y en los poblados de Galilea. Su misión no parte de Jerusalén, es decir, del centro religioso, centro incluso social y político, sino que parte de una zona periférica, una zona despreciada por los judíos más observantes, con motivo de la presencia en esa región de diversas po-blaciones extranjeras; por ello el profeta Isaías la indica como «Galilea de los gentiles» (Is 8, 23).

Es una tierra de frontera, una zona de tránsito donde se encuentran per-sonas diversas por raza, cultura y religión. La Galilea se convierte así en el lugar simbólico para la apertura del Evangelio a todos los pueblos. Desde este punto de vista, Galilea se asemeja al mundo de hoy: presencia simul-tánea de diversas culturas, necesidad de confrontación y necesidad de en-cuentro. También nosotros estamos inmersos cada día en una «Galilea de los gentiles», y en este tipo de contexto podemos asustarnos y ceder a la tentación de construir recintos para estar más seguros, más protegidos. Pe-ro Jesús nos enseña que la Buena Noticia, que Él trae, no está reservada a una parte de la humanidad, sino que se ha de comunicar a todos. Es un fe-liz anuncio destinado a quienes lo esperan, pero también a quienes tal vez ya no esperan nada y no tienen ni siquiera la fuerza de buscar y pedir.

Partiendo de Galilea, Jesús nos enseña que nadie está excluído de la salvación de Dios, es más, que Dios prefiere partir de la periferia, de los

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últimos, para alcanzar a todos. Nos enseña un método, su método, que ex-presa el contenido, es decir, la misericordia del Padre. «Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero to-dos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).

Jesús comienza su misión no sólo desde un sitio descentrado, sino tam-bién con hombres que se catalogarían, así se puede decir, «de bajo perfil». Para elegir a sus primeros discípulos y futuros apóstoles, no se dirige a las escuelas de los escribas y doctores de la Ley, sino a las personas humildes y a las personas sencillas, que se preparan con diligencia para la venida del reino de Dios. Jesús va a llamarles allí donde trabajan, a orillas del la-go: son pescadores. Les llama, y ellos le siguen, inmediatamente. Dejan las redes y van con Él: su vida se convertirá en una aventura extraordina-ria y fascinante.

Queridos amigos y amigas, el Señor llama también hoy. El Señor pasa por los caminos de nuestra vida cotidiana. Incluso hoy, en este momento, aquí, el Señor pasa por la plaza. Nos llama a ir con Él, a trabajar con Él por el reino de Dios, en las «Galileas» de nuestros tiempos. Cada uno de vosotros piense: el Señor pasa hoy, el Señor me mira, me está mirando. ¿Qué me dice el Señor? Y si alguno de vosotros percibe que el Señor le dice «sígueme» sea valiente, vaya con el Señor. El Señor jamás decepcio-na. Escuchad en vuestro corazón si el Señor os llama a seguirle. Dejémo-nos alcanzar por su mirada, por su voz, y sigámosle. «Para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz» (ibid., 288).

TODO NUESTRO SER DEBE HABLAR DE DIOS20140130. Discurso. A los obispos austriacos. Visita ad limina

Ser Iglesia no significa administrar, sino salir, ser misioneros, llevar a los hombres la luz de la fe y la alegría del Evangelio. No olvidemos que el impulso de nuestro compromiso de cristianos en el mundo no es una idea filantrópica, un vago humanismo, sino un don de Dios, es decir, un regalo de la filiación divina que hemos recibido en el Bautismo. Y este don es al mismo tiempo una tarea. Los hijos de Dios no se esconden, sino que más bien llevan la alegría de su filiación divina al mundo. Y esto también sig-nifica comprometerse a vivir una vida santa. Además, es una obligación para nosotros con respecto a la Iglesia, que es santa, como la profesamos en el Credo. Ciertamente, «la Iglesia encierra en su propio seno a pecado-res», como afirmó el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 8). Pero el Concilio dice, en este mismo pasaje, que no tenemos que resignarnos al pecado, es decir, «Ecclesia sancta simul et semper purificanda» —la santa Iglesia siempre tiene necesidad de purificación—. Esto significa que debe-mos comprometernos siempre en nuestra purificación, en el sacramento de la Reconciliación. La Confesión es el acto donde experimentamos el amor misericordioso de Dios y encontramos a Cristo, quien nos da la fuerza de

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la conversión y de la vida nueva. Y como pastores de la Iglesia queremos ayudar a los fieles, con ternura y comprensión, a redescubrir este maravi-lloso sacramento y hacerles experimentar precisamente en este don el amor del buen Pastor. Os ruego, pues, que no os canséis de invitar a los hombres al encuentro con Cristo en el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación.

Un campo importante de nuestra actividad de pastores es la familia, que se sitúa en el corazón de la Iglesia evangelizadora. «En efecto, la fa-milia cristiana es la primera comunidad llamada a anunciar el Evangelio a la persona humana en desarrollo y a conducirla a la plena madurez huma-na y cristiana, mediante una progresiva educación y catequesis» (Familia-ris consortio, 2). El fundamento para que se desarrolle una vida familiar armoniosa es, sobre todo, la fidelidad matrimonial. Por desgracia, en nues-tro tiempo vemos que la familia y el matrimonio, en los países del mundo occidental, sufren una profunda crisis interior. «En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos» (Evangelii gaudium, 66). La globalización y el individualismo post-moderno favorecen un estilo de vida que hace mucho más difícil el desa-rrollo y la estabilidad de las relaciones entre las personas y no es conve-niente para la promoción de una cultura de la familia. Aquí se abre un nuevo campo misionero para la Iglesia, por ejemplo, en los grupos de fa-milias donde se crea un espacio para las relaciones interpersonales y con Dios, donde crece una comunión auténtica que acoge a cada uno del mis-mo modo y no se cierra en grupos de élite, que sana las heridas, construye puentes, sale a buscar a los alejados y ayuda a llevar «los unos las cargas de los otros» (Ga 6, 2).

La familia es, por tanto, un lugar privilegiado para la evangelización y para la transmisión vital de la fe. Hagamos todo lo posible para que se re -ce en nuestras familias y se experimente y transmita la fe como parte inte-grante de la vida diaria. La solicitud de la Iglesia por la familia comienza con una buena preparación y un acompañamiento adecuado de los espo-sos, así como con una exposición fiel y clara de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio como sacramento es don de Dios y, al mismo tiempo, compromiso. El amor de dos esposos está santificado por Cristo, y los cónyuges están llamados a testimoniar y culti-var esa santidad mediante su fidelidad recíproca.

De la familia, iglesia doméstica, pasamos brevemente a la parroquia, el gran campo que el Señor nos ha confiado para hacerlo fecundo con el tra-bajo pastoral. Los sacerdotes, los párrocos, deberían ser cada vez más conscientes de que su tarea de gobernar es un servicio profundamente es-piritual. Es siempre el párroco quien guía a la comunidad parroquial, con-tando al mismo tiempo con la ayuda y la aportación valiosa de sus diferen-tes colaboradores y de todos los fieles laicos. No debemos correr el riesgo de ofuscar el ministerio sacramental del sacerdote. En nuestras ciudades y en nuestros pueblos hay hombres valientes y otros tímidos, hay cristianos

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misioneros y otros adormecidos. Y hay muchos que están buscando, aun-que no lo admitan. Cada uno está llamado, cada uno es enviado. Pero no está dicho que el lugar de la llamada sea sólo el centro parroquial; no está dicho que el momento sea necesariamente un agradable acontecimiento parroquial, sino que la llamada de Dios puede alcanzarnos en la cadena de montaje o en la oficina, en el supermercado o en el ojo de una escalera, es decir, en los lugares de la vida diaria.

Hablar de Dios, llevar a los hombres el mensaje del amor de Dios y de la salvación en Jesucristo, es tarea de todo bautizado. Y esta tarea no sólo comporta expresarse con palabras, sino también actuar y hacer. Todo nuestro ser debe hablar de Dios, incluso en las cosas ordinarias. Así nues-tro testimonio será auténtico, así será siempre nuevo y lozano con la fuer-za del Espíritu Santo. Para que esto resulte, hablar de Dios debe ser, ante todo, hablar con Dios, un encuentro con el Dios vivo en la oración y en los sacramentos. Dios no sólo se deja encontrar, sino que también se pone en movimiento en su amor para ir al encuentro de quien lo busca. Quien se encomienda al amor de Dios, sabe abrir el corazón de los demás al amor divino para mostrarles que la vida sólo se realiza plenamente en comunión con Dios. Precisamente en nuestro tiempo, en el que parece que nos esta-mos convirtiendo en el «pequeño rebaño» (Lc 12, 32), como discípulos del Señor estamos llamados a vivir como una comunidad que es sal de la tie-rra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16).

LA DOCTRINA ES PARA VIVIRLA20140131. Discurso. Congregación para la doctrina de la fe

Desde los primeros tiempos de la Iglesia existe la tentación de com-prender la doctrina en un sentido ideológico o de reducirla a un conjunto de teorías abstractas y cristalizadas (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 39-42). En realidad, la doctrina tiene el único fin de servir a la vida del Pue-blo de Dios y quiere asegurar un fundamento firme a nuestra fe. En efecto, es grande la tentación de apropiarnos de los dones de la salvación que vie-nen de Dios, para acomodarlos —tal vez incluso con buena intención— a los puntos de vista y al espíritu del mundo. Y ésta es una tentación que se repite continuamente.

Cuidar la integridad de la fe es una tarea muy delicada que se os ha en-comendado, siempre en colaboración con los Pastores locales y con las Comisiones doctrinales de las Conferencias episcopales. Esto es necesario para salvaguardar el derecho de todo el Pueblo de Dios a recibir el depósi-to de la fe en su pureza y en su totalidad. Vuestro trabajo busca tener siempre presente también las exigencias del diálogo constructivo, respe-tuoso y paciente con los autores. Si la verdad exige la fidelidad, ésta crece siempre en la caridad y en la ayuda fraterna para quien está llamado a ma-durar o clarificar sus propias convicciones.

En relación, luego, a vuestro método de trabajo, sé que vuestro dicaste-rio se distingue por la praxis de la colegialidad y del diálogo. La Iglesia, en efecto, es el lugar de la comunión y, en cada nivel, todos estamos lla-

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mados a cultivar y promover la comunión, cada uno en la responsabilidad que el Señor le ha asignado. Estoy seguro de que cuanto más sea la cole-gialidad un rasgo efectivo de nuestro obrar, tanto más brillará ante el mun-do la luz de nuestra fe (cf. Mt 5, 16).

EVANGELIZAD CON AMOR: COMUNIÓN, ESPÍRITU, CUIDARSE20140201. Discurso. Al Camino Neocatecumenal

Doy gracias al Señor por la alegría de vuestra fe y por el ardor de vues-tro testimonio cristiano, ¡gracias a Dios!

Y precisamente en nombre de la Iglesia, nuestra Madre —nuestra San-ta Madre Iglesia, jerárquica como le gustaba decir a san Ignacio de Loyola—, en nombre de la Iglesia quisiera proponeros algunas sencillas reco-mendaciones. La primera es la de tener el máximo cuidado para construir y conservar la comunión en el seno de las Iglesias particulares donde irán a trabajar. El Camino tiene un carisma propio, una dinámica propia, un don que como todos los dones del Espíritu tiene una profunda dimensión eclesial; esto significa ponerse a la escucha de la vida de las Iglesias a las que vuestros responsables os envían, valorizar sus riquezas, sufrir por las debilidades si es necesario y caminar juntos como un único rebaño, bajo la guía de los Pastores de las Iglesias locales. La comunión es esencial: a ve-ces puede ser mejor renunciar a vivir en todos los detalles lo que vuestro itinerario exigiría a fin de garantizar la unidad entre los hermanos que for-man la única comunidad eclesial, de la que siempre tenéis que sentiros parte.

Otra indicación: adondequiera que vayáis, os hará bien pensar que el Espíritu de Dios siempre llega antes que nosotros. Esto es importante: ¡El Señor siempre nos precede! Pensad en Felipe, cuando el Señor le envía por el camino donde encuentra a un administrador sentado en su carroza (cf. Hch 8, 27-28). El Espíritu llegó antes: él leía al profeta Isaías y no comprendía, pero su corazón ardía. Así, cuando Felipe se le acerca, él está preparado para la catequesis y para el Bautismo. El Espíritu nos precede siempre. ¡Dios siempre llega antes que nosotros! Incluso en los sitios más remotos, también en las culturas más diversas, Dios esparce por doquier las semillas de su Palabra. De aquí brota la necesidad de una espe-cial atención al contexto cultural en el que vosotras, familias, iréis a traba-jar: se trata de un ambiente a menudo muy diferente del que provenís. Mu-chos de vosotros se esforzarán por aprender el idioma local, a veces difí-cil, y este esfuerzo se aprecia. Mucho más importante será vuestro com-promiso por «aprender» las culturas que encontraréis, sabiendo reconocer la necesidad del Evangelio presente en todo lugar, pero también la acción que el Espíritu Santo ha realizado en la vida y en la historia de cada pue-blo.

Y por último, os exhorto a cuidaros con amor unos a otros, de modo particular a los más débiles. El Camino neocatecumenal, como itinerario para descubrir el propio Bautismo, es un camino exigente, a lo largo del cual un hermano o una hermana pueden encontrar dificultades imprevis-

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tas. En estos casos ejercitar la paciencia y la misericordia por parte de la comunidad es signo de madurez en la fe. No se debe forzar la libertad de cada uno, y hay que respetar también la eventual elección de quien deci-diera buscar, fuera del Camino, otras formas de vida cristiana que le ayu-den a crecer en su respuesta a la llamada del Señor.

Queridas familias, queridos hermanos y hermanas, os aliento a llevar el Evangelio de Jesucristo a todas partes, incluso a los ambientes más des-cristianizados, especialmente a las periferias existenciales. Evangelizad con amor, llevad a todos el amor de Dios. Decid a quienes encontraréis en los caminos de vuestra misión que Dios ama al hombre así como es, inclu-so con sus límites, con sus errores, también con sus pecados. Por esto en-vió a su Hijo, para que Él cargara sobre sí nuestros pecados. Sed mensaje-ros y testigos de la infinita bondad y de la inagotable misericordia del Pa-dre.

Os confío a nuestra Madre, María, para que inspire y sostenga siempre vuestro apostolado. En la escuela de esta tierna Madre sed misioneros ce-losos y alegres. No perdáis la alegría, ¡adelante!

VIDA CONSAGRADA: UN ENCUENTRO CON CRISTO20140202. Homilía. Presentación del Señor

La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta delencuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuen-tro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer en-cuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.

Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuen-tro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que fre-cuentaban siempre el Templo.

Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se en-tiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de obser-var los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un he-cho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos... Tu ley será mi delicia (119, 14.77).

¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Es-píritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había re-velado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego

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que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones...

He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representan-tes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.

Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si refle-xionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mis-mo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?

A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.

Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fun-dacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.

Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos rea-lidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a am-bas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.

Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo ade-lante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.

Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.

LAS PERSONAS CONSAGRADAS20140202. Ángelus

Hoy celebramos la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo. En esta fecha se celebra también la jornada de la vida consagrada, que recuer-da la importancia que tienen para la Iglesia quienes acogieron la vocación

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a seguir a Jesús de cerca por el camino de los consejos evangélicos. El Evangelio de hoy relata que, cuarenta días después del nacimiento de Je-sús, María y José llevaron al Niño al templo para ofrecerlo y consagrarlo a Dios, como lo prescribe la Ley judía. Este episodio evangélico constituye también una imagen de la entrega de la propia vida por parte de aquellos que, por un don de Dios, asumen los rasgos típicos de Jesús virgen, pobre y obediente.

Esta entrega de sí mismos a Dios se refiere a todo cristiano, porque to-dos estamos consagrados a Él mediante el Bautismo. Todos estamos lla-mados a ofrecernos al Padre con Jesús y como Jesús, haciendo de nuestra vida un don generoso, en la familia, en el trabajo, en el servicio a la Igle-sia, en las obras de misericordia. Sin embargo, tal consagración la viven de modo particular los religiosos, los monjes, los laicos consagrados, que con la profesión de los votos pertenecen a Dios de modo pleno y exclusi-vo. Esta pertenencia al Señor permite a quienes la viven de forma auténti-ca dar un testimonio especial del Evangelio del reino de Dios. Totalmente consagrados a Dios, están totalmente entregados a los hermanos, para lle-var la luz de Cristo allí donde las tinieblas son más densas y para difundir su esperanza en los corazones desalentados.

Las personas consagradas son signo de Dios en los diversos ambientes de vida, son levadura para el crecimiento de una sociedad más justa y fra-terna, son profecía del compartir con los pequeños y los pobres. La vida consagrada, así entendida y vivida, se presenta a nosotros como realmente es: un don de Dios, un don de Dios a la Iglesia, un don de Dios a su pue-blo. Cada persona consagrada es un don para el pueblo de Dios en camino. Hay gran necesidad de estas presencias, que refuerzan y renuevan el com-promiso de la difusión del Evangelio, de la educación cristiana, de la cari-dad hacia los más necesitados, de la oración contemplativa; el compromi-so de la formación humana, de la formación espiritual de los jóvenes, de las familias; el compromiso por la justicia y la paz en la familia humana. ¿Pero pensamos qué pasaría si no estuviesen las religiosas en los hospita-les, las religiosas en las misiones, las religiosas en las escuelas? ¡Pensad en una Iglesia sin las religiosas! No se puede pensar: ellas son este don, esta levadura que lleva adelante el pueblo de Dios. Son grandes estas mu-jeres que consagran su vida a Dios, que llevan adelante el mensaje de Je-sús.

La Iglesia y el mundo necesitan este testimonio del amor y de la mise-ricordia de Dios. Los consagrados, los religiosos, las religiosas son el tes-timonio de que Dios es bueno y misericordioso. Por ello es necesario valo-rar con gratitud las experiencias de vida consagrada y profundizar el cono-cimiento de los diversos carismas y espiritualidad. Es necesario rezar para que muchos jóvenes respondan «sí» al Señor que les llama a consagrarse totalmente a Él para un servicio desinteresado a los hermanos; consagrar la vida para servir a Dios y a los hermanos.

Por todos estos motivos, como ya se anunció, el año próximo estará dedicado de modo especial a la vida consagrada. Confiamos desde ahora esta iniciativa a la intercesión de la Virgen María y de san José, que, como

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padres de Jesús, fueron los primeros en ser consagrados por Él y en consa-grar su vida a Él.

LA SAL DE LA TIERRA Y LA LUZ DEL MUNDO20140209. Ángelus

En el Evangelio de este domingo, que está inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13.14). Esto nos maravi-lla un poco si pensamos en quienes tenía Jesús delante cuando decía estas palabras. ¿Quiénes eran esos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla... Pero Jesús les mira con los ojos de Dios, y su afirmación se comprende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas. Él quiere decir: si sois pobres de espíritu, si sois mansos, si sois puros de corazón, si sois misericordiosos... seréis la sal de la tierra y la luz del mundo.

Para comprender mejor estas imágenes, tengamos presente que la Ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada ofrenda presentada a Dios, como signo de alianza. La luz, para Israel, era el símbolo de la reve-lación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristia-nos, nuevo Israel, reciben, por lo tanto, una misión con respecto a todos los hombres: con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fe-cunda a la humanidad. Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente: con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defen-deremos de la corrupción, como lo hace la sal; y llevaremos la luz de Cris-to con el testimonio de una caridad genuina. Pero si nosotros, los cristia-nos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, per-demos la eficacia. ¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es una misión que tenemos nosotros. ¡Es hermosa! Es también muy bello conser-var la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla. El cristiano de-bería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios, es el regalo de Jesús. Y no-sotros llevamos esta luz. Si el cristiano apaga esta luz, su vida no tiene sentido: es un cristiano sólo de nombre, que no lleva la luz, una vida sin sentido. Pero yo os quisiera preguntar ahora: ¿cómo queréis vivir? ¿Como una lámpara encendida o como una lámpara apagada? ¿Encendida o apa-gada? ¿Cómo queréis vivir? [la gente responde: ¡Encendida!] ¡Lámpara encendida! Es precisamente Dios quien nos da esta luz y nosotros la da-mos a los demás. ¡Lámpara encendida! Ésta es la vocación cristiana.

LA MISA ES ENTRAR EN EL MISTERIO DE DIOS20140210. Homilía diaria. Casa Santa Marta

El Señor nos habla a través de su Palabra, recogida en el Evangelio y en la Biblia; y a través de la catequesis, de la homilía. No sólo nos habla, sino que también «se hace presente —precisó— en medio de su pueblo, en medio de su Iglesia. Es la presencia del Señor. El Señor que se acerca a su

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pueblo; se hace presente y comparte con su pueblo un poco de tiempo». Esto es lo que sucede durante la celebración litúrgica que ciertamente «no es un buen acto social —explicó una vez más el obispo de Roma— y no es una reunión de creyentes para rezar juntos. Es otra cosa» porque «en la liturgia eucarística Dios está presente» y, si es posible, se hace presente de un modo aún «más cercano». Su presencia, dijo nuevamente el Papa, «es una presencia real».

Y «cuando hablo de liturgia —puntualizó el Pontífice— me refiero principalmente a la santa misa. Cuando celebramos la misa, no hacemos una representación de la Última Cena». La misa «no es una representa-ción; es otra cosa. Es propiamente la Última Cena; es precisamente vivir otra vez la pasión y la muerte redentora del Señor. Es una teofanía: el Se-ñor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre para la salvación del mundo».

Así, el Papa Francisco volvió a proponer, como lo hace a menudo, un comportamiento común en los fieles: «Nosotros escuchamos o decimos: “pero, yo no puedo ahora, debo ir a misa, debo ir a escuchar misa”. La mi-sa no se escucha, se participa. Y se participa en esta teofanía, en este mis-terio de la presencia del Señor entre nosotros». Es algo distinto de las otras formas de nuestra devoción, precisó nuevamente poniendo el ejemplo del belén viviente «que hacemos en las parroquias en Navidad, o el vía crucis que hacemos en Semana Santa». Éstas, explicó, son representaciones; la Eucaristía es «una conmemoración real, es decir, es una teofanía. Dios se acerca y está con nosotros y nosotros participamos en el misterio de la re-dención».

El Pontífice se refirió luego a otro comportamiento muy común entre los cristianos: «Cuántas veces —dijo— contamos los minutos... “tengo apenas media hora, tengo que ir a misa...”». Ésta «no es la actitud propia que nos pide la liturgia: la liturgia es tiempo de Dios y espacio de Dios, y nosotros debemos entrar allí, en el tiempo de Dios, en el espacio de Dios y no mirar el reloj. La liturgia es precisamente entrar en el misterio de Dios; dejarnos llevar al misterio y estar en el misterio».

El Papa Francisco compartió con los presentes algunos recuerdos de su infancia: «Recuerdo que siendo niño, cuando nos preparábamos para la Primera Comunión, nos hacían cantar “Oh santo altar custodiado por los ángeles”, y esto nos hacía comprender que el altar estaba custodiado por los ángeles, nos daba el sentido de la gloria de Dios, del espacio de Dios, del tiempo de Dios. Y luego, cuando hacíamos el ensayo para la Comu-nión, llevábamos las hostias para el ensayo y nos decían: “mirad que éstas no son las que recibiréis; éstas no valen nada, porque luego estará la con-sagración”. Nos hacían distinguir bien una cosa de la otra: el recuerdo de la conmemoración». Por lo tanto, celebrar la liturgia significa «tener esta disponibilidad para entrar en el misterio de Dios», en su espacio, en su tiempo.

Y, llegando ya a la conclusión, el Pontífice invitó a los presentes a «pedir hoy al Señor que nos done a todos este sentido de lo sagrado, este sentido que nos haga comprender que una cosa es rezar en casa, rezar en

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la iglesia, rezar el rosario, recitar muchas y hermosas oraciones, hacer el vía crucis, leer la Biblia; y otra cosa es la celebración eucarística. En la ce-lebración entramos en el misterio de Dios, en esa senda que nosotros no podemos controlar: sólo Él es el único, Él es la gloria, Él es el poder. Pida-mos esta gracia: que el Señor nos enseñe a entrar en el misterio de Dios».

EDUCAR: DIÁLOGO Y FORMAR FORMADORES 20140213. Discurso. Congregación para la Educación Católica

La educación católica es uno de los desafíos más importantes de la Iglesia, dedicada hoy en realizar la nueva evangelización en un contexto histórico y cultural en constante transformación. Desde esta perspectiva, deseo que prestéis atención a tres aspectos.

El primer aspecto se refiere al valor del diálogo en la educación. Ha-béis desarrollado recientemente el tema de la educación en el diálogo in-tercultural en la escuela católica, con la publicación de un documento es-pecífico. En efecto, las escuelas y las universidades católicas son frecuen-tadas por muchos alumnos no cristianos e incluso no creyentes. Las insti-tuciones educativas católicas ofrecen a todos una propuesta educativa que mira al desarrollo integral de la persona y responde al derecho de todos a tener acceso al saber y al conocimiento. Pero de igual modo están llama-das a ofrecer a todos, con pleno respeto de la libertad de cada uno y de los métodos propios del ambiente escolástico, la propuesta cristiana, es decir, a Jesucristo como sentido de la vida, del cosmos y de la historia.

Jesús comenzó a anunciar la buena nueva en la «Galilea de las gentes», encrucijada de personas de diferentes razas, culturas y religiones. Este contexto se parece por ciertos aspectos al mundo de hoy. Los profundos cambios que han llevado a la difusión cada vez más amplia de sociedades multiculturales exigen a quienes trabajan en el sector escolar y universita-rio implicarse en itinerarios educativos de confrontación y diálogo, con una fidelidad valiente e innovadora que conjugue la identidad católica con las distintas «almas» de la sociedad multicultural. Pienso con aprecio en la contribución que ofrecen los institutos religiosos y las demás instituciones eclesiales mediante la fundación y la gestión de escuelas católicas en con-textos de acentuado pluralismo cultural y religioso.

El segundo aspecto concierne a la preparación cualificada de los for-madores. No se puede improvisar. Debemos trabajar seriamente. En el en-cuentro que mantuve con los superiores generales, destaqué que hoy la educación se dirige a una generación que cambia y, por tanto, todo educa-dor —y toda la Iglesia que es madre educadora— está llamado a cambiar, en el sentido de saber comunicarse con los jóvenes que tiene delante.

Quiero limitarme a recordar los rasgos de la figura del educador y de su tarea específica. Educar es un acto de amor, es dar vida. Y el amor es exigente, pide utilizar los mejores recursos, despertar la pasión y ponerse en camino con paciencia junto a los jóvenes. En las escuelas católicas el educador debe ser, ante todo, muy competente, cualificado y, al mismo tiempo, rico en humanidad, capaz de estar en medio de los jóvenes con es-

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tilo pedagógico para promover su crecimiento humano y espiritual. Los jóvenes tienen necesidad de calidad en la enseñanza y, a la vez, de valores, no sólo enunciados sino también testimoniados. La coherencia es un factor indispensable en la educación de los jóvenes. Coherencia. No se puede ha-cer crecer, no se puede educar sin coherencia: coherencia, testimonio.

Por eso el educador necesita, él mismo, una formación permanente. Es imprescindible, pues, invertir para que los profesores y los directivos man-tengan su profesionalidad y también su fe y la fuerza de sus motivaciones espirituales. Y también en esta formación permanente me permito sugerir la necesidad de retiros y ejercicios espirituales para los educadores. Es hermoso organizar cursos sobre este o aquel tema, pero también es necesa-rio organizar tandas de ejercicios espirituales, retiros, para rezar. Porque la coherencia es un esfuerzo, pero, sobre todo, es un don y una gracia. Y de-bemos pedirla.

El último aspecto atañe a las instituciones educativas, o sea, las escue-las y las universidades católicas y eclesiásticas. El 50º aniversario de la declaración conciliar, el 25º de la Ex corde Ecclesiae y la actualización de la Sapientia christiananos inducen a reflexionar seriamente sobre las nu-merosas instituciones formativas esparcidas por todo el mundo y sobre su responsabilidad de expresar una presencia viva del Evangelio en el campo de la educación, de la ciencia y de la cultura. Es preciso que las institucio-nes académicas católicas no se aíslen del mundo, sino que entren con va-lentía en el areópago de las culturas actuales y dialoguen, conscientes del don que tienen para ofrecer a todos.

Queridos hermanos, la educación es una gran obra en construcción, en la que la Iglesia desde siempre está presente con instituciones y proyectos propios. Hoy hay que incentivar ulteriormente este compromiso en todos los niveles y renovar la tarea de todos los sujetos que actúan en ella desde la perspectiva de la nueva evangelización.

MENSAJE A LOS NOVIOS20140214. Discurso. Encuentro con quince mil parejas de novios

1ª Pregunta: El miedo del «para siempre»Santidad, son muchos los que hoy piensan que prometerse fidelidad

para toda la vida sea una empresa demasiado difícil; muchos sienten que el desafío de vivir juntos para siempre es hermoso, fascinante, pero dema-siado exigente, casi imposible. Le pedimos su palabra que nos ilumine so-bre esto.

Agradezco el testimonio y la pregunta. Os explico: ellos me enviaron las preguntas con antelación. Se comprende. Así, yo pude reflexionar y pensar una respuesta un poco más sólida. Es importante preguntarse si es posible amarse «para siempre». Ésta es una pregunta que debemos hacer: ¿es posible amarse «para siempre»? Muchas personas hoy tienen miedo de hacer opciones definitivas. Un joven decía a su obispo: «Yo quiero llegar a ser sacerdote, pero sólo por diez años». Tenía miedo a una opción defi -

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nitiva. Pero es un miedo general, propio de nuestra cultura. Hacer opcio-nes para toda la vida, parece imposible. Hoy todo cambia rápidamente, na-da dura largamente. Y esta mentalidad lleva a muchos que se preparan pa-ra el matrimonio a decir: «estamos juntos hasta que dura el amor», ¿y lue-go? Muchos saludos y nos vemos. Y así termina el matrimonio. ¿Pero qué entendemos por «amor»? ¿Sólo un sentimiento, uno estado psicofísico? Cierto, si es esto, no se puede construir sobre ello algo sólido. Pero si en cambio el amor es una relación , entonces es una realidad que crece, y po-demos incluso decir, a modo de ejemplo, que se construye como una casa. Y la casa se construye juntos, no solos. Construir significa aquí favorecer y ayudar el crecimiento. Queridos novios, vosotros os estáis preparando para crecer juntos, construir esta casa, vivir juntos para siempre. No que-réis fundarla en la arena de los sentimientos que van y vienen, sino en la roca del amor auténtico, el amor que viene de Dios. La familia nace de es-te proyecto de amor que quiere crecer como se construye una casa, que sea espacio de afecto, de ayuda, de esperanza, de apoyo. Como el amor de Dios es estable y para siempre, así también el amor que construye la fami-lia queremos que sea estable y para siempre. Por favor, no debemos dejar-nos vencer por la «cultura de lo provisional». Esta cultura que hoy nos in-vade a todos, esta cultura de lo provisional. ¡Esto no funciona! Por lo tan-to, ¿cómo se cura este miedo del «para siempre»? Se cura día a día, enco-mendándose al Señor Jesús en una vida que se convierte en un camino es-piritual cotidiano, construido por pasos, pasos pequeños, pasos de creci-miento común, construido con el compromiso de llegar a ser mujeres y hombres maduros en la fe. Porque, queridos novios, el «para siempre» no es sólo una cuestión de duración. Un matrimonio no se realiza sólo si du-ra, sino que es importante su calidad. Estar juntos y saberse amar para siempre es el desafío de los esposos cristianos. Me viene a la mente el mi-lagro de la multiplicación de los panes: también para vosotros el Señor puede multiplicar vuestro amor y donarlo a vosotros fresco y bueno cada día. ¡Tiene una reserva infinita de ese amor! Él os dona el amor que está en la base de vuestra unión y cada día lo renueva, lo refuerza. Y lo hace aún más grande cuando la familia crece con los hijos. En este camino es importante y necesaria la oración, siempre. Él para ella, ella para él y los dos juntos. Pedid a Jesús que multiplique vuestro amor. En la oración del Padrenuestro decimos: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Los esposos pueden aprender a rezar también así: «Señor, danos hoy nuestro amor de cada día», porque el amor cotidiano de los esposos es el pan, el verdadero pan del alma, el que les sostiene para seguir adelante. Y la oración: ¿pode-mos ensayar para saber si sabemos recitarla? «Señor, danos hoy nuestro amor de cada día». ¡Todos juntos! [novios: «Señor, danos hoy nuestro amor de cada día»]. ¡Otra vez! [novios: «Señor, danos hoy nuestro amor de cada día»]. Ésta es la oración de los novios y de los esposos. ¡Enséña-nos a amarnos, a querernos! Cuanto más os encomendéis a Él, tanto más vuestro amor será «para siempre», capaz de renovarse, y vencerá toda difi-cultad. Esto pensé deciros, respondiendo a vuestra pregunta. ¡Gracias!

2ª Pregunta: Vivir juntos: el «estilo» de la vida matrimonial

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Santidad, vivir juntos todos los días es hermoso, da alegría, sostiene. Pero es un desafío que hay que afrontar. Creemos que es necesario aprender a amarse. Hay un «estilo» de la vida de la pareja, una espiritua-lidad de lo cotidiano que queremos aprender. ¿Puede ayudarnos en esto, Padre Santo?

Vivir juntos es un arte, un camino paciente, hermoso y fascinante. No termina cuando os habéis conquistado el uno al otro... Es más, es precisa-mente entonces cuando inicia. Este camino de cada día tiene normas que se pueden resumir en estas tres palabras que tú has dicho, palabras que ya he repetido muchas veces a las familias, y que vosotros ya podéis aprender a usar entre vosotros: permiso, o sea, «puedo», tú dijiste gracias, y per-dón .

«¿Puedo, permiso?». Es la petición gentil de poder entrar en la vida de otro con respeto y atención. Es necesario aprender a preguntar: ¿puedo ha-cer esto? ¿Te gusta si hacemos así, si tomamos esta iniciativa, si educamos así a los hijos? ¿Quieres que salgamos esta noche?... En definitiva, pedir permiso significa saber entrar con cortesía en la vida de los demás. Pero escuchad bien esto: saber entrar con cortesía en la vida de los demás. Y no es fácil, no es fácil. A veces, en cambio, se usan maneras un poco pesadas, como ciertas botas de montaña. El amor auténtico no se impone con dure-za y agresividad. En las Florecillas de san Francisco se encuentra esta ex-presión: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios... la cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor» (Cap. 37). Sí, la cortesía conserva el amor. Y hoy en nuestras familias, en nuestro mundo, a menudo violento y arrogan-te, hay necesidad de mucha más cortesía. Y esto puede comenzar en casa.

«Gracias» . Parece fácil pronunciar esta palabra, pero sabemos que no es así. ¡Pero es importante! La enseñamos a los niños, pero después la ol-vidamos. La gratitud es un sentimiento importante: ¿recordáis el Evange-lio de Lucas? Una anciana, una vez, me decía en Buenos Aires: «la grati-tud es una flor que crece en tierra noble». Es necesaria la nobleza del alma para que crezca esta flor. ¿Recordáis el Evangelio de Lucas? Jesús cura a diez enfermos de lepra y sólo uno regresa a decir gracias a Jesús. Y el Se-ñor dice: y los otros nueve, ¿dónde están? Esto es válido también para no-sotros: ¿sabemos agradecer? En vuestra relación, y mañana en la vida ma-trimonial, es importante tener viva la conciencia de que la otra persona es un don de Dios, y a los dones de Dios se dice ¡gracias!, siempre se da gra-cias. Y con esta actitud interior decirse gracias mutuamente, por cada co-sa. No es una palabra gentil que se usa con los desconocidos, para ser edu-cados. Es necesario saber decirse gracias, para seguir adelante bien y jun-tos en la vida matrimonial.

La tercera: «Perdón» . En la vida cometemos muchos errores, muchas equivocaciones. Los cometemos todos. Pero tal vez aquí hay alguien que jamás cometió un error. Levante la mano si hay alguien allí, una persona que jamás cometió un error. Todos cometemos errores. ¡Todos! Tal vez no hay un día en el que no cometemos algún error. La Biblia dice que el más justo peca siete veces al día. Y así cometemos errores... He aquí entonces

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la necesidad de usar esta sencilla palabra: «perdón». En general, cada uno de nosotros es propenso a acusar al otro y a justificarse a sí mismo. Esto comenzó con nuestro padre Adán, cuando Dios le preguntó: «Adán ¿tú has comido de aquel fruto? ». «¿Yo? ¡No! Es ella quien me lo dio». Acusar al otro para no decir «disculpa », «perdón». Es una historia antigua. Es un instinto que está en el origen de muchos desastres. Aprendamos a recono-cer nuestros errores y a pedir perdón. «Perdona si hoy levanté la voz»; «perdona si pasé sin saludar»; «perdona si llegué tarde», «si esta semana estuve muy silencioso», «si hablé demasiado sin nunca escuchar»; «perdo-na si me olvidé»; «perdona, estaba enfadado y me la tomé contigo». Pode-mos decir muchos «perdón» al día. También así crece una familia cristia-na. Todos sabemos que no existe la familia perfecta, y tampoco el marido perfecto, o la esposa perfecta. No hablemos de la suegra perfecta... Existi-mos nosotros, pecadores. Jesús, que nos conoce bien, nos enseña un secre-to: no acabar jamás una jornada sin pedirse perdón, sin que la paz vuelva a nuestra casa, a nuestra familia. Es habitual reñir entre esposos, porque siempre hay algo, hemos reñido. Tal vez os habéis enfadado, tal vez voló un plato, pero por favor recordad esto: no terminar jamás una jornada sin hacer las paces. ¡Jamás, jamás, jamás! Esto es un secreto, un secreto para conservar el amor y para hacer las paces. No es necesario hacer un bello discurso. A veces un gesto así y... se crea la paz. Jamás acabar... porque si tú terminas el día sin hacer las paces, lo que tienes dentro, al día siguiente está frío y duro y es más difícil hacer las paces. Recordad bien: ¡no termi-nar jamás el día sin hacer las paces! Si aprendemos a pedirnos perdón y a perdonarnos mutuamente, el matrimonio durará, irá adelante. Cuando vie-nen a las audiencias o a misa aquí a Santa Marta los esposos ancianos que celebran el 50° aniversario, les pregunto: «¿Quién soportó a quién?» ¡Es hermoso esto! Todos se miran, me miran, y me dicen: «¡Los dos!» Y esto es hermoso. Esto es un hermoso testimonio.

3ª Pregunta: El estilo de la celebración del MatrimonioSantidad, en estos meses estamos haciendo muchos preparativos para

nuestra boda. ¿Puede darnos algún consejo para celebrar bien nuestro matrimonio?

Haced todo de modo que sea una verdadera fiesta —porque el matri-monio es una fiesta—, una fiesta cristiana, no una fiesta mundana. El mo-tivo más profundo de la alegría de ese día nos lo indica el Evangelio de Juan: ¿recordáis el milagro de las bodas de Caná? A un cierto punto faltó el vino y la fiesta parecía arruinada. Imaginad que termina la fiesta be-biendo té. No, no funciona. Sin vino no hay fiesta. Por sugerencia de Ma-ría, en ese momento Jesús se revela por primera vez y hace un signo: transforma el agua en vino y, haciendo así, salva la fiesta de bodas. Lo que sucedió en Caná hace dos mil años, sucede en realidad en cada fiesta de bodas: lo que hará pleno y profundamente auténtico vuestro matrimonio será la presencia del Señor que se revela y dona su gracia. Es su presencia la que ofrece el «vino bueno», es Él el secreto de la alegría plena, la que calienta verdaderamente el corazón. Es la presencia de Jesús en esa fiesta.

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Que sea una hermosa fiesta, pero con Jesús. No con el espíritu del mundo, ¡no! Esto se percibe, cuando el Señor está allí.

Al mismo tiempo, sin embargo, es bueno que vuestro matrimonio sea sobrio y ponga de relieve lo que es verdaderamente importante. Algunos están más preocupados por los signos exteriores, por el banquete, las fo-tos, los vestidos y las flores... Son cosas importantes en una fiesta, pero sólo si son capaces de indicar el verdadero motivo de vuestra alegría: la bendición del Señor sobre vuestro amor. Haced lo posible para que, como el vino de Caná, los signos exteriores de vuestra fiesta revelen la presencia del Señor y os recuerden a vosotros y a todos los presentes el origen y el motivo de vuestra alegría.

Pero hay algo que tú has dicho y que quiero retomar al vuelo, porque no quiero dejarlo pasar. El matrimonio es también un trabajo de todos los días, podría decir un trabajo artesanal, un trabajo de orfebrería, porque el marido tiene la tarea de hacer más mujer a su esposa y la esposa tiene la tarea de hacer más hombre a su marido. Crecer también en humanidad, co-mo hombre y como mujer. Y esto se hace entre vosotros. Esto se llama crecer juntos. Esto no viene del aire. El Señor lo bendice, pero viene de vuestras manos, de vuestras actitudes, del modo de vivir, del modo de amaros. ¡Hacernos crecer! Siempre hacer lo posible para que el otro crez-ca. Trabajar por ello. Y así, no lo sé, pienso en ti que un día irás por las ca-lles de tu pueblo y la gente dirá: «Mira aquella hermosa mujer, ¡qué fuer-te!...». «Con el marido que tiene, se comprende». Y también a ti: «Mira aquél, cómo es». «Con la esposa que tiene, se comprende». Es esto, llegar a esto: hacernos crecer juntos, el uno al otro. Y los hijos tendrán esta he-rencia de haber tenido un papá y una mamá que crecieron juntos, hacién-dose —el uno al otro— más hombre y más mujer.

SED SANTOS, SED PERFECTOS, AMAD20140223. Homilía. Misa con los nuevos cardenales

«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu» (Colecta).

Esta oración del principio de la Misa indica una actitud fundamental: la escucha del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y renovadora, el Espíritu sostiene siempre la esperanza del Pueblo de Dios en camino a lo largo de la historia, y sostiene siempre, co-mo Paráclito, el testimonio de los cristianos. En este momento, todos no-sotros, junto con los nuevos cardenales, queremos escuchar la voz del Es-píritu, que habla a través de las Escrituras que han sido proclamadas.

En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su pue-blo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre ce-lestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos interpelan a todos noso-tros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí y a voso-tros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los que ayer habéis entra-

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do a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la santidad y la perfec-ción de Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Prime-ra Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el com-portamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras acciones. Pero recordemos todos, recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro es-fuerzo sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres veces Santo.

El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu hermano... No te venga-rás, ni guardarás rencor... sino que amarás a tu prójimo...» (19,17-18). Es-tas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros, sin embargo, normal-mente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...; pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este trabajo de con-versión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros –espe-cialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!

También Jesús nos habla en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la venganza. «Ha-béis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.

La segunda antítesis se refiere a los enemigos: «Habéis oído que se di-jo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo mere-cen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunida-des y en el mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñar-nos los buenos modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el camino, el único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y este camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene cada día con nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del mundo. Esto es lo que el Señor nos pide.

Queridos hermanos cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor celo y ardor estas actitudes de santidad. Pre-cisamente en este suplemento de entrega gratuita consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos con una sonrisa al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer, contrapongamos más bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser «cauces» por los que fluye su ca-ridad. Esta es la actitud, este debe ser el comportamiento de un cardenal.

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El cardenal –lo digo especialmente a vosotros– entra en la Iglesia de Ro-ma, hermanos, no en una corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos, preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí; no, no»; que nuestras actitudes sean las de las Bien-aventuranzas, y nuestra senda la de la santidad. Pidamos nuevamente: «Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu».

El Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san Pablo: «Sois templo de Dios...; santo es el templo de Dios, que sois vosotros» (cf. 1 Co 3,16-17). En este templo, que somos nosotros, se celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en una palabra, la li-turgia del amor. Este templo nuestro resulta como profanado si descuida-mos los deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay cabi-da para el más pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien en-cuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el que no es bien recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una iglesia desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.

Queridos hermanos cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y en-tre nosotros. Os pido vuestra cercanía con la oración, el consejo, la cola-boración. Y todos vosotros, obispos, presbíteros, diáconos, personas con-sagradas y laicos, uníos en la invocación al Espíritu Santo, para que el Co-legio de Cardenales tenga cada vez más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al evangelio y ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.

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NO DUEÑOS, SINO SERVIDORES20140223. Ángelus

En la segunda lectura de este domingo, san Pablo afirma: «Que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Cor 3, 21-23). ¿Por qué dice esto el Apóstol? Porque el problema que tiene delante es el de las divisiones en la comunidad de Corinto, donde se habían formado grupos que se referían a los diversos predicadores, considerándolos sus jefes; decían: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas...» (1, 12). San Pablo explica que este modo de pensar es erróneo, porque la comunidad no pertenece a los apóstoles, sino que son ellos —los apóstoles— quienes pertenecen a la co-munidad; y la comunidad, completa, pertenece a Cristo.

De esta pertenencia se deriva que en las comunidades cristianas —dió-cesis, parroquias, asociaciones, movimientos— las diferencias no pueden contradecir el hecho de que todos, por el Bautismo, tenemos la misma dig-nidad: todos, en Jesucristo, somos hijos de Dios. Y ésta es nuestra digni-dad: en Jesucristo somos hijos de Dios. Quienes recibieron un ministerio de guía, de predicación, de administrar los sacramentos, no deben conside-rarse propietarios de poderes especiales, dueños, sino ponerse al servicio de la comunidad, ayudándole a recorrer con alegría el camino de la santi-dad.

CELEBRAR EL CULTO ES ENTREGARSE A SÍ MISMO20140218. Mensaje. Al Simposio sobre Sacrosanctum Concilium

La constitución Sacrosanctum Concilium y el ulterior desarrollo del Magisterio nos han permitido comprender más la liturgia a la luz de la re-velación divina como «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo», en el que «el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejer-ce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7). Cristo se revela como el verdadero protagonista de toda celebración, y «asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre eterno» (ib.). Esta acción, que tiene lugar por el po-der del Espíritu Santo, posee una profunda fuerza creadora capaz de atraer a sí a todo hombre y, en cierto modo, a toda la creación.

Celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mis-mo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Una li-turgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de va-ciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado ge-nérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura. «Nuestro vivir diario en nuestro cuerpo, en las cosas pequeñas, debería estar inspirado, impregnado, inmerso en la realidad divina, debería convertirse en acción juntamente con Dios. Esto no quiere decir que debemos pensar siempre en

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Dios, sino que debemos estar realmente penetrados por la realidad de Dios, de forma que toda nuestra vida (…) sea liturgia, sea adoración» (Be-nedicto XVI, Lectio divina en el Seminario romano mayor, 15 de febrero de 2012).

LA GRACIA DE SER COHERENTES20140227. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Si te encuentras ante un ateo que te dice que no cree en Dios, puedes leerle toda una biblioteca donde se dice que Dios existe, y aunque se prue-be que Dios existe, él no tendrá fe». Pero, prosiguió el Papa, «si delante de este ateo das testimonio de coherencia y de vida cristiana, algo comenzará a trabajar en su corazón». Y «será precisamente tu testimonio el que le creará la inquietud sobre la cual trabajará el Espíritu Santo».

El Papa Francisco recordó que «todos nosotros, toda la Iglesia», debe-mos pedir al Señor «la gracia de ser coherentes», reconociéndonos peca-dores, débiles, incoherentes, pero siempre dispuestos a pedir perdón a Dios.

Se trata de «ir adelante en la vida con coherencia cristiana», dando tes-timonio de que creemos en Jesucristo y sabiendo que somos pecadores. Pero con «la valentía de pedir perdón cuando nos equivocamos» y «te-niendo mucho miedo de escandalizar». Y que «el Señor —fue el deseo conclusivo del Papa— nos conceda esta gracia a todos nosotros».

OBISPOS TESTIGOS, KERYGMÁTICOS, ORANTES, PASTORES20140227. Discurso. A la Congregación para los obispos

1. Lo esencial en la misión de la CongregaciónEn la celebración de la ordenación de un obispo, la Iglesia reunida,

después de la invocación del Espíritu Santo, pide que sea ordenado el can-didato presentado. Quien preside entonces pregunta: «¿Tenéis el man-dato?». Resuena en esa pregunta lo que hizo el Señor: «Llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos...» (Mc 6, 7). En el fondo, la pregunta se podría expresar también así: «¿Estáis seguros de que su nombre ha sido pronunciado por el Señor? ¿Estáis seguros de que ha sido el Señor quien lo ha contado entre los llamados para estar con Él de forma especial y para confiarle la misión que no es suya, sino que el Padre le ha confiado al Se-ñor?».

Esta Congregación existe para ayudar a escribir tal mandato, que luego resonará en tantas Iglesias y llevará alegría y esperanza al pueblo santo de Dios. Esta Congregación existe para asegurarse de que el nombre de quien es elegido haya sido ante todo pronunciado por el Señor. He aquí la gran misión confiada a la Congregación para los obispos, su tarea más ardua: identificar a aquellos que el Espíritu Santo mismo pone para guiar a su Iglesia.

De los labios de la Iglesia se recogerá en cada época y en cada lugar la petición: ¡danos un obispo! El pueblo santo de Dios sigue hablando: nece-

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sitamos uno que nos custodie desde lo alto; necesitamos uno que nos mire con la amplitud del corazón de Dios; no necesitamos un manager, un ad-ministrador delegado de una empresa, y tampoco uno que esté al nivel de nuestra poca cosa o pequeñas pretensiones. Necesitamos uno que sepa ele-varse a la altura de la mirada de Dios sobre nosotros para guiarnos hacia Él. Sólo en la mirada de Dios está el futuro para nosotros. Necesitamos a alguien que, conociendo la amplitud del campo de Dios más que el propio estrecho jardín, nos garantice que aquello a lo que aspira nuestro corazón no es una vana promesa.

La gente recorre con fatiga la llanura de la cotidianidad, y necesita ser guiada por quien es capaz de ver las cosas desde lo alto. Por ello no debe-mos nunca perder de vista las necesidades de las Iglesias particulares a las que debemos proveer. No existe un pastor standard para todas las Iglesias. Cristo conoce la singularidad del pastor que cada Iglesia requiere para que responda a sus necesidades y le ayude a realizar sus potencialidades. Nuestro desafío es entrar en la perspectiva de Cristo, teniendo en cuenta esta singularidad de las Iglesias particulares.

2. El horizonte de Dios determina la misión de la CongregaciónPara elegir a tales ministros todos nosotros necesitamos elevarnos, su-

bir también nosotros al «nivel superior». No podemos dejar de subir, no podemos contentarnos con medidas bajas. Debemos elevarnos más allá y sobre nuestras eventuales preferencias, simpatías, pertenencias o tenden-cias para entrar en la amplitud del horizonte de Dios y para encontrar a es-tos portadores de su mirada desde lo alto. No hombres condicionados por el miedo desde lo bajo, sino pastores dotados de parresia, capaces de ase-gurar que en el mundo hay un sacramento de unidad (cf. const. Lumen gentium, 1) y por ello la humanidad no está destinada al extravío y al des-concierto.

Es este gran objetivo, delineado por el Espíritu, el que determina el modo de desempeñar esta tarea generosa y comprometedora, por la cual estoy inmensamente agradecido con cada uno de vosotros, comenzando por el cardenal prefecto Marc Ouellet y abrazando a todos vosotros, carde-nales, arzobispos y obispos miembros. Una palabra especial de reconoci-miento, por la generosidad de su trabajo, quiero dirigir a los oficiales del dicasterio, que silenciosa y pacientemente contribuyen al buen éxito del servicio de proveer a la Iglesia de los pastores que necesita.

Al firmar el nombramiento de cada obispo quisiera poder tocar la auto-ridad de vuestro discernimiento y la grandeza de horizontes con la cual madura vuestro consejo. Por ello, el espíritu que preside vuestros trabajos, desde la ardua tarea de los oficiales hasta el discernimiento de los superio-res y miembros de la Congregación, no será otro que ese humilde, silen-cioso y laborioso proceso realizado bajo la luz que viene de lo alto. Profe-sionalidad, servicio y santidad de vida: si nos alejamos de este trinomio decaemos de la grandeza a la que estamos llamados.

3. La Iglesia apostólica como fuenteEntonces, ¿dónde encontrar esta luz? La altura de la Iglesia se encuen-

tra siempre en los abismos profundos de sus cimientos. En la Iglesia apos-

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tólica está aquello que es alto y profundo. El mañana de la Iglesia mora siempre en sus orígenes.

Por lo tanto, os invito a hacer memoria y «visitar» la Iglesia apostólica para buscar allí algunos criterios. Sabemos que el colegio episcopal, en el cual mediante el sacramento serán agregados los obispos, sucede al cole-gio apostólico. El mundo necesita saber que existe esta sucesión ininte-rrumpida. Al menos en la Iglesia, ese vínculo con el arché divino no se ha interrumpido. Las personas ya conocen con sufrimiento la experiencia de tantas rupturas: necesitan encontrar en la Iglesia ese permanecer indeleble de la gracia del principio.

4. El obispo como testigo del ResucitadoExaminemos, por lo tanto, el momento en el cual la Iglesia apostólica

tuvo que recomponer el Colegio de los Doce después de la traición de Ju-das. Sin los Doce no puede bajar la plenitud del Espíritu. El sucesor se de-be buscar entre quien siguió desde el comienzo el itinerario de Jesús y ahora puede llegar a ser «junto con los Doce» un «testigo de la Resurrec-ción» (cf. Hch 1, 21-22). Es necesario seleccionar entre los seguidores de Jesús a los testigos del Resucitado.

De aquí se deriva el criterio esencial para esbozar el rostro de los obis-pos que queremos tener. ¿Quién es un testigo del Resucitado? Es quien ha seguido a Jesús desde los inicios y es constituido con los Apóstoles testigo de su Resurrección. También para nosotros este es el criterio unificador: el obispo es quien sabe hacer actual todo lo que le sucedió a Jesús y, sobre todo, sabe, junto con la Iglesia, ser testigo de su Resurrección. El obispo es ante todo un mártir del Resucitado. No un testigo aislado sino junto con la Iglesia. Su vida y su ministerio deben hacer creíble la Resurrección. Uniéndose a Cristo en la cruz de la entrega auténtica de sí, hace brotar pa-ra la propia Iglesia la vida que no muere. La valentía de morir, la generosi-dad de ofrecer la propia vida y de entregarse por el rebaño están inscritos en el «adn» del episcopado. La renuncia y el sacrificio son connaturales a la misión episcopal. Y esto quiero destacarlo: la renuncia y el sacrificio son connaturales a la misión episcopal. El episcopado no es para sí mismo, sino para la Iglesia, para el rebaño, para los demás, sobre todo para aque-llos que según el mundo hay que descartar.

Por lo tanto, para reconocer a un obispo, no sirve la contabilidad de las cualidades humanas, intelectuales, culturales y ni siquiera pastorales. El perfil de un obispo no es la suma algebraica de sus virtudes. Es cierto que es necesario uno que sea excelente (cic, can. 378 § 1): su integridad huma-na asegura la capacidad de relaciones sanas, equilibradas, para no proyec-tar en los demás sus propias carencias y convertirse en un factor de inesta-bilidad; su solidez cristiana es esencial para promover la fraternidad y la comunión; su comportamiento recto asegura la medida alta de los discípu-los del Señor; su preparación cultural le permite dialogar con los hombres y sus culturas; su ortodoxia y fidelidad a la Verdad completa custodiada por la Iglesia hace de él una columna y un punto de referencia; su discipli-na interior y exterior permite el dominio de sí y abre espacio para la acogi-da y la guía de los demás; su capacidad de gobernar con paterna firmeza

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garantiza la seguridad de la autoridad que ayuda a crecer; su transparencia y su desprendimiento al administrar los bienes de la comunidad confieren autoridad y atrae la estima de todos.

Todas estas dotes imprescindibles deben ser con todo una indicación de la centralidad del testimonio del Resucitado, subordinados a este com-promiso prioritario. Es el Espíritu del Resucitado quien forma a sus testi-gos, quien integra y eleva las cualidades y los valores edificando al obis-po.

5. La supremacía de Dios, autor de la elecciónVolvamos al texto apostólico. Después del fatigoso discernimiento vie-

ne la oración de los Apóstoles: «Señor, tú que penetras el corazón de to-dos, muéstranos a cuál... has elegido» (Hch 1, 24) y «les repartieron suer-tes» (Hch 1, 26). Aprendamos el clima de nuestro trabajo y el Autor au-téntico de nuestras opciones. No podemos alejarnos de este «muéstranos tú, Señor». Es siempre imprescindible asegurar la supremacía de Dios. Las opciones no pueden ser dictadas por nuestras pretensiones, condicionadas por eventuales «condicionamientos de grupos», camarillas o hegemonías. Para garantizar tal supremacía existen dos actitudes fundamentales: el tri-bunal de la propia conciencia ante Dios y la colegialidad. Y esto garanti-za.

Desde los primeros pasos de nuestro complejo trabajo (desde las nun-ciaturas hasta el trabajo de los oficiales, miembros y superiores), estas dos actitudes son imprescindibles: la conciencia ante Dios y el compromiso colegial. No el arbitrio sino el discernimiento juntos. Nadie puede tener todo en sus manos, cada uno pone con humildad y honradez la propia tese-la de un mosaico que pertenece a Dios.

Esta visión fundamental nos impulsa a abandonar el pequeño cabotaje de nuestras barcas para seguir la ruta de la gran nave de la Iglesia de Dios, su horizonte universal de salvación, su brújula firme en la Palabra y en el ministerio, la certeza del soplo del Espíritu que la impulsa y la seguridad del puerto que la espera.

6. Obispos «kerigmáticos»Otro criterio lo enseña Hch 6, 1-7: los Apóstoles imponen las manos

sobre aquellos que deben servir las mesas porque no pueden «descuidar la Palabra de Dios». Porque la fe viene del anuncio, necesitamos obispos ke-rigmáticos. Hombres que hacen accesible ese «para vosotros» del que ha-bla san Pablo. Hombres custodios de la doctrina no para medir cuán dis-tante vive el mundo de la verdad que la misma contiene, sino para fascinar al mundo, para cautivarlo con la belleza del amor, para seducirlo con el ofrecimiento de la libertad que da el Evangelio. La Iglesia no necesita apologetas de las propias causas, ni cruzados de las propias batallas, sino sembradores humildes y confiados de la verdad, que saben que esa verdad siempre se les entrega de nuevo y se fían de su poder. Obispos conscientes de que incluso cuando será de noche y la fatiga del día los encontrará can-sados, en el campo estarán germinando las semillas. Hombres pacientes porque saben que la cizaña no será jamás abundante como para llenar el campo. El corazón humano está hecho para el trigo, ha sido el enemigo

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quien ha lanzado la semilla mala a escondidas. El tiempo de la cizaña, sin embargo, está ya irrevocablemente fijado.

Quiero destacar bien esto: ¡hombres pacientes! Dicen que el cardenal Siri solía repetir: «Cinco son las virtudes de un obispo: primero la pacien-cia, segundo la paciencia, tercero la paciencia, cuarto la paciencia y última la paciencia con aquellos que nos invitan a tener paciencia».

Es necesario, por lo tanto, comprometerse más bien en la preparación del terreno, en la amplitud de la siembra. Obrar como sembradores confia-dos, evitando el miedo de quien se hace la ilusión de que la cosecha de-pende sólo de él, o la actitud desesperada de los escolares que, habiendo descuidado hacer la tarea, gritan que ya no hay nada por hacer.

7. Obispos orantesEl mismo texto de Hch 6, 1-7 se refiere a la oración como a una de las

dos tareas esenciales del obispo: «Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (vv. 3-4). He hablado de obispos kerigmáticos, ahora indico otro rasgo de la identidad del obispo: hombre de oración. La misma parresia que debe tener en el anuncio de la Palabra, debe tenerla en la oración, tratando con Dios nuestro Señor el bien de su pueblo, la salva-ción de su pueblo. Valiente en la oración de intercesión como Abrahán, que negociaba con Dios la salvación de aquella gente (cf. Gn 18, 22-33); como Moisés cuando se siente impotente para guiar al pueblo (Nm 11, 10-15), cuando el Señor está harto de su pueblo (cf. Nm 14, 10-19), o cuando le dice que está a punto de destruir al pueblo y le promete hacerlo jefe de otro pueblo. Esa valentía de decir no ante Él: no negocio a mi pueblo (cf. Ex 32, 11-14.30-32). Un hombre que no tiene el valor de discutir con Dios en favor de su pueblo no puede ser obispo —esto lo digo desde el co-razón, estoy convencido—, y ni siquiera quien no es capaz de asumir la misión de llevar al pueblo de Dios hasta el sitio que Él, el Señor, le indica (cf. Ex 32, 33-34).

Y esto vale también para la paciencia apostólica: la misma hypomo-ne que debe ejercitar en la predicación de la Palabra (cf. 2 Cor 6, 4) la de-be tener en la oración. El obispo debe ser capaz de «entrar en paciencia» ante Dios, mirando y dejándose mirar, buscando y dejándose buscar, en-contrando y dejándose encontrar, pacientemente ante el Señor. Muchas veces adormeciéndose ante el Señor, pero esto es bueno, hace bien.

Parresia e hypomone en la oración forjan el corazón del obispo y lo acompañan en la parresia y en la hypomone que debe tener en el anuncio de la Palabra en el kerigma. Esto entiendo cuando leo el versículo 4 del capítulo 6 de los Hechos de los Apóstoles.

8. Obispos pastoresEn las palabras que dirigí a los representantes pontificios, tracé así el

perfil de los candidatos al episcopado: que sean pastores cercanos a la gente, «padres y hermanos, que sean mansos, pacientes y misericordiosos; que amen la pobreza interior como libertad para el Señor, y también exte-rior como sencillez y austeridad de vida; que no tengan una psicología de

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“príncipes”; ...que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado... que sean esposos de una Iglesia, sin estar en constante búsqueda de otra —esto se llama adulterio. Que sean capaces de “guardar” el rebaño que les será confiado, o sea, tener solicitud por todo lo que lo mantiene unido; ...capaces de “velar” por el rebaño» (Discurso, 21 de junio de 2013: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de junio de 2013, p. 6).

Repito que la Iglesia necesita pastores auténticos; y quiero profundizar este perfil del pastor. Miremos el testamento del apóstol Pablo (cf. Hch 20, 17-38). Se trata del único discurso pronunciado por el Após-tol en el libro de los Hechos y que se dirige a los cristianos. No habla a sus adversarios fariseos ni a los sabios griegos, sino a los suyos. Nos habla a nosotros. Él confía los pastores de la Iglesia «a la Palabra de la gracia que tiene el poder de edificar y de conceder la herencia». Por lo tanto, no due-ños de la Palabra, sino entregados a ella, siervos de la Palabra. Sólo así es posible edificar y obtener la herencia de los santos. A quienes se atormen-tan con la pregunta acerca de la propia herencia —«¿cuál es el legado de un obispo? ¿El oro o la plata?»— Pablo responde: la santidad. La Iglesia permanece cuando se dilata la santidad de Dios en sus miembros. Cuando de su corazón íntimo, que es la Trinidad Santísima, esa santidad brota y alcanza a todo el Cuerpo. Es necesario que la unción de lo alto fluya hasta el festón del manto. Un obispo no podría jamás renunciar al anhelo de que el óleo del Espíritu de santidad llegue hasta el último borde de la vestidura de su Iglesia.

El Concilio Vaticano II afirma que a los obispos «se les confía plena-mente el oficio pastoral, o sea el cuidado habitual y cotidiano de sus ove-jas» (Lumen gentium, 27). Es necesario detenerse más en estos dos califi-cativos del cuidado del rebaño:habitual y cotidiano. En nuestro tiempo la asiduidad y la cotidianidad se asocian a menudo a la routine y al aburri-miento. Por ello con frecuencia se busca escapar hacia un permanente «otro lugar». Ésta es una tentación de los pastores, de todos los pastores. Los padres espirituales deben explicárnoslo bien, a fin de que lo compren-damos y no caigamos. Incluso en la Iglesia, lamentablemente, no estamos exentos de este riesgo. Por ello es importante reafirmar que la misión del obispo exige asiduidad y cotidianidad. Pienso que en este tiempo de en-cuentros y de congresos es tan actual el decreto de residencia del Concilio de Trento: es tan actual y sería bueno que la Congregación para los obis-pos escribiera algo sobre esto. El rebaño necesita encontrar espacio en el corazón del pastor. Si él no está firmemente anclado en sí mismo, en Cris-to y en su Iglesia, estará continuamente sacudido por las olas en busca de efímeras compensaciones y no ofrecerá al rebaño reparo alguno.

ConclusiónAl final de mis palabras me pregunto: ¿dónde podemos encontrar a es-

tos hombres? No es fácil. ¿Existen? ¿Cómo seleccionarlos? Pienso en el profeta Samuel en búsqueda del sucesor de Saúl (cf. 1 Sam 16, 11-13) que pregunta al anciano Jesé: «¿Son estos todos sus hijos?», y al oír que el pe-queño David estaba pastoreando el rebaño ordenó: «Manda a buscarlo».

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También nosotros no podemos dejar de escrutar los campos de la Iglesia buscando a quién presentar al Señor para que Él te diga: «Úngelo: pues es este». Estoy seguro de que existen, porque el Señor no abandona a su Igle-sia. Tal vez somos nosotros quienes no caminamos lo suficiente por los campos para buscarlos. Tal vez nos sea útil la advertencia de Samuel: «No nos sentaremos a la mesa, mientras no venga». Con esta santa inquietud quisiera que viviera esta Congregación.

TRANSMISIÓN DE LA FE, EMERGENCIA EDUCATIVA20140228. Discurso. Pontificia Comisión para América Latina

Transmisión de la fe, emergencia educativa. Cuáles son los presupues-tos antropológicos que hay hoy día en la transmisión de la fe que hacen que para la juventud de América Latina esto sea emergencia educativa. Y por eso creo que hay que ser repetitivo y volver a las grandes pautas de la educación.

Y la primera pauta de la educación es que educar –lo hemos dicho, en la misma Comisión, una vez lo hemos dicho– no es solamente transmitir conocimientos, contenidos, sino que implica otras dimensiones. Transmi-tir contenidos, hábitos y valoraciones, los tres juntos.

Para poder transmitir la fe hay que crear el hábito de una conducta, hay que crear la recepción de valores que la preparen y la hagan crecer, y hay que dar contenidos básicos. Si solamente queremos transmitir la fe con contenidos, será una cosa superficial o ideológica que no va a tener raíces. La transmisión tiene que ser de contenidos con valores, valoraciones y há-bitos, hábitos de conducta. Los antiguos propósitos de nuestros confesores cuando éramos chicos: “bueno, en esta semana vos hacé esto, esto y esto…”, y nos iban creando un hábito de conducta. Y no sólo el contenido sino los valores, o sea que en ese marco la transmisión de la fe tiene que moverse. Tres pilares.

Otra cosa que es importante para la juventud, transmitir a la juventud, a los chicos también, pero sobretodo a la juventud, es el buen manejo de la utopía. Nosotros en América Latina hemos tenido la experiencia de un manejo no del todo equilibrado de la utopía y que en algún lugar, en algu-nos lugares, no en todos, en algún momento nos desbordó. Al menos en el caso de Argentina podemos decir cuántos muchachos de la Acción Católi-ca, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años ’70. Saber manejar la utopía, saber conducir –manejar es una mala palabra–, saber conducir y ayudar a crecer la utopía de un joven es una ri-queza. Un joven sin utopías es un viejo adelantado, envejeció antes de tiempo. ¿Cómo hago para que esta ilusión que tiene el chico, esta utopía, lo lleve al encuentro con Jesucristo? Es todo un paso que hay que ir ha-ciendo.

Me atrevo a sugerir, lo siguiente: una utopía en un joven crece bien si está acompañada de memoria y de discernimiento. La utopía mira al futu-ro, la memoria mira al pasado, y el presente se discierne. El joven tiene que recibir la memoria y plantar, arraigar su utopía en esa memoria. Dis-

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cernir en el presente su utopía, los signos de los tiempos, y ahí sí la utopía va adelante pero muy arraigada en la memoria, en la historia que ha recibi-do; discernían el presente maestros del discernimiento –lo necesitaban pa-ra los jóvenes–, y ya proyectada para el futuro. Entonces, la emergencia educativa ya tiene un cauce allí para moverse desde lo más propio del jo-ven que es la utopía.

De ahí la insistencia –que por ahí me escuchan– del encuentro de los viejos y los jóvenes. El icono de la presentación de Jesús en el Templo. El encuentro de los jóvenes con los abuelos es clave.

Este fenómeno del encuentro de los chicos y los jóvenes con los abue-los ha conservado la fe en los países del Este, durante toda la época comu-nista, porque los padres no podían ir a la iglesia. Y me decían… –me estoy confundiendo pero, en estos días no sé si estuvieron los obispos búlgaros o de Albania–,  me decían que las iglesias de ellos están llenas de viejos y de jóvenes, los papás no van porque nunca se encontraron con Jesús, esto entre paréntesis. Este encuentro de los chicos y los jóvenes con los abue-los es clave para recibir la memoria de un pueblo y el discernimiento en el presente. Ser maestros de discernimiento, consejeros espirituales. Y aquí es importante para la transmisión de la fe de los jóvenes el apostolado cuerpo a cuerpo. El discernimiento en el presente no se puede hacer sin un buen confesor o un buen director espiritual que se anime a aburrirse horas y horas escuchando a los jóvenes. Memoria del pasado, discernimiento del presente, utopía del futuro, en ese esquema va creciendo la fe de un joven.

Tercero. Diría como emergencia educativa, en esta transmisión de la fe y también de la cultura, es el problema de la cultura del descarte. Hoy día, por la economía que se ha implantado en el mundo, donde en el centro es-tá el dios dinero y no la persona humana, todo lo demás se ordena y lo que no cabe en ese orden se descarta. Se descartan los chicos que sobran, que molestan o que no conviene que vengan. Los obispos españoles me decían recién la cantidad de abortos, del número, yo me quedé helado. Ellos tie-nen allí los censos de eso. Se descartan los viejos, tienden a descartarlos. En algunos países de América Latina hay eutanasia encubierta, hay euta-nasia encubierta, porque las obras sociales pagan hasta acá, nada más y los pobres viejitos... como puedan. Recuerdo haber visitado un hogar de an-cianos en Buenos Aires, del Estado, donde estaban las camas llenas; y, co-mo no había más camas, ponían colchones en el suelo y estaban los vieji -tos ahí. Un país ¿no puede comprar una cama? Eso indica otra cosa, ¿no? Pero son material de descarte. Sábanas sucias, con todo tipo de suciedad, sin servilletas, y los viejitos comían ahí, se limpiaban la boca con la sába-na. Eso lo vi  yo, no me lo contó nadie. Son material de descarte, pero eso se nos mete dentro y acá caigo en lo de los jóvenes.

Hoy día, como molesta a este sistema económico mundial la cantidad de jóvenes que hay que darles fuente de trabajo, … el porcentaje alto de desocupación de los jóvenes. Estamos teniendo una generación de jóvenes que no tienen la experiencia de la dignidad. No que no comen, porque les dan de comer los abuelos, o la parroquia, o la sociedad de fomento, o el ejército de salvación, o el club del barrio. El pan lo comen, pero no la dig-

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nidad de ganarse el pan y llevarlo a casa. Hoy día los jóvenes entran en es-ta gama de material de descarte.

Entonces, dentro de la cultura del descarte, miramos a los jóvenes que nos necesitan más que nunca, no sólo por esa utopía que tienen –porque el joven que está sin trabajo tiene anestesiada la utopía o está a punto de per-derla–. No sólo por eso, sino por la urgencia de transmitir la fe a una ju-ventud que hoy día es material de descarte también. Y dentro de es-te item de material de descarte, el avance de la droga sobre la juventud. No es solamente un problema de vicio. Las adicciones son muchas. Como to-do cambio de época se dan fenómenos raros entre los cuales está la proli-feración de adicciones, la ludopatía ha llegado a niveles sumamente altos, pero la droga es el instrumento de muerte de los jóvenes. Hay todo un ar-mamento mundial de droga que está destruyendo esta generación de jóve-nes que está destinada al descarte.

Esto es lo que se me ocurrió decir y compartir. Primero, como estruc-tura educativa transmitir contenidos, hábitos y valoraciones. Segundo, la utopía del joven relacionarla y armonizarla con la memoria y el discerni-miento. Tercero, la cultura del descarte como uno de los fenómenos más graves que está sufriendo nuestra juventud, sobre todo por el uso que de esa juventud puede hacer, y está haciendo la droga para destruir. Estamos descartando nuestros jóvenes. El futuro, ¿cuál es? Una obligación. La tra-ditio fidei es también, traditio spei y la tenemos que dar.

La pregunta final que quisiera dejarles es: cuando la utopía cae en el desencanto, ¿cuál es nuestro aporte? La utopía de un joven entusiasta, hoy día está resbalando hacia el desencanto. Jóvenes desencantados a los cua-les hay que darles fe y esperanza.

LA DIVINA PROVIDENCIA Y LA MISERIA DE TANTOS20140302. Ángelus

En el centro de la liturgia de este domingo encontramos una de las ver-dades más consoladoras: la divina Providencia. El profeta Isaías la presen-ta con la imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15). ¡Qué hermoso es esto! Dios no se olvida de nosotros, de cada uno de no-sotros. De cada uno de nosotros con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento... Esta invitación a la confianza en Dios en-cuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo: «Mirad los pája-ros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta... Fijaos cómo crecen los li-rios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).

Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios

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y la riqueza. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio, confiando en la providencia de Dios, busca-mos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dig-namente.

Un corazón ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer, pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos, porque es grande su riesgo de poner su propia se-guridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definiti-va, está en Dios. En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho si-tio para la fe: todo está ocupado por las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio que le corresponde, es decir, el pri-mero, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a po-nerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como de-muestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia de la Iglesia. Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula ri-quezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este ca-so la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llama-do por Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos compartido con los demás.

La senda que indica Jesús puede parecer poco realista respecto a la mentalidad común y a los problemas de la crisis económica; pero, si se piensa bien, nos conduce a la justa escala de valores. Él dice: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?» (Mt 6, 25). Para hacer que a nadie le falte el pan, el agua, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, es necesario que todos nos reconozcamos hijos del Padre que está en el cielo y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, y nos comportemos en consecuencia. Esto lo recordaba en el Mensaje para la paz del 1 de enero: el camino para la paz es la fraternidad: este ir juntos, compartir las cosas juntos.

A la luz de la Palabra de Dios de este domingo, invoquemos a la Vir-gen María como Madre de la divina Providencia. A ella confiamos nuestra existencia, el camino de la Iglesia y de la humanidad. En especial, invo-quemos su intercesión para que todos nos esforcemos por vivir con un es-tilo sencillo y sobrio, con la mirada atenta a las necesidades de los herma-nos más carecientes.

EL JOVEN RICO Y LAS VOCACIONES EN LA IGLESIA20140303. Homilía diaria. Casa Santa Marta

También hoy son muchos los jóvenes que quieren seguir a Jesús. Pero «cuando tienen el corazón lleno de otra cosa, y no son tan valientes para vaciarlo, dan un paso atrás». Y así «esa alegría se convierte en tristeza». Cuántos jóvenes, constató, tienen esa alegría de la que habla san Pedro en

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la primera carta (1, 3-9) proclamada durante la liturgia: «y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe». En verdad, estos jóvenes son «muchos, pero hay algo en medio que los detie-ne».

En realidad, destacó el Pontífice, «cuando pedimos al Señor» que en-víe «vocaciones para que anuncien el Evangelio, Él las envía». Está quien dice desconsolado: «Padre, pero que mal va el mundo: no hay vocaciones religiosas, no hay vocaciones sacerdotales, estamos perdidos». En cambio, subrayó el Papa, vocaciones «hay muchas». Pero entonces —se preguntó— «si hay muchas, ¿por qué debemos rezar para que el Señor las envíe?». La respuesta del Papa fue clara: «Debemos rezar para que el corazón de estos jóvenes se pueda vaciar: vaciarse de otros intereses, de otros amores. Para que su corazón llegue a ser libre». He aquí la auténtica, gran «oración por las vocaciones: Señor, envíanos religiosas, envíanos sacerdotes; de-fiéndelos de la idolatría de la vanidad, de la idolatría de la soberbia, de la idolatría del poder, de la idolatría del dinero». Entonces, «nuestra oración es para preparar estos corazones para poder seguir de cerca a Jesús».

Volviendo al pasaje evangélico, el Santo Padre no ocultó que la figura del joven rico suscita una cierta participación, que nos lleva a decir: «Po-brecito, tan bueno y luego tan infeliz, porque no se marchó feliz», tras el diálogo con Jesús. Y hoy hay muchos jóvenes como él. Pero —y ésta fue la pregunta del Papa— «¿qué hacemos por ellos?». La primera cosa que se debe hacer es rezar: «Ayuda, Señor, a estos jóvenes a ser libres y no escla-vos», de modo «que tengan el corazón sólo para Ti». De este modo «la lla-mada del Señor puede llegar, puede dar fruto».

El Papa Francisco concluyó su meditación invitando a recitar con fre-cuencia «esta oración por las vocaciones». Con la consciencia de que «las vocaciones están»: nos corresponde a nosotros rezar y hacer que «aumen-ten, que el Señor pueda entrar en esos corazones y dar esta “alegría indeci-ble y gloriosa” que tiene toda persona que sigue de cerca a Jesús».

CONFIANZA EN DIOS Y MISIÓN PERMANENTE20140303. Discurso. Obispos españoles en visita ad limina

Ahora que estáis sufriendo la dura experiencia de la indiferencia de muchos bautizados y tenéis que hacer frente a una cultura mundana, que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito público, con-viene no olvidar vuestra historia. De ella aprendemos que la gracia divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en la realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de lo mucho que siem-bra en los corazones de quienes están encomendados a nuestros cuidados pastorales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 68).

A los obispos se les confía la tarea de hacer germinar estas semillas con el anuncio valiente y veraz del evangelio, de cuidar con esmero su crecimiento con el ejemplo, la educación y la cercanía, de armonizarlas en el conjunto de la «viña del Señor», de la que nadie puede quedar excluido. Por eso, queridos hermanos, no ahorréis esfuerzos para abrir nuevos cami-

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nos al evangelio, que lleguen al corazón de todos, para que descubran lo que ya anida en su interior: a Cristo como amigo y hermano.

No será difícil encontrar estos caminos si vamos tras las huellas del Señor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir» (Mc 10,45); que supo respetar con humildad los tiempos de Dios y, con paciencia, el proceso de maduración de cada persona, sin miedo a dar el primer paso para ir a su encuentro. Él nos enseña a escuchar a todos de corazón a cora-zón, con ternura y misericordia, y a buscar lo que verdaderamente une y sirve a la mutua edificación.

En esta búsqueda, es importante que el obispo no se sienta solo, ni crea estar solo, que sea consciente de que también la grey que le ha sido enco-mendada tiene olfato para las cosas de Dios. Especialmente sus colabora-dores más directos, los sacerdotes, por su estrecho contacto con los fieles, con sus necesidades y desvelos cotidianos. También las personas consa-gradas, por su rica experiencia espiritual y su entrega misionera y apostóli-ca en numerosos campos. Y los laicos, que desde las más variadas condi-ciones de vida y respectivas competencias llevan adelante el testimonio y la misión de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 33).

Asimismo, el momento actual, en el que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas y no faltan dificultades para su transmisión, exige poner a vuestras Iglesias en un verdadero estado de misión permanente, para llamar a quienes se han alejado y fortalecer la fe, especialmente en los niños. Para ello no dejéis de prestar una atención particular al proceso de iniciación a la vida cristiana. La fe no es una mera herencia cultural, sino un regalo, un don que nace del encuentro personal con Jesús y de la aceptación libre y gozosa de la nueva vida que nos ofrece. Esto requiere anuncio incesante y animación constante, para que el creyente sea cohe-rente con la condición de hijo de Dios que ha recibido en el bautismo.

Despertar y avivar una fe sincera, favorece la preparación al matrimo-nio y el acompañamiento de las familias, cuya vocación es ser lugar nativo de convivencia en el amor, célula originaria de la sociedad, transmisora de vida e iglesia doméstica donde se fragua y se vive la fe.Una familia evan-gelizada es un valioso agente de evangelización, especialmente irradiando las maravillas que Dios ha obrado en ella. Además, al ser por su naturale-za ámbito de generosidad, promoverá el nacimiento de vocaciones al se-guimiento del Señor en el sacerdocio o la vida consagrada.

El año pasado publicasteis el documento “Vocaciones sacerdotales pa-ra el siglo XXI”, señalando así el interés de vuestras Iglesias particulares en la pastoral vocacional. Es un aspecto que un obispo debe poner en su corazón como absolutamente prioritario, llevándolo a la oración, insistien-do en la selección de los candidatos y preparando equipos de buenos for-madores y profesores competentes.

Finalmente, quisiera subrayar que el amor y el servicio a los pobres es signo del Reino de Dios que Jesús vino a traer (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 48).

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LA CUARESMA: VIVIR EN PROFUNDIDAD EL BAUTISMO20140305. Audiencia general. Miércoles de ceniza.

Comienza hoy, miércoles de Ceniza, el itinerario cuaresmal de cuaren-ta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. La Cuaresma nos prepara para este momento tan importante, por ello es un tiempo «fuerte», un momento decisivo que puede favorecer en cada uno de nosotros el cambio, la conversión. Todos nosotros necesitamos mejo-rar, cambiar para mejor. La Cuaresma nos ayuda y así salimos de las cos-tumbres cansadas y de la negligente adicción al mal que nos acecha. En el tiempo cuaresmal la Iglesia nos dirige dos importantes invitaciones: tomar más viva conciencia de la obra redentora de Cristo y vivir con mayor com-promiso el propio Bautismo.

La consciencia de las maravillas que el Señor actuó para nuestra salva-ción dispone nuestra mente y nuestro corazón a una actitud de gratitud ha-cia Dios, por lo que Él nos ha donado, por todo lo que realiza en favor de su pueblo y de toda la humanidad. De aquí parte nuestra conversión: ella es la respuesta agradecida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuan-do vemos este amor que Dios tiene por nosotros, sentimos ganas de acer-carnos a Él: esto es la conversión.

Vivir en profundidad el Bautismo —he aquí la segunda invitación— significa también no acostumbrarnos a las situaciones de degradación y de miseria que encontramos caminando por las calles de nuestras ciudades y de nuestros países. Existe el riesgo de aceptar pasivamente ciertos com-portamientos y no asombrarnos ante las tristes realidades que nos rodean. Nos acostumbramos a la violencia, como si fuese una noticia cotidiana descontada; nos acostumbramos a los hermanos y hermanas que duermen en la calle, que no tienen un techo para cobijarse. Nos acostumbramos a los refugiados en busca de libertad y dignidad, que no son acogidos como se debiera. Nos acostumbramos a vivir en una sociedad que pretende dejar de lado a Dios, donde los padres ya no enseñan a los hijos a rezar ni a san-tiguarse. Yo os pregunto: vuestros hijos, vuestros niños, ¿saben hacer la señal de la cruz? Pensadlo. Vuestros nietos, ¿saben hacer la señal de la cruz? ¿Se lo habéis enseñado? Pensad y responded en vuestro corazón. ¿Saben rezar el Padrenuestro? ¿Saben rezar a la Virgen con el Ave María? Pensad y respondeos. Este habituarse a comportamientos no cristianos y de comodidad nos narcotiza el corazón.

La Cuaresma llega a nosotros como tiempo providencial para cambiar de rumbo, para recuperar la capacidad de reaccionar ante la realidad del mal que siempre nos desafía. La Cuaresma es para vivirla como tiempo de conversión, de renovación personal y comunitaria mediante el acerca-miento a Dios y la adhesión confiada al Evangelio. De este modo nos per-mite también mirar con ojos nuevos a los hermanos y sus necesidades. Por ello la Cuaresma es un momento favorable para convertirse al amor a Dios y al prójimo; un amor que sepa hacer propia la actitud de gratuidad y de

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misericordia del Señor, que «se hizo pobre para enriquecernos con su po-breza» (cf. 2 Cor 8, 9). Al meditar los misterios centrales de la fe, la pa-sión, la cruz y la resurrección de Cristo, nos daremos cuenta de que el don sin medida de la Redención se nos ha dado por iniciativa gratuita de Dios.

Acción de gracias a Dios por el misterio de su amor crucificado; fe au-téntica, conversión y apertura del corazón a los hermanos: son elementos esenciales para vivir el tiempo de Cuaresma. En este camino, queremos invocar con especial confianza la protección y la ayuda de la Virgen Ma-ría: que sea Ella, la primera creyente en Cristo, quien nos acompañe en los días de oración intensa y de penitencia, para llegar a celebrar, purificados y renovados en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.

LA CUARESMA VIENE A DESPERTARNOS20140305. Homilía. Miércoles de ceniza. Santa Sabina

«Rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos» (Jl 2, 13).Con estas penetrantes palabras del profeta Joel, la liturgia nos introdu-

ce hoy en la Cuaresma, indicando en la conversión del corazón la caracte-rística de este tiempo de gracia. El llamamiento profético constituye un desafío para todos nosotros, ninguno excluido, y nos recuerda que la con-versión no se reduce a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que implica y transforma toda la existencia a partir del centro de la persona, desde la conciencia. Estamos invitados a emprender un camino en el cual, desafiando la rutina, nos esforzamos por abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo, abrir el corazón, para ir más allá de nuestro «huertecito».

Abrirse a Dios y a los hermanos. Sabemos que este mundo cada vez más artificial nos hace vivir en una cultura del «hacer», de lo «útil», donde sin darnos cuenta excluimos a Dios de nuestro horizonte. Pero excluimos también el horizonte mismo. La Cuaresma nos llama a «espabilarnos», a recordarnos que somos creaturas, sencillamente que no somos Dios. Cuan-do veo en el pequeño ambiente cotidiano algunas luchas de poder por ocu-par sitios, pienso: esta gente juega a ser Dios creador. Aún no se han dado cuenta de que no son Dios.

Y también en relación con los demás corremos el riesgo de cerrarnos, de olvidarlos. Pero sólo cuando las dificultades y los sufrimientos de nues-tros hermanos nos interpelan, sólo entonces podemos iniciar nuestro ca-mino de conversión hacia la Pascua. Es un itinerario que comprende la cruz y la renuncia. El Evangelio de hoy indica los elementos de este ca-mino espiritual: la oración, el ayuno y la limosna (cf. Mt 6, 1-6.16-18). Los tres comportan la necesidad de no dejarse dominar por las cosas que aparentan: lo que cuenta no es la apariencia. El valor de la vida no depen-de de la aprobación de los demás o del éxito, sino de lo que tenemos den-tro.

El primer elemento es la oración. La oración es la fuerza del cristiano y de cada persona creyente. En la debilidad y en la fragilidad de nuestra vida, podemos dirigirnos a Dios con confianza de hijos y entrar en comu-nión con Él. Ante tantas heridas que nos hacen daño y que nos podrían en-

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durecer el corazón, estamos llamados a sumergirnos en el mar de la ora-ción, que es el mar inmenso de Dios, para gustar su ternura. La Cuaresma es tiempo de oración, de una oración más intensa, más prolongada, más asidua, más capaz de hacerse cargo de las necesidades de los hermanos; oración de intercesión, para interceder ante Dios por tantas situaciones de pobreza y sufrimiento.

El segundo elemento significativo del camino cuaresmal es el ayuno. Debemos estar atentos a no practicar un ayuno formal, o que en verdad nos «sacia» porque nos hace sentir satisfechos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente menoscaba nuestra seguridad, e incluso si de ello se deri-va un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se ocupa de él. El ayuno comporta la elección de una vida sobria, en su estilo; una vida que no derrocha, una vida que no «descarta». Ayunar nos ayuda a entrenar el corazón en la esencialidad y en el compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad ante las injusticias, los atropellos, espe-cialmente respecto a los pobres y los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en Dios y en su providencia.

Tercer elemento, es la limosna: ella indica la gratuidad, porque en la li-mosna se da a alguien de quien no se espera recibir algo a cambio. La gra-tuidad debería ser una de las características del cristiano, que, consciente de haber recibido todo de Dios gratuitamente, es decir, sin mérito alguno, aprende a donar a los demás gratuitamente. Hoy, a menudo, la gratuidad no forma parte de la vida cotidiana, donde todo se vende y se compra. To-do es cálculo y medida. La limosna nos ayuda a vivir la gratuidad del don, que es libertad de la obsesión del poseer, del miedo a perder lo que se tie-ne, de la tristeza de quien no quiere compartir con los demás el propio bienestar.

Con sus invitaciones a la conversión, la Cuaresma viene providencial-mente a despertarnos, a sacudirnos del torpor, del riesgo de seguir adelan-te por inercia. La exhortación que el Señor nos dirige por medio del profe-ta Joel es fuerte y clara: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). ¿Por qué debemos volver a Dios? Porque algo no está bien en nosotros, no está bien en la sociedad, en la Iglesia, y necesitamos cambiar, dar un vira-je. Y esto se llama tener necesidad de convertirnos. Una vez más la Cua-resma nos dirige su llamamiento profético, para recordarnos que es posi-ble realizar algo nuevo en nosotros mismos y a nuestro alrededor, sencilla-mente porque Dios es fiel, es siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo, sigue siendo rico en bondad y misericordia, y está siempre dis-puesto a perdonar y recomenzar de nuevo. Con esa confianza filial, pongá-monos en camino.

EL ESTILO CRISTIANO20140306. Homilía diaria. Casa Santa Marta

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Asumir un estilo de vida cristiano significa, pues, «tomar la cruz con Jesús e ir adelante». Cristo mismo nos mostró este estilo negándose a sí mismo. Él, aun siendo igual a Dios —observó el Pontífice—, no se glorió de ello, no lo consideró «un bien irrenunciable, sino que se humilló a sí mismo» y se hizo «siervo por todos nosotros».

Este es el estilo de vida que «nos salvará, nos dará alegría y nos hará fecundos, porque este camino que lleva a negarse a sí mismo está hecho para dar vida; es lo contrario del camino del egoísmo», es decir, «el que lleva a sentir apego a todos los bienes solo para sí». En cambio, este es un camino «abierto a los demás, porque es el mismo que recorrió Jesús». Por lo tanto, es un camino «de negación de sí para dar vida. El estilo cristiano está precisamente en este estilo de humildad, de docilidad, de mansedum-bre. Quien quiera salvar su vida, la perderá. En el Evangelio, Jesús repite esta idea. Recordad cuando habla del grano de trigo: si esta semilla no muere, no puede dar fruto» (cf. Jn 12, 24).

Se trata de un camino que hay que recorrer «con alegría, porque —ex-plicó el Papa— Él mismo nos da la alegría. Seguir a Jesús es alegría». Pe-ro es necesario seguirlo con su estilo –insistió–, «y no con el estilo del mundo», haciendo lo que cada uno puede: lo que importa es hacerlo «para dar vida a los demás, no para dar vida a uno mismo. Es el espíritu de gene-rosidad». Entonces, el camino a seguir es éste: «Humildad, servicio, nin-gún egoísmo, sin sentirse importante o adelantarse a los demás como una persona importante. ¡Soy cristiano…!». Con este propósito, el Papa Fran-cisco citó la imitación de Cristo, subrayando que «nos da un consejo bellí-simo: ama nesciri et pro nihilo reputari, “ama pasar desapercibido y ser considerado una nulidad”». Es la humildad cristiana. Es lo que Jesús hizo antes».

«Pensemos en Jesús que está delante de nosotros —prosiguió—, que nos guía por ese camino. Ésta es nuestra alegría y ésta es nuestra fecundi-dad: ir con Jesús. Otras alegrías no son fecundas, piensan solamente, como dice el Señor, en ganar el mundo entero, pero al final se pierde y se arrui-na a sí mismo».

Por eso, «al inicio de la Cuaresma —fue su invitación conclusiva— pi-damos al Señor que nos enseñe este estilo cristiano de servicio, de alegría, de negación de nosotros mismos y de fecundidad con Él, como Él la quie-re».

EL SACERDOTE ES HOMBRE DE MISERICORDIA20140306. Discurso. Encuentro con los sacerdotes de Roma

Cuando juntamente con el cardenal vicario hemos pensado en este en-cuentro, le dije que podía hacer para vosotros una meditación sobre el te-ma de la misericordia. Al inicio de la Cuaresma reflexionar juntos, como sacerdotes, sobre la misericordia nos hace bien. Todos nosotros lo necesi-tamos. Y también los fieles, porque como pastores debemos dar mucha misericordia, mucha.

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El pasaje del Evangelio de Mateo que hemos escuchado nos hace diri-gir la mirada a Jesús que camina por las ciudades y los poblados. Y esto es curioso. ¿Cuál es el sitio donde Jesús estaba más a menudo, donde se le podía encontrar con más facilidad? Por los caminos. Podía parecer un sin morada fija, porque estaba siempre por la calle. La vida de Jesús estaba por los caminos. Sobre todo nos invita a percibir la profundidad de su co-razón, lo que Él siente por la multitud, por la gente que encuentra: esa ac-titud interior de «compasión», viendo a la multitud, sintió compasión. Por-que ve a las personas «cansadas y extenuadas, como ovejas sin pastor». Hemos escuchado muchas veces estas palabras, que tal vez no entran con fuerza. Pero son fuertes. Un poco como muchas personas que vosotros en-contráis hoy por las calles de vuestros barrios... Luego el horizonte se am-plía, y vemos que estas ciudades y estos poblados no son sólo Roma e Ita-lia, sino que son el mundo... y aquellas multitudes extenuadas son pobla-ciones de muchos países que están sufriendo situaciones aún más difíci-les...

Entonces comprendemos que nosotros no estamos aquí para hacer un hermoso ejercicio espiritual al inicio de la Cuaresma, sino para escuchar la voz del Espíritu que habla a toda la Iglesia en este tiempo nuestro, que es precisamente el tiempo de la misericordia. De ello estoy seguro. No es só-lo la Cuaresma; nosotros estamos viviendo en tiempo de misericordia, desde hace treinta años o más, hasta ahora.

En toda la Iglesia es el tiempo de la misericordia.Ésta fue una intuición del beato Juan Pablo II. Él tuvo el «olfato» de

que éste era el tiempo de la misericordia. Pensemos en la beatificación y canonización de sor Faustina Kowalska; luego introdujo la fiesta de la Di-vina Misericordia. Despacito fue avanzando, siguió adelante con esto.

En la homilía para la canonización, que tuvo lugar en el año 2000, Juan Pablo II destacó que el mensaje de Jesucristo a sor Faustina se sitúa temporalmente entre las dos guerras mundiales y está muy vinculado a la historia del siglo XX. Y mirando al futuro dijo: «¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No pode-mos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la miseri-cordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer mi-lenio». Está claro. Aquí es explícito, en el año 2000, pero es algo que en su corazón maduraba desde hacía tiempo. En su oración tuvo esta intui-ción.

Hoy olvidamos todo con demasiada rapidez, incluso el Magisterio de la Iglesia. En parte es inevitable, pero los grandes contenidos, las grandes intuiciones y los legados dejados al Pueblo de Dios no podemos olvidar-los. Y el de la divina misericordia es uno de ellos. Es un legado que él nos ha dado, pero que viene de lo alto. Nos corresponde a nosotros, como mi-nistros de la Iglesia, mantener vivo este mensaje, sobre todo en la predica-ción y en los gestos, en los signos, en las opciones pastorales, por ejemplo la opción de restituir prioridad al sacramento de la Reconciliación, y al

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mismo tiempo a las obras de misericordia. Reconciliar, poner paz median-te el Sacramento, y también con las palabras, y con las obras de misericor-dia.

¿Qué significa misericordia para los sacerdotes?Me viene a la memoria que algunos de vosotros me habéis telefonea-

do, escrito una carta, luego hablé por teléfono... «Pero, padre, ¿por qué us-ted se mete así con los sacerdotes?». Porque decían que yo apaleo a los sacerdotes. No quiero apalear aquí...

Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitid-me decir para nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente cansada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entra-ñas» de Dios, Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, especialmente hacia las personas excluidas, es decir, hacia los peca-dores, hacia los enfermos de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de misericordia y de com-pasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pastoral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximidad, la cercanía... Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha... En especial el sacerdote demuestra entrañas de misericordia al administrar el sacra-mento de la Reconciliación; lo demuestra en toda su actitud, en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver... Pero esto deriva del modo en el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del mo-do como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de este abrazo... Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio. Y os dejo una pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar? Me viene a la mente un gran sacerdote de Buenos Aires, tiene menos años que yo, tendrá 72... Una vez vino a mí. Es un gran confesor: siempre hay fila con él... Los sacerdotes, la mayoría, van a él a confesarse... Es un gran confesor. Y una vez vino a mí: «Pero padre...». «Dime». «Tengo un poco de escrúpulos, porque sé que perdono demasiado». «Reza... si tú perdonas demasiado...». Y hemos hablado de la misericordia. A un cierto punto me dijo: «Sabes, cuando yo siento que es fuerte este escrúpulo, voy a la capilla, ante el Sagrario, y le digo: Discúlpame, Tú tienes la culpa, porque me has dado un mal ejemplo. Y me marcho tranquilo...». Es una hermosa oración de misericordia. Si uno en la confesión vive esto en sí mismo, en su corazón, puede también donarlo a los demás.

El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sacerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de la-boratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy pode-mos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, perdonadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se ne-cesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gen-te herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes,

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debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis, como los valores del colesterol, de la glucemia... Pero está la he-rida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los trata-mientos especializados, pero antes se deben curar las heridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocul-tas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Je-sús, que siempre estaban alejados, para no contagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queri-dos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligre-ses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta...

Misericordia significa ni manga ancha ni rigidez.Volvamos al sacramento de la Reconciliación. Sucede a menudo, a no-

sotros, sacerdotes, escuchar la experiencia de nuestros fieles que nos cuen-tan de haber encontrado en la Confesión un sacerdote muy «riguroso», o por el contrario muy «liberal», rigorista o laxista. Y esto no está bien. Que haya diferencias de estilo entre los confesores es normal, pero estas dife-rencias no pueden referirse a la esencia, es decir, a la sana doctrina moral y a la misericordia. Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucris-to, porque ni uno ni otro se hace cargo de la persona que encuentra. El ri -gorista se lava las manos: en efecto, la clava a la ley entendida de modo frío y rígido; el laxista, en cambio, se lava las manos: sólo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado. La misericordia auténtica se hace car-go de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con ver-dad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación. Y esto es fatigoso, sí, ciertamente. El sacerdote verdaderamente misericordioso se comporta como el buen Samaritano... pero, ¿por qué lo hace? Porque su corazón es capaz de compasión, es el corazón de Cristo.

Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la santi-dad. Tal vez algunos rigoristas parecen santos, santos... Pero pensad en Pelagio y luego hablamos... No santifican al sacerdote, y no santifican al fiel, ni el laxismo ni el rigorismo. La misericordia, en cambio, acompaña el camino de la santidad, la acompaña y la hace crecer... ¿Demasiado tra-bajo para un párroco? Es verdad, demasiado trabajo. ¿Y de qué modo acompaña y hace crecer el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir por y con las personas. Y esto no es fácil. Su-frir como un padre y una madre sufren por los hijos; me permito decir, in-cluso con ansiedad...

Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor.

Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pe-

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dir el don de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi corazón para que las lágrimas...»: era así, más o menos, la oración. Era hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el su-frimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino?... El llanto del sacerdote... ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas?

¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario?

¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?...» (cf. Gn 18, 22-33). Esa ora-ción valiente de intercesión... Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Se-ñor? ¿Discutes con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su pueblo y le dijo: «Tú quédate tranquilo... destruiré a todos, y te haré jefe de otro pueblo». «¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí». ¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pre-gunta: ¿Tenemos nosotros los pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?

Otra pregunta que hago: por la noche, ¿cómo concluyes tu jornada? ¿Con el Señor o con la televisión?

¿Cómo es tu relación con quienes te ayudan a ser más misericordioso? Es decir, ¿cómo es tu relación con los niños, los ancianos, los enfermos? ¿Sabes acariciarlos, o te avergüenzas de acariciar a un anciano?

No tengas vergüenza de la carne de tu hermano (cf. Reflexiones en es-peranza, I cap.). Al final, seremos juzgados acerca de cómo hemos sabido acercarnos a «toda carne» —esto es Isaías. No te avergüences de la carne de tu hermano. «Hacernos prójimo»: la proximidad, la cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano. El sacerdote y el levita que pasaron antes que el buen samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los bandidos. Su corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo: «Debo ir a la misa, no puedo llegar tarde a misa», y se marchó. ¡Justificaciones! Cuántas veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del problema, de la persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado, dijo: «No, no puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo, perderé tiempo...». ¡Las excusas!... Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón cerrado se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió su corazón, se dejó conmover en las entra-ñas, y ese movimiento interior se tradujo en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa persona.

Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano he-rido y excluido.

Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista sobre la cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25.

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Éstas son las cosas que me han venido a mi memoria, para compartir-las con vosotros. Están un poco así, como han salido... [El cardenal Valli-ni: «Un buen examen de conciencia»] Nos hará bien. [aplausos]

En Buenos Aires —hablo de otro sacerdote— había un confesor famo-so: éste era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él. Cuando, una de las dos veces que vino, Juan Pablo II pidió un confesor en la nun-ciatura, fue él. Era anciano, muy anciano... Fue provincial en su Orden, profesor... pero siempre confesor, siempre. Y siempre había fila, allí, en la iglesia del Santísimo Sacramento. En ese tiempo, yo era vicario general y vivía en la Curia, y cada mañana, temprano, bajaba al fax para ver si había algo. Y la mañana de Pascua leí un fax del superior de la comunidad: «Ayer, media hora antes de la vigilia pascual, falleció el padre Aristi, a los 94 —¿o 96?— años. El funeral será el día...». Y la mañana de Pascua yo tenía que ir a almorzar con los sacerdotes del asilo de ancianos —lo hacía normalmente en Pascua—, y luego —me dije— después de la comida iré a la iglesia. Era una iglesia grande, muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, sólo dos señoras ancianas rezaban allí, sin ninguna flor. Pensé: pero este hombre, que perdonó los pecados a todo el clero de Buenos Aires, también a mí, ni siquiera tiene una flor... Subí y fui a una florería —porque en Buenos Aires, en los cruces de las calles hay florerías, por la calle, en los sitios donde hay gente— y compré flores, rosas... Regresé y comencé a preparar bien el ataúd, con flores... Miré el rosario que tenía entre las manos... E inmediatamente se me ocurrió —ese ladrón que todos tenemos dentro, ¿no?—, y mientras acomodaba las flores tomé la cruz del rosario, y con un poco de fuerza la arranqué. Y en ese momento lo miré y dije: «Dame la mitad de tu misericordia». Sentí una cosa fuerte que me dio el valor de hacer esto y de hacer esa oración. Lue-go, esa cruz la puse aquí, en el bolsillo. Las camisas del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsa de tela pequeña, y desde ese día hasta hoy, esa cruz está conmigo. Y cuando me surge un mal pen-samiento contra alguna persona, la mano me viene aquí, siempre. Y siento la gracia. Siento que me hace bien. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas...

Si pensáis, vosotros seguramente habéis conocido a muchos, a mu-chos, porque los sacerdotes de Italia son buenos. Son buenos. Creo que si Italia es aún tan fuerte, no es tanto por nosotros obispos, sino por los pá-rrocos, por los sacerdotes. Es verdad, esto es verdad. No es un poco de in-cienso para consolar, lo siento así.

La misericordia. Pensad en tantos sacerdotes que están en el cielo y pe-did esta gracia. Que os concedan esa misericordia que tuvieron con sus fieles. Y esto hace bien.

LAS TENTACIONES DE JESÚS20140309. Ángelus

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El Evangelio del primer domingo de Cuaresma presenta cada año el episodio de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo, que descen-dió sobre Él después del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar abierta-mente a Satanás en el desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar su misión pública.

El tentador busca apartar a Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de éxito y de poder. El duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar a golpes de citas de la Sagrada Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a Jesús del camino de la cruz, le hace presente las fal-sas esperanzas mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibi-lidad de convertir las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto más alto del templo de Jerusalén y ha-cer que los ángeles le salven; y, por último, el atajo del poder y del domi-nio, a cambio de un acto de adoración a Satanás. Son los tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.

Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin compromiso al-guno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso te-rrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Pa-labra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará. En sus respuestas a Satanás, el Señor, usando la Palabra de Dios, nos recuerda, ante todo, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt4, 4; cf. Dt 8, 3); y esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra la menta-lidad mundana que abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de Dios y de su amor. Recuerda, además, que «está escrito tam-bién: “No tentarás al Señor, tu Dios”» (v. 7), porque el camino de la fe pa-sa también a través de la oscuridad, la duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante. Jesús recuerda, por último, que «está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto”» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas, y construir nuestra vida so-bre lo esencial.

Estas palabras de Jesús encontrarán luego confirmación concreta en sus acciones. Su fidelidad absoluta al designio de amor del Padre lo con-ducirá, después de casi tres años, a la rendición final de cuentas con el «príncipe de este mundo» (Jn 16, 11), en la hora de la pasión y de la cruz, y allí Jesús reconducirá su victoria definitiva, la victoria del amor.

Queridos hermanos, el tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros de realizar un camino de conversión, confrontándonos sin-ceramente con esta página del Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a Satanás y a todas su obras y seducciones

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—porque él es un seductor—, para caminar por las sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu (cf. Oración colecta del IV Domingo de Cuaresma, Año A).

LA TRANSFIGURACIÓN EN LA CUARESMA20140316. Ángelus

Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfigura-ción. Es la segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las tentacio-nes en el desierto, el domingo pasado; la segunda: la Transfiguración. Je-sús «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto» (Mt 17, 1). La montaña en la Biblia represen-ta el lugar de la cercanía con Dios y del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración, para estar en presencia del Señor. Allí arriba, en el monte, Jesús se muestra a los tres discípulos transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego aparecen Moisés y Elías, que conversan con Él. Su rostro estaba tan resplandeciente y sus vestiduras tan cándidas, que Pedro quedó iluminado, en tal medida que quería permanecer allí, casi deteniendo ese momento. Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del Padre que proclama a Je-sús su Hijo predilecto, diciendo: «Escuchadlo» (v. 5). ¡Esta palabra es im-portante! Nuestro Padre que dijo a los apóstoles, y también a nosotros: «Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto». Mantengamos esta se-mana esta palabra en la cabeza y en el corazón: «Escuchad a Jesús». Y es -to no lo dice el Papa, lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a vosotros, a todos, a todos. Es como una ayuda para ir adelante por el camino de la Cuares-ma. «Escuchad a Jesús». No lo olvidéis.

Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús, estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus palabras. Para escuchar a Jesús es necesario estar cerca de Él, se-guirlo, como hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos de Palestina. Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un maestro itinerante, proponía sus enseñanzas, que eran las ense-ñanzas que le había dado el Padre, a lo largo de los caminos, recorriendo trayectos no siempre previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Se-guir a Jesús para escucharle. Pero también escuchamos a Jesús en su Pala-bra escrita, en el Evangelio. Os hago una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio? Sí, no… sí, no… Mitad y mitad… Algu-nos sí y algunos no. Pero es importante. ¿Vosotros leéis el Evangelio? Es algo bueno; es una cosa buena tener un pequeño Evangelio, pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el bolso, y leer un breve pasaje en cualquier momento del día. En cualquier momento del día tomo del bolsi-llo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje. Es Jesús que nos habla allí, en el Evangelio. Pensad en esto. No es difícil, ni tampoco necesario que sean los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito, con nosotros. Siempre el Evangelio con nosotros, porque es la Palabra de Jesús para poder escu-charle.

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De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de si -lencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, po-breza material y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan difi-cultades, estamos llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia recibida. Y esto es curioso. Cuan-do oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la Palabra de Jesús y la tenemos en el corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo crece? ¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en nosotros cuando la proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es una misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos nosotros: escuchar a Jesús y donarlo a los demás. No olvidarlo: esta semana, escuchad a Jesús. Y pen-sad en esta cuestión del Evangelio: ¿lo haréis? ¿Haréis esto? Luego, el pr-óximo domingo me diréis si habéis hecho esto: llevar un pequeño Evange-lio en el bolsillo o en el bolso para leer un breve pasaje durante el día.

Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para continuar con fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un poco más a «subir» con la oración y escuchar a Jesús y a «bajar» con la caridad fraterna, anunciando a Jesús.

MISERICORDIOSOS: CONOCERSE Y AMPLIAR EL CORAZÓN20140317. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Para ser misericordioso son necesarias dos actitudes», afirmó el Papa. La primera es «el conocimiento de sí mismo». En la primera lectura Da-niel relata el momento de la oración del pueblo que confiesa ser pecador ante Dios y dice: «Nosotros hicimos esto, pero tú eres justo. A ti conviene la justicia, a nosotros la vergüenza». Así, explicó el Pontífice comentando el pasaje, «la justicia de Dios ante el pueblo arrepentido se transforma en misericordia y perdón». Y nos interpela también a nosotros, invitándonos a «dejar un poco de espacio a esta actitud». Por lo tanto, el primer paso «para llegar a ser misericordioso es reconocer que hemos hecho muchas cosas no buenas: ¡somos pecadores!». Es necesario saber decir: «Señor, me avergüenzo de esto que hice en mi vida». Porque, incluso si «ninguno de nosotros mató a nadie», hemos cometido, de todos modos, «muchos pe-cados cotidianos». Es sencillo —pero al mismo tiempo «muy difícil»— decir: «Soy pecador y mi avergüenzo ante Ti y te pido perdón».

«Nuestro padre Adán —afirmó el Papa— nos dio un ejemplo de lo que no se debe hacer». Es él, en efecto, quien culpa a la mujer de haber comi-do el fruto y se justifica diciendo: «Yo no pequé», es ella «quien me hizo ir por este camino». Pero lo mismo hizo luego Eva, que culpa a la serpien-te. En cambio, reafirmó el Santo Padre, es importante reconocer el hecho

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de haber pecado y necesitar el perdón de Dios. No se deben encontrar ex-cusas y «descargar la culpa sobre los demás». Incluso, continuó el Pontífi-ce, «tal vez el otro me ha ayudado» a pecar, «ha facilitado el camino para hacerlo: pero lo hice yo». Y «si nosotros hacemos esto, cuántas cosas bue-nas habrá: ¡seremos hombres!». Además, «con esta actitud de arrepenti-miento somos más capaces de ser misericordiosos, porque sentimos en no-sotros la misericordia de Dios». Tan es así que en el Padrenuestro no reza-mos sólo: «perdona nuestros pecados», sino que decimos: «perdona como nosotros perdonamos». En efecto, «si yo no perdono estoy un poco fuera de juego».

La segunda actitud para ser misericordiosos «es ampliar el corazón». Precisamente «la vergüenza, el arrepentimiento, amplía el corazón peque-ñito, egoísta, porque deja espacio a Dios misericordioso para perdonar-nos». ¿Pero cómo ampliar el corazón? Ante todo, al reconocerse pecado-res, no se mira a lo que hicieron los demás. Y la pregunta de fondo es esta: «¿Quién soy yo para juzgar esto? ¿Quién soy yo para criticar sobre esto? ¿Quién soy yo, que hice las mismas cosas o peores?». Por lo demás, «el Señor lo dice en el Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados; no conde-néis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la me-dida con que mediréis se os medirá a vosotros». Esta es la «generosidad del corazón» que el Señor presenta a través de «la imagen de las personas que iban a buscar el trigo y estiraban el delantal para recibir de más». En efecto, «si tienes el corazón amplio, grande, puedes recibir más». Y un «corazón grande no se enreda en la vida de los demás, no condena, sino que perdona y olvida», precisamente como «Dios ha olvidado y perdona-do mis pecados».

Para ser misericordiosos es necesario, por lo tanto, invocar al Señor —«porque es una gracia»— y «tener estas dos actitudes: reconocer los propios pecados avergonzándose» y olvidar los pecados y las ofensas de los demás. He aquí que así «el hombre y la mujer misericordiosos tienen un corazón amplio: siempre disculpan a los demás y piensan en los pro-pios pecados». Y si alguien les dice: «¿has visto lo que hizo aquel?», tie-nen la misericordia de responder: «pero yo ya tengo bastante con lo que hice».

Es este, sugirió el Papa, «el camino de la misericordia que debemos pedir». Si «todos nosotros, los pueblos, las personas, las familias, los ba-rrios, tuviésemos esta actitud —exclamó—, ¡cuánta paz habría en el mun-do, cuánta paz en nuestros corazones, porque la misericordia nos conduce a la paz!».

SAN JOSÉ, MODELO DEL EDUCADOR20140319. Audiencia general.

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Hoy, 19 de marzo, celebramos la fiesta solemne de san José, esposo de María y patrono de la Iglesia universal. Dedicamos, por lo tanto, esta cate-quesis a él, que se merece todo nuestro reconocimiento y nuestra devoción por el modo en que supo custodiar a la Virgen Santa y al Hijo Jesús. Ser custodio es la característica de san José: es su gran misión, ser custo-dio.

Hoy quisiera retomar el tema de la custodia según una perspectiva es-pecial: la dimensión educativa. Miremos a José como el modelo del edu-cador, que custodia y acompaña a Jesús en su camino de crecimiento «en sabiduría, edad y gracia», como dice el Evangelio. Él no era el padre de Jesús: el padre de Jesús era Dios, pero él hacía de papá de Jesús, hacía de padre de Jesús para ayudarle a crecer. ¿Cómo le ayudó a crecer? En sabi-duría, edad y gracia.

Partamos de la edad, que es la dimensión más natural, el crecimiento físico y psicológico. José, junto con María, se ocupó de Jesús ante todo desde este punto de vista, es decir, lo «crio», preocupándose de que no le faltase lo necesario para un desarrollo sano. No olvidemos que la custodia atenta de la vida del Niño comportó también el exilio en Egipto, la dura experiencia de vivir como refugiados —José fue un refugiado, con María y Jesús— para escapar de la amenaza de Herodes. Después, una vez que volvieron a su patria y se establecieron en Nazaret, está todo el largo pe-riodo de la vida de Jesús en su familia. En esos años José enseñó a Jesús incluso su trabajo, y Jesús aprendió a ser carpintero con su padre José. Así, José ayudó a crecer a Jesús.

Pasemos a la segunda dimensión de la educación: la «sabiduría». José fue para Jesús ejemplo y maestro de esta sabiduría, que se alimenta de la Palabra de Dios. Podemos pensar en cómo José educó al pequeño Jesús en la escucha de las Sagradas Escrituras, sobre todo acompañándolo el sába-do a la sinagoga de Nazaret. Y José lo acompañaba para que Jesús escu-chase la Palabra de Dios en la sinagoga.

Y, por último, la dimensión de la «gracia». Dice san Lucas refiriéndo-se a Jesús: «La gracia de Dios estaba con Él» (2, 40). Aquí ciertamente la parte reservada a san José es más limitada respecto a los ámbitos de la edad y de la sabiduría. Pero sería un grave error pensar que un padre y una madre no pueden hacer nada para educar a los hijos en el crecimiento en la gracia de Dios. Crecer en edad, crecer en sabiduría, crecer en gracia: éste es el trabajo que hizo José con Jesús, ayudarle a crecer en estas tres di-mensiones, ayudarle a crecer.

Queridos hermanos y hermanas, la misión de san José es ciertamente única e irrepetible, porque absolutamente único es Jesús. Y, sin embargo, al custodiar a Jesús, educándolo en el crecimiento en edad, sabiduría y gracia, él es modelo para todo educador, en especial para todo padre. San José es el modelo del educador y del papá, del padre. Encomiendo, por lo tanto, a su protección a todos los padres, a los sacerdotes —que son padres—, y a quienes tienen una tarea educativa en la Iglesia y en la sociedad. De modo especial, quiero saludar hoy, día del padre, a todos los padres, a todos los papás: os saludo de corazón. Veamos: ¿hay algunos padres en la

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plaza? ¡Levanten la mano los papás! ¡Pero cuántos papás! ¡Felicidades, fe-licidades en vuestro día! Pido para vosotros la gracia de estar siempre muy cerca de vuestros hijos, ayudándoles a crecer, pero cercanos, cercanos. Ellos necesitan de vosotros, de vuestra presencia, de vuestra cercanía, de vuestro amor. Sed para ellos como san José: custodios de su crecimiento en edad, sabiduría y gracia. Custodios de su camino; educadores, y cami-nad con ellos. Y con esta cercanía seréis auténticos educadores. Gracias por todo lo que hacéis por vuestros hijos: gracias.

LLAMAMIENTO A LOS MAFIOSOS20140321. Discurso. A familiares víctimas de la mafia

El deseo que siento es de compartir con vosotros una esperanza, y es esta: que el sentido de responsabilidad poco a poco triunfe sobre la co-rrupción, en todas las partes del mundo... Y esto debe partir desde dentro, de las conciencias, y desde allí volver a curar, volver a sanar los compor-tamientos, las relaciones, las decisiones, el tejido social, de modo que la justicia gane espacio, se amplíe, se arraigue, y ocupe el sitio de la iniqui-dad.

Quiero rezar con vosotros —y lo hago de corazón— por todas las víc-timas de la mafia. Incluso hace pocos días, cerca de Taranto, se produjo un delito que no tuvo piedad ni siquiera de un niño. Pero al mismo tiempo re-cemos juntos, todos juntos, para pedir la fuerza de seguir adelante, de no desalentarnos, sino de seguir luchando contra la corrupción.

Y siento que no puedo terminar sin decir una palabra a los grandes au-sentes, hoy, a los protagonistas ausentes: a los hombres y mujeres mafio-sos. Por favor, cambiad de vida, convertíos, deteneos, dejad de hacer el mal. Y nosotros rezamos por vosotros. Convertíos, lo pido de rodillas; es por vuestro bien. Esta vida que vivís ahora, no os dará placer, no os dará alegría, no os dará felicidad. El poder, el dinero que vosotros ahora tenéis de tantos negocios sucios, de tantos crímenes mafiosos, es dinero ensan-grentado, es poder ensangrentado, y no podréis llevarlo a la otra vida. Convertíos, aún hay tiempo, para no acabar en el infierno. Es lo que os es-pera si seguís por este camino. Habéis tenido un papá y una mamá: pensad en ellos. Llorad un poco y convertíos.

NO AL CLERICALISMO. VERDAD, BONDAD, BELLEZA20140322. Discurso. A las emisoras de la asociación Corallo

Esa verdad… buscar la verdad con los medios de comunicación. Pero, ¡no sólo la verdad! Verdad, bondad y belleza, las tres cosas juntas. Vues-tro trabajo debe llevarse a cabo por estos tres caminos: el camino de la verdad, el camino de la bondad y el camino de la belleza. Pero la verdad, la bondad y la belleza que son consistentes, que vienen de dentro, que son humanas. Y, en el camino de la verdad, en los tres caminos, podemos en-contrar errores, incluso trampas. «Yo pienso, busco la verdad…»: está atento, para no convertirte en un intelectual sin inteligencia. «Yo voy, bus-

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co la bondad…»: está atento, para no convertirte en un moralista sin bon-dad. «A mí me gusta la belleza…»: sí, pero está atento, para no hacer lo que se hace a menudo, «falsificar» la belleza, buscar los cosméticos para elaborar una belleza artificial, que no existe. La verdad, la bondad y la be-lleza como vienen de Dios y están en el hombre. Y este es el trabajo de los medios de comunicación, el vuestro.

Usted ha aludido a dos cosas, y quiero retomarlas. Ante todo, la uni-dad armoniosa de vuestro trabajo. Hay medios de comunicación grandes y hay medios de comunicación pequeños… Pero si leemos el capítulo do-ce de la primera carta de san Pablo a los Corintios, vemos que en la Iglesia no hay ni grande ni pequeño: cada uno tiene su función, uno ayuda al otro, la mano no puede existir sin la cabeza, etc. Todos somos miembros, y también vuestros medios de comunicación, sean más grandes o más pe-queños, son miembros, y armonizados por su vocación de servicio a la Iglesia. Nadie debe sentirse pequeño, demasiado pequeño respecto a otro demasiado grande. Todos somos pequeños ante Dios, con humildad cris-tiana, pero todos tenemos una función. ¡Todos! Como en la Iglesia… Yo haría esta pregunta: ¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿El Papa o la anciana que todos los días reza el rosario por la Iglesia? Que lo diga Dios, yo no puedo decirlo. Pero la importancia de esta armonía es de cada uno de nosotros, porque la Iglesia es la armonía de la diversidad. El cuerpo de Cristo es esta armonía de la diversidad, y quien realiza la armonía es el Espíritu Santo: Él es el más importante de todos. Esto es lo que usted ha dicho, y quiero subrayarlo. Es importante: buscar la unidad, y no usar la lógica de que el pez grande se traga al pequeño.

Usted ha dicho otra cosa, que yo también mencioné en la exhortación apostólica Evangelii gaudium. Ha hablado del clericalismo. Es uno de los males, es uno de los males de la Iglesia. Pero es un mal «cómplice», por-que a los sacerdotes les agrada la tentación de clericalizar a los laicos; pe-ro muchos laicos, de rodillas, piden ser clericalizados, porque es más có-modo, ¡es más cómodo! ¡Y este es un pecado de ambas partes! Debemos vencer esta tentación. El laico debe ser laico, bautizado, tiene la fuerza que viene de su bautismo. Servidor, pero con su vocación laical, y esto no se vende, no se negocia, no se es cómplice del otro… No. ¡Yo soy así! Porque allí está en juego la identidad. En mi tierra oía muchas veces esto: «¿Sabe? En mi parroquia hay un laico honrado. Este hombre sabe organi-zar… Eminencia: ¿por qué no lo hacemos diácono?». Es la propuesta in-mediata del sacerdote: clericalizar. A este laico hagámoslo… ¿Y por qué? ¿Porque es más importante el diácono, el sacerdote, que el laico? ¡No! ¡Este es un error! ¿Es un buen laico? Que siga así y crezca así. Porque allí está en juego la identidad de la pertenencia cristiana. Para mí, el clericalis-mo impide el crecimiento del laico. Pero tened presente lo que he dicho: es una tentación cómplice entre dos. Porque no habría clericalismo si no hubiera laicos que quieren ser clericalizados. ¿Está claro esto? Por eso os agradezco lo que hacéis. Armonía: también esta es otra armonía, porque la función del laico no puede cumplirla el sacerdote, y el Espíritu Santo es li-bre: algunas veces inspira al sacerdote para que haga algo; otras, al laico.

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Se habla en el consejo pastoral. Son muy importantes los consejos pastora-les: una parroquia —y en esto cito el Código de derecho canónico—, una parroquia que no tenga consejo pastoral y consejo de asuntos económicos, no es una buena parroquia: le falta vida.

Además, son tantas las virtudes. He aludido a ellas al inicio: ir por el camino de la bondad, de la verdad y de la belleza, y tantas virtudes por es-te camino. Pero, ¡también están los pecados de los medios de comunica-ción! Me permito hablar un poco sobre esto. Para mí, los pecados de los medios de comunicación, los más grandes, son los que van por el camino del embuste, de la mentira, y son tres: la desinformación, la calumnia y la difamación. Estas dos últimas son graves, pero no tan peligrosas como la primera. ¿Por qué? Os lo explico. La calumnia es pecado mortal, pero se puede aclarar y llegar a conocer que es una calumnia. La difamación es pecado mortal, pero se puede llegar a decir: esta es una injusticia, porque esta persona ha hecho esa cosa en aquel tiempo, pero después se ha arre-pentido, ha cambiado de vida. Pero la desinformación es decir la mitad de las cosas, las que son más convenientes para mí, y no decir la otra mitad. Y así, el que ve la tv o el que oye la radio, no puede formarse un juicio perfecto, porque no tiene los elementos y no se los dan. De estos tres peca-dos, por favor, huid. Desinformación, calumnia y difamación.

 ENCUENTRO DE JESÚS CON LA SAMARITANA20140323. Ángelus

El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, acaecido en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado por el viaje» (Jn 4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este modo supera las barreras de hostilidad que existían entre judíos y samari-tanos y rompe los esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La senci-lla petición de Jesús es el comienzo de un diálogo franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza, entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales, no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a todos. No se detiene nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante su situación, sin juzgar-la, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida, y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.

Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un al -ma endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que ha-bía en ella misma. La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Je-sús esos interrogantes profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos. También nosotros tenemos muchas preguntas que ha-cer, ¡pero no encontramos el valor de dirigirlas a Jesús! La cuaresma, que-ridos hermanos y hermanas, es el tiempo oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger nuestras necesidades espirituales más auténticas, y pe-

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dir la ayuda del Señor en la oración. El ejemplo de la samaritana nos invi-ta a expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua que saciará mi sed eterna-mente».

El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro hablase con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los pre-juicios, por eso no tuvo temor de detenerse con la samaritana: la miseri-cordia es más grande que el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La misericordia es más grande que el prejuicio, y Jesús es muy misericor-dioso, ¡mucho! El resultado de aquel encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro» (v. 28) con el que iba a co-ger el agua, y corrió a la ciudad a contar su experiencia extraordinaria. «He encontrado a un hombre que me ha dicho todas las cosas que he he-cho. ¿Será el Mesías?» ¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar agua del pozo y encontró otra agua, el agua viva de la misericordia, que salta hasta la vida eterna. ¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al pueblo, aquel pueblo que la juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anun-cia que ha encontrado al Mesías: uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, siempre. Es un paso adelan-te, un paso más cerca de Dios. Y así, cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es así.

En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pe-ro que pierde valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con Jesús, porque he dicho que todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Je-sús nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.

HACER BIEN CON EL SUFRIMIENTO Y BIEN AL QUE SUFRE20140324. Discurso. Consejo para la pastoral de la salud

Vuestro trabajo en estos días parte de lo que el beato Juan Pablo II, ha-ce ya treinta años, afirmaba acerca del sufrimiento: «Hacer bien con el su-frimiento y hacer bien a quien sufre» (Carta ap. Salvifici doloris, 30). Es-tas palabras él las vivió, las testimonió de forma ejemplar. Su magisterio fue un magisterio vivo, que el pueblo de Dios retribuyó con mucho afecto y mucha veneración, reconociendo que Dios estaba con él.

Es verdad, en efecto, que incluso en el sufrimiento nadie está jamás so-lo, porque Dios en su amor misericordioso al hombre y al mundo abraza también las situaciones más inhumanas, en las que la imagen del Creador

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presente en cada persona aparece ofuscada o desfigurada. Así fue para Je-sús en su Pasión. En Él todo dolor humano, toda angustia, todo sufrimien-to fue asumido por amor, por la pura voluntad de estar cerca de nosotros, de estar con nosotros. Y aquí, en la Pasión de Jesús, está la mayor escuela para todo el que quiera dedicarse al servicio de los hermanos enfermos y sufrientes.

COMUNIÓN ECLESIAL Y SANTIDAD SACERDOTAL20140324. Discurso. Obispos de Guinea

Para que el Evangelio toque y convierta los corazones en profundidad, debemos recordar que sólo si estamos unidos en el amor podemos dar tes-timonio de la verdad del Evangelio: «Para que todos sean uno…, para que el mundo crea» (Jn 17, 21), nos dice Jesús. La Iglesia tiene necesidad de la comunión entre vosotros y con el sucesor de Pedro. Las discordias entre los cristianos son el mayor obstáculo para la evangelización. Favorecen el crecimiento de grupos que aprovechan la pobreza y la credulidad de las personas para proponerles soluciones fáciles, pero ilusorias, a los proble-mas.

Para que el anuncio del Evangelio dé fruto, toda nuestra existencia de-be ser coherente con el Evangelio que anunciamos.

De igual modo tenéis la tarea fundamental de invitar a los fieles a rezar y a vivir una auténtica cercanía a Dios, ya que de la calidad del amor a Dios deriva todo el dinamismo misionero (cf. Evangelii gaudium, 264).

Me alegro de la reciente apertura del seminario mayor «Benedicto XVI», acontecimiento lleno de esperanza para el futuro. Aprovechad, pues, esta página que se abre en la historia del clero guineano para suscitar un nuevo impulso en la vida sacerdotal. La formación en el seminario de-be ofrecer a los jóvenes un camino serio de crecimiento intelectual y espi-ritual. Que se les proponga de modo auténtico la santidad sacerdotal, co-menzando por el ejemplo de sacerdotes que viven su vocación con alegría; los futuros presbíteros aprenderán a vivir de manera verdadera las exigen-cias del celibato eclesiástico, así como la relación justa con los bienes ma-teriales, el rechazo de la mundanidad y el arribismo —puesto que el sacer-docio no es un instrumento de ascenso social—, y también el compromiso real junto a los más pobres.

EL CONFESOR HA DE SER HOMBRE DEL ESPÍRITU SANTO20140328. Discurso. Curso de la Penitenciaría Apostólica

Ante todo, el protagonista del ministerio de la Reconciliación es el Es-píritu Santo. El perdón que el sacramento confiere es la vida nueva trans-mitida por el Señor Resucitado por medio de su Espíritu: «Recibid el Es-píritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Por lo tanto, vosotros estáis llamados a ser siempre «hombres del Espíritu Santo», testi-gos y anunciadores, gozosos y fuertes, de la resurrección del Señor. Este

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testimonio se lee en el rostro, se oye en la voz del sacerdote que adminis-tra con fe y con «unción» el Sacramento de la Reconciliación. Él acoge a los penitentes no con la actitud de un juez y tampoco con la actitud de un simple amigo, sino con la caridad de Dios, con el amor de un padre que ve regresar al hijo y va a su encuentro, del pastor que ha encontrado a la ove-ja perdida. El corazón del sacerdote es un corazón que sabe conmoverse, no por sentimentalismo o por mera emotividad, sino por las «entrañas de misericordia» del Señor. Si bien es verdad que la tradición nos indica el doble papel de médico y juez para los confesores, no olvidemos nunca que como médico está llamado a curar y como juez a absolver.

Segundo aspecto: si la Reconciliación transmite la vida nueva del Re-sucitado y renueva la gracia bautismal, entonces vuestra tarea es donarla generosamente a los hermanos. Donar esta gracia. Un sacerdote que no cuida esta parte de su ministerio, tanto en el tiempo que le dedica como en la calidad espiritual, es como un pastor que no se ocupa de las ovejas que se han perdido; es como un padre que se olvida del hijo perdido y descui-da esperarlo. Pero la misericordia es el corazón del Evangelio. No olvidéis esto: la misericordia es el corazón del Evangelio. Es la buena noticia de que Dios nos ama, que ama siempre al hombre pecador, y con este amor lo atrae a sí y lo invita a la conversión. No olvidemos que a los fieles a me-nudo les cuesta acercarse al sacramento, sea por razones prácticas, sea por la natural dificultad de confesar a otro hombre los propios pecados. Por esta razón es necesario trabajar mucho sobre nosotros mismos, sobre nues-tra humanidad, para no ser nunca obstáculo sino favorecer siempre el acer-camiento a la misericordia y al perdón. Pero muchas veces sucede que una persona viene y dice: «No me confieso desde hace muchos años, he tenido este problema, he dejado la Confesión porque he encontrado a un sacerdo-te y me ha dicho esto», y en lo que cuenta la persona se ve la imprudencia, la falta de amor pastoral. Y se alejan, por una mala experiencia en la Con-fesión. Si se tiene esta actitud de padre, que viene de la bondad de Dios, esto no sucederá jamás.

Es necesario evitar dos extremos opuestos: el rigorismo y el laxismo. Ninguno de los dos va bien, porque en realidad no se hacen cargo de la persona del penitente. En cambio la misericordia escucha de verdad con el corazón de Dios y quiere acompañar al alma en el camino de la reconcilia-ción. La Confesión no es un tribunal de condena, sino experiencia de per-dón y de misericordia.

Por último, todos conocemos las dificultades que con frecuencia en-cuentra la Confesión. Son muchas las razones, tanto históricas como espi-rituales. Con todo, sabemos que el Señor quiso hacer este inmenso don a la Iglesia, ofreciendo a los bautizados la seguridad del perdón del Padre. Es esto: es la seguridad del perdón del Padre. Por ello es muy importante que, en todas las diócesis y en las comunidades parroquiales se cuide de manera especial la celebración de este sacramento de perdón y de salva-ción. Conviene que en cada parroquia los fieles sepan cuándo pueden en-contrar a los sacerdotes disponibles: cuando hay fidelidad, los frutos se ven. Esto vale de modo particular para las iglesias confiadas a las comuni-

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dades religiosas, que pueden asegurar una presencia constante de confeso-res.

EL CIEGO DE NACIMIENTO20140330- Ángelus

El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del hombre ciego de na-cimiento, a quien Jesús le da la vista. El largo relato inicia con un ciego que comienza a ver y concluye —es curioso esto— con presuntos videntes que siguen siendo ciegos en el alma. El milagro lo narra Juan en apenas dos versículos, porque el evangelista quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino sobre lo que sucede después, sobre las discusiones que suscita. Incluso sobre las habladurías, muchas veces una obra buena, una obra de caridad suscita críticas y discusiones, porque hay quienes no quie-ren ver la verdad. El evangelista Juan quiere atraer la atención sobre esto que ocurre incluso en nuestros días cuando se realiza una obra buena. Al ciego curado lo interroga primero la multitud asombrada —han visto el milagro y lo interrogan—, luego los doctores de la ley; e interrogan tam-bién a sus padres. Al final, el ciego curado se acerca a la fe, y esta es la gracia más grande que le da Jesús: no sólo ver, sino conocerlo a Él, verlo a Él como «la luz del mundo» (Jn 9, 5).

Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz, los doctores de la ley, al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera interior. Cerra-dos en su presunción, creen tener ya la luz; por ello no se abren a la ver -dad de Jesús. Hacen todo lo posible por negar la evidencia, ponen en duda la identidad del hombre curado; luego niegan la acción de Dios en la cura-ción, tomando como excusa que Dios no obra en día de sábado; llegan in-cluso a dudar de que ese hombre haya nacido ciego. Su cerrazón a la luz llega a ser agresiva y desemboca en la expulsión del templo del hombre curado.

El camino del ciego, en cambio, es un itinerario en etapas, que parte del conocimiento del nombre de Jesús. No conoce nada más sobre Él; en efecto dice: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos» (v. 11). Tras las insistentes preguntas de los doctores de la ley, lo considera en un primer momento un profeta (v. 17) y luego un hombre cercano a Dios (v. 31). Después que fue alejado del templo, excluido de la sociedad, Jesús lo encuentra de nuevo y le «abre los ojos» por segunda vez, revelándole la propia identidad: «Yo soy el Mesías», así le dice. A es-te punto el que había sido ciego exclamó: «Creo, Señor» (v. 38), y se pos-tró ante Jesús. Este es un pasaje del Evangelio que hace ver el drama de la ceguera interior de mucha gente, también la nuestra porque nosotros algu-nas veces tenemos momentos de ceguera interior.

Nuestra vida, algunas veces, es semejante a la del ciego que se abrió a la luz, que se abrió a Dios, que se abrió a su gracia. A veces, lamentable-mente, es un poco como la de los doctores de la ley: desde lo alto de nues-tro orgullo juzgamos a los demás, incluso al Señor. Hoy, somos invitados a abrirnos a la luz de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para eliminar

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los comportamientos que no son cristianos; todos nosotros somos cristia-nos, pero todos nosotros, todos, algunas veces tenemos comportamientos no cristianos, comportamientos que son pecados. Debemos arrepentirnos de esto, eliminar estos comportamientos para caminar con decisión por el camino de la santidad, que tiene su origen en el Bautismo. También noso-tros, en efecto, hemos sido «iluminados» por Cristo en el Bautismo, a fin de que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como «hijos de la luz» (Ef 5, 9), con humildad, paciencia, misericordia. Estos doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia.

Os sugiero que hoy, cuando volváis a casa, toméis el Evangelio de Juan y leáis este pasaje del capítulo 9. Os hará bien, porque así veréis esta senda de la ceguera hacia la luz y la otra senda nociva hacia una ceguera más profunda. Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o un corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o cerrado hacia el prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace del pecado, de las equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo. Abrámonos a la luz del Señor, Él nos espera siem-pre para hacer que veamos mejor, para darnos más luz, para perdonarnos. ¡No olvidemos esto! A la Virgen María confiamos el camino cuaresmal, para que también nosotros, como el ciego curado, con la gracia de Cristo podamos «salir a la luz», ir más adelante hacia la luz y renacer a una vida nueva.

LA EVANGELIZACIÓN DE LOS JÓVENES20140331. Discurso. Capítulo general de los salesianos

Imagino que durante el capítulo —que tuvo como tema «Testigos de la radicalidad evangélica»— habéis tenido siempre delante de vosotros a don Bosco y a los jóvenes; y a don Bosco con su lema: «Da mihi animas, cetera tolle». Él reforzaba este programa con otros dos elementos: trabajo y templanza. Recuerdo que en el colegio estaba prohibido dormir la sies-ta... ¡Templanza! a los salesianos y a nosotros. «El trabajo y la templanza —decía— harán florecer la congregación». Cuando se piensa en trabajar por el bien de las almas, se supera la tentación de la mundanidad espiri-tual, no se buscan otras cosas, sino sólo a Dios y su reino. Templanza, además, es sentido de la medida, contentarse, ser sencillos. Que la pobreza de don Bosco y de mamá Margarita inspire en cada salesiano y en cada una de vuestras comunidades una vida esencial y austera, cercanía a los pobres, transparencia y responsabilidad en la gestión de los bienes.

La evangelización de los jóvenes es la misión que el Espíritu Santo os ha confiado en la Iglesia. Esa misión está estrechamente unida a su educa-ción: el camino de fe se injerta en el camino de crecimiento y el Evangelio enriquece también la maduración humana. Es necesario preparar a los jó-venes para trabajar en la sociedad según el espíritu del Evangelio, como agentes de justicia y de paz, y a vivir como protagonistas en la Iglesia. Pa-ra ello vosotros os servís de las necesarias profundizaciones y actualiza-ciones pedagógicas y culturales, para responder a la actual emergencia

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educativa. Que la experiencia de don Bosco y su «sistema preventivo» os sostengan siempre en el compromiso de vivir con los jóvenes. Que la pre-sencia en medio de ellos se distinga por esa ternura que don Bosco llamó demostración de afecto, experimentando también nuevos lenguajes, pero sabiendo bien que el lenguaje del corazón es fundamental para acercarse y llegar a ser sus amigos.

Es de gran importancia aquí la dimensión vocacional. A veces la voca-ción a la vida consagrada se confunde con una opción de voluntariado, y esta visión distorsionada no hace bien a los institutos. El próximo año 2015, dedicado a la vida consagrada, será una ocasión propicia para pre-sentar su belleza a los jóvenes. Es necesario evitar en cada caso visiones parciales, para no suscitar respuestas vocacionales frágiles y sostenidas por motivaciones débiles. Las vocaciones apostólicas son ordinariamente fruto de una buena pastoral juvenil. El cultivo de las vocaciones requiere atenciones específicas: ante todo la oración, luego actividades propias, iti-nerarios personalizados, la valentía de la propuesta, el acompañamiento y la implicación de las familias. La geografía vocacional ha cambiado y está cambiando, y esto significa nuevas exigencias para la formación, el acom-pañamiento y el discernimiento.

Trabajando con los jóvenes, vosotros encontráis el mundo de la exclu-sión juvenil. Y esto es tremendo. Hoy es tremendo pensar que hay más de 75 millones de jóvenes sin trabajo, aquí, en Occidente. Pensemos en la vasta realidad de la desocupación, con tantas consecuencias negativas. Pensemos en las dependencias, que lamentablemente son múltiples, pero que derivan de la raíz común de una falta de amor auténtico. Ir al encuen-tro de los jóvenes marginados requiere valor, madurez y mucha oración. Y a este trabajo se deben enviar a los mejores, ¡los mejores! Puede existir el riesgo de dejarse llevar por el entusiasmo, enviando a tales fronteras a per-sonas de buena voluntad, pero no aptas. Por ello es necesario un atento discernimiento y un constante acompañamiento. El criterio es este: Allí van los mejores. «Necesito a este para hacerlo superior de aquí, o para es-tudiar teología...». Pero si tienes esta misión, mándalo allí, ¡a los mejores!

Gracias a Dios vosotros no vivís y no trabajáis como individuos aisla-dos, sino como comunidad: y dad gracias a Dios por esto. La comunidad sostiene todo el apostolado. A veces las comunidades religiosas atravie-san tensiones, con el riesgo del individualismo y de la dispersión, en cam-bio se necesita una comunicación profunda y de relaciones auténticas. La fuerza humanizadora del Evangelio es testimoniada por la fraternidad vi-vida en comunidad, hecha de acogida, respeto, ayuda mutua, comprensión, cortesía, perdón y alegría. El espíritu de familia que os ha dejado don Bos-co ayuda mucho en este sentido, favorece la perseverancia y crea atracción por la vida consagrada.

LOS QUE SIGUEN AL SEÑOR SUFREN PERSECUCIONES20140404. Homilía diaria. Casa Santa Marta

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En la Iglesia, en efecto, están los «perseguidos desde fuera y los perse-guidos desde dentro». Los santos mismos «han sido perseguidos». En efecto, notó el obispo de Roma, «cuando leemos la vida de los santos» nos encontramos ante muchas «incomprensiones y persecuciones». Porque, siendo profetas, decían cosas que resultaban «demasiado duras». De esta manera «también muchos pensadores en la Iglesia fueron perseguidos». Y al respecto el Papa afirmó: «Pienso en uno ahora, en este momento, no muy lejano de nosotros: un hombre de buena voluntad, un profeta de ver-dad, que con sus libros reprochaba a la Iglesia de alejarse del camino del Señor. Enseguida fue llamado, sus libros fueron colocados en el índice, le quitaron la cátedra y este hombre terminó así su vida, no hace mucho tiempo. Ha pasado el tiempo y hoy es beato». ¿Pero cómo —se podría ob-jetar— «ayer fue un herético y hoy es beato?». Sí, «ayer los que tenían el poder querían silenciarlo porque no agradaba lo que decía. Hoy la Iglesia, que gracias a Dios sabe arrepentirse, dice: no, este hombre es bueno. Aún más, está en el camino de la santidad».

De este modo, la historia nos testimonia que «todas las personas que el Espíritu Santo elige para decir la verdad al pueblo de Dios sufren persecu-ciones». Y aquí el Pontífice recordó «la última bienaventuranza de Jesús: bienaventurados vosotros cuando os persigan por mi nombre». He aquí que «Jesús es precisamente el modelo, el icono: ha sufrido mucho el Se-ñor, ha sido perseguido»; y al actuar así «ha asumido todas las persecucio-nes de su pueblo».

Pero «aún hoy los cristianos son perseguidos», advirtió el Papa. Y son perseguidos «porque a esta sociedad mundana, a esta sociedad tranquila que no quiere problemas, dicen la verdad y anuncian a Jesucristo». De verdad «hoy hay mucha persecución».

Incluso hoy en algunas partes «existe la pena de muerte, existe la pri-sión por tener el Evangelio en casa, por enseñar el catecismo», destacó el Papa, confiando luego: «Me decía un católico de estos países que ellos no pueden rezar juntos: ¡está prohibido! Sólo se puede rezar a solas y en se-creto». Si quieren celebrar la Eucaristía organizan «una fiesta de cumplea-ños, aparentan celebrar el cumpleaños y allí tienen la Eucaristía antes de la fiesta». Y si, como «ha sucedido, ven llegar a la policía, enseguida ocultan todo, continúan la fiesta» entre «alegría y felicidad»; luego, cuando los agentes «se van, terminan la Eucaristía».

En efecto, reafirmó el Pontífice, «esta historia de persecución, de in-comprensión», continúa «desde el tiempo de los profetas hasta hoy». Este, por lo demás, es también «el camino del Señor, el camino de quienes si-guen al Señor». Un camino que «termina siempre como para el Señor, con una resurrección, pero pasando por la cruz». Así, pues, el Papa recomendó «no tener miedo a las persecuciones, a las incomprensiones», incluso si por causa de ellas «siempre se pierden muchas cosas».

Para los cristianos «siempre habrá persecuciones, incomprensiones». Pero hay que afrontarlas con la certeza de que «Jesús es el Señor y éste es el desafío y la cruz de nuestra fe». Así, recomendó el Santo Padre, «cuan-do esto suceda en nuestras comunidades o en nuestro corazón, miremos al

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Señor y pensemos» en el pasaje del libro de la Sabiduría que habla de las acechanzas que los impíos ponen a los justos. Y concluyó pidiendo al Se-ñor «la gracia de seguir por su camino y, si sucede, también con la cruz de la persecución»

LÁZARO, ¡SAL AFUERA!20140406. Ángelus

El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resu-rrección de Lázaro. Es la cumbre de los «signos» prodigiosos realizados por Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino pa-ra ser tolerado por los sumos sacerdotes, quienes, al conocer el hecho, to-maron la decisión de matar a Jesús (cf. Jn 11, 53).

Lázaro estaba muerto desde hacía cuatro días, cuando llegó Jesús; y a las hermanas Marta y María les dijo palabras que se grabaron para siempre en la memoria de la comunidad cristiana. Dice así Jesús: «Yo soy la resu-rrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26). Basados en esta Palabra del Señor creemos que la vida de quien cree en Jesús y si-gue sus mandamientos, después de la muerte será transformada en una vi-da nueva, plena e inmortal. Como Jesús que resucitó con el propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza del Espíritu Santo, que lo resucitó, resucitará también a quien está unido a Él.

Ante la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús «gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”. El muerto salió, los pies y las manos atados con ven-das, y la cara envuelta en un sudario» (vv. 43-44). Este grito perentorio se dirige a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos «la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Cristo no se resigna a los sepulcros que nos hemos construido con nuestras opciones de mal y de muerte, con nuestros errores, con nuestros pecados. Él no se resigna a esto. Él nos invi-ta, casi nos ordena salir de la tumba en la que nuestros pecados nos han se-pultado. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que estamos encerrados, contentándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre. «Sal afuera», nos dice, «Sal afuera». Es una hermosa invitación a la libertad auténtica, a dejarnos aferrar por estas palabras de Jesús que hoy repite a cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las «vendas», de las vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas. Nuestra resurrección comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a este mandamiento de Jesús saliendo a la luz, a la vida; cuando caen de nuestro rostro las máscaras —muchas veces estamos enmascarados por el pecado, las máscaras tienen que caer— y volvemos a encontrar el valor de nuestro rostro original, creado a imagen y semejanza de Dios.

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El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede lle-gar la fuerza de la gracia de Dios, y, por lo tanto, hasta dónde puede llegar nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchad bien: no existe límite alguno para la misericordia divina ofrecida a todos. No existe límite al-guno para la misericordia divina ofrecida a todos, recordad bien esta frase. Y podemos decirla todos juntos: «No existe límite alguno para la miseri-cordia divina ofrecida a todos». Digámoslo juntos: «No existe límite al-guno para la misericordia divina ofrecida a todos». El Señor está siempre dispuesto a quitar la piedra de la tumba de nuestros pecados, que nos sepa-ra de Él, la luz de los vivientes.

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO20140406. Homilía. Parroquia S. Gregorio Magno

Las tres Lecturas de hoy nos hablan de Resurrección, nos hablan de vi-da. La hermosa promesa del Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos» (Ez 37, 12), es la promesa del Señor que tiene la vida y tiene la fuerza de dar vida, para que los que están muertos puedan recu-perar la vida. La segunda lectura nos dice que estamos bajo el Espíritu Santo y Cristo en nosotros, su Espíritu, nos resucitará. Y en la tercera lec-tura, el Evangelio, hemos visto cómo Jesús dio la vida a Lázaro. Lázaro, que estaba muerto, volvió a la vida.

Sencillamente quiero decir una cosa pequeña, pequeña. Todos nosotros tenemos dentro algunas zonas, algunas partes de nuestro corazón que no están vivas, que están un poco muertas; y algunos tienen muchos sectores del corazón muertos, una auténtica necrosis espiritual. Y cuando nosotros estamos en esta situación y nos damos cuenta de ello, tenemos ganas de salir de allí, pero no podemos. Sólo el poder de Jesús, el poder de Jesús es capaz de ayudarnos a salir de estas zonas muertas del corazón, estas tum-bas de pecado, que todos nosotros tenemos. ¡Todos somos pecadores! Pe-ro si estamos muy apegados a estos sepulcros y los custodiamos dentro de nosotros y no queremos que todo nuestro corazón resucite a la vida, nos convertimos en corruptos y nuestra alma comienza a dar, como dice Mar-ta, «mal olor» (cf. Jn 11, 39), el olor de esa persona que está apegada al pecado. Y la Cuaresma es un poco para esto. Para que todos nosotros, que somos pecadores, no acabemos apegados al pecado, sino que podamos es-cuchar lo que Jesús dijo a Lázaro: «Gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 43).

Hoy os invito a pensar un momento, en silencio, aquí: ¿dónde está mi necrosis dentro? ¿Dónde está la parte muerta de mi alma? ¿Dónde está mi tumba? Pensad, un minutito, todos en silencio. Pensemos: ¿cuál es esa parte del corazón que se puede corromper, porque estoy apegado a los pe-cados o al pecado o a algún pecado? Y quitar la piedra, quitar la piedra de la vergüenza y dejar que el Señor nos diga, como dijo a Lázaro: «Sal afue-ra». Para que toda nuestra alma quede curada, resucite por el amor de Je-sús, por la fuerza de Jesús. Él es capaz de perdonarnos. Todos tenemos ne-cesidad de ello. Todos. Todos somos pecadores, pero debemos estar aten-

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tos para no convertirnos en corruptos. Pecadores lo somos, pero Él nos perdona. Escuchemos la voz de Jesús que, con el poder de Dios, nos dice: «Sal afuera. Sal de esa tumba que tienes dentro. Sal. Yo te doy la vida, te doy la felicidad, te bendigo, y te quiero para mí».

Que el Señor hoy, en este domingo, que tanto nos habla de la Resu-rrección, nos dé a todos nosotros la gracia de resucitar de nuestros peca-dos, de salir de nuestras tumbas; con la voz de Jesús que nos llama, salir afuera, ir a Él.

EL CORAZÓN DE LA SALVACIÓN DE DIOS ES SU HIJO20140408. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«El cristianismo —continuó el obispo de Roma— no es una doctrina filosófica, no es un programa de vida para ser educados, para construir la paz. Estas son las consecuencias. El cristianismo es una persona, una per-sona elevada en la cruz. Una persona que se anonadó a sí misma para sal -varnos. Cargó sobre sí el pecado. Y, así, como en el desierto fue elevado el pecado, aquí fue elevado Dios hecho hombre por nosotros. Y todos nuestros pecados estaban allí». Por ello, advirtió, «no se comprende el cristianismo sin comprender esta humillación profunda del hijo de Dios que se humilló a sí mismo haciéndose siervo hasta la muerte de cruz. Para servir».

Como lo hizo san Pablo, también nosotros podemos hablar de aquello en lo que nos gloriamos. Pero, especificó el Papa Francisco, podemos glo-riarnos «por nuestra parte sólo de nuestros pecados. No tenemos otras co-sas en las que podamos gloriarnos: esta es nuestra miseria». Sin embargo, «gracias a la misericordia de Dios, nos gloriamos en Cristo crucificado. Y por ello no existe un cristianismo sin cruz, y no existe una cruz sin Jesu-cristo».

Por lo tanto, «el corazón de la salvación de Dios —afirmó el Pontífice— es su hijo que carga sobre sí todos nuestros pecados, nuestras sober-bias, nuestras seguridades, nuestras vanidades, nuestras ganas de llegar a ser como Dios. Un cristiano que no sabe gloriarse en Cristo crucificado, no ha comprendido lo que significa ser cristiano. Nuestras llagas, las que deja el pecado en nosotros, se curan sólo con las llagas del Señor, con las llagas de Dios hecho hombre, humillado, anonadado. Este es el misterio de la cruz. No es sólo un ornamento que debemos poner en las iglesias, so-bre el altar; no es sólo un símbolo que nos debe distinguir de los demás. La cruz es un misterio: el misterio del amor de Dios que se humilla, que se anonada» para salvarnos de nuestros pecados.

«¿Dónde está tu pecado?», preguntó a este punto el Santo Padre. «Tu pecado —fue su respuesta— está allí en la cruz. Ve a buscarlo allí, en las llagas del Señor, y tu pecado será curado, tus llagas serán sanadas, tu pe-cado será perdonado. El perdón que nos da Dios no es cancelar una cuenta que nosotros tenemos con Él. El perdón que nos da Dios son las llagas de su hijo, elevado en la cruz». Y su deseo final fue que el Señor «nos atraiga hacia Él y que nos dejemos curar».

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LA DICTADURA DEL PENSAMIENTO ÚNICO20140410. Homilía diaria. Casa Santa Marta

Los fariseos presentes hoy en el pasaje evangélico «tenían un pensa-miento único y querían imponer este pensamiento al pueblo de Dios. Por ello Jesús los reprende porque cargan sobre los hombros del pueblo mu-chos mandamientos. Reprende su incoherencia» que se desprende del pen-samiento: «¡se debe hacer así!». De este modo tienen una «teología que se hace esclava de este esquema de su pensamiento único». Termina con que «no hay posibilidad de diálogo, de abrirse a las novedades que Dios trae con los profetas».

El «fenómeno del pensamiento único» causó siempre «desgracias en la historia de la humanidad», afirmó el Pontífice. Pero «incluso hoy —alertó el Papa— existe la idolatría del pensamiento único. Hoy se debe pensar así y si tú no piensas así no eres moderno, no eres abierto». Por lo tanto, «también hoy está la dictadura del pensamiento único y esta dictadura es la misma de esta gente» de la que habla el Evangelio. El modo de actuar es el mismo. Es gente que «toma las piedras para lapidar la libertad de los pueblos, la libertad de la gente, la libertad de las conciencias, la relación de la gente con Dios. Y hoy Jesús está crucificado otra vez».

El Pontífice concluyó exhortando a «no ser tontos», a no comprar co-sas que no sirven. Y a «ser humildes y rezar para que el Señor nos dé siempre la libertad del corazón abierto para recibir su Palabra que es pro-mesa y alegría. Es alianza. Y con esta alianza seguir adelante».

LA RELACIÓN ENTRE ESTUDIO Y VIDA ESPIRITUAL20140410. Discurso. A la Universidad Gregoriana

El otro aspecto que quería compartir es el de la relación entre estudio y vida espiritual. Vuestro compromiso intelectual, en la enseñanza y en la investigación, en el estudio y en la más amplia formación, será tanto más fecundo y eficaz cuanto más animado esté por el amor a Cristo y a la Igle-sia, cuanto más sólida y armoniosa sea la relación entre estudio y oración. Esto no es algo antiguo, esto es el centro.

Este es uno de los desafíos de nuestro tiempo: transmitir el saber y ofrecer al mismo una llave de comprensión vital del mismo, no un cúmulo de nociones no relacionadas entre sí. Hay necesidad de una auténtica her-menéutica evangélica para comprender mejor la vida, el mundo, los hom-bres, no de una síntesis sino de una atmósfera espiritual de búsqueda y certeza basada en las verdades de razón y de fe. La filosofía y la teología permiten adquirir las convicciones que estructuran y fortalecen la inteli-gencia e iluminan la voluntad... pero todo esto es fecundo sólo si se hace con la mente abierta y de rodillas. El teólogo que se complace en su pen-samiento completo y acabado es un mediocre. El buen teólogo y filósofo tiene un pensamiento abierto, es decir, incompleto, siempre abierto al maius de Dios y de la verdad, siempre en desarrollo, según la ley que

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san Vicente de Lerins describe así: «annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate» (Commonitorium primum, 23: PL 50, 668): se consoli-de con los años, se dilate con el tiempo, se profundice con la edad. Este es el teólogo que tiene la mente abierta. Y el teólogo que no reza y no adora a Dios termina hundido en el más desagradable narcisismo. Y esta es una enfermedad eclesiástica. Hace mucho mal el narcisismo de los teólogos, de los pensadores, es desagradable.

La finalidad de los estudios en toda Universidad pontificia es eclesial. La investigación y el estudio se deben integrar con la vida personal y co-munitaria, con el compromiso misionero, con la caridad fraterna y el gesto de compartir con los pobres, con la atención a la vida interior en la rela-ción con el Señor. Vuestros institutos no son máquinas para producir teó-logos y filósofos; son comunidades en las que se crece, y el crecimiento tiene lugar en la familia. En la familia universitaria está el carisma de go-bierno, confiado a los superiores, y está la diaconía del personal no docen-te, que es indispensable para crear el ambiente familiar en la vida cotidia-na, y también para crear una actitud de humanidad y sabiduría concreta, que hará de los estudiantes de hoy personas capaces de construir humani-dad, de transmitir la verdad en dimensión humana, de saber que si falta la bondad y la belleza de pertenecer a una familia de trabajo se termina por ser un intelectual sin talento, un moralista sin bondad, un pensador carente del esplendor de la belleza y sólo «maquillado» de formalismos. El con-tacto respetuoso y cotidiano con la laboriosidad y el testimonio de los hombres y de las mujeres que trabajan en vuestras instituciones os dará esa cuota de realismo tan necesaria a fin de que vuestra ciencia sea ciencia humana y no de laboratorio.

EL DIABLO EXISTE Y DEBEMOS APRENDER CÓMO LUCHAR20140411. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«La vida de Jesús fue una lucha: Él vino para vencer el mal, para ven-cer al príncipe de este mundo, para vencer al demonio». Jesús luchó con el demonio que lo tentó muchas veces y «sintió en su vida las tentaciones y también las persecuciones». Así «también nosotros cristianos que quere-mos seguir a Jesús, y que por medio del Bautismo estamos precisamente en la senda de Jesús, debemos conocer bien esta verdad: también nosotros somos tentados, también nosotros somos objeto del ataque del demonio». Esto sucede «porque el espíritu del mal no quiere nuestra santidad, no quiere el testimonio cristiano, no quiere que seamos discípulos de Jesús».

Pero, «¿cómo hace el espíritu del mal para alejarnos del camino de Je-sús con su tentación?». La respuesta a este interrogante es decisiva. «La tentación del demonio —explicó el Pontífice— tiene tres características y nosotros debemos conocerlas para no caer en las trampas». Ante todo «la tentación comienza levemente pero crece, siempre crece». Luego «conta-gia a otro»: se «transmite a otro, trata de ser comunitaria». Y «al final, pa-ra tranquilizar el alma, se justifica». De este modo las características de la tentación se expresan en tres palabras: «crece, se contagia y se justifica».

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Pero si «se rechaza la tentación», luego «crece y vuelve más fuerte». Jesús, explicó el Papa, lo dice en el Evangelio de Lucas y advierte que «cuando se rechaza al demonio, da vueltas y busca algunos compañeros y vuelve con esta banda». Y he aquí que «la tentación es más fuerte, crece. Pero crece incluso involucrando a otros». Es precisamente eso lo que su-cedió con Jesús, como relata el pasaje evangélico de Juan (10, 31-42) pro-puesto por la liturgia. «El demonio —afirmó el Pontífice— involucra a es-tos enemigos de Jesús que, a este punto, hablan con Él con las piedras en las manos», listos para matarlo.

La tercera característica de la tentación del demonio es que «al final se justifica». El Papa Francisco, al respecto, recordó la reacción del pueblo cuando Jesús volvió «por primera vez a su casa en Nazaret» y fue a la si-nagoga. Primero todos quedaron asombrados por sus palabras, luego, in-mediatamente, la tentación: «¿Pero no es éste el hijo de José, el carpintero, y de María? ¿Con qué autoridad habla si nunca fue a la universidad y ja -más estudió?». De este modo buscaron justificar su propósito de «matarlo en ese momento, lanzarlo desde el monte».

También en el pasaje de Juan los interlocutores de Jesús querían ma-tarlo, tanto que «tenían las piedras en las manos y discutían con Él». Así, «la tentación implicó a todos en contra de Jesús»; y todos «se justifica-ban» por esto. Para el Papa Francisco «el punto más alto, más fuerte de la justificación es el del sacerdote» que dice: «Pero acabemos con Él de una vez, vosotros no entendéis nada. ¿No sabéis que es mejor que un hombre muera por el pueblo? Debe morir para salvar al pueblo». Y todos los de-más le daban la razón: es «la justificación total».

También nosotros, advirtió el Pontífice, «cuando somos tentados, va-mos por este mismo camino. Tenemos una tentación que crece y contagia a otro». Basta pensar en las habladurías: si tenemos «un poco de envidia», no la mantenemos dentro sino que la compartimos. Y es así que la crítica «trata de crecer y contagia a otro y a otro...». Precisamente «este es el me-canismo de las habladurías y todos nosotros hemos sido tentados de criti-car», reconoció el Papa, confesando: «¡También yo he sido tentado de cri-ticar! Es una tentación cotidiana», que «comienza así, suavemente, como el hilo de agua».

He aquí por qué, afirmó una vez más el Papa, se debe estar «atentos cuando en nuestro corazón sintamos algo que acabará por destruir a las personas, destruir la fama, destruir nuestra vida, llevándonos a la munda-nidad, al pecado». Se debe estar «atentos —añadió— porque si no detene-mos a tiempo ese hilo de agua, cuando crece y contagia llega a ser una marea tal que llevará a justificarnos del mal».

«Todos somos tentados —afirmó el Pontífice— porque la ley de nues-tra vida espiritual, de nuestra vida cristiana, es una lucha». Y lo es en con-secuencia del hecho que «el príncipe de este mundo no quiere nuestra santidad, no quiere que sigamos a Cristo».

DOMINGO DE RAMOS: ¿QUIÉN SOY YO ANTE JESÚS?

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20140413. Homilía.

Esta semana comienza con una procesión festiva con ramos de olivo: todo el pueblo acoge a Jesús. Los niños y los jóvenes cantan, alaban a Je-sús.

Pero esta semana se encamina hacia el misterio de la muerte de Jesús y de su resurrección. Hemos escuchado la Pasión del Señor. Nos hará bien hacernos una sola pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo ante mi Señor? ¿Quién soy yo ante Jesús que entra con fiesta en Jerusalén? ¿Soy capaz de expresar mi alegría, de alabarlo? ¿O guardo las distancias? ¿Quién soy yo ante Jesús que sufre?

Hemos oído muchos nombres, tantos nombres. El grupo de dirigentes religiosos, algunos sacerdotes, algunos fariseos, algunos maestros de la ley, que habían decidido matarlo. Estaban esperando la oportunidad de apresarlo. ¿Soy yo como uno de ellos?

También hemos oído otro nombre: Judas. 30 monedas. ¿Yo soy como Judas? Hemos escuchado otros nombres: los discípulos que no entendían nada, que se adormentaron mientras el Señor sufría. Mi vida, ¿está ador-mecida? ¿O soy como los discípulos, que no entendían lo que significaba traicionar a Jesús? ¿O como aquel otro discípulo que quería resolverlo to-do con la espada? ¿Soy yo como ellos? ¿Soy yo como Judas, que finge amar y besa al Maestro para entregarlo, para traicionarlo? ¿Soy yo, un traidor? ¿Soy como aquellos dirigentes que organizan a toda prisa un tri-bunal y buscan falsos testigos? ¿Soy como ellos? Y cuando hago esto, si lo hago, ¿creo que de este modo salvo al pueblo?

¿Soy yo como Pilato? Cuando veo  que la situación se pone difícil, ¿me lavo las manos y no sé asumir mi responsabilidad, dejando que con-denen – o condenando yo mismo – a las personas?

¿Soy yo como aquel gentío que no sabía bien si se trataba de una reu-nión religiosa, de un juicio o de un circo, y que elige a Barrabás? Para ellos da igual: era más divertido, para humillar a Jesús.

¿Soy como los soldados que golpean al Señor, le escupen, lo insultan, se divierten humillando al Señor?

¿Soy como el Cireneo, que volvía del trabajo, cansado, pero que tuvo la buena voluntad ayudar al Señor a llevar la cruz?

¿Soy como aquellos que pasaban ante la cruz y se burlaban de Jesús : «¡Él era tan valiente!... Que baje de la cruz y  creeremos en él»? Mofarse de Jesús...

¿Soy yo como aquellas mujeres valientes, y como la Madre de Jesús, que estaban allí y sufrían en silencio?

¿Soy como José, el discípulo escondido, que lleva el cuerpo de Jesús con amor para enterrarlo?

¿Soy como las dos Marías que permanecen ante el sepulcro llorando y rezando?

¿Soy como aquellos jefes que al día siguiente fueron a Pilato para de-cirle: «Mira que éste ha dicho que resucitaría. Que no haya otro engaño»,

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y bloquean la vida, bloquean el sepulcro para defender la doctrina, para que no salte fuera la vida?

¿Dónde está mi corazón? ¿A cuál de estas personas me parezco? Que esta pregunta nos acompañe durante toda la semana.

SEMINARISTAS: NO HAY SITIO PARA LA MEDIOCRIDAD20140414. Discurso. Al Seminario Leoniano de Anagni

Como todo seminario, también el vuestro tiene la finalidad de preparar a los futuros ministros ordenados en un clima de oración, de estudio y de fraternidad. Es este clima evangélico, esta vida llena del Espíritu Santo y de humanidad, lo que permite a quienes se sumergen en él asimilar día a día los sentimientos de Jesucristo, su amor al Padre y a la Iglesia, su entre-ga sin reservas al pueblo de Dios. Oración, estudio, fraternidad y también vida apostólica: son los cuatro pilares de la formación, que interactúan. La vida espiritual, fuerte; la vida intelectual, seria; la vida comunitaria y, por último, la vida apostólica, pero no en orden de importancia. Los cuatro son importantes, si falta uno de ellos la formación no es buena. Y los cua-tro interactúan entre sí. Cuatro pilares, cuatro dimensiones sobre las cuales debe vivir un seminario.

Vosotros, queridos seminaristas, no os estáis preparando para desem-peñar una profesión, para convertiros en funcionarios de una empresa o de un organismo burocrático. Tenemos muchos, muchos sacerdotes a mitad de camino. Es un dolor que no hayan logrado llegar a la plenitud: tienen algo de los funcionarios, una dimensión burocrática y esto no hace bien a la Iglesia. Por favor, estad atentos en no caer en esto. Vosotros os estáis convirtiendo en pastores a imagen de Jesús Buen Pastor, para ser como Él ein persona Christi en medio de su rebaño, para apacentar a sus ovejas.

Ante esta vocación, podemos responder como María al ángel: «¿Cómo es posible esto?» (cf. Lc 1, 34). Convertirse en «buenos pastores» a ima-gen de Jesús es algo demasiado grande, y nosotros somos demasiado pe-queños... ¡Es verdad! Pensaba en estos días en la Misa crismal del Jueves santo y sentí esto, que con este don tan grande, que nosotros recibimos, nuestra pequeñez es fuerte: estamos entre los más pequeños de los hom-bres. Es verdad, es demasiado grande; pero no es obra nuestra. Es obra del Espíritu Santo, con nuestra colaboración. Se trata de ofrecerse a sí mismo con humildad, como arcilla para ser modelada, para que el alfarero, que es Dios, la trabaje con el agua y el fuego, con la Palabra y el Espíritu. Se tra -ta de entrar en lo que dice san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Sólo así se puede ser diáconos y presbíteros en la Iglesia, sólo así se puede apacentar al pueblo de Dios y guiarlo no por nuestros caminos, sino por la senda de Jesús, es más, por la Vía que es Jesús.

Es verdad que, al inicio, no siempre existe una total rectitud de inten-ción. Pero yo me atrevería a decir: es difícil que exista. Todos nosotros siempre hemos tenido estas pequeñas cosas que no contaban con la recti-tud de intención, pero esto con el tiempo se resuelve, con la conversión de

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cada día. Pensemos en los Apóstoles. Pensad en Santiago y en Juan, que querían convertirse uno en el primer ministro y el otro en el ministro de economía, porque era más importante. Los Apóstoles no tenían aún esta rectitud, pensaban otra cosa y el Señor con mucha paciencia hizo la co-rrección de la intención y al final era tal la rectitud de su intención que dieron la vida en la predicación y en el martirio. ¡No os asustéis! «Pero yo no estoy seguro si quiero ser sacerdote para promoción...». «¿Pero tú amas a Jesús?». «Sí». «Habla con tu padre espiritual, habla con tus formadores, reza, reza, reza y verás que la rectitud de intención irá adelante».

Y este camino significa meditar cada día el Evangelio, para transmitir-lo con la vida y la predicación; significa experimentar la misericordia de Dios en el sacramento de la Reconciliación. Y esto no dejarlo jamás. Con-fesarse, siempre. Y así llegaréis a ser ministros generosos y misericordio-sos porque sentiréis la misericordia de Dios en vosotros. Significa alimen-tarse con fe y con amor de la Eucaristía, para alimentar con ella al pueblo cristiano; significa ser hombres de oración, para convertirse en voz de Cristo que alaba al Padre e intercede continuamente por los hermanos (cf. Hb 7, 25). La oración de intercesión, la que hacían esos grandes hom-bres —Moisés, Abrahán— que luchaban con Dios en favor del pueblo, esa oración valiente ante Dios. Si vosotros —pero esto lo digo desde el cora-zón, sin ofender—, si vosotros, si alguno de vosotros, no estáis dispuestos a seguir este camino, con estas actitudes y estas experiencias, es mejor que tengáis el valor de buscar otro camino. Hay muchas formas, en la Iglesia, de dar testimonio cristiano y muchos caminos que llevan a la santidad. En el seguimiento ministerial de Jesús no hay sitio para la mediocridad, esa mediocridad que conduce siempre a usar el santo pueblo de Dios para be-neficio propio. ¡Ay de los malos pastores que se apacientan a sí mismos y no al rebaño! —exclamaban los profetas (cf. Ez 34, 1-6), ¡con cuánta fuer-za! Y Agustín toma esta frase profética en su De Pastoribus, que os reco-miendo leer y meditar. Pero atención a los malos pastores, porque el semi-nario, digamos la verdad, no es un refugio para las muchas limitaciones que podamos tener, un refugio de deficiencias psicológicas o un refugio porque no tengo el valor de ir adelante en la vida y busco allí un sitio que me defienda. No, no es esto. Si vuestro seminario fuese esto, se convertiría en una hipoteca para la Iglesia. No, el seminario es precisamente para ir adelante, adelante por este camino. Y cuando escuchamos que los profetas dicen «¡ay!», que este «¡ay!» os haga reflexionar seriamente sobre vuestro futuro. Pío XI una vez dijo que era mejor perder una vocación que arries-gar con un candidato no seguro. Era alpinista, conocía estas cosas.

Os acompaño con mi oración y mi bendición, y os encomiendo a la Virgen, que es Madre. ¡No la olvidéis nunca! Los místicos rusos decían que en el momento de las turbulencias espirituales hay que refugiarse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. ¡No salir jamás de allí! Cubiertos con el manto. Y, por favor, rezad por mí!

SEMANA SANTA: DIOS VENCE EN EL FRACASO

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20140416. Audiencia general.

Hoy, a mitad de la Semana Santa, la liturgia nos presenta un episodio triste: el relato de la traición de Judas, que se dirige a los jefes del Sane-drín para comerciar y entregarles a su Maestro. «¿Cuánto me dais si yo os lo entrego?». Jesús en ese momento tiene un precio. Este hecho dramático marca el inicio de la Pasión de Cristo, un itinerario doloroso que Él elige con absoluta libertad. Lo dice claramente Él mismo: «Yo entrego mi vi-da... Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (Jn 10, 17-18). Y así, con esta traición, comienza el camino de la humillación, del despojamiento de Jesús. Como si estuviese en el mercado: esto cuesta treinta denarios... Una vez iniciada la senda de la humillación y del despojamiento, Jesús la reco-rre hasta el final.

Jesús alcanza la completa humillación con la «muerte de cruz». Se tra-ta de la peor muerte, la que se reservaba a los esclavos y a los delincuen-tes. Jesús era considerado un profeta, pero muere como un delincuente. Contemplando a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo los sufri-mientos de la humanidad y encontramos la respuesta divina al misterio del mal, del dolor, de la muerte. Muchas veces sentimos horror por el mal y el dolor que nos rodea y nos preguntamos: «¿Por qué Dios lo permite?». Es una profunda herida para nosotros ver el sufrimiento y la muerte, especial-mente de los inocentes. Cuando vemos sufrir a los niños se nos hace una herida en el corazón: es el misterio del mal. Y Jesús carga sobre sí todo es-te mal, todo este sufrimiento. Esta semana nos hará bien a todos nosotros mirar el crucifijo, besar las llagas de Jesús, besarlas en el crucifijo. Él car-gó sobre sí todo el sufrimiento humano, se revistió con este sufrimiento.

Nosotros esperamos que Dios en su omnipotencia derrote la injusticia, el mal, el pecado y el sufrimiento con una victoria divina triunfante. Dios, en cambio, nos muestra una victoria humilde que humanamente parece un fracaso. Podemos decir que Dios vence en el fracaso. El Hijo de Dios, en efecto, se ve en la cruz como un hombre derrotado: sufre, es traicionado, es insultado y, por último, muere. Pero Jesús permite que el mal se ensañe con Él y lo carga sobre sí para vencerlo. Su pasión no es un accidente; su muerte —esa muerte— estaba «escrita». En verdad, no encontramos mu-chas explicaciones. Se trata de un misterio desconcertante, el misterio de la gran humildad de Dios: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3, 16). Esta semana pensemos mucho en el dolor de Jesús y digamos a nosotros mismos: esto es por mí. Incluso si yo hubiese sido la única persona en el mundo, Él lo habría hecho. Lo hizo por mí. Besemos el crucifijo y digamos: por mí, gracias Jesús, por mí.

Cuando todo parece perdido, cuando ya no queda nadie porque herirán «al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26, 31), es entonces cuando Dios interviene con el poder de la resurrección. La resurrección de Jesús no es el final feliz de una hermoso cuento, no es el happy end de una película; sino la intervención de Dios Padre allí donde se rompe la espe-ranza humana. En el momento en el que todo parece perdido, en el mo-

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mento del dolor, en el que muchas personas sienten la necesidad de bajar de la cruz, es el momento más cercano a la resurrección. La noche se hace más oscura precisamente antes de que comience la luz. En el momento más oscuro interviene Dios y resucita.

Jesús, que eligió pasar por esta senda, nos llama a seguirlo por su mis-mo camino de humillación. Cuando en ciertos momentos de la vida no en-contramos algún camino de salida para nuestras dificultades, cuando pre-cipitamos en la oscuridad más densa, es el momento de nuestra humilla-ción y despojo total, la hora en la que experimentamos que somos frágiles y pecadores. Es precisamente entonces, en ese momento, que no debemos ocultar nuestro fracaso, sino abrirnos confiados a la esperanza en Dios, co-mo hizo Jesús. Queridos hermanos y hermanas, en esta semana nos hará bien tomar el crucifijo en la mano y besarlo mucho, mucho, y decir: gra-cias Jesús, gracias Señor. Que así sea.

MISA CRISMAL: UNGIDOS CON ÓLEO DE ALEGRÍA20140417. Homilía. Basílica Vaticana.

Queridos hermanos en el sacerdocio. En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordena-ción sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y es-ta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la aleg-ría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para un-gir.

Ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11). Me gus-ta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre del Evangelio viviente, es manantial de alegría para los pequeños” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nues-tra alegría. ¡Alegría en nuestra pequeñez!

Encuentro tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuo-

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sos y presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una alegría misione-ra que irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.

Una alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… La gra-cia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.

Una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorrup-tible, que el Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La reco-mendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6).

Una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misione-ra. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangeli-zar.

Y como es una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño (también en el silencio de la oración, el pastor que adora al Padre está en medio de sus ovejitas) es una “alegría custodiada” por ese mismo rebaño. Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que también yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte, de ayudarte a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.

“Alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres her-manas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la her-mana fidelidad y la hermana obediencia.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza.El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sa-cramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel

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de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que preten-de encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su in-terior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecun-didad. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la forma-ción, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parro-quia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le enco-mendó: Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obedien-cia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias ministeriales, la tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los pequeños de primera comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o una nece-sidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.

El que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una ale-gría genuina y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a muchos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

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En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo ale-gre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la pri-mera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados– por vez primera como un-gidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendi-gas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfer-mos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacer-lo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la aleg-ría sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman: “cambian el aire”, como dicen los de-portistas. Cuida Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).

Por fin, en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las prome-sas, en esa esperanza que no defrauda.

VIERNES SANTO20140418. Discurso. Palabras al final del Via Crucis en el Coliseo

Dios puso en la Cruz de Jesús todo el peso de nuestros pecados, todas las injusticias perpetradas por cada Caín contra su hermano, toda la amar-gura de la traición de Judas y de Pedro, toda la vanidad de los prepotentes, toda la arrogancia de los falsos amigos. Era una Cruz pesada, como la no-che de las personas abandonadas, pesada como la muerte de las personas queridas, pesada porque resume toda la fealdad del mal. Sin embargo, es también una Cruz gloriosa como el alba de una larga noche, porque repre-senta en todo el amor de Dios que es más grande que nuestras iniquidades y nuestras traiciones. En la Cruz vemos la monstruosidad del hombre, cuando se deja guiar por el mal; pero vemos también la inmensidad de la misericordia de Dios que no nos trata según nuestros pecados, sino según su misericordia.

Ante la Cruz de Jesús, vemos casi hasta tocar con las manos la medida en la que somos amados eternamente; ante la Cruz nos sentimos «hijos» y

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no «cosas» u «objetos», como afirmaba san Gregorio Nacianceno dirigién-dose a Cristo con esta oración: «Si no existieras Tú, mi Cristo, me sentiría criatura acabada. He nacido y me siento desvanecer. Como, duermo, des-canso y camino, me enfermo y me curo. Me asaltan innumerables ansias y tormentos, gozo del sol y de cuanto fructifica la tierra. Después muero y la carne se convierte en polvo como la de los animales, que no tienen peca-dos. Pero yo, ¿qué tengo más que ellos? Nada sino Dios. Si no existieras Tú, oh Cristo mío, me sentiría criatura acabada. Oh Jesús nuestro, guíanos desde la Cruz a la resurrección, y enséñanos que el mal no tendrá la última palabra, sino el amor, la misericordia y el perdón. Oh Cristo, ayúdanos a exclamar nuevamente: “Ayer estaba crucificado con Cristo, hoy soy glori-ficado con Él. Ayer estaba muerto con Él, hoy estoy vivo con Él. Ayer es-taba sepultado con Él, hoy he resucitado con Él”».

Por último, todos juntos, recordemos a los enfermos, recordemos a to-das las personas abandonadas bajo el peso de la Cruz, a fin de que encuen-tren en la prueba de la Cruz la fuerza de la esperanza, de la esperanza de la resurrección y del amor de Dios.

VIGILIA PASCUAL: VOLVER A GALILEA20140419. Homilía. Basílica Vaticana.

El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana del día después del sá-bado. Se dirigen a la tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la en-cuentran abierta y vacía. Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no tengáis miedo» (Mt 28,5), y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha resu-citado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7). Las mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (v. 10). «No tengáis miedo», «no temáis»: es una voz que anima a abrir el corazón para recibir este mensaje».

Después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas las certe-zas, muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres, aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad. La no-ticia se difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho… Y también el mandato de ir a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel, después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán». «No temáis» y «vayan a Galilea».

Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo siguieron (cf. Mt 4,18-22).

Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la vic-toria; sin miedo, «no temáis». Releer todo: la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición;  re-

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leer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supre-mo de amor.

También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar ener-gías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Vol-ver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humil-de, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría bue-na y serena.

En la vida del cristiano, después del bautismo, hay también otra «Gali-lea», una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con mi-sericordia, me pidió seguirlo; volver a Galilea significa recuperar la me-moria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me hizo sentir que me amaba.

Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi Galilea? Se trata de hacer memoria, regresar con el recuerdo. ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? Búscala y la encontrarás. Allí te espera el Señor. He andado por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia. No ten-gáis miedo, no temáis, volved a Galilea.

El evangelio es claro: es necesario volver allí, para ver a Jesús resuci-tado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos de la tierra. Volver a Galilea sin miedo.

«Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Is 8,23): horizonte del Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro… ¡Pongámonos en ca-mino!

¿POR QUÉ BUSCÁIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE?20140423. Audiencia general

Esta semana es la semana de la alegría: celebramos la Resurrección de Jesús. Es una alegría auténtica, profunda, basada en la certeza que Cristo resucitado ya no muere más, sino que está vivo y operante en la Iglesia y en el mundo. Tal certeza habita en el corazón de los creyentes desde esa mañana de Pascua, cuando las mujeres fueron al sepulcro de Jesús y los

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ángeles les dijeron: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5). «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Estas pala-bras son como una piedra miliar en la historia; pero también una «piedra de tropiezo», si no nos abrimos a la Buena Noticia, si pensamos que da menos fastidio un Jesús muerto que un Jesús vivo. En cambio, cuántas ve-ces, en nuestro camino cotidiano, necesitamos que nos digan: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Cuántas veces buscamos la vida entre las cosas muertas, entre las cosas que no pueden dar vida, entre las cosas que hoy están y mañana ya no estarán, las cosas que pasan... «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?».

Lo necesitamos cuando nos encerramos en cualquier forma de egoísmo o de auto-complacencia; cuando nos dejamos seducir por los poderes te-rrenos y por las cosas de este mundo, olvidando a Dios y al prójimo; cuan-do ponemos nuestras esperanzas en vanidades mundanas, en el dinero, en el éxito. Entonces la Palabra de Dios nos dice: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». ¿Por qué lo estás buscando allí? Eso no te puede dar vida. Sí, tal vez te dará una alegría de un minuto, de un día, de una se-mana, de un mes... ¿y luego? «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». Esta frase debe entrar en el corazón y debemos repetirla. ¿La repe-timos juntos tres veces? ¿Hacemos el esfuerzo? Todos: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» [repite con los fieles]. Hoy, cuando volva-mos a casa, digámosla desde el corazón, en silencio, y hagámonos esta pregunta: ¿por qué yo en la vida busco entre los muertos a aquél que vive? Nos hará bien.

No es fácil estar abiertos a Jesús. No se da por descontado aceptar la vida del Resucitado y su presencia en medio de nosotros. El Evangelio nos hace ver diversas reacciones: la del apóstol Tomás, la de María Magdalena y la de los dos discípulos de Emaús: nos hace bien confrontarnos con ellos. Tomás pone una condición a la fe, pide tocar la evidencia, las llagas; María Magdalena llora, lo ve pero no lo reconoce, se da cuenta de que es Jesús sólo cuando Él la llama por su nombre; los discípulos de Emaús, de-primidos y con sentimientos de fracaso, llegan al encuentro con Jesús de-jándose acompañar por ese misterioso caminante. Cada uno por caminos distintos. Buscaban entre los muertos al que vive y fue el Señor mismo quien corrigió la ruta. Y yo, ¿qué hago? ¿Qué ruta sigo para encontrar a Cristo vivo? Èl estará siempre cerca de nosotros para corregir la ruta si nos equivocamos.

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Lc 24, 5). Esta pre-gunta nos hace superar la tentación de mirar hacia atrás, a lo que pasó ayer, y nos impulsa hacia adelante, hacia el futuro. Jesús no está en el se-pulcro, es el Resucitado. Él es el Viviente, Aquel que siempre renueva su cuerpo que es la Iglesia y le hace caminar atrayéndolo hacia Él. «Ayer» era la tumba de Jesús y la tumba de la Iglesia, el sepulcro de la verdad y de la justicia; «hoy» es la resurrección perenne hacia la que nos impulsa el Espíritu Santo, donándonos la plena libertad.

Hoy se dirige también a nosotros este interrogativo. Tú, ¿por qué bus-cas entre los muertos al que vive, tú que te cierras en ti mismo después de

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un fracaso y tú que no tienes ya la fuerza para rezar? ¿Por qué buscas en-tre los muertos al que está vivo, tú que te sientes solo, abandonado por los amigos o tal vez también por Dios? ¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo, tú que has perdido la esperanza y tú que te sientes encarce-lado por tus pecados? ¿Por qué buscas entre los muertos al que está vivo, tú que aspiras a la belleza, a la perfección espiritual, a la justicia, a la paz?

Tenemos necesidad de escuchar y recordarnos recíprocamente la pre-gunta del ángel. Esta pregunta, «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?», nos ayuda a salir de nuestros espacios de tristeza y nos abre a los horizontes de la alegría y de la esperanza. Esa esperanza que mueve las piedras de los sepulcros y alienta a anunciar la Buena Noticia, capaz de generar vida nueva para los demás. Repitamos esta frase del ángel para te-nerla en el corazón y en la memoria y luego cada uno responda en silen-cio: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». ¡Repitámosla! [re-pite con la multitud]. Mirad hermanos y hermanas, Él está vivo, está con nosotros. No vayamos a los numerosos sepulcros que hoy te prometen al-go, belleza, y luego no te dan nada. ¡Él está vivo! ¡No busquemos entre los muertos al que vive! Gracias.

EL MIEDO A LA ALEGRÍA: UNA ENFERMEDAD DEL CRISTIANO20140424. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«El miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano». También no-sotros, explicó el Pontífice, «tenemos miedo a la alegría», y nos decimos a nosotros mismos que «es mejor pensar: sí, Dios existe, pero está allá, Je-sús ha resucitado, ¡está allá!». Como si dijéramos: «Mantengamos las dis-tancias». Y así «tenemos miedo a la cercanía de Jesús, porque esto nos da alegría».

Esta actitud explica también por qué hay «tantos cristianos de funeral», cuya «vida parece un funeral permanente». Cristianos que «prefieren la tristeza a la alegría; se mueven mejor en la sombra que en la luz de la ale -gría». Precisamente «como esos animales —especificó el Papa— que lo-gran salir solamente de noche, pero que a la luz del día no ven nada. ¡Co-mo los murciélagos! Y con sentido del humor diríamos que son “cristianos murciélagos”, que prefieren la sombra a la luz de la presencia del Señor».

En cambio, «muchas veces nos sobresaltamos cuando nos llega esta alegría o estamos llenos de miedo; o creemos ver un fantasma o pensamos que Jesús es un modo de obrar». Hasta tal punto que nos decimos a noso-tros mismos: «Pero nosotros somos cristianos, ¡y debemos actuar así!». E importa muy poco que Jesús no esté. Más bien, habría que preguntar: «Pe-ro, ¿tú hablas con Jesús? ¿Le dices: Jesús, creo que estás vivo, que has re-sucitado, que estás cerca de mí, que no me abandonas?». Este es el «diálo-go con Jesús», propio de la vida cristiana, animado por la certeza de que «Jesús está siempre con nosotros, está siempre con nuestros problemas, con nuestras dificultades y con nuestras obras buenas».

Por eso, reafirmó el Pontífice, es necesario superar «el miedo a la aleg-ría» y pensar en cuántas veces «no somos felices porque tenemos miedo».

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Como los discípulos que, explicó el Papa, «habían sido derrotados» por el misterio de la cruz. De ahí su miedo. «Y en mi tierra —añadió— hay un dicho que dice así: el que se quema con leche, ve una vaca y llora». Y así los discípulos, «quemados con el drama de la cruz, dijeron: no, ¡detengá-monos aquí! Él está en el cielo, está muy bien así, ha resucitado, pero que no venga otra vez aquí, ¡porque ya no podemos más!».

El Papa Francisco concluyó su meditación invocando al Señor para que «haga con todos nosotros lo que hizo con los discípulos, que tenían miedo a la alegría: abrir nuestra mente». En efecto, se lee en el Evangelio: «Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Así pues, el Papa deseó «que el Señor abra nuestra mente y nos haga compren-der que Él es una realidad viva, que tiene cuerpo, está con nosotros y nos acompaña, que ha vencido: pidamos al Señor la gracia de no tener miedo a la alegría».

SAN JOSÉ DE ANCHIETA20140424. Homilía. Acción de gracias por la canonización

En el Evangelio que acabamos de escuchar los discípulos no alcanzan a creer la alegría que tienen, porque no pueden creer a causa de esa aleg-ría. Así dice el Evangelio. Miremos la escena: Jesús ha resucitado, los dis-cípulos de Emaús han narrado su experiencia, Pedro también cuenta que lo vio, luego el mismo Señor se aparece en la sala y les dice: “Paz a ustedes”. Varios sentimientos irrumpen en el corazón de los discípulos: miedo, sor-presa, duda y, por fin, alegría. Una alegría tan grande que por esta alegría “no alcanzaban a creer”. Estaban atónitos, pasmados, y Jesús, casi esbo-zando una sonrisa, les pide algo de comer y comienza a explicarles, despa-cio, la Escritura, abriendo su entendimiento para que puedan comprender-la. Es el momento del estupor, del encuentro con Jesucristo, donde tanta alegría nos parece mentira; más aún, asumir el gozo y la alegría en ese momento nos resulta arriesgado y sentimos la tentación de refugiarnos en el escepticismo, “no es para tanto”. Es más fácil creer en un fantasma que en Cristo vivo. Es más fácil ir a un nigromante que te adivine el futuro, que te tire las cartas, que fiarse de la esperanza de un Cristo triunfante, de un Cristo que venció la muerte. Es más fácil una idea, una imaginación, que la docilidad a ese Señor que surge de la muerte y ¡vaya a saber a qué cosas te invita!  Ese proceso de relativizar tanto la fe que nos termina ale-jando del encuentro, alejando de la caricia de Dios. Es como si “destilára-mos” la realidad del encuentro con Jesucristo en el alambique del miedo, en el alambique de la excesiva seguridad, del querer controlar nosotros mismos el encuentro. Los discípulos le tenían miedo a la alegría… Y no-sotros también.

La lectura de los Hechos de los apóstoles nos habla de un paralítico. Escuchamos solamente la segunda parte de esa historia, pero todos cono-cemos la trasformación de este hombre, lisiado de nacimiento, postrado a la puerta del Templo para pedir limosna, sin atravesar nunca su umbral, y cómo sus ojos se clavaron en los apóstoles, esperando que le diesen algo.

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Pedro y Juan no le podían dar nada de lo que él buscaba: ni oro, ni plata. Y él, que se había quedado siempre a la puerta, ahora entra por su pie, dando brincos, y alabando a Dios, celebrando sus maravillas. Y su alegría es contagiosa. Eso es lo que nos dice hoy la Escritura: la gente se llenaba de estupor, y asombrada acudía corriendo, para ver esa maravilla. En me-dio de ese barullo, de esa admiración, Pedro anuncia el mensaje. Es que la alegría del encuentro con Jesucristo, esa que nos da tanto miedo de asu-mir, es contagiosa y grita el anuncio; y ahí crece la Iglesia, el paralítico, cree.“La Iglesia no crece por proselitismo, crece por atracción”; la atrac-ción testimonial de este gozo que anuncia a Jesucristo, ese testimonio que nace de la alegría asumida y luego transformada en anuncio. Es la alegría fundante. Sin este gozo, sin esta alegría, no se puede fundar una Iglesia, no se puede fundar una comunidad cristiana. Es una alegría apostólica, que se irradia, que se expande. Me pregunto: Como Pedro, ¿soy capaz de sentarme junto al hermano y explicar despacio el don de la Palabra que he recibido, y contagiarle mi alegría? ¿Soy capaz de convocar a mi alrededor el entusiasmo de quienes descubren en nosotros el milagro de una vida nueva, que no se puede controlar, a la cual debemos docilidad porque nos atrae, nos lleva, esa vida nueva nacida del encuentro con Cristo?

También san José de Anchieta supo comunicar lo que él  había experi-mentado con el Señor, lo que había visto y oído de Él. Lo que el Señor le comunicó en sus Ejercicios. Él, junto a Nóbrega, es el primer jesuita que Ignacio envía a América. Chico de 19 años. Era tal la alegría que tenía, tal el gozo que fundó una nación. Puso los fundamentos culturales de una na-ción en Jesucristo. No había estudiado teología. No había estudiado filoso-fía. Era un chico. Pero había sentido la mirada de Jesucristo y se dejó ale-grar, y optó por la luz.  Ésa fue y es su santidad. No le tuvo miedo a la ale-gría.

San José de Anchieta tiene un hermoso himno a la Virgen María, a quien, inspirándose en el cántico de Isaías 52, compara con el mensajero que proclama la paz, que anuncia el gozo de la Buena Noticia. Que Ella, que en esa madrugada del domingo, insomne por la esperanza, no le tuvo miedo a la alegría, nos acompañe en nuestro peregrinar, invitando a todos a levantarse, a renunciar a la parálisis, para entrar juntos en la paz y la ale -gría que Jesús, el Señor Resucitado, nos promete.

SANTOS JUAN XXIII Y JUAN PABLO II20140427. Homilía. Misa y canonización

En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pas-cua, y que san Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, es-tán las llagas gloriosas de Cristo resucitado.

Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la mis-ma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero To-más aquella tarde, como hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y to-

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cara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos: Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sin -cero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).

Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado» (1 P 2,24; cf. Is 53,5).

San Juan XXIII y san Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heri-das de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado . No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf. Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mun-do de la bondad de Dios, de su misericordia.

Fueron sacerdotes y obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tra-gedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuer-te la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco lla-gas; más fuerte, la cercanía materna de María.

En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante» (1 P 1,3.8). La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamien-to, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconoci-miento eterno.

Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42-47), como hemos escuchado en la segunda Lectura. Es una co-munidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la mi-sericordia, con simplicidad y fraternidad.

Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII yJuan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para res-taurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son pre-cisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada doci-lidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guiado por el Espíritu. Éste fue su gran servicio a la Iglesia;

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por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu santo.

En este servicio al Pueblo de Dios, san Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos vi-viendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.

Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dó-cil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos en-señen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el mis-terio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, por-que siempre ama.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS: ESCRITURA Y EUCARISTÍA20140504. Ángelus

El Evangelio de este domingo, que es el tercer domingo de Pascua, es el de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Estos eran dos discípulos de Jesús, los cuales, tras su muerte y pasado el sábado, dejan Jerusalén y regresan, tristes y abatidos, hacia su aldea, llamada precisamente Emaús. A lo largo del camino Jesús resucitado se les acercó, pero ellos no lo reco-nocieron. Viéndoles así tristes, les ayudó primero a comprender que la pa-sión y la muerte del Mesías estaban previstas en el designio de Dios y anunciadas en las Sagradas Escrituras; y así vuelve a encender un fuego de esperanza en sus corazones.

Entonces, los dos discípulos percibieron una extraordinaria atracción hacia ese hombre misterioso, y lo invitaron a permanecer con ellos esa tar-de. Jesús aceptó y entró con ellos en la casa. Y cuando, estando en la me-sa, bendijo el pan y lo partió, ellos lo reconocieron, pero Él desapareció de su vista, dejándolos llenos de estupor. Tras ser iluminados por la Palabra, habían reconocido a Jesús resucitado al partir el pan, nuevo signo de su presencia. E inmediatamente sintieron la necesidad de regresar a Jerusa-lén, para referir a los demás discípulos esta experiencia, que habían en-contrado a Jesús vivo y lo habían reconocido en ese gesto de la fracción del pan.

El camino de Emaús se convierte así en símbolo de nuestro camino de fe: las Escrituras y la Eucaristía son los elementos indispensables para el encuentro con el Señor. También nosotros llegamos a menudo a la misa dominical con nuestras preocupaciones, nuestras dificultades y desilusio-nes... La vida a veces nos hiere y nos marchamos tristes, hacia nuestro «Emaús», dando la espalda al proyecto de Dios. Nos alejamos de Dios. Pero nos acoge la Liturgia de la Palabra: Jesús nos explica las Escrituras y vuelve a encender en nuestros corazones el calor de la fe y de la esperan-za, y en la Comunión nos da fuerza. Palabra de Dios, Eucaristía. Leer cada día un pasaje del Evangelio. Recordadlo bien: leer cada día un pasaje del Evangelio, y los domingos ir a recibir la comunión, recibir a Jesús. Así su-

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cedió con los discípulos de Emaús: acogieron la Palabra; compartieron la fracción del pan, y, de tristes y derrotados como se sentían, pasaron a estar alegres. Siempre, queridos hermanos y hermanas, la Palabra de Dios y la Eucaristía nos llenan de alegría. Recordadlo bien. Cuando estés triste, to-ma la Palabra de Dios. Cuando estés decaído, toma la Palabra de Dios y ve a la misa del domingo a recibir la comunión, a participar del misterio de Jesús. Palabra de Dios, Eucaristía: nos llenan de alegría.

Por intercesión de María santísima, recemos a fin de que cada cristia-no, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús, especialmente en la misa dominical, redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor, con el Señor resucitado, que está siempre con nosotros. Siempre hay una Palabra de Dios que nos da la orientación después de nuestras dispersiones; y a través de nuestros cansancios y decepciones hay siempre un Pan partido que nos hace ir adelante en el camino.

VANIDAD, PODER, DINERO: ¿POR QUÉ BUSCO A JESÚS?20140505. Homilía diaria. Casa Santa Marta

El Pontífice partió del pasaje de san Juan (6, 22-29) en el que se dice que la multitud, que comió gracias al milagro de la multiplicación de los panes y de los peces realizado por Jesús, al no verlo ya, lo va a buscar «a la otra orilla del mar». Jesús, dijo el Papa, «llama la atención de la gente sobre algunas actitudes que no son buenas y, es más, hacen mal». Después de la multiplicación de los panes «la gente estaba alegre» por lo que había hecho Jesús, hasta el punto que «querían convertirlo en rey». Pero Él «hu-yó, solo. Fue a rezar al monte. Luego, esta gente, que lo seguía con el co-razón, lo amaba, al enterarse que Jesús estaba en la otra orilla, fueron a buscarlo. Jesús los reprende por esta actitud: “En verdad os digo: vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”». Es como si dijese: «Vosotros me buscáis por un interés». Y «creo —añadió el Pontífice— que nos hace siempre bien preguntarnos: ¿por qué busco a Jesús? ¿Por qué sigo a Jesús?».

«Nosotros somos todos pecadores», explicó el Santo Padre. Y, por lo tanto, siempre tenemos algún interés, algo «que purificar al seguir a Jesús; debemos trabajar interiormente para seguirlo, por Él, por amor».

Pero también la gente de la que habla el Evangelio lo amaba. «Lo ama-ba de verdad», destacó el Papa, porque «hablaba como uno que tiene auto-ridad». Sin embargo había también ventajas. Y «en mi seguimiento de Je-sús —se preguntó de nuevo el obispo de Roma— ¿busco algo que no es precisamente Jesús? ¿Tengo rectitud de intención o no?». La respuesta se puede encontrar en las enseñanzas mismas de Jesús, el cual «indica tres actitudes que no son buenas al seguirlo a Él o al buscar a Dios».

La primera es la vanidad, en relación a la cual el obispo de Roma hizo referencia a las advertencias de Jesús contenidas en el Evangelio de Mateo (6, 3-5; 16-17). Y esto, destacó, «lo dice sobre todo a los dirigentes, que querían hacerse ver, porque les gustaba —para decir la palabra justa—

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darse importancia. Y se comportaban como auténticos pavos reales. Pero Jesús dice: no, esto no funciona. La vanidad no hace bien».

Algunas veces también «nosotros hacemos cosas buscando sobresalir» por vanidad. Pero, advirtió el Pontífice, la vanidad es peligrosa porque puede hacernos resbalar hacia el orgullo, la soberbia. Y cuando sucede es-to, «todo se acaba». Por ello, sugirió, siempre debemos preguntarnos: «¿Cómo hago las cosas? Las cosas buenas que hago, ¿las hago a escondi-das o para que me vean?». Y si Jesús dice esto a los dirigentes, a los jefes, es como si «lo dijese a nosotros, a nosotros pastores. Un pastor que es va-nidoso no hace bien al pueblo de Dios». A esos dirigentes de los que habla Jesús en el Evangelio les gustaba vestirse con trajes de lujo, destacó entre otras cosas el Papa. Y confesó que cuando ve «a un pastor, a un sacerdote, a un obispo que va por la calle vestido majestuosamente, como si fuese a una fiesta mundana», se pregunta: «¿Qué piensa la gente de esto? Que ese pastor no sigue a Jesús; sea sacerdote u obispo, no sigue a Jesús. Luego le sigue un poco pero le gusta la vanidad».

Esta es una de las cosas que Jesús reprocha. Y del mismo modo re-prende a quien busca el poder. «Algunos siguen a Jesús porque incons-cientemente buscan el poder», explicó el Santo Padre. Y recordó las peti-ciones de Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, que querían un sitio de poder cuando llegase el reino prometido. «En la Iglesia hay trepadores, y son muchos...», comentó el Papa. Pero sería mejor, añadió, que fuesen «hacia el norte e hicieran alpinismo. Y más sano. Pero no vengan a la Igle-sia para trepar». Jesús, recordó también, «reprende a esos trepadores que buscan el poder. A Santiago y a Juan, a quienes tanto quería, que buscaban el poder, les dijo: pero vosotros no sabéis lo que pedís, no lo sabéis».

El deseo de poder por parte de los discípulos de Jesús, recordó una vez más el Santo Padre, se prolongó hasta el último instante, hasta el momento en el que Jesús estaba a punto de subir al cielo. Ellos pensaban que estaba casi llegando el momento del reino y su pregunta al Señor era: «¿Ahora llega el reino, el momento de nuestro poder?». Sólo cuando desciende so-bre ellos el Espíritu Santo, explicó, los discípulos comprenden y cambian de actitud. En nuestra vida cristiana, sin embargo, «el pecado —destacó el obispo de Roma— permanece. Y por ello nos hará bien hacernos la pre-gunta: ¿cómo sigo yo a Jesús? ¿Sólo por Él, incluso hasta la cruz, o busco el poder y uso a la Iglesia, a la comunidad cristiana, a la parroquia, a la diócesis para tener un poco de poder?».

La tercera cuestión «que nos aleja de la rectitud de intención es el di-nero». Están, en efecto, «los que siguen a Jesús por el dinero —afirmó sin medias tintas el Papa— y con el dinero. Buscan aprovecharse económica-mente de la parroquia, de la diócesis, de la comunidad cristiana, del hospi-tal, del colegio... Esta tentación existió desde el inicio. Y hemos conocido muchos buenos católicos, buenos cristianos, amigos, bienhechores de la Iglesia, incluso con varias honorificencias, muchas. Y que luego se descu-brió que hicieron negocios un poco oscuros. Eran auténticos especuladores e hicieron mucho dinero. Se presentaban como bienhechores de la Iglesia, pero acumulaban mucho dinero y no siempre era dinero limpio».

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Y aquí el Santo Padre repitió las preguntas: «¿Cómo sigo yo a Jesús? ¿Hay vanidad en mi seguimiento de Jesús? ¿Hay deseo de poder? ¿Hay deseo de dinero? Nos hará bien —exhortó— examinar un poco nuestro corazón, nuestra conciencia sobre la rectitud de intención en el seguimien-to de Jesús. ¿Lo sigo sólo por Él? Y este es el camino de la santidad. ¿O lo sigo por Él pero también para tener alguna ventaja para mí?». Y esto no es cristiano. Por lo tanto, concluyó, «pidamos al Señor la gracia de enviarnos el Espíritu Santo para seguirlo con rectitud de intención: sólo por Él, sin vanidad, sin deseo de poder, y sin deseo de dinero».

EL TESTIMONIO SIEMPRE ES FECUNDO20140506. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Ser perseguidos, ser mártires, dar la vida por Jesús es una de las bien-aventuranzas». Tanto que «Jesús no dijo a los suyos: “Pobrecillos si os su-ceden estas cosas”. No, Él dijo: “Bienaventurados vosotros cuando os in-sulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. ¡Ale-graos!”».

Es evidente, pues, que «el demonio no puede soportar la santidad de la Iglesia». Y en contra de Esteban —dijo el Papa— suscitó odio en el cora-zón de esas personas, para perseguir, para insultar, para calumniar. Y así mataron a Esteban», el cual «murió como Jesús, perdonando».

«Martirio, en la tradición de la palabra griega, significa testimonio», explicó el Pontífice. Y «así podemos decir que para un cristiano el camino va por las huellas de este testimonio de Jesús para dar testimonio de Él». Un testimonio que muchas veces termina con el sacrificio de la vida.

La cuestión central, argumentó el Pontífice, es que el cristianismo no es una religión «de sólo ideas, de pura teología, de estética, de manda-mientos. Nosotros somos un pueblo que sigue a Jesucristo y da testimonio, quiere dar testimonio de Jesucristo. Y este testimonio algunas veces llega a costar la vida». Al respecto, el relato del martirio de Esteban es elocuen-te. Así, pues, «al morir Esteban, se desató la persecución contra todos». Los perseguidores «se sentían fuertes: el demonio suscitaba en ellos el desatar esta violenta persecución». Una persecución tan brutal que, «a ex-cepción de los apóstoles que permanecieron allí, en el lugar, los cristianos se dispersaron por la región de Judea y Samaría». Precisamente «la perse-cución hizo que los cristianos fuesen lejos». Y a las personas que en-contraban les «decían el por qué» de su fuga, «explicaban el Evangelio, daban testimonio de Jesús. Y comenzó la misión de la Iglesia. Muchos se convertían al escuchar a esta gente».

El obispo de Roma recordó al respecto que «uno de los padres de la Iglesia dijo: la sangre de los mártires es semilla de los cristianos». Y es precisamente eso lo que sucede: «Se desata la persecución, los cristianos se dispersan y con su testimonio predican la fe». Porque, destacó el Papa, «el testimonio siempre es fecundo»: lo es cuando tiene lugar en la vida co-tidiana, pero también cuando se vive en las dificultades o cuando conduce incluso a la muerte. La Iglesia, por lo tanto, «es fecunda y madre cuando

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da testimonio de Jesucristo. En cambio, cuando la Iglesia se cierra en sí misma, se cree —digámoslo así— una universidad de la religión con mu-chas ideas hermosas, con muchos hermosos templos, con muchos bellos museos, con muchas cosas hermosas, pero no da testimonio, se hace esté-ril».

Los Hechos de los apóstoles puntualizan «que Esteban estaba lleno del Espíritu Santo». Y, en efecto, «no se puede dar testimonio sin la presencia del Espíritu Santo en nosotros. En los momentos difíciles, cuando tenemos que elegir la senda justa, cuando tenemos que decir que “no” a tantas co-sas que tal vez intentan seducirnos, está la oración al Espíritu Santo: es Él quien nos hace fuertes para caminar por la senda del testimonio».

El Papa Francisco, como conclusión, recordó cómo de las «dos imáge-nes» propuestas por la liturgia —Esteban que muere y los cristianos que dan testimonio por doquier— brotan para cada uno algunas preguntas: «¿Cómo es mi testimonio? ¿Soy un cristiano testigo de Jesús o soy un simple miembro de esta secta? ¿Soy fecundo porque doy testimonio o per-manezco estéril porque no soy capaz de dejar que el Espíritu Santo me lle-ve adelante en mi vocación cristiana?».

DOCILIDAD, DIÁLOGO, GRACIA: NO BUROCRACIA20140508. Homilía diaria. Casa Santa Marta

El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (8, 26-40) propuesto en la li-turgia del día, presenta de modo claro, notó el Pontífice, los tres momen-tos de la evangelización. «El primero —explicó— es la docilidad de Feli-pe que va a anunciar a Jesucristo». Estaba comprometido «con su trabajo de evangelizar» cuando «el ángel del Señor le dice: levántate, deja esto y ve allí, por ese camino». Y Felipe obedece y va donde lo llama el Señor. Y «esto nos hace ver que sin esta docilidad a la voz de Dios nadie puede evangelizar, nadie puede anunciar a Jesucristo. En todo caso se anunciará a sí mismo».

El diálogo, prosiguió el Papa, es el «segundo momento de la evangeli-zación». Los Hechos de los Apóstoles relatan que durante el camino Feli-pe encontró a «un etíope, eunuco, funcionario de Candaces, reina de Etio-pía», una zona donde gobernaban las mujeres, señaló el Papa. Ese hombre era «administrador de todos los tesoros» del reino» e iba «a Jerusalén para el culto porque era judío». Los Hechos refieren que el ministro «sentado en la carroza leía al profeta Isaías». Y he aquí que «el Señor dijo a Felipe “acércate y pégate a la carroza”». Al escuchar, entonces, que ese hombre «leía al profeta», Felipe «armándose de valor preguntó: ¿entiendes lo que estás leyendo?». Eh aquí el punto exacto que nos lleva al «segundo mo-mento del proceso de evangelización: el diálogo». Pero dialogar, advirtió, no significa decir sólo «lo que yo pienso» y pretender que el otro nos crea. Sino que, el verdadero diálogo «parte del otro: tú que estás leyendo, ¿en-tiendes esto?». En definitiva, el evangelizador toma del otro la ocasión pa-ra el diálogo. «No va a imponer ideas, doctrinas» diciendo «las cosas son así». El auténtico evangelizador sale al encuentro del otro «para ofrecer

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precisamente la salvación de Jesús» y lo «hace humildemente con el diálo-go». Consciente de que «no se puede evangelizar sin el diálogo» y que no se puede prescindir del camino de la persona «que debe ser evangelizada». Por lo tanto, se necesita «perder tiempo con la otra persona porque esa persona es la que Dios quiere que tú evangelices». Y es importante tam-bién, que el diálogo se establezca con la persona «tal como es ahora» y «no como debe ser».

Y volviendo al relato de los Hechos de los Apóstoles, el Pontífice qui-so hacer notar precisamente que el diálogo entre Felipe y el ministro etío-pe debió ser largo y centrado en el bautismo, porque «cuando llegaron donde había agua el eunuco dice: “mira, agua. ¿Qué dificultad hay en que me bautice?”». Esta constatación, destacó el Papa, nos lleva al tercer mo-mento de la evangelización. «Este hombre sintió la fuerza de Dios dentro» Estamos ante la «fuerza del sacramento, la fuerza de la gracia» —subrayó el Papa—. Así se completa también el proceso de la evangelización: doci-lidad del evangelizador, diálogo con la persona y la fuerza de la gracia.

«Muchas veces —fue éste un punto de reflexión del Papa— alejamos a la gente del encuentro con Dios, alejamos a la gente de la gracia», porque no nos comportamos como «facilitadores de los sacramentos».

El relato de los Hechos de los Apóstoles continúa y muestra el final mismo de la evangelización. En efecto, «cuando salieron del agua, el Es-píritu del Señor arrebató a Felipe y el eunuco no lo vio más». Es la confir-mación de que Dios estaba en este proceso de evangelización. Por una parte, explicó el obispo de Roma, «el eunuco lleno de alegría siguió su ca-mino», por otra «Felipe se encontró en Azoto para evangelizar a la gente». He aquí la moraleja: ese hombre que venía de lejos, no tenía mucha cultu-ra, leía la Biblia porque se le enseñó en la Sinagoga, pero tenía buena vo-luntad, y sintió después la alegría de la gracia, de esta gracia que «es gra -tis, que no se puede comprar porque no se vende: se da». Y precisamente «con esta alegría ese hombre incapaz de generar, porque era eunuco, lleva en sí la semilla de vida a su pueblo y genera un pueblo de cristianos».

El pasaje de los Hechos, remarcó el Pontífice, «nos ayudará a com-prender mejor que, quien realiza la evangelización es Dios».

Para concluir el Papa invitó a pensar «en estos tres momentos de la evangelización: la docilidad de evangelizar» haciendo la voluntad de Dios, «el diálogo con las personas» así como se encuentran, y «confiarse a la gracia» porque «es más importante la gracia que toda la burocracia».

LA PRIMERA REGLA DE LA SANTIDAD: DISMINUIR, HUMILDAD20140509. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«La Iglesia es santa»: partiendo de esta verdad el Papa Francisco co-menzó su homilía. Y formuló en seguida una pregunta: ¿cómo puede ser santa la Iglesia, si dentro de ella estamos todos nosotros que somos peca-dores? En efecto, afirmó, «nosotros somos pecadores, pero la Iglesia es santa, es la esposa de Jesucristo, y Él la ama, la santifica: la santifica cada

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día con su sacrifico eucarístico, porque la ama mucho». Por eso, «nosotros somos pecadores, pero en una Iglesia santa».

Precisamente mediante «esta pertenencia a la Iglesia también nosotros nos santificamos: somos hijos de la Iglesia y la madre Iglesia nos santifica con su amor, con los sacramentos de su Esposo». En la práctica, prosiguió el obispo de Roma, «esta es la santidad diaria, esta es la santidad de todos nosotros. Hasta tal punto que en los Hechos de los apóstoles, cuando se hablaba de los cristianos, se decía “el pueblo de los santos”». También san Pablo «habla a los santos: a nosotros, pecadores pero hijos de la Iglesia santa, santificada por el cuerpo y la sangre de Jesús, como hemos oído ahora en el Evangelio» de Juan (6, 52-59).

«En esta Iglesia santa —afirmó el Papa Francisco— el Señor elige a algunas personas para mostrar mejor la santidad, para mostrar que es Él quien santifica; que nadie se santifica a sí mismo; que no hay un curso pa-ra llegar a ser santo; que ser santo no es hacerse faquir» o algo parecido. Más bien, «la santidad es un don de Jesús a su Iglesia; y para manifestarlo, elige a personas» en las que «se ve claramente su trabajo para santificar».

Al respecto, la liturgia del día presenta «la santificación de Saulo, de Pablo», narrada en los Hechos de los apóstoles (9, 1-20). No se trata de un caso aislado, porque en el Evangelio hay muchas figuras de santidad. Por ejemplo, prosiguió el Papa, «está Magdalena: san Marcos, en su evange-lio, dice que Jesús había expulsado de ella siete demonios», y así «la santi-fica: ¡de lo peor a la santidad!». También «está Mateo, que era un traidor de su pueblo y tomaba dinero para dárselo a los romanos»; pero «el Señor lo saca de su negocio» y lo lleva consigo adelante. Y también «está Za-queo, que quiere ver a Jesús. Y Él lo llama —“ven conmigo, ¡ven!”— y lo santifica».

«Pero, ¿por qué el Señor, en la historia de la Iglesia, elige a estas per-sonas?», se preguntó el Pontífice, recordando que en dos mil años de cris-tianismo «hay tantos santos, reconocidos como santos por la Iglesia». El Señor elige a estas personas —fue su respuesta— para que den testimonio más claro de la primera regla de la santidad: es necesario que Cristo crez-ca y nosotros disminuyamos. En definitiva, se necesita «nuestra humilla-ción para que el Señor crezca».

En esta perspectiva, el Señor «elige a Saulo, enemigo de la Iglesia», como narran los Hechos de los apóstoles: Saulo, profiriendo todavía ame-nazas contra los discípulos del Señor, «se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que lo autorizara a llevar encadenados a Jerusalén a todos los que hubiera encontrado, hom-bres y mujeres, pertenecientes a este Camino».

Palabras fuertes, que muestran cuánto Saulo odiaba y perseguía a la Iglesia: un odio que, observó el obispo de Roma, «hemos visto» también «en la lapidación de Esteban», en la que, por lo demás, Saulo estuvo pre-sente. Cegado por ese odio, «va a pedir la autorización» para perseguir a los cristianos. «Pero el Señor lo espera: lo espera y le hace sentir su po-der», observó el Papa. Y Saulo «se queda ciego y obedece» cuando, en el

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camino de Damasco, el Señor le dice: «Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer».

Así, «de hombre que tenía todo claro, que sabía qué debía hacer contra esa secta de los cristianos, se transforma en un niño y obedece: se levanta, va y espera». Pero Saulo «no espera con el móvil en la mano», diciendo: «Pero ven…, qué debo hacer…, pero dime…, pero estoy esperando desde hace dos días…». En cambio, «espera como era él: rezando y ayunando. Su corazón había cambiado».

El relato de los Hechos presenta, luego, al discípulo Ananías, que bau-tiza a Pablo. Y así, finalmente, «Pablo se levanta, toma alimento y va a las sinagogas a anunciar que Jesús es el Hijo de Dios». Su vida se convierte en «otra vida». Al llegar a este punto, el Papa remarcó la diferencia entre los héroes y los santos, repitiendo las palabras que el Señor dijo a Ana-nías: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel».

Por tanto, explicó el Pontífice, «la diferencia entre los héroes y los san-tos es el testimonio, la imitación de Jesucristo: ir por el camino de Jesu-cristo». Por eso, «Pablo predica el Evangelio, es perseguido, es golpeado, es juzgado, y termina su vida con un grupúsculo de amigos en Roma, víc-tima de sus discípulos». Así, Pablo «disminuye, disminuye, disminuye», precisamente según la regla de la santidad. Y al respecto, el Papa también volvió a proponer la figura de Juan Bautista, «el hombre más grande naci-do de mujer, que acaba en la cárcel por el capricho de una bailarina y el odio de una adúltera».

Por consiguiente, «Pablo termina de manera común. Seguramente du-rante la mañana fueron tres, cuatro o cinco soldados a donde él estaba», y le ordenaron: «¡Ven con nosotros!». Después, «lo llevaron y le cortaron la cabeza. Simplemente». Pablo, «el grande, el que había ido por todo el mundo, termina así». Y «esta —repitió el Papa— es la diferencia entre el héroe y el santo: el santo es aquel que sigue a Jesús por el camino de Je-sús, con la cruz».

«Muchos santos canonizados en la Iglesia —afirmó el Pontífice— ter-minan muy humildemente». Son «los grandes santos». Y a propósito de esto, el Papa Francisco propuso de nuevo el testimonio de Juan Pablo II. Precisamente «este es el itinerario de la santidad de los grandes». Pero es «también el itinerario de nuestra santidad». Porque, explicó, ciertamente «no seremos santos si no nos dejamos convertir el corazón por este ca-mino de Jesús: llevar la cruz todos los días, la cruz ordinaria, la cruz senci-lla, y dejar que Jesús crezca. Si no vamos por este camino, no seremos santos, pero si vamos por este camino, todos nosotros daremos testimonio de Jesucristo, que nos ama mucho. Y daremos testimonio de que, aunque seamos pecadores, la Iglesia es santa, es la esposa de Jesús».

Por tanto, «hoy —concluyó el Papa—, quizá nos haga bien, en la misa, sentir esta alegría: el sacrificio de Jesús aquí, en el altar, nos santifica a to-dos, nos hace crecer en la santidad, nos hace más auténticamente hijos de su esposa, la Iglesia, nuestra madre que es santa».

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EL EMPRESARIO CRISTIANO EN EL MOMENTO ACTUAL20140510. Discurso. A empresarios. Funcación Centesimus annus

En el sistema económico actual —y en la mentalidad que ello genera— la palabra «solidaridad» ha llegado a ser molesta, incluso fastidiosa. El año pasado os dije que parecía una mala palabra para este mundo. La cri-sis de estos años, que tiene profundas causas de carácter ético, ha aumen-tado esta «alergia» a palabras como solidaridad, justa distribución de los bienes, prioridad del trabajo... Y la razón es que no se logra —o no se quiere— estudiar verdaderamente de qué modo estos valores éticos pue-den convertirse concretamente en valores económicos, es decir, provocar dinámicas virtuosas en la producción, en el trabajo, en el comercio, en la finanza misma.

Esto es precisamente lo que vosotros tratáis de hacer, manteniendo juntos el aspecto teórico y el práctico, las ideas y las experiencias en este campo.

La conciencia del empresario es el lugar existencial donde se lleva a cabo esa búsqueda. En particular, el empresario cristiano está llamado a confrontar siempre el Evangelio con la realidad en la que trabaja; y el Evangelio le pide que ponga en primer lugar a la persona humana y el bien común, que ponga lo que esté de su parte para que existan oportunidades de trabajo, de trabajo digno. Naturalmente esta «empresa» no se puede realizar aisladamente, sino colaborando con otros que comparten la base ética y tratando de ampliar la red lo más posible.

La comunidad cristiana —la parroquia, la diócesis, las asociaciones— es el sitio donde el empresario, pero también el político, el profesional, el sindicalista, extrae la savia para alimentar su compromiso y confrontarse con los hermanos. Esto es indispensable, porque el ambiente laboral llega a ser a veces árido, hostil, inhumano. La crisis pone a dura prueba la espe-ranza de los empresarios; no hay que dejar solos a los que tienen más difi-cultad.

Queridos amigos de la «Centesimus annus», ¡este es vuestro campo de testimonio! El Concilio Vaticano II ha insistido en el hecho de que los fie-les laicos están llamados a realizar su misión en los ámbitos de la vida so -cial, económica y política. Vosotros, con la ayuda de Dios y de la Iglesia, podéis dar un testimonio eficaz en vuestro campo, porque no lleváis sólo palabras, discursos, sino que lleváis la experiencia de personas y empresas que buscan aplicar concretamente los principios éticos cristianos a la si-tuación actual del mundo del trabajo. Este testimonio es importantísimo y os aliento a llevarlo adelante con fe, dedicando también el tiempo necesa-rio a la oración, porque también el laico, incluso el empresario, tiene nece-sidad de orar, y de orar mucho cuando los desafíos son más duros. El miércoles pasado tuve la catequesis sobre el don de consejo, uno de los siete dones del Espíritu Santo. También vosotros tenéis mucha necesidad de pedir a Dios este don, el don de consejo, para actuar y realizar vuestras

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decisiones según el bien mayor. Que os asista la Virgen María, Mater boni consilii, y os acompañe también mi bendición.

VUESTRA VOCACIÓN ES FASCINANTE20140510. Discurso. A los institutos seculares de Italia

El Pontífice, dejando a un lado el texto preparado para la ocasión, pronunció espontáneamente el siguiente discurso.

He escrito un discurso para vosotros, pero hoy ha sucedido algo. Es mi culpa porque he dado dos audiencias no digo al mismo tiempo, pero casi. Por eso he preferido entregaros el discurso, porque leerlo es aburrido, y deciros dos o tres cosas que tal vez os ayudarán.

Desde el momento en que Pío XII pensó esto, y luego la Provida Ma-ter Ecclesia, fue un gesto revolucionario en la Iglesia. Los institutos secu-lares son precisamente un gesto de valentía que realizó la Iglesia en ese momento; dar estructura, dar institucionalidad a los institutos seculares. Y desde ese momento hasta ahora es tan grande el bien que vosotros reali-záis en la Iglesia, con valor porque hay necesidad de valentía para vivir en el mundo. Muchos de vosotros, solos, en vuestro apartamento van, vienen; algunos en pequeñas comunidades. Todos los días, hacer la vida de una persona que vive en el mundo, y, al mismo tiempo, custodiar la contem-plación, esta dimensión contemplativa hacia el Señor y también en rela-ción con el mundo; contemplar la realidad, como contemplar las bellezas del mundo, y también los pecados graves de la sociedad, las desviaciones, todas estas cosas, y siempre en tensión espiritual… Por eso vuestra voca-ción es fascinante, porque es una vocación que está justo ahí, donde se juega la salvación no sólo de las personas, sino también de las institucio-nes. Y de muchas instituciones laicas necesarias en el mundo. Por eso pienso así, que con la Provida Mater Ecclesia, la Iglesia ha realizado un gesto verdaderamente revolucionario.

Deseo que conservéis siempre esta actitud de ir más allá, no sólo más allá, sino más allá y en medio, allí donde se juega todo: la política, la eco-nomía, la educación, la familia… allí. Es posible quizás que tengáis la ten-tación de pensar: «¿Pero yo qué puedo hacer?». Cuando viene esta tenta-ción recordad que el Señor nos ha hablado de la semilla de trigo. Y vues-tra vida es como la semilla de trigo… allí, es como levadura… allí. Es ha-cer todo lo posible para que el Reino llegue, crezca y sea grande; y custo-die también a mucha gente, como el árbol de mostaza. Pensad en esto. Pe-queña vida, pequeño gesto; vida normal, pero fermento, semilla, que hace crecer. Y esto os da la consolación. Los resultados de este balance sobre el Reino de Dios no se ven. Solamente el Señor nos hace percibir algo… Ve-remos los resultados allá arriba.

Y por eso es importante que vosotros tengáis mucha esperanza. Es una gracia que debéis pedir al Señor, siempre: la esperanza que nunca defrau-da. ¡Nunca defrauda! Una esperanza que va adelante. Yo os aconsejaría leer muy a menudo el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, el capítulo de la esperanza. Y aprender que muchos padres nuestros han realizado este

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camino y no han visto los resultados, pero los han saludado desde lejos. La esperanza… Es esto lo que os deseo. Muchas gracias por lo que hacéis en la Iglesia; muchas gracias por la oración y las obras. Gracias por la es-peranza. Y no lo olvidéis: ¡sed revolucionarios!

* * *Este es el texto del discurso preparado y entregado por el Pontífice.Queridos hermanos y hermanas:Os acogo con ocasión de vuestra Asamblea y os saludo diciéndoos: co-

nozco y aprecio vuestra vocación. Ella es una de las formas más recientes de vida consagrada reconocidas y aprobadas por la Iglesia, y tal vez por eso no es todavía comprendida plenamente. No os desalentéis: vosotros formáis parte de esa Iglesia pobre y en salida que yo sueño.

Por vocación sois laicos y sacerdotes como los demás y en medio de los demás, lleváis una vida ordinaria, sin signos exteriores, sin el apoyo de una vida comunitaria, sin la visibilidad de un apostolado organizado o de obras específicas. Sois ricos sólo de la experiencia totalizadora del amor de Dios y por eso sois capaces de conocer y compartir la fatiga de la vida en sus múltiples expresiones, fermentándolas con la luz y la fuerza del Evangelio.

Sois signo de esa Iglesia dialogante de la que habla Pablo VI en la en-cíclica Ecclesiam suam: «Desde fuera no se salva al mundo. Como el Ver-bo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere lle-var el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, com-prenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, se-cundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diá-logo es la amistad. Más todavía, el servicio». (n. 33).

El tema de vuestra Asamblea, «En el corazón de los acontecimientos humanos: los desafíos de una sociedad compleja», indica el campo de vuestra misión y de vuestra profecía. Estáis en el mundo pero no sois del mundo, llevando dentro de vosotros lo esencial del mensaje cristiano: el amor del Padre que salva. Estáis en el corazón del mundo con el corazón de Dios.

Vuestra vocación os hace interesados en cada hombre y en sus necesi-dades más profundas, que a menudo quedan inexpresadas o disfrazadas. En virtud del amor de Dios que habéis encontrado y conocido, sois capa-ces de cercanía y ternura. De este modo sois tan cercanos que tocáis al otro, sus heridas y expectativas, sus preguntas y necesidades, con esa ter-nura que es expresión de un cuidado que elimina toda distancia. Como el Samaritano que pasó a su lado, vio y tuvo compasión. Es este el movi-miento al que os compromete vuestra vocación: pasar junto a todo hombre y haceros cercanos a cada persona que encontráis; porque vuestro perma-

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necer en el mundo no es sencillamente una condición sociológica, sino una realidad teologal que os llama a estarconsciente, atento, que sabe dis-tinguir, ver y tocar la carne del hermano.

Si esto no sucede, si os habéis distraído, o peor aún, si no conocéis este mundo contemporáneo, sino que conocéis y frecuentáis sólo el mundo que os es más cómodo o que os fascina más, entonces es urgente una conver-sión. La vuestra es una vocación, por su naturaleza, en salida, no sólo por-que os lleva hacia el otro, sino también y sobre todo porque os exige vivir allí donde vive todo hombre.

Italia es la nación con el mayor número de Institutos seculares y de miembros. Sois una levadura que puede producir un pan bueno para mu-chos, ese pan del que hay tanta hambre: la escucha de las necesidades, los deseos, las desilusiones, la esperanza. Como quien os ha precedido en vuestra vocación, podéis devolver la esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir caminos hacia el futuro, difundir el amor en todo lugar y en toda situación. Si no sucede esto, si a vuestra vida ordinaria le falta el testimonio y la profecía, entonces os repito otra vez, es urgente una con-versión.

No perdáis jamás el impulso de caminar por los senderos del mundo, la conciencia de que caminar, ir incluso con paso incierto o renqueando, es siempre mejor que estar parados, cerrados en los propios interrogantes o en las propias seguridades. La pasión misionera, la alegría del encuentro con Cristo que os impulsa a compartir con los demás la belleza de la fe, aleja del riesgo de quedar bloqueados en el individualismo. La idea que propone al hombre como artífice de sí mismo, guiado sólo por las propias decisiones y los propios deseos, a menudo revestidos con el hábito aparen-temente bello de la libertad y del respeto, corre el riesgo de minar los fun-damentos de la vida consagrada, especialmente de la secular. Es urgente revalorizar el sentido de pertenencia a vuestra comunidad vocacional que, precisamente porque no se funda en una vida común, encuentra sus puntos fuertes en el carisma. Por eso, si cada uno de vosotros es para los demás una posibilidad preciosa de encuentro con Dios, se trata de redescubrir la responsabilidad de ser profecía como comunidad, de buscar juntos, con humildad y con paciencia, una palabra de sentido que puede ser un don para el país y para la Iglesia, y testimoniarla con sencillez. Vosotros sois como antenas dispuestas a acoger los brotes de novedad suscitados por el Espíritu Santo, y podéis ayudar a la comunidad eclesial a asumir esta mi-rada de bien y encontrar sendas nuevas y valientes para llegar a todos.

Pobres entre los pobres, pero con el corazón ardiente. Nunca parados, siempre en camino. Juntos y enviados, incluso cuando estáis solos, porque la consagración hace de vosotros una chispa viva de la Iglesia. Siempre en camino, con esa virtud que es una virtud peregrina: ¡la alegría!

Gracias, queridísimos, por lo que sois. Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. ¡Y rezad por mí!

LA MISIÓN DE LA ESCUELA

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20140510. Discurso. Al mundo de la escuela italiana

Ante todo os doy las gracias porque habéis realizado una cosa ¡verda-deramente hermosa! Este encuentro es muy bueno: un gran encuentro de la escuela italiana, toda la escuela: chicos y grandes; maestros, personal no docente, alumnos y padres de familia; escuela estatal y no estatal… Doy las gracias al cardenal Bagnasco, al ministro Giannini y a todos los que han colaborado; y estos testimonios, verdaderamente hermosos e impor-tantes. He escuchado muchas cosas bellas, que me han hecho bien. Se ve que esta manifestación no es «contra», es «a favor de». No es una protesta, ¡es una fiesta! Una fiesta por la escuela. Sabemos bien que hay problemas y cosas que no funcionan, lo sabemos. Pero vosotros estáis aquí, nosotros estamos aquí porque amamos la escuela. Digo «nosotros» porque yo amo la escuela, la he amado como alumno, como estudiante y como maestro. Y luego como obispo. En la diócesis de Buenos Aires encontraba a menudo al mundo de la escuela, y hoy os agradezco por haber preparado este en-cuentro, que sin embargo, no es de Roma sino de toda Italia. Os agradezco mucho por esto. ¡Gracias!

¿Por qué amo la escuela? Voy a probar a decíroslo. Tengo una imagen. He escuchado aquí que no se crece solos y que siempre hay una mirada que te ayuda a crecer. Y tengo la imagen de mi primera maestra, esa mu-jer, esa maestra que me recibió a los seis años, en el primer grado de la es-cuela. Nunca la he olvidado. Ella me hizo amar la escuela. Y después fui a visitarla durante toda su vida hasta el momento en que falleció, a los 98 años. Y esta imagen me hace bien. Amo la escuela porque esa mujer me enseñó a amarla. Este es el primer motivo por el que amo la escuela.

Amo la escuela porque es sinónimo de apertura a la realidad. ¡Al me-nos así debería ser! Pero no siempre logra serlo, y entonces quiere decir que es necesario cambiar un poco el enfoque. Ir a la escuela significa abrir la mente y el corazón a la realidad, en la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones. Y nosotros no tenemos derecho a tener miedo de la realidad. La escuela nos enseña a comprender la realidad. Ir a la escuela significa abrir la mente y el corazón a la realidad, en la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones. ¡Y esto es bellísimo! En los primeros años se aprende a 360 grados, luego poco a poco se profundiza un aspecto y finalmente se especializa. Pero si uno ha aprendido a aprender —este es el secreto ¡aprender a aprender!— esto le queda para siempre, permanece una perso-na abierta a la realidad. Esto lo enseñaba también un gran educador ita-liano, que era un sacerdote: don Lorenzo Milani.

Los maestros son los primeros que deben permanecer abiertos a la rea-lidad —he escuchado los testimonios de vuestros maestros; me ha gustado oírlos tan abiertos a la realidad— con la mente siempre abierta a aprender. Porque si un maestro no está abierto a aprender, no es un buen maestro, y ni siquiera es interesante; los muchachos lo perciben, tienen «olfato», y son atraídos por los profesores que tienen un pensamiento abierto, «incon-cluso», que buscan «algo más», y así contagian esta actitud a los estudian-tes. Este es uno de los motivos por el que amo la escuela.

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Otro motivo es que la escuela es un lugar de encuentro. Porque todos nosotros estamos en camino, poniendo en marcha un proceso, realizando un camino. Y he escuchado que la escuela —todos lo hemos escuchado hoy— no es un estacionamiento. Es un lugar de encuentro en el camino. Se encuentra a los compañeros; se encuentra a los maestros; se encuentra al personal asistente. Los padres encuentran a los profesores; el director encuentra a las familias, etcétera. Es un lugar de encuentro. Y nosotros hoy tenemos necesidad de esta cultura del encuentro para conocernos, pa-ra amarnos, para caminar juntos. Y esto es fundamental precisamente en la edad del crecimiento, como un complemento a la familia. La familia es el primer núcleo de relaciones: la relación con el padre, la madre y los her-manos es la base, y nos acompaña siempre en la vida. Pero en la escuela nosotros «socializamos»: encontramos personas diferentes a nosotros, di-ferentes por edad, por cultura, por origen, por capacidades… La escuela es la primera sociedad que integra a la familia. La familia y la escuela jamás van contrapuestas. Son complementarias, y, por lo tanto, es importante que colaboren, en el respeto recíproco. Y las familias de los muchachos de una clase pueden hacer mucho colaborando juntas entre ellas y con los maestros. Esto hace pensar en un proverbio africano muy hermoso: «Para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo». Para educar a un muchacho se necesita a mucha gente: familia, maestros, personal no docente, profe-sores, ¡todos! ¿Os agrada este proverbio africano? ¿Os gusta? Digámoslo juntos: para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo, ¡juntos! Para educar a un hijo se necesita a todo un pueblo. Y pensad en esto.

Y además amo la escuela porque nos educa en lo verdadero, en el bien y en lo bello. Los tres van juntos. La educación no puede ser neutra. O es positiva o es negativa; o enriquece o empobrece; o hace crecer a la perso-na o la deprime, incluso puede corromperla. Y en la educación es muy im-portante lo que también hemos escuchado hoy: siempre, es mejor una de-rrota limpia que una victoria sucia ¡Recordadlo! Esto nos hará bien para la vida. Digámoslo juntos: siempre es mejor una derrota limpia que una vic-toria sucia. ¡Todos juntos! Siempre es mejor una derrota limpia que una victoria sucia.

La misión de la escuela es desarrollar el sentido de lo verdadero, el sentido del bien y el sentido de lo bello. Y esto ocurre a través de un ca-mino rico, hecho de muchos «ingredientes». He aquí por qué existen tan-tas disciplinas. Porque el desarrollo es fruto de diversos elementos que ac-túan juntos y estimulan la inteligencia, la conciencia, la afectividad, el cuerpo, etcétera. Por ejemplo, si estudio esta plaza, la plaza de San Pedro, aprendo cosas de arquitectura, de historia, de religión, incluso de astrono-mía. El obelisco recuerda al sol, pero pocos saben que esta plaza es tam-bién una gran meridiana.

De esta manera cultivamos en nosotros lo verdadero, el bien y lo bello; y aprendemos que estas tres dimensiones no están jamás separadas, sino siempre entrelazadas. Si una cosa es verdadera, es buena y es bella; si es bella, es buena y es verdadera; y si es buena, es verdadera y es bella. Y es-tos elementos juntos nos hacen crecer y nos ayudan a amar la vida, incluso

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cuando estamos mal, también en medio de los problemas. La verdadera educación nos hace amar la vida y nos abre a la plenitud de la vida.

Y, por último, quisiera decir que en la escuela no aprendemos sola-mente conocimientos, contenidos, sino que aprendemos también hábitos y valores. Se educa para conocer muchas cosas, o sea, muchos contenidos importantes, para tener ciertos hábitos y también para asumir los valores. Y esto es muy importante. Os deseo a todos vosotros, padres, maestros, personas que trabajáis en la escuela y estudiantes, un hermoso camino en la escuela, un camino que haga crecer las tres lenguas que una persona madura debe saber hablar: la lengua de la mente, la lengua del corazón y la lengua de las manos. Pero con armonía, es decir, pensar lo que tú sien-tes y lo que tú haces; sentir bien lo que tú piensas y lo que tú haces; y ha -cer bien lo que tú piensas y lo que tú sientes. Las tres lenguas, armoniosas y juntas. Gracias una vez más a los organizadores de esta jornada y a to-dos vosotros que habéis venido. Y por favor... por favor, ¡no nos dejemos robar el amor por la escuela! ¡Gracias!

SACERDOTES: TENED MISERICORDIA20140511. Homilía. Ordenaciones sacerdotales. Vaticano.

En la homilía el Pontífice pronunció las palabras sugeridas por el «ri-to de ordenación de los presbíteros» evidenciando algunos pasajes.

Queridos hermanos, estos hijos y hermanos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado. Como vosotros bien sabéis, el Señor Jesús es el único sumo sacerdote del Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiso escoger a algunos en parti-cular, para que, ejercitando públicamente en la Iglesia y en su nombre el oficio sacerdotal a favor de todos los hombres, continúen su misión perso-nal de maestro, sacerdote y pastor.

Después de una madura reflexión, vamos a elevar al orden de los pres-bíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo maestro, sacerdote y pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, en pueblo de Dios y templo santo del Espíritu.

Ellos, en efecto, serán configurados con Cristo, sumo y eterno sacerdo-te, es decir, serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, y con este título, que les une a su obispo en el sacerdocio, se-rán predicadores del Evangelio, pastores del pueblo de Dios, y presidirán los actos de culto, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor.

En cuanto a vosotros, hermanos e hijos amadísimos, que vais a ser pro-movidos al orden del presbiterado, considerad que ejercitando el ministe-rio de la sagrada doctrina seréis partícipes de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensad a todos esa palabra, que vosotros mismos habéis reci-bido con alegría de vuestras madres, de vuestras catequistas. Leed y medi-tad asiduamente la palabra del Señor para creer lo que habéis leído, ense-ñar lo que habéis aprendido en la fe y vivir lo que habéis enseñado. Así, pues, vuestra doctrina, que no es vuestra, sea alimento para el pueblo de

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Dios: ¡vosotros no sois dueños de la doctrina! Es la doctrina del Señor, y vosotros debéis ser fieles a la doctrina del Señor. Que vuestra doctrina sea, por lo tanto, alimento para el pueblo de Dios, y el perfume de vuestra vida alegría y sostén para los fieles de Cristo, a fin de que con la palabra y el ejemplo edifiquéis la casa de Dios, que es la Iglesia.

Y así continuaréis la obra santificadora de Cristo. A través de vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto porque se une al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos y en nombre de toda la Iglesia es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos misterios.

Reconoced, pues, lo que hacéis, imitad lo que celebráis, para que parti-cipando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, llevéis la muerte de Cristo en vuestros miembros y caminéis con Él en una vida nueva.

Con el Bautismo agregaréis nuevos fieles al pueblo de Dios; con el sa-cramento de la Penitencia perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia. Y aquí quiero detenerme y pediros que, por el amor de Jesu-cristo, jamás os canséis de ser misericordiosos. ¡Por favor! Tened esa ca-pacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar sino a perdo-nar. Tened misericordia, ¡mucha misericordia! Y si os viene el escrúpulo de ser demasiado «perdonadores» pensad en ese santo cura del que os he hablado, que iba delante del Santísimo y decía: «Señor, perdóname si he perdonado demasiado, pero eres tú quien me has dado el mal ejemplo». Y os digo, de verdad: siento tanto dolor cuando encuentro gente que no va a confesarse porque ha sido maltratada, regañada. ¡Han sentido que las puertas de las iglesias se le cerraban en la cara! Por favor, no hagáis esto: misericordia, misericordia. El buen pastor entra por la puerta y la puerta de la misericordia son las llagas del Señor: si vosotros no entráis en vues-tro ministerio por las llagas del Señor, no seréis buenos pastores.

Con el óleo santo daréis alivio a los enfermos; celebrando los ritos sagrados y elevando en las diversas horas del día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del pueblo de Dios y de toda la humanidad.

Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para atender a las cosas de Dios, ejerced con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, buscando únicamente agradar a Dios y no a vosotros mismos.

Y pensad en lo que decía san Agustín de los pastores que buscaban agradarse a sí mismos y usaban las ovejas del Señor como alimento y para vestirse, para llevar puesto la majestad de un ministerio que no se sabía si era de Dios. Por último, participando en la misión de Cristo, jefe y pastor, en comunión filial con vuestro obispo, comprometeos a unir a los fieles en una sola familia, para conducirlos a Dios Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Tened siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir, y para buscar y salvar lo que estaba perdido.

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AYUDAR A LOS PASTORES IMPORTUNÁNDOLOS20140511. Ángelus

El evangelista Juan nos presenta, en este IV domingo del tiempo pas-cual, la imagen de Jesús Buen Pastor. Contemplando esta página del Evangelio, podemos comprender el tipo de relación que Jesús tenía con sus discípulos: una relación basada en la ternura, en el amor, en el conoci-miento recíproco y en la promesa de un don inconmensurable: «Yo he ve-nido —dice Jesús— para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Tal relación es el modelo de las relaciones entre los cristianos y de las relaciones humanas.

También hoy, como en tiempos de Jesús, muchos se proponen como «pastores» de nuestras existencias; pero sólo el Resucitado es el verdadero Pastor que nos da la vida en abundancia. Invito a todos a tener confianza en el Señor que nos guía. Pero no sólo nos guía: nos acompaña, camina con nosotros. Escuchemos su palabra con mente y corazón abiertos, para alimentar nuestra fe, iluminar nuestra conciencia y seguir las enseñanzas del Evangelio.

En este domingo recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos. En particular, recemos por los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, a los que acabo de ordenar en la basílica de San Pedro. Un saludo a estos trece sacerdotes. Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siem-pre fieles al Maestro y guías sabios e iluminados del pueblo de Dios con-fiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pasto-res. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejemplo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conserva para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la leche. ¡Qué hermosa imagen! «Así vo-sotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía». Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermosa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.

A imitación de Jesús, todo pastor «a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo —el pastor debe ir a veces ade-lante—, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados» (Exhortación apostólicaEvangelii gaudium, 13). ¡Ojalá que todos los pastores sean así! Pero vosotros importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la gracia.

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Este domingo se celebra la Jornada mundial de oración por las voca-ciones. En el Mensaje de este año he recordado que «toda vocación (…) requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio» (n. 2). Por eso la llamada a seguir a Jesús es al mismo tiempo entusiasmante y comprometedora. Para que se realice, siempre es necesario entablar una profunda amistad con el Señor a fin de poder vivir de Él y para Él.

Recemos para que también en este tiempo muchos jóvenes oigan la voz del Señor, que siempre corre el riesgo de ser sofocada por otras mu-chas voces. Recemos por los jóvenes: quizá aquí, en la plaza, haya alguno que oye esta voz del Señor que lo llama al sacerdocio; recemos por él, si está aquí, y por todos los jóvenes que son llamados.

DIÁLOGO CON LOS ECLESIÁSTICOS ESTUDIANTES EN ROMA20140512. Discurso. Estudiantes de los colegios pontificios

Buenos días Santo Padre. Me llamo Daniel, vengo de los Estados Uni-dos, soy diácono y soy del Colegio Norteamericano. Nosotros venimos a Roma sobre todo para una formación académica y para respetar este compromiso. ¿Cómo hacer para no descuidar una formación sacerdotal integral, tanto a nivel personal como comunitario? Gracias.

Gracias por la pregunta. Es verdad: vuestro objetivo principal, aquí, es la formación académica: graduarse en esto, en aquello... Pero existe el pe-ligro del academicismo. Sí, los obispos os envían aquí para que tengáis un grado académico, pero también para regresar a la diócesis; y en la diócesis debéis trabajar en el presbiterio, como presbíteros, presbíteros con docto-rado. Y si uno cae en este peligro del academicismo, regresa no el padre, sino el «doctor». Y esto es peligroso. Hay cuatro pilares en la formación sacerdotal: esto lo he dicho muchas veces, quizás vosotros lo habéis escu-chado. Cuatro pilares: la formación espiritual, la formación académica, la formación comunitaria y la formación apostólica. Es verdad que aquí, en Roma, se enfatiza —porque para esto fuisteis enviados— la formación in-telectual; pero los otros pilares se deben cultivar, y los cuatro interactúan entre sí, y yo no entendería a un sacerdote que viene a hacer una especiali-zación aquí, a Roma, y que no tenga una vida comunitaria, esto no funcio-na; o que no cuide la vida espiritual —la misa cotidiana, la oración coti-diana, la lectio divina, la oración personal con el Señor— o la vida apostó-lica: el fin de semana hacer algo, cambiar un poco de aire, pero también aire apostólico, hacer algo allí... Es verdad que el estudio es una dimen-sión apostólica; pero es importante que también los otros tres pilares sean atendidos. El purismo académico no hace bien, no hace bien. Y por esto me ha gustado tu pregunta, porque me ha dado la oportunidad de deciros estas cosas. El Señor os ha llamado a ser sacerdotes, a ser presbíteros: esta es la regla fundamental. Y hay otra cosa que quisiera subrayar: si sólo se ve la parte académica, está el peligro de caer en las ideologías, y esto hace enfermar. Hace enfermar también la concepción de Iglesia. Para compren-der a la Iglesia es necesario entenderla por el estudio pero también por la

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oración, la vida comunitaria y la vida apostólica. Cuando caemos en una ideología, y vamos por ese camino, tendremos una hermenéutica no cris-tiana, una hermenéutica de la Iglesia ideológica. Y esto hace mal, esta es una enfermedad. La hermenéutica de la Iglesia debe ser la hermenéutica que la Iglesia misma nos ofrece, que la Iglesia misma nos da. Comprender a la Iglesia con ojos de cristiano; entender a la Iglesia con mente de cris -tiano; entender a la Iglesia con corazón de cristiano; entender a la Iglesia desde la actividad cristiana. De lo contrario, la Iglesia no se entiende, o se entiende mal. Por esto es importante destacar, sí, el trabajo académico por-que para esto fuisteis enviados; pero no descuidar los otros tres pilares: la vida espiritual, la vida comunitaria y la vida apostólica. No sé si esto res-ponde a tu pregunta... Gracias.

Buenos días, Santo Padre. Soy Tomás, de China. Soy un seminarista del Colegio Urbano. A veces, vivir en comunidad no es fácil: ¿qué nos aconseja partiendo incluso de su experiencia, para hacer de nuestra co-munidad un lugar de crecimiento humano y espiritual y de ejercicio de ca-ridad sacerdotal?

Una vez, un viejo obispo de América Latina decía: «Es mucho mejor el peor seminario que el no-seminario». Si uno se prepara al sacerdocio solo, sin comunidad, esto hace mal. La vida del seminario, o sea, la vida comunitaria, es muy importante. Es muy importante porque existe la fra-ternidad entre los hermanos, que caminan hacia el sacerdocio; pero tam-bién existen los problemas, las luchas: luchas de poder, luchas de ideas, incluso luchas ocultas; y vienen los vicios capitales: la envidia, los celos... Y vienen también las cosas buenas: las amistades, el intercambio de ideas, y esto es lo importante de la vida comunitaria. La vida comunitaria no es el paraíso, es el purgatorio al menos —no, no es eso... [ríen]— ¡pero no es el paraíso! Un santo de los jesuitas decía que la mayor penitencia, para él, era la vida comunitaria. Es verdad, ¿no? Por ello creo que debemos seguir adelante, en la vida comunitaria. Pero, ¿cómo? Hay cuatro o cinco cosas que nos ayudarán mucho. Nunca, nunca hablar mal de los demás. Si tengo algo contra otro, o que no estoy de acuerdo: ¡en la cara! Pero nosotros clé-rigos tenemos la tentación de no hablar en la cara, de ser demasiados di-plomáticos, ese lenguaje clerical... Pero, nos hace mal, ¡nos hace mal! Re-cuerdo una vez, hace 22 años: había sido apenas nombrado obispo, y tenía como secretario en esa vicaría —Buenos Aires está dividida en cuatro vi-carías—, en esa vicaría tenía como secretario a un sacerdote joven, recién ordenado. Y yo, en los primeros meses, hice algo, y tomé una decisión un poco diplomática —demasiado diplomática—, con las consecuencias que vienen de esas decisiones que no se toman en el Señor, ¿no? Y al final, le dije: «Pero mira qué problema este, no sé cómo arreglarlo...». Y él me mi-ró en la cara —¡un joven!— y me dijo: «Porque ha hecho mal. Usted no ha tomado una decisión paterna», y me dijo tres o cuatro cosas de esas fuertes. Muy respetuoso, pero me las dijo. Y luego, cuando se marchó, pensé: «A este no lo alejaré nunca del cargo de secretario: ¡este es un ver -dadero hermano!». En cambio, los que te dicen las cosas bonitas delante y luego por detrás no tan bonitas... Esto es importante... Las habladurías son

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la peste de una comunidad; se habla en la cara, siempre. Y si no tienes el valor de hablar en la cara, habla al superior o al director, y él te ayudará. ¡Pero no ir por las habitaciones de los compañeros a hablar mal! Se dice que criticar es cosa de mujeres, pero también de hombres, incluso nuestra. ¡Nosotros criticamos bastante! Y esto destruye a la comunidad. También, otra cosa es oír, escuchar las diversas opiniones y discutir las opiniones, pero bien, buscando la verdad, buscando la unidad: esto ayuda a la comu-nidad: mi padre espiritual una vez —yo era estudiante de filosofía, él era un filósofo, un metafísico, pero era un buen padre espiritual—, fui a él y salió el problema de que estaba enfadado con uno: «Pero, contra este, por-que esto, esto, esto...»; le dije al padre espiritual todo lo que tenía dentro. Y él me hizo sólo una pregunta: «Dime, ¿tú has orado por él?». Nada más. Y yo le dije: «No». Y él permaneció callado. «Hemos terminado», me di-jo. Rezar, rezar por todos los miembros de la comunidad, pero rezar prin-cipalmente por esos con los que tengo problemas o por esos que no quiero, porque no querer a una persona algunas veces es algo natural, instintivo. Rezar, y el Señor hará lo demás, pero rezar siempre. La oración comunita-ria. Estas dos cosas —no quisiera hablar mucho—, pero os aseguro que si hacéis estas dos cosas, la comunidad va adelante, se puede vivir bien, se puede discutir bien, se puede rezar bien juntos. Dos cosas pequeñas: no hablar mal de los demás y rezar por aquellos con quienes tengo proble-mas. Puedo decir más, pero creo que esto es suficiente.

Buenos días Santo Padre.Buenos días.Me llamo Charbel, soy un seminarista de Líbano y me estoy formando

en el Colegio «Sedes Sapientiae». Antes de hacerle la pregunta quiero agradecerle su cercanía a nuestro pueblo en Líbano y a todo Oriente Me-dio. Mi pregunta es ésta: el año pasado, usted dejó su tierra y su patria. ¿Qué nos recomienda para aprovechar mejor nuestra llegada y estancia en Roma?

Pero, es diferente... Vuestra llegada a Roma, respecto al traslado de la diócesis que me han hecho a mí, es un poco diferente, pero está bien... Re-cuerdo la primera vez que dejé [mi tierra] para venir a estudiar aquí... Pri-mero está la novedad, es la novedad de las cosas, y debemos ser pacientes con nosotros mismos. Los primeros tiempos es como un tiempo de noviaz-go: todo es hermoso, ah, las novedades, las cosas...; pero esto no se debe reprochar, ¡es así! A todos sucede esto, a todos sucede que las cosas sean así. Y luego, volviendo a uno de los pilares, ante todo la integración en la vida de comunidad y en la vida de estudio, directamente. Vine para esto, a hacer esto. Y después, buscar un trabajo para el fin de semana, un trabajo apostólico, es importante. No permanecer cerrados y no estar dispersos. Pero los primeros tiempos es el período de las novedades: «Quisiera hacer esto, ir a ese museo, o esta película, o esto, aquello...». Pero adelante, no os preocupéis, es normal que esto suceda. Pero luego, proceder con deter-minación. ¿Qué vine a hacer? Estudiar. ¡Estudia en serio! Y aprovechar las muchas oportunidades que nos da esta permanencia. La novedad de la universalidad: conocer gente de tantos sitios diversos, de tantos países di-

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versos, de tantas culturas diversas; la oportunidad del diálogo entre voso-tros: «Pero ¿cómo es esto en tu patria? Y, ¿cómo es aquello? Y en la mía es...». Este intercambio hace mucho bien, mucho bien. Creo que sencilla-mente no diría más. Pero no espantarse por esa alegría de las novedades: es la alegría del primer noviazgo, antes de que comiencen los problemas. Y adelante. Después, actuar con determinación.

Buenos días, Santo Padre. Soy Daniel Ortiz, y soy mexicano. Aquí en Roma vivo en el colegio «Maria Mater Ecclesiae». Su Santidad, en la fi-delidad a nuestra vocación necesitamos un constante discernimiento, vigi-lancia y disciplina personal. Usted ¿cómo hizo, cuando fue seminarista, cuando fue sacerdote, cuando fue obispo y ahora que es Pontífice? ¿Y qué nos aconseja al respecto? Gracias.

Gracias. Tú has dicho la palabra vigilancia. Esta es una actitud cristia-na: la vigilancia. La vigilancia sobre uno mismo: ¿qué ocurre en mi cora-zón? Porque donde está mi corazón está mi tesoro. ¿Qué ocurre ahí? Di-cen los padres orientales que se debe conocer bien si mi corazón está tur-bado o si mi corazón está tranquilo. Primera pregunta: vigilancia de tu co-razón: ¿está en turbulencia? Si está en turbulencia, no se puede ver qué hay dentro. Como el mar, ¿no? No se ven los peces cuando el mar está así... El primer consejo, cuando el corazón está en turbulencia, es el conse-jo de los padres rusos: ir bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Recor-daos que la primera antífona latina es precisamente esta: en los momentos de turbulencia, buscar refugio bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Es la antífona «Sub tuum praesidium confugimus, Sancta Dei Genitrix»: es la primera antífona latina de la Virgen. Es curioso, ¿no? Vigilar. ¿Hay turbulencia? Ante todo ir allí, y allí esperar a que haya un poco de calma: con la oración, con la confianza en la Virgen... Alguno me dirá: «Pero, pa-dre, en este tiempo de tanta modernidad buena, de la psiquiatría, de la psi-cología, en estos momentos de turbulencia creo que sería mejor ir al psi-quiatra para que me ayude...». No descarto esto, pero ante todo ir a la Ma-dre: porque un sacerdote que se olvida de la Madre, y sobre todo en los momentos de turbulencia, le falta algo. Es un sacerdote huérfano: ¡se ha olvidado de su mamá! Y en los momentos difíciles, es cuando el niño va con la mamá, siempre. Y nosotros somos niños en la vida espiritual, ¡esto no olvidarlo nunca! Vigilar cómo está mi corazón. Tiempo de turbulencia, ir a buscar refugio bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Así dicen los monjes rusos, y en verdad es así. Después, ¿qué hago? Busco entender lo que sucede, pero siempre con paz. Entender con paz. Luego, vuelve la paz y puedo hacer ladiscussio conscientiae. Cuando estoy en paz, no hay tur-bulencia: «¿Qué ocurrió hoy en mi corazón?». Y esto es vigilar. Vigilar no es ir a la sala de tortura, ¡no! Es mirar el corazón. Debemos ser dueños de nuestro corazón. ¿Qué siente mi corazón, qué busca? ¿Qué me ha hecho feliz hoy y qué no me ha hecho feliz? No terminar la jornada sin hacer es-to. Una pregunta que yo hacía, como obispo, a los sacerdotes es: «Dime, ¿cómo vas a la cama?». Y ellos no entendían. «¿Pero qué quiere decir?». «Sí, ¿cómo terminas la jornada?». «Oh, destruido, padre, porque hay mu-cho trabajo, la parroquia, tanto... Luego ceno un poco, como algo y me

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voy a la cama, miro la tv y me distiendo un poco...». «¿Y no pasas antes por el sagrario?». Hay cosas que nos hacen ver dónde está nuestro cora-zón. Nunca, nunca —y esta es la vigilancia—, nunca terminar la jornada sin ir un poco allí, ante el Señor; mirar y preguntar: «¿Qué sucedió en mi corazón?». En momentos tristes, en momentos felices: ¿cómo era esa tris-teza?, ¿cómo era esa alegría? Esta es la vigilancia. Vigilar también las de-presiones y los entusiasmos. «Hoy me siento decaído, no sé qué sucede». Vigilar: ¿por qué estoy decaído? ¿Deberías tal vez ir a alguien que te ayu-de?... Esto es vigilancia. «Oh, ¡estoy alegre!». Pero ¿por qué hoy estoy alegre? ¿Qué sucedió en mi corazón? Esto no es una introspección estéril, no, no. Esto es conocer el estado de mi corazón, mi vida, cómo camino en la senda del Señor. Porque, si no hay vigilancia, el corazón va a cualquier lado; y la imaginación viene detrás: «ve, ve...»; y luego se puede acabar mal. Me gusta la pregunta sobre la vigilancia. No son cosas antiguas, no son cosas superadas. Son cosas humanas, y como todas las cosas humanas son eternas. Las llevaremos siempre con nosotros. Vigilar el corazón era precisamente la sabiduría de los primeros monjes cristianos, enseñaban es-to, a vigilar el corazón.

¿Puedo hacer un paréntesis? ¿Por qué he hablado de la Virgen? Os aconsejaré esto que dije antes, buscar refugio... Una hermosa relación con la Virgen; la relación con la Virgen nos ayuda a tener una hermosa rela-ción con la Iglesia: las dos son Madres... Vosotros conocéis el hermoso pasaje de san Isaac, el abad de La Estrella: lo que se puede decir de María se puede decir de la Iglesia y también de nuestra alma. Las tres son femen-inas, las tres son Madres, las tres dan vida. La relación con la Virgen es una relación de hijo... Vigilad sobre esto: si no se tiene una buena relación con la Virgen, hay algo de huérfano en mi corazón. Yo recuerdo, una vez, hace 30 años, estaba en el Norte de Europa: tenía que ir allí por la educa-ción de la Universidad de Córdoba, en la que yo era en ese momento vice-canciller. Y me invitó una familia de católicos practicantes; un país dema-siado secularizado era ese. Y en la cena había muchos niños, eran católi-cos practicantes, los dos profesores universitarios, los dos también cate-quistas. A un cierto punto, hablando de Jesucristo —¡entusiasmados de Je-sucristo!, hablo de hace 30 años— dijeron: «Sí, gracias a Dios hemos su-perado la etapa de la Virgen...». ¿Y cómo es esto?, dije. «Sí, porque he-mos conocido a Jesucristo, y no tenemos más necesidad de ella». Yo que-dé un poco dolido, no entendí bien. Y hablamos un poco de esto. Y esto ¡no es madurez! No es madurez. Olvidar a la madre es una cosa fea... Y, para decirlo de otra manera: si tú no quieres a la Virgen como Madre, ¡se-guro que la tendrás como suegra! Y esto no es bueno. Gracias.

¡Viva Jesús, viva María! Gracias, Santo Padre, por tus palabras sobre la Virgen. Me llamo don Ignacio y vengo de Manila, Filipinas. Estoy rea-lizando mi doctorado en mariología en la Pontificia Facultad Teológica «Marianum», y resido en el Pontificio Colegio Filipino. Santo Padre, mi pregunta es: la Iglesia tiene necesidad de pastores capaces de guiar, go-bernar, comunicar como nos exige el mundo de hoy. ¿Cómo se aprende y se ejerce el liderazgo en la vida sacerdotal, asumiendo el modelo de Cris-

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to que se abajó asumiendo la cruz, la muerte de cruz, y asumiendo la con-dición de siervo hasta la muerte de cruz? Gracias.

¡Pero tu obispo es un gran comunicador!Es el cardenal Tagle...El liderazgo... este es el centro de la pregunta... Hay un solo camino —

luego hablaré de los pastores— pero para el liderazgo hay un solo camino: el servicio. No hay otro. Si tú tienes muchas cualidades —comunicar, etc.— pero no eres un servidor, tu liderazgo caerá, no sirve, no es capaz de convocar. Solamente el servicio: estar al servicio... Recuerdo a un padre espiritual muy bueno, la gente iba a él, tanto que algunas veces no podía rezar todo el breviario. Y por la noche, iba al Señor y le decía: «Señor, mi-ra, no he hecho tu voluntad, ¡pero tampoco la mía! ¡He hecho la voluntad de los demás!». Así, los dos —el Señor y él— se consolaban. El servicio es hacer, muchas veces, la voluntad de los demás. Un sacerdote que traba-jaba en un barrio muy humilde —¡muy humilde!—, una villa miseria, una favela, dijo: «Yo necesitaría cerrar las ventanas, las puertas, todas, porque a un cierto punto es mucho, mucho, lo que me vienen a pedir: esta cosa es-piritual, esta cosa material, que al final quisiera cerrar todo. Pero esto no es del Señor», decía. Es verdad: cuando no existe el servicio, tú no puedes guiar a un pueblo. El servicio del pastor. El pastor debe estar siempre a disposición de su pueblo. El pastor debe ayudar al pueblo a crecer, a cami-nar. Ayer, en la lectura me llamó la atención que en el Evangelio se decía el verbo «sacar»: el pastor saca a las ovejas para que vayan a buscar la hierba. Me llamó la atención: las hace salir, ¡las hace salir con fuerza! El original tiene un cierto tono de esto: hace salir, pero con fuerza. Es co-mo expulsar: «ve, ¡ve!». El pastor que hace crecer a su pueblo y que va siempre con su pueblo. Algunas veces, el pastor debe ir delante, para indi-car el camino; otras veces, en medio, para conocer qué sucede; muchas ve-ces, detrás, para ayudar a los últimos y también para seguir el olfato de las ovejas que saben dónde está la hierba buena. El pastor... San Agustín, re-tomando a Ezequiel, dice que debe estar al servicio de las ovejas y destaca dos peligros: el pastor que explota a las ovejas para comer, para enrique-cerse, por intereses económicos, material, y el pastor que explota a las ovejas para vestirse bien. La carne y la lana. Dice san Agustín. Leed ese bello sermón De pastoribus. Es necesario leerlo y releerlo. Sí, son los dos pecados de los pastores: el dinero, que llegan a ser ricos y hacen las cosas por dinero —pastores especuladores—; y la vanidad, son los pastores que se creen en un nivel superior al de su pueblo, indiferentes... pensemos, los pastores-príncipes. El pastor-especulador y el pastor-príncipe. Estas son las dos tentaciones que san Agustín, retomando el pasaje de Ezequiel, menciona en su sermón. Es verdad, un pastor que se busca a sí mismo, ya sea por el camino del dinero, ya sea por el camino de la vanidad, no es un servidor, no tiene un verdadero liderazgo. La humildad debe ser el arma del pastor: humilde, siempre al servicio. Debe buscar el servicio. Y no es fácil ser humilde, no, ¡no es fácil! Dicen los monjes del desierto que la va-nidad es como la cebolla. Cuando tomas una cebolla y comienzas a desho-jar, y te sientes vanidoso y comienzas a deshojar la vanidad. Sigues y si-

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gues, y otra capa, y otra, y otra, y otra... al final, llegas a... nada. «Ah, gra-cias a Dios, he deshojado la cebolla, he deshojado la vanidad». Haz así, y ¡tienes el olor de la cebolla! Así dicen los padres del desierto. La vanidad es así. Una vez escuché a un jesuita, bueno, un buen hombre, pero era muy vanidoso, muy vanidoso… Y todos nosotros le decíamos: «¡Tú eres vani-doso!», pero era tan bueno que le perdonábamos todo. Y se fue a hacer los ejercicios espirituales, y cuando regresó nos dijo, a nosotros, en la comu-nidad: «¡Qué hermosos ejercicios! He hecho ocho días de cielo, y he en-contrado que era muy vanidoso. Pero gracias a Dios, ¡he vencido todas las pasiones!». La vanidad es así. Es tan difícil quitar la vanidad de un sacer-dote. Pero el pueblo de Dios te perdona muchas cosas: te perdona si has tenido una caída, afectiva, te lo perdona. Te perdona si has tenido un caída con un poco de vino, te lo perdona. Pero no te perdona si eres un pastor apegado al dinero, si eres un pastor vanidoso que no trata bien a la gente. Porque el vanidoso no trata bien a la gente. Dinero, vanidad y orgullo. Los tres escalones que nos llevan a todos los pecados. El pueblo de Dios en-tiende nuestras debilidades, y las perdona; pero estas dos, ¡no las perdona! El apego al dinero no lo perdona en el pastor. Y no tratarles bien a ellos, no lo perdonan. Es curioso, ¿no? Estos dos defectos, debemos luchar para no tenerlos. Luego, el liderazgo debe ir con el servicio, pero con un amor personal a la gente. De un párroco, una vez oí esto: «Este hombre conocía el nombre de toda la gente de su barrio, ¡incluso el nombre de los perros!». Es hermoso. Era cercano, conocía a cada uno, sabía la historia de todas las familias, sabía todo. Y ayudaba. Era muy cercano... Cercanía, servicio, humildad, pobreza y sacrificio. Recuerdo a los antiguos párrocos de Buenos Aires, cuando no existía el celular, la secretaría telefónica, dor-mían con el teléfono al lado. Nadie moría sin los Sacramentos. Les llama-ban a cualquier hora, se levantaban e iban. Servicio, servicio. Y como obispo, sufría cuando llamaba a una parroquia y me respondía la secretaría telefónica... ¡Así no hay liderazgo! ¿Cómo puedes conducir un pueblo si no lo escuchas, si no estás al servicio? Estas son las cosas que me surgen así, un poco... no en orden, pero para responder a tu pregunta...

Buenos días, Santo Padre.Buenos días.Me llamo don Sèrge, vengo de Camerún. Mi formación se lleva a cabo

en el Colegio San Pablo Apóstol. He aquí la pregunta: cuando volvamos a nuestras diócesis y comunidades, seremos llamados a nuevas responsabi-lidades ministeriales y a nuevas tareas formativas. ¿Cómo podemos hacer convivir de modo equilibrado todas las dimensiones de la vida ministe-rial: la oración, los compromisos y las tareas formativas sin descuidar ninguna de ellas? Gracias.

Hay una cuestión a la que no he respondido: se fue tal vez —¡el in-consciente deshonesto!— y quiero unirla a esta. Me preguntaban: «¿Cómo hace usted, como Papa, estas cosas?». También la tuya... Yo responderé a la tuya, contando, con toda sencillez, qué hago para no descuidar las co-sas. La oración. Yo, por la mañana, trato de rezar laudes y también hacer un poco de oración, la lectio divina, con el Señor. Cuando me levanto. Pri-

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mero leo los «cifrados», y luego hago esto. Y después, celebro la misa. Luego, comienza el trabajo: el trabajo que un día es de una manera, otro día de otra manera... trato de hacerlo con orden. A mediodía como, luego un poco de siesta; después de la siesta, a las tres —disculpadme— rezo Vísperas, a las tres... Si no se rezan a esa hora, ya no se rezarán. Sí, y tam-bién la lectura, el Oficio de lectura del día siguiente. Luego el trabajo de la tarde, las cosas que debo hacer... Más tarde, hago un rato de adoración y rezo el rosario; cena, y se acaba. Este es el esquema. Pero algunas veces no se puede hacer todo, porque me dejo llevar por exigencias no pruden-tes: demasiado trabajo, o creer que si no hago esto hoy, no lo hago maña-na... cae la adoración, cae la siesta, cae esto... Y también aquí la vigilan-cia: vosotros volveréis a la diócesis y os sucederá esto que me pasa a mí: es normal. El trabajo, la oración, un poco de espacio para descansar, salir de casa, caminar un poco, todo esto es importante... pero debéis ajustarlo con la vigilancia y también con los consejos... Lo ideal es terminar el día cansados: esto es lo ideal. No tener necesidad de tomar pastillas: acabar cansado. Pero con un buen cansancio, no con un cansancio imprudente, porque eso hace mal a la salud y a la larga se paga caro. Miro la cara de Sandro, que ríe y dice: «Pero usted no hace esto». Es verdad. Esto es lo ideal, pero no siempre lo hago, porque también yo soy pecador, y no siem-pre soy tan ordenado. Pero esto debes hacer...

¡Buenos días Santo Padre! Soy Fernando Rodríguez, un sacerdote re-cién ordenado de México. Recibí la ordenación hace un mes y vivo en el Colegio mexicano. Santo Padre, usted nos ha recordado que la Iglesia ne-cesita una nueva evangelización. En efecto, en la Evangelii gaudium, us-ted se detuvo en la preparación de la predicación, en la homilía y en el anuncio como forma de un diálogo apasionado entre un pastor y su pue-blo. ¿Podría volver sobre este tema de la nueva evangelización? Y tam-bién, Santidad, nos preguntamos cómo debería ser un sacerdote para la nueva evangelización. ¿Cuál o cuáles deberían ser sus rasgos caracterís-ticos? Gracias.

Cuando san Juan Pablo II habló sobre la nueva evangelización —yo creía que era la primera vez, pero luego me dijeron que no era la primera vez—, fue en Santo Domingo en 1992. Y él dijo que debe ser nueva en la metodología, en el ardor, en el celo apostólico, y la tercera no la recuer-do... ¿Quién la recuerda? ¡La expresión! Buscar una expresión que se adapte a la unicidad de los tiempos. Y, para mí, en el Documento de Apa-recida está muy claro. Este Documento de Aparecida desarrolla bien esto. Para mí la evangelización requiere salir de sí mismo; requiere la dimen-sión del trascendente: el trascendente en la adoración de Dios, en la con-templación, y el trascendente hacia los hermanos, hacia la gente. ¡Salir de, salir de! Para mí esto es como el núcleo de la evangelización. Y salir sig-nifica llegar a, es decir cercanía. Si tú no sales de ti mismo, jamás tendrás cercanía. Cercanía. Ser cercano a la gente, ser cercano a todos, a todos aquellos a quienes debemos ser cercanos. Toda la gente. Salir. Cercanía. No se puede evangelizar sin cercanía. Cercanía, pero cordial; cercanía de amor, incluso cercanía física; ser cercano-a. Y tú has relacionado la homi-

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lía allí. El problema de las homilías aburridas —por decirlo así—, el pro-blema de las homilías aburridas es que no hay cercanía. Precisamente en la homilía se mide la cercanía del pastor con su pueblo. Si tú hablas en la homilía, pensemos en 20, 25 ó 30, 40 minutos —esto no es una fantasía, ¡esto sucede!—, y hablas de cosas abstractas, de verdades de la fe, tú no haces una homilía, das clases. Es otra cosa. Tú no eres cercano a la gente. Por esto es importante la homilía: para medir, para conocer bien la cerca-nía del sacerdote. Creo que en general nuestras homilías no son buenas, no son precisamente del género literario homilético: son conferencias, o son lecciones, o son reflexiones. Pero la homilía —y esto preguntadlo a los profesores de teología—, la homilía en la misa, la Palabra es Dios fuerte, es un sacramental. Para Lutero era casi un sacramento: era ex opere ope-rato, la Palabra predicada; para otros es sólo ex opere operantis. Pero creo que está en el centro, un poco de ambas. La teología de la homilía es un poco casi un sacramental. Es distinto del decir palabras sobre un tema. Es otra cosa. Supone oración, supone estudio, supone conocer a las personas a las cuales tú hablarás, supone cercanía. Acerca de la homilía, para ir bien en la evangelización, debemos ir bastante adelante, estamos con cierto re-traso. Es uno de los puntos de la conversión que la Iglesia necesita hoy: adecuar bien las homilías, para que la gente comprenda. Y, luego, después de ocho minutos, la atención desaparece. Una homilía de más de ocho mi-nutos, diez minutos no es bueno. Debe ser breve, debe ser fuerte. Os acon-sejo dos libros, de mis tiempos, pero son buenos, para este aspecto de la homilía, porque os ayudarán mucho. Primero, «La teología de la predica-ción», de Hugo Rahner. No de Karl, de Hugo. Se puede leer bien Hugo, Karl es difícil de leer. Esta es una joya: «Teología de la predicación». Y el otro es el del padre Domenico Grasso, que nos introduce en lo que es la homilía. Creo que tiene el mismo título: «Teología de la predicación». Os ayudará bastante esto. La cercanía, la homilía… Hay otra cosa que quiero decir… Salir, cercanía, la homilía como medida de cómo soy cercano al pueblo de Dios. Y otra categoría que me gusta usar es la de las periferias. Cuando uno sale no debe ir sólo hasta la mitad de un camino, sino llegar al final. Algunos dicen que se debe comenzar la evangelización desde los más lejanos, como hacía el Señor. Esto es lo que se me ocurre decir acerca de tu pregunta. Pero esto de la homilía es verdad: para mí es uno de los problemas que la Iglesia debe estudiar y convertirse. Las homilías, las ho-milías: no se trata de dar clases, no son conferencias, son otra cosa. A mí me gusta cuando los sacerdotes se reúnen dos horas para preparar la homi-lía del próximo domingo, porque se da un clima de oración, de estudio, de intercambio de opiniones. Esto es bueno, hace bien. Prepararla con otro, esto funciona muy bien.

¡Alabado sea Jesucristo! Me llamo Voicek, vivo en el Pontificio Cole-gio Polaco y estudio teología moral. Santo Padre, el ministerio presbite-ral al servicio de nuestro pueblo siguiendo el ejemplo de Cristo y de su misión, ¿qué nos recomienda para permanecer dispuestos y alegres en el servicio del pueblo de Dios? ¿Qué cualidades humanas nos aconseja y

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nos recomienda cultivar para ser imagen del Buen Pastor y vivir lo que usted ha llamado «la mística del encuentro»?

He hablado de algunas cosas que se deben hacer en la oración, princi-palmente. Pero tomo tu última palabra para hablar de una cosa, que se ha de sumar a todas las que he dicho, que se han dicho y que conducen preci-samente a tu pregunta. «La mística del encuentro», has dicho. El encuen-tro. La capacidad de encontrarse. La capacidad de escuchar, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el camino, el método, muchas cosas. Este encuentro. Y significa también no asustarse, no asus-tarse de las cosas. El buen pastor no debe asustarse. Tal vez tiene temor dentro, pero no se asusta jamás. Sabe que el Señor le ayuda. El encuentro con las personas por las que tú debes tener atención pastoral; el encuentro con tu obispo. Es importante el encuentro con el obispo. Es importante también que el obispo deje espacio para el encuentro. Es importante… porque, sí, algunas veces se escucha: «¿Has dicho esto a tu obispo? Sí, he pedido audiencia, pero hace cuatro meses que he pedido audiencia. ¡Estoy esperando!». Esto no es bueno, no. Ir al encuentro del obispo y que el obispo se deje encontrar. El diálogo. Pero sobre todo quisiera hablar de una cosa: el encuentro entre los sacerdotes, entre vosotros. La amistad sacerdotal: esto es un tesoro, un tesoro que se debe cultivar entre vosotros. La amistad sacerdotal. No todos pueden ser amigos íntimos. Pero qué her-mosa es una amistad sacerdotal. Cuando los sacerdotes, como dos herma-nos, tres hermanos, cuatro hermanos se conocen, hablan de sus problemas, de sus alegrías, de sus expectativas, tantas cosas… Amistad sacerdotal. Buscad esto, es importante. Ser amigos. Creo que esto ayuda mucho a vi-vir la vida sacerdotal, a vivir la vida espiritual, la vida apostólica, la vida comunitaria y también la vida intelectual: la amistad sacerdotal. Si me en-contrase a un sacerdote que me dice: «Yo jamás he tenido un amigo», pen-saría que este sacerdote no ha tenido una de las alegrías más hermosas de la vida sacerdotal, la amistad sacerdotal. Es lo que os deseo a vosotros. Os deseo que seáis amigos de quienes el Señor te pone delante para la amis-tad. Deseo esto en la vida. La amistad sacerdotal es una fuerza de perseve-rancia, de alegría apostólica, de valentía, también de sentido del humor. Es hermoso, hermosísimo. Esto es lo que pienso.

Os agradezco la paciencia. Y ahora podemos dirigirnos a la Virgen, pedir la bendición…

PARA CONOCER A JESÚS: ORAR, CELEBRAR, IMITAR20140516. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Pensemos en estas tres puertas y nos harán bien a todos» dijo, sugi-riendo iniciar con la lectura del Evangelio, que muy a menudo permanece «lleno de polvo, porque jamás se abre. Tómalo, ábrelo —exhortó— y en-contrarás a Jesús».

Después de haber recordado que la reflexión precedente se había cen-trado en el hecho de que «la vida cristiana es siempre seguir el camino y no ir solos», siempre «en la Iglesia, en el pueblo de Dios», el obispo de

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Roma hizo notar cómo en las lecturas de la liturgia del día —tomadas de los Hechos de los apóstoles (13, 26-33) y del Evangelio de san Juan (14, 1-6)— es Jesús mismo quien nos dice «que Él es el camino: Yo soy el ca-mino, la verdad y la vida. Todo. Yo te doy la vida, yo me manifiesto como verdad y si tú vienes conmigo, soy el camino». He aquí entonces que para conocer a quien se presenta como «camino, verdad y vida», es necesario ponerse «en camino». Es más, según el Papa Francisco «el conocimiento de Jesús es el trabajo más importante de nuestra vida». También porque conociéndole se llega a conocer al Padre.

Pero, se preguntó el Pontífice, ¿cómo podemos conocer a Jesús?». Con quienes responden que «se debe estudiar mucho» el obispo de Roma dijo estar de acuerdo e invitó a «estudiar el catecismo: un hermoso libro, el Ca-tecismo de la Iglesia católica, debemos estudiarlo». Pero, en seguida aña-dió, que no se puede limitar a «creer que conoceremos a Jesús sólo con el estudio». Alguno, de hecho, tiene esta fantasía de que las ideas, sólo las ideas, nos llevarán al conocimiento de Jesús». También «entre los prime-ros cristianos» algunos pensaban de ese modo «y al final acabaron un po-co enredados en sus pensamientos». Porque «las ideas solas no dan vida» y, por lo tanto, quien va por este camino «termina en un laberinto» del que «no sale más». Precisamente por este motivo, desde los inicios, en la Igle-sia «existen las herejías», las cuales son este «buscar entender sólo con nuestra mente quién es Jesús». Al respecto el Papa recordó las palabras de «un gran escritor inglés», Gilbert Keith Chesterton, que definía la herejía como una idea convertida en locura. En efecto, dijo el Papa, «es así: cuan-do las ideas están solas, se convierten en locuras».

De aquí la indicación de las tres puertas que hay que abrir para «cono-cer a Jesús». Deteniéndose en la primera —orar— el Pontífice reafirmó que «el estudio sin la oración no sirve. Los grandes teólogos hacen teolo-gía de rodillas». Si, «con el estudio nos acercamos un poco, sin la oración jamás conoceremos a Jesús».

En cuanto a la segunda —celebrar— el obispo de Roma afirmó que también la oración sola «no basta; es necesaria la alegría de la celebración: celebrar a Jesús en sus sacramentos, porque ahí nos da la vida, nos da la fuerza, nos da la comida, nos da el consuelo, nos da la alianza, nos da la misión. Sin la celebración de los sacramentos no llegaremos a conocer a Jesús. Y esto es propio de la Iglesia».

Al final, para abrir la tercera puerta, la de la imitación de Cristo, la consigna es coger el Evangelio para descubrir allí «qué hizo Él, cómo era su vida, qué nos dijo, qué nos enseñó», para poder «intentar imitarle».

Como conclusión el Papa explicó que atravesar estas tres puertas signi-fica «entrar en el misterio de Jesús». De hecho nosotros «podemos cono-cerlo solamente si somos capaces de entrar en su misterio». Y no hay que tener miedo de hacerlo. Al final de la homilía el Papa Francisco invitó a pensar «durante la jornada, cómo va la puerta de la oración en mi vida: pe-ro —precisó— la oración del corazón», la verdadera.

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EL AMOR TRANSFORMA EL SUFRIMIENTO20140517. Discurso. A la asociación Obreros de la Cruz

Vosotros festejáis el centenario del nacimiento de vuestro fundador, el beato Luigi Novarese, sacerdote enamorado de Cristo y de la Iglesia y fer-viente apóstol de los enfermos. Su experiencia personal de sufrimiento, que vivió durante su infancia, lo hizo muy sensible al dolor humano. Por eso fundó los Silenciosos Obreros de la Cruzy el Centro Voluntarios del Sufrimiento, que aún hoy continúan su obra.

Quisiera recordar con vosotros una de las bienaventuranzas: «Bien-aventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt5, 5). Con esta palabra profética Jesús se refiere a una condición de la vida terrena que no falta a nadie. Hay quien llora porque no tiene salud, quien llora porque está solo o porque es incomprendido. Los motivos del sufrimiento son muchos. Jesús experimentó en este mundo la aflicción y la humilla-ción. Tomó los sufrimientos humanos, los asumió en su carne, los vivió hasta el fondo uno por uno. Conoció todo tipo de aflicción, las morales y físicas: experimentó el hambre y el cansancio, la amargura de la incom-prensión, fue traicionado y abandonado, flagelado y crucificado.

Pero al decir «bienaventurados los que lloran», Jesús no pretende de-clarar feliz una condición desfavorable y gravosa de la vida. El sufrimien-to no es un valor en sí mismo, sino una realidad que Jesús nos enseña a vi-vir con la actitud justa. Existen, en efecto, formas justas y formas erróneas de vivir el dolor y el sufrimiento. Una actitud equivocada es la de vivir el dolor de manera pasiva, dejándose llevar con inercia y resignándose. Tam-poco la reacción de la rebelión y el rechazo es una actitud justa. Jesús nos enseña a vivir el dolor aceptando la realidad de la vida, con confianza y esperanza, poniendo el amor de Dios y del prójimo también en el sufri-miento: el amor es lo que transforma todo.

Esto es precisamente lo que os enseñó el beato Luigi Novarese, edu-cando a los enfermos y descapacitados a valorar sus sufrimientos dentro de una acción apostólica llevada adelante con fe y amor por los demás. Él siempre decía: «Los enfermos deben sentirse los autores del propio apos-tolado». Una persona enferma, discapacitada, puede convertirse en sostén y luz para las demás personas que sufren, trasformando así el ambiente en el que vive.

Con este carisma vosotros sois un don para la Iglesia. Vuestros sufri-mientos, como las llagas de Jesús, por un lado son escándalo para la fe, pero por otro, son verificación de la fe, signo de que Dios es Amor, es fiel, es misericordioso, es consolador. Unidos a Cristo resucitado vosotros sois «sujeto activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación» (Exhort. ap.Christifideles laici, 54). Os animo a estar cerca de los que su-fren en vuestras parroquias, como testigos de la Resurrección. Así enri-quecéis a la Iglesia y colaboráis con la misión de los pastores, orando y ofreciendo vuestros sufrimientos también por ellos. ¡Os agradezco mucho esto!

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Queridos amigos, que la Virgen os ayude a ser auténticos «obreros de la Cruz» y verdaderos «voluntarios del sufrimiento», viviendo las cruces y los sufrimientos con fe y con amor, junto con Cristo. Os bendigo, y os pi -do por favor que recéis por mí. ¡Gracias!

Antes de recibir la bendición, os invito a todos vosotros a rezar a la Virgen nuestra madre. Ella sabe, ella conoce los sufrimientos y nos ayuda siempre en los momentos más difíciles.

CÓMO SE RESUELVEN LOS CONFLICTOS EN LA IGLESIA20140518. Ángelus

Hoy la lectura de los Hechos de los Apóstoles nos hace ver que tam-bién en la Iglesia de los orígenes surgen las primeras tensiones y las pri-meras divergencias. En la vida, los conflictos existen, la cuestión es cómo se afrontan. Hasta ese momento la unidad de la comunidad cristiana había sido favorecida por la pertenencia a una única etnia, y a una única cultura, la judía. Pero cuando el cristianismo, que por voluntad de Jesús está desti-nado a todos los pueblos, se abrió al ámbito cultural griego, faltaba esa ho-mogeneidad y surgieron las primeras dificultades. En ese momento creció el descontento, había quejas, corrían voces de favoritismos y desigualdad de trato. Esto sucede también en nuestras parroquias. La ayuda de la co-munidad a las personas necesitadas —viudas, huérfanos y pobres en gene-ral—, parecía privilegiar a los cristianos de origen judío respecto a los de-más.

Entonces, ante este conflicto, los Apóstoles afrontaron la situación: convocaron a una reunión abierta también a los discípulos, discutieron juntos la cuestión. Todos. Los problemas, en efecto, no se resuelven simu-lando que no existan. Y es hermosa esta confrontación franca entre los pastores y los demás fieles. Se llegó, por lo tanto, a una subdivisión de las tareas. Los Apóstoles hicieron una propuesta que fue acogida por todos: ellos se dedicarán a la oración y al ministerio de la Palabra, mientras que siete hombres, los diáconos, proveerán al servicio de las mesas de los po-bres. Estos siete no fueron elegidos por ser expertos en negocios, sino por ser hombres honrados y de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría; y fueron constituidos en su servicio mediante la imposición de las manos por parte de los Apóstoles. Y, así, de ese descontento, de esa queja, de esas voces de favoritismo y desigualdad de trato, se llegó a una solución. Confrontándonos, discutiendo y rezando, así se resuelven los conflictos en la Iglesia. Confrontándonos, discutiendo y rezando. Con la certeza de que las críticas, la envidias y los celos no podrán jamás condu-cirnos a la concordia, a la armonía o a la paz. También allí fue el Espíritu Santo quien coronó este acuerdo; y esto nos hace comprender que cuando dejamos la conducción al Espíritu Santo, Él nos lleva a la armonía, a la unidad y al respeto de los diversos dones y talentos. ¿Habéis entendido bien? Nada de críticas, nada de envidias, nada de celos. ¿Entendido?

Que la Virgen María nos ayude a ser dóciles al Espíritu Santo, para que sepamos estimarnos mutuamente y converger cada vez más profunda-

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mente en la fe y en la caridad, teniendo el corazón abierto a las necesida-des de los hermanos.

DOBLE TRASCENDENCIA: ORACIÓN Y CERCANÍA AL PUEBLO20140519. Discurso. A los obispos mexicanos en visita ad limina

[Palabras introductorias del Santo Padre]Les agradezco la visita. Yo aprendí mucho de lo que me iban diciendo.

Me quedaron preocupaciones serias de las Iglesias de ustedes: algunas su-fren mucho los problemas que el Señor Cardenal acaba de mencionar. Son problemas serios, pero veo que las Iglesias de ustedes están como consoli-dadas sobre un cimiento muy fuerte. En ustedes parece que es más fuerte la Madre del Señor... Y eso es muy importante, ¡muy importante! María no les va a dejar solos frente a tantos problemas y dolorosos... Parte de sus hijos que cruzan la frontera, todos los problemas de la emigración, los que no llegan al otro lado... Son hijos que mueren, muertos por sicarios alqui-lados...Todo ese problema serio de la droga, que hoy en día se está ofre-ciendo muy seriamente; o cuando un campesino te dice: “¿Y qué querés que haga? Si cultivando maíz vivo todo el mes, cultivando amapola vivo todo el año”. Y ustedes con su pueblo siempre. Por eso, la única recomen-dación que yo les diría es ésta, de corazón, –las escritas son también de corazón, pero esta es más de corazón–: la doble trascendencia. Trascender, en la oración al Señor. ¡No dejen la oración!, ese negociar con Dios del Obispo por su pueblo. No lo dejen. Y la segunda trascendencia: cercanía con su pueblo. Esas dos cosas. Adelante, y con esa doble tensión, adelan-te. Y recen por mí que yo rezo por ustedes y muchas gracias.

 [Texto escrito entregado por el Papa a los obispos]Queridos hermanos en el episcopado:En estos últimos años, la celebración del Bicentenario de la Indepen-

dencia de México y del Centenario de la Revolución Mexicana ha consti-tuido una ocasión propicia para unir esfuerzos en favor de la paz social y de una convivencia justa, libre y democrática. A esto mismo los animó mi predecesor Benedicto XVI invitándolos a “no dejarse amedrentar por las fuerzas del mal, a ser valientes y trabajar para que la savia de sus propias raíces cristianas haga florecer su presente y su futuro” (Despedida en el Aeropuerto de Guanajuato, 26 marzo 2012).

Como en muchos otros países latinoamericanos, la historia de México no puede entenderse sin los valores cristianos que sustentan el espíritu de su pueblo. No es ajena a esto Santa María de Guadalupe, Patrona de toda América, que en más de una oportunidad, con ternura de Madre, ha contri-buido a la reconciliación y a la liberación integral del pueblo mexicano, no con la espada y a la fuerza, sino con el amor y la fe. Ya desde el principio, la “Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive” pidió a San Juan Diego que le construyera “una Casita” en la que pudiera acoger maternal-mente tanto a los que “están cerca” como a los que “están lejos” (Nican Mopohua, n. 26).

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En la actualidad, las múltiples violencias que afligen a la sociedad me-xicana, particularmente a los jóvenes, constituyen un renovado llamamien-to a promover este espíritu de concordia a través de la cultura del encuen-tro, del diálogo y de la paz. A los Pastores no compete, ciertamente, apor-tar soluciones técnicas o adoptar medidas políticas, que sobrepasan el ám-bito pastoral; sin embargo, no pueden dejar de anunciar a todos la Buena Noticia: que Dios, en su misericordia, se ha hecho hombre y se ha hecho pobre (cf. 2 Co 8, 9), y ha querido sufrir con quienes sufren, para salvar-nos. La fidelidad a Jesucristo no puede vivirse sino como solidaridad com-prometida y cercana con el pueblo en sus necesidades, ofreciendo desde dentro los valores del Evangelio.

Conozco vuestros desvelos por los más necesitados, por quienes care-cen de recursos, los desempleados, los que trabajan en condiciones infra-humanas, los que no tienen acceso a los servicios sociales, los migrantes en busca de mejores condiciones de vida, los campesinos… Sé de vuestra preocupación por las víctimas del narcotráfico y por los grupos sociales más vulnerables, y del compromiso por la defensa de los derechos huma-nos y el desarrollo integral de la persona. Todo esto, que es expresión de la “íntima conexión” que existe entre el anuncio del Evangelio y la bús-queda del bien de los demás (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,178), co-opera, sin duda, a dar credibilidad a la Iglesia y relevancia a la voz de sus Pastores.

No tengan reparo en destacar el inestimable aporte de la fe a “la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común” (Carta enc. Lumen fi-dei, 54). En este contexto, la tarea de los fieles laicos es insustituible. Su apreciada colaboración intraeclesial no debería implicar merma alguna en el cumplimiento de su vocación específica: transformar el mundo según Cristo. La misión de la Iglesia no puede prescindir de laicos, que, sacando fuerzas de la Palabra de Dios, de los sacramentos y de la oración, vivan la fe en el corazón de la familia, de la escuela, de la empresa, del movimien-to popular, del sindicato, del partido y aun del gobierno, dando testimonio de la alegría del Evangelio. Los invito a que promuevan su responsabili-dad secular y les ofrezcan una adecuada capacitación para hacer visible la dimensión pública de la fe. Para eso, la Doctrina social de la Iglesia es un valioso instrumento que puede ayudar a los cristianos en su diario afán por edificar un mundo más justo y solidario.

De esta forma también se superarán las dificultades que surgen en la transmisión generacional de la fe cristiana. Los jóvenes verán con sus pro-pios ojos testigos vivos de la fe, que encarnan realmente en su vida lo que profesan sus labios (cf. Carta enc. Lumen fidei, 38). Y, además, se irán ge-nerando espontáneamente nuevos procesos de evangelización de la cultu-ra, que, a la vez que contribuyen a regenerar la vida social, hacen que la fe sea más resistente a los embates del secularismo (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 68, 122).

En este sentido, el potencial de la piedad popular, que es “el modo en que la fe recibida se encarnó en la cultura y se sigue transmitiendo” (íbid., 123), constituye “un imprescindible punto de partida para conseguir

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que la fe del pueblo madure y se haga más profunda” (Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia,n. 64).

La familia, célula básica de la sociedad y “primer centro de evangeli-zación” (III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Docu-mento de Puebla, n. 617), es un medio privilegiado para que el tesoro de la fe pase de padres a hijos. Los momentos de diálogo frecuentes en el seno de las familias y la oración en común permiten a los niños experi -mentar la fe como parte integrante de la vida diaria. Los animo, pues, a in-tensificar la pastoral de la familia –seguramente, el valor más querido en nuestros pueblos– para que, frente a la cultura deshumanizadora de la muerte, se convierta en promotora de la cultura del respeto a la vida en to -das sus fases, desde su concepción hasta su ocaso natural.

En la hora presente, en la que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas, la pastoral de la iniciación cristiana adquiere un relieve espe-cial para facilitar la experiencia de Dios. Para ello es necesario que cuen-ten con catequistas apasionados por Cristo, que, habiéndose encontrado personalmente con Él, sean capaces de cultivar una fe sincera, libre y go-zosa en los niños y en los jóvenes.

No quiero dejar de destacar la importancia que tiene la parroquia para vivir la fe con coherencia y sin complejos en la sociedad actual. Ella es “la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodalChristifideles laici, 438), el ámbito ecle-sial que asegura el anuncio del Evangelio, la caridad generosa y la cele-bración litúrgica. En esta tarea, los sacerdotes son sus primeros y más pre-ciosos colaboradores para llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Además de promover espacios de formación y capacitación perma-nente, no olviden el encuentro personal con cada uno de ellos, para intere-sarse por su situación, alentar sus trabajos pastorales y proponerles una y otra vez como modelo, de palabra y con el ejemplo, a Jesucristo Sacerdo-te, que nos invita a despojarnos de los oropeles de la mundanidad, del di-nero y del poder.

No se cansen de sostener y acompañar en su camino a los consagrados y consagradas. Ellos, con la riqueza de su espiritualidad específica y desde la común tensión a la perfecta caridad, pertenecen “indiscutiblemente a la vida y santidad” de la Iglesia (Lumen Gentium, 44). Por tanto, su integra-ción en la pastoral diocesana es también incuestionable, como ‘centinelas’ que mantienen vivo en el mundo el deseo de Dios y lo despiertan en el co-razón de tantas personas con sed de infinito.

Finalmente, pienso con esperanza en los jóvenes que sienten el llama-do de Cristo. Cuiden especialmente la promoción, selección y formación de las vocaciones al sacerdocio y la vida consagrada. Son expresión de la fecundidad de la Iglesia y de su capacidad de generar discípulos y misio-neros que siembren en el mundo entero la buena simiente del Reino de Dios.

Queridos hermanos, me alegra ver que, en sus planes pastorales, han asumido las indicaciones de Aparecida, de la que en estos días se cumple

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el 7º aniversario, destacando la importancia de la Misión continental per-manente, que pone toda la pastoral de la Iglesia en clave misionera y nos pide a cada uno de nosotros crecer en parresía. Así podremos dar testimo-nio de Cristo con la vida también entre los más alejados, y salir de noso-tros mismos a trabajar con entusiasmo en la labor que nos ha sido confia-da, manteniendo a la vez los brazos levantados en oración, ya que la fuer-za del Evangelio no es algo meramente humano, sino prolongación de la iniciativa del Padre que ha enviado a su Hijo para la salvación del mundo.

Antes de despedirme, les ruego que lleven mi saludo al pueblo mexi-cano. Pidan a sus fieles que recen por mí, pues lo necesito. Y también les pido que le lleven un saludo mío, saludo de hijo, a la Madre de Guadalu-pe. Que Ella, Estrella de la nueva evangelización, los cuide y los guíe a to-dos hacia su divino Hijo.

TIERRA SANTA: EL ESPÍRITU PREPARA, UNGE Y ENVÍA20140524. Homilía. Estadio internacional de amán, Jordania.

En el Evangelio hemos escuchado la promesa de Jesús a sus discípu-los: “Yo le pediré al Padre que les envíe otro Paráclito, que esté siempre con ustedes” (Jn 14,16). El primer Paráclito es el mismo Jesús; el “otro” es el Espíritu Santo.

Aquí nos encontramos no muy lejos del lugar en el que el Espíritu San-to descendió con su fuerza sobre Jesús de Nazaret, después del bautismo de Juan en el Jordán (cf. Mt 3,16), donde hoy me acercaré. Así pues, el Evangelio de este domingo, y también este lugar, al que, gracias a Dios, he venido en peregrinación, nos invitan a meditar sobre el Espíritu Santo, sobre su obra en Cristo y en nosotros, y que podemos resumir de esta for-ma: el Espíritu realiza tres acciones: prepara, unge y envía.

En el momento del bautismo, el Espíritu se posa sobre Jesús para pre-pararlo a su misión de salvación, misión caracterizada por el estilo del Siervo manso y humilde, dispuesto a compartir y a entregarse totalmente. Pero el Espíritu Santo, presente desde el principio de la historia de la sal-vación, ya había obrado en Jesús en el momento de su concepción en el seno virginal de María de Nazaret, realizando la obra admirable de la En-carnación: “El Espíritu Santo te llenará, te cubrirá con su sombra –dice el Ángel a María- y tú darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús” (cf. Lc 1,35). Después, el Espíritu actuó en Simeón y Ana el día de la pre-sentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2,22). Ambos a la espera del Me-sías, ambos inspirados por el Espíritu Santo, Simeón y Ana, al ver al Niño, intuyen que Él es el Esperado por todo el pueblo. En la actitud profética de los dos videntes se expresa la alegría del encuentro con el Redentor y se realiza en cierto sentido una preparación del encuentro del Mesías con el pueblo.

Las diversas intervenciones del Espíritu Santo forman parte de una ac-ción armónica, de un único proyecto divino de amor. La misión del Espíri-tu Santo consiste en generar armonía –Él mismo es armonía– y obrar la paz en situaciones diversas y entre individuos diferentes. La diversidad de

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personas y de ideas no debe provocar rechazo o crear obstáculos, porque la variedad es siempre una riqueza. Por tanto, hoy invocamos con corazón ardiente al Espíritu Santo pidiéndole que prepare el camino de la paz y de la unidad.

En segundo lugar, el Espíritu Santo unge. Ha ungido interiormente a Jesús, y unge a los discípulos, para que tengan los mismos sentimientos de Jesús y puedan así asumir en su vida las actitudes que favorecen la paz y la comunión. Con la unción del Espíritu, la santidad de Jesucristo se im-prime en nuestra humanidad y nos hace capaces de amar a los hermanos con el mismo amor con que Dios nos ama. Por tanto, es necesario realizar gestos de humildad, de fraternidad, de perdón, de reconciliación. Estos gestos son premisa y condición para una paz auténtica, sólida y duradera. Pidamos al Padre que nos unja para que seamos plenamente hijos suyos, cada vez más conformados con Cristo, para sentirnos todos hermanos y así alejar de nosotros rencores y divisiones, ypoder amarnos fraternamente. Es lo que nos pide Jesús en el Evangelio: “Si me aman, guardarán mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que les dé otro Paráclito, que esté siempre con ustedes” (Jn 14,15-16).

Y, finalmente, el Espíritu envía. Jesús es el Enviado, lleno del Espíritu del Padre. Ungidos por el mismo Espíritu, también nosotros somos envia-dos como mensajeros y testigos de paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de nosotros como mensajeros de paz, como testigos de paz! Es una necesi-dad que tiene el mundo. También el mundo nos pide hacer esto: llevar la paz, testimoniar la paz.

La paz no se puede comprar, no se vende. La paz es un don que hemos de buscar con paciencia y construir “artesanalmente” mediante pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana. El camino de la paz se consolida si reconocemos que todos tenemos la misma sangre y formamos parte del género humano; si no olvidamos que tenemos un único Padre en el cielo y que somos todos sus hijos, hechos a su imagen y semejanza.

Queridos amigos, queridos hermanos, el Espíritu Santo descendió so-bre Jesús en el Jordán y dio inicio a su obra de redención para librar al mundo del pecado y de la muerte. A Él le pedimos que prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y mansedum-bre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la paz. Amén.

TIERRA SANTA: ENCONTRARÉIS UN NIÑO20140525. Homilía. Plaza del Psebre, Belén, Palestina

«Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » (Lc 2,12).

Es una gracia muy grande celebrar la Eucaristía en el lugar en que na-ció Jesús.

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El Niño Jesús, nacido en Belén, es el signo que Dios dio a los que es-peraban la salvación, y permanece para siempre como signo de la ternura de Dios y de su presencia en el mundo. El ángel dijo a los pastores: «Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño…».

También hoy los niños son un signo. Signo de esperanza, signo de vi-da, pero también signo “diagnóstico” para entender el estado de salud de una familia, de una sociedad, de todo el mundo. Cuando los niños son re-cibidos, amados, custodiados, tutelados, la familia está sana, la sociedad mejora, el mundo es más humano. Recordemos la labor que realiza el Ins-tituto  Effetà Pablo VI en favor de los niños palestinos sordomudos: es un signo concreto de la bondad de Dios. Es un signo concreto de que la socie-dad mejora.

Dios hoy nos repite también a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI: «Y aquí tenéis la señal», buscad al niño…

El Niño de Belén es frágil, como todos los recién nacidos. No sabe ha-blar y, sin embargo, es la Palabra que se ha hecho carne, que ha venido a cambiar el corazón y la vida de los hombres. Este Niño, como todo niño, es débil y necesita ayuda y protección. También hoy los niños necesitan ser acogidos y defendidos desde el seno materno.

En este mundo, que ha desarrollado las tecnologías más sofisticadas, hay todavía por desgracia tantos niños en condiciones deshumanas, que viven al margen de la sociedad, en las periferias de las grandes ciudades o en las zonas rurales. Todavía hoy muchos niños son explotados, maltrata-dos, esclavizados, objeto de violencia y de tráfico ilícito. Demasiados ni-ños son hoy prófugos, refugiados, a veces ahogados en los mares, espe-cialmente en las aguas del Mediterráneo. De todo esto nos avergonzamos hoy delante de Dios, el Dios que se ha hecho Niño.

Y nos preguntamos: ¿Quién somos nosotros ante Jesús Niño? ¿Quién somos ante los niños de hoy? ¿Somos como María y José, que reciben a Jesús y lo cuidan con amor materno y paterno? ¿O somos como Herodes, que desea eliminarlo? ¿Somos como los pastores, que corren, se arrodillan para adorarlo y le ofrecen sus humildes dones? ¿O somos más bien indife-rentes? ¿Somos tal vez retóricos y pietistas, personas que se aprovechan de las imágenes de los niños pobres con fines lucrativos? ¿Somos capaces de estar a su lado, de “perder tiempo” con ellos? ¿Sabemos escucharlos, custodiarlos, rezar por ellos y con ellos? ¿O los descuidamos, para ocupar-nos de nuestras cosas?

Y aquí tenemos la señal: «encontraréis un niño…». Tal vez ese niño llora. Llora porque tiene hambre, porque tiene frío, porque quiere estar en brazos… También hoy lloran los niños, lloran mucho, y su llanto nos cuestiona. En un mundo que desecha cada día toneladas de alimento y de medicinas, hay niños que lloran en vano por el hambre y por enfermeda-des fácilmente curables. En una época que proclama la tutela de los meno-res, se venden armas que terminan en las manos de niños soldados; se co-mercian productos confeccionados por pequeños trabajadores esclavos. Su llanto es acallado. ¡El llanto de estos niños es acallado! Deben combatir,

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deben trabajar, no pueden llorar. Pero lloran por ellos sus madres, Raque-les de hoy: lloran por sus hijos, y no quieren ser consoladas (cf. Mt2, 18).

«Y aquí tenéis la señal»: encontraréis un niño. El Niño Jesús nacido en Belén, todo niño que nace y crece en cualquier parte del mundo, es signo diagnóstico, que nos permite comprobar el estado de salud de nuestra fa-milia, de nuestra comunidad, de nuestra nación. De este diagnóstico fran-co y honesto, puede brotar un estilo de vida nuevo, en el que las relaciones no sean ya de conflicto, abuso, consumismo, sino relaciones de fraterni-dad, de perdón y reconciliación, de participación y de amor.

Oh María, Madre de Jesús,tú, que has acogido, enséñanos a acoger;tú, que has adorado, enséñanos a adorar;

tú, que has seguido, enséñanos a seguir. Amén.

TIERRA SANTA: AQUÍ NACIÓ LA IGLESIA, EN SALIDA20140526. Homilía. Sala del Cenáculo, Jerusalén.

Es un gran don del Señor estar aquí reunidos, en el Cenáculo, para ce-lebrar la Eucaristía. Aquí, donde Jesús consumó la Última Cena con los Apóstoles; donde, resucitado, se apareció en medio de ellos; donde el Es-píritu Santo descendió abundantemente sobre María y los discípulos. Aquí nació la Iglesia, y nació en salida. Desde aquí salió, con el Pan partido en-tre las manos, las llagas de Jesús en los ojos, y el Espíritu de amor en el corazón.

En el Cenáculo, Jesús resucitado, enviado por el Padre, comunicó su mismo Espíritu a los Apóstoles y con su fuerza los envió a renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).

Salir, marchar, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida guarda la memoria de lo que sucedió aquí; el Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.

El Cenáculo nos recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que Jesús realizó, como ejemplo para sus discípulos. Lavarse los pies los unos a los otros significa acogerse, aceptarse, amarse, servirse mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al enfermo, al excluido, a aquel que me resulta anti-pático, al que me molesta.

El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el sacrificio. En cada ce-lebración eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que tam-bién nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nues-tro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.

Y el Cenáculo nos recuerda también la amistad. “Ya no les llamo sier-vos –dijo Jesús a los Doce-… a ustedes les llamo amigos” (Jn15,15). El Señor nos hace sus amigos, nos confía la voluntad del Padre y se nos da Él mismo. Ésta es la experiencia más hermosa del cristiano, y especialmente del sacerdote: hacerse amigo del Señor Jesús, y descubrir en su corazón que Él es su amigo.

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El Cenáculo nos recuerda la despedida del Maestro y la promesa de volver a encontrarse con sus amigos. “Cuando vaya…, volveré y les lleva-ré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes” (Jn 14,3). Je-sús no nos deja, no nos abandona nunca, nos precede en la casa del Padre y allá nos quiere llevar con Él.

Pero el Cenáculo recuerda también la mezquindad, la curiosi-dad –“¿quién es el traidor?”-, la traición. Y cualquiera de nosotros, y no sólo siempre los demás, puede encarnar estas actitudes, cuando miramos con suficiencia al hermano, lo juzgamos; cuando traicionamos a Jesús con nuestros pecados.

El Cenáculo nos recuerda la comunión, la fraternidad, la armonía, la paz entre nosotros. ¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo! ¡Cuánta caridad ha salido de aquí, como un río de su fuente, que al princi-pio es un arroyo y después crece y se hace grande… Todos los santos han bebido de aquí; el gran río de la santidad de la Iglesia siempre encuentra su origen aquí, siempre de nuevo, del Corazón de Cristo, de la Eucaristía, de su Espíritu Santo.

El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva fami-lia, la Iglesia, nuestra santa madre Iglesia jerárquica, constituida por Cris-to resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María. Las fa-milias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos los hijos de Dios de cualquier pueblo y lengua, todos hermanos e hijos de un único Pa-dre que está en los cielos.

Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Cenáculo, el hori-zonte del Resucitado y de la Iglesia.

De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo del Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo: Envía, Señor, tu Espíritu, y re-nueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).

TIERRA SANTA: TODOS RESUCITAMOS EN ESTE SEPULCRO20140525.Discurso. Jerusalén. Basílica del Santo Sepulcro

Es una gracia extraordinaria estar aquí reunidos en oración. El Sepul-cro vacío, ese sepulcro nuevo situado en un jardín, donde José de Arima-tea colocó devotamente el cuerpo de Jesús, es el lugar de donde salió el anuncio de la resurrección: “No tengan miedo, ya sé que buscan a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho. Vengan a ver el sitio donde yacía y vayan aprisa a decir a sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos’” (Mt 28,5-7). Este anuncio, confirmado por el testi-monio de aquellos a quienes se apareció el Señor Resucitado, es el cora-zón del mensaje cristiano, trasmitido fielmente de generación en genera-ción, como afirma desde el principio el apóstol Pablo: “Lo primero que les

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transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nues-tros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al ter-cer día, según las Escrituras” (1 Co15,3-4). Lo que nos une es el funda-mento de la fe, gracias a la cual profesamos juntos que Jesucristo, unigéni-to Hijo del Padre y nuestro único Señor, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos” (Símbolo de los Apóstoles). Cada uno de nosotros, todo bautizado en Cristo, ha resucitado espiritualmente en este sepulcro, porque todos en el Bautismo hemos sido realmente incor-porados al Primogénito de toda la creación, sepultados con Él, para resuci-tar con Él y poder caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4).

Acojamos la gracia especial de este momento. Detengámonos con de-voto recogimiento ante el sepulcro vacío, para redescubrir la grandeza de nuestra vocación cristiana: somos hombres y mujeres de resurrección, no de muerte. Aprendamos, en este lugar, a vivir nuestra vida, los afanes de la Iglesia y del mundo entero a la luz de la mañana de Pascua. El Buen Pastor, cargando sobre sus hombros todas las heridas, sufrimientos, dolo-res, se ofreció a sí mismo y con su sacrificio nos ha abierto las puertas a la vida eterna. A través de sus llagas abiertas se derrama en el mundo el to-rrente de su misericordia. No nos dejemos robar el fundamento de nuestra esperanza, que es precisamente éste: Christós anesti. No privemos al mun-do del gozoso anuncio de la Resurrección. Y no hagamos oídos sordos al fuerte llamamiento a la unidad que resuena precisamente en este lugar, en las palabras de Aquel que, resucitado, nos llama a todos nosotros “mis hermanos” (cf. Mt 28,10; Jn 20,17).

Santidad, querido Hermano, queridos hermanos todos, dejemos a un lado los recelos que hemos heredado del pasado y abramos nuestro cora-zón a la acción del Espíritu Santo, el Espíritu del Amor (cf. Rm 5,5), para caminar juntos hacia el día bendito en que reencontremos nuestra plena comunión. En este camino nos sentimos sostenidos por la oración que el mismo Jesús, en esta Ciudad, la vigilia de su pasión, elevó al Padre por sus discípulos, y que no nos cansamos, con humildad, de hacer nuestra: “Que sean una sola cosa… para que el mundo crea” (Jn 17,21). Y cuando la desunión nos haga pesimistas, poco animosos, desconfiados, vayamos todos bajo el mando de la Santa Madre de Dios. Cuando en el alma cristia-na hay turbulencias espirituales, solamente bajo el manto de la Santa Ma-dre de Dios encontramos paz. Que Ella nos ayude en este camino.

TIERRA SANTA: ADÁN, ¿DÓNDE ESTÁS?20140526.Discurso. Jerusalén. Visita al Memorial de Yad Vashem

Quisiera, con mucha humildad, decir que el terrorismo es malo. Es ma-lo en su origen y es malo en sus resultados. Es malo porque nace del odio. Es malo en sus resultados porque no construye, destruye. Que nuestros pueblos comprendan que el camino del terrorismo no ayuda. El camino del terrorismo es fundamentalmente criminal. Rezo por todas esas vícti-

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mas, y por todas las víctimas del terrorismo en el mundo, por favor nunca más terrorismo, es una calle sin salida.

 * * * “Adán, ¿dónde estás?” (cf. Gn 3,9).¿Dónde estás, hombre? ¿Dónde te has metido?En este lugar, memorial de la Shoah, resuena esta pregunta de Dios:

“Adán, ¿dónde estás?”.Esta pregunta contiene todo el dolor del Padre que ha perdido a su hi-

jo.El Padre conocía el riesgo de la libertad; sabía que el hijo podría per-

derse… pero quizás ni siquiera el Padre podía imaginar una caída como ésta, un abismo tan grande.

Ese grito: “¿Dónde estás?”, aquí, ante la tragedia inconmensurable del Holocausto, resuena como una voz que se pierde en un abismo sin fon-do…

Hombre, ¿quién eres? Ya no te reconozco.¿Quién eres, hombre? ¿En qué te has convertido?¿Cómo has sido capaz de este horror?¿Qué te ha hecho caer tan bajo?No ha sido el polvo de la tierra, del que estás hecho. El polvo de la tie-

rra es bueno, obra de mis manos.No ha sido el aliento de vida que soplé en tu nariz. Ese soplo viene de

mí; es muy bueno (cf. Gn 2,7).No, este abismo no puede ser sólo obra tuya, de tus manos, de tu cora-

zón… ¿Quién te ha corrompido? ¿Quién te ha desfigurado?¿Quién te ha contagiado la presunción de apropiarte del bien y del

mal?¿Quién te ha convencido de que eres dios? No sólo has torturado y ase-

sinado a tus hermanos, sino que te los has ofrecido en sacrificio a ti mis-mo, porque te has erigido en dios.

Hoy volvemos a escuchar aquí la voz de Dios: “Adán, ¿dónde estás?”.De la tierra se levanta un tímido gemido: Ten piedad de nosotros, Se-

ñor.A ti, Señor Dios nuestro, la justicia; nosotros llevamos la deshonra en

el rostro, la vergüenza (cf. Ba 1,15).Se nos ha venido encima un mal como jamás sucedió bajo el cielo (cf.

Ba 2,2). Señor, escucha nuestra oración, escucha nuestra súplica, sálvanos por tu misericordia. Sálvanos de esta monstruosidad.

Señor omnipotente, un alma afligida clama a ti. Escucha, Señor, ten piedad.

Hemos pecado contra ti. Tú reinas por siempre (cf. Ba 3,1-2).Acuérdate de nosotros en tu misericordia. Danos la gracia de avergon-

zarnos de lo que, como hombres, hemos sido capaces de hacer, de aver-gonzarnos de esta máxima idolatría, de haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú modelaste del barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida.

¡Nunca más, Señor, nunca más!

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“Adán, ¿dónde estás?”. Aquí estoy, Señor, con la vergüenza de lo que el hombre, creado a tu imagen y semejanza, ha sido capaz de hacer.

Acuérdate de nosotros en tu misericordia.

TIERRA SANTA: ¿QUIÉN SOY YO ANTE MI SEÑOR?20140526.Discurso. Jerusalén. Getsemaní. Clero, seminaristas

“Salió… al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos” (Lc 22,39).

Cuando llegó la hora señalada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, Jesús se retiró aquí, a Getsemaní, a los pies del monte de los Olivos. Nos encontramos en este lugar santo, santificado por la oración de Jesús, por su angustia, por su sudor de sangre; santificado sobre todo por su “sí” a la voluntad de amor del Padre. Sentimos casi te-mor de acercarnos a los sentimientos que Jesús experimentó en aquella hora; entramos de puntillas en aquel espacio interior donde se decidió el drama del mundo.

En aquella hora, Jesús sintió la necesidad de rezar y de tener junto a sí a sus discípulos, a sus amigos, que lo habían seguido y habían compartido más de cerca su misión. Pero aquí, en Getsemaní, el seguimiento se hace difícil e incierto; se hace sentir la duda, el cansancio y el terror. En el fre-nético desarrollo de la pasión de Jesús, los discípulos tomarán diversas ac-titudes en relación a su Maestro: actitudes de acercamiento, de alejamien-to, de incertidumbre.

Nos hará bien a todos nosotros, obispos, sacerdotes, personas consa-gradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar: ¿quién soy yo ante mi Señor que sufre?

¿Soy de los que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad?

¿O me identifico con aquellos que huyeron por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena?

¿Descubro en mí la doblez, la falsedad de aquel que lo vendió por treinta monedas, que, habiendo sido llamado amigo, traicionó a Jesús?

¿Me identifico con los que fueron débiles y lo negaron, como Pedro? Poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría hasta la muerte (cf. Lc 22,33); después, acorralado y presa del pánico, jura que no lo cono-ce.

¿Me parezco a aquellos que ya estaban organizando su vida sin Él, co-mo los dos discípulos de Emaús, necios y torpes de corazón para creer en las palabras de los profetas (cf. Lc 24,25)?

O bien, gracias a Dios, ¿me encuentro entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el apóstol Juan? Cuando sobre el Gólgota todo se hace oscuridad y toda esperanza parece apagarse, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre y del discípulo amado los lleva a permanecer a los pies de la cruz, para compartir hasta el final el dolor de Jesús.

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¿Me identifico con aquellos que han imitado a su Maestro hasta el martirio, dando testimonio de hasta qué punto Él lo era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte último de su vida?

La amistad de Jesús con nosotros, su fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar con confianza en el seguimien-to a pesar de nuestras caídas, nuestros errores, incluso nuestras traiciones.

Pero esta bondad del Señor no nos exime de la vigilancia frente al ten-tador, al pecado, al mal y a la traición que pueden atravesar también la vi -da sacerdotal y religiosa. Todos estamos expuestos al pecado, al mal, a la traición. Advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra pequeñez, entre la sublimidad de la misión y nuestra fragi-lidad humana. Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita misericor-dia, nos toma siempre de la mano, para que no perezcamos en el mar de la aflicción. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos. Por tan-to, no nos dejemos vencer por el miedo y la desesperanza, sino que con entusiasmo y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión.

Imitemos a la Virgen María y a san Juan, y permanezcamos junto a las muchas cruces en las que Jesús está todavía crucificado. Éste es el camino en el que el Redentor nos llama a seguirlo. ¡No hay otro, es éste!

“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí estará mi servidor” (Jn 12,26).

PASTORES DE LA IGLESIA20140519. Discurso. 66ª Conferencia Episcopal Italiana

A mí siempre me ha impresionado cómo termina este diálogo entre Je-sús y Pedro: «¡Sígueme!» (Jn 21, 19). La última palabra. Pedro había pa-sado por muchos estados de ánimo, en ese momento: la vergüenza, porque se acordaba de las tres veces que había negado a Jesús, y luego un poco de turbación, no sabía cómo responder, y después la paz, se quedó tranquilo, con ese «¡Sígueme!». Pero más tarde, llegó el tentador otra vez, la tenta-ción de la curiosidad: «Dime, Señor, y de este [el apóstol Juan] ¿qué pue-des decirme? ¿Qué pasará con este?». «A ti no te importa. Tú, sígueme». Yo quisiera marcharme de aquí con este mensaje, solamente... Lo oí mien-tras escuchaba esto: «A ti no te importa. Tú, sígueme». Ese seguir a Jesús: ¡esto es importante! Es más importante para nosotros. A mí siempre, siem-pre me ha conmovido esto...

Al prepararme para esta cita de gracia, he reflexionado varias veces en las palabras del Apóstol, que expresan lo que tengo —lo que tenemos to-dos— en el corazón: «Tengo ganas de veros, para comunicaros algún don espiritual que os fortalezca; para compartir con vosotros el mutuo consue-lo de la fe común: la vuestra y la mía» (Rm 1, 11-12).

En este momento, junto al reconocimiento por vuestro generoso servi-cio, quisiera ofrecer algunas reflexiones con las cuales reconsiderar el mi-nisterio, para que se conforme cada vez más a la voluntad de Aquel que nos ha puesto como guía de su Iglesia.

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A nosotros nos mira el pueblo fiel. El pueblo nos mira. Recuerdo una película: «Los niños nos miran», era hermoso. El pueblo nos mira. Nos mira para que le ayudemos a captar la singularidad de su vida cotidiana en el contexto del designio providencial de Dios. Nuestra misión es una mi-sión ardua: requiere conocer al Señor, hasta permanecer en Él; y, al mismo tiempo, tener un lugar en la vida de nuestras Iglesias particulares, hasta conocer los rostros, las necesidades y las potencialidades. Si la síntesis de esta doble exigencia se confía a la responsabilidad de cada uno, algunos rasgos son en cualquier caso comunes; y hoy quisiera indicar tres de ellos, que contribuyen a delinear nuestro perfil de Pastores de una Iglesia que es, ante todo, comunidad del Resucitado, por lo tanto, su cuerpo y, por últi-mo, anticipo y promesa del Reino.

De este modo deseo también ir al encuentro —al menos indirectamen-te— de cuantos se preguntan cuáles son las expectativas del obispo de Ro-ma acerca del episcopado italiano.

1. Pastores de una Iglesia que es comunidad del ResucitadoPreguntémonos, por lo tanto: ¿Quién es Jesucristo para mí? ¿Cómo ha

marcado la verdad de mi historia? ¿Qué dice de Él mi vida?La fe, hermanos, es memoria viva de un encuentro, alimentado con el

fuego de la Palabra que plasma el ministerio y unge a todo nuestro pueblo; la fe es un sello puesto en el corazón: sin esta custodia, sin la oración asi-dua, el Pastor está expuesto al peligro de avergonzarse del Evangelio, ter-minando por diluir el escándalo de la cruz en la sabiduría mundana.

Las tentaciones, que tratan de oscurecer el primado de Dios y de su Cristo, son «legión» en la vida del Pastor: van desde la tibieza, que deriva en la mediocridad, a la búsqueda de una vida tranquila, que esquiva renun-cias y sacrificio. Es tentación la prisa pastoral, al igual que su hermanas-tra, esa acedia que conduce a la impaciencia, como si todo fuese sólo un peso. Tentación es la presunción de quien se ilusiona de poder contar sólo con sus propias fuerzas, con la abundancia de recursos y de estructuras, con las estrategias organizativas que sabe poner en práctica. Tentación es acomodarse en la tristeza, que mientras apaga toda expectativa y creativi-dad, deja insatisfechos y, por lo tanto, incapaces de entrar en la vida de nuestra gente y de comprenderla a la luz de la mañana de Pascua.

Hermanos, si nos alejamos de Jesucristo, si el encuentro con Él pierde su lozanía, acabamos tocando con la mano sólo la esterilidad de nuestras palabras y de nuestras iniciativas. Porque los proyectos pastorales sirven, pero nuestra confianza está puesta en otra parte: en el Espíritu del Señor, que —en la medida de nuestra docilidad— nos abre de par en par conti-nuamente los horizontes de la misión.

Para evitar encallarnos en los escollos, nuestra vida espiritual no puede reducirse a algunos momentos religiosos. En la sucesión de los días y de las estaciones, en el alternarse de las edades y de los acontecimientos, en-trenémonos en considerarnos a nosotros mismos mirando a Aquel que no pasa: espiritualidad es regreso a lo esencial, a ese bien que nadie puede quitarnos, la única cosa verdaderamente necesaria. También en los mo-mentos de aridez, cuando las situaciones pastorales se hacen difíciles y se

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tiene la impresión de haber sido dejados solos, ella es manto de consola-ción mayor que toda amargura; es medida de libertad del juicio del así lla-mado «sentido común»; es fuente de alegría, que nos hace acoger todo de la mano de Dios, hasta contemplar su presencia en todo y en todos.

No nos cansemos, por lo tanto, de buscar al Señor —de dejarnos bus-car por Él—, de cuidar en el silencio y en la escucha orante nuestra rela-ción con Él. Mantengamos fija la mirada en Él, centro del tiempo y de la historia; hagamos lugar a su presencia en nosotros: es Él el principio y el fundamento que envuelve de misericordia nuestras debilidades y todo lo transfigura y lo renueva; es Él lo más precioso que estamos llamados a ofrecer a nuestra gente, si no queremos dejarla a merced de una sociedad de la indiferencia, tal vez de la desesperación. De Él —incluso si lo igno-rase— vive todo hombre. En Él, Hombre de las Bienaventuranzas —pági-na evangélica que vuelve diariamente en mi meditación— pasa la medida alta de la santidad: si queremos seguirlo, no se nos ofrece otro camino. Recorriéndolo con Él, nos descubrimos pueblo, hasta reconocer con estu-por y gratitud que todo es gracia, incluso las fatigas y las contradicciones de la vida humana, si se viven con corazón abierto al Señor, con la pacien-cia del artesano y con el corazón del pecador arrepentido.

La memoria de la fe es así compañía, pertenencia eclesial: he aquí el segundo rasgo de nuestro perfil.

2. Pastores de una Iglesia que es cuerpo del SeñorIntentemos, de nuevo, preguntarnos: ¿qué imagen tengo de la Iglesia,

de mi comunidad eclesial? ¿Me siento su hijo, además de Pastor? ¿Sé dar gracias a Dios, o percibo sobre todo sus retrasos, los defectos y las faltas? ¿En qué medida estoy dispuesto a sufrir por ella?

Hermanos, la Iglesia —en el tesoro de su Tradición viva, que en el úl-timo tiempo resplandece en el testimonio santo de Juan XXIII y de Juan Pablo II— es la otra gracia de la cual hemos de sentirnos profundamente deudores. Por lo demás, si hemos entrado en el Misterio del Crucificado, si hemos encontrado al Resucitado, es en virtud de su cuerpo, que en cuanto tal no puede ser más que uno. La unidad es don y responsabilidad: el ser sacramento configura nuestra misión. Requiere un corazón despren-dido de todo interés mundano, lejano de la vanidad y de la discordia; un corazón acogedor, capaz de sentir con los demás y también de considerar-los más dignos que uno mismo. Así nos aconseja el apóstol.

En esta perspectiva suenan más actuales que nunca las palabras con las que, hace exactamente cincuenta años, el venerable Papa Pablo VI—a quien tendremos la alegría de proclamar beato el próximo 19 de octubre, al concluir el Sínodo extraordinario de los obispos sobre la familia— se dirigía precisamente a los miembros de la Conferencia episcopal italiana y proponía como «cuestión vital para la Iglesia» el servicio a la unidad: «Ha llegado el momento (¿y deberemos nosotros dolernos de esto?) de darnos a nosotros mismos y de imprimir a la vida eclesiástica italiana un fuerte y renovado espíritu de unidad». Se os entregará hoy este discurso. Es una jo-ya. Es como si hubiese sido pronunciado ayer, es así.

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Estamos convencidos de ello: la falta o en cualquier caso la pobreza de comunión constituye el mayor escándalo más grande, la herejía que desfi-gura el rostro del Señor y destroza a su Iglesia. Nada justifica la división: mejor ceder, mejor renunciar —dispuestos a veces incluso a cargar sobre uno mismo la prueba de una injusticia— antes que lacerar la túnica y es-candalizar al pueblo santo de Dios.

Por ello, como Pastores, debemos huir de las tentaciones que de otra manera nos desfiguran: la gestión personalista del tiempo, como si pudiese existir un bienestar prescindiendo del de nuestras comunidades; las habla-durías, las medias verdades que se convierten en mentiras, la letanía de los lamentos que descubren íntimas decepciones; la dureza de quien juzga sin implicarse y el laxismo de quienes condescienden sin hacerse cargo del otro. Y más: la erosión de los celos, la ceguera inducida por la envidia, la ambición que genera corrientes, camarillas, sectarismo: qué vacío está el cielo de quien está obsesionado de sí mismo... Y, luego, el repliegue que va a buscar en las formas del pasado las seguridades perdidas; y la preten-sión de quienes quisieran defender la unidad negando las diversidades, hu-millando así los dones con los que Dios sigue haciendo joven y hermosa a su Iglesia...

Respecto a estas tentaciones, precisamente la experiencia eclesial constituye el antídoto más eficaz. Emana de la única Eucaristía, cuya fuer-za de cohesión genera fraternidad, posibilidad de acogerse, perdonarse y caminar juntos; Eucaristía, de donde nace la capacidad de hacer propia una actitud de sincera gratitud y de conservar la paz incluso en los mo-mentos más difíciles: esa paz que permite no dejarse abrumar por los con-flictos —que luego, a veces, se revelan crisol que purifica—, así como también no acunarse en el sueño de recomenzar siempre en otro lugar.

Una espiritualidad eucarística llama a participación y colegialidad, pa-ra un discernimiento pastoral que se alimenta en el diálogo, en la búsque-da y en la fatiga del pensar juntos: no por nada Pablo VI, en el discurso ci-tado —después de definir el Concilio «una gracia», «una ocasión única y feliz», «un incomparable momento», «cima de caridad jerárquica y frater-na», «voz de espiritualidad, de bondad y de paz a todo el mundo»— seña-la en él, como «nota dominante», la «libre y amplia posibilidad de investi-gación, de discusión y de expresión». Y esto es importante en una asam-blea. Cada uno dice lo que siente, cara a cara, a los hermanos; y esto edifi-ca a la Iglesia, ayuda. Sin vergüenza, decirlo, así...

Este es el modo, para la Conferencia episcopal, de ser espacio vital de comunión al servicio de la unidad, en la valorización de las diócesis, in-cluso de las más pequeñas. A partir de las Conferencias regionales, pues, no os canséis de tejer entre vosotros relaciones caracterizadas por la aper-tura y la estima recíproca: la fuerza de una red está en las relaciones de ca-lidad, que derriban las distancias y acercan los territorios con la confronta-ción, el intercambio de experiencias, la tendencia a la colaboración.

Nuestros sacerdotes, vosotros lo sabéis bien, a menudo están probados por las exigencias del ministerio y, a veces, también desanimados por la impresión de la exigüidad de los resultados: eduquémoslos a no detenerse

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en calcular entradas y salidas, en verificar si cuanto se cree haber dado se corresponde luego con la cosecha: nuestro tiempo —más que de balances— es el tiempo de esa paciencia que es el nombre del amor maduro, la verdad de nuestra humilde, gratuita y confiada entrega a la Iglesia. Preo-cupaos de asegurarles cercanía y comprensión, haced que en vuestro cora-zón puedan sentirse siempre en casa; cuidad en ellos la formación huma-na, cultural, afectiva y espiritual; la Asamblea extraordinaria de noviem-bre próximo, dedicada precisamente a la vida de los presbíteros, constitu-ye una oportunidad que se debe preparar con especial atención.

Promoved la vida religiosa: ayer su identidad estaba vinculada sobre todo a las obras, hoy constituye una preciosa reserva de futuro, a condi-ción de que sepa presentarse como signo visible, estímulo para todos a vi-vir según el Evangelio. Pedid a los consagrados, a los religiosos y a las re-ligiosas que sean testigos gozosos: no se puede hablar de Jesús de forma quejumbrosa; tanto es así que, cuando se pierde la alegría, se acaba por leer la realidad, la historia y la propia vida bajo una luz distorsionada.

Amad con generosa y total entrega a las personas y a las comunidades: ¡son vuestros miembros! Escuchad al rebaño. Fiaos de su sentido de fe y de Iglesia, que se manifiesta también en numerosas formas de piedad po-pular. Tened confianza en que el pueblo santo de Dios tiene el pulso para identificar los caminos justos. Acompañad con generosidad el crecimiento de una corresponsabilidad laical; dejad espacios de pensamiento, de pro-yección y de acción a las mujeres y a los jóvenes: con sus intuiciones y su ayuda lograréis no limitaros una vez más a una pastoral de conservación —de hecho genérica, dispersiva, fragmentada y poco influyente— para asumir, en cambio, una pastoral que ponga el acento en lo esencial. Como sintetiza, con la profundidad de los sencillos, santa Teresa del Niño Jesús: «Amarlo y hacerlo amar». Que sea el centro también de las Orientaciones para el anuncio y la catequesis que afrontaréis en estas jornadas.

Hermanos, en nuestro contexto a menudo confuso y disgregado, la pri-mera misión eclesial sigue siendo la de ser levadura de unidad, que fer-menta al hacerse prójimo y en las diversas formas de reconciliación: sólo juntos lograremos —y este es el rasgo conclusivo del perfil del Pastor— ser profecía del Reino.

3. Pastores de una Iglesia anticipo y promesa del ReinoAl respecto, preguntémonos: ¿Tengo la mirada de Dios sobre las per-

sonas y los acontecimientos? «Tuve hambre..., tuve sed..., fui forastero..., estuve desnudo..., enfermo..., en la cárcel» (Mt 25, 31-46): ¿temo el juicio de Dios? Como consecuencia, ¿me entrego para esparcir con amplitud de corazón la semilla de trigo bueno en el campo del mundo?

También aquí se asoman tentaciones que, junto a aquellas de las que ya hemos hablado, obstaculizan el crecimiento del Reino, el proyecto de Dios sobre la familia humana. Se manifiestan sobre la distinción que a ve-ces consentimos hacer entre «los nuestros» y «los demás»; en las cerrazo-nes de quien está convencido de tener suficiente con sus problemas, sin te-ner que preocuparse también de las injusticias que son la causa de los pro-blemas de los demás; con la expectativa estéril de quien no sale de su pro-

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pio recinto y no cruza la plaza, sino que se queda sentado a los pies del campanario, dejando que el mundo vaya por su camino.

Es totalmente otra la trascendencia que anima a la Iglesia. La Iglesia es continuamente convertida por el Reino que anuncia y del cual es anticipo y promesa: Reino que es y que viene, sin que alguien pueda presumir de definirlo de modo exhaustivo; Reino que sigue estando más allá, más grande que nuestros esquemas y razonamientos, o que —tal vez más sen-cillamente— es tan pequeño, humilde y oculto en la masa de la humani-dad, porque despliega su fuerza según los criterios de Dios, revelados en la cruz del Hijo.

Servir al Reino comporta vivir descentrados respecto a sí mismos, abiertos al encuentro que es además el camino para volver a encontrar ver-daderamente aquello que somos: anunciadores de la verdad de Cristo y de su misericordia. Verdad y misericordia: no las separemos. ¡Jamás! «La ca-ridad en la verdad —nos ha recordado el Papa Benedicto XVI— es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Enc. Caritas in veritate, 1). Sin la verdad, el amor se reduce a una caja vacía, que cada uno llena según el propio arbitrio: y «un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales», que en cuanto tales no inciden en los proyectos y en los procesos de construcción del desarrollo humano (ibid., 4).

Con esta claridad, hermanos, que vuestro anuncio se vea acompañado por la elocuencia de los gestos. ¡Por favor!: la elocuencia de los gestos.

Como Pastores, sed sencillos en el estilo de vida, desprendidos, pobres y misericordiosos, para caminar ligero y no interponer nada entre vosotros y los demás.

Sed interiormente libres, para poder ser cercanos a la gente, atentos a aprender de ellos el lenguaje, para acercarse a cada uno con caridad, acompañando a las personas a lo largo de las noches de sus soledades, sus inquietudes y sus fracasos: acompañadlas, hasta caldear su corazón y pro-vocarles de este modo que vuelvan a emprender un camino de sentido que restituya dignidad, esperanza y fecundidad a la vida.

Entre los «lugares» en los cuales vuestra presencia me parece mayor-mente necesaria y significativa —y respecto a los cuales un exceso de pru-dencia condenaría a la irrelevancia— está ante todo la familia. Hoy la co-munidad doméstica está fuertemente penalizada por una cultura que privi-legia los derechos individuales y transmite una lógica de lo provisional. Sed voz convencida de la que es la primera célula de toda sociedad. Testi-moniad su centralidad y belleza. Promoved la vida desde la concepción así como la del anciano. Apoyad a los padres en el difícil y apasionante ca-mino educativo. Y no descuidéis de inclinaros con la compasión del sama-ritano sobre quien está herido en los afectos y ve comprometido su pro-yecto de vida.

Otro espacio que hoy no se puede abandonar es la sala de espera aba-rrotada de desocupados: desempleados, beneficiarios del fondo de desem-pleo, precarios, donde el drama de quien no sabe cómo llevar a casa el

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pan se encuentra con el de quien no sabe cómo llevar adelante la empresa. Es una emergencia histórica, que interpela la responsabilidad social de to-dos: como Iglesia, ayudemos a no ceder al catastrofismo y a la resigna-ción, sosteniendo con toda forma de solidaridad creativa la fatiga de quie-nes con el trabajo se sienten privados incluso de la dignidad.

Por último, la barca que se debe calar es el abrazo acogedor a los inmi-grantes: huyen de la intolerancia, de la persecución, de la falta de futuro. Que nadie dirija la mirada hacia otro lugar. La caridad, que nos testimonia la generosidad de mucha gente, es nuestro modo de vivir y de interpretar la vida: en virtud de este dinamismo, el Evangelio seguirá difundiéndose por atracción.

Más en general, que las difíciles situaciones vividas por muchos con-temporáneos nuestros, os encuentre atentos y partícipes, dispuestos a ree-xaminar un modelo de desarrollo que explota la creación, sacrifica a las personas en el altar del beneficio y crea nuevas formas de marginación y de exclusión. La necesidad de un nuevo humanismo lo grita una sociedad privada de esperanza, turbada en muchas de sus certezas fundamentales, empobrecida por una crisis que, más que económica, es cultural, moral y espiritual.

Considerando este escenario, que el discernimiento comunitario sea el alma del itinerario de preparación para la Asamblea eclesial nacional de Florencia del año próximo: que ayude, por favor, a no detenerse en el ni-vel —aun siendo noble— de las ideas, sino que se ponga gafas capaces de captar y comprender la realidad y los caminos para gobernarla, tratando de hacer más justa y fraterna la comunidad de los hombres.

Id al encuentro de todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros: acoged su cultura, presentadles con respeto la memoria de la fe y la compañía de la Iglesia, o sea, los signos de la fraternidad, la gratitud y la solidaridad, que anticipan en los días del hombre el reflejo del Domingo que no tiene ocaso.

Queridos hermanos, es una gracia nuestro encuentro de esta tarde y, más en general, esta asamblea vuestra; es experiencia de compartir y de si-nodalidad; es motivo de renovada confianza en el Espíritu Santo: a noso-tros corresponde captar el soplo de su voz para secundarlo con la entrega de nuestra libertad.

LA PAZ DEL MUNDO Y LA PAZ DE JESÚS: EL ESPÍRITU SANTO20140520. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (14, 27-31).

Por ello, afirmó el Pontífice, «el Señor nos da la paz: es un regalo an-tes de encaminarse a la pasión». Pero, advirtió Jesús, «está claro que mi paz no es la que da el mundo». Es, en efecto, «otra paz»; ¿cómo es «la paz que nos da el mundo?».

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La paz del mundo, dijo, ante todo «es un poco superficial», es «una paz que no llega al fondo del alma». Por ello, «es una paz» que procura una «cierta tranquilidad y también un cierto gozo», pero sólo «hasta un cierto nivel».

Un tipo de paz que ofrece el mundo, por ejemplo, es «la paz de las ri-quezas»: «Pero yo estoy en paz porque tengo todo organizado, tengo para vivir durante toda mi vida, no debo preocuparme». Pero mirad que existen los ladrones, ¿eh? Y los ladrones pueden robar tus riquezas». He aquí por qué «no es una paz definitiva la que te da el dinero».

Por lo demás, añadió el Papa, no olvidemos «que el metal se oxida». Y basta un «bajón de la bolsa y todo el dinero se pierde», dijo también para recalcar cómo la paz del dinero «no es una paz segura», sino sólo «una paz superficial y temporal». Para hacerlo comprender mejor, Jesús mismo relata la paz efímera del hombre «que tenía todos sus graneros llenos de trigo» y mientras tanto ya pensaba construir otros para después descansar «en paz y tranquilo». Pero el Señor le dijo «Necio, esta noche te van a re-clamar el alma». He aquí, entonces cómo la paz de la riqueza «no sirve» aunque «ayuda».

Otra paz que da el mundo, prosiguió el Papa, «es la del poder». Y así se llega a pensar: «yo tengo poder, estoy seguro, ordeno esto, ordeno aquello, soy respetado: estoy en paz». En esta situación se encontraba el rey Herodes; pero «cuando llegaron los magos y le dijeron que había naci-do el rey de Israel», en ese mismo instante «su paz se le escapó de repen-te». Confirmando que «la paz del poder no funciona: un golpe de Estado te la quita de repente».

Un tercer tipo de paz «que da el mundo» es la de la «vanidad», que nos dice: «soy una persona estimada, tengo muchos valores, soy una persona que todo el mundo respeta y cuando voy a las recepciones, todos me salu-dan». Sin embargo tampoco ésta «es una paz definitiva, porque –advirtió el Papa Francisco– hoy eres estimado y mañana serás insultado». El Pontí-fice invitó a pensar «qué sucedió a Jesús: la misma gente que el domingo de ramos decía una cosa», acogiéndolo en Jerusalén, «el viernes decía otra».

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». La paz que da Jesús, «es una persona, es el Espíritu Santo», explicó el Papa, es «un gran regalo». Porque «cuando el Espíritu Santo está en nuestro co-razón, nadie puede quitar la paz. ¡Ninguno! ¡Es una paz definitiva!».

Debemos «custodiar esta paz», aconsejó el Pontífice. Se trata, en efec-to, «de una gran paz, una paz que no es mía.

Y «¿cómo se recibe esta paz del Espíritu Santo?» se preguntó también el Papa. Dos fueron las respuestas: sobre todo, «se recibe en el bautismo, porque viene el Espíritu Santo, y también en la confirmación, porque vie-ne el Espíritu Santo». Y «se acoge como un niño cuando recibe un rega-lo». El mismo «Jesús había dicho: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él». Así, «sin condiciones, con corazón abierto».

Depende de nosotros «custodiarlo, no enjaularlo, escucharlo, pedirle ayuda: Él está dentro de nosotros». A la posible objeción de que «hay mu-

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chos problemas» el Pontífice respondió con las mismas palabras de Jesús: «No se turbe vuestro corazón y no tengáis miedo».

También san Pablo, explicó, «nos decía que para entrar en el reino de los cielos es necesario pasar por muchas tribulaciones». La experiencia, además, nos confirma que tribulaciones «todos nosotros tenemos muchas, más grandes y más pequeñas. ¡Todos!». Pero la paz de Jesús nos tranquili-za. En efecto «la presencia del Espíritu hace que nuestro corazón esté en paz, consciente y no anestesiado, con esa paz que sólo la presencia de Dios nos da».

Para comprobar qué tipo de paz vivimos, sugirió el Pontífice, «pode-mos hacernos algunas preguntas: ¿creo que el Espíritu Santo está dentro de mí? ¿creo que el Señor me lo ha regalado? ¿Lo recibo como un regalo, como un niño recibe un regalo, con corazón abierto? ¿Custodio al Espíritu Santo que está en mí para no entristecerlo?». Sin embargo, hizo notar el Papa, hay otra pregunta en sentido opuesto: «¿Prefiero la paz que me da el mundo, la del dinero, la del poder, la de la vanidad?». Pero «éstas –recal-có– son “paces” con miedo, siempre»: el miedo de que acaben. En cam-bio, «la paz de Jesús es definitiva: solamente es necesario recibirla como niños y custodiarla». Que el Señor, fue la oración conclusiva del Papa Francisco, «nos ayude a entender estas cosas».

LA OBRA DE JESÚS: PAZ, AMOR, ALEGRÍA20140522. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Jesús, en el discurso de despedida, en los últimos días antes de subir al cielo, habló de muchas cosas», pero siempre sobre el mismo punto, re-presentado por «tres palabras clave: paz, amor y alegría».

Sobre la primera, recordó el Papa, «hemos ya reflexionado» en la misa de anteayer, reconociendo que el Señor «no nos da una paz como la da el mundo, nos da otra paz: ¡una paz para siempre!». Respecto a la segunda palabra clave, «amor», Jesús, destacó el Papa, «había dicho muchas veces que el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo». Y «habló de ello también en diversas ocasiones» cuando «enseñaba cómo se ama a Dios, sin los ídolos». Y también «cómo se ama al prójimo». En resumen, Jesús encierra todo este discurso en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo, en él se nos dice cómo seremos juzgados. Allí el Señor explica cómo «se ama al prójimo».

Pero, en el pasaje evangélico de san Juan (15, 9-11), «Jesús dice una cosa nueva sobre el amor: no sólo amad, sino permaneced en mi amor». En efecto, «la vocación cristiana es permanecer en el amor de Dios, o sea, respirar y vivir de ese oxígeno, vivir de ese aire».

Pero ¿cómo es este amor de Dios? El Papa Francisco respondió con las mismas palabras de Jesús: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo». Por eso, observó, es «un amor que viene del Padre». Y la «relación de amor entre Él y el Padre» llega a ser una «relación de amor entre Él y nosotros». Así, «nos pide permanecer en ese amor que viene del Padre». Luego, «el apóstol Juan seguirá adelante —dijo el Pontífice— y nos dirá

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también cómo debemos dar este amor a los demás» pero lo primero es «permanecer en el amor». Y esta es, por lo tanto, también la «segunda pa-labra que Jesús nos deja.

Y ¿cómo se permanece en el amor? Nuevamente el Papa respondió a la pregunta con las palabras del Señor: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamien-tos de mi Padre y permanezco en su amor». Y, exclamó el Pontífice, «es algo bello esto: yo sigo los mandamientos en mi vida». Hermoso hasta el punto, explicó, que «cuando no permanecemos en el amor son los manda-mientos que vienen, solos, por el amor». Y «el amor nos lleva a cumplir los mandamientos, así naturalmente» porque «la raíz del amor florece en los mandamientos» y los mandamientos son el «hilo conductor» que suje-ta, en «este amor que llega», la cadena que une al Padre, a Jesús y a noso-tros.

La tercera palabra que indicó el Papa es la «alegría». Al recordar la ex-presión de Jesús propuesta en la lectura del Evangelio —«Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a ple -nitud»—, el Pontífice evidenció que precisamente «la alegría es el signo del cristiano: un cristiano sin alegría o no es cristiano o está enfermo», su salud cristiana «no está bien». Y, añadió, «una vez dije que hay cristianos con la cara avinagrada: siempre con la cara roja e incluso el alma está así. ¡Y esto es feo!». Estos «no son cristianos», porque «un cristiano sin aleg-ría no es cristiano».

Para el cristiano, en efecto, la alegría está presente «también en el do-lor, en las tribulaciones, incluso en las persecuciones». Al respecto el Papa invitó a mirar a los mártires de los primeros siglos —como las santas Feli-cidad, Perpetua e Inés— que «iban al martirio como si fuesen a las bo-das». He aquí entonces, «la gran alegría cristiana» que «es también la que custodia la paz y custodia el amor».

Por lo tanto tres palabras clave: paz, amor y alegría. No vienen, de he-cho, «del mundo» sino del Padre. Por lo demás, explicó, es el Espíritu Santo «quien realiza esta paz; quien realiza este amor que viene del Padre; quien lleva a cabo el amor entre el Padre y el Hijo y que luego llega a no-sotros; que nos da la alegría». Sí, dijo, «es el Espíritu Santo, siempre el mismo; ¡el gran olvidado de nuestra vida!». Y al respecto el Papa, diri-giéndose a los presentes, confesó su deseo de preguntar, pero «¡no lo ha-ré!» especificó, cuántos rezan al Espíritu Santo. «¡No, no alcéis la mano!» y añadió en seguida con una sonrisa; la cuestión, repitió, es que el Espíritu Santo es verdaderamente «¡el gran olvidado!». Pero es «Él el don que nos da la paz, que nos enseña a amar y nos colma de alegría».

Y, como conclusión, el Pontífice repitió la oración inicial de la misa, en la que «hemos pedido al Señor: ¡custodia tu don!». Juntos, dijo, «he-mos pedido la gracia para que el Señor custodie siempre el Espíritu Santo en nosotros, el Espíritu que nos enseña a amar, nos colma de alegría y nos da la paz».

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VUESTRA TRISTEZA SE CONVERTIRÁ EN ALEGRÍA20140530. Homilía diaria. Casa Santa Marta

San Pablo —un hombre «muy valiente»— «hizo tantas cosas porque tenía la fuerza del Señor, su vocación para llevar adelante la Iglesia, para predicar el Evangelio». Y, sin embargo, parece que también él algunas ve-ces tenía temor. Tanto que el Señor una noche, en una visión, le invitó ex-presamente a «no tener miedo».

Por lo tanto, también san Pablo «conocía lo que sucede a todos noso-tros en la vida», es decir, tener «un poco de miedo». Un miedo que nos lleva incluso a revisar nuestra vida cristiana, preguntándonos quizás si, en medio de tantos problemas, en el fondo «no fuera mejor bajar un poco el nivel» para ser «no tan cristiano», buscando «negociar con el mundo», pa-ra que «las cosas no sean tan difíciles».

Un razonamiento, sin embargo, que no fue el de san Pablo, que «sabía que lo que hacía no era del agrado ni de los judíos ni de los paganos». Y los Hechos de los apóstoles describen las consecuencias: fue llevado al tri-bunal, y he aquí «las persecuciones, los problemas». Todo esto, continuó el Pontífice, nos remite también «a nuestros miedos, nuestros temores». Y surge preguntarnos si el tener miedo sea propio de un cristiano. Por lo de-más, recordó el Papa, «Jesús mismo lo tuvo. Pensad en la oración en Ge-tsemaní. Tenía angustia». Pero Jesús dice también: «No te asustes, sigue adelante». Precisamente de esto habla san Juan (16, 20-23), cuando les di-ce claramente: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo es-tará alegre», es más, se burlará de vosotros.

Lo que, después sucedió puntualmente. «Pensemos, —recalcó el obis-po de Roma— en aquellos espectáculos del Coliseo, por ejemplo con los primeros mártires» que fueron llevados «a morir mientras la gente se ale-graba» diciendo: «Estos tontos que creen en el Resucitado ahora que aca-ben así». Para muchos el martirio de los cristianos «era una fiesta: ver có-mo morían». Sucedió, pues, precisamente lo que Jesús había dicho a los discípulos: «el mundo se alegrará» mientras «vosotros os entristeceréis».

Existe, entonces, «el miedo del cristiano, la tristeza del cristiano». Por lo demás, explicó el Pontífice, «nosotros debemos decir la verdad: no toda la vida cristiana es una fiesta. No toda. Se llora, muchas veces se llora». Las situaciones difíciles de la vida son múltiples: por ejemplo, hizo notar, «cuando tú estás enfermo, cuando tienes un problema en familia, con los hijos, con la hija, con la esposa, con el marido. Cuando ves que el sueldo no llega a fin de mes y tienes un hijo enfermo y ves que no puedes pagar el préstamo de la casa y tienes que irte». Son «muchos problemas los que tenemos». Y sin embargo, «Jesús nos dice: no tengáis miedo».

Existe además «otra tristeza», añadió el Papa Francisco: la «que nos viene a todos nosotros cuando vamos por un camino que no es bueno». O cuando, «por decirlo sencillamente, compramos, vamos a comprar el go-zo, la alegría del mundo, la del pecado». Con el resultado de que «al final está el vacío dentro de nosotros, está la tristeza». Es ésta, precisamente, «la tristeza de la alegría mala».

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Pero si el Señor no esconde la tristeza, no nos deja, sin embargo, sólo con esta palabra. Sigue adelante y dice: «Pero si vosotros sois fieles, vues-tra tristeza se convertirá en alegría». He aquí el punto clave: «El gozo cris-tiano es un gozo en esperanza que llega. Pero en el momento de la prueba nosotros no la vemos».

Es, de hecho, «un gozo que se purifica con las pruebas, también por las pruebas de cada día». Dice el Señor: «Vuestra tristeza se convertirá en ale-gría». Un discurso difícil de hacer comprender, reconoció el Papa. Esto se ve, por ejemplo, «cuando vas con un enfermo, con una enferma que sufre mucho, para decir: ¡ánimo, ánimo, mañana tendrás alegría!». Se trata de hacer sentir a esa persona que sufre, «como le ha hecho sentir Jesús». Es «un acto de fe en el Señor» y lo es también para nosotros «cuando estamos precisamente en la oscuridad y no vemos nada». Un acto que nos hace de-cir: «Lo sé, Señor, que esta tristeza se convertirá en alegría. No sé cómo, pero lo sé».

En estos días, observó el Pontífice, en la liturgia la Iglesia celebra el momento en el que «el Señor se fue y dejó a sus discípulos solos». En ese momento «quizá algunos de ellos habrán sentido miedo». Pero en todos «estaba la esperanza, la esperanza de que aquel miedo, aquella tristeza se convertiría en alegría». Y «para hacernos entender bien que esto es cierto, el Señor pone el ejemplo de la mujer que da a luz», explicando: «Sí, es verdad, en el parto la mujer sufre mucho, pero después cuando tiene al ni -ño consigo se olvida» de todo el dolor. Y «lo que queda es la alegría», la alegría «de Jesús: una alegría purificada en el fuego de las pruebas, de las persecuciones, de todo lo que se debe hacer para ser fiel».

He aquí, entonces, «el mensaje de la Iglesia hoy: no tener miedo», ser «valerosos en el sufrimiento y pensar que después viene el Señor; después viene el gozo, después de la oscuridad llega el sol». El Pontífice expresó, luego, el deseo de que «el Señor dé a todos nosotros este gozo en esperan-za». Y explicó que la paz es «el signo de que nosotros tenemos esta aleg-ría en esperanza». Dan testimonio de esta «paz del alma» especialmente, tantos «enfermos al final de la vida, con los dolores». Porque precisamen-te «la paz —concluyó el Papa— es la semilla de la alegría, es la alegría en esperanza». Si, en efecto, «tienes paz en el alma en el momento de la os-curidad, en el momento de las dificultades, en el momento de las persecu-ciones, cuando todos se alegran de tu mal», es el signo claro de que «tú tienes la semilla de aquella alegría que vendrá después».

DERECHO PENAL: SATISFACCIÓN, CONFESIÓN, CONTRICIÓN20140530. Carta. Congreso internacional sobre derecho penal

Bien saben Ustedes que el Derecho penal requiere un enfoque multi-disciplinar, que trate de integrar y armonizar todos los aspectos que con-fluyen en la realización de un acto plenamente humano, libre, consciente y responsable. También la Iglesia quisiera decir una palabra como parte de su misión evangelizadora, y en fidelidad a Cristo, que vino a “anunciar la libertad a los cautivos” (Lc 4, 18). Por eso, me animo a compartir con Us-

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tedes algunas ideas que llevo en el alma y que forman parte del tesoro de la Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios.

Desde los primeros tiempos cristianos, los discípulos de Jesús se han esforzado por hacer frente a la fragilidad del corazón humano, tantas veces débil. De diversas maneras y con variadas iniciativas, han acompañado y sostenido a quienes sucumben bajo el peso del pecado y del mal. A pesar de los cambios históricos, han sido constantes tres elementos: la satisfac-ción o reparación del daño causado; la confesión, por la que el hombre ex-presa su conversión interior; y la contrición para llegar al encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios.

1. La satisfacción. El Señor ha ido enseñando, poco a poco, a su pue-blo que hay una asimetría necesaria entre el delito y la pena, que un ojo o un diente roto no se remedia rompiendo otro. Se trata de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al agresor.

Un modelo bíblico de satisfacción puede ser el Buen Samaritano. Sin pensar en perseguir al culpable para que asuma las consecuencias de su acto, atiende a quien ha quedado al costado del camino malherido y se ha-ce cargo de sus necesidades (cf. Lc10, 25-37).

En nuestras sociedades tendemos a pensar que los delitos se resuelven cuando se atrapa y condena al delincuente, pasando de largo ante los da-ños cometidos o sin prestar suficiente atención a la situación en que que-dan las víctimas. Pero sería un error identificar la reparación sólo con el castigo, confundir la justicia con la venganza, lo que sólo contribuiría a in-crementar la violencia, aunque esté institucionalizada. La experiencia nos dice que el aumento y endurecimiento de las penas con frecuencia no re-suelve los problemas sociales, ni logra disminuir los índices de delincuen-cia. Y, además, se pueden generar graves problemas para las sociedades, como son las cárceles superpobladas o los presos detenidos sin condena… En cuántas ocasiones se ha visto al reo expiar su pena objetivamente, cumpliendo la condena pero sin cambiar interiormente ni restablecerse de las heridas de su corazón.

A este respecto, los medios de comunicación, en su legítimo ejercicio de la libertad de prensa, juegan un papel muy importante y tienen una gran responsabilidad: de ellos depende informar rectamente y no contribuir a crear alarma o pánico social cuando se dan noticias de hechos delictivos. Están en juego la vida y la dignidad de las personas, que no pueden con-vertirse en casos publicitarios, a menudo incluso morbosos, condenando a los presuntos culpables al descrédito social antes de ser juzgados o forzan-do a las víctimas, con fines sensacionalistas, a revivir públicamente el do-lor sufrido.

2. La confesión es la actitud de quien reconoce y lamenta su culpa. Si al delincuente no se le ayuda suficientemente, no se le ofrece una oportu-nidad para que pueda convertirse, termina siendo víctima del sistema. Es necesario hacer justicia, pero la verdadera justicia no se contenta con cas-tigar simplemente al culpable. Hay que avanzar y hacer lo posible por co-rregir, mejorar y educar al hombre para que madure en todas sus vertien-

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tes, de modo que no se desaliente, haga frente al daño causado y logre re-plantear su vida sin quedar aplastado por el peso de sus miserias.

Un modelo bíblico de confesión es el buen ladrón, al que Jesús prome-te el paraíso porque fue capaz de reconocer su falta: “Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen” (Lc 23, 41).

Todos somos pecadores; Cristo es el único justo. También nosotros co-rremos el riesgo de dejarnos llevar en algún momento por el pecado, el mal, la tentación. En todas las personas convive la capacidad de hacer mu-cho bien con la posibilidad de causar tanto mal, aunque uno lo quiera evi-tar (cf. Rm 7,18-19). Y tenemos que preguntarnos por qué algunos caen y otros no, siendo de su misma condición.

No pocas veces la delincuencia hunde sus raíces en las desigualdades económicas y sociales, en las redes de la corrupción y en el crimen organi-zado, que buscan cómplices entre los más poderosos y víctimas entre los más vulnerables. Para prevenir este flagelo, no basta tener leyes justas, es necesario construir personas responsables y capaces de ponerlas en prácti-ca. Una sociedad que se rige solamente por las reglas del mercado y crea falsas expectativas y necesidades superfluas, descarta a los que no están a la altura e impide que los lentos, los débiles o los menos dotados se abran camino en la vida (cf. Evangelii Gaudium, 209).

3. La contrición es el pórtico del arrepentimiento, es esa senda privile-giada que lleva al corazón de Dios, que nos acoge y nos ofrece otra opor-tunidad, siempre que nos abramos a la verdad de la penitencia y nos deje-mos transformar por su misericordia. De ella nos habla la Escritura Santa cuando refiere la actitud del Buen Pastor, que deja a las noventa y nueve ovejas que no requieren de sus cuidados y sale a buscar a la que anda errante y perdida (cf.Jn 10,1-15; Lc 15,4-7), o la del Padre bueno, que re-cibe a su hijo menor sin recriminaciones y con el perdón (cf. Lc 15, 11-32). También es significativo el episodio de la mujer adúltera, a la que Je-sús le dice: “Vete y en adelante no peques más” (Jn 8,11b). Aludiendo, asimismo, al Padre común, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (cf. Mt 5,45), Jesús invita a sus discípulos a ser misericordiosos, a hacer el bien a quien les hace mal, a rezar por los enemigos, a poner la otra mejilla, a no guardar rencor…

La actitud de Dios, que primerea al hombre pecador ofreciéndole su perdón, se presenta así como una justicia superior, al mismo tiempo ecuá-nime y compasiva, sin que haya contradicción entre estos dos aspectos. El perdón, en efecto, no elimina ni disminuye la exigencia de la rectificación, propia de la justicia, ni prescinde de la necesidad de conversión personal, sino que va más allá, buscando restaurar las relaciones y reintegrar a las personas en la sociedad. Aquí me parece que se halla el gran reto, que en-tre todos debemos afrontar, para que las medidas que se adopten contra el mal no se contenten con reprimir, disuadir y aislar a los que lo causaron, sino que les ayuden a recapacitar, a transitar por las sendas del bien, a ser personas auténticas que lejos de sus miserias se vuelvan ellas mismas mi-sericordiosas. Por eso, la Iglesia plantea una justicia que sea humanizado-

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ra, genuinamente reconciliadora, una justicia que lleve al delincuente, a través de un camino educativo y de esforzada penitencia, a su rehabilita-ción y total reinserción en la comunidad.

Qué importante y hermoso sería acoger este desafío, para que no caye-ra en el olvido. Qué bueno que se dieran los pasos necesarios para que el perdón no se quedara únicamente en la esfera privada, sino que alcanzara una verdadera dimensión política e institucional y así crear unas relaciones de convivencia armoniosa. Cuánto bien se obtendría si hubiera un cambio de mentalidad para evitar sufrimientos inútiles, sobre todo entre  los más indefensos.

Queridos amigos, vayan adelante en este sentido, pues entiendo que aquí radica la diferencia entre una sociedad incluyente y otra excluyente, que no pone en el centro a la persona humana y prescinde de los restos que ya no le sirven.

Me despido encomendándolos al Señor Jesús, que en los días de su vi-da terrena, fue apresado y condenado injustamente a muerte, y se identifi-có con todos los encarcelados, culpables o no (“Estuve preso y me visita-ron”, Mt 25,36). Él descendió también a esas oscuridades creadas por el mal y el pecado del hombre para llevar allí la luz de una justicia que digni-fica y enaltece, para anunciar la Buena Nueva de la salvación y de la con-versión. Él, que fue despojado inicuamente de todo, les conceda el don de la sabiduría, para que sus diálogos y consideraciones se vean recompensa-das con el acierto.

Les ruego que recen por mí, pues lo necesito bastante.

NACER DE NUEVO A LA VIDA EN EL ESPÍRITU20140601. Discurso. A la renovación carismática de Italia

Vosotros, Renovación carismática, habéis recibido un gran don del Se-ñor. Habéis nacido de una voluntad del Espíritu Santo como «una corrien-te de gracia en la Iglesia y para la Iglesia». Ésta es vuestra definición: una corriente de gracia.

¿Cuál es el primer don del Espíritu Santo? El don de sí mismo, que es amor y hace que te enamores de Jesús. Y este amor cambia la vida. Por es-to se dice «nacer de nuevo a la vida en el Espíritu». Lo había dicho Jesús a Nicodemo. Habéis recibido el gran don de la diversidad de los carismas, la diversidad que lleva a la armonía del Espíritu Santo, al servicio de la Igle-sia.

Cuando pienso en vosotros, carismáticos, me viene a la mente la mis-ma imagen de la Iglesia, pero de una manera particular: pienso a una gran orquesta, en que cada instrumento es distinto y también las voces son dis-tintas, pero todos son necesarios para la armonía de la música. San Pablo nos lo dice, en el capítulo XII de la primera Carta a los Corintios. Así, co-mo en una orquestra, que nadie en la Renovación piense que es más im-portante o más grande que otro, por favor. Porque cuando alguno de voso-tros se cree más importante que otro o más grande, comienza la peste. Na-die puede decir: «Yo soy la cabeza». Vosotros, como toda la Iglesia, te-

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néis una sola cabeza, un solo Señor: el Señor Jesús. Repetid conmigo: ¿Quién es la cabeza de la Renovación? El Señor Jesús. ¿Quién es la cabe-za de la Renovación? [la multitud:] El Señor Jesús. Y decimos esto con la fuerza que nos da el Espíritu Santo, porque nadie puede decir «Jesús es el Señor» sin el Espíritu Santo.

Como tal vez sabéis –porque las noticias corren– en los primeros años de la Renovación carismática en Buenos Aires, yo no quería mucho a es-tos carismáticos. Yo les decía: «Parecen una escuela de samba». No com-partía su modo de rezar y tantas cosas nuevas que sucedían en la Iglesia. Después, comencé a conocerlos y al final entendí el bien que la Renova-ción carismática hace a la Iglesia. Y esta historia, que va de la «escuela de samba» hacia adelante, termina de un modo particular: pocos meses antes de participar en el Cónclave, fui nombrado por la Conferencia Episcopal asistente espiritual de la Renovación carismática en Argentina.

La Renovación carismática es una gran fuerza al servicio del anuncio del Evangelio, en la alegría del Espíritu Santo. Habéis recibido el Espíritu Santo que os ha hecho descubrir el amor de Dios por todos sus hijos y el amor a la Palabra. En los primeros tiempos se decía que vosotros, carismá-ticos, llevabais siempre con vosotros una Biblia, el Nuevo Testamento… ¿Lo seguís haciendo todavía? [la multitud:] Sí. No estoy seguro de ello. Si no, volved a este primer amor, llevad siempre en el bolsillo, en la bolsa, la Palabra de Dios. Y leed un trozo. Siempre con la Palabra de Dios.

Vosotros, pueblo de Dios, pueblo de la Renovación carismática, vigi-lad para no perder la libertad que el Espíritu Santo os ha dado. El peligro para la Renovación, como dice con frecuencia nuestro querido Padre Ra-niero Cantalamessa, es el de la excesiva organización: el peligro de la ex-cesiva organización.

Sí, tenéis necesidad de organización, pero no perdáis la gracia de dejar que Dios sea Dios. «Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se lla-ma ser misteriosamente fecundos!» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 280).

Otro peligro es el de convertirse en «controladores» de la gracia de Dios. Muchas veces, los responsables (a mí me gusta más el nombre «ser-vidores») de algún grupo o comunidad se convierten, tal vez sin querer, en administradores de la gracia, decidiendo quién puede recibir la oración de efusión o el bautismo en el Espíritu y quién no. Si algunos hacen así, os ruego de no hacerlo más, no hacerlo más. Vosotros sois dispensadores de la gracia de Dios, no controladores. No seáis una aduana para el Espíritu Santo.

En los documentos de Malinas, tenéis una guía, una ruta segura para no equivocaros de camino. El primer documento es: Orientación teológica y pastoral. El segundo es: Renovación carismática y ecumenismo, escrito por el mismo Cardenal Suenens, gran protagonista del Concilio Vaticano II. El tercero es: Renovación carismática y servicio al hombre, escrito por el Card. Suenens y por el Obispo Hélder Camara.

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Ésta es vuestra ruta: evangelización, ecumenismo espiritual, atención a los pobres y necesitados y acogida de los marginados. Y todo esto basado en la adoración. El fundamento de la renovación es adorar a Dios.

Me han pedido que diga a la Renovación qué espera el Papa de voso-tros.

La primera cosa es la conversión al amor de Jesús que cambia la vida y hace del cristiano un testigo del Amor de Dios. La Iglesia espera este testi-monio de vida cristiana y el Espíritu Santo nos ayuda a vivir la coherencia del Evangelio para nuestra santidad.

Espero de vosotros que compartáis con todos, en la Iglesia, la gracia del Bautismo en el Espíritu Santo (expresión que se lee en los Hechos de los Apóstoles).

Espero de vosotros una evangelización con la Palabra de Dios que anuncia que Jesús está vivo y ama a todos los hombres.

Que deis un testimonio de ecumenismo espiritual con todos aquellos hermanos y hermanas de otras Iglesias y comunidades cristianas que creen en Jesús como Señor y Salvador.

Que permanezcáis unidos en el amor a todos los hombres que el Señor Jesús nos pide, y en la oración al Espíritu Santo para llegar a esta unidad, necesaria para la evangelización en el nombre de Jesús. Recordad que «La Renovación carismática es ecuménica por su misma naturaleza … La Re-novación católica se alegra de lo que el Espíritu Santo realiza en el seno de otras Iglesias» (1Malinas 5,3).

Acercaos a los pobres, a los necesitados, para tocar en su carne la car-ne herida de Jesús. Acercaos, por favor.

Buscad la unidad en la Renovación, porque la unidad viene del Espíri-tu Santo y nace de la unidad de la Trinidad. La división, ¿de quién viene? Del demonio. La división viene del demonio. Huid de las luchas internas, por favor. Que no se den entre vosotros.

Hermanos y hermanas, recordad: Adorad a Dios el Señor: éste es el fundamento. Adorar a Dios. Buscad la santidad en la nueva vida del Es-píritu Santo. Sed dispensadores de la gracia de Dios. Evitad el peligro de la excesiva organización.

Salid a las calles a evangelizar, anunciando el Evangelio. Recordad que la Iglesia nació «en salida», aquella mañana de Pentecostés. Acercaos a los pobres y tocad en su carne la carne herida de Jesús. Dejaos guiar por el Espíritu Santo, con esa libertad; y, por favor, no enjaular al Espíritu Santo. ¡Con libertad!

Buscad la unidad de la Renovación, unidad que viene de la Trinidad.

ASCENSIÓN DEL SEÑOR20140601. Ángelus

Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cie-lo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en

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cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan ha-cia el mundo.

Jesús sale, asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con noso-tros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mis-mo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la histo-ria humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resuci-tado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, tam-bién hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con no-sotros!

Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el re-galo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del per-dón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdo-na siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más miseri-cordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.

Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la or -den de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y voso-tros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.

A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vo-sotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Je-sús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuer-zas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso

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bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.

Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pe-ro como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.

AMOR ESPONSAL FIEL, PERSEVERANTE Y FECUNDO20140602. Homilía diaria. Casa Santa Marta

Ha sido una pequeña fiesta, para quince parejas de esposos que recor-daban el aniversario de matrimonio, la misa celebrada por el Papa el lunes 2 de junio, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta.

Reflexión sobre el amor nacida ante todo del discurso de despedida de Jesús a los apóstoles (Jn 16, 29-33). Jesús, explicó el Papa, «vuelve sobre el mismo tema: el mundo, el espíritu del mundo, que nos hace tanto mal, y el Espíritu que Él trae, el Espíritu de las bienaventuranzas, el Espíritu del Padre». Él dice expresamente: «El Padre está conmigo». Y es por esto que «vence al mundo».

«El Padre nos envió a Jesús», afirmó el obispo de Roma, porque «ha tanto amado al mundo que, para salvarlo, envió a su Hijo, por amor». Por lo tanto, «Jesús es enviado por amor y Jesús ama». ¿Cuál es el amor de Je-sús? «Muchas veces —destacó— hemos leído tonterías sobre el amor de Jesús. Pero el amor de Jesús es grande». Y, en especial, indicó «tres amo-res de Jesús».

Ante todo Jesús «ama mucho al Padre en el Espíritu Santo». Es un amor «misterioso» y «eterno». Tanto que «nosotros no podemos imaginar cuán grande, cuán hermoso es este amor»; podemos «sólo pedir la gracia de poder verlo una vez, cuando nosotros estaremos allí». El «segundo amor de Jesús es su Madre». Lo vemos «al final: con tantos dolores, tantos sufrimientos, desde la cruz pensó en su mamá y dijo: “Cuida de ella”». Por último, «el tercer amor de Jesús es la Iglesia, su esposa por amor: her-mosa, santa, pecadora, pero la ama igualmente».

La presencia de las quince parejas inspiró al Papa la segunda parte de la meditación. «San Pablo —explicó— cuando se refiere al sacramento del matrimonio, lo llama sacramento grande, porque Jesús se casó con su Iglesia y cada matrimonio cristiano es un reflejo de estas bodas de Jesús con la Iglesia».

El Papa confesó luego que querría preguntar a cada una de las parejas que contara «lo sucedido en este tiempo, en estos sesenta años, cincuenta años, veinticinco años». Pero, añadió inmediatamente, «no acabaríamos ni siquiera a mediodía: así que lo dejamos». Sin embargo, continuó, «pode-mos decir algo sobre el amor esponsal de Jesús con la Iglesia». Un amor que tiene «tres características: es fiel; es perseverante, no se cansa nunca de amar a su Iglesia; es fecundo».

Ante todo «es un amor fiel. Jesús es el fiel», como nos recuerda tam-bién san Pablo. «La fidelidad —afirmó el Pontífice— es precisamente el

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ser del amor de Jesús. Y el amor de Jesús a su Iglesia es fiel. Esta fideli-dad es como una luz sobre el matrimonio: la fidelidad del amor, siempre». El Papa reconoció que «hay momentos malos, muchas veces se litiga. Pe-ro al final se vuelve, se pide perdón y el amor matrimonial sigue adelan-te».

La vida matrimonial, además, es «también un amor perseverante», por-que, si falta esta determinación «el amor no puede seguir adelante». Es ne-cesaria «la perseverancia en el amor, en los buenos momentos y en los momentos difíciles, cuando hay problemas con los hijos, los problemas económicos». También en estas circunstancias «el amor persevera, sigue siempre adelante, tratando de resolver las cosas para salvar la familia». Y dirigiéndose nuevamente a los esposos presentes, sobre todo a los que fes-tejaban sus sesenta años de vida matrimonial, el obispo de Roma subrayó que es hermosa esta experiencia de la perseverancia, testimoniada por el «hombre y la mujer que se levantan cada mañana y llevan adelante la fa-milia».

El Pontífice indicó en la fecundidad «el tercer rasgo del amor de Jesús hacia su esposa, la Iglesia. El amor de Jesús hace fecunda a su esposa, ha-ce fecunda a la Iglesia con nuevos hijos, bautismos. Y la Iglesia crece con esta fecundidad nupcial del amor de Jesús». Sin embargo «algunas veces el Señor no envía hijos: es una prueba». Y «existen otras pruebas: cuando viene un hijo enfermo, muchos problemas». Y «estas pruebas llevan ade-lante los matrimonios, cuando miran a Jesús y toman la fuerza de la fecun-didad que Jesús tiene con su Iglesia, del amor que Jesús tiene con su Igle-sia».

El Papa Francisco recordó al respecto «que a Jesús no le gustan esos matrimonios que no quieren hijos, que quieren permanecer sin fecundi-dad». Son el producto de la «cultura del bienestar de hace diez años», se-gún la cual «es mejor no tener hijos, así puedes ir a conocer el mundo en vacaciones, puedes tener un chalé en el campo y estás tranquilo». Es una cultura que sugiere que «es más cómodo tener un perrito y dos gatos», así «el amor se dirige a los dos gatos y al perrito». Pero obrando así «este ma-trimonio, al final, llega a la vejez en soledad, con la amargura de una mala soledad: no es fecundo, no hace lo que Jesús hace con su Iglesia».

Como conclusión, el Papa rezó por las parejas de esposos pidiendo «al Señor que vuestro matrimonio sea hermoso, con las cruces pero hermoso, como el de Jesús con la Iglesia: fiel, perseverante y fecundo».

JESÚS ESTÁ ORANDO POR MÍ20140603. Homilía diaria. Casa Santa Marta

«Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos», son las palabras de Jesús al Padre (Jn 17, 1-11). La primera lectura nos presenta otro «discurso de despedida»: desde Mile-to san Pablo manda llamar a Éfeso a los ancianos de la Iglesia para despe-dirse, según lo relatado por los Hechos de los apóstoles (20, 17-27).

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San Pablo les dice que no conoce su destino: «No sé lo que me pasará allí —afirma— salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones». El relato conti-núa con la noticia de que «todos comenzaron a llorar y, echándose al cue-llo de Pablo, lo besaban; lo que más pena les daba de lo que había dicho era que no volverían a ver su rostro. Y lo acompañaron hasta la nave» (Hch 20, 22-23.37-38). Pablo los alentó a seguir adelante, a predicar el Evangelio, a no cansarse.

También el de Jesús —destacó el Papa— es «un discurso de despedi-da, antes de ir a Getsemaní y comenzar la pasión». Y «los discípulos esta -ban tristes» por esto. Pero Jesús exclama “Te ruego por ellos”». Por lo tanto, «Jesús ruega por nosotros». Jesús ruega por Pedro, por Lázaro. Y en este «mismo discurso de despedida ruega por todos los discípulos que vendrán y que creerán» en Él.

Al respecto, san Pablo (Rm 8), explicó el Papa, «nos dice que es una oración de intercesión». De este modo, «hoy, mientras nosotros rezamos aquí, Jesús ruega por nosotros, ruega por su Iglesia». Y «el apóstol Juan» nos tranquiliza diciendo que, cuando pecamos, sabemos que «tenemos un abogado ante el Padre: alguien que ruega por nosotros, nos defiende ante el Padre, nos justifica».

Es importante, subrayó el Pontífice, «pensar que Jesús está orando por mí. Yo puedo seguir adelante en la vida porque tengo un abogado que me defiende. Si soy culpable, si tengo muchos pecados», Jesús «es un buen abogado defensor y hablará al Padre de mí». Y precisamente «para desta-car que Él es el primer abogado, nos dice: Os enviaré otro paráclito, otro abogado. Pero Él es el primero. Y ruega por mí, en la oración de interce-sión que hoy después de la Ascensión al cielo Jesús hace por cada uno de nosotros». Del mismo modo como «cuando nosotros en la parroquia, en casa, en la familia tenemos algunas necesidades, algunos problemas, deci-mos “reza por mí”, lo mismo debemos decir a Jesús: “Señor Jesús, ruega por mí”».

¿Y cómo ruega hoy Jesús? «Yo creo que no habla demasiado con el Padre: ama», respondió el Pontífice. Y añadió: «Pero hay una cosa que Je-sús hace hoy, estoy seguro que lo hace: muestra al Padre sus llagas. Y Je-sús con sus llagas ruega por nosotros. Como si dijese: “Padre, este es el precio. Ayúdales, protégelos, son tus hijos a quienes yo he salvado”».

De lo contrario, advirtió el Papa Francisco, «no se comprende por qué Jesús después de la resurrección tuvo este cuerpo glorioso, hermosísimo: no estaban las señales de los golpes, no estaban las heridas de la flagela-ción, todo hermoso, pero estaban las cinco llagas». Y «Jesús quiso llevar-las al cielo para rogar por nosotros, para mostrarle al Padre el precio», co-mo si dijese: «Este es el precio, ahora no los dejes solos, ayúdales».

Y al rezar pidamos: Jesús ayúdame, Jesús dame fuerza, resuelve este problema, perdóname». Rezar así, precisó, «está bien», pero al mismo tiempo no hay que olvidar decir también: «Jesús ruega por mí, muestra al Padre tus llagas que son también las mías; son las llagas de mi pecado, son

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las llagas de mi problema en este momento». Así Jesús es el «intercesor que sólo muestra al Padre las llagas: esto sucede hoy, en este momento».

El Pontífice concluyó proponiendo de nuevo las palabras de Jesús a Pedro, su oración «para que su fe no decaiga». Con la seguridad de que Él está rogando del mismo modo por «cada uno de nosotros: “Yo ruego por ti hermano, hermana, ruego por ti, para que tu fe no decaiga”». Por ello de-bemos tener «confianza en esta oración de Jesús, con sus llagas, ante el Padre».

PENTECOSTÉS: SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO20140608. Homilía. Pentecostés

«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2, 4).Hablando a los Apóstoles en la Última Cena, Jesús dijo que, tras mar-

charse de este mundo, les enviaría el don del Padre, es decir, el Espíritu Santo (cf.Jn 15, 26). Esta promesa se realizó con poder el día de Pentecos-tés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento, sino que se trata de un acontecimiento que se ha renovado y se renueva aún. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa, enviando a la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.

El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña el ca-mino, el sendero. En los primeros tiempos de la Iglesia, al cristianismo se le llamaba «el camino» (cf. Hch 9, 2), y Jesús mismo es el camino. El Es-píritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar siguiendo sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.

El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuerda todo lo que dijo Jesús. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace comprender las palabras del Señor.

Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un he-cho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en noso-tros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo lo que dijo Cristo, nos hace entrar cada vez más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se relaciona con un pasaje de la Escritura... Es el Espíritu que nos hace recorrer este camino: la senda de la memoria viva de la Iglesia. Y esto requiere de nuestra parte una res -puesta: cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las pa-labras de Jesús se hacen vida en nosotros, se convierten en actitudes, op-ciones, gestos, testimonio. En esencia, el Espíritu nos recuerda el manda-miento del amor y nos llama a vivirlo.

Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento,

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que no sabe tomar en consideración su historia, no sabe leerla y vivirla co-mo historia de salvación. En cambio, con la ayuda del Espíritu Santo, po-demos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana. Y ese día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, la que desde el inicio meditaba todas esas cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.

El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y —otro rasgo— nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No hay cristianos mudos, mudos en el alma; no, no hay sitio para esto.

Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que reci-bimos gratuitamente; es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Pa-pá, Abbà (cf. Rm 8, 15; Gal 4, 6); y esto no es sólo un «modo de decir», sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: «Jesús es el Señor» —lo hemos escuchado hoy— sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los demás reconociendo en ellos a hermanos y herma-nas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y las alegrías de los demás.

Pero hay algo más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en laprofecía, es decir, haciéndonos «canales» humildes y dóci-les de la Palabra de Dios. La profecía se realiza con franqueza, para mos-trar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención de construir. Llenos del Espíritu de amor, pode-mos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.

Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino; nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús; nos hace orar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.

El día de Pentecostés, cuando los discípulos «se llenaron de Espíritu Santo», fue el bautismo de la Iglesia, que nace «en salida», en «partida» para anunciar a todos la Buena Noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos a la otra Madre, a nuestra Madre que salió con pronti-tud, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: las dos vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús había sido perentorio con los Apósto-les: no tenían que alejarse de Jerusalén antes de recibir de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 4.8). Sin Él no hay misión, no hay evangeli-zación. Por ello, con toda la Iglesia, con nuestra Madre Iglesia católica in-vocamos: ¡Ven, Espíritu Santo!

PENTECOSTÉS: SORPRESA Y TURBACIÓN

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20140608. Ángelus

La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo so-bre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un aconte-cimiento que tuvo lugar durante la preexistente fiesta judía, y que se reali-za de modo sorprendente. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos y los frutos de esa extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de fuego; el miedo desaparece y deja espacio a la valentía; las len-guas se desatan y todos comprenden el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios, todo renace y se transfigura. El acontecimiento de Pentecostés mar-ca el nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos impresio-nan dos rasgos: es una Iglesia que sorprende y turba.

Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba ya nada de los discípulos: después de la muerte de Jesús formaban un grupito insignifi-cante, estaban desconcertados, huérfanos de su Maestro. En cambio, se ve-rificó un hecho inesperado que suscitó admiración: la gente quedaba tur-bada porque cada uno escuchaba a los discípulos hablar en la propia len-gua, contando las grandes obras de Dios (cf. Hch 2, 6-7.11). La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo —la Resurrección de Cristo— con un lenguaje nuevo —el lenguaje universal del amor. Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje nuevo: el len-guaje del amor. Los discípulos están revestidos del poder de lo alto y ha-blan con valentía —pocos minutos antes eran todos cobardes, pero ahora hablan con valor y franqueza, con la libertad del Espíritu Santo.

Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender anun-ciando a todos que Jesús el Cristo ha vencido la muerte, que los brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia está siempre allí esperándo-nos para sanarnos, para perdonarnos. Precisamente para esta misión Jesús resucitado entregó su Espíritu a la Iglesia.

Atención: si la Iglesia está viva, debe sorprender siempre. Sorprender es característico de la Iglesia viva. Una Iglesia que no tenga la capacidad de sorprender es una Iglesia débil, enferma, moribunda, y debe ser ingre-sada en el sector de cuidados intensivos, ¡cuanto antes!

Alguno, en Jerusalén, hubiese preferido que los discípulos de Jesús, bloqueados por el miedo, se quedaran encerrados en casa para no crear turbación. Incluso hoy muchos quieren esto de los cristianos. El Se-ñor resucitado, en cambio, los impulsa hacia el mundo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). La Iglesia de Pente-costés es una Iglesia que no se resigna a ser inocua, demasiado «destila-da». No, no se resigna a esto. No quiere ser un elemento decorativo. Es una Iglesia que no duda en salir afuera, al encuentro de la gente, para anunciar el mensaje que se le ha confiado, incluso si ese mensaje molesta o inquieta las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal vez, problemas; y también, a veces, nos conduce al martirio. Ella nace una y universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que abraza al mundo pero

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no lo captura; lo deja libre, pero lo abraza como la columnata de esta pla-za: dos brazos que se abren para acoger, pero no se cierran para retener. Nosotros, los cristianos somos libres, y la Iglesia nos quiere libres.

Nos dirigimos a la Virgen María, que en esa mañana de Pentecostés estaba en el Cenáculo, y la Madre estaba con los hijos. En ella la fuerza del Espíritu Santo realizó verdaderamente «obras grandes» (Lc 1, 49). Ella misma lo había dicho. Que Ella, Madre del Redentor y Madre de la Igle-sia, nos alcance con su intercesión una renovada efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.

INVOCACIÓN POR LA PAZ20140608. Discurso. Encuentro. Presidentes de Israel y Palestina

Para conseguir la paz, se necesita valor, mucho más que para hacer la guerra. Se necesita valor para decir sí al encuentro y no al enfrentamiento; sí al diálogo y no a la violencia; sí a la negociación y no a la hostilidad; sí al respeto de los pactos y no a las provocaciones; sí a la sinceridad y no a la doblez. Para todo esto se necesita valor, una gran fuerza de ánimo.

La historia nos enseña que nuestras fuerzas no son suficientes. Más de una vez hemos estado cerca de la paz, pero el maligno, por diversos me-dios, ha conseguido impedirla. Por eso estamos aquí, porque sabemos y creemos que necesitamos la ayuda de Dios. No renunciamos a nuestras responsabilidades, pero invocamos a Dios como un acto de suprema res-ponsabilidad, de cara a nuestras conciencias y de frente a nuestros pue-blos. Hemos escuchado una llamada, y debemos responder: la llamada a romper la espiral del odio y la violencia; a doblegarla con una sola pala-bra: «hermano». Pero para decir esta palabra, todos debemos levantar la mirada al cielo, y reconocernos hijos de un solo Padre.

A él me dirijo yo, en el Espíritu de Jesucristo, pidiendo la intercesión de la Virgen María, hija de Tierra Santa y Madre nuestra.

Señor, Dios de paz, escucha nuestra súplica.Hemos intentado muchas veces y durante muchos años resolver nues-

tros conflictos con nuestras fuerzas, y también con nuestras armas; tantos momentos de hostilidad y de oscuridad; tanta sangre derramada; tantas vidas destrozadas; tantas esperanzas abatidas... Pero nuestros esfuerzos han sido en vano. Ahora, Señor, ayúdanos tú. Danos tú la paz, enséñanos tú la paz, guíanos tú hacia la paz. Abre nuestros ojos y nuestros corazo-nes, y danos la valentía para decir: «¡Nunca más la guerra!»; «con la guerra, todo queda destruido». Infúndenos el valor de llevar a cabo ges-tos concretos para construir la paz. Señor, Dios de Abraham y los Profe-tas, Dios amor que nos has creado y nos llamas a vivir como hermanos, danos la fuerza para ser cada día artesanos de la paz; danos la capacidad de mirar con benevolencia a todos los hermanos que encontramos en nuestro camino. Haznos disponibles para escuchar el clamor de nuestros ciudadanos que nos piden transformar nuestras armas en instrumentos de paz, nuestros temores en confianza y nuestras tensiones en perdón. Man-tén encendida en nosotros la llama de la esperanza para tomar con pa-

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ciente perseverancia opciones de diálogo y reconciliación, para que final-mente triunfe la paz. Y que sean desterradas del corazón de todo hombre estas palabras: división, odio, guerra. Señor, desarma la lengua y las ma-nos, renueva los corazones y las mentes, para que la palabra que nos lle-va al encuentro sea siempre «hermano», y el estilo de nuestra vida se con-vierta en shalom, paz, salam. Amén.

VALORES Y LECCIONES DEL DEPORTE20140612. Videomensaje. Mundial de Fútbol Brasil 2014

Con gran alegría me dirijo a todos vosotros, amantes del fútbol, con ocasión de la apertura de la Copa del mundo de 2014 en Brasil. Deseo en-viar un cordial saludo a los organizadores y a los participantes; a cada de-portista y a cada aficionado, así como también a todos los espectadores que, en los estadios o por televisión, radio e internet, siguen este aconteci-miento que supera las fronteras de lengua, cultura y nación.

Mi esperanza es que, además de ser una fiesta deportiva, esta Copa del mundo se convierta también en una fiesta de solidaridad entre los pueblos. Esto presupone, sin embargo, que los encuentros de fútbol se consideren por lo que son en el fondo: un juego y al mismo tiempo una ocasión de diálogo, comprensión y enriquecimiento humano recíproco. El deporte no es sólo una forma de entretenimiento, sino también —y diría sobre todo— un instrumento para comunicar valores que promueven el bien de la perso-na humana y contribuyen a la construcción de una sociedad más pacífica y fraterna. Pensemos en la lealtad, la perseverancia, la amistad, el compartir, la solidaridad. De hecho, son muchos los valores y las actitudes que pro-mueve el fútbol y que se revelan importantes no sólo en el campo de jue-go, sino en todos los ámbitos de la existencia, y en concreto en la cons-trucción de la paz. El deporte es escuela de paz, nos enseña a construir la paz.

En este sentido, quisiera destacar tres lecciones de la práctica deporti-va, tres actitudes fundamentales para la causa de la paz: la necesidad de «entrenarse», el «fair play» y el respeto entre adversarios. En primer lugar el deporte nos enseña que, para ganar, es necesario entrenarse. En esta práctica deportiva podemos ver una metáfora de nuestra vida. En la vida es necesario luchar, «entrenarse», esforzarse para obtener resultados im-portantes. El espíritu deportivo se convierte así en una imagen de los sa-crificios necesarios para crecer en las virtudes que forman el carácter de una persona. Si, para que una persona mejore, es necesario un «entrena-miento» grande y constante, cuánto mayor esfuerzo se necesitará para lo-grar el encuentro y la paz entre las personas y entre los pueblos «mejora-dos». Es necesario «entrenarse» mucho....

El fútbol puede y debe ser una escuela para la construcción de una «cultura del encuentro», que permita la paz y la armonía entre los pueblos. Y aquí viene en nuestra ayuda una segunda lección de la práctica deporti-va: aprendamos lo que el «fair play» del fútbol puede enseñarnos. En el juego de equipo es necesario pensar en primer lugar en el bien del grupo,

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y no en sí mismos. Para ganar, es necesario superar el individualismo, el egoísmo, todas las formas de racismo, intolerancia e instrumentalización de la persona humana. No es sólo en el fútbol que ser «individualista» constituye un obstáculo para el buen resultado del equipo; porque, cuando en la vida somos «individualistas», ignorando a las personas que nos ro-dean, se daña a toda la sociedad.

La última lección del deporte proficua para la paz es el respeto debido entre adversarios. El secreto de la victoria, en el campo de juego, pero también en la vida, está en saber respetar a mi compañero de equipo, pero también a mi adversario. Nadie gana solo, ni en el campo de juego ni en la vida. Que nadie se aísle y se sienta excluido. ¡Atención! No a la segrega-ción, no al racismo. Y, si es verdad que, al término de este Mundial, una sola selección nacional podrá elevar la copa como ganadora, es verdad también que aprendiendo las lecciones que el deporte nos enseña, todos saldremos de él ganadores, reforzando los vínculos que nos unen.

Que esta Copa del mundo se pueda realizar con toda serenidad y tran-quilidad, siempre en el respeto mutuo, en la solidaridad y en la fraternidad entre hombres y mujeres que se reconocen miembros de una única familia. ¡Gracias!

JÓVENES: EDUCACIÓN, DEPORTE Y TRABAJO20140607. Discurso. Al Centro Deportivo Italiano

Conozco y aprecio vuestro compromiso y vuestra dedicación al pro-mover el deporte como experiencia educativa. Vosotros, jóvenes y adultos que os ocupáis de los más pequeños, a través de vuestro valioso servicio sois verdaderamente, a todos los efectos, educadores. Es un motivo de jus-to orgullo, pero, sobre todo, es una responsabilidad. El deporte es un ca-mino educativo. Encuentro tres caminos, para los jóvenes, para los mucha-chos y para los niños. El camino de la educación, el camino del deporte y el camino del trabajo, es decir, que haya puestos de trabajo al inicio de la vida juvenil. Si existen estos tres caminos, os aseguro que no habrá depen-dencias: nada de droga, nada de alcohol. ¿Por qué? Porque la escuela te lleva adelante, el deporte te lleva adelante y el trabajo te lleva adelante. No olvidéis esto. A vosotros, deportistas, a vosotros, dirigentes, y también a vosotros, hombres y mujeres de la política: educación, deporte y puestos de trabajo.

Es importante, queridos muchachos, que el deporte siga siendo un jue-go. Sólo si es un juego, hará bien al cuerpo y al espíritu. Y precisamente porque sois deportistas, os invito no sólo a jugar, como ya lo hacéis, sino también a algo más: a poneros en juego tanto en la vida como en el depor-te. Poneros en juego en busca del bien, en la Iglesia y en la sociedad, sin miedo, con valentía y entusiasmo. Poneros en juego con los demás y con Dios; no contentarse con un «empate» mediocre, dar lo mejor de sí mis-mos, gastando la vida por lo que de verdad vale y dura para siempre. No contentarse con estas vidas tibias, vidas «mediocremente empatadas»: no, no. Ir adelante, buscando siempre la victoria.

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En las sociedades deportivas se aprende a acoger. Se acoge a cada atleta que desea formar parte de ella y se acogen unos a otros, con senci-llez y simpatía. Invito a todos los dirigentes y entrenadores a ser, ante to-do, personas acogedoras, capaces de tener abierta la puerta para dar a cada uno, sobre todo a los menos favorecidos, una oportunidad de expresarse.

Y vosotros, muchachos, que sentís alegría cuando os entregan la cami-seta, signo de pertenencia a vuestro equipo, estáis llamados a comportaros como verdaderos atletas, dignos de la camiseta que lleváis. Os deseo que la merezcáis cada día, a través de vuestro compromiso y también de vues-tro esfuerzo.

Os deseo también que sintáis el gusto, la belleza del juego de equipo, que es muy importante para la vida. No al individualismo: No a desarrollar el juego para sí mismos. En mi tierra, cuando un jugador hace esto, le de-cimos: «Pero, ¡este quiere comerse la pelota!». No, esto es individualismo: no os comáis la pelota, desarrollad el juego de equipo, de équipe. Pertene-cer a una sociedad deportiva quiere decir rechazar toda forma de egoísmo y de aislamiento, es la ocasión para encontrarse y estar con los demás, pa -ra ayudarse mutuamente, para competir en la estima recíproca y crecer en la fraternidad.

Muchos educadores, sacerdotes y religiosas, también han partido del deporte para madurar su misión de hombres y de cristianos. Recuerdo, en particular, una hermosa figura de sacerdote, el padre Lorenzo Massa, que por las calles de Buenos Aires reunió a un grupo de jóvenes en torno al campo parroquial y dio vida al que luego se convertiría en un importante equipo de fútbol.

Muchas de vuestras sociedades deportivas han nacido y viven «a la sombra del campanario», en los oratorios, con los sacerdotes, con las reli-giosas. Es hermoso cuando en la parroquia hay un grupo deportivo, y si no hay un grupo deportivo en la parroquia, falta algo. Si no existe el grupo deportivo, falta algo. Pero este grupo deportivo debe organizarse bien, de modo coherente con la comunidad cristiana, si no es coherente, es mejor que no exista. El deporte en la comunidad puede ser un óptimo instrumen-to misionero, mediante el cual la Iglesia se acerca a cada persona para ayudarla a llegar a ser mejor y a encontrar a Jesucristo.

He oído antes que me habéis elegido vuestro capitán: os lo agradezco. Como capitán, os animo a no encerraros en la defensa, sino a ir al ataque, a jugar juntos nuestro partido, que es el del Evangelio.

Por favor, que todos jueguen, no sólo los mejores, sino todos, con los talentos y los límites que cada uno tiene, más aún, privilegiando a los más desfavorecidos, como hacía Jesús. Y os aliento a llevar adelante vuestro compromiso a través del deporte con los muchachos de las periferias de las ciudades: junto con los balones para jugar también podéis dar motivos de esperanza y de confianza. Recordad siempre estos tres caminos: la es-cuela, el deporte y los puestos de trabajo. Buscad siempre esto. Y yo os aseguro que en este camino no existirá la dependencia de la droga, del al -cohol y de tantos otros vicios.

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LA UNIDAD EN LA IGLESIA REQUIERE DOCILIDAD AL ESPÍRITU20140605. Homilía diaria. Casa Santa Marta

Partiendo del evangelio de san Juan (17, 20-26), el Pontífice se detuvo en la imagen «de Jesús que ora: ora por sus discípulos; ora por todos los que vendrán, que vendrán por la predicación de los apóstoles; ora por la Iglesia. Y ¿qué pide el Señor al Padre?», se preguntó. La respuesta fue: «La unidad de la Iglesia: que la Iglesia sea una, que no haya divisiones, que no haya altercados». Para esto, comentó, «es necesaria la oración del Señor, porque la unidad en la Iglesia no es fácil». He aquí la referencia a «muchos» que «dicen estar en la Iglesia, pero están dentro sólo con un pie», mientras el otro queda «fuera».

«Para esta gente –explicó el Papa Francisco– la Iglesia no es la casa propia». Se trata de personas, añadió, que viven como arrendatarios: «un poco aquí, un poco allá». Es más, «hay algunos grupos que alquilan la Iglesia, pero no la consideran su casa».

Entre estos, el obispo de Roma indicó de hecho tres categorías, comen-zando por «los que quieren que todos sean iguales en la Iglesia»: los «uni-formistas», cuyo estilo es «uniformar todo: todos iguales». Están presentes desde «el inicio», es decir, «desde que el Espíritu Santo quiso hacer entrar en la Iglesia a los paganos», recordó el Papa haciendo referencia a cuantos pretendían que los paganos antes de formar parte de la Iglesia se hiciesen judíos. Esto demuestra que la uniformidad va de la mano con la rigidez; y no por casualidad el Papa Francisco definió a estos cristianos «rígidos», porque «no tienen la libertad que da el Espíritu Santo. Y confunden lo que Jesús predicó en el Evangelio» y «su doctrina de igualdad», mientras que «Jesús nunca quiso que su Iglesia fuera rígida». Estos, por lo tanto, a cau-sa de su «actitud no entran en la Iglesia. Se dicen cristianos, se dicen cató-licos, pero su actitud rígida les aleja de la Iglesia».

En cuanto al segundo grupo, los «alternativistas», el obispo de Roma los catalogó entre los que piensan: «Yo entro en la Iglesia, pero con esta idea, con esta ideología». Ponen condiciones «y así su pertenencia a la Iglesia es parcial». También ellos «tienen un pie fuera de la Iglesia; alqui-lan la Iglesia» pero no la sienten propia; y también ellos están presentes desde el inicio de la predicación evangélica, como testimonian «los gnós-ticos, que el apóstol Juan ataca muy fuerte: “Somos... sí, sí... somos católi-cos, pero con estas ideas”». Buscan una alternativa, porque no comparten el sentir común de la Iglesia.

Por último el tercer grupo es el de aquellos que «buscan ventajas». Ellos «van a la Iglesia, pero para ventaja personal y acaban haciendo ne-gocios en la Iglesia». Son los especuladores, presentes también ellos desde los inicios: como Simón el mago, Ananías y Safira, que «se aprovechaban de la Iglesia para su beneficio». Actualizando el discurso, el Papa Francis-co denunció cómo personajes de este tipo se encuentren regularmente «en las comunidades parroquiales o diocesanas, en las congregaciones religio-sas», ocultándose bajo las apariencias de «bienhechores de la Iglesia». He-

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mos visto muchos de ellos, dijo en sustancia: «se pavoneaban de ser bien-hechores y al final, detrás de la mesa, hacían sus negocios». También ellos, naturalmente, «no sienten a la Iglesia como madre».

Pero el mensaje de Cristo es completamente distinto: a todas estas ca-tegorías, prosiguió el Pontífice, Jesús dice que «la Iglesia no es rígida, es libre. En la Iglesia hay tantos carismas, hay una gran diversidad de perso-nas y de dones del Espíritu. Jesús dice: en la Iglesia tú debes dar tu cora-zón al Evangelio, a lo que el Señor enseñó, y no guardarte una alternativa. El Señor nos dice: si quieres entrar en la Iglesia», hazlo «por amor, para dar todo, todo el corazón y no para hacer negocios en tu favor». De hecho, «la Iglesia no es una casa de alquiler» para quienes «quieren hacer su vo-luntad»; por el contrario, «es una casa para vivir».

Y a cuantos objetan que «no es fácil», estar con ambos pies en la Igle-sia, porque «las tentaciones son muchas», el obispo de Roma recordó al que «hace la unidad en la Iglesia, la unidad en la diversidad, en la libertad, en la generosidad», es decir, al Espíritu Santo, cuya «tarea» específica es precisamente construir «la armonía en la Iglesia». Porque «la unidad de la Iglesia es armonía. Todos –comentó con una broma– somos diversos, no somos iguales, gracias a Dios», de lo contrario «sería un infierno». Pero «todos estamos llamados a la docilidad al Espíritu Santo». Y es precisa-mente la virtud la que nos salvará de ser rígidos, de ser alternativistas» y del ser «ventajistas» o especuladores en la Iglesia: la docilidad al Espíritu Santo, aquel «que hace la Iglesia».

Es esta docilidad la que transforma la Iglesia de una casa “de alquiler” en una casa que cada uno siente como propia. «Yo estoy en casa –explicó el Papa– porque es el Espíritu Santo quien me concede esta gracia». De aquí, la invitación a pedir durante la misa «la gracia de la unidad de la Iglesia: ser hermanos y hermanas en unidad», sintiéndose «en casa propia. Unidad en la diversidad de cada uno» pero «diversidad libre», sin poner condiciones. «Que el Señor nos envíe el Espíritu Santo –fue la petición conclusiva del Papa Francisco– y cree esta armonía en nuestras comunida-des parroquiales, diocesanas, de los movimientos, porque como decía un padre de la Iglesia: “El Espíritu, él mismo es armonía”».

BIENAVENTURANZAS: EL CARNÉ DE IDENTIDAD CRISTIANA20140609. Homilía diaria. Casa Santa Marta

Las bienaventuranzas son «el carné de identidad del cristiano». El Pontífice se refirió punto por punto al pasaje evangélico de Mateo

(5, 1-12) propuesto por la liturgia. Y volvió a proponer las bienaventuran-zas insertándolas en el contexto de nuestra vida diaria. Jesús, explicó, ha-bla «con toda sencillez» y hace como «una paráfrasis, una glosa de los dos grandes mandamientos: amar al Señor y amar al prójimo». Así, «si alguno de nosotros plantea la pregunta: “¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?”», la respuesta es sencilla: es necesario hacer lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas.

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Un sermón, reconoció el Papa, «muy a contracorriente» respecto a lo «que es costumbre, a lo que se hace en el mundo». La cuestión es que el Señor «sabe dónde está el pecado, dónde está la gracia, y Él conoce bien los caminos que te llevan a la gracia». He aquí, entonces, el sentido de sus palabras «bienaventurados los pobres en el espíritu»: o sea «pobreza contra riqueza».

«El rico —explicó el obispo de Roma— normalmente se siente seguro con sus riquezas. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del granero», al hablar de ese hombre seguro que, como necio, no piensa que podría morir ese mismo día.

«Las riquezas —añadió— no te aseguran nada. Es más: cuando el co-razón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo, que no tiene espacio para la Palabra de Dios». Es por ello que Jesús dice: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, que tienen el corazón pobre para que pueda entrar el Señor». Y también: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados».

Al contrario, hizo notar el Pontífice, «el mundo nos dice: la alegría, la felicidad, la diversión, esto es lo hermoso de la vida». E «ignora, mira ha-cia otra parte, cuando hay problemas de enfermedad, de dolor en la fami-lia». En efecto, «el mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas». En cambio «sólo la persona que ve las cosas como son, y llora en su corazón, es feliz y será consolada»: con el consuelo de Jesús y no con el del mundo.

«Bienaventurados los mansos», continuó el Pontífice, es una expresión fuerte, sobre todo «en este mundo que desde el inicio es un mundo de gue-rras; un mundo donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio». Sin embargo «Jesús dice: nada de guerras, nada de odio. Paz, mans-edumbre». Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso en la vida, pensa-rán que soy un necio». Tal vez es así, afirmó el Papa, sin embargo deje-mos incluso que los demás «piensen esto: pero tú sé manso, porque con esta mansedumbre tendrás como herencia la tierra».

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia» es otra gran afirmación de Jesús dirigida a quienes «luchan por la justicia, para que haya justicia en el mundo». La realidad nos muestra, destacó el obispo de Roma, cuán fácil es «entrar en las pandillas de la corrupción», formar parte de «esa política cotidiana del “do ut des”» donde «todo es negocio». Y, añadió, «cuánta gente sufre por estas injusticias». Precisamente ante es-to «Jesús dice: son bienaventurados los que luchan contra estas injusti-cias». Así, aclaró el Papa, «vemos precisamente que es una doctrina a con-tracorriente» respecto a «lo que el mundo nos dice».

Y más: «bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia». Se trata, explicó, de «los que perdonan, comprenden los errores de los demás». Jesús «no dice: bienaventurados los que planean venganza», o que dicen «ojo por ojo, diente por diente», sino que llama bienaventurados a «aquellos que perdonan, a los misericordiosos». Y siempre es necesario pensar, recordó, que «todos nosotros somos un

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ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido perdonados. Y por es-to es bienaventurado quien va por esta senda del perdón».

«Bienaventurados los limpios de corazón», es una frase de Jesús que se refiere a quienes «tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad: un co-razón que sabe amar con esa pureza tan hermosa». Luego, «bienaventura-dos los que trabajan por la paz» hace referencia a las numerosas situacio-nes de guerra que se repiten. Para nosotros, reconoció el Papa, «es muy común ser agentes de guerras o al menos agentes de malentendidos». Su-cede «cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se los digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo». En definiti-va, es «el mundo de las habladurías», hecho por «gente que critica, que no construye la paz», que es enemiga de la paz y no es ciertamente bienaven-turada.

Por último, proclamando «bienaventurados a los perseguidos por causa de la justicia», Jesús recuerda «cuánta gente es perseguida» y «ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia».

Así, puntualizó el Pontífice, «es el programa de vida que nos propone Jesús». Un programa «muy sencillo pero muy difícil» al mismo tiempo. «Y si nosotros quisiéramos algo más —afirmó— Jesús nos da también otras indicaciones», en especial «ese protocolo sobre el cual seremos juz-gados que se encuentra en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... estuve en-fermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”».

He aquí el camino, explicó, para «vivir la vida cristiana al nivel de santidad». Por lo demás, añadió, «los santos no hicieron otra cosa más que» vivir las bienaventuranzas y ese «protocolo del juicio final». Son «pocas palabras, palabras sencillas, pero prácticas para todos, porque el cristianismo es una religión práctica: es para practicarla, para realizarla, no sólo para pensarla».

Y práctica es también la propuesta conclusiva del Papa Francisco: «Hoy, si tenéis un poco de tiempo en casa, tomad el Evangelio de Mateo, capítulo quinto, al inicio están estas bienaventuranzas». Y luego en el «ca-pítulo 25, están las demás» palabras de Jesús. «Os hará bien —exhortó— leer una vez, dos veces, tres veces esto que es el programa de santidad».

SANTÍSIMA TRINIDAD20140615. Ángelus

Hoy celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad, que presenta a nuestra contemplación y adoración la vida divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: una vida de comunión y de amor perfecto, origen y meta de todo el universo y de cada criatura, Dios. En la Trinidad reconocemos también el modelo de la Iglesia, en la que estamos llamados a amarnos co-mo Jesús nos amó. Es el amor el signo concreto que manifiesta la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es el amor el distintivo del cristiano, como nos dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Es una contradicción pensar en cris-

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tianos que se odian. Es una contradicción. Y el diablo busca siempre esto: hacernos odiar, porque él siembra siempre la cizaña del odio; él no conoce el amor, el amor es de Dios.

Todos estamos llamados a testimoniar y anunciar el mensaje de que «Dios es amor», de que Dios no está lejos o es insensible a nuestras vicisi-tudes humanas. Está cerca, está siempre a nuestro lado, camina con noso-tros para compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperan-zas y nuestras fatigas. Nos ama tanto y hasta tal punto, que se hizo hom-bre, vino al mundo no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por medio de Jesús (cf. Jn 3, 16-17). Y este es el amor de Dios en Jesús, este amor que es tan difícil de comprender, pero que sentimos cuando nos acercamos a Jesús. Y Él nos perdona siempre, nos espera siempre, nos quiere mucho. Y el amor de Jesús que sentimos, es el amor de Dios.

El Espíritu Santo, don de Jesús resucitado, nos comunica la vida divi-na, y así nos hace entrar en el dinamismo de la Trinidad, que es un dina-mismo de amor, de comunión, de servicio recíproco, de participación. Una persona que ama a los demás por la alegría misma de amar es reflejo de la Trinidad. Una familia en la que se aman y se ayudan unos a otros, es un reflejo de la Trinidad. Una parroquia en la que se quieren y comparten los bienes espirituales y materiales, es un reflejo de la Trinidad.

El amor verdadero es ilimitado, pero sabe limitarse para salir al en-cuentro del otro, para respetar la libertad del otro. Todos los domingos va-mos a misa, juntos celebramos la Eucaristía, y la Eucaristía es como la «zarza ardiendo», en la que humildemente habita y se comunica la Trini-dad; por eso la Iglesia ha puesto la fiesta del Corpus Christi después de la de la Trinidad.

Que la Virgen María, criatura perfecta de la Trinidad, nos ayude a ha-cer de toda nuestra vida, en los pequeños gestos y en las elecciones más importantes, un himno de alabanza a Dios, que es amor.

LA HISTORIA DE NABOT SE REPITE HOY20140616. Homiía diaria. Santa Marta

«Este Nabot —destacó el Papa— parece un mártir, un mártir de ese rey, que gobierna tiranizando y oprimiendo». Para apropiarse de la viña, Ajab al principio presenta a Nabot una propuesta honesta: «Yo te la com-pro, te la cambio por otra». Luego, sin embargo, ante el rechazo del hom-bre de privarse de la «herencia de sus padres», se marcha a casa «amarga-do, indignado», comportándose casi como un «niño caprichoso» que hace «berrinches». A este punto su esposa Jezabel —«la misma que había ame-nazado de muerte al profeta Elías, después de que él había matado a los sacerdotes de Baal»— organizó un simulacro de proceso con falsos testi-

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gos e hizo matar a Nabot, permitiendo al marido tomar posesión de la vi-ña. Y Ajab lo hizo, destacó el Pontífice, «tranquilo, como si nada hubiese ocurrido».

Se trata de una historia, advirtió el Papa Francisco, que «se repite con-tinuamente en muchas personas que tienen poder: poder material, político o espiritual. Pero esto es un pecado: es el pecado de la corrupción». Y ¿có-mo se corrompe una persona? «Se corrompe —dijo el Papa— por el ca-mino de la propia seguridad. Primero, el bienestar, el dinero, luego el po-der, la vanidad, el orgullo, y desde allí todo: incluso matar».

«En los periódicos —indicó el obispo de Roma— leemos muchas ve-ces: ha sido conducido al tribunal ese político que se enriqueció mágica-mente. Ha estado en el tribunal, ha sido llevado al tribunal ese dirigente de empresa que mágicamente se enriqueció, es decir, explotando a sus obre-ros; se habla mucho de un prelado que se enriqueció demasiado y ha deja-do su deber pastoral por atender su poder». Así pues, están «los corruptos políticos, los corruptos de los negocios y los corruptos eclesiásticos». Y están «por todas partes». Porque la corrupción, explicó el Pontífice, «es precisamente el pecado al alcance de la mano, que tiene esa persona que tiene autoridad sobre los otros, sea económica, política o eclesiástica. To-dos somos tentados de corrupción. Es un pecado al alcance de la mano».

Por lo demás, añadió, «cuando uno tiene autoridad se siente poderoso, se siente casi Dios». La corrupción, de este modo, «es una tentación de ca-da día», en la cual puede caer «un político, un empresario o un prelado».

Pero —se preguntó el Papa Francisco— «¿quién paga la corrupción?». Ciertamente no la paga quien «lleva el soborno»: él representa sólo «al in-termediario». En realidad, constató el Pontífice, «la corrupción la paga el pobre». No por casualidad la corrupción del rey Ajab «la pagó Nabot, el pobre hombre fiel a su tradición, fiel a sus valores, fiel a la herencia reci-bida de su padre».

«Si hablamos de los corruptos políticos o de los corruptos en la econo-mía, ¿quién paga esto?», se preguntó de nuevo el Papa. «Pagan —dijo— los hospitales sin medicinas, los enfermos que no tienen remedio, los ni-ños sin educación. Ellos son los modernos Nabot, que pagan la corrupción de los grandes». Y, continuó, «¿quién paga la corrupción de un prelado? La pagan los niños que no saben santiguarse, que no saben la catequesis, que no son atendidos; la pagan los enfermos que no son visitados; la pa-gan los presos, que no tienen atención espiritual». En definitiva, quien pa-ga la corrupción son siempre los pobres: los «pobres materiales» y los «pobres espirituales».

«Entre vosotros no es así», dice al respecto Jesús a los discípulos, exhortando a quien «tiene poder» a convertirse «en el servidor». Y, en efecto, recordó el Papa Francisco, «el único camino para salir de la co-rrupción, el único camino para vencer la tentación, el pecado de la corrup-ción, es el servicio. Porque la corrupción viene del orgullo, de la soberbia, y el servicio te humilla: es precisamente la caridad humilde para ayudar a los demás».

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Como conclusión, el Pontífice destacó el valor del testimonio de Na-bot, el cual «no quiso vender la herencia de sus padres, de sus antepasa-dos, los valores»: un testimonio muy significativo si se piensa que a me-nudo, «cuando hay corrupción», también el pobre corre el riesgo de perder «los valores, porque se le imponen costumbres, leyes, que son contrarias a los valores recibidos de nuestros antepasados». De aquí la invitación a re-zar por los numerosos «mártires de la corrupción», para que «el Señor nos acerque a ellos» y dé a estos pobres la «fuerza para seguir adelante» en su testimonio.

EL DESAFÍO MAYOR DE LA IGLESIA: SER MADRE FECUNDA20140616- Disucrso. Asamblea diocesana de Roma

Quisiera decir una cosa, sin ninguna duda: me gustó mucho que tú, don Gianpiero, hayas mencionado la Evangelii nuntiandi. También hoy es el documento pastoral más importante del posconcilio, que no ha sido su-perado. Debemos ir siempre allí. Esa exhortación apostólica es una cantera de inspiración. Y la escribió el gran Pablo VI, de su puño y letra. Porque después de ese Sínodo no se ponían de acuerdo si escribir una Exhorta-ción, si no hacerla...; y al final el relator —era san Juan Pablo II— recogió todos los folios y se los entregó al Papa, como diciendo: «Arréglate tú, hermano». Pablo VI leyó todo y, con esa paciencia que tenía, comenzó a escribir. Es precisamente, para mí, el testamento pastoral del gran Pablo VI. Y no ha sido superada. Es una cantera de recursos para la pastoral. Gracias por haberla mencionado, y que sea siempre un punto de referen-cia.

Este año, visitando algunas parroquias, he tenido ocasión de encontrar a muchas personas, que a menudo fugazmente pero con gran confianza me han expresado sus esperanzas, sus expectativas, juntamente con sus penas y sus problemas. También en las muchas cartas que recibo cada día leo acerca de hombres y mujeres que se sienten desorientados, porque la vida con frecuencia es agobiante y no se logra encontrar su sentido y su valor. Es demasiado acelerada. Imagino cuán agitada es la jornada de un papá o de una mamá, que se levantan temprano, acompañan a los hijos a la escue-la, luego van a trabajar, a menudo a lugares donde hay tensiones y conflic-tos, incluso a sitios lejanos. Antes de venir aquí he ido a la cocina a tomar un café, estaba allí el cocinero y le he dicho: «¿Cuánto tiempo necesitas para ir a tu casa?»; «Una hora y media...». ¡Una hora y media! Y regresa a casa, están los hijos, la mujer... Y tienen que atravesar Roma con el tráfi-co. Con frecuencia nos sucede a todos nosotros sentirnos así solos. Sentir encima un peso que nos aplasta, y nos preguntamos: ¿esto es vida? Surge en nuestro corazón la pregunta: ¿cómo hacer para que nuestros hijos, nuestros jóvenes, puedan dar un sentido a su vida? Porque también ellos advierten que este modo de vivir nuestro a veces es inhumano, y no saben qué dirección tomar a fin de que la vida sea hermosa, y por la mañana es-tén contentos de levantarse.

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Cuando confieso a los jóvenes esposos y me hablan de los hijos, hago siempre una pregunta: «¿Y tú tienes tiempo para jugar con tus hijos?». Y muchas veces escucho del papá: «Pero, padre, yo cuando voy a trabajar por la mañana, ellos duermen, y cuando regreso, a la noche, están en la ca-ma, duermen». ¡Esto no es vida! Es una cruz difícil. No es humano. Cuan-do era arzobispo en otra diócesis tenía ocasión de hablar con más frecuen-cia que ahora con los muchachos y los jóvenes y me daba cuenta que su-frían de orfandad, es decir de un estado de huérfanos. Nuestros niños, nuestros muchachos sufren de orfandad. Creo que lo mismo sucede en Ro-ma. Los jóvenes están huérfanos de un camino seguro para recorrer, de un maestro de quien fiarse, de ideales que caldeen el corazón, de esperanzas que sostengan el cansancio del vivir cotidiano. Son huérfanos, pero con-servan vivo en su corazón el deseo de todo esto. Esta es la sociedad de los huérfanos. Pensemos en esto, es importante. Huérfanos, sin memoria de familia: porque, por ejemplo, los abuelos están lejos, en residencias, no tienen esa presencia, esa memoria de familia; huérfanos, sin afecto de hoy, o un afecto con demasiada prisa: papá está cansando, mamá está cansada, se van a dormir... Y ellos quedan huérfanos. Huérfanos de gratuidad: lo que decía antes, esa gratuidad del papá y de la mamá que saben perder el tiempo para jugar con los hijos. Necesitamos el sentido de la gratuidad: en las familias, en las parroquias, en toda la sociedad. Y cuando pensamos que el Señor se ha revelado a nosotros en la gratuidad, es decir, como Gra-cia, la cuestión es mucho más importante. Esa necesidad de gratuidad hu-mana, que es como abrir el corazón a la gracia de Dios. Todo es gratis: Él viene y nos da su gracia. Pero si nosotros no tenemos el sentido de la gra-tuidad en la familia, en la escuela, en la parroquia nos será muy difícil en -tender qué es la gracia de Dios, esa gracia que no se vende, que no se compra, que es un regalo, un don de Dios: es Dios mismo. Y por ello son huérfanos de gratuidad.

Jesús nos hizo una gran promesa: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14, 18), porque Él es el camino a recorrer, el maestro a quien escuchar, la es-peranza que no decepciona. Cómo no sentir arder el corazón y decir a to-dos, en especial a los jóvenes: «¡No eres huérfano! Jesucristo nos ha reve-lado que Dios es Padre y quiere ayudarte, porque te ama». He aquí el sen-tido profundo de la iniciación cristiana: generar a la fe quiere decir anun-ciar que no somos huérfanos. Porque también la sociedad reniega de sus hijos. Por ejemplo, a casi un 40% de los jóvenes italianos no da trabajo. ¿Qué significa? «Tú no me importas. Tú eres material de descarte. Lo siento, pero la vida es así». También la sociedad convierte en huérfanos a los jóvenes. Pensad lo que significa que 75 millones de jóvenes en esta ci-vilización europea, jóvenes de 25 años para abajo, no tengan trabajo... Es-ta civilización los deja huérfanos. Somos un pueblo que quiere hacer cre-cer a sus hijos con esta certeza de tener un padre, de tener una familia, de tener una madre. Nuestra sociedad tecnológica —lo decía ya Pablo VI— multiplica al infinito las ocasiones de placer, de distracción, de curiosidad, pero no es capaz de conducir al hombre a la verdadera alegría. Muchas co-modidades, muchas cosas hermosas, ¿pero dónde está la alegría? Para

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amar la vida no necesitamos llenarla de cosas, que después se convierten en ídolos; necesitamos que Jesús nos mire. Es su mirada que nos dice: es hermoso que tú vivas, tu vida no es inútil, porque a ti te he encomendado una gran misión. Esta es la verdadera sabiduría: una mirada nueva sobre la vida que nace del encuentro con Jesús.

El cardenal Vallini ha hablado de este camino de conversión pastoral misionera. Es un camino que se hace y se debe hacer, y nosotros tenemos la gracia aún de poder hacerlo. Conversión no es fácil, porque es cambiar la vida, cambiar de método, cambiar muchas cosas, incluso cambiar el al-ma. Pero este camino de conversión nos dará la identidad de un pueblo que sabe engendrar a los hijos, no un pueblo estéril. Si nosotros como Iglesia no sabemos engendrar hijos, algo no funciona. El desafío mayor de la Iglesia hoy es convertirse en madre: ¡madre! No una ong bien or-ganizada, con muchos planes pastorales... Los necesitamos, ciertamente... Pero eso no es lo esencial, eso es una ayuda. ¿A qué ayuda? A la materni -dad de la Iglesia. Si la Iglesia no es madre, es feo decir que se convierte en una solterona, pero se convierte en una solterona. Es así: no es fecunda. No sólo engendra hijos la Iglesia, su identidad es dar vida a los hijos, es decir, evangelizar, como dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi. La iden-tidad de la Iglesia es esta: evangelizar, es decir, engendrar hijos. Pienso en nuestra madre Sara, que había envejecido sin hijos; pienso en Isabel, la es-posa de Zacarías, que envejeció sin hijos; pienso en Noemí, otra mujer que envejeció sin descendencia... Y estas mujeres estériles tuvieron hijos, tu-vieron descendencia: el Señor es capaz de hacerlo. Pero para ello la Iglesia debe hacer algo, debe cambiar, debe convertirse para llegar a ser madre. ¡Debe ser fecunda! La fecundidad es la gracia que nosotros hoy debemos pedir al Espíritu Santo, para que podamos seguir adelante en nuestra con-versión pastoral y misionera. No se trata, no es cuestión de ir a buscar pro-sélitos, ¡no, no! Ir a tocar los timbres: «¿Usted quiere venir a esta asocia -ción que se llama Iglesia católica?...». Hay que hacer la ficha, un socio más... La Iglesia —nos dijo Benedicto XVI— no crece por proselitismo, crece por atracción, por atracción materna, por ese ofrecer maternidad; crece por ternura, por la maternidad, por el testimonio que genera cada vez más hijos. Está un poco envejecida nuestra Madre Iglesia... No debemos hablar de la «abuela» Iglesia, pero está un poco avejentada. Tenemos que rejuvenecerla, pero no llevándola al médico que hace la cosmética, ¡no! Este no es el verdadero rejuvenecimiento de la Iglesia, esto no funciona. La Iglesia se hace más joven cuando es capaz de engendrar más hijos; se hace más joven cuanto más se hace madre. Esta es nuestra madre, la Igle-sia; y nuestro amor de hijos. Estar en la Iglesia es estar en casa, con ma-má; en casa de mamá. Esta es la grandeza de la revelación.

Es un envejecimiento que... creo... —no sé si don Gianpiero o el carde-nal— ha hablado de fuga de la vida comunitaria, esto es verdad: el indivi-dualismo nos lleva a la fuga de la vida comunitaria, y esto hace envejecer a la Iglesia. Vamos a visitar una institución que ya no es madre, nos da una cierta identidad, como el equipo de fútbol: «Soy de este equipo, soy aficionado de la católica». Y esto sucede cuando tiene lugar la fuga de la

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vida comunitaria, la fuga de la familia. Debemos recuperar la memoria, la memoria de la Iglesia que es pueblo de Dios. A nosotros hoy nos falta el sentido de la historia. Tenemos miedo del tiempo: nada de tiempo, nada de itinerarios, nada, nada. ¡Todo ahora! Estamos en el reino del presente, de la situación. Sólo este espacio, este espacio, este espacio, y nada de tiem-po. También en la comunicación: luces, el momento, celular, el mensaje... El lenguaje más abreviado, más reducido. Todo se hace deprisa, porque somos esclavos de la situación. Recuperar la memoria en la paciencia de Dios, que no tuvo prisa en su historia de salvación, que nos ha acompaña-do a lo largo de la historia, que prefirió la historia larga por nosotros, de tantos años, caminando con nosotros.

En el presente —de ello hablaré luego, si tengo tiempo— diré una sola palabra: acogida. He aquí, la acogida. Y otra que habéis dicho vosotros: ternura. Una madre es tierna, sabe acariciar. Pero cuando nosotros vemos a la pobre gente que va a la parroquia con esto, con aquello otro y no sabe cómo moverse en este ambiente, porque no va con frecuencia a la parro-quia, y encuentra una secretaria que grita, que cierra la puerta: «No, usted para hacer esto tiene que pagar esto, esto y esto. Y tiene que hacer esto y esto... Tome este papel y tiene que hacer...». Esta gente no se siente en la casa de mamá. Tal vez se siente en la administración, pero no en la casa de la madre. Y las secretarias, ¡las nuevas «hostiarias» de la Iglesia! Pero secretaria parroquial quiere decir abrir la puerta de la casa de la madre, no cerrarla. Y se puede cerrar la puerta de muchas maneras. En Buenos Aires era famosa una secretaria parroquial: todos la llamaban la «tarántula»... no digo más. Saber abrir la puerta en el presente: acogida y ternura.

También los sacerdotes, los párrocos y los vicarios parroquiales tienen mucho trabajo, y yo comprendo que a veces están un poco cansados; pero un párroco que es demasiado impaciente no hace bien. A veces yo com-prendo, comprendo... Una vez tuve que escuchar a una señora, humilde, muy humilde, que había dejado la Iglesia siendo joven; ahora siendo ma-dre de familia, volvió a la Iglesia, y decía: «Padre, yo dejé la Iglesia por-que en la parroquia, siendo jovencita —no sé si iba a la Confirmación, no estoy seguro...— vino una mujer con un niño y le pidió al párroco el Bau-tismo... —esto pasó hace tiempo y no aquí en Roma, en otra parte—, y el párroco dijo que sí, pero que tenía que pagar... «Pero no tengo dinero». «Ve a tu casa, toma lo que tengas, me lo traes y te bautizo a tu hijo». Y esa mujer me hablaba en presencia de Dios. Esto sucede... Esto no signifi-ca acoger, esto es cerrar la puerta. En el presente: ternura y acogida.

Y para el futuro, esperanza y paciencia. Dar testimonio de esperanza, sigamos adelante. ¿Y la familia? Es paciencia. La que san Pablo nos dice: soportaos mutuamente, unos a otros. Soportarnos. Es así.

Pero volvamos al texto. La gente que viene sabe, por la unción del Es-píritu Santo, que la Iglesia custodia el tesoro de la mirada de Jesús. Y no-sotros debemos ofrecerlo a todos. Cuando llegan a la parroquia —tal vez me repito, porque he hecho un camino distinto y me he alejado del texto—, ¿qué actitud debemos tener? Debemos acoger siempre a todos con corazón grande, como en familia, pidiendo al Señor que nos haga capa-

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ces de participar en las dificultades y en los problemas que a menudo los muchachos y los jóvenes encuentran en su vida.

Debemos tener el corazón de Jesús, quien «al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). Al ver a las muchedumbres, sintió compasión. A mí me gusta soñar una Iglesia que viva la compasión de Je-sús. Compasión es «padecer con», sentir lo que sienten los demás, acom-pañar en los sentimientos. Es la Iglesia madre, como una madre que acari-cia a sus hijos con la compasión. Una Iglesia que tenga un corazón sin confines, pero no sólo el corazón: también la mirada, la dulzura de la mi-rada de Jesús, que a menudo es mucho más elocuente que tantas palabras. Las personas esperan encontrar en nosotros la mirada de Jesús, a veces sin ni siquiera saberlo, esa mirada serena, feliz, que entra en el corazón. Pero —como han dicho vuestros representantes— debe ser toda la parroquia quien sea una comunidad acogedora, no sólo los sacerdotes y los catequis-tas. ¡Toda la parroquia! Acoger...

Debemos replantearnos cuán acogedoras son nuestras parroquias, si los horarios de las actividades favorecen la participación de los jóvenes, si so-mos capaces de hablar su lenguaje, de captar incluso en otros ambientes (como por ejemplo en el deporte, en las nuevas tecnologías) las ocasiones para anunciar el Evangelio. Llegamos a ser audaces al explorar nuevas modalidades con las cuales nuestras comunidades sean casas donde la puerta esté siempre abierta. ¡La puerta abierta! Pero es importante que la acogida siga una clara propuesta de fe; una propuesta de fe muchas ve-ces no explícita, sino con la actitud, con el testimonio: en esta institución que se llama Iglesia, en esta institución que se llama parroquia se respira un aire de fe, porque se cree en el Señor Jesús.

Os pediré a vosotros que estudiéis bien estas cosas que he dicho: esta orfandad, y estudiar cómo hacer recuperar la memoria de familia; como hacer a fin de que en las parroquias haya afecto, haya gratuidad, que la pa-rroquia no sea una institución vinculada sólo a las situaciones del momen-to. No, que sea histórica, que sea un camino de conversión pastoral. Que en el presente sepa acoger con ternura, y sepa impulsar hacia adelante a sus hijos con la esperanza y la paciencia.

Yo quiero mucho a los sacerdotes, porque ser párroco no es fácil. Es más fácil ser obispo que párroco. Porque nosotros obispos siempre tene-mos la posibilidad de tomar distancias, u ocultarnos detrás del «su exce-lencia», y eso nos protege. Pero ser párroco, cuando te llaman a la puerta: «Padre, esto, padre aquí y padre allá...». ¡No es fácil! Cuando viene uno a contarte los problemas de la familia, o ese muerto, o cuando vienen a ha-blar las así llamadas «muchachas de Cáritas» contra las así llamadas «mu-chachas de las catequesis»... No es fácil ser párroco.

Pero quiero decir una cosa, ya lo he dicho en otra ocasión: la Iglesia italiana es muy fuerte gracias a los párrocos. Estos párrocos que —ahora tendrán otro sistema— dormían con el teléfono sobre la mesita de noche y se levantaban a cualquier hora para ir a visitar a un enfermo... Nadie moría

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sin los Sacramentos... ¡Cercanos! ¡Párrocos cercanos! ¿Y luego? Han de-jado esta memoria de evangelización...

Pensemos en la Iglesia madre y digamos a nuestra madre Iglesia lo que Isabel dijo a María cuando se convirtió en madre, en espera del hijo: «Tú eres feliz, porque has creído».

Queremos una Iglesia de fe, que crea que el Señor es capaz de conver-tirla en madre, de darle muchos hijos. Nuestra Santa Madre Iglesia. ¡Gra-cias!

UNA PUERTA DE SALIDA PARA LOS CORRUPTOS20140617. Homilía diaria. Santa Marta

En todo caso, existe «una puerta de salida para los corruptos». Es la misma lectura la que la propone: «Ajab, al oír estas palabras, rasgó sus vestiduras, se echó un sayal sobre el cuerpo y ayunó. Con el sayal puesto se acostaba y andaba pesadamente. Comenzó a hacer penitencia». El Pon-tífice comparó la experiencia de Ajab con la de «ese hombre tan bueno, pero que había caído en la corrupción: el santo David. “¡He pecado!”. Y lloraba y hacía penitencia; se arrepentía». Por lo tanto, «pedir perdón» es «la puerta de salida para los corruptos, para los corruptos políticos, para los corruptos especuladores y para los corruptos eclesiásticos». En efecto, «al Señor le gusta esto»: perdona, pero lo hace «cuando los corruptos ha-cen lo que hizo Zaqueo: “He robado, Señor. Daré cuatro veces aquello que he robado”». De aquí la invitación conclusiva a rezar por todos los corrup-tos, pidiendo perdón por ellos a fin de que alcancen «la gracia de arrepen-tirse».

CORPUS: TU DIOS TE ALIMENTÓ CON EL MANÁ20140619. Homilía. Corpus Christi. Letrán

«El Señor, tu Dios, ... te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).

Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Isra-el, que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y durante cuarenta años guió por el desierto hacia la tierra prometida. El pueblo ele-gido, una vez establecido en la tierra, alcanzó cierta autonomía, un cierto bienestar, y corrió el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasa-do, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Así pues, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el ca-mino recorrido en el desierto, en el tiempo de la carestía y del desaliento. La invitación es volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependen-cia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no sólo de pan vive el hombre, sino... de to-do cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).

Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un ham-bre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vi-da, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná —como

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toda la experiencia del éxodo— contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta profunda hambre que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento ba-jo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestro cuerpo, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la esencia de este pan es el Amor.

En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposi-ción de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Se-ñor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino so-bre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.

Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen mu-chas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente sa-tisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vani-dad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verda-deramente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soña-mos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos ali-mentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.

Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memo-ria sacio mi alma?

El Padre nos dice: «Te he alimentado con el maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es la tarea, recuperar la memoria. Y apren-damos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.

Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presen-te en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante la cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, a fin de que no permanezca prisio-nera en la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace «memorial» de tu gesto de amor redentor. Amén.

CORPUS: ADORAR Y CAMINAR

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20140621. Homilía. Corpus Christi. Visita a Cassano All´ Ionio

En la fiesta del Corpus Christi celebramos a Jesús «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6, 51), alimento para nuestra hambre de vida eterna, fuerza para nuestro camino. Doy gracias al Señor que hoy me concede ce-lebrar el Corpus Christi con vosotros, hermanos y hermanas de esta Igle-sia que está en Cassano all’Jonio.

La fiesta de hoy es la fiesta en la que la Iglesia alaba al Señor por el don de la Eucaristía. Mientras que el Jueves Santo hacemos memoria de su institución en la última Cena, hoy predomina la acción de gracias y la adoración. Y, en efecto, es tradicional en este día la procesión con el San-tísimo Sacramento. Adorar a Jesús Eucaristía y caminar con Él. Estos son los dos aspectos inseparables de la fiesta de hoy, dos aspectos que dan la impronta a toda la vida del pueblo cristiano: un pueblo que adora a Dios y un pueblo que camina: ¡que no está quieto, camina!

Ante todo, nosotros somos un pueblo que adora a Dios. Adoramos a Dios que es amor, que en Jesucristo se entregó a sí mismo por nosotros, se entregó en la cruz para expiar nuestros pecados y por el poder de este amor resucitó de la muerte y vive en su Iglesia. Nosotros no tenemos otro Dios fuera de este.

Cuando la adoración del Señor es sustituida por la adoración del dine-ro, se abre el camino al pecado, al interés personal y al abuso; cuando no se adora a Dios, el Señor, se llega a ser adoradores del mal, como lo son quienes viven de criminalidad y de violencia. Vuestra tierra, tan hermosa, conoce las señales y las consecuencias de este pecado. La ’ndrangheta es esto: adoración del mal y desprecio del bien común. Este mal se debe combatir, se debe alejar. Es necesario decirle no. La Iglesia, que sé que es-tá muy comprometida en educar las conciencias, debe entregarse cada vez más para que el bien pueda prevalecer. Nos lo piden nuestros muchachos, nos lo exigen nuestros jóvenes necesitados de esperanza. Para poder dar respuesta a estas exigencias, la fe nos puede ayudar. Aquellos que en su vida siguen esta senda del mal, como son los mafiosos, no están en comu-nión con Dios: están excomulgados.

Hoy lo confesamos con la mirada dirigida al Corpus Christi, al Sacra-mento del altar. Y por esta fe, nosotros renunciamos a satanás y a todas sus seducciones; renunciamos a los ídolos del dinero, de la vanidad, del orgullo, del poder, de la violencia. Nosotros cristianos no queremos adorar nada ni a nadie en este mundo salvo a Jesucristo, que está presente en la santa Eucaristía. Tal vez no siempre nos damos cuenta hasta el fondo de lo que esto significa, qué consecuencias tiene, o debería tener, esta nuestra profesión de fe.

Esta fe nuestra en la presencia real de Jesucristo, verdadero Dios y ver-dadero Hombre, en el pan y en el vino consagrados, es auténtica si nos comprometemos a caminar detrás de Él y con Él. Adorar y caminar: un pueblo que adora es un pueblo que camina. Caminar con Él y detrás de Él, tratando de poner en práctica su mandamiento, el que dio a los discípulos precisamente en la última Cena: «Como yo os he amado, amaos también

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unos a otros» (Jn 13, 34). El pueblo que adora a Dios en la Eucaristía es el pueblo que camina en la caridad. Adorar a Dios en la Eucaristía, caminar con Dios en la caridad fraterna.

LA DROGA NO SE VENCE CON LA DROGA20140621. Discurso. Conferencia internacional sobre la droga

Quisiera decir con mucha claridad: la droga no se vence con la droga. La droga es un mal, y con el mal no se puede ceder o pactar. Pensar en po-der reducir el daño, consintiendo el uso de psicofármacos a las personas que siguen consumiendo droga, no resuelve en absoluto el problema. Las legalizaciones de las así llamadas «drogas ligeras», incluso parciales, ade-más de ser cuanto menos discutible a nivel legislativo, no producen los efectos que se habían fijado. Las drogas sustitutivas, además, no son una terapia suficiente, sino un modo disimulado de rendirse ante el fenómeno. Quiero reafirmar lo que ya he dicho en otra ocasión: no a todo tipo de dro-ga. Sencillamente. No a todo tipo de droga (cf. Audiencia general, 7 de mayo de 2014). Pero para decir este no, es necesario decir sí a la vida, sí al amor, sí a los demás, sí a la educación, sí al deporte, sí al trabajo, sí a más oportunidades de trabajo. Un joven que no tiene trabajo, pensemos en ello. Creo que la cifra es de 75 millones, en Europa. Creo, no estoy seguro, y no quiero decir una cosa que no existe. Pero pensemos en un joven: ni, ni. Ni estudia ni trabaja. Entra en esa falta de horizonte, de esperanza, y la primera oferta son las dependencias, entre las cuales está la droga. Esto... Las oportunidades de trabajo, la educación, el deporte, la vida sana: este es el camino de la prevención de la droga. Si se realizan estos «sí», no hay sitio para la droga, no hay sitio para el abuso de alcohol y para las demás dependencias.

La Iglesia, fiel al mandato de Jesús de ir a dondequiera que haya un ser humano que sufre, que esté sediento o hambriento, o en la cárcel (cf. Mt 25, 31-46), no ha abandonado a quienes han caído en la espiral de la droga, sino que con su amor creativo ha salido a su encuentro. Los ha tomado de la mano, a través del trabajo de numerosos agentes y volunta-rios, para que pudiesen redescubrir la propia dignidad, ayudándoles a ha-cer resucitar los recursos, los talentos personales que la droga había sepul-tado, pero que no podía borrar, desde el momento que todo hombre ha si-do creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Pero este trabajo de recuperación es muy limitado, no es suficiente. Es necesario trabajar en la prevención. Esto hará mucho bien.

El ejemplo de muchos jóvenes que, deseosos de apartarse de la depen-dencia de la droga, se comprometen a reconstruir su vida, es un estímulo para mirar con confianza hacia adelante.

SACERDOTES: ALEGRÍA Y FRATERNIDAD20140621. Discurso. Encuentro con el clero de Cassano all´Jonio

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Ante todo quisiera compartir con vosotros la alegría de ser sacerdotes. La sorpresa siempre nueva de haber sido llamado, más aún, de se ser lla-mado por el Señor Jesús. Llamado a seguirle, a estar con Él, para ir hacia los demás llevándoles al Señor, su Palabra, su perdón... No hay nada más hermoso para un hombre que esto, ¿verdad? Cuando nosotros, sacerdotes, estamos ante el sagrario, y nos detenemos un momento allí, en silencio, sentimos nuevamente la mirada de Jesús sobre nosotros, y esta mirada nos renueva, nos infunde ánimo...

Cierto, a veces no es fácil permanecer ante el Señor; no es fácil porque estamos ocupados en muchas cosas, con muchas personas...; pero a veces no es fácil porque sentimos una cierta incomodidad, la mirada de Jesús nos inquieta un poco, nos pone también en crisis... Pero esto nos hace bien. En el silencio de la oración Jesús nos hace ver si estamos trabajando como buenos obreros, o bien tal vez nos hemos convertido un poco en «empleados»; si somos «canales» abiertos, generosos a través de los cua-les fluye abundante su amor, su gracia, o si en cambio nos ponemos a no-sotros mismos en el centro, y, así, en lugar de ser «canales» nos converti-mos en «pantallas» que no ayudan al encuentro con el Señor, con la luz y la fuerza del Evangelio.

Y la segunda cosa que deseo compartir con vosotros es la belleza de la fraternidad: ser sacerdotes juntos, seguir al Señor no solos, cada uno por su lado, sino juntos, incluso en la gran variedad de los dones y de las per-sonalidades; es más, precisamente esto enriquece al presbiterio, esta varie-dad de procedencias, edades, talentos... Y todo vivido en la comunión, en la fraternidad.

También esto no es fácil, no es inmediato y no se da por descontado. Antes que nada porque también nosotros sacerdotes estamos inmersos en la cultura subjetivista de hoy, esta cultura que exalta el yo hasta idolatrar-lo. Y además a causa de un cierto individualismo pastoral que lamentable-mente está difundido en nuestras diócesis. Por ello debemos reaccionar a esto con la opción de la fraternidad. Intencionalmente hablo de «opción». No puede ser sólo algo dejado al azar, a las circunstancias favorables... No, es una opción, que corresponde a la realidad que nos constituye, al don que hemos recibido, pero que siempre se debe acoger y cultivar: la co-munión en Cristo en el presbiterio, en torno al obispo. Esta comunión pide ser vivida buscando formas concretas y adecuadas a los tiempos y a la rea-lidad del territorio, pero siempre en perspectiva apostólica, con estilo mi-sionero, con fraternidad y sencillez de vida. Cuando Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35), lo dice ciertamente para todos, pero ante todo para los Doce, para aquellos que ha llamado a seguirlo más de cerca.

La alegría de ser sacerdotes y la belleza de la fraternidad. Estas son las dos cosas que consideraba más importantes pensando en vosotros. Una úl-tima cosa solamente la menciono: os aliento en vuestro trabajo con las fa-milias y por la familia. Es un trabajo que el Señor nos pide realizar de mo-do especial en este tiempo, que es un tiempo difícil tanto para la familia como institución, como paralas familias, como causa de la crisis. Pero pre-

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cisamente cuando el momento es difícil, Dios hace sentir su cercanía, su gracia, la fuerza profética de su Palabra. Y nosotros estamos llamados a ser testigos, mediadores de esta cercanía a las familias y de esta fuerza profética para la familia.

CORPUS: LA EUCARISTÍA HACE DE NUESTRA VIDA UN DON20140622. Ángelus

La comunidad eclesial se reúne en torno a la Eucaristía para adorar el tesoro más precioso que Jesús le ha dejado.

El Evangelio de Juan presenta el discurso sobre el «pan de vida», pro-nunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, en el cual afirma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá pa-ra siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Jesús subraya que no vino a este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, su vida, como alimento para quienes tienen fe en Él. Esta co-munión nuestra con el Señor nos compromete a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra vida, con nuestras actitudes, un pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es realmente su carne. Para nosotros, en cambio, son los comportamientos generosos hacia el prójimo los que demuestran la actitud de partir la vida para los demás.

Cada vez que participamos en la santa misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en noso-tros, plasma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se tra-ducen en comportamientos según el Evangelio. Ante todo la docilidad a la Palabra de Dios, luego la fraternidad entre nosotros, el valor del testimo-nio cristiano, la fantasía de la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desalentados y acoger a los excluidos. De este modo la Eucaristía hace madurar un estilo de vida cristiano. La caridad de Cristo, acogida con co-razón abierto, nos cambia, nos transforma, nos hace capaces de amar no según la medida humana, siempre limitada, sino según la medida de Dios. ¿Y cuál es la medida de Dios? ¡Sin medida! La medida de Dios es sin me-dida. ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo! No se puede medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y así llegamos a ser capaces de amar también nosotros a quien no nos ama: y esto no es fácil. Amar a quien no nos ama... ¡No es fácil! Por-que si nosotros sabemos que una persona no nos quiere, también nosotros nos inclinamos por no quererla. Y, en cambio, no. Debemos amar también a quien no nos ama. Oponernos al mal con el bien, perdonar, compartir, acoger. Gracias a Jesús y a su Espíritu, también nuestra vida llega a ser «pan partido» para nuestros hermanos. Y viviendo así descubrimos la ver-dadera alegría. La alegría de convertirnos en don, para corresponder al gran don que nosotros hemos recibido antes, sin mérito de nuestra parte. Esto es hermoso: nuestra vida se hace don. Esto es imitar a Jesús. Quisiera recordar estas dos cosas. Primero: la medida del amor de Dios es amar sin medida. ¿Está claro esto? Y nuestra vida, con el amor de Jesús, al recibir la Eucaristía, se hace don. Como ha sido la vida de Jesús. No olvidar estas

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dos cosas: la medida del amor de Dios es amar sin medida; y siguiendo a Jesús, nosotros, con la Eucaristía, hacemos de nuestra vida un don.

Jesús, Pan de vida eterna, bajó del cielo y se hizo carne gracias a la fe de María santísima. Después de llevarlo consigo con inefable amor, Ella lo siguió fielmente hasta la cruz y la resurrección. Pidamos a la Virgen que nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, y a hacer de ella el centro de nuestra vida, especialmente en la misa dominical y en la adora-ción.

JUAN BAUTISTA: PREPARAR, DISCERNIR, DISMINUIR20140624. Homilía diaria. Santa Marta

Preparar, discernir, disminuir. En estos tres verbos se encierra la expe-riencia espiritual de san Juan Bautista, aquel que precedió la venida del Mesías «predicando el bautismo de conversión» al pueblo de Israel. Y el Papa Francisco popuso este trinomio como paradigma de la vocación de todo cristiano, encerrándolo en tres expresiones referidas a la actitud del Bautista con respecto a Jesús: «después de mí, delante de mí, lejos de mí».

Juan trabajó sobre todo para «preparar, sin coger nada para sí». Él, re-cordó el Pontífice, «era un hombre importante: la gente lo buscaba, lo se-guía», porque sus palabras «eran fuertes» como «espadas afiladas», según la expresión de Isaías (49, 2). El Bautista «llega al corazón de la gente». Y si quizá tuvo la tentación de creer que era importante, no cayó en ella», como demuestra la respuesta dada a los doctores que le preguntaban si era el Mesías: «Soy voz, sólo voz —dijo— de uno que grita en el desierto. Yo soy solamente voz, pero he venido para preparar el camino al Señor». Su primera tarea, por lo tanto, es «preparar el corazón del pueblo para el en-cuentro con el Señor».

Pero ¿quién es el Señor? En la respuesta a esta pregunta se encuentra «la segunda vocación de Juan: discernir, entre tanta gente buena, quién era el Señor». Y «el Espíritu —observó el Papa— le reveló esto». De modo que «él tuvo el valor de decir: “Es éste. Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”». Mientras «en la preparación Juan decía: “Tras de mí viene uno...”, en el discernimiento, que sabe discernir y seña-lar al Señor, dice: “Delante de mí... ese es”».

Aquí se inserta «la tercera vocación de Juan: disminuir». Porque preci-samente «desde ese momento —recordó el obispo de Roma— su vida co-menzó a decrecer, a disminuir para que creciera el Señor, hasta anularse a sí mismo». Esta fue —hizo notar el Papa Francisco— «la etapa más difícil de Juan, porque el Señor tenía un estilo que él no había imaginado, a tal punto que en la cárcel», donde había sido recluido por Herodes Antipa, «sufrió no sólo la oscuridad de la celda, sino la oscuridad de su corazón». Las dudas le asaltaron: «Pero ¿será éste? ¿No me habré equivocado?». A tal grado, recordó el Pontífice, que pide a los discípulos que vayan a Jesús para preguntarle: «Pero, ¿eres tú verdaderamente, o tenemos que esperar a otro?».

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«La humillación de Juan —subrayó el obispo de Roma— es doble: la humillación de su muerte, como precio de un capricho», y también la hu-millación de no poder vislumbrar «la historia de salvación: la humillación de la oscuridad del alma». Este hombre que «había anunciado al Señor de-trás de él», que «lo había visto delante de él», que «supo esperarle, que su-po discernir», ahora «ve a Jesús lejano. Esa promesa se alejó. Y acaba so-lo, en la oscuridad, en la humillación». No porque amase el sufrimiento, sino «porque se anonadó tanto para que el Señor creciera». Acabó «humi-llado, pero con el corazón en paz».

«Es bello —concluyó el Papa Francisco— pensar así la vocación del cristiano». En efecto, «un cristiano no se anuncia a sí mismo, anuncia a otro, prepara el camino a otro: al Señor». Es más «debe saber discernir, debe conocer cómo discernir la verdad de aquello que parece verdad y no es: hombre de discernimiento». Y finalmente «debe ser un hombre que se-pa abajarse para que el Señor crezca, en el corazón y en el alma de los de-más».

SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS: AMOR FIEL Y HUMILDE20140627. Homilía. Leída por el card. Scola. Policlínico Gemelli.

«El Señor se ha unido a vosotros y os ha elegido» (cf. Dt 7, 7).Dios se ha unido a nosotros, nos ha elegido, este vínculo es para siem-

pre, no tanto porque nosotros somos fieles, sino porque el Señor es fiel y soporta nuestras infidelidades, nuestra lentitud, nuestras caídas.

Dios no tiene miedo de vincularse. Esto nos puede parecer extraño: a veces llamamos a Dios «el Absoluto», que significa literalmente «libre, in-dependiente, ilimitado»; pero, en realidad, nuestro Padre es «absoluto» siempre y solamente en el amor: por amor sella una alianza con Abraham, con Isaac, con Jacob, etc. Quiere los vínculos, crea vínculos; vínculos que liberan, que no obligan.

Con el Salmo hemos repetido: «El amor del Señor es para siempre» (cf. Sal 103). En cambio, de nosotros, hombres y mujeres, otro salmo afir-ma: «Desaparece la lealtad entre los hombres» (Sal 12, 2). Hoy, en parti-cular, la fidelidad es un valor en crisis porque nos inducen a buscar siem-pre el cambio, una supuesta novedad, negociando las raíces de nuestra existencia, de nuestra fe. Pero sin fidelidad a sus raíces, una sociedad no va adelante: puede hacer grandes progresos técnicos, pero no un progreso integral, de todo el hombre y de todos los hombres.

El amor fiel de Dios a su pueblo se manifestó y se realizó plenamente en Jesucristo, el cual, para honrar el vínculo de Dios con su pueblo, se hi-zo nuestro esclavo, se despojó de su gloria y asumió la forma de siervo. En su amor, no se rindió ante nuestra ingratitud y ni siquiera ante el recha-zo. Nos lo recuerda san Pablo: «Si somos infieles, Él —Jesús— permane-ce fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 13). Jesús permane-ce fiel, no traiciona jamás: aun cuando nos equivocamos, Él nos espera siempre para perdonarnos: es el rostro del Padre misericordioso.

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Este amor, esta fidelidad del Señor manifiesta la humildad de su cora-zón: Jesús no vino a conquistar a los hombres como los reyes y los pode-rosos de este mundo, sino que vino a ofrecer amor con mansedumbre y humildad. Así se definió a sí mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Y el sentido de la fiesta del Sagrado Co-razón de Jesús, que celebramos hoy, es que descubramos cada vez más y nos envuelva la fidelidad humilde y la mansedumbre del amor de Cristo, revelación de la misericordia del Padre. Podemos experimentar y gustar la ternura de este amor en cada estación de la vida: en el tiempo de la alegría y en el de la tristeza, en el tiempo de la salud y en el de la enfermedad y la dificultad.

La fidelidad de Dios nos enseña a acoger la vida como acontecimiento de su amor y nos permite testimoniar este amor a los hermanos median-te un servicio humilde y manso.

Queridos hermanos: En Cristo contemplamos la fidelidad de Dios. Ca-da gesto, cada palabra de Jesús transparenta el amor misericordioso y fiel del Padre. Y entonces, ante Él, nos preguntamos: ¿cómo es mi amor al prójimo? ¿Sé ser fiel? ¿O soy voluble, sigo mis estados de humor y mis simpatías? Cada uno de nosotros puede responder en su propia conciencia. Pero, sobre todo, podemos decirle al Señor: Señor Jesús, haz que mi cora-zón sea cada vez más semejante al tuyo, pleno de amor y fidelidad.

ORIENTACIONES PARA EL DISCERNIMIENTO VOCACIONAL20140628. Discurso. A jóvenes madurando su opción vocacional

Os agradezco esta visita, esta visita a la Virgen que es tan importante en nuestra vida. Y ella nos acompaña también en la opción definitiva, la opción vocacional, porque ella acompañó a su Hijo en su camino vocacio-nal que fue muy duro, muy doloroso. Ella nos acompaña siempre.

Cuando un cristiano me dice, no que no ama a la Virgen, sino que no le nace buscar a la Virgen o rezar a la Virgen, yo me siento triste. Recuer-do una vez, hace casi 40 años, yo estaba en Bélgica, en un congreso, y ha-bía una pareja de catequistas, ambos profesores universitarios, con hijos, una hermosa familia, y hablaban muy bien de Jesucristo. A un cierto punto dije: «¿Y la devoción a la Virgen?». «Nosotros hemos superado esa etapa. Nosotros conocemos tanto a Jesucristo que no necesitamos a la Virgen». Y lo que surgió en mi mente y en mi corazón fue: «¡Bah..., pobres huérfa-nos!». Es así, ¿no? Porque un cristiano sin la Virgen es huérfano. También un cristiano sin Iglesia es un huérfano. Un cristiano necesita a estas dos mujeres, dos mujeres madres, dos mujeres vírgenes: la Iglesia y la Virgen. Y para hacer el «test» de una vocación cristiana justa, es necesario pre-guntarse: «¿Cómo es mi relación con estas dos Madres que tengo?», con la madre Iglesia y con la madre María. Esto no es un pensamiento de «pie-dad», no, es teología pura. Esto es teología. ¿Cómo es mi relación con la Iglesia, con mi madre Iglesia, con la santa madre Iglesia jerárquica? ¿Y cómo es mi relación con la Virgen, que es mi mamá, mi Madre?

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Esto hace bien: no abandonarla jamás y no caminar solos. Os deseo un buen camino de discernimiento. Para cada uno de nosotros el Señor tiene su vocación, ese sitio donde Él quiere que nosotros vivamos nuestra vida. Pero es necesario buscarlo, encontrarlo; y luego continuar, seguir adelante.

Otra cosa que quisiera añadir —además de la Iglesia y la Virgen— es el sentido de lo definitivo. Esto para nosotros es importante, porque esta-mos viviendo una cultura de lo provisional: esto sí, pero por un tiempo, y para otro momento... ¿Te casas? Sí, sí, pero hasta que dure el amor, luego otra vez cada uno a su casa...

Un muchacho —me contaba un obispo—, un joven, un profesional jo-ven, le dijo: «Yo quisiera ser sacerdote, pero sólo por diez años». Es así, es lo provisional. Tenemos miedo a lo definitivo. Y para elegir una voca-ción, la vocación que sea, incluso las vocaciones «de estado» —el matri-monio, la vida consagrada, el sacerdocio— se debe elegir con una perspectiva de lo definitivo. Y a esto se opone la cultura de lo provisional. Es una parte de la cultura que nos toca vivir a nosotros en este tiempo, pe-ro debemos vivirla, y vencerla.

PEDRO Y PABLO: TEMOR, CONFIANZA, SEGUIMIENTO20140629. Homilía. San Pedro y San Pablo

«El Señor ha enviado su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12,11). En los comienzos del servicio de Pedro en la comunidad cris-tiana de Jerusalén, había aún un gran temor a causa de la persecución de Herodes contra algunos miembros de la Iglesia. Habían matado a Santia-go, y ahora encarcelado a Pedro, para complacer a la gente. Mientras esta-ba en la cárcel y encadenado, oye la voz del ángel que le dice: «Date prisa, levántate... Ponte el cinturón y las sandalias... Envuélvete en el manto y sí-gueme» (Hch 12,7-8). Las cadenas cayeron y la puerta de la prisión se abrió sola. Pedro se da cuenta de que el Señor lo «ha librado de las manos de Herodes»; se da cuenta de que Dios lo ha liberado del temor y de las cadenas. Sí, el Señor nos libera de todo miedo y de todas las cadenas, de manera que podamos ser verdaderamente libres. La celebración litúrgica expresa bien esta realidad con las palabras del estribillo del Salmo respon-sorial: «El Señor me libró de todos mis temores».

Aquí está el problema para nosotros, el del miedo y de los refugios pastorales.

Nosotros -me pregunto-, queridos hermanos obispos, ¿tenemos mie-do?, ¿de qué tenemos miedo? Y si lo tenemos, ¿qué refugios buscamos en nuestra vida pastoral para estar seguros? ¿Buscamos tal vez el apoyo de los que tienen poder en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el orgu-llo que busca gratificaciones y reconocimientos, y allí nos parece estar a salvo? ¿Queridos hermanos obispos, dónde ponemos nuestra seguridad?

El testimonio del apóstol Pedro nos recuerda que nuestro verdadero refugio es la confianza en Dios: ella disipa todo temor y nos hace libres de toda esclavitud y de toda tentación mundana. Hoy, el Obispo de Roma y los demás obispos, especialmente los Metropolitanos que han recibido el

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palio, nos sentimos interpelados por el ejemplo de san Pedro a verificar nuestra confianza en el Señor.

Pedro recobró su confianza cuando Jesús le dijo por tres veces: «Apa-cienta mis ovejas» (Jn 21,15.16.17). Y, al mismo tiempo él, Simón, confe-só por tres veces su amor por Jesús, reparando así su triple negación du-rante la pasión. Pedro siente todavía dentro de sí el resquemor de la herida de aquella decepción causada a su Señor en la noche de la traición. Ahora que él pregunta: «¿Me amas?», Pedro no confía en sí mismo y en sus pro-pias fuerzas, sino en Jesús y en su divina misericordia: «Señor, tú conoces todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Y aquí desaparece el miedo, la inseguridad, la pusilanimidad.

Pedro ha experimentado que la fidelidad de Dios es más grande que nuestras infidelidades y más fuerte que nuestras negaciones. Se da cuenta de que la fidelidad del Señor aparta nuestros temores y supera toda imagi-nación humana. También hoy, a nosotros, Jesús nos pregunta: «¿Me amas?». Lo hace precisamente porque conoce nuestros miedos y fatigas. Pedro nos muestra el camino: fiarse de él, que «sabe todo» de nosotros, no confiando en nuestra capacidad de serle fieles a él, sino en su fidelidad in-quebrantable. Jesús nunca nos abandona, porque no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2,13). Es fiel. La fidelidad que Dios nos confirma ince-santemente a nosotros, los Pastores, es la fuente de nuestra confianza y nuestra paz, más allá de nuestros méritos. La fidelidad del Señor para con nosotros mantiene encendido nuestro deseo de servirle y de servir a los hermanos en la caridad.

El amor de Jesús debe ser suficiente para Pedro. Él no debe ceder a la tentación de la curiosidad, de la envidia, como cuando, al ver a Juan cerca de allí, preguntó a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?» (Jn 21,21). Pero Jesús, frente a estas tentaciones, le respondió: «¿A ti qué? Tú, sígueme» (Jn 21,22). Esta experiencia de Pedro es un mensaje importante también para nosotros, queridos hermanos arzobispos. El Señor repite hoy, a mí, a ustedes y a todos los Pastores: «Sígueme». No pierdas tiempo en pregun-tas o chismes inútiles; no te entretengas en lo secundario, sino mira a lo esencial y sígueme. Sígueme a pesar de las dificultades. Sígueme en la predicación del Evangelio. Sígueme en el testimonio de una vida que co-rresponda al don de la gracia del Bautismo y la Ordenación. Sígueme en el hablar de mí a aquellos con los que vives, día tras día, en el esfuerzo del trabajo, del diálogo y de la amistad. Sígueme en el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los últimos, para que a nadie le falte la Palabra de vida, que libera de todo miedo y da confianza en la fidelidad de Dios. Tú, sígueme.

PEDRO Y PABLO: TRANSFORMADOS POR LA GRACIA20140629. Ángelus

Desde tiempos antiguos la Iglesia de Roma celebra a los Apóstoles Pe-dro y Pablo en una única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. La fe en Jesucristo los hizo hermanos y el martirio los convirtió en una sola cosa.

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San Pedro y san Pablo, tan distintos entre sí a nivel humano, fueron elegi-dos personalmente por el Señor Jesús y respondieron a la llamada entre-gando toda su vida. En ambos la gracia de Cristo hizo cosas grandes, los ha transformado. Pues sí, ¡los ha transformado! Simón había negado a Je-sús en el momento dramático de la pasión; Saulo había perseguido dura-mente a los cristianos. Pero los dos acogieron el amor de Dios y se dejaron transformar por su misericordia; así llegaron a ser amigos y apóstoles de Cristo. Por ello siguen hablando a la Iglesia y aún hoy nos indican el ca-mino de la salvación. También nosotros, si por casualidad llegásemos a caer en los pecados más graves y en la noche más oscura, Dios es siempre capaz de transformarnos, como transformó a Pedro y a Pablo: transfórma-nos el corazón y perdónanos todo. Transformando así nuestra oscuridad del pecado en un alba de luz. Dios es así: nos transforma, nos perdona siempre, como hizo con Pedro y como hizo con Pablo.

El libro de los Hechos de los Apóstoles muestra muchos rasgos de su testimonio. Pedro, por ejemplo, nos enseña a mirar a los pobres con mira-da de fe y a darles lo más precioso que tenemos: el poder del nombre de Jesús. Esto hizo con el paralítico: le dio todo lo que tenía, es decir a Jesús (cf. Hch 3, 4-6).

De Pablo, se relata tres veces el episodio de la llamada por el camino de Damasco, que señala el cambio de su vida, marcando claramente un an-tes y un después. Primero, Pablo era un acérrimo enemigo de la Iglesia. Después, ofrece toda su vida al servicio del Evangelio. También para no-sotros el encuentro con la Palabra de Cristo es capaz de transformar com-pletamente nuestra vida. No es posible escuchar esta Palabra y permanecer quietos en el propio sitio, permanecer imposibilitados en las propias cos-tumbres. La Palabra nos impulsa a vencer el egoísmo que tenemos en el corazón para seguir con decisión al Maestro que dio la vida por sus ami-gos. Pero es Él quien con su palabra nos cambia; es Él quien nos transfor-ma; es Él quien nos perdona todo, si nosotros abrimos el corazón y pedi-mos el perdón.

Queridos hermanos y hermanas, esta fiesta suscita en nosotros una gran alegría, porque nos sitúa ante la obra de la misericordia de Dios en el corazón de dos hombres. Es la obra de la misericordia de Dios en estos dos hombres, que eran grandes pecadores. Y Dios quiere colmarnos tam-bién a nosotros con su gracia, como lo hizo con Pedro y con Pablo. Que la Virgen María nos ayude a acogerla como ellos, con corazón abierto, a no recibirla en vano. Y nos sostenga en la hora de la prueba, para dar testimo-nio de Jesucristo y de su Evangelio. Lo pedimos hoy en especial por los arzobispos metropolitanos nombrados en el último año, que esta mañana han celebrado conmigo la Eucaristía en San Pedro. Los saludamos a todos con afecto junto con sus fieles y familiares, y rezamos por ellos.

UN PUEBLO QUE SIRVE A DIOS Y VIVE EN LA LIBERTAD20140705. Homilía. Campobasso

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«La sabiduría, sin embargo, sacó de apuros a sus servidores» (Sab 10, 9).

La primera Lectura nos ha recordado las características de la sabiduría divina, que libra del mal y la opresión a cuantos se ponen al servicio del Señor. Él, en efecto, no es neutral, sino que con su sabiduría está del lado de las personas frágiles, de las personas discriminadas y oprimidas que se abandonan confiadas a Él. Esta experiencia de Jacob y de José, narrada en el Antiguo Testamento, hace surgir dos aspectos esenciales de la vida de la Iglesia: la Iglesia es un pueblo que sirve a Dios; y la Iglesia es un pue-blo que vive en la libertad donada por Él.

Ante todo somos un pueblo que sirve a Dios. El servicio a Dios se rea-liza de diversos modos, en particular en la oración y en la adoración, en el anuncio del Evangelio y en el testimonio de la caridad. Y siempre el icono de la Iglesia es la Virgen María, la «sierva del Señor» (Lc 1, 38; cf. 1, 48). Inmediatamente después de haber recibido el anuncio del Ángel y haber concebido a Jesús, María parte a toda prisa para ir a ayudar a su anciana pariente Isabel. Y así muestra que el camino privilegiado para servir a Dios es servir a los hermanos que tienen necesidad.

Así, pues, la Iglesia es el pueblo que sirve al Señor. Por eso es el pue-blo que experimenta su liberación y vive en esa libertad que Él le da. La verdadera libertad la da siempre el Señor. La libertad ante todo del peca-do, del egoísmo en todas sus formas: la libertad de donarse y de hacerlo con alegría, como la Virgen de Nazaret que es libre de sí misma, no se re -pliega en su condición —y habría tenido buen motivo para ello— pero piensa en quien, en ese momento, tiene más necesidad. Es libre en la liber-tad de Dios, que se realiza en el amor. Y esta es la libertad que nos ha da-do Dios, y nosotros no debemos perderla: la libertad de adorar a Dios, de servir a Dios y de servirlo también en nuestros hermanos.

VENID A MÍ20140706. Ángelus

En el Evangelio de este domingo encontramos la invitación de Jesús. Dice así: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos a las per-sonas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gen-te sencilla, pobres, enfermos, pecadores, marginados... Esta gente lo ha se-guido siempre para escuchar su palabra —¡una palabra que daba esperan-za! Las palabras de Jesús dan siempre esperanza— y también para tocar incluso sólo un borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitu-des cansadas y agobiadas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36) y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para curar a muchos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: «Venid a mí», y les promete alivio y consuelo.

Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vi-da, por situaciones existenciales difíciles y a veces privados de válidos

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puntos de referencia. En los países más pobres, pero también en las perife-rias de los países más ricos, se encuentran muchas personas cansadas y agobiadas bajo el peso insoportable del abandono y la indiferencia. La in-diferencia: ¡cuánto mal hace a los necesitados la indiferencia humana! Y peor, ¡la indiferencia de los cristianos! En los márgenes de la sociedad son muchos los hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por la insatisfacción de la vida y la frustración. Muchos se ven obligados a emigrar de su patria, poniendo en riesgo su propia vida. Muchos más car-gan cada día el peso de un sistema económico que explota al hombre, le impone un «yugo» insoportable, que los pocos privilegiados no quieren llevar. A cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, Jesús re-pite: «Venid a mí, todos vosotros». Lo dice también a quienes poseen to-do, pero su corazón está vacío y sin Dios. También a ellos Jesús dirige es-ta invitación: «Venid a mí». La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.

Jesús promete dar alivio a todos, pero nos hace también una invitación, que es como un mandamiento: «Tomad mi yugo sobre vosotros y apren-ded de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El «yugo» del Señor consiste en cargar con el peso de los demás con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y el consuelo de Cristo, estamos llamados a su vez a convertirnos en descanso y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humil-dad del corazón nos ayudan no sólo a cargar con el peso de los demás, sino también a no cargar sobre ellos nuestros puntos de vista personales, y nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.

Invoquemos a María santísima, que acoge bajo su manto a todas las personas cansadas y agobiadas, para que a través de una fe iluminada, tes-timoniada en la vida, podamos ser alivio para cuantos tienen necesidad de ayuda, de ternura, de esperanza.

NO HAY LUGAR EN EL MINISTERIO PARA QUIEN ABUSA20140707. Homilía. Misa con víctimas de abusos sexuales

La imagen de Pedro viendo salir a Jesús de esa sesión de terrible inte-rrogatorio, de Pedro que se cruza la mirada con Jesús y llora. Me viene hoy al corazón en la mirada de ustedes, de tantos hombres y mujeres, ni-ños y niñas, siento la mirada de Jesús y pido la gracia de su llorar. La gra-cia de que la Iglesia llore y repare por sus hijos e hijas que han traicionado su misión, que han abusado de personas inocentes.

Esta es mi angustia y el dolor por el hecho de que algunos sacerdotes y obispos hayan violado la inocencia de menores y su propia vocación sacerdotal al abusar sexualmente de ellos. Es algo más que actos reproba-bles. Es como un culto sacrílego porque esos chicos y esas chicas le fue-ron confiados al carisma sacerdotal para llevarlos a Dios, y ellos los sacri-ficaron al ídolo de su concupiscencia. Profanan la imagen misma de Dios a cuya imagen hemos sido creados. La infancia, sabemos todos es un teso-ro. El corazón joven, tan abierto de esperanza contempla los misterios del

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amor de Dios y se muestra dispuesto de una forma única a ser alimentado en la fe. Hoy el corazón de la Iglesia mira los ojos de Jesús en esos niños y niñas y quiere llorar. Pide la gracia de llorar ante los execrables actos de abuso perpetrados contra menores. Actos que han dejado cicatrices para toda la vida.

También les pido perdón por los pecados de omisión por parte de líde-res de la Iglesia que no han respondido adecuadamente a las denuncias de abuso presentadas por familiares y por aquellos que fueron víctimas del abuso, esto lleva todavía a un sufrimiento adicional a quienes habían sido abusados y puso en peligro a otros menores que estaban en situación de riesgo.

No hay lugar en el ministerio de la Iglesia para aquellos que cometen estos abusos, y me comprometo a no tolerar el daño infligido a un menor por parte de nadie, independientemente de su estado clerical. Todos los obispos deben ejercer su servicio de pastores con sumo cuidado para sal-vaguardar la protección de menores y rendirán cuentas de esta responsabi-lidad.

Para todos nosotros tiene vigencia el consejo que Jesús da a los que dan escándalos: la piedra de molino y el mar (cf. Mt 18,6).

Por otra parte vamos a seguir vigilantes en la preparación para el sacerdocio.

Ustedes y todos aquellos que sufrieron abusos por parte del clero son amados por Dios. Rezo para que los restos de la oscuridad que les tocó sean sanados por el abrazo del Niño Jesús, y que al daño hecho a ustedes le suceda una fe y alegría restaurada.

PARÁBOLA DEL SEMBRADOR20140713. Ángelus

El Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23) nos presenta a Jesús predi-cando a orillas del lago de Galilea, y dado que lo rodeaba una gran multi-tud, subió a una barca, se alejó un poco de la orilla y predicaba desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje com-prensible a todos, con imágenes tomadas de la naturaleza y de las situacio-nes de la vida cotidiana.

La primera que relata es una introducción a todas las parábolas: es la parábola del sembrador, que sin guardarse nada arroja su semilla en todo tipo de terreno. Y la verdadera protagonista de esta parábola es precisa-mente la semilla, que produce mayor o menor fruto según el terreno donde cae. Los primeros tres terrenos son improductivos: a lo largo del camino los pájaros se comen la semilla; en el terreno pedregoso los brotes se se-can rápidamente porque no tienen raíz; en medio de las zarzas las espinas ahogan la semilla. El cuarto terreno es el terreno bueno, y sólo allí la semi-lla prende y da fruto.

En este caso, Jesús no se limitó a presentar la parábola, también la ex-plicó a sus discípulos. La semilla que cayó en el camino indica a quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; así llega el Ma-

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ligno y se lo lleva. El Maligno, en efecto, no quiere que la semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres. Esta es la primera com-paración. La segunda es la de la semilla que cayó sobre las piedras: ella representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y la acogen in-mediatamente, pero con superficialidad, porque no tienen raíces y son in-constantes; y cuando llegan las dificultades y las tribulaciones, estas per-sonas se desaniman enseguida. El tercer caso es el de la semilla que cayó entre las zarzas: Jesús explica que se refiere a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las preocupaciones mundanas y de la seducción de la riqueza, se ahoga. Por último, la semilla que cayó en terreno fértil re-presenta a quienes escuchan la Palabra, la acogen, la custodian y la com-prenden, y la semilla da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen María.

Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a quie-nes escuchaban a Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que nosotros so-mos el terreno donde el Señor arroja incansablemente la semilla de su Pa-labra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos plan-tearnos la pregunta: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende de nosotros convertir-nos en terreno bueno sin espinas ni piedras, pero trabajado y cultivado con cuidado, a fin de que pueda dar buenos frutos para nosotros y para nues-tros hermanos.

Y nos hará bien no olvidar que también nosotros somos sembradores. Dios siembra semilla buena, y también aquí podemos plantearnos la pre-gunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca? Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y también mucho mal; pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir. Recordadlo: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la boca y del corazón.

Que la Virgen nos enseñe, con su ejemplo, a acoger la Palabra, custo-diarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás.

PARÁBOLA DEL TRIGO Y LA CIZAÑA20140720. Ángelus

En estos domingos la liturgia propone algunas parábolas evangélicas, es decir, breves narraciones que Jesús utilizaba para anunciar a la multitud el reino de los cielos. Entre las parábolas presentes en el Evangelio de hoy, hay una que es más bien compleja, de la cual Jesús da explicaciones a los discípulos: es la del trigo y la cizaña, que afronta el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mt 13, 24-30.36-43). La escena tiene lugar en un campo donde el dueño siembra el trigo; pero una noche llega el enemigo y siembra la cizaña, término que en hebreo deriva de la misma raíz del nombre «Satanás» y remite al concepto de división. Todos sabemos que el demonio es un «sembrador de cizaña», aquel que siempre busca dividir a las personas, las familias, las naciones y los pueblos. Los servidores quisieran quitar inmediatamente la hierba ma-la, pero el dueño lo impide con esta motivación: «No, que al recoger la ci-

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zaña podéis arrancar también el trigo» (Mt 13, 29). Porque todos sabemos que la cizaña, cuando crece, se parece mucho al trigo, y allí está el peligro que se confundan.

La enseñanza de la parábola es doble. Ante todo dice que el mal que hay en el mundo no proviene de Dios, sino de su enemigo, el Maligno. Es curioso, el maligno va de noche a sembrar la cizaña, en la oscuridad, en la confusión; él va donde no hay luz para sembrar la cizaña. Este enemigo es astuto: ha sembrado el mal en medio del bien, de tal modo que es imposi -ble a nosotros hombres separarlos claramente; pero Dios, al final, podrá hacerlo.

Y aquí pasamos al segundo tema: la contraposición entre la impacien-cia de los servidores y la paciente espera del propietario del campo, que representa a Dios. Nosotros a veces tenemos una gran prisa por juzgar, clasificar, poner de este lado a los buenos y del otro a los malos... Pero re-cordad la oración de ese hombre soberbio: «Oh Dios, te doy gracias por-que yo soy bueno, no soy como los demás hombres, malos...» (cf. Lc 18, 11-12). Dios en cambio sabe esperar. Él mira el «campo» de la vida de ca-da persona con paciencia y misericordia: ve mucho mejor que nosotros la suciedad y el mal, pero ve también los brotes de bien y espera con con-fianza que maduren. Dios es paciente, sabe esperar. Qué hermoso es esto: nuestro Dios es un padre paciente, que nos espera siempre y nos espera con el corazón en la mano para acogernos, para perdonarnos. Él nos per-dona siempre si vamos a Él.

La actitud del propietario es la actitud de la esperanza fundada en la certeza de que el mal no tiene ni la primera ni la última palabra. Y es gra -cias a esta paciente esperanza de Dios que la cizaña misma, es decir el co-razón malo con muchos pecados, al final puede llegar a ser buen trigo. Pe-ro atención: la paciencia evangélica no es indiferencia al mal; no se puede crear confusión entre bien y mal. Ante la cizaña presente en el mundo, el discípulo del Señor está llamado a imitar la paciencia de Dios, alimentar la esperanza con el apoyo de una firme confianza en la victoria final del bien, es decir de Dios.

Al final, en efecto, el mal será quitado y eliminado: en el tiempo de la cosecha, es decir del juicio, los encargados de cosechar seguirán la orden del patrón separando la cizaña para quemarla (cf. Mt 13, 30). Ese día de la cosecha final el juez será Jesús, Aquél que ha sembrado el buen trigo en el mundo y que se ha convertido Él mismo en «grano de trigo», murió y re-sucitó. Al final todos seremos juzgados con la misma medida con la cual hemos juzgado: la misericordia que hemos usado hacia los demás será usada también con nosotros. Pidamos a la Virgen, nuestra Madre, que nos ayude a crecer en paciencia, esperanza y misericordia con todos los her-manos.

SACERDOTES: CREATIVIDAD Y ESPIRITUALIDAD DIOCESANA20140726. Discurso. Encuentro con el clero de Caserta

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Soy el padre Angelo Piscopo, párroco de San Pedro apóstol y de San Pedro en la Cátedra. Mi pregunta es esta: Santidad, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium usted invitó a alentar y reforzar la piedad popular, como precioso tesoro de la Iglesia católica. Al mismo tiempo, sin embargo, mostró el riesgo —lamentablemente cada vez más real— de la difusión de un cristianismo individual y sentimental, más atento a las for-mas tradicionales y a la revelación, privado de los aspectos fundamenta-les de la fe y de incidencia en la vida social. ¿Qué sugerencia puede dar-nos para una pastoral que, sin mortificar la piedad popular, pueda relan-zar el primado del Evangelio? Gracias, Santidad.

Se oye decir que este es un tiempo donde la religiosidad ha disminui-do, pero yo no creo mucho en eso. Porque son estas corrientes, estas es-cuelas de religiosidad intimistas, como los gnósticos, que hacen una pasto-ral similar a una oración pre-cristiana, una oración pre-bíblica, una oración gnóstica, y el gnosticismo entró en la Iglesia en estos grupos de piedad intimista: a esto llamo intimismo. El intimismo no hace bien, es algo para mí, estoy tranquilo, me siento lleno de Dios. Es un poco —no es lo mismo—, pero va en cierto sentido por el camino de la New Age. Hay religiosi-dad, sí, pero una religiosidad pagana, o incluso herética; no debemos tener miedo de pronunciar esta palabra, porque el gnosticismo es una herejía, fue la primera herejía de la Iglesia. Cuando hablo de religiosidad, hablo de ese tesoro de piedad, con muchos valores, que el gran Pablo VI describía en la Evangelii nuntiandi. Pensad una cosa: el Documento de Aparecida, el documento de la quinta Conferencia del episcopado latinoamericano, para hacer una síntesis al final del documento mismo, en el último párrafo, ya que los otros dos eran de agradecimiento y de oración, tuvo que ir cua-renta años atrás y tomar un trozo de la Evangelii nuntiandi, que es el do-cumento pastoral post-conciliar que aún no se ha superado. Tiene una ac-tualidad enorme. En ese documento Pablo VI describe la piedad popular, afirmando que la misma algunas veces debe ser también evangelizada. Sí, porque como toda piedad existe el riesgo de ir un poco por una parte y un poco por otra y no contar con una expresión de fe fuerte. Pero la piedad que tiene la gente, la piedad que entra en el corazón con el Bautismo es una fuerza enorme, a tal punto que el pueblo de Dios que tiene esta pie-dad, en su conjunto, no puede equivocarse, es infalible in credendo: así di-ce la Lumen gentium en el número 12. La piedad popular verdadera nace de ese sensus fidei del que habla este documento conciliar y guía en la de-voción de los santos, de la Virgen, incluso con expresiones folklóricas en el sentido bueno de la palabra. Por ello la piedad popular está fundamen-talmente inculturada, no puede ser una piedad popular de laboratorio, fría, sino que siempre nace de nuestra vida. Se pueden cometer pequeños erro-res —es necesario, por lo tanto, vigilar—, sin embargo, la religiosidad po-pular es un instrumento de evangelización. Pensemos en los jóvenes de hoy. Los jóvenes —al menos la experiencia que tuve en la otra diócesis—, los jóvenes, los movimientos juveniles en Buenos Aires no funcionaban. ¿Por qué? Se les decía: hagamos una reunión para hablar... y al final los

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jóvenes se aburrían. Pero cuando los párrocos encontraron el camino para implicar a los jóvenes en las pequeñas misiones, ir de misión en vacacio-nes, la catequesis en los pueblos que tienen necesidad, en los poblados que no tienen sacerdote, entonces ellos se sumaban. Los jóvenes quieren de verdad este protagonismo misionero y de ahí aprenden a vivir una forma de piedad que se puede incluso llamar piedad popular: el apostolado mi-sionero de los jóvenes tiene algo de piedad popular. La piedad popular es activa, es un sentido de fe profundo —dice Pablo VI—, que sólo los senci-llos y los humildes son capaces de tener. ¡Esto es grande! En los santua-rios, por ejemplo, se ven milagros. Cada 27 de julio yo iba al santuario de San Pantaleón, en Buenos Aires, y confesaba por la mañana. Volvía reno-vado por esa experiencia, volvía avergonzado por la santidad que en-contraba en la gente sencilla, pecadora pero santa, porque decía los pro-pios pecados y luego contaba cómo vivía, cómo era el problema del hijo o de la hija o de esto o de lo otro, y cómo visitaba a los enfermos. Se trans-parentaba un sentido evangélico. En los santuarios se encuentran estas co-sas. Los confesonarios de los santuarios son un sitio de renovación para nosotros sacerdotes y obispos; son un curso de actualización espiritual, por el contacto con la piedad popular. Y los fieles, cuando vienen a confe-sarse, te dicen sus miserias, pero tú ves detrás de esas miserias la gracia de Dios que los conduce a ese momento. Ese contacto con el pueblo de Dios que reza, que es peregrino, que manifiesta su fe con esa forma de piedad, nos ayuda mucho en nuestra vida sacerdotal.

¿Me permite llamarle padre Francisco?, porque la paternidad implica inevitablemente una santidad, cuándo es auténtica. Como discípulo de los padres jesuitas, a quienes debo mi formación, cultural y sacerdotal, digo primero mi impresión, y luego una pregunta que dirijo a usted de modo especial. El identikit del sacerdote del tercer milenio: equilibrio humano y espiritual; conciencia misionera; apertura al diálogo con otros credos, religiosos o no. ¿Por qué esto? Usted ciertamente ha realizado una revo-lución copernicana por lenguaje, estilo de vida, comportamiento y testi-monio sobre las temáticas más destacadas a nivel mundial, incluso de los ateos y de los alejados de la Iglesia cristiano-católica. La pregunta que le hago: ¿cómo es posible en esta sociedad —con una Iglesia que desea cre-cer y desarrollarse, en esta sociedad en evolución dinámica y conflictiva y muy a menudo lejana de los valores del Evangelio de Cristo— ser noso-tros una Iglesia, con mucha frecuencia, con cierto retraso? Su revolución lingüística, semántica, cultural y de testimonio evangélico está suscitando ciertamente en las conciencias una crisis existencial para nosotros sacer-dotes. ¿De qué modo nos sugiere los caminos, soñadores y creativos, para superar, o al menos para atenuar, esta crisis que advertimos? Gracias.

Eso. ¿Cómo es posible, con la Iglesia en crecimiento y desarrollo, ir hacia adelante? Usted decía algunas cosas: equilibrio, apertura dialógica... Pero, ¿cómo es posible caminar? Usted mencionó una palabra que me gus-ta mucho: es una palabra divina, y si es humana es porque es un don de

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Dios: creatividad. Es el mandamiento que Dios dio a Adán: «Ve y haz crecer la Tierra. Sé creativo». Es también el mandamiento que Jesús dio a los suyos, a través del Espíritu Santo, por ejemplo la creatividad de la pri -mera Iglesia en las relaciones con el judaísmo: Pablo fue un creativo; Pe-dro, ese día cuando fue a ver a Cornelio, tenía un gran miedo, porque esta-ba haciendo algo nuevo, algo creativo. Pero él fue allí. Creatividad es la palabra. ¿Y cómo se puede encontrar esta creatividad? Antes que nada —y esta es la condición si queremos ser creativos en el Espíritu, es decir en el Espíritu del Señor Jesús— no hay otro camino más que la oración. Un obispo que no reza, un sacerdote que no reza ha cerrado la puerta, ha ce-rrado la senda de la creatividad. Es precisamente en la oración cuando el Espíritu te hace percibir algo, y viene el diablo y te hace sentir otra cosa; pero en la oración está la condición para seguir adelante. Incluso si la ora-ción muchas veces puede parecer aburrida. La oración es muy importante. No sólo la oración del Oficio divino, sino la liturgia de la misa, serena, bien hecha con devoción, la oración personal con el Señor. Si nosotros no rezamos, seremos tal vez buenos empresarios pastorales y espirituales, pe-ro la Iglesia sin oración se convierte en una ONG, no tiene esa  unctio Spi-ritus Sancti. La oración es el primer paso, porque es un abrirse al Señor para poder abrirse a los demás. Es el Señor que dice: «Ve por aquí, ve por allá, haz esto...», te suscita esa creatividad que a muchos santos les costó tanto. Pensad en el beato Antonio Rosmini, quien escribió Las cinco lla-gas de la Iglesia, fue precisamente un crítico creativo, porque rezaba. Es-cribió lo que el espíritu le hizo percibir, por esto fue a la cárcel espiritual, es decir, a su casa: no podía hablar, no podía enseñar, no podía escribir, sus libros estaban en el Índice. ¡Hoy es beato! Muchas veces la creatividad te lleva a la cruz. Pero cuando viene de la oración, da fruto. No la creativi-dad un poco a la sans façon y revolucionaria, porque hoy está de moda ser revolucionario; no, esto no es del Espíritu. Pero cuando la creatividad vie-ne del Espíritu y nace de la oración te puede traer problemas. La creativi-dad que viene de la oración tiene una dimensión antropológica de trascen-dencia, porque mediante la oración te abres a la trascendencia, a Dios. Pe-ro está también la otra trascendencia: abrirse a los demás, al prójimo. No hay que ser una Iglesia cerrada en sí, que se mira el ombligo, una Iglesia autorreferencial, que se mira a sí misma y no es capaz de trascender. Es importante la trascendencia dúplice: hacia Dios y hacia el prójimo. Salir de sí no es una aventura, es un camino, es el camino que Dios ha indicado a los hombres, al pueblo desde el primer momento cuando dijo a Abrahán: «Deja tu tierra». Salir de sí. Y cuando salgo de mí, encuentro a Dios y en-cuentro a los demás. ¿Cómo encuentro a los demás? ¿De lejos o de cerca? Es necesario encontrarlos de cerca, la cercanía. Creatividad, trascendencia y cercanía. Cercanía es una palabra clave: ser cercano. No asustarse de na-da. Ser cercano. El hombre de Dios no se asusta. Pablo mismo, cuando vio tantos ídolos en Atenas, no se asustó, y dijo a esa gente: «Vosotros sois re-ligiosos, con tantos ídolos... pero yo os hablaré de otro». No se asustó y se acercó a ellos, y citó también a sus poetas: «Como dicen vuestros poetas...». Se trata de cercanía a una cultura, cercanía a las personas, a su

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modo de pensar, a sus dolores, a sus resentimientos. Muchas veces esta cercanía es precisamente una penitencia, porque tenemos que escuchar co-sas aburridas, cosas ofensivas. Hace dos años, un sacerdote misionero en Argentina —era de la diócesis de Buenos Aires y había ido a una diócesis del sur, en una zona donde no había sacerdote desde hacía años, y habían llegado los evangelistas— me contaba que fue a visitar a una mujer que había sido la maestra del pueblo y luego la directora de la escuela del po-blado. Esta señora lo invitó a sentarse y comenzó a insultarlo, no con pala-bras feas, sino a insultarlo con fuerza: «Nos habéis abandonado, nos ha-béis dejado solos, y yo que necesito la Palabra de Dios me vi obligada a ir al culto protestante y me hice protestante». Este sacerdote joven, que es humilde, es alguien que reza, cuando la mujer acabó la catarata, le dijo: «Señora, sólo una palabra: perdón. Perdónanos, perdónanos. Hemos aban-donado al rebaño. Y el tono de esa mujer cambió. Siguió siendo protestan-te y el sacerdote no mencionó el tema de cuál es la verdadera religión: en ese momento no se podía hacer eso. Al final, la señora comenzó a sonreír y dijo: «Padre, ¿quiere un café?» —«Sí, tomemos un café». Y cuando el sacerdote estaba por salir, le dijo: «Quédese padre, venga», y lo llevó a la habitación, abrió el armario y estaba la imagen de la Virgen: «Usted debe saber que jamás la abandoné. La escondí por el pastor, pero en casa está». Es una anécdota que enseña cómo la cercanía, la mansedumbre hicieron que esta mujer se reconciliase con la Iglesia, porque se sentía abandonada por la Iglesia. Y yo le hice una pregunta que no se debe hacer nunca: «Y luego, ¿cómo acabó todo? ¿Cómo acabó la cuestión?». Pero el sacerdote me corrigió: «Ah, no, yo no pedí nada: ella sigue participando en el culto protestante, pero se ve que es una mujer que reza: que obre el Señor Je-sús». Y no fue más allá, no invitó a volver a la Iglesia católica. Es esa cer-canía prudente, que sabe hasta dónde se debe llegar. Pero cercanía signifi-ca también diálogo; hay que leer en la Ecclesiam suam la doctrina sobre el diálogo, que luego repitieron los demás Papas. El diálogo es muy impor-tante, pero para dialogar son necesarias dos cosas: la propia identidad co-mo punto de partida y la empatía con los demás. Si yo no estoy seguro de mi identidad y voy a dialogar, termino por canjear mi fe. No se puede dia-logar si no es partiendo de la propia identidad; y la empatía, es decir, no condenar a priori. Cada hombre, cada mujer tiene algo propio para darnos; todo hombre, toda mujer, tiene la propia historia, la propia situación y de-bemos escucharla. Luego la prudencia del Espíritu Santo nos dirá cómo responder a ello. Partir de la propia identidad para dialogar, pero el diálo-go no es hacer apologética, incluso si algunas veces se nos presentan pre-guntas que requieren una explicación. El diálogo es una cuestión humana, son los corazones, las almas los que dialogan, y esto es muy importante. No tener miedo de dialogar con nadie. Se decía de un santo, un poco bro-meando —no recuerdo, creo que se trataba de san Felipe Neri, pero no es-toy seguro—, que era capaz de dialogar incluso con el diablo. ¿Por qué? Porque tenía esa libertad de escuchar a todas las personas, pero partiendo de la propia identidad. Estaba muy seguro, pero estar seguro de la propia identidad no significa hacer proselitismo. El proselitismo es una trampa,

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que incluso Jesús en cierto sentido lo condena, en passant, cuando habla a los fariseos y a los saduceos: «Vosotros que dais la vuelta al mundo para encontrar un prosélito y luego os acordáis de aquello...». Es una trampa. El Papa Benedicto tiene una expresión muy hermosa, la dijo en Aparecida pero creo que la repitió en otros lugares: «La Iglesia crece no por proseli-tismo, sino por atracción». ¿Y, qué es la atracción? Es esa empatía huma-na que luego la guía el Espíritu Santo. Así, pues, ¿cómo será el perfil del sacerdote de este siglo tan secularizado? Un hombre de creatividad, que sigue el mandamiento de Dios —«crear las cosas»—; un hombre de tras-cendencia, tanto con Dios en la oración como con los demás, siempre; un hombre de cercanía que se acerca a la gente. Alejar a la gente no es sacer-dotal y de esta actitud la gente, a menudo, está cansada, y, sin embargo, viene igualmente a nosotros. Pero quien acoge a la gente y es cercano a ella, dialoga con la gente, lo hace porque se siente seguro de la propia identidad, que lo impulsa a tener el corazón abierto a la empatía. Esto es lo que se me ocurre decirle a su pregunta.

Queridísimo padre: Mi pregunta se refiere al lugar donde vivimos: la diócesis, con nuestros obispos, la relación con nuestros hermanos. Y le pregunto: este momento histórico que estamos viviendo, ¿tiene expectati-vas en nosotros, presbíteros, es decir, de un testimonio claro, abierto, go-zoso —como usted nos está invitando—, precisamente en la novedad del Espíritu Santo? Le pregunto: ¿qué podría ser propiamente, según usted, lo específico, el fundamento de una espiritualidad del sacerdote dioce-sano? Me parece haber leído en algún lugar que usted dice: «El sacerdote no es un contemplativo». Pero antes, no era así. Por lo tanto, ¿puede dar-nos un icono para tener presente con vistas al renacimiento, al crecimien-to en la comunión de nuestra diócesis? Y, sobre todo, a mí me interesa có-mo podemos ser fieles hoy al hombre, no tanto a Dios.

¡Bien! Usted ha dicho «la novedad del Espíritu Santo». Es verdad. Pe-ro Dios es el Dios de las sorpresas, siempre nos sorprende, siempre, siem-pre. Leemos el Evangelio y encontramos una sorpresa tras otra. Jesús nos sorprende porque llega antes que nosotros: nos espera antes, nos ama an-tes, cuando nosotros lo buscamos, Él ya nos está buscando. Como dice el profeta Isaías o Jeremías, no recuerdo bien: Dios es como la flor del al-mendro, que florece antes de la primavera. Es el primero, siempre el pri-mero, siempre nos espera. Y esta es la sorpresa. Muchas veces buscamos a Dios acá y Él nos está esperando allá. Y ahora vamos a la espiritualidad del clero diocesano. Sacerdote contemplativo, pero no como uno que está en la cartuja, no me refería a esa contemplación. El sacerdote debe tener contemplación, capacidad de contemplación tanto de Dios como de los hombres. Es un hombre que mira, que llena sus ojos y su corazón con esta contemplación: con el Evangelio ante Dios, y con los problemas humanos ante los hombres. En este sentido debe ser contemplativo. No hay que confundirse: el monje es otra cosa. Pero, ¿dónde está el centro de la espiri-tualidad del sacerdote diocesano? Diría que en la «diocesanidad». Es tener

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la capacidad de abrirse a la diocesanidad. La espiritualidad de un religio-so, por ejemplo, es la capacidad de abrirse a Dios y a los demás en la co-munidad: tanto la más pequeña como la más grande de las congregacio-nes. En cambio, la espiritualidad del sacerdote diocesano es abrirse a la diocesanidad. Y vosotros, religiosos, que trabajáis en la parroquia, debéis hacer las dos cosas. Por eso el dicasterio de los obispos y el dicasterio de la vida consagrada están trabajando en una nueva versión de la Mutuae re-lationes, para que el religioso pertenezca a ambas. Pero volvamos a la dio-cesanidad: ¿qué significa? Significa tener una relación con el obispo y una relación con los demás sacerdotes. La relación con el obispo es importan-te, necesaria. Un sacerdote diocesano no puede estar separado del obispo. «Pero es que el obispo no me quiere, el obispo esto, el obispo lo otro…». Quizá el obispo sea un hombre con mal carácter, pero es tu obispo. Y de-bes encontrar también en esa actitud no positiva un camino para mantener la relación con él. De todos modos, esta es una excepción. Soy sacerdote diocesano porque tengo una relación con el obispo, una relación necesaria. Es muy significativo que en el rito de ordenación se haga voto de obedien-cia al obispo. «Yo prometo obediencia a ti y a tus sucesores». Diocesani-dad significa una relación con el obispo, que se debe realizar y hacer cre-cer continuamente. En la mayoría de los casos no es un problema catastró-fico, sino una realidad normal. En segundo lugar, la diocesanidad compor-ta una relación con los demás sacerdotes, con todo el presbiterio. No hay espiritualidad del sacerdote diocesano sin estas dos relaciones: con el obis-po y con el presbiterio. Y son necesarias. «Yo me llevo bien con el obispo, pero a las reuniones del clero no voy porque se dicen estupideces». Con esa actitud te falta algo: no tienes la verdadera espiritualidad del sacerdote diocesano. Esto es todo: es sencillo, pero al mismo tiempo no es fácil. No es fácil, porque ir de acuerdo con el obispo no siempre es fácil, porque uno piensa de una manera y el otro piensa de otra, pero se puede discu-tir… ¡y que se discuta! ¿Y se puede hacer en voz alta? ¡Que se haga! Cuántas veces un hijo discute con su papá, pero al final son siempre padre e hijo. Sin embargo, cuando en estas dos relaciones, con el obispo y con el presbiterio, entra la diplomacia, no está el Espíritu del Señor, porque falta el espíritu de libertad. Hay que tener la valentía de decir «yo no pienso así, pienso de otra manera», y también la humildad de aceptar una corrección. Es muy importante. ¿Y cuál es el enemigo más grande de estas dos rela-ciones? Las habladurías. Muchas veces pienso —porque también yo tengo esta tentación de murmurar, la tenemos dentro; el diablo sabe que esta se-milla le da frutos, y siembra bien—, pienso si no es consecuencia de una vida célibe vivida con esterilidad y no con fecundidad. Un hombre solo termina amargado, no es fecundo y murmura de los demás. Este es un aire que no hace bien, es precisamente lo que impide la relación evangélica, espiritual y fecunda con el obispo y con el presbiterio. Las habladurías son el enemigo más fuerte de la diocesanidad, es decir, de la espiritualidad. Pero tú eres un hombre, por lo tanto, si tienes algo contra el obispo, ve y díselo. Luego tendrá consecuencias, llevarás la cruz, pero ¡sé hombre! Si eres un hombre maduro y ves algo en tu hermano sacerdote que no te

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agrada o que crees que está equivocado, ve y díselo en la cara, o si ves que no acepta ser corregido, ve a decírselo al obispo o al amigo más íntimo de ese sacerdote, para que pueda ayudarle a corregirse. Pero no se lo digas a los demás: porque es ensuciarse unos a otros. Y el diablo es feliz con ese «banquete», porque así ataca precisamente el centro de la espiritualidad del clero diocesano. Para mí, las habladurías hacen mucho daño. Y no son una novedad posconciliar… San Pablo ya debió afrontarlas. ¿Recordáis la frase: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo…»? Las habladurías son una realidad ya presente en el inicio de la Iglesia, porque el demonio no quiere que la Iglesia sea una madre fecunda, unida, gozosa. ¿Cuál es, en cambio, el signo de que estas dos relaciones, entre el sacerdote y el obispo y entre el sacerdote y los demás sacerdotes están bien? Es la alegría. Así como la amargura es el signo de que no hay una verdadera espiritualidad diocesa-na, porque falta una hermosa relación con el obispo o con el presbiterio, la alegría es el signo de que las cosas funcionan bien. Uno puede discutir, puede enfadarse, pero la alegría está por encima de todo, y es importante que permanezca siempre en estas dos relaciones que son esenciales para la espiritualidad del sacerdote diocesano.

Quiero volver a otro signo, el signo de la amargura. Una vez me decía un sacerdote, en Roma: «Veo que muchas veces somos una Iglesia de en-fadados, siempre enfadados unos con otros; tenemos siempre algo por lo cual enfadarnos». Esto lleva a la tristeza y a la amargura: no hay alegría. Cuando encontramos en una diócesis a un sacerdote que vive tan enfadado y con esa tensión, pensamos: este hombre, a la mañana, en el desayuno to-ma vinagre; después, en el almuerzo, verduras en vinagre; y, por último, a la noche, un buen jugo de limón. Así su vida no va bien, porque es la ima-gen de una Iglesia de enfadados. Al contrario, la alegría es el signo de que funciona bien. Uno puede enfadarse: incluso es sano enfadarse alguna vez. Pero el estado de enfado no es del Señor y lleva a la tristeza y a la desu-nión. Y al final, usted ha dicho: «la fidelidad a Dios y al hombre». Es lo mismo que hemos dicho antes. Es la doble fidelidad y la doble trascenden-cia: ser fieles a Dios es buscarlo, abrirse a Él en la oración, recordando que Él es fiel, que no puede renegar de sí mismo, es siempre fiel. Y tam-bién abrirse al hombre; es la empatía, el respeto, escucharlo, y decir la pa-labra justa con paciencia.

Debemos detenernos por amor con los fieles que esperan… Os doy verdaderamente las gracias y os pido que recéis por mí, porque también yo tengo las dificultades de cualquier obispo y también debo retomar cada día el camino de la conversión. La oración de unos por otros nos hará bien pa-ra seguir adelante. Gracias por vuestra paciencia.

EL ESPÍRITU CREA UNA DIVERSIDAD RECONCILIADA20140726. Discurso. Encuentro con evangélicos en Caserta

Mi hermano el pastor Giovanni comenzó hablando del centro de nues-tra vida: estar en la presencia de Jesús. Y luego dijo «caminar» en la pre-sencia de Jesús. Este fue el primer mandamiento que Dios dio a su pueblo,

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a nuestro padre Abrahán: «Ve, camina en mi presencia y sé irreprensible». Y luego el pueblo se puso en camino: algunas veces en la presencia del Señor, muchas veces no en la presencia del Señor. Eligió los ídolos, los dioses... Pero el Señor tiene paciencia. Tiene paciencia con el pueblo que camina. Yo no comprendo a un cristiano inerte. Un cristiano que no cami-na, no lo comprendo. El cristiano debe caminar. Hay cristianos que cami-nan, pero no en la presencia de Jesús; hay que rezar por estos hermanos. También por nosotros, cuando en ciertos momentos no caminamos en la presencia de Jesús, porque también nosotros somos todos pecadores, to-dos. Si alguno no es pecador, que levante la mano... Caminar en la presen-cia de Jesús.

Cristianos inertes: esto hace daño, porque lo que está inmóvil, lo que no camina, se corrompe. Como el agua que no corre, que es el agua que se corrompe primero, el agua que no fluye... Hay cristianos que confunden caminar con «dar vueltas». No son «caminantes», son errantes y dan vuel-tas por aquí y por allá en la vida. Están en el laberinto, y allí vagabundean, vagabundean... Les falta la parresia, la audacia de ir adelante; les falta la esperanza. Los cristianos sin esperanza dan vueltas por la vida; no son ca-paces ir adelante. Sólo estamos seguros cuando caminamos en la presencia del Señor Jesús. Él nos ilumina, Él nos da su Espíritu para caminar bien.

Pienso en el nieto de Abrahán, Jacob. Estaba tranquilo allí con sus hi-jos; pero en un momento determinado llegó la carestía y dijo a sus hijos, a sus once hijos, diez de los cuales eran culpables de traición, por haber vendido al hermano: «Marchad a Egipto, caminad hasta allí para comprar alimento, porque tenemos dinero, pero no tenemos comida. Llevad dinero y compradlo allí, donde dicen que se lo puede encontrar». Y ellos se pu-sieron en camino: en lugar de encontrar alimento, encontraron a un herma-no. Y esto es hermosísimo.

Cuando se camina en la presencia de Dios, tiene lugar esta fraternidad. Cuando, en cambio, nos detenemos, nos miramos demasiado el uno al otro, se da otro camino... horrible, malo. El camino de las habladurías. Y se comienza: «¿Pero tú no sabes?». «No, no, yo no sé nada de ti. Yo sé de aquí, de allí…». «Yo soy de Pablo», «yo de Apolo», «yo de Pedro»... Y de este modo empiezan, así desde el primer momento comenzó la división en la Iglesia. Y no es el Espíritu Santo el que causa la división; hace algo que se asemeja bastante, pero no la división. No es el Señor Jesús quien causa la división. Quien provoca la división es precisamente el Envidioso, el rey de la envidia, el padre de la envidia: el sembrador de cizaña, Satanás. El que se infiltra en las comunidades y provoca las divisiones, siempre. Des-de el primer momento, desde el primer momento del cristianismo existió esta tentación en la comunidad cristiana. «Yo soy de este»; «yo soy de aquél». «¡No! Yo soy la Iglesia, tú eres la secta»... Y así quien nos con-quista es él, el padre de la división. No el Señor Jesús, que rezó por la uni-dad (Jn 17), ¡rezó!

¿Qué hace el Espíritu Santo? He dicho que hace otra cosa, que se pue-de pensar tal vez que sea la división, pero no lo es. El Espíritu Santo cons-truye la «diversidad» en la Iglesia. La primera Carta a los Corintios, en el

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capítulo 12. Él construye la diversidad. Y verdaderamente esta diversidad es muy rica, muy hermosa. Pero luego el Espíritu Santo mismo construye la unidad, y así la Iglesia es una en la diversidad. Y, para usar una hermo-sa palabra de un evangélico que yo quiero mucho, una «diversidad recon-ciliada» por el Espíritu Santo. Él hace ambas cosas: produce la diversidad de los carismas y luego construye la armonía de los carismas. Por ello los primeros teólogos de la Iglesia, los primeros padres —hablo del siglo III o iv—, decían: «El Espíritu Santo, Él es la armonía», porque Él construye esta unidad armónica en la diversidad.

Nosotros estamos en la época de la globalización, y pensamos en qué es la globalización y qué sería la unidad en la Iglesia: ¿tal vez una esfera, donde todos los puntos son equidistantes desde el centro, todos iguales? ¡No! Esto es uniformidad. Y el Espíritu Santo no construye uniformidad. ¿Qué figura podemos encontrar? Pensemos en el poliedro: el poliedro es una unidad, pero con todas las partes distintas; cada una tiene su peculiari-dad, su carisma. Esta es la unidad en la diversidad. Es por este camino que nosotros cristianos realizamos lo que llamamos con el nombre teológico de ecumenismo: tratamos de que esta diversidad esté más armonizada por el Espíritu Santo y se convierta en unidad; tratamos de caminar en la pre-sencia de Dios para ser irreprensibles; tratamos de ir a buscar el alimento que necesitamos para encontrar al hermano. Este es nuestro camino, esta es nuestra belleza cristiana. Me refiero a lo que mi amado hermano dijo al inicio.

Luego habló de otra cosa, de la Encarnación del Señor. El apóstol Juan es claro: «Quien dice que el Verbo no vino en la carne, no es de Dios. Es del diablo». No es de los nuestros, es enemigo. Hubo una primera herejía —digamos la palabra entre nosotros— y fue esto lo que el Apóstol conde-nó: que el Verbo no haya venido en la carne. ¡No! La Encarnación del Verbo está en la base: es Jesucristo. Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, verdadero Dios y verdadero hombre. Así lo entendieron los primeros cristianos y tuvieron que luchar mucho, mucho, mucho para mantener estas verdades: el Señor es Dios y hombre; el Señor Jesús es Dios hecho carne. Es el misterio de la carne de Cristo: no se comprende el amor al prójimo, no se comprende el amor al hermano, si no se comprende este misterio de la Encarnación. Yo amo al hermano porque también él es Cristo, es como Cristo, es la carne de Cristo. Yo amo al pobre, a la viuda, al esclavo, a quien está en la cárcel… Pensemos en el «protocolo» a partir del cual seremos juzgados: Mateo 25. Amo a todos ellos porque estas per-sonas que sufren son la carne de Cristo, y a nosotros que vamos por esta senda de la unidad nos hará bien tocar la carne de Cristo. Ir a las perife-rias, precisamente donde hay tantas necesidades, o hay —digámoslo mejor— tantos necesitados, tantos necesitados... También necesitados de Dios, que tienen hambre —pero no de pan, pues tienen mucho pan— de Dios. Ir allí, para anunciar esta verdad: Jesucristo es el Señor y Él te salva. Pero ir siempre a tocar la carne de Cristo. No se puede predicar un Evangelio pu-ramente intelectual: el Evangelio es verdad, pero es también amor y es

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también belleza. Esta es la alegría del Evangelio. Esta es precisamente la alegría del Evangelio.

En este camino hemos hecho muchas veces lo mismo que los herma-nos de José, cuando los celos y la envidia nos han dividido. Ellos llegaron antes queriendo matar al hermano —Rubén logró salvarlo— y luego ven-derlo. También el hermano Giovanni ha hablado de esa historia triste. Esa historia triste donde el Evangelio para algunos se vivía como una verdad y no se daban cuenta de que detrás de esa actitud había cosas malas, cosas que no eran del Señor, una mala tentación de división. Esa historia triste, en la cual se hacía lo mismo que hicieron los hermanos de José: la denun-cia, las leyes de esta gente: «va contra la pureza de la raza...». Y estas le-yes fueron aprobadas por bautizados. Algunos de los que hicieron esta ley y algunos de los que persiguieron y denunciaron a los hermanos pentecos-tales porque eran «entusiastas», casi «locos», que arruinaban la raza, algu-nos eran católicos... Yo soy el pastor de los católicos: os pido perdón por esto. Os pido perdón por esos hermanos y hermanas católicos que no com-prendieron y fueron tentados por el diablo e hicieron la misma cosa que hicieron los hermanos de José. Pido al Señor que nos dé la gracia de reco-nocer y perdonar... ¡Gracias!

Luego el hermano Giovanni ha dicho una cosa que comparto totalmen-te: la verdad es un encuentro, un encuentro entre personas. La verdad no se construye en un laboratorio, se construye en la vida, buscando a Jesús para encontrarlo. Pero el misterio más hermoso, más grande es que cuando encontramos a Jesús nos damos cuenta de que Él nos buscaba antes, que Él nos ha encontrado antes, porque Él llega antes que nosotros. A mí, en español, me gusta decir que el Señor nos primerea. Es una palabra españo-la: nos precede, y siempre nos espera. Él llega antes que nosotros. Y creo que Isaías o Jeremías —lo dudo— dice que el Señor es como la flor del al-mendro, que es el primero en florecer en primavera. ¡El Señor nos espera! ¿Es Jeremías? Sí. Es el primero que florece en primavera, es siempre el primero.

Este encuentro es hermoso. Este encuentro nos llena de alegría, de en-tusiasmo. Pensemos en el encuentro de los primeros discípulos, Andrés y Juan. Cuando el Bautista dijo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Y ellos siguieron a Jesús, permanecieron con Él toda la tarde. Luego, al salir, al volver a casa, decían: «Hemos escuchado a un rabino»... ¡No! «¡Hemos encontrado al Mesías!». Estaban entusiasmados. Algunos reían... Pensemos en esa frase: «¿Puede salir algo bueno de Naza-ret». No lo creían. Pero ellos lo habían encontrado. Ese encuentro que transforma; de ese encuentro viene todo. Este es el camino de la santidad cristiana: cada día buscar a Jesús para encontrarlo y cada día dejarse bus-car por Jesús y dejarse encontrar por Jesús.

Nosotros estamos en este camino de la unidad, entre hermanos. Al-guno se asombrará: «El Papa visitó a los evangélicos». ¡Fue a encontrarse con los hermanos! ¡Sí! Porque —y esto que diré es verdad— son ellos los que vinieron primero a verme a mí a Buenos Aires. Y aquí hay un testigo: Jorge Himitian puede contar la historia de cuando vinieron, se acercaron...

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Y así comenzó esta amistad, esta cercanía entre los pastores de Buenos Aires, y hoy aquí. Os agradezco mucho. Os pido que recéis por mí, lo ne-cesito... para que al menos no sea tan malo. ¡Gracias!

PARÁBOLAS DEL TESORO ESCONDIDO Y LA PERLA PRECIOSA20140727. Ángelus

Las breves semejanzas propuestas por la liturgia de hoy son la conclu-sión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a lasparábolas del reino de Dios (13, 44-52). Entre ellas hay dos pequeñas obras maestras: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del reino de Dios puede llegar im-provisamente como sucedió al campesino, que arando encontró el tesoro inesperado; o bien después de una larga búsqueda, como ocurrió al co-merciante de perlas, que al final encontró la perla preciosísima que soñaba desde hacía tiempo. Pero en un caso y en el otro permanece el dato prima-rio de que el tesoro y la perla valen más que todos lo demás bienes, y, por lo tanto, el campesino y el comerciante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder adquirirlos. No tienen necesidad de hacer ra-zonamientos, o de pensar en ello, de reflexionar: inmediatamente se dan cuenta del valor incomparable de aquello que han encontrado, y están dis-puestos a perder todo con tal de tenerlo.

Así es para el reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente que es eso que buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!

Cuántas personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, quedaron tan conmovidos por Jesús que se convirtieron a Él. Pensemos en san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano «al agua de rosas». Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud, encontró a Jesús y descubrió el reino de Dios, y entonces to-dos sus sueños de gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te permite conocer al verdadero Jesús, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al cora-zón y te cambia la vida. Y entonces sí lo dejas todo. Puedes cambiar efec-tivamente de tipo de vida, o bien seguir haciendo lo que hacías antes pe-ro tú eres otro, has renacido: has encontrado lo que da sentido, lo que da sabor, lo que da luz a todo, incluso a las fatigas, al sufrimiento y también a la muerte.

Leer el Evangelio. Leer el Evangelio. Ya hemos hablado de esto, ¿lo recordáis? Cada día leer un pasaje del Evangelio; y también llevar un pe-queño Evangelio con nosotros, en el bolsillo, en la cartera, al alcance de la mano. Y allí, leyendo un pasaje encontraremos a Jesús. Todo adquiere sentido allí, en el Evangelio, donde encuentras este tesoro, que Jesús llama

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«el reino de Dios», es decir, Dios que reina en tu vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en cada hombre y en todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, y esto es por lo que Jesús entregó su vida hasta morir en una cruz, para liberarnos del poder de las tinieblas y llevarnos al reino de la vida, de la belleza, de la bondad, de la alegría. Leer el Evange-lio es encontrar a Jesús y tener esta alegría cristiana, que es un don del Es-píritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el teso-ro del reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede mantener oculta su fe, porque se transparenta en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más sencillos y cotidianos: se trasluce el amor que Dios nos ha do-nado a través de Jesús. Oremos, por intercesión de la Virgen María, para que venga a nosotros y a todo el mundo su reino de amor, justicia y paz.

MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES20140803. Ángelus

Este domingo el Evangelio nos presenta el milagro de la multiplica-ción de los panes y los peces (Mt 14, 13-21). Jesús lo realizó en el lago de Galilea, en un sitio aislado donde se había retirado con sus discípulos tras enterarse de la muerte de Juan el Bautista. Pero muchas personas lo si-guieron y lo encontraron; y Jesús, al verlas, sintió compasión y curó a los enfermos hasta la noche. Los discípulos, preocupados por la hora avanza-da, le sugirieron que despidiese a la multitud para que pudiesen ir a los po-blados a comprar algo para comer. Pero Jesús, tranquilamente, respondió: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16); y haciendo que le acercasen cin-co panes y dos peces, los bendijo, y comenzó a repartirlos y a darlos a los discípulos, que los distribuían a la gente. Todos comieron hasta saciarse e incluso sobró.

En este hecho podemos percibir tres mensajes. El primero es la compa-sión. Ante la multitud que lo seguía y —por decirlo así— «no lo dejaba en paz», Jesús no reacciona con irritación, no dice: «Esta gente me molesta». No, no. Sino que reacciona con un sentimiento de compasión, porque sabe que no lo buscan por curiosidad, sino por necesidad. Pero estemos atentos: compasión —lo que siente Jesús— no es sencillamente sentir piedad; ¡es algo más! Significa com-patir, es decir, identificarse con el sufrimiento de los demás, hasta el punto de cargarla sobre sí. Así es Jesús: sufre junto con nosotros, sufre con nosotros, sufre por nosotros. Y la señal de esta compa-sión son las numerosas curaciones que hizo. Jesús nos enseña a anteponer las necesidades de los pobres a las nuestras. Nuestras exigencias, incluso siendo legítimas, no serán nunca tan urgentes como las de los pobres, que no tienen lo necesario para vivir. Nosotros hablamos a menudo de los po-bres. Pero cuando hablamos de los pobres, ¿nos damos cuenta de que ese hombre, esa mujer, esos niños no tienen lo necesario para vivir? Que no tienen para comer, no tienen para vestirse, no tienen la posibilidad de tener medicinas... Incluso que los niños no tienen la posibilidad de ir a la escue-

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la. Por ello, nuestras exigencias, incluso siendo legítimas, no serán nunca tan urgentes como las de los pobres que no tienen lo necesario para vivir.

El segundo mensaje es el compartir. El primero es la compasión, lo que sentía Jesús, el segundo es el compartir. Es útil confrontar la reacción de los discípulos, ante la gente cansada y hambrienta, con la de Jesús. Son distintas. Los discípulos piensan que es mejor despedirla, para que puedan ir a buscar el alimento. Jesús, en cambio, dice: dadles vosotros de comer. Dos reacciones distintas, que reflejan dos lógicas opuestas: los discípulos razonan según el mundo, para el cual cada uno debe pensar en sí mismo; razonan como si dijesen: «Arreglaos vosotros mismos». Jesús razona se-gún la lógica de Dios, que es la de compartir. Cuántas veces nosotros mi-ramos hacia otra parte para no ver a los hermanos necesitados. Y este mi-rar hacia otra parte es un modo educado de decir, con guante blanco, «arreglaos solos». Y esto no es de Jesús: esto es egoísmo. Si hubiese des-pedido a la multitud, muchas personas hubiesen quedado sin comer. En cambio, esos pocos panes y peces, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para todos. ¡Y atención! No es magia, es un «signo»: un signo que invita a tener fe en Dios, Padre providente, quien no hace faltar «nuestro pan de cada día», si nosotros sabemos compartirlo como herma-nos.

Compasión, compartir. Y el tercer mensaje: el prodigio de los panes prenuncia la Eucaristía. Se lo ve en el gesto de Jesús que «lo bendijo» (v. 19) antes de partir los panes y distribuirlos a la gente. Es el mismo gesto que Jesús realizará en la última Cena, cuando instituirá el memorial perpe-tuo de su Sacrificio redentor. En la Eucaristía Jesús no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo, entregándose al Padre por amor a nosotros. Y nosotros tenemos que ir a la Eucaristía con estos senti-mientos de Jesús, es decir, la compasión y la voluntad de compartir. Quien va a la Eucaristía sin tener compasión hacia los necesitados y sin compar-tir, no está bien con Jesús.

Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos in-dica en este Evangelio. Un camino que nos conduce a afrontar con frater-nidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque parte de Dios Padre y vuelve a Él. Que la Virgen Ma-ría, Madre de la divina Providencia, nos acompañe en este camino.

ACÓLITOS: NO USÉIS MAL VUESTRA LIBERTAD20140805. Discurso. Encuentro con monaguillos alemanes

Vosotros os preguntáis qué podéis hacer para ser más protagonistas en la Iglesia y qué espera la comunidad cristiana de los acólitos. Primero de todo recordemos que el mundo necesita personas que testimonien a los demás que Dios nos ama, que es nuestro Padre. En la sociedad, todas la personas tienen la tarea de ponerse al servicio del bien común, ofreciendo las cosas necesarias para la existencia: el alimento, la vestimenta, la aten-ción médica, la educación, la información, la justicia... Nosotros, discípu-los del Señor, tenemos una misión más: la de ser «canales» que transmiten

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el amor de Jesús. Y en esta misión vosotros, muchachos y muchachas, te-néis un papel especial: estáis llamados a hablar de Jesús a vuestros coetá-neos, no sólo en el seno de la comunidad parroquial o de vuestra asocia-ción, sino sobre todo fuera. Este es un compromiso reservado especial-mente a vosotros, porque con vuestra valentía, vuestro entusiasmo, la es-pontaneidad y la facilidad en provocar el encuentro podéis llegar más fá-cilmente a la mente y al corazón de quienes están alejados del Señor. Nu-merosos muchachos y jóvenes de vuestra edad tienen una gran necesidad de que alguien con su vida les diga que Jesús nos conoce, que Jesús nos ama, que Jesús nos perdona, comparte con nosotros nuestras dificultades y nos sostiene con su gracia.

Pero para hablar a los demás de Jesús es necesario conocerlo y amarlo, tener experiencia de Él en la oración, en la escucha de su Palabra. En esto a vosotros os ayuda vuestro servicio litúrgico, que os permite estar cerca de Jesús Palabra y Pan de vida. Os doy un consejo: el Evangelio que escu-cháis en la liturgia, releedlo personalmente, en silencio, y aplicadlo a vuestra vida; y con el amor de Cristo, recibido en la santa Comunión, po-dréis ponerlo en práctica. El Señor llama a cada uno de vosotros a trabajar en su campo; os llama a ser alegres protagonistas en su Iglesia, dispuestos a comunicar a vuestros amigos lo que Él os ha comunicado, especialmente su misericordia.

Comprendo vuestras dificultades en compaginar el compromiso de un acólito con las diversas actividades, necesarias para vuestro crecimiento humano y cultural. Es necesario organizarse un poco, programar de modo equilibrado las cosas... pero vosotros sois alemanes, y esto lo sabéis hacer bien. Nuestra vida está compuesta por el tiempo, y el tiempo es don de Dios, por lo tanto, es necesario emplearlo en acciones buenas y fructuosas. Tal vez muchos muchachos y jóvenes pierden demasiadas horas en cosas de poca importancias: chatear en internet o con los móviles, las «telenove-las», los productos del progreso tecnológico, que deberían simplificar y mejorar la calidad de vida, algunas veces distraen la atención de lo que es realmente importante. Entre las muchas cosas que hay que hacer en la ruti-na cotidiana, una de las prioridades debería ser la de acordarse de nuestro Creador que nos permite vivir, nos ama y nos acompaña en nuestro ca-mino.

Precisamente porque Dios nos ha creado a su imagen, hemos recibido de Él también ese gran don que es la libertad. Pero si no se usa bien, la li-bertad nos puede llevar lejos de Dios, puede hacernos perder la dignidad con la que Él nos ha revestido. Por ello son necesarias las orientaciones, las indicaciones y también las normas, tanto en la sociedad como en la Iglesia, para ayudarnos a hacer la voluntad de Dios, viviendo así según nuestra dignidad de hombres y de hijos de Dios. Cuando la libertad no se plasma desde el Evangelio, puede transformarse en esclavitud: la esclavi-tud del pecado. Nuestros padres, Adán y Eva, alejándose de la voluntad divina cayeron en el pecado, es decir, en el mal uso de la libertad. Queri -dos muchachos y muchachas, no uséis mal vuestra libertad. No desperdi-ciéis la gran dignidad de hijos de Dio que se os ha dado. Si seguís a Jesús

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y su Evangelio, vuestra libertad brotará como una planta florida, y dará frutos buenos y abundantes. Encontraréis la alegría auténtica, porque Él nos quiere hombres y mujeres plenamente felices y realizados. Sólo cum-pliendo la voluntad de Dios podemos hacer el bien y ser luz del mundo y sal de la tierra.

Que la Virgen María, que se llamó a sí misma «esclava del Señor» (Lc 1, 38), sea vuestro modelo en el servicio a Dios; que ella, nuestra Ma-dre, os ayude a ser, en la Iglesia y en la sociedad, protagonistas del bien y agentes de paz, muchachos y jóvenes llenos de esperanza y de valentía.

JESÚS CAMINA SOBRE LAS AGUAS Y CALMA LA TEMPESTAD20140810. Ángelus

El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina so-bre las aguas del lago (cf. Mt 14, 22-33). Después de la multiplicación de los panes y los peces, Él invitó a los discípulos a subir a la barca e ir a la otra orilla, mientras Él despedía a la multitud, y luego se retiró completa-mente solo a rezar en el monte hasta avanzada la noche. Mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y precisamente en medio de la tempestad Jesús alcanzó la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando lo vieron, los discípulos se asustaron, pensando que fuese un fantasma, pero Él los tranquilizó: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27). Pedro, con su típico impulso, le pidió casi una prueba: «Señor, si eres Tú, mándame ir a ti sobre el agua»; y Jesús le dijo: «Ven» (vv. 28-29). Pedro bajó de la barca y empezó a caminar sobre las aguas; pero el viento fuerte lo arrolló y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «Se-ñor, sálvame» (v. 30), y Jesús extendió la mano y lo agarró.

Este relato es una hermosa imagen de la fe del apóstol Pedro. En la voz de Jesús que le dice: «Ven», él reconoció el eco del primer encuentro en la orilla de ese mismo lago, e inmediatamente, una vez más, dejó la barca y se dirigió hacia el Maestro. Y caminó sobre las aguas. La respuesta confia-da y disponible ante la llamada del Señor permite realizar siempre cosas extraordinarias. Pero Jesús mismo nos dijo que somos capaces de hacer milagros con nuestra fe, la fe en Él, la fe en su palabra, la fe en su voz. En cambio Pedro comienza a hundirse en el momento en que aparta la mirada de Jesús y se deja arrollar por las adversidades que lo rodean. Pero el Se-ñor está siempre allí, y cuando Pedro lo invoca, Jesús lo salva del peligro. En el personaje de Pedro, con sus impulsos y sus debilidades, se describe nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y con todo victoriosa, la fe del cristiano camina hacia el encuentro del Señor resucitado, en medio de las tempestades y peligros del mundo.

Es muy importante también la escena final. «En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios»!» (vv. 32-33). Sobre la barca estaban to-dos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la «poca fe». Pero cuando a esa barca vuelve a subir Jesús, el clima cambia inmediatamente: todos se sienten unidos en la fe en Él.

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Todos, pequeños y asustados, se convierten en grandes en el momento en que se postran de rodillas y reconocen en su maestro al Hijo de Dios. ¡Cuántas veces también a nosotros nos sucede lo mismo! Sin Jesús, lejos de Jesús, nos sentimos asustados e inadecuados hasta el punto de pensar que ya no podemos seguir. ¡Falta la fe! Pero Jesús siempre está con noso-tros, tal vez oculto, pero presente y dispuesto a sostenernos.

Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificulta-des. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos no-sotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nues-tros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sa-bemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vi-da. A ello nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A ella nos dirigi -mos confiados.

COREA: LOS POBRES, EN EL CENTRO DEL EVANGELIO20140814. Discurso. A los obispos de Corea

He dicho que los pobres están en el centro del Evangelio; están tam-bién al principio y al final. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, habla claro, al comienzo de su vida apostólica. Y cuando habla del último día y nos da a conocer ese “protocolo” con el que todos seremos juzgados –Mt 25–, tam-bién allí se encuentran los pobres. Hay un peligro, una tentación, que apa-rece en los momentos de prosperidad: es el peligro de que la comunidad cristiana se “socialice”, es decir, que pierda su dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio y se convierta en una organiza-ción espiritual, cristiana, con valores cristianos, pero sin fermento proféti-co. En tal caso, se pierde la función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir ver-güenza: les da vergüenza entrar. Es la tentación del bienestar espiritual, del bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los acomoda-dos. Y esto no es algo nuevo: empezó desde los primeros momentos. Pa-blo se vio obligado a reprender a los Corintios, en la primera Carta, capí -tulo 11, versículo 17; y el apóstol Santiago fue todavía más duro y más ex-plícito, en el capítulo 2, versículos 1 al 7: se vio obligado a reprender a esas comunidades acomodadas, esas Iglesias acomodadas y para acomo-dados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una tentación de la prosperidad. Yo no les reprendo, porque sé que ustedes trabajan bien. Pero como hermano que tiene que confirmar en la fe a sus hermanos, les digo: estén atentos, porque su Iglesia es una Iglesia en prosperidad, es una

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gran Iglesia misionera, es una Iglesia grande. Que el diablo no siembre es-ta cizaña, esta tentación de quitar a los pobres de la estructura profética de la Iglesia, y les convierta en una Iglesia acomodada para acomodados, una Iglesia del bienestar… no digo hasta llegar a la “teología de la prosperi-dad”, no, sino de la mediocridad.

Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico presenta al-gunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve en me-dio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y materialis-ta. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo de vida y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito e incluso del poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el Evangelio. ¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a ustedes y a sus hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas sus modalidades. Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que sofo-ca el Espíritu, sustituye la conversión por la complacencia y termina por disipar todo fervor misionero (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).

COREA: ASUNCIÓN DE MARÍA20140815. Homilía. Daejeon. World Cup Stadium

En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Seño-ra en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos mues-tra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar ple-namente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a rei-nar con él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.

La “gran señal” que nos presenta la primera lectura nos invita a con-templar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.

En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha des-truido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se encuen-tra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gra-cia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple libera-ción del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.

COREA: JÓVENES, EL SEÑOR CUENTA CON USTEDES

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20140815. Discurso. Encuentro con los jóvenes de Asia

Esta tarde quisiera reflexionar con ustedes sobre un aspecto del lema de la Sexta Jornada de la Juventud Asiática: «La gloria de los mártires brilla sobre ti». Así como el Señor hizo brillar su gloria en el heroico tes-timonio de los mártires, también quiere que resplandezca en sus vidas y que, a través de ustedes, ilumine la vida de este vasto Continente. Hoy, Cristo llama a la puerta de sus corazones, de mi corazón. Él les llama a us-tedes y a mí a despertar, a estar bien despejados y atentos, a ver las cosas que realmente importan en la vida. Y, más aún, les pide y me pide que va-yamos por los caminos y senderos de este mundo, llamando a las puertas de los corazones de los otros, invitándolos a acogerlo en sus vidas.

Este gran encuentro de los jóvenes asiáticos nos permite también ver algo de lo que la Iglesia misma está destinada a ser en el eterno designio de Dios. Junto con los jóvenes de otros lugares, ustedes quieren construir un mundo en el que todos vivan juntos en paz y amistad, superando barre-ras, reparando divisiones, rechazando la violencia y los prejuicios. Y esto es precisamente lo que Dios quiere de nosotros. La Iglesia pretende ser se-milla de unidad para toda la familia humana. En Cristo, todos los pueblos y naciones están llamados a una unidad que no destruye la diversidad, sino que la reconoce, la reconcilia y la enriquece.

Qué lejos queda el espíritu del mundo de esta magnífica visión y de es-te designio. Cuán a menudo parece que las semillas del bien y de la espe-ranza que intentamos sembrar quedan sofocadas por la maleza del egoís-mo, por la hostilidad y la injusticia, no sólo a nuestro alrededor, sino tam-bién en nuestros propios corazones. Nos preocupa la creciente desigualdad en nuestras sociedades entre ricos y pobres. Vemos signos de idolatría de la riqueza, del poder y del placer, obtenidos a un precio altísimo para la vi-da de los hombres. Cerca de nosotros, muchos de nuestros amigos y coetá-neos, aun en medio de una gran prosperidad material, sufren pobreza espi-ritual, soledad y callada desesperación. Parece como si Dios hubiera sido eliminado de este mundo. Es como si un desierto espiritual se estuviera propagando por todas partes. Afecta también a los jóvenes, robándoles la esperanza y, en tantos casos, incluso la vida misma.

No obstante, éste es el mundo al que ustedes están llamados a ir y dar testimonio del Evangelio de la esperanza, el Evangelio de Jesucristo, y la promesa de su Reino. Éste es tu tema, Marina. Voy a hablar sobre él. En las parábolas, Jesús nos enseña que el Reino entra humildemente en el mundo, y va creciendo silenciosa y constantemente allí donde es bien reci-bido por corazones abiertos a su mensaje de esperanza y salvación. El Evangelio nos enseña que el Espíritu de Jesús puede dar nueva vida al co-razón humano y puede transformar cualquier situación, incluso aquellas aparentemente sin esperanza. ¡Jesús puede transformar cualquier situa-ción! Éste es el mensaje que ustedes están llamados a compartir con sus coetáneos: en la escuela, en el mundo del trabajo, en su familia, en la uni-versidad y en sus comunidades. Puesto que Jesús resucitó de entre los muertos, sabemos que tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68), y que su

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palabra tiene el poder de tocar cada corazón, de vencer el mal con el bien, y de cambiar y redimir al mundo.

Queridos jóvenes, en este tiempo el Señor cuenta con ustedes. Sí, cuenta con ustedes. Él entró en su corazón el día de su bautismo; les dio su Espíritu el día de su confirmación; y les fortalece constantemente median-te su presencia en la Eucaristía, de modo que puedan ser sus testigos en el mundo. ¿Están dispuestos a decir «sí»? ¿Están listos?

Me ha llamado poderosamente la atención lo que ha dicho Marina: su conflicto en la vida. ¿Qué hacer? Si ir por el camino de la vida consagra-da, la vida religiosa, o estudiar para estar mejor preparada para ayudar a los otros.

Se trata de un conflicto aparente porque, cuando el Señor llama, llama siempre a hacer el bien a los demás, sea en la vida religiosa, en la vida consagrada, o sea en la vida laical, como padre y madre de familia. La fi-nalidad es la misma: adorar a Dios y hacer el bien a los otros. ¿Qué tiene que hacer Marina y cuantos de ustedes se hacen esta misma pregunta? También yo me la hice en su momento: ¿Qué camino he de elegir? ¡Tú no tienes que elegir ningún camino! Lo tiene que elegir el Señor. Jesús lo ha elegido. Tú tienes que escucharle a él y preguntarle: Señor, ¿qué tengo que hacer?

Ésta es la oración que un joven debería hacer: “Señor, ¿qué quieres de mí?”. Y con la oración y el consejo de algunos amigos de verdad –laicos, sacerdotes, religiosas, obispos, papas… también el Papa puede dar un buen consejo–, con su consejo, encontrar el camino que el Señor quiere para mí.

Estoy seguro que el Señor les va a escuchar.Hace un momento hemos visto algo hermoso, el sketch del hijo pródi-

go, ese hijo que se marchó, malgastó el dinero, todo, traicionó a su padre, a su familia, traicionó todo. Y en un momento dado, por necesidad, pero con mucha vergüenza, decidió regresar. Y tenía pensado cómo pedir per-dón a su papá. Había pensado: “Padre, he pecado, he hecho esto mal, pero quiero ser un empleado, no tu hijo”, y tantas otras cosas hermosas.

Nos dice el Evangelio que el padre lo vio a lo lejos. Y ¿por qué lo vio? Porque todos los días subía a la terraza para ver si volvía su hijo. Y lo abrazó: no le dejó hablar; no le dejó pronunciar aquel discurso, y ni siquie-ra le dejó pedir perdón… e hizo fiesta. Hizo fiesta. Y ésta es la fiesta que le gusta a Dios: cuando regresamos a casa, cuando volvemos a él. “Pero, Padre, yo soy un pecador, una pecadora…”. Mejor, ¡te espera! Es mejor y hará fiesta. Porque el mismo Jesús nos dice que en el cielo se hace más fiesta por un pecador que vuelve, que por cien justos que se quedan en ca-sa.

Ninguno de nosotros sabe lo que le espera en la vida. Y ustedes jóve-nes: “¿Qué me espera?”. Podemos hacer cosas horribles, espantosas, pero, por favor, no pierdan la esperanza; el Padre siempre nos espera. Volver, volver. Ésta es la palabra. Regresar. Volver a casa porque me espera el Pa-dre. Y si soy un gran pecador, hará una gran fiesta. Ustedes sacerdotes, por favor, acojan a los pecadores y sean misericordiosos.

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Oír esto es hermoso. A mí me hace feliz, porque Dios no se cansa de perdonar; nunca se cansa de esperarnos.

COREA: LA MISERICORDIA DA FORMA A LA CONSAGRACIÓN20140816. Discurso. Encuentro con los religiosos de Corea

Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran di-ficultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro ca-mino.

Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hun-de sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sa-crificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto esté orien-tado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están lla-mados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siem-pre es fácil, pero es un campo de entrenamiento providencial para el cora-zón. Es poco realista no esperar conflictos; surgirán malentendidos y ha-brá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida comu-nitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.

La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que ha-cen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Ésta es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la ora-ción a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprender-nos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.

Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es

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esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia, perseverancia y apertura de corazón al hermano prudente o a la hermana prudente, que el Señor pone en nuestro camino.

Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán recono-cer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece una contradicción, pero ser pobres signifi-ca encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofre-cer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los mo-mentos en que nos sentimos más indefensos, podemos encontrarnos con Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progre-sos que hagamos en la virtud. También debería manifestarse concretamen-te en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar descon-cierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consa-grada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el camino rec-to. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fie-les y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo peligrosa que es la tenta-ción de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que indu-ce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos, destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos en-señó

COREA: LA FE CRISTIANA ENTRÓ POR LOS LAICOS20140816. Homilía. Seúl. Beatificación de 124 mártires coreanos

«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con estas pa-labras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo re-sucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.

Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compa-ñeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires An-drés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he vene-rado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna

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otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Je-sús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a re -cordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.

En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las cos-tas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro ini-cial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un en-cuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vi-da sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misione-ro. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf. Hch 4,32).

Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presen-tes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. Tam-bién saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.

El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos noso-tros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.

Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el ca-mino.

Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa (cf.Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a gran-des sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.

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En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nues-tra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.

Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígi-das estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una so-licitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, jun-to a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobre-za; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos si -gue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Se-ñor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy in-cluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en to-do el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.

Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en ar -monía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.

Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.

COREA: JUVENTUD DE ASIA, ¡DESPIERTA!20140816. Homilía. Seúl. Clausura VI Jornada Juventud Asiática

«La gloria de los mártires brilla sobre ti». Estas palabras, que forman parte del lema de la VI Jornada de la Juventud Asiática, nos dan consuelo y fortaleza. Jóvenes de Asia, ustedes son los herederos de un gran testimo-nio, de una preciosa confesión de fe en Cristo. Él es la luz del mundo, la

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luz de nuestras vidas. Los mártires de Corea, y tantos otros incontables mártires de toda Asia, entregaron su cuerpo a sus perseguidores; a noso-tros, en cambio, nos han entregado un testimonio perenne de que la luz de la verdad de Cristo disipa las tinieblas y el amor de Cristo triunfa glorioso. Con la certeza de su victoria sobre la muerte y de nuestra participación en ella, podemos asumir el reto de ser sus discípulos hoy, en nuestras circuns-tancias y en nuestro tiempo.

Esas palabras son una consolación. La otra parte del lema de la Jorna-da –«Juventud de Asia, despierta»– nos habla de una tarea, de una respon-sabilidad. Meditemos brevemente cada una de estas palabras.

En primer lugar, “Asia”. Ustedes se han reunido aquí en Corea llega-dos de todas las partes de Asia. Cada uno tiene un lugar y un contexto sin-gular en el que está llamado a reflejar el amor de Dios. El continente asiá-tico, rico en tradiciones filosóficas y religiosas, constituye un gran hori-zonte para su testimonio de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Co-mo jóvenes que no sólo viven enAsia, sino que son hijos e hijas de este gran continente, tienen el derecho y el deber de participar plenamente en la vida de su sociedad. No tengan miedo de llevar la sabiduría de la fe a todos los ámbitos de la vida social.

Además, como jóvenes asiáticos, ustedes ven y aman desde dentro to-do lo bello, noble y verdadero que hay en sus culturas y tradiciones. Y, co-mo cristianos, saben que el Evangelio tiene la capacidad de purificar, ele-var y perfeccionar ese patrimonio. Mediante la presencia del Espíritu San-to que se les comunicó en el bautismo y con el que fueron sellados en la confirmación, en unión con sus Pastores, pueden percibir los muchos valo-res positivos de las diversas culturas asiáticas. Y son además capaces de discernir lo que es incompatible con la fe católica, lo que es contrario a la vida de la gracia en la que han sido injertados por el bautismo, y qué as-pectos de la cultura contemporánea son pecaminosos, corruptos y condu-cen a la muerte.

Volviendo al lema de la Jornada, pensemos ahora en la palabra “juven-tud”. Ustedes y sus amigos están llenos del optimismo, de la energía y de la buena voluntad que caracteriza esta etapa de su vida. Dejen que Cristo transforme su natural optimismo en esperanza cristiana, su energía en vir-tud moral, su buena voluntad en auténtico amor, que sabe sacrificarse. És-te es el camino que están llamados a emprender. Éste es el camino para vencer todo lo que amenaza la esperanza, la virtud y el amor en su vida y en su cultura. Así su juventud será un don para Jesús y para el mundo.

Como jóvenes cristianos, ya sean trabajadores o estudiantes, hayan ele-gido una carrera o hayan respondido a la llamada al matrimonio, a la vida religiosa o al sacerdocio, no sólo forman parte del futuro de la Iglesia: son también una parte necesaria y apreciada del presente de la Iglesia. Ustedes son el presente de la Iglesia. Permanezcan unidos unos a otros, cada vez más cerca de Dios, y junto a sus obispos y sacerdotes dediquen estos años a edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde –una Iglesia más santa, más misionera y humilde–,  una Iglesia que ama y adora a

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Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados.

En su vida cristiana tendrán muchas veces la tentación, como los discí-pulos en la lectura del Evangelio de hoy, de apartar al extranjero, al nece-sitado, al pobre y a quien tiene el corazón destrozado. Estas personas si -guen gritando como la mujer del Evangelio: «Señor, socórreme». La peti-ción de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, aco-gida y amistad con Cristo. Es el grito de tantas personas en nuestras ciuda-des anónimas, de muchos de nuestros contemporáneos y de todos los már-tires que aún hoy sufren persecución y muerte en el nombre de Jesús: «Se-ñor, socórreme». Este mismo grito surge a menudo en nuestros corazones: «Señor, socórreme». No respondamos como aquellos que rechazan a las personas que piden, como si atender a los necesitados estuviese reñido con estar cerca del Señor. No, tenemos que ser como Cristo, que responde siempre a quien le pide ayuda con amor, misericordia y compasión.

Finalmente, la tercera parte del lema de esta Jornada: «Despierta». Es-ta palabra habla de una responsabilidad que el Señor les confía. Es la obli-gación de estar vigilantes para no dejar que las seducciones, las tentacio-nes y los pecados propios o los de los otros emboten nuestra sensibilidad para la belleza de la santidad, para la alegría del Evangelio. El Salmo res-ponsorial de hoy nos invita repetidamente a “cantar de alegría”. Nadie que esté dormido puede cantar, bailar, alegrarse. No me gusta ver a los jóvenes dormidos… ¡No! “¡Despierten!”. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Adelante! Queridos jóvenes, «nos bendice el Señor nuestro Dios» (Sal 67); de él hemos «obte-nido misericordia» (Rm 11,30). Con la certeza del amor de Dios, vayan al mundo, de modo que «con ocasión de la misericordia obtenida por uste-des» (v. 31), sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus con-ciudadanos y todas las personas de este gran continente «alcancen miseri-cordia» (v. 31). Esta misericordia es la que nos salva.

Queridos jóvenes de Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, si-gan este camino que sin duda les llenará de alegría. Y antes de acercarnos a la mesa de la Eucaristía, dirijámonos a María nuestra Madre, que dio al mundo a Jesús. Sí, María, Madre nuestra, queremos recibir a Jesús; con tu ternura maternal, ayúdanos a llevarlo a los otros, a servirle con fidelidad y a glorificarlo en todo tiempo y lugar, en este país y en toda Asia. Amén.

Juventud de Asia, ¡despierta!

COREA: IDENTIDAD CRISTIANA Y DIÁLOGO20140817. Discurso. Encuentro con los obispos de Asia

En este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de cul-turas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos. ¡Éste es su desafío! Verdaderamente, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia, 29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida y nuestro punto de referencia fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente,

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ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad. Desde la nada, desde una autoconciencia nebulosa no se puede dialogar, no se puede empezar a dialogar. Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Se trata de atender, y en esa atención nos guía el Espíritu Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los otros, con li-bertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nues-tra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a las culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de estas aperturas.

No siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres. El pri-mero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el es-plendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación. Es una tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas, haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas perma-nentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb 13,8). No hablo aquí del re-lativismo únicamente como sistema de pensamiento, sino de ese relativis-mo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible, debilita nues-tro sentido de identidad.

Un segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a entretener-nos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicar-nos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp 1,10). En una cultu-ra que exalta lo efímero y ofrece tantas posibilidades de evasión y de esca-pe, esto puede representar un serio problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro di-recto y fructífero con nuestros fieles, y también con los que no lo son, es-pecialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida cateque-sis y de una buena dirección espiritual. Si no estamos enraizados en Cris-to, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una es-pecie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo. El acuerdo en el desacuerdo… para que las aguas no se muevan… Esa superficialidad nos hace mucho daño.

Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. Jesús luchó mucho con esa gente que se escondía detrás de las normas, los reglamen-tos, las respuestas fáciles… Los llamó hipócritas. La fe, por su naturaleza,

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no está centrada en sí misma, la fe tiende a “salir fuera”. Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión. En este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf.  1 P 3,15). Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).

Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profun-da, es decir, estar enraizados en el Señor. Y si se da esto, lo demás es se-cundario. A partir de esta identidad profundad, la fe viva en Cristo en la que estamos radicados, a partir de esta realidad profunda, comienza nues-tro diálogo y eso es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la ca-ridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo. La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sen-cillez de nuestras obras de servicio y caridad con los hermanos y herma-nas.

Quisiera añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz. Permítanme, por tanto, que les pregunte por los fru-tos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa? ¿Se manifiesta con esta fe-cundidad? És una pregunta que les hago, y sobre la que cada uno de uste-des puede reflexionar.

Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía. Para que haya diálogo tiene que darse esta empatía.  Se trata de escuchar no sólo las pa-labras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas, de sus aspiraciones, de sus dificulta-des y de lo que realmente le importa. Esta empatía debe ser fruto de nues-tro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y “escuchar”, en sus pa-labras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir. En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu “contemplativo”: espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro. No puedo dialogar si estoy cerrado al otro. ¿Apertura? Más: ¡Acogida! Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte.

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Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraterni-dad y de humanidad compartida. Si queremos llegar al fundamento teoló-gico de esto, vayamos al Padre: él nos ha creado a todos. Somos hijos del mismo Padre. Esta capacidad de empatía lleva a un auténtico encuentro, –tenemos que caminar hacia esta cultura del encuentro–, en que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y solidari-dad. “Pero, hermano Papa, nosotros hacemos eso, pero probablemente no convertiremos a ninguno o a unos pocos…”. Por lo pronto tú haz eso: con tu identidad, escucha al otro. ¿Cuál fue el primer mandamiento de Dios Padre a nuestro padre Abrahán? “Camina en mi presencia y sé irreprensi-ble”. Y así, con mi identidad y con mi empatía, apertura, camino con el otro. No busco que se pase a mi bando, no hago proselitismo. El Papa Be-nedicto nos dijo claramente: “La Iglesia no crece mediante el proselitismo sino por atracción”. Al mismo tiempo, caminemos en la presencia del Pa-dre, seamos irreprensibles: cumplamos este primer mandamiento. Y allí se realizará el encuentro, el diálogo. Con la identidad, con la apertura. Se tra-ta de un camino hacia un conocimiento, una amistad y una solidaridad más profunda. Como dijo justamente san Juan Pablo II, nuestro compro-miso por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia, 29). En este espíritu de apertura a los otros, tengo la total confianza de que los países de este continente con los que la Santa Sede no tiene aún una relación ple-na avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará. No me refiero solamente al diálogo político, sino al diálogo fraterno… “Pero es-tos cristianos no vienen como conquistadores, no vienen a quitarnos nues-tra identidad: nos traen la suya, pero quieren caminar con nosotros”. Y el Señor realizará la gracia: alguna vez moverá los corazones, alguno pedirá el bautismo, otras veces no. Pero siempre caminamos juntos. Éste es el nú-cleo del diálogo.

Queridos hermanos, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Vien-do este gran continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de Dios, las co-munidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex, un pequeño re-baño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo. Es precisamente el grano de mos-taza. Pequeño… El Buen Pastor, que conoce y ama a cada una de sus ove-jas, guíe y fortalezca sus desvelos por congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño extendido por el mundo. Ahora, todos juntos, confiemos a la Virgen sus Iglesias, el Continente Asiático, para que como Madre nos enseñe lo que sólo una mamá puede enseñar: quién eres, cómo te llamas y cómo se camina por la vida con los demás. Rece-mos juntos a la Virgen.

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COREA: RUEDA DE PRENSA EN EL VUELO DE REGRESO20140818. Discurso. Rueda de prensa en el regreso a Roma

Me llamo Sung Jin Park, periodista de la South Korean News Agency Yonhap. Santo Padre, en nombre de los periodistas coreanos y de nuestro pueblo, quiero darle las gracias por su visita. Ha hecho feliz a mucha gente en Corea. Y gracias también por sus palabras de aliento para la reunificación de nuestro país. Santo Padre, durante su vista a Corea, se ha dirigido en primer lugar a las familias de las víctimas del fe-rry Sewol para consolarlas. Le hago dos preguntas. La primera: ¿qué ha sentido cuando estaba con ellas? La segunda: ¿no le importa que su gesto haya podido ser malinterpretado políticamente?

(Papa Francisco)Cuando te encuentras ante el dolor humano, tienes que hacer lo que el

corazón te pide. Después dirán: “Ha hecho eso porque tiene esta intención política o esa otra…”. Pueden decir de todo. Pero, cuando piensas en esos hombres, en esas mujeres, padres y madres, que han perdido a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, cuando piensas en el dolor tan grande de una catástrofe, no sé, mi corazón…; soy un sacerdote, y siento que debo hacer-me presente. Lo siento así; esto es lo primero. Sé que el consuelo que pue-de dar mi palabra no lo remedia, no devuelve la vida a los que han muerto; pero la cercanía humana en esos momentos nos da fuerza; hay solidari-dad… Siendo arzobispo de Buenos Aires, recuerdo haber vivido dos ca-tástrofes de este tipo: una, el incendio de una discoteca, durante un con-cierto de música pop: perdieron la vida 193 personas. Y luego, en otra ocasión, un accidente de trenes; creo que hubo 120 muertos. En esos mo-mentos, sentí lo mismo: que tenía que hacerme presente. El dolor humano es duro, y si en esos momentos de tristeza nos mostramos cercanos, nos ayudamos mucho. Y me gustaría añadir algo sobre su última pregunta. Me puse esto [un pin a favor las víctimas del ferry Sewol]. Me lo puse por so-lidaridad con ellos, y después de haberlo llevado durante medio día, se me acercó uno y me dijo: “Es mejor que se lo quite… Usted debería ser neu-tral”. “Pero, por favor, con el dolor humano no se puede ser neutral”. Así le respondí. Es lo que siento. Gracias por su pregunta. Gracias. ¿A quién le toca ahora?

 Santidad, me llamo Alan Holdren, trabajo para la Catholic News

Agency, ACI Prensa en Lima, Perú, y también para EWTN. Como sabe, las fuerzas militares de los Estados Unidos han comenzado a bombardear hace poco a terroristas de Irak para evitar un genocidio, para proteger el futuro de las minorías, entre los que hay católicos, bajo su guía. ¿Aprue-ba usted este bombardeo americano?

(Papa Francisco)Gracias por esta pregunta tan clara. En estos casos, cuando hay una

agresión injusta, sólo puedo decir que es lícito detener al agresor injusto. Subrayo el verbo: detener. No digo bombardear, declarar la guerra, sino detenerlo. Habrá que estudiar los medios con los que se le puede de-

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tener. Detener al agresor injusto es lícito. Pero también hemos de tener memoria. Muchas veces, con esta excusa de detener al agresor injusto, las potencias se han apoderado de pueblos y han hecho una auténtica guerra de conquista. Una sola nación no puede determinar cómo detener a un agresor injusto. Después de la Segunda Guerra Mundial, surgió la idea de las Naciones Unidas: es allí donde se debe discutir, decir: “¿Se trata de un agresor injusto? Parece que sí. ¿Cómo detenerlo?”. Solamente así, nada más.

En segundo lugar, las minorías. Gracias por usar esa palabra. Porque me dicen: “Los cristianos, pobres cristianos…”. Y es verdad, sufren. “Los mártires”, sí, hay muchos mártires. Pero aquí hay hombres y mujeres, mi-norías religiosas, no todas cristianas, y todos son iguales ante Dios. Dete-ner al agresor injusto es un derecho de la humanidad, pero también es un derecho del agresor de ser detenido para que no haga daño.

(Padre Lombardi)Ahora tenemos a Yoshimori Fukushima, de Mainichi Shimbun: volve-

mos a Asia. Es japonés. Papa Francisco, en primer lugar, gracias por su primera visita a Asia.

En este viaje se ha encontrado con personas que han sufrido mucho. ¿Qué ha sentido cuando ha saludado a las siete “mujeres de confort” en la Mi-sa de esta mañana? Hablando del sufrimiento de las personas, igual que en Corea, también en Japón había cristianos clandestinos, y el próximo año será el 150º aniversario de su “reaparición”. ¿Sería posible que us-ted viniera a Nagasaki a rezar por ellos? Muchas gracias.

(Papa Francisco)Estaría muy bien, estaría muy bien. Me han invitado: tanto el gobierno,

como los Obispos; me han invitado. Los sufrimientos… Vuelve usted so-bre una de las primeras preguntas. El pueblo coreano es un pueblo que no ha perdido su dignidad. Fue un pueblo invadido, humillado, sufrió guerras, ahora se encuentra dividido, con mucho sufrimiento. Ayer, cuando iba al encuentro con los jóvenes, visité el Museo de los mártires. Es terrible el sufrimiento de esta gente, simplemente por no pisotear la cruz. Es un dolor y un sufrimiento histórico. Este pueblo tiene capacidad de sufrir, y tam-bién esto forma parte de su dignidad. Hoy, cuando estaban estas mujeres ancianas, delante, en la Misa… pensar que, en aquella invasión, siendo ni-ñas, fueron raptadas, llevadas a los cuarteles para abusar de ellas… y no han perdido su dignidad. Hoy daban la cara, ancianas, las últimas que que-dan… Es un pueblo que tiene una gran dignidad. Pero volviendo a estas situaciones de martirio, de sufrimiento, también de estas mujeres: éstos son los frutos de la guerra. Y actualmente nos encontramos en un mundo en guerra, en todas partes. Alguno me decía: “Sabe, Padre, estamos en la Tercera Guerra Mundial, pero ‘por partes’?”. ¿Me entiende? Es un mundo en guerra, donde se cometen estas barbaries. Quiero detenerme en dos pa-labras. La primera es crueldad. Hoy no se tiene en cuenta a los niños. An-tes se hablaba de guerra convencional, hoy ya no. No digo que las guerras convencionales fuesen buenas, no. Pero hoy llega una bomba y mata al

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inocente con el culpable, al niño con la mujer, con su madre… mata a to -dos. Tenemos que detenernos y pensar un poco en el nivel de crueldad a que hemos llegado. Nos debería espantar. No lo digo para meter miedo: se podría hacer un estudio empírico. El nivel de crueldad de la humanidad en este momento es estremecedor. Y la otra palabra sobre la que querría decir algo, y que está en relación con la anterior, es la tortura. Hoy la tortura es una de los medios, casi diría ordinarios, que usan los servicios de inteli-gencia, los procesos judiciales… Y la tortura es un pecado contra la huma-nidad, es un delito contra la humanidad; y a los católicos les digo: torturar una persona es pecado mortal, es pecado grave. Más todavía: es un pecado contra la humanidad. Crueldad y tortura. Me gustaría mucho que en sus medios de comunicación hiciesen reflexiones: ¿cómo ven estas cosas hoy? ¿cuál es el nivel de crueldad de la humanidad? ¿qué piensan de la tortura? Creo que nos haría bien a todos nosotros reflexionar sobre esto.

Ahora Anaïs Feuga, de la Radio Francesa. En Río, cuando la gente gritaba: “Francisco, Francisco”, usted res-

pondía: “Cristo, Cristo”. ¿Ahora cómo lleva esta enorme popularidad? ¿cómo lo vive?

(Papa Francisco)No sé qué decir… Lo vivo dando gracias al Señor de que su pueblo sea

feliz –esto lo hago de verdad– y deseando lo mejor al pueblo de Dios. Lo vivo como generosidad del pueblo, esto es verdad. En mi interior, pienso en mis pecados y en mis errores, para no creérmelo, porque sé que esto durará poco tiempo, dos o tres años, y luego… a la casa del Padre… Y además no es prudente preguntarse estas cosas, pero lo vivo como la pre-sencia de Dios en su pueblo que usa al obispo, que es el pastor del pueblo, para manifestar muchas cosas. Lo vivo con más naturalidad que antes: an-tes me asustaba un poco… Hago estas cosas… Me digo también interior-mente: no te equivoques, porque no puedes confundir a este pueblo; y to-das esas cosas… Un poco así…

Hay todavía una última pregunta, la hará Céline Hoyeau, que viene por La Croix, periódico católico francés.

Santo Padre, a la vista de la guerra en Gaza, ¿considera que la ora-ción por la paz, organizada el pasado 8 de junio en el Vaticano, ha sido un fracaso?

(Papa Francisco)Gracias, gracias por la pregunta. Aquella oración por la paz no ha sido

un fracaso en absoluto. En primer lugar, la iniciativa no surgió de mí: la iniciativa de rezar juntos partió de los dos Presidentes, del Presidente del Estado de Israel y del Presidente del Estado de Palestina. Me hicieron lle-gar este deseo. Además, queríamos hacerla allí [en Tierra Santa], pero no se veía el lugar adecuado, porque el precio político para uno o para el otro era muy alto si iba a la otra parte. La Nunciatura, sí, podría haber sido un lugar neutral, pero para llegar a la Nunciatura el Presidente del Estado de Palestina tendría que haber entrado en Israel y no era fácil. Y me dijeron: “Lo hacemos en el Vaticano, y vamos nosotros”. Estos dos hombres son hombres de paz, son hombres que creen en Dios, y han vivido tantas cosas

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terribles, tanta cosas terribles, que están convencidos de que el único ca-mino para resolver esta situación es la negociación, el diálogo y la paz. En cuanto a su pregunta: ¿ha sido un fracaso? No, creo que la puerta está abierta. Los cuatro, como representantes, y he querido que participase Bartolomé como jefe de la Ortodoxia, Patriarca ecuménico de la Ortodo-xia –no quiero usar términos que quizás no agradan a todos los ortodo-xos–, como Patriarca ecuménico, era conveniente que estuviese con noso-tros. Y se ha abierto la puerta de la oración. Y dijimos: “Hay que rezar”. Es un don, la paz es un don, un don que se alcanza con nuestro trabajo, pe-ro un don. Y decir a la humanidad que, junto al camino de la negociación –que es importante-, del diálogo –que es importante-, está también el de la oración. Después ha sucedido lo que ha sucedido. Pero esto es coyuntural. Ese encuentro, en cambio, no era coyuntural: es un paso fundamental de actitud humana: la oración. Ahora el humo de las bombas, de las guerras no deja ver la puerta, pero la puerta ha quedado abierta desde aquel mo-mento. Y como creo en Dios, creo que el Señor mira esa puerta, y mira a cuantos rezan y le piden que nos ayude. Sí, me gusta esta pregunta. Gra-cias, gracias por haberla hecho. Gracias.

COREA: EL PAPEL PRIMARIO DE LOS LAICOS20140820. Audiencia general

La Iglesia en Corea custodia también la memoria del papel primario que tuvieron los laicos tanto en los albores de la fe como en la obra de evangelización. En esa tierra, en efecto, la comunidad cristiana no fue fun-dada por misioneros, sino por un grupo de jóvenes coreanos de la segunda mitad del año 1700, quienes quedaron fascinados por algunos textos cris-tianos, los estudiaron a fondo y los eligieron como regla de vida. Uno de ellos fue enviado a Pekín para recibir el bautismo y luego ese laico bautizó a su vez a sus compañeros. De ese primer núcleo se desarrolló una gran comunidad, que desde el inicio y por casi un siglo sufrió violentas perse-cuciones, con miles de mártires. Así, pues, la Iglesia en Corea está funda-da en la fe, en el compromiso misionero y en el martirio de los fieles lai-cos.

Los primeros cristianos coreanos se plantearon como modelo la comu-nidad apostólica de Jerusalén, practicando el amor fraterno que supera to-da diferencia social. Por ello he alentado a los cristianos de hoy a ser ge-nerosos al compartir con los más pobres y los excluidos, según el Evange-lio de Mateo en el capítulo 25: «Cada vez que lo hicisteis con uno de es-tos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (v. 40).

Queridos hermanos, en la historia de la fe en Corea se ve cómo Cristo no anula las culturas, no suprime el camino de los pueblos que a través de los siglos y los milenios buscan la verdad y viven al amor a Dios y al pró-jimo. Cristo no elimina lo que es bueno, sino que lo lleva adelante, lo con-duce a su realización.

Lo que Cristo, en cambio, combate y derrota es al maligno, que siem-bra cizaña entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo; que genera ex-

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clusión a causa de la idolatría del dinero; que siembra el veneno del vacío en el corazón de los jóvenes. Eso sí, Jesucristo lo combatió y lo venció con su Sacrificio de amor. Y si permanecemos en Él, en su amor, también nosotros, como los mártires, podemos vivir y testimoniar su victoria.

LA FE DE PEDRO20140824. Ángelus

El Evangelio de este domingo (Mt 16, 13-20) es el célebre pasaje, cen-trado en el relato de Mateo, en el cual Simón, en nombre de los Doce, pro-fesa su fe en Jesús como «el Cristo, el Hijo del Dios vivo»; y Jesús llamó «bienaventurado» a Simón por su fe, reconociendo en ella un don especial del Padre, y le dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Igle -sia».

Detengámonos un momento precisamente en este punto, en el hecho de que Jesús asigna a Simón este nuevo nombre: «Pedro», que en la len-gua de Jesús suena «Kefa», una palabra que significa «roca». En la Biblia este término, «roca», se refiere a Dios. Jesús lo asigna a Simón no por sus cualidades o sus méritos humanos, sino por su fe genuina y firme, que le es dada de lo alto.

Jesús siente en su corazón una gran alegría, porque reconoce en Simón la mano del Padre, la acción del Espíritu Santo. Reconoce que Dios Padre dio a Simón una fe «fiable», sobre la cual Él, Jesús, podrá construir su Iglesia, es decir, su comunidad, con todos nosotros. Jesús tiene el propósi-to de dar vida a «su» Iglesia, un pueblo fundado ya no en la descendencia, sino en la fe, lo que quiere decir en la relación con Él mismo, una relación de amor y de confianza. Nuestra relación con Jesús construye la Iglesia. Y, por lo tanto, para iniciar su Iglesia Jesús necesita encontrar en los discí-pulos una fe sólida, una fe «fiable». Es esto lo que Él debe verificar en es-te punto del camino.

El Señor tiene en la mente la imagen de construir, la imagen de la co-munidad como un edificio. He aquí por qué, cuando escucha la profesión de fe franca de Simón, lo llama «roca», y manifiesta la intención de cons-truir su Iglesia sobre esta fe.

Hermanos y hermanas, esto que sucedió de modo único en san Pedro, sucede también en cada cristiano que madura una fe sincera en Jesús el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Evangelio de hoy interpela también a ca-da uno de nosotros. ¿Cómo va tu fe? Que cada uno responda en su cora-zón. ¿Cómo va tu fe? ¿Cómo encuentra el Señor nuestro corazón? ¿Un co-razón firme como la piedra o un corazón arenoso, es decir, dudoso, des-confiado, incrédulo? Nos hará bien hoy pensar en esto. Si el Señor en-cuentra en nuestro corazón una fe no digo perfecta, pero sincera, genuina, entonces Él ve también en nosotros las piedras vivas con la cuales cons-truir su comunidad. De esta comunidad, la piedra fundamental es Cristo, piedra angular y única. Por su parte, Pedro es piedra, en cuanto fundamen-to visible de la unidad de la Iglesia; pero cada bautizado está llamado a

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ofrecer a Jesús la propia fe, pobre pero sincera, para que Él pueda seguir construyendo su Iglesia, hoy, en todas las partes del mundo.

También hoy mucha gente piensa que Jesús es un gran profeta, un ma-estro de sabiduría, un modelo de justicia... Y también hoy Jesús pregunta a sus discípulos, es decir a todos nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». ¿Qué responderemos? Pensemos en ello. Pero sobre todo rece-mos a Dios Padre, por intercesión de la Virgen María; pidámosle que nos dé la gracia de responder, con corazón sincero: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Esta es una confesión de fe, este es precisamente «el cre-do». Repitámoslo juntos tres veces: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vi-vo».

NO OS AMOLDÉIS A ESTE MUNDO20140831. Ángelus

En el itinerario dominical con el Evangelio de Mateo, llegamos hoy al punto crucial en el que Jesús, tras verificar que Pedro y los otros once ha-bían creído en Él como Mesías e Hijo de Dios, comenzó «a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho..., ser eje-cutado y resucitar al tercer día» (16, 21). Es un momento crítico en el que emerge el contraste entre el modo de pensar de Jesús y el de los discípu-los. Pedro, incluso, siente el deber de reprender al Maestro, porque no puede atribuir al Mesías un final tan infame. Entonces Jesús, a su vez, re-prende duramente a Pedro, lo pone «a raya», porque no piensa «como Dios, sino como los hombres» (cf. v. 23) y sin darse cuenta hace las veces de Satanás, el tentador.

Sobre este punto insiste, en la liturgia de este domingo, también el apóstol Pablo, quien, al escribir a los cristianos de Roma, les dice: «No os amoldéis a este mundo —no entrar en los esquemas de este mundo—, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).

En efecto, nosotros cristianos vivimos en el mundo, plenamente incor-porados en la realidad social y cultural de nuestro tiempo, y es justo que sea así; pero esto comporta el riesgo de convertirnos en «mundanos», el riesgo de que «la sal pierda el sabor», como diría Jesús (cf. Mt 5, 13), es decir, que el cristiano se «agüe», pierda la carga de novedad que le viene del Señor y del Espíritu Santo. En cambio, tendría que ser al contrario: cuando en los cristianos permanece viva la fuerza del Evangelio, ella pue-de transformar «los criterios de juicio, los valores determinantes, los pun-tos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los mo-delos de vida» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 19). Es triste encontrar cristianos «aguados», que se parecen al vino diluido, y no se sa-be si son cristianos o mundanos, como el vino diluido no se sabe si es vino o agua. Es triste esto. Es triste encontrar cristianos que ya no son la sal de la tierra, y sabemos que cuando la sal pierde su sabor ya no sirve para na-da. Su sal perdió el sabor porque se entregaron al espíritu del mundo, es decir, se convirtieron en mundanos.

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Por ello es necesario renovarse continuamente recurriendo a la savia del Evangelio. ¿Cómo se puede hacer esto en la práctica? Ante todo leyen-do y meditando el Evangelio cada día, de modo que la Palabra de Jesús es-té siempre presente en nuestra vida. Recordadlo: os ayudará llevar siempre el Evangelio con vosotros: un pequeño Evangelio, en el bolsillo, en la car-tera, y leer un pasaje durante el día. Pero siempre con el Evangelio, porque así se lleva la Palabra de Jesús y se la puede leer. Además, participando en la misa dominical, donde encontramos al Señor en la comunidad, escucha-mos su Palabra y recibimos la Eucaristía que nos une a Él y entre noso-tros; y además son muy importantes para la renovación espiritual las jor-nadas de retiro y de ejercicios espirituales. Evangelio, Eucaristía y ora-ción. No lo olvidéis: Evangelio, Eucaristía, oración. Gracias a estos dones del Señor podemos configurarnos no al mundo, sino a Cristo, y seguirlo por su camino, la senda del «perder la propia vida» para encontrarla de nuevo (v. 25). «Perderla» en el sentido de donarla, entregarla por amor y en el amor —y esto comporta sacrificio, incluso la cruz— para recibirla nuevamente purificada, libre del egoísmo y de la hipoteca de la muerte, llena de eternidad.

La Virgen María nos precede siempre en este camino; dejémonos guiar y acompañar por ella.

EL ESPÍRITU SANTO DA LA IDENTIDAD AL CRISTIANO20140902. Homilía diaria. Santa Marta

Es el Espíritu quien da «la identidad» al cristiano. Por ello «tú puedes tener cinco licenciaturas en teología, pero no tener el Espíritu de Dios». Y «quizá tú serás un gran teólogo, pero no eres un cristiano», precisamente «porque no tienes el Espíritu de Dios».

Así, hizo hincapié, «muchas veces nos encontramos, entre nuestros fie-les, ancianitas sencillas que quizá no terminaron la escuela primaria, pero que te hablan de las cosas mejor que un teólogo, porque tienen el Espíritu de Cristo». Y propuso el ejemplo de san Pablo, que para sus eficaces pre-dicaciones no poseía particulares referencias académicas —no había teni-do cursos de «sabiduría humana en la Lateranense o en la Gregoriana», di-jo— sino que hablaba según el Espíritu de Dios.

«Dos veces», destacó el Papa, en el pasaje evangélico de Lucas pro-puesto por la liturgia (4, 31-37) se encuentra la palabra «autoridad». La gente «se quedaba asombrada de la enseñanza de Jesús porque su palabra estaba llena de autoridad», afirmó el Pontífice. Y después, al final del pa-saje, el evangelista de nuevo escribe que «quedaron todos asombrados y comentaban entre sí: ¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad». En definitiva, continuó, «la gente se asombraba porque Jesús cuando hablaba, cuando predicaba, tenía una autoridad que no tenían los otros predicadores, que no tenían los doctores de la ley, los que enseñaban al pueblo».

La pregunta que hay que hacerse es: «¿qué es esta autoridad de Jesús, esa doctrina nueva que asombra a la gente, esto que es diferente al modo

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de hablar, de enseñar de los doctores de la ley?». Y la respuesta es decisi-va. «Esta autoridad —explicó el Pontífice— es precisamente la identidad singular y especial de Jesús». En efecto, «Jesús no era un predicador co-mún; Jesús no era uno que enseñaba la ley como todos los demás: lo hacía de modo diverso, de un modo nuevo, porque Él tenía la fuerza del Espíritu Santo».

El Papa recordó que «ayer, en la liturgia, leímos el pasaje en el que Je-sús se presenta, visita la sinagoga y refiriéndose a sí mismo, dice aquellas palabras del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a hacer esto”». Confirmando que «la autori-dad que tiene Jesús —explicó— viene precisamente de esta unción espe-cial del Espíritu Santo: Jesús es el ungido, el primer ungido, el verdadero ungido». Y «esta unción da autoridad a Jesús».

«La identidad propia de Jesús es el ser ungido». Él es «el Hijo de Dios ungido y enviado, mandado para traer la salvación, la libertad». Así, pues, «esta es la identidad de Jesús y por eso la gente decía: “Este hombre tiene una autoridad especial, que no tienen los doctores de la ley”». Pero, «algu-nos se escandalizaban de esa modalidad de Jesús, de ese estilo de Jesús».

He aquí que la «libertad, la identidad de Jesús, es precisamente la un-ción del Espíritu Santo». Y nosotros podemos preguntarnos cuál es nues-tra identidad de cristianos». En la primera carta a los Corintios (2, 10-16) san Pablo lo explica así: «Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano». Y al respecto, el Pontífice destacó que «la predicación de Pa-blo» no surge de la «sabiduría humana», porque sus palabras le fueron «enseñadas por el Espíritu».

Pero, «el hombre abandonado a sus fuerzas no comprende las cosas del Espíritu de Dios; el hombre por sí solo no puede entender esto». Así, «si nosotros cristianos no entendemos bien las cosas del Espíritu, no damos y no ofrecemos un testimonio, no tenemos identidad». Y a fin de cuentas, «estas cosas del Espíritu» parecen sólo «locura», tanto que los que no tie-nen una identidad «no son capaces de entenderlas».

«El hombre movido por el Espíritu, en cambio, juzga cada cosa: es li-bre, sin poder ser juzgado por ninguno». En efecto, añadió citando las pa-labras del apóstol, «¿quién ha conocido la mente del Señor? Ahora noso-tros tenemos la mente de Cristo, es decir, el Espíritu de Cristo». Y, de he-cho, «esta es la identidad cristiana: no tener el espíritu del mundo, ese mo-do de pensar, ese modo de juzgar».

En definitiva, «lo que da autoridad, lo que da identidad es el Espíritu Santo, la unción del Espíritu Santo». Por eso, «el pueblo no amaba a los predicadores, a los doctores de la ley, porque hablaban, en verdad, de teo-logía, pero no llegaban al corazón, no daban libertad, no eran capaces de hacer que el pueblo encontrase la propia identidad, porque no estaban un-gidos por el Espíritu Santo». En cambio, precisó, «la autoridad de Jesús —y la autoridad del cristiano— viene precisamente de esta capacidad de en-tender las cosas del Espíritu, de hablar la lengua del Espíritu; viene de esta unción del Espíritu Santo».

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El Papa Francisco concluyó pidiendo al Señor que nos dé «la identidad cristiana, la que Tú tenías: danos tu Espíritu; danos tu modo de pensar, de sentir, de hablar: es decir, Señor, danos la unción del Espíritu Santo».

EL FUTURO ESTÁ EN LOS JÓVENES CON ALAS Y RAÍCES20140904. Discurso. Videoconferencia Plataforma Scholas

¿Sabes dónde está el futuro? Está en tu corazón, está en tu mente y está en tus manos. El futuro lo tienen los jóvenes. Pero cuidado, jóvenes con dos cualidades: jóvenes con alas y jóvenes con raíces. Jóvenes que tengan alas para volar, para soñar, para crear, y que tengan raíces para recibir de los mayores la sabiduría que nos dan los mayores. Por eso el futuro está en las manos de ustedes si tienen alas y raíces. Animate a tener alas a soñar cosas buenas, a soñar un mundo mejor, a protestar contra las guerras. Y, por otro lado, respetar la sabiduría que recibiste de tus mayores, de tus pa-dres, de tus abuelos, de los mayores de tu pueblo. El futuro está en las ma-nos de ustedes. Aprovechen para que sea mejor.

La juventud, hoy, necesita tres pilares claves: educación, deporte y cul-tura. Educación, deporte y cultura. Adelante, para que los Estados puedan preparar salidas laborales para estos chicos que son acompañados por edu-cación, el deporte y la cultura. Y el deporte es importante porque enseña a jugar en equipo. El deporte salva del egoísmo, ayuda a no ser egoísta. Por eso es importante trabajar en equipo y estudiar en equipo y andar el ca-mino de la vida en equipo.

PROPONER UNA CULTURA DEL ENCUENTRO20140904. Discurso. Encuentro mundial de Scholas occurrentes

La idea es el encuentro. Esta cultura del encuentro que es el desafío. Hoy ya nadie duda que el mundo está en guerra. Y nadie duda, por su-puesto, que el mundo está en desencuentro. Y hay que proponer una cultu-ra del encuentro de alguna manera. Una cultura de la integración, del en-cuentro, de los puentes, ¿no es cierto? Recuerdo ese refrán africano: “Para educar a un hijo hace falta una aldea”. Para educar a una persona, hace fal-ta todo esto.

No podemos dejar solos a los chicos, por favor. Ya se ha incorporado a nuestro lenguaje hablar de los chicos de la calle, “i bambini di strada”, co-mo si un chico pudiera estar solo, abandonado de todo lo que es entorno cultural, de todo lo que es entorno familiar. Sí, está la familia, está la es-cuela, está la cultura, pero el chico está solo. ¿Por qué? Porque el pacto educativo está roto y hay que recomponer el pacto educativo. Una vez, en cuarto grado, le falté al respeto a la maestra, y la maestra mandó llamar a mi mamá. Vino mi mamá, yo me quedé en la clase, la maestra salió. Y después me llamaron, y mi mamá muy tranquila –yo temía lo peor, ¿no?– me dijo: –¿Vos hiciste esto y esto y esto? ¿Le dijiste esto a la maestra? –Sí. –Pedile perdón. Y me hizo pedirle perdón delante de ella. Yo quedé fe-

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liz. Me salió fácil. El segundo acto fue cuando llegué a casa. Hoy día, al menos en tantas escuelas de mi patria, una maestra pone una observación en el cuaderno del chico y al día siguiente tiene al padre o a la madre de -nunciando a la maestra. Está roto el pacto educativo. No es todos juntos por el chico. Y así hablemos de la sociedad también. O sea, recomponer el pacto educativo, recomponer esta aldea para educar a un chico. No los po-demos dejar solos, no los podemos dejar en la calle, ni desprotegidos, y a merced de un mundo en el que prevalece el culto al dinero, a la violencia y al descarte. Me repito mucho en esto, pero evidentemente que se ha insta-lado la cultura del descarte. Lo que no sirve se tira. Se descartan los chicos porque no se los educa o no se los quiere. Esto nos obliga a salir y no dejar a los chicos solos, por lo menos eso. Y ése es nuestro trabajo. Ellos y los ancianos ciertamente son las personas más expuestas en esta cultura en la que predomina este descarte, pero también los jóvenes. Les tocó el turno a ellos también, para mantener un sistema de finanzas equilibrado donde en el centro ya no está la persona humana sino el dinero.

En este sentido, es muy importante fortalecer los vínculos: los vínculos sociales, los familiares, los personales. Todos, pero especialmente los ni-ños y los más jóvenes, tienen necesidad de un entorno adecuado, de un há-bitat verdaderamente humano, en el que se den las condiciones para su de-sarrollo personal armónico y para su integración en el hábitat más grande de la sociedad. Qué importante resulta entonces el empeño por crear una “red” extensa y fuerte de lazos verdaderamente humanos, que sostenga a los niños, que los abra confiada y serenamente a la realidad, que sea un auténtico lugar de encuentro, en el que lo verdadero, lo bueno y lo bello se den en su justa armonía. Si el chico no tiene esto, solamente le queda el camino de la delincuencia y de las adicciones. Los animo a que sigan tra-bajando para crear esta aldea humana, cada vez más humana, que ofrezca a los niños un presente de paz y un futuro de esperanza.

LA CORRECCIÓN FRATERNA20140907. Ángelus

El Evangelio de este domingo, tomado del capítulo 18 de Mateo, pre-senta el tema de la corrección fraterna en la comunidad de los creyentes: es decir, cómo debo corregir a otro cristiano cuando hace algo que no está bien. Jesús nos enseña que si mi hermano cristiano comete una falta en contra de mí, me ofende, yo debo tener caridad hacia él y, ante todo, ha-blarle personalmente, explicándole que lo que dijo o hizo no es bueno. ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús sugiere una intervención progresiva: primero, vuelve a hablarle con otras dos o tres personas, para que sea ma-yormente consciente del error que cometió; si, con todo, no acoge la exhortación, hay que decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle notar la fractura y la separación que él mis-mo ha provocado, menoscabando la comunión con los hermanos en la fe.

Las etapas de este itinerario indican el esfuerzo que el Señor pide a su comunidad para acompañar a quien se equivoca, con el fin de que no se

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pierda. Es necesario, ante todo, evitar el clamor de la crónica y las habla-durías de la comunidad —esto es lo primero, evitar esto—. «Repréndelo estando los dos a solas» (v. 15). La actitud es de delicadeza, prudencia, humildad y atención respecto a quien ha cometido una falta, evitando que las palabras puedan herir y matar al hermano. Porque, vosotros lo sabéis, también las palabras matan. Cuando hablo mal, cuando hago una crítica injusta, cuando «le saco el cuero» a un hermano con mi lengua, esto es matar la fama del otro. También las palabras matan. Pongamos atención en esto. Al mismo tiempo, esta discreción de hablarle estando solo tiene el fin de no mortificar inútilmente al pecador. Se habla entre dos, nadie se da cuenta de ello y todo se acaba. A la luz de esta exigencia es como se com-prende también la serie sucesiva de intervenciones, que prevé la participa-ción de algunos testigos y luego nada menos que de la comunidad. El ob-jetivo es ayudar a la persona a darse cuenta de lo que ha hecho, y que con su culpa ofendió no sólo a uno, sino a todos. Pero también de ayudarnos a nosotros a liberarnos de la ira o del resentimiento, que sólo hacen daño: esa amargura del corazón que lleva a la ira y al resentimiento y que nos conducen a insultar y agredir. Es muy feo ver salir de la boca de un cristia-no un insulto o una agresión. Es feo. ¿Entendido? ¡Nada de insultos! In-sultar no es cristiano. ¿Entendido? Insultar no es cristiano.

En realidad, ante Dios todos somos pecadores y necesitados de perdón. Todos. Jesús, en efecto, nos dijo que no juzguemos. La corrección fraterna es un aspecto del amor y de la comunión que deben reinar en la comuni-dad cristiana, es un servicio mutuo que podemos y debemos prestarnos los unos a los otros. Corregir al hermano es un servicio, y es posible y eficaz sólo si cada uno se reconoce pecador y necesitado del perdón del Señor. La conciencia misma que me hace reconocer el error del otro, antes aún me recuerda que yo mismo me equivoqué y me equivoco muchas veces.

Por ello, al inicio de cada misa, somos invitados a reconocer ante el Señor que somos pecadores, expresando con las palabras y con los gestos el sincero arrepentimiento del corazón. Y decimos: «Ten piedad de mí, Señor. Soy pecador. Confieso, Dios omnipotente, mis pecados». Y no de-cimos: «Señor, ten piedad de este que está a mi lado, o de esta, que son pecadores». ¡No! «¡Ten piedad de mí!». Todos somos pecadores y necesi-tados del perdón del Señor. Es el Espíritu Santo quien habla a nuestro es-píritu y nos hace reconocer nuestras culpas a la luz de la palabra de Jesús. Es Jesús mismo que nos invita a todos a su mesa, santos y pecadores, re-cogiéndonos de las encrucijadas de los caminos, de las diversas situacio-nes de la vida (cf. Mt 22, 9-10). Y entre las condiciones que unen a los participantes en la celebración eucarística, dos son fundamentales, dos condiciones para ir bien a misa: todos somos pecadores y a todos Dios da su misericordia. Son dos condiciones que abren de par en par la puerta pa-ra entrar bien en la misa. Debemos recordar siempre esto antes de ir al hermano para la corrección fraterna.

TRES LECCIONES DE LA VIRGEN MARÍA

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20140908. Mensaje. A los cubanos. Virgen de la Caridad del Cobre

Cada vez que leo la Escritura Santa, en los pasajes en que se habla de Nuestra Señora, me llaman la atención tres verbos. Quisiera detenerme en ellos, con el propósito de invitar a los pastores y fieles de Cuba a ponerlos en práctica.

El primero es alegrarse. Fue la primera palabra que el arcángel Ga-briel dirigió a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). La vida del que ha descubierto a Jesús se llena de un gozo inte-rior tan grande, que nada ni nadie puede robárselo. Cristo da a los suyos la fuerza necesaria para no estar tristes ni agobiarse, pensando que los pro-blemas no tienen solución. Apoyado en esta verdad, el cristiano no duda que aquello que se hace con amor, engendra una serena alegría, hermana de esa esperanza que rompe la barrera del miedo y abre las puertas a un futuro prometedor. «Yo soy la Virgen de la Caridad», fue lo que leyeron lo tres Juanes en la tablilla que flotaba en la Bahía de Nipe. Qué lindo se-ría si todo cubano, especialmente la gente joven, pudiera decir lo mismo: «Yo soy un hombre de la caridad»: vivo para amar de veras, y así no que-dar atrapado en la espiral nociva del ojo por ojo, diente por diente. Qué alegría siente el que ama auténticamente, con hechos diarios, y no es de los que abunda en palabras vacías, que se lleva el viento.

El segundo verbo es levantarse. Con Jesús en su seno, dice san Lucas que María se levantó y con prontitud fue a servir a su prima Isabel, que en su ancianidad iba a ser madre (cf. Lc 1,39-45). Ella cumplió la voluntad de Dios poniéndose a disposición de quien lo necesitaba. No pensó en sí mis-ma, se sobrepuso a las contrariedades y se dio a los demás. La victoria es de aquellos que se levantan una y otra vez, sin desanimarse. Si imitamos a María, no podemos quedarnos de brazos caídos, lamentándonos solamen-te, o tal vez escurriendo el bulto para que otros hagan lo que es responsa-bilidad propia. No se trata de grandes cosas, sino de hacerlo todo con ter-nura y misericordia. María siempre estuvo con su pueblo en favor de los pequeños. Ella conoció la soledad, la pobreza y el exilio, y aprendió a crear fraternidad y hacer de cualquier lugar en donde germine el bien la propia casa. A Ella le suplicamos que nos dé un alma de pobre que no ten-ga soberbia, un corazón puro que vea a Dios en el rostro de los desfavore-cidos, una paciencia fuerte que no se arredre ante las dificultades de la vi-da.

El tercer verbo es perseverar. María, que había experimentado la bon-dad de Dios, proclamó las grandezas que él había hecho con Ella (cf. Lc 1,46-55). Ella no confió en sus propias fuerzas, sino en Dios, cuyo amor no tiene fin. Por eso permaneció junto a su Hijo, al que todos habían abandonado; rezó sin desfallecer junto a los apóstoles y demás discípulos, para que no perdieran el ánimo (cf.Hch 1,14). También nosotros estamos llamados a permanecer en el amor de Dios y a permanecer amando a los demás. En este mundo, en el que se desechan los valores imperecederos y todo es mudable, en donde triunfa el usar y tirar, en el que parece que se tiene miedo a los compromisos de por vida, la Virgen nos alienta a ser

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hombres y mujeres constantes en el buen obrar, que mantienen su palabra, que son siempre fieles. Y esto porque confiamos en Dios y ponemos en Él el centro de nuestra vida y la de aquellos a quienes queremos.

Tener alegría y compartirla con los que nos rodean. Levantar el cora-zón y no sucumbir ante las adversidades, permanecer en el camino del bien, ayudando infatigablemente a los que están oprimidos por penas y aflicciones: he aquí las lecciones importantes que nos enseña la Virgen de la Caridad del Cobre, útiles para el hoy y el mañana.

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Índice

Santa María, Madre de Dios........................................................................1San Pedro Fabro: inquieto y centrado en Dios............................................2Prólogo de San Juan: El Verbo se hizo carne..............................................4Epifanía: Siguiendo una luz, buscan la Luz................................................5Epifanía: Un doble movimiento..................................................................7La fuerza del sacerdote: la relación con Jesús.............................................8Bautismo del Señor....................................................................................10Cuaresma: Se hizo pobre para enriquecernos............................................11Vocaciones, testimonio de la verdad.........................................................14La raíz de las derrotas de la Iglesia............................................................16Jesús, el Cordero de Dios..........................................................................18Discípulos del Cordero de Dios.................................................................19JMJ: Bienaventurados los pobres de espíritu............................................20Breve perfil del juez eclesiástico...............................................................24Mujeres: nuevas presencias y papel en la familia......................................25Jesús comienza su vida pública en Galilea................................................26Todo nuestro ser debe hablar de Dios.......................................................27La doctrina es para vivirla.........................................................................29Evangelizad con amor: comunión, Espíritu, cuidarse...............................30Vida consagrada: un encuentro con Cristo................................................31Las personas consagradas..........................................................................33La sal de la tierra y la luz del mundo.........................................................34La Misa es entrar en el misterio de Dios...................................................35Educar: Diálogo y formar formadores.......................................................36Mensaje a los novios..................................................................................37Sed santos, sed perfectos, amad.................................................................41No dueños, sino servidores........................................................................44Celebrar el culto es entregarse a sí mismo................................................44La gracia de ser coherentes........................................................................45Obispos testigos, kerygmáticos, orantes, pastores.....................................45Transmisión de la fe, emergencia educativa..............................................51La divina Providencia y la miseria de tantos.............................................53El joven rico y las vocaciones en la Iglesia...............................................54Confianza en Dios y misión permanente...................................................55La cuaresma: vivir en profundidad el bautismo........................................57La cuaresma viene a despertarnos.............................................................58El estilo cristiano.......................................................................................60El sacerdote es hombre de misericordia....................................................60Las tentaciones de Jesús............................................................................66La transfiguración en la cuaresma.............................................................67Misericordiosos: conocerse y ampliar el corazón......................................68San José, modelo del educador..................................................................70

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Llamamiento a los mafiosos......................................................................71No al clericalismo. Verdad, bondad, belleza.............................................71Encuentro de Jesús con la samaritana........................................................73Hacer bien con el sufrimiento y bien al que sufre.....................................74Comunión eclesial y santidad sacerdotal...................................................75El confesor ha de ser hombre del Espíritu Santo.......................................75El ciego de nacimiento..............................................................................77La evangelización de los jóvenes..............................................................78Los que siguen al Señor sufren persecuciones..........................................80Lázaro, ¡sal afuera!....................................................................................81La resurrección de Lázaro.........................................................................82El corazón de la salvación de Dios es su Hijo...........................................83La dictadura del pensamiento único..........................................................84La relación entre estudio y vida espiritual.................................................84El diablo existe y debemos aprender cómo luchar....................................85Domingo de Ramos: ¿Quién soy yo ante Jesús?.......................................87Seminaristas: No hay sitio para la mediocridad........................................88Semana santa: Dios vence en el fracaso....................................................90Misa crismal: Ungidos con óleo de alegría...............................................91Viernes Santo.............................................................................................94Vigilia pascual: Volver a Galilea...............................................................95¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?.......................................97El miedo a la alegría: una enfermedad del cristiano..................................98San José de Anchieta.................................................................................99Santos Juan XXIII y Juan Pablo II..........................................................101Los discípulos de Emaús: Escritura y Eucaristía.....................................102Vanidad, poder, dinero: ¿Por qué busco a Jesús?....................................103El testimonio siempre es fecundo............................................................105Docilidad, diálogo, gracia: no burocracia................................................106La primera regla de la santidad: disminuir, humildad.............................108El empresario cristiano en el momento actual.........................................110Vuestra vocación es fascinante................................................................111La misión de la escuela............................................................................114Sacerdotes: Tened misericordia...............................................................116Ayudar a los pastores importunándolos...................................................118Diálogo con los eclesiásticos estudiantes en Roma.................................119Para conocer a Jesús: orar, celebrar, imitar.............................................129El amor transforma el sufrimiento...........................................................130Cómo se resuelven los conflictos en la Iglesia........................................131Doble trascendencia: oración y cercanía al pueblo.................................132Tierra Santa: El Espíritu prepara, unge y envía.......................................135Tierra Santa: Encontraréis un niño..........................................................137Tierra Santa: Aquí nació la Iglesia, en salida..........................................138Tierra Santa: Todos resucitamos en este sepulcro...................................140Tierra Santa: Adán, ¿dónde estás?..........................................................141Tierra Santa: ¿Quién soy yo ante mi Señor?..........................................142Pastores de la Iglesia................................................................................143

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La paz del mundo y la paz de Jesús: el Espíritu Santo............................150La obra de Jesús: paz, amor, alegría........................................................151Vuestra tristeza se convertirá en alegría..................................................153Derecho penal: Satisfacción, confesión, contrición.................................155Nacer de nuevo a la vida en el Espíritu...................................................157Ascensión del Señor................................................................................160Amor esponsal fiel, perseverante y fecundo............................................161Jesús está orando por mí..........................................................................163Pentecostés: Se llenaron todos de Espíritu Santo...................................164Pentecostés: Sorpresa y turbación..........................................................166Invocación por la paz...............................................................................167Valores y lecciones del deporte...............................................................168Jóvenes: Educación, deporte y trabajo....................................................169La unidad en la Iglesia requiere docilidad al Espíritu.............................171Bienaventuranzas: el carné de identidad cristiana...................................173Santísima Trinidad...................................................................................175La historia de Nabot se repite hoy...........................................................176El desafío mayor de la Iglesia: ser Madre fecunda..................................177Una puerta de salida para los corruptos...................................................182Corpus: Tu Dios te alimentó con el maná...............................................182Corpus: Adorar y caminar.......................................................................184La droga no se vence con la droga..........................................................185Sacerdotes: Alegría y fraternidad............................................................186Corpus: La Eucaristía hace de nuestra vida un don.................................187Juan Bautista: Preparar, discernir, disminuir...........................................188Sagrado Corazón de Jesús: Amor fiel y humilde....................................189Orientaciones para el discernimiento vocacional....................................190Pedro y Pablo: Temor, confianza, seguimiento.......................................191Pedro y Pablo: Transformados por la gracia...........................................193Un pueblo que sirve a Dios y vive en la libertad.....................................194Venid a Mí...............................................................................................194No hay lugar en el ministerio para quien abusa.......................................195Parábola del sembrador...........................................................................196Parábola del trigo y la cizaña...................................................................197Sacerdotes: Creatividad y espiritualidad diocesana.................................199El Espíritu crea una diversidad reconciliada...........................................206Parábolas del tesoro escondido y la perla preciosa..................................209Multiplicación de los panes.....................................................................210Acólitos: No uséis mal vuestra libertad...................................................212Jesús camina sobre las aguas y calma la tempestad................................213Corea: Los pobres, en el centro del Evangelio.......................................214Corea: Asunción de María.......................................................................215Corea: Jóvenes, el Señor cuenta con ustedes...........................................216Corea: La misericordia da forma a la consagración................................218Corea: La fe cristiana entró por los laicos..............................................220Corea: Juventud de Asia, ¡despierta!......................................................222Corea: Identidad cristiana y diálogo.......................................................224

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Corea: Rueda de prensa en el vuelo de regreso......................................227Corea: El papel primario de los laicos....................................................230La fe de Pedro..........................................................................................231No os amoldéis a este mundo..................................................................232El Espíritu Santo da la identidad al cristiano...........................................233El futuro está en los jóvenes con alas y raíces.........................................235Proponer una cultura del encuentro.........................................................236La corrección fraterna..............................................................................237Tres lecciones de la Virgen María...........................................................238

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