samayoa chinchilla - madre milpa
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MADR
CARLOSSAMAYOACHINCHILLA
E
MI
1934
JULIOGUATEMALA
LPA
Colección luís Uiján Muflcw
F1851-lm6c-7-34
IMPRESO EN LA TIPOGRAFU NAaONAL.—GUATEMALA^ CENTRO • AMÉKICA
Guatemala, 26 de enero de 1934*
Señor Ministro de Educación Pública,
Doctor don Ramón Calderón.
Presente.
Señor Ministro:
Como miembros de la Comisión nombradapara dictaminar acerca de la obra de cuentos
regionales intitulada ^'Madre-'Milpa^^ de donCarlos Samayoa Chinchilla, tenemos el honor
de poner en su conocimiento que, en nuestro
concepto, dicha obra, tanto por su forma co-
rrecta y su fondo digno de todo elogio, comopor desenvolver asuntos netamente nacionales,
merece el apoyo del Gobierno.
Del señor Ministro con todo respeto atentos
y seguros servidores.
Santiago Arguello.
Flavio Herrera. R. Arévalo Martínez.
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Guatemala, 6 de marzo de 1934*
Señor Ministro:
Tengo el honor de devolver a esa Superio-
ridad, el expediente formado por el señor donCarlos Samayoa Chinchilla, relativo a la pu-
blicación de su obra de cuentos regionales titu-
lada ^'Madre-Milpa^% informando al señor
Ministro que el Consejo Superior Universita-
rio en la sesión celebrada el 1 7 de febrero acor-
dó adherirse al dictamen subscrito por los
señores Dr* don Santiago Arguello, Lie* don
Flavio Herrera y señor don Rafael Arévalo
Martínez, toda vez que la publicación de di-
cha obra vendrá a enriquecer nuestra incipiente
bibliografía nacional. En todo caso, esa Su-
perioridad se servirá resolver lo que estime máspertinente*
Con muestras de distinguida consideración,
me subscribo del señor Ministro muy atento
servidor*
F. Castellanos B.
Señor Ministro de Educación Pública*
Presente*
MADRE MILPA
MADRE MILPA
Muy temprano, Juan Yax tercero arrojó su viejo
poncho fuera del tapexco donde dormía y con los ojos
legañosos, buscó a tientas la caja de fósforos y una
rajita de ocote para encender el fuego y preparar su
café»
La luz del nuevo día apenas cuajaba en celajes ro-
sados al Oriente y la música de los pájaros anunciaba
la actividad de la próxima jornada. Sin embargo,
Juan Yax, desde la muerte de su anciana madre,
se sentía muy triste y sin energías, hasta para los tra-
bajos más simples. Mientras tomaba su café, sorbo
a sorbo, sentado sobre una piedra, al lado de la puerta
del rancho, recordó que las primeras lluvias habían
caído ya, y que era tiempo de ir a la iglesia, a ofrecer
el maíz de semilla a la señora Virgen.
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Las cosas se fnerón tiñendo con los colores familia-
res En el interior del rancho, el viejo cofre de Toto-
nicapán» pintando de rojo» con adornos de tachuelas
doradas; la imagen del Señor de Esquipulas en el mu-griento marco, con su chile del último domingo de
ramos, seco y bendito; una sábana de colores chillo-
nes, y afuera, entre los cercos, a la vera de los cami-
nos, sobre la tierra que pelechaba rejuvenecida, la ola
del verde en todos los tonos. Verde claro en las lomas
verde obscuro o azul, en los cerros lejanos, donde se
dice que todavía sabe haber, de cuando en cuando,
danta o coche de monte.
A pesar de su tristeza, Juan Yax, a la idea de la
siembra, recobró ánimos y después de haber dado a su
perro unos cuantos pedazos de pishtón, descolgó del
ahumado techo una mazorcas y se puso a desgranar-
las sobre un pequeño canasto. Con un movimiento
familiar, rajaba las tusas con la uña del dedo grande,
desnudando las mazorcas que aparecían de pronto lim-
pias y brillantes. Después, comprimiéndolas fuerte-
mente entre las dos manos, hacía caer el grano en el
canasto. El hombre debe desgranar su propio maíz
de siembra. Aquella era la primera ceremonia del cos-
tumbre* El grano consagrado por los abuelos, se po-
nía en contacto con la carne color de tabaco que lo
había hecho triunfar de sus enemigos durante siglos,
llevándolo por todos los climas e incrustándolo, por
gratitud, en la carne sagrada de sus leyendas.
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Sobre el camino, frente al rancho, pasaba un río de
voces conocidas. Amanecía. El Pablo, la Dominga . . .
¡Oy! Juan Yax. . . la Martina* Todos iban a la
iglesia a ofrecer su maicito a la Virgen* Juan Yaxapretó su faja y salió, teniendo cuidado de cerrar bien
su puerta con una pita, para que el chucho no se
saliera*
El pueblecito, aún envuelto en brumas, despertaba.
Los patojos iban al río en busca de agua, con las tina-
jas bajo el brazo. Los fuegos brillaban entre las cañas
negras de los ranchos donde se torteaba. En las calles,
las gallinas conducían alertas sus manaditas de pollos,
y en algunos patios, tras las vallas de piedra, se orde-
ñaban vacas pequeñas de gran cornamenta. Un caba-
llo pashtudo arrastraba un mecate, levantando la
cabeza entre mordida y mordida de grama.
Cuando Juan Yax llegó a la iglesia, era de día.
Bajo la sombra de la única nave, casi a obscuras, las
familias se agrupaban de rodillas, alrededor de sus
montones de maíz; separando el negro, el blanco y el
amarillo, para formar bonitos mosaicos de dibujo pri-
mitivo, con una vela encendida al centro de ellos, entre
pétalos de rosa de monte y pelo de pino. Los cofrades
frente al altar, donde sonreía una Virgencita deforme,
arreglaban los candeleros, y las capitanas, con sus ca-
misas de misa y sus vistosos tocoyales, iban colocando
a los fieles en su lugar, ceremoniosamente. Juan Yax,
depositó, como todos, su canasto sobre el suelo y, des-
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pues de haberse inclinado tres veces seguidas de rodi-
llas, ofreció su maíz a la patrona, señora de todas las
cosas.
A sus espaldas, la Micaila, madre de la Martina»
imploraba:
''Santa Madre de mi pueblo, ayúdame en esta mi
siembra y dame la promesa de que no será la última.
Que el ladino no la codicie y que el tacuazín y el ma-
pache no la vean, ni la huelan mientras florezca yelotee. Que el cuatroojos no riegue sobre mis tierras
semilla de xiloj y que los granos de las mazorcas sean
apretados y finos como dientes de mujer nueva; y yo
después de la cosecha, daré una gallina ponedora para
el señor cura y una candela serenada para tí, comomadre que eres de mi pueblo y de mi gente. Lleva
cuenta que siempre he creído en tí, como salvadora ybuena para la india que cumple y teme al mal, respe-
tando el rastro de la culebra en día domingo. Que tus
amigos los santos me ayuden en esta mi siembra y ale-
jen con el viento al chapulín que come sin haber tra-
bajado nunca. ¡Patronal Habíale a tu hijo, el de la
tierra y el cielo, que murió crucificado, para que él nos
ayude también en esta siembra*'.
Después, adelantándose hasta el pie del altar, hizo
caer algunas gotas de cera sobre el enladrillado y
colocando su candela en el suelo, continuó hablándole
en alto a la madre de Dios. Le contó sus penas. La
mayor de sus hijas tenía un buen esposo, pero la es-
taba enamorando el marido de otra mujer. Esto era
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muy malo* La señora comprendía lo pernicioso que
resultaba» en un pueblo pequeño, donde todo se sabe»
¿Debería prevenir a su yerno o callar?
Y mientras así oraba, ingenuamente tomaba flo-
res del ramo que llevaba en las manos y las arrojaba
cadenciosamente a los pies de la Virgencita, siempre
inmóvil y sonriente.
Pancacotal catat güilcat taxaj Tiox al agüe cha aj
gké genké etguatik chaan nemblaj ktojal genké chua-
chuacal gemó guataxaj caguá qué chayé que kig turé
gemó kajné gemoké genjké ccKh a] kemel konayé té
kaj gké güe ca col chagua] runa ten coquito ta né.
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea
tu nombre. Venga a nos en tu reino. Hágase tu volun-
tad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro
de cada día, dánosle hoy, Señor; y perdónanos nues-
tras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores; y no nos dejes caer en la tentación, mas lí-
branos de todo mal. Amén.
¿Quinagúa? (me querés) Virgcncita. Amén.
Un indio ya entrado en años rezaba fervorosamen-
te frente a la imagen, invocando al oculto y misterioso
dios de las antiguas teogonias, a aquel, que siempre
fué y siempre será más fuerte que el mismo Tohil;
que el bosque y el de los cazadores con cerbatana;
o el que ayuda a los hombres que amanecen en los ríos
con el agua hasta la cintura; a aquel que tiene, y siem-
pre tendrá su morada en el sol.
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Habló con orgullo de sus hijos, buenos azadones,
buenos machetes; de sus cosechas de chile y frijol, del
ternerito que parecía empachado, del tacuazín, alma
de brujo, que robaba sus mejores gallinas. La mujer,
durante la última luna, por descuido había roto la
mano de la piedra de moler. ¡Se ha vuelto muy des-
cuidada esa mujer! Rompe también con mucha faci-
lidad los comales y batidores, y se olvida de dar el
agua chiva a los marranos Tú puedes remediarlo
todo, Patroncita, Virgen de mi pueblo. Amen.
^ Terminaba la ceremonia. El sacerdote echó la ben-
dición y todos los fieles fueron saliendo al atrio de la
iglesia, adornado con ramos de Ek (cola de gallo) , yplatanares tiernos. Primero las mujeres nuevas, erec-
tas como cogollos de pacaya, entre sus camisas blan-
cas; después las madres, llevando a sus niños a tuto
y con la cabeza cubierta por un tzute rojo para evitar
el ojeo de los mal intencionados o envidiosos que nun-
ca faltan; y, por último, los hombres, lentos, graves
y silenciosos como el destino de su raza.
Al otro día, desde muy temprano, Juan Yax ter-
cero comenzó la siembra, alentado por la esperanza
de disponer más tarde, cuando vendiera el maíz de su
cosecha, de un cuchubalito, para comprarle al vecino,
el Pablo Culajay, su vieja escopeta de dos cañones,
pantalones nuevos para la Pascua y, si las cosas
iban bien, una tarde de las de fin de año, meterse al
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monte y cortar una buena carga de leña, para hacerle
ver a la Martina, que el hombre y el perro se sentían
a veces muy solos en el rancho»
Primero Dios. . . pensaba, caminando a lo largo
de los surcos; mientras la mano diligente aparecía ydesaparecía cadenciosamente entre el matate y dejaba
caer los granos de maíz, que algunos meses después
habían de florecer en altivos penachos»
Primero Dios. . . tal vez, también pueda hablarle
a la pedidora, para que le lleve un güipil y unas so-
guillas a la Martina. ¡Primero Dios! Pero una noche,
cuando menos lo esperaba, el perro ladró furioso bajo
el tapexco del güisquilar, muy cerca del rancho. Juan
Yax, medio dormido, se incorporó sobre su camastro»
Era la media noche y alguien, calzado, caminaba por
los alrededores. Los ladridos del animal habían des-
pertado a todos los gallos del poblado.
—¡Oy Juan! dijo una voz—y casi en seguida, a
pesar de la rabia incontenible del perro, varios hom-bres entraron al rancho. Uno de ellos, el que iba ade-
lante, con una **Eveready'' en la mano, dijo imperio-
samente:
—Levántate viejo, que ahora te tdcó eí turno.
Juan Yax, atontado por la luz, lo contemplaba sin
comprender.
—¿Turno de qué?
Y el otro impacientándose:
—Bueno, pues, levántate, que no me voy a estar
esperando aquí hasta que amanezca.
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A los pocos días, Juan Yax, formando parte de un
cupo militar, partía con destino a la capital de la re-
pública.
Por la veredita que sube y baja como un bejuco
entre los barrancos, Juan Yax, caminaba de regreso
a su pueblo, después de más de un año de ausencia.
Todo en el viejo camino estaba igual: el astillero
comunal, siempre verde, sobre los cuadros de los
sembraderos, en lo más alto del monte; la quebrada
llena de quequexques, donde por primera vez vio mu-
jer en la Martina, mientras ella se lavaba los pies,
junto con sus hermanitos; las barrancas de Pachín-
guajá y de Coy; las pozas de los juilines.
A la vuelta de un recodo, entre dos matas de ma-
guey salvaje, divisó de pronto el caserío, posado entre
el monte, como una bandada de güiras, alrededor de
la iglesita blanca.
¿Qué habría sido de su milpa.'^ ¿De su rancho?
¿De su perro? ¿De la Martina? Al cabo de media
hora estaba en el patio de su casa. Todo en ella estaba
abandonado. El perro había desaparecido. Algunas
matas de milpa argeñadas se retorcían entre los huata-
les de hüis e híspido chocón, estremeciéndose lúgubre-
mente al viento de la tarde . . . Así lo esperaba JuanYax tercero; no podía ser de otro modo; y, sin em-bargo, de lo más profundo de su ser sintió brotar unsentimiento confuso, amargo y huraño.
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La madre muerta, la milpa muerta, el perro perdi-
do. . . ¿Ppr que?
¡Hombre sin milpa, sin madre, sin perro, sin
mujer!
En el fondo de una rejoya cantaba doliente la es-
pumuy:
Así no más.
Así no más.
Muriendo el día, buscó a tientas una caja de fós-
foros y una rajita de ocote para encender el fuego ypreparar su café. . .
Muy blancas y muy frías, allá muy lejos brillaban
las estrellas,
¡Tata Tiox, ton Tiox!
(¡Tata Dios, Dios te lo pague!)
Así no más.
Así no más.
¿Qué se va hacer?
¿Qué se va hacer i*
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LA CORAZONADA
LA CORAZONADAComo de costumbre, la partida de poker empezó
aquella noche de diciembre con las sacramentales pa-
labras del mayor de los hermanos Hurtarte, cuando,
al sacar el viejo naipe de un anticuado escritorio de
caoba, dijo:
—¡Bueno señores, vamos a ver quien es de la potra
en esta jugada, porque hoy no estoy dispuesto a que
me descharchen así nomás!
Lo de siempre o casi siempre, puesto que el bon-
dadoso y bigotudo Manuel era todas las noches la
víctima confiada en aquellos juegos de baraja que,
para matar el tiempo, organizábamos en el vetusto ca-
serón de la hacienda El Rosario.
Se encendieron los cigarrillos, se distribuyeron las
cartas y la partida comenzó en el vasto comedor, orna-
do con estampas de cacería y episodios de guerras afri-
canas; en ese profundo silencio que envuelve a los
campos en las primeras horas de la noche.
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El Rosario, propiedad secular de la familia Hur-
tarte, era una hermosa hacienda de ganado enclavada
sobre las altiplanicies de la serranía de Canales; colin-
dante con la pequeña finca en que yo vivía, y como
las veladas en el campo, sin un libro o un amigo, son
a veces tediosas, por las noches, cuando el tiempo era
bueno, tenía yo la costumbre de llegar hasta la casa
de El Rosario, donde los hermanos Hurtarte me aco-
gían siempre con esa generosa hospitalidad y confian-
za de los hacendados de Guatemala.
Estos hermanos eran, lo que se puede llamar co«
toda propiedad, por su nacimiento y educación, unos
señores del campo, es decir: ricos terratenientes que,
después de haber cursado los primeros años del bachi-
llerato en los institutos de la capital, vuelven a sus
tierras, felices de poderse entregar a ellas, cuidando de
sus animales y viviendo una vida patriarcal entre los
mozos y vaqueros de su servidumbre que. casi siempre,
son gente ladina, muy apegada a sus costumbres y a su
rancho.
—¿Pareja de jotas?
—No señor. Tres cartas y jalo.
Silvestre, el criado de Manuel, nos trajo el café yla partida continuó rabiosa.
Otra taza de café para mí, muchacho, que ya meestá entrando la leche.
Mis amigos tenían, entre los mozos de la finca, a
dos hermanos de apellido Ixpanel. Silvestre, el que en
esos momentos nos servía el café, era un muchacho
excepcionalmente delicado para su condición de hom-
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bre de campo; dulce y hasta cierto punto débil para
los trabajos rudos, por lo que el mayor de los herma-
nos Hurtarte, había decidido que fuera uno de los
corraleros de la finca, en la que además se ocupaba
por su propia afición, de curar a los animales engu-
sanados o accidentados, dar sal los días jueves, cuidar
de los terneros pepes, y proteger a las manadas de po-
llitos tiernos, contra la voracidad de los gavilanes^
Con suma frecuencia padecía de ataques misterio-
sos, que en la casa se conocían con el nombre de ^^el
mal de Silvestre'*, aunque nadie se hubiera preocupa-
do de investigar su origen, probablemente epiléptico;
quedando el pobre muchacho después de cada uno de
ellos, pálido y descoyuntado por muchos días, durante
l'os cuales vagaba por los rastrojos de los alrededores,
como un engasado.
Sin embargo, rara vez tomaba licores embriagantes
y las muchachas de la ranchería tenían con él raras
confianzas, a pesar de que no las pretendiera ni flo-
reara nunca.
En cambio, su hermano Eugenio, que según las
malas lenguas, era hijo de un rico hacendado de los
contornos, por una extraña contraposición, era unhermoso ejemplar de vaquero, siempre en amores ypendencias, orgulloso de su albarda prieta de cuero
crudo y de su filoso cola de gallo, que no lo abando-
naba nunca.
Brioso sargento del batallón Canales, trabajador
y dicharachero, se mantenía siempre en líos, y era el
bueno en las reuniones de juego de taba, en los días
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de semana santa, con la guitarra o el gallo giro bajo
el brazo batallador y el sombrero echado por un lado,
sobre la frente llena de ensortijado y negro pelo.
Sus facciones eran regulares, la tez fina y clara, yun bigote de rey moro acentuaba bajo la nariz agui-
leña, la varonil expresión de sus ojos valientes y ri-
sueños.
En El Rosario y sus alrededores, se le estimaba casi
como a un amigo, a pesar de sus faltas que muchas
veces lo obligaban a abandonar súbitamente el tra-
bajo y a marcharse a la costa grande, de donde casi
siempre volvía triunfante a la querencia de la tierra
fría, con una mujer, un loro, o un potro a quienes
domar, y que, no eran, como él decía, sino un fleco
más para su poncho.
Contaba Manuel, escrupulosamente, su pisto de
maíz, para ver cuánto le quedaba, después de verifi-
car un pago, cuando Silvestre se le acercó por detrás
y hablándole quedo, le pidió permiso para ir a Frai-
janes, pueblo donde esa noche había una zarabanda,
con motivo de un casorio.
—Y de paso, voy a ver si veo a mi hermano,
dijo, porque esta tarde me trujeron el parte de que
andaba por allí, y quiero darle un mandado de mi
nana, que está un poco mala no se por qué,
pero tengo pena
—-Está bueno—contestó Manuel, impaciente—án-
date luego, antes de que caiga la luna y tené cuida-
do de volver temprano. Quiero que mañana me
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acompañes a ir a traer a la Flor Hermosa que ya
debe estar parida* Los muchachos que vinieron esta
tarde de tapizar, vieron una zopilotera por el jobo
grande. . . . Ándate luego, pues, y tené cuidado»
Como pasaba con frecuencia, desde hacía va-
rios días que Eugenio andaba con el amor inquieto
por una mujer, la estanquera de Fraijanes, según de-
cían, que era la querida del Comisionado Militar, yhabía desaparecido de El Rosario»
—A ese Eugenio, al fin lo van a fregar—co-
mentó alguno—y la partida siguió en un silencio que
sólo cortaban las palabras cruzadas de:
—¿Quién es ahora bien? o—¡Par de caballos a la
cabeza, mi amigo, yo gano! -/.
La puerta de golpe de la finca sonó al fondo
del ancho patio y un gallo desvelado se sacudió lan-
zando su canto de alerta, canto que todos los gallos
de los confines repitieron como una consigna*
De pronto, afuera, toda la noche se estremeció,
herida por un enorme grito. ¡Un pavoroso alarido
de hombre a quien asesinan!
Con las cartas en la mano, tratando de percibir
algo más entre los aullidos furiosos de los perros de
la hacienda, nos interrogamos todos con las miradas
en suspenso.
El más joven de los Hurtarte, levantando súbi-
tamente la pierna sobre la banca que le servía de
asiento, se puso de un salto en pie, y dijo:
—¿Vamos a ver qué pasa muchachos?
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Todos se cercioraron de que sus armas estaban
en la cintura, y los qué no la tenían en ella, fueron
a buscarla, saliendo después atropelladamente, por la
puerta de la finca que daba al camino.
Sobre nuestras cabezas, en la noche dura y fría,
se arremolinaban las nubes muy bajas, como cuando
se arroja un pedruzco a las aguas de un estanque.
A los cien o doscientos pasos, el que iba adelan-
te se detuvo, encendiendo un fósforo. Nos acerca-
mos. Sobre uno de los paredones del camino, con la
cara cubierta por uno de sus brazos, estaba Silvestre
tendido e inconsciente.
Ávidamente lo palpamos por todos lados, para
ver si no tenía alguna herida, y como la obscuridad
se había hecho repentinamente profunda, uno de los
Hurtarte, decidió llevarlo a la casa, para lo cual entre
todos lo cargamos.
Al llegar a la cocina de la casa de la finca, el
pobre Silvestre, que continuaba inanimado, volvió a
la vida sentado sobre un pequeño taburete de orde-
ñar, frente al hermoso fuego donde roncaba la olla
del nixtamal.
Por su cara idiotizada de miedo, vagaba una si-
niestra angustia, como esos pequeños remolinos de
viento que en los atardeceres, señalan el paso del dia-
blo, sobre el polvo de las caminos.
—¡Allí en medio . . . ! gritó al fin.
—¿Qué?•— I Allí en medio . ...
!
26
—Bueno hombre, ¿qué fue lo que te pasó? Bé-
bete este trago y decinos de una vez, que fué lo que
te pasó*
—¡Allí en medio del camino! ¡Eugenio! ¡Mi her-
mano Eugenio con la cara llena de sangre! ¡Entre
unas candelas! ¡Muerto y tendido! ¡Lo mataron,
gritó—^yo lo vide!
Y había tal acento de convicción en sus palabras
deshilvanadas por el terror, que todos nos estremeci-
mos ante aquella tragedia que se vislumbraba entre las
frases rajadas por el espanto.
—No seas papo, dijo al fin Manuel, impresiona-
do—, esas son pendejadas en las que no hay que
creer nunca; tomate otro trago y ándate a dormir*
Mañana voy a mandar a buscar a Eugenio.
Pero Silvestre rechazaba el vaso de herradura lleno
de aguardiente, hipando sin consuelo:
—No, don Manuel, yo lo vide muerto. Es una
corazonada que me avisa! Al no más salir de aquí»
me cantó tres veces el cuerporruín, desde lo alto del
cipresón.
Al otro día, muy temprano, un municipal auxiliar
de Fraijanes, llegaba a El Rosario con la gran noticia*
Eugenio estaba tendido en el pueblo, y había sido
alevosamente asesinado, como a las once de la noche,
a la salida de una parranda.
—Pero, ¿cómo fué?—preguntó la china de uno
de los patojos, con el color quebrado, casi llorando*
27
Y el auxiliar explicó, rodeado de todos:
—Ugeño quiso pelar el machete para defender a
la niña Chagua, la estanquera, que ya estaba sobre
su albarda, pero el Comisionado que lo estaba ata-
layando, lo aculó contra un cerco de yerba-mala yallí, entre él y los de su patrulla, lo tajearon.
A nuestras espaldas, sin una sola queja, sin una
sola lágrima, como una sunsa madura, se desplomó
la pobre china.
O. ,^x>
28
LA SEÑORITA COSTA
LA SEÑORITA COSTA
Pequeña estación de ferrocarril perdida a lo largo
del ramal que va a la frontera mexicana. La locomo-
tora, después de un largo resoplido, se detiene pausa-
damente, y una ráfaga de calor, grávida de aromas de
savia, invade nuestro carro de primera, frente a la pe-
queña oficina pintada de gris, donde una nerviosa ma-
quinita de telégrafo hace picadillo las distancias.
Bajo un árbol de pan, de hojas enormes, que re-
cuerdan el paisaje monstruoso de la época terciaria,
un hombre de pelo ralo y orejas transparentes dormita
de pie, con un machete en la mano.
Los frenos de aire comprimido soplan artificiosa-
mente entre cada una de las vértebras del convoy,
cuando éste aplasta su propio barullo, con un último
quejido de cadenas.
31
Son apenas las diez de la mañana y se tiene la sen-
sación de que el medio día ha empezado ya, y que
va a durar mucho tiempo sobre aquella tierra que
fermenta formas y colores violentos; generosa para
todos menos para la salud del hombre. En el interior
del carro de ferrocarril, seis o siete hombres cubiertos
con anchos sombreros, en mangas de camisa, toman
whisky y agua de coco narrando cuentos verdes, con
las cabezas muy cerca del que relata. Un chino dor-
mita en un rincón, con la lívida frente cubierta de
rocío, un alemán se entera devotamente de las últi-
mas noticias de Europa, por medio de una hoja de
periódico que fué fechada hace más de tres meses en
la ciudad de Berlín. Casi todos fuman.
De pronto, como si emergiera del rectángulo lumi-
noso que es la puerta, al fondo del pasillo, una mujer
envuelta en una nube de organdí rosado entra al carro.
Es joven. Con la mirada brillante de sus ojos ne-
gros, escruta a la compañía que el destino le depara,
un tanto indecisa al verse sola entre varios hombres.
Todas las miradas convergen hacia la nube rosa, como
midiéndola y tasándola, instintivamente. Con un
gracioso gesto, la recién llegada coloca su sombrilla,
su bolso y un pequeño paquete en el enrejado, arriba
de las ventanas, que son como cuadros pintados lumi-
nosamente en una exposición de pintura tropical am-bulante. Al levantar los brazos, los senos altivos se
dibujan separados y redondos bajo la tela que los ciñe.
Entre las axilas hay una matita de musgo, moreno yhúmedo.
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Se sientat y la línea curva de sus caderas y muslos
quiebra la recta monotonía del pequeño mundo que es
un carro de ferrocarril, frente a una pequeña estación
perdida ^ lo largo del ramal que va a la frontera
mexicana»
Al claro son de la campana implacablemente rubia
bajo la llamarada del sol, el tren se pone en movi-
miento, lentamente, cual si esa pequeña parada lo hu-
biera incitado a echar raíces entre la tierra ávida, ydespués las fuera rompiendo una a una»
En el interior del carro, los hombres suspenden la
narración de sus cuentos. Casi sin pensarlo, se dividen
para apreciar mejor el cálido encanto de aquella figu-
ra de mujer que ahora se afina sobre la decoración
agreste y ruda de los arbustos de ixcanal, como si
una luz interna irradiara de su carne de cera virgen,
o la luz del ardiente sol la hiciera transparente»
Maricón. . . Cuyotenango . . . Nueva Linda» Los
horizontes huyen bajo un cielo sin nubes» Santa Ade-
la; nuevos pasajeros» Todos hombres» La mujer
aquella, provocativa y fresca, es el objetivo de todos
los dardos del deseo masculino.
—¿Quien es ella»^
—¿Soltera?
—¿Casada?
—¿Prometida?
—¿Por qué viaja sola?
33^
—¿Va al encuentro de alguien o acaba de dejar a
alguno triste por el aroma de su carne joven?
El prestigio de su personalidad impenetrable va en
aumento bajo la lustrosa y obscura pompa de los
mángales que van quedando cargados de fruto, a los
lados de la línea férrea.
Una sonrisa insinuante se pierde en el viento, a lo
largo del vagón, sin dar en el blanco, porque ella pa-
rece muy interesada en el paisaje que se abre y cierra
entre manotazos de verdura o columnatas de cocales
de sobrios capiteles.
Palo Gordo, Palafox. En los potreros, bajo las
ceibas que parecen sostener al cielo con sus ramajes,
colean a la sombra las potrancas. Variedades. Chipó.
Estaciones, sementeras, ranchos. Al abrigo de los ale-
ros de manaque, mujeres medio desnudas y desgreña-
das amamantan con sus senos de lodo a la futura carne
de costa y de paludismo; patojos barrigones como
Ídolos salen de entre los cercos a esperar el paso del
tren, el eterno asombro de todos los días. Carros
sueltos frente a los toriles de la vía, entre cuyo enre-
jado brilla consternada la mirada de los bovinos que
van a la muerte. Mauricio. Vaqueros sucios sobre
cabalgaduras relucientes. Los Cerritos. Al otro lado
de una toma de agua, un árbol negro y quemado pa-
rece retorcerse sobre las llamas verdes del zacatón.
En su última rama, inmóvil sobre el cielo tembloroso
de sol, un quebrantahueso permanece indiferente a
34
todo, menos al vuelo de las chorchas que, durante unsegundo, son un pequeño relámpago amarillo en el
espacio intensamente azul.
Es la hora grata de la siesta, de la hamaca y del
fresco de pina, servido por una mujer morena, en los
tibios corredores de las haciendas de la tierra baja. Los
hombres del carro, que sin duda vienen hartos de sole-
dad y de monte, mientras llega la ciudad que ha de
compensarlos de tantas privaciones, dormitan o per-
siguen con el pensamiento la forma de aquella mujer
que, acodada a la ventana del carro, representa la miel
de la tierra bravia donde florece el corozo y la gracia
de las candelarias, que penden como candelabros de
los más viejos troncos, en el tope de las montañas.
Coyolate . . . Aguná . . Santa Lucía. El sol ya
muy bajo, incendia de costado los potreros. El tren
vuela. Es la hora misteriosa y dulce en que toda la
costa grande se aletarga sudorosa, como una hembra,
a la sombra de las copas en abanico de las palmas
reales. Es la hora en que la garza elige árbol alto en
la vuelta más apartada del río, el temepemechín salta
sobre las aguas de las pozas solitarias, y la gama re-
cién parida, saca a ramonear al cervatillo de lomo pin-
tado, mientras entre la hojarasca tiemblan de impa-
ciencia las verijas de los leopardos. El tren sigue co-
rriendo. Escuintla . . . Santo Tomás . . .
La fascinación que durante tantas horas ejerció
aquella viajera sobre todos sus acompañantes comien-
za a declinar en un ambiente donde también la ve-
getación va poco a poco decolorándose, adelgazándose
35
y empobreciéndose. La tierra se reseca y el tenebroso
bostezo de los barrancos, bajo los puentes, es cada
vez menos espaciado.
La locomotora resuella ahora fatigosamente al píe
de las primeras estribaciones de la sierra, buscando la
entrada a la meseta central. San Fernando. Eléctrica.
Palín. El último rayo de sol se marchita sobre la
cabellera de los tules que ondean al viento. Entre un
callejón de montañas se divisan, allá muy lejos, las
blancas poblaciones de la costa, entre un vaho rosa
y oro. El mar en el horizonte no es más que una sos-
pecha azul.
Amatitlán. Una turba de jóvenes escursionistas
de ambos sexos, hace irrupción en el carro entre gritos
y carcajadas.
El interés de los hombres durante tanto tiempo
fijo en una sola mujer, se desgrana. La carne de la
señorita costa se torna opaca al morir el sol, como si
toda ella no fuera sino una magnífica orquídea saca-
da de su invernadero, y su imperioso encanto desapa-
ce paulatinamente.
Contreras. El lago despojado de todas sus luces,
no es más que una inmensa lámina de cinc, que el
viento acanala entre las sombras de los adustos mon-tes. El cielo gris se incrusta de plata.
Todos se cubren, y ella envuelve su cuello en unachalina de seda.
El ídolo va a morir en breve Ya está muriendo.
36
Mprán. Ingenio. Campo Seco. Un largo pitazo
de triunfo. Pamplona» Penitenciaría. Las luces eléc-
tricas son llama viva en la carne de la noche. A lo
largo del boulevard, lo autos se deslizan tras sus aba-
nicos de luz,
Guatemala.
La viajera que fué carne luminosa, obsesión, flor,
a medio día, cuando el tren corría sobre los potreros
de la costa grande, donde el sol hace reverberar los
horizontes, es ahora un envoltorio de pieles de gusto
dudoso, al fondo del vagón, bajo el claudicante par-
padeo de las lámparas de petróleo.
Otro pitazo. Llegamos.
El imperio de un día de aquella Eva tropical, ha
terminado.
^^^ss^ssz-
37
38
EL ZCHICOLAJ
EL ZCHICOLAJ
Todas las tardes, al caer el sol sobre las lejanas
cumbres de Patzitc, Miguel Sanjay, desde la puerta
de su rancho, veía pasar a la María, la menor de las
hijas del viejo cofrade Juan de Dios XajoL Con el
cántaro de barro sobre el yagual, silenciosa y fina, la
muchacha india iba al copante del Quizayá segundo,
en busca de agua fresca a lo más profundo de la ba-
rranca.
Al principio, por curiosidad, el muchacho la había
seguido cautelosamente como un coyote, puesto que
de sobra sabía que la doncella era hija de gente prin-
cipal; después, lo había hecho muchas veces, sin darle
importancia, por pasar el tiempo, porque aún cuando
capoj (hombre soltero) , fornido y buen machete, no
pensaba en casarse pronto y menos buscar cajol (mu-
jer soltera) entre las hijas de gente que no fuera su
misma gente.
41
Ellos eran pobres, los Sanjay, pobres y poca cosa,
según el costumbre o las ideas tradicionales de los in-
dígenas de Santo Tomás Cbichicastenango, que res-
petan mucho, entre sí, la diferencia de clases y casi
siempre se oponen a los matrimonios que no igualan
las sangres. Pero Miguel Sanjay era capoj. buen hom-bre, buen hijo y buen azadón, trabajador. El mismocura del pueblo lo distinguía con su cariño, desde la
época ya distante en que había sido su sirviente en la
curia, y ese mismo año, a pesar de la gran resistencia
mostrada por los mayores, había logrado que el mu-chacho fuera el Zchicolaj del año, honor que como es
sabido, sólo se concede a los hijos de principales.
El Miguel, en realidad era bastante entendido y lo
comprendía así: sin embargo, todas las tardes, al vol-
ver del campo, cuando su anciana madre lo esperaba
para la comida, su primer pensamiento era siempre
para la menor de las hijas de Juan de Dios Xajol, que
ya no tardaría en pasar frente a su rancho, en camino
para el copante del Quizayá segundo.
Los días pasaban, y mientras tanto, la celebración
de la fiesta titular se acercaba.
La víspera de Santo Tomás, los cofrades que, según
una vieja costumbre, guardan en sus casas las imáge-
nes que han de servir para las procesiones del día del
Santo patrón del pueblo, las llevaron a la iglesia, ton
lujoso acompañamiento de toda clase de personas.
Sobre andamios cubiertos de telas rojas, decoradas
con espejitos, bajo vistosos doseles de plumas de pavo
real, los cofrades, acompañados de las capitanas, con-
42
dujeron respetuosamente a sus santos, siguiendo a Mi-
guel que, como se lo había prometido el señor cura, era
el Zchicolaj, es decir, el mancebo que, el gran día de
Santo Tomás, lleva sobre sus hombros un caballito
de madera toscamente labrado, cubierto con chachales
de monedas de plata, y que va a la cabeza del cortejo,
bailando frente a las marimbas, los tunes y las chi-
rimías.
Cuando la alegre procesión hubo llegado hasta las
gradas de la iglesia, después de haber recorrido triun-
falmente toda la población, el Zchicolaj o caballito
subió al atrio, siempre bailando vertiginosamente, en-
tre la expectación de la muchedumbre que lo aclamaba
bajo el estruendo de las bombas de mortero y los cohe-
tes de vara que asaeteaban furiosamente a las blancas
nubes impávidas.
De lo más alto del campanario se amarró un cordel
cuyo otro extremo se fijó a una estaca, y entonces al-
gunos mayores de la cofradía, quitando cuidadosa-
mente el caballo de los hombros de Miguel, lo ama-
rraron a la cuerda, de tal manera que pudiera subir y
bajar por ella, implorando la benevolencia de la Vir-
gen y del señor patrón, Santo Tomás. ¡Oh! ¡Zchico-
laj! ¡Gran día! ¡Buenas cosechas! ¡Buenos ayotes!
¡Buen maíz! ¡Oh! ¡Zchicolaj!
De pie, un poco aturdido por un trago de aguar-
diente que le habían dado a beber antes de que se hi-
ciera cargo del caballito, Miguel contemplaba la cere-
43
monia sobre una de las gradas del atrio, cuando al
volver la cara, se encontró, de pronto, con los ojos de
la María.
Allí, muy cerca de él, estaba la muchacha, esplen-
dorosa con su camisa de capitana, recamada de len-
tejuelas, fresca y esplendorosa, como el sol en día de
lluvia y de gracia; cuando pare la venada en lo más
Intrincado de las montañas!
Contemplándola le pareció que ya no era la mu-
chachita que pasaba silenciosa y fina bajo la tinaja
reluciente de agua, al regreso del río. Sus senos ma-
duros, parecían ahora hinchados y altaneros bajo la
camisa bordada de capitana; como si ellos, por sí so-
los, representaran toda la fecunda promesa del cálido
verano.
¡Oh! Zchicolaj!
Y repentinamente, el muchacho se sintió lleno de
una emoción extraña. ¿Y el Zchicolaj? ¡Caballo de
palo con alma de palo!
¿Para qué subía.^ ¿Para qué bajaba? Si la señora
madre de Dios estaba tan alto!
Ah, tonto Zchicolaj. caballo de palo! Por mucho
que subiera no llegaría nunca! ¡El caballito de palo!
¿Y él? ¿Era puro hombre o bien, era hombre cabe-
za y corazón de palo? Y si él había sido Zchicolaj,
¿•por qué no había de casarse con la María? El hom-
bre debe siempre probar fortuna cuando la cajo! es
buena.
44
A los ocho días, después de pensarlo mucho, el Mi-
guel Sanjay fué una tarde en busca de ía pedidora,
quien, mediante dos gallinas y treinta manos de maíz
nuevo, se comprometió a pedir a la mujer, la menor
de las hijas de Juan de Dios XajoL
La mujer pedidora vistió sus mejores trapos, llenó
un col de huevos frescos, hizo un ramo de flores de
monte y después se encaminó una tarde al rancho de
los Xajol, para hacer la primera visita del costumbre.
—Buen día»
—Tan bonito, ¿y vos que tal?
—Así, con la gracia de Dios, Entra»
Los chiquirines rayaban el hondo silencio de la tar-
de en el fondo de la barranca del Quizayá segundo.
En el rancho de los Xajol no estaba esa tarde más
que la madre de la María. Eran gente limpia y orgu-
llosa, esos XajoL
Silenciosamente, la visitadora ofreció primero el
ramo de flores y en seguida el col, tapado con una ser-
villeta nueva, bordada con animales de vivos colores.
Después, ya en cuclillas, esperó hasta que el sol hu-
biera traspuesto los montes lejanos, al Oriente, y para
despedirse dijo:
—Nos veremos otra vez.
A los nueve días, religiosamente, se repitió la visi-
ta; con la única diferencia de que esta vez, la mujer
pedidora, llevó al rancho de los Xajol: chocolate,
aguardiente y un marranito que, a lo largo del cami-
no, se resistía como un verdadero demonio.
45
—Buen día.
—Tan bonito ¿y vos que tal?
—Tan bonito, también, con la gracia de Dios.
—Entra. Sentate.
AI buen rato, siempre en cuclillas, la pedidora, con
la mirada vaga de sus ojos turbios por los años, so-
lemne, sin un solo gesto, habló:
—El Miguel Sanjay es hombre cabal; buen
hombre, no bebe y todos los años siembra su milpa,
su chile y sus ayotes. Es pobre; pero cabal. Tiene su
cofre, sus dineritos. una vaca cargada y un ternero de
año; y tal vez quiere casarse con la María, la más
cierna de tu familia.
Sin esperar respuesta, porque ella tendría que llegar
por sí sola, el día del remate, sin transición, comoquien sabe que ya dijo lo que debía haber dicho, tal
como lo dijeron siempre sus mayores, habló del mal
que estaba atacando a sus chompipes y gallinas y en
seguida, andando de espaldas, se despidió con una leve
inclinación de cabeza.
—Adiós, pues.
—Adiós, pues.
A los nueve días, el muchacho, siguiendo siempre el
ritual del costumbre, llegó una noche al rancho de los
Xajol en compañía de algunos amigos y una pequeña
marimba.
Bajo la noche esplendente de astros, la puerta del
rancho se abrió y el viejo cofrade, Juan de Dios, salió
al patio y dijo secamente:
46
—Miguel Sanjay: el costumbre, es el costumbre,
hombre hijo de gente pobre, poca cosa, y tal vez el
Juan de Dios Xajol no da a su hija en casamiento.
Cada uno, es cada uno y cada uno con su cada cual.
Esto es lo que se ha dicho y lo que se ha hecho siem-
pre por nuestros padres, por nuestros abuelos y por
los que estaban atrás de nuestros abuelos. Tal vez el
Juan de Dios no da a su hija en casamiento al Miguel
Sanjay.
Y la María siguió pasando frente al rancho de Mi-guel, lejana y silenciosa, puesto que, por algo era hija
de principal.
En aquellos días luminosos y tristes, el muchachoperdió el apetito y los deseos de trabajar. Inútil fué
que los censontes de agua lo llamaran todas las tar-
des a la caída de las primeras lluvias, invitándolo para
ir a la siembra.
—¿Para qué tener milpa? ¿Para qué? Si, a pesar
de haber sido Zchicolaj, ella no molería nunca su
maíz, bajo los horcones de su rancho. Y por fin, una
mañana, aburrido de todo, decidió bajar a la costa,
donde con poco esfuerzo podría mandar algún dinero
a su madre, olvidar a la María y reparar su negligen-
cia, porque a fines de aquel año no tendría ni maíz,
ni chile.
A los dos años, cansado de ver tierra caliente, Mi-guel Sanjay pensó en regresar a su tierra. La fiesta
titular se acercaba y él quería volver a estar cerca de
su madre y de sus montañas. Durante todo ese tiempo
47
había vivido en la costa, lugar donde la gente es vio-
lenta, derrama con facilidad su sangre y casi no habla
la lengua.
Recorriendo varias fincas, había sembrado café en
las mañanas lluviosas y cosechado el cacao en los días
de sol; y más tarde, se había alargado hasta los agos-
taderos del río Madre Vieja, acompañando a unos
hombres rubios que cazaban el tigre y el lagarto en los
esteros, a la orilla del mar. En Ceilán. se había jun-
tado con una cuadrillera de Soloma, se había hecho
hombre, y de aquel amor por la María, la hija de Juan
de Dios Xajol, se sentía curado para siempre.
—¿Para qué, pues? Si ella era hija de principal y
su gente no lo quería a él.
Cuando después de cinco marchas, llegó a Santo
Tomás Chichicastenango. el pueblo hervía en plena
fiesta. De todos los lugares de la República acudían
los romeros en visita, porque todo buen maxeño, al
llegar esa fecha, no repara en distancias ni penalidades,
para llegar hasta el pueblo de sus mayores, donde el
día de Santo Tomás se divierte, hace sus compras en la
feria, celebra sus costumbres en el monte y lleva a bau-
tizar a su hijo; se embriaga y en una palabra, gasta
lo poco que ha podido ganar en la tierra caliente.
En la plaza mayor, bajo los toldos de petate tul,
se vendían las hermosas jergas de Momostenango, la
loza del cantón Chiyax, los tapuí (serpientes de co-
ral) de Totonicapán, o sean los cordones de vivos co-
48
lores destinados al adorno de las mujeres, y en uno
de los salones del cabildo, se bailaba el son al compás
de la marimba y la chirimía.
Todos los viejos conocidos y amigos estaban allí;
el Pablo Chiquín, con quien tuvo una dificultad por
unas matas de milpa. ¡Leoncio! José María ¡Oy!
¿Qué tal? ¡Hombres, paisanos!
Bajo el tenue murmullo de los flecos de papel de
china, incansables, los hombres tristes bailaban con
la cara dura y el pensamiento ausente, como si, en vez
de un placer, aquello fuera una ceremonia.
¡Ah! Miguel Sanjay! Otro trago, hombre! El
aguardiente es para el hombre cabal, que lo bebe de
un solo sorbo, su aguardiente. ¡Otro trago, hombre!
A las diez de la mañana, la procesión apareció por
la calle mayor en dirección a la iglesia, como siempre,
como todos los años.
Frente al cortejo, haciendo cabriolas, venía el Zchí-
colaj del año. De lo más alto del campanario se ama-
rró un cordel, cuyo otro extremo se fijó a una estaca
y entonces algunos mayores de la cofradía, quitando
cuidadosamente el caballo de los hombros del Zchico-
laj, lo amarraron a la cuerda, de tal manera que pu-
diera subir y bajar por ella, implorando la benevolen-
cia de la Virgen y del santo patrón, Santo Tomás.
¡Oh, Zchicolaj! ¡Gran día! ¡Buenas cosechas, bue-
nos ayotes! ¡Buen maíz! ¡Oh Zchicolaj!
49
De pie, un poco aturdido por los muchos tragos
que acababa de tomar, el Miguel Sanjay se sintió de
pronto invadido por una gran tristeza, entre el es-
truendo de las bombas de mortero y los cohetes de
vara que asaeteaban impetuosamente los cielos.
¡Ahí ¡Zchicolaj! ¡Caballo de palo! ¿Para que su-
bía? ¿Para qué bajaba? Si ella estaba tan alto! ¡Por
mucho que hiciera, no llegaría nunca el loco caballo,
porque tenía corazón de palo.
¿Y él? El, era hombre cabal? Había sufrido, traba-
jado, casi hablaba bien la castilla, y sin embargo
¡Ah! ¡Hombre! La suerte bien tiene para el hom-bre cabal, su corazón de palo!
50
LA CASA DELOS GIGANTES
LA CASA DE LOSGIGANTES
Cuando murió mí santa madre, al filo de una ma-
drugada del mes de diciembre, allá por las postrime-
rías del siglo pasado, era yo todavía un niño de muypocos años.
Al poco tiempo de esta desgracia, mi padre, antiguo
coronel graduado en las aulas de la Escuela Politéc-
nica, sintiéndose, sin duda, muy deprimido por la fa-
talidad que se abatía sobre su familia y con cuyos
designios no se conformaba, a pesar de toda su ente-
reaz de viejo soldado, decidió un buen día, vender
su casa en la capital y trasladarse a Antigua Gua-
temala, para vivir al lado de un hermana, viuda, sin
hijos ni parientes.
La verdad era que el pobre hombre debió haberse
sentido muy solo y muy triste en la casa donde la
inolvidable muerta le había sonreído en la mejor cpo-
53
ca de su vida, considerándose, además, impotente para
cuidar de los dos hijos que de ella le quedaron: mihermana Isabel, que tendría unos doce años, y yo, que
en aquel entonces apenas llegaría a los nueve.
El viaje de traslado fué para mí un acontecimiento
lleno de novedad y alegría. Recuerdo que Isabel, muyseria y cuidadosa, como una verdadera madre, me vis-
tió y lavó desde muy temprano, ante la mirada impa-
ciente del coronel, que esa mañana parecía haber
recobrado algo de su antigua energía. Después toma-
mos a toda prisa el chocolate en el comedor desman-
telado, que a mí me pareció muy grande y muy triste
en su abandono.
En la calle llena de neblina, nos esperaba la dili-
gencia y mi buen padre con la mirada dolorida; com-
pletamente vestido de negro y ya un poco inclinado,
nos ayudó a subir a ella y partimos rumbo al Sor,
entre un alegre repiqueteo de cascabeles.
El Guarda Viejo Las Majadas. Poco antes de
abandonar la meseta, el día se abrió esplendente sobre
el aliento fresco de los maizales en flor, como si el
suave viento que soplaba hubiera encerrado al hermo-
so paisaje entre una inmensa pompa de jabón.
A los lados del camino, bajo las ramas de los cer-
cos de yerba-mala, interminables trenes de carretas ti-
radas por bueyes; caminantes que preparaban su
desayuno de café y carne cecina alrededor de peque-
ños fogones: indios presurosos, polvo, patachos de
muías cargadas de granos y legumbres Al fondo,
5^
como una muralla, los volcanes de la tierra envueltos
por el vaho matinal, en la fresca agilidad de la
mañana.
A los pocos días de nuestra llegada a la vieja ciudad
colonia!, mi padre alquiló una casona, cerca del arco
de Santa Catarina, frente por frente a la de su herma-
na, que pasaba su monótona existencia en la sola com-
pañía de dos indias del pueblo de Dueñas, un achacoso
gato barcino y una perica perulera que eran toda su
adoración.
En nuestra vecindad, en un caserón de puertas cla-
veteadas y techo musgoso, habitaban en aquella época
dos señoritas ya entradas en años, que tenían estable-
cido un negocio de cerería.
Aquellas mujeres, eran dos viejas excelentes que
parecían iluminar con su presencia e! pardo e inmenso
caserón. Doña Milagro, doña Paulita, envejecidas
en santo olor de castidad y de trabajo, y que se lleva-
ban muy bien, aunque tenían gustos y tendencias muydiferentes.
Doña Milagro era aficionadísima a las cuentas y se
entendía minuciosamente con las del pequeño nego-
cio; un poco gruesa, la fofa carne pringada de man-
chitas canela y, sin embargo, muy activa; apasionada
por todas las complicadas y sustanciosas manifestacio-
nes de la cocina guatemalteca, y famosa entre sus
amistades por su sabroso pan de yemas y sus dulces
55
cubiertos que eran el regalo de todos los que una vez
los gustaban, lo mismo que su exquisito fiambre del
día de los Santos.
Doña Paulita, según decían, había sido hermosísi-
ma, y conservaba, a pesar del tiempo, rasgos muy se-
ñalados de la pasada belleza. Sobre la amplia y le-
vantada frente, caían las ondas de sus cabellos espol-
voreados por la ceniza de los años y bajo el arco de las
cejas, de pincelada muy fina, se abrían los ojos dulces
y profundos. Su voz era musical y acorde con unas
manos alargadas, espirituales y transparentes, que pa-
recían hechas para bendecir, y con aquellas manos tan
sugestivas creaba belleza: flores.
De la mañana a la noche, sus diligentes manos re-
torcían y forraban el alambre para formar los tallos,
o doblaban y fruncían el papel de colores, convirtién-
dolo en hojas y pétalos, en cálices y corolas: claveles
de encendido carmín, rosas abultadas, blancas, jaspea-
das; diminutas violeta5;, inmaculadas varas de nardo,
trepadoras, yedras, quiebracajetes y begonias.
Otra de las especialidades de doña Paulita, era la
confección de pastores y ovejitas de lana o pasta de
arroz, ásperos pinos de fibra de maguey y graciosos
nopalitos de cera, cuando se acercaba la fiesta de No-che Buena, y había qué levantar el imprescindible naci-
miento en la sala de la casa: pero la cualidad, para mí,
en ella sobresaliente, era la de contadora de cuentos.
Toda mi infancia está llena con las imágenes, dul-
ces, ingenuas, absurdas o terribles que ella sabía evo-
car en su amplio sillón de cuero, mientras las blancas
manos iban y venían afanosas: Pedro Urdimales,
el Soldado sin Cabeza, la Llorona, Juan sin Miedo,
y cuántos otros más.
En ese ambiente de leyenda, mi imaginación se
saturó de silencio y de ensueño. Recuerdo aún el
bondadoso gesto de doña Paulita, cuando nos relata-
ba en la trastienda de la cerería, sus misteriosas con-
sejas, frente al candil que ardía a los pies de la Dolo-
rosa, mientras mi padre espoleado por la necesidad
de olvido, se pasaba días y aún noches sin llegar a
la casa, a la que volvía cada vez más triste y más in-
clinado,
Luminosas y pálidas, como los cirios que vendían
en su tienda, las señoritas Palomeque, que así se ape-
llidaban aquellas buenas mujeres, nos tomaron pron-
to gran cariño, a mí y a mi hermana. En cambio nues-
tra tía, la vieja dama solitaria, entre sus santos y su
gato, desde un principio nos inspiró poca confianza,
con su carácter seco y autoritario, y así, dedicamos
toda nuestra alegría de niños, a las señoritas Palome-
que, siempre dispuestas a entretener nuestra orfandad
con algún cuento a regalarnos con fruta, dulces de
colación o algunas estampas.
¡Saudades! Recuerdos de mi infancia remota, mur-
murio de enjambres que aún me alucinan con el oro
de sus alas. Tardes de Antigua Guatemala, tembloro-
sas y dulces de repiques de campana! ¡Embrujamiento
de las ruinas bajo las noches de ébano y de plata!
57
¡Alma triste de las mansiones y las plazas muertas!
¡Límpida claridad de las fuentes que borbotan en los
búcaros, a la usanza de las pilas de los patios es-
pañoles.
Todas las tardes al salir de la escuela, mi primera
visita era para la tienda de las señoritas Palomeque,
en cuyo fondo penumbroso casi siempre encontraba a
mi hermana Isabel, muy empeñada en el aprendizaje
de la costura o la confección de flores de mano.
Sentadas tras el alto mostrador, laboriosas comoabejas, entre los rubios panes de aromada cera, muylimpias y piadosas, las tres mujeres trabajaban,
desde el alba hasta la hora de la oración, y mientras
llegaba el anochecer y se me llamaba para rezar el Án-
gelus, la casona donde vivían las dos hermanas era
para mí el lugar predilecto de todas mis entretencio-
nes, travesuras y correrías.
Inmediatamente después de las habitaciones que da-
ban hacia la calle, circundado por anchos corredores
de recias azoteas, estaba el primer patio, donde todo el
año florecían los rosales de Castilla y maduraban al
sol las amarillas carnes de los limones y las toronjas.
Minúsculo y aromado universo que mi imaginación
de niño solitario poblaba con sorprendentes evocacio-
nes en la tibia serenidad de la vieja ciudad monacal.
A un lado del anchuroso zaguán pavimentado con
tabas de carnero en intrincados arabescos, había una
hornacina abandonada que mi fantasía llenaba con
las más estupendas sombras de aparecidos, a la vaci-
lante luz de un pañoso farol.
58
Pero lo verdaderamente interesante en aquella ca-
sona, para mí encantada, era el segundo patio, inmen-
so y casi invadido por las malezas. En el silencio de
las horas dormidas, mientras las señoritas Palomeque
conversaban en su tienda con mi hermana o con algu-
na vecina, yo me sentía ser, en ese patio, un famoso
aventurero, un capitán pirata o un Robinson Crusoe,
siempre perdido entre las matas de aromada suquinay
y corronchocho, donde anidaban todos los veranos,
los coronaditos y los burriones.
O si no, ¿cuántas veces, de bruces sobre la pila, con-
templando el fantástico paso de las nubes, reflejadas
en las aguas turbias, a la caída de la tarde, no reme-
moré las velas siempre hinchadas al viento de aventu-
ra y de imposible del incomparable Simbad el Marino?
Sin embargo, en aquella vetusta casona había un
misterio que, por mucho tiempo, fué para mí indesci-
frable. Al fondo de ese segundo patio, cubierto de
matorrales, bajo las ramas retorcidas de una higuera,
había una puertecita que no se abría nunca.
Para mi avidez de aventura, esa puerta cerrada re-
presentaba lo vedado, el país de lo prohibido y de la
quimera; sobre todo, cuando después de haber inten-
tado en vano abrirla, pregunté una tarde a la mayor
de las hermanas Palomeque:
—Y esa puerta, ¿a dónde va a dar, doña Milagro?
—Esa puerta no se abre, niño!
—¿Por qué?
—Porque por allí se va al país de los gigantes . . .
59
¿Gigantes? Entonces ¿era cierto que ^existían esos
seres extraordinarios y descomunales?
—Pero, ¿cómo ?
Y con una sonrisa que a mí me pareció muy sos-
pechosa, doña Milagro, me dejó plantado frente a la
pequeña puerta, estupefacto.
¿•Gigantes?
Hondamente preocupado por aquella revelación.
hice todo lo posible para que se me dieran más detalles
sobre el asunto, pero nada o casi nada pude sacar en
claro, a pesar de mi insistencia.
Yo no creía mucho en los cuentos de viejas, porque
mi padre me había ensenado a no tener miedo de los
rincones sombríos; pero a la hora del crepúsculo,
cuando las viejas campanas llenaban la tarde con la
emoción de sus bronces y no quedaba en el segundo
patio de la casa de las Palomeque, sino un rayito de
sol pálido y triste, no dejaba de sentir un poco de re-
celo ante la puertecita aquella, bajo las ramas retorci-
das y negras de la higuera.
¿Gigantes en el tercer patio? Pero ¿Cómo era
posible que las dos hermanas vivieran tan confiadas y
solas en una casa donde también moraban gigantes?
¿Por qué no se les veía nunca, ni nadie daba razón
de ellos?
¿•De qué se alimentaban?
No, aquello no era posible . . y sin embargo . . .
60
Para estar seguro, resolví interrogar a una indita
menuda y callada que era la única sirviente de las se-
ñoritas Palomeque; y como un día la viera tendiendo
ropa blanca, muy cerca de la puerta misteriosa, meacerqué a ella y la dije:
—Ve vos. Tana, decime la verdad. ¿Qué hay al
otro lado de esa puertecTta? ¿Es cierto que allí viven
unos gigantes?
La india, grave, me miró asombrada y como yo in-
sistiera diciéndole:
—Ve, sólo a mí, decime la pura verdad, ¿Es cierto
que allí hay gigantes?
Sonrió maliciosa, respondiéndome únicamente . . .
—Tal vez ... sí, tal vez no . . .
%Y el heroico pensamiento de sorprenderlos, se apo-
deró pronto de mí, haciéndome concebir un plan. Esa
misma noche, solo en mi cuarto, apelotonado en mi
cama contra la pared, antes de dormirme, hice la for-
mal promesa de llegar, no importa cómo, hasta la
propia casa de los gigantes.
AI otro día, que fué domingo, decidido a llevar a
cabo mi propósito, me fingí enfermo, desde muy tem-
prano, para no verme obligado a salir de paseo.
Terminado el almuerzo, mi hermana Isabel fué de
visita a casa de mi tía, tal como yo lo esperaba, y mí
padre, después de recomendarme mucho que no hiciera
travesuras, tomó su sombrero y su bastón, y salió en
busca de un amigo,
61
No quedaba más que nuestra sirvienta, pero de
ella me fué fácil salir, enviándola a hacer un mandadobasta la Escuela de Cristo; y entonces la casa fue mía,
durante toda la tarde.
Como estaba convencido de que por el otro lado,
es decir, por la puerta del segundo patio de la casa
de las señoritas Palomeque, no lograría llegar fácil-
mente basta el antro de los monstruos; y como ade-
más este medio resultaba demasiado sencillo para la
gran aventura que yo intentaba llevar a cabo, decidí
escalar un pequeño tapial de adobe que, según mis
cálculos, debía dar precisamente sobre el tercer patio
de la casa vecina.
Para realizar esta hazaña, con gran trabajo, saqué
de enjre los pesebres abandonados, una escalera donde
solían dormir las gallinas de mi casa, y la coloqué so-
bre un arriate, al lado de una matita de tinta, al pie
del tapial.
El corazón se me sacudía entre el pecho como un
pájaro preso en la liga.
¡Por fin iba a saber la verdad, y con ella, seguro,
a burlarme a mis anchas de todas aquellas absurdas
historias con que me querían embaucar las Palome-
que y la tonta de mi hermana, cuando se reían de mí
hablando de los pretendidos gigantes.
Todo estaba sabiamente previsto. En uno de los
bolsillos de mi pantalón, mi navajita de mango de
conchanácar, y en el otro, una buena honda sanatera
con quince bodoques del mejor barro de la alameda
de Santa Lucía, bien contados.
62
Puse un pie en el primer peldaño de la escalera yenvuelto en el gran silencio de la casa vacía, me lancé
decididamente al asalto.
Al llegar al último peldaño, los techos de la dulce
y austera ciudad de Antigua Guatemala, se extendie-
ron ante mi viita, pardos y musgosos, hasta las faldas
de los montes circunvecinos.
En el aire inmóvil y transparente, bajo el cielo in-
tensamente azul, araucarias, cipreses, cúpulas, arcos en
ruina. Sobre el horizonte, entre un ángulo luminoso,
la mole índigo del volcán de Fuego.
Al otro lado de la pared medianera, como yo lo
había previsto, estaba el tercer patio de la casa de las
señoritas Palomeque.
¡Primer triunfo! Las cosas iban bien.
Durante largo rato lo contemplé silenciosamente»
En él, no había ni una alma. Únicamente sobre los
anchos corredores enladrillados, una pareja de palo-
mas peteneras se paseaba sobre sus patitas de grana.
¡Y decían que allí habían gigantes!
Las altas puertas de los cuartos estaban todas cerra-
das. A medio patio, bajo unos árboles de ramaje obs-
curo, sobre los arriates abandonados, brillaban unas
frutitas rojas.
¡Misterio, silencio! El bendito patio era inmenso.
¿Qué clase de frutos eran aquellos?
Decidido a llegar hasta el fondo en aquella historia
de gigantes, a horcajadas ya sobre el lomo de la tapia
verdosa, pasé la escalera al otro lado y descendí cau-
telosamente por ella, al tercer patio de la casa vecina.
63
¡Que gran aventura!
Envuelto en ella, yo me sentía viviendo en pleno
cuento sobrenatural.
¡Frutas rojas! ¡Acerolas!
¡Ab, sí, aquellas acerolas eran sin duda, como los
frutos preciosos del prdín subterráneo de Aladino, yyo no tenía sino llenar con ellos mis bolsillos, para
convertirme, de pronto, en el hombre más rico del
mundo.
¡Al fondo del patio, entre los arbustos de moneci-
11o, debían haber nidos de paloma!
¡Maravilla!
Entre una pequeña pila circular, bajo la sombra ti-
bia de unos árboles de naranjo, refulgían unos pece-
citos, entre reflejos de esmeralda.
¡Había que explorarlo todo, verlo todo, detenida-
mente, en aquel patio portentoso.
Con grandes precauciones para no hacer ruido, co-
mo había leído que procedían los cazadores de cabe-
lleras de Salgari y de Stanley, en el fondo de las selvas*
africanas, llegué hasta la primera puerta y la abrí.
¡Oh, desilusión! El cuarto estaba deshabitado y
casi vacío: un catre, unos cofres desvencijados, un
paisaje de nacimiento enrollado y roto, un portal en
ruinas sobre cuyas arcadas de cartón estaba, clavada
y marchita, la estrella de la tarde!
Y en las siguientes habitaciones, lo mismo, o casi
lo mismo: cachivaches, monturas arruinadas y roidas
por los ratones, cajones, olor a humedad y olvido.
¿Y ese era todo el botín de la famosa aventura?
64
En realidad, no había motivo para exponerse tanto*
¿Y los gigantes . . . ? ¡Bah!
Desencantado iba a volverme al centro del patio
para contemplar de nuevo los pececitos de colores y re-
coger algunas acerolas, cuando pasé frente a la última
puerta, al parecer la más insignificante.
Con descuido, y ya casi sin ninguna esperanza de
ver algo extraordinario, empujé una de sus bandas
mohosas, y penetré en la habitación,
¡La tremenda realidad nos llega siempre con lo im-
previsto!
Al centro del inmenso cuarto, un cabo de candela
agonizaba lúgubremente haciendo aletear su luz, de
abajo para arriba, sobre las faces congestionadas yenormes de dos gigantes, que dormían con los ojos
muy abiertos, sentados con la espalda contra la pared
del fondo. Ambos estaban vestidos con amplios ro-
pajes de oro y colores violentos, y sus manazas ba-
rrían el suelo, al lado de los pies, que llegaban enor-
mes hasta medio cuarto.
¡Gigantes!
De pronto la luz de la candela aumentó de inten-
sidad en un espasmo agónico y las sombras proyec-
tadas sobre las paredes se sacudieron, alargándose . . .
alargándose, hasta que la habitación quedó a obscuras,
en un profundo silencio,
65
Un golpe de viento cerró entonces la puerta quedaba al corredor y yo sentí que toda mi sangre se de-
tenía en ese momento, en mis venas. Un río de frías
agujitas corría al medio de mis espaldas, mis pies eran
de plomo
Y no vi más.
Cuando volví en mí, estaba en mi cama, rodeado
por muchas personas que sonreían felices de ver-
me bien.
¿Y los gigantes?
¡Claro que existían!
Según supe más tarde, las señoritas Palomeque ha-
bían cedido uno de los cuartos de su casa para guar-
darlos, y de allí no salían sino cada año, para solem-
nizar con su presencia las fiestas del Señor de San
Felipe, con el famoso baile de los gigantes, porque
ellos no eran sino unos muñecos inmensos.
¿Y la candela?
Pues, sencillamente, en ese cuarto olvidado, al fon-
do de la vieja casa, era donde solía hacer sus bruje-
rías, la picara de la Tana.
Así fué como en una apacible tarde del mes de ju-
nio, me vi sorprendido por dos auténticos gigantes,
en el tercer patio de uno de los más viejos caserones
de la antigua capital del reyno de Guatemala.
66
EL MILAGRO
EL MILAGRO
Como ya estaba para terminar el mes de abril y no
llovía aún, los moradores de la aldea de San Isidro
decidieron una tarde, en junta de notables, convocar
a las cofradías de los alrededores, para que, de acuerdo
con el padre cura, se le hicieran unas invocaciones al
santo patrón, en la iglesia del lugar*
San Isidro Buena Vista, es un pueblecito de la tierra
caliente de Guatemala, que, desde tiempos inmemoria-
les, agrupa sus casas y sus ranchos a la sombra de una
vetusta iglesia blanca, de la época de la colonia, y aun-
que la riqueza de sus vegas y de sus montes ha hecho
de fama la al>undancia de sus cosechas, al final de cada
Verano la aldea sufre muy a menudo los rigores de la
sequía.
Sin embargo, la fe en San Isidro había salvado
siempre a sus habitantes de mayores estragos y priva-
ciones, y el santo labrador parecía en realidad patroci-
69
narlos allá en los cielos, abogando por las lluvias
opori:unas, que cada año iievantaban verdaderos ejér-
citos de milpas, sobre los campos comunales alfom-
brados de verdura, donde florecían las rubias estrelli-
tas del ayote y del güicoy.
Pero aquel año, a pesar cíe todas las rogativas» el
santo no parecía decidirse y los días pasaban, uno tras
otro, sin que la esperanza de los poblanos se trans-
formara en ese primer aguacero que despierta al ma-ravilloso resorte vital oculto en todas las semillas yqpe rejuvenece y renueva la vegetación de las llanuras
y las montañas.
A medio día, cuando los carros automóviles pasa-
ban raudos sobre la carretera, dejando una estela de
polvo entre las cercas mustias, y los perros dormían
tendidos patas arriba en la sombra de las desvencija-
das aceras o entre las patas de los caballos que colea-
ban atados con las orejas gacb^s, frente a la tienda del
chino Jqan Lau. el pueblo parecía muerto o aban-
donado.
Pero cuando ya estaba para caer el sol, a la hora
en que la fresca se anunciaba con áureos estremeci-
mientos, sobre la copa en abanico de las palmeras y los
cocales, atormentados por el polvo de todo un verano^
Ips Ipgar^ños de San Isidro, salían a la puerta de sus
casas para ^stqdiar y comentar el horizonte implaca-
blemente sereno e inmutable.
70
—Dicen que se están accidentando todos los bueyes
de Monte de Oro—decía un anciano, a la puerta de
su rancho, mientras las sombras iban poco a poco es-
fumando las masas violeta de la serranía del fondo»
—Esta mañana yo vide una nube ansina 'de gran-
de, de esas de pura agua, -pero la condenada se barrió
para el lado del volcán: ¿verdá señora Micaila?
—Es cierto; yo la vide también, muchacho,
-—¡Si el agua segura es la del zanjón de Ocaña!
—Yo ya tengo todo mi maíz de semilla medio pi-
cado, aunque primero Dios, ya mero va a llover de
junto.
Pero el tiempo pasaba, y sobre San Isidro Buena
Vista no caía ni siquiera una mala llovizna.
Desde hacía muchos años, aquel pueblecito de la
tierra caliente, alimentaba una enorme ambición y esa
enorme ambición era la de tener agua potable en una
fuente pública, a la entrada de su calle principal y a la
vera del camino que viene de la costa, para ofrecerla
como una gracia de Dios, en invierno y en verano, a
los caminantes, y evitar que las muchachas tuvieran
que bajar a los ojos de agua, todas las tardes, al fondo
de las barrancas. Una fuente sonora y transparente
donde abrevaran los patachos de muías trajineras yse fuera a recoger el agua en cántaros de barro, tomán-
dola en cañas de Castilla de los chorros trenzados con
un l¡§tón de sol, y a cuyo pie, se fueran a bañar los
marranitos sedientos.
71
Y una vez como en los cuentos de hadas, unode nuestros presidentes había pasado por aquel pue-
blecito de la boca costa, y enamorado de sus tierras^
había decidido comprar una finca en los alrededores,
y para granjearse la buena voluntad de los hombresde San Isidro, les había prometido una fuente, que
poco después se inauguró con grandes ceremonias ofi-
ciales, un 15 de septiembre. Pero como entre nos-
otros lo más importante de una fuente pública! no es
el agua que la surte, sino la inauguración la pila
de San Isidro estaba vacía.
Y así pasaban los días y las noches, y la lluvia, a
pesar de todas las rogativas, no caía nunca sobre aquel
caserío que se asfixiaba tendido a lo largo de la carre-
tera polvorienta, que va a la costa grande; allá donde
a la hora del crepúsculo se divisaba el luminoso par-
padeo de las tormentas.
Sin embargo, los moradores del pueblo esperaban
confiados, porque sabían que aún les quedaba un
gran recurso; el último, aquél a que se acudía en el
postrer momento y que el santo patrón no había des-
oído nunca; el del 15 de mayo, día de su nombre, y
esperanzados decidieron al fin apelar a él, por medio
de la tradicional procesión, que mostraba al santo, el
estado de las tierras agostadas por la prolongada
sequía.
Desde muy temprano, los mayores se reunieron en
el templo y con gran cuidado fué descendida de su
camarín la vieja efigie que languidecía renegrida por
los años en un invernadero de rosas de tarlatana, y,
72
una vez que fué depositada sobre las andas, en las
primeras horas de la tarde, la campanita de la iglesia
blanca revoloteó alegremente, entre su nicho de cal
y canto.
Sobre el atrio cubierto de hebra de pino, bajo la
susurrante gloria de las banderolas y cadenas de papel
de china, las miradas de la muchedumbre estaban
prendidas de los ojos estáticos del santo que parecía
buscar bajo el cielo, la nubecita aquella, que en engro-
sando había de hacer patente su milagro.
Porque él no abandonaría nunca, a sus queridos
poblanos, y el agua tenía que caer irremisiblemente,
esa misma tarde, sobre los techos de las casas de San
Isidro, De eso estaban todos seguros.
—Como creer que hay Dios, que hoy mismo va a
diluviar—decía una viejecita— ya lo verán, ya lo ve-
rán, mis hijos. Así pasó en los tiempos de la otra
sequía, cuando la guerra de Regalado,
Al frente de la comitiva, bajo la limpidez imper-
turbable de los cielos, un indio andrajoso tocaba una
flauta de caña, cargando él mismo, con un enorme
tambor de cuero de res, que un compañero golpeaba
cadenciosamente, entre el alborozo de los patojos y el
pánico de las gallinas que huían a la desbandada.
Después venían los monaguillos de falda roja y ca-
misola de encajes, muy serios y orgullosos con la vie-
ja cruz de plata cincelada y los incensarios de la época
de la colonia, y en seguida, solemnemente, se abría
una valla de muchachas vestidas de blanco, que pro-
73
tegían con sus manos morenas, las llamas de los cirios,
que iban trémulas al viento de la tarde, como almitas
en pena,
Al medio de la carretera, tras la efigie del santo va-
rón que fué labrador, el padre cura del pueblo, con la
vista en el suelo, repartía bendiciones, la mano en alto,
con gesto de sembrador, mientras las mujeres cantaban
tristemente bajo la blanca luz de las primeras es-
trellas:
San Isidro Labrador,
Pon el agua y quita el sol
San Isidro Labrador
Pon el agua y quita el sol.
Al pasar por la casa del alcalde, el cortejo fué salu-
dado por una serenata de acorcTéones y guitarras, y por
dos o tres cohetes de vara, que rasgaron impetuosa-
mente la serenidad de los cielos.
Al otro lado de la calle, bajo el prestigio de una
placa de mármol historiada con letras de oro. estaba
la fuente aquella, que había sido ofrecida al pueblecito
por un presidente de la república e inaugurada pom-posamente en un lejano 15 de septiembre, cuando un
señor venido de la capital, en compañía de muchas
niñas, niñas chulas como estampas, había dicho un
largo discurso, mechado de retórica y de palabras in-
geniosas; pero la fuente continuaba vacía, porque si
bien aquel generoso y ya difunto presidente, regalaba
pilas y compraba a cada poco tiempo fincas . nun-
ca se supo que hiciera milagros. Y la placa de fino
74
mármol era, sobre el bostezo interminable de la fuen-
te, como el epitafio del agua, en aquella calurosa tarde
del mes de mayo, en la tierra caliente,
Al terminar la única calle importante de San Isidro,
cuando ya la comitiva se internaba entre los cañales
agostados por el sol implacable de la jornada, bajo los
árboles plateados por el polvo del camino, el indio del
tambor se detuvo, alcanzado por los gritos del patojo
de la señora Micaila, que iba de parte del sacristán a
ordenarle que se volviera, y casi en ese mismo momen-to, una nubecita morena apareció tras la falda de un
cerro lejano,
A la orden de volverse al pueblo, se produjo en las
filas una confusión, y mientras tanto, la pequeña nube
negra crecía y crecía del lado de Oriente, acentuando
rápidamente el crepúsculo.
De pronto, como si el vientre del cielo demasiado
tenso por el calor, se rasgara, brotó un lívido relám-
pago, que corrió en un río de luz sobre toda la línea
del horizonte, y el rayo rugió, allá muy lejos, sobre
el lomo pelado del volcán.
San Isidrp Labrador,
Pon el agua y qpita el sol.
San Isidro l^dbr^or.
Pon el agua y quka el sol.
A los pocos minutos los truenos retumbaron con-
tinuos, como si los montes se vinieran abajo; la noche
cayó sobre los campos, en un solo ramalazo de som-
bra, y las primeras gotas de agua del año azotaron
75
furiosamente los árboles, mientras la muchedumbre,
poseída de un terror supersticioso, cantaba casi au-
llando:
¡ Milagro ! ¡ Milagro
!
San Isidro Labrador,
Pon el agua y quita el soL
San Isidro Labrador,
Pon el agua y quita el sol.
Y el santo varón que fué labrador, tambaleante
entre los llorosos faroles que alumbraban el impo-
nente y aromado espectáculo de la tierra que bebe se-
dienta, huía, bajo los fuetazos de un fuerte aguacero
espantado de su propio milagro, aunque ese milagro,
no fuera sino un llamamiento al otro, al eterno, que
es el de la resurrección anual de los campos, en la
hermosa tierra caliente de Guatemala.
76
EL VENADO DELA JOYA GRANDE
EL VENADO DE LAJOYA GRANDE
Bueno, muchachos—dijo don Pancho cuando ter-
minábamos la cena en el corredor de la finca, bajo el
parpadeo de un ahumado farol de gas, que pendía de
una viga, dibujando un oscilante círculo negro sobre
el mantel a cuadros azules y blancos*
—Ahora voy a mandar a llamar al chuchero, para
que esté listo mañana temprano, a ver qué suerte te-
nemos*
—Ve, Concepción—agregó, dirigiéndose a la mu-chachota, fresca y redonda, como una tinaja nueva,
que servía la mesa*
—Llámate al capotal y decile que vaya al rancho
de José a avisarle que lo espero al aclarar y que traiga
su bastimento y su escopeta, porque mañana—contí-
79
nuó dirigiéndose a nosotros—yo no me vengo del
campo sin ese venado de la Joya Grande, que los mu-chachos dicen que carga piedra.
—¿Carga piedra?—preguntó don Otto, el alemán
administrador de la finca vecina, con sus ojos de pel-
tre dilatados por la admiración.—¿Cómo piedrai*
—¡Ah!, es que usted no sabe, don Otto—dijo
don Pancho.—Aquí, en nuestra tierra, hay venados
que por más que los cazadores les tiran, no caen, por-
que tienen una piedra que les hace cosquillas cuando
corren y así, ni los perros ni las balas los alcanzan
nunca. Y según dicen los muchachos, ese, del que
yo hablo, es uno de ellos, matrero que se enhuatala
y desaparece, cuando uno menos se lo piensa. Meconsta, porque hasta el cuadrillero de Peña de Plata,
que es hombre que nunca yerra un tiro, ya le ha tirado
dos o tres veces y nada. Pero con ese rifle de largo
alcance, que usted dice que trae, no va a haber muchas
historias, ¿verdad Pablito?—añadió, volviéndose a
otro de sus huéspedes, el joven y conocido cazador
Pablo Montes, que había llegado con nosotros, esa
misma tarde de la capital, invitado por don Pancho
para una pequeña temporada en Las Delicias, que era
el lugar donde ahora cenábamos, después de un viaje
de cerca de un día de ferrocarril y dos horas a caballo.
El calor comenzaba a esa hora a disminuir un tanto
y al otro lado de los patios de secar café, que la luna
convertía en dos inmensos espejos de plata, la selva
cuajada en una sola mancha profunda, se pringaba
de puntos de oro, enviando hasta nosotros su hálito
80
ardoroso y salvaje, donde se confundían en uno solo*
los enfiebrados olores de la persecución, la fragancia
de la fronda cargada de savia, los aromas del polen
al viento, y el olor acre de las fieras en brama*
Al final de la comida, la Concepción trajo el café,
una taza en cada mano, frente al temblor de sus senos
que se adivinaban, frescos y camagües, bajo la camisa
de floreada indiana y en seguida que nos hubo servido
a todos, se dedicó a recoger los platos y las fuentes
entre las cuales ya pataleaban algunos zancudos y ron-
rones, después de chocar estúpidamente contra el tubo
del quinqué*
—¿Fuman puro?
—Muchas gracias* No*
—Yo me fumaré un **Tigte*\ Bueno, ya saben
que están en su casa y que en ella pueden hacer lo que
quieran*
De sobremesa se habló un poco de todo* Siembray^
precios del café* ¿Se casó ya la Martita? ¿Y las fiestas
del 15? Serían ya las diez, cuando la morena Concep-
ción volvió al comedor para anunciar a nuestro ami-
go, que en el patio esperaba el propio, que había ido
a la estación a recoger nuestras valijas*
—¿Dónde se consiguió este perro tan chulo?—^pre-
guntó admirado don Pancho ya en el patio de la fin-
ca, bajo la luz de la luna y frente a un fino sabueso
de largas orejas a quien los perros de la casa atolon-
draban con sus ladridos desde una respetable distancia*
81
—Este perro me lo regaló mister Johnson, antes
de irse para los Estados Unidos—respondió el aludi-
do.—Es un animal de pura sangre y hermano de otro
que tiene el general Ramírez y que, según dicen, saca
a los venados, hasta entre los corrales de la hacienda.
¡Ya va a ver mañana, qué tal le va a su venado con
piedra, con estos mis perros, don Pancho!
Mientras tanto, el mozo que traía los equipajes en-
tregaba los cabos de las cadenas, de las que venían
atados los perros, a un indiezuelo, preparándose em-
papado en sudor, a descargar las maletas.
Cada cual tomó lo suyo y como ya eran cerca de
las once y estábamos algo cansados, ^odo el mundo
se fue a dormir, con excepción de don Pancho que se
quedó hablando, apoyado en un pilar del corredor,
con el mayordomo de Las Delicias.
A la esperanza de un día de caza, bajo el ardiente
sol, enervado por ese olor a noche de costa, me aletar-
gué yo, con un cansancio animal que aromaban las
temblorosas flores de trapo de la inquietante Con-
cepción.
Al otro día muy temprano la campana nos puso
en pie de guerra a las cinco, y una vez que me hube
lavado, me encaminé al comedor, donde ya nos espe-
raba don Pancho, frente a un suculento desayuno.
82
Los primeros rayos del sol, se posaban como una
bandada de pájaros luminosos sobre las ramas más
altas de una inmensa ceiba y a su pie los rebaños de
árboles, verdes, rosados, amarillos, se tornasolaban,
como si la tierra sudara oro y verdura en la mañana
azul de la tierra costeña»
En uno de los corrales, un padre toro bramaba
amoroso al naciente sol y allá muy alto, iban las par-
vadas de loros, rumbo al mar, como puñados de es-
meraldas,
—Ya llegó el chuchero con sus chuchos!—dijo al-
guien, Y como sólo a él esperábamos, todos nos le-
vantamos para requerir nuestros fusiles que habían
quedado pendientes de unas astas de venado, en el
corredor de la casa.
Eramos en total nueve y de ellos, siete habíamos
llegado de la capital espléndidamente armados para
la cacería, Winchesters, Marlins, rifles de bala explo-
siva, capaces de fulminar a una manada entera de ga-
mos, y hasta don Otto, el alemán, además de una
buena escopeta, mostraba en esos momentos una de-
forme pistolona de tiro blindado, que según él, le
había sido de mucha utilidad durante la gran guerra»
porque con ella no se falfába nunca y se podía matar
a los hüiciziles, a través de los barrancos.
—Y con nosotros va a venir el mejor conocedor
de la costa—dijo don Pancho,—jYa van a ver qué
hombre! ¡Y con unos perros! A ver. . . ¡Lucero! vení
acá . . ¡Napoleón. . . ! ¡Recuerdo. . .
!
83
Todos nos precipitamos a los patios y hasta el
feliz poseedor del gran sabueso, del hermano de aquel
que estaba en la finca del general, se adelantó, comohombre amante de los animales, para verlos mejor,
antes de montar.
Pero. . . ¡oh, desengaño! Frente a nosotros apare-
cía, en la mañana luminosa, un hombre de cuerpo
pequeño y enjuto, de rostro color de tabaco en rama,
con unos cuantos pelos en la cara, retorcidos y negros,
como esos arbustos rebeldes y medio quemados que
quedan siempre en el campo, después de las rozas.
¿Y los perros? Unos animales famélicos y huraños
que nos miraban recelosos, con la cola tunca entre las
piernas. ¿Y la escopeta? ¡Dios de mis abuelos! ¡Si
aquello no hubiera tentado ni a un baratillero de las
Cinco Calles, en Guatemala! El gato estaba amarrado
con una pita, según explicó su propietario, porque al
disparar volaba a la chin . . ¿Y el cañón? ¡Oh cosa
inaudita! estaba remendado con parches de cera, por-
que el clima de la costa, había corroído el acero comouna lepra.
Sin embargo, el hombre habló de los venados ycuando así lo hizo, un destello de sol pasó por sus ojos
de aguas turbias, como las aguas de las pozas cente-
narias.
—¡Ya van a ver niños! Vamos a sacar el venado
de la Joya Grande, ese de la piedra, para que ustedes
lo maten. Yo lo he visto muchas veces, con estos
ojos que se han de comer los gusanos y no me lo he
tirado, sólo porque cuando lo veía, venía de rastrojar
84
y no llevaba ésta que ustedes ven aquít porque con esta
mi cuache, que está ofrecida al señor de Esquipulas,
no se me va uno. Prepare un buen fuego niña Tona^
que ya volvemos . . . decía volviéndose a la cocinera
que traía unas arguenas. Prepare un buen fuego niña
Tona.
Yo, casi creí que aquel hombre había pasado la
noche en un velorio y que a esas horas aún estaba bo-
rracho o de goma. Pero, don Pancho estaba ya a lo-
mos de su caballo retinto y con el ademán nos urgía
a que lo siguiéramos, porque la fresca pasaba pronto.
Campo adelante y después que nos hubo colocado a
todos con los mejores puestos, José se ausentó de mí,
que fui el último en abandonarlo, encargándome mu-
cho que no perdiera de vista a la quebrada, porque
por allí iba a aparecer el venado.
—Tantéyele unos tres jemes adelante del pecho,
patroncito—me dijo al despedirse—con eso le pega en
el mero brazuelo. Yo me voy a ir a los Verdes, que
es el último puesto, por si ustedes fallan. Y lo pos-
trero que de él vi, fué la cola de gato de monte de su
garnil, que se enredaba en unas zarzas.
Al fondo de las barrancas comenzaron a oírse unos
ladridos lejanos, indecisos, espaciados, al principio ydespués nutridos, certeros, como si dijeran ¡aquí!
¡aquí! ¡por aquí pasó! ¡a él. . . ! ¡a él. .. ! ¡los
buenos . . .
!
85
A las diez aquello parecía una revolución, los dis-
paros se sucedían como enormes puntos suspensivos
sobre la serenidad augusta de la selva y los pájaros
asustados volaban de rama en rama a cada detonación.
¿Lo mataron? ¿No lo mataron .. . ? Después silen-
cio y en seguida otros disparos. ¿Será posible, pen-
saba yo mientras tanto, que los venados tengan piedra
y que desaparezcan con ella, en un momento? ¿Qué
hacía mi novia, en esos momentos allá en la capital?
¡Esta polaina que tanto me molesta . . !
De repente ¡Oh prodigio! los matochos se apar-
taron con violencia y un ágil animal pasó frente a
mí, con la blanca cola enhiesta y la mirada brillante
de angustia. De tres saltos en zig-zag, salvó un claro
y desapareció, y era tan hermoso verlo correr, con
unos cuantos bejucos de flores rojas en la cornamenta
que me dejó suspenso. A los dos segundos ya estaba
yo repuesto y cuando las hojas se apartaron de nuevo,
al cabo de un minuto, por poco mato a Napoleón,
que pasó como una pequeña tromba.
Tras él, uno, dos, tres,¡jule!
¡jule! Los escuálidos
mastines de José, el chuchero, ladraban gozozos. con
la nariz pegada a la tierra y se sentía que para ellos, el
mundo, era en ese momento pequeño, porque iban
tras el prodigio de las montañas ¡gua! ¡gua! ¡guaaa!
Al cabo de un largo cuarto de hora, un tiro; que
fué punto final en el tiroteo de la mañana.
¿Lo mataron ? ¿No lo mataron?
A las doce, llegamos todos sudorosos y extenuados
a los Verdes»
86
Bajo un árbol de guarumo, a la orilla de un ria-
chuelo, los perros con la lengua de fuera, hambrientos
y heroicos, como verdaderos perros de indio, rodeaban
hieráticamente al venado tendido de costado, con los
magníficos ojos negros marchitos por la muerte, que
había llegado hasta él en un solo tiro de la cuacbe, al
medio de la frente.
Al vernos llegar, José salió a nuestro encuentro
gritando:
—¡De pura chiripa! ¡De pura chiripa lo encontré,
patrón!
En su mano, triunfalmente, levantaba al cielo para
que lo viéramos mejor, el gato de su escopeta, que esta
vez había reventado la pita, con la fuerza de la ex-
plosión.
Y el famoso sabueso, hermano de aquel que estaba
en la finca del general, se perdió para siempre, aquella
mañana, tras el venado con piedra, en la montaña*
87
LOS REVOLUCIONARIOS
LOS REVOLUCIONARIOS
— ¡ Sargento Cbigüichón . . .!—gritó el coronel
Roldan, a lomos ya, de su macho prieto, mientras se
envolvía el cuello con un sucio ponchito de Momos-tenango.—¿No han llegado todavía los muchachos
que el cabo Berganza fue a buscar al pueblo de las
Gavias?
—No, mi coronel—respondió cuadrándose desgar-
badamente el aludido, un mulato de pelo acolochado
y ojos malignos, a quien sólo se le podía distinguir
en su categoría, del resto de la tropa, por las dos es-
trechas tiras de lana roja y negra que ornaban las bo-
camangas de su chaqueta de imitación*
A distancia, monte adentro, comenzaron a sonar
algunos disparos de fusil que vibraban tónicos y pro-
fundos en el sereno ambiente de las montañas*
91
El sol principiaba a calentar y el aire suave de la
mañana sacudía el aroma agreste de los huatales en
flor.
Desde bacía varios días, los guerrilleros eran batidos
por las fuerzas del gobierno, y la noche anterior, la
pequeña fuerza babía sido atacada por sorpresa, cuan-
do trataba de registrar unos ranchos, a la salida de la
única calle de un pueblecito, donde a pesar de su des-
esperada resistencia, fué desalojada, dejando algunos
muertos y heridos a lo largo de los cercos, que a esa
hora se dibujaban como murallas, en el fondo de la
noche sin luna.
Por esta y otras razones menos explicables, el coro-
nel Roldan, ''Tipache**, como le llamaban por lo ba-
jo sus hombres, se sentía al principio de uno de aque-
llos sus malos días. Montado sobre su macho ''Clari-
nero'*, casi desde el alba, después de una mala noche
de continuas alertas, pasada entre el monte, sin fuego
y sin abrigo; porque las cobijas y el aguardiente ha-
bían llegado hasta muy tarde, parecía intranquilo ynervioso por la tardanza de esos voluntarios que su
gente había ido a buscar a las Gavias, por las buenas
o por las malas; mientras el resto de sus soldados be-
bía café y comía totoposte, comentando la escaramu-
za de la noche anterior, y sacudiendo sus sombreros
de palma alrededor de los fogones, para evitar que las
columnas de humo delataran su presencia.
¿Por dónde diablos andaban ahora las tropas go-
biernistas? ¿Quién disparaba en la rejoya de enfren-
te? Nadie hubiera podido decirlo entre el grupo, ni
92
aún el propio coronel que, bastante inquieto, volvía
continuamente la cabeza quemada por el sol y el vien-
to, como si ella hubiera sido modelada con prieta cera
de talnete, para interrogar al paisaje o la faz de sus
hombres; con aquellos sus ojos que brillaban recelo-
sos sobre las dos manchas verdes de sus pómulos de
indio.
—¿Pero, qué hacen esos atarantados que no vie-
nen?—decía al sargento.—Páseme otro trago de esa
condenada olla y ordene a un hombre listo que suba a
un palo alto, a ver quién tira.
Al viejo le entraba la negra, o como decían sus sol-
dados, estaba en su mala luna.
Sus hombres, que lo conocían, se apresuraban a la
faena, evitando la mirada del jefe, precursora, cuando
los vientos secos soplaban del Norte, de terribles arre-
batos que dejaban al viejo insurgente desmadejado ysin voluntad, durante muchas horas.
—¿No se mira nada . . ?
Y ya se decidía a descender de su montura, cuando
uno de sus soldados apareció de pronto, tras un ma-
tocho y dando el silbido de consigna, anunció la lle-
gada de cinco hombres escoltados, delante de los cua-
les marchaba un viejecillo vestido de parda jerga, y a
quien sin duda se le había obligado a descender de su
cabalgadura, para hacerlo llegar en compañía de los
volúntanos, hasta la cumbre donde la partida termi-
naba sus preparativos de marcha.
93
El viejo coronel, ensombrecido súbitamente por
aquella aparición y ya exasperado por la tardanza que
ponía en peligro su retirada, de impaciente que estaba
se tornó en furioso. Las manchas verdes de los pómu-
los se acentuaron, el brillo de los pequeños ojos se
hizo más intenso, y una extraña sonrisa pasó por sus
labios, bajo el temblor de los ralos e iracundos bi-
gotes.
Era la mala, la negra, que llegaba. Aquella som-
bría exasperación que desde joven había azotado su
vida de hombre rudo y casi salvaje, induciéndolo a
dejar su hogar, muy joven, después de un homicidio.
De lo más profundo de su propio ser, la sentía al-
zarse de pronto como una fiera echada a la que se
hostiga sin razón y por la que sus hombres le temían
como a un demonio.
Era ella, la que la noche anterior había llegado
arrastrándose, hasta las inmediaciones de su poncho,
para poseer a su hombre, con la cautela de la serpiente
en brama.
—¿Y usted a qué viene aquí.**—dijo, haciendo ade-
lantar algunos pasos a su macho que, con las orejas
enhiestas, se resistía, el ojo avizor, sobre los recién lle-
gados.
—Lo que yo necesito son hombres.
El anciano vestido de jerga, una especie de patriar-
ca de cabellera blanca y casi sin dientes, sorprendido,
quiso explicar:
94
—Mi coronel, estos muchachos que aquí le traigo,
son como mis hijos; y por más que los hombres que
fueron a las Gavias, digan lo contrario, ellos vienen
por su propia voluntad al servicio» Sobre todo éste
—
añadía, apoyando su arrugada mano sobre el hombro
de un fornido mocetón—yo los he visto crecer a to-
dos y les he enseñado las primeras letras, porque soy
el maestro del pueblo» Quise traerlos yo mismo para
recomendárselos, porque sé que la causa es justa y que
la patria sufre con la tiranía . . .
—Bueno—interrumpió Tipache impaciente—to-
das esas son babosadas de viejo» ¿A mí qué me cuen-
ta usted compadre? A ver sargento Chigüichón, repar-
ta luego las armas y los petates de los difuntos, entre
estos nuevos, y camine deaprisa que no estoy para
muchas loas y relaciones»
Después de haber efectuado la distribución bajo
la azulada sombra de un árbol de tempisque, de cu-
yas ramas colgaban las chamarras y los tecomates de
los desaparecidos; el cañón de una cuache vizcaína
brillaba al sol; y mientras tanto, el viejecito seguía di-
ciendo:
—Yo sé que usted coronel es hombre bueno y que
la revolución encabezada por el general Andrade. . .
Impaciente, Tipache, tuvo una idea diabólica. . .
—A ver muchachos—ordenó: crúcenme al viejo
hablador también y delen esa escopeta cuache que so-
bra; vamos a ver si en el fuego es tan buen perico que
no se arruga ni se destiñe*
95
El sargento con una sonrisa maligna, trató de obe-
decer la orden, empujando al anciano: pero uno de los
muchachos recién llegados se interpuso diciendo:
—Ansina no, amigo; el señor Chano vino sólo
para acompañarnos, pero no se queda, porque para
eso venimos nosotros, aunque sea casi por la juerza.
La cólera irrazonada de aquellos días tremendos en
que la negra lo visitaba, encendió el rostro del coronel
como una llamarada.
—A ver—balbuceó—a ver . . .
Y haciendo barajustar a su macho, lo metió a fuer-
za de espuela entre los hombres que se debatían furio-
samente, tirándose de las mangas de las chaquetas.
De pronto, todos se apartaron y el enfurecido gue-
rrillero se encontró frente al mocetón. quien agarran-
do instintivamente a la bestia por una de las patas del
freno la contuvo con un empellón; al mismo tiempo
que desenvainaba una daga de mango de cuerno.
—¡A sí. . . ¡Bueno—gritó Tipache, ebrio de ra-
bia—¡miren qué sinvergüenza traidor!, péguenmelo
contra el palo, pero inmediatamente.
Una riata, cuatro tiros y un poco de humo. Eso
fué todo.
Bajo la serenidad augusta del cielo de la patria, allá
muy alto, una bandada .de zopilotes volaba descri-
biendo grandes círculos concéntricos, sobre el pano-
rama resplandeciente de sol, y mientras tanto, el an-
ciano maestro de pueblo, con los tristes ojos llenos de
96
sombra, contemplaba al hombre muerto y a la partida
que, bajo las órdenes del sargento, levantaba a toda
prisa el campo, impresionada por la súbita ferocidad
de su jefe, que ahora iba sobre el Clarinero, como unsonámbulo, porque a la vista de la sangre, la negra lo
abandonaba siempre.
Y la historia, nuestra pequeña historia, iba tras ellos
ardilosa y sometida como una vivandera, para asegu-
rar más tarde que aquel caudillo había sido siempre
un valiente defensor de la libertad.
A distancia, monte adentro, comenzaron a sonar
algunos disparos de fusil que vibraban tónicos y pro-
fundos en el sereno ambiente de las montañas, y el
aire suave de la mañana sacudía el aroma agreste de
los huatales en flor«
^Gükk.«k. ,^x>
97
EL NOVILLO CARETO
EL NOVILLO CARETO
Ocultando su interés bajo un aire de indiferente
socarronería, el matrimonio indígena dio una vuelta
alrededor de la partida de ganado, observando con
atención los novillos que mordían pausadamente la
tierra casi desnuda de yerba»
El hombre, adelante, con su poncho rayado de ne-
gro a la espalda, sus arguenas y su bordón de palo de
membrillo. La mujer, silenciosa dentro de su camisa
roja, con el canasto sobre la negra pelambre, trenzada
entre tocoyales, y los ojos vacíos, caminaba un poco
atrás, haciendo sonar, a cada paso, el envuelto de tela
azul rayada de líneas blancas, sobre el barro hollado
por las reses en su ir y venir. Plac, plac, plac.
101
De pronto, como por curiosidad, la pareja de in-
dios se detuvo frente a un novillo carero de piel muynegra, cuyos cuernos apuntaban apenas como mamo-nes de caña brava entre la cerda reluciente y ensorti-
jada del fiero testu¿.
—¿Ese?—Miralo bien antes, hombre.
—Ya lo vi bien, mujer. Ese.
Vestido de jerga, descalzo y con altas polainas de
timbre que le llegaban hasta la media pierna, un hom-bre de bigotes rojizos y piel curtida por las imtempe-
ries, se acercaba a ellos, creyendo sorprenderlos, aún
cuando los indios, ya prevenidos, hicieran a su apari-
ción un profundo silencio.
—¿Compras ganado, marchante?
—¡Ah! ¡Malhaya, patrón!
—No te gusta, dirés, ese careto colocho de año ymedio? Te lo doy barato y podes estar seguro de ha-
ber hecho una buena compra en la feria.
—¡Qué va ser! Mirando nomás patrónl
Y los dos indios, casi temerosos, siguieron dando la
vuelta alrededor de la partida de ganado. Plac,
plac, plac.
—¿Lo viste? ''majunche'', torito!
—Bien galán, seguí caminando, que el mero dueño
nos está viendo . .
¿Quién se hubiera imaginado, viéndolos pasar así,
impenetrables e indiferentes, que casi su único pensa-
miento y su deseo más ardiente, desde hacía cerca de
un año, era comprar en aquel 1 5 de agosto, un anima-
102
lito que terminara de crecer a su lado, comiendo el
tazol de su milpa y bebiendo el agua en la batea, bajo
el alero de su rancho? Vecinos del partido de Suacité,
en los alrededores del pueblo de San Juan Sacatepé-
quez; él carbonero, ella comerciante en legumbres,
huevos y gallinas; ambos habían pensado durante
todo ese tiempo en el novillo, como se piensa en un
hijo que ha de venir, soñando en el gran día de la
compra, mientras contaban los dineros ahorrados real
a real.
¿Sería prieto, achiotado, o blanco?
—Mujer ya tenemos trescientos pesos . . .
—En el verano le daremos tusa y aguachiva.
—Hombre, ya mero llegamos a los cuatrocientos,
para el torito.
Al reunir los primeros quinientos pesos, hasta se
pelearon una noche, porque ella reclamaba que el di-
nero ahorrado lo quería guardar él solo, y al diablo
bien podía antojársele, empujarlo con todo y el pisto
hasta el estanco. Y se separaron, partiendo el dinero
mitad por mitad ...
Pero, a los pocos días, el novillo que en esa época
andaba sin duda enhuatalado por los chahuitales de la
costa, los unió de nuevo; cuando los aguaceros hicie-
ron brotar las primeras matas de tunay—^vara de San-
ta Catarina—sobre las lomas vecinas.
Junio. Julio. Agosto se acercaba, y ellos ya casi
llegaban, en aquel entonces, a los mil doscientos.
—Mujer, vamos al pueblo grande. Mañana es el
día 15.
103
Al cuarto de hora, atraídos, como el tacuatzín por
una buena percha de gallinas, los dos indios estaban
otra vez frente a la partida de ganado, contemplando
extasiados al carero, y el hombre de las polainas, tam-
bién como por casualidad, apareció de pronto tras
ellos.
—Bueno, al fin. ¿Les gusta el novillo, o no?
Un prolongado silencio.
—A ver, Ramón, arríame para esta punta a los no-
villos de año, para que los vean bien los marchantes.
Sí. ¡Ese mero! Aquel otro, el hijo de la Zopilota!
Ese mismo. ¡Aparta chivo. Apartaaa chivo! Ya vis-
te, si deveras pensás comprar, te voy a dar uno de es-
tos bien barato. ¡Chivo! ¡Ey. el chivo huyón! Mil
quinientos y es tuyo. ¡Ese! el carero.
—¡Qué va ser. si apenas tengo pisto patrón!
—Bueno. ¿Cuánto das vos?
—Tal vez, unos seiscientes
—¡Ah, no, marchante ' ¿No estás viendo que
son novillos entrefinos y en buenas carnes? ¿O crés
vos, que mi ganado es robado?
—¡Ah malhaya! ¡Dios guarde Tbora!
—Bueno. ¿Qué decís entonces?
—Tal vez no patrón, si ni mecate tengo . .
—Adiós, pues, decile a la mujer que te vaya a mer-
car uno ahí, no más.
El hombre de los bigotes rojizos, que ya había con-
sentido en vender algo, se impacientaba.
—¿Qué dice tu corazón?
104
—Va, pues, déjalo estar hombre, después te vas a
arrepentir. . .
—¿No querés ochocientos por uno, aunque sea
chiquito? Se decidió a ofrecer al fin el indio, cautelo-
samente, aunque sin despegar el ojo del careto.
—Vaya, para no hablar más, te voy a dejar ese
josco, chiquito, en mil pesos. ¿Que decís?
—¡Ah, malhaya patrón, si ni mecate tengo!
—Bueno, si es por eso, yo te voy a dar uno. Ve
Moncho, quitalc el mecate de la cornamenta a la vaca
madrina.
Pero el indio se resistía pasivo, detrás de su última
treta; mientras golpeaba la tierra con la contera del
bastón, para engañar su impaciencia.
—Ochocientos, sí.
—Vaya pues, te lo voy a dar, sólo porque con vos
voy a echar la bendición.
— I Al descoger patrón!
—¡Ah, no, marchante!
—Nuevecientos al descoger.
—¿Cuál quercs entonces?-
—¡El cateto!
—¡Ah, no! El cateto mil. Ni un cuartillo menos.
Míralo bien, marchante.
El pial hizo un círculo en el cielo, abatiéndose cer-
tero sobre la frente arremolinada del novillo que, des-
pués de hacer un vano intento de barrida, se decidió
por quedarse quieto, frente a los hombres. En reali-
dad, era un hermoso animal de piel reluciente y os-
cura como el negro de los guacales de morro bien pu-
105
lidos. AI fondo de sus mansas y asombradas pupilas
se dibujaban dos minúsculos indios nimbados de oro
sobre un cielo de quiebracajete azul.
—¡Ah malhaya, mucho pisto, patrón!
—¡Mil pesos por un novillo así! ¡Es regalado,
hombre! Es regalado. . .
—¡Que va ser!
—Entonces. ¿No te lo llevas marchante?
A espaldas del indio, la mujer, ansiosa, sudaba in-
móvil como un tapial de adobe mojado.
—Nuevecientos pesos, por el carero, palabra de
hombre.
—No. Ya te dije que por ese no. Vos hablastes por
el josquito, no por el carero.
—Entonces, tal vez no.
Y sin decir más, como si en realidad no lo desearan
con todo su corazón, los dos sanjuancros se fueron
retirando.
—Nuevecientos cincuenta. . . ¡vaya!
—¡Qué va ser! ¡Mucho pisto, patrón!
A los cinco minutos, estaban de vuelta, decididos
a dar los novecientos cincuenta. Felices; pero en su
cara de talpetate no se traslucía la menor emoción.
—¿Me lo vas a ventear bien?
—Seguro. ¡Achís!
Con mano rápida, el hombre de los bigotes asió al
ternero para barbiarlo y tumbarlo; mientras Ramóndesataba el fierro de marcar de las correas de su al-
barda, para calentarlo en el fogón del café, a medio
llano.
106
El indio abrió uno de los lados de sus arguenas ysacó del fondo de un cajeta un pequeño envoltorio
atado con zibaque y desenvolviéndolo contó deteni-
damente: novecientos cincuenta pesos billetes*
El careto ya incorporado y aturdido por la quema-
da y el golpe, tendió la cabeza hasta hacer una línea
recta desde su grupa y bramó dos veces de dolor,
echando vaho por narices y belfos*
—Que te vaya bien, marchante*
—Dios te lo pague*
Y los dos indios se fueron tras el animal, arrián-
dolo hasta la callejuela vecina, donde la mujer sacó
gozosa de entre su canasto, un hermoso lazo muylargo y nuevecito*
Al llegar a la salida del Guarda Viejo camino para
San Juan, el hombre, sin decir una sola palabra, entre-
gó a su mujer la punta del mecate y entró muy recto
en una fonda*«
A los pocos minutos salió escupiendo y limpián-
dose la boca con el reverso de la mano*
—Ahora, vos, la mujer, hay que mojar la compra*
Frente a La Majada, perdidos entre el tumulto de
las reses y los hombres que iban a la feria bajo la son-
risa luminosa del sol de agosto, sobre la tierra de Gua-
temala, se encontraron con los Tahuité, y el indio or-
gulloso de su novillo recién comprado simuló azotarlo
con el cabo del mecate, al mismo tiempo que gritaba:
107
—¡Ey chivo! ¡Al camino el chivo !
Y sin embargo Dios sabe, que casi hubiera preferido
pegar a su propia mujer, antes de tocar un solo pelo
del colocho. ¡Pero había que enseñarlo a la gente!
—Oy Tahuité. Un trago.
—''¿Canke güil cat**? (¿Cómo te va?)
—Puro cierto. Lo compré con mi mero pisto y el
mejor '*Tzotoj a gvux*' (punta de milpa verde) se-
rá siempre para él.
—Otro trago, el último.
Al fondo de la tarde, el marcescente florón del sol
se inclinaba ya, sobre la serenidad violeta y oro del
volcán de Agua.
¡Oh, Hunahpú! ¡Augusto señor de las leyendas!
¡Oh, Hunahpú, señor de los abuelos!
—Otro trago, el último.
—El ladino jodido. me quería enredar, pero yo le
salí adelante, porque soy hombre que sabe tratar, buen
comerciante
A la salida del estanco de Cotió, el matrimonio
indígena, casi no podía tenerse en pie, tras el animal
que ramoneaba hambriento a la vera de los cercos.
-^**Jacol tin chiquín''. (Nos veremos otra vez).
Lo de Reyes, Sacoj, el camino subía y bajaba entre
la línea del horizonte, los ojos se nublaban y sobre sus
pobres cabezas, ardientes y dolorosas, danzaban ale-
gres y turbias las estrellas, en el negro comal del cielo.
Con la noche, pasándose el mecate de mano en ma-
no, los dos indios cayeron al fin de bruces, al borde
de una cunefa, mientras el viento repetía siempre:
108
Un trago para el hombre, un trago para la mujer,
el último*
Deplorables, desgreñados y sucios, llegaron al otro
día hasta San Pedro, lamentando la pérdida del carero,
de las arguenas y del poncho*
—¡Señor de San Felipe! Si no$ devolvcs al torito
te ofrezco una buena visita para la Semana Santa que
viene.
—Vos lo soltaste*
—No* Vos juistes, acordare bien*
Pero, ¡oh, suerte, la del indio con suerte! En el pos-
te frente al cabildo de San Pedro el novillo impertur-
bable, se espantaba las moscas coleando*
—¡Ave Maríe, en tantito se pierde!
—Ahora, del puro gusto, tomate un buen batidor
de chicha sanpedrana*
—Vos lo soltaste ayer*
—No* Vos juistes, acordare bien*
—Otro poco de chicha, del puro gusto*
A las tres de la tarde el matrimonio sanjuanero
salió de San Pedro, camino para San Juan, pero esa
noche, el novillo colocho a pesar de estar bien herrado
y venteado se les perdió para siempre* ¡Ah, suerte, la
del indio sin suerte!
109
EL NAHUAL
/
i
i
EL NAHUALLa religión zoolátrica de los indígenas de
Guatemala, antes de la conquista, pretendía
con la creencia llamada nahualismo, que el
alma o espíritu animador del hombre estaba
íntimamente ligado a un animal real o fan-
tástico que velaba por su vida y en algunas
ocasiones lo protegía. Así, dice la leyenda,,
que el ilustre quetzal, ave nahual de Tecún
Umán, enmudeció para siempre de dolor,
cuando don Pedro de Alvarado atravesó al
valiente caudillo quiche, con un bote de su
lanza, en las llanuras de Xe-QuikieL
Después que las tropas expedicionarias capitaneadas
por Hernando de Cortés, hubieron salido de las fra-
gosidades de la sierra de Tehuantepec, donde la na-
ii:
turaleza tropical hace gala y derroche de sus fuerzas
vitales, penetró la columna en una grande llanura» ac-
cidentada únicamente por muchos y caudalosos ríos,
que a veces detenían sobre sus riberas, durante varios
días, al ejército español en marcha punitiva hacia las
lejanas tierras de Honduras o las Hibueras.
Donde más verde y atractiva parecía la maleza o la
grama, existían ahora profundas ciénagas que había
que bordear, a veces durante leguas y más leguas, por-
que ya habían caído en ellas, con gran peligro de sus
vidas, los jinetes y aun los mismos infantes.
Sí en la cerrazón de las montañas del istmo, las
tropas se habían perdido con frecuencia, volviendo
después de mucho' andar al mismo punto, en aquella
inmensa sabana, las penalidades del viaje aumentaron
grandemente, según relata Bernal Díaz del Castillo,
en su documentada Historia de la Conquista de la
Nueva España; pues el clima era por demás ardiente
y las jornadas se hacían bajo un flamígero sol, que
encendía extraños delirios en los cerebros de los hom-bres, cubiertos siempre con el hierro de los morriones.
Acontecía muchas veces, que después de haber ca-
minado, desde la hora del alba, sin más guía que el
sol, o el relato de algún indio» y cuando ya al atar-
decer, las tropas se sentían extenuadas, el cielo se fun-
día en torrentes líquidos, cayendo las aguas en esa
comarca, con tal intensidad, que formaban como tupí-
das cortinas; el calor era sofocante y la vegetación es-
pléndida avivaba la evaporación, con lo que los inter-
minables aguaceros se sucedían noche y día.
114
I
Para poder dormir, se subían a los árboles, dejando
a los caballos metidos en el agua hasta las cinchas,
entre aquellas tierras bajas y anegadizas, y se tenía por
suma felicidad la del soldado que alcanzaba un peda-
zo de carne de puerco, de los que morían en la jorna-
da; porque los víveres comenzaban a escaser y a veces
la ración consistía tan sólo en un elote o un puñado
de maíz»
Y así continuaban, día tras día, bajo la tibia lluvia
o el ardiente sol de oro, que sentían llegar tras la
coraza, ahogando la sed de riqueza y de aventura de
sus insaciables corazones, hasta que una tarde se de-
tuvieron sobre las orillas de un gran río imposible
de vadear»
Para hombres de su empuje, idear un proyecto era
tanto como poner manos en él, y para salvar el río>
decidieron tender un puente»
Faltaban vigas, cables, herramientas, todo, pero
estaban ellos y habían árboles gigantescos; eligieron
el que les pareció más a propósito, lo tumbaron a
hachazos, y cuando su copa tocó la orilla opuesta»
hicieron lo mismo con otro cercano, desmocharon las
ramas y al cabo de veinte días, el puente dio paso a
hombres y bestias, sin otra pérdida que la de un sol-
dado extremeño, a quien, por mirar la embravecida
corriente, arrastró el vértigo.
Al otro lado estaban las selvas milenarias del
Peten.
115
Y allí comenzó lo tremendo: ni una alma viviente,
fuera de los caimanes o los monos saraguates, que a
distancia, por miedo de los arcabuces, y dando terro-
ríficos alaridos, los seguían de rama en rama. Para
comer, servían los trozos de cuero, las sillas de los ca-
ballos, las pacayas o palmitos, las vainas de las espa-
das; sapos, culebras, frutas venenosas o no, todo se
devoraba, y plato regalado fue a veces una bolsa de
huevos de hormiga. Un soldado de apellido Villare-
jo, desenterró una raíz blanca, y al poco rato estaba
como loco; y andar así, era para toparse cuando me-
nos lo pensaban con una emboscada que, para los en-
fermos de hambre o de fiebres, significaba trabajo
sobre trabajo, o muerte violenta, sobre la muerte ca-
chazuda que iba entre los escuadrones, porque el ham-
bre fué siempre la compañera inseparable de los con-
quistadores españoles en el Nuevo Mundo.
En esta nueva etapa de la expedición, lo intrincado
de las selvas era todos los días un problema hecho de
árboles seculares, que encumbraban sus copas frondo-
sas y cargadas de parásitas o bejucos hasta las nubes,
y a las rejas de aquella prisión verde y viva, se junta-
ban las sorpresas de las fieras, los indios antropófagos,
las saetas envenenadas y sobre todo, la incertidumbre,
porque los mapas aborígenes que los sacerdotes aztecas
habían regalado a Cortés, a su salida del valle de
México, habían terminado con sus áreas de conoci-
miento y los pocos prisioneros que de cuando en cuan-
do se hacían, preferían siempre morir, a dar noticia
116
alguna sobre los poblados que estaban delante,' o
bien, al ser astutamente interrogados por la Malinche,
daban indicaciones deliberadamente erróneas*
Muchos hombres habían muerto ya agotados por
las penalidades de la campaña; principalmente entre
los guerreros tlascaltecas, cholulas y mejicanos que
acompañaban en su marcha al conquistador; se mur-
muraba de los jefes y algunos pensaban en volverse,
desistiendo de su intento, únicamente al pensamiento
del mar de verdura que iban dejando a sus espaldas.
Una vívora de especie desconocida había matado en
días anteriores a un caballo que pacía confiado en los
alrededores del real, y aun cuando no había acciones
formales de guerra y las almas y los aceros enmohe-
cían en sus vainas, las sorpresas eran continuas.
Detrás de una mata de bellas y extrañas flores, que
los soldados se detenían por un momento a contem-
plar, más que todo para engañar su cansancio, vibra-
ba de pronto la muerte, que se anunciaba casi siem-
pre con dolores insólitos, pues la mayoría de las fle-
chas indias estaban curtidas en un raro y mortal vene-
no. Y entonces, ante el compañero o el aliado herido,
se destacaban hombres, se batía el campo y se explora-
ba la selva; pero todo era en vano, porque ésta, a su
vez, parecía encubrir a sus desnudos defensores y no
respondía a la búsqueda sino con el canto de sus cen-
sontes o el rugido de sus fieras.
117
El juglar había muerto, y el terrible ''mal de cos-
tado'' seguía tendiendo hombres de la falanje que,
como una enorme y atormentada serpiente, iba dejan-
do sus mejores escamas en las breñas del interminable
y azaroso camino.
Mientras tanto, los alimentos se hacían cada vez
más escasos y si no hubiera sido por las manadas de
venados mansos que encontraron pastando en los cla-
ros, y las pocas gallinas de la tierra, que de grado o
fuerza arrancaban a los naturales, hubieran perecido;
pues, por más que los soldados iban cargados con el
oro y la plata del botín mejicano, ya comenzaba el
ejercito a no tener más alimento que las raíces de algu-
nas plantas.
Una tarde de esas, poco antes de llegar a Tayasal,
pueblo que los indios decían estaba sobre la isla de
una laguna, el capitán español decidió pernoctar en
un caserío, al que penetraron cuando el sol tocaba ya
la línea del horizonte.
Las estrechas callejuelas estaban desiertas, pero en
algunos ranchos encontraron comales y tortillas aún
calientes, señal evidente de que el poblado había sido
abandonado momentos antes. Al llegar a la plaza,
se envió un piquete de lanceros a explorar los alrede-
dores, se buscó agua en un riachuelo cercano y se pu-
sieron a pastar las cabalgaduras en una pradera, frente
a un montículo o cúe, sobre cuya cima había un ado-
ratorio indio.
118
i
Al fondo del templo, entre grandes planchas de
piedra esculpidas de guerreros, jeroglíficos, divinida-
des y sacerdotes, con la macabra ofrenda de un cora-
zón humano sobre un cesto de maíz negro, un ídolo
deforme y terrible, veía consumirse el fuego de un
brasero que convertía al aromático copal pom en vo-
lutas de humo.
El capitán conquistador, un poco enfermo, más que
todo cansado, decidió dormir allí, por ser ese, el único
edificio de piedra en el lugar; y así hizo subir hasta el
templo, su montura, sus armas y algunos equipajes.
El país que atravesaban, aunque muy hermoso yfértil, parecía casi deshabitado; el calor era intenso
y los mosquitos eran tan numerosos, que los soldados
tenían que turnarse para poder dormir, tejiendo aba-
nicos con hojas de boj, tal como habían visto que
hacían los indios. La región era pobre en metales,
escasa de pastos para el ganado y en ciertas ocasiones
muy avara para proporcionar el sustento de la colum-
na. Esa misma tarde, para poder comer algo, habían
tenido que desollar a un caballo enfermo y sangrar
a dos o tres marranos.
Con la noche, las luciérnagas brillaron intermiten-
temente allá en el fondo, donde la espesa selva no era
más que la sombra de un enigma; los soldados pre-
paraban los fuegos, grabando con sus espadas, una
cruz, en el tronco de una ceiba, y mientras tanto, don
Hernando de Cortés pensaba: ¿Hasta cuándo te ven-
ceré, oh, selva desconocida e inmensa? ¿Hasta cuándo
119
mis ojos volverán a contemplar nuevos hombres blan-
cos? ¿O al fin caeré en tus celadas, que son garras,
traición, fiebres y venenos?
Desde las muertes de Cuauhtémoc y el Señor de
Tacuba, ordenadas y ejecutadas noches antes en las
inmediaciones del distrito de Acala. el caudillo espa-
ñol parecía sombrío.
Comprendía el desaliento de sus hombres y el odio
oculto de sus aliados indios, siempre en complicidad
con la dura naturaleza, y él mismo, en ciertas noches
en que. como aquella, el enigma de las nuevas tierras
y las nuevas constelaciones se hacia más hondo, sentía
haber dejado la relativa tranquilidad del hermoso va-
lle mejicano. Quien ha sobrevivido a la noche triste,
pensaba con amargura, no tiene derecho a retroceder»
ni a dejar de mano a la esperanza.
De pronto los lanceros penetraron a la plaza del
real, y la luz de los fogones encendió una llamarada
en el hierro de las lanzas. Los hombres venían con-
tentos, pues habían tenido noticias por unos indios
que buscaban zapotes en la espesura, de que de allí a
veinte soles de distancia, se sabía de hombres con bar-
bas, que sin duda eran soldados de Cristóbal de Olid,
y, además, traían un poco de maíz, yuca o cazabe yalgunos prisioneros.
*Tuera de los arroyos en el monte—decía un ba-
llestero—había unas señales de ramas cortadas y se-
guimos aquel rastro más de media legua, y luego sali-
mos del arroyo y dimos con unos ranchos pequeños,
despoblados del mismo día y desde lejos, en una cuesta
lao
vimos unos maizales y una casa y sentimos gente en
ella, y como ya era puesta del sol, estuvimos entre el
monte hasta buen rato de la noche y muy calladamen-
te dimos de presto en la casa y prendimos tres indios
y dos mujeres mozas y hermosas para ser indias y te-
nían dos gallinas y un poco de maíz'\
Mientras tanto. Cortés, impresionado por aquel
corazón sangriento, se paseaba en el interior del tem-
plo, descansando de las fatigas del viaje y del peso de
sus armas.
Y la dolorida sombra de Cuauhtémoc volvía a vi-
sitarlo repitiendo siempre la inútil protesta que la
muerte coaguló en la garganta: *'Oh malinche; días
había que yo tenía entendido que esta muerte mehabías de dar, y conociendo tus falsas palabras. ¿Por
qué me matas sin justicia? Dios te la demande pues
yo te la di cuando te me entregaste en mi ciudad de
México''.
Para distraerse, el castellano hizo llevar a su pre-
sencia a los prisioneros, que, en viéndolo, se proster-
naron a sus plantas.
Sólo una de las dos mujeres cautivas permaneció
en pie, desafiando con su altiva mirada la luz de la
pupila hispana.
Prodigiosamente esbelta, aquella muchacha era de
un color más claro que la mayoría de los indios de la
región; su cabeza estaba cubierta por una especie de
mitra, cuya forma simulaba las fauces de un leopar-
do y una como trenza de semillas coloreadas y brillan-
121
tes chalchihuites pendía del enflecado cinturón, ca-
yendo hacia adelante, en la forma del típico ex de las
nobles doncellas de la raza maya.
Entre adornos de pluma de quetzal, bajo la túnica
historiada y fina, palpitaban los tibios y erectos senos.
—Es la hija del ahau o señor de la comarca, que
iba huyendo cuando fué alcanzada por tus hombres
—
dijo doña Marina, la mexicana—y como su tocado
indica, es doncella y su nahual es el leopardo.
Cortés, obedeciendo súbitamente a un secreto de-
seo, ordenó a todos alejarse, y dejarlo solo con la vir-
gen maya.
Sentado en unas mantas, sobre su propia montura,
con la cara más cuadrada que redonda, la tez ceni-
cienta y los ojos generosos, tal como lo pinta física-
mente un su contemporáneo, el conquistador contem-
pló a la mujer aquella durante algún tiempo
—Es la única flor que esta tierra dura y bravia meofrece—pensó, y ya se aproximaba a ella, amoroso,
cuando un ronco rugido ensombreció la noche.
El capitán español, sorprendido, retrocedió de un
salto y esperó Era el leopardo, el traicionero y fe-
roz leopardo de patas afelpadas y cola ondulante, que
tantas veces había sorprendido al campamento, en
las noches sin luna.
En la puerta del adoratorio, dos puntos verdes de
extraña fosforecencia brillaban sobre la chata frente,
y un segundo rugido llevó hasta las prietas y ralas
barbas del conquistador, el enfiebrado aliento de
la fiera.
122
i
Tras un momento de vacilación, no explicándose
cómo había llegado ese animal hasta allí, sin que na-
die lo viera, Hernán Cortés requirió a tientas su
viejo lanzón de combate y salió fuera.
Pero, cosa extraña. La plazoleta que se extendía
frente al templo, estaba silenciosa y desierta*
A unas treinta o cuarenta brazas, apoyado en su
arcabuz, dormitaba un centinela, bajo la serena vigi-
lancia de la luna.
Sin embargo, él estaba seguro: era un leopardo; lo
había visto distintamente morder en la carne de la
noche; y en seguida recordó que algunas veces estos
carniceros habían escoltado al ejército, tirando en la
noche, por las botas de los soldados dormidos a la
vera de los fogones* Un poco más lejos, los indios
auxiliares dormían envueltos en sus mantas de algo-
dón, y únicamente las caballerías parecían muy in-
quietas, arremolinándose*
Su primer impulso fué llamar al arcabucero; pero,
recordando que la hermosa india había quedado sola
y temiendo que el leopardo, a sus espaldas, hubiera
penetrado hasta el interior del mismo templo, volvió
sobre sus pasos precipitadamente. . .
¿Sortilegio? ¿Hechicería?
¡La joven había desaparecido!
A la rojiza luz de un hachón de ocote, al fondo
del templo, descubrió entonces al ídolo de ojos desor-
bitados y lengua pendiente y en sus facciones terri-
bles creyó ver, otra vez, la mueca del infeliz Cuauh-
témoc, cuando antes de morir decía:
123
^'Ob, malinche, días había que yo tenía entendido
que esta muerte me babías de dar . .
/'
IY aquel corazón aun sangriento !
Iracundo se arrojó sobre la piedra, derribándola
de su pedestal con un empellón y una blasfemia.
Un viento lúgubre sacudió los lejanos maizales con
ruidos estridentes, y en ese momento, como un in-
menso escalofrío que llegara basta su alma temeraria,
tintió don Hernando de Cortes, el embrujado misterio
de las nocbes de plata en el Nuevo Mundo.
124
AZACUALPA
AZACUALPA
La conversación se suspendió de pronto . . .
El espíritu volaba entre el humo de los cigarrillos.
—¿Y cuál ha sido tu impresión más viva de be-
lleza perfecta?—dijo, al cabo de un momento, Andrés
Muratori, el joven poeta que tan bien llenaba con su
persona el primer deber de todo poeta, según Teodoro
de Banville, **el de ser bello'\
—¿Mi impresión más fuerte de belleza perfecta?
—
repitió lentamente el pintor de mujeres, concentrán-
dose.
—Sí, la más viva, la que te haya hecho sentir me-
jor la impotencia de aprisionar definitivamente la gra-
cia fugitiva de una línea o el encanto de una tonali-
dad. Tu recuerdo más hondo. . .
—¿Mi recuerdo más hondo? Amigos míos, la his-
toria es tan sencilla, tan inverosímil, tan cierta, que
no me la va a creer ninguno de todos ustedes.
127
—No importa, cuéntala. \
—Bueno, escúchenme ustedes—dijo al fin el artista,
con la frente alta, los cabellos echados hacia atrás yuna bondad sonriente y lejana a flor de labio—la
carne de mujer me atrae, me ha atraído siempre y la
manera como la luz se filtra en ella, me «interesa en
todas las variantes de sus exquisitas combinaciones.
Por razón de oficio, con ojos de profesional y de ar-
tista, he visto mujeres muy bellas, vestidas, desnudas;
todas admirables en un momento dado, porque el ca-
rácter de la perfección es esencialmente fugitivo dentro
de la eternidad que lo anima. ¿Quién ignora que todo
cuerpo joven y bien proporcionado es un elemento
de belleza.'* Pero en esa belleza hay un momento único,
que es el resultado perfecto de muchas circunstancias
convergentes; cantidad de luz, ambiente, lirismo del
color, espontaneidad del movimiento, tensión casi es-
piritual de la vida que anima a la forma ¿Qué sé
yo .'* Algo tan complejo que no podría expresarlo
y que sólo llegué a comprender muy tarde, después de
mucho observar, tratando de sorprender otra vez a la
Naturaleza, en un instante de esos, en que la vida co-
mulga totalmente con la forma, ofreciendo en el es-
pacio de unos cuantos segundos, la sensación de lo
perfecto.
Y, siendo todavía muy joven, al principio de mi
carrera artística, vi en cierta ocasión a una ondina, tan
prodigiosa dentro de su simplicidad, que en un mo-
I 128
I
mentó dado, la densidad ideal de sus carnes rosadas
entre los verdes de la arboleda, parecía irradiar una
especie de calor dorado . . .
—¿Dónde. . . ?
—Aquí, en nuestra tierra. Era una mujer muyrubia ,
Sobre todos los rostros, bajo el fulgor de las lám-
paras inmóviles, pasó el aletazo de la primera duda«
No, aquello no era posible. Ondinas en Guatema-
la. . . en Francia o en Italia, tal vez. . . y aun así,
en esta época ...
—¿Verdad que nadie me lo creerá?
—No importa, sigue.
—Algún tiempo antes de partir a Europa, fui invi-
tado por un amigo de mi padre, a pasar unos cuantos
días en una finca, entre Azacualpa y Oratorio, en el
departamento de Jalapa.
Aquel amigo, era un hombre ya maduro, un poco
raro ...
Después de una vida agitada, había decidido re-
tirarse al campo. Pero de su vida anterior, conservaba
ciertas elegancias y su c^sa, aun cuando era hecha, co-
mo todas las casas de los propietarios vecinos, estaba
llena de cuadros, libros y pequeñas esculturas . . .
Una noche, a los dos o tres días de mi llegada, per-
manecimos sentados con aquel viejo amigo, hasta al-
tas horas de la noche, en el corredor de la finca. Latempestad sacudía violentamente el telón del cielo, so-
bre los ramajes de los árboles vecinos; mientras nos-
129
otros hablábamos de arte y literatura, tópicos en los
que el propietario mostraba siempre un seguro ins-
tinto.
Después de la media noche, un poco enervado, meretiré a mi cuarto, y como en vano tratara, ya en la
cama, de atraer al sueño, volví a hacer luz y encendí
un cigarrillo.
El cuartito aquel, era un reflejo del espíritu in-
quieto y ecléctico de mi amigo: cuadros, armas, pieles,
libros, fotografías de mujeres sonrientes y lejanas, un
narguile . .
Sobre una consola, abandonado, el segundo tomo
de la ''Vida Literaria** de Anatole Francc
''en los cuentistas de aquella época, decía el suave iro-
nista francés, la forma era ruda y el fondo ; sin
embargo, de aquí o allá, surgían de cuando en cuando,
algunas lindas narraciones; como aquella del arbusto
sobre el que canta un ruiseñor, dando preceptos de sa-
biduría a un truhán, o como la de Graelent, de María
de Francia; aun cuando la historia de ese mismo Grae-
lent, esté más bien hecha para sorprendernos, que para
agradarnos. Yo os hago jueces de ella.
—Había una vez, dice la poetisa María de Fran-
cia, muy cerca de un poblado, una espesa selva atrave-
sada por un río. El caballero Graelent, después de
haber errado algún tiempo bajo los oquedales, vio tras
un arbusto, a una venada blanca que huyó a su
aproximación.
130
Siguiéndola, sin pensar en alcanzarla nunca, el ca-
ballero llegó hasta un claro del bosque, donde corría
una límpida fuente. En esa fuente se bañaba una don-
cella desnuda, y viéndola esbelta, tiente y graciosa,
Graelent, olvidó a la venada blanca.
La buena María de Francia, relata el fin de esta
aventura, con una naturalidad perfecta—Graelent en-
contró a la doncella de su gusto y la ''rogó de amor*%
pero viendo que sus ruegos eran vanos, la llevó por
fuerza al fondo del bosque, prometiéndola amarla
lealmente, y no separarse de ella nunca. La doncella,
viendo que el caballero era cortés y prudente le dijo:
—Graelent, aunque me hayáis sorprendido, os ama-
ré, pero os prohibo revelar el secreto de nuestros amo-
res. Yo os daré mucho dinero y bellas telas; puesto
que sois leal, valiente y bello»
La poetisa añade . .
.**
A la mañana siguiente, según habíamos convenido,
se me despertó muy temprano para asistir a una ca-
cería de venados. Los caballos estaban ya atados a la
baranda del corredor, cuando yo me levanté. Nosdesayunamos alegremente y salimos al campo.
La propiedad aquella, era una hermosa extensión
de terreno ondulado. Diez caballerías largas, decía
mi amigo, cubiertas por una especie de pasto natural
que en la región llamaban ''Sacabasto'' y que tenía
mucha semejanza con el heno común. Únicamente,
sobre pequeñas lomas, quedaban algunos arbolítos de
encino, destinados a dar sombra a los ganados; y si-
131
guiendo la costumbre, se me dejó al pie de una de
ellas; en uno de los mejores ''puestos*', según aseguró
Recaredo, el vaquero que nos acompañaba y cuya mi-
sión era irse haciendo cargo de las cabalgaduras.
Quedé solo.
La mañana era espléndida. Bajo el cielo brillante,
como la porcelana recién lavada, los últimos restos de
las nubes dispersas por la tempestad de la noche ante-
rior, eran barridos, allá muy alto, por el viento norte,
y el tiempo, era sólo un susurro, entre las hojas, sobre
mi cabeza . . .
Al buen rato y a una distancia que debía ser gran-
de, percibí los primeros ladridos de los perros de la
jauría. Con el dedo en el disparador de mi fusil,
esperé
Sobre una veredita. rápida y silenciosa como una
aparición, una ciguamonta atravezó un pequeño valle.
Nada. Los ladridos eran cada vez más cercanos. Des-
pués, se oyeron unas detonaciones. El venado no tar-
daría en pasar frente a mi
Los perros ladraron furiosos muy cerca, al fondo
de una hondonada, y en seguida se alejaron ladrando
siempre
? 1 ?
No cabía duda. El venado perseguido y acosado,
había huido por un atajo no previsto y por lo tanto,
yo quedaba atrás de la partida.
Un gran silencio.
13:
Cansado de esperar, puse maquinalmente en el se-
guro, mi fusilt y decidí seguir adelante para reunirme
con mis compañeros de cacería* Sobre los pequeños
valles, el viento mañanero azotaba suavemente a los
altos pastos. El zumbido de las abejas ponía algo
de abril en el aire, y el silencio, fuera de este pequeño
rumor, era tan hondo, que por momentos se hubiera
dicho que la tierra había sido abandonada por los
hombres y estaba desierta*
Mientras tanto, yo seguía caminando por aquellas
soledades cuyo fondo se reproducía eternamente igual,
a la vuelta de cada pequeña colina*
Cielo, pastos y pequeñas eminencias coronadas de
encino*
Olvidado por completo de todo, me sentía feliz;
pareciéndome que en aquellas soledades mi amor por
la tierra se exaltaba bajo la llama del sol ascendente*
Ciclo, pastos y pequeñas eminencias . . .
Pasado el medio día, sintiéndome sediento y exte-
nuado, traté de orientarme comprendiendo que estaba
perdido*
El paisaje cambiaba insensiblemente, quebrándose
ahora el terreno en profundas barrancas. A lo lejos
se divisaban algunos maizales*
Seguí caminando; cada vez más lentamente, porque
el arma me pesaba lo indecible y mi cansancio, bajo
el ardor implacable del sol, iba en aumento*
De pronto, al fondo de una pequeña barranca, oí
el ruido del agua de una vertiente que se despeña*
¡Agua y sombra! Comencé a descender*
133
•:tí
Toda la frescura de la madrugada parecía haberse
refugiado en aquel umbroso lugar, donde los árboles
de pino cortaban con sus columnas rectas, las curbas
y los colores del paisaje; y su armoniosa severidad su-
bía en líneas puras de la hondonada al cielo.
Mi cansancio desaparecía. El agua debía estar ya
muy cerca.
Y mientras resbalaba entre los matorrales, distin-
guí, repentinamente, una forma de mujer, blanca yrubia. ¡Una muchacha cuyo cuerpo, totalmente des-
nudo, parecía forjado en luz !
Me detuve indeciso
¿Alucinación? ¿Realidad.'* ¡Era tan tarde y había
caminado tanto bajo el sol ¡La historia de María
de Francia, leída la noche anterior !
¡No, aquello no era posible! ¡Una mujer rubia
perdida como un rayo de sol. entre las montañas de
Guatemala!
Un gavilán, que pasaba volando sobre mi cabeza
mezcló por un instante su sombra con mi estrecha
sombra, y sin saber por qué, me estremecí profunda-
mente.
La mujer aquella fué perfecta. ¿Cuánto? ¡Un se-
gundo, dos. ¡Nunca podría decirlo!
El ruido de un guijarro desprendido de la pen-
diente, la hizo volver la cabeza y descubriéndome, dio
un pequeño grito y desapareció.
¡El encanto estaba roto! ¿Alucinación? ¿Realidad?
134
I
Lo cierto es que al fondo de la barranca, bajo el
temblor de los ramajes, no encontré al descender, sino
un enorme silencio húmedo.
A las seis de la tarde, agotado por el esfuerzo, ham-briento, llegué hasta la casa de la finca, acompañado
de un muchacho de los tres o cuatro que se habían
destacado en mi busca.
—Era una mujer muy rubia ...
Decía yo, recordando de sobremesa, el fantástico
encuentro ...
—¿Pero, hacia dónde caminó usted?—interrogaba
mi amigo.
Y de pronto, dándose una gran palmada en el mus-
lo, dijo:
—¡Ya caigo! Es la Refugio. . .
—¿La Refugio.'*
—No cabe duda. Ud. se perdió, y perdido llegó
hasta los alrededores del pueblecito de Azacualpa . .
—¡Pero si ella era una mujer muy rubia, de ojos
azules . . . !
—¡Claro, como que usted no sabe que en ese pue-
blo, todos lo son; porque sus moradores son los des-
cendientes de una colonia penal española que vino a
Guatemala en tiempos inmemoriales; durante el rei-
nado de uno de los Felipes. No sé a punto fijo, de
cuál de ellos.
—¡Azacualpa, amigo mío! ¿Quién podría decir lo
que fueron los antepasados de esos hombres altos,
hoscos e ingenuos? ¿Salteadores de camino real en la
135
vieja España? ¿Híjosdalgos extraviados? ¿Heréticos?
¿Asesinos? Nadie podría decirlo hoy. Yo los conozco
mucho y siempre los he visto apasionados por el ca-
ballo» hasta el grado de robarlo cuando no lo tienen:
lo mismo que del acero filoso y de la obscura aven-
tura que casi siempre es un crimen. Incrustados en un
flanco de la sierra» huraños a todo, permanecen al
margen de la civilización, hablando en un castellano
antiguo que recuerda los días de la conquista, cuando
sus abuelos, aquellos otros apasionados por el caballo
y la espada, corrieron la tierra a sangre y fuego.
Y como son gentes duras, jamás han aceptado in-
trusos, conservando la raza pura, con un cerril orgullo.
Esta muchacha que Ud. me dice, en realidad es algo
rara. ¡Quién sabe por qué extraños atavismos !
Lunática, como le dicen por aquí, pero bastante bien
parecida y muy rubia como todas las gentes de su
pueblo; y con mucha frecuencia, según me han dicho,
va a bañarse a ese ruto, del lado de Mal País.
¿Extraordinario? No, de ninguna manera. ¿Quién
no ha oído hablar en Guatemala de ese pueblo? Pero
para mí, aquella muchacha, durante un instante, ha-
bía encerrado dentro de su carne desnuda y fresca toda
la belleza del mundo; y ante su gracia inconsciente
y un poco ruda, mi alma había sentido la misma se-
ducción que nos embarga frente a un bello mármol,
o una pintura perfecta.
13é
—Inverosímil aun dentro de su posibilidad—co-
mentó alguien.
—Muy prosaico el final—objetó otro.—La Refu-
giot una pobre muchacha. . . no puede ser.
Y sin embargo, todos quedaron un momento pen-
sativos, frente a las copas vacías, bajo el fulgor de las
lámparas inmóviles.
137
LA profecíaDE LOS CHAÑES
LEYENDA LAUREADA
(Juegos florales Centroamericanos. 1933).
LA profecía DE LOS CHAÑESAntiguas tradiciones de Guatemala, hablan de la invasión de
un célebre personaje capitaneando una numerosa tribu, y quese supone vino de Asia o de la isla de Balúm Votan; de donde seoriginó el nombre de Balúm Votan y el de su gente, de votánideso votánides. Este fabuloso personaje verificó su invasión comodos mil años antes de la venida de Cristo, penetrando por Yuca-tán o Tabasco y sometiendo a sus dominios los clanes salvajesde aquellas comarcas, que se supone eran tzendales.Después de someter a estas puebladas, recorrió el río Usuma-
cinta y en las mágenesde sus afluentes fundó poderosos imperiosque se llamaron de Xibalbay o Zibalba (Shibalbay), y Nachán oCulhuakán (Palenke).Se le atribuye a Votan la civilización de varios pueblos de Mé-
xico y Centroamerica, y la fundación de las ciudades de Huehue-tlán, en Socunusco, Hueyzacatlán, en Chiapas. Según algunoshistoriadores, el mismo caudillo fué el fundador de la ciudad deTula o To-lán, cuyas ruinas se encuentra cerca de Ococingo.También llamaban a la raza capitaneada por Votan, con el
nombre de channes, que quiere decir culebras.Este jefe o semidiós de la mitología maya despareció misterio-
samente, después de haber catequizado a los indios, enseñándo-les una nueva religión y los rudimentos de la agricultura.
(Historia de Centroamerica),
De las sonoras y populosas ciudades de Uxmal, Pa-
lenke y Xibalbay, venía el gran jefe Balum Votan, el
noveno de los Votanes, en busca de la orilla del mar*
141
Acompañábale reducido séquito: la guardia del
Mam o Dios Viejo, a las órdenes de Itzamaná, algu-
nos sacerdotes, y el consejo de los ancianos, encarga-
dos de auxiliar con su experiencia al caudillo y de re-
coger en su memoria, para después trasladarlos a la
piedra, los hechos, muchas veces memorables, de aquel
que había traído los principios de una nueva civiliza-
ción y un nuevo culto sobre las tierras de Tabasco, el
Peten y Yucatán.
El gran ejército había quedado atrás, acampado en
los llanos, bajo la dirección de los generales del impe-
rio. No lo necesitaba ahora el gran jefe. Todas las
tribus del interior habían sido arrolladas y sometidas
por sus armas vencedoras. Nuevas y ricas regiones vi-
nieron a acrecentar el patrimonio de los hijos del sol.
Pero la satisfacción de la victoria no se reflejaba en el
semblante del temido gran jefe Balum Votan el no-
veno de los Votanet.
La comitiva llegó hasta la playa recamada de con-
chas y caracoles. Con un gesto altivo, Votan mandódescansar las pesadas andas de oro, sobre la mullida
arena, y allí se estuvo, fija y penetrante la mirada en
el confín remoto, donde parece confundirse el cielo con
el océano. Allí está con los brazos cruzados y la faz
pintada de negro, como un gran sacerdote, el noveno
de los Votanes. De su cuello pende la bolsa para el
copal: rojo, amarillo y azul. Sobre su cuello muscu-
loso están dibujados los cinco signos de Chicchán (la
serpiente) y el gran signo del Sol (Kin).
142
Su cabeza está tocada con una especie de cubierta
metálica» decorada con anchas orejeras de las que cuel-
gaUt a manera de borlas, crótalos o cascabeles de
culebra»
Guerreros, cortesanos, sacerdotes, filósofos, no osan
levantar la vista ni se atreven a distraer su atención
con el más leve movimiento» Reina un gran silencio.
Se pensaría que aquellos hombres están petrificados
por las brisas salinas.
De pronto, la agonía más estrepitosa de una ola, al
llegar a morir hasta el borde de sus sandalias, arranca
a Balum Votan, el divino votánide de su meditación,
y dice:
—Acércate Itzamaná, y vosotros también, padres
austeros, encanecidos en el estudio de las yerbas y de
los astros! Os he traído aquí porque quiero hacer ungran sacrificio, el último, y así, conocer el tiempo que
está por venir, y lo que será de mi obra, de mis pue-
blos y de mis dioses. Sabéis que el sol, mi padre, con
la aprobación de Ixmucané e Ixpiyacoc, el Gran Abue-
lo y la Gran Abuela, me impuso un día el deber de di-
fundir sus leyes divinas y reducir a la obediencia a los
pueblos todos de esta tierra, buscándoles dónde habi-
ten, infundiéndoles el amor y la veneración por Cu-culkán, la gran serpiente con plumas de quetzal» y en-
señándoles el cultivo y los usos del cacao y del maíz.
Durante veinte largos años me habéis acompañadoen esta empresa, sin desmayo alguno. Los sacrificios
que hicisteis fueron siempre gratos a Ixmucané e Ix-
143
píyacoc. aquellos que nacen y se ocultan, pero siempre
están presentes, y se levantan como el sol por la maña-
na y desaparecen en el ocaso por la tarde. Nuestras
preces se han dirigido siempre hacia el rumbo por don-
de se va el Sol. a alumbrar el mundo de los muertos;
se cumplieron los oráculos y las tierras produjeron
granos bajo el signo propicio de las lluvias. Los hom-
bres se multiplicaron en mis amadas ciudades, ante la
mirada serena de los dioses tutelares, y después de la
guerra necesaria hubo paz. A mi lado estabais cuando
sembré el primer grano del dorado maíz, carne de la
carne de nuestra raza, y lo mismo cuando celebré el
primer festín con bebida de cacao, en mi florida Xi^
balbay; pero he aquí que antes de partir, porque mi
corazón ya está cansado, y Ajpuch, el dios de la muer-
te, me llama, quiero hacer un postrer sacrificio a Cu-
cumarz, la serpiente cubierta de plumas de quetzal.
Balum Votan, el noveno de los Veranes ha lia-
blado.
Yac-Cocah-Nut, el gran sacerdote regente del Kan*
tún, el que lleva como cimera la cabeza de un animal
fantástico, cuyos ojos fijos y lengua bífida recuerdan
la cabeza de un ofidio, contesta de rodillas:
—¡Oh. grande Balum Votan, noveno de los Vota-
ne», hijo del Sol con los brazos cruzados frente al
mar! ¡Magnánimo príncipe que reina sobre los cua-
144
tro puntos de la tierra, y ha llevado a cabo hazañas
portentosas que llenan nuestros anales y son prego-
nadas en cien lenguas, por más de cien pueblos ague-
rridos! Sepa tu grandeza el amor que te profesan tus
vasallos, testigos de tu sabiduría; que tu voluntad sea
cumplida, ¡oh corazón del pueblo!
A sus espaldas, después que ésto fué dicho, princi-
pian, frente a la madre mar, las danzas sagradas, pre-
cursoras del sacrificio.
Los bailarines, cubiertos los rostros con máscaras
de madera, hieráticos, danzan el baile del sacrificio
frente a las aguas de la madre mar*
Cada uno de ellos lleva en su traje los distintivos
del animal que representa. El Puhuy (buho) , el Cux(comadreja), el Iboy (armadillo), el Xtzul (mil-
piés), las Chitic (zancudas), y por último el Hunah-
pú Qoy, el mono de los maestros (dioses) magos^
En seguida, entre el llanto de los atabales, los tunes
y las chirimías, que imploran la gracia de las divini-
dades legendarias de la raza, el sacerdote presenta a
la joven con quien se va a llevar a cabo el sacrificio*
Para la ceremonia, el inmolador está también con la
faz pintada de negro, y ostenta sobre la cabeza un es-
pléndido tocado que termina en una flor, sobre la que
alarga el pico un pequeño pájaro, un colibrí.
La víctima es una joven tzendal, apenas nubil. Sus
ojos, ligeramente inclinados, tienen el color y la formadel sapuyul (almendra del zapote) . La nariz es bien
145
perfilada, y la boca, grande y entreabierta por la an-
gustia, deja ver los dientes blancos como la carne del
coco.
Se le despoja de una túnica ligera de algodón y se la
tiende cara al cielo, sobre la piedra de los sacrificios,
en cuyo zócalo está esculpido un dios de ancho cuello
que, con el brazo izquierdo sobre el abdomen, sos-
tiene una especie de cuchilla, y con el derecho ase un
tzís (perro indígena) o quizás un tigrillo, y lo pre-
senta a Ajpuch. la divinidad de cráneo pelado y costi-
llas mondas. A su lado, erectos como hombres, apa-
recen el jaguar, el tacuazín, el armado y la taltuza: el
fúnebre cortejo de los que se van . .
Las compañeras de la doncella tzendal se adelan-
tan sobre las tibias arenas, para ofrecer a la madre mar
canastos llenos de fruta y vasijas de miel de abeja.
¡Que los dioses nos sean propicios!
Muy alto, bajo el claro cielo de los trópicos, vuela
una garza, perseguida por un águila negra.
¡Es el agurio!
Con un gesto rápido, el sacerdote alza la cuchilla de
sílice, y bajándola certeramente, la hunde en medio
de los dos pechos rígidos. La sangre joven estrilla las
colínas con múltiples arroyitos brillantes y movedi-
zos como la serpiente de coral.
146
El sacerdote arranca el corazón de la víctima y, co-
mo un iluminado» lo presenta al soL y después a los
cuatro puntos cardinales*
Con la mano en alto, el espíritu de la divinidad ha-
bla por su boca:
—La neblina del tiempo que está por venir se des-
hace ante mis ojos, ¡Altos dioses! ¡Que las lluvias nos
sean propicias por muchos, muchos tonalmatls (pe-
ríodos de 260 días),
¡Los pueblos prosperan y se multiplican sobre la
cálida tierra del venado y del faisán! ¡Tohil nos ayu-
da y siempre somos los vencedores en la guerra!
¡Abundancia y honor para los hijos del sol!
Del otro lado de este mar, de ciudades que se escon-
den tras el horizonte remoto, veo venir tres barcas
grandes, ¡En sus velas hay un signo extraño! ¡Des-
cienden de ellas hombres con barbas de oro, que han
cautivado el rayo y el ladrido del perro de la tempes-
tad en largos canutos que dan la muerte!
¡Sombra! ¡Sangre, mucha sangre! El pálido dios de
los tehules está clavado en un madero y nuestra raza
no lo comprende, ¡El indio es el tlameme de su pro-
pio destino!
La noche cae sobre nuestros dioses, Hurakán, la
gran serpiente con plumas de quetzal, el Gran Abuelo
y la Gran Abuela, van en vergonzosa desbandada . . .
147
Leo en este corazón y todo es claro a mis ojos, co-
mo a los del vidente Cucumatz cuando ve venir las
guerras y presagia las hambres y las ruinas. Los rei-
nos son destruidos. Los maizales, arrasados. Ajpuch
no descansa ni de día ni de noche. Los nietos de nues-
tros nietos van por los caminos de los virreyes, en
manadas, como sonámbulos.
El espíritu nunca muere. ¡Amanece! Toda la tierra
nueva tiembla con ansias de libertad. Los pueblos son
a la manera de grandes vasijas, donde se mezclan las
razas. Pero en esos nuevos tonalmatls hay todavía
mucha sangre y mucho dolor. Toda la tierra nueva su-
fre, como cuando la mujer nueva va a dar a luz. El
espíritu nunca muere. ¡Amanece! El sol está sobre los
cráteres de los volcanes, después sobre los montes, des-
pués sobre toda la tierra nueva. La tierra de nuestros
abuelos vive entonces con un nuevo sentido de uni-
dad. ¡Oh, Liropeya. Tecún Umán, Lempira, Ttlacatl,
Guanacarí, Manco Capac, Moctezuma, Atahualpa,
Quetzalcoatl, Urraca, Nícarao, Caupolicán, Lautaro
y Zapicán! ¡Bendición a la paz y conjuro contra la
violencia, el imperialismo, la dominación !
¡Sobre la tierra nueva, amanece! ¡América! ¡El es-
píritu nunca muere!
—¡Que la voluntad de mis dioses se cumpla—dice
entonces, erguido y solemne, el gran jefe Balum Vo-tan, el divino votánide— . La voz del gran dominador
148
ha dicho su palabra de luz» Nuestros hijos morirán
como las olas. Se renovarán como las simientes* Nosomos más que polvo en el camino de los dioses de la
raza. La tierra nueva acunará con el tiempo una nue-
va religión y una nueva cultura: amor y libertad para
todos los hombres. ¡Mi tarea está hecha! No os digo
adiós, sino hasta luego . . .
Y así diciendo, descendió de las doradas andas, ycon la mirada fija y penetrante en el confín lejano,
allá donde el cielo parece confundirse con el mar, pe-
netró en las aguas amargas y desapareció para siempre.
149
LA ROSA DE ENCAJE
I:
ESTAMPA PRIMERA
LA MISA
De lo alto de una gárgola se dispara la saeta de una
golondrina* Es el amanecer de un día de mayo del
año de 1745, en el interior del palacio de piedra de los
Capitanes Generales de Santiago de los Caballeros de
Goathemala. Un suave viento cargado de olor a cam-
po desciende desde las azoteas y penetra a un ancho
patio, en cuyo fondo los cuadros de rosas rojas yblancas margaritas esperan la llegada del soL Aco-
dado sobre la balaustrada del piso alto, un joven de
pelo negro y ojos ardientes sumerge la mirada entre
los arbustos del jardín, Alvaro de Velasco y Mi-
guens, el heredero de la sangre de los Velasco, de Este-
lia en Navarra: que ganaron tierras a sangre y espada
durante la conquista del reyno, cumple diez y ocho
años, en este día que ahora amanece,
153
Envuelto en el gran silencio de los corredores que
circundan el edificio, el joven escucha aún, con toda
claridad, las últimas palabras de su madre, al despe-
dirlo esa mañana sobre el umbral del portalón de su
casa señorial:
—^'Alvaro, hijo mío, ya eres un hombre. Conser-
va siempre limpio el linaje de tu sangre y haz honor
al nombre de tu padre muerto. Hoy es día de oír misa
y comulgar. Ve a la catedral, hijo mío*'.
A su padre lo recuerda apenas. Fué hombre sin ter-
nura, orgulloso, duro. Sabe que murió trágicamente,
hace ya varios años, en una hacienda de la familia.
A su madre, la ve desde entonces silenciosa, rodeada
de esclavos, rezando en el oratorio de la casa solariega
de los Velasco y Miguens; el enorme caserón de co-
rredores anchos y abovedados como claustro, y alcobas
penumbrosas tapizadas con tela de sarga; rodeando al
patio florido en cuyo centro barbota el agua entre el
búcaro de labrada berroqueña.
Las campanas de la catedral tocan llamando a misa.
El día se abre y el sol pone o orear su primer lienzo
de oro sobre la negruzca piedra del muro de enfrente.
Mientras tanto, por una pequeña puerta del piso
bajo del palacio, sale una doncella seguida por una
esclava negra que lleva un canasto. Un fresco aroma
se levanta del fondo del patio.
¡Doña Sol! ¡No podía llamarte de otro modo! Su
talle es cimbreante, y ella es rubia y blanca como la
melcocha de Almolonga. ¡Rubia y blanca! Es la so-
brina del capitán general. Don Alvaro la conoció en
154
un sarao y toda su alma juvenil está llena con la gracia
de su figura, blanca y rubia, sobre la morena tierra de
Goathemala» Doña Sol, corta las flores del jardín de
palacio, para el altar de la virgen . . .
El mancebo siente que el corazón se le hincha den-
tro la jaula del pecho como un cenzonte de huatal que
fuera a cantar . . .
De pronto, la negra inclina su cabeza lanosa sobre
la cabeza rubia, y la joven señora levanta la vista
hacia el corredor del piso alto. Por sus ojos azules
pasa un aletazo de asombro; después, doña Sol sonríe
divertida.
—¿Que hacéis allí don Alvaro? ¿Por dónde habéis
entrado? El joven, confuso de verse descubierto, noresponde. Sus rodillas flotan en el vacío, quisiera
estar a mil leguas de distancia y sin embrago dejar so-
bre la balaustrada los ojos, para verla siempre así:
sorprendida y sonriente, con una rosa en la mano.
El sol llega hasta la cabeza de la doncella y repen-
tinamente la incendia con una llama clara* Su cabe-
llera es un matorral de oro vivo que arde entre los
verdes matorrales. Contemplando a don Alvaro, ríe
complacida.
Las campanas de la catedral tocan llamando a misa.
Como obedeciendo a un conjuro, la rosa que está
en la mano de doña Sol, vuela hacia arriba. El man-
cebo la recoge, y al caer en una de sus manos, siente
como si hasta él saltara toda la fragancia del jardín*
A lo largo de los obscuros pasillos de salida, el mu-
155
chacho desciende de los corredores del palacio con la
flor en la mano» y por una pequeña puerta sale a la
plaza.
Sus esclavos lo buscan ya, ansiosamente.
Las campanas de la catedral tocan llamando a misa.
En la penumbra del templo, luces dispersas ilumi-
nan los dorados de los altares, los rostros barnizados
de agonía de los crucifijos, el lujo churrigueresco, en
coincidencia con el auge de las minas donde el indio
suda sangre y plata; los relieves y adornos platerescos
sobrecargados de ricos estofados de tan marcado sabor
oriental.
Cerca de la puerta, entre marcos mugrosos, están
las filas de exvotos de cera que pregonan la clemencia
divina: piernas, brazos, cabezas, corazones El am-
biente está lleno de olor a incienso y devoción.
Dando la espalda al cancel, una familia de indios
de Santa Cruz Balanyá, enciende largos cirios, colo-
cándolos en seguida sobre una mesa redonda cubierta
de hojalata.
Un muchachito indio festona al silencio dormido
bajo la amplitud de las naves, haciendo sonar el cha-
chal de la madre que ora sentada sobre sus talones.
Para evitar el ruido, ella lo inclina temerosa sobre
su regazo y calladamente le ofrece uno de los obscuros
panales de su seno.
En esa postura priifíitiva, ella está en su actitud
más noble de mujer y de madre, pero el barbudo sa-
cristán que no entiende de otra nobleza que la del ex-
celentísimo señor arzobispo, interviene ceñudo.
156
—Shhhttttt. . . ¡María, andáite! Este no es lugar
para darle de mamar a los patojos*
La india se levanta y se dirige pesarosa hacia la
lumbrera de la puerta* Pendiente de su cintura va
arrastrándose una larga manta bordada con animali-
tos de colores: perritos, venaditos, tacuatzines, paja-
ritas, hombres de lana . . .
Todos son animalitos del Señor que van huyendo
de la casa del Señor, porque siendo animales de monte,
no saben estar en ella como la gente* Los naturales
de la tierra son así, no te comprenden bien. Señor;
apenas hablan castilla, pero te aman* Escúchalos:
ahora te está implorando uno de ellos:
—''Señor-cruz: la milpa está muy triste y nos-
otros estamos llenos de penas* Nuestro corazón está
triste también* Nuestros hijos son esclavos en
los ingenios* Si tú quisieras, un buen día nos alza-
ríamos y sobre una piedra que ahora está escondida
entre lo más profundo del monte, te haríamos la
ofrenda de muchos hombres tehules* Las tierras vol-
verían a sus dueños y el aire sería libre y las monta-
ñas serían libres, como antes* Pero tú eres el amigo
de los ladinos y con seguridad que no vas a querer . . .
^*verdad? Virgen María: aquí está mi candela, mírala
bien, es grande y me costó un galán cuartillo de
plata^^
Padre nuestro, que estás en los cielos, ya lo ves tú
bien: los cráneos están vacíos y sin embargo los vien-
tres y los pechos de las mujeres de su raza están siem-
157
prc llenos. Son barro que engendra barro; pero en
sus cuerpos está la sagrada levadura de pueblos que
levantaron templos de piedra, tuvieron una cultura
propia, y te adoraron, rindiendo culto a la naturaleza,
desde la estrella basta la serpiente.
¡Señor, y lo ves tú bien: son nietos de Nimá Qui-
che y de Quicab el Grande, pero ahora están como
hombres hechos de cibaque y envueltos en un gran
silencio, van sobre sus propios pasos, de regreso hacia
los primeros días de América.
¡Señor, ellos son barro que habla y anda. Tú que
hiciste tantos milagros sobre las tierras de Canán,
vuelve tus ojos hacia esta raza tronchada por el venda-
val de la conquista y arrójale tu semilla de luz, sobre
el barro de la frente!
El sacerdote revestido de su gran estolón salpicado
de piedras finas, abre los santos libros exornados con
grandes mayúsculas enredadas en arabescos y en voz
alca lee una larga oración en la latín» al finalizar
la misa.
Sus palabras cordiales y bien modeladas suben al
cielo en compañía de los átomos que giran incandes-
centes entre la malla inconsútil de una escala tendida
desde lo alto de un ventanal, con un mechón de la
cabellera del soL
Alvaro de Velasco y Miguens, el heredero de la
sangre de los Velasco, de Estella en Navarra, comulga
devotamente de rodillas, con una rosa roja en la mano.
158
LA FIESTA
i
ESTAMPA SEGUNDA
LA FIESTA
Cuando en la mañana del 27 de octubre del año del
Señor de 1745, el canónigo del cercano pueblo de Jo-
cotenango dio aviso al arzobispo de Goathemala, de
que en su vicaría se había apeado monseñor don Fran-
cisco de Molina, electo obispo de Comayagua, y que
era portador de una arquilla conteniendo pergaminos
sellados de gran importancia, se dispuso en la capi-
tal del reyno, que se le hiciera al noble prelado un
gran recibimiento»
Como a las tres y media del día 28, el ilustre arzo-
bispo de la metrópoli, señor don Pedro Pardo de Fi-
gueroa, se dirigió al suburbio jocoteco en compañía
del reverendísimo señor Maestro D. Fr» Joseph Cube-
ro Ramírez de Arellano, obispo de Ciudad Real de
Chiapa, el muy ilustre y venerable señor deán y ca-
161
bildo de la santa metropolitana iglesia, gran parte de
los miembros de su clero y muchos vecinos de nota,
deseosos de lucir en la comitiva del recibimiento.
Después de los cumplidos de rigor al visitante, la
concurrencia subió a las calesas, carrozas y forlones
estacionados sobre la vía, y con toda pompa principió
el desfile de regreso hacia el palacio arzobispal de Goa-
themala.
A la descubierta, en sus respectivos coches, vienen
los arzobispos solemnes y gravedosos dentro los estu-
ches forrados de terciopelo y plata, que los conducen
muellemente como a sagradas gemas.
En su seguimiento, desfila el clero menor, muy si-
lencioso y digno, como para poner de manifiesto su
importancia en embrión, y en seguida pasa la noble-
za: damas de alto rango y gran lujo, a pesar del rigor
de las leyes suntuarias de la época, van señoriales ydesdeñosas entre sus ricos trajes de seda y brocados de
oro. Caballeros montados en ágiles corceles, niños de
largas cabelleras esfundados en sus ropas de terciopelo,
y por último, el pueblo gozoso y novelero, con su ro-
pita color de día domingo.
Las campanas de la muy noble y muy leal ciudad
se sacuden en sus campanarios y toda la taza bola in-
vertida del cielo, se llena de enormes pájaros de bronce
que baten sus alas, prisioneros bajo su porcelana azul.
¡Bienvenido seáis, monseñor, a esta dulce y cristia-
na tierra! ¡Bienvenido seáis!
162
Al estruendo de los primeros cohetes de vara» los
forlones pasan bajo un arco de musgo adornado con
fruta: pencas de corozo, piñuelas, racimos de coyoL
cola de gallo, hoja de pacaya ...
El viento tiende sobre la comitiva un invisible pa-
lio de aromas vegetales» Huele a país de Goathemala,
Sobre las terrazas vibran quejumbrosas las marim-
bas. Vistosas colgaduras adornan paredes y ventanas,
y de los miradores penden locos gallardetes» El cor-
tejo, va lentamente entre nubes de incienso remontan-
da un río de pelo de pino»
Al llegar a la plaza mayor, la balconería de las ca-
sas del ayuntamiento es una primavera sobre las cabe-
zas de la muchedumbre que se agolpa curiosamente al
lado de los vehículos y mientras tanto, las campanas
parece que quisiera echar abajo el dombo claro del
firmamento» Sobre las gradas de la catedral, los cole-
giales del Tridentino envueltos en sus capas color de
cielo, forman la valla de honor . . La comitiva pe-
netra al templo» Bajo la sombra de las naves resuenan
de pronto los acordes oleosos y profundos de la mú-
sica de capilla: Te Deum Laudamus . . .
Terminada la acción de gracias, el notario mayor
del reyno don Francisco de Fuentes, examina deteni-
damente la identidad del palio, y en seguida se proce-
dió a la designación del día en que su ilustrísima había
de vestirse la sagrada insignia, señalándose el 14 de
noviembre y los cinco siguientes para la gran festivi-
163
dad, j>ox ser esa la fecha en que los reynos de España
celebran anualmente el patrocinio de la Santa Virgen
María.
Para dar mayor lucimiento a los actos, el capitán
general dispuso que se organizaran siete corridas de
toros, bailes para el pueblo, máscaras, representación
de algunas comedias y sainetes. loas y por último, una
carrera de cintas al estilo beréber, invitando a diez o
doce jóvenes de la nobleza para que en ella se disputa-
ran, a caballo, una rosa de encaje de plata tejida por su
sobrina doña Sol.
Al abrirse las ventanas del cielo, el día 14 de no-
viembre de 1745, los vecinos de la muy noble y muyleal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goa-
themala. fueron sorprendidos en sus lechos por el es-
tampido de las culebrinas del rey, que saludaban el
advenimiento de la aurora sobre los repechos de
Oriente.
A las nueve de la mañana, según se asienta en viejas
crónicas de la colonia^ salió de palacio en su majes-
tuosa representación, el supremo tribunal de la real
audiencia. «con su presidente gobernador y capitán ge-
neral del reyno. seguido por todo su cuerpo de edeca-
nes y altos dignatarios, entre ellos, el alcalde de la ciu-
dad y corregidor de su valle, el rector de la real y pon-
tificia universidad de San Carlos de Borromeo y el
provincial de la misión de los jesuítas. Con la escolta
del muy ilustre regimiento de la noble ciudad, se diri-
gieron todas estas notables personas a la catedral y ofi-
164
ciando en el altar mayor el obispo de Chiapa, que ce-
lebró de pontifícial, se dio principio a la solemne misa
de consagración» En el presbiterio se impuso el sacro
al ilustrísimo arzobispo conforme al largo rito católi-
co, y tomándosele el juramento de rigor, se le revistió
de todas sus insignias; terminando la ceremonia con
una salva de artillería y un prolongado repique de
todas las campanas.
A las diez, cuando ya todo el pueblo estaba congre-
grado bajo los portales de la plaza, ricamente engala-
nados, comenzaron las diversiones.
Lo más encopetado de la nobleza criolla descansaba
sentada sobre estrados, a la fresca sombra de las arca-
das de piedra del palacio de los capitanes generales y
cárcel de corte. Bajo las suaves curvas de los portales,
altivas cabezas de caballeros, erectas entre los cuellos
de rico caracul, alechugadas gorgeras de hilo de Flan-
des o espejeantes gorjales de armadura. Las damas
y niños, arrebolados y sonrientes entre las brillantes
telas de gorgorán o auténtica seda, venida desde la
remota China, junto con las lacas y la canela, a bordo
de los galeones.
El sol es una granizada de luz sobre los sonrientes
ojos de las mujeres, sobre las estofas cubiertas de
bordados, sobre las perlas, los diamantes, las esmeral-
das y los puños de las espadas. En el aire tibio de la
mañana, hay aromas de jazmín de Arabia, hoja de
pacaya, rosa de Santa María y Jiebra de pino . . .
165
En los balcones del medio, con la luenga barba de
algodón al viento, el capitán y gobernador del reyno,
bajo el estandarte de todas las Españas, hace una señal
con su pañuelo de encajes y la fiesta comienza con una
loa de indios.
De una puerta de las casas consistoriales sale un
grupo de indígenas del poblado de Xenacoj ataviados
con encendidas telas cubiertas de espejería y papel de
oro. Sobre la cabeza ostentan largas crenchas de cola
de caballo teñidas de rojo y amarillo.
Gravemente llegan hasta el centro de la plaza, fren-
te a la pila monumental levantada en el año de 1614
de orden del presidente don Antonio Peraza Ayala
Castilla y Rojas, y allí se dividen, mitad por mitad.
Van a representar la loa de las águilas y los jaguares.
Las marimbas, los xules y los atabales tocan una
especie de obertura, mientras los actores se colocan en
sus lugares ceremoniosamente. Las águilas están re-
presentadas por indígenas que llevan máscaras en for-
ma de pico de ave de rapiña y cabelleras amarillas. Los
jaguares tienen colas y máscaras negras, cabelleras
rojas.
Con las palabras concisas y sonoras de su lengua
bárbara, arrullan como a un niño muerto la lejana
leyenda de sus mayores; la de aquellos que jamás hu-
bieran bailado ante los españoles, sino con el arco ten-
dido y la flecha dispuesta, bajo la sombra enorme de
una sola pluma de quetzal.
166
AI principio, se acompañan sólo con la música mo-nótoma de una marimba y un tambor, y cuando norecitan, hacen sonar cadenciosamente unos chinchines
negros llenos de piedrecitas o semillas*
''En la mañana azul, el sol salió de un salto, tras
un cerro y se bañó en agua de cielo* El jaguar, tam-
bién salió muy de mañana, y cazó un venado* Locomió, lo destrozó, lo cazó. Pero para esto, olvidó
pedir permiso al señor de la montaña.
Dos águilas volando sobre los cerros, lo vieron . . .
Tún, tún tún
Tún, tún tún
11111 . .
El jaguar indignado por la felonía de las águilas,
pidió la ayuda de los monos para burlarlas . . .
Tún, tún tún
Tún, tún tún
Pííííí . .
Cuando llegaron los monos al corredor de la casa
de Dios, sonaba el tún; el sagrado instrumento del
Corazón de la montaña (ri Oóux huyú), a cuyo son,
las piedras preciosas del volcán, danzan en su fondo»
Llegaron bajo el signo propicio de Cauuac. Para com-
placerlo bailaron así, así bailaron.
Tún, tún, tún
Tún, tún, tún
Pííííí . .
Señor Creador, señor Dominador: Cada cien lunas
viene un pájaro amarillo, un chiltote de oro y se lleva
en el pico un grano de tierra del cerro Balanjuyú,
167
Cuando el cerro Balanjuyú desaparezca así y todo esté
plano como el pecho de una vieja, nosotros habremos
dejado de creer en tí
La chirimía deja caer entonces sobre el cuero tirante
de los tambores, las dulces gotas de su inefable y sose-
gada nostalgia
Tún, tún tún
Tiin, tún tún
11111
El espíritu de la raza formada por Ixpiyacoc e Ix-
mucané. los que fueron dos veces abuelos y dos veces
señores» va de monte en monte y de barrancha en ba-
rranca, envuelto en la inefable y sosegada nostalgia de
la doliente chirimía
Tún, tún tún
Tún. tún lún
lililí
Al terminarse la loa, se representó al aire libre una
comedia: ''Acertar dónde hay error", y después un
pequeño saínete.
Anochecía. Con un hondo desgarramiento de aire.
los cohetes de vara se alzan desde las azoteas como
espigas de fuego, desgranando sobre la augusta sere-
nidad del cielo su semilla de trueno.
El pueblo ha comido todo el día tamales, dulces
cubiertos, chancaca, alfajor, buñuelos, matagusano,
panecillos de Totonicapán y bebido chicha, batido,
frescos, agua loja, chocolate y aguardiente de caña.
168
¡Dios está en su paraíso y la alegría y la paz en el
pueblo de Goathemala!
Al cerrar la noche, el cielo de la metrópoli se llena
de ígneas figuras de vertiginoso movimiento entre el
pálido fulgor de los astros. Girándulas locas comomollejones de luz que sacaran chispas de la piedra de
rayo de la noche. Castillos ilusorios que entran des-
carnados a la sombra y emergen de ella coronados con
fantásticas cimeras de chispas y rosas de fuego. Cre-
pitante rodar de los toritos que se agitan entre los can-
chinflines y la muchedumbre, como posesos del demo-
nio. . .
Bajo los jardines del cielo, la ciudad de Santiago de
los Caballeros de Goathemala es un parterre de luces,
girándulas, rosas de fuego, castillos de artificio, tori-
tos, canchinflines y luces de Bengala.
169
LA ROSA
ESTAMPA TERCERA
LA ROSA
Al día siguiente, se organizó la primera corrida de
toros aprovechándose el generoso concurso de los ricos
hacendados D, Joseph de Náxera, D* Joseph de Arre-
villaga y D» Miguel de Coronado, vecinos de primera
graduación del reyno«
La nobleza vuelve a ocupar sus sitiales de honor y
a lucir sus mejores trajes y joyas, y el pueblo se aglo-
mera bajo las arcadas de los portales que, de un lado
al otro de la plaza, parecen enormes peinetas de piedra,
sobre la cabellera de la multitud»
A las dos en punto, el músico mayor hiende la
tarde con una larga nota de su trompeta de órdenes»
¡Atención. . .
!
173
La puerta de uno de los corrales improvisados se
abre de par en par yxomo si hubiera sido fundido con
las tinieblas del fondo, emerge un soberbio toro de la
hacienda de Punián . . .
Sobre la ancha plaza, pende de punta el silencio
como una espada. La res, corre hasta medio ruedo
y en seguida, volviéndose súbitamente, arremete con-
tra el primer toreador a caballo que encuentra delan-
te. Su ímpetu es tal, que parece querer llevarse en la
media luna de sus cuernos a la pila de piedra del cen-
tro. El jinete, atento, con el rejón al aire, lo esquiva
hábilmente y haciendo dar a su corcel un bote de cos-
tado, hinca la pica en los morrillos de la fiera. Delos estrados donde descansa la nobleza se levanta una
bandada de aplausos que llega volando hasta la mis-
ma España.
Enardecido el toro por la herida, arremete con otro
de los chulos. Sobre su piel de terciopelo negro corre
la sangre espesa y a su paso, se llena el aire de violen-
cia y de espuma.
Al formidable encontrón, el segundo caballero se
viene abajo como una torre que se derrumba, y los
cuernos ávidos se enredan entre las madejas de intesti-
nos azulados, rojizos, verdosos Una mujer da un
grito que atraviesa la plaza de parte a parte como una
estocada. Algunos caballeros se ponen en pie para
presenciar mejor el lance; el corazón, como siempre,
en su lugar, la mano en la empuñadura de la espada.
174
Sobre el hombre caído acuden sus compañeros, yuno de ellos despliega su capa abanicando con ella la
rabia de la fiera* Envuelto en faroles, largas, nava-
rras, medias verónicas, la torea largo rato y cuando
considera que ya la bestia está rendida y dispuesta, pi-
de la espada de lidia*
El toro, cada vez más enfurecido, rasca con la pata
su propia sombra, como invitándola a que se levante
frente a él, para embestirla* La nata de sangre ibera
que hay en la multitud, se sacude impetuosa entre los
emocionados corazones criollos*
¡Así se torea allá en la vieja España! ¡Así se di-
vierte la gente en el país de la noble sangre, las blancas
mozas y el buen vino! ¡Viva Goathemala! ¡Viva Es-
paña!
Y la dura y altanera España, es en las imaginacio-
nes un paraíso, al otro lado de los mares turbulentos
y remotos*
Cansada la res de no encontrar resistencia a su furia,
inclina sobre el suelo la cabeza babeante* El toreador
la coloca a golpe de capa con la frente al sol, y des-
pués de haberla hecho juntar las pezuñas para que
abran los huesos de las paletas, se tira a matar* La es-
pada brilla tendida sobre la cornamenta un segundo
y en seguida desaparece entre la masa negra del toro
que, como fulminado, levanta los belfos y con los
ojos llenos de sol y de angustia, da un horrendo bra-
mido de muerte* Después, se tambalea como un bo-
rracho y se desploma*
175
Sobre la plaza mayor de la ciudad de Santiago de
los Caballeros de Goathemala, da vueltas el trueno de
una enorme ovación y el redondel se llena de cajas de
rapé, de sombreros, de pañuelos
¡Viva Goathemala! ¡Viva España!
Mientras tanto, un pobre vaquero de Punián, me-
dio borracho, lleno de lodo, con un pial y un tecoma-
te pendientes del hombro, llora por el toro muerto.
—No te aflijas Nando, que murió en su ley, comoun toro, dice un alguacil.
—¡Puro toro de Punián del Castillo, patrón !
Y bebiendo sus lagrimones, desaparece en busca de
un estanco.
Sus antepasados, murieron también un día comohombres, pero desgraciadamente no murieron todos,
como aquella tarde los toros de Punián. El, sin saber-
lo, lleva las dos sangres como un perraje a rayas, café
y blanco, india y española, y no sabe si admirar al
hombre por su valentía o llorar por el toro que vio
casi nacer, par la fiesta de Candelaria, bajo un palo de
nance, allá en las vegas del cálido Punián.
Alvaro de Velasco y Miguens, fué uno de los jóve-
nes elegidos para formar el grupo de nobles mancebos
que había de disputarse la rosa de encaje de plata en
la mañana del 16 de noviembre de 1745, sobre la
plaza mayor del reyno de Goathemala.
Según los cánones establecidos por los corredores de
caballos de Berbería, muy en boga en esa época, se
había dispuesto que los jinetes dieran tres vueltas al
176
redondel, a todo el correr de sus cabalgaduras, debien-
do el vencedor arrancar al final de la última, el gon-
falón de la victoria.
La expectación es inmensa*
En el alma de don Alvaro, un solo anhelo priva
desde hace muchos días: ganar esa rosa de encaje tejida
por doña SoL
Es buen jinete y tiene seguridad en su montura; un
potro bayo leonado, casquimuleño, de buena raza»
gran corredor y que costó una buena doblonada*
El capitán de la sala de armas reúne a los jóvenes
caballeros y los coloca en línea sobre la pista, ante los
miles de espectadores que los aclaman como a la flor
y promesa del reyno.
Un alarido de metaL El clarín del ilustre regimien-
to da una serie de largas notas invocando el sopío de
la leyenda sobre la plaza de Santiago de los Caballe-
ros de Goathemala.
¡Retanas! ¡Sotos! ¡Bustamantes! ¡Lacunzas! ¡Goi-
cochcas! ¡Arias Maldonados! ¡Hijosdalgos! ¡Infanzo- «
nes! ¡Descendientes de conquistadores! La sonrisa de
una mujer joven y hermosa florece en esta página de
mi estampa.
El clarín del ilustre regimiento sube, sube, sube
vertiginosamente, llena la plaza, se pierde sobre las
azuladas lejanías de los montes circunvecinos.
En el centro de la balconería del palacio de los ca-
pitanes generales, doña Sol, blonda como la miel de
Castilla, enciende su sonrisa en el fondo luminoso de
la mañana colonial.
177
El sonido del clarín se mece en el espacio, caden-
cioso
¡Una bandera se abate!
¿Prestos? ¡Adelante!
Primera vuelta: a la señal de partida, el joven Ve-
lasco y Miguens hinca las espuelas en los costados de
su caballo y lo obliga en tres o cuatro saltos a ponerse
a la cabeza de la cabalgata. La multitud apiñada en-
tre los palos que sostienen los gallardetes, es sólo una
mancha de ojos anhelantes. El bayo galopa bien y la
tierra se siente uniforme y firme bajo sus cascos vigo-
rosos. Al pasar frente a la catedral el vocerío del pue-
blo estacionado sobre el atrio, los saluda fervoroso.
¡Ahí van los hijos de los señores! Los gritos aletean
sobre las cabezas de los corredores, como gerifaltes.
—¡Apuesto un tostón a que se lleva la bandera el
hijo de mi señora la marquesa de Oñate, aquel vestido
de terciopelo amaranto!
Segunda vuelta: doña Sol acaba de pasar al lado de
don Alvaro como un relámpago; muy pequeña, muyrubia, muy lejana ¿Vencería.** Sí, vencería. No im-
porta cómo, pero vencería. ¡Atención! Es el final de la
segunda vuelta. Acaban de pasar frente a la fachada
del palacio. El trapo de las banderolas crepita en lo
alto como si quisiera desflecarse al viento. Los caballos
van en un tropel heroico que hace retumbar a la tierra
de los volcanes
Tercera vuelta: el bayo ha perdido terreno a con-
secuencia de un mal tranco o un pedrusco. El mancebo
se afirma sobre los estribos y con un golpe de rienda
178
certero, se coloca al lado un caballo negro, sobre cuyas
ancas cabrillea una flor de soL ¡Atención! Ya pasa la
catedral. El momento supremo se acerca. Don Alvaro
hace fluir toda su alma hasta los ojos y marca el giro
que pronuncia la vuelta. En un pequeño arco de ma-
dera hay una banderola celeste. ¡Esa es al victoria!
jHay que arrebatarla para ser el dueño de la rosa de
encaje! Los dos o tres corceles que hacen cabeza se
juntan impetuosamente en el esfuerzo final, porque el
pasaje bajo el arco es estrecho y no cabe más que un
179
caballo. El caballo negro lleva siempre medio cuerpo
de ventaja. El arco se acerca, se agranda . . ¡Santiago!
¡A mí la victoria. . .
!
En el último momento, desesperado de no poder
reconquistar la distancia perdida, el muchacho se arro-
'^•<.xr-'Zy/"'>..:^'
ja desde los estribos y atropellando al jinete del caba-
llo negro, arranca la banderola, estrellándose contra
uno de los soportes. Una nube de polvo. Los caballos
pasan con sus panzas inmensas y deformes sobre su
180
cabeza» El trueno de sus cascos llena toda la plaza . . .
Un murmullo dolorido sube al espacio* El mancebo
trata de ponerse en pie» Imposible» El madero le ha
partido en dos el pecho» Desfallece» ¡Pero en sus ma-
nos está la bandera del triunfo ... El pueblo se arre-
molina» ¡Maldición, ella no llegará nunca hasta él!
De pronto, don Alvaro abre los ojos y, ¡oh mila-
gro! ¡Doña Sol! Del cielo rajado por el golpe mana
rocío» ¡Lágrimas de mujer! Un intenso dolor le ba-
rrenó el cuerpo como un rejonazo» Comprendió que
iba a morir. . . La centellante luz del astro estaba
detrás de la rubia cabeza» Su pelo era hecho de luz . . .
Después, el día se nublaba» Iba a morir, pero tenía el
gonfalón en la mano . . .
Así murió el último vastago de los Velasco y Mi-
guens, en la mañana del día 1 6 de noviembre del año
del Señor de 1745; descendiente de los Velasco de Es-
tella, en Navarra, que acompañaron a don Pedro de
Alvarado en la conquista del reyno de Goathemala;
y es fama que entró al cielo de sus mayores con una
rosa roja en la mano»
Al lado de la vetusta catedral, viejo como la tierra
donde nació, el son adolorido de la marimba de los
indios de Xenacoj, repetía ignorando la tragedia ocu-
rrida al otro lado de la plaza;
Tún, tún tún
Tún, tún tún
Pííííí...
181
Cada cien lunas viene un pájaro amarillo, un cbil-
tote de oro, y se lleva en el pico un grano del cerro
Balanjuyú, mucho antes que el cerro Balanjuyú des-
aparezca así, el esplendor de esta noble ciudad se ha-
brá desvanecido y su pasada opulencia será sólo una
leyenda dormida sobre la falda del volcán
Tún, tún tún
Tún, tún tún
lililí . . .
NOTA:—El nombre de los lidiadores de toros y la manera de correrlos
diferian un tanto en el siglo XVIII, de los usados en la actualidad.
182
índice alfabéticoDe americanismos provincialismos de Guatemala, usados en este
libro, que no figuran en los Diccionarios de uso corriente.
No^ se incluyen algunos barbarismos y modismos de lenguaje, propiosdel país, por considerarlos de fácil comprensión.
Accidentarse.—Contraer carbunco, enfermedad viru-
lenta del ganado lanar, vacuno y cabrío*
Ayote.—Variedad de calabaza americana*
Arguenas.—Alforjas de viaje que usan siempre los
indios*
Achiotada.—Bermejo, de color rojizo obscuro*
Agua toja.—Refresco muy usado durante los tiem-
pos de la colonia en todo Centro América* Es
el Crotón Cascarilla, árbol de corteza semejante
a la de la quina*
Agua-chiva.—Agua de desecho que queda después de
haber cocido en ella el maíz para la hechura de
tortillas*
183
A tuto,—Cargar a tuto, cargar sobre la espalda, al es-
tilo indio.
Antigua,—Después de la catástrofe de Almolonga,fundaron los españoles la segunda ciudad capital
del reyno de Guatemala, Antigua Guatemala, el
16 de marzo de 1542, la que a su vez fué derrui-
da por los terremotos del 29 de julio de 1773.
Su trazo se hizo con la cooperación del profesor
de leyes y ''Teniente para ahorcar'', don Fran-
cisco de la Cueva. (Leyendas de Guatemala. Mi-guel Ángel Asturias).
Albatda.—Palabra derivada del árabe, que significa
en español una parte del aparejo de las bestias de
carga. En Guatemala la albatda es la silla de
montar que usan las gentes del campo.
Alboroto,—Confituras de maíz y panela que se ven-
den en las ferias. En castellano se llaman can-
chas, voz tomada del quichua camcba, que quie-
re decir maíz tostado.
Atabal,—En el drama precolombino Rabinal Achi,
se le llama: el tambor de guerra. Se usaba en
los bailes y para congregar a las huestes.
B
Boca costa,—Terrenos inmediatos a las costas. Zonade transición entre la tierra caliente y la tierra
fría.
Bastimento,—Provisiones de boca que acostumbra lle-
var consigo el indio cuando viaja. Pan de maíz,
sal, chile, etc.
184
Burrión.—Colibrí, píca-flor. Símbolo de la valentía
entre los pueblos de la raza maya» (Oiseaux-
mouche) trochilideos.
Batidor.—^Puchero de arcilla usado para batir el cho-
colate.
Balún Botan o Votan*—Cuenta la tuadición que
llegaron varios inmigrantes por las costas de
Chiapas en el Océano Pacífico. Como los mayas,
también éstos eran navegantes. Venía capita-
neándolos un sacerdote suyo llamado Votan; le
llamaban igualmente Peponahuaste, que quiere
decir: ''señor del palo hueco'', en memoria de
haber llegado al país navegando en un barco.
Era sabio y obraba prodigios; se dice que en
Soconusco fabricó a soplos un palacio, y nombró
a una señora con servidumbre, para que lo guar-
dase convenientemente junto con un tesoro que
allí depositó.
Los compañeros de Votan, se llamaban así
mismo ''culebras'', es decir, chañes. Votan era
un chan, una culebra. Se estableció en la ciudad
de Nachán, ciudad de las culebras, que se llamó
después Palenque, a poca distancia del río Usu-
macinta, río que nace en Guatemala, riega Chia-
pas y Tabasco y se arroja majestuoso en el Golfo
de México.
Votan hizo frecuentes viajes al lugar de su
origen, y dicen que siempre encontraba a su re-
greso mayor número de chañes, lo que significa
que la inmigración continuaba. Siguió la co-
185
rricnte del Usumacinta hasta su desembocadura,
y toda la región se cubrió de ciudades. Ademásde Nachán, fué también notable Yaxbite u Oco-singo. Unió a los chañes con la gente del país
por medio de matrimonios, y así resultó un nue-
vo pueblo.
Dividió las tierras y las repartió entre las fa-
milias, estableciendo así el derecho de propiedad
individuad cosa que no se observa entre los
nahoas, cuyo sistema fué la propiedad comunal
o comunidades. Enseñó a su pueblo la agricul-
tura, fundó la religión y el gobierno sacerdotal
o teocracia, ^'^otán fué el civilizador de Chiapas.
A su muerte fué también deificado; el pueblo le
adoró como a un dios.
Votánides se llamaron sus descendientes, que
continuaron ejerciendo el poder sacerdotal y des-
arrollando aquella brillante civilización del Sur.
El reino que fundó Votan se designa con el
nombre de Xibalbaj o Xibalba. El Obispo de
Chiapas, Núñez de la Vega y otros dos escritores:
Ordóñez y Aguilar y Cabrera, han dado muchos
pormenores acerca de aquel personaje, que se ase-
gura dejó escrita una memoria en que refiere él
mismo, sus grandes hechos y sus viajes, y dan
cuenta minuciosa de la dinastía de los Votánides.
Sin embargo no falta quien ponga en duda
basta la existencia del mismo héroe, considerán-
dolo únicamente como la personificación de una
de las épocas más antiguas de la América Central.
186
A creer al autor que sostiene esta opinión, Mnde Charencey en su obra ''El Mito de Votan'',
esta leyenda es de origen asiático y presenta cier-
tas afinidades con otra u otras del antiguo con-
tinente. Los pueblos centroamericanos de filia-
ción maya conservaron la tradición de su origen,
quien procedente de Cuba, llegó a la laguna de
Términos, era sacerdote negro que había venido
de la Libia, fundando la ciudad de Nachán o
''casa de serpientes'', los tzendales acudieron a
ver a los extranjeros y se mezclaron con ellos.
Votan explicó que descendía de Imos, de la raza
de Chan. Fué el primer hombre que envió Dios
a estas tierras para poblar y repartir la América,
Hizo cuatro viajes a Valum-Chivin, En el pri-
mero salió de Balum Votan, dirigió su camino a
la morada de las trece serpientes, de allí fué a
Valum-Chivin; de donde pasó a la ciudad en
que vio la casa de Dios que estaba levantando
aún. Afirman que a su vuelta de la casa de Dios
fué por segunda vez a examinar los subterráneos
por donde ya había pasado y tos signos que en
ellos había, dice que se le obligó a pasar por un
camino subterráneo que termina en la raíz de los
cielos y que el camino no era otra cosa que un
agujero de serpiente en el que entró porque era
hijo de serpiente. En las tradiciones germanas
se habla de Odin, Woutan o Woudan, y hasta
se ha pensado que él o sus descendientes hayan
llegado a playas americanas en épocas remotas,
187
El señor Barbcrcna dice: '*E1 estudio de la leyen-
da de Votan, descartándole ciertos detalles pura-
mente fantásticos, es de positiva utilidad; masdebe tenerse presente que tal como nos ha llegado
corresponde a una concepción bistórica-etnográ-
fica hoy inadmisible''.
''La América Prehistórica''.—S. Carrillo Ra-mírez.
Barajustar.—Barbarismo por corcobear un caballo o
una muía.
Batea o Bátela.—Antes del descubrimiento de Amé-rica era término minero y marítimo, que equiva-
lía a bandeja, fuente; y de allí viene la palabra
batea. El pueblo todavía usa la palabra árabe
bateía, tal como la pronunciaron los marinos es-
pañoles que vinieron con Alvarado y Cortés.
Cola de galio.—Machete afilado y curvo que usan al
cinto los campesinos.
Camagüe.—Se dice un fruto que está en sazón, pero
no maduro. Por extensión 3 las personas y a las
cosas.
Chalchigüitls o chalchiüites.—Adornos de jade o de
cristal de piedra, y por extensión, todos los dijes
que llevan las mujeres sobre el pecho. Palabra
cachiquel.
Chachal.—Sartas de monedas que usan al cuello las
mujeres indias.
Corte.—Tela destinada para la confección de un traje.
188
Chuchero.—Ojeador, el hombre que tiene a su cargo
la trailla o guía a los perros en las partidas de
caza.
Carga piedra,—Portar consigo una cosa. Cargar cu-
chillo, dinero, etc.
Cuache.—Gemela. Escopeta de dos cañones.
ChahuitaU—Terreno bajo y pantanoso.
Chile de ramos,—Palma trenzada que se acostumbra
bendecir el domingo de ramos, y que se conserva
en la creencia de que preserva de los efectos del
rayo.
Chucho.—Perro.
Camisa de misa.—Camisa llena de bordados que usan
las indias de algunos pueblos de Guatemala, para
asistir a las ceremonias religiosas.
Cuatroojos.—Pájaro insectívoro, dentirrostro.
Chapulín.—Langosta, cigarrón, que invade los cam-
pos en bandadas, y destruye en pocas horas las
sementeras (acridius)
.
Cuchubalito o cuchubal.—Ahorros o entierro de di-
nero de los indios de Guatemala.
Comal.—Disco de arcilla usado para cocer las torti-
llas de maíz o dorar los granos.
China.—Mujer sirvienta que cuida de los niños. Ni-
ñera.
Chiquirtn.—Insecto hemíptero, de color verdoso
amarillento, con cabeza gruesa y ojos salientes.
En la extremidad del abdomen tienen los ma-
189
chos un aparato doble muy complicado, con el
cual, en tiempo de calor» emiten un ruido estri-
dente y monótono.
Clarinero,—Macho del pájaro que en Guatemala se
llama Sánate (Quiscalus macrurus. Sw) del ta-
maño de una paloma, muy negro y con los ojos
de color rojo.
Cobija,—Mejicanismo que significa manta, ropa de
cama.
Colocho,—Acolochado, se usa por rizado.
Coche de monte,—Nombre vulgar del picari o saino.
(Dicotyles tajacu-Scl).
Corronchocho,—Frutilla silvestre, agridulce de color
de rosa, formando apretados y diminutos raci-
mos. (Lantana híspida).
Corozo,— (Elais melanococca) . Especie de palmera
que produce bellotas abundantes en aceite.
Censonte o cenzontle,— (Minus poliglatta azara). El
naturalista Hernández, dice que, después de ha-
ber oído en la Corte de Felipe II. los mejores
ruiseñores* del rey, le pareció muy superior nues-
tra ave canora.
Canchinflín,—Su nombre español es petardo.
Candela,—Así se dice por vela.
Chumpipe,—Es palabra indígena, peculiar de Gua-
temala, que significa pavo o guajolote, como le
llaman en México. Los ornitólogos le denomi-
nan Melsagtis gallo pavo L.
190
CoyoL—Vulgarmente se llama así el fruto de la ole-
rácea viritfera, y a la palmera que lo produce:
coyolar.
Chicha.—Los españoles dieron este nombre a la be-
bida fermentada que usan para embriagarse los
indios de América»
Chile.—Pimiento o ají, derivado del mexicano chilli.
Chorcha.—En Guatemala se llama chorcha a varias
de las especies del género Icterus, La chorcha más
común es de plumaje amarillo y negro; habita
las selvas cálidas y canta con fuerte y meli-
flua voz.
Danta.—Tapir, animal sagrado de los mayas.
De chiripa.—De casualidad.
Espumuy.—Paloma silvestre con plumaje general ce-
niciento azulado, más obscuro en las partes su-
periores que en las inferiores. Es común en Gua-
temala y su canto al atardecer tiene una rara me-
lancolía. (Columba fasciata. Say).
Engusanado.—Ganado con llagas ocupadas por lar-
vas o gusanos.
Enhuatalarse.—Meterse a los montes, perderse entre
los matorrales.
Elote.—A la mazorca tierna del maíz se le llama
elote.
191
Fierro.—Forma que se usa en varias regiones de Amé-rica, en lugar de hierro. Fierro de herrar anima-
les para su compra o su venta.
Finca.—Por antonomasia, hacienda, plantación.
GarniL—Garniel, garnacha, bolsa de cuero de los sol-
dados y los cazadores.
Güisquilar.—Planta trepadora de la familia de las
cucurbitáceas que produce el chayóte, de carne
parecida a la del pepino.
Güiras.—Palomas de monte, muy abundantes en el
mes de noviembre. Bandadas de palomas.
Guáramo.—Árbol artocárpeo de las zonas cálidas ytempladas. (Cecropia pelara, palmata).
GüipiL—Camisa sin mangas de las indias. Es una
prenda femenina de mucho colorido. Sobre la
tela tosca el bordado en seda de matices vivos»
estiliza los motivos primitivos ornamentales másgraciosos: pájaros, venados, conejos, etc. (Le-
yendas de Guatemala, de Miguel Ángel As-
turias) .
Gato.—Gatillo de arma de fuego; disparador.
Guacal.—Mitad pulida de una calabaza, que los in-
dios usan par recoger el agua.
Goma (de goma).—Se llama al estado del temulento,
en que, después de la exitación producida por el
licor, el hombre se torna triste y temblón.
192
GirO'Gallo giro.—La palabra giro significaba, en len-
guaje antiguo, hermoso, galán; y de allí viene
que en muchas repúblicas americanas se llamen
giros a ciertos gallos*
H
Huatal o guataL—Matorral»
Hutakán.—Dios de los vientos, espíritu del cielo, en
la antigua mitología de los pueblos quichés»
HuiciziL—Venado de raza enana, con el lomo pin-
tado de blanco.
Hunahpú.—El volcán de Agua denominado así por
los antiguos aborígenes de Guatemala. *'E1 Ma-nuscrito de Chichicastenango*' le consagra varias
páginas para relatar las aventuras de tres héroes
o semidioses llamados Vukub Caquix, Junapup
o Hunahpú e Ixbalanqué.
Jerga,—Tela gruesa de lana. ^
Juiltn,—Pez de los ríos de Guatemala, de carne muyfina.
L
La fresca,-—Primeras horas del día o de la noche.
Crepúsculo matutino y vespertino en las tierras
calientes.
Ladino,—Individuo mestizo o de raza blanca.
193
MMapuche,—Mamífero carnicero del tamaño y aspecto
del tejón. Procyon lotor (Alien).
Milpa,—Plantación de maíz, tierra destinada al cul-
tivo de esa gramínea.
Matrero.—Arisco, mañoso. Receloso.
Mamones,—Retoños, vastagos de las plantas.
Mecate,—Cordel, lazo. Del mexicano mecatl.
Maíz,— (i La flor del maíz no fué más bella que la
última mañana de estos reynos!) Se alude al
Teocintli, '*Maíz divino'' (Eucblaena Guate-
malensis), del que se hizo el primer hombre, se-
gún la mitología quiche. (Leyendas de Guatema-
la.—Miguel Ángel Asturias) •
Madrina,—Vaca, muía, yegua, etc., animal que guía
la manada, llevando el cencerro al cuello.
Mañoco o manaque,—Nombre vulgar de una especie
de palmera con cuyas hojas se hace el techo de los
ranchos.
Marchante.—Significa en castellano traficante, mer-
cantil. El indio lo usa como parroquiano.
Marimba,—Instruipento musical constituido por un
teclado de maderas sonoras. Su origen es neta-
mente americano y no africano como se ha sos-
tenido últimamente, por el hecho de haber lle-
gado a Guatemala, algunas marimbas, durante
la colonia. El nombre precolombino de una
montaña de Huehuetenango (Guatemala) es
Chinab-juU que en lengua mame significa: ma-
rimba de hoyos.
194
Matate,—Bolsa hecha de cuerdas delgadas de pita o de
maguey, entretejidas con grandes intersticios yque se suspende al cuello por medio de un cordel,
Usanlo mucho los indios para llevar sus tortillas,
frutas y otros alimentos.
N
Nance,—Nombre de una frutilla de película amarilla
de carne blanca. (Malphigia montana)
.
Ocote,—Especie de pino muy resinoso, cuya madera,
hecha rajas, sirve para encender los hornos, hacer
luminarias y alumbrar las casas de los indios.
Ojo de agua,—Manantial, agua que brota en el fondo
de los barrancos.
Pial,—Reata, cuerda o correa de cuero crudo, para
atar y unir el ganado. Lazo.
Pepe,—Se dice de los recentales que han perdido a la
madre. Niño huérfano.
Pie de gallo,— (Ek). Orquídea muy corriente en los
bosques de Guatemala. Planta sagrada de los
indios.
Poncho,—^Frazada, manta de lana de manufactura
india.
Patacho o patache,—Partida de caballos o muías, ge-
neralmente de carga.
Papel de china,—Papel de seda.
195
Pisto.—Dinero.
Pacaya.—Especie de palma que crece en las selvas, en
los lugares húmedos. Helécho gigantesco cuya
flor es comestible.
Pixtón.—Tortilla gruesa de masa de harina de maíz,
muy usada en la alimentación de los indios de
Centro América.
Petate,—Estera. Mexicano petatL Entre los indios
había una jerarquía: señor del petate o de la
estera.
Penca,—Para significar racimo, como cuando se dice
una penca de plátanos, es provincialismo de estas
regiones.
Perraje.—Pañoleta de algodón de vivos colores.
Pina.—Fruta americana (Bromclia ananas) de la
cual hizo Oviedo, en La Historia Natural de las
Indias, la siguiente descripción: *'Hay una fruta
que le llaman pina, que nace en una planta comoel cardo, a manera de la zaviras de muchas pen-
cas y huele esta fruta mejor que melocotones.
Piñuela.— (Bromelia piñuela), tipo genérico de la fa-
milia de las bromeliácias: hasta hoy sólo se em-
plea en cercas.
QQuetzal.—Ave símbolo de Guatemala, donde sería
más propio llamarla Kukul, en quiche y no quet-
zal en mexicano. Es un ave lindísima. En los
textos indios se emplea con el superlativo de be-
llo. Mas, aparte de su belleza incomparable, es
un pájaro que se caracteriza porque sólo puede
196
vivir en libertad; si se le enjaula o se le apresa
muere. De cuerpo no es más grande que una pa-
loma* Es una esmeralda del tamaño de una palo-
ma que parece arrastrar un arco-iris en la cola de
más de un metro* Su plumaje verde posee todos
los cambiantes del tornasol» y se diría pintado
sobre fondo de oro, como los mosaicos bizanti-
nos* En el pecho luce plumas rojas* Sangre de cre-
púsculo en gota de selva que vuela sobre los An-
des* Vuela muy alto y construye su nido en los
troncos de los árboles, dándole forma de túnel,
con dos salidas, para no lastimarse la cola* Por
su riqueza y su amor a la libertad, este pájaro,
sin duda, era del espíritu protector (nahual) de
los jefes* Les ayudaba a combatir, les acompa-
ñaba en sus empresas, y moría cuando ellos mo-
rían* (Leyendas de Guatemala*—Miguel Ángel
Asturias) *
Quebrantahuesos o quebrantahuesos — Ave rapaz
diurna, muy semejante al halcón*
Quetzacoalt.—En las postrimerías del reinado de los
toltecas existió un hombre misterioso llamado
Quetzalcoatl, que se ha hecho notable por la pro-
fesía que se le atribuye* Cuéntase que aparecie-
ron por el Panuco, Tamaulipas, algunos perso-
najes vestidos de túnicas; siendo bien recibidos,
atravesaron el país y llegaron hasta Tolán, don-
de fueron hospedados con benevolencia*
197
Sabían labrar los metales y las piedras precio-
sas, conocían el cultivo de los campos y practi-
caban artes útiles, por lo cual debieron ser teni-
dos en alta estima por los toltecas.
Quetzacoalt, según la leyenda, instituyó el
culto de la cruz llamaba quiahuitleotlchicah-
hualizteotl o Tonacacuahhuitl, que quiere decir
dios de las lluvias y de la salud, y árbol del sus-
tento o de la vida, y fué también inventor del ca-
lendario mexicano. (América Prehistórica).
Quiebracajete.—Es el nombre de unas flores silvestres
fconvolvulus) azules, moradas, blancas y de
otros matizados colores, que brotan en el Otoño,
de una enredadera que crece en las cercas de los
solares.
Quizayá segundo.—En las regiones poco pobladas de
Guatemala, se acostumbra llamar a los afluentes
de un río, con el nombre del mismo, distin-
guiéndolos únicamente por su número ordinal
así: Río Negro. Río Negro segundo, tercero,
cuarto, etc.
R
Ronrón,—Escarabajo.
Rejoya.—Hoya, hondonada propia para las siembras»
S
Suquinay,— (Bulbostylis cavanillensii). Arbusto de
flores muy aromáticas, en cierta época del año.
198
Tepemechín,—Pez de agua dulce, muy común en los
ríos de Centro América. (Agonostoma Bem)»Tamal—Especie de empanada de masa de harina de
maíz envuelta en hojas de plátano o de la ma-zorca del maíz. La palabra es criolla de MéxicotlamallL
Tacuazín.—Zarigüeya, mamífero. (Didelphis virgi-
niana)
.
Taza bola.—Probablemente del inglés bowl Escu-
dilla, tazón ancho y de forma de una media es-
fera, muy usado entre las clases humildes de
Guatemala, para tomar sus bebidas.
Tohil o TojiL—Dios de la guerra de las antiguas teo-
gonias indias. Se le sacrificaban corazones hu-
manos antes de un encuentro bélico.
Tapexco.—Camastro, lecho muy pobre y sin ningún
aliño. Generalmente está hecho de cañas.
Tzute rojo.—Especie de bonete o montera que las
indias ponen en la cabeza a sus pequeños para
preservarlos de las miradas de los extraños y de
la acción de la luz.
Tata Dios.—Padre-Dios, una de las maneras como el
indio denomina al Creador. El indio de Gua-
temala ora ante los altares de los dioses cristia-
nos, pero en el fondo no olvida sus creencias.
Tunco, tunca.—Mutilado de algún miembro.
Tusa.—Envoltura de la espiga del maíz.
Tazol.—Hoja seca del maíz que se guarda en tropcs
durante la estación seca o verano del trópico.
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Totopoxte,—Palabra indígena, en la cual se pronun-
cia la X como ch francesa. Significa una tot-
tilla de maíz, dura y que se conserva bien duran-
te muchos días para que la puedan comer los in-
dios que son los que la usan.
Tapesco o tapexco,—Así llaman a las empalizadas
que sirven para que sobre de ellas enreden algu-
nas plantas. La gente pobre y algunos indios
suelen dormir en tapexcos, hechos de cañas yvaras.
Tecomate.—Es una especie de calabaza de cuello es-
trecho, de corteza dura y que vaciándola. sirve, a
los indios para guardar dentro de ellas sus bara-
tijas, o para llevar agua o licores fuertes.
Tapui,—Cordón de lana roja que las mujeres kec-
chíes se trenzan y anudan a la cabellera, deján-
dolo colgar sobre la espalda. La costumbre sólo
permite el uso del tapuí a las mujeres casadas.
Tempisque.—Árbol de la familia de las zapotáceas,
de frutos comestibles.
Tocoyales.—Cintas de lana de diversos colores que
las mujeres indias usan para trenzar el pelo.
Vivandera.—México: soldadera, mujer que acompa
ña a los ejércitos en campaña.
Velorio.—Como sinónimo de velación, es provincia
lismo americano.
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Xiloj.—Planta anual, especie de cizaña que invade los
campos,
Xibalba*—Ciudad de la trasmutación, de la desapari-
ción, del desvanecimiento, de los muertos. Cam-
po sagrado de los muertos que todavía escuchan
y ven,
Xul o xa.—Instrumento de viento, de origen muy
antiguo, hecho de piedra o de barro cocido. Por
los sonidos que emite puede considerarse como
la flauta o el picólo aborígenes: El Popol Bu]
hace mención de tres flautas indígenas el tatil
kanabaj, el zubak y el chau-chau. Tatil harta-
baj: Ta, oír, escuchar; til, soplar; kan, plega-
ria; aba'], piedra consistente, (El material de que
está hecho el pito o xuU
Yagual—^Siendo tan común que los indios lleven so-
bre la cabeza los cestos y otras cosas pesadas,
acostumbran usar el yagual, que es un pañuelo
o trapo enrollado, como una corona pequeña,
para que descansando sobre él el objeto pesado
que se carga, no lastime la cabeza,
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Yerba mala.—La palabra yetbabuena existe en caste-
llano; pero no la yerbamala, que, como lo indica
su nombre, es venenosa.
Zopilote o zope,—Nombre indígena de la gallinaza
(Cathartes aura, Linneo).
Zibaque,—Sasafráz, el corazón de la hierba con que
se hacen las esteras.
Zacate, zacatón,—Hierba de los prados y jardines.
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índicePAG.
J I Madre Milpa 9
,»- II La Corazonada 21
J III La Señorita Costa 31
JlV El Zchicolaj •. 41
y V La Casa de los Gigantes 53
- VI El Milagro 69
J VII El Venado de la Joya Grande 79
J VIII Los Revolucionarios 91
JlX El Novillo Careto 101
JX El Nahual 113
J XI Azacualpa 127
J XII La Profecia de los Chañes 141
>* XIII La Misa 153
: WXIV La Fiesta 161
J XV La Rosa 173
XVI índice Alfabético 183
203