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Editorial Bambú es un sellode Editorial Casals, S. A.

© 2007, Natalia Freire© 2007, Editorial Casals, S. A. Tel. 902 107 007 www.editorialbambu.comwww.bambulector.com

Diseño de la colección: Miquel PuigIlustración de la cubierta: Getty Images

Tercera edición: septiembre de 2012ISBN: 978-84-8343-005-7Depósito legal: M-35.107-2009Printed in SpainImpreso en Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de es-ta obra solo puede ser realizada con la autori-zación de sus titulares, salvo excepción previs-ta por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen-to de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Semana BlancaNatalia Freire

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ÍNDICE

Causas y consecuencias 7Lunes 26Martes 34Miércoles 41Jueves 50Viernes 59Sábado 98Domingo 132Como lluvia en el desierto 135

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Causas y consecuencias

Apoyó la tabla en la nieve y se sentó encima. Se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar. Lo que había concebido como la semana de sus sueños, se había conver-tido en un infierno.

«¿Por qué seré tan estúpida?», se preguntaba. «¿Por qué estoy aquí llorando, sentada en una tabla de snowboard en vez de estar por ahí esquiando y divirtiéndome?»

La razón por la cual Alma había dejado de esquiar para hacer snowboard tenía nombre y apellidos: David Terrón y su pandilla, los chicos más divertidos de su colegio. El año anterior, Alma había conseguido llamar la atención de aquellos chicos gracias a su destreza como esquiadora. En la carrera de eslalon, celebrada el último día de la Se-mana Blanca, llegó la primera del colegio, batiendo clara-mente al resto de participantes. Entonces, el apuesto Da-vid, que a su vez había ganado la carrera en la modalidad

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de snowboard, se acercó a ella con su tabla bajo el brazo y le dijo:

–¡Eh, palillera! Andas muy bien. Su corazón se aceleró. Era la primera vez que David le

hablaba.–Gracias –repuso Alma muy nerviosa–. Y felicidades, por-

que tú también has ganado. Tu descenso ha sido increíble.–Sí, ya lo sé –afirmó el chico jactanciosamente–. Soy el

mejor surfista del colegio y tú, la campeona de los palilleros. Lo suyo sería que echáramos una carrera. Los dos solos.

–Vale –dijo Alma. Casi no pudo contestarle. Pensaba que un sueño acaba-

ba de hacerse realidad. Tomaron la silla de la pista en la que se habían celebrado las carreras. Algunos de los amigos de David los siguieron en sillas sucesivas con inusitada expec-tación. Ella lo miraba de reojo, amparada tras sus gafas de espejo. Después de tantos suspiros contenidos cuando pasa-ba por su lado y de tantas miradas furtivas por los pasillos del colegio, por fin había conseguido desterrar de su mente ese pensamiento que se repetía una y otra vez, y que le de-cía que David nunca se fijaría en ella. «Todo, gracias a la nie-ve», se dijo. En el colegio jamás la había mirado.

Bajaron de la silla. David le dijo que tenía que colocar-se las ataduras. Ella se quedó a un lado, jugueteando con el extremo de su bastón en la nieve. David se preparó, se le-vantó y comenzó a bajar por la pista sin esperarla.

–¡Eso es trampa! –protestó Alma. Ajustó sus botas y sus guantes, e inició el descenso. El

chico llevaba una considerable ventaja. Forzó la máquina

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tratando de alcanzarlo. Cuando estuvo a su altura, dismi-nuyó la velocidad para hacer alarde de sus perfectos giros paralelos. Al verla, el arrogante David realizó un giro ines-perado y pasó deliberadamente con su tabla por encima de los esquís de Alma. Ésta cayó aparatosamente y perdió una de sus tablas. David se le acercó, derrapó al frenar y la cubrió de nieve.

–¡Muy gracioso! Me has dado un susto... –repuso la chica.–Veo que estás bien, así que ¡ahí te quedas, palillera! –y

el muchacho siguió descendiendo.–Pero, ¿no vas a esperarme? –gritó Alma–. Supongo que

esto era lo que quería: reírse de mí –murmuró desolada.Se puso de pie y caminó en busca del esquí que había

perdido. Entonces, a su espalda aparecieron los amigos de David. Pasaron muy cerca de ella, derrapando con sus ta-blas y gritando como energúmenos. Ninguno llegó a ro-zarla, pero Alma, asustada por lo sucedido, cayó de nuevo y se quedó cómicamente despatarrada en medio de la pis-ta. Los amigos de David se reunieron con él unos metros más abajo, donde los esperaba para disfrutar del infame plan que habían preparado para Alma. Todos se burlaron de ella, pero lo que más le dolió fue lo que dijo David justo antes de desaparecer con sus amigos montaña abajo:

–¡Esta vez sí que has visto las estrellas, palillera! Eso te enseñará que en la nieve mandamos los surfistas.

La desconsolada chica recogió su equipo y se apartó a un lado de la pista para ponerse a salvo de posibles per-cances. Se dejó caer de rodillas sobre la nieve y, presa de la impotencia, lloró amargamente. Se sentía herida en su

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orgullo, protagonista de un ridículo espectáculo. Las pa-labras de David se repetían en su cabeza. Ella conocía la rivalidad que había entre los chicos que practicaban surf en la nieve y los esquiadores, de quienes se mofaban a todas horas. Alma quería ser aceptada por el entorno de David y pensó que como esquiadora no lo conseguiría en la vida. En ese instante decidió aprender snowboard. Cuan-do volvió a su casa, dijo a sus padres que quería aprender surf. A ellos les sorprendió, ya que su hija esquiaba desde los 5 años. Pero Alma estaba convencida. Pasó el final de temporada recibiendo clases de snowboard. Los primeros pasos fueron terribles, tanto física como mentalmente. En primer lugar, porque, hasta que aprendió la técnica, tuvo que esforzarse mucho y el desgaste físico le impedía pro-gresar. En segundo lugar, porque le resultaba difícil asu-mir que en un medio como la nieve, que ella dominaba a la perfección desde niña, ahora parecía un pato mareado y tenía que quedarse todo el día en las pistas verdes, con los debutantes. Para colmo, era incapaz de coger un arrastre. Por fortuna, tras pasar el período de los primeros contac-tos, su progreso fue evidente y empezó a divertirse. A fina-les de abril, ya giraba con su tabla por pistas azules y subía los remontes, aunque con alguna dificultad.

La llegada del calor la fastidió un poco, porque tuvo que detener su aprendizaje justo en el momento en que es-taba empezando a mejorar. En verano, sus ganas de apren-der la llevaron hasta el parque que había detrás de su casa. Allí, algunos de los chavales más jóvenes del barrio ponían a prueba su destreza con el monopatín. Alma se sentaba

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en un banco del parque con un libro entre sus manos, mas no leía. Observaba a los niños y niñas realizar sus habili-dades. Era admirable cómo lo intentaban una y otra vez, sin desfallecer. Aunque pareciera imposible caerse más veces y rasparse más los codos y las rodillas, ellos seguían probando hasta que les salía lo que querían. Y cuando lo lograban, era espectacular. Después probaban otro truco, esta vez un poco más difícil. Alma se preguntaba si ella sería capaz de patinar. Sólo había un modo de saberlo.

Entre los niños del parque estaba Raquel, una niña a la que había dado clases particulares durante el invierno. El dinerillo que se sacara con las clases lo gastaría en una ta-bla de snowboard. Alma se levantó y alzó la mano saludan-do a Raquel. La niña, montada en su patinete, se acercó a ella y le dijo:

–¡Hola, Alma! ¡Me alegro de verte! ¡He aprobado todo y hasta he sacado buenas notas! ¡Las mejores de mi vida!

–Me alegro –dijo Alma.–Mi madre se puso tan contenta que me compró un pa-

tinete nuevo –pisó el extremo del patín, lo agarró con sus manos y lo mostró orgullosa–. ¡El que yo quería! Y todo, gracias a ti.

–No digas eso. Lo has conseguido tú solita; yo sólo te mostré el camino.

–Pues mi madre me dijo que, si te veía, te preguntara cuál es tu talla porque quería comprarte un vestido o algo así para agradecerte la ayuda.

–Dile a tu madre que no tiene que comprarme nada. Ya me pagó por mi trabajo. En cambio –Alma miró a Raquel

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confidencialmente y bajó el volumen de su voz–, tú sí que podrías enseñarme algo.

–¿Yo? ¿Qué te puedo enseñar yo? –preguntó Raquel, intrigada.

–Puedes enseñarme a patinar. Raquel miró sorprendida a Alma. –¿Quieres que te enseñe a montar en monopatín? ¿Es-

tás segura? –volvió a preguntar Raquel, algo escéptica.–Claro que lo estoy. Os he estado mirando y me gusta-

ría intentarlo. Parece divertido. –Divertido... Sí que es divertido. Pero, ¿no eres un poco

mayor para esto?–No hay edad para aprender. Creí que eso había queda-

do claro –repuso Alma en su papel de maestra.–Vale, vale, lo que tú quieras. Mañana quedamos aquí

a las cuatro.–¿A las cuatro? ¡Pero si hará muchísimo calor! –protes-

tó Alma.–Precisamente. A esa hora no hay nadie en la calle.

¿Quieres que todo el barrio te vea hacer el ridículo?Alma reflexionó un instante y contestó:–Tienes razón.–¡Pues claro! ¡Para algo soy la profesora! Además

–continuó la niña hablando algo más bajo–, yo tampoco quiero que los chicos me vean enseñando a nadie. Tienen un rollo excluyente que no me va. Se empeñan en decir que somos especiales. A mí eso me suena un poco pre-tencioso. Yo prefiero pensar que soy espacial. Por eso me gusta patinar. Tú me caes muy bien. La prueba de que no

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me equivocaba contigo la tienes aquí. Quieres aprender a patinar, así que tienes buen gusto y debes ser valiente.

Alma miraba perpleja a Raquel. Siempre le pareció una niña lista, pero introvertida. Incluso pensó que tenía pro-blemas de comunicación. Era evidente que se había equi-vocado.

Al día siguiente se confirmaron las previsiones. Había una temperatura de cuarenta grados a la sombra y nadie por la calle, excepto Alma y Raquel.

–Si crees que el snowboard es duro, estás muy equivo-cada –dijo la niña dejando su viejo monopatín a los pies de Alma. Luego abrió la mochila y sacó un casco, unos guan-tes, unas rodilleras y unas coderas.

–¿Tengo que ponerme eso? –preguntó Alma.–No protestes, porque luego me lo agradecerás.Alma no tardó mucho en comprobar cuán necesarias

eran las protecciones. Primero aprendió a impulsarse y a frenar. Tomar impulso para ganar velocidad fue senci-llo. Raquel la felicitó por la posición sobre la tabla, bas-tante buena para ser principiante. Los movimientos le resultaban familiares por su experiencia en la nieve con la tabla de snowboard, pero los problemas aparecieron en las frenadas. Las tres primeras caídas dolieron un poco, pe-ro después todo el cuerpo se entumeció y se volvió insensi-ble. Aun así, estaba contenta, pues le estaba saliendo mejor de lo que esperaba.

Llegó a su casa empapada en sudor y magullada. Se fue a la ducha. La piel le ardía. El agua tibia le causó gran impresión al principio, pero poco después empezó a sen-

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tir alivio. Un torrente de suspiros desfilaba por sus labios. Cerró los ojos y, por un momento, creyó que levitaba. Ba-jo la frescura del agua perdió la noción del tiempo, hasta que su madre tocó en la puerta del baño, preguntando iró-nicamente si se había ahogado, pues llevaba más de me-dia hora con el grifo abierto. Apenas pudo reunir fuerzas para salir de la bañera, tan relajados habían quedado sus músculos. Después se envolvió en una toalla, se tumbó en la cama y se abandonó en un sueño profundo en el que se mezclaban imágenes de tablas sobre la nieve y ruedas sobre el asfalto.

El verano avanzaba inexorablemente y el calor era in-soportable. Para Alma, los días pasaban con más rapidez a medida que prosperaba en su aprendizaje. Raquel expli-caba los detalles de algunos ejercicios en la teoría y en la práctica; luego, ella los repetía. Comenzaron practicando el deslizamiento en carril bici. Después aumentaron la ve-locidad bajando calles y saltando aceras. Eso encantaba a Alma. En cuanto tuvo confianza, prescindió de las protec-ciones y empezó a practicar el ollie. Diseñaron un recorri-do por el barrio. Alma seguía a Raquel y trataba de imitar sus movimientos. Pronto se sintió segura y empezó a ver-los de otra manera. Se proponía pequeñas metas y avanza-ba a medida que las iba superando. Conseguir algunas de ellas le había costado una contusión en el codo, una dislo-cación de muñeca, un fuerte golpe en la cadera y algunas costras en las rodillas, que no recordaba tener desde que era una niña. A comienzos de septiembre, heredó el vie-jo monopatín de Raquel y fue presentada «en sociedad».

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Profesora y alumna llegaron al parque como si fueran a pasar un examen de ingreso en la Universidad.

–¡Hola, chicos! –saludó Raquel–. Esta es Alma. Mi pro-fe particular.

Los chicos adoptaron posturas displicentes y saludaron con desgana.

–¡Hola! –dijo Alma sonriendo y sujetando firmemente su patinete, para que no se dieran cuenta de que le tembla-ban las manos.

–Además de mates y lengua, practica snowboard –dijo Raquel.

–¿Snowboard? ¿Esa tontería de la nieve? –se burló uno de los chicos.

–Bueno –se excusó Raquel–, yo diría que es parecido al surf en el agua o, si lo prefieres, como dice Manuel Pala-cios, el snowboard es el skate cuatro por cuatro.

–Si lo dice él –repuso otro de los niños–, tiene que es-tar bien.

–Es verdad –afirmó un tercero–. Manuel Palacios es el mejor.

–Pues Alma hace surf muy bien –mintió Raquel–. Y también patina.

–¡Ya! –repuso Álvaro, el primero de los niños que había hablado–. Y por eso lleva tu tabla vieja.

Alma dio un respingo, pero Raquel, que ya esperaba tal respuesta, resolvió airosamente la situación.

–Se la ha ganado porque le he estado enseñando a pati-nar todas las tardes y se ha esforzado un montón. Además, mira sus rodillas: están tatuadas por el asfalto.

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Los chicos miraron las rodillas de Alma y observaron atentamente las señales de los rasponazos. Todos asintieron menos Álvaro, el líder del grupo, a quien Raquel increpó:

–Y tú, sé más educado, porque Alma es mi amiga. Le gustaría patinar con nosotros y puede hacerlo –miró a la chica y añadió–. ¡Venga, Alma, enséñanos lo que sabes!

Alma miró a la niña, respiró profundamente, dejó caer con estilo el monopatín en el suelo y se deslizó hacia la iz-quierda. Bajó un bordillo y rodó por la carretera en direc-ción a un enorme poyete con la intención de abordarlo y realizar un ollie sobre él. Pero no llevaba suficiente veloci-dad. La tabla chocó contra el borde del poyete y Alma ca-yó estrepitosamente contra el suelo. Los chicos, incluida Raquel, empezaron a reírse. Los miró y se dio cuenta de que, aparte de la sangre en el codo, lo máximo que podía pasar, si algo le salía mal, era que se rieran de ella. Empe-zó a reírse con ellos. La risa relajó su tensión inicial. Se le-vantó, se limpió la sangre con las manos y volvió a subir al patín. Avanzó con convicción y energía. Subió al poye-te en lo que fue su mejor ollie del verano. Los chicos, que en un principio se habían mostrado suspicaces, acabaron felicitándola. Mientras, Raquel observaba satisfecha el re-sultado de su obra. Cuando se marchaban a casa, Alma se acercó a ella y le dijo:

–Gracias por todo. Eres una chica estupenda y una ami-ga de verdad.

–No me des las gracias. Ahora estamos en paz. Tú me enseñaste a estudiar y yo a ti, a patinar. Cosas sin las cua-les no se puede vivir.

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Raquel tenía razón porque, desde ese momento, Alma iba patinando a todos sitios, menos al colegio. Tampoco podía ir a clase con falda porque sus rodillas estaban lle-nas de costras. No quería desvelar sus cartas. Los fines de semana bajaba al parque y patinaba un ratito con los ni-ños para seguir aprendiendo. Ellos, por su parte, le pedían ayuda con los deberes del colegio. Alma lo hacía encanta-da. Su función de profesora la ponía en un lugar privile-giado que perdía cuando patinaba.

Una tarde de noviembre, mientras tomaban unos re-frescos sentados en un banco del parque, unos skaters irrumpieron entre los columpios haciendo trucos espec-taculares. Todos se levantaron entusiasmados. Alma se quedó asombrada con aquellos chicos. Uno de ellos le lla-mó la atención de manera especial. Tenía el pelo oscuro y ensortijado, y se movía con una fluidez exquisita.

–¿Los conocéis? –preguntó Alma.–¡Pues claro! –dijo Raquel–. Son los de la pandilla de

Uve Doble.–¿Uve Doble? –preguntó Alma.–Sí, así es como llaman a Víctor Velásquez. Es un pro.

Es buenísimo. Y es guapísimo.–Ya veo –murmuró Alma. –Es un artista del patín... y de los muros –continuó Ra-

quel–. Sus graffiti están por todo el barrio. Los firma con una W. Y, además, es hermano de Álvaro.

Álvaro levantó el brazo y saludó a su hermano. Víctor, que precisamente era el chico en el que Alma se había fija-do, se acercó a ellos.

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–¿Qué pasa, enano? –preguntó Víctor, al tiempo que re-volvía el cabello de su hermano con gesto cariñoso–. ¿Ya has hecho los deberes?

–¡Pues claro! –repuso el niño–. Si este año voy muy bien gracias al fichaje de la temporada –Álvaro señaló a Alma.

–Así que tú eres la famosa Alma –dijo Víctor, mirando con abrumadora insistencia a la chica.

Ella se estremeció ante aquella mirada tan clara como insolente y provocativa.

–¿Fa… fa… famosa? –acertó a decir.–¡Sí! –afirmó sonriente el muchacho–. Álvaro me ha

contado que tiene una amiga que patina, hace surf, es muy lista y le ayuda con los ejercicios de matemáticas. Como comprenderás, no me lo he creído porque mi hermano es muy fantasma –Víctor miró a su hermano y luego volvió a mirar a Alma fijamente–. Ahora me doy cuenta de que me he reído de él sin razón.

–Pues deberías pedirle perdón –repuso la chica esbo-zando una sonrisa para impedir que le volviera a temblar la voz.

–Lo siento, enano –dijo Víctor–. Tenías razón: es un en-canto –añadió en voz baja acercándose a la oreja del niño.

Los amigos de Víctor, que se habían quedado practican-do algunos trucos en el parque, le gritaron que seguían su camino. El muchacho les hizo señas para que continuaran.

–¡Ya voy! –gritó y volvió a mirar a Alma–. Tengo que irme. Encantado de conocerte. Y..., por cierto, ¿qué tal se te da la historia del arte?

–Pues... muy bien –contestó Alma perpleja–. ¿Por qué?1818

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–Por si algún día te aburres de patinar con estos ni-ñatos..., me llamas... y andamos por ahí. Voy fatal en esa asignatura –y le guiñó un ojo–. ¡Me alegro de veros, chi-cos! –dijo, al tiempo que se alejaba montado en su mono-patín.

La cara de Alma reflejaba una gran confusión. Algo misterioso le impedía apartar sus ojos de él. En cuanto lo perdió de vista, recobró la compostura, miró a Álvaro y le dijo:

–Tu hermano tiene un morro que se lo pisa. A vosotros os ayudo porque sois mis amigos y porque me da la gana... Pero, si pretende clases gratis, lo lleva claro.

Todos se echaron a reír, cogieron sus patinetes y se fue-ron a intentar emular a Víctor y a los otros skaters. Alma se quedó inmóvil a la espera de una explicación de aque-llas risas.

–Con lo lista que eres, a veces pareces tonta –dijo Ra-quel con una increíble sabiduría–. Víctor está haciendo la carrera de Bellas Artes y una de sus materias preferidas ha sido siempre historia del arte. ¡Le encanta la historia! Yo en tu lugar estaría contenta: el mejor skater del barrio te ha invitado a salir.

Al oír eso, Alma se sintió muy halagada y reforzó su confianza. Si un chico como Víctor se interesaba por ella, quizás hubiese una posibilidad de conseguir la amistad de David y sus amigos.

El tiempo se volvió lluvioso y casi no podía salir a pati-nar. No volvió a ver a Víctor, pero cada vez que veía algún grafito por el barrio, se fijaba en la firma.

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Con las primeras nieves del invierno retomó sus cla-ses de snowboard. Después de un verano en el ardiente as-falto de Madrid, la nieve le pareció un enorme colchón de plumas donde caer sin miedo al dolor. Progresó bastante, pero no lo suficiente como para sentirse segura y decirle a David que en la próxima Semana Blanca no llevaría sus esquís. Lo cierto es que no se atrevía a dirigirle la palabra. Estaban en el mismo curso, pero iban a diferentes clases y realizaban actividades distintas. Alma, académicamen-te hablando, era una chica casi perfecta. Sacaba las me-jores notas de clase, tocaba el piano y le gustaba la astro-nomía. Estas aficiones definían bastante su personalidad: dispuesta para el aprendizaje, inquieta, tímida..., pero con deseos de expresarse, incansable soñadora y buscadora de nuevos horizontes. Le encantaba lo que hacía, pero desea-ba compartirlo. Le habría gustado tener hermanos, contar con compañeras de clase que no se limitaran a pedirle los resultados de los ejercicios y dejar de ser considerada co-mo una chica rara y solitaria. Que se pasara las noches es-tudiando, buscando nuevas melodías al piano y mirando las estrellas, en vez de salir por ahí, era motivo de burla pa-ra la pandilla de David. Sobre todo, tras el incidente de la última Semana Blanca. Si la veían por los pasillos del cole-gio, se reían de ella con hirientes comentarios:

–Ahí va la estrella de los palilleros.–La palillera empollona miraestrellas que se estrella. La

chica Elle.–En la Semana Blanca sí que debió de ver las estrellas. –Sí, sí. Se estrelló muy bien. La palillera estrellada.

2020

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–Había que bajarle los humos. En este colegio el espec-táculo lo damos los surfistas, no las palilleras.

–Si, al menos, fuera guapa... –Según los profesores, tiene un bonito cerebro, pero

debe de ser lo único que tiene bonito. Ella escuchaba los comentarios, pero se hacía la despis-

tada y miraba al suelo. Confiaba en que cambiarían de pa-recer en cuanto la vieran con su tabla.

Febrero era el mes favorito de Alma porque el colegio programaba la Semana Blanca. El destino de aquel año era Sierra Nevada.

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