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Pierre Boulez

Entrevistas

09/04/2013

ediciones alma_perro

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Entrevista de Juan Ángel Vela del Campo y Jorge Fernández Guerra. Año 2008

Permítanme comenzar agradeciendo esta Medalla de Oro de una

institución tan prestigiosa, que enriquece mi trayectoria y constituye un signo de amistad. Con su concesión se me invita a formar parte de una comunidad de pensamiento y de sentimientos extraordinariamente diversa en sus manifestaciones, y esta solidaridad resulta especialmente reconfortante en un mundo en el que la experiencia creadora es, esencial y necesariamente, solitaria e individual.

Pues déjeme que le pida que continúe hablándonos de la

experiencia creadora. ¿Cómo ve en este momento la creación musical?

Siempre es difícil definir las cosas que están en movimiento. Si

hace veinte años me hubiese preguntado en qué punto íbamos a estar hoy, probablemente habría hecho predicciones que, al instante, se habrían revelado falsas o parciales. Por tanto, no voy a responder a su pregunta con precisión. Por lo demás, lo cierto es que sólo puedo reconocer el trabajo de los individuos. Hace ya mucho tiempo que no hay, por así decirlo, una música colectiva; no existe en estos momentos un vocabulario compartido, asimilado en un mismo nivel por los compositores de los distintos países y que pueda transmitirse a través de las distintas épocas. Esta situación se hace particularmente evidente a partir de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, después de 1945 los esfuerzos por descubrir nuevos caminos musicales se redoblaron y aunque, en cierto modo, se trató de un esfuerzo y de unos descubrimientos colectivos, muy pronto comenzaron a imponerse los caracteres individuales. Aunque las salidas hayan sido todas ellas bastante similares, del mismo modo que con la explosión del cubismo era fácil confundir los cuadros de Picasso o Braque, las individualidades terminaron imponiéndose muy rápidamente. A partir de ahí, creo que las generaciones siguientes dejaron de sentir la necesidad de ser solidarios los unos con los otros, y el deseo de descubrir se individualizó por completo. Y cuanto más avanzado era el descubrimiento, más individual permanecía, hasta tal punto que, a diferencia de lo que sucedía en mi generación, en la que había cierta

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curiosidad por lo que estaba sucediendo en los demás países, hoy día se ha producido una especie de encerramiento, de repliegue sobre la identidad nacional o, al menos, sobre la identidad personal, que tal vez sea consecuencia de lo que suele llamarse globalización y la facilidad de acceso a la información de lo que está sucediendo en cualquier parte. El resultado es que, hoy en día, hay mucha menos apertura general y más calidad individual.

Para un compositor de mi edad, nacido aproximadamente

cuando usted componía Le marteau sans maître, su trayectoria –

su trabajo, su figura, sus puntos de vista– ha constituido siempre una gran referencia. Recuerdo un día en París que tuve ocasión de hablar con usted a raíz de la inauguración de la Cité de la Musique, en 1994, a la que me había enviado un periódico

madrileño. Yo debía entrevistarlo y registrar nuestra conversación con un modesto grabador de casete que disponía de uno de esos pequeños micrófonos que se enganchan a la ropa, pero debía colocarlo de manera que recogiese la voz de los dos. Recuerdo que improvisé una solución dando la vuelta a la caja de una casete de manera que funcionara como un atril minúsculo sobre el que colocar el micrófono, y aunque intenté acelerar mis movimientos y que el truco pasara desapercibido, usted se dio cuenta y me dijo: «Muy astuto». Aquello fue para mí extraordinariamente revelador de su personalidad, siempre atenta a cualquier gesto que tenga algo de invención, aunque sea tan banal como aquel. Maestro, ¿qué es para usted la invención?

Yo diría que la invención es aquello que cambia constantemente

y, por tanto, no se puede definir ni categorizar. No puedo, pues, decirle qué es la invención en general ni tampoco qué es la invención para Luciano Berio, para Stockhausen, para Ligeti o para los más jóvenes. Ahora bien, en lo que a mí respecta, le puedo dar algunos ejemplos absolutamente concretos. Recuerdo cuando escribí la pequeña

partitura original de Éclat –que luego desarrollé hasta que se convirtió en Éclat-Multiples–, una obra bastante corta. ¿Por qué la escribí y cómo fueron llegando las ideas? El punto de partida fue el sonido; yo deseaba contar con un conjunto de instrumentos puramente resonantes, desde el piano, el que resuena por más tiempo, hasta la mandolina, que casi no tiene resonancia. Así que el punto de partida fue una categoría sonora, es decir, algo muy vago conceptualmente,

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pero a la vez muy preciso en el cuerpo instrumental, aunque en ningún caso constituye una idea musical sino, más bien, una idea de sonido.

A continuación me pregunté el porqué de estos instrumentos, su

originalidad. Y su originalidad radica en el hecho de que, cuando se los golpea, emiten una nota que tiene cierta duración, tras la cual el sonido muere; en un piano, el sonido desaparece al cabo de siete u ocho segundos, mientras que en el caso de la mandolina el sonido dura medio segundo o un segundo a lo sumo. Es decir, lo que me interesaba era la resonancia de los instrumentos, su capacidad de morir, por así decirlo. Y esa muerte natural del sonido me permitió prescindir del ritmo, ya que la duración, la noción del tiempo, depende esencialmente del sonido. Y de esta manera, no necesito escribir una música con una duración anotada; al contrario, espero a que se produzcan los fenómenos. Pero hay otra consecuencia: cuando se deja que un acorde resuene, es posible en mayor o menor medida analizar ese sonido complejo, porque gradualmente los instrumentos van desapareciendo según la duración de su resonancia. Pero si arranco un sonido seco y rápido, la brevedad del sonido me impide analizar su complejidad. De este modo, puedo utilizar desde el sonido más corto hasta el sonido más largo, con total independencia de una escritura rítmica, por lo que podré improvisar con estas sonoridades mediante señales. Ya no tengo compases, pero sí señales aquí y allá, y puedo, por ejemplo, esperar a que se agote la resonancia o encadenar muy rápidamente acordes muy secos, de tal suerte que se produzca cierta desorientación de la percepción. Con este método de trabajo van surgiendo las consecuencias de esta elección sonora y de la duración; pero si, por el contrario, quiero que aparezcan los instrumentos para que haya un sonido sostenido, estoy obligado a escribir un valor, una cifra, y en ese caso ya puedo empezar a componer. Así es, pues, como se produce una idea.

Expondré otra situación: tomo un soneto de Mallarmé para una

idea musical. Observo que los versos tienen una estructura formal muy precisa, con rimas que se corresponden a cada una de las estrofas, de manera que mi tarea consistirá en encontrar una correspondencia formal muy exacta entre algunos de los versos y una escritura vocal. Por ejemplo, una estrofa puede ser silábica, es decir, cada sílaba del texto se asociará a un sonido; pero también puedo dotar a otra estrofa de una escritura melismática, es decir, una escritura extremadamente decorativa. A partir de ahí organizaré el

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soneto: si tengo una silábica y otra melismática, me dejaré guiar por la rima; una rima dará una escritura melismática, por ejemplo, mientras que otra producirá una silábica. Ese será el momento para empezar a hacer combinaciones, porque mi objetivo consiste en lograr que la construcción del soneto se corresponda formalmente con una construcción musical que debe, no obstante, estar completamente subyugada y subordinada a la estructura del poema.

Jorge Fernández Guerra ha hablado de Le marteau sans

maître, que se considera, quizá, la obra estrella de Pierre Boulez.

Sin embargo, cuando hace usted sesiones de iniciación a la música clásica, como en el ciclo Passage pour le 21ème siècle, el

ejemplo que destaca usted de entre sus composiciones siempre es Éclat. Pero al margen de cuál sea la obra de referencia, ¿cómo ve

su propia aportación desde el punto de vista de los conceptos que a usted le gusta destacar en las obras: ritmo, armonía, material, timbre, etcétera? Y en este sentido, ¿cuál sería, en su opinión, la obra más representativa de su producción y por qué?

Creo que estas obras marcaron, en primer lugar, una elección

sonora. Hasta entonces, había escrito con una factura instrumental

tradicional, diría yo. Escribí la Sonatina para flauta y piano, algunas sonatas para piano, Le livre pour quatour a cordes, es decir, obras que, en el fondo, respetaban cierta tradición.

En cuanto a Le marteau sans maître, para su creación tomé como modelo –aunque lejano– una obra que me había impresionado

muchísimo y que es el Pierrot Lunaire de Schönberg, una obra muy fuerte desde el punto de la renovación musical y textual. Lo que me interesaba era que la composición tenía tres ciclos, que se sucedían en un orden sencillo: uno, dos, tres; siete poemas cada vez, es decir, veintiún poemas divididos en tres secciones. Yo tenía la intención de

hacer ciclos semejantes; es decir, de tomar la estructura de Pierrot Lunaire pero con una música totalmente diferente. Finalmente, lo primero que hice fue elegir un ensemble cuyo sonido se alejaba mucho de la tradición europea. A partir de 1945, cuando acabé mis estudios en el Conservatorio, me interesé profundamente por la música no europea: la japonesa y en particular la tradición Gagaku y la del teatro Noh, la música china, la música de Balí, que me marcó muchísimo, otras músicas africanas que poseen una originalidad rítmica

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sorprendente… No pretendía realizar una síntesis de las músicas extraeuropeas, pero sí hacerme con una suerte de panorama universal de música ajena a nuestra tradición, porque si había algo capital para mí en aquel momento era mantener alejada a la Europa central, sin por ello rechazarla. No quería en ningún caso retomar la tradición de Schönberg; sí aceptaba de buen grado la influencia de, por ejemplo, el espíritu deconstructivo, pero no la del sonido ni de las temáticas tradicionales. Y ello porque pienso que, si hemos de dejarnos influir por algo o por alguien, es preciso ir hasta el fondo de la invención de ese modelo de influencia para extraer su esencia. De modo que, en aquel momento, diseñé un ensemble en el que el vibráfono debía traer ecos de Balí; el xilófono, del balafón africano, y en el que emplearía la percusión de algunos ciclos para medir el tiempo. A esto se añadían dos instrumentos mucho más comunes, pero que se utilizaban de forma no tradicional: la flauta alto, es decir, una flauta grave, y una guitarra que se parecía al koto japonés, un instrumento característico del teatro nipón que tanto me había marcado. En suma, se trataba de alusiones, pero no estilísticas sino sonoras, las más directas de las cuales eran las percusiones del final: el tam-tam y los gongs que, por primera vez, dejaban los registros medios y agudos y se pasaban a un registro grave. Luego estaba también la evolución de la voz en relación a los instrumentos: al comienzo se trata de una voz que recita poemas y, al final, la voz deviene instrumental, y hay un gran solo de flauta que representaba la vocalidad. En definitiva, se trata del despliegue de un juego vocal e instrumental a lo largo de tres ciclos que no se van yuxtaponiendo, sino que interfirieren los unos con los otros. En el caso de mi composición, la memoria desempeña una función mucho más relevante que en Schönberg, especialmente cuando nos encontramos con la señalización que va marcando la percusión en ciertos ciclos, ya que volvemos a esos aspectos que nuestra memoria ya reconoce.

Hablando de su temprano interés por la música no

occidental, en una reciente entrevista concedida al musicólogo Jesús Águila, para la revista Doce notas preliminares, afirmaba

que, en aquellos años, estuvo tentado de ser etnomusicólogo. ¿Cómo fue su dilema entre la etnomusicología y la composición y por qué se decantó por la segunda?

En realidad, el período de la etnomusicología fue bastante breve;

me interesaba muy especialmente la música de Extremo Oriente, e

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incluso me entrené en la notación rápida de ese tipo de música por si me enviaban a una misión etnográfica en la que quise participar y que se iba a desarrollar en una población del norte de Vietnam. Se trataba de explorar las regiones montañosas habitadas por la etnia Muong, una civilización bastante aislada en aquellos años, les estoy hablando de 1945 o 1946. Pero entonces estalló la guerra de Indochina, se suspendió el proyecto y mi carrera de etnomusicólogo quedó truncada antes de haber comenzado.

En cierta ocasión, aquí en el Círculo de Bellas Artes, le

preguntamos a Gérard Mortier cuál había sido para él la experiencia clave mientras estuvo al frente del Festival de Salzburgo. Él contestó que, sin ninguna duda, el encuentro entre un sonido clásico, como el de la Filarmónica de Viena, y una dirección como la suya, y la ocasión que ese encuentro propició para desentrañar las obras del siglo xx: Bartok, Debussy, Messiaen… En este sentido, me gustaría que nos contase cómo ha sido su experiencia con Mahler, del que acaba de terminar la grabación de las Nueve sinfonías, y con Wagner en Bayreuth, con El anillo de los nibelungos y Parsifal.

Me centraré en el caso de Bayreuth, ya que la experiencia

wagneriana sólo es completa si se hace allí. Al ver el teatro comprendí que Wagner tenía una visión específica de lo escénico, desde lo que se refiere a la acústica de la sala, hasta la propia representación teatral final. Pero antes de continuar, me gustaría señalar que yo he sido director de orquesta por casualidad; no era mi intención serlo y ni siquiera estudié para ello. Lo que me obligó a serlo fue que los directores de orquesta de entonces no hacían caso de la música de mi generación. Y cuando ya había dirigido algunos conciertos –no muchos, porque no se puede decir que hubiera mucha demanda–, sucedió que el festival de Donaueschingen estuvo a punto de suspenderse porque cayó gravemente enfermo su director, Hans Rosbaud, y me pidieron que lo sustituyera al frente de la orquesta. A partir de aquel momento vi que tenía facilidad para la dirección orquestal, pese a que nunca me había creído capaz de ello, y poco a poco, me han ido encargando la dirección de más conciertos de música contemporánea y, de vez en cuando, alguna obra de referencia –Debussy, Berg, Bartók– pero siempre integrada dentro de conciertos

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en los que predominan creaciones de compositores como Berio, Messiaen, Stockhausen o incluso mías.

Algo después, Wieland Wagner, que había oído hablar de mí

porque yo había dirigido Wozzeck en la ópera de París y todo había salido muy bien, me ofreció dirigir Parsifal. Recuerdo que, ante tan inesperada propuesta, pensé –con cierta inconsciencia, sin duda– que si rechazaba algo así jamás me lo volverían a ofrecer, y decidí tirarme a la piscina y aceptar. En aquel momento ya conocía bien la obra de Wagner, aunque no de forma tan pormenorizada como ahora, y todo salió bien. Por supuesto, hubo reacciones tanto positivas como negativas y, en particular, recuerdo que me reprocharon que los tempos habían sido demasiado rápidos, pese a que previamente Wieland me había advertido de que tuviera cuidado con los tempos demasiado lentos. Así que pedí que me dieran todos los tempos de Parsifal desde 1882 hasta ahora –Bayreuth es el único lugar del mundo donde tienen todas las ejecuciones perfectamente minutadas de esta obra desde la primera representación–, y comprobé que en 1882 los tempos eran rápidos, y la duración era prácticamente idéntica a la mía. Ahora bien, a medida que iban pasando los años y la muerte de Wagner quedaba más atrás, los tempos se iban haciendo más lentos y sonaban más solemnes, demasiado solemnes. Más tarde, en los años cincuenta, volverían los tempos rápidos, y parece que ahora de nuevo se llevan más lentos… Me resultó muy curioso descubrir esta evolución de los tempos y la duración, y este hallazgo me llevó, al menos en parte, a sentirme liberado de toda obediencia a la tradición cuando me tocaba dirigir este tipo de obras de repertorio, ya que me permitió darme cuenta de que muchas veces una tradición no es sino un malentendido.

Tras mi experiencia con Wagner pasé directamente a Schönberg,

y por supuesto, me encontré con que entre ambos músicos existía una laguna, un vacío que me intrigaba enormemente –es preciso tener en cuenta que en Francia, en los años de posguerra, al menos hasta que me marché a Alemania, en el año 1958 o 1959, se tocaba muy raramente a Mahler; prácticamente sólo cuando visitaba París un director extranjero–. Naturalmente, fue en aquel momento cuando empecé a descubrir a Mahler y lo hice fundamentalmente a través de los libros de Adorno, que era quien realmente lograba vincular aquellos dos momentos de la música. La lectura de Adorno me fascinó y me enseñó a ver no sólo la riqueza de las obras en sí mismas, sino

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también las continuidades, de manera que aquella laguna entre Wagner y Schönberg quedó colmada.

Más tarde, cuando dirigí a la Filarmónica de Viena en Salzburgo,

recuerdo que la gente pensaba que aquello no iba a funcionar, suponían que yo iba adoptar una postura rupturista que iba a chocar con el funcionamiento tradicional de la Filarmónica. Pero no fue así; no tuve que romper con nada porque los músicos me ofrecieron un ejemplo excepcional de dedicación y perfeccionismo. De hecho, recuerdo que me impresionó profundamente cómo, tras el ensayo general, me pidieron continuar ensayando Livre pour cordes, la única obra mía que incluía el programa, y que es bastante difícil para los instrumentos de cuerda, porque la interpretación no les había parecido lo suficientemente fluida. Para mí, aquello fue el mejor de los halagos, y el comienzo de un encuentro muy enriquecedor. Especialmente cuando toqué con ellos a Mahler, un compositor bastante nuevo también para ellos, y a cuyas obras arrancaron una sonoridad excepcional. Así fue como se estableció mi vínculo con la Filarmónica de Viena, con cuyos miembros fui debatiendo los programas, especialmente los del Festival de Salzburgo, y con ellos decidí que tocaríamos obras de primera audición u obras arriesgadas, respecto a las cuales el público pudiera ser reticente. Y así descubrimos que, cuando se toca con convicción, el público reacciona muy bien, y así fue también como se estableció una suerte de acuerdo tácito por el cual me decían: «haga usted lo que le apetezca hacer y nosotros le seguiremos».

Usted siempre se ha interesado por sus colegas españoles –al

llegar hoy aquí nos ha preguntado por Luís de Pablo, por Tomás Marco y por otros compositores–, y ha declarado también una gran admiración por Manuel de Falla, especialmente después de haber dirigido El retablo de Maese Pedro. ¿Cómo ve nuestra música?

Conozco bien la música de Falla desde hace mucho tiempo;

cuando estuve en Nueva York, como director de la Filarmónica de la

ciudad, grabé El sombrero de tres picos, y otra obra que siempre me ha gustado muchísimo es el Concierto para clavecín, la obra de Falla que prefería Stravinsky –probablemente por su aire más neoclásico– y que tocó en varias ocasiones durante el período de entreguerras. En

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cuanto a El retablo… siempre me ha encantado porque representa el teatro dentro del teatro: la ilusión del teatro y también su destrucción.

Les contaré algo sobre cómo abordé la dirección de un tríptico

que se produjo con el patrocinio de la princesa de Polignac, que tuvo un salón musical muy importante durante los años de la Primera Guerra Mundial y en el período de entreguerras, y que encargó –de

forma independiente– tres obras que iban a quedar en los anales: El retablo… de Falla, Renard, de Stravinsky y Sócrates, de Erik Satie. A la hora de interpretar ese tríptico, yo estuve de acuerdo en abordar las piezas de Falla y Stravinsky, que tienen un interés y un valor evidente.

En cambio, me parecía que el Sócrates de Satie, que yo ya había dirigido en dos ocasiones –y dos me parecieron demasiadas–, desmerecía claramente. Es una obra aburrida, bastante monótona y poco imaginativa –de hecho, la intención de Satie fue realizar una composición monótona, algo que realmente consiguió– y me negué a ponerla en pie de igualdad con las otras dos obras.

Pero, una vez rechazado Sócrates, tenía que buscar la tercera

obra, la tercera dimensión de ese tríptico. A mis ojos, Falla refleja una cultura del sonido y del ritmo típicamente españolas, al igual que Renard de Stravinsky resulta típicamente rusa, pese a su toque afrancesado. Así que dirigí mis ojos hacia Austria, y de toda la tradición austriaca la única obra que me pareció que podía ser

comparable con las de Stravinsky y Falla fue el Pierrot Lunaire de Schönberg. A este respecto, hablé con el director de escena, Klaus Michael Grüber, que aceptó de muy buen grado mi idea y concibió toda la realización con mucha imaginación. Lo que me interesaba era disponer de categorías teatrales diferentes a las normales: en primer lugar, en la obra de Falla teníamos en escena a los cantantes de carne y hueso y las marionetas. Allí estaba, pues, la ambigüedad entre el teatro propiamente dicho y el teatro de marionetas. En la obra de Stravinsky, en cambio, los cantantes no interpretan un personaje cada uno, sino que van cambiando de papeles, y se sitúan en el foso, junto a los músicos; y los personajes que ocupan el escenario son mimos y

acróbatas, es decir, un teatro de calle. Finalmente, para Pierrot Lunaire propuse un teatro de sombras, de tipo asiático; Grüber temía que aquello resultara demasiado decorativo, y prefirió un teatro más evocador, en el que las sombras no fueran reales sino imaginarias y fueran mostrando poco a poco cómo la persona se iba convirtiendo en Pierrot. Además, en esta obra la orquesta salía del foso y se situaba en escena.

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En suma, aquel tríptico me dio la ocasión de abordar el teatro de

tres maneras diferentes, de probar tres formas distintas de relacionar la música con el escenario.

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Año 2005 Justo antes de comenzar la conversación, Boulez percibe, con

cierta sensación de incomodidad, esa musiquilla de fondo con la que los hoteles de muchas estrellas, incapaces de mantener el culto al silencio, aspiran a vencer el “horror vacui” sonoro. “No es un producto de ahora. Siempre ha sido así, en otros tiempos también había un pianista que tocaba sin que nadie le prestara atención, como esos vídeos musicales que se aprecian por los ojos y nadie parece mirar. En una ocasión les pregunté a los directivos de una compañía de aviones, por qué ponían música en el despegue y en el aterrizaje, y me comentaban que lo único que tranquiliza a la gente durante el vuelo es la comida y la música”, afirma con su característico tono amable y su sonrisa franca.

¿No ve la música como fondo? Para mí la música lleva a la comunicación entre unos y otros y

demanda un momento de concentración para escucharla. Cuando leo literatura o asisto a una exposición de pintura no me gusta la música como fondo sonoro. La música demanda una experiencia colectiva. Todo ha cambiado mucho en el siglo XX porque el disco permite reescuchar una y otra vez una obra, generando un contacto permanente. De ahí que la experiencia del concierto se haya convertido en algo raro pero indispensable, y está para ser vivida junto a otras personas en un momento preciso. Esa experiencia es tan importante para el que toca como para el que escucha.

Pero ha supuesto una manera muy diferente de acercarnos a

la música, posiblemente más pasiva. Indudablemente. Antes no existía el disco pero sí la cultura de

hacer música en casa. No había un contacto directo con una sinfonía de Beethoven porque raramente se interpretaba. Pero, en el XIX, al menos se tocaban reducciones al piano de un modo amateur. No era un contacto de calidad pero sí directo. Ahora la escucha es más pasiva aunque sea de calidad.

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Todo parece más fácil y, por ello, quizá se valore menos. Echo de menos el momento de iniciación que parece que ya no

existe en la cultura. La educación que se proporciona a los jóvenes –y quizá a los no tan jóvenes– es demasiado visual y muy poco auditiva. Y los resultados ahí están.

¿Cómo han sido sus experiencias en este campo? He tenido una reciente en un ciclo en el que he colaborado con la

London Symphony, en un bloque educativo que se llama Discoveries. Dirigiendo La consagración de la Primavera de Stravinski a niños y jóvenes, entre 12 y 19 años, que venían predispuestos porque algunos animadores en las escuelas les habían preparado. Repasamos La consagración poniendo múltiples ejemplos que yo iba explicando. Permanecieron con una calma absoluta durante una hora. Luego, cuando la tocamos seguida, todo el mundo notó que algo pasó en el auditorio porque constatabas cómo habían comprendido las claves de la obra. Por desgracia, se hace poco.

¿Por qué? Es un problema de voluntad y de competencia; en general a los

gestores y a los políticos, esto no les preocupa. Hay que organizarlo bien, dentro de una preparación adecuada. Pero resulta fundamental para comprender la música, y no sólo la más reciente.

Es una crítica a los dirigentes. Nuestros políticos no son sensibles a la música, raramente van a

los conciertos. A lo sumo, acuden a la ópera o al ballet. A un concierto, jamás. Apenas tienen conocimientos con lo que les falta disponer de herramientas para saber responder ante problemas así. No sólo sucede

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en Francia. En el resto del mundo, en casi todos los sitios, se viven los mismos problemas.

Quizá el peso de la música industrial, el pop y el rock entre

otras tendencias, banaliza el arte sonoro. Lo bueno de la música popular es su vitalidad. Los músicos

populares (por identificarlos de alguna forma) no tienen repertorio, por lo que son libres para afrontar sólo sus propias creaciones, algo que en la música clásica no sucede. Aunque quieran revivir canciones de hace algunos años, eso no puede ser considerado como repertorio. También encuentro interesante –aunque no siempre– el tipo de sonido, completamente nuevo, que utilizan. Ellos no acuden a instrumentos clásicos, sino electrónicos o manipulados electrónicamente. Eso me parece muy interesante. Pero por otro lado me parece peor lo que concierne a sus estereotipos. El lenguaje pop está absurdamente lleno de clichés, muy simplistas. Se repite una y otra vez el mismo concepto. Pero me gusta su vitalidad. Desearía a veces que lo que erróneamente se denomina música clásica tuviera la vitalidad que a veces se puede encontrar en el campo popular.

Y, ¿qué piensa de la música escrita para el cine? Es totalmente funcional, no tiene ningún valor en sí misma. No

puede ser escuchada solamente aunque no niego que pueda estar mejor o peor hecha.

Usted ha trabajado por igual en Europa y Norteamérica.

¿Encuentra diferencias claras en el modo de acercarse a la música?

La gente no es realmente diferente cuando se da el mismo tipo de

cultura y civilización. Hay pequeñas diferencias aquí y allí, pero globalmente el nivel es el mismo.

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Los sistemas educativos, sin embargo, sí que son diferentes El problema es que, en Estados Unidos, las universidades se

yerguen como fortalezas aisladas que parecen no tener demasiado contacto con el mundo exterior. Es una mentalidad muy anglosajona porque en Inglaterra pasa algo por el estilo. Sin embargo, en Francia no hay campus, las universidades están en las ciudades. Esto hace que la vida intelectual y artística tenga mayor unidad, por el permanente contacto entre universidad y ciudad.

Usted se ha quejado en múltiples ocasiones de las

dificultades que hay en los sistemas musicales de cara a la música contemporánea.

Bueno, las cosas van cambiando. Por ejemplo, el actual director

del Conservatorio de París es una persona más abierta. Ahora se ha

establecido una relación permanente entre el Ensemble Intercontemporain, el Conservatorio y el IRCAM que es buena para todos. Antes cada uno se quedaba en su ámbito y ahora buscamos caminos muy útiles a la hora de apreciar la música contemporánea. Es muy necesario motivar a los alumnos que están en los últimos años

del Conservatorio para que puedan trabajar en el Ensemble. Desgraciadamente todavía es un caso muy excepcional. Lo

mismo que en las orquestas porque la música contemporánea demanda plantillas muy peculiares así como ensayos muy específicos que rompen con los hábitos de las formaciones.

De entrada, los directores deben hacer una programación flexible.

En todo caso, a veces es más un problema de organización interna, de gerencia, ya que la estructura de la orquesta se ha establecido sobre reglas decimonónicas, demasiado rígidas. Porque ahora dividir la orquesta en grupos de quince o treinta músicos resulta complicadísimo. Pero si se consigue, se logra un repertorio mucho más vasto. Y aunque parezca difícil de entrada, la vida interior y exterior de la orquesta será mucho más interesante. Cuanto más flexible, mucho mejor. No olvidemos que el repertorio para orquesta sinfónica grande

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se ha quedado constreñido a lo que se compuso entre el siglo XIX –y no todo– y la primera mitad del XX. Lo que va antes y después ha quedado en manos de conjuntos que podríamos denominar especializados.

Que son, además, más ágiles. Indudablemente. Tanto el barroco como la vanguardia se ha

desplazado a esos grupos, los que tocan con instrumentos de época o los contemporáneos que, además, conocen la grafía musical de esos momentos concretos, cosa que a las orquestas tradicionales parecen resultar muy difíciles. Hace falta otro tipo de ensayos y hay que trabajar con otros conceptos de cara a lo que deben ser las orquestas del XXI. Y la prueba de que la orquesta no cubre adecuadamente su función es que gran parte del repertorio ya se le ha ido de las manos.

Es muy difícil de cambiar. Pero dará muchas ventajas. Porque resulta muy beneficioso

trabajar con grupos pequeños a la hora de potenciar la responsabilidad individual del músico, favoreciendo con ello que su calidad aumente.

También los esquemas de los conciertos se parecen

demasiado unos a otros en todos los sitios. Hay que luchar contra la rigidez y para ello se deben evitar

programas estándar, con los consabidos “obertura, concierto y sinfonía”. Se puede jugar con otras opciones. Puede resultar muy útil disponer, en los conciertos de abono, de programas que, a lo mejor, empiecen con una pareja de músicos para acabar con piezas de Ives que demandan tres orquestas. O que se inicie con un solista y culmine con la Consagración de Stravinski. Si eso no se plantea, el sistema se va a resentir más tarde o más temprano.

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Usted regresó el pasado verano a Bayreuth –y también lo hará el próximo–, con una puesta en escena de Parsifal muy provocativa.

Me encantan las cosas que han pasado. Personalmente, creo que

el diseño de Christoph Schligensief (acogido con todo tipo de reacciones) era interesante, ya que intentaba relacionar lo que sucede en el drama wagneriano con algo que se da en todas las religiones, uniendo su lectura de la obra con revisión crítica. Fue una apuesta valiente.

¿Se siente satisfecho de sus resultados en esta ocasión? Bayreuth es un teatro único, tanto en lo que se refiere a su

arquitectura y su acústica como en su concepción teatral. Siempre ofrece una experiencia muy especial.

Los compositores actuales parecen haber entrado en una

espiral que no saben adónde va. Nunca se ha visto una generación tan despistada en la historia de la música.

Cada generación tiene que solventar sus problemas. Yo no puedo

resolver los problemas de una generación que es cuarenta años más joven que la mía. Siempre digo que cada época tiene sus dificultades. Desde luego no es precisamente un momento fácil. Por ejemplo, parece que en los cincuenta todo fue muy sencillo y en realidad estuvo muy lejos de serlo. En el caso de París, veo que prácticamente todos los compositores de mi generación han desaparecido. En mi opinión, tuvieron posiblemente elecciones equivocadas, no fueron suficientemente arriesgados o no mostraron lucidez plena por razones de todo tipo. Quizá estuvieron políticamente involucrados y eso generó propuestas que resultaron un tanto triviales.

Tampoco es fácil separar el grano de la paja, una obsesión,

sobre todo, de los críticos y los estetas.

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Resulta muy difícil juzgar inmediatamente, porque tendemos a

relacionar valor con estilo especialmente cuando miramos al pasado. Hay algunas obras que pueden estar muy bien fabricadas, por decirlo de alguna manera, y apenas ofrecen interés porque no aportan nada. Quizá estemos demasiado cerca de los hechos para valorarlas. Siempre te queda la opción de dar tu juicio personal, y uno tiene el derecho a mostrar su propia concepción de las cosas.

¿Qué piensa de los procesos de simplificación que se están

dando, caso del minimalismo? Hay muchas formas de aproximarse a los problemas de la música

de hoy en día. Pero creo que hay dos cosas que no me gustan. La primera, la referencia explícita al pasado, porque no creo que sea útil. Segundo, las soluciones excesivamente simplistas, que tampoco creo que lo sean. Cuando leo algunas entrevistas o declaraciones de compositores que apuestan por estilos muy simplistas, me recuerdan a lo que pasó a fines de los cuarenta, cuando te encontrabas a los estalinistas diciendo que la gente debía ser feliz. Este tipo de visión es completamente contradictoria con el ser humano. Porque éste nunca es simple, es muy complejo. Cuando detrás de ti encuentras personalidades como Wagner o Mahler, que han buscado soluciones musicales que suponen todo un reto para la humanidad, no puedes decir ahora que no eran válidas porque resultaban demasiado complicadas y que, por ello, hay que buscar algo más sencillo. Este tipo de soluciones me recuerdan a los restaurantes de comida rápida, que a lo mejor son útiles, pero carecen de interés.

¿Por dónde camina la música? No es fácil saber hacia dónde va. Se encontrará su lógica

después, pero no ahora. Será algo que se inscriba dentro de determinados movimientos generales: lo imprevisible convertido en necesario. Tiene que ver con elecciones individuales que luego se transforman en una oleada general. La historia lo dirá.

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¿Cómo es la vida de Boulez? Nada rutinaria. No tengo horario, estoy lejos de una jornada fija

de 9 a 5, porque mi trabajo es muy irregular. Me interesan mucho las artes visuales. Voy, de vez en cuando, al teatro. Al cine, no mucho, me

parece demasiado comercial.