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Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola Mtra. Berenise Bravo

Coordinadores

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Quadripartita Terrarum Orbe: 500 años de evangelizaciónCoordinadores: Mons. Alfonso G. Miranda Guardiola – Mtra. Berenise Bravo

Edición en colaboración con el Departamento de Historia y Arte de la CEM

Etnohis. Ana Luisa Martín HernándezEtnohis. Fabiola Torreblanca Arriaga

Primera edición: agosto 2019

ISBN: 978-607-8635-39-9Con las debidas licencias

©2019, Conferencia del Episcopado MexicanoMéxicowww.cem.org.mx

©2019, Universidad Nacional Autónoma de MéxicoMéxicowww.unam.mx

Derechos reservados.Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida total o parcialmente sin permiso de los titulares.

Impreso en México.

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Índice

Mensaje de la Secretaría General de la CEM ................................................. 9

Introducción ....................................................................................................... 11

Encuentro, contacto, evangelización

El encuentro religioso de dos mundos Dr. Rodrigo Martínez Baracs .............................................................................. 27

El contexto histórico y transcendental de la primera evangelización en México

Cango. Dr. Eduardo Chávez .......................................................................... 45

El concepto de la evangelización Pbro. Lic. Armando González Escoto ........................................................... 73

El sujeto de la evangelización, la primera evangelización: el indio

El hombre indígena ante la evangelización: algunas reflexiones Dr. José Rubén Romero Galván ..................................................................... 83

La teología en los coloquios de los doce de Fray Bernardino de Sahagún Pbro. Dr. Antonio Cano Castillo ................................................................... 101

Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin: su registro de la primigenia cristiandad en Chalco Amaquemecan

Dra. Clementina Battcock ............................................................................. 121

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Frailes y clérigos: lo antiguo y lo nuevo en la administración de indios Dra. Patricia Escandón .................................................................................. 137

Los franciscanos y la organización política de los pueblos de indios novohispanos (Siglo XVI)

Mtro. Juan Manuel Pérez Zevallos ................................................................ 153

En otros tiempos, en otras latitudes: las subsecuentes evangelizaciones

La utopía de los pastores, la realidad del rebaño: clero y fieles en Yucatán durante el periodo colonial

Dra. Adriana Rocher Salas ............................................................................ 169

Clero regular durante el primer siglo de misión en el obispado de TlaxcalaMtro. Jesús Joel Peña Espinosa ..................................................................... 197

Una ventana a la intimidad de las misiones: el inventario de las alhajas de la misión de Santa María de los Dolores de la Punta (1721-1722)

Dr. Jorge René González Marmolejo ............................................................ 217

Evangelizar y poblar a finales del siglo XVIII: el obispado del Nuevo Reino de León

Dr. José Gabino Castillo Flores ..................................................................... 241

Diócesis de Linares-Monterrey. Salud y EducaciónPbro. Lic. José Antonio Portillo Valadez ....................................................... 261

Misionar en las fronteras del virreinato: la experiencia franciscana en la Sierra del Nayar

Dra. Raquel E. Güereca Durán ..................................................................... 285

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La Iglesia metropolitana: proyectos, formación, reconformación y orden de la Iglesia diocesana

Un modo de ser Iglesia. La formación de la jurisdicción de la Audiencia episcopal en la Nueva España del siglo XVI

Dr. Jorge E. Traslosheros ............................................................................... 311

El gran auto de fe a la momia del Nayar en el Arzobispado de México 1723Dr. Gerardo Lara Cisneros ............................................................................ 331

Las cofradías y la consolidación de las parroquias del Arzobispado de México, 1680-1750Dr. Rodolfo Aguirre Salvador ............................................................................. 355

La labor de los jesuitas en el arzobispado de México (1748-1765)Dra. María Teresa Álvarez Icaza Longoria ................................................. 379

El clero secular y el culto a Santa María de Guadalupe en el Arzobispado de México

Pbro. Dr. Gustavo Watson Marrón ............................................................... 401

Arte, cultos y espacios religiosos

La Iglesia y los espacios urbanos en la Nueva EspañaDr. Antonio Rubial García ............................................................................. 419

Iconografía de La Santísima Trinidad en la Nueva EspañaDra. María del Consuelo Maquívar .............................................................. 429

Olvido y permanencia: pinturas de las cofradías novohispanasDra. Alicia Bazarte Martínez ........................................................................ 441

La convolución de los pecadores: las cofradías y las prácticas de la fe de los fieles novohispanos. Un primer acercamiento

Dra. Clara García Ayluardo .......................................................................... 465

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Reflexiones finales. A 500 años de evangelización: la Iglesia mexicana siglo XIX y XX

El episcopado mexicano en el siglo XIX: problemas y perspectivas de investigación

Dr. Sergio Rosas Salas ................................................................................... 481

La entrada al siglo XX: la cuestión indígena y la renovación de la Iglesia misionera en México

Dr. Massimo De Giuseppe ............................................................................ 515

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La Secretaría General de la Conferencia del Episcopado Mexicano (SEGECEM), a través del propio Departamento de Historia y Arte, en el

marco de tan importante fecha histórica, emprendió el magno proyecto de realizar un Congreso llamado Quadripartita Terrarum Orbe, convocando a destacados historiadores de todo el país, y a uno más extranjero, para que, tomando sus aportes y trabajo realizado, conformáramos una obra que diera a conocer los aspectos más positivos y constructivos que ha hecho la Iglesia Católica desde los inicios de la evangelización en el territorio mexicano. Es importante, con ello, dar un lugar y reconocer el valor histórico realizado por diferentes personajes y congregaciones que han formado parte del entramado social, cultural y espiritual en aras de la nación.

Se trata de un esfuerzo de remembranza, difusión y exaltación del basto legado que ha dejado la Iglesia compartiendo un pasado, una historia y un patrimonio, concretizado en numerosos aspectos como salud, economía, arte, educación y el acompañamiento a pueblos y comunidades, entre muchos otros.

Tenemos la firme convicción de que: apreciar el pasado y resguardarlo, es conservar el alma de los pueblos, es preservar su identidad y proyectar a una nación hacia el futuro, con seguridad y valentía. Este es el propósito de esta obra, que conmemora los 500 años del inicio de la evangelización en nuestra patria.

†Alfonso G. Miranda Guardiola Obispo Auxiliar de Monterrey ySecretario General de la CEM.

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Introducción

En 1518 Juan de Grijalva encabezó la expedición a Yucatán y Tabasco que motivó, poco tiempo después, la de Hernán Cortes. Esta última expedición

dio lugar a la conquista de México-Tenochtitlan y en consecuencia a la evange-lización de la denominada Nueva España que era parte de la llamada y concep-tualizada como “Quadripartita Terratum Orbe”: la cuarta parte del mundo.1 Parte del mundo que se convirtió desde ese momento en el espacio para la extensión del Orbe Cristiano y el lugar donde sería posible establecer, según los hombres de aquellos tiempos, la Iglesia reformada, un “paraíso posible”. A 500 años de la expedición —que marcó los inicios de la evangelización— la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) creyó que era indispensable convocar a especialistas de distintas disciplinas para analizar y exponer de forma sincrónica y diacrónica los diversos procesos de evangelización, es decir, analizar las formas, los medios, las prácticas y los diversos proyectos que llevó a cabo la monarquía católica española a través de las órdenes religiosas y la Iglesia diocesana para llevar a cabo la cristianización de la Nueva España y para reflexionar sobre su impacto sociocultural entre el siglo XVI y hasta nuestros días en aspectos como la educación, la cultura, el arte, la música, la lengua, el reordenamiento de espacios (Repúblicas de indios y españoles) o

1 Sobre el concepto ver: A. Mayer, Dos americanos, dos pensamientos. Carlos de Sigüenza y Góngora

y Cotton Mather, UNAM, México 1998, p. 309.

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la regulación de la vida misma a través de ritos, prácticas religiosas, cofradías, juzgados, etcétera. A la convocatoria emitida en 2018 respondieron 27 investi-gadores de nuestro país y el extranjero; en virtud de ello fue posible la realiza-ción de un magno congreso realizado los días 15, 16 y 17 de octubre de dicho año. El congreso llevó por nombre: Quadripartita Terrarum Orbe: 500 años de evangelización y debido a la calidad de las conferencias y sus aportaciones, en particular, a las nuevas miradas que ofrecían para entender, construir y deconstruir cómo fue y fueron los distintos procesos de evangelización, se consideró necesaria la publicación de cada una de ellas para su difusión y socialización. Estas dos iniciativas, el congreso y el deseo de transmitir los resultados, fueron los que dieron origen al libro que el lector tiene hoy en sus manos. Queremos mencionar que se decidió que el libro llevara el nombre del propio congreso, en esencia, porque queremos mostrar, y creemos que se muestra en los 25 artículos que lo conforman, lo que representó para aquellos cristianos evangelizar un “nuevo mundo” con una diversidad de realidades que obligó a establecer distintos dispositivos o mecanismos que iban desde la imposición, pasaban por el diálogo, cruzaban por el pacto, la concesión o negociación hasta llegar a la perfecta inculturación. Los 25 artículos de este libro están distribuidos en seis apartados.

El primer apartado titulado Encuentro, contacto, evangelización, contiene los trabajos de Rodrigo Martínez Baracs, Eduardo Chávez y Armando González Escoto. En el primero de ellos titulado “El encuentro religioso de dos mundos”, Martínez Baracs, su autor, llama nuestra atención sobre el debate historio-gráfico en torno a los conceptos “encuentro”, “descubrimiento de un nuevo mundo”, “el viejo mundo y el nuevo mundo” y nos plantea una reflexión y un debate por demás interesante sobre el uso de la categoría: “encuentro reli-gioso de dos mundos”. El autor nos plantea varios interrogantes y respuestas sobre qué significó, qué sustituyó, qué aspectos religiosos compartían ambos mundos (“instinto guerrero, muy sangriento, con justificaciones doctrinales”) y el porqué fue aceptada la nueva religión. Martínez Baracs nos llama a ser críticos con la percepción equivocada que se tiene de la “resistencia religiosa” la cual nos ha impedido entender que la conversión de México: “fue muy rápida, uno o dos siglos, comparada con el ritmo mucho más lento de la cristia-nización de muchas de las antiguas provincias romanas”, que el cristianismo mexicano se dio y que no fue la única religión mezclada o sincrética, porque todas las religiones lo son. En este sentido, Eduardo Chávez nos explica en su

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artículo titulado “El contexto histórico y transcendental de la primera evan-gelización en México” la forma en que ésta fue posible y se llevó a cabo con apoyo de la monarquía española. Esta última que justificó su expansión soste-niendo a la Iglesia. Chávez, a lo largo de su artículo, nos muestra los primeros pasos de la evangelización (la labor de las órdenes religiosas, la ambiva-lencia “dolorosa” del indio frente a los religiosos y los temas tratados en las juntas eclesiásticas), nos señala por un lado, cómo el primer encuentro entre culturas fue “fuerte, profundo, desgarrador” pero también, cómo la sociedad se mestizó y cómo justo el mestizo y la devoción a la Virgen de Guadalupe son el más claro ejemplo de una evangelización perfectamente inculturada. Este apartado cierra con la interesante reflexión de Armando González Escoto titulada “El concepto de la evangelización” en la que nos explica cómo era entendida y concebida la evangelización por los hombres de aquellos tiempos, tanto monarcas como evangelizadores, y nos llama a entender el concepto en un contexto cultural especifico en el que “las estructuras políticas del imperio español estuvieron profundamente comprometidas, pero no de manera prís-tina, es decir, el compromiso imperial estaba muy marcado por sus intereses temporales”. Escoto nos invita a “no juzgar o hacer juicios simples” sobre el proceso de la evangelización sino a comprehender en tanto que de lo contrario, como bien señala, no hacerlo: “traicionaría la verdad histórica, mucho más compleja y entramada que un juicio tan simple como el de que la evangeliza-ción fue manejada por ‘los poderosos de este mundo’ ”.

De la evangelización, sus medios, sus conceptos, sus debates, pasamos a una serie de artículos que reflexionan en el sujeto evangelizado. En efecto, el segundo apartado titulado: El sujeto de la evangelización, la primera evangeli-zación: el indio, enlaza cinco artículos sobre ello. José Rubén Romero Galván, por ejemplo, en su artículo titulado “Un hombre indígena ante la evangeliza-ción: algunas reflexiones” nos proporciona una atinada y erudita reflexión sobre lo que significó para el indio ser evangelizado. El autor nos hace notar, cómo la conquista fue un acontecimiento insólito tanto para españoles como para indígenas, pero centra su atención en estos últimos; para ello, “somera-mente” nos explica el fenómeno religioso prehispánico (el tiempo, el espacio, los ritos) para que el lector pueda entender la significación que pudo tener la evangelización en el espíritu de los indígenas. Galván concluye que cuando ocurrió la conquista, el tiempo y espacio sagrado que constituían el escenario donde el hombre prehispánico habitaba, actuaba y convivía, se colapsaron con

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gran violencia. Más allá de la tragedia que significó la guerra a través de la que se dio dicha conquista, el indígena, nos dice Rubén Romero, comenzó a vivir una profunda desolación ontológica en virtud de que sus dioses milenarios se sumieron “en un silencio aterrador. Nada hicieron cuando sus efigies rodaron por la tierra y sus templos fueron destruidos. Nada hicieron para detener la desgracia vivida”. Ahora bien, al impacto de este suceso vinieron los medios y los dispositivos para la evangelización de los indios y justo Antonio Cano nos expone en su artículo titulado “La teología en los coloquios de los doce de Fray Bernardino de Sahagún”, cómo los doce franciscanos que llegaron a México en 1524 iniciaron su actividad misionera a través de un diálogo con los gobernantes y sacerdotes mexicas, en el que utilizaron los elementos de la cultura náhuatl para la exposición-comprensión de la teología cristiana. Este diálogo se encuentra, nos dice el autor, en el manuscrito titulado “Colloquios y doctrina christiana” con que los doce frayles de San Francisco enviados por el papa Adriano Sesto y por el emperador Carlo Quinto: convirtieron a los indios de la Nueva España en lengua mexicana y española. Cano analiza los primeros cinco capítulos de este manuscrito localizado en el Archivo Secreto Vaticano en el que los frailes franciscanos expusieron las principales ense-ñanzas teológicas a los dirigentes mexicas, como la vocación y misión de los religiosos, el pontificado romano, la Revelación divina, el ser y existencia de Dios, la cristología y la eclesiología. En suma, el autor proporciona al lector por un lado, una interpretación del contenido doctrinal de los Coloquios para comprender el desarrollo de la teología católica en el texto definitivo que reelaboró Bernardino de Sahagún y sus discípulos indígenas en 1564; y por otro, hace evidente cómo los religiosos asumieron conceptos del pensa-miento religioso náhuatl sobre la divinidad para dar a conocer a Dios como creador y redentor, cómo la relación entre creación y redención del género humano en las dos concepciones religiosas tuvieron que llevar a los digna-tarios nahuas a identificar a Quetzalcóatl con Jesucristo y cómo es evidente el uso de disfrasismos náhuatl para explicar la teología. Cano acertadamente concluye que los coloquios es una muestra de aquella Iglesia abierta al diálogo. Un diálogo, que, sin embargo, se cerró con la llegada y aplicación estricta de los postulados de Trento. Este hecho, afirma el autor, inauguró: “una etapa nueva en la historia de la Iglesia novohispana, denominada la reforma cató-lica y caracterizada ya no por el diálogo con las culturas indígenas con el fin de inculturar el Evangelio, sino por la aplicación estricta de los postulados

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teológicos y disciplinares tridentinos. En este sentido, el texto subsecuente, el de Clementina Battcock, titulado “Domingo de San Antón Muñón Chimal-pahin: su registro de la primigenia cristiandad en Chalco Amaquemecan” nos muestra y ejemplifica puntualmente el proceso de evangelización de un noble indígena. La autora nos acerca con detalle a la formación y educación este indígena cristiano y la forma en que relató la historia del florecimiento de la prístina cristiandad católica del siglo XVI de Chalco Amaquemecan. La autora nos explica cómo este relato responde a un contexto de honda transfor-mación cultural en el que los antiguos valores indígenas se encuadraron en un nuevo marco teleológico de negociación de la espiritualidad, de las costum-bres y de las relaciones de poder. De hecho, la negociación de la espiritualidad y de las costumbres es más que evidente en el texto presentado por Patricia Escandón titulado “Frailes y clérigos: lo antiguo y lo nuevo en la administra-ción de los indios”. La autora, en este interesante artículo, nos muestra cómo los religiosos fueron aceptando determinadas prácticas religiosas de los indios estrictamente sancionadas en los primeros años de la evangelización como las danzas, el mitote, la música pero cómo con el paso del tiempo, “con el natural relevo generacional de indígenas y de religiosos, prevenciones como éstas irían cayendo en el olvido y las prácticas que otrora se controlaran o censuraran, serían, en contrario, hasta estimuladas por multitud de minis-tros” dando lugar a un beatífico comercio (medallas, reliquias), a una proli-feración de hierofanías y a una multitud de cofradías como espacios socia-bilidad y religiosidad. Todo ello hasta que nuevamente esta religiosidad, prohijadas por los religiosos, fuera considerada por los obispos y clérigos del siglo XVIII “bárbaras” o supersticiosas. Sin embargo, como bien señala Escandón, era imposible despojar a los naturales de sus imágenes y fiestas y muchas de sus formas de ritualidad, de hecho, permanecieron y perma-necen hasta nuestros días.

Pero las prácticas religiosas no fueran las únicas prohijadas por los reli-giosos, también lo fueron, los nuevos espacios de asentamiento o de construc-ción de jurisdicciones territoriales para indios como las congregaciones, reduc-ciones, repúblicas de indios. Justo en el artículo titulado “Los franciscanos y la organización política de los pueblos de indios novohispanos (siglo XVI)”, Manuel Pérez Zevallos da cuenta de la participación activa de los religiosos en el traslado, reubicación, congregación o reducción de asentamientos y pobla-ción indígena. Participación que se entiende en virtud del conocimiento que

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los frailes obtuvieron sobre las formas de organización interna de los indios (tecalllis, calpullis, etcétera) y los niveles de posesión de tierra. Zevallos nos recuerda así la participación de los religiosos en el proyecto colonizador y nos explica cómo la presencia de la religión solo se entiende gracias al conoci-miento y mantenimiento que los franciscanos y otras órdenes dieron a estas nuevas unidades políticas. Ahora bien, considerando que la evangelización fue un proceso no limitado al siglo XVI y más aún, que la evangelización fue un proceso distinto según el ámbito geográfico, el tercer apartado titulado: En otros tiempos, en otras latitudes: las subsecuentes evangelizaciones, reúne seis trabajos que dan cuenta de ello y también de cómo la conversión de los indios fue narrada por los cronistas. Muestra de esto último es el artículo de Adriana Rocher Salas titulado “La utopía de los pastores la realidad del rebaño: clero y fieles en Yucatán durante el periodo colonial”. En él analiza la forma en que el clero de aquella jurisdicción miró a sus fieles a lo largo de los siglos XVI y XVII. Una mirada que, como bien nos muestra la autora, “refleja menos un diagnóstico de su propio universo y más un deseo, un deber ser”. Cuál era la realidad y cuál fue ese deseo, cuál fue la imagen que dieron de sus ovejas aque-llos eclesiásticos. Para responder a ello Rocher Salas analiza los manuscritos de seis cronistas eclesiásticos: Fray Tomás de la Torre, O. P.; Fray Antonio de Ciudad Real; Dr. Pedro Sánchez de Aguilar; Fray Bernardo de Lizana, O. F. M.; Br. Francisco de Cárdenas Valencia; y Fray Diego López Cogolludo, O. F. M. El análisis de estos manuscritos le permite a la autora concluir que en dichos textos es evidente el “ideal de la perfecta sociedad cristiana” y de cómo “el buen salvaje indiano se vio obligado a compartir nicho con el indio naturalmente inclinado a la idolatría, el indevoto o el que sólo tiene de bueno aquello que se le contagia del español. Lo mismo ocurrió con éste, que integró en su figura imágenes tan diversas como la del cruel explotador, la del valiente soldado o la del devoto cristiano”. Del sur del virreinato novohispano pasamos al centro para conocer de la mano de Jesús Joel Peña el territorio del antiguo obispado de Tlaxcala y en particular los sitios de asentamiento y las rutas misioneras de las tres órdenes mendicantes: franciscanos, dominicos y agustinos. A través de su artículo, titulado “Clero regular durante el primer siglo de misión en el obispado de Tlaxcala” el autor, con suma diligencia, nos da un padrón preciso de los conventos según la orden religiosa “enderezado a identificar áreas cultu-rales y de influencia por parte de los frailes en el antiguo obispado de Tlaxcala” lo que permite tener una idea de la constante transformación del entramado

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parroquial. Peña, en este artículo, nos demuestra cómo la tipificación ofrecida en su momento por Robert Ricard (sobre el tipo de misiones por ocupación, penetración y enlace) es ya superada en virtud de que la erección de conventos se dio en esta jurisdicción en orden a circunstancias locales y estrategias polí-ticas. Los siguientes cuatro artículos de este apartado nos llevan a los confines y fronteras del virreinato novohispano. Jorge René González Marmolejo, por ejemplo, en su artículo titulado “Una ventana a la intimidad de las misiones: el inventario de las alhajas de la misión de Santa María de los Dolores de la Punta (1721-1722)” nos acerca a la difícil y compleja vida de los misioneros de Propaganda Fide y a las penurias y acoso que sufrieron por parte de los gentiles en la misión de Santa María de los Olores de la Punta de Lampazos en el actual estado de Nuevo León. Todo ello lo hace a través de los indicios que le propor-ciona, como lo dice el título de su artículo, un inventario de la misión elaborado en 1722. Por su parte José Gabino Castillo en el artículo titulado “Evangelizar y poblar a finales del siglo XVIII: el obispado del Nuevo Reino de León”, nos explica la historia del establecimiento de esta jurisdicción eclesiástica y nos explica puntualmente cómo la fundación de este obispado atendía a un proyecto más amplio de colonizar, “civilizar” y controlar el noroeste novohis-pano. A través de este artículo el lector entenderá cómo se llevó a cabo el reco-nocimiento y fundación de esta diócesis, las disputas por elegir la sede entre Linares o Santander y Monterrey, la peculiar característica de esta diócesis marcada por la existencia de un binomio de misión y presidio donde convivían organizaciones diocesanas debido al contexto. A lo largo de este artículo queda claro que la evangelización de este territorio era más que “un acto religioso, una herramienta de civilización”. En este aspecto el artículo de Antonio Portillo titulado “Diócesis de Linares-Monterrey. Salud y Educación” complementa el artículo de Gabino al explicar diligentemente las labores de educación y salud implementadas por la Iglesia durante los siglos XIX y XX; detalla el trabajo realizado en favor de la evangelización. En la cuestión de salud, nos explica cómo iniciaron los servicios hospitalarios en las comunidades que lo requerían y muestra un reconocimiento a las diferentes congregaciones de religiosas que cubrieron la carencia de la población en lo que a ese tema se refiere. Este apar-tado concluye con el artículo de Raquel E. Güereca titulado “Misionar en las fronteras del virreinato: la experiencia franciscana en la Sierra del Nayar” que nos presenta una minuciosa descripción sobre la complejidad que significó misionar en aquellas tierras del actual estado de Nayarit. La autora nos da una

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puntual descripción de su geografía abrupta, de su población y nos hace notar la ausencia de metales que no hacía por lo tanto atractiva la colonización. Al explicarnos esta realidad, Raquel Güereca va construyendo y muestra al lector las particularidades de la evangelización en estos territorios, por ejemplo, la disociación entre indio cristiano y tributario, (los indios de Nayar no fueron tributarios), las misiones de carácter efímero que eran fundadas y abandonadas (algunas de las cuales reconocieron 3 o 4 fundaciones) las negociaciones entre indios y frailes para la conversión sin que los primeros mudaran las residencias en las serranías y hasta la aceptación por parte de los clérigos de que los indios cristianos participaran activamente en las ceremonias religiosas y mitotes en la Mesa del Nayar y que acudieran ante el ídolo del Nayar para pedir por sus siembras, solicitar lluvias o el cese de alguna epidemia.

A diferencia de este tercer apartado que cubre otras fronteras geográficas, el cuarto está dedicado a la única diócesis de la Nueva España elevada al rango de metropolitana, el arzobispado de México. Esta jurisdicción ecle-siástica era considerada una de las más grande del imperio católico en América y su sede, la Ciudad de México, era la capital de la Nueva España y asiento de las principales dependencias y juzgados virreinales y eclesiás-ticos. En el artículo titulado “Un modo de ser Iglesia. La formación de la jurisdicción de la Audiencia episcopal en la Nueva España del siglo XVI”, Jorge E. Traslosheros nos explica el proceso formativo de la jurisdicción de la Audiencia Episcopal, también llamado provisorato, tribunal eclesiástico ordinario o diocesano, con la finalidad de que el lector pueda entender cómo la Iglesia mexicana en su etapa fundacional puso acento a la dinámica disci-plinaria y a la formación de instrumentos de justicia para hacerla efectiva y cómo con ello imprimieron carácter e identidad a aquella catolicidad, esto es, marcaron un modo de ser Iglesia. De esta manera el autor nos muestra cómo se fue estableciendo dicha jurisdicción episcopal y para ello analiza los documentos de la Juntas eclesiásticas y de los Concilios Mexicanos. El autor concluye, y pone a debate, la falsa creencia que se tiene de que la Iglesia novohispana estuvo jaloneada por dos proyectos contradictorios: uno de los mendicantes y otro de los obispos, donde el Concilio de Trento sería el punto de inflexión porque habría dotado de poderoso arsenal canónico al episcopado de la Nueva España. Lo que tenemos en realidad, nos hace ver el autor, “es un conflicto de jurisdicciones muy propio del modelo histórico de la Iglesia del segundo milenio que, en términos generales, denominamos

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régimen de cristiandad”. Esto es, un solo “pueblo cristiano” que es una sola Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Parte de la jurisdicción eclesiástica episcopal era atender los asuntos de fe contra indios y Gerardo Lara Cisneros, autor del segundo artículo de este apartado, nos muestra en “El gran auto de fe a la momia del Nayar. Arzobis-pado de México” cómo funcionaba el provisorato de indios y cómo se llevaban a cabo los autos de fe. Nos ejemplifica lo anterior con el auto para indios más notable del siglo XVIII en que se enjuició a la momia del Nayar por cometer el pecado de idolatría. El autor tiene como fin exponer cómo este proceso fue usado de una manera simbólica para mostrar que la autoridad eclesiástica era capaz de recomponer el mundo después del desequilibrio moral y espiritual que las acciones idolátricas de los indios habían propiciado. En este sentido, un auto de fe patrocinado por el arzobispado, en componendas con el virrey, era, nos dice el autor, “una forma de ratificar el pacto de gobierno y seguridad espiritual y material en las Indias al que el monarca se había comprometido con sus súbditos ante Dios”. En suma, como bien lo aclara Lara Cisneros, el auto de fe para indios fue una forma de ratificar la autoridad del rey y de la Iglesia en una de las ciudades principales del Imperio en las Indias Occiden-tales: la Ciudad de México.

Los tres siguientes artículos de este apartado se centran básicamente en el clero, los fieles y las prácticas religiosas en el arzobispado de México. Rodolfo Aguirre Salvador, por ejemplo, en su artículo titulado “Las cofradías y la consolidación de las parroquias del arzobispado de México, 1680-1750” nos ofrece una interesante reflexión sobre cómo estas corporaciones propiciaron la consolidación de las parroquias del arzobispado de México en virtud de que dinamizaron la economía parroquial, pagando aranceles extras a los curas o por qué como tal destinaban recursos en la renovación de la infraestruc-tura parroquial (altares, capillas, etcétera). El autor propone la necesidad de estudiar las cofradías por etapas y entender que si bien parecen mostrar una enorme independencia con respecto al arzobispo esto no era así con respecto a sus propios curas o jueces eclesiásticos. María Teresa Álvarez Icaza Longoria, por su parte, analiza en el artículo “La labor de los jesuitas en el arzobispado de México (1748-1765)” el papel de los padres de la compañía en el Arzobis-pado de México durante el gobierno de Manuel Rubio y Salinas y nos muestra cómo ocuparon una posición privilegiada, fueron cercanos a este prelado y se involucraron en varios de los proyectos prioritarios impulsados por él. A lo

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largo de su texto es claro ver los “desfases significativos” de lo que ocurría con los Jesuitas en España con respecto a los de la Nueva España ya que mientras allá vivían un escenario complicado, en el virreinato novohispano, sobre todo en el Arzobispado, era el mejor momento para ellos. Este apartado cierra con el artículo de Gustavo Watson Marrón titulado “El clero secular y el culto a Santa María de Guadalupe en el Arzobispado de México” en el llama la aten-ción sobre la necesidad de destacar el papel de miembros del clero diocesano en la promoción del culto guadalupano desde el siglo XVI, no sólo alentando la fundación de parroquias o congregaciones, sino además, siendo autores de algunos de los textos más importantes que dan cuenta de dicho culto, como aquellos escritos por Luis Lasso de la Vega o Luis Becerra y Tanco.

La manifestación tangible o visible del sentimiento y creencia religiosa es abordado en el sexto apartado de este libro que lleva por nombre: Arte, cultos y espacios religiosos. El primero de ellos, es el de Antonio Rubial García titulado “La Iglesia y los espacios urbanos en la Nueva España” en el que nos explica cómo la Iglesia colaboró en la fundación y consolidación de las ciudades epis-copales, cómo sus iglesias se convirtieron en los espacios de convivencia, la forma en que las campanas de aquellas iglesias marcaban el ciclo de la vida cotidiana y festiva, o cómo la iglesia generó trabajo para artesanos de dife-rente índole. Rubial concluye que, sin “instituciones eclesiásticas es impo-sible entender el desarrollo del urbanismo y el entramado económico, social cultural de las ciudades novohispanas”. Ahora bien, dentro de dichas iglesias las pinturas y esculturas eran imprescindibles y eran a la vez objeto de devo-ción como de evangelización, en este sentido María del Consuelo Maquívar nos explica diligentemente en su artículo titulado “Iconografía de la Santí-sima Trinidad en la Nueva España” cómo este dogma se estructuró y se repre-sentó en diversas imágenes que se pueden clasificar en tres grupos: trinidad clásica, trinidad antropomorfa y obras prohibidas. Otro tipo de imágenes eran las marianas y la de santos y éstas también son analizadas por Alicia Bazarte Martínez en el artículo titulado “Olvido y permanencia: pinturas de las cofra-días novohispanas” en el que establece una correlación entre las cofradías que promovieron la elaboración y por la tanto su culto. Bazarte nos muestra en particular cómo algunas imágenes cofradieras permanecen hasta la actualidad, pero en el olvido y abandono como la de nuestra Señora de la Asunción en la Iglesia de Santa María la Redonda, la de San Hipólito, la de la Virgen de Nuestra Señora de la Caridad y de Aranzazu y la de San Pedro y San Ignacio de Loyola.

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La autora concluye haciendo un llamado para lograr la plena identificación y preservación de muchas de estas imágenes promovidas y elaboradas bajo el auspicio de los piadosos fieles de las cofradías. Este apartado cierra con el artículo de Clara García Ayluardo titulado “La convolución de los pecadores: las cofradías y las prácticas de la fe de los fieles novohispanos. Un primer acercamiento”. En éste la autora nos explica cómo las cofradías fueron los espacios en las que se mantuvo la fe, las prácticas de las virtudes y desde el punto desde donde se reprodujo una cultura católica. Ayluardo califica a las cofradías como asociaciones organizadas y dinámicas que vincularon la caridad y la piedad, tiene a bien señalarnos que el papel de carita fue una de las emociones más vitales de las cofradías lo que dio lugar a una convolución espiritual que se tradujo en beneficios materiales, virtuosos y existenciales.

Este libro cierra con el apartado titulado: A 500 años de evangelización: la Iglesia mexicana siglo XIX y XX. El primero de ellos a cargo de Sergio Rosas Salas se titula “El episcopado mexicano en el siglo XIX: problemas y perspec-tivas de investigación”; nos muestra puntualmente las características gene-rales de los 106 obispos de episcopado mexicano entre 1831 y 1911. A partir de ello Sergio Rosas establece cuatro cortes generacionales entre el episco-pado: aquellos que gobernaron en 1831 y 1850 que se caracterizaron por la búsqueda de una nación católica; los que estuvieron al frente entre 1850 y 1863 defendiendo la jurisdicción de la Iglesia; aquellos que entre 1863 y 1891 se dieron a la tarea de reconstruirla después del embate liberal; y finalmente la generación de obispos entre 1891 y 1911 que llevaron a la Iglesia a la parti-cipación social y política. Sin duda, este es un artículo que nos muestra el largo recorrido de la Iglesia en el convulso México decimonónico y la trans-formación de las sensibilidades entre el Estado y la Iglesia. Por su parte, Massimo De Giuseppe nos ofrece una interesante mirada sobre los procesos de misionareidad indígena impulsadas por la Santa Sede para México a finales del siglo XIX y principios del siglo XX en su artículo titulado “La entrada al siglo XX: la cuestión indígena y la renovación de la Iglesia misionera en México”. Guiseppe en este trabajo nos hace notar que México fue un escenario de experimento misional y nos explica puntualmente el caso de las misiones efectuadas y las metodologías de intervención realizadas por los misioneros de San Pietro y Paolo en la Baja California, de los Jesuitas o de los Josefinos en la sierra Tarahumara en el Estado de Chihuahua, entre los pueblos yaquis de Sonora, los huicholes de Nayarit e incluso, con los lacandones de Chiapas.

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El autor nos explica también cómo los misioneros tuvieron que lidiar con grupos étnicos y situaciones geopolíticas, culturales y sustratos religiosos extremadamente diversificados en los que el dualismo autoridad/protección fue subyacente en el proyecto misionero y en el que la “cuestión indígena” comenzó a presentarse en nuevos términos en México. Esto último porque estaba enriquecida por nuevas contradicciones; mientras se elaboraban complejas teorías del pasado precolombino del país, se había desencade-nado un proceso de depreciación general de la categoría del indígena “real”, llegando a ser considerado una “raza degenerada” lejana de la “gente de razón”. Esta actitud se estaba convirtiendo, nos dice el autor, en una especie de guía ideológica, que se alimentaba del mito de la lucha entre la barbarie y la civi-lización. La cuestión indígena se enfrentó así, nos advierte Giuseppe, en una encrucijada peligrosa: mientras se enriquecían la sensibilidad y las interpre-taciones del pasado, la categoría uniformante del “indio” se percibía cada vez más como un elemento de resistencia a la modernidad.

Esperamos que la lectura de estos 25 artículos ofrezca una oportunidad de aprender, analizar y reflexionar sobre lo que significó para los hombres de aquellos tiempos evangelizar y ser evangelizados, comprehender los contextos, los conceptos, la cosmovisión y observar con los ojos del cono-cimiento esos que permiten sopesar, admirar, comprender, imaginar, lo que representó ser parte de la quadripartita terrarum orbe: la cuarta parte del mundo… el “paraíso posible”.

Mtra. Berenise Bravo Rubio Profesora Investigadora Escuela Nacional de Antropología e Historia-Instituto Nacional de Antropología e Historia.

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Encuentro, contacto, evangelización

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El encuentro religioso de dos mundos

Rodrigo Martínez Baracs

Dirección de Estudios Históricos. Instituto Nacional de Antropología e Historia

Academia Mexicana de la Historia

Hablar aquí y hoy ante ustedes sobre la evangelización de México es una gran responsabilidad, y me parece difícil decir algo que ustedes no sepan…

Por ello quiero intentar un experimento, el de tratar de reflexionar sobre la cristianización de México en la perspectiva muy amplia del Encuentro de Dos Mundos, del Nuevo Mundo (América) y el Viejo (África, Asia y Europa) que, por las peculiaridades de sus desarrollos respectivos durante sus milenios de aislamiento interrumpido en 1492, provocó un conjunto de cambios radicales y profundos en todos los aspectos de la vida humana, entre ellos, los religiosos.

La ocasión de este ejercicio de reflexión la da la recién iniciada Conmemo-ración del Quinto Centenario de la Conquista de México, que nos remonta a la anterior, celebrada hace 25 años, del Quinto Centenario del Encuentro de Dos Mundos. Como es bien sabido, en 1992 tocaba celebrar el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, y el coordinador de la comisión mexicana, nuestro historiador y nahuatlato Miguel León-Portilla propuso que no se cele-brara, sino que se conmemorara (en el sentido de “hacer memoria juntos”), no el Descubrimiento de América, sino el Encuentro de Dos Mundos.1

Ciertamente en 1492 no fue descubierta América, pues Cristóbal Colón (1451-1506) nunca supo que había llegado a un cuarto continente, que se sumaba a los canónicos tres ya conocidos, y además la denominación “descu-brimiento” da idea de un proceso en el que Europa es activa y América pasiva. Pero la expresión Encuentro de Dos Mundos tampoco gustó a todos

1 M. León-Portilla, Encuentro de dos mundos, “Estudios de Cultura Náhuatl”, 22/1992, pp. 15-28.

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y se produjeron vivas polémicas, pero se mantuvo. Su principal virtud fue la de propiciar una apreciación amplia y multifacética de todos los aspectos y consecuencias de este momento fundamental de la historia humana y más particularmente de la americana.

El concepto de Encuentro de Dos Mundos estaba retomando y compar-tiendo una investigación amplia y multidisciplinaria, empezada años atrás, sobre el encuentro, el contacto, la invasión. Menciono el artículo seminal de Woodrow Borah (1912-1999), de 1962, “America as a model”,2 que plantea por vez primera la importancia del aislamiento previo de América con respecto al conjunto de Europa-Asia-África como causa fundamental de la incidencia terrible de las enfermedades infecciosas que trajeron los españoles, contra las cuales los indios no habían desarrollado defensas. Este artículo provocó una multiplicidad de investigaciones que continuaron su investigación y reflexión, como Alfred W. Crosby,3 Emmanuel Le Roy Ladurie,4 William H. McNeill (1917-2016),5 Pierre Chaunu (1923-2009),6 James Lockhart (1933-2014) y Stuart B. Schwartz,7 hasta llegar a la gran síntesis de Jared Diamond (que como buen científico duro sólo cita los trabajos más recientes, olvidando a sus precursores, como la mencionada ponencia de Borah).8 Y hoy, con los

2 W. Borah, America as a model: The demographic impact of European expansión upon the

Non-European world, en “XXXV Congreso Internacional de Americanistas, México 1962, Actas

y Memorias”, vol. III, INAH, México 1964, pp. 379-387. Traducción: ¿América como modelo? El

impacto demográfico de la expansión europea sobre el mundo no europeo, “Cuadernos Ameri-

canos”, XXI, 125/1962, pp. 176-185.

3 A. W. Crosby, The Columbian exchange. Biological and cultural consequences of 1492, Greenwood

Press, Westport 1972.

4 E. Le Roy Ladurie, Un concept: L’unification microbienne du monde (XIV-XVIIe siécles, Société

Suisse d’Histoire, Geneva 1973; y en Le territoire de l’historien, II, Gallimard (Bibliothèque des

Histoires), París 1978, pp. 37-97.

5 W. H. McNeill, Plagues and peoples, Penguin Books, Nueva York 1976.0

6 P. Chaunu, con la colaboración de J. Legrand, Un futur sans avenir. Histoire et population, Calmann-

Lévy, París 1979.

7 J. Lockhart y S. B. Schwartz, Early Latin America. A History of Colonial Spanish America and

Brazil, Cambridge University Press, Cambridge 1983.

8 J. M. Diamond, Guns, germs, and steel. The fates of human societies, W. W. Norton & Company,

Nueva York, Londres 1997.

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avances de la biología y la genética, la investigación ha permitido corroborar y cuestionar nuestras hipótesis.

De manera particular James Lockhart y Stuart Schwartz, en Early Latin America, de 1986, dejaron claros los elementos básicos del uso de los términos Viejo Mundo y Nuevo Mundo. El Viejo Mundo no es España o Europa solamente, sino el conjunto hasta cierto punto unificado de África-Asia-Europa, y se le puede llamar Viejo Mundo, porque allí nació el ser humano. Siguiendo la gran línea del tiempo de la historia presentada por Juval Noah Harari, los primeros Homo se registran hace 2.5 millones de años, los primeros Homo sapiens hace 200 mil años, que se expandieron de África a Asia y a Europa, con el lenguaje ficticio se dio la Revolución cognitiva hace 70 mil años, se expandieron a Australia hace 45 mil años y a América hace unos 16 mil años, y en ambos continentes hasta entonces aislados extinguieron la megafauna.9 Y al Nuevo Mundo se le puede llamar Nuevo porque el ser humano llegó allí tardíamente, y a partir de la Glaciación Wisconsin de hace 11 mil años que cerró el estrecho de Bering, el Nuevo y el Viejo Mundo se desarrollaron de manera aislada durante unos 10 mil años hasta 1492. Entonces, como lo sintetizaron James Lockhart y Stuart B. Schwartz, es cuando se hicieron patentes las dos grandes diferencias entre ambos mundos, la epidemiológica y la tecnológica, que transformaron la Conquista de América en una inmensa transformación, una verdadera y larga revolución, una revolución tecnológica, ecológica, biológica, nutricional, económica, política, social, cultural, lingüística y religiosa. Pero esta revolución se dio en medio de una gran catástrofe, debido al derrumbe de la población indígena, de más del noventa por ciento según Cook y Borah, debido a las enfermedades infecciosas desconocidas en el Nuevo Mundo contra las que no tenían defensas.10 En este sentido y contexto quisiera interrogar aquí el “encuentro religioso de Dos Mundos”.

9 Y. Noah Harari, Sapiens. A Brief History of Mankind, Harper, Nueva York 2015, pp. viii-ix. La

primera edición en hebreo es de 2011. Leí este libro gracias a mi querido y admirado amigo y

colega Antonio Rubial García.

10 Los cálculos de L. Byrd Simpson (1891-1984), S. F. Cook (1896-1974) y W. Borah, de la Escuela

de Berkeley, han sido cuestionados por las altas cifras que dan sobre la población de Mesoamé-

rica en 1492 y sobre la profundidad de la catástrofe, pero se mantiene el hecho de que la pobla-

ción prehispánica había llegado a un alto grado de densidad y que la catástrofe mesoamericana y

americana es la más grave catástrofe demográfica en la historia de la humanidad. Su bibliografía

es amplia. Cito sus principales obras en español: W. Borah, New Spain’s Century of Depression,

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La diferencia tecnológica entre los dos mundos se atribuye en primer lugar a factores tales como al tamaño mayor del Viejo Mundo y a su mayor grado de intercomunicación, a diferencia del más pequeño Nuevo Mundo, con menor intercomunicación, en parte debido a su orientación Norte-Sur, que se reflejó en un casi nulo contacto entre las dos grandes áreas de Mesoamérica y los Andes. (Los españoles llegaron antes de que las dos grandes civilizaciones americanas se encontraran). Dos elementos adicionales pudieron ser incor-porados a la discusión: que, poblada originalmente por cazadores recolectores siberianos, América desarrolló de manera autónoma la agricultura, tanto en Mesoamérica como en los Andes, pero lo hizo (4000 a. C.) tres o cuatro mil años después que en el Viejo Mundo. A lo que debe agregarse que la agricul-tura se desarrolló en el Nuevo Mundo sin el complemento de la ganadería, salvo los camélidos de los Andes.

El retraso de la Revolución Agrícola americana se puede explicar de manera un tanto lógica considerando a los cazadores recolectores de origen siberiano, con una cultura de la cacería y la recolección bastante rigurosa, que fueron descu-briendo al paso de las generaciones y los siglos una serie de ambientes paradi-síacos, abundantes de plantas y animales, intocados –se intuye por qué la mito-logía del Paraíso, el Tlalocan, “El lugar del Néctar de la Vida”, está tan arraigado en Mesoamérica, reminiscente acaso de este Paraíso Perdido que fue la América prehumana.11 Y estos expertos cazadores acabaron pronto con los animales mayores americanos, porque se dejaron cazar con la mayor facilidad, pues no habían desarrollado el instinto de huir de los depredadores cazadores humanos. Ya vimos que la misma extinción se había sucedido en Australia con la llegada de los humanos hace 45 mil años. De modo que la agricultura se desarrolló en

University of California Press (Ibero-Americana, 35), Berkeley, Los Ángeles 1951; traducciones:

El siglo de la depresión en Nueva España (1951), [Edición de E. Florescano], presentación de P. J.

Bakewell, [Apéndice: “El siglo olvidado de México” (1953), de Lesley Byrd Simpson], traducción

de M. E. Hope de Porter, SEP (SepSetentas, 221), México 1975. Sherburne F. Cook y Woodrow

Borah, El pasado de México: Aspectos sociodemográficos, traducción de J. J. Utrilla, FCE (Sección

de Obras de Historia), México 1989; y Ensayos sobre historia de la población (1971-1979), 3 vols.,

traducción de Clementina Zamora, Siglo XXI (Nuestra América), México 1977-1980.

11 E. Florescano, Memoria mexicana, Dibujos de Raúl Velázquez México, Joaquín Mortiz, 1987.

Segunda edición, FCE (Sección de Obras de Historia), México 1994, “El edén de la ferti-

lidad”, pp. 191-198.

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América sin el complemento de la ganadería. El resultado conjunto del retraso del inicio de la agricultura en América y la ausencia de ganado fue el retraso en el desarrollo tecnológico en América. No por ello nos olvidamos de que una supe-rioridad tecnológica no implica ningún tipo de superioridad humana, cultural, intelectual, hedonística o la capacidad de disfrutar la vida, que es lo que en última instancia cuenta, como lo han destacado el filósofo hedonista Michel Onfray12 y el historiador del pasado, el presente y el futuro Yuval Noah Harari.13

Así pues, una diferencia importante entre ambos mundos es que en el Viejo Mundo las civilizaciones se basaron en la complementariedad de la agricul-tura y la ganadería, y en el Nuevo Mundo las civilizaciones se basaron en la complementariedad de la agricultura y la cacería, y de la pesca (como cacería acuática). Los historiadores de las religiones han tendido a destacar sobre todo los aspectos agrícolas de las religiones mesoamericanas (su mitología, ritual y calendario, asociados con la fertilidad y el ciclo de la vida y la muerte), y los aspectos ligados a la cacería han quedado en el olvido, hasta el reciente libro de Guilhem Olivier, Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica.14 Ausente la ganadería, la pesca, adquirió una gran importancia, como lo muestran centros poblacionales y civilizacionales tan importantes como las cuencas lacustres de México (“En el ombligo de la luna”, la laguna) y de Mechuacan (“Lugar de los dueños del pescado”, de pescadores). La cacería fue muy prevaleciente en el Nuevo Mundo en los últimos diez mil años antes del Encuentro de 1492 porque la agricultura tardó más tiempo en llegar, y porque cuando llegó, ya no había ganado que criar. Este desfase en el desarrollo de la agricultura, la ausencia de ganadería y el mantenimiento de la cacería tal vez nos ayude a entender el porqué de la práctica del sacrificio humano a todo lo largo del continente americano, y hasta en una época en la que los sacrificios se practi-caban ya mucho menos en el Viejo Mundo.15

12 M. Onfray, La puissance d’exister. Manifeste hédoniste, Grasset, París 2006; entre muchos otros

libros del propio Onfray.

13 Además de su libro Sapiens, recién citado, menciono de Yuval Noah Harari su Homo Deus. A Brief History

of Tomorrow, Harper, Nueva York 2017; y 21 Lessons for the 21st Century, Harper, Nueva York 2018.

14 G. Olivier, Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica. Tras las huellas de Mixcóatl, “Serpiente de

Nube”, FCE (Antropología), UNAM, México 2015.

15 P. Escalante Gonzalbo, R. Martínez Baracs, Sacrificio y antropofagia (Cartas cruzadas), Letras

Libres, 133/2010, pp. 16-22.

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El Viejo y el Nuevo Mundo ciertamente compartían un instinto guerrero muy sangriento, apoyado por justificaciones religiosas doctrinales, en la que nos amamos a nosotros y odiamos a los otros.16 Y la religión apoyó, dio legi-timidad y le dio consistencia a unidades políticas que crecieron en tamaño, población y poderío. En el Nuevo Mundo, estas unidades políticas desarro-llaron una religiosidad extremadamente militarista y sacrificial. La guerra era una variedad de la cacería, y los enemigos podían ser comidos, después de capturados, trasladados, torturados y sacrificados en impresionantes cere-monias religiosas, con chorros de sangre y gritos, largos bailes con cantos y música con percusiones y flautas, autosacrificios de sangre, abstención sexual y ayuno, técnicas respiratorias y drogas alucinógenas, estatuas y pirámides pintadas de colores,17 sobre las cuales reyes, señores, nobles, sacerdotes, disfrazados con los atavíos de diferentes dioses y diosas, representaban sus historias de dioses y reyes primigenios… Es fácil entender que los dioses se apersonaran en las mentes de la gente, y les ayudó a actuar de manera coor-dinada, en las grandes obras agrícolas e hidráulicas y en la guerra (algo pare-cido a lo que describió el psicólogo Julian Jaynes [1920-1997] en su libro de 1976 sobre la mente bicameral).18 Un historiador de la guerra en Mesoamérica, Ross Hassig, mostró la lógica económica del terrorismo azteca sacrificial, que practicaba sacrificios muy grandes y espectaculares en sus templos, y reali-zaba castigos ejemplares de los reinos rebeldes o enemigos para expandir el terror y evitar así futuras rebeliones, que salía carísimo reprimir una por una, viajando tan lejos a pie con armadas enormes en fila india, que debían ser alimentadas, con la gran invención de la tortilla, tlaxcalli, que mantenía a la masa de maíz comestible durante más tiempo.19 Y los descubrimientos de la iconografía, la epigrafía y la arqueología mayas han mostrado que, antes

16 M. Blanchot, La Communauté inavouable, Éditions de Minuit, París 1984.

17 El color de los dioses. Policromía en la Antigüedad clásica y Mesoamérica, Presentaciones de R.

Tovar y de Teresa, M. C. García Cepeda, et. al., Secretaría de Cultura (Museo del Palacio de Bellas

Artes), México 2016.

18 J. Jaynes, The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind, Houghton, Boston,

MA, 1977, republished with a new afterword by the author, 1990. Traducción, FCE, México.

19 R. Hassig, Aztec warfare. Imperial expansion and political control, University of Oklahoma

Press, Norman 1988; y War and society in Ancient Mesoamerica, University of California Press,

Berkeley, Los Ángeles, Londres 1992.

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considerados “los griegos de Mesoamérica”, los mayas no eran menos milita-ristas y sacrificiales que los aztecas, incluyendo la tortura y la auto-tortura.20

Se entiende que los habitantes de Mesoamérica, particularmente los traba-jadores macehuales, que eran gente buena y pacífica, no debieron apreciar las tensiones y las miserias asociadas con la guerra y el sacrificio permanente, un estado terrorista y una religión justificatoria, y aceptaron fácilmente y pronto la religión cristiana católica que trajeron los españoles, una religión que predicaba el amor de Dios y a Dios y entre la gente, con la presencia de la compasiva Virgen María, que representaba el aspecto femenino de la divi-nidad, el amparo y el perdón.21 Y, de hecho, el dominio español y católico en México trajo lo que el historiador José Miranda (1903-1967) llamó una Pax Hispanica, en la que las guerras prehispánicas fueron sustituidas por pleitos y autos judiciales, que ahora son las fuentes principales de los historiadores.22 Los españoles introdujeron en el Nuevo Mundo la práctica de las “guerras de papel”, con la feliz expresión de la historiadora María del Carmen Martínez Martínez.23

A los mexicanos nos gusta enorgullecernos porque supuestamente no nos cristianizaron tan fácilmente, “resistimos”, nunca nos convertimos plena-mente, conservamos muchos elementos de la religión antigua, etcétera. Pero no nos damos cuenta de que el cristianismo mexicano no es la única religión mezclada o sincrética del mundo, porque todas las religiones son sincréticas,

20 L. Schele (1942-1998), M. Ellen Miller, Fotografías de J. Kerr, The blood of kings. Dynasty and

ritual in Maya art, Nueva York, George Braziller, Inc., Fort Worth, Kimbell Art Museum, 1986.

Reseñado por Octavio Paz (1914-1918), “Reflexiones de un intruso”, Vuelta, 122, enero de 1987,

pp. 20-26.

21 O. Paz, Prefacio. Entre orfandad y legitimidad, en J. Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación

de la consciencia nacional en México (1974), traducción de Ida Vitale, FCE (Sección de Obras de

Historia), México 1977, pp. 11-29.

22 J. Miranda Miranda, “La ‘Pax Hispánica’ y los desplazamientos de los pueblos indígenas”, en

XXXV Congreso Internacional de Americanistas, vol. III, INAH, México 1962. Y en Cuadernos

Americanos, 1962; y en Vida colonial y albores de la Independencia, Edición de Guillermo Palacios,

Bernardo García Martínez y Andrés Lira, SepSetentas, México 1972, pp. 74-79.

23 M. C. Martínez Martínez, Veracruz, 1519. Los hombres de Cortés, León (España), Universidad de

León, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

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como lo vio el rumano Mircea Eliade (1907-1986).24 Es cierto que la “conquista espiritual” de México25 no se completó durante los primeros cincuenta años, como lo dejaría ver el gran libro de Robert Ricard (1900-1984),26 y que la idola-tría persistió en el siglo XVII y después.27 Pero, como lo destacó Woodrow Borah, se puede decir que la conversión religiosa de México fue muy rápida, uno o dos siglos, comparada con el ritmo mucho más lento de la cristianiza-ción de muchas de las antiguas provincias romanas.28 Varias aguerridas rebe-liones indígenas contra abusos de los españoles se organizaron dentro de la fe cristiana, después de la aparición de una Cruz o una Virgen.29

También debe considerarse el alto grado de subordinación de los indivi-duos a las unidades colectivas más amplias, aunque este tema, la vida de la conciencia particular, permanecerá para siempre en las sombras. Pero el hecho es que la conquista española trajo dos elementos que aumentaron el grado de individualización de los nativos americanos: el dinero, que nos hace a cada uno libres de vender y comprar lo que queramos, y la religión

24 M. Eliade, Histoire des idées et des croyances religieuses, 3 vols., Payot, París 1976, 1978, 1983.

25 La expresión puede leerse en la “Carta de fray Martín de Valencia, custodio, y de otros religiosos

de la orden de San Francisco, al Emperador don Carlos”, Guatitan [Cuauhtitlán], 17 de noviembre de

1532, en Ministerio de Fomento, Cartas de Indias, Imprenta de Manuel G. Hernández, Madrid

1877, p. 56; reed. facs., Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 5 vols., Miguel Ángel Porrúa,

México 1980, p. 56.

26 R. Ricard, La “conquête spirituelle” du Mexique, Institut d’Ethnologie, París 1933. La conquista

espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendi-

cantes en la Nueva España de 1523-1524 a 1572, traducción de Ángel María Garibay K, Jus, Polis,

México 1947. Traducción de A. M. Garibay K., revisada por A. Huerta, FCE (Sección de Obras de

Historia), México 1986.

27 S. Gruzinski, La colonisation de l’imaginaire. Sociétés indigènes et occidentalisation dans le Mexique

espagnol, XVIe-XVIIIe siècle, Gallimard (Bibliothèque des Histoires), París 1988 ; La colonización

de lo imaginario, traducción de J. Ferreiro, FCE (Sección de Obras de Historia), México 1991.

28 W. Borah, Queen of Mexico and Empress of the Americas: La Guadalupana of Tepeyac (sobre los

libros de X. Noguez, R. Nebel y S. Poole), “Mexican Studies/Estudios Mexicanos”, XII, 2/1996,

pp. 327-339.

29 V. Reifler Bricker, The Indian Christ, The Indian King. The Historical Substrate of Maya Myth and

Ritual, University of Texas Press, Austin 1981. Traducción: El Cristo indígena, el rey nativo. El

sustrato histórico de la mitología y del ritual de los mayas, traducción de C. Pacheco, FCE, México 1989.

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cristiana, con su creencia en la conciencia individual, que nos hace libres de elegir entre el bien y el mal.

La religión cristiana que trajeron los españoles vino de una secta monoteísta de origen judío que se hizo poderosa al derrotar al politeísmo romano, lo cual le permitió aprovechar el Imperio romano para extenderse de manera poten-cialmente universal. En 1492 concluyó la guerra de Reconquista contra los musulmanes en España y en ese mismo año los judíos fueron expulsados, por lo que se entiende que los españoles no mostrarían ninguna condescendencia con las religiones americanas, que consideraron idolátricas y demoniacas. Y, de hecho, como lo destacó Harari, la religión cristiana, esta religión de paz y de amor, ha sido de las más mortíferas que ha habido, no sólo contra los musulmanes en las Cruzadas y los judíos en los campos nazis, sino entre los mismos cristianos. Mucho más que los romanos, los mayores asesinos de cristianos han sido los cristianos; debido a sutiles diferencias en sus creen-cias, como la cuestión de si basta con la fe o son necesarias las buenas obras para llegar al Paraíso, realizaron muy crueles y sangrientas guerras de reli-gión entre católicos y protestantes, en las que participó gente tan culta como el ensayista Michel de Montaigne (1533-1592), y que nos hacen dudar de la viabilidad del proyecto humano. Los españoles cristianos que vinieron a México no tuvieron ningún problema con matar, esclavizar y someter a servi-dumbre a los nativos de las islas antillanas, primero, y de Mesoamérica y los Andes, después. De cualquier manera, como lo vimos, los españoles trajeron una Pax Hispanica, pero al mismo tiempo sus epidemias fatales. En lugar de ser matados en guerras, los nativos de América morían en epidemias. Este fue el triste contexto de la conversión de los pueblos americanos al cristianismo.30

Ciertamente, los nativos de América estuvieron dispuestos a aceptar el cris-tianismo, aceptando primero a sus “dioses” (Jesucristo, la Virgen, santos y santas) como dioses adicionales en sus panteones ya pletóricos, y finalmente aceptándolos como sus “dioses principales”. Y, como bien lo expresó Harari, cada religión politeísta cree también en un dios superior, y cada religión monoteísta acepta siempre la veneración de deidades menores.

30 R. Martínez Baracs, “Los indios de México en la modernización borbónica”, en C. García

Ayluardo (coord.), Las reformas borbónicas, 1750-1808, en C. García Ayluardo e I. Marván

Laborde (coords.), Historia crítica de las modernizaciones en México, vol. I., CIDE, FCE (Sección

de Obras de Historia), México 2010, pp. 23-82.

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La presencia de la religión católica en el mundo indígena fue posible gracias al mantenimiento de las antiguas unidades políticas, reinos o altépetl, llamados “pueblos de indios” por los españoles, con su propia organización y jerarquía política y religiosa.31 Al igual que la conquista militar y política procedió de la punta a la base de la pirámide de Mesoamérica, comenzando con la derrota de la Ciudad de México Tenochtitlan de tal manera que los reinos sometidos sigan, la “conquista espiritual” procedió también a partir de la punta de la pirá-mide, con la cristianización de los reyes o tlatoque (plural de tlatoani), y espe-cialmente sus hijos, porque ocuparían cargos de gobierno en sus pueblos al llegar a la edad adulta. Estos muchachos recibían una educación excelente en los conventos de los frailes, aprendían español, pero también latín, y a veces griego y hasta hebreo, y teología, filosofía, música, escribanía… Y ayudaban a los frailes a escribir y publicar libros sobre la gramática y el vocabulario de muchas lenguas indígenas, y catecismos y doctrinas, para predicar a los indios en sus propias lenguas. También les ayudaron a escribir historias, en español, o náhuatl, maya o quiché, sobre sus historias antiguas y creencias, con el fin declarado de combatir mejor la religión y creencias antiguas. Los frailes apro-vecharon no sólo la organización laboral de los pueblos para construir a lo largo del siglo XVI los grandes conjuntos conventuales (iglesia, convento, atrio), que fueron el centro de la vida en gran cantidad de pueblos de indios novohispanos, y fue la vida cristiana vivida a lo largo de generaciones la que consolidó firme-mente la conversión. La iglesia, el convento y el hospital se volvieron el centro o corazón de los pueblos, donde se reunían periódicamente sus cabildos, concejos o ayuntamientos (con gobernador, alcaldes, regidores y otros oficiales indios), se organizaban las fiestas religiosas, con música y alcohol,32 y el sonido de la

31 B. García Martínez, Los pueblos de la Sierra. El poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla

hasta 1700, (Tesis de Doctorado en inglés de 1980), El Colegio de México, Centro de Estudios

Históricos, México 1987. J. Lockhart, The Nahuas after the Conquest. A social and cultural history

of the Indians of Central Mexico, sixteenth through eighteenth centuries, Stanford University Press,

Stanford, California 1992; Los nahuas después de la Conquista. Historia social y cultural de la pobla-

ción indígena del México central, del siglo XVI al XVIII, traducción de R. Reyes Mazzoni, FCE

(Sección de Obras de Historia), México 1999.

32 W. B. Taylor, Drinking, homicide, and rebellion in Colonial Mexican villages, Stanford University

Press, Stanford, California 1979. Traducción: Ebriedad, homicidio y rebelión en pueblos campesinos

mexicanos (1979), FCE (Sección de Obras de Historia), México 1987.

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campana del campanario de la iglesia reemplazó el sonido de los caracoles para organizar el tiempo colectivo del pueblo. Las dos principales autoridades espa-ñolas, el corregidor o alcalde mayor y el cura párroco, competían entre sí, lo cual limitaba las medidas arbitrarias o despóticas de uno o el otro.33 Los sermones en el púlpito eran una de las principales fuentes de información exterior y de opinión, al igual que los mercados, y las hermandades y celebraciones religiosas proveían diversión y socialización.

La alianza política y económica temprana entre los frailes y la nobleza india local y la élite política, y su lucha común contra la esclavitud de los indios, el tributo excesivo, el despojo de sus tierras, y abusos administrativos por los españoles, fortaleció el progreso de la conversión. Las élites indias y los macehualtin, indios comunes, amaban sinceramente a sus frailes, a los que veían como padres, pero no les gustaba tanto su monoteísmo extremo, su cris-tianismo cristocéntrico, como lo vio Edmundo O’Gorman (1906-1995), en su libro de 1986 sobre los orígenes del culto guadalupano.34 El clero secular, compuesto por el arzobispo, los obispos, los cabildos catedrales y los curas párrocos, comenzaron a desmontar la influencia de los frailes en los pueblos indios, aprovecharon el disgusto de los indios ante el monoteísmo de los frailes, y promovieron una religiosidad cristiana más amable, con una fuerte presencia de la Virgen María, y múltiples santos y santas, santuarios, pere-grinaciones, más amistosa con la religiosidad india dualista, politeísta, idolá-trica (adoración de las imágenes mismas y cosas) y altamente ceremonial. El resultado fue una religiosidad “barroca” (como le llamó Serge Gruzinski), que prevaleció en los siglos XVII y XVIII, hasta que los ilustrados funciona-rios borbónicos trataron infructuosamente de destruirla.35 Esta religiosidad barroca fue la religiosidad que arraigó en la Nueva España y después en México, no la religión monoteísta de los frailes, sino la religión más condescendiente

33 W. B. Taylor, Magistrates of the Sacred: Priests and Parishioners in Eighteenth-Century Mexico,

Stanford University Press, Stanford, California 1996. Traducción de O. Mazín Gómez y P. Kersey,

Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, 2 vols., El Colegio de

Michoacán, Secretaría de Gobernación, El Colegio de México, México 1999.

34 E. O’Gorman, Destierro de sombras. Luz sobre el origen del culto a Nuestra Señora de Guadalupe,

UNAM (Instituto de Investigaciones Históricas), México 1986.

35 S. Gruzinski, ‘La segunda aculturación’: el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en la Nueva

España (1775-1800), “Estudios de Historia Novohispana”, VIII/1985, pp. 175-201.

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del clero secular, representada por el culto a Nuestra Señora de Guadalupe, que comenzó como un culto indio y español local, que creció en el siglo XVII para ser un culto que les dio identidad a los criollos, con su amor proto-nacio-nalista a la patria,36 y en el siglo XVIII y el siglo XIX, el culto a Guadalupe se extendió a todos los grupos, se volvió la “idolatría nacional”, como le llamó el escritor Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), políticamente liberal, pero atento al arraigo popular de las antiguas creencias y costumbres religiosas.37 Ningún rey de España llegó a venir a América, pero la abdicación de Carlos IV (1748-1819) en 1808 encendió una crisis de legitimidad que concluyó con la separación de España. Pero tras la Independencia el catolicismo se volvió la religión nacional (es el color blanco de la bandera mexicana tricolor), el primer presidente mexicano se puso el nombre de Guadalupe Victoria (1786-1843) y hoy nos gobierna un partido llamado Morena.

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tradición, traducción de A. Levy y A. Major, Taurus, México 2002.

37 I. M. Altamirano, La fiesta de Guadalupe, en Paisajes y leyendas, tradiciones y costumbres de México,

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El contexto histórico y transcendental de la primera evangelización en México

Cango. Dr. Eduardo Chávez

Instituto Superior de Estudios Guadalupanos

El historiador Jean Meyer señala: “La Iglesia católica llegó a América con el conquistador español, y es muy difícil separar lo espiritual de lo secular

en los actos y los móviles de una y otro; esta ambigüedad quedaba aumentada aún más por la muy firme voluntad que manifestaban los muy católicos reyes de «proteger a la Iglesia».”1 Este fue un tiempo que se pudiera considerar bajo la estructura medieval con aires del Renacimiento, en donde la espada temporal estaba mezclada con la espada espiritual; además, la Península Ibérica vivía un momento muy especial, de gran efervescencia, por la llamada Recon-quista española, y pasando a la conquista del pagano como un deber adqui-rido; de manera particular los españoles se identificaban como los paladines de Cristo ante una Europa central convulsionada por la Reforma Protestante. Esta mezcla de conquista y evangelización, de cruz y espada, de trono y altar, dio como resultado lo que podríamos llamar una obra civilizadora bajo los términos de la cristiandad; es más, en este tiempo no había otra alternativa, y esta misión fue la que procuraron siempre los reyes católicos y sus descen-dientes; de esta manera el estado español justificó su expansión sosteniendo a la Iglesia; y ésta pudo evangelizar apoyada por el brazo secular.

Cuando se descubrió el llamado Nuevo Mundo se despertó la imagen mile-narista bajo el carácter religioso de la Iglesia primitiva: la ciudad de Dios. Era la oportunidad de construir una sociedad católica centrada en la Iglesia bajo el modelo planteado por San Francisco, Santo Domingo y San Agustín

1 J. Meyer, Historia de los cristianos en América Latina, Ed. Vuelta, México 1989, p. 23.

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y remodelado por Santo Tomás Moro. Desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre era llevado por el trabajo, el esfuerzo, el gozo en, por y para la Iglesia. Dice también Jean Meyer: “La Iglesia era sin embargo mucho menos poderosa de lo que podía creerse, pues la medida misma de su influencia da también la del control del Estado sobre ella. La Corona, gracias a las concesiones obtenidas por el Papa entre 1501 y 1508 […] ese real patronato permitía el nombramiento para todos los puestos, desde la sacristía hasta el palacio arzobispal, permitía el control fiscal, determinaba la utilización de todos o parte de los bienes eclesiásticos”2, era la Corona la que también decidía sobre la entrada, permanencia y salida de los clérigos en América; y, abusivamente, pero nunca con reclamo de la Santa Sede, dejaba a la Corona manos libres en el dar el placet o pase a todo documento pontificio que se dirigía a sus territorios, y de la comunicación de la Iglesia local dirigida al Santo Padre. Era un control de ambas vías, todo tenía que ser aprobado por la Corona.

Así, el monarca temporal, en América, era de hecho el jefe de la Iglesia, armado de las “Dos Espadas” la espada temporal y la espada espiritual. El rey era el patrono de la Iglesia católica y el virrey asumía el cargo de vicepatrono. Los obispos en el Nuevo Mundo, en general, lo asumieron con diligencia, aunque no faltaron los momentos de disputas.

Durante toda la Colonia, el indio fue la manzana de la discordia entre el Estado y la Iglesia. En ciertos momentos se buscaba protegerlo, testimonio de esto era la enorme documentación que existe y que fue escrita, tanto por los reyes españoles como por los religiosos, en donde se ordenaba y se deter-minaba la manera de guiarlo en la evangelización, cultivarlo en las letras y las virtudes, protegerlo en contra de los malos encomenderos, o de aquellos que lo reducían a la esclavitud. Al mismo tiempo y en contraste, también se exponía la manera en que se le tenía que obligar a trabajar, la forma en que debía realizar el servicio a la Corona, el cambio de vida con el que se le tenía que insertar en el marco de la cultura hispana, la forma en la que tenía que arrancar el oro y la plata a la tierra, etcétera.

Es una realidad que la Iglesia propugnaba la defensa y protección de los indígenas con solidez y con gran valentía. Sin embargo, no todos estaban conformes de que la Iglesia tomara un liderazgo cultural y civilizador de los

2 Ibidem, p. 24.

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pueblos americanos. Por lo que, para los que querían dominarla de una manera más eficaz era importante eliminar a los religiosos.

Concretamente en México, no cabe duda de que en el primer esfuerzo evan-gelizador fue una labor extraordinaria de los misioneros;3 sin embargo, el trauma de la Conquista (1519-1521) perduró inevitablemente entre los natu-rales; la depresión y el sufrimiento del pueblo del sol continuaron. La gran depresión que en ese momento el pueblo mexica experimentaba se debía, además de la devastadora Conquista, o junto con ella, a la fatal enfermedad de la viruela que diezmó a la mitad de la población indígena. Para el indígena el mundo, su mundo, se desplomaba delante de sus propios ojos; todo se derrum-baba; todo se despedazaba. Los indígenas eran testigos de que sus dioses en nada habían valido, ¿dónde estaban, en dónde se encontraban ahora que tanto los necesitaban? ¿Dónde estaba el enérgico y recio Huitzilopochtli que tantos sacrificios humanos exigió a cada momento, dónde estaban aquéllos que eran alimentados por los corazones y la sangre de sus hijos? ¿Dónde estaban aqué-llos dioses que supuestamente los guiaban con brazo cósmico? Entonces era cierto, luego era verdad, los dioses también habían muerto. Y los misioneros, en esta lucha cósmica en contra del Demonio, lo reforzaban diciendo que los indígenas sufrían el castigo de Dios cristiano por sus idolatrías.

Uno de los claros signos del estado de trauma que sufría el pueblo indígena fue la embriaguez; los indígenas permitían la embriaguez a los ancianos, pero con los demás eran tremendamente estrictos ante un vicio semejante, ya que había pena de muerte en contra de aquel trasgresor. Después de la Conquista la embriaguez fue un vicio que marcó a los indígenas; quienes en su trauma trataban de encontrar una salida, una solución ante su situación; el evadirse por medio de este vicio era de alguna manera una falsa revancha en contra de aquellos supuestos “dioses” protectores que habían dictaminado toda ley que ahora los ahogaba. Ante los hechos, un asombrado Motolinia declaraba cómo los indios “no querían entender en otra cosa sino en darse a vicios y pecados […] Era ésta un traslado del infierno, ver los moradores de

3 Cfr. G. De Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, Ed. Porrúa (=Col. Biblioteca Porrúa N° 46),

México 1980. También: T. De Benavente, Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España,

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1982.

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ella de noche dar voces, unos llamando a el demonio, otros borrachos […] Las beoderas que hacían muy ordinarias, es increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metían […] Comúnmente comen-zaban a beber después de vísperas, y débanse tanta prisa a beber de diez en diez, o quince en quince, y los escanciadores que no cesaban, y la comida que no era mucha, a prima noche ya van perdiendo el sentido, ya cayendo […] Era cosa de gran lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios vueltos peores que brutos animales; y lo que era peor, que no quedaban en aquel solo pecado, más cometían otros muchos y se herían y descalabraban unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y propincuos parientes”.4 Más adelante declaraba el fraile franciscano: “Parece que el demonio a río vuelto introdujo las beoderas y se tomó licencia general que todos pudiesen beber hasta caer, y los hombres volverse como brutos, de manera que como cesó la autoridad y poder los jueces naturales ejecutar sus oficios, cada uno tuvo licencia de hacer lo que quiso y de irse tras su sensualidad”.5 No iba a hacer fácil dignificar a este ser humano abatido, destruido, desmoronado, ante la catástrofe no sólo cultural sino esencial-mente religiosa en la que había puesto toda su confianza y era la razón y el sentido de toda su existencia. Que, si bien los misioneros eran conscientes de su dignidad de ser hijos de Dios, otros se aprovechaban de esto para decir que eran animales y así justificar sus robos, esclavitudes e injusticias.

La evangelización era un reto titánico, al cual se enfrentaron los doce primeros franciscanos, junto con fray Pedro de Gante, en 1524 llegaron a México armados con documentos del emperador Carlos V y con la bula ponti-ficia de Adriano VI, conocida como Omnimoda; iniciaron la obra de evangeli-zación en las almas de estos indios, que para ellos, como decíamos, habían sido engañados por el demonio, especialmente centrados en los terribles y crueles sacrificios humanos; debían hacer algo para que los indios sobrevivieran y, al mismo tiempo, quitarlos de los ídolos que para ellos eran la fuente de su perdi-ción. Lógicamente, para los santos y humildes misioneros era poco menos que imposible vislumbrar algo bueno en la religión indígena, ante estas manifes-taciones desgarradoras de los sacrificios humanos no podía tener un ápice de

4 T. De Benavente, Motolinia, Memoriales o Libro de las Cosas de la Nueva España, UNAM, Instituto

de Investigaciones Históricas, México 1971, p. 32.

5 Ibidem, p. 361.

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bueno este culto macabro ante estos dioses que eran el mismo Satanás y sus legiones, así que su sistema era iniciar desde cero.

Fray Gerónimo de Mendieta nos habla de la preocupación de los frailes, desde el inicio de la evangelización, especialmente por desarraigar a los indí-genas de sus ídolos. Los misioneros trataban, de mil formas, darse a entender, pero: “ni los indios entendían lo que se decía en latín, ni cesaban sus idola-trías, ni podían los frailes reprendérselas, ni poner los medios que convenía para quitárselas, por no saber su lengua. Y esto los tenía muy desconsolados y afligidos”.6 Mendieta informaba que los misioneros tenían la idea firme de que si los ídolos continuaban en pie, su trabajo era en balde; se quejaba de que mientras los indios eran enviados a construir las casas de los españoles, la idolatría continuaría sin remedio, por ello los frailes advertían: “Por esta causa andaba el negocio como antes, y la idolatría permanecía; y, sobre todo, veían que era un tiempo perdido y trabajar en vano mientras los templos de los ídolos estuviesen en pie”.7

Los doce franciscanos no habían cumplido ni un año en el Nuevo Mundo cuando decidieron, con gran atrevimiento e impulsados por su fervor religioso, que ellos mismos destruirían los templos y sus ídolos aunque esto les costara la vida; y así lo hicieron, con gran determinación, aprovecharon la oscuridad de la noche y siendo ayudados por los niños y jóvenes que ellos catequizaban en sus “doctrinas”; el 1º de enero de 1525 iniciaron la religiosa destrucción en Texcoco y posteriormente continuaron en México, Tlaxcala y Guexozingo. De esta primera “batalla” contra los ídolos, fray Toribio de Benavente, Motolinia, nos ofrece interesantes noticias pormenorizadas: “Estábase la idolatría tan entera como antes, hasta que el primero día del año de 1525, que aquel año fue en domingo, en Tetzcoco, adonde había los más y mayores teocallis o templos del demonio, y más llenos de ídolos, y muy servidos de papas o ministros, la dicha noche tres frailes, desde las diez de la noche hasta que amanecía, espan-taron y ahuyentaron todos los que estaban en las casas y salas de los demo-nios; y aquel día después de misa se les hizo una plática, encareciendo mucho los homicidios, y mandándoles de parte de Dios, y del rey no hiciesen más la tal obra, si no que los castigarían según que Dios mandaba que los tales fuesen castigados. Esta fue la primera batalla dada a el demonio, y luego en México

6 G. De Mendieta, Historia Eclesiástica, op. cit., p. 219.

7 Ibidem, p. 227.

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y sus pueblos y derredores, y en Coauthiclan [Cuautitlan]”.8 Fray Gerónimo de Mendieta también reporta esta, para algunos, imprudente hazaña, para otros terrible momento, y para otros la más fiel misión: “Alabanza y alarido de alegría de los niños fieles, quedando los que no lo eran espantados y abobados, y quebradas las alas (como dicen) del corazón, viendo sus templos y dioses por el suelo”.9

Los franciscanos de la primera evangelización estaban convencidos de que era necesario implantar la fe cristiana sin ningún tipo de contaminación de lo que consideraban que pertenecía a los demonios que buscaban la perdición de los hombres. En esto no estaban dispuestos a admitir ningún tipo de adecua-ción o sincretismo, obviamente ellos no veían ni remotamente algo bueno en esos sanguinarios ídolos de piedra. Los franciscanos, hijos de su tiempo como decíamos, no estaban dispuestos a dar ninguna concesión, para ellos, la mentalidad religiosa del indígena estaba en el más craso error, y había sido presa fácil de los demonios.

No cabe duda de que este primer encuentro entre culturas tan religiosas fue fuerte, profundo y desgarrador; el trauma de la Conquista perduró, inevi-tablemente, entre los naturales, como lo expresa de manera magistral Miguel León-Portilla: “Quienes se tenían por invencibles, el pueblo del sol, el más poderoso de la América Media, tuvo que aceptar su derrota. Muertos los dioses, perdido el gobierno y el mando, la fama y la gloria, la experiencia de la Conquista significó algo más que tragedia, quedó clavada en el alma y su recuerdo pasó a ser un trauma”.10

Si bien, al inicio, los indígenas entregarían a sus hijas a los recién llegados “dioses”, fue poco el tiempo que invirtieron para darse cuenta de que no eran exactamente a quienes esperaban. El encuentro se transformó en un verdadero y tremendo choque, que produjo un ser nuevo en el suelo de este Nuevo Mundo: el mestizo. Es necesario percatarse de la gran valía de los seres humanos que surgieron de todo esto. Aunque despreciado, el mestizo había surgido y hacía patente la mezcla de razas, pueblos y culturas; era el resultado de uno de los encuentros más fuertes y esto daba sentido a todo su ser y favoreció el encuentro trascendental que se dará un poco más adelante,

8 T. De Benavente, Motolinia, Memoriales, op. cit., pp. 34-35.

9 G. de Mendieta, Historia Eclesiástica, op. cit., p. 228.

10 M. León-Portilla, El reverso de la conquista, Ed. J. Mortiz, México 1970, pp. 21-22.

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en 1531, con Santa María de Guadalupe, quien tomó como su propia iden-tidad a este ser mestizo, unidad de todos los seres humanos, como ya lo dijo el Papa Juan Pablo II: “Y América –declaró el Papa– que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido «en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evan-gelización perfectamente inculturada»”.11 Fue y continúa siendo realmente un encuentro con lo divino, con el verdadero Dios por quien se vive; un Dios que ha tomado la iniciativa de entregarse él mismo por medio de su Madre; una Niña mestiza que se ha hecho “nuestra”, una “morenita”, quien nos entrega a su Hijo, al Hijo de Dios, que se hace nuestro en Ella. Santa María de Guadalupe es nuestra Madre y viene para darnos todo su amor, su consuelo, su protección. Es Ella quien logra la conversión más grande y profunda en toda la historia de la Iglesia, como se confirmó por muchos, como el jesuita Francisco Javier Alegre; una conversión impresionante ante una situación simplemente imposible para los misioneros, que por cierto eran de lo mejor, pues tenían de frente una situación titánica que los superaba en todo y en mucho ¿Qué era este puñado de misioneros, no más de cuarenta antes de 1531, ante la descomunal obra misionera del Nuevo Mundo?, simplemente imposible y, sin embargo, del 1531 a 1537 se logra esta gran conversión (cerca de 9,000,000).

Pero volvamos a estos primeros pasos, ciertamente los misioneros fueron lo mejor de España, seres humanos extraordinarios que lo habían dejado todo para cumplir este fin en tierras desconocidas. Todo para evangelizar a sus hermanos que en el bautismo se reconocerían como tales. Misioneros que tratarían de la mejor manera posible la tarea de anunciar el Evangelio demo-liendo todo rastro de los ídolos adorados por los indígenas, destruyendo todo indicio de la antigua religión; sin dar tregua, sin aceptar absolutamente ningún otro tipo visión o aceptar a personas que pudieran tener creencias distintas a su fe católica, tal como ellos la concebían. Esta “intolerancia” como podría interpretar algún moderno, en el contexto histórico del siglo que les tocó vivir era en realidad “fidelidad”, y llegó al clímax al estar frente a unos pueblos que creían en muchos dioses. La idolatría en su visión era de lo más nefando y sanguinario; si bien, los misioneros llegaban a admirar la manera en cómo

11 PP. Juan Pablo II, Ecclesia in America, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1999, 11,

p. 20. También en AAS, 85/1993, p. 826.

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los indígenas les daban culto a estos ídolos, estos últimos eran simplemente personificación de Satanás.

Pero hay algo que resulta desastroso en esta misión, desgraciadamente muchos de los paisanos de los misioneros, que se decían católicos, daban un terrible testi-monio. Los mismos misioneros lo testificaban; como por ejemplo, fray Geró-nimo de Mendieta nos informa de la crueldad de algunos conquistadores que hacían de las suyas ya desde las islas del Caribe y de igual forma se comportaron al llegar a México, el franciscano nos informa de la manera en que ellos trataban de defender a los indios de las manos de los “católicos” y de la imposibilidad de evangelización teniendo esta clase de testimonios: “Fue de poco efecto lo que los frailes en aquellas islas hicieron -dice Mendieta-, a lo menos cuanto a la conservación de los naturales de ellas, porque estaban nuestros españoles tan señoreados de los miserables indios, y tan encarnizados en el servicio que les hacían de buscar y sacar oro, y de cultivarles sus granjerías, y edificarles sus casas, ingenios y cortijos, que no bastaba predicación evangélica, ni amonesta-ción cristiana, ni amenaza del infierno para sacárselos de entre manos, y que (siquiera) tuvieran algún descanso del continuo trabajo corporal que les daban, y algún tiempo para enseñarse en las cosas de nuestra santa fe católica, por lo que tocaba a sus ánimas”.12 Y más adelante dice: “ya los indios eran muy pocos, y los españoles de la isla estaban engolosinados en ellos, y tienen por ley infa-lible que se han de servir de ellos hasta que no quede alguno, así los hubieron de acabar todo”.13 El problema era tan grave, que llegaron al punto de intervenir exponiendo su propia vida ante tantos crímenes, violaciones, robos, esclavi-tudes, etcétera; que les valió golpes, vejaciones e incluso intentos de asesinato.

Los dominicos también fueron testigos de esta situación que destruía todo intento de conversión. Ellos llegaron un poco después, en 1526, y también al inicio se habían designado a doce, siempre teniendo en cuenta el modelo de los apóstoles de Jesús; sin embargo, la enfermedad y varias otras situaciones hicieron que sólo siete llegaran a México, de los que quedaron sólo tres, ya que cuatro se regresaron a España.

También estaban los sacerdotes diocesanos, que en realidad eran muy pocos e incluso algunos habían sido soldados y a otros sólo les interesaba enrique-cerse, con lo que la calidad brillaba por su ausencia.

12 G. De Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, op. cit., p. 39.

13 Ibidem, pp. 70-71.

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Si bien, la mayoría de los misioneros españoles trataban de ser buenos y honestos con su vocación, eran seres humanos con sus defectos y limi-taciones.14 Hubo algunos –los menos– que, como Sahagún, dedicaron un cuidado increíble, digno del mejor antropólogo moderno, a investigar a fondo el mundo indio; pero esto no nacía de ningún aprecio por él, sino todo lo contrario, del deseo explícito y declarado de mejor destruirlo: “El médico –explica al empezar su monumental obra– no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que primero conozca de qué humor o de qué causas procede la enfermedad [...] para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es saber cómo las usaban”.15 Actuaba, pues, como un capitán de comandos al estudiar minuciosamente los planos de las instalaciones enemigas: no para admirarlas o copiarlas, sino para mejor destruirlas. Y, aun así, ese interés por la cultura india pareció dema-siado a las autoridades religiosas y civiles, y acabaron prohibiéndolo y silen-ciándolo,16 y hasta suprimieron más tarde las iniciativas como el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado por el obispo fray Juan de Zumárraga y algunos franciscanos, en 1536, que intentaba lo opuesto, es decir, crear una élite india conocedora de la cultura hispana; pero esto fue el blanco del ataque de tantos españoles, como lo escribe el historiador Georges Baudot: “Desdichadamente, el colegio de Tlatelolco fue desde el principio víctima de las intrigas primero, y de hostilidad abierta después, de parte de los vecinos españoles, de los dominicos y del clero secular. Mal administrado además por sus propios alumnos, a quienes los franciscanos confiaban acaso dema-siada responsabilidad, resultó un fracaso y estaba al borde de la ruina en 1560, para conocer alrededor de 1572 un breve renacimiento sin mayores consecuencias. Las secuelas de ese fracaso fueron muy graves para todo el imperio de América, porque lo que se desmoronó fue toda una concepción de la finalidad de ese imperio”.17

14 Cfr. G. De Mendieta, Historia Eclesiástica, op. cit., p. 249.

15 B. De Sahagún, Historia General, op. cit., p. 17.

16 Sobre la censura a la obra de fray Bernardino de Sahagún, cfr. G. Baudot, La pugna franciscana

por México. Eds. Alianza Editorial Mexicana y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Col.

Los Noventa N° 36), México 1990, pp. 203-265.

17 G. Baudot, La vida cotidiana en la América Española en tiempos de Felipe II, Ed. FCE, México 1983,

pp. 313-314.

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Después de la conquista, los españoles tuvieron temor de que los indígenas se llegaran a rebelar y no se cansaban de buscar nuevas estrategias para defender lo que sería el más puro cristianismo. Los misioneros en esta nueva tierra creyeron encontrar circunstancias ideales para rescatar a millones de infieles –inesperadamente dóciles y buenos– que había que liberar de un paganismo tan diabólico como jamás lo había presenciado el mundo.

Así, los primeros evangelizadores, empezaron desde cero, con aciertos y fallas, con su celo impaciente por su misión, también los llevó a malentendidos garrafales, que los convertía al mismo tiempo en padres amados y amantes de sus evangelizados, y en los más implacables verdugos de su cultura.

Fray Julián Garcés, O. P., primer obispo de Tlaxcala, queriendo ser elogioso, en una carta, que por lo demás es maravillosa, entre muchas cosas buenas, escribe de los niños indios: “parece que les es natural la modestia y la compos-tura [...] si se les manda sentar, se sientan, y si estar de pie, se están, si arrodi-llar, se arrodillan [...] Nadie contradice, ni chista, ni se queja”.18 Y Motolinia: “Estos indios cuasi no tienen estorbo que les impida ganar el cielo [...] porque su vida se contenta con tan poco [...] No se desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados ni dignidades [...] Son pacientes, sufridos sobre manera, mansos como ovejas; nunca me acuerdo haber visto guardar injuria: humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no saben sino servir y trabajar”.19 Su pobreza ganaba a todos aquellos que en España, paradójicamente, se pudieran enorgullecer por su humildad, así lo declaraba el franciscano: “Y así cuando algún fraile viene de nuevo de Castilla, que allá era tenido por muy penitente y que hacía raya a los otros, venido acá es como río que entra a la mar [...] si miran los indios, verlos han paupérrima-mente vestidos y descalzos, las camas y moradas en extremo pobres, pues en la comida al más estrecho penitente exceden, de manera que no hallarán de que tener vanagloria ninguna”.20

Ante los frailes, pues, los indios experimentaban una ambivalencia dolo-rosa, viendo en ellos a adversarios fanáticos de su religión, tradición y

18 Carta del obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, OP, al Papa Paulo III. 1527, en M. León-Por-

tilla, et. al., Historia Documental de México, T. I, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas,

México 1974, p. 147.

19 T. de Benavente, Motolinia, Historia, op. cit., pp. 58-59.

20 Ibidem, p. 135.

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cultura que atacaban y destruían sin tratar de comprender ni apreciar nada, y, simultáneamente, a verdaderos padres que se entregaban incondicional-mente a ellos. Aunque el daño que hicieron en algunos aspectos fue total-mente involuntario, una cosa era cierta: su entrega a los indios no pueden negarla ni los historiadores más anticlericales; además, es un hecho que el don del Evangelio brilló en América gracias a estos entregados misioneros, como lo expresa el recordado Santo Padre, Juan Pablo II: “La grandeza del acontecimiento de la Encarnación y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en América invitan a responder a Cristo con una conversión personal más decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evangé-lica cada vez más generosa”.21

Primeros pasos en la Evangelización en México

Indudablemente fue un gran cambio el que sufrió la estructura indígena ante la Conquista Española, dando origen a un nuevo pueblo. En el siglo XVI, desde la óptica de los peninsulares de la época, se implantaba la organización estatal que por siglos se conocía y se operaba en España. Un ejemplo de esto eran las encomiendas, criticadas especialmente por fray Bartolomé de las Casas, pero sostenidas y mantenidas como el sistema para pacificar a los indios; se justi-ficaba este aparato estatal bajo la consigna de defender, amparar y proteger a los nativos de estas regiones, sin embargo, no escapó de prestarse a abusos del poder dominante y al final ser un aparato de esclavitud. A través de los documentos y de las fuentes de la época, se observa que siempre se vio al indio como libre, nuevo vasallo del rey, pero que, para la mentalidad Penin-sular de este tiempo, era preciso enseñarle a trabajar colectivamente y de una manera organizada; por lo que, en la práctica, realmente se esclavizaba y el encomendero se portaba brutalmente en contra de los nativos. Incluso se llegó a tal punto, especialmente en la Ciudad de México, que fueron estos conquistadores y encomenderos que maltrataban a los mismos misioneros e incluso trataron de asesinar al obispo fray Juan de Zumárraga. Ellos no querían ningún bautismo ni sacramentos para los indígenas, pues los confir-maba como seres humanos e incluso como hermanos de todo católico, y esto

21 PP. Juan Pablo II, Ecclesia in America, op. cit., p. 44.

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les quitaba la justificación para seguirlos tratando como paganos irredentos y así robarlos y esclavizarlos.

Mientras que los misioneros, en general, defendían al indígena como verda-dero ser humano y valoraban las cualidades que sobresalían en los indígenas, como ya veíamos, uno de los más profundos conocedores de la cultura indígena fue fray Bernardino de Sahagún, constató que los naturales de estas tierras se manejaban hábilmente en diferentes oficios y habló también del rigor en su formación, de la fuerte y profunda religiosidad y de la infraestructura militar de los dominadores del Anáhuac, un ejemplo de esto fue el hecho de que, sabiendo la estricta castidad que seguían los ministros del Calmecac, declaró el franciscano que los indígenas “son tenidos por indignos e inhábiles para el sacerdocio; y también porque la continencia o castidad que es necesaria a los sacerdotes, no son hábiles para guardarla, en especial los borrachos”.22

Desde los primeros momentos en los cuales la Iglesia se instalaba en tierra americana, y tomaba las riendas de la cultura y la formación evangélica de este Continente. E incluso buscó formar a nativos para que ellos mismos ayudaran en la formación de los de su misma raza.23

Se ideó la formación de algunos niños indígenas en tierra europea, “en 1526 se despachó una provisión real a fin de que en cada uno de los territorios ameri-canos se seleccionase cierto número de niños indios para ser enviados a la Penín-sula. A Cuba se asignaron doce niños, veinte a México, y así sucesivamente. Aunque los veinte mexicanos no fueron enviados –el Colegio de Santiago de Tlatelolco fue la causa– unos cincuenta niños llegaron a Sevilla a consecuencia de la mencionada provisión”;24 pero algo debió pasar con esta experiencia, pues al crearse la Provincia Dominicana en México (1532) “se determinó en capítulo no admitir a los estudios de la Orden ni a la profesión religiosa a los indios y a los mestizos”.25 Esta determinación fue ratificada por el Papa. Sólo se decía que todavía no eran maduros o aptos para el estado religioso.

22 Ibidem, p. 22.

23 Cfr. J. A. Llaguno, S. J., La personalidad jurídica del indio y el III Concilio Provincial Mexicano (1585),

Ensayo histórico-jurídico de los documentos originales. Dissertatio ad Lauream in Facultate Iuris

Canonici, Roma 1962, Ed. Porrúa, México 1963, p. 2.

24 J. B. Olaechea Labayen, El Clero indígena, en P. Borges, Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y

Filipinas, I, Ed BAC, Madrid 1992, p. 262.

25 Ibidem, p. 263.

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Así como los dominicos, las demás órdenes religiosas trataron de formar a los suyos en sus mismas casas. Se aceptaron algunos indígenas, y si bien, al inicio se pensaba en formar a religiosos de entre los nativos, terminaban por no aceptarlos. Los franciscanos también siguieron los pasos de los dominicos en este asunto, utilizaban algunos indígenas para realizar los trabajos más humildes y como intérpretes; sin embargo, se prohibió la admisión de indios y mestizos para tomar el hábito, y sólo se admitían para esas labores comunes.

Los religiosos pensaban que antes de pretender tener vocaciones nativas, se tenía que impulsar la educación y la catequesis. Al inicio fueron los francis-canos los fundadores de instituciones educativas para los naturales de estas regiones.

El Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, se había fundado ciertamente con la esperanza de que surgieran vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal. Sin embargo, el obispo de México, fray Juan de Zumárraga tuvo que infor-marle al emperador Carlos V, que los mejores alumnos se inclinaban por el matrimonio. Además, las críticas no se dejaron esperar, especialmente había una aversión en algunos círculos sociales españoles de que se formara a los indígenas.

Ante estas críticas reaccionó el franciscano fray Alfonso de Castro quien decía que los indígenas tenían vocación a la vida cristiana, y ésta debía ser plena, sin ocultarles los misterios de fe; se tenía el deber de complementar el estudio de las ciencias religiosas con la enseñanza de Artes Liberales. Se afir-maba que “tanto en el desarrollo del Colegio de Santiago de Tlatelolco como de la empresa de la formación del clero nativo en general se advierte la falta de unos propósitos firmes y tenaces de conseguir los objetivos propuestos”.26 Ciertamente tenía sus dificultades formar, para la vida cristiana, a quienes habían tenido que realizar un cambio tan brutal en sus concepciones reli-giosas, más todavía a quienes se pretendía formar para la vida sacerdotal.

En este tiempo la gran conversión seguía, ante la admiración, sorpresa e incredulidad de los evangelizadores, simplemente no entendían lo que estaba pasando, la conversión llegó a tal grado, que obligó a los misioneros a replan-tearse sobre la mejor manera de administrar los sacramentos a los indígenas y se buscó una guía segura consultando al Papa Pablo III, para conocer las soluciones que se pudieran dar a este caso sin precedentes; así que, mientras llegaban las

26 Ibidem, pp. 266-267.

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disposiciones de Roma, los frailes tuvieron que suspender momentáneamente la administración de los sacramentos a los indígenas; esto propició que los reli-giosos vieran testimonios de esta sorprendente y maravillosa conversión. Espe-cialmente cuando se despedía a los indígenas sin darles el sacramento, estos volvían a sus casas, “llorando y quejándose, y diciendo mil lástimas, que eran para quebrar los corazones, aunque fueran de piedra”.27 O como fray Toribio de Benavente, Motolinia, constataba: “En este mismo tiempo, también fueron muchos al Monasterio de Tlaxcallan a pedir el bautismo; y como se lo negaron, era la mayor lástima del mundo ver lo que hacían, y cómo lloraban, y cuán desconsolados estaban; y las cosas y lástimas que decían, tan bien dichas, que ponían gran compasión a quien los oía e hicieron llorar a muchos de los espa-ñoles que se hallaron presentes: viendo cómo muchos de ellos venían de tres y de cuatro jomadas, y era en tiempo de aguas, y venían pasando arroyos y ríos con mucho trabajo y peligro. Los sacerdotes que allí se hallaron, vista la importunación de estos indios, bautizaron los niños y los enfermos y algunos que no los podían echar de la Iglesia: porque en diciéndoles que no los podían barnizar, respondían: «pues de ninguna manera nos iremos, aunque sepamos que aquí nos tenemos de morir...»”.28 Finalmente, el Santo Padre dio un impor-tante documento, la bula “Sublimis Deus”, del 2 de junio de 1537, por la cual se declaraba que los indígenas eran capaces de recibir los sacramentos, como todo ser humano, y motivaba a no dejar de catequizar para que éstos pudieran ser conscientes de lo que eran y lo que recibían.

En 1539 la Junta Eclesiástica de México “aprobó nuevamente la admisión de los indios a las órdenes menores, para que colaborasen como sacristanes o catequistas, y afirmó su capacidad para ser consagrados sacerdotes cuando fuese el momento; no obstante, y para mayor seguridad, prefirió elevar sus puntos de vista al rey, para su ratificación”.29 Ya que concluían que se les había confiado el sacramento del bautismo, el cual no era menos que el sacerdocio. Esta forma de pensar todavía se mantenía cuando había ciertas expectativas y fundadas esperanzas en los frutos vocacionales del Colegio de Tlatelolco; pero la Junta Eclesiástica también fue cambiando de mentalidad, en la medida que el

27 G. De Mendieta, Historia Eclesiástica, p. 278.

28 T. De Benavente, Motolinia, Tratado II, op. cit., cap. 4.

29 J. I. Saranyana, A los quinientos años del bautismo de América, en AA.VV., Historia de la evangeli-

zación en América, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 1992, p. 789.

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fruto no se producía conforme a lo esperado. “La oposición sorda que desde un principio se levanta contra los que desean dar estudios superiores a los indios, proviene también, en parte, de la poca estima en que se tiene su capacidad inte-lectual y moral”.30

En la segunda mitad de siglo XVI se inició una profunda discusión sobre si convenía o no que los indígenas llegaran a ser sacerdotes. “Las razones que se dieron entonces para apartarlos del sacramento fueron: su inconstancia en la fe y su dificultad para vivir algunas exigencias morales del cristianismo”31, esta fue la forma de resumir el problema de parte del segundo arzobispo de México fray Alonso de Montúfar, en 1556. Se temía que no pudieran observar las obligaciones de los clérigos. No obstante, el III Concilio Provincial Mexi-cano que se realizó en 1585, consideraba posible su ordenación, con la condi-ción de que se cuidara mucho la selección de los candidatos.

Nuevos seres en el Nuevo Mundo

Otra situación que se tornaba más difícil sobre este mismo tema fue la condi-ción de los mestizos, quienes, en la pirámide social, eran los que se veían con un mayor desprecio, pues no eran queridos por los españoles ni por los indí-genas, ya que eran producto de guerra y violación. La nueva situación que se presentaba con este ser que había sido llamado mestizo, fue un reto para los legisladores, tanto religiosos como laicos. Los documentos a favor de ellos contrastan de manera drástica con los desplegados en contra suya. Se observó en toda la correspondencia, ordenamientos, determinaciones, leyes, este avance y retroceso, este estire y afloje; los argumentos eran teñidos de grandes contradicciones que reflejaban el nuevo estado de cosas, y que pedían una reflexión más sosegada de las mismas.

Otro ser creado en el Nuevo Mundo es el criollo, hijo nacido en América de padres españoles: se encontraba alejado de la tradición cristiana europea, en un escenario geográfico nuevo. Para ellos, no fue tan difícil el ser admitidos a las órdenes sagradas, era lógico pensar que por su sangre española no se presentarían grandes obstáculos para que llegaran a ser ministros de Dios;

30 J. A. Llaguno, S. J., La personalidad jurídica, op. cit., pp. 2-3.

31 J. I. Saranyana, A los quinientos años, op. cit., p. 789.

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sin embargo, no fue del todo plano el trayecto, ya que los intereses políticos y económicos también intervinieron de manera decisiva. Así pues, eran admi-tidos para ser presbíteros, aunque con un control más estricto que los penin-sulares, por lo que la criollización del episcopado fue tomando buen rumbo hasta que fue un hecho total, ya para el siglo XVIII.

Todavía en el siglo XVI, fray Bernardino de Sahagún fue quien presentó el perfil más exacto del criollo, “de aspecto español”, decía el fraile, pero “no lo es por condición”; los criollos abrazaron la fe cristiana de sus padres, “pues no les afectaban ni las máculas del mestizaje ni las dificultades de comunicación conceptual y sicología que hicieron de la conversión del elemento autóctono una de las obras maestras de la Iglesia, singularmente de la Iglesia española, en un proceso que se prolongó muy entrado el siglo XVIII”.32 Ciertamente, no siempre fue fácil para los criollos, ellos también tuvieron que vencer prejuicios sociales, primero para ser admitidos como colaboradores y posteriormente como rectores de la comunidad eclesial en la tarea evangelizadora. Cierta-mente al necesitar la Iglesia de evangelizadores “no existía otra alternativa que facilitar el acceso de los criollos a las órdenes sagradas”.33

Fueron los criollos quienes pusieron mucho empeño en la evangelización de su propia tierra; sin embargo, para los nacidos en la Península o que se encon-traban en Europa, no eran vistos con mucha estimación; los criollos no eran vistos inferiores por motivos del color de la piel, sino inferiores por motivos genéticos; se llegaba a creer que el clima era terrible para los que tenían la “desgracia” de nacer en el Nuevo Mundo, que en territorio telúrico se influía drásticamente en los genes de los nacidos en estas regiones; además, era visto como algo despreciable el que fueran alimentados por nodrizas indígenas.

Poco a poco los criollos llegaron a las dignidades, se fue encomendando a un clero que en su mayoría iba pasando de ser español a ser criollo y posteriormente indígena y mestizo; Iglesia que fue pasando de su fundación por misioneros mendicantes a su ser diocesano. No había ni mejores ni peores, como en cual-quier otra región del mundo, y bajo la respuesta a las circunstancias de los acon-tecimientos se formaron los grandes hombres tanto de grandes virtudes como de grandes defectos, forjadores iniciales, en un lugar importante del nacimiento

32 G. Lohmann Villena, Los criollos y la tarea evangelizadora, en AA.VV., Historia de la evangelización

de América, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 1992, p. 413.

33 Ibidem.

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de una nueva nación. Un clero de diversos orígenes que se fue distinguiendo en muchas labores evangelizadoras como en el ejercicio de la docencia, en la elaboración de catecismos, en las artes y vocabularios de lenguas autóctonas, en la construcción de edificios religiosos, y en la formación en el catolicismo una evangelización que contó con la primera discípula y misionera del amor de Dios, con la que incultura esta evangelización de manera perfecta, como lo señaló el Papa San Juan Pablo II, Santa María de Guadalupe.34 El Santo Padre confirmó: “«…Desde los orígenes –en su advocación de Guadalupe– María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión». “La apari-ción de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año de 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente…”.35

Las Juntas Eclesiásticas y los Concilios Provinciales de México

En 1524 tuvo lugar la Primera Junta Eclesiástica, apenas a tres años de la Conquista, después de pasar la época crítica de la terrible Primera Audiencia; en esta primera etapa de la evangelización, los misioneros fueron dando tono, como podían, a su misión, escogían o fundaban ciudades importantes y las zonas más pobladas funcionaban como centro de irradiación evangelizadora; era una evangelización con promoción humana y cultura cristiana, a pesar de los titánicos esfuerzos de los misioneros y un sinfín de problemas, sin embargo, el problema más serio al que se enfrentaron para que dicha evan-gelización progresara no fue tanto en los indios, sino en los mismos espa-ñoles, “los lugartenientes de Cortés, primero, y los miembros de la primera Audiencia, después, pusieron durísimamente a prueba el talento de los misio-neros. Tanto que los indios de Santiago Tlatelolco estaban confabulados para defender a los misioneros, si es que éstos no soportaban las intemperancias de los españoles que entonces detentaban el poder”.36 Las injusticias y la violencia

34 PP. Juan Pablo II, Ecclesia in America, op. cit., p. 20.

35 Ibidem, pp. 19-20.

36 C. Gutiérrez, Las juntas eclesiásticas de México y la evangelización (1520-1546), “Ecclesia”,

(6/1) enero-marzo 1992, pp. 4-5.

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a cada paso, hasta el punto que fray Toribio de Benavente, Motolinia, declaró: “Algunos pueblos, casi del todo se despoblaron, y otros se iban despoblando, si no se pusiera remedio en moderar los tributos, lo cual fue causa que los espa-ñoles se indignasen tanto contra los frailes, que estuvieron determinados de matar algunos de ellos, que les parecía que por su causa perdían el interés que sacaban de los pobres indios. Y estando por esta causa para dejar los frailes del todo la tierra y volverse a Castilla”.37 Y las cosas llegaron hasta pretender asesinar al obispo, fray Juan de Zumárraga,38 quien en respuesta excomulga a los miembros de la Primera Audiencia y lanza el entredicho a la Ciudad de México.

En 1532 cambió la situación, por lo que se organizó la segunda de las Juntas Eclesiásticas, apoyada por los cuatro oidores por el obispo de Concepción de la Vega, Sebastián Ramírez de Fuenleal, denominado Episcopus Sancti Dominici, en esta Junta trataron de poner en práctica las ordenanzas Reales respecto a la propagación de la fe y la defensa de los naturales; se consiguió un clima de paz y de progreso material y espiritual. Más tarde, en 1539 cuando se dio la tercera de las reuniones o Juntas Eclesiásticas se contaba con mayor experiencia, por lo que su influencia en la organización pastoral revistió una gran impor-tancia. En 1544, llegó a México Tello de Sandoval, teniendo como encargo el poner en vigor las “Leyes Nuevas”, por lo que una vez más se reunió el clero para reflexionar la oportunidad de exigir que se cumplieran estas leyes de la Corona, concluyendo en que por el momento no tenían que aplicarse de una manera drástica, sino que sería necesario esperar que la situación madurara para que estas Leyes tuvieran un mayor fruto. En 1546 hubo otra reunión eclesiástica, de la que sólo quedaron algunos fragmentos dispersos.

En un clima de paz se fueron desarrollando la mayoría de estas Juntas Eclesiásticas, las cuales fueron consolidando la Iglesia en México, en ellas se trataron los más diversos temas, como fueron las cuestiones prácticas para la evangelización, los obstáculos que tenían que quitar para poder lograr esta profundización de la fe en los indígenas. Entre los problemas más serios se encontraban las idolatrías, los sacrificios humanos que se realizaban en sus

37 T. De Benavente, Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España, Ed. Porrúa, (=Col. “Sepan

Cuantos…”, N° 129), México 2007, p. 194.

38 Cfr. J. García Icazbalceta, Don Fray Juan de Zumárraga, Ed. Espasa Calpe, (=Col. Austral N° 1106),

Argentina 1952, pp. 55-56.

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ritos, la poligamia, la embriaguez, etcétera, por lo que era necesario la forma-ción de Doctrinas, organizar las misiones y la evangelización diocesana, fomentar la catequesis, la fundación de escuelas y Universidades, la creación de hospitales, y de centros de ayuda social; “formación de niños catequistas, moderación de las relaciones entre indios y españoles, influjo catalizador de la formación de una nueva clase social y de una nueva nación, fundación de pueblos nuevos, formados con elementos españoles e indígenas”.39

Afrontaron todo un Mundo Nuevo, de la primera Junta de 1524 hasta la Junta de 1546; es decir, en un periodo de 22 años, los prelados y misioneros se reunieron una sola vez al año y en otras ocasiones varias veces, lo mismo sucedía con el contenido de las reuniones, porque en ocasiones era un solo tema, y en otras abordaban varios. “Las Juntas constituyeron una manifesta-ción permanente de evangelización y de la vitalidad de la obra misionera en la formación y consolidación progresiva de la nueva Iglesia. No eran reuniones de protocolo jurídico. Los problemas importantes estaban al orden del día y los participantes trabajaban directa y activamente en la obra misionera. La colaboración entre las autoridades eclesiásticas y civiles llegaba a un grado que actualmente nos sorprende. El influjo del poder real, en ambos sectores, resultaba determinante y se convirtió en un punto de convergencia para la resolución de los problemas y de apoyo a la labor misionera”.40

Esta labor comprendía de manera central la conversión de los indígenas; pero también percibían su profunda religiosidad, con ritos exigentes y sacri-ficios rituales que llegaban a ser desgarradores; además, los religiosos no descuidaban la racionalidad de los indígenas, ya que los consideraban seres humanos destinados para recibir el Evangelio. Inmediatamente se pusieron manos a la obra, y su celo misionero los llevó a desplegar una gran creatividad: teatro, danza, canto, pintura, música y todo lo que estaba a su alcance para dar el mensaje salvífico. Dos elementos fueron muy importantes: la introducción de la imprenta y el saber la lengua de los naturales. En cuanto a la imprenta era difícil abarcar el papel protagonista de este maravilloso invento, ya que fue un medio de la máxima importancia para la evangelización y la difusión de la cultura; en cuanto al segundo punto que era el conocer las lenguas indí-genas, era especialmente importante saber el Náhuatl y el Otomí, siempre se

39 Ibidem, p. 6.

40 Ibidem, p. 7.

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hacía mención de estos dos idiomas que eran los más extendidos. Era particu-larmente importante para la formación de los misioneros y de los sacerdotes diocesanos el tener en cuenta estos dos elementos. De momento los obispos y los religiosos trabajaban coordinadamente, más tarde surgirían choques entre ellos por varias circunstancias como la erección de México como Metropoli-tana independiente de Sevilla, la celebración del Concilio de Trento, la colabo-ración para el mantenimiento del Seminario Conciliar de México, etcétera.

Cuando se desarrolló el Primer Concilio Provincial Mexicano, en 1555, se intentó por primera vez dar consistencia y coherencia a determinaciones sobre la formación y catequesis de los naturales del Nuevo Mundo. Se descu-brió con un poco más de realismo lo que era el indígena; al mismo tiempo, el indio había dado algunos pasos iniciales para poderse adaptar al nuevo sistema de vida. Es de hacer notar que, para esta época, las generaciones que nacieron poco después de la Conquista ya eran adultas. Las Juntas eclesiales que se habían llevado a cabo algunos años antes sirvieron para dar una mayor claridad y enfoque en los temas que abordó este Concilio. Fueron los primeros intentos de organización eclesiástica en todos los ángulos: pastoral, social, legislativa, religiosa, etcétera, y que treinta años más tarde tomaría una forma más acabada en el III Concilio Provincial Mexicano en 1585.

Los colegios seguían actuando de manera continua dando educación y formación a la juventud de la Nueva España; los criollos y los indios poco a poco iban entrando en el esquema de vida de esta sociedad, incluso en su admisión para recibir las órdenes sagradas o vestir algún hábito; sin embargo, como decíamos, un nuevo ser inició un camino más difícil: el mestizo. Impor-tante para nuestro estudio, si tomamos en cuenta que el mestizo integraría la gran masa en todo el país y, por lo tanto, sería quien a la larga formaría la mayor parte de los habitantes de México y lógicamente de los seminaristas y sacerdotes.

Comentando la cuestión de la palabra mestizo, el P. Basilio Arrillaga S. J. decía sobre este término: “mestizo, aunque esta voz es genérica, denota a todos los que tienen mezclada su sangre o que proceden de individuos de diversas razas, pero en un sentido más estricto y usual se aplica esta denominación a los que proceden de padre español y madre india, o al revés; así como la de mulata, que pudiera significar a los que traen su origen de algún negro, aunque se hubiera mezclado con india, está aplicada a significar al que procede de las razas española y negra”.

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Según las estadísticas aproximativas con las que se contaban y que tocaban este aspecto de manera general; y además, tomando en cuenta que era difícil una precisión del todo exacta, Ángel Rosenbalt nos dio algunas pistas en su obra “La población indígena y el mestizaje en América”. Se puede decir que en 1570 existían aproximadamente 9,000,000 indígenas, 118,000 blancos, contando peninsulares y criollos; y unos 230,000 negros, mestizos y mulatos.

“Durante los siglos del dominio español se formó en torno de los mestizos la más envenenada atmósfera de prejuicios, expresada en fórmulas casi este-reotipadas, amargas e injuriosas”41, en el mestizo se contemplaba al ilegítimo, en esto consistía su condena, el ambiente social de su tiempo lo relegaba a lo más ínfimo; estos seres, según la sociedad de la época, eran criados por “una madre indígena ignorante y desvergonzada. Los mestizos vienen, entonces, a formar un grupo flotante, desarraigado, socialmente peligroso, lleno de taras, que ha de ser continuamente controlado”.42 Ya en 1549 se le excluía de las encomiendas y oficios reales públicos, no se le permitía por ley llevar armas, ni ser cacique, ni escribano, ni corregidor, ni alcalde mayor. Incluso algunos sacerdotes aseguraban que no se les podía confiar la catequesis.

El Primer Concilio Provincial Mexicano, de 1555, presidido por el arzo-bispo de México, fray Alonso de Montúfar, cuando la primera generación de mestizos ya contaba con cerca de treinta años, disponía que los mestizos, indio o mulato, no fueran admitidos al sacerdocio ministerial.43 A pesar de los informes contrastantes, y de las posturas con escasa información, la interven-ción de los Papas Pío V y Gregorio XIII ayudaría para que el mestizo pudiera encontrar puertas más abiertas si su pretensión era ser sacerdote, por medio de la expedición de dispensas, o facultando a los obispos para realizar estas

41 E. Cárdenas, S. J., Los mestizos hispanoamericanos como destinatarios del Evangelio, en AA.VV.,

Historia de la Evangelización de América, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 1992, p. 367. Hay

un grupo de historiadores que opinan que al mestizo no se le hizo este clima lleno de prejuicios,

que era bien visto tanto por los indígenas, como por los españoles; sin embargo, existe una gran

cantidad de documentación de la época, conservada en el Archivo General de Indias en Sevilla,

como también en el Archivo General de la Nación, en México, en donde se observa claramente

la fuerte discriminación que sufrieron los mestizos prácticamente en toda esta época.

42 E. Cárdenas, S. J., Los mestizos…, op. cit., p. 367.

43 Cfr. Ibidem [Ver Tejada y Ramiro, Colección..., V, pp. 149 y 554].

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dispensas; ya que en casos concretos, en algunos mestizos se encontraban grandes cualidades, pero su ilegitimidad daba pie a tramitar una dispensa con el Papa; a pesar de las leyes contradictorias, y del rechazo social, el Papa concedía estas dispensas necesarias para que los mestizos pudieran ser orde-nados sacerdotes o se les permitiera ser admitidos en alguna orden religiosa.44 “Pío V en 12 de enero de 1566 concedió a los obispos de Indias poder dispensar sobre la ilegitimidad”45.

Las altas autoridades de la Corona, como también de la Santa Sede, tuvieron acciones que eran ambiguas, o contradictorias; dependiendo, en gran medida, de los informes que les hacían llegar, por lo que su actuación hasta cierto punto desconcertaba. Por ejemplo el Papa “Gregorio III, por breve del 25 de enero de 1576, concedía a los Mestizos ilegítimos que pudieran ser ordenados de todas las órdenes, siempre y cuando tengan las cualidades exigidas por el concilio Tridentino”.46 Sin embargo, por otros informes que se recibieron de parte de las autoridades coloniales o de los misioneros reli-giosos, dicha determinación sería contrastada por otra serie de documentos pontificios; así, a lo largo del tiempo se formaría un cúmulo de información que se desplazaba entre la opinión de favorecer a los mestizos o de rele-garlos; especialmente por ser el resultado, en la mayoría de los casos, de una relación ilegítima.

En 1593, el virrey de la Nueva España, Luis de Velasco, opinaba sobre los mestizos que eran gente desocupada, que no querían trabajar, insolentes en contra de los indios como en contra de los españoles. Casi todos los penin-sulares tenían un pésimo concepto de sus propios hijos nacidos de las rela-ciones con indígenas. “Todos estos vapores, que intoxicaron durante tres siglos la opinión contra la población mestiza, se entendían producidos ante todo contra el mestizo ilegítimo. Es cierto que en 1604 el Consejo de Indias pidió a los gobernantes una nueva descripción geográfica de Indias, en cuyas observaciones indicaba que a los mestizos se los equiparara con los españoles,

44 En el Archivo Secreto Vaticano, en la Sección de Breves hay registrados varios documentos en

donde se dispensaba a los ilegítimos de nacimiento para que pudieran ser ordenados sacerdotes

o tomar el hábito de alguna orden religiosa.

45 E. Cárdenas, S. J., Los mestizos…, op. cit., p. 374.

46 J. De Martín Rivera, La vida cotidiana de la cristiandad americana, en E. Dussel, et. al., Historia

General de la Iglesia en América Latina, Eds. Paulinas y Sígueme, México 1984, p. 121.

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pero la orgullosa sociedad blanca se empeñó en marcarlos inexorablemente con el hierro de la ilegitimidad”.47

Algunos obispos de América como los obispos de Panamá, Huamanga y Popoyán, hablaban del color oscuro de los mestizos y que esto sería causa de rechazo y de desprecio, por lo que se oponían a su ordenación sacerdotal. Otros prelados, en cambio; no le concedían a esto mayor problema y orde-naban sacerdotes mestizos, pues no contaban con eclesiásticos que pudieran hablar la lengua aborigen. Además, no existían especificaciones legales claras que pudieran ser directivas. Sólo se resaltaban los puntos que parecían más negativos. Afortunadamente esta serie de obispos pudieron ir encauzando la dignidad de los mestizos brindándoles espacios para su desarrollo. Por ejemplo, en México se fundaron algunos colegios que eran para mestizos como el de San Juan de Letrán, previniendo que si no se daba formación a este grupo de personas, estos iban a caer en la vagancia y serían un peligro para la sociedad entera, por lo que se mandaba se continuara con procurarles una buena educación; la Corona española confirmaba y aprobaba lo anterior, el 8 de septiembre de 1557, en esta cédula real se hablaba de la necesidad de su educación; en el mismo tono también se expresaba en la Ley XIV declarando que se debían guardar las ordenanzas del Colegio de los niños pobres de México, y motivaba para que fuera bien administrado. “En la Ciudad de México –decía el rey– está fundado un Colegio, donde se recogen muchos niños pobres Mestizos, y se les enseña la doctrina cristiana y buenas costumbres, procurando que no se críen viciosos y vagabundos. Y porque le hemos hecho algunas mercedes y es nuestra voluntad, que esta obra se continúe y aumente cuanto fuere posible, mandamos a los virreyes de la Nueva España, que hagan guardar las Ordenanzas dadas a este Colegio el año de mil quinientos y cincuenta y siete, y tengan parti-cular cuidado de avisarnos el estado en que se halla, y si los que en él concu-rren aprovechan en buena doctrina y costumbres, y reconociendo alguna falta, o descuido, lo remedien y hagan recoger todos cuantos niños Mestizos hubiere, y ordenen se tomen la cuenta a los que la debieren dar de lo que se ha distri-buido, y con qué órdenes, y cobren los alcances, y lo gasten en lo más necesario y provechoso al Colegio”.48 Todavía el rey culminó esta ordenanza, señalando

47 E. Cárdenas, S. J., Los mestizos…, op. cit., p. 370.

48 F. De Icaza Dufour (coord.), Recopilación de las Leyes de los reinos de las Indias. 1681, Ed. Porrúa,

México 1987, p. 123.

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la necesidad de educar también a las niñas mestizas, por lo que mandaba la construcción de una casa donde las cuidaran.

Poco a poco se impulsó el paso del tiempo y los mestizos fueron ganando más espacios, especialmente después de la Independencia. El mestizo fue logrando también abrirse caminos en los ambientes eclesiásticos; “el aspecto en que más tuvo que ver la legislación con los mestizos fue, sin duda, el de su promoción al sacerdocio”.49 Como hemos dicho, en las legislaciones de la época, se observaban varias contradicciones y limitaciones, por lo que la llegada al sacerdocio de parte de los mestizos siempre presentó varias dificultades. En ocasiones, la Corona era contraria a la ordenación de los mestizos, en otras animaba y motivaba, y en otros documentos nuevamente prohibía.

Por otro lado, mientras la Santa Sede enviaba dos Breves pontificios en los años 1571 y 1574 por los que se concedía a los prelados de las Indias que podían dispensar a los ilegítimos y mestizos, que supieran las lenguas autóctonas y fueran confirmadas como personas idóneas para ser ordenadas sacerdotes, especialmente para dar la doctrina a los indios. Pero el rey no estaba de acuerdo, máxime que aquí también entraba la cuestión del Regio Patronato, que hacía más complicadas las cosas; pues el rey se sentía herido en su orgullo, por lo que otra cédula real llegaba puntual para ir en contra de las disposiciones pontificias, en 1575, condenando la postura de dispensar a los mestizos. Mientras el rey continuaba lanzando cédulas que prohi-bían la ordenación de los mestizos, como otra fechada en enero de 1576; al mismo tiempo el Papa continuaba su orientación de poder dispensar de todo obstáculos para que los mestizos pudieran ser sacerdotes, ahora daba su breve Nuper ad Nos del 25 de enero de 1576, en donde otorga facultades a los obispos de Indias para dispensar de la ilegitimidad a los criollos y a los mestizos, nuevamente bajo la condición de su idoneidad y que supieran las lenguas indígenas.

El rey seguía empecinado en no admitir mestizos para el sacerdocio, así lo hizo saber nuevamente al obispo de Cuzco en 1577, y en 1578 a todos los demás obispos de las Indias; en cédula del 2 de diciembre de 1578 dirigida al arzobispo de Perú, Felipe II le ordenaba que a los mestizos no se les diera órdenes hasta nuevo aviso. Pero esta última ley por la que prohibía ordenar a los

49 E. Cárdenas, S. J., Los mestizos…, op. cit., p. 372.

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mestizos fue también revocada. En efecto, mientras que en la Nueva España se celebró el III Concilio Provincial Mexicano, en 1585, y se dio una luz para que llegaran a ordenarse sacerdotes los indios y los mestizos, como veremos más adelante; la Ley VIII, Tit. VII, Lib. I de la Recopilación de las Leyes de Indias, dada por Felipe II, el 31 de agosto de 1588, declaraba que los prelados podían ordenar sacerdotes a los mestizos, aunque fueran ilegítimos, pero buscando su autorización y su dispensa; y también, siempre y cuando concurrieran en ellos las cualidades y circunstancia necesarias; así que si algún mestizo quería llegar a ser religioso, podría serlo e incluso hasta ascender a los puestos eclesiásticos o seculares, gubernativos, públicos y de guerra. Evidentemente, por la falta de preparación y por la práctica separación que existía entre peninsulares, criollos, indios y mestizos, el que estos últimos llegaran a ser los primeros era verdade-ramente excepcional.

Algunos obispos declaraban que el mestizaje en sí no era impedimento; sin embargo, otros eran de la opinión de que ser mestizo era un “vicio”; incluso, que la mancha de los mulatos todavía era más fea; y que la mancha del mestizo y del mulato era imborrable. El juego político también formaba parte de la situación adversa en contra de los mestizos o mulatos. La estructura ecle-sial no era la excepción; al querer monopolizar los puestos altos dentro de la Iglesia, se esgrimía lo de la pureza de sangre, poniéndolo como argumento para poderse colocar en el poder. “El mestizo no pareció a la sociedad de aque-llos tiempos ni del todo limpio de sangre ni garante de un ejercicio digno del sacerdocio”.50

La nueva cristiandad sufría el problema del hecho de que no se ordenaran sacerdotes a los mestizos, “con los consecuentes prejuicios que impidieron un crecimiento proporcionado de la Iglesia con las demás instituciones, cuyo desarrollo y madurez se integraron con los diversos elementos raciales de la sociedad novohispana”.51 Sin embargo, en la realidad práctica, varios obispos no hacían demasiado caso a las cédulas reales; cuando un notario o escribano real se las transmitía, ellos la tomaban, se la ponían en la cabeza y juraban obediencia, mano en pecho, y la besaban; pero de igual forma se guiaban más por el criterio y las necesidades evangelizadoras y seguían orde-nando sacerdotes de origen indígena y mestizo. Sea por defender su posición

50 Ibidem, p. 374.

51 J. De Martín Rivera, La vida cotidiana, op. cit., p. 121.

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de autoridad, sea por la necesidad de evangelizar a los pobladores de estas tierras en su lengua nativa, sea que el número de mestizos iba aumentando y ganando espacios; el hecho era que los mestizos fueron ordenándose sacer-dotes.

Así, entre crecimientos desgarradores, la Iglesia fue creciendo en este Nuevo Mundo.

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El concepto de la evangelización

Pbro. Lic. Armando González Escoto

Universidad del Valle de Atemajac

Luego de veinte siglos de experiencia cristiana, el concepto de evangeliza-ción ha sido frecuentemente examinado, sobre todo en la última centuria.

Si en el principio evangelizar era simple y llanamente anunciar que Jesús era el Mesías, las circunstancias del tiempo y de la diversidad de culturas y condi-ciones que ha enfrentado este anuncio explica su evolución y también sus cuestionamientos.

A tenor de estos hechos en la edad contemporánea se ha hablado acerca de un concepto de evangelización vertical y de otro horizontal, de conceptos de evangelización ideologizados, moralizantes, adoctrinadores, o incluso colonia-listas. Por evangelización vertical o angelista se entiende un trabajo pastoral exclusivamente orientado a la salvación de las almas, totalmente al margen de las condiciones sociales en que esas almas están encarnadas, en tanto que un concepto horizontal solamente vería por la redención de las condiciones políticas y económicas de las personas sin una implicación trascendente, espi-ritual. Un concepto de la evangelización ideologizada estaría contaminada por los intereses temporales de las instituciones implicadas, tanto religiosas como políticas, de la misma forma en que una ideologización histórica de la evan-gelización originaria distorsionaría los hechos reales en favor de los intereses o las interpretaciones del momento presente. La evangelización moralizante sería aquella que busca solamente cambiar los principios morales y éticos de una sociedad para que sean acordes al contenido evangélico, sea por la persua-sión sea por la promulgación de códigos civiles obligantes para todos. La evan-gelización adoctrinadora sería aquella que pretende cambiar las creencias mentales, no necesariamente las actitudes o las experiencias religiosas. De

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evangelización colonialista han sido tachadas todas aquellas acciones que, al menos en apariencia, solamente perseguían favorecer el expansionismo de las potencias occidentales sobre el resto del planeta.

Desde luego que los procesos de evangelización que ha desarrollado la Iglesia a lo largo de los siglos han evolucionado tanto en orden a su propio anuncio, como a tenor de las circunstancias históricas en que se han dado. El concepto primigenio de la evangelización era simplemente anunciar a los judíos que Jesús era el Mesías prometido, pero este anuncio no era inteligible para griegos y romanos que no esperaban ningún mesías, de ahí que el anuncio primigenio debió de explicitarse más, debía por una parte ser el anuncio del único y verdadero Dios, pero también el anuncio del Dios de la misericordia que redime y salva.

El kerigma era ahora anunciar el amor de Dios que tanto amó al mundo que nos dio a su único Hijo, es decir, anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Este anuncio que no solamente habla del Dios descen-dente, sino que implica al ser humano llamado a responder, a encontrase con Él, exige entonces de la comprensión mental, de la experiencia existencial, del seguimiento, es decir, de un proceso. Aquellos que se sienten atraídos por este anuncio quieren luego conocer más, lo cual les puede llevar a un camino de conversión, es decir, conversión de sus conceptos religiosos previos, conver-sión en relación a sus pecados, conversión en orden a ser personas nuevas, modificando actitudes, pensamientos y sentimientos a fin de que todo se encauce por el sendero de la imitación de Cristo.

En efecto, Cristo no solamente nos redime en el sentido del perdón del pecado original y de los pecados, sino que además nos comunica su gracia a fin de que podamos vivir de otro modo y así logremos salvarnos. Evange-lizar es entonces anunciar tanto la redención como la vida nueva que nos conduce a la salvación, si la persona acepta el mensaje que se le dirige entra en un camino de conversión de variada duración, pues no solamente debe reconocer al Mesías como su salvador, sino que debe reconocerse a sí mismo como necesitado de la salvación, lo cual le lleva en efecto a una entrega total, a una experiencia de conversión en la cual experimenta el amor mise-ricordioso de Dios. A partir de ese momento inicia una etapa de esfuerzo, de compromiso para comprender y vivir de acuerdo a la fe asumida cuyo culmen es precisamente el bautismo. ¿Es así como se entendía la evangeliza-ción en el siglo XVI?

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La Iglesia del siglo XVI era fruto de un largo proceso de endogamia cris-tiana. Separada de la cristiandad oriental desde el año 1054, se había concen-trado en Europa, una Europa cercada por el mundo musulmán desde el Asia Menor hasta España. La idea que aquellos cristianos tenían era justamente la del confinamiento; hasta la ápoca de san Francisco a nadie se le había ocurrido la posibilidad de anunciar el Evangelio a los musulmanes, tampoco lo iban a hacer con los ortodoxos griegos, pues ya eran cristianos; más allá de estas fronteras religiosas sólo existía un océano inmenso que terminaba en profundos abismos, o si la mirada se remontaba hacia el oriente, topaban con China, imperio remoto cuyo acceso era igualmente obstruido por el imperio musulmán. En consecuencia los europeos se dedican a crecer internamente, a generar un universo plenamente cristiano cuyas cumbres medievales han sido una de las mayores glorias de la cristiandad en todos los ámbitos. Inevita-blemente la Iglesia había perdido su carácter misionero y se miraba más como una institución educativa que evangelizadora, toda vez que ya todos se consi-deraban cristianos. Más que anunciarse, la fe se transmitía de una generación a otra en el ámbito familiar y social; el ambiente cultural predominantemente cristiano hacía el resto, respaldado y sostenido por legislaciones políticas que garantizaban el que todo mundo creyera y viviera de acuerdo a la doctrina cristiana. Más que una evangelización lo que existía era una catequesis más o menos eventual; de tiempo en tiempo se daban igualmente predicaciones populares en favor de la moral y las buenas costumbres, o en lucha contra los indicios de herejías o supersticiones.

A lo largo del siglo XIII se le ofrece a la catolicidad la oportunidad de ser nuevamente misionera, sea en los territorios propiamente mongoles, que cuando los mongoles ocuparon China estableciendo la dinastía Yuan, dinastía que ofreció a la Iglesia la oportunidad de anunciar en China el Evangelio con el apoyo del Estado. Fueron muchos los misioneros enviados por los pontífices de la época hasta la lejana Catay, en un momento de transición política que abría las puertas a la fe cristiana católica, ya que cristianos nestorianos los había habido desde el siglo VII en esas regiones. Kublai Kan en efecto pide al papa le envíe cien eruditos que los ilustren en la ciencia y en la fe del occi-dente. La caída de la dinastía, la recuperación del Islam y la presión nestoriana acabaron finalmente con estos intentos y con los frutos que comenzaban a darse. No obstante debemos observar que muchas de esas conversiones sobre todo en las estepas de Mongolia, siguieron el camino tribal, es decir, si se

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convierte a la esposa del líder, el líder se convertirá también, y con el líder se convertirá también toda la tribu; ¿Qué tipo de conversión? Habría que pensar que la de los líderes era más o menos confiable, pero no así la de la tribu. De cualquier manera era de este modo que habían funcionado muchas veces las misiones entre los pueblos galos y germánicos. Para fines del siglo XIV aque-llas misiones católicas del extremo oriente quedaban en el olvido.1

Posteriormente, en España, triunfaba la reconquista el año de 1492. Musul-manes y judíos no fueron expulsados de inmediato, se les dieron 70 años de plazo para dejar España o convertirse a la fe cristiana. Esta disposición plan-teaba nuevamente la cuestión misional ¿Quiénes estaban capacitados para evangelizar a unos y otros? Aún más, ¿quiénes conocían el idioma hebreo o el árabe para poder ir a fondo en la predicación?, ¿con cuáles métodos, con cuáles modos? Este era luego de muchos años el gran reto para una Iglesia que había perdido la práctica evangelizadora. En ese mismo año, pero diez meses después, se descubre América.

Cuando los cristianos comienzan a llegar al “nuevo mundo” advierten que sus habitantes originarios creen y siguen otras religiones, y mucho se admiran de la extendida costumbre de realizar sacrificios humanos.2 Son muy cons-cientes de que estas comunidades están bastante bien identificadas con sus creencias, pero sienten la imperiosa necesidad de anunciarles su propia fe cristiana, incluso la tentación no siempre ahuyentada, de imponérselas.3 Por su parte los indígenas no estaban como esperando a ver quién llegaba de donde fuera para decirles cuál era la verdadera religión o el verdadero Dios, como elocuentemente lo refiere Bernal a propósito de los caciques de Cempoala… “Y todos los caciques, papas y principales respondieron que no les estaba bien dejar sus ídolos y sacrificios, y que aquellos sus dioses les daban buena salud y buenas cementeras y todo lo que habían menester…”.4 A los caciques de Tlax-cala, les habla diciendo que el rey de España lo ha enviado para que “…quiten sus ídolos y que no sacrifiquen ni maten más hombres ni hagan otras torpe-dades malas que suelen hacer, y crean en lo que nosotros creemos que es un

1 H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, tomo IV, Herder, Barcelona 1972, p. 631.

2 H. Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México 1976, p. 22 y ss.

3 B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, tomo I, Del Valle de

México, México 1976, p. 182.

4 Ibidem, p. 181.

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solo Dios verdadero. Y se les dijo otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe… y se les mostró una imagen de Nuestra Señora con su hijo precioso en los brazos…” ante la propuesta evangelizadora que les hace Cortés responderán con la misma tónica si bien dando esperanzas a futuro:

Malinche, ya te hemos entendido antes de ahora, y bien creemos que ese vuestro

Dios y esa gran señora que son muy buenos. Mas mira, ahora veniste a estas nues-

tras casas; el tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas

y veremos cómo son y haremos lo que sea bueno. ¿Cómo quieres que dejemos

nuestros teules que, desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses, y

les han adorado y sacrificado? Ya que nosotros, que somos viejos, porte complacer

lo quisiésemos hacer, ¿qué dirán todos nuestros papas y todos los vecinos y mozos

y niños de esta provincia, sino levantarse contra nosotros?5

Estos cristianos del siglo XVI que llegan a lo que hoy es el territorio mexicano ya desde 1518 son en su mayoría laicos y todos incluyen la preocupación reli-giosa entre sus variadas intenciones. Debemos advertir ya desde ahora que los primeros “evangelizadores” de nuestra región fueron mayoritariamente laicos, y que el primero de ellos fue sin lugar a dudas Hernán Cortés, por más que entendiera la evangelización muy a su manera, o si se quiere, al modo en que se había entendido en las últimas centurias cristianas,6 particularmente en España, donde la fe debió ser defendida por una resistencia de siete siglos, y numerosas batallas.

En efecto, este joven capitán español hacía erigir enormes cruces por donde-quiera que pasaba, les hablaba a los indígenas de la fe cristiana por medio de sus intérpretes y si se podía, convertía templos paganos en ermitas para las imágenes marianas que portaba. Sus carpinteros en el entretanto fabricaban las cruces, muchas de ellas con madera de ceibas.

En el principio pensaban que bastaba con decirles a los indígenas que la reli-gión que practicaban era falsa para que estos enseguida la dejaran y abrazaran la nueva creencia; no era tan fácil. No lo era ni aún con aquellos cuya reli-gión atravesaba todavía por etapas primitivas, menos aún cuando enfrenten acerbos religiosos bastante bien consolidados y evolucionados. Con Cortés

5 Ibidem, p. 263.

6 Ibidem, p. 102.

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venía un capellán del clero diocesano y un fraile jerónimo. El Capellán cele-braba y confesaba a los españoles, mientras que el fraile trataba de contener los ímpetus “evangelizadores” del capitán, cuando este trataba de imponer lo nuevo y destruir materialmente lo ajeno.

Luego de ganada la guerra a los aztecas, en 1521, nació el primer estado polí-tico territorial que precedió al actual estado mexicano. Era la Nueva España, un reino adjudicado a la corona del imperio español, y por lo tanto a un estado confesional donde solamente debía practicarse la fe católica con exclusión de cualquier otra religión. Sin embargo esta norma tan apreciada y novedosa en España, no podía ser simplemente aplicada en la Nueva España, ya que en ella habitaban numerosas poblaciones que jamás habían tenido noticia del cris-tianismo, se hacía necesario primeramente evangelizar. ¿Tenía la Iglesia de ese momento personal capacitado para las misiones? Ciertamente no. Encargó la tarea no a misioneros específicamente capacitados, sino a misioneros que garantizaban un estilo de vida rigurosamente cristiano, condición desde luego fundamental para el que busca ser un evangelizador genuino, por más que el concepto de lo que era evangelizar tuviera las características que se han señalado.

Para cumplir con esta tarea comenzaron a llegar frailes franciscanos con la encomienda de misionar a la múltiple, variada y dispersa población de un territorio cercano a los cuatro millones de kilómetros cuadrados en lo que se refiere a límites más o menos conocidos o percibidos DE AQUELLA Nueva España. Posteriormente llegaron también frailes dominicos y agustinos.

Hay que notar que la motivación que los traía era tanto anunciar la fe cris-tiana como evitar que tantas almas se perdieran si morían sin bautizo, preo-cupación que habían alentado tanto el Concilio de Lyon de 1274, como el de Florencia de 1438, al determinar que morir en el sólo pecado original, impedía alcanzar el cielo. En este punto es indispensable detenernos.

La comprensión cristiana que en el siglo XVI se tenía del bautismo era muy literal con respecto a su interpretación bíblica. La Escritura en efecto dice que “el que crea y se bautice se salvará y el que no crea se condenará” (Mc 16, 14-16). Pero como casi desde los orígenes de la cristiandad se había introducido la costumbre de bautizar niños aún sin el uso de razón, su “creer futuro” era garantizado por padres y padrinos que habían atravesado por un proceso de conversión y de catecumenado muy bien estructurado. Bautizar a los hijos de estos cristianos aseguraba el que los niños quedasen libres del

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pecado original incorporándose a la Iglesia y a todas las gracias que con ello se reciben, sobre todo el que se salvarían por haber sido bautizados en el caso de que muriesen en la infancia. Morir sin bautismo era pues una preocupación que todo cristiano buscaba alejar de su perspectiva existencial, ya que equi-valía a condenarse. Esta percepción pesaba ampliamente entre laicos, clérigos y religiosos del siglo XVI, de ahí que particularmente los franciscanos prodi-garan el bautismo ante la más mínima señal de fe por parte de los indígenas, lo cual solía conllevar el bautismo también de sus hijos. Por supuesto que bautizar no era necesariamente evangelizar. Pronto hubo numerosos indí-genas bautizados, pero no evangelizados,7 situación que los misioneros justi-ficaban afirmando que una vez bautizados se aseguraba su salvación, mientras que la evangelización, que es un proceso largo, podría venir posteriormente. Es significativo que la polémica que se dio entre los misioneros acerca del bautismo no tuviese que ver tanto con la preparación previa, sino con el hecho de los ritos, es decir, los franciscanos solían abreviarlos, cosa que a los agus-tinos no les pareció correcto.8

Existen numerosos testimonios sobre este asunto, también acerca de la manera en que los propios indígenas ubicados sobre el eje volcánico trans-versal interpretaban el bautismo; para los indígenas del occidente, levan-tados en armas en 1540 contra la presencia española, el bautismo era algo que podía quitarse raspando con una piedra la cabeza del bautizado hasta hacerla sangrar.9 Para la mayoría de los habitantes originarios que en ocasiones acudían en masa a solicitar el bautismo, este tenía la virtud de otorgar a quien lo recibía la misma fuerza y poder que tenían los españoles. Cuando esta especie se divulgó entre las comunidades, caciques y pueblos buscaban la manera de obtenerlo no una sino hasta varias veces, sobre todo cuando los resultados mágicos que esperaban no ocurrían, situación que se dio por muchos años pese al trabajo de los misioneros, o como consecuencia de una inadecuada o difícil explicación del contenido de la fe para personas que vivían en universos culturales distintos, algunos hasta primitivos. Se dieron también casos de indígenas que sin haber sido bautizados se acercaban a los

7 E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina, Nova Terra, Barcelona 1974, p. 130.

8 F. T. Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España, Porrúa, México 1984, p. 86.

9 M. Mota Padilla, Historia de la Nueva Galicia, Talleres de Gallardo y Álvarez del Castillo, Guada-

lajara, México 1952, p. 162.

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sacramentos, inicialmente los de la confesión y el matrimonio, cuando se les interrogaba al respecto decían estar bautizados con el fin de obtener el nuevo sacramento que solicitaban, después se averiguaba que no era cierto.

Una cosa empero se debe advertir, el concepto de evangelización que tenían los misioneros seguramente arrastraba las limitaciones de la época, como se ha ya mencionado, pero incluía de manera íntegra la defensa y promoción de los habitantes originarios de estas tierras, y en ese sentido era un concepto profundamente cristiano, que incluía lo vertical y lo horizontal sin disocia-ción de ningún tipo. Los misioneros no solamente predicaron la fe, la hicieron vida y la demostraron permanentemente lo mismo en España que ante Roma o en América declarándose todo el tiempo en favor de la población indígena, luchando denodadamente para que las leyes españolas reconocieran sus dere-chos, su dignidad como personas, su capacidad racional, sus cualidades y sus posibilidades tanto para la fe como para la educación al nivel de los europeos.10

Llama igualmente la atención el modo en que autores contemporáneos han justificado algunas de las deficiencias observadas en el estilo misional, afirmando que los misioneros ni se precipitaban en bautizar ni tampoco se negaban a hacerlo cuando eran apremiados a ello por los propios naturales, si bien les daban previamente una mínima instrucción. Cuando hablan de una “mínima instrucción” antes que un largo catecumenado uno se pregunta: ¿y con esa mínima instrucción se aseguraba el que los indígenas tuviesen una comprensión suficiente de la fe? Además, era una instrucción dada o en caste-llano con traductores indígenas, o en el idioma de los bautizandos, hablada con las dificultades propias del que apenas la está aprendiendo; no obstante dirán algunos historiadores actuales, gracias a esos métodos pronto hubo una Iglesia mexicana con numerosos fieles.11 Ya en su momento fray Diego de Valades había igualmente defendido los métodos y los frutos no sin cierto apasionamiento,12 actitud explicable pues tendían a pensar que las críticas a los resultados eran críticas a sus personas, a sus métodos y en consecuencia una manera de subestimar el esfuerzo sin lugar a dudas ingente que los misio-neros realizaban.

10 M. León-Portilla, A. Barrera Vázquez, M. de C. Romero Frizzi, et. al., Historia Documental de

México, UNAM, México 1974, p. 147.

11 R. Ricard, La conquista espiritual de México, FCE, México 1995, p. 179.

12 M. León-Portilla, et. al., op. cit., p. 156 y ss.

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El asunto es que a quienes ya habían sido bautizados, con esa mínima instruc-ción, no se les podía negar el bautismo de sus hijos, por más que la preparación que habían recibido los padres no fuese garantía de una fe bien comprendida y aceptada, y ellos precisamente deberían luego transmitirla a sus hijos, con el resultado de generarse una cristiandad indígena no siempre confiable.13 Algunos autores han insistido en el tema de la llamada “religión mixta” o del “sincretismo”, como consecuencia de estas deficiencias en la obra misional, pero de igual manera autores de mayor objetividad han podido demostrar la falsedad de esos juicios, particularmente cuando se habla de que el sincretismo hubiese sido incluso parte de la intencionalidad misional, asunto por completo descartado como bien lo ha demostrado Enrique Dussel;14 los diversos casos de sincretismo que obviamente se dieron tuvieron otras causas.

Profundizar más en esta cuestión requiere detenernos nuevamente a analizar el concepto evangelizador de los misioneros en su relación al universo cultural que enfrentaban, es decir, de qué manera se planteó el evangelizador frente al acervo religioso de la sociedad que debía evangelizar. Jesús, frente a la religión de Israel no actúa como el demoledor, sino como aquel que da plenitud y cumplimiento; ¿deberán los evangelizadores posteriores actuar así frente a otras religiones? Sin duda se trata de un debate que ha durado siglos y que comienza sobre todo cuando la cristiandad se encuentra con las religiones del mundo mediterráneo. ¿Qué sí del judaísmo se debe pedir a los creyentes que provienen de la cultura griega, y qué no? ¿Qué sí se debe aceptar de ese mismo espacio cultural en la cristiandad y qué no? Las tendencias perma-nentes han sido tanto la llamada “tabula rasa”, es decir, abandonar, eliminar, suprimir todo cuanto tenga que ver con la religión precedente, o “inculturar”, es decir, hacer un discernimiento acerca de qué elementos de esa anterior religión se pueden asumir en la fe cristiana y qué elementos se deben defi-nitivamente abandonar. Esta postura no es meramente pragmática, nace de una reflexión teológica fortalecida por san Justino, durante el siglo segundo, y que posteriormente será aplicada una y otra vez en la evangelización de los pueblos germánicos. Para san Justino, como para san Pablo, la acción de Dios ha estado presente en todos los pueblos de la tierra diseminando lo que Justino llama “semillas del Verbo”, presentes en todas las culturas, y que el

13 H. Thomas, La conquista de México, Patria, México 1995, p. 646.

14 E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina, Nova Terra, Barcelona 1974, p. 122.

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evangelizador debe buscar, identificar y rescatar, junto con toda una serie de expresiones que aun estando relacionadas con los rituales no cristianos, son susceptibles de ser asimilados en las Iglesias locales que se van estableciendo.

No se trata de un fenómeno único, desde luego, se puede observar en otras lejanas regiones del mundo, como sería por ejemplo la relación del budismo con la religión primitiva de Japón, el sintoísmo, o del budismo con la religión primitiva del Tíbet, el bön. Lo cierto es que con la anuencia o sin la anuencia de los evangelizadores, los conversos tienden siempre a conservar las raíces profundas de su religión original, pero también una enorme serie de rituales y aun creencias que paulatinamente se van adecuando a la nueva fe. Tendríamos que pensar que la permanencia de esta dinámica en diversas partes del planeta reclama su valor antropológico y genera comunidades creyentes de mucho mayor arraigo, ya que lejos de romper, concilian, prolongan y proyectan expe-riencias religiosas ancestrales.

Los misioneros, luego de diversas etapas que van desde 1519 hasta 1555, finalmente se atuvieron al beneficio de las estructuras más que a las fami-lias neófitas, y esas estructuras eclesiásticas, políticas, sociales, económicas, educativas y culturales estaban fuertemente respaldadas por el imperio español, por más que muchos de los españoles mismos actuasen tantas veces en contra de los misioneros y de su trabajo de redención integral del indígena.

Esta realidad nos ayuda a entender que en la evangelización primitiva del actual México, las estructuras políticas del imperio español estuvieron profun-damente comprometidas, pero no de manera prístina, es decir, el compromiso imperial estaba muy marcado por sus intereses temporales, toda vez que los enormes beneficios materiales que obtenía del nuevo mundo estaban condi-cionados a la protección y amparo que brindara a la evangelización, de esta suerte la conciencia de reyes y emperadores unía en un solo acto tanto un genuino interés por comunicar la fe cristiana a los habitantes de estas tierras, como una evidente empresa que ofrecía notables beneficios a la corona, y a los incontables migrantes que dejando Europa buscaron en esta geografía el primer sueño americano.

Esto no significa de ninguna manera caer en la fácil lectura de una evan-gelización manejada por los poderosos de este mundo en aras de su solo enriquecimiento, una semejante afirmación, desde luego ideologizada, trai-cionaría la verdad histórica, mucho más compleja y entramada que un juicio tan simple. Es paradójico que muchos analistas actuales pretendan juzgar

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la evangelización americana desde posturas angelistas y maniqueas, es decir, con la pretensión de que la evangelización tenía que ser pura, libre de toda mancha, ajena a cualquier contaminación, estrictamente espiri-tual, de lo contrario, habría que desautorizarla, como de hecho lo hacen. Sin duda impera en este tipo de visiones el impacto del luteranismo que sigue actuando en numerosos espacios por más que sus actores, secularizados, ya no sean conscientes de las influencias ideológicas de que son portadores. Juicios similares vendrán de las lecturas marxistas de la historia en las cuales todo se reduce a la lucha entre opresores y oprimidos, a la cadena de alienaciones provocada por el capitalismo explotador, entre las cuales la alienación religiosa campea como la peor de todas.

Bibliografía

B. Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, tomo I, Del Valle de México, México 1976.

E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina, Nova Terra, Barcelona 1974.

F. T., Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España, Porrúa, México 1984.

H. Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México 1976.

H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, tomo IV, Herder, Barcelona 1972.

H. Thomas, La conquista de México, Patria, México 1995.

M. León-Portilla, A. Barrera Vázquez, M. de C. Romero Frizzi, et. al., Historia Documental de México, UNAM, México 1974.

M. Mota Padilla, Historia de la Nueva Galicia, Talleres de Gallardo y Álvarez del Castillo, Guadalajara, México 1952.

R. Ricard, La conquista espiritual de México, FCE, México 1995.

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El sujeto de la evangelización, la primera evangelización: el indio

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El hombre indígena ante la evangelización: algunas reflexiones

Dr. José Rubén Romero Galván

Instituto de Investigaciones Históricas.

Universidad Nacional Autónoma de México

La conquista de estas tierras fue un acontecimiento insólito para españoles e indígenas. Para los primeros significó enfrentarse a pueblos que distaban

mucho de ser aquellos de las islas del Caribe, cuya cultura, si bien fincada en una realidad sedentaria, no ofrecía los alcances que hacían evidentes las ciudades mesoamericanas. La realidad urbana de estas regiones impactó a los conquistadores. De ello hay testimonios muy variados. Recordemos la breve descripción que fray Francisco de Aguilar consignó en la “Quinta jornada” de su Relación de la conquista de la Nueva España:

… el dicho capitán envió a Diego de Ordaz y a otros con ciertos principales de

Tlaxcala a ver el camino que los dichos señores le habían dicho que era bueno; y

así venidos los primeros, dijeron al dicho capitán cómo el camino era muy bravo y

fragoso, y que los caballos no podían pasar. Y luego otro día vino el dicho Ordaz,

el cual dijo que venía espantado de lo que había visto; y preguntado que qué había

visto, dijo que había visto otro nuevo mundo de grandes poblaciones y torres, y

una mar, y dentro de ella una ciudad muy grande edificada, y que a la verdad al

parecer ponía temor y espanto.1

1 F. F. De Aguilar, Relación breve de la conquista de la Nueva España, edición, estudio preliminar,

notas y apéndices por J. Gurría Lacroix, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto

de Investigaciones Históricas, México 1977, p. 78.

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Esta noticia del fraile dominico, si bien escrita en la segunda mitad del siglo XVI, recoge un testimonio muy fresco que describe la primera impresión que causó en el espíritu de los españoles el espectáculo que ofrecía el Valle de México, aun antes de que Cortés lo admirara con sus propios ojos. Lo que observó Diego de Ordaz y que “ponía temor y espanto” era la materialización de los alcances culturales mesoamericanos.

Los pueblos que habitaron el área que en la actualidad recibe el nombre de Mesoamérica se caracterizaron por poseer una cultura muy rica, de alcances importantes, resultado de una tradición milenaria. Con base en una economía basada en la producción agrícola intensiva, vivían en una sociedad perfec-tamente estratificada. La cúspide de esta sociedad estaba ocupada por el grupo gobernante presidido por el tlahtoani, en el caso de los mexicas, cuya importancia era fundamental, pues en él residía la más elevada autoridad en lo político, lo militar, lo religioso y lo judicial. En torno suyo se ordenaba una compleja red de funcionarios, todos ellos pertenecientes al poderoso grupo que podríamos equiparar con una nobleza. La cultura material había llegado a un gran desarrollo que se hacía evidente en la arquitectura, la escultura y la pintura, así como en la astronomía, la escritura y la poesía, por no citar más que algunas de sus manifestaciones. Parte señalada de esta cultura fue la religión, cuya complejidad y profundidad ha dado pábulo a estudios muy reveladores de las características de la misma.

Tratándose este ensayo del indígena ante la evangelización, es muy nece-sario abordar aunque sea someramente el fenómeno religioso prehispánico para a continuación ocuparnos del cristianismo y reflexionar entonces sobre la significación que pudo tener la evangelización en el espíritu de los indígenas.

Se debe partir del hecho de que toda religión posee una sólida estructura y constituye una experiencia cultural. El mito, el rito y las normas de cada reli-gión se conjugan en un todo armonioso para dar sustento a la vida del hombre, mitigando las angustias y los dolores de la existencia en el mundo terreno. Las divinidades se encuentran en el centro de estas estructuras. Todo gira en torno a ellas. Los mitos dan cuenta de sus actuaciones y su estrecha relación con el ser humano, su creatura; los ritos marcan con todo cuidado la secuencia de los actos –gestos y discursos– que el hombre debe realizar con extremo cuidado a fin de que el tiempo profano se vuelva sagrado, para que devenga en la ocasión de una efectiva comunicación con la divinidad, si no es que de una

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auténtica teofanía. Y las normas establecidas adecuan el comportamiento de cada ser humano a la voluntad de los dioses, ofreciendo a cambio, en muchas ocasiones, las seguridades de una feliz trascendencia y en todos los casos una adecuación a los ideales que la comunidad tiene como los propios y necesarios para su devenir armónico.

La experiencia religiosa sólo puede entenderse integrada a la cosmovisión propia de la comunidad del creyente, a la manera cómo es pensado y vivido el universo en el que transcurre su vida. Ese universo, concebido como una crea-ción surgida de la voluntad divina, cuyo fin es dar cobijo a la vida del hombre, sólo se entiende en tanto es tiempo y espacio. De esta suerte, pensar al indí-gena frente a la Evangelización que se dio a raíz de la conquista, obliga a tener presente la concepción que, antes de ese acontecimiento, tenía del tiempo y del espacio en el que se desarrollaba tanto su existencia como aquella de sus divinidades.

Para el indígena prehispánico, el tiempo y el espacio eran sagrados. Los dioses, que en los tiempos originales habían permanecido inactivos, cuando decidieron entregarse al hacer divino crearon el tiempo. La Historia de los mexicanos por sus pinturas, antiguo manuscrito anónimo del siglo XVI, que formó parte de la colección de Joaquín García Icazbalceta, relata de esta manera la creación del tiempo que los dioses llevaron a cabo: “Luego hicieron los días y los partieron en meses, dando a cada uno a cada uno veinte días, y ansí tenían dieciocho, y trecientos sesenta días en el año…”.2 Así surgieron, según los nahuas, los soles o eras cósmicas que constituían el gran escenario temporal en el que se desarrollaba el devenir humano y que se había renovado en cinco ocasiones. Para dar orden a los acontecimientos de su existir en tan amplio panorama, el hombre náhuatl inventó dos calendarios: el tonalpohualli y el xiuhpohualli. El término que designa al primero, se compone de la raíz de tonalli, destino, y del sustantivo verbal pohualli –de pohua, contar– y significa “la cuenta de los destinos” y formaba un ciclo de 260 días. Esta cuenta calen-dárica servía a los sacerdotes llamados tonalpuhque, los que leen o cuentan los destinos, para conocer la suerte de los recién nacidos de acuerdo con una compleja lectura de los códices llamados tonalámatl. El xiuhpohualli, era un

2 Anónimo, Historia de los mexicanos por sus pinturas, en A. M. Garibay, Teogonía e historia de los

mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI, (Colección “Sepan Cuantos…”, no. 37) Editorial Porrúa,

México 1973, p. 25.

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calendario solar, al que podríamos llamar civil, que estaba formado por trece meses de veinte días cada uno, que sumaban 360, a los que se agregaban cinco considerados aciagos y que regía la celebración de las grandes festividades con las que se honraba a los dioses. Su nombre está formado por la raíz de xihuitl, día, y pohualli, cuenta, y quiere decir “la cuenta de los días”. Cincuenta y dos de estos ciclos de 365 días componían el siglo prehispánico. Todos los cómputos del tiempo: las eras cósmicas, los siglos de 52 años, los años de 365 días, los de 260, los meses de veinte días, las trecenas y, por supuesto, cada día, eran el resultado de la actuación de los dioses y eran la ocasión también para rendirles culto. El hombre vivía inmerso en un tiempo sagrado interactuando con sus divinidades.

Para el hombre prehispánico, el espacio estaba cargado de una sacra signi-ficación. En la casa, el hogar ocupaba el centro y era el sitio donde reposaban los restos de los ancestros y donde el fuego que ardía constantemente era la presencia del dios Xiuhtecuhtli, el Señor del día, o del tiempo, nombre con el que se designaba al dios del Fuego, por otro nombre Huehuetéotl, el dios viejo. Además, en toda casa había siempre un altar en el que eran veneradas las deidades protectoras de los que en ella habitaban. En cada barrio había un templo dedicado al dios patrono y en el centro de la ciudad se levantaban las grandes pirámides coronadas por recintos donde estaban resguardadas las imágenes de los dioses protectores de la urbe. El universo, el Cemanahuac, estaba constituido por los cinco rumbos cósmicos que lejos de ser entelequias simbólicas, eran espacios cargados de significación sagrada, pues estaban vinculados con deidades específicas que, al actuar sobre tales ámbitos, los dotaban de plena sacralidad. Cada rumbo tenía un color propio, un elemento característico: tierra, fuego, agua y aire, y una deidad que lo presidía. El quinto rumbo, el centro, era el sitio de intensa comunicación entre el arriba y el abajo, pues allí se encontraba un poste inmenso por el que circulaban las fuerzas cósmicas en canales helicoidales, como las ramas de la planta llamada mali-nalli, comunicando continuamente esas dos partes del universo, el arriba y el abajo. Dicha comunicación era también una oportunidad para que los dioses, en su carácter de fuerzas cósmicas, al subir y bajar por tales canales, actuaran sobre el mundo y lo que en él había. Ciudades como México-Tenochtitlan, con los templos en cada uno de sus cuatro barrios y el gran recinto sagrado en el centro, eran un reflejo del cosmos y en esa medida estaban también sacrali-zadas. Estamos en presencia pues de un espacio plenamente sacralizado.

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El cristianismo, por su lado, ofrecía al hombre de occidente una existencia que se desarrollaba en un devenir trascendente, cuyo fin era la salvación. Creado por Dios en un instante inmemorial, el ser humano habitaba en un mundo surgido también de la voluntad divina, en el cual ocupaba el centro. La creatura humana pecó y cayó en desgracia al enemistarse así con su creador. Por ello fue obligada a abandonar el paraíso en el que había sido colocada para disfrutar de las bondades de este mundo. El drama de su caída significó el inicio de la espera de un Redentor que restablecería la amistad perdida con aquél que sólo por su bondad le había creado. Ello ocurrió con advenimiento de Cristo que se constituyó en el momento central de la historia del ser humano. De esta suerte, el devenir del hombre se explicó con base en dos momentos fundamentales: la creación y la Redención, a los que se sumaría otro que sobre-vendría al final de los tiempos: la Parusía, para constituir así el eje temporal y articulador de un devenir cuyo principio y cuyo fin era su creador. La exis-tencia del hombre tenía pues un claro sentido trascendente que marcaba de manera clara la cotidianidad del ser humano, impregnándola de sacralidad. Esta calidad se hacía evidente en el rito de la Eucaristía, misterio del amor divino. La cotidianidad estaba regida por dos calendarios. Uno, basado en los ciclos solares, de 365 días, en el que se acomodaban las conmemoraciones de aquellos individuos que por su heroicidad en las virtudes se tenía la certeza de que disfrutaban de la gloria y eran intercesores del hombre ante Dios. El otro calendario, regido por la luna, gobernaba el ciclo litúrgico según el cual se desarrollaba la continua relación del hombre con su creador.

El espacio se explicaba considerando al hombre, creatura divina por exce-lencia, habitante de un mundo que ocupaba el centro del universo creado. En ese mundo, la ecúmene estaba ordenada en tres partes, a saber, Europa, Asia y África. Esta tripartición del universo habitado por el ser humano era significativa pues por su número se le consideraba reflejo incuestionable de la perfección divina: la Trinidad. Todo quedaba ordenado a partir del centro de la ecúmene ocupado por Jerusalén, sitio emblemático por haber sido el escenario del drama de la Pasión de Jesucristo y por lo tanto del misterio que se reconocía como el núcleo del devenir del hombre. En el espacio en el que se desarrollaba la cotidianidad del hombre había sitios particularmente sacros. Es el caso de los templos donde tenía lugar el rito de la Misa. La consagración de estos lugares hacía de ellos ámbitos separados del mundo profano. Por otro lado, las ciudades, en tanto albergaban los templos eran considerados sitios

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sacros, en comparación de los campos en donde el demonio, mal supremo, podía manifestarse.

El espacio y el tiempo del hombre del Occidente cristiano sólo podían comprenderse, como frutos de la bondad de su creador y cuya trascendencia se resolvía en su creador mismo. Tiempo y espacio constituían un ámbito donde la presencia de Dios era continua y sólo se comprendían vinculados con Él. La contraparte de la presencia de Dios era el demonio, pero ese es problema aparte.

Cabe agregar que el cristianismo se caracterizaba por ser una religión fundada en un dogma perfectamente establecido. En efecto, desde el siglo cuarto estaba establecido el Credo o Símbolo de los Apóstoles que resumía el dogma fundamental que todo creyente debía tener por verdad. Con base en este cuerpo de verdades reveladas el cristianismo se consideraba una religión exclusiva.

Cuando ocurrió la conquista, el tiempo y espacio sagrados que constituían el escenario donde el hombre prehispánico habitaba, actuaba y convivía se colapsaron con gran violencia. Más allá de la tragedia que significó la guerra a través de la que se dio dicha conquista, el indígena comenzó a vivir una profunda desolación ontológica. Sus dioses milenarios se sumieron en un silencio aterrador. Nada hicieron cuando sus efigies rodaron por la tierra y sus templos fueron destruidos. Nada hicieron para detener la desgracia vivida por los tenochcas cuando sobrevino la gran derrota. El sentimiento de desamparo que entonces resintieron aquellos hombres fue el primer paso de un proceso doloroso en el que sus deidades no pudieron acompañarlos.

La labor de los misioneros fue admirable, en ocasiones heroica. Los movía la fe en el Evangelio y la convicción de que su labor era aquella que tan perfec-tamente resumía el mandato de Cristo trasmitido en el Evangelio de San Mateo, que consistía en la predicación de la Buena Nueva sin llevar “oro, ni dinero ni calderilla… ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón”.3 Uno de los elementos que mayor fuerza dieron a los trabajos que estos santos varones emprendían era la convicción de que se encontraban en una lucha frontal contra aquella parte de la realidad cuya naturaleza era el mal: la presencia del demonio, manifiesta en los sangrientos ritos de las occi-siones rituales.

3 Mateo, 10. 9, 10.

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La compleja labor misional, de la que dan cuenta numerosos trabajos fundados en investigaciones muy rigurosas, se materializó en la fundación de conventos y visitas por parte de las tres órdenes mendicantes que entre 1524 y 1533 llegaron a la naciente Nueva España. Tales edificios formaron una compleja red muy apropiada para las labores misionales y son prueba incues-tionable de los afanes de los evangelizadores.

La labor que los misioneros llevaron a cabo fue objeto de consideraciones muy cuidadosas. Su preocupación consistía en lograr una comprensión tan profunda como posible de la cultura y sobre todo de la religión indígena a fin de transformarla profundamente. Fray Bernardino de Sahagún en el “Prologo” a su extensa obra Historia general de las cosas de Nueva España, escribió:

El médico no puede acertadamente aplicar las medecinas al enfermo sin que

primero conozca de qué humos o de qué causa procede la enfermedad, de manera

que el buen médico conviene sea docto en el conocimiento de las medecinas y

en el de las enfermedades, para aplicar conveniblemente a cada enfermedad la

medecina contraria. Los predicadores y confesores, médicos son de las ánimas;

para curar las enfermedades espirituales conviene tenga esperitia de las mede-

cinas y de las enfermedades espirituales, el predicador de los vicios de la repú-

blica, para enderezar contra ellos su doctrina, y el confesor, para saber preguntar

lo que conviene y entender lo que dixesen tocante a su oficio, conviene mucho que

sepan lo necesario para exercitar sus oficios…4

Por la misma época, el dominico fray Diego Durán expresó la misma idea pero con diferentes términos al inicio del volumen II de su Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme:

Hame movido cristiano lector a tomar esta ocupación de poner y contar por

escrito las idolatrías antiguas y religión falsa con que el demoño era servido antes

que llegase a estas partes la predicación del Santo Evangelio el haber entendido

que los ocupamos de la doctrina de los indios nunca acabaremos de enseñarles a

conocer al verdadero Dios si primero no fueran raídas y borradas totalmente de

4 F. B. De Sahagún, “Prólogo”, Historia general de las cosas de Nueva España, 3 vols., estudio intro-

ductorio, paleografía, glosario y notas de A. López Austin y J. G. Quintana, vol. 1, Consejo

Nacional para la Cultura y las Artes, México 2000.

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su memoria las supersticiones, ceremonias y cultos falsos de los falsos dioses que

adoraban, de la suerte que no es posible darse la sementera del trigo y los frutales

en la tierra montuosa y llena de breñas y maleza si no estuvieran primero gastadas

todas las raíces y sepas que ella de su natural producía.5

Los textos de estos misioneros permiten ver con claridad no sólo la inquietud que tenían respecto del arraigo de la antigua religión que percibían entre los naturales, lo cual es muy explicable si consideramos el fenómeno religioso desde una perspectiva antropológica, sino, y es lo más interesante, la manera como vislumbran el camino a seguir en sus labores misionales. Se trataba del conocimiento, surgido de la observación cuidadosa, de la investigación, que les daría los elementos necesarios para sanar al indígena de la enfermedad de la idolatría, a fin de hacerlo tierra fértil para sembrar en él el Evangelio.

Es un hecho que, a través de la evangelización, la nueva religión irrumpió en la realidad del hombre indígena. Los misioneros, que llevaban a cabo una labor muy vigorosa, tenían como único fin transformar la religiosidad del hombre de estas tierras convirtiéndolo al cristianismo. Esto, así expresado, puede no dar cuenta de la profundidad del proceso que en aquellos albores del siglo XVI se iniciaba. El carácter profundo y en extremo complejo del asunto surge cuando consideramos que toda experiencia religiosa va más allá de las prácticas y toca fibras muy profundas y constitutivas del ser humano y que es además una experiencia personal. Aquilatar el impacto que la evangelización produjo en los indígenas es labor más que ardua, imposible. Cada individuo vivió la llegada de la Buena Nueva de manera diferente, dependiendo de sus propias capacidades y de la manera cómo la experiencia de la antigua religión lo había estructurado. De allí que las reflexiones que aquí se presentan impli-quen sobre todo aquellos aspectos que son accesibles a través de las fuentes de que disponemos y que conciernen a las nuevas vivencias religiosas.

Es indudable que la significación profunda que caracterizaba a las catego-rías del espacio y el tiempo se desvaneció ante la presencia de la Cruz del Redentor. La imposición del calendario juliano –recuérdese que faltaban algunos años para que se diera la reforma gregoriana– significó la instauración

5 F. D. Durán, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme, 2 vols., estudio

preliminar de Rosa Camelo y José Rubén Romero Galván, Consejo Nacional para la Cultura y las

Artes, México 1993.

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de un tiempo extraño que nada tenía que ver con aquél que resultaba de la actuación continua de los dioses, que marcaba los ritmos y los momentos de su actuación y que señalaba con toda precisión la sucesión de los ritos a través de los que los hombres debían establecer comunicación con ellos para adorarlos en fastuosas ceremonias y sacrificios. También desapreció la cuenta de los destinos que al dotar de nombre a cada individuo concedía a su existir un sentido y un margen de acción para adecuar su conducta a la comunidad a la que pertenecía. Desaparecieron asimismo los espacios sagrados y así como el significado profundo que tenían los sectores del universo, dada su vinculación con las deidades. El centro del universo, aquel axis mundi en el que por mile-nios había permanecido el poste que comunicaba el arriba con el abajo, dando vida a la tierra, se desvaneció. Los hogares en las casas indígenas dejaron de ser el eje de las dinámicas cotidianas y los restos de los parientes difuntos nunca más se sepultaron bajo las trébedes.

La realidad comenzó a ser otra y las transformaciones que se comenzaron a dar tocaban a los individuos en niveles muy profundos. Un cambio de religión como el que someramente quedó descrito implicaba a las más elementales e importantes estructuras del ser humano. Tales transformaciones no pudieron darse sin que los indígenas pasaran por la terrible sorpresa de ver a las imágenes de sus deidades rodar por el suelo, sin un verdadero duelo ante la desaparición de las mismas, sin el trauma de saber que el espacio y el tiempo, según los cuales habían organizado su cotidianidad, vinculándola siempre con el actuar de sus dioses, se tornaban en otro espacio y otro espacio de extrañas y lejanas esen-cias. Y qué decir de los ritos con los que se honraba al nuevo Dios, único y trino, realidad imposible de ser comprendida. La celebración de la misa, el misterio de la Eucaristía o el de la Redención eran asimismo incomprensibles para los indí-genas que hasta no hacía mucho tiempo se congraciaban con sus dioses ofrecién-doles corazones recién extraídos de los pechos abiertos con filosos pedernales.

Las resistencias no se hicieron esperar. Los indígenas, cuya religión mile-naria era parte constitutiva de su ser, difícilmente podían operar en su inte-rior los cambios necesarios para la adopción y la interiorización de un credo tan distinto. Aceptaban algunos elementos, otros los dejaban de lado y conti-nuaron con prácticas y creencias de su antigüedad. Esto trajo al principio serias consecuencias, pues el arzobispo de México, al frente de la Inquisición apostólica, no dudo en llevar a juicio y condenar al cacique de Tetzcoco, Carlos Ometochtzin, quien, el domingo 30 de noviembre de 1539, fue sacado:

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… de la cárcel de este Santo Oficio con un sambenito puesto e una coroza en la

cabeza y con una candela en las manos y con una cruz delante fue llevado al

cadalso que para ello estaba puesto en la plaza pública de esta ciudad donde estaba

mucho número de gente ahí juntado así de españoles como de naturales de esta

tierra y ahí estando presentes el ilustrísimo señor don Antonio de Mendoza visu-

rrey y gobernador de esta Nueva España por su majestad, y los señores licenciados

[…] y Tejeda, oidores de la Audiencia Real de la Nueva España e otro mucha gente.

Su Señoría reverendísima, el señor obispo inquisidor susodicho, predicó y después

de predicado, mandó su Señoría a leer e por mí el dicho secretario fueron leídos e

publicados los errores y herejías y palabras heréticas por el dicho Carlos hechas e

dichas que en este proceso se prueban contra él y la sentencia de su señoría reve-

rendísima dada contra el dicho don Carlos…6

Esta escena evoca una situación particularmente trágica y profundamente inquietante para los indígenas que la presenciaron. Hay dos elementos que deben considerarse y que con absoluta seguridad abonaron en mucho lo trágico e inquietante de esta ejecución. En primer lugar, a quien se ejecutaba era un cacique, un noble de la más alta jerarquía quien desempeñaba un papel de primera importancia en el señorío de Tetzcoco. Personajes como él habían sido, en épocas prehispánicas, reconocidos como los representantes de las deidades y es más que posible que algo de ello permaneciera en el espíritu de los indígenas. A ello se sumaba que, hay que recordarlo, Tetzcoco había sido uno de los tres señoríos más importantes de la cuenca del Valle de México y, al ser parte de la Triple Alianza, de prácticamente toda la región que ya ocupaba el reino de la Nueva España, lo que dotaba a este personaje de una gran importancia. Otra de las razones del gran impacto de este hecho en el espíritu de los indígenas lo fue el que los delitos por los que el cacique había sido llevado al cadalso eran compar-tidos, sin duda alguna, por muchísimos de los indígenas que asistieron a la ejecu-ción. De alguna manera se veían angustiosamente reflejados en el ajusticiado. Todo ello debió llenar de miedo el espíritu de los indígenas neófitos en la fe.

Acciones como esta llevaron a muchos naturales a refugiarse en la clandesti-nidad para continuar practicando los ritos con los que honraban a sus antiguos

6 Auto público que fue celebrado en la plaza de México, en Proceso inquisitorial al cacique de Texcoco

don Carlos Ometochtzin (Chichinecatecólotl), edición facsimilar de la de 1910, Biblioteca Enciclo-

pédica del Estado de México, México 1980, pp. 83-84.

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dioses, aquéllos que correspondían a su ancestral religión. Los subterfugios para continuar adorando a sus deidades fueron muchos. Iban desde las prác-ticas “idolátricas” en cuevas y lugares apartados, hasta esconder en imágenes de Cristo o debajo de los altares donde se celebraba la Eucaristía, las figuras de sus dioses. Se dio un verdadero proceso de resistencia que desembocó en un sincretismo de características en verdad muy variadas.

Muchas de las inquietudes que la Evangelización planteaba a los indí-genas están expresadas en una obra de carácter doctrinal llamada Coloquios y doctrina cristiana que se debe a fray Bernardino de Sahagún, quien contó para elaborarla con la colaboración de antiguos estudiantes del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. He aquí las preguntas que los autores ponen en boca de los sabios indígenas: “¿Acaso aquí, delante de vosotros debemos destruir la antigua regla de vida? ¿La que en mucho tuvieron nuestros abuelos, nues-tras abuelas, la que mucho ponderaron, la que mantuvieron con admiración, los señores, los gobernantes?”7 Se trataba de dejar atrás una larga tradición cultural, una religión milenaria sólidamente estructurada que había dotado de sentido a innumerables generaciones.

Y aún dijeron los indígenas:

La Nueva palabra es ésta, la que habláis y por ella estamos perturbados, por ella

estamos espantados. Porque nuestros progenitores, los que vinieron a ser, a vivir

en la tierra, no hablaban así. En verdad ellos nos dieron su norma de vida, tenían

por verdaderos, servían, reverenciaban a los dioses. Ellos nos enseñaron todas

sus formas de culto, sus modos de reverenciar [a los dioses]… Decían [nuestros

progenitores] que ellos, los dioses son por quien se vive, que ellos nos merecieron.

¿Cómo, dónde? Cuando aún era de noche…8

El reto que planteaba la evangelización para los indígenas era inmenso. Se trataba de dejar atrás los milenios a través de los cuales su religión se había construido, se había estructurado, construyendo y estructurando a los indi-viduos que la tenían por propia. No es difícil imaginar que el indígena se

7 F. B. De Sahagún, ¿Nuestros dioses han muerto? Confrontación entre franciscanos y sabios indí-

genas. México 1524, cap. VI, edición, introducción, versión del náhuatl y notas de M. L. Portilla,

Editorial Jus, México 2006, p. 95.

8 Ibidem, cap. VII, pp. 104-105.

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enfrentaba en aquellos albores del siglo XVI a una noche, como aquella en las que sus dioses lo habían merecido.

Fray Diego Durán recogió un testimonio muy revelador de la situación tan compleja en la que vivían los indígenas que eran objeto de la evangelización:

Reprendiendo yo a un indio con motivo de ciertas cosas y en particular, de que

habían andado arrastrado, recogiendo dineros, con malas noches y peores días

y, al cabo de haber allegado tanto dinero y con tanto trabajo, hace una boda y

convida al pueblo y gástalo todo, y así riñéndole el mal que había hecho, me

respondió: “Padre, no te espantes, pues todavía estamos nepantla”, y como enten-

diese lo que quería decir aquel vocablo y metáfora, que quiere decir “estar en

medio”, torné insistir me dijese qué medio era aquel en que estaban. Me dijo que,

como no estaban aún bien arraigados en la fe, que no me espantase; de manera que

aún estaban neutros, que ni bien acudían a una ley, ni a otra, o por mejor decir, que

reían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas.9

Cuánta razón tenía aquel indígena, a quien fray Diego Durán reprendió, cuando contestó que él y sus contemporáneos todavía estaban nepantla. Dado que cada religión es una estructura compleja y delicada, un proceso como aquél que los misioneros de las órdenes mendicantes habían iniciado requería de una serie infinita de operaciones a través de las cuales los indígenas debían interiorizar las enseñanzas que recibían. Dicha interiorización avanzaba a paso muy lento, pues en principio era necesaria la comprensión de elementos sustanciales en la religión católica y absolutamente extraños para la de los naturales. Valga mencionar, sólo a manera de ejemplos, conceptos de tan profunda significa-ción como Transubstanciación y Crucifixión, para los cuales no existía refe-rente cercano en la religión indígena.

Es de considerarse que para un hombre religioso, sea del credo que sea, encontrarse en una situación de nepantla es en verdad penoso. Sin embargo, con el tiempo este estar en medio se instauró y se produjeron muchos nepantlas, equivalentes cada uno a experiencias religiosas muy variadas gracias a los diversos grados de sincretismo que los diferentes grupos experi-mentaron, según la presencia de los religiosos misioneros. Es un hecho que la tarea misional ha sido continua, pero está inconclusa. Baste observar ciertas

9 F. D. Durán, Historia de las Indias…, vol. II, cap. III, op. cit.

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prácticas religiosas para caer en la cuenta de que elementos de la antigua reli-gión continúan vigentes. ¿Algún día la fe cristiana en plenitud llenará los espí-ritus de los hombres de estas partes del mundo que algún día fueron la Nueva España?

Bibliografía

A. M. Garibay, Teogonía e historia de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo XVI, (Colección “Sepan Cuantos…”, núm. 37) Editorial Porrúa, México 1973.

Auto público que fue celebrado en la plaza de México, en Proceso inquisitorial al cacique de Texcoco don Carlos Ometochtzin (Chichinecatecólotl), edición facsimilar de la de 1910, Biblioteca Enciclopédica del Estado de México, México 1980.

F. B. De Sahagún, ¿Nuestros dioses han muerto? Confrontación entre fran-ciscanos y sabios indígenas. México 1524, cap. VI, edición, introducción, versión del náhuatl y notas de M. L. Portilla, Editorial Jus, México 2006.

F. B. De Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, 3 vols., estudio introductorio, paleografía, glosario y notas de A. López Austin y J. G. Quin-tana, vol. 1, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México 2000.

F. D. Durán, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme, 2 vols., estudio preliminar de Rosa Camelo y José Rubén Romero Galván, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México 1993.

F. F. De Aguilar, Relación breve de la conquista de la Nueva España, edición, estudio preliminar, notas y apéndices por J. Gurría Lacroix, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México 1977.

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La teología en los coloquios de los doce de Fray Bernardino de Sahagún

Pbro. Dr. Antonio Cano Castillo

Universidad Pontificia de México

La exposición de la doctrina cristiana, a través del diálogo con gobernantes y sabios de los pueblos que eran evangelizados, ha sido una constante en

la historia del cristianismo. En los comienzos de éste, San Pablo expuso el mensaje de Cristo a los sabios atenienses en el Areópago, utilizando la misma sabiduría griega, y lo anunció también a los procuradores de Judea, Félix y Festo, así como a Herodes Agripa.1

En tiempos de la evangelización de los pueblos germanos, los misioneros anunciaron el Evangelio primeramente a los dignatarios, para que por su conversión sus vasallos aceptaran el mensaje de Cristo.2 San Francisco, en su afán de convertir a los musulmanes, se dirigió a Egipto en 1219 para exponer las enseñanzas de Jesús al Sultán Melek-el-Kâmel.3 De esta manera el cristia-nismo, por medio del diálogo con las culturas, pudo manifestar la novedad de su mensaje y al mismo tiempo tomar aquellos elementos culturales que ayudaran en la exposición del Evangelio, tal como se hizo con algunos conceptos de la filosofía griega que sirvieron para el desarrollo de la teología cristiana.

Los doce franciscanos que llegaron a México en 1524, también iniciaron su actividad misionera a través de un diálogo con los gobernantes y sacerdotes

1 Cfr. Hechos de los Apóstoles: 17, 16-34; 24, 10-21; 26, 2-32.

2 Cfr. E. Ewig, La labor misionera de la Iglesia Latina, en H. Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, II,

Editorial Herder, Barcelona 1980, pp. 715-721, 760-771.

3 Sobre este encuentro véase J. Toland, Le Saint chez le Sultan : La rencontre de François d’Assise et

de l’Islam. Huit siècles d’interprétation, Éditions du Seuil, París 2007.

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mexicas, en el que utilizaron los elementos de la cultura náhuatl para la expo-sición-comprensión de la teología cristiana. La fuente principal para conocer este diálogo, se encuentra en el manuscrito titulado Colloquios y doctrina chris-tiana con que los doce frayles de San Francisco enviados por el papa Adriano Sesto y por el emperador Carlo Quinto: convirtieron a los indios de la Nueva España en lengua mexicana y española.4 Este texto es una reelaboración hecha en 1564, por estudiantes indígenas del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco y por cuatro ancianos conocedores de su lengua y tradiciones, bajo la dirección del fran-ciscano Bernardino de Sahagún, sobre viejos papeles usados por los primeros misioneros en sus intentos por convertir a los gobernantes y sacerdotes nahuas.5

De acuerdo con el cronista franciscano Gerónimo de Mendieta, estas pláticas tuvieron lugar después de que los doce religiosos franciscanos se establecieron en México-Tenochtitlan.6 Una vez que llegaron los misioneros a la capital mexica fueron recibidos solemnemente por el conquistador Hernán Cortés, quien de rodillas besó la mano a fray Martín de Valencia para dar a entender a los indígenas la importancia de aquellos frailes pobremente vestidos. Posterior-mente el conquistador mandó llamar a los dignatarios de la Ciudad de México y de otras poblaciones circunvecinas, para presentarles a los frailes, y congre-gados los gobernantes pidieron que se llamara a los tlamacazque (sacerdotes), por ser ellos los conocedores de la sabiduría religiosa náhuatl. Es así como los misioneros comenzaron a reunir todos los días a los indígenas principales, para exponerles, por intérprete, las enseñanzas de la Iglesia.7

En el manuscrito de los coloquios, Sahagún afirma que tenía la intención de elaborar la obra en cuatro libros, pero no precisa el motivo por el que solo se escribieron dos de ellos. En el índice del texto se refiere el contenido de dos libros: el primero presenta las pláticas de los doce religiosos con los

4 El original de este manuscrito se encuentra en el Archivo Secreto Vaticano, Miscelánea Garampi,

Armario I, volumen 91, folios 31 al 42 rv. En este artículo citaré el documento original cuando

se refiera al texto castellano y para la traducción de algunos términos en náhuatl citaré la obra

de M. León-Portilla, Coloquios y doctrina cristiana, UNAM, México 1986.

5 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 27v.

6 Cfr. G. de Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, Tomo II, Editorial Salvador Chávez Hayhoe,

México 1945, p. 55.

7 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, 26v-27v.

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gobernantes y sacerdotes nahuas, aunque sólo se conocen catorce capítulos de los treinta enunciados; el segundo presenta únicamente la lista de los veinticinco capítulos que comprendería un catecismo de la doctrina cris-tiana, con la cual se debería de instruir a los indígenas adultos que se prepa-raban para recibir el bautismo. El tercer libro, del que se desconoce el índice, habría de ser una exposición del trabajo misionero de los primeros religiosos que habían llegado a la Nueva España antes de la venida de Sahagún, pero como este aporte ya lo había realizado Toribio de Benavente Motolinía, se abandona el proyecto.8 El cuarto libro debería haber sido una recopilación de todas las epístolas y evangelios de los domingos de todo el año, traducidos al náhuatl, que se pensó finalmente prepararla aparte para que esta obra no resultara demasiado voluminosa.9

El texto de los Coloquios y doctrina cristiana se ha estudiado desde el punto de vista etnohistórico, lingüístico y filosófico, pero muy poco su contenido teológico.10 En este artículo estudiaremos los primeros cinco capítulos del manuscrito en que los frailes franciscanos expusieron las principales ense-ñanzas teológicas a los dirigentes mexicas, como la vocación y misión de los religiosos, el pontificado romano, la Revelación divina, el ser y existencia de Dios, la cristología y la eclesiología.

La interpretación del contenido doctrinal de los Coloquios ayudará a comprender el desarrollo de la teología católica en el texto definitivo que reelaboró Bernardino de Sahagún y sus discípulos indígenas en 1564, a partir de la doctrina cristiana que los doce misioneros franciscanos habían expuesto de manera somera a los sabios nahuas en 1524.

8 Véase T. de Benavente “Motolinía”, Historia de los Indios de Nueva España, Edmundo O’Gorman

(ed.), Ed. Porrúa, México 1973.

9 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 27v-28.

10 Algunos estudios teológicos de los coloquios de Sahagún pueden verse en L. M. Burkhart,

Doctrinal Aspects of Sahagún’s Colloquios, en Klor de Alva, Jorge J., H. B. Nicholson y Eloise

Quiñones Keber, The Work of Bernardino de Sahagún. Pioneer Ethnographer of Sixteenth-Century

Aztec Mexico, Albany, University of Albany Press, 1988; A. De Zaballa Beascoechea, Transcultu-

ración y misión en Nueva España: estudio histórico-doctrinal del Libro de los “Coloquios” de Bernar-

dino de Sahagún, Ediciones Universidad de Navarra, 1990.

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1. El significado teológico de la misión de los doce franciscanos

En el encuentro con los dignatarios nahuas, los doce franciscanos se presentan primeramente como los enviados del papa que llegaban para dar a conocer en el Nuevo Mundo la Palabra del “verdadero Dios por quien se vive”. Poste-riormente indican a los indígenas que son hombres mortales y pobres, de la misma condición humana que ellos.11 Y para explicitar mejor esta idea, los franciscanos adoptaron la expresión náhuatl ça no timacehoaltin, que se traduce como “nosotros somos macehuales”.12

En la cultura náhuatl, el concepto macehualli tenía un significado profundo desde el punto de vista religioso y social. Religiosamente, macehualli era el ser humano que había sido redimido por el sacrificio de los dioses al final de cada uno de los cataclismos que se habían sucedido en las cuatro edades cósmicas o cuatro soles.13 Desde el punto de vista social, el macehualli era el vasallo, el hombre del pueblo, el campesino, en contraposición al pipiltzin, perteneciente a la nobleza mexica.14 Así los misioneros se consideraban como seres humanos, de la misma condición social que la mayoría de los indígenas, y como personas redimidas por el sacrificio de Cristo. La expresión náhuatl motolinia, que significa pobre, había sido aplicada por los indígenas a los primeros franciscanos por su aspecto humilde que contrastaba con la altivez de los conquistadores. Por ello, cuando fray Toribio de Benavente comprendió este significado decidió adoptar el nombre de Motolinia.15 De esta manera los misioneros franciscanos eran congruentes con su compromiso en la observancia del voto de pobreza en el Nuevo Mundo.

Después de aclarar su condición humana, con el fin de evitar que los indí-genas los divinizaran, los religiosos pasaron a explicar su vocación misio-nera: habían sido enviados por el papa, a quien denominan en náhuatl uey tlatoani teoiotica, “el gran gobernante de las cosas divinas”, para dar a conocer

11 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 30r.

12 Cfr. M. León-Portilla, Coloquios y doctrina cristiana, p. 102, n° 29.

13 Véase “cosmogonía” en C.-A. Robelo (ed.), Diccionario de mitología nahoa, México 1984,

pp. 112-123.

14 Véase “macehualli” en R. Simeon (ed.), Diccionario de la legua náhuatl o mexicana, México 1884,

p. 244.

15 Cfr. G. De Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, Tomo II, Editorial Salvador Chávez Hayhoe,

México 1945, pp. 52-53.

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la “Preciosa Palabra del Señor, Dios” (totecuio Dios ytlatoltzin), el libro divino que contiene la Palabra del único Dios verdadero, el dador de la vida (yn ipal-nemoani).16 Esta Palabra tenía que ser anunciada a los habitantes de los territo-rios recién conquistados, para continuar la misión de Jesucristo, que buscaba la salvación de todos los hombres. Probablemente los misioneros se referían aquí a las amplias facultades que el papa Adriano VI les había concedido para realizar su misión, mediante el breve Exponi nobis fecisti, del 10 de mayo de 1522.17 Esta autoridad otorgada por el romano pontífice a los mendicantes, a través de la peti-ción expresa que el emperador Carlos V, se basa en el presupuesto teológico-ju-rídico de la misión en el Medievo: la necesidad de una misión divina y de una misión canónica para predicar y evangelizar a los no cristianos.18

Más adelante los religiosos se presentan también como los que venían a enseñar a los indígenas la manera de apaciguar el corazón del “Dador de la vida”, que los había castigado con miserias y aflicciones sufridas bajo la conquista, debido a todas las ofensas cometidas en tiempo de su infidelidad. Les explicaron también el sentido de su ministerio que debería ejercer primeramente con la predicación y en la enseñanza del Verdadero Dios y de su Reino, como porta-dores de la Sagrada Escritura, que será siempre la fuente de su predicación, y movidos solo por el amor, sin la búsqueda de intereses personales.19

Podemos concluir diciendo que la misión de los frailes, como mediadores entre Dios y los hombres, quedó grabada en el alma del indígena, que en adelante serán vistos como sus protectores en los momentos más difíciles de la vida. Finalmente cabe resaltar que mientras los misioneros explicaban el significado de su vocación religiosa y su misión evangelizadora en el Nuevo Mundo, en Europa Martín Lutero atacara los votos religiosos en su obra De votis monasticis iudicium (1521).20

16 Cfr. M. León-Portilla, Coloquios…, op. cit., pp. 102-107, n°. 43, 96, 123.

17 Puede consultarse el breve pontificio en J. Metzler, America Pontificia Primi saeculi Evangeliza-

tionis 1493-1592, vol. I, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 1991, pp. 167-169.

18  Sobre la misión de la Iglesia en el Medioevo véase D. J. Bosch, Transforming Mission: Paradigm

Shifts in Theology of Mission (American Society of Missiology series 16), Orbis Books, Maryk-

noll, Nueva York 2011, pp. 219-243.

19 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 30r.

20 Cfr. M. Lutero, Juicio sobre los votos monásticos, en Obras de Martín Lutero, Tomo III, (trad.) Erich

Sexauer, Editorial Paidós, Buenos Aires 1974, pp. 93-101; pp. 112-131.

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2. La teología sobre el pontificado romano

Después de que los franciscanos explicaron a los dirigentes mexicas que el romano pontífice no buscaba interés material alguno, sino únicamente su salvación, pasaron a presentar la persona del papa en el segundo capítulo de la exposición de la doctrina. Les enseñaron que el pontífice residía en la ciudad de Roma, que tenía como misión principal custodiar la Sagrada Escritura y que ejercía su autoridad sobre los que tienen un cargo en las cosas del culto divino; en segundo lugar, afirmaron que él había sido enviado por el Verda-dero Dios, el Dador de la vida, para dar a conocer su Palabra divina en todo el mundo con el fin de que todos los hombres se salvaran y a su vez él había encomendado a los religiosos el dar a conocer esta Palabra divina.21

Para que los mexicas comprendieran mejor lo expuesto sobre la residencia, elección y misión del papa, los frailes presentan la identidad del sumo pontífice. Lo dan a conocer como un hombre santo y sabio, que detenta gran autoridad como gran señor y cuyo reino es todo el mundo, en el que ejerce su poder espi-ritual; a él se le llama “Santo Padre”. Esta expresión, utilizada por los religiosos para presentar la persona del papa, sería relacionada por los sabios nahuas con su pasado religioso, debido a que éstos utilizaban semejantes expresiones para referirse al sacerdote-rey Quetzalcóatl, quien era presentado como “hombre santísimo”, “varón santo”.22 Otras tradiciones nahuas lo consideraban como un hombre casto, honesto, ayunador, penitente, hombre justo que predicó el bien, amonestador contra los vicios, virtuoso. Este sabio sacerdote había sido perseguido por todos aquellos que se oponían a su programa de vida, por lo que tuvo que emigrar hacia el oriente, “por donde sale el sol”, aunque había prometido volver.23 El hecho de que el romano pontífice tuviera su sede en el oriente, ¿pudo haber orientado a los sabios mexicas, a identificarlo con el varón santo Quetzalcóatl que regresaría para seguir instruyendo en la virtud a su pueblo?

21 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 31r.

22 Cfr. M. Orozco y Berra (ed.), Códice Ramírez. Relación de los indios que habitaban esta Nueva

España según sus historias, México 1980, p. 81; D. Durán, Historia de las Indias de la Nueva España

e Islas de la tierra firme, Ed. Porrúa, México 1867, p. 159.

23 Cfr. Códice Chimalpopoca. Anales de Cuauhtitlan y Leyenda de los Soles, Primo F. Velázquez (ed.),

UNAM, México 1975, pp. 7-11; Códice Ramírez…, p. 81.

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El romano pontífice también era presentado por los frailes como ce tlacatl oquichtli in tiuhque (hombre, varón como nosotros), ceca qualli in jiollo yn jnemiliz, vey tlamatini (muy buenos son su corazón, su vida y es gran sabio). Estos mismos calificativos se le daban también al sumo sacerdote de Quetzal-cóatl en el Códice Florentino, de quien se decía que era “de buena vida, cuyo corazón es bueno, es sabio en las cosas de Dios”. En el texto también se le denomina tlalticpac ixiptlatzin (venerable imagen en la tierra).24

El término ixiptla, con el que designaron los franciscanos al sumo pontí-fice, en la religión prehispánica significaba no solo la representación de la divinidad, sino su misma manifestación. Los dioses eran representados por la pintura y la escultura, pero también por los sacerdotes que se cubrían con sus atuendos y por las víctimas del sacrificio. Ellos no solo eran considerados como una representación de la divinidad, sino que eran concebidos como la manifestación de la misma divinidad. De esta manera los indígenas veían en las imágenes cristianas o en los sacerdotes la manifestación misma de Dios.25 Así quedaba sacralizada la figura del papa en el texto de los Diálogos.

Los franciscanos de la Nueva España se referían también al sumo pontífice como un maestro que tiene a su cargo “el libro divino”, en el que se contiene la Palabra de Dios que debería ser anunciada a todos los hombres. Para los tlamatinime esta encomienda tendría cierta relación con la figura de Topiltzin- Quetzalcóatl, quien había “legado un libro a los indígenas”.26 Algunos autores en su afán de querer descubrir algunos antecedentes cristianos en la cultura náhuatl, identificaron este libro con la Biblia, traída por algún misionero, antes de la llegada de los castellanos, y de aquí parte la identificación que más tarde se hizo de Quetzalcóatl con el apóstol Tomás.27 Pero independien-temente de esta interpretación, puede aceptarse la tradición que afirmaba que este sabio sacerdote había dejado un libro, posiblemente un códice en el que expresaba su pensamiento religioso. Esta manera de presentar y concebir al

24 Cfr. M. León-Portilla, Coloquios…, op. cit., p. 108, n°. 154-158.

25 Cfr. S. Gruzinski, La guerre des images. De Christophe Colombe à “Blade Runner” (1492-2019),

Fayard, París 1990, pp. 83-88; E. O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y

culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, UNAM, México 1986, pp. 75-91.

26 Cfr. Códice Ramírez…, op. cit., p. 81; D. Durán, Ibidem., p. 159.

27 Cfr. J. Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, Fondo

de Cultura Económica, México 1991, pp. 260-300.

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papa probablemente llevó a identificarlo con el sabio sacerdote Quetzalcóatl: el Códice Ríos lo presenta vestido con una mitra en la cabeza y algunas cruces pintadas en su manto; el Códice Ramírez afirma que el tercer nombre dado a Quetzalcóatl era el de Papa, y entre las pinturas que se hallaban de su efigie está representado con una tiara de tres coronas.28

Recapitulando, se puede decir que los misioneros franciscanos presentaron, en el segundo capítulo de los Coloquios, el sentido teológico del ministerio petrino: 1° al referir su dominio jurisdiccional sobre la tierra, por el poder recibido como vicario de Cristo, en el contexto de la cristiandad medieval.29 ; 2° al hacer alusión a la comunión con la Santa Sede debido a que Roma es el centro de la catolicidad, aunque si bien el derecho del patronato del monarca español alejaba a la Iglesia novohispana de la sede romana; 3° al manifestar la preocupación del papa por la conversión de los indígenas, cuando envía a sus predicadores al nuevo continente de manera desinteresada, a diferencia de la ambición que caracterizaba a los conquistadores.

3. La Revelación divina

En el momento de enseñar a los dirigentes indígenas el significado de la Palabra de Dios, los franciscanos les mostraron el modo como Dios se ha manifestado a los hombres. En un primer momento hacían referencia al origen divino del contenido de la Escritura Santa, al decir que Dios estableció un diálogo con los hombres que son sus “amigos y leales servidores” (los patriarcas, profetas, após-toles y evangelistas); posteriormente explicaron la manera como se trasmite la Palabra divina, al decir que una vez que Dios revela a sus servidores la sagrada doctrina, ellos la escriben para que los que viven en el mundo, en las diversas épocas de la historia conozcan las cosas divinas; más adelante pasaron a declarar que el depositario de la Revelación divina es el “Gran Sacerdote y Pontífice, el Santo Padre”, quien la posee y la guarda. En un segundo momento presentaron los criterios de autenticidad y veracidad, al afirmar que los misioneros daban un valor importante a la Palabra de Dios porque es verdadera y por lo mismo se

28 Cfr. Códice Ramírez…, op. cit., p. 82.

29 Sobre la teocracia pontificia medieval véase P. Castañeda Delgado, La teocracia pontifical en las

controversias sobre el Nuevo Mundo, UNAM, México 1996, pp. 15-20.

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debe de aceptar con fe firme y aunque fue escrita por humanos, no significa que alguno la puede cambiar o suprimir. Finalmente, refieren que los destinatarios de la Palabra divina son los habitantes del Nuevo Mundo porque nunca la habían oído, y para anunciarla los misioneros llegaron de tierras lejanas para que con ella se combata la idolatría.30

Para que los dirigentes comprendieran el significado teológico de la Reve-lación divina, además de utilizar el término náhuatl teutlatolli, que significa palabra divina, los franciscanos se valen de la importancia que los indígenas daban a sus códices, en los que expresaban su sabiduría. Para demostrarles que la Sagrada Escritura es un libro portador de sabiduría, usaron el difra-sismo náhuatl tlillotoc, tlapallotoc, que significa “la tinta negra, la tinta roja”, con el fin de indicar la sabiduría que se encontraba en los códices de carácter religioso; decían a los indígenas que “todo está en el libro divino, con tinta negra, con tinta roja, todo allí se guarda ahora, las muy maravillosas palabras divinas”.31

Al escuchar hablar de un libro divino, los indígenas comprenderían que se trataba de un libro religioso de gran importancia para la vida y lo tuvieron que haber relacionado con sus libros sagrados como el tonalamatl. Éste era un texto para uso exclusivo del sacerdote, a quien la interpretación de los signos pictográficos le proporcionaba la posibilidad de dar instrucciones y direc-trices en todas las cuestiones decisivas de la vida, tanto religiosas, políticas y sociales. Había que consultarlo para iniciar una guerra, para emprender un viaje, antes de contraer matrimonio.32 Más aún, se afirmaba con la tradición prehispánica que Quetzalcóatl había sido el inventor de la escritura, de la “la tina negra y la tinta roja”.

Mientras los misioneros franciscanos daban a conocer la Palabra de Dios en náhuatl a los indígenas por mandato del gran sacerdote, el papa,33 Martín Lutero había descubierto su importancia para la vida del cristiano,

30 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 31r-32r.

31 Cfr. M. León Portilla, Coloquios…, op. cit., p. 116, n°. 311, 314.

32 Cfr. P. Donald-Robertson, Mexican manuscript painting of the early colonial period, Yale University

Press, 1959, pp. 25-33.

33 Sobre el conocimiento de la Biblia en el Nuevo Mundo véase J. L. de León Azcárate, La Biblia

y la evangelización del Nuevo Mundo durante el siglo XVI, en “Veritas” 32/2015, pp.195-227,

disponible en: http://bit.ly/2MWh0aw

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por lo que la tradujo al alemán para que los creyentes pudieran tener acceso directo a ella.34

Volviendo al texto de los Coloquios, se puede concluir diciendo que los frailes afirmaron el sentido teológico de la Revelación al decir que Dios se manifiesta al hombre para establecer una alianza de amor y a sus amigos les confía escribirla para enseñar a quienes aún no le conocen como “El verdadero Dios y universal Señor”. La revelación abarca tanto las acciones de Dios, como la palabra explicativa y tiene un carácter existencial y dialogal, que llama al hombre para transformarlo internamente, por lo que de él una respuesta. Para legitimar su validez se acude a argumentos apologéticos: su excelencia y su aceptación por gente sabia durante muchos siglos.

4. Presentación de la divinidad

Los franciscanos siguieron la misma pedagogía para presentar a Dios y su acción salvífica, al asumir conceptos del pensamiento religioso náhuatl sobre la divinidad. Para dar a conocer a Dios como creador, redentor y providente, utilizaron conceptos de la cosmovisión religiosa prehispánica tales como: Ipalnemoani (Aquel por quien todos viven), Teyocoyani (inventor de la gente), In Tloque in Nahuaque (El cercano, el que está junto a).

En su afán por demostrar que el Dios revelado por Jesucristo es el Dios verdadero, los misioneros arremetieron primeramente contra el politeísmo prehispánico, afirmando que los ídolos eran creación del demonio. Y ante la convicción de los señores mexicas de que era inútil el esfuerzo misionero de los frailes, porque ellos ya conocían a Dios, los franciscanos insistieron en la ineficacia de las divinidades prehispánicas debido a que ellas no atendían las necesidades de los indígenas, sino que más bien les acarreaban males. Más adelante los frailes expresaron su repugnancia por los dioses del panteón náhuatl al referirse al aspecto que tenían las estatuas de madera y piedra: “espantables, sucios, negros y hediondos”.35

34 La primera edición completa de la Biblia en alemán fue publicada en 1534 en Wittenberg por el

tipógrafo Hans Lufft, véase V. Vinay, Scritti religiosi di Martin Lutero, Unione Tipografico-Edi-

trice Torinese, Torino 1967, p. 61.

35 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 32r.

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Los dirigentes indígenas afirmaban que ya conocían al verdadero Dios porque existían entre ellos algunos sabios, llamados tlamatinime, que les ense-ñaban que el origen de todo lo que existe se encontraba en un principio dual. Entre los sabios que se acercaron a una concepción monoteísta de la divinidad, encontramos al sacerdote-rey de Tula, Topiltzin Quetzalcóatl, que adoraba a Ometeotl (señor de la dualidad) cuya morada se llamaba el Omeyocan (lugar de la dualidad). Los demás dioses serían para él solamente las manifestaciones del mismo Ometeotl.36 El sabio tlatoani de Texcoco, Netzahualcóyotl, llegó a profundizar este mismo pensamiento en su cantos en donde denominaba a la divinidad como Tloque Nahuaque (El cercano, el que está junto a) o Ipalne-moani (Aquel por quien todos viven).37 Las poesías y cantos en los que presen-taba a la divinidad tenían el fin de ayudar al hombre a superar la transito-riedad, el sueño del Tlaticpac (el estar sobre la tierra).38

En contraste con la imagen inhumana de los ídolos, los misioneros enfati-zaron la bondad de Dios, acentuando primeramente su aspecto existencial y ante la imposibilidad de presentarlo metafísicamente, debido a la cosmovisión indígena, tuvieron que presentarlo de manera antropomórfica. Al exaltar la misericordia y providencia de Dios en su relación con el hombre, mostraron sus principales atributos como creador, perfecto, amor, poderoso, increado, eterno, omnipotente, sabio. Y para enseñar que Dios es misericordioso, los franciscanos lo presentaron como Aquel que nunca quiere el mal para los hombres, sino que, por el contrario, siempre se manifiesta amoroso con ellos. La prueba más grande de su amor se manifestó cuando se hizo hombre y murió por la humanidad, derramando su sangre para liberar al hombre del dominio de todos los diablos [ídolos]. Este Dios misericordioso, que se llama Jesucristo, también los ha amado, porque siempre han recibido de él lo necesario para su sustento.39

Para hablar de la persona de Jesucristo los franciscanos elaboran algunos conceptos nahuas como nelli teutl ioan nelli oquichti, que se traduce como “verdadero Dios y verdadero hombre”; y para referirse a él como redentor y

36 Cfr. Códice Chimalpopoca, op. cit., p. 8.

37 Cfr. Pomar-Zurita, Relaciones de Texcoco y de los señores de la Nueva España, Ed. Salvador Chávez

Hayhoe, México 1941, pp. 23-24.

38 Cfr. M. León Portilla, Filosofía náhuatl, UNAM, México 1983, pp. 146-147.

39 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 33r.

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creador tomaron los apelativos que los tlamatinime daban a la divinidad tales como ioan temaquixtiani, que significa “libertador de la gente” o in nelli Teio-coiani, cuyo significado es “inventor de la gente”. Para explicar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios se valen de otra expresión en náhuatl que ence-rraban en sí una concepción religiosa: oquimocuilico in tomaceualnacaio que se traduce como “tomó para si nuestra carne de macehuales”, y para referirse al misterio de la redención del hombre, retoman nuevamente la expresión mace-hualli, concepto que manifiesta la condición del ser humano, redimido por el sacrificio de los dioses.40

Existía un mito prehispánico que los interlocutores de los frailes tuvieron que haber relacionado con la teología cristiana sobre de la creación-redención del ser humano. El mito narraba que después de la destrucción de la cuarta era o cuarto sol, Mictlantecuhtli, guardián de los huesos de los seres humanos que habían vivido en la era precedente, trató de preservarlos por todos los medios posibles. Quetzalcóatl logró ampararse de los restos óseos para dirigirse a un lugar llamado Tamoanchan, en donde una deidad femenina, Quilaztli, molió los huesos y los depositó en una vasija preciosa. Posteriormente Quetzalcóatl derramó sangre de su pene sobre el blanquecino polvo, el cual, revitalizado por el sagrado líquido recobró la vida.41 La relación entre creación y redención del género humano en las dos concepciones religiosas tuvieron llevar a los dignatarios nahuas a identificar a Quetzalcóatl con Jesucristo.

5. Eclesiología

En la exposición teológica a los dirigentes nahuas, los frailes se refirieron a la Iglesia como el Reino de Jesucristo bajo su doble dimensión, divina y humana. En cuanto a la primera, decían que fue Jesús mismo quien la estableció para que por medio de ella los hombres pudieran entrar al Reino de los cielos, y en cuanto a la dimensión humana, los misioneros afirmaban que el romano pontífice, en cuanto representante del Dador de la vida, tenía potestad sobre ella a través del poder de las llaves. Por esta potestad el papa decidía quién

40 Cfr. M. León Portilla, Coloquios…, op. cit., pp. 124, n°. 456; 126, n°. 487; 128, n°. 545-546, 549.

41 Cfr. P. Johansson, La fecundación del hombre en el Mictlan y el origen de la vida breve, en “Estu-

dios de Cultura Náhuatl”, 27/1997, pp. 69-88.

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podía entrar en el Reino de los cielos y con la misma autoridad enviaba a los misioneros para dar a conocer este Reino de Dios, es decir, a la Iglesia.42

Es interesante constatar la novedad teológica que los franciscanos presentan en este texto al identificar a la Iglesia con el Reino de cielos, utilizando la expresión náhuatl ilhuicac tlatocaiotl. Esta imagen bíblica de la Iglesia se había perdido a lo largo de la época medieval debido a que los teólogos y canonistas resaltaban demasiado su dimensión jurídica.43 Los misioneros también presen-taban la eclesiología tradicional enseñada por algunos teólogos de la Baja Edad Media, como Egidio Romano que exaltaba la dimensión jerárquica de la Iglesia al afirmar que el papa ocupaba la cúspide de la Iglesia en cuanto representante de Cristo cabeza, o de Jacobo de Viterbo que concebía a la Iglesia en un primer momento como el reino de Cristo, al afirmar que el papa, como vicario de Cristo, no era rey de otro reino fuera de la Iglesia y definía también a la Iglesia como ecclesia-congregatio fidelium, expresando así que los príncipes tempo-rales estaban en la Iglesia, por lo que el poder espiritual mandaba y juzgaba al poder temporal. Estos postulados eclesiológicos fueron asumidos por el papa Bonifacio VIII cuando reafirmó la plenitudo potestatis del romano pontífice al enseñar en la Bula Unam Sanctam (1302): Subesse Romano Pontifici… esse de necessitate salutis.44

Los misioneros utilizaron también expresiones de la sabiduría náhuatl para referirse a la Iglesia, como el difrasismo ipetlatzin icpaltzin quimotequili, cuyo significado es “colocó su estera, su sitial”, para indicar que Jesucristo esta-bleció su “trono”, su reino en la tierra, es decir, el reino de los cielos al que se denomina “Sancta Iglesia Católica”. Utilizando otro difrasismo náhuatl, ytoptzin ypetlacalzin, que se traduce como “su cofre, su petaca”, los francis-canos se referían a las riquezas espirituales que deposita el Dador de la vida en la Iglesia, y cuya custodia la tiene el “sancto padre”, quien posee la llave con la cual se abre y vigila para entrar en el cielo.45 Más adelante indicaban a

42 Cfr. ASV, Misc. Arm. I, vol. 91, fol. 33r-34r.

43 Cfr. F. Morales, Los colloquios de Sahagún: el marco teológico de su contenido, en “Estudios de

Cultura Náhuatl”, 32/2001, p. 185.

44 Cfr. Y. Congar, L’Eglise de saint Augustin à l’époque moderne, Les Éditions du Cerf, París 1970, pp.

272-275. Véase el pensamiento eclesiológico de estos teólogos en P. Castañeda Delgado, Ibidem.,

pp. 140-149.

45 Cfr. M. León Portilla, Coloquios…, op. cit., p. 130, n°. 583, 592.

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los sabios nahuas que para recibir estas riquezas divinas y para participar en el Reino de los cielos, los indígenas tenían que rechazar el pecado, es decir, la idolatría, con el fin de unirse a Jesucristo a través de la recepción del bautismo como signo de purificación “por medio del agua preciosa del dador de la vida” (ica in iatzin ypalnemoani).46 Dan a entender así que el ingreso en el Reino de Jesucristo comienza con la participación de las riquezas que nos ofrece la Iglesia, una Iglesia que es jerárquica bajo la conducción del papa como sucesor de Pedro.

Los franciscanos, al no comprender por qué Dios habría permitido que los indios vivieran tanto tiempo alejados de la redención y partiendo del postu-lado teológico que afirmaba “fuera de la Iglesia no hay salvación”, elaboraron en sus crónicas una interpretación providencialista de la historia. Para ellos, el descubrimiento del Nuevo Mundo, la conquista y la evangelización de sus habitantes habrían sido fruto de un designio divino, que se realizó a través de personas designadas por la Providencia, tales como los conquistadores y los misioneros.

En la obra de Gerónimo de Mendieta, a Hernán Cortés se le compara con Martín Lutero, al decir que los dos nacieron el mismo año, pero que cada uno estaba destinado a realizar un proyecto distinto para la perdición o salva-ción de los hombres. El franciscano afirmaba textualmente que Dios había elegido a Cortés “para que por medio suyo abrir la puerta y hacer camino a los predicadores de su Evangelio en este nuevo mundo donde se restaurase y se recompensase la Iglesia católica con conversión de muchas ánimas, la pérdida y grande daño que el maldito Lutero había de causar en la misma sazón y tiempo en la antigua cristiandad. De suerte que por lo que por una parte se perdía, se cobrase por otra”.47

Fray Martín de Valencia, superior de los doce franciscanos, también era presentado por el cronista Diego Valadés como instrumento de la providencia divina para implantar la doctrina de Cristo entre los indígenas de Nueva España y para acabar con la idolatría. En su obra titulada Rhetorica Christiana, publicada en Italia en 1579, el cronista franciscano oponía también a Martín de Valencia con Martín Lutero, porque si bien los dos llevaban el mismo

46 Ibidem, p. 132, n°. 656.

47 Cfr. G. de Mendieta, Ibidem., Tomo II, Editorial Salvador Chávez Hayhoe, México 1945, pp.

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nombre de pila, su labor era muy distinta; mientras que el fraile franciscano ponía las bases de la Iglesia en la Nueva España, Martín Lutero destruía la Iglesia de Jesucristo en el viejo mundo. Bernardino de Sahagún, el recopilador de los Diálogos de los doce, también comulgaba con esta concepción providen-cialista de la conquista y la evangelización de los indios de la Nueva España, al interpretarla como una restitución por las pérdidas que la Iglesia católica ha sufrido por el avance del protestantismo en Inglaterra, Alemania y Francia.48

Conclusión

La referencia que nos da Bernardino de Sahagún en el texto mismo de los Coloquios y los datos proporcionados por Gerónimo de Mendieta en su Historia Eclesiástica Indiana son una prueba contundente de la historicidad del encuentro que tuvieron los doce franciscanos con los dignatarios nahuas en 1524. Pero al analizar el texto se constata que su contenido es una reela-boración teológica de Bernardino de Sahagún y sus colegiales de Tlatelolco en 1564, quienes tomaron como base los rudimentos doctrinales enseñados a los sabios nahuas en los Coloquios y las enseñanzas doctrinales que los misio-neros fueron transmitiendo a los indígenas durante la primera mitad del siglo XVI. La reelaboración del texto se puede comprobar también por el estilo lingüístico tan bien elaborado del texto náhuatl.

El conocimiento de la cultura náhuatl, especialmente de la religión y de la lengua, fue trascendental para los misioneros franciscanos, que con estos subsidios pedagógicos pudieron transmitir con más eficacia los principales postulados de la teología católica a los indígenas nahuas, tal como lo habían realizado San Justino o Clemente de Alejandría con los habitantes del imperio romano de cultura griega.

La exposición de la teología cristiana en los Coloquios tenía como objetivo principal presentar la Palabra divina, para que los indígenas conociendo a Dios relevado por Jesucristo dejaran la idolatría y así pudieran alcanzar su salva-ción. Esta Palabra divina era custodiada por el romano pontífice, quien poseía también autoridad para interpretarla y para darla a conocer a los hombres y

48 Cfr. A. Mayer, Lutero en el Paraíso. La Nueva España en el espejo del reformador alemán, FCE-UNAM,

México 2008, pp. 116, 119-120.

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para ello había enviado a los misioneros al Nuevo Mundo. Mientras los misio-neros enseñaban esta doctrina a los mexicas en Europa Martín Lutero negaba la infalibilidad del papa en la interpretación de la Biblia.

Los misioneros enfatizan por un lado la bondad de Dios frente a la inhu-manidad de los ídolos, subrayando su aspecto existencial y demostrando la verdad del cristianismo y por otro lado subrayan la necesidad de cumplir sus exigencias para salvarse. Constantemente hacen referencia a las dos natura-lezas Jesucristo y a su obra redentora, y retoman la cristología monástica que acentuaba el misterio de salvación de Jesucristo y la teología escolástica que subrayaba su aspecto ontológico.

En cuanto a la eclesiología presentada en el texto podemos decir que mani-fiesta la concepción de la Iglesia del tardo Medioevo: una institución fundada por Cristo, bajo la guía del papa su representante en la tierra. El romano pontí-fice aparece, así como custodio de la Palabra divina y como cabeza visible de la Iglesia, en el momento en el que Martín Lutero atacaba el primado ponti-ficio en la Iglesia. De esta manera se enseñaba a los indígenas amar y respetar al papa como vicario de Cristo, al subrayar su autoridad en la Iglesia a través de la potestad de las llaves. En el texto se especifica a los dirigentes nahuas el desinterés material del papa y sus enviados, en el momento en que el refor-mador alemán denunciaba en sus escritos la corrupción del papado y la curia romana. Con ello se ponían las bases de una Iglesia pobre en el Nuevo Mundo en contraposición de la opulencia de la Iglesia europea de aquellos años.

Finalmente podemos decir que los primeros franciscanos buscaron infundir en los indígenas el amor a Dios revelado en la Sagrada Escritura, el respeto por la Iglesia y el papa, así como la admiración en su labor misionera. Pero no se puede olvidar que un año después de la redacción del texto de los Coloquios, se recibían los decretos del Concilio de Trento en la Iglesia novohispana a través de la celebración del Segundo Concilio Provincial Mexicano en 1565. Con ello comenzaba una etapa nueva en la historia de la Iglesia novohispana, denominada la reforma católica y caracterizada ya no por el diálogo con las culturas indígenas con el fin de inculturar el Evangelio, sino por la aplicación estricta de los postulados teológicos y disciplinares tridentinos.

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Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin: su registro de la primigenia cristiandad

en Chalco Amaquemecan1

Dra. Clementina Battcock

Dirección de Estudios Históricos. Instituto Nacional de Antropología e Historia

“Nadie –dice Pascal– muere tan pobre

Que no deje algo tras de sí”.

Lo que vale ciertamente también para los recuerdos,

aunque éstos no siempre encuentren un heredero.

Walter Benjamin, El narrador.

Punto de Partida

Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin creció como uno más de los hombres occidentales, dominados por el paradigma europeo de

conciencia correspondiente al siglo XVI. Chimalpahin, de su casa paterna en Chalco-Amaquemecan, pasó a vivir en los centros evangelizadores de la Ciudad de México, espacios desde los que participó del proceso de cambio entre la sociedad novohispana de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII. En esta época, Chimalpahin preservó notas en sus manuscritos, su Diario y en sus ocho relaciones denominadas posteriormente como Différentes Histoires Originales, que dan algunas luces sobre la configuración política,

1 Quiero agradecer los comentarios, críticas y apoyos de José Rubén Romero Galván y Jhonnatan

Alejandro Zavala López, los cuales me permitieron mejorar este trabajo.

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social y religiosa de su estrato social: la nobleza indígena venida a menos tras la conquista hispana.2

A lo largo de las últimas cuatro décadas mucho se ha avanzado en el estudio y análisis de este cronista indígena chalca, testigo de transformación de la Nueva España temprana, y cronista de la gentilidad prehispánica. En este lapso, los estudios académicos transcribieron con esmero y pulcritud frag-mentos de muchos de sus papeles como fuente en obras más vastas; se recons-truyeron varios de los hechos extraordinarios que consignó en sus escritos; se tradujeron y publicaron el Diario y las Relaciones,3 y también se ensayó definir los rasgos biográficos de este cronista chalca a partir de los escasos reportes a la mano. No pocas, y muy buenas, fueron las investigaciones que se dedicaron

2 A lo largo de este trabajo se irán enunciando los elementos biográficos a considerar, sin

embargo, debemos partir sobre los 26 años que Chimalpahin pasó en la ermita de San

Antonio, ubicada al sur de la Ciudad de México, en donde terminó de afinar una educación

que lo posicionó como un indígena cristiano que tenía la intención de incorporar en los

registros de la Iglesia Católica el pasado de los grupos chalcas. Véase a J. Durand Forest,

Extractos de la Primera relación de Chimalpahin Quauhtlehuanitzin (Manuscrito n. 74 de

la Colección Goupil Aubin de la Biblioteca Nacional de París, folios 1 a 8 v), en “Estudios

de Cultura Náhuatl”, 20/1990, pp. 65-76; J. R. Romero Galván, Chimalpahin Cuauhtlehua-

nitzin, en Historiografía novohispana de tradición indígena, Historiografía mexicana, vol. I,

coords. Juan A. Ortega y Rosa Camelo, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto

de Investigaciones Históricas, Ciudad de México 2003, pp. 331-350. Así mismo, son intere-

santes las precisiones sobre la relación entre los textos de Chimalpahin y otro cronista indí-

gena novohispano, Hernando Alvarado Tezozomoc, inscrita en la Crónica mexicayotl. Véase

a G. Kenrick Kruell, La Crónica mexicáyotl: versiones coloniales de una tradición histórica

mexica tenochca, en “Estudios de Cultura Náhuatl”, 45/2013, pp. 197-292.

3 La edición de mayor consulta hecha a los manuscritos de Chimalpahin es la realizada por

Rafael Tena en 1998, misma que agrupa las denominadas Ocho relaciones y el memorial

de Colhuacan. Posteriormente, este mismo investigador se dio a la tarea de la traducción

del Diario de este cronista indígena virreinal en 2001. Véase a D.S.A.M. Chimalpáhin

Cuautlehuanitzin, Las Ochos Relaciones y el Memorial de Colhuacan: Domingo Chimalpáhin,

2 vols., ed. Rafael Tena, col. Cien de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,

México 1998; D.S.A.M. Chimalpáhin Cuautlehuanitzin, Domingo Chimalpáhin, Diario, ed.

y trad. Rafael Tena, col. Cien de México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,

México 2001.

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a descubrir el significado de las palabras en náhuatl y caracteres latinos que dejó como legado.4

Los primeros registros seguros de la vida de Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin se deben a la singular inclinación por la precisión en el registro de una realidad que era asumida como propia de la Nueva España de los siglos XVI y XVII. Es decir, saber observar, calcular y registrar tanto los fenómenos naturales como la propia historia en un contexto del mundo acorde a las reglas de la crea-ción. Los historiadores modernos señalan que el cronista chalca nació el martes 26 de mayo de 1579; pero en su apunte de la Séptima Relación correspondiente a ese año, en referencia a sí mismo en tercera persona –como si fuera testigo externo de su biografía– dice: “Al amanecer del miércoles 27 del mes de mayo, cuando habían pasado seis días del amor a sí mismo que se dice signo de géminis, entonces nació el mencionado Domingo de San Antón”.5

La precisión de las fechas iba en sintonía con una tradición escriturística que echaba mano del peso de los símbolos y las alegorías para explicarse la regularidad del cosmos, así como el lenguaje algebraico de Dios. De hecho, al modo antiguo, era común señalar influencias astrológicas y una cober-tura espiritual para los cristianos al nacer, lo mismo que la protección de algún santo patrón señalado por el calendario eclesiástico. Con estos trazos nada superfluos, otros cronistas novohispanos demostraron una afinidad a

4 Debo mencionar que los estudios que abrieron camino a nuevos postulados sobre las obras de

este cronista son las ediciones realizadas a la octava relación, realizada por José Rubén Romero

Galván en 1983, y a la tercera relación hecha por Víctor Manuel Castillo Farreras en 1997. Véase a

D.S.A.M. Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Octava relación, obra histórica de Chimalpahin, intro-

ducción, estudio, paleografía, traducción y notas de José Rubén Romero Galván, Universidad

Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México 1983; D. S. A.

M. Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Primer amoxtli libro. 3ª Relación de las Différentes Histoires

Originales, edición, estudio, paleografía, versión del náhuatl y reproducción de glifos de Víctor

Castillo Farreras, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones

Históricas, México 1997.

5 D. S. A. M. Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Séptima relación de las Différentes Histoires Origi-

nales, edición de Josefina García Quintana, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-

tuto de Investigaciones Históricas, México 2003, p. 313.

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la precisión casi aritmética de las líneas de linaje indígena como legítima prueba de los méritos políticos.6

Continúa Chimalpahin en este pasaje de la Séptima Relación enunciando que:

en las vísperas de nuestro Señor Jesucristo, la que se dice fiesta de la Ascensión,

cuando se dignó subir por sí mismo al cielo, nació Domingo Francisco de San

Antón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, nieto en la novena línea del muy fuerte

y valiente Chichimécatl Cuauhtlehuanitzin, tlailotlacteuctli, que venía fungiendo

como el total gobernante y guía de los tenanca cuixcoca temimilolca ihuapanenca

zacanca.7

El cronista indígena Chimalpahin nació en Tzacualtitlan Tenanco Chicon-cóhuac, barrio-cabecera de la localidad de Chalco Amaquemecan, la cual constituía uno de los cuatro pueblos en los que se organizaba la provincia de Chalco en el siglo XVI, juntamente con Tlalmanalco, Tenanco-Tepopo-llan y Chimalhuacan.8 La detallada observación de fechas y calendarios no

6 Es indispensable hacer referencia a otros dos cronistas que dejaron un registro similar de

los linajes de origen indígena en el contexto novohispano: Hernando Alvarado Tezozomoc y

Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Véase a H. Alvarado Tezozomoc, Crónica mexicana, eds. Gonzalo

Díaz Migoyo y Germán Vázquez Chamorro, Historia 16, Madrid 1997; F. Alva Ixtlilxóchitl, Obras

históricas, 2 vols., ed. Edmundo O´Gorman, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-

tuto de Investigaciones Históricas, México 1985. En el año 2003, José Rubén Romero Galván

coordinó un volumen de estudios dedicados a la historiografía novohispana de tradición indí-

gena. Véase a J. R. Romero Galván, (coord.), Historiografía novohispana de tradición indígena.

Historiografía mexicana, vol. I, coords. Juan A. Ortega y Rosa Camelo, Universidad Nacional

Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México 2003.

7 D. S. A. M. Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Séptima relación de las Différentes Histoires Origi-

nales, edición de Josefina García Quintana, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-

tuto de Investigaciones Históricas, México 2003, p. 313.

8 T. Jalpa Flores, Tierra y sociedad. La apropiación del suelo de la región de Chalco durante los siglos

XV-XVIII, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México 2008. Para una revisión de

los grupos sociales asentados en esos territorios, y sus vinculaciones mítico-sagradas, véase

J. Durand-Forest, los grupos chalcas y sus divinidades según Chimalpahin, en “Estudios de

Cultural Náhuatl”, 11/1974, pp. 37-44.

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correspondió a una excéntrica memoria personal puntual y única. Chimal-pahin era hijo de su tiempo: era menester para los hombres la escritura de diarios y crónicas, así como escribir los orígenes de sí mismos en contextos de movimientos siderales e influencias zodiacales. El objetivo era ubicar al alma y al cuerpo en la geometría pensada por Dios, sometida a regularidades mesurables desde su ubicación virreinal. Uno de sus biógrafos modernos, José Rubén Romero Galván, conjeturó la doble formación de este indígena letrado: la inicial en la casa paterna, donde aprendió la lengua náhuatl y las antiguas historias a través de la lectura y memorización de los signos pintados en los códices; y una segunda, en el convento de Nuestra Señora de la Asunción de su localidad, en el que los frailes residentes le enseñaron a obedecer los mandamientos cristianos, a leer y escribir.9 Por supuesto, ambos rumbos de su educación obedecieron al contexto de la instrucción católica virreinal dirigida a una joven nobleza india.

9 J. R. Romero Galván, Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, en Historiografía novohispana de tradi-

ción indígena, Historiografía mexicana, vol. I, coords. Juan A. Ortega y Rosa Camelo, Univer-

sidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, México 2003,

p. 331.

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Mapa 1. Poblaciones del siglo XVI en el oriente del Estado de México.10

La formación de Chimalpahin y la evangelización en Chalco Amequemecan

Por un pasaje del preámbulo que el propio Chimalpahin escribió en su Octava relación se entiende que en algún momento de su infancia se trasladó a la

10 Agradezco al arqueólogo Luis Antonio Huitrón Santoyo, a la licenciada Daniela Tovar del Centro

INAH del Estado de México así como a la arqueóloga Eunice Evelyn García Cervantes, del

Centro INAH Estado de México, por la elaboración de este mapa.

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Ciudad de México para continuar su educación.11 El nombre de la institución a la que primeramente llegó es un enigma, por lo que es este primer momento, su formación temprana en el hogar nahua, lo cual le posibilitó una interpretación más amplia del pensamiento indígena por lo menos hasta antes de cumplir los catorce años, cuando entró a servir en la ermita de San Antonio Abad e inicio una profundización de sus reflexiones sobre el mundo cristiano.12

Para Susan Schroeder, un aspecto fundamental en el análisis de la obra de Chimalpahin es su perfil como indígena cristiano, y es por este sentido identitario que dentro de sus escritos los actos rituales o a las prácticas reali-zadas por los nahuas son comentadas como atrocidades. El historiador chalca escribe desde una educación sólida, empapado por los conocimientos nahuas, pero nunca perdiendo de objetivo las relaciones con su territorio y con la noción de una historia cristiana que cubre todos los aspectos de la existencia humana, sea cual sea su ubicación espacial o temporal. 13

Chimalpahin afrontó, como se devela en el manuscrito de su Primera Rela-ción, la ardua tarea de escribir hacia 1620. Tendría poco más de cuarenta años. No resulta difícil imaginar cómo fraguó en sus escritos un particular aparato axiológico, moral, retórico y discursivo que seguramente cultivó por lo menos desde 1593, pues en sus textos incorporó lecturas de autores fundamentales para el pensamiento hispánico occidental que le orientaron en la forma de juzgar y categorizar las cosas existentes en el mundo, tales como Platón, Aris-tóteles, Sófocles, Diógenes, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, siempre a la luz de su dependencia, que se ubicó desde que cumplió los catorce años

11 D. S. A. M. Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Octava relación, obra histórica de Chimalpahin, introduc-

ción, estudio, paleografía, traducción y notas de José Rubén Romero Galván, Universidad Nacional

Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, Ciudad de México 1983, p. 73.

12 Así lo informa Chimalpahin en su Diario. D.S.A.M. Chimalpahin Cuautlehuanitzin, Domingo

Chimalpáhin, Diario, ed. y trad. Rafael Tena, col. Cien de México, Consejo Nacional para la

Cultura y las Artes, Ciudad de México 2001. Véase además a J. R. Romero Galván, Prólogo, en

Susan Schoreder, David Tavárez Bermúdez y Cristián Roa-de- la-Carrera (eds.), Chimalpáhin

y La conquista de México. La crónica de Francisco López de Gómara comentada por el historiador

nahua, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas,

Ciudad de México 2012, pp. 12, 13, 24, 49.

13 Véase a S. Schroeder, Chimalpahin y los reinos de Chalco, El Colegio Mexiquense, H. Ayunta-

miento Constitucional de Chalco, Ciudad de México 1994.

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en la ermita de San Antonio Abad del barrio indígena de Xolloco Acatla en la Ciudad de México.14

La historia del florecimiento de la prístina cristiandad católica del siglo XVI en Chalco Amaquemecan se muestra en la obra de Chimalpahin salpicada de varios episodios e hitos puntuales, mismos que responden a un contexto de honda transformación cultural en el que los antiguos valores indígenas se encuadraron en un nuevo marco teleológico de negociación de la espiritua-lidad, de las costumbres y de las relaciones de poder.15

Imagen 1. Parroquia de Santiago Matamoros, Chalco, Estado de México. Listado del

Inventario de Monumentos Históricos Inmuebles, Coordinación Nacional de Monu-

mentos Históricos del INAH.16

14 J. R. Romero Galván, Prólogo, en Susan Schoreder, David Tavárez Bermúdez y Cristián Roa-de-

la-Carrera (eds.), Chimalpáhin y La conquista de México. La crónica de Francisco López de Gómara

comentada por el historiador nahua, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de

Investigaciones Históricas, Ciudad de México 2012, pp. 18-19; 46-47.

15 Véase a S. Schroeder, Chimalpahin y los reinos de Chalco, El Colegio Mexiquense, H. Ayunta-

miento Constitucional de Chalco, Ciudad de México 1994.

16 Agradezco al arquitecto Cristian Blanquel por facilitarme el acceso a las fotografías que presento

en este texto, mismas que provienen del Listado del Inventario de Monumentos Históricos Inmue-

bles ubicados en Chalco de la Coordinación Nacional de Monumentos Históricos del INAH.

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Cabe señalar que los franciscanos se encargaron desde fechas tempranas de la evangelización de Amaquemecan. En 1525 procedieron a quemar y a destruir los adoratorios y templos-teocalli de los naturales y practicar el bautismo en masa; y en 1529 instruyeron los primeros matrimonios monógamos entre los indios principales.17 Sin embargo, fue la llegada de fray Martín de Valencia a la zona en 1531, la que produjo el más penetrante y trascendental impacto entre los amaquemeque: se ganó el favor del importante y preeminente señor en el tlayácatl de Itztlacozauhcan, don Tomás de San Martín Quetzalmazatzin, quien promovió la erección de la primera ermita cristiana en Amaquemecan: la de Santo Tomás Apóstol. Al tiempo, el fraile supo concatenar sus claras apetencias por los ejercicios de eremitismo y ascetismo de tradición paleo-cristiana con el retiro rutinario a las cuevas del Amaquem.18

Paradójicamente, en el cerro se recreaba un espacio sagrado de un ritual político, que fue visto como un acto de nigromancia indígena, conectado con el culto a un avatar zoomórfico del solitario y penitente dios Tezcatlipoca. Así, la fama de este nuevo ixiptla, una personificación del célebre “Señor del Espejo Humeante” –metamorfoseado en un solitario sacerdote franciscano, de apariencia miserable, con “andrajos sucios y pies agrietados”, y que sólo comía al mediodía “mole de guajolote”–,19 constituyó una sólida fuente de legitimación de poder para las autoridades del altepetl y república de yndios de Chalco Amaquemecan a lo largo del siglo XVI. A este fraile se le imaginó como un símbolo, hasta el punto de que, años después de que los religiosos seráficos hubiesen abandonado esta localidad, se edificó en 1583 un sepulcro conmemorativo en el Amaqueme para honra de los célebres ayunos y peniten-cias del santificado fray Martín de Valencia.20

A pesar de la extraordinaria trascendencia que los actos del padre Valencia estaban destinados a ocupar en el imaginario religioso y político de las élites de los amaquemeque, lo cierto es que la orden de San Francisco abandonó súbi-tamente la ermita de Santo Tomás Apóstol en Itztlacozauhcan en el año 1537.

17 D. S. A. M. Chimalpahin Cuautlehuanitzin, Las Ochos Relaciones y el Memorial de Colhuacan:

Domingo Chimalpáhin, 2 vols., ed. Rafael Tena, col. Cien de México, Consejo Nacional para la

Cultura y las Artes, Ciudad de México 1998, vol. II, pp. 169, 170.

18 Ibidem, pp. 183-185.

19 Ibidem, pp. 185, 195.

20 Ibidem, pp. 255-257.

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Según el propio Chimalpahin, la desafección de los seráficos en Amaquemecan se produjo a raíz de la llegada de varios frailes dominicos al tlayacatl de Tlai-lotlacan, dominado por don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin. Este señor, como sucedió con infinidad de linajes indígenas y europeos, se habría enemis-tado con su hermano Quetzalmazatzin del tlayácatl de Itztlacozauhcan –y, por ende, con toda la red social y clientelar que éste controlaba–, y ayudó a los dominicos, tanto en la construcción de una nueva ermita dedicada a san Juan Evangelista en Tlailotlacan, como con la transferencia de mano de obra indí-gena para las obras del convento de Santo Domingo de México.21 Este suceso resulta altamente sugerente para comprender hasta qué grado el faccionalismo regional, presente entre las elites nativas (de evidente raíz prehispánica), continuó con fuerza tras la Conquista, y cómo los nuevos interlocutores espiri-tuales cristianos de los señores y los principales fueron insertados, consciente e interesadamente, en dichas dinámicas sociopolíticas conflictivas.

El propio Chimalpahin tuvo a bien recordar que el asiento definitivo de la Orden de los Predicadores en Amaquemecan se produjo entre los años 1547 y 1554. Pues en 1547 falleció Quetzalmazatzin y se iniciaron las obras de edifi-cación del convento e iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción; en 1550 los dominicos fijaron su residencia en San Juan Evangelista Tlailotlacan y, finalmente, en 1554, se efectuó la inauguración del convento dominico de la localidad.22 Seis años más tarde se dio un paso definitivo hacia la plena cons-titución de la naturaleza jurídica que tendría este centro chalca en el virrei-nato temprano con la aparición del gobernadoryotl, o gobernación concejil y cabildo indio (1560),23 suceso político que estuvo convenientemente acol-chado por las gratificaciones y expectativas de los religiosos dominicos. Y es que resulta destacable que, en 1561, el primer gobernador de la república de yndios de Chalco Amaquemecan fue precisamente don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin, señor del tlayácatl de Tlailotlacan. 24

21 Ibidem, pp. 193-197.

22 Ibidem, pp. 203, 205, 207.

23 Ibidem, p. 213.

24 Ibidem.

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Imagen 2. Relieve del siglo XVI ubicado en una capilla abandonada en la colonia

“Casco San Juan”, en el Municipio Chalco de Covarrubias, Estado de México. Listado

del Inventario de Monumentos Históricos Inmuebles, Coordinación Nacional de

Monumentos Históricos del INAH.

Las relaciones sociales de Chimalpahin

Chimalpahin, quizá enorgulleciéndose y haciendo alarde de su antiguo abolengo tenanca, no dejó pasar la oportunidad de registrar que la goberna-ción en Amaquemecan se volvió inmediatamente rotativa a partir de 1563, y que el resto de tlayácatl de Itztlacozauhcan, Tzacualtitlan Tenanco, Tecua-nipan y Panohuayan pudo enviar a sus respectivos señores y principales para que participasen en ella cada cuatro años.25 La implicación progresiva de las autoridades de estos barrios-cabeceras de los amecameque en la gobernación, alcaldías y regidurías de su cabildo indio, pudo constituir un fuerte detonante

25 Ibidem, pp. 215-217.

Según el propio Chimalpahin, la desafección de los seráficos en Amaquemecan se produjo a raíz de la llegada de varios frailes dominicos al tlayacatl de Tlai-lotlacan, dominado por don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin. Este señor, como sucedió con infinidad de linajes indígenas y europeos, se habría enemis-tado con su hermano Quetzalmazatzin del tlayácatl de Itztlacozauhcan –y, por ende, con toda la red social y clientelar que éste controlaba–, y ayudó a los dominicos, tanto en la construcción de una nueva ermita dedicada a san Juan Evangelista en Tlailotlacan, como con la transferencia de mano de obra indí-gena para las obras del convento de Santo Domingo de México.21 Este suceso resulta altamente sugerente para comprender hasta qué grado el faccionalismo regional, presente entre las elites nativas (de evidente raíz prehispánica), continuó con fuerza tras la Conquista, y cómo los nuevos interlocutores espiri-tuales cristianos de los señores y los principales fueron insertados, consciente e interesadamente, en dichas dinámicas sociopolíticas conflictivas.

El propio Chimalpahin tuvo a bien recordar que el asiento definitivo de la Orden de los Predicadores en Amaquemecan se produjo entre los años 1547 y 1554. Pues en 1547 falleció Quetzalmazatzin y se iniciaron las obras de edifi-cación del convento e iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción; en 1550 los dominicos fijaron su residencia en San Juan Evangelista Tlailotlacan y, finalmente, en 1554, se efectuó la inauguración del convento dominico de la localidad.22 Seis años más tarde se dio un paso definitivo hacia la plena cons-titución de la naturaleza jurídica que tendría este centro chalca en el virrei-nato temprano con la aparición del gobernadoryotl, o gobernación concejil y cabildo indio (1560),23 suceso político que estuvo convenientemente acol-chado por las gratificaciones y expectativas de los religiosos dominicos. Y es que resulta destacable que, en 1561, el primer gobernador de la república de yndios de Chalco Amaquemecan fue precisamente don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin, señor del tlayácatl de Tlailotlacan. 24

21 Ibidem, pp. 193-197.

22 Ibidem, pp. 203, 205, 207.

23 Ibidem, p. 213.

24 Ibidem.

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para que las nuevas identidades vecinales se afianzasen a la sombra de la edifi-cación, a lo largo del año 1576, de las iglesias de Santiago en Tzacualtitlan Tenanco y de San Felipe en Panohuayan.26

En este contexto, la educación del niño Domingo Francisco, nacido tres años después, se esmeraría en asegurar el nuevo legado a través del orgullo inculcado del linaje propio. Es probable que Chimalpahin adquiriese parte de su educación en el tecpan familiar de Tzacualtitlan Tenanco, y que también participase en el cuidado, acicalamiento y celebración de festividades relacio-nadas con la parroquia vecinal consagrada al apóstol Santiago.

Por su condición de pilli, debió acudir de forma rutinaria al convento de Nuestra Señora de la Asunción de Amaquemecan, y tampoco parece improbable plantear que, antes de ir a la Ciudad de México –donde, ya se dijo, al cumplir los catorce años ingresó a la ermita de San Antonio Abad–, pudiese haber llegado a visitar y a recibir instrucción docente y espiritual en el resto de los conventos que configuraban la malla dominica afincada en la falda de los volcanes Iztac-cíhuatl y Popocatépetl, como las casas de Chimalhuacan y de Tetela.

Con todo, continúan siendo una incógnita los motivos que promovieron su entrada en 1593 a la ermita de San Antonio Abad, en la parcialidad de San Pablo de México. Sin embargo, es necesario traer a colación que, para esas fechas entre los siglos XVI y XVII, doña Martina y don Nicolás Hernández Tlacaelleltzin -madre e hijo, y descendientes del antiguo y afamado cihuacoatl Tlacaélel- constituían la cabeza visible de una prestigiosa feligresía indígena afincada en los adyacentes barrios tenochcas de Ateponazco y Xolloco Acatla, y que sería adepta y devota del cercano San Antonio Abad.27

Las reflexiones que Susan Schroeder hace en torno a la presencia de la figura de Tlacaelel como un sujeto clave en la dinámica política de la configuración del dominio tenochca en la Cuenca de México, ciertamente inscrita en la narrativa los textos de Chimalpahin,28 me motivan a postular que quizá la ubicación de Chimalpahin en esta ermita de San Antonio pudo estar relacionada con las

26 Ibidem, p. 247.

27 D. S. A. M. Chimalpahin Cuautlehuanitzin, Annals of his Time, Don Domingo de San Antón Muñón

Chimalpahin Quauhtlehuanitzin, ed. y trad. James Lockhart, Susan Schroeder, Doris Namala,

Stanford University Press, Stanford 2006 [c. 1620], pp. 155, 172, 239.

28 S. Schroeder, Tlacaelel remindered. Mastermind of the Aztec Empire, University of Okhlahoma

Press, Norman 2016.

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viejas conexiones genealógicas que el linaje del cihuacóatl Tlacaélel de Méxi-co-Tenochtitlan mantenía con las autoridades de varios tlayácatl de Chalco Amaquemecan desde tiempos más antiguos que el florecimiento tenochca. Me atrevo a conjeturar que un buen conocido de Chimalpahin fue un posible hijo de don Nicolás Hernández Tlacaelleltzin, de nombre Francisco Hernández, sujeto que es registrado en las notas y declaraciones administrativas relacionadas con la gran inundación que padeció la Ciudad de México en 1629 como un vecino del barrio de San Antonio Abad en 1630, además de ser un acreditado infor-mante indígena del pasado prehispánico y como poseedor de pinturas anti-guas.29 Al mantenerse vigentes estas relaciones de parentesco durante el virrei-nato, seguramente facilitaron el desplazamiento de indígenas relacionados entre sí por pactos políticos y familiares remotos; es decir, cristianos de la nobleza novohispana que abandonaron en su juventud su hogar nahua para instruirse y prestar servicios en los nuevos centros espirituales urbanos de la Ciudad de México.

Imagen 3. Nicho en la esquina del Embarcadero de la Casa Colorada, Siglo XVI,

Chalco de Covarrubias, Estado de México. Listado del Inventario de Monumentos

Históricos Inmuebles, Coordinación Nacional de Monumentos Históricos del INAH.

29 M. Orozco y Berra, Apuntes para la historia de la geografía en México, Imprenta Escalante, Ciudad

de México 1856 [1660], p. 146.

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Consideraciones finales

Domingo Francisco Chimalpahin intentó resolver diversos problemas de orden simbólico, como ubicarse en la historia de la redención, regida por la Provi-dencia, en tanto descendiente de los antiguos pobladores de un nuevo mundo aislado del resto de la ecúmene. Esto equivalía a encontrar, para él mismo y para los demás indígenas, un lugar en esa historia de salvación en la que sólo tenían cabida los descendientes de Adán y Eva. Su labor historiográfica tenía como obje-tivo resolver sus registros prehispánicos con la mirada fija en la historia sagrada.

En suma, Chimalpahin se propuso buscar afanosamente el vínculo que le permitiera a él y a los suyos incluirse en la redención. Su obra es prueba de que en su tiempo hubo hombres, indígenas y mestizos, que no escatimaron esfuerzos a fin de vincularse con aquella historia, la única posible por el hori-zonte cristiano. Con ese objetivo, para este cronista era imperativo ubicar su escritura en tanto de la creación, y para fundamentar sus argumentos le fue menesteroso apoyarse en autoridades históricas legitimadas por la tradición cristiana occidental, tales como los padres de la Iglesia Católica Romana, y los filósofos de la antigüedad clásica europea. Con estos preceptos, el cronista indígena chalca esgrimió argumentos que pudieran asegurar a estos cristianos nuevos, y a sus ascendentes, un lugar en la salvación de la cristiandad, y a su vez sostener su privilegio en la compleja política mundana, quizá razón más urgente y más provechosa en su conflictiva realidad novohispana.

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J. Durand-Forest, Los grupos chalcas y sus divinidades según Chimalpahin, en “Estudios de Cultural Náhuatl”, 11/1974, pp. 37-44.

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J. R. Romero Galván, Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, en Historiografía novo-hispana de tradición indígena, Historiografía mexicana, vol. I, coords. Juan A. Ortega y Rosa Camelo, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-tuto de Investigaciones Históricas, Ciudad de México 2003, pp. 331-350.

J. R. Romero Galván, Prólogo, en Susan Schoreder, David Tavárez Bermúdez y Cristián Roa-de-la-Carrera (eds.), Chimalpáhin y La conquista de México. La crónica de Francisco López de Gómara comentada por el historiador nahua, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, Ciudad de México 2012, pp. 11-26.

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S. Schroeder, Chimalpahin y los reinos de Chalco, El Colegio Mexiquense, H. Ayuntamiento Constitucional de Chalco, Ciudad de México 1994.

S. Schroeder, Tlacaelel remindered. Mastermind of the Aztec Empire, University of Okhlahoma press, Norman 2016.

T. Jalpa Flores, Tierra y sociedad. La apropiación del suelo de la región de Chalco durante los siglos XV-XVIII, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Ciudad de México 2008.

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Frailes y clérigos: lo antiguo y lo nuevo en la administración de indios

Dra. Patricia Escandón

Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe

Universidad Nacional Autónoma de México

Desde el principio de su labor, el principal problema de la joven Iglesia indiana consistió en definir con qué elementos y modalidades había

que instruir a los naturales, cuáles eran las creencias y rituales idolátricos que había que arrancar de raíz y qué puntos del dogma, la liturgia y la moral cristianas convenía inculcar primordialmente en el espíritu de estas plantas nuevas en la fe. Tal conjunto de inquietudes se manifestó muy temprano en las juntas eclesiásticas y luego en los tres concilios provinciales del XVI, pero también tuvo sus prolongaciones en disputas entre obispos y religiosos, entre distintos institutos de regulares y entre los miembros mismos de cada corpo-ración. Y aunque sí acabó por trazarse una línea general para la administra-ción sacramental en puntos como el bautismo, la penitencia y la eucaristía,1 hubo claudicación total sobre conferir las órdenes sacerdotales a los nativos. En el fondo, se trataba de un gran debate teológico y, sobre todo, de las dudas que suscitaba la capacidad de los naturales para la recta asimilación de la fe.

1 Véanse, por ejemplo: P. de Agurto, Tractado de que se deben admnistrar los sacramentos de la Sancta

Eucaristía y Extremaunción a los indios desta Nueva España, Antonio de Espinosa, México 1573

[hay edición reciente: Organización de Agustinos de Latinoamérica, México 2006]; L. I. del Río

Hernández, Controversia sobre la administración del bautismo masivo en Nueva España, en Memoria

XVIII del Encuentro de investigadores del Pensamiento Novohispano, UASLP, San Luis Potosí 2005,

pp. 78-94. L. Martínez Ferrer, Las órdenes mendicantes y el sacramento de la confesión en Nueva

España, siglo XVI, en “Revista complutense de historia de América", 24/1998, pp. 47-68.

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Por otro lado, a mediados de siglo, la celebración del Concilio de Trento (1545-1563) vino a establecer, entre otros muchos aspectos dogmáticos y disci-plinares que no viene al caso detallar ahora, dos elementos del “exterior de la religiosidad” que sí me interesa destacar: el fomento del culto a la Virgen y a los santos y el impulso a las manifestaciones religiosas colectivas y públicas.

Naturalmente, esto pasó a América y aunque aquí tuvo aceptación unánime, no dejó de provocar fricciones; así, los franciscanos, por ejemplo, estuvieron lejos de mostrarse obsecuentes con algunas iniciativas rituales de la jerarquía episcopal. Tal aconteció en los años 50 del siglo, en la oposición que varios de ellos mostraron a una promoción del arzobispo Montúfar: las romerías de fieles en el Tepeyac, que iban a venerar a la imagen mariana, pues en el concepto de algunos religiosos, éstas no sólo se prestaban a un sinnúmero de pecados y abusos, sino que, sobre todo, enmascaraban un culto idolátrico subyacente.2

Justamente esto, la persistencia de ceremoniales y creencias mesoameri-canas que se arropaban bajo las nuevas prácticas litúrgicas cristianas era causa de permanente desasosiego para los eclesiásticos en general. Así lo advertía el capítulo lxxii, del Concilio Provincial de 1555, que recomendaba cautela:

Muy inclinados son los indios de estas partes a los bailes y areitos y otros regocijos

que, desde su gentilidad, tienen en costumbre hacer […] y ellos suelen mezclar

en los dichos bailes algunas cosas que pueden tener resabio a lo antiguo […] [así]

estatuimos y ordenamos que los dichos indios, al tiempo que bailaren no usen

insignias ni máscaras que puedan causar alguna sospecha, ni canten cantares de

sus ritos e historias antiguas, sin que primero sean examinados los dichos cantares

por religiosos o personas que sepan muy bien la lengua […] y no se les permita

que bailen antes de que amanezca, ni antes de la Misa mayor, salvo después de las

Horas hasta Vísperas, y tocada la campana de las Vísperas vayan a ellas, dejando

los bailes…3

2 D. Brading, Tridentine Catholicism and Enlightened despotism in Bourbon Mexico, en “Journal

of Latin American Studies”, 15/1983, p. 3.

3 F. A. Lorenzana, Concilios provinciales primero y segundo, celebrados en la muy noble y muy leal

Ciudad de México, presidiendo el Illmo. y Rmo. Señor D. Fr. Alonso de Montúfar, en los años de 1555 y

1565. Dalos a luz el Illmo. Sr. D. Francisco Antonio Lorenzana, arzobispo de esta Santa Metropolitana

Iglesia, José Antonio Hogal, México 1769, pp. 146-147.

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En materia de danza y música antiguas, mucho más radical era el sagaz fray Bernardino de Sahagún, pues instaba directamente a sus hermanos para que no permitieran los “mitotes” o bailes de los naturales en los atrios de las igle-sias, ya que constituían “el bosque de la idolatría, aún no talado”.4 Otros espec-táculos, como el del palo del volador, cuyo carácter de rito cósmico hoy cono-cemos bien,5 era considerado por más de un clérigo como una mera diversión o esparcimiento; empero, fray Juan de Torquemada lo denunciaba abiertamente como una invención del diablo, puesto que evocaba los antiguos siglos nahuas de 52 años y la ceremonia del fuego nuevo.6

Sin embargo, al paso del tiempo, con el natural relevo generacional de indí-genas y de religiosos, prevenciones como éstas irían cayendo en el olvido y las prácticas que otrora se controlaran o censuraran, serían, en contrario, hasta estimuladas por multitud de ministros.

Así, en 1639, el cronista franciscano de Michoacán, fray Alonso de La Rea encomiaba la acendrada devoción cristiana de los tarascos, que se expresaba muy particularmente en la fiesta religiosa. Ninguna nación indígena novo-hispana les aventajaba en esto y, para muestra, se refería a la festividad de la Santa Cruz, que se celebraba con gran ostentación en toda la diócesis. Aunque en este punto no podía menos que deplorar que, junto al acostumbrado alarde militar de “chichimecas y cristianos” en las poblaciones de la región, ya no era frecuente ver a su antigua comparsa: los mitotes, tocotines o “bailes gentiles” que unos doscientos o trescientos danzantes ejecutaban en los atrios de los templos, vistosamente ataviados con deslumbrantes trajes y derroche de plumas multicolores. El tiempo y la alarmante disminución de la población nativa, añadía, eran causa de que el espectáculo fuese desapareciendo, pues si bien aún persistía en algunos sitios como Querétaro, Pátzcuaro y Tzint-zuntzan, ya no era “tan de ordinario como a sus principios”.7

Para fines del XVI y primer tercio del XVII dichos bailes aún subsistían en Michoacán y en otros sitios como parte, bien que modificada, de antiguos

4 B. de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 3 vols., I, CONACULTA, México

1989, p. 93.

5 M. I. Nájera Coronado, El rito del ‘palo volador’: encuentro de significados, en “Revista española

de Antropología Americana”, vol. 38, 1/2008, pp. 51-73.

6 J. de Torquemada, Monarquía indiana, 7 vols., III, IIH-UNAM, México 1968-1983, p. 434-437.

7 A. De La Rea, Crónica de Michoacán, COLMICH-Fideicomiso Teixidor, Zamora 1996, p. 166.

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ceremoniales y ello con la venia de muchos franciscanos que –como La Rea– los fomentaban por considerarlos una grata expresión del fervor cristiano de los indígenas. Ciertamente, aún arrastran el adjetivo de “gentiles”, pero se diría que apenas como un superficial sinónimo de algo añejo o tradicional y no de pagano o heterodoxo. De cierto modo, al irse deslavando con los años su sospechosa naturaleza idolátrica, las danzas se habían subsumido y acomo-dado suavemente en el conjunto de las vistosas y multitudinarias funciones del catolicismo de la Contrarreforma. Además, y siempre con el aliento y beneplácito de los frailes, las expresiones dancísticas se enriquecieron con la aparición de nuevos personajes y episodios; el apóstol Santiago, las morismas o la lucha contra el turco se hicieron ordinarios y acabaron por adoptar los rostros y los atuendos de Mesoamérica.

A este mismo particular, las representaciones plásticas de los santos al “estilo indígena” que inicialmente desconcertaban a la clerecía, más temprano que tarde pasaron a formar parte de un floreciente mercado, en el que por igual se negociaban, intercambiaban o compraban estampas, efigies y reli-quias; algo sobre lo que mucho han tratado Gruzinski, Lockhart y Rubial.8 Junto con este beatífico comercio, en la Nueva España del siglo XVII brotó por doquier un caudal de hierofanías: en cañadas, sembradíos, cuevas o troncos, se registró la aparición milagrosa de una pléyade de cruces, cristos e imágenes marianas, que serían rescatados y fervorosamente venerados en los santua-rios que se les construyeron exprofeso en las distintas localidades.

El núcleo aglutinador de la sociabilidad y religiosidad de toda la población novohispana, pero en especial de la indígena, fue la cofradía. Indiscutible-mente, fueron las órdenes religiosas las grandes artífices de las hermandades de indios,9 pues a través de ellas cohesionaron y construyeron la identidad de los pueblos en torno al templo y al santo patrono. Otro tanto puede decirse de la periódica realización de “giras” en demanda de limosnas. Nacida en la Europa medieval, dicha práctica se trasladó a ultramar con los mendicantes,

8 S. Gruzinski, La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el

México español. Siglos XVI-XVIII, FCE, México 1991, p. 190; J. Lockhart, Los nahuas después de la

conquista, FCE, México 1999, p. 339 y ss.; A. Rubial, Cuerpos milagrosos creación y culto de las

reliquias novohispanas, en Estudios de historia novohispana, 18/1998, pp. 13-30.

9 H. Martínez Domínguez, Las cofradías en Nueva España, en: Primer anuario del Centro de Estudios

Históricos, Universidad Veracruzana, Jalapa 1977, p. 59 y ss.

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en especial con los franciscanos, quienes salían de sus conventos a fin de recaudar fondos destinados al culto.10 Sin embargo, ya bien aclimatada aquí, la costumbre acabó siendo monopolio de la población indígena, que por distintos puntos del reino llevaba a cuestas sus efigies “peregrinas” para la colecta.

En los pueblos de indios, el año se medía por el calendario litúrgico de las fiestas patronales, las procesiones, los novenarios, las misas de aniversario y otras funciones; en tanto que al paso menudo de las horas lo cronometraban las campanas del templo parroquial, con el Ángelus del alba y el ocaso, la hora de la Pasión al mediodía y el toque de ánimas por la noche.11 La inmersión en lo sagrado, la devoción a las imágenes y el fomento a los santuarios se hizo una forma de vida que se expresaba de manera muy particular en la tersura del náhuatl, del otomí, del tarasco…

En fecha tan tardía como 1755 el religioso y escritor neogallego fray Fran-cisco Mariano de Torres12 se enorgullecía de los buenos efectos que en los naturales de su región habían tenido dos siglos de presencia franciscana. Ufano, describía el esplendor de las fiestas de los santos titulares y del Corpus, en las que los naturales inventaban “muchas danzas”, para las que no escati-maban nada, pese al elevado costo del alquiler de sus trajes. Pero aparte de su sentido ritual, para entonces la actividad dancística también había adquirido un carácter reverencial o de pleitesía a las figuras de autoridad eclesiástica, pues asimismo a los prelados en sus visitas les “mantenían baile” mientras comían y cenaban y los danzantes se ornamentaban con sus “arreos” típicos de tilmas, calzoncillos y palmas.13

Al padre Torres le extasiaba el espectáculo de la doctrina dominical, cuando la gente de cada barrio venía “en fila, con mucho orden” atrás de su bandera, cantando devotamente el tehuantzintl, o Te Deum Laudamus, en náhuatl; y ya en la iglesia el coro del Zihuapille sancta María, o Salve. Decía Torres que

10 R. Moro, ¿Una práctica poco visible? La demanda de limosnas indígenas en la Nueva España del

siglo XVIII (arzobispado de México), en “Estudios de Historia novohispana”, 46/ene-jun. 2012,

p. 118.

11 J. M. Marroqui, La Ciudad de México, 3 vols, 2ª ed., III, Jesús Medina, México 1969, pp. 520-521.

12 F. M. de Torres, Crónica de la Sancta Provincia de Xalisco, escrita por…~1755, H. Ayuntamiento de

la ciudad de Guadalajara-Instituto Jalisciense de Antropología e Historia-Instituto Nacional de

Antropología e Historia, Guadalajara 1965, p. 148-149.

13 Ibidem, pp. 152-153.

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el tono era tan “tierno, dulce y fervoroso”, que él mismo quiso aprender el cántico para acompañarlos, pero no lo consiguió. No obstante, añadía melan-cólico que esto ya se iba perdiendo en varios lugares, pues sin dejar de acudir a la doctrina, a los naturales empezaba a avergonzarles hablar en público en su propia lengua, en parte por el contacto creciente con población espa-ñola, criolla y mestiza, pero sobre todo, por la injerencia de los clérigos del obispado, sus nuevos ministros de culto: “…pues ante mí se ha loado un Ecle-siástico mozo (por no llamarle muchacho) con más jactancia que si hubiera clavado una lanza en Orán, que les había quitado a los indios de cierto pueblo que cantaran el Tehuantzintl”.14

La queja y desazón de fray Francisco, que seguramente compartirían otros muchos frailes, tenían que ver con la extinción progresiva de usanzas rituales muy antiguas, del tiempo de la evangelización y las primeras doctrinas, desa-parición que se relacionaba con el nuevo orden que, desde mediados del XVIII, había venido a imponer una Iglesia diocesana austera, rígida y exclusivamente castellanohablante. Una Iglesia “erastiana”, sometida en todo al Estado, según la definía David Brading.15

Los obispos y clérigos de esta nueva generación regalista, encontraban que las prácticas religiosas de los naturales, prohijadas por las órdenes reli-giosas, eran “supersticiosas” y “bárbaras”, igual que sus lenguas y fiestas, así que pusieron particular empeño en extirparlas. De tal suerte que, en dos ocasiones: enero de 1756 y mayo de 1765, bajo el régimen arzobispal de don Manuel Rubio Salinas, se publicó en México el edicto de “Prohibición de los Nescuitiles, Pasión de Cristo, Palo del Volador y Danza del Santiaguito”.16 Hay que aclarar que los nexcuitiles eran una guisa de dramatización religiosa en la que los naturales representaban a Jesús, a sus discípulos y a María, y en este género se incluían también las piezas del día de Reyes y del Domingo de Ramos.17 En cuanto al drama de la Pasión, se le escenificaba con gran aparato durante la Semana mayor; respecto del Palo del Volador ya se ha dicho que es

14 Ibidem, pp. 150-151.

15 D. Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla (1492-1867), FCE, México

1998, p. 530 y ss.

16 H. F. Vera, Colección de documentos eclesiásticos de México, o sea, Antigua y moderna legislación de

la Iglesia Mexicana, 3 vols., Amecameca, Imprenta del Colegio Católico, 1887, II, p. 150; III, p. 60.

17 S. Gruzinski, Los caminos del mestizaje, CONDUMEX, México 1996, p. 53.

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una pervivencia mesoamericana, sólo que para entonces ya estaba perfecta-mente acoplada al conjunto de la fiesta religiosa barroca, y en lo tocante a la danza del Santiaguito, teniendo raigambre en las morismas y en la interven-ción del apóstol en la Conquista, había absorbido influencias de ritos del ciclo agrícola, en especial los relativos a las lluvias y las cosechas.

Como fuese, es evidente que los edictos de Rubio y Salinas no surtieron el más mínimo efecto en las comunidades, visto que su sucesor, don Francisco Antonio Lorenzana se vio precisado a repetirlos a la letra cuatro años después, agregando que también quedaban proscritos todos los “bailes supersticiosos”, así como las representaciones de “Pastores y Reyes, por las irreverencias que se ejecutan”.18 Pero todavía fue más lejos, pretendiendo reglamentar incluso la armoniosa voz metálica de los pueblos, al prohibir que las campanas sonaran antes del amanecer o después de las 9 de la noche y fijando un lapso de sólo 15 minutos para los toques.19

En los moldes bicentenarios fabricados por el clero regular para la crea-ción e integración de una feligresía indígena –moldes en cuya confección ésta había tenido un gran protagonismo– se cebó la feroz piqueta de un cristia-nismo ilustrado, elitista y pletórico de remilgos. El nuevo párroco secular de Tlatelolco dispuso en 1772 la destrucción de 11 capillas indígenas en el radio del curato, por “indecentes, inútiles y ruinosas”; y planteó igualmente la nece-sidad de una revisión minuciosa de imágenes, pues las más eran “feísimas y ridiculísimas [y] lejos de excitar la devoción sirven de mofa e irrisión”.20 El señor cura de Paracho, Michoacán, se refería escandalizado a la representa-ción de la Semana Santa en su pueblo, donde el indio elegido para hacer las veces de Cristo, iba escurriendo sangre de pies a cabeza; a su entender, todo esto era malsonante y no movía en absoluto a los naturales a la devoción.21 Asimismo, se prohibieron las colectas que hacían los indígenas para el culto de sus imágenes,22 además, por orden de la autoridad civil, se contabilizaron

18 F. A. Lorenzana, Cartas, pastorales y edictos, Imprenta del Supremo Gobierno del Br. D. Joseph

Antonio de Hogal, México 1770, pp. 68 y 71.

19 Ibidem, pp. 10-11.

20 Citado en S. Gruzinski, La segunda aculturación: el Estado ilustrado y la religiosidad indígena en

Nueva España (1775-1800), en “Estudios de historia novohispana”, 8/1985, pp. 183-184.

21 D. Brading, Orbe…, op. cit., p. 532. Y Tridentine…, op. cit., p. 18.

22 S. Gruzinski, La segunda…, op. cit., pp. 178-179.

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las cofradías, se les pidieron los documentos de autorización y, a la postre, se dispuso la extinción de muchas.

Pero donde las cosas alcanzaron el punto crítico fue en la cuestión de las lenguas. Otra vez, fueron los arzobispos de México: primero Rubio y Salinas y luego Lorenzana quienes porfiaron por que los indios abandonaran sus idiomas y se castellanizaran obligatoriamente.23 Don Manuel Rubio y Salinas empezó por impedir que, al menos en buena parte de los curatos seculari-zados, es decir, aquellos que se habían quitado a las órdenes religiosas, se adoctrinase en lenguas vernáculas. Monseñor Lorenzana era todavía más drástico; según él, si la nación de los indios había sido bárbara, tal era y seguía siéndolo su idioma. Para su gusto, muy poco habían adelantado los pastores en el “cuidado del rebaño” y no sería posible desterrar la idola-tría y las supersticiones, hasta que no se les instruyese a todos en lengua española, porque los párrocos o vicarios no siempre podían entender “los vocablos peculiares con que maliciosamente se explican los indios”.24 Igual-mente mediante edicto, el amigo de Lorenzana y prelado de Puebla, Fran-cisco Fabián y Fuero prohibió a sus párrocos dirigirse a la feligresía indígena en lengua distinta a la castellana, porque, la multiplicidad de idiomas de los naturales se le antojaban más “aullidos, silbos, balidos y mugidos de bestias que articulación de racionales”.25

Como cabría esperar, los prelados de las órdenes religiosas se querellaron por lo que consideraban una política lingüística desencaminada, pero posi-blemente el religioso que con mayor claridad haya expuesto su parecer este particular fue fray Francisco Antonio de la Rosa, archivero de la provincia

23 Sobre los intentos de castellanización en el siglo XVI, véase S. Zavala, El castellano, ¿lengua

obligatoria? Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, 28 de enero de 1977,

CONDUMEX, México 1978. Para etapas posteriores: M. T. Álvarez Icaza, Las lenguas de la fe.

Una etapa de quiebre tras un largo debate (1749-1765), en M. P. López Cano, F. J. Cervantes Bello,

Expresiones y estrategias. La Iglesia en el orden social novohispano, IIH-UNAM y BUAP, México

2017, pp. 295-334. Y también D. Tanck de Estrada, Castellanización, política y escuelas de indios

en el arzobispado de México a mediados del siglo XVIII, en “Historia Mexicana”. Homenaje a Silvio

Zavala, vol. 38, 4/ abr-jun., 1989, pp. 701-741.

24 F. A. Lorenzana, Cartas..., op. cit., pp. 38, 45, 94, 96.

25 Citado en D. Tanck de Estrada, Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821,

COLMEX, México 1999, p. 172

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franciscana del Santo Evangelio de México.26 Fray Francisco era un crítico calificadísimo, pues hablaba varias lenguas aborígenes, si bien su especia-lidad era el náhuatl y su alegato central era tocante a una cédula de Carlos III, “promovida por el Illmo. Sr. Arzobispo don Francisco Lorenzana para que se destierren los diferentes idiomas que se usan en los dominios de Su Majestad, y que solamente se hable el castellano”.

La cédula, expedida, impresa y divulgada, no tenía vuelta atrás y lejos estaba el fraile de pedir su retiro, pero, por otra parte, nada le impedía hacer sus propias reflexiones, concretamente sobre el informe de Lorenzana que dio lugar a la emisión de la regia orden, asentando que la peregrina petición del prelado sólo podía nacer de su “inexperiencia de indios” y de su “carencia de verdaderas noticias en los pocos años que gobernó el arzobispado”,27 lo que, además, abonaba la inconsistencia de su proyecto. El padre De la Rosa dio forma escolástica o dialogada a su crítica, asentando primero el parecer del dignatario eclesiástico y luego rebatiendo sus proposiciones.

Si el arzobispo había solicitado al soberano hacer del idioma castellano el único en todos sus dominios, bajo la especie de que era algo “propio y universal de los monarcas y conquistadores”, fray Francisco aducía que se equivocaba de medio a medio. Citaba el ejemplo del imperio romano y su imposición del latín en todos sus confines, una acción dirigida a “compeler a la obediencia a las naciones… para tiranizarlas y subyugarlas, con la codicia de extender el imperio”, y taimadamente agregaba: “lo cual estuvo lejos de los anhelos catolicí-simos y de los deseos santos de nuestros reyes en las conquistas de América…”.28

Con la condescendencia que se dispensa a una ocurrencia infantil, el padre de La Rosa se mofaba de la propuesta episcopal de suprimir por lo menos una

26 En la Biblioteca Nacional de México (Archivo Franciscano, Caja 127, exp. 1646, doc. 13) se

encuentra el borrador de una carta suya de 1753, para el duque de Arcos, texto en el que trataba

sobre los nocivos efectos de la secularización. Pero su mayor alegato, contra el arzobispo Loren-

zana, se contiene en la obra titulada “Vindicias de la verdad” (1773), que se resguarda en la

Biblioteca Bancroft de Berkeley (MS. M-M 101), véase H. Téllez Nieto, ‘Vindicias de la verdad’ de

fray Francisco Antonio de la Rosa Figueroa. Un tratado sobre políticas lingüísticas en la Nueva

España (s. XVIII), en “Relaciones”, 140/otoño 2014, pp. 129-143.

27 Véase también F. Ocaranza, Capítulos de la historia franciscana, 2 vols., [s.e.], I, México 1933,

p. 425 y ss.

28 Téllez Nieto,'Vindicias de la verdad', op. cit., p. 151.

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docena de lenguas autóctonas. Si en los casi 40 obispados americanos había incontables grupos, todos de distinto idioma, ¿cómo podría siquiera calcu-larse la cifra total de lenguas? Y siendo así, ¿cuál sería el caso de suprimir doce en el intento de imponer el español como única lengua?29

Según Su Ilustrísima, había sido sumamente pernicioso que las doctrinas se hubieran adjudicado sólo a los eclesiásticos que hablasen idiomas indígenas, porque los naturales no habían aprendido el español: “Queda raíz de este daño de no hablar los indios la lengua castellana. Está en no haberse mirado con escrupulosidad la provisión de curatos en sujetos de los idiomas de los indios y poco o nada se ha adelantado o adelantará si no se aplica el remedio, pues no hay quien promueva en los pueblos el castellano”. A lo que fray Francisco reponía que el problema no radicaba en el lenguaje en el que se impartiese la doctrina, sino en la misma renuencia de los indígenas a abandonar sus idiomas para trocarlos por el castellano, razón por la cual, algunos de los diocesanos previos habían procurado que sus clérigos aprendieran lenguas indígenas, aunque, como todo el mundo sabía, los frailes los superaban por mucho en número y habilidad.

A juicio de don Francisco Antonio Lorenzana, buena parte de los obstáculos los habían puesto los propios ministros, muy en especial los criollos, quienes no deseaban que los naturales emplearan el castellano, aunque lo supieran, bajo pena de reprensión o castigo. Y tal empeño y viciosa práctica no tenían más fundamento que asegurarse la obtención de los curatos o parroquias por el solo mérito de conocer y hablar las lenguas indígenas, lo que excluía a muchos peninsulares del ministerio. A esta proposición, fray Francisco respondía que los eclesiásticos europeos realmente preferían radicar en las ciudades, pues si llegaban a acudir a los pueblos, no era sino para buscar la protección de fami-liares o coterráneos que les diesen capellanías, pero jamás para servir como curas de indios. Para qué lo querrían, pregunta mordaz y vitriólico, “pudiendo serlo de españoles en las parroquias de México o ascender a empleos más altos con la sombra de las sagradas mitras, mayormente los que un señor arzobispo u obispo trae en su familia…”.

En palabras del prelado de México, la solución a estos males podría estribar en proveer las parroquias de sujetos preparados y doctos, que contaran con el auxilio de un vicario hablante de lenguas para atender casos urgentes de

29 Ibidem, p. 152.

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administración sacramental. A este respecto, el archivero franciscano se permite recordarle, con gran tacto y deferencia, que, de acuerdo con el espí-ritu de las leyes canónicas, el cura estaba obligado a predicar y administrar en la lengua de su feligresía y que no le era permitido gobernar mediante vicario alguno. Si bien Lorenzana reconocía que “un pastor” debía entender la voz de su “rebaño” y que en razón de ello los eclesiásticos habían aprendido la lengua de su grey, el argumento ya no era conveniente ni convincente, toda vez que “los obispos son los primeros pastores que han de visitar todos los pueblos y curar todas las enfermedades de sus ovejas a los que ni entiende ni puede entender los diferentes idiomas”, lo que repetía la cédula de Carlos III. A esto último, el padre De la Rosa contesta de manera sutil pero no menos lapidaria, con la insinuación de que un “primer pastor” que va de paso, indefectible-mente abandona muy pronto a sus ovejas.30

Evidentemente, el arzobispo no leyó los ácidos escritos de fray Francisco Antonio, ni le interesaba, porque en 1772 ya se había marchado de vuelta a España, como primado de la prestigiosa sede episcopal de Toledo. Pero las líneas de la nueva pastoral para los indígenas novohispanos ya estaban trazadas y puestas en ejecución.

Como quiera, ya en el último tercio del siglo XVIII la nueva jerarquía dioce-sana estaba decidida a hacer del culto tradicional, de la plegaria vocinglera en lenguas indígenas y de la exuberante fiesta religiosa barroca una devoción seca, íntima, silenciosa y severa. ¿Qué efectos tuvo tal programa de cambio en los principales afectados: los indios? Bueno, después de haberles caído los primeros hisopazos de agua helada, algunos dieron respuestas formales: tal fue la defensa del desfile de imágenes de Semana Santa en Silao que había prohibido el obispo de Michoacán, Antonio de San Miguel. En un escrito, los priostes de las cofradías adujeron que, para conservar su fe, los campesinos ordinarios necesitaban el estímulo visual de las imágenes, sin éste –decían– los misterios de la religión no entraban a sus mentes, pues todo lo que sabían de la doctrina provenía de sus sentidos, no de las palabras ni del “más claro catecismo”.31

30 Véase también: P. Escandón, El arzobispo Lorenzana y la orden de San Francisco, en J. Paniagua

Pérez [coord.], España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804). II Centenario de la

muerte del cardenal Lorenzana (1804-204), Universidad de León, León 2005, p. 211-220.

31 Citado en D. Brading, Orbe…, op. cit., p. 533.

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Otras comunidades simplemente ofrecieron resistencia tácita y buscaron formas para preservar sus antiguos “usos y costumbres”. En los ámbitos urbanos, posiblemente las medidas “modernizadoras” se aplicaron con mejor éxito, pues había más curatos seculares y la feligresía estaba caste-llanizada desde antes, pero en los espacios rurales, que eran los mayori-tarios, sus resultados fueron magros; si bien es verdad que las antiguas doctrinas de los regulares pasaron a manos de la clerecía de los obispados, que muchas cofradías desaparecieron y que se establecieron escuelas para la enseñanza del español, no fue posible despojar a los naturales de sus imágenes y tampoco de suprimir las procesiones y fiestas. A veces porque el párroco temía, con justa razón, la rebelión de sus apacibles ovejas y a veces porque él mismo no compartía las ideas ni las políticas de la jerar-quía eclesiástica ilustrada.

Lo cierto es que, en México, la castellanización general tendría que aguardar todavía siglo y medio, hasta la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921 y la implantación de la obligatoriedad de la educación primaria. Y en cuanto a las formas indígenas de ritualidad, aún gozan de buena salud, pues hoy en día, en muchos puntos, forman parte del patrimonio cultural de la nación, bendecidas no por el arzobispo Lorenzana, pero sí por declaratorias de la UNESCO.

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Los franciscanos y la organización política de los pueblos de indios novohispanos (Siglo XVI)

Mtro. Juan Manuel Pérez Zevallos

Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social

Tanto la historia como la antropología dan cuenta de la compleja organi-zación política-territorial de los pueblos de indios. Antes de la llegada de

los europeos a Mesoamérica se crearon sólidas instituciones políticas desde donde se ejercía el poder. Así, se establecieron diversos grupos étnicos que fundaron sus altepetl, señoríos o pueblos de indios como fueron conocidos después de la invasión española.

Si bien, desde 1517 se avistaron tierras del actual territorio mexicano y se tuvieron ciertas noticias acerca de las posibles riquezas existentes, no fue sino hasta 1519, con la empresa conquistadora dirigida por Hernán Cortés, cuando se iniciaron los procesos de conquista y migración masiva. Dos años después, 1521, ocurrieron hechos de trascendencia incuestionable, la caída de la Ciudad de México-Tenochtitlan frente a las tropas de los pueblos de indios enemigos y sublevados comandadas por las fuerzas españolas marcó el inicio de la instau-ración de un nuevo régimen que impactó en los pueblos en lo que se refiere a la imposición de nuevas jurisdicciones, selección de nuevos centros de poder desde donde se realizaban gran parte de la administración de los pueblos. La transición fue lenta y con características distintas en cada una de las áreas invadidas.

Así, conquista y poblamiento definieron a lo largo del primer siglo colonial el dominio que España comenzó a tener sobre el Nuevo Mundo. La conquista remite a un periodo donde la guerra doblegó a los señoríos indígenas en una historia que no tuvo vuelta atrás, pues, el triunfo de las fuerzas militares hispanas en combinación con los ejércitos de los señoríos sublevados contra el

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imperio mexica, transformarían totalmente la situación histórica de los terri-torios ocupados. Y el poblamiento dio curso al impacto de la gran migración europea que ocurrió en América a partir de la segunda mitad del siglo XVI, como a la inserción de los pueblos de indios a la formación del sistema políti-co-económico-social-religioso establecido.

Así, conforme se fueron realizando las empresas de conquista desde el siglo XVI, la nueva sociedad colonial se fue irradiando por el mapa novohispano. El estudio de las modalidades, tiempos y finalidades que tuvieron cada una de estas conquistas serán de suma importancia para la posterior reflexión sobre el establecimiento de las sociedades novohispanas, de la participación de la sociedad en su conjunto. De igual manera, la ocupación de los territo-rios conquistados provocó un movimiento de población sin precedentes desde 1519: a partir de tal fecha inmigraron españoles y portugueses hacia estas nuevas tierras; pero igual de importantes fueron los movimientos migratorios de la población indígena, tanto la desplazada por la fuerza por los coloniza-dores, como la que trató de sustraerse de los trabajos forzados y del pago de tributos por medio de la huida. El dominio que el poder español iba logrando sobre los territorios y poblaciones determinó el surgimiento de diversas sociedades con características muy precisas donde la fusión de lo español con lo autóctono marcó derroteros en múltiples direcciones, en múltiples facetas.

Durante el proceso de constitución de la sociedad novohispana, y en el marco de los estímulos estatales al desarrollo económico, las diferentes formas de ocupación y poblamiento jugaron un rol importante. Un desafío esencial de la investigación sobre la conquista y poblamiento consiste en rela-cionar los procesos políticos y socioeconómicos del nivel estatal con las deci-siones tomadas a nivel regional. Estas formas de poblamiento implican no sólo el cambio de domicilio sino también un quiebre con los sistemas referenciales de control social conocidos y exige la adaptación a nuevas formas de rela-ciones. Por consiguiente, el poblamiento se relaciona siempre con un proceso de construcción de estructuras político-administrativas y de reconstrucción de las identidades de sus habitantes.

Es en este marco que los funcionarios tanto civiles como religiosos participaron en la construcción de las jurisdicciones y del sistema polí-tico colonial, pues los procesos de poblamiento se estructuraron a través del orden espacial de las sociedades, y el “nuevo rostro” de los pueblos

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de indios se modificó.1 Un ejemplo de ellos fueron las reubicaciones de la población indígena en las así llamadas congregaciones o reducciones, y en los sistemas misionales durante el periodo colonial. Para los habitantes de las nuevas jurisdicciones no sólo éstas fueron importantes por la dimen-sión espacial de los procesos migratorios, sino por el lugar concreto al que fueron adscritos por los nuevos poderes dominantes y a la posición en el nuevo orden social establecido.

La huella de los frailes

La presencia franciscana fue determinante en la conquista y colonización de Nueva España, sobre todo en la reorganización de las estructuras político-territo-riales de los pueblos de indios novohispanos. Su papel determinante en la redis-tribución de tierras y en la manera de gobernarse, a través de los cabildos indí-genas, que fue clave para la colonización y evangelización de todo este territorio.

Hay una interpretación sesgada sobre la primera década de la invasión espa-ñola a tierras mesoamericanas. La pretendida incomprensión de la comple-jidad de la sociedad indígena queda desmentido por el inmediato interés del presidente de la Segunda Audiencia, el obispo de Santo Domingo, Ramírez de Fuenleal, cuando apunta hacia 1532 en las diversas cartas que escribió a la Emperatriz,2 el interés que tenía por saber de las distintas maneras de señores y pueblos que había en estas Indias. Como confirmaría décadas después el oidor Alonso de Zorita y el franciscano Juan de Torquemada.3

Por ello, en esta ocasión quisiera señalar los procesos donde participaron los franciscanos.

1 B. García Martínez, Los pueblos de la Sierra: el poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla

hasta 1700, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, México 1987.

2 “Carta a la emperatriz por el obispo de Santo Domingo, 1532”, ABRAH, fs. 9-481. Hay que ver

también la carta que enviaron los religiosos franciscanos a su Majestad, donde destacan fray

Jacobo de Tastero, custodio y siervo, fray Antonio de Ciudad Rodrigo, fray García de Cisneros,

fray Alfonso de Guadalupe, fray Cristóbal de Zamora, fray Alonso de Herrera, fray Andrés de

Olmos, fray Franciso Jiménez fray Gaspar de Burquillos y fray Toribio Motolinia, fs. 226-227v.

3 A. Zorita, Breve sumaria; F. J. Torquemada, Monarquía indiana, 3 volúmenes, Ed. Porrúa,

México 1969.

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La temprana visión de los frailes

La predominancia de la visión e interpretación de la Iglesia ha hecho que no veamos de manera detenida lo que cada sector de esa Iglesia hizo para la evangelización. Así, los frailes menores comprendieron “la existencia de tres, cuatro o más señores en un mismo pueblo, diferentes formas de organización interna (tecallis, calpullis, tlahtocayos, chinancallis o su versión en español, casas señoriales, barrios, parcialidades, estancias, etcétera), distintos niveles de posesión, diversas formas de sujeción de la tierra y espacio, y variadas moda-lidades de control político y administrativo”, lo que nos indican la compren-sión de la complejidad de la organización político-territorial de cada uno de los pueblos indios.4 Así, desde el primer momento, resultaba imposible, para los españoles, desarrollar cualquier proyecto de colonización sin la colaboración de los señores naturales y menos de los franciscanos que muy pronto buscaron modificar este orden.

El peso en el reparto de tierras

A iniciativa de los frailes y con apoyo de la Corona se efectuó el reparto de tierras a los macehualtin, el arreglo o convenio entre nobles y macehuales, además del tributo en productos y trabajo, implicó, previo reconocimiento de los derechos de los tlahtoque y pipiltin sobre la tierra, el otorgamiento de tierras a principales de menor rango y sobre todo a los macehuales, como ocurrió hacia 1542 cuando don Pedro de Suero, gobernador indígena foráneo, hizo el reparto de tierras en el pueblo de Xochimilco, donde otorgó las tierras señoriales o tlatocatlalli a los macehuales para que fueran de ellos y que las pudieran heredar a sus descendientes.

4 C. Gibson, Tlaxcala en el siglo XVI, Fondo de Cultura Económica, México 1991 y Los aztecas

bajo el dominio español (1519-1810), Siglo XXI, América Nuestra 15, México 1978. H. Martínez,

Tepeaca en el siglo XVI: tenencia de la tierra, orígenes, evolución y organización de un señorío, Centro

de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México 1984. M. Menegus, Del

señorío de Toluca a la república de indios: el caso de Tolucam 1500-1600, Consejo Nacional para la

Cultura y las Artes, México 1994.

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Para 1550, en los pueblos de la jurisdicción de Toluca, Cuernavaca y Tepot-zotlán se había puesto en práctica este reparto, como ocurrió en el pueblo de Metepec, “sabéis cómo en el dicho pueblo [hay] indios que tienen muchas tierras y hay otros muchos, especialmente los macehuales, que no tienen muchas y conviene que se repartan entre ellos”.5

Algo semejante ocurrió hacia 1554 en Huexotzingo, donde los nobles repar-tieron tierras y heredades a los macehuales,

Nosotros todos después de haber considerado y mirando muchas veces y mucho

tiempo ayudados de la gracia divina concertamos entre nosotros todos de repartir

de nuestras tierras y heredades con los macehuales que ningunas tienen para vivir

y sustentarse ellos y sus mujeres e hijos y dárselas en donación perpetua para

siempre jamás sin que nosotros los principales y los que dieren las tierras, ellos ni

sus descendientes se las puedan quitar ni ahora ni en ningún tiempo.6

Este fue el comienzo de un reordenamiento territorial y una tendencia por redefinir los límites de los pueblos, y dista mucho de ser una política aislada, es probable que se tratara de una política generalizada, por lo menos en el alti-plano; situación que sin lugar a dudas se debe a la participación de los frailes menores. Así, uno puede observar entre 1535 y 1555, aproximadamente, en la documentación la confirmación de tierras que pertenecen al “poblado”, “la comunidad”, “los naturales” y “los hijos del pueblo”.7

El gobierno de los pueblos de indios

Sin duda, la adaptación y adopción de esta nueva institución fue paulatina; y en la imposición, difusión y consolidación del cabildo influyeron los frailes, sobre todo los franciscanos.

5 AGNM, Mercedes, vol. 3, fs. 121-121v. Ver el trabajo de M. Menegus, Del señorío, op. cit.,

pp. 182-188.

6 P. Carrasco, Documentos sobre el rango de Tecuhtli entre los nahuas tramontanos, “Tlalocan”,

5, 2/1966, pp. 146-151.

7 M. Menegus, Del señorío, op. cit., pp. 186-187.

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La injerencia y nuevo ordenamiento sobre las viejas estructuras indias es manifiesto desde fechas tempranas, como se sugiere en esta cita:

Como el modo de gobernarse los indios en tiempo de su infidelidad, así en lo espi-

ritual como en lo temporal, haya sido por medio de sus veintenarios [calpixqui o

tecpanpixqui], centuriones [macuiltexpanpixqui] y tribunos, y en el tiempo de

ahora, ni en ningún tiempo, puedan ser bien gobernados, según su calidad, por

otra vía ni manera, los religiosos que han sido curiosos en el orden de doctri-

narlos han usado de este concierto: que así como para el gobierno temporal de la

república, aquellos capitanejos o mandones suelen llamar y traer a los que tienen

a su cargo, para las obras públicas y para la paga de los tributos y las demás cosas

necesarias, ni más ni menos para las cosas de la doctrina y policía espiritual se

entienden los religiosos con ellos; y para que en cuanto fuere posible no haya falta

en las dichas cosas que tocan a la cristiandad de los indios, les dan a estos un

memorial de las cosas que han de tener mucho cuidado.8

Décadas después, en los primeros años del siglo XVII, el franciscano fray Juan de Torquemada, nos recrea la manera en cómo se introdujo “otro género de señorío ya no por ellos [de los señores] ordenado sino por los ministros del rey” en el pueblo de Tlaxcala.9 Esta institución castellana paralela al poder tradicional indígena no sólo circunscribió la participación de los señores, sino que también resquebrajó la organización de los pueblos.

Los franciscanos participaron activamente en la elaboración de ordenanzas para el gobierno de los indios. Tal vez la primera que se conoce es la 1539, que contiene 35 mandamientos centrados en la “evangelización” e imposición del cristianismo, se buscó imponer los “usos y costumbres” de la nueva religión. Un corto ejemplo de esto lo podemos hallar en el Libro de los guardianes y gobernadores de San Juan Bautista Cuauhtinchan, donde se registra que para

8 “Informe al licenciado Ovando (s/f)”, Códice franciscano, Siglo XVI, México 1941, p. 70.

9 “Estos gobernadores (como se ha dicho) no eran señores a quien por sucesión y herencia les

venía la de mayorazgo y cabecera, pero era el otro de las de aquella familia y parcialidad; y

acabado su bienio elegían otro de la otra [cabecera] que se seguía, y así pasaba hasta dar la vuelta

a la primera, que es la que se llama Ocotelolco, de la cual era señor el valeroso Maxixcatzin, y es

en número de gente la mayor”, F. J. Torquemada, Monarquía, II, Editorial Porrúa, México 1969,

pp. 348-349.

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1525, “Si la mujer primero se bautizaba y su esposo no lo hacía, ya no dormía con él, le andaba huyendo hasta que ambos se bautizaban dormían juntos. Del mismo modo empezó la confesión, quien primero se confesó ya no tenía acceso a su consorte, hasta que ambos se confesaban dormían juntos”.10

Las siguientes ordenanzas que se dieron fueron tras la reorganización de la organización política de los pueblos de indios. Así en Tlaxcala (1545), Xochi-milco (1553), Cuauhtinchan (1554), Cholula (1555) y otros más alejados como Yucatán, tenía ver con el nuevo orden político que debían llevar en los pueblos. Se normó sobre las formas de elección y rotación en los cargos de los diversos funcionarios que integraban el cabildo, así como también en los castigos al incumplimiento de las funciones que debían cumplir los funcionarios de esa nueva institución: los gobernadores, alcaldes, regidores y escribanos 11.

No hay duda de la participación de los franciscanos en la elaboración de estas ordenanzas, pues los pueblos estaban bajo su jurisdicción. Es casi seguro que fray Francisco de las Navas, quien fue guardián en el convento de Cuauh-tinchan, participó en la elaboración de las ordenanzas para ese pueblo.

Las congregaciones

En un hecho en el que estamos de acuerdo los estudiosos novohispanos del siglo XVI, es que el traslado, reubicación, congregación o reducción de asen-tamientos y población a lo largo de ese siglo fue realizado con la participa-ción activa de los franciscanos y demás órdenes, cuando mucha población se congregó alrededor de las recién fundadas villas y ciudades novohispanas, alrededor de los conventos e iglesias. Como también lo fue en la etapa previa a 1568 cuando diversos asentamientos fueron trasladados a los nuevos asen-tamientos donde fincarían el poder tanto civil como religioso de los pueblos.12

10 Libro de los guardianes y gobernadores de Cuauhtinchan (1519-1640), paleografía, traducción y

notas de Constantino Medina Lima, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antro-

pología Social, México 1995.

11 J. M. Pérez Zevallos, El gobierno indígena colonial en Xochimilco (Siglo XVI), “Historia mexi-

cana”, 33, 4 [132]/1984, pp. 445-462.

12 P. Gerhard, Congregaciones de indios en la Nueva España antes de 1570, “Historia mexicana”,

26, 3/1977, pp. 347-395.

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El proceso de reubicación de los pueblos, como parte de una política de poblamiento, requirió de la elaboración de un programa donde se debía formular la conveniencia de llevar a cabo la reubicación de la población en toda la Nueva España. Así, informes, consultas, resoluciones de las juntas eclesiásticas y de los Concilios mexicanos de 1565, 1575 y 1585 contaron con resoluciones del Consejo de Indias y reales cédulas del Monarca en turno, que animaron este proceso.

Así, con el propósito de animar a los nobles indígenas a llevar a cabo las congregaciones o reducciones, la real cédula de febrero de 1560 establecía, “y porque con más voluntad y de mejor gana se junten los indios en poblaciones estaréis advertidos que no se les quiten a los que ahí poblaren las tierras y granjerías que tuvieren en los sitios que dejaren, antes proveeréis que aquellas se les dejen y conserven como las han tenido hasta aquí”.13 Y para alentar a los macehuales a trasladarse y permanecer en los nuevos asentamientos, se dispuso en otra real cédula de 1573, que los sitios escogidos para las congrega-ciones estuviesen dotados de suficientes aguas, montes y tierras de labranza, y “un ejido de una legua de largo”. Los sitios en que se han de formar los pueblos y reducciones tengan comodidad de aguas, tierras y montes, entradas y salidas, y labranzas, y un ejido de una legua de largo, donde los indios puedan tener sus ganados, sin que se revuelvan con otros españoles.14

Naturalmente, los mandamientos no se cumplieron. Lo que la política de población pretendía, entre otras cosas, era la liberación de las tierras y de la fuerza de trabajo indígenas. Existe, pues una contradicción entre los decretos y la realidad, pues en la instrucción de octubre de 1576, enviada a la Audiencia de México, se señalaba,

a nos se ha hecho relación que muchos de los indios de esa tierra están poblados

cada uno por sí, apartados unos de otros en algunas partes. Y que de esta manera

tienen ocupada toda la tierra y que convenía recogerlos y ayuntarlos en pueblos, en

13 “Real cédula al virrey de la Nueva España insistiendo en que se junten en pueblos los indígenas

dispersos, resguardándoles la propiedad de los lugares que abandonaban, Toledo (19 feb. 1560)”,

Cedulario de tierras. Compilación de legislación agraria colonial, 1497-1820, Francisco de Solano,

editor, Universidad Nacional Autónoma de México, México 1991, p. 193.

14 “Real cédula señalando la calidad de los lugares donde se ubiquen los pueblos indios y la exten-

sión que deben tener los ejidos, El Pardo, (1 dic. 1573)”, Cedulario de tierras, ibidem, p. 224.

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los sitios que pareciesen para ello más convenientes, señalándoles largos términos

para sus labranzas y dehesas y montes. Y que de esta manera se desocuparía mucha

tierra en que pudiesen hacer algunos pueblos de españoles y mestizos.15

Por las declaraciones de los frailes sabemos que con frecuencia fueron acusados por los mismos indios de haberlos engañado. En 1561 fray Jacinto de San Francisco parecía decir que la doctrina cristiana, como objetivo de las congregaciones, sólo había servido de pretexto para despojar a los indios de sus tierras,

Y no hay para qué los religiosos se pongan a tantos trabajos, y a tanto riesgo de sus

conciencias, y dar ocasión que digan los naturales que ellos los engañan, como ya

lo dicen ... porque habiendo entendido en juntarlos en pueblos, por convenir así

por su doctrina y cristiandad y pulicía ... las tierras en que solían hacer sus labores

las piden españoles para estancias de ganado y para lo que quieren, sin les valer

razón ni justicia, porque dicen que están vacas y que no se aprovecha nadie de

ellas ... y así se quejan de los religiosos diciendo que so color de su cristiandad los

juntaron, y que fue para lo que está dicho.16

Las reducciones implicaron por un lado el despojo tanto de la tierras ocupadas en los nuevos asentamientos como de las tierras abandonadas por los indios en los pueblos obligados a congregarse, pues, al quedar “baldías”, fueron de inmediato pedidas, tomadas o “compradas” por los españoles; y por otro lado, los despojaron de sus macehuales al separarlos de sus tierras y convertirlos en tributarios de la Corona.17

En efecto la política de congregación implicó la redefinición del territorio, del pueblo. La imagen que nos proporciona las instrucciones de las visitas de demarcación y congregación es que se buscó reglamentar y normar el acceso

15 “Instrucción a la Audiencia de México para que se realicen una junta entre personas compe-

tentes y caciques, determinándose la necesidad de reducir a nuevos pueblos la población indí-

gena aún dispersa, Valladolid, (3 oct. 1568)”, Cedulario de tierras, ibidem, pp. 209-210.

16 Códice franciscano, op. cit., p. 223.

17 H. Martínez, Codiciaban la tierra: despojo agrario en los señoríos de Tecamachalco y Quecholac,

Puebla (1520-1650), Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social,

México 1994, p. 101.

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a un pedazo de tierra y la pertenencia a un territorio, así lo sugieren cuando se reglamentó las medidas de los solares que se debían otorgar a los indígenas congregados,

el sitio que a cada indio de los que nuevamente fueren a poblar, se le podrán señalar

para labrar su casa y tener dentro de ella árboles y tierra donde sembrar algún

maíz, chile y otras legumbres, cuanto baste para su regalo y recreación, habiendo

disposición, y no lo habiendo, cuanto sea posible, en que no se puede dar regla

cierta por ser tan diferentes los asientos de los pueblos.18

Uno tiene la impresión de que el umbral principal pasa por los pueblos de indios reducidos o congregados. Ese proceso de reestructuración engendra, bajo la dominación española, lo que se llamará los “pueblos de indios”.

El movimiento de las reducciones se acompañaba según las instrucciones de un conjunto coherente de medias que concernían, entre otras cosas, a las funciones de las autoridades indígenas, las modalidades del tributo y el repar-timiento de la mano de obra y, sobre todo, a la repartición de tierras sufi-cientes para los indios.

Los españoles establecieron, en efecto, cuadros administrativos que modifi-caron y muchas veces alteraron, las redes tradicionales. Con las encomiendas, los caciques y sus subordinados son “confiados” por la Corona a los conquis-tadores beneficiarios, con la regalía de recaudar tributos. Pero las jerarquías indígenas por lo general se rompieron y los señoríos se repartieron entre varios encomenderos, lo que provocó una primera ruptura de las antiguas solidaridades. Esta situación lo va a legitimar los corregimientos o alcaldía mayores, introducidas desde fechas muy tempranas. Pero, uno de los factores más decisivos para las reorganizaciones del espacio mesoamericano, parece ser, la política de reducciones. Se trataba, después del declive demográfico, de reunir a los indios en pueblos de tipo español a fin de facilitar la evangeliza-ción y el cobro del tributo.

18 “Instrucción que vos Francisco de Valderrama Padilla habéis de guardar y cumplir en la

ejecución de las congregaciones que se os han cometido en una parte del partido de Tepeaca

(10 dic. 1606)”, AGNM, Indios, vol. 6, f. 2r-6v. “Instrucción que vos don Fernando de Villegas,

alcalde mayor de la provincia de Mechoacán, habéis de guardar en las congregaciones que de esa

provincia os están cometidas (14 nov. 1601)”, AGNM, Indios, vol, 6, fs. 25-26.

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No es exagerado señalar que esta situación trastocó el espacio y las quejas sobre las medidas de esta política no se hicieron esperar, como bien apun-taban el franciscano fray Juan de Mazorra el 18 de octubre de 1604, “los repar-timientos los tienen [a los indios] en cautiverio eterno, los obrajes en mazmorras y las congregaciones, como se van haciendo, en las puertas de la desesperación”.

En la última década del siglo XVI y la primera del siglo XVII, el cambio polí-tico que se había iniciado desde la llegada de los españoles recibió un nuevo impulso a partir de las congregaciones, pues con este refuerzo se borraron “los últimos derechos sobre las tierras de los antiguos señoríos que aún solían rememorar y a veces reivindicar los linajes nobles indígenas”.19

Fuentes y bibliografía

Archivo de la Biblioteca de la Real Academia de Historia, Madrid, ABRAH.

Archivo General de la Nación, Ciudad de México, AGNM.

Cedulario de tierras. Compilación de legislación agraria colonial, 1497-1820, Fran-cisco de Solano, editor, Universidad Nacional Autónoma de México, México 1991.

Códice franciscano, Siglo XVI, México 1941.

F. J. Torquemada, Monarquía indiana, 3 volúmenes, Editorial Porrúa, México 1969.

Libro de los guardianes y gobernadores de Cuauhtinchan (1519-1640), paleo-grafía, traducción y notas de Constantino Medina Lima, Centro de Investi-gaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México 1995.

19 C. S. Assadourian, Dominio colonial y señores étnicos en el espacio andino, “Diálogos”, El

Colegio de México, 108/1982, p. 17.

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Bibliografía

A. Zorita, Los señores de la Nueva España, Biblioteca del estudiante universi-tario 32, Universidad Nacional Autónoma de México, México 1963.

A. Zorita, Breve sumaria.

B. García Martínez, Los pueblos de la Sierra: el poder y el espacio entre los indios del norte de Puebla hasta 1700, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, México 1987.

C. Gibson, Los aztecas bajo el dominio español (1519-1810), Siglo XXI, América Nuestra 15, México 1978.

C. Gibson, Tlaxcala en el siglo XVI, Fondo de Cultura Económica, México 1991.

C. S. Assadourian, Dominio colonial y señores étnicos en el espacio andino, “Diálogos”, El Colegio de México, 108/1982, pp. 29-41.

C. S. Assadourian, Transiciones hacia el sistema colonial andino, El Colegio de México/Fideicomiso Historia de las Américas-Instituto de Estudios Peruanos, Lima 1994.

H. Martínez, Codiciaban la tierra: despojo agrario en los señoríos de Tecama-chalco y Quecholac, Puebla (1520-1650), Centro de Investigaciones y Estu-dios Superiores en Antropología Social, México 1994.

H. Martínez, Tepeaca en el siglo XVI: tenencia de la tierra, orígenes, evolución y organización de un señorío, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México 1984.

J. M. Pérez Zevallos, El gobierno indígena colonial en Xochimilco (Siglo XVI), “Historia mexicana”, 33, 4 [132]/1984, pp. 445-462.

M. Menegus, Del señorío de Toluca a la república de indios: el caso de Tolucam 1500-1600, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México 1994.

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P. Carrasco, Documentos sobre el rango de Tecuhtli entre los nahuas tramon-tanos, “Tlalocan”, 5, 2/1966, pp. 125-132.

P. Gerhard, Congregaciones de indios en la Nueva España antes de 1570, “Historia mexicana”, 26, 3/1977, pp. 347-395.

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En otros tiempos, en otras latitudes: las subsecuentes evangelizaciones

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La utopía de los pastores, la realidad del rebaño: clero y fieles en Yucatán durante el periodo colonial

Dra. Adriana Rocher Salas

Universidad Autónoma de Campeche

Este trabajo tiene como objetivo analizar la forma en que el clero de Yucatán miró a sus fieles a lo largo de los siglos XVI y XVII. No nos interesa cual-

quier mirada, sino aquella que refleja menos un diagnóstico de su propio universo y más un deseo, un deber ser, como es el caso de estos escritos, concebidos para ser expuestos de forma pública como parte de una reivindi-cación o de un proyecto que buscaba legitimación frente a la crítica, la indife-rencia, la ignorancia o la franca oposición de otros sectores.

Afortunadamente para nuestros ojos, aunque no para el cultivo de la Historia, las crónicas de eclesiásticos escasean en tierras del mayab, lo que permite una comparativa general en una comunicación de espacio limitado, como lo es esta. Sin embargo, pese a su número -seis-, el tiempo entre una y otra -aproximadamente un par de décadas- y la pluralidad de origen y adscrip-ción de sus autores, nos permitirán cumplir nuestro objetivo de apreciar las transformaciones en la imagen que estos pastores quisieron difundir de sus ovejas. Pese a mi deseo de incluir todos los impresos producidos por eclesiás-ticos, he decidido excluir la Relación de las Cosas de Yucatán, de fray Diego de Landa, debido a las actuales hipótesis que apuntan a la posibilidad de que partes del texto no fueran de la autoría del controvertido fray Diego.1

Antes de empezar, una pequeña pero necesaria precisión respecto al uso de los conceptos “utopía” y “realidad”, que aparecen en el título del presente

1 Al respecto, véase M. Restall, J. Chuchiak, A reevaluation of the authenticity of fray Diego de

Landa’s, Relación de las cosas de Yucatán, “Etnohystory”, 49/3, 2002, pp. 651-669.

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texto. Utopía hace referencia al ideal de una sociedad perfecta, que en la América hispana tuvo la particularidad de aspirar a construir una iglesia como la de los primeros tiempos de la cristiandad, la que sería a su vez la Iglesia pura y santa de los últimos tiempos. Contraponer esta construcción del imaginario al concepto de “realidad”, podría hacer parecer que caemos en la peligrosa ilusión, casi tan utópica como la misma isla imaginada por Tomás Moro, de que estamos en posibilidad de alcanzar la “verdad” o lo que “realmente” ocurrió. No somos tan ingenuos, antes bien somos conscientes que la apropiación del mundo que nos rodea se encuentra permeada por un bagaje cultural previo, que de manera incesante filtra toda la información del entorno con el que nos relacionamos. Partiendo de esta premisa, nuestra pretensión es bastante simple, y no aspira más que a situar las ideas plasmadas por los diferentes autores en sus respectivos contextos históricos, buscando los contrastes o los espejos que nos permitan apreciar, en la medida de lo posible, la presencia, mutación o, incluso, ausencia, de los distintos sueños que alimentaron la utopía americana.

Fray Tomás de la Torre, O. P.

Era una mañana de Reyes de 1545 cuando fray Tomás de la Torre se encontró por primera vez con nativos americanos. Era este un grupo de mayas yuca-tecos de la villa de San Francisco de Campeche que acudieron en sus canoas a recoger al grupo de frailes dominicos que en compañía de fray Bartolomé de las Casas aguardaban ansiosos arribar a tierra de misión. Los indios iban semidesnudos, cubriendo apenas “sus vergüenzas con una manta poco más ancha que una mano”, detalle que a otros ojos hubiera bastado para de ante-mano colgarles el sambenito de bárbaros. En cambio, para el fraile, aquellos indios que entre gozosas risas lo depositaron en tierra eran joyas preciosas, “los tesoros” que él y sus compañeros habían venido “a buscar a las Indias”.2

Fray Tomás provenía del convento de San Esteban de Salamanca, donde era profesor de lógica, cátedra que abandonó para unirse a la expedición organi-zada a instancias de Las Casas, quien a la sazón había sido nombrado obispo

2 Fray A. Ximénez, Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de la Orden de

Predicadores, Sociedad de Geografía e Historia, Guatemala 1929, p. 298.

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de Chiapas. De la Torre fue electo cronista de la misión, razón por la cual escribió un diario narrando los pormenores del viaje que los llevó de Sala-manca a Ciudad Real, sede episcopal chiapaneca. El diario nunca fue publi-cado individualmente, pero conocemos su contenido gracias al profuso uso que de él hicieron fray Antonio de Remesal y fray Francisco Jiménez en sus respectivas crónicas de la provincia dominica de Chiapa y Guatemala.3 Para este trabajo nos hemos decantado por la versión del segundo, que lo reproduce de forma textual y citándolo puntualmente.

La villa que encontró fray Tomás era, más que joven, una infante, pues siquiera había cumplido el lustro de fundada.4 Su alumbramiento había sido complicado,5 y sus primeros años no le estaban quedando a la zaga en cuanto a complejidad: si al momento de su erección contó con 30 primeros vecinos, para 1545, según fray Tomás, apenas llegaban a 13, aunque tres años después fray Lorenzo de Bienvenido dejó la cifra en 20.6 Tal vez fuera que a la visita de fray Tomás algunos de los vecinos estuviesen de viaje y por eso el dominico no registró su presencia, pero de cualquier forma es evidente que la villa tuvo una pérdida importante de colonizadores. Si escuchamos la voz del cabildo de Mérida, capital de Yucatán, la “poca voluntad de permanecer en esta tierra” que tenían los españoles se debía a “no haber en ella oro, ni plata, ni otra cosa de que se saque provecho” por ser “la tierra estéril de aguas … llena toda de piedra viva lo cual tenemos por gran dificultad para la población de esta

3 Fray A. De Remesal, Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de la Orden de

nuestro glorioso padre Santo Domingo, Madrid 1619.

4 La pérdida del acta fundacional de la ahora ciudad de San Francisco de Campeche, capital del

estado mexicano de Campeche, impide el conocimiento cierto de su fecha de fundación. Existen

dos probables momentos: el 4 de octubre de 1540 y el 1º de enero de 1541. Al respecto véase J. T.

Lanz Gutiérrez, La fundación de Campeche. Una versión razonable y conciliadora, en “Ah-Kin-

Pech”, 2/22, 1938, pp. 1, 2 y 10.

5 San Francisco de Campeche fue el tercer nombre dado por los españoles a el mismo lugar,

pero en tres épocas distintas, correspondientes a tres respectivos intentos de fundación. Al

respecto véase A. Rocher Salas, Intramuros, Universidad Autónoma de Campeche, Campeche

2015, pp. 16-19.

6 Fray A. Ximénez, Historia de la Provincia…, op. cit., p. 297. Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a

S. A. el príncipe don Felipe, dándole cuenta de varios asuntos referentes a Provincia de Yucatán.

10 de febrero de 1548, en Cartas de Indias, Miguel Ángel Porrúa, México 2008, p.71.

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ciudad e villas que se han poblado”. Para colmo, los indios yucatecos eran “indómitos, gente belicosa, criada desde su nacimiento en la guerra”, por lo que una vez creadas Mérida y la villa de Campeche los españoles ahí resi-dentes vivían “cada un día con alborotos, rebatos e armas, que los indios nos dan, poniendo como pusieron por obra de morir, o echarnos de la tierra”.7 En síntesis, según los regidores emeritenses, Yucatán era un lugar poco apete-cible por ser tan pobre como peligroso.

El lugar y la gente descrita por los regidores emeritenses en nada se parece a la villa y a los indios que fray Tomás de la Torre describe. El dominico contra-pesa la ausencia de oro y plata con la abundancia de exquisitos frutos y de una tierra “aptísima” para la cría de seda y ganado vacuno y ovejuno. Si había escasez de agua no era culpa del suelo peninsular, sino de la “negligencia de los españoles”. Más aún, la región era pródiga en cera y miel, producida por unas abejas sin aguijón “porque todo es manso lo de esta tierra, como los hombres naturales de ella”.8

Los naturales no sólo eran mansos, sino también eran “lindos, que es placer verlos”, aunque sólo los hombres porque las mujeres eran “feas y abomina-bles …traen desnudo del ombligo arriba y de la rodilla abajo es abominación verlas”.9 Esta curiosa distinción tal vez se deba tanto a una personal concep-ción de la estética humana, como a la desconfianza hacia el género femenino característico de estos hombres amantes de la castidad y, por ello, temerosos del pecado de la carne a que podrían incitarlos las hijas de Eva.10

Lindos o feas, lo cierto es que los naturales de San Francisco de Campeche aún eran infieles, pues seguían sin bautizar a causa, según fray Tomás, de que los “cristianos que el Rey les ha dado por Curas” en lugar de doctrinarles y llevarles el conocimiento de Dios “no les enseñan sino lo que ellos hacen que es robar, desollar, matar hombres, estuprar doncellas sin ningún freno ni

7 La ciudad de Mérida al Rey, 14 de junio de 1543. Reproducida en D. López Cogolludo, Historia de

Yucatán, T. II, Ayuntamiento de Campeche, Campeche 1996, pp. 288-293.

8 Fray A. Ximénez, Historia…, op. cit., pp. 300-301.

9 Ibidem, p. 301. M. Del C. León Cázares, Los mayas peninsulares bajo la mirada de sus evangeli-

zadores, en P. Escandón, De la Iglesia Indiana. Homenaje a Elsa Cecilia Frost, UNAM, México

2006, p. 70.

10 M. Á. Hernández Bermejo, La imagen de la mujer en la literatura moral y religiosa de los siglos

XVI y XVII, “Norba. Revista de Historia”, 1987-1988, pp. 175-188.

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medida”. Por eso los indios perseguían a los frailes sin césar “pidiéndoles por señas que les dijésemos algo de Dios y [con] las manos juntas decían Jesús, Jesús”, causando a los religiosos un gran dolor al ver “su aparejo para recibir la doctrina y no haber quien se las diese”. Y es que los frailes, tal vez por el cono-cimiento de lo ocurrido en otras regiones novohispanas, donde a la predi-cación itinerante y apresurados bautismos con frecuencia habían seguido la apostasía de los nuevos conversos, decidieron no “tratar con los indios porque no pensábamos parar allí”.11

Además de los indios, la misión dominica también tomó distancia de los españoles, ya que temían que una relación cercana con ellos terminaría por hacerles parecer “bien sus cosas”, que no eran otras que los abusos que come-tían con los indios. Les predicaban en domingos y fiestas, “pero de los males y tiranías en que estaban …dejábamos sin decirles nada en común, aunque en lo particular respondíamos a lo que se ofrecía”. Para fray Tomás otra actitud carecía de sentido teniendo como tenían a un prelado como fray Bartolomé de las Casas “que se los decía sin pepita y en público y en secreto”, admoniciones que, sin embargo, caían en saco roto y sólo habían servido para enemistar al pastor con su grey.12

Así estuvieron hasta su último día en San Francisco de Campeche, en el cual encomendaron a fray Alonso de Villaalva “les predicase sus tan manifiestos males”. Tan efectiva resultó su plática, siempre según fray Tomás, que final-mente los españoles cayeron en cuenta del riesgo que corría su alma, por lo que “confusos y espantados” intentaron enmendarse, unos buscando la confe-sión y otros insistiendo a los frailes que fundasen un convento en la villa.13 En su venturoso final, el cronista dominico obvia el pequeño detalle de que en su proyecto de redención los vecinos de Campeche no parecieron incluir la enmienda de su conducta hacia los indios ni mucho menos resarcirlos, o por lo menos no lo registra su escrupulosa pluma.

La mano de fray Tomás estuvo guiada por un ilimitado optimismo, toda vez que no dejó fuera a nada ni a nadie; hasta los “villanos” de la historia, los tiránicos españoles, tuvieron un final feliz, La distancia entre la narración de fray Tomás y la carta del cabildo de Mérida es abismal, y no podía ser de otra

11 Fray A. Ximénez, Historia…, op. cit., pp. 302.

12 Ibidem, pp. 303, 304.

13 Ibidem, p. 304.

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forma pues un abismo separaba la utopía del fraile de la amarga decepción de los conquistadores. Así es como los indios podían ser mansos para uno e indó-mitos y belicosos para los otros; o que Yucatán se presentara como una tierra de promisión de un lado, o como tierra estéril por el otro.

La distancia existente entre ambas miradas es comprensible si se apunta la diferencia de objetivos y de experiencias: el tesoro de los frailes eran las almas a salvar; el de los conquistadores, el oro, la plata y la gloria; los domi-nicos aspiraban al premio de la vida eterna; los vecinos españoles esperaban antes obtener el de la vida terrena. Los primeros venían de una vida conven-tual, de recogimiento, estudio y oración; los segundos de un cruento proceso de conquista que se prolongó durante más de una década, donde tuvieron que vérselas cara a cara con miles de rostros idénticos a los de aquellos que perse-guían a los frailes con las manos juntas diciendo “Jesús, Jesús”. Difícilmente los colonizadores hubieran podido separar esos rostros fieros y pintados para la guerra, de aquellos transfigurados por el peso de la sumisión y la explotación.

La tierra generosa descrita por fray Tomás no era la misma en la que los conquistadores vivían, y con la que tendrían que conformarse ellos y sus descendientes por generaciones y generaciones. Para aquellos que tanto arriesgaron y sacrificaron, cambiar oro, plata y trigo por jícamas, uvas y maíz, por muy frescas y gentiles que fueran, debió ser un consuelo muy poco conso-lador. Los frutos de la tierra alcanzaban para cubrir necesidades básicas, pero eran insuficientes para satisfacer las expectativas de riqueza y abundancia que subyacían detrás del sueño americano. Realidad tan nítida a los ojos espa-ñoles escapaba por completo a la mirada de fray Tomás.

La utopía del dominico abrazó a todo San Francisco de Campeche, haciendo que valiera la pena haber dejado atrás familia, patria y amigos.14 Su sueño de una sociedad ideal incluyó a todos: al indio, porque no era culpable de su infidelidad, antes bien estaba presto a dejarla para abrazar la verdadera fe; a Yucatán, porque su escasez de metales preciosos se compensaba con su abun-dancia de flores, frutos y animales para la supervivencia y el disfrute de los hombres; a los dominicos, quienes en Campeche se dedicaron a la oración,

14 Al narrar su dolor al enterarse de la muerte de algunos de sus hermanos que perecieron en un

naufragio camino a Chiapas, fray Tomás apunta “Allí se nos pusieron delante nuestros deudos y

parientes que dejamos, nuestras casas y monasterios y padres y hermanos espirituales que por

aquella compañía trocamos”. Ibidem, p. 309.

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sin molestar a nadie y “todos tan a una como si todos tuviéramos un mismo corazón y un ánimo y ninguna cosa osó ninguno hacer sin el parecer de todos”;15 y el español que, como todo pecador, era capaz de la redención, una que bebería de la misma fuente que la conversión indígena y que no era otra que el ejemplo y la predicación dominica.

Fray Antonio de Ciudad Real

Mientras fray Tomás de la Torre y sus hermanos se alejaban de las playas campechanas, en Mérida un pequeño grupo de franciscanos se aprestaba para acometer la tarea de evangelizar a los mayas de todo Yucatán.16 A ellos se unió otro grupo, encabezado por fray Luis de Villalpando y fray Lorenzo de Bienvenida, con lo cual darían inicio al proceso que también implicó poner la primera piedra de lo que en 1565 se convertiría en la provincia franciscana de San José de Yucatán.17

Los hijos del Pobre de Asís tuvieron en Yucatán la enorme ventaja de la uniformidad lingüística y cultural de aquellos a quienes debían doctrinar.18 En esas primeras décadas, el mayor obstáculo a su trabajo lo constituyeron sus propios compatriotas españoles, quienes seguían cojeando de aquel pie que en su momento observara fray Tomás de la Torre, y que no era que otro que su continuado abuso sobre la población indígena.19

15 Ibidem, p. 303.

16 De esa presencia da cuenta fray Tomás al señalar que “cuatro frailes franciscanos decían que

estaban allá en la ciudad que llaman de Mérida; pero ni aún ellos trataban de doctrinar a los

indios porque eran allí recién venidos”. Ibidem, p. 302.

17 Sobre el proceso de creación de la provincia de San José de Yucatán, véase S. M. González Cicero,

Perspectiva religiosa en Yucatán. 1517-1571, El Colegio de México, México 1978, pp. 104-108.

18 Al respecto véase la carta escrita por un grupo de franciscanos encabezados por fray Juan de la

Puerta al Consejo de Indias. Mérida, 1º de febrero de 1547. Real Academia de la Historia (en adelante

RAH), Colección Muñoz, T. 84, f. 240. En el mismo sentido va la observación de fray Jerónimo de

Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana, T. II, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid 1973, p. 23.

19 Además de las ya citadas cartas de Bienvenida y De la Puerta, véase Al príncipe. Fray Luis de

Villalpando, fray Diego de Béjar y fray Miguel de Béjar, Campeche villa y puerto de Yucatán, 29

de julio de 1550. RAH, Colección Muñoz, T. 85, f. 335.

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La certeza de la precariedad del dominio español en la península manifiesta por los regidores emeritenses en 1543 pronto tuvo ocasión de corroborarse con el gran alzamiento de 1546, ocurrido en la región comarcana de la villa de Valladolid. No bien los conquistadores apagaron ese fuego, cuando tuvieron que enfrentar la rebelión de los indios de Bacalar, incendio que también lograron controlar las huestes de los Montejo.20

Los levantamientos de 1546-1547 han sido considerados el punto final del proceso de conquista de la región yucateca, lo cual no significa que a partir de entonces la respuesta indígena a la colonización se limitara a una pasiva aceptación del dominio español, como lo pondrían de manifiesto subleva-ciones de diversa entidad y, sobre todo, la idolatría. Esta última resultó parti-cularmente dolorosa para sus padres espirituales quienes, si bien fueron comprensivos frente a los movimientos de 1546-1547, entendiéndolos como una reacción casi natural al maltrato, el abuso y la sobreexplotación, en lo que a la pervivencia de la religión antigua se refiere no mostraron la misma tolerancia.21 1562 marcó un antes y un después en la relación entre los fran-ciscanos y los mayas yucatecos. El accidental descubrimiento de la conti-nuidad de la religión prehispánica desató una feroz persecución de idólatras e idolatrías cuyos ecos retumbarían hasta Madrid, ante cuya corte fue llamado fray Diego de Landa, cabeza visible del proceso. El mayor pesar de los frailes fue ver “tan gran perdición en partes donde tanto habían trabajado y tanto fruto entendían haber hecho y tanta cristiandad mostraban los naturales en el exterior, teniendo en el corazón los ídolos e idolatrías, ritos y ceremonias antiguas”.22

20 D. López Cogolludo, T. I, op. cit., pp. 18-26.

21 Por citar un ejemplo, fray Lorenzo de Bienvenida aseguró al entonces príncipe Felipe que el

levantamiento de 1547 se debió al “mal tratamiento que hacen a los indios los españoles, tomán-

dole las mujeres i hijos, y dándole de palos, y quebrándole piernas i brazos, y matándolos y

demasiados tributos y desaforados servicios personales. Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a

S. A. el príncipe don Felipe, dándole cuenta de varios asuntos referentes a Provincia de Yucatán.

10 de febrero de 1548, en Cartas de Indias, p.71.

22 Información hecha a pedimento del provincial Fray Diego de Landa ante el doctor Quijada,

enero de 1563, Archivo General de Indias (en adelante AGI), Escribanía de Cámara 1009B,

reproducido en F. V. Scholes, E. B. Adams (editores), Don Diego de Quijada. Alcalde mayor de

Yucatán, 1561-1565, Antigua Librería Robledo de José Porrúa e Hijos, 1938, p. 294.

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A partir de entonces, estar a la caza de idolatrías se integró en la cotidianidad de quienes se desempeñaban como curas doctrineros, que para 1588 seguían siendo en su aplastante mayoría frailes minoritas.23 En ese año llegó a Yucatán fray Alonso Ponce, comisario general de los franciscanos de Nueva España, quien traía como su secretario a fray Antonio de Ciudad Real, religioso que previamente había pasado diez años de su vida en la península maya.24 De ahí que la parte dedicada a Yucatán en su Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España sea una mirada desde adentro, y no la de un visitante como fue la de fray Tomás de la Torre.

En su Tratado, fray Antonio deja ver un amplio conocimiento sobre diversos grupos indígenas de otras regiones de la Nueva España, adquirido gracias a su periplo con fray Alonso Ponce, aunque también al tiempo que pasó como religioso incorporado a la provincia del Santo Evangelio. Sin embargo, su larga estadía en Yucatán se evidencia no sólo en la precisión de su descrip-ción, sino en la forma favorable en la que compara a los indios yucatecos con otros grupos indígenas. Así, considera que los naturales de Yucatán son “bien agestados y dispuestos …todos andan bien vestidos, al modo de los mexicanos, aunque más limpios de ordinario”. Además, los mayas peninsulares desta-caban del resto de naturales indianos porque en su antigüedad tuvieron escri-tura y no practicaban la antropofagia ni la sodomía, “pecado muy usado en algunas partes de las Indias”.25

23 Para entonces, los frailes administraban 24 doctrinas, mientras la clerecía diocesana hacía lo

propio con cinco curatos de indios. A, Rocher Salas, Parroquias y territorio en Yucatán: 1541-1699,

en R. Aguirre Salvador (coord.), Conformación y cambio parroquial en México y Yucatán (siglos

XVI-XIX), Instituto de Estudios sobre la Universidad y la Educación-UNAM, México 2018, p.

230. Hago constar que en Yucatán el concepto doctrina se usó para todos los curatos de indios,

sin importar que fuesen administrados por frailes o por clérigos, razón por la cual a unos y otros

se les aplicó por igual el título de doctrineros.

24 Fray Antonio llegó a Yucatán en 1573, y para 1584, a la llegada de Ponce a México, se encontraba

en el convento de Texcoco. Véase el Estudio Preliminar al Tratado curioso y docto de las gran-

dezas de la Nueva España, T. I, Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM 1993, pp. XXXII,

XXXVIII y XXXIX.

25 A. Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, T. II, Instituto de

Investigaciones Históricas-UNAM 1993, pp. 319, 320.

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A lo largo de su Tratado, Ciudad Real se esmera en resaltar la cálida acogida dada al comisario Ponce en cada pueblo novohispano que visitó, lo que tiene sentido considerando la controversia que fray Alonso mantenía con el gobierno de la provincia del Santo Evangelio, que se negaba a reconocer su autoridad. Fray Antonio alterna en su narración los conceptos “caridad”, “regocijo”, “gran recibimiento” y, en menor medida, “devoción”, para calificar la actitud de la feligresía hacia el denostado prelado. Sin embargo, cuando de los poblados yucatecos se trata, la palabra “devoción”, y en particular, la frase “muy devotos de nuestro estado” se repiten una y otra vez, lo mismo en pueblos de indios que en poblados españoles. Parece evidente que fray Antonio escribe con un corazón tocado por su estancia en Yucatán, por más que se esfuerza en mantenerse fiel a una misma estructura narrativa para su recorrido por toda la Nueva España. Algo que no es de extrañar, toda vez que ese mundo yucateco era parcialmente suyo, ya que también le había aportado su propio grano de arena, por lo cual, como todo padre espiritual responsable por sus ovejas, algún día habría de responder ante Dios.

En su presentación de una devota feligresía yucateca unida por la fe, el cordón franciscano y el respeto al comisario Ponce, fray Antonio elige guardar silencio respecto a las flaquezas de unos y otros. Así, aun cuando hace gené-rica mención de los juicios por idolatrías llevados a cabo por fray Diego de Landa, no vuelve a tocar el tema ni siquiera cuando se trata del lugar escenario de los hechos, Maní. Como si el olvido no le bastara, Ciudad Real afirma que los indios de Maní “en policía y civilidad parece que hacen ventaja a los demás; han sido y son los de Maní muy devotos de nuestro estado, muy domésticos y obedientes a nuestros frailes”, obsequiosos adjetivos que no dedicó a nadie más en su visita.26 Tampoco hace mención de los dos intentos de sublevación abortados en Campeche o del juicio a idólatras de Calotmul y Dzismopo, dos procesos que concluyeron con la sentencia de muerte de sus perpetradores y que ocurrieron en la misma década de la vista de fray Alonso Ponce.27

26 Ibidem, p. 367. El resaltado es mío.

27 En Campeche, en la primera mitad de la década de los 80, el cacique don Francisco y dos de sus

lugartenientes fueron ahorcados y sus cabezas cortadas y exhibidas en la plaza pública, mismo

destino que meses después tendría don Andrés Cocom, antes principal de Sotuta y reincidente

en su intentona rebelde. D. López Cogolludo, Historia de Yucatán, pp. 247-251. El caso de idola-

trías puede verse en J. Chuchiak, La inquisición indiana y la extirpación de idolatrías: el castigo

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Y si entre los indios todo era devoción, paz y concordia, con los españoles sucedía algo parecido, al punto que pareciera que la redención anunciada por fray Tomás de la Torre en verdad tuvo lugar. Para Ciudad Real, los vecinos de Mérida eran “gente política y bien hablada y tratada, muy devota de nuestro estado”.28 Por si una vez no fuera suficiente para dejar clara su afirmación, más adelante la repite y los describe como “gente ahidalgada y muy devota de nuestro estado”.29

La intencionalidad política es evidente en el texto de Ciudad Real. Por un lado, no pierde oportunidad de contrastar la inquina de los frailes rebeldes de la provincia del Santo Evangelio, con los homenajes que en el resto de la Nueva España se rinden al comisario Ponce.30 Por otro, su insistencia en señalar la particular devoción al hábito franciscano por parte de feligreses de todos los colores parece un esfuerzo por evidenciar la vigencia de la obra franciscana, en un momento en que desde Madrid se cuestionaba el derecho del clero regular a la administración parroquial.31 La política de Felipe II fue aprobada y replicada por obispos de todas las diócesis indianas, incluyendo Yucatán donde, por primera vez en tres décadas de dominio incontestado sobre la cura de almas entre los pueblos de indios, los franciscanos habían sido retados por un obispo, el dominico fray Gregorio de Montalvo (1580-1587), por el control de las doctrinas.32

Aún cuando las omisiones de fray Antonio no se deban a la ignorancia o la ingenuidad, ni su favorable visión de la sociedad yucateca sea producto de una

y la reprensión en el provisorato de indios en Yucatán, 1570-1690, en A. De Zaballa Bescoechea

(coord.), Nuevas perspectivas sobre el castigo de la heterodoxia indígena en la Nueva España, siglos

XVI-XVIII, Universidad del País Vasco, Bilbao 2005, pp. 89-90.

28 A. Ciudad Real, Tratado, T. II, op. cit., p. 339.

29 Ibidem, p.372.

30 “Cierto era cosa de admiración muy grande que cuanto el virrey y los frailes rebeldes procu-

raban afrentarle y aniquilarle, tanto y mucho más era honrado y respetado en todas las demás

provincias de toda suerte de gente, especial de las cabezas y mayores, y aun lo mesmo era en la

de México de todos excepto de los sobredichos”. Ibidem, p. 339.

31 Al respecto, véase el trabajo de L. Pérez Puente, El concierto imposible. Los concilios provinciales

en la disputa por las parroquias indígenas (México, 1555-1647), Instituto de Investigaciones sobre

la Universidad y la Educación-UNAM, México 2010.

32 A. Rocher Salas, Parroquias, op. cit., pp. 229-230.

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mente deslumbrada por tanta celebración y jolgorio y, antes bien, ambas cosas se encuentren íntimamente vinculadas a reivindicaciones políticas, es posible trazar una línea que comunica su obra con la de fray Tomás de la Torre, que no es otra que el ideal de la perfecta sociedad cristiana, aquella que fray Tomás creía que era posible construir, la misma que fray Antonio sabía que no existía pero igual se atrevió a bosquejar. Era ante todo una ilusión, un sueño que se negaba a morir y al que su pluma se rehusó abandonar, tal vez con la esperanza de que grabándolo en la retina de sus lectores la utopía dejase de serlo para convertirse en realidad.

Dr. Pedro Sánchez de Aguilar

Corría el año de 1603 cuando el Dr. Pedro Sánchez de Aguilar, provisor del obispado yucateco, entonces en sede vacante, se encontró “embarazado con las cárceles llenas de indios idólatras …y la justicia eclesiástica tan desfavore-cida en su castigo y remedio”.33 Y en vista de que tal desfavorecimiento era debido a la intromisión de jueces seculares –léase el gobernador de Yucatán Carlos de Luna y Arellano– que invadían y estorbaban el ejercicio de la juris-dicción eclesiástica, decidió hacerlo del conocimiento del Rey el cual, a su vez, le requirió que ampliase su informe.

Sánchez de Aguilar pudo satisfacer la orden del monarca con otra carta, algo más extensa tal vez, pero en su lugar decidió escribir su Informe contra idolorum cultores, el cual constituyó todo un alegato en defensa de la jurisdic-ción eclesiástica. Para ello se avocó a probar que haber atado las manos del clero para castigar la heterodoxia religiosa de los indios sólo había servido para hacerles despreciar a sus ministros, ignorar las fiestas de la cristiandad y, peor aún, perder todo temor de Dios.34

Para el padre Sánchez de Aguilar, los indios idólatras debían ser vistos como herejes y apóstatas, pues no eran “rudos, ni bárbaros, ni neófitos, sino tan sabidos y resabidos y atrevidos”,35 ya que durante 80 años habían conocido la

33 P. Sánchez de Aguilar, Informe contra los idólatras de Yucatán (1613), en Anales del Museo Nacional

de México, T. VI, Imprenta del Museo Nacional, México 1900, p. 21.

34 El texto vuelve continuamente a estas ideas, por ejemplo véase ibidem, pp. 32 y 109, 110.

35 Ibidem, p. 21.

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fe cristiana “mediante la gran doctrina de varones religiosísimos de la orden de San Francisco y de algunos clérigos que hasta hoy cuidan de este rebaño”.36 Aunque el clérigo aclara que lejos estaba “de asegurar que todos los indios de esta provincia sean idólatras”,37 dio por sentadas “la propensión que tienen los indios al mal, su infidelidad y afecto a sus ídolos”.38 Sus constantes recaídas en la idolatría no eran por falta de buenos ministros religiosos, sino por su “inso-lencia, pertinacia y pereza, viviendo sin coacción ni castigo.39

La percepción de Sánchez de Aguilar respecto a la natural inclinación de los indígenas yucatecos por las idolatrías estaba más que extendida entre ecle-siásticos y seculares en la península maya, como lo dejan ver las continuas campañas de persecución de idolatrías llevadas a cabo por los jueces ecle-siásticos con el apoyo de las autoridades reales, las cuales se sucedieron a lo largo de los siglos XVI al XVIII.40 Sin embargo, lo que resulta excepcional de su alegato es la insistencia en ver en la idolatría del indígena yucateco menos la acción del demonio y más la voluntad de unos indígenas que no podían ser considerados párvulos o infantes en la fe, porque eran nietos y bisnietos de cristianos. Más aún, se niega a considerar a los idólatras –y con ellos a todos los indígenas yucatecos– como rudos o incapaces, lo que no sólo les privaría del derecho al trato benevolente que su minoridad legal o situación de miserables les otorgaba,41 lo cual era la intención del presbítero,42 sino que los convertía en adultos jurídicamente hablando y, por lo tanto, los eximía de la necesidad del tutelaje español.

36 Ibidem, p. 57.

37 Según sus cuentas, de entre 100 mil indios habría entre cinco y diez mil idólatras. Ibidem, p. 55.

38 Ibidem, p. 66.

39 Ibidem, p. 57.

40 Al respecto, véase J. Chuchiak, The Indian Inquisition and the extirpation of idolatry: the process of

punishment in the provisorato de indios of the Diocese the Yucatán, 1563-1812 (Tesis Doctoral en

Filosofía), Tulane University, Nueva Orleans 2000.

41 Los indios, la Inquisición y los tribunales eclesiásticos ordinarios en Nueva España. Definición juris-

diccional y justo proceso, 1571-c. 1750, en J. E. Traslosheros, A. De Zaballa (coord.), Los indios ante

los foros de justicia religiosa en la Hispanoamérica virreinal, UNAM, México 2010, pp. 67 y 70.

42 Los idólatras “deben ser castigados no como neófitos …sino según el derecho común”. Sánchez

de Aguilar, Informe, op. cit., p. 86.

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En este punto, aunque de forma inadvertida, Sánchez de Aguilar difiere incluso del obispo Diego Vázquez de Mercado quien, si bien lo secundaba en su visión de que los idólatras yucatecos merecían “pena de muerte y quemarles” por ser cristianos de larga data, atribuía su idolatría a ser “gente tan inca-paz”.43 Tal vez la diferencia estribe en un episodio de la historia personal de Sánchez de Aguilar, ocurrido durante el levantamiento de 1546, que dejó profunda huella en su persona. Según él mismo narra en su Informe, su abuelo Fernando de Aguilar “uno de los doce primeros fundadores de la república de esta ciudad de Mérida … sucumbió entre impías garras, cuya cabeza pies y manos en la misma noche enviaron los matadores en señal de rebelión y del pacto que habían hecho, a todos los pueblos”.44

Su ascendencia conquistadora posiblemente esté detrás de otra de las solu-ciones que ofrece, además del castigo y la coacción, para que los indios yuca-tecos abandonasen la idolatría: “el mutuo y constante trato con los españoles”, con lo cual imitarían “su verdadera y sólida fe”.45 Tal sugerencia habría, sin duda, hecho levantar la ceja al entonces anciano fray Jerónimo de Mendieta, para quien justamente “la frecuente comunicación de los españoles” era lo que más había dañado la cristiandad de los indios, al punto de lamentarse que mientras en “Yucatán y Guatemala y en lo del Perú estén los españoles poblados por sí, y los indios por sí, […] en esto de México …no haya esto llevado remedio.46

Fray Bernardo de Lizana, O. F. M.

La caracterización de indios y españoles hecha por Pedro Sánchez de Aguilar fue algo distinta de la realizada por fray Bernardo de Lizana. El fraile toledano llegado a Yucatán en 1606 aporta una visión que podría hacernos pensar en su

43 Capítulos de carta del obispo de Yucatán Diego Vázquez de Mercado al rey sobre las idolatrías

y la necesidad de reducir a los indios. Valladolid, 12 de diciembre de 1605. Archivo General de

Indias (en adelante AGI), México, 359. Reproducido por G. Solís Robleda y P. Peniche (editoras),

Idolatría y sublevación, Universidad Autónoma de Yucatán, Mérida 1996, pp. 38, 39.

44 P. Sánchez de Aguilar, Informe, op. cit., p. 92.

45 Ibidem, p. 57.

46 Fray J. de Mendieta, Historia Eclesiástica…, op. cit., p. 90.

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contemporaneidad con fray Tomás de la Torre, si no fuera porque la narración del franciscano llega hasta las primeras décadas del siglo XVII.

Según Lizana, desde la primera incursión franciscana en la península, allá por los 1530, los indios yucatecos abrieron los brazos a los religiosos y a “la fe de Cristo por lo consiguiente”.47 Esa sería también la primera ocasión en que la maldad de algunos españoles daría al traste con la obra seráfica. Pero esa semilla tendría frutos, que serían recogidos por los hermanos que les siguieron, por lo que fue “tan fácil la conversión cuando en tan poco tiempo casi toda la provincia y reino estaba cristiano”.48 Ya fuera por el rápido apren-dizaje de la lengua por parte de los religiosos, su ejemplo de vida y predica-ción, o la intervención de la Virgen María, lo cierto es que las conversiones fueron tan rápidas como voluntarias.

Aún así, Lizana se distancia del cronista dominico y de fray Antonio de Ciudad Real gracias a su conocimiento y su reconocimiento de la pervivencia entre los naturales yucatecos de “la maña de sus antepasados”, o sea, la idola-tría.49 Por esta razón el fraile se muestra partidario de la coacción, pues “el indio …es verdad que también requiere alguna aspereza …por ser gente que de ordinario hacen mas por miedo que por vergüenza”.50 Aun así, fray Bernardo los alaba por su natural caritativo,51 su generosidad y respeto para con los reli-giosos y,52 sobre todo, por su gran devoción hacia la Madre del Señor.

La devoción por la Virgen María representada en una imagen de bulto llevada al convento de Izamal por fray Diego de Landa es, para fray Bernardo, el hilo que unía a todos los habitantes de Yucatán. Todas las razas, incluyendo

47 B. de Lizana, Historia de Yucatán, Historia 16, Madrid 1988, p. 63. La obra es mejor conocida

como Devocionario de Nuestra Señora de Izamal y conquista espiritual de Yucatán.

48 Ibidem, p. 54.

49 Ibidem, p. 59. Más adelante, al hablar de caso de idolatría en la provincia de Maní, señala la pena

de fray Diego de Landa “porque entendía que ya los indios habían olvidado las mañas viejas”.

Ibidem, p. 176.

50 Ibidem, p. 252. Sobre la idea de la coacción y el castigo en Lizana véase A. Enríquez, Writing

violence en seventeenth century Yucatán: fray Bernardo de Lizana s Devocionario de Nuestra

Señora de Izamal y conquista espiritual de Yucatán (1633), “Colonial Latin American Review”,

24/3, 2015, pp. 383-405.

51 Ibidem, p. 222.

52 Ibidem, pp. 139, 247.

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a los negros, hasta entonces nunca mencionados en su calidad de devotos por el resto de los cronistas aquí tratados, se postraban fervorosos a los pies de tan grande reina y señora.53 Pero por encima de todos, ella favorecía especialmente a los indios, pues por ser “tan amiga de los pobres y humildes …cada día obra maravillas en ellos, más que con la nación española”.54 Y sí, para Lizana los indios eran pobres, miserables, humildes y cobardes, aunque también, como los niños, eran sujetos de poco crédito, como hace constar en repetidas ocasiones.55

La indefensión de los indios frente a la “codicia, avaricia y soberbia del espa-ñol”56 hacía recaer en sus padres espirituales la obligación de su defensa. Más aún, la intervención de los minoritas era el freno que impedía, por un lado, que los indios se hartasen de tanto abuso y terminasen rebelándose y, por el otro, que los españoles se condenasen.57 En síntesis, eran los frailes los garantes de la continuidad del régimen colonial en tierras del mayab.

La crónica está concebida como un manifestó a favor no de los indios, ni siquiera de la presencia española en Yucatán, sino de la obra franciscana. Como bien aclara fray Bernardo en una carta escrita en 1629, su objetivo fue responder a “algunos malignantes [que] …han querido deslustrar la buena opinión y apostólicos trabajos de los religiosos”.58 Entre tales malignantes debieron destacar el clero secular yucateco y el gobernador de Yucatán Diego de Cárdenas, “muy afecto suyo y poco de la Religión”.59 Desde 1601, la clerecía de la diócesis disputaba a la provincia franciscana la posesión de 10 curatos de indios. En 1602 le fueron concedidos cuatro, pero ambas partes se inconfor-maron, por lo que el litigio quedó suspenso. En 1626 los clérigos decidieron reabrir el caso, por lo que pidieron al gobernador Cárdenas un informe sobre el estado que guardaban los curatos regulares. Don Diego cumplió con su cometido informando que los religiosos no se daban abasto para atender sus

53 Ibidem, pp. 90, 91.

54 Ibidem, p. 89.

55 Ibidem, pp. 219 y 273.

56 Ibidem, p. 147.

57 Ibidem, p. 190.

58 Ibidem, p. 36.

59 Representación de Pedro de Gálvez en nombre de la religión de San Francisco. AGI, Escribanía,

308A.

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36 doctrinas, por lo cual debían abandonarlas y quedarse con 10 o 12, sufi-cientes para asegurar la continuidad de la orden en la península.60

Visto en el contexto del pleito con el clero secular y su presunto aliado el gobernador Cárdenas, se entiende el prisma adoptado por Lizana en su obra: gracias al trabajo franciscano la provincia de Yucatán era “la más bien doctrinada y enseñada, con más ornato y policía de todas cuantas en las Indias se administran sin reconocer ventaja a otra alguna”,61 pero su feli-gresía española e indígena eran lo suficientemente imperfectas como para continuar requiriendo de la prédica, el ejemplo y la vigilancia de los hijos del poveretto. No era, pues, el viejo sueño de fray Tomás de la Torre vestido con nuevos ropajes; más bien, parecía política pura envuelta en el manto de la vieja utopía.

Br. Francisco de Cárdenas Valencia

El 31 de diciembre de 1635 el rey mandó a las autoridades indianas, civiles y eclesiásticas, encargasen a “personas particulares doctas e inteligentes” reco-pilar información concerniente a la historia de sus provincias desde el descu-brimiento hasta el tiempo presente.62 En Yucatán, el cabildo entonces en sede vacante escogió al Br. Francisco de Cárdenas Valencia para la tarea.

Junto con la real cédula iba un cuestionario, el cual fue contestado escrupu-losamente por Cárdenas Valencia, sin añadirle mucho más que alguna digre-sión, como él mismo le califica al hecho de mencionar a los naturales cuando toca el tema de los ministros doctrineros. Al presbítero anunciar tal desvío no le basta: tiene que justificarla, toda vez que, si se le pide hablar de “toda una

60 Informe del gobernador don Diego de Cárdenas. 7 de julio de 1626, Mérida de Yucatán. AGI,

Escribanía 308A. Sobre el litigio véase A. Rocher Salas, La política eclesiástica regia y sus efectos

sobre la diócesis de Yucatán, en “Revista Complutense de Historia de América”, 30/2004,

pp. 53-76; y A. Rocher Salas, Frailes y clérigos de Yucatán. Siglo XVII, en “Hispania Sacra”,

112/2003, pp. 599-625.

61 B. de Lizana, Historia, op. cit., p. 51.

62 F. de Cárdenas Valencia, Relación historial eclesiástica de la provincia de Yucatán de la Nueva

España, escrita en el año 1639, Antigua Librería Robredo de José Porrúa e Hijos, México

1937, p. 5.

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provincia, se entiende de todo lo contenido en ella con que no están excluidos los indios”.63

El rodeo que el clérigo se siente obligado a dar evidencia su comprensión de que, al ser Yucatán una provincia española, el objeto y centro de su trabajo es la historia de la presencia española en la región. En su narrativa aquellos crueles conquistadores que subyugaron bajo la bota de la opresión y la explo-tación al pueblo indígena no existen: mejor dicho, sí están, pero no son los que dicen que eran. Este trabalenguas no lo es, o mejor dicho, es parte de la historia mediante la cual Cárdenas Valencia exime a sus ancestros de las atro-cidades contadas por fray Bartolomé de las Casas: según el padre Francisco, un grupo de 34 renegados españoles llegaron a Yucatán después de haber hecho de las suyas en la Nueva España, malas acciones que repitieron en la península donde hicieron cantidad de crueldades y tiranías con los indios; es “de estos, pues, [que] escribe el obispo de las Casas, que no de los verdaderos conquistadores que vinieron y entraron con dicho Adelantado …toda gente escogida, de mucho valor y pundonor, temerosos de Dios y leales vasallos de Su Majestad y como a tales se les debe no menos veneración que al Adelantado [Francisco de Montejo]”.64

Cárdenas no ofrece pista alguna de cuáles fueron las fuentes, escritas u orales, para su reescritura de ese episodio de la conquista de Yucatán pero,65 considerando su ascendencia conquistadora, es posible que su imaginación se haya nutrido de historias y consejas provenientes de su propio entorno familiar. El cronista nació en Valladolid en el seno de una familia cuyo linaje, como el de Sánchez de Aguilar, sólo incluía sangre conquistadora, por lo que limpiar la historia de la conquista era lo mismo que lavar la cara de sus propios ancestros.

Una vez concluida la conquista, los valerosos soldados de Montejo creyeron que “todo estaba sosegado y pacífico”, por lo que pensaron “que ya no había

63 Ibidem, p. 111.

64 Ibidem, p. 34.

65 La hueste de “forajidos” a que hizo referencia fray Bartolomé de las Casas eran parte de las

huestes del Adelantado, puestas al mando de su sobrino del mismo nombre, F. De Montejo. J.

F. Chuchiak, La conquista de Yucatán, en S. Quezada, J. Castillo Canché, I. Ortiz Yam, Historia

General de Yucatán. T. II. Yucatán en el orden colonial, Universidad Autónoma de Yucatán,

Mérida, Yucatán 2014, p. 42.

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para qué tomar armas para los indios sino era para defenderlos y ampararlos en nombre de Su Majestad”, pero los indios del oriente comenzaron a fraguar una “traición”, una “atrocidad”, que es como Cárdenas Valencia define al levantamiento de 1546, aquel mismo donde murió el abuelo de Pedro Sánchez de Aguilar.66

En el diseño de su sociedad ideal, el padre Cárdenas tiene claro el papel que toca jugar a los indios peninsulares, los cuales siempre serían reflejos, nunca espejos, de los españoles. Dibuja una relación de mutua reciprocidad, similar al esquema que dio pie a instituciones como la encomienda, donde los conquistadores podrían servirse de los conquistados a cambio de cristiani-zarlos y civilizarlos. En la justificación previa a su digresión sobre los indios yucatecos, Cárdenas escribe:

… si tratamos de la grandeza de los españoles…, de su ostentación y gastos así en

sus personas como en el servicio de Su Majestad, es fuerza que esto se considere

como sustentado de las rentas y demás dependencias lícitas que con los indios se

tiene y que así mismo el tratar de los dichos indios, de su conservación, policía y

cristiandad redunda en abono de los dichos españoles, los que son después de Dios

las causas y ejemplares de su trato y gobierno.67

De esta manera, es a los españoles más que a los mayas yucatecos a quienes corresponde el crédito de la armonía, solidaridad y justicia que Cárdenas observa en los pueblos de indios.68 El silencio del padre Francisco respecto a los vicios o la malicia indígena, que de forma tan estridente publicó su paisano Sánchez de Aguilar, manifiesta su intención de presentar antes los ojos del monarca el mejor de los mundos posible. Con este fin, el cronista también obvia la pobreza y marginalidad de la región, por lo que en su Yucatán los únicos pobres serían los indios.69 De lo que Cárdenas no se olvida es de la

66 Ibidem, p. 32.

67 Ibidem, p. 31.

68 Las anotaciones de Cárdenas sobre los indios se encuentran en ibidem, pp. 112-114.

69 Sobre las condiciones ecológicas que postraron a la economía yucateca durante todo el periodo

colonial puede verse la carta del cabildo de Mérida anotada en la nota 7. Del tema se ha escrito

mucho, por lo que solo remitiré a un par de textos ya clásicos, pero todavía vigentes. R. Patch,

Maya and spaniard in Yucatán, Stanford University Press, Stanford, California 1993, pp. 100-122.

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“leyenda negra” sobre la conquista de Yucatán, la cual transforma en leyenda dorada así tenga que corregir a Las Casas e ignorar a Lizana, cuyo trabajo se publicó en 1633, sólo cinco años antes de que el clérigo yucateco iniciase la redacción de su Relación Historial.

Lo que tuvo la intención de ser una historia eclesiástica terminó siendo una embrionaria elegía criolla, la cual tuvo en la conquista su principal hito fundacional. Para Francisco de Cárdenas, la construcción de su propia utopía implicó, antes que nada, separar el grano de la paja, deslindando a los buenos de los malos conquistadores y “el proceder ilustre de la nación española con el rústico de los naturales indios”, pues unos y otros estaban tan juntos que no fuera a ser que alguien, empezando por los propios españoles yucatecos, pudiera pensar que también estaban revueltos.70

Fray Diego López Cogolludo, O. F. M.

La Relación del padre Cárdenas apenas vería la luz ya bien entrado el siglo XX, pero igual circuló entre algunos privilegiados, como el minorita fray Diego López de Cogolludo, quien también echaría mano de la Relación de fray Diego de Landa,71 el Informe de Pedro Sánchez de Aguilar y el Devocionario de fray Bernardo de Lizana para escribir su monumental Historia de Yucatán, obra iniciada en 1647 y concluida alrededor de los 1660.72

El fraile nacido en Alcalá de Henares llegó a Yucatán en 1634, y pronto destacó por sus conocimientos, virtudes literarias y curiosidad intelectual.73 Fue un historiador escrupuloso, que siempre buscó evidencias, escritas y orales, de los hechos que narraba, lo cual no implica que dejara alguno que

M. C. García Bernal, Población y encomienda en Yucatán bajo los Austrias, Consejo Superior de

Investigaciones Científicos/Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, Sevilla 1978.

70 F. De Cárdenas, Relación historial, op. cit., p. 31.

71 Rubio Mañé pensó que Cogolludo no había podido consultar la Relación de Landa, pero los estu-

dios recientes de Chuchiak y Restall apuntan en otra dirección. Prólogo a la Historia de Yucatán

escrito por J. I. Rubio Mañé. Academia Literaria, México 1957, p. XLIV. Chuchiak, Restall, A

revaeluation, p. 654.

72 J. I. Rubio Mañé, Prólogo, op. cit., p. XIX.

73 Ibidem, pp. XV, XVI.

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otro cabo suelto. En este sentido, el caso más llamativo es el que tiene que ver con los conquistadores de Yucatán, empezando por la figura del conquis-tador Francisco de Montejo padre, mejor conocido por el título nobiliario de “el Adelantado”. Los primeros cronistas poco se interesaron en su figura, ocupados como estaban en hablar de la conversión y devoción, o falta de ella, de los habitantes de la península. Quien lo recuperó para la historia penin-sular fue fray Bernardo de Lizana, que lo llenó de elogios por su generosidad, caridad con los indios y devoción al hábito seráfico.74

Cogolludo, tan amigo de corregir a sus antecesores cronistas, aceptó y aún amplió la imagen del Adelantado construida por Lizana, aun cuando fuera total-mente opuesta a la que tuvieron los frailes que convivieron con el conquistador.75 Entre otros, fray Luis de Villalpando, fray Miguel de Vera y, principalmente, fray Lorenzo de Bienvenida, dejaron constancia escrita de los abusos de don Fran-cisco y de su familia, acusándolo incluso de encubrir la sodomía de su hijastro.76

Fray Diego va aún más lejos que fray Bernardo, pues le debate las historias de maltratos y abusos hacia la población indígena por parte de los conquis-tadores. Así, por ejemplo, al traer a cuento un párrafo de Lizana respecto a cómo la llegada de Montejo padre terminó con la crueldad de los españoles, Cogolludo alega:

Por lo que he referido de la fundación de Mérida, se ve que ni un palmo de tierra se

daba a español menos que con protesta, que había de ser sin perjuicio de los indios.

Ya había mucho que no se permitía vender esclavos, observando las nuevas leyes

que se habían publicado. No había ya guerra, porque los indios estaban sujetos y

las poblaciones de españoles fundadas; y así confieso que no puedo alcanzar que

fiereza de soldado cesase con la venida del Adelantado.77

74 B. de Lizana, Historia, op. cit., pp. 139, 143, 146, 159, 161 y 162

75 D. López Cogolludo, Historia, T. II, op. cit., pp. 13, 24, 31, 36, 48 y 57.

76 Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a S. A. el príncipe don Felipe, refiriendo varios asuntos

de la Provincia de Yucatán. 10 de febrero de 1548, en Cartas de Indias, pp. 73-81. Carta de fray

Luis de Villalpando, Fray Diego de Béjar y Fray Miguel de Vera a S. M., dando relación de cosas

tocantes al bien de los naturales y españoles de las provincias de Yucatán. Campeche, 29 de julio

de 1550. AGI, México, 280. Documentos para la Historia de Yucatán. Primera Serie. 1550-1560,

Compañía Tipográfica Yucateca, Mérida, Yucatán, pp. 1-3.

77 D. López Cogolludo, Historia, T. II, Libro Quinto, Cap. VI, p. 36.

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Algo similar ocurre cuando se refiere a la obra de Cárdenas Valencia. Aunque es muy crítico con el escrito del presbítero yucateco, igual se queda con su versión del levantamiento de 1546 y, en general, la que aporta sobre la inocencia de los conquistadores yucatecos respecto a cualquier abuso contra la población maya yucateca. La narración de Cárdenas de la tortura y muerte de dos mancebos españoles a manos de los sublevados, capaz de rivalizar con la hagiografía de cualquier mártir cristiano en tiempos romanos, es fielmente reproducida por Cogolludo.78 Más aún, el minorita deja claro que la revuelta se debió al “aborrecimiento que los indios tenían a los españoles”, el cual era producto de “la mudanza de religión y costumbres” introducidas por los espa-ñoles.79 Nada encuentra de aquellos “malos tratamientos que hacen a los indios los españoles” denunciados por los frailes contemporáneos a los hechos como causa primera y última de la rebelión.80

Más que en los “instrumentos auténticos”81 que convoca para desmentir a sus predecesores en lo relativo a los abusos españoles, es muy probable que la postura de Cogolludo venga de su preocupación por “pasar por el peligro del crédito de la nación española …pues no faltan émulos de esta monarquía tan envidiada que procuren oscurecer tan gloriosas acciones …imputándoles otras de desdoro y tiranía que no hicieron”.82 El descrédito al que se refiere el fraile cronista tiene que ver con imágenes como las descritas por fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima Relación de la destrucción de las Indias, las que sirvieron de base para que en Europa se forjara la famosa “leyenda negra” sobre las atrocidades españoles durante la conquista de América, de ahí su esfuerzo por matizarlas, sino es que de plano eliminarlas.83

78 Ibidem, p. 19. La versión de Cárdenas en Relación, op. cit., pp. 32, 33.

79 Sobre las correcciones de Cogolludo a Cárdenas, véase J. I. Rubio Mañé, Prólogo, op. cit., p. XLVI.

80 Carta de Fray Lorenzo de Bienvenida a S. A. el príncipe don Felipe, dándole cuenta de varios

asuntos referentes a la Provincia de Yucatán. 10 de febrero de 1548, en Cartas de Indias, p.71.

81 D. López Cogolludo, Historia, T. II, Libro Quinto, Cap. VI, p. 36.

82 Ibidem, T. I, Libro Segundo, Cap. XIII, p. 222. J. I. Rubio Mañé, Prólogo, op. cit., p. XXXVII.

83 A. Rubial García, El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España

(1521-1804), Facultad de Filosofía y Letras-UNAM-Fondo de Cultura Económica, México 2014,

pp. 123-131.

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Tan limpio como el prestigio de los conquistadores, a quienes identifica como “los nuestros”,84 era el de sus descendientes, de quienes pondera su mucha devoción y, por supuesto, la que en particular tenían por la orden será-fica.85 Sin llegar al exceso de Cárdenas Valencia de afirmar que los españoles estaban prestos para cuidar y proteger a los indios, guarda completo silencio respecto a cualquier forma de abuso, por mínima que fuera, por parte de los primeros hacia los segundos.

Su afán de ponderar el régimen colonial no pasa, a diferencia de algunos de sus antecesores, por callar aquellos que considera defectos en la cristiandad indígena; antes bien, la indolencia indígena a todo lo que tuviera que ver con sus cristianas obligaciones aumentaba el mérito de quienes tenían la responsa-bilidad de salvaguardar el bien de sus almas. Para Cogolludo, los mayas yuca-tecos eran “indevotos del culto divino, poco amigos de acudir a la misa y a la doctrina”.86 Algo similar podía decirse de su caridad para con sus ministros religiosos, pues si no los obligasen “raro fuera el que nos diese un huevo”.87 Pero nada de eso importaba a sus doctrineros, particularmente a los frailes, quienes con gran esmero acudían a todo lo que “conduce a su mayor cris-tiandad y bien de sus almas”.88

La “indevoción” indígena tenía sus excepciones, siendo la principal la que tenía que ver con sus santos patronos, y en particular algunas imágenes de la Virgen María como las veneradas en Bécal, Campeche y, particularmente, Izamal. Sin embargo, estas devociones no eran exclusivas ni sus milagros se prodigaban particularmente entre indígenas: así como eran amadas por todos, sus bendiciones se prodigaban igualmente entre todos, fuesen españoles, indios o negros.89

Con un ojo en el contexto imperial y otro en el yucateco, donde la batalla entre franciscanos y clero secular seguía abierta, Cogolludo teje una historia

84 D. López Cogolludo, Historia, T. II, Libro Quinto, Cap. II, p. 25.

85 Ibidem, T. I, Libro Cuarto, Cap. XIV, p. 383. En general, sobre diversas muestras de la devoción

española véase el Libro Cuarto.

86 Ibidem, T. I, Libro Cuarto, Cap. VII, p. 349. Al respecto véase M. del C. León Cázares, Los mayas,

op. cit., pp. 82, 83.

87 Ibidem, p. 350.

88 Ibidem, T. I, Libro Cuarto, Cap. XVII, p. 395.

89 Ibidem, T. III, Libro Duodécimo, Caps. XIX y XX; Libro Sexto, Caps. II al IV.

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que no pretende ofrecer la imagen de una sociedad ideal. Limpiar la conquista del abuso y explotación de vencedores sobre vencidos no implicó obviar los negocios e intereses construidos a partir del tributo y el trabajo indígena. Sus voces y silencios translucen conflictos y divisiones acompañados de inte-reses y ambiciones; ni el claustro se salva de su mirada crítica, la que enseña que los muros conventuales también sabían de facciones y política. El fraile cronista no buscó a la utopía, sino a la Historia, a esa que se hace con método, con fuentes confiables, con preguntas y respuestas; en síntesis, a esa que se escribe con la H en mayúscula.

Reflexiones finales

“Mirar con ojos de amor” es una conocida expresión popular que alude a la distorsión de la realidad objetiva que los sentimientos suelen ocasionar. Y amor solía haber en los ojos de los padres fundadores de la cristiandad ameri-cana, el cual existió incluso antes de conocer a quienes serían sus hijos espiri-tuales. El sentimiento no surgió de la experiencia, antes bien la prefiguró, cosa que no es de extrañar toda vez que la forma en que se percibe el mundo está condicionada por una idea previa del deber ser.

La utopía de la perfecta sociedad cristiana, que animó espíritus como el de fray Tomás de la Torre, encontró su némesis, como no podía ser de otra forma, en la realidad americana o, en este caso específico, la yucateca. Fuere por intereses políticos, trágicas historias familiares o el amor a la patria, fuera esta España o Yucatán, el buen salvaje indiano se vio obligado a compartir nicho con el indio naturalmente inclinado a la idolatría, el indevoto o el que sólo tiene de bueno aquello que se le contagia del español. Lo mismo ocurrió con éste, que integró en su figura imágenes tan diversas como la del cruel explo-tador, la del valiente soldado o la del devoto cristiano. En cuanto a los negros, bueno, no pasaron de ser eso, negros, sin que sepamos muy bien el contenido del concepto, toda vez que ninguno de nuestros autores se ocupó siquiera de intentar bosquejar su retrato.

La procedencia geográfica tuvo una influencia determinante en los seis cronistas eclesiásticos a la hora de juzgar a la población peninsular pues, si en términos generales, la mirada de los españoles ibéricos abrazó a los indios y criticó a los españoles, la de los españoles yucatecos se posicionó del lado

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opuesto, ya que hasta la condescendencia de Francisco de Cárdenas Valencia estuvo condicionada por la manera en que el maya yucateco era capaz de reflejar la imagen del español. Sin embargo, el vallisoletano no está sólo; de alguna forma, todos sus pares lo acompañan, incluso aquellos que más distantes parecieran estar de él. Porque todos y cada uno de ellos sin excep-ción asumen que los valores y virtudes que dibujan la imagen del indio ideal son las mismas que colorean la representación del perfecto cristiano, que no son otras que aquellas que delinean al perfecto español.

Fuentes y bibliografía

Colecciones Documentales

Cartas de Indias, Miguel Ángel Porrúa, México 2008.

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Clero regular durante el primer siglo de misión en el obispado de Tlaxcala

Mtro. Jesús Joel Peña Espinosa

Instituto Nacional de Antropología e Historia

La historia de la evangelización en la Nueva España parece un tema inago-table y al mismo tiempo demasiado roturado. Es innegable que la biblio-

hemerografía producida sólo en el siglo XX es muy amplia y a pesar de ello apenas asoman las realidades históricas “periféricas” y los trabajos de síntesis recién comienzan a incorporar los estudios hechos para las fronteras norte y sur del virreinato. Algunas obras han marcado derroteros profundos, como la de Ricard, y pese a estar rebasadas en varios aspectos su descubrimiento de fuentes e hitos analíticos permanecen. Los estudios sobre la evangelización hechos para el centro de la Nueva España han contribuido a generalizaciones que es necesario revisar incorporando otras fuentes y nuevas perspectivas. Ese es el objetivo de este artículo, volver la mirada al territorio del antiguo obispado de Tlaxcala y precisar los sitios de asentamiento y explorar las rutas misioneras de las tres Órdenes mendicantes con el fin de establecer un padrón preciso de los conventos, enderezado a identificar áreas culturales y de influencia por parte de los frailes en el antiguo obispado de Tlaxcala.

Tiempo y espacio para un obispado y varias provincias

La diócesis Carolense fue erigida por la ejecución canónica que hizo fray Julián Garcés el primero de diciembre de 1526 a la bula expedida por Clemente VII y fijó la sede en la ciudad de Tlaxcala. Es indispensable definir el espacio geográfico que implicaba el obispado Tlaxcala-Puebla y las jurisdicciones

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eclesiásticas de las Órdenes mendicantes que coexistían sobre el mismo terri-torio. En 1525, bajo el tenor de la segunda bula de erección, el Papa dejó en manos del rey la delimitación, en ese momento por tratarse de la primera diócesis abarcaba cuanto había conquistado la hueste cortesiana.1 El espacio sufrió modificaciones conforme se erigieron las demás iglesias particulares generando conflictos por los linderos. La diócesis de Tlaxcala fue un terri-torio vasto marcado por la diversidad de lenguas y tradiciones culturales, con una geografía difícil, regiones escarpadas y habitantes dispersos a pesar de las reiteradas políticas de congregación de pueblos.

Desde la sede episcopal, a partir de 1539 en los hechos fue la ciudad de Puebla de los Ángeles, se administraba un territorio que se extendía desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico; por la costa atlántica iba de Papantla hasta Coatzacoalcos –que poco después pasó al obispado de Antequera–; en diagonal se extendía de Veracruz a Iguala hasta tocar la Mar del Sur, cerca del puerto de Acapulco (éste cayó en territorio arquidiocesano). En la parte central, el área obispal se extendía por los llanos de Apan, Tlaxcala y las faldas del Popocatepetl, hasta Huajuapan y Putla.

La disputa que pronto surgió entre el poder episcopal y las facultades de los mendicantes sobre la administración espiritual de los pueblos de indios exigió, entre otras cosas, un conocimiento cabal del territorio que se gober-naba. El tema no era menor, hay una tradición en la Iglesia acerca del vínculo entre territorio y obispo, como necesidad para el cumplimiento de las obli-gaciones pastorales. Diversos concilios, al paso de los siglos, han afirmado el principio de la unidad territorial en el ejercicio de la jurisdicción estable-ciendo la regla “un solo obispo por ciudad”, ese principio se estima lícito, teológicamente hablando, pues resulta eficaz para la atención de los objetivos de la Iglesia y cumple con la missio canonica de cada obispo.2 ¿Qué Órdenes religiosas tuvieron presencia en el obispado? Refiero brevemente las circuns-cripciones religiosas que se sobreponían al mapa diocesano.

1 J. J. Peña Espinosa, Episcópolis angelopolitana, en Puebla. La ciudad hacia los 500 años, Puebla, H.

Ayuntamiento de Puebla, 2018, pp. 60-62.

2 C. Tammaro, La giurisdizione episcopal nell’alto Medioevo. Riflessioni sul principio “un solo

Vescovo per città” sancito dal Can. VIII del Concilio de Nicea I (325), en “Ius Canonicum”, XLVI,

92/2006, pp. 623-636.

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Los franciscanos integraban la provincia del Santo Evangelio; los domi-nicos la provincia de Santiago Apóstol y después, por división de ésta a partir de 1661, la de San Miguel y los Santos Ángeles; los agustinos dentro de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús. Los jesuitas tuvieron seis colegios, uno en Veracruz y los otros cinco en la ciudad episcopal: el Espíritu Santo, San Jerónimo, San Ildefonso, San Ignacio y San Francisco Xavier, todos integrantes de la Provincia Mexicana. Los franciscanos descalzos o dieguinos formando parte de la provincia de San Diego de Alcalá establecieron el convento de Santa Bárbara en la Puebla. Los mercedarios fundaron en 1598 el convento de Puebla con la intención de hacerlo punto de tránsito entre Guatemala y la capital del virreinato, en 1613 el de Atlixco y el de Veracruz, los cuales se integraron en 1630 a la nueva provincia novohispana de Nuestra Señora de la Visitación. Finalmente, los carmelitas, bajo la provincia de San Alberto, esta-blecieron en Puebla el convento de Nuestra Señora de los Remedios el año de 1586; el de Atlixco en 1589.3 ¿Qué periodo abarca el siglo XVI en la historia de la diócesis de Puebla? Desde la erección ya referida líneas arriba hasta el deceso del obispo Diego Romano en 1606, comprende cinco gobiernos episco-pales efectivos; ese es el arco temporal que ocuparemos en este ensayo.

Sistema parroquial y doctrinas

La autonomía de las doctrinas respecto del obispo y la obligada sujeción a éste en materias relativas a la potestad de Orden generó numerosos conflictos, a lo cual se sumó la decisión de los prelados por aplicar las disposiciones del Concilio de Trento enderezadas a que las parroquias debían ser ocupadas por clérigos designados por los obispos. Una de las constantes en la historia de la Iglesia novohispana fue esta querella junto con la de los diezmos y preci-samente el obispado Tlaxcala-Puebla fue escenario de las más agrias dispu-tas.4 Las pretensiones episcopales en esta diócesis por desplazar a los frailes

3 J. J. Peña Espinosa, Caminos del catolicismo en la Puebla novohispana, en C. Contreras, M. Ángel

Cuenya (coords.), Puebla. Historia de una identidad regional, Grupo Milenio, México 2012,

pp. 103-105.

4 Sobre el tema refiero un par de obras recientes: M. Menegus, F. Morales, Ó. Mazín, La secu-

larización de las doctrinas de indios en la Nueva España. La pugna entre las dos Iglesias, México,

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fueron muy tempranas; cuando los franciscanos en 1567 abandonaron algunos conventos por falta de religiosos pero la reconvención del virrey fue tornar a ellos, el obispo Villagómez ya había designado clérigos para esos lugares y no les permitió volver.5 El primer intento por secularizar doctrinas fue realizado por el obispo Diego Romano tratando de ejecutar una instrucción de Felipe II en 1583, pero fracasó en la tentativa. Fue hasta la reforma de Palafox que por primera vez se trasladó la cura de almas de los frailes a los clérigos secu-lares, particularmente sobre las doctrinas que poseían los franciscanos. Sin embargo, la casi totalidad de las doctrinas que detentaban los agustinos y los dominicos permanecieron bajo sus manos hasta 1755 cuando el obispo Panta-león Álvarez Abreu aplicó la orden real de secularizar todas las doctrinas, así los mendicantes cerraron ese año su historia de poco más de dos siglos de presencia entre los indígenas.

Contrariamente a lo que se cree, en el caso de la diócesis Tlaxcala-Puebla, la evangelización no fue espacio privilegiado para los mendicantes en términos territoriales. En casi todo momento fue mayor el porcentaje de parroquias en manos de seculares que las doctrinas regenteadas por los religiosos; incluso considerando la complejidad y densidad demográfica de las distintas regiones que comprendía el obispado, no en todas hacía mella contra la presencia de los seculares. El sistema parroquial del obispado se construyó de forma gradual y paulatina, no dejó de transformarse y diseñó un mapa particular que generó sus propias líneas de comunicación. Este tema conduce a la necesidad por saber el número exacto de los conventos en pueblos de indios, sus visitas, sus orígenes y destino; cinco siglos después de iniciado el emplazamiento de los frailes en el territorio diocesano, aún no existe una nómina exacta de estos inmuebles. Proporciono algunos datos generales que apoyen a comprender esta circuns-tancia, pues el territorio poblano y los actuales estados que comprendió el antiguo obispado tlaxcalteca están cuajado de grandes conventos.

La Orden de Hermanos Menores, fue la que mayor número de doctrinas tuvo. Cubrió toda el área central de la diócesis y en sus inicios parte de la Sierra Norte, desde la ladera del Popocatépetl (convento de Tochimilco y el de Huaquechula) hasta las tierras de Tecamachalco y particularmente la

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5 J. de Torquemada, Monarquía Indiana, Libro 19, Cap. X, Porrúa, México 1969, p. 330.

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provincia de Tlaxcala. La provincia se regía desde el convento grande de la Ciudad de México, pero el de Puebla pronto adquirió importancia para la región, con un nutrido número de frailes en su interior y se convirtió en un centro de formación. Hacia el año 1570 existían 22 conventos, habitados cada uno por tres frailes en promedio, asentados en sitios de habla nahua y otomí.6 Habían sido abandonados en 1567 los de Xalatzinco, Tlatlauquitepec, Ixta-camaxtitlán y Hueytlalpan y antes el de Tlacotepec, pero esto no mermó la expansión de forma que en 1582 alcanzaron el número de 36 guardianías. La secularización palafoxiana golpeó especialmente a los franciscanos y al finalizar el siglo XVII, si bien sus conventos en el obispado ascendían a 27, no correspondían a doctrinas, es decir, no administraban ya la cura animarum, salvo excepciones como en Atlixco. Frente a sus grandes conventos se había construido la parroquia que les disputaba el ánimo de la feligresía. Con el paso del tiempo, algunos conventos fueron abandonados paulatinamente ante la consolidación de la parroquia, manteniéndose con cierta pujanza los estable-cidos en ciudades como Tehuacán, Xalapa, Veracruz y Puebla.

La Orden de Predicadores inició sus avanzadas misioneras por instancia del obispo Garcés, quien era fraile del mismo hábito. Cuando establecieron asiento en Oaxaca buscaron un derrotero de comunicación entre México y la Ante-quera. Así nacieron los conventos emplazados desde la región circundante a la Sierra Nevada pasando por las zonas nahua, chocholteca y mixteca, todos bajo el gobierno del convento de México, sede de la provincia de Santiago, alcanzando ocho casas alrededor de 1575. En el siglo XVII, los frailes angelo-politanos se enfrascaron en un conflicto con los hijos del convento mexicano por el gobierno de la provincia y finalmente se produjo una escisión que dio como resultado la creación de la provincia de San Miguel y los Santos Ángeles. Dentro de esta circunscripción quedaron 18 conventos y el Colegio de San Luis, regidos desde la casa de Puebla, de los cuales caían dentro del obispado 12 casas y los restantes en el de Oaxaca-Antequera.7 Los dominicos y

6 Relación y particular descripción de toda la Provincia del Santo Evangelio, [Informe dado al visi-

tador Juan de Ovando], en Códice Franciscano. Siglo XVI, cur. J. García Icazbalceta, Ed. Salvador

Chávez Hayhoe, México 1941, pp. 20-27.

7 E. Torres Torres, La fundación de la Provincia de San Miguel y los Santos Ángeles de Puebla, 1628-

1661, en Anuario Dominicano, Tomo IV, Volumen II, Instituto Dominicano de Investigaciones

Históricas– Provincia de Santiago de México 2008, pp. 315-367.

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agustinos sortearon la secularización palafoxiana, salvo algunos conventos, y mantuvieron la administración espiritual en prácticamente todos los sitios, aunque en algunos la diócesis designó párrocos para españoles. La salida de los frailes sucedió en 1755 cuando el obispo Álvarez secularizó las doctrinas, de modo que los dominicos conservaron sólo los dos conventos de la ciudad de Puebla y el de Veracruz.

Los agustinos fueron los últimos en arribar a la tarea de cristianización. Se asentaron en sitios que no habían sido ocupados o bien en aquellas doctrinas dejadas por otras Órdenes con el objetivo de organizar mejor su expansión. De las tres rutas geográficas adoptadas por esta Orden,8 un par caía en áreas del obispado tlaxcalteca-poblano. A partir de 1533 erigieron conventos en los extremos sur y norte del obispado, entre los primeros estuvieron Chilapa y Tlapa. Hacia 1571 sumaban nueve conventos, incluyendo el de la ciudad de Puebla, en 1582 eran 11 y para mediados del siglo XVII se pueden identi-ficar hasta 17 casas, lo cual evidencia un crecimiento lento pero sostenido, a pesar de las políticas episcopales de atajar a los frailes. La complejidad de sus doctrinas en las montañas del actual estado de Guerrero y de la región del Totonacapan, les obligó a crear otros pequeños asentamientos vinculados a las casas primigenias de las regiones de Tlapa-Chilapa y Xicotepec-Pahuatlán.9 Secularizadas las doctrinas por Álvarez Abreu, tres décadas más tarde –hacia 1782– sólo les quedaban los conventos de Atlixco, Puebla, Veracruz y Chietla.

El sistema parroquial diocesano tenía en 1571 un total de 44 partidos con su respectivo cura vicario, todos regenteados por clérigos diocesanos, se puede calcular una relación del 64.5% frente al 35.5%, de clero secular y clero regular respectivamente, en la cura de almas sobre toda la diócesis. Para 1582 esta relación evidencia un proceso de crecimiento más acelerado por parte de los mendicantes alcanzado un equilibrio a mitades entrambos cleros a pesar de la creación de nuevas parroquias. Según lo apuntado en 1582 por Diego Romano

8 Robert Ricard identifica tres avances de la misión agustiniana: Meridional o Sierra Baja con

vínculos al territorio del marquesado del Valle; Septentrional o Sierra Alta particularmente en

la zona huasteca, y la Occidental dirigida hacia el reino purépecha. R. Ricard, La conquista espi-

ritual de México, FCE, México 1986, p. 152.

9 Los informes de los capítulos y las nóminas de los conventos, fueron colegidos a través de los

documentos reproducidos en A. Ruiz Zavala, Historia de la Provincia agustiniana del santísimo

Nombre de Jesús, Tomo II, Porrúa, México 1984, pp. 318-3129 y 402.

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sólo en tres ciudades había parroquia “de españoles”, consideradas expre-samente como tal: Los Ángeles, Veracruz y Atlixco. Sin embargo, aparecen algunos beneficios que no eran de indios, como el de San Juan de Ulúa donde atendía a las tripulaciones de la Carrera de Indias, se tratase de peninsulares o de negros; o el caso de las minas de Tlaucingo, creado para atender a los mineros (todos ellos españoles) y a los peones de unidades extractivas y que en la práctica también lo hacía sobre los indios. Los demás curatos, beneficios o parroquias, estaban consideradas como “de indios”. Según la visita ad limina y la adenda del informe de 1582 remitida a la Corona en 1591 las circunstan-cias no variaron.10 A finales del siglo XVII, el número de parroquias alcanzaba 126; es decir, en siglo y medio se había triplicado el número de curatos mien-tras las doctrinas quedaron reducidas a casi una trientena. Cuando arribó el obispo Fabián y Fuero, en 1765, halló 208 parroquias y él mismo creó otros 30; conforme a los censos levantados en 1777 por órdenes de José de Gálvez la cifra era de 239 y, para la época en que el sur de la diócesis estaba prendida por el ejército de José María Morelos, todo el obispado sumaba 247 curatos.11

Estos datos reflejan una constante transformación del mapa parroquial, una dinámica en la organización diocesana y la influencia que la población misma y sus relaciones socioeconómicas tuvieron sobre el sistema de gobierno epis-copal. Los curatos se agruparon en provincias para efectos de cordillera y administración; desde el siglo XVI se establecieron algunas vicarías foráneas que se incrementaron paulatinamente como órgano de control interno sobre el clero y para el establecimiento de los juzgados eclesiásticos directamente

10 J. P. Berthe, Les rapports des visites ad limina des evêques de Nouvelle-Espagne aux XVIe et XVIIe

siècles, en P. Boutry, B. Vincent (dirs.), Les chemins de Rome, École Française de Rome, Roma

2002, pp. 202-207. M. I. Viforcos Marinas, Los beneficios seculares en la diócesis de Tlaxcala en

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11 Para establecer el número de parroquias y doctrinas en cada uno de los periodos referidos vide

M. Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la imperial cesárea muy noble… ciudad de Puebla

de los Ángeles, BUAP, Puebla 1997, pp. 199-227. C. Contreras Cruz, C. P. Pardo Hernández, El

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dependientes del Provisorato. En el anverso de la medalla, a partir de mediados del siglo XVII los mendicantes no pudieron rebasar este dinamismo, aunque hubo algunas fundaciones muy tardías como en Tezoatlán, en la Mixteca, por parte de los dominicos hacia 1715 o Chiconcuautla, en la región totonaca, para los agustinos en 1706; en ambos casos el crecimiento de los pueblos y los procesos políticos de sus repúblicas de indios favorecieron la segregación de territorio, contribuyendo al establecimiento de un nuevo convento.

Áreas y fronteras de evangelización del clero regular

Colocar sobre el mapa las fundaciones conventuales aún resulta complicado pese a que ya se han hecho esfuerzos en este sentido y las fuentes se han incrementado;12 el mismo Ricard en su magna obra reconoció las dificultades para precisar las fundaciones anteriores a 1572.13 Son numerosos los casos de conventos primigenios que después se desplazaron en razón de alguna estrategia de congregación de pueblos, de manera que los edificios que ahora subsisten no corresponden a los emplazamientos de los primeros años de evangelización. Huejotzingo, Tepexi y Tehuacán son algunos ejemplos y las cosas se tornan más complejas cuando se mira a las capillas de visita, pues las reorganizaciones de los distritos y alcaldías, así como las congregaciones y nuevas erecciones conventuales modificaron el entramado durante el primer siglo de la colonia, por ejemplo la actual parroquia de San Marcos Acteopan –en la región de la antigua Coatlalpan, sur del actual estado de Puebla– inicial-mente fue visita del convento de Huaquechula y en los albores del siglo XVII se entregó a los dominicos para ser administrados por la recién fundada doctrina de San Andrés Ahuatelco. Por ello, cuando se afirma que tal o cual población fue evangelizada por determinada familia religiosa y que su templo manifiesta características de la arquitectura de una u otra Orden, es indispensable tener el seguimiento de su trayectoria como sujeto de la acción misionera. Se suma el hecho de que no todo se resolvió en las primeras décadas de la evangelización fundante y que en algunos casos los cambios tuvieron lugar ya muy avanzada

12 Un trabajo pionero de gran mérito es el de E. Vázquez Vázquez, Distribución geográfica y organi-

zación de las órdenes religiosas en la Nueva España, UNAM, México 1965.

13 R. Ricard, La conquista espiritual…, op. cit., p. 142.

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la etapa colonial. Contrariamente a lo que algunos afirman,14 para finales del siglo XVI hubo una expansión de los regulares, azuzados por la política de secularización adoptada por el Concilio Tercero Provincial y especialmente por el obispo Romano. Comparando las relaciones y las fuentes de las propias Órdenes, puede verse una duplicación de los conventos en el territorio dioce-sano. Sólo en la provincia de Tlaxcala los conventos franciscanos pasaron de seis en 1572, a trece en 1582; lo mismo ocurrió con los predicadores, fundaron conventos en sitios que sólo eran visitas duplicando el número y consolidando su presencia al sur de la diócesis. Para este último año eran 59 los conventos que sumaban las tres Órdenes.

La acción franciscana es quizá la más conocida a través de los estudios hechos por la evangelización del centro de la Nueva España, particularmente en la región ahora denominada Puebla-Tlaxcala. Los hechos de los conventos de Cholula, Tepeaca, Huejotzingo, Tecamachalco y los erigidos en la provincia de Tlaxcala llenaron páginas de las obras escritas por Motolinía, Mendieta y Torquemada.15 Los frailes de la Orden de Hermanos Menores cubrió toda el área central del obispado, desde la ladera del Popocatepetl hasta las tierras de Tehuacán, el convento más lejano de la provincia del santo Evangelio; además de los 13 conventos emplazados –hasta 1582– en la región tlaxcalteca. La posibilidad de articular un plan de evangelización por parte de los francis-canos se vio apoyado por la cercanía de los conventos que tenían y la alta densidad demográfica de sus doctrinas, que proveyeron mano de obra para la construcción de conventos y capillas de visita. Los únicos conventos que estaban distantes eran los de Tehuacán, en tierra chocholteca y los de Zacatlán y Xalapa en la sierra por donde pasaba el camino de México a Veracruz.

14 J. Ramírez Méndez, Fundar para debilitar. El obispo de Puebla y las órdenes regulares. 1576-

1606, en “Estudios de Historia Novohispana”, 49/2013, pp. 39-82.

15 L. Gómez Canedo, Evangelización y conquista, Porrúa, México 1988. F. Chauvet, Los franciscanos

y sus construcciones en Tlaxcala, Provincia del Santo Evangelio de México, México, s.f.

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Lugar Advocación Prof Nov Leg Lenguas

Los Ángeles Las Cinco Llagas de S. Fco. 16 4 6 3

Tlaxcala N. Sra. de la Asunción 6 1 5

Cuixtlan San Felipe 2 1

Topoyanco San Francisco 2 1

Chiautempan Santa Ana 2 2

Atlihuetzia Purísima Concepción 2 2

Huamantla San Luis 2 1 / 1 ot

Cholula San Gabriel 4 1 4

Huejotzingo San Miguel 3 1 3

Acapetlahuaca Santa María de Jesús 2 1

Calpan San Andrés 3 2

Huaquechula San Martín 3 3

Totimihuacan San Francisco 1 1 1

Cuauhtinchan San Juan Bautista 2 2

Tecali Santiago apóstol 3 1 3

Tepeaca San Francisco 3 1 3

Acatzingo San Juan Evangelista 2 1 2

Quecholac 3 2

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Tecamachalco N. Sra. de la Asunción 3 1 2

Tehuacán Purísima Concepción 2 1 / 1 ch

Zacatlán San Pedro y San Pablo 2 2

Xalapa Natividad de María 3 1 2

Conventos franciscanos en territorio de la diócesis Tlaxcala-Puebla, hacia 1570, especificando número de frailes y calidad, así como los que hablaban lengua indígena.16

Para el obispado tlaxcalteca, vale hablar de la región de evangelización dominicana. Entre 1529, fecha de sus arribos de expansión misionera en la diócesis, y 1606, encontramos la fundación de conventos que constituyeron un tramo que conectó a la Ciudad de México con Oaxaca y Guatemala. Dentro de la provincia de Santiago, se emplazaron los conventos en el obispado, los cuales iban desde Ahuatelco (fundado en 1603), hasta Tonalá, este último en un conjunto que tenía por eje la menesterosa población de Huajuapan. Cuando a mediados del siglo XVII se creó la provincia de San Miguel, la mayoría de los conventos quedaron en la diócesis poblana. Los conventos domini-canos se extendían por Tepapayeca, Tilapa (erigido en 1603), Izúcar (1541), Huehuetlán (1580), y de ahí a la zona de la Mixteca Baja con Tepexi (1568) y Chila, donde establecieron un centro de formación para aprender las lenguas mixteca y chochona; desde ahí se enviaban a las doctrinas de Tamasulapan (1558), Huajuapan (1578), Tonalá (1555) y Tequixtepec; para este último se aprobó en 1576 la asignación de fray Fernando Ortiz como examinado para confesores y predicadores en lengua mixteca.17

16 Relación y particular descripción de toda la Provincia del Santo Evangelio, [Informe dado al visi-

tador Juan de Ovando], en Códice Franciscano. Siglo XVI, cur. J. García Icazbalceta, México, Ed.

Salvador Chávez Hayhoe, 1941, pp. 20-27.

17 Las fechas anotadas corresponden a la primera noticia que se tiene de cada casa en las actas de

los capítulos provinciales.

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Lugar Advocación Prof Nov Leg

Los Ángeles Santo Domingo

Izúcar Santo Domingo 2

Tepapayeca Purificación de María 4

Tepexi Santo Domingo 4

Chila Asunción de María 5 1

Tonalá Santo Domingo 4

Tequixtepec San Pedro y San Pablo

Huajuapan San Juan Bautista 2

Conventos dominicanos en territorio de la diócesis Tlaxcala-Puebla,

hacia 1577.18

Los frailes agustinos se extendieron en dos áreas principalmente.19 Una, al norte entre los indios huastecos, totonacos y otomíes con las doctrinas de Ilamatlán, Xicotepec, Pahuatlán, Tututepec y las visitas desde el convento de Huauchinango (éste caía en territorio de la arquidiócesis). La otra, muy al sur

18 Archivo del Instituto Dominicano de Investigaciones Históricas de la Provincia de Santiago de

México de la Orden de Predicadores [en adelante ADIH]. Los datos de los frailes asignados se

tomaron del capítulo intermedio de 1578. ADIH, Actas de Capítulo de la Provincia de Santiago,

Capítulo intermedio celebrado en Cuilapan el 4 de octubre de 1578.

19 R. Jaramillo Escutia, Una nueva época: los agustinos en América. Siglos XVI-XVIII, en R. Jaramillo

Escutia (coord.), Huellas agustinianas. Compendio de Historia de la Orden de San Agustín para

América Latina, OALA, México 2002, pp. 96-98. F. Gómez Orozco, Monasterios de la Orden de

San Agustín en la Nueva España. Siglo XVI, en “Revista mexicana de Estudios Históricos”, Tomo

I/1927, pp. 40-54. A. Rubial, El convento agustino y la sociedad novohispana, UNAM, México 1989,

pp. 109-130.

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con las doctrinas de Chilapa, Tlapa y Alcozauca, las dos primeras fundaciones tempranas (1533 y 1534, respectivamente) vinculadas inicialmente con Ocui-tuco y después con tres conventos distantes pero que permitían comunicación hacia el centro de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús y del obispado: Chietla, Chiautla y Huatlatlauhca, casas que poseían ingenios y que contri-buían a su economía.

Lugar Advocación Prof Nov Leg Leng

Los Ángeles Nuestra Señora de Gracia 20 2

Chiautla San Agustín 3 1 3

Chietla San Agustín 3 2

Chilapa San Agustín 4 2

Huatlatlauhca 2 1

Pahuatlán San Pablo 4 4

Tlapa 5 4

Tutotepec 3 1 4

Ilamatlán* San Juan Bautista

Conventos agustinos en territorio de la diócesis Tlaxcala-Puebla, hacia

1571.20

El crecimiento de los conventos se inserta en la dinámica de la empresa misionera y su relación interna, lo cual explica la fundación de casas en áreas que eran atendidas por doctrinas ya sólidas en una época de reorga-nización originada por la dramática caída de la población y la política de congregaciones efectuada en el paso del siglo XVI al XVII. Contribuyó también el ánimo secularizador del obispo Romano y la creación de bene-ficios por parte de la Corona, de esto último da cuenta el prelado al señalar casos donde los frailes franciscanos establecieron un convento muy cerca de otro contraviniendo las ordenanzas, con el objetivo de impedir la creación

* J. Sicardo, Suplemento Crónico, cur. R. Jaramillo, OALA, México 1996, pp. 233 y 242.

20 Los datos para este cuadro corresponden a 1571, provienen de diversas fuentes y fueron compi-

lados por Jaramillo Escutia. Cfr. Monumenta Historica Mexicana, cur. R. Jaramillo Escutia,

México 1993, pp. 114-172.

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de un beneficio ya concedido en favor de un clérigo determinado. En este caso está la creación del convento de San Andrés Cholula cuyo territorio doctrinal se desprendió del de San Gabriel; lo mismo el de San Juan Totolac que estaba a corta distancia del de Nuestra señora de la Asunción Tlaxcala. Sin considerar los conventos de la ciudad episcopal, en 1582, los francis-canos tenían 36 conventos, los predicadores 12 y los agustinos 11.

Las naciones

En sus límites amplios y en las regiones específicas, se identifican las áreas culturales y las zonas de frontera, donde convergieron las tres Órdenes mendi-cantes ante la pluralidad de lenguas y antiguos señoríos. En el discurso de los frailes y de los obispos la referencia a esas identidades era el de “nación”. En algunos casos, la confección de instrumentos de pastoral (sermonarios, cate-cismos, gramáticas) buscaba resolver las necesidades de trabajo doctrinal en una región bajo la conceptualización de conformar una “nación” y quedaba de lado la particularidad local de una lengua, como lo han señalado los filó-logos en las últimas décadas de nuestro tiempo. Aquella tipificación propuesta por Ricard sobre misiones de ocupación, penetración y enlace,21 ha quedado rebasada pues la dinámica de fundación conventual no sólo dependía de un plan de expansión misionera sino de las circunstancias locales y de las estra-tegias políticas de los indios para conseguir la protección de los misioneros; la realidad obligaba a los frailes a transitar fuera de sus áreas de influencia y alojarse en casas de otras familias religiosas, en curatos o en casas de espa-ñoles e indios. Las distancias y dificultades económicas nunca permitieron tener conventos a ciertas jornadas de trabajo en áreas delimitadas, lo cual no significa la ausencia de una planeación sobre el territorio, pero no siempre bajo las ventajas de un sistema vectorial de caminos que permitiera una comu-nicación normalizada. El emplazamiento de conventos y las especificidades de algunas casas para la propia formación de los frailes estaba en razón de esa perspectiva de “naciones indígenas”.

Los hijos de San Francisco, por concentrarse en el centro del obispado –consi-derando que este ensayo se limita a esta circunscripción– enfrentaron un

21 R. Ricard, La conquista espiritual…, op. cit., p. 157.

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menor número de retos lingüísticos que los agustinos. En la provincia de Tlaxcala y su casa de Zacatlán, era suficiente con el náhuatl y el otomí, sólo la fundación de Tehuacán les exigía conocer el chocholteco y el mixteco, de esta última lengua parece no tuvieron un fraile que pudiera administrar en ella y no hicieron esfuerzos por su enseñanza entre los religiosos. Conviene llamar la atención que los franciscanos también misionaron en regiones mayas por lo cual su historia en este sentido amplía el panorama lingüístico, pero aquella latitud escapa a nuestros objetivos. Eric Roulet interroga sobre el nivel de cono-cimiento que tenían los franciscanos de toda la Provincia del Santo Evangelio acerca de las lenguas; ¿cuál era la realidad sobre el pretendido conocimiento de los religiosos respecto de ellas?, ¿cuántos las aprendieron y cómo?22 Basado en los reportes hechos a raíz de la visita de Ovando y un memorial formado por la Provincia del Santo Evangelio en 1570, cotejando las tres versiones que hay, realiza un análisis sobre la aptitud y actitud de los religiosos acerca de su conocimiento de las lenguas aborígenes. Resulta significativo en el sentido que abarca todo el universo de los franciscanos y no centra su atención en las capacidades de un solo religioso como ha sucedido con los estudios enfocados sobre Mendieta, Sahagún, Molina, Olmos o Motolinía.

En sus conclusiones, Roulet señala que el porcentaje de franciscanos que conocían las lenguas no es distinto al de otros elementos del clero, obtiene un 83.33% y después matiza determinadas particularidades que modifican esta cifra, pero considerando este resultado como básico lo enfrenta al 86% de los agustinos y el 81% de los clérigos seculares del arzobispado, es decir, no hay –desde esta perspectiva– algo que singularice a los franciscanos. Al profun-dizar en el análisis, establece distinciones por edad y profesión, lo cual le lleva a encontrar que “existe un proceso generacional que coloca a los más jóvenes (analiza datos para el año de 1570) y a los más viejos, como los conocedores de las lenguas; mientras que entre los frailes comprendidos en un rango de edad de 30 a 59 años hay un alto porcentaje de desconocimiento de las mismas. Otro dato importante es que, hacia 1570, el 91.2% de los franciscanos confe-sores y predicadores se encontraban en tierra de misión, lo cual indica que se había revitalizado el trabajo de evangelización entre los pueblos de indios. El autor señala que difícilmente los frailes menores respondían a la diversidad

22 E. Roulet, La practique des langues indigènes chez les franciscains de la Nouvelle-Espagne au

XVIe siècle (province du Santo Evangelio de Mexico 1570), en “Caravelle”, 94/2010, pp. 221-245.

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lingüística novohispana, de tal forma que para la Orden el náhuatl fue la lingua franca de su predicación, aunque existan testimonios de esfuerzos por conocer y hacer saber otras lenguas, y el hecho de que hubo frailes que predicaron y administraron sacramentos en otros idiomas. Estos datos coinciden en buena medida con la lectura que el obispo Romano tenía de la capacidad de los fran-ciscanos, aunque el prelado subraya la dificultad de esta Orden para atender ciertas lenguas.

Respecto de la región tlaxcalteca, afirmó el obispo que se hablaban dos lenguas, la nahua y el otomí y que para este último hacían falta ministros que la supieran, sobre todo por ser una de las regiones más pobladas de la diócesis y como parámetro de esta afirmación externó que en 1581 se habían confirmado en la provincia de Tlaxcala más de 22,000 indios. En torno al convento franciscano de Tehuacán, apuntó lo arriba dicho sobra la existencia de hablantes de mixteco y que de “muchos años a esta parte” nunca han tenido ministro. Mayor problema presentaba la lengua chocholteca o popoloca como se le conocía vulgarmente; en los conventos franciscanos de Tepeaca, Tecali y Tecamachalco no había frailes que pudiesen adoctrinar ni administrar sacramentos en dicha lengua, por lo cual seguramente se hacía en náhuatl. En el caso del convento de Xalapa, añadió el Ordinario, en los últimos 16 años no había existido fraile que supiese la lengua totonaca por lo que debían hacerlo en náhuatl y cuando lo hacían en totonaco era mediante el auxilio de un nahuatlato. Destacó el hecho de que en ocasiones pedían el auxilio del clérigo secular, Alonso Muñoz, quien estaba avecindado en esa villa aunque en esa comunidad no ejercía funciones clericales. La abundante población de la provincia de Xalapa le preocupaba al prelado, pues en su opinión “[…] no ay bastante doctrina asi por ser todos los yndios de lengua totonaque en que muchos años no les an predicado ni confesado como por ser tantos Pueblos distintos […]”.

Los predicadores se enfrentaron a un espectro más amplio de idiomas, desde el náhuatl hasta las variantes del maya. Como lo han señalado varios autores especialmente Esteban Arroyo, lograron tender una amplísima franja dominicana que iba desde la Ciudad de México hasta Santiago de los Caba-lleros, en Guatemala. La Provincia de San Miguel se erigió hasta mediados del siglo XVII, rebasando lo que aquí exponemos, pero cuando aún pertene-cían a la Provincia de Santiago, las casas que caían en territorio del obispado tlaxcalteca iban desde Ahuatelco hasta Tonalá (ahora en el estado de Oaxaca).

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Como lo apunta el cronista Dávila Padilla, los dominicos organizaron sus conventos en los pertenecientes a la nación mexicana, la chochona, la mixteca y la zapoteca. Los conventos fueron incluidos en alguno de estos grandes conjuntos, siempre desde la perspectiva de los frailes, en ocasiones llegaban a cambiar o en varios casos no se les ubicaba con claridad. Entre ellos, Chila alcanzó la función de ser el primer gran convento de la nación mixteca, fungía como centro de formación para los frailes que harían misión entre este grupo social y los chocholtecos. Con el paso de los años, en Tepexi se construyó un importante hospital que no sólo beneficiaba a los frailes, también a los indígenas.

Respecto de los agustinos hace falta investigar mucho. Sólo a guisa de ejemplo, retomo la lectura del obispo Romano en la región de la Sierra Baja, la cual vió con sus propios ojos al hacer visita pastoral. En la compleja región de Tlapa, demográficamente de alta densidad, con 4440 tributarios distri-buidos en ¡109 pueblos!, había población parlante de cuatro lenguas: tlapaneca, mixteca, matlatzinca y nahua. Esta amplísima jurisdicción estaba a cargo de dos conventos agustinos, uno el de Tlapa y otro en Alcuzauca, el primero con cuatro frailes y el segundo con dos, sin embargo de ellos sólo uno predicaba en lengua mexicana, otros tres confesaban en náhuatl y el otro sabía poco. Es decir, no había ministro en tres lenguas, lo que llevó al prelado a decir que los indios de habla tlapaneca nunca se habían confesado, lo mismo de los matlatzincas, y que sólo los nahuas tenían verdadero acceso a la doctrina y sacramentos, apenas pasados cuatro años un fraile había aprendido el mixteco de la región, dadas las dificultades para cristianizar no se extrañó que hubiese prácticas idolátricas.

En ciertos puntos de la geografía diocesana se encontraban coincidiendo las tres Órdenes, fijando puntos de frontera misional y también tensando las anti-guas fronteras políticas y culturales del mundo indígena. Particularmente en la zona cercana al Popocatépetl, se percibe esta situación, donde los antiguos lazos de señoríos y regiones de la época prehispánica fueron aprovechados y modificados por los propios indios y por los españoles para el desarrollo de relaciones comerciales, la reorganización de lazos políticos y la redistribución de tierras, articulando o enemistando pueblos que estaban bajo la tutela de distintas Órdenes; ahí, tenemos varios linderos, por un lado está la zona límite entre la arquidiócesis de México y Tlaxcala-Puebla, es una frontera entre la tierra fría y la caliente y se sobrepone el límite entre los conventos de las provincias del Santo Evangelio, el Santísimo Nombre de Jesús y la de Santiago.

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Palabras finales

El presente artículo busca poner evidencia de lo mucho que aún hace falta por investigar acerca de la acción del clero regular en la Nueva España, en el caso particular de la diócesis de Tlaxcala-Puebla ni siquiera contamos con la precisión debida de tiempo y espacio en los conventos, no se diga de sus capillas de visita. De cara al quinto centenario de la llegada del cristianismo a las tierras de lo que ahora llamamos México, es indispensable profundizar en cada caso, cada lugar y desde esa complejidad reinterpretar la historia de la evangelización.

Fuentes y bibliografía

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Una ventana a la intimidad de las misiones: el inventario de las alhajas de la misión de Santa

María de los Dolores de la Punta (1721-1722)1

Dr. Jorge René González Marmolejo

Dirección de Estudios Históricos. Instituto Nacional de Antropología e Historia

Probablemente uno de los aspectos menos conocidos, pero más interesantes es entender cómo vivieron los religiosos en las misiones, pero si poco se

sabe sobre los franciscanos de los Colegios Apostólicos de Propaganda Fide, más se ignora respecto a las condiciones como desempeñaron su obra catequi-zadora durante poco menos de ciento cuarenta años (1683-1819), sobre todo en el norte de Nueva España.

Con base en un inventario que ordenó Isidro Félix de Espinosa,2 padre guardián de la Santa Cruz de Querétaro, a Pedro Muñoz,3 presidente de las

1 Este material forma parte del capítulo dedicado a la vida cotidiana en la misiones del libro que

preparo: Algunos aspectos de la vida cotidiana en las misiones franciscanas de Propaganda Fide en el

siglo XVIII.

2 Natural de Querétaro, en donde nació el 16 de noviembre de 1679, y en donde murió el 14 de

febrero de 1755. Ingresó al Colegio de la Santa Cruz en 1696, habiéndose ordenado en 1703, año

en que inició su actividad misionera en Tejas, Río Grand. Dominó varias lenguas indígenas. Fue

guardián de la Santa Cruz de Querétaro. En 1726 fue nombró cronista. Entre otras obras escribió

la Chronica Apostolica y Seraphica de todos los Colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España,

(1746). http://bit.ly/2MWeSQ1

3 Franciscano de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, originario de Tlalpujahua.

Se incorporó al Colegio de la Santa Cruz en 1712. Fue fundador de la misión Boca de Leones,

hoy Bustamante en Nuevo León. J. A. Portillo Valadez, Diccionario de clérigos y misioneros nores-

lenses, [s.e.], Nuevo León 2001, p. 265.

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misiones del Río Grande Norte, y Miguel Sevillano de Paredes,4 entre mayo de 1721 y abril de 1722, de la misión de Santa María de los Dolores de la Punta, Lampazos documento que hoy día se conserva en el Archivo Histórico de la Provincia Franciscana de Michoacán, en la ciudad de Celaya, Guanajuato.

Así pues, el objetivo de este trabajo será que el registro levantado en la década de los veinte del siglo XVIII, sirva como instrumento para adentrarnos en la intimidad de las misiones y conocer las condiciones que privaron en Santa María de los Dolores y que probablemente se repitieron en otras misiones franciscanas que coexistieron durante la misma época. De igual manera, estoy cierto que el registro de las instalaciones, objetos litúrgicos, enseres domés-ticos e incluso el padrón de los animales y aves, serán válidas para ilustrar las penurias y acoso que los misioneros sufrieron por parte de los gentiles.

Por otro lado, como el inventario es extenso y aunque doy cuenta de todos los puntos consignados, sólo analizaré unos. De hecho, centraré la atención en los aspectos que considero más destacados y que reflejan mejor, la situación que guardó la misión del norte de Nueva España.

Aunque este enclave religioso es uno de los más conocidos en el norte de México, es pertinente apuntar sus coordenadas. El actual municipio de Lampazos de Naranjo se ubica al noroeste del Estado de Nuevo León, a 335 metros sobre el nivel de mar. Su extensión es de poco más de cuatro mil kiló-metros cuadrados. La sierra, que también lleva el nombre de Lampazos, cruza el municipio de norte a sur. La mesa de Catujanes, en su límite con Coahuila y el cerro del Carrizal, da cuerpo al paisaje montañoso de la región; el resto, son pequeños lomeríos.

Por lo que se refiere al Colegio Apostólico de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Santiago de Querétaro y que fue de donde salieron los religiosos a Lampazos, lo fundó en 1683 el padre fray Antonio Llinás. Este Colegio Apos-tólico tuvo el mérito de ser la primera institución apostólica y simiente de los futuros Seminarios de Propaganda Fide que se establecieron en Indias

4 Miguel Sevillano llegó en la misión, organizó y traslado el padre Antonio de San Buenaventura

en el año de 1715. Cuando Sevillano fue reclutado declaró ser sacerdote y tener 34 años de edad.

Él fue alistado en el Colegio de Villaviciosa y era natural de Plasencia. Por lo que se refiere a su

descripción física era una persona pequeña, cerrado de barba y de piel blanca. P. Borges, Expe-

diciones misioneras al Colegio de Querétaro (Mejico), 1683-1822, en “Archivo Iberoamericano”,

segunda época, año XLII, tomo XLII, Editorial Deimos, España 1982, pp. 825-827.

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y que estuvieron sujetos a la Congregación Apostólica de Propaganda Fide que estaba en Roma. Es importante mencionar que estas instituciones se extendieron por toda América, de hecho llegaron hasta la lejana Argentina (Rosario). Asimismo, cada uno de los Colegios permaneció independiente entre sí y respecto a los gobiernos Provinciales, de manera tal que estuvieron sujetos al comisario general de Indias, quien residía en Madrid y el monarca español, principal mecenas.

Como cualquier Seminario Apostólico, la Santa Cruz se nutrió con frailes procedentes de España, regularmente mayoritario; en otras ocasiones se incorporaron de las Provincias franciscanas de Nueva España, en este caso San Pedro y San Pablo de Michoacán, así como el Santo Evangelio de México, y novicios que se formaron en misma institución apostólica.

En 1698, a quince años de organizarse la Santísima Cruz de Querétaro, Diego de Salazar,5 un destacado evangelizador, incursionó en el Nuevo Reino de León. Por aquel tiempo los misioneros estaban un tanto amilanados para emprender nuevas conversiones, pues los infaustos sucesos de los Texas los habían desalentado;6 amén, de que se les hacían injustos cargos por el despueble de las conversiones, cuando su único interés había sido atender y paliar el hambre de los naturales.

Así, durante un tiempo el padre Salazar meditó la idea de fundar una misión en aquellos parajes, se presentó la oportunidad cuando el comisario general, impedido para hacer la visita de la Provincia de Zacatecas, delegó la responsa-bilidad en Francisco Estévez, un franciscano predicador y confesor, que llegó procedente de la Provincia de las Canarias y acababa de cumplir su trienio como guardián de la Santa Cruz. Nombrado visitador Estévez llevó a Diego de Salazar como secretario y compañero, pero por los acontecimientos que se

5 Diego de San Buenaventura Salazar fue misionero del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro.

Junto con el hermano Pedro de San Buenaventura fundaron la misión de Río Blanco, hoy Aram-

berri, Nuevo León. Fue uno de los fundadores de la misión de Santa María de los Dolores de la

Punta. Murió en mayo de 1720. J. A. Portillo Valadez, Diccionario de clérigos y misioneros nores-

lenses, op. cit., p. 336.

6 Isidro Felis de Espinosa, Libro V, capítulo VII. Providencias que dio el Exmo. Señor Conde de Galve,

para la Provincia de los Texas; y todo lo que sucedió hasta el año de 93, en que se retiraron todos los

misioneros, en Chronica apostolica, y seraphica de todos los Colegios de Propaganda Fide de esta

Nueva España, Talleres Gráficos del Gobierno del Estado de Querétaro, Querétaro 1997.

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presentaron, delegó la visita de los conventos de Saltillo y el Nuevo Reino de León en el padre Salazar.

En este mismo orden de ideas, Isidro Félix de Espinosa, en su Chronica Apostolica y Seraphica de los Colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España, difiere un poco con lo consignado por el también cronista franciscano, fray Juan Domingo Arricivita. Para Espinosa, durante su guardianato Antonio Margil de Jesús envió de la Santa Cruz, en 1698,7 un grupo de religiosos a establecer nuevas misiones. Como estaba enterado de la urgente necesidad que tenían los gentiles de recibir “la luz del Evangelio” en el norte de Nueva España, despachó a Salazar, presidente de misiones, y Francisco Hidalgo:8

Los padres llegaron a Monterrey provistos con facultades del Obispo de Guadalajara, fray Felipe Galindo Chávez. En Monterrey, el Gobernador Juan de Vergara y Mendoza los despachó al Alcalde Mayor del Real Boca de Leones, Juan de Isla y Palacio, a donde llegaron el 1 de noviembre de 1698. El alcalde, a su vez, mandó al capitán Juan Méndez Tovar a darles posesión del lugar seña-lado, saliendo el 7 de noviembre por la tarde rumbo al ojo de agua. La comitiva estaba compuesta por el capitán José Pérez, José Garay, Felipe Santiago, Juan Antonio de la Cruz, Simón Pérez, Miguel Ramos, Nicolás Felipe y el Cura de Boca de Leones, don Antonio Delgado Cervantes.9

Como se puede notar, los últimos nombres citados fueron los nombres de los tlaxcaltecas. De hecho, junto a la misión, se estableció el pueblo de San Antonio de la Nueva Tlaxcala. Así, los evangelizadores, mediante la ayuda de un intérprete, hicieron saber a los indios que su intención era llevar la palabra

7 “Este proyecto presentado por fray Damián Manzenet se realizó 4 años después, cuando era

guardián del Colegio de Querétaro el padre Margil de Jesús, quién envió a los padres Diego de

Salazar y Francisco Hidalgo a fundar una misión”. J. A. Portillo Valadez, Huellas franciscanas en

el noreste Novo Hispano, Tecnograph, Monterrey 2007, p. 136.

8 Predicador de la Provincia de los Ángeles en España. Se embarcó en Cádiz en julio de 1683

rumbo a Nueva España para participar en la fundación del Colegio de la Santa Cruz de Queré-

taro. Fue el primer sacerdote misionero y doctrinero que sirvió a los tlaxcaltecas de San Miguel

de Aguayo, hoy Bustamante, Nuevo León. Probablemente en 1691 pasó con fray Damián

Manzanet a fundar una misión en los Texas, misma que dos años después desapareció a manos

de los gentiles. En 1698 participó, junto con Diego de Salazar, en el establecimiento de Nuestra

Señora de los Dolores de la Punta. J. A. Portillo Valadez, op.cit., pp. 183-184.

9 J. A. Portillo Valadez, Huellas franciscanas en el noreste Novo Hispano, op. cit., p. 136.

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de Dios. Días después se presentaron unos fenómenos naturales, propios de los que suceden en los lugares donde hay cerros con minerales; esto es, apari-ción de pequeñas luces, pero que sirvieron para alentar el fervor por el insti-tuto apostólico recién instaurado.

La misión estaba asentada, pero era el principio. Organizarla no fue empresa sencilla. Implicaba un compromiso de los ministros del Colegio generador, en este caso la Santa Cruz, y el rey, principal promotor. Luego que se instauró el recinto promovido por el Seminario queretano, inmediatamente se enteró al virrey, José Sarmiento y Valladares, Conde de Moctezuma y Tula, (1696-1701), y de esta manera podrían recibir la ayuda; o sea, el sínodo. El virrey, quien se mostró contento, suscribió unos mandatos a los gobernadores de Nuevo Reino de León y Coahuila, para apoyar a los franciscanos; no obstante, cabe remarcar, que la espontaneidad de las autoridades no fue una graciosa concesión, ni acto piadoso.

Generalmente, la explotación de los reales de minas, y en la misión de Santa María de los Dolores había uno, obligaron a los funcionarios virreinales a sostener un sistema de presidios dotados con guarniciones a lo largo de los caminos para ofrecer seguridad a los viajeros y cerciorarse que los enseres llegaran a su destino, particularmente tratándose de minerales.

De igual modo, la labor de los catequizadores fue tan destacada como las relaciones personales que establecieron con los naturales, incluso por encima de las fuerzas apostadas para proteger a los residentes, lo que implicó en la vía de los hechos que en múltiples ocasiones los indios se negaron a tratar con los jefes militares y sólo se sometieron a los frailes; no obstante, a pesar de esa aparente cordialidad, el número de religiosos que perdieron la vida a manos de los naturales fue considerable. No todos se disciplinaron y en diversas ocasiones su comportamiento fue violento.

Así pues, el padre Salazar, desde la Ciudad de México, envió un escrito a Francisco Estévez, que en esa época estaba en Madrid y como la noticia causó tan agradable opinión, los empleados del Consejo de Indias convencieron al rey Carlos II (1665-1700) para permitir organizar y trasladar una expedi-ción compuesta por doce religiosos; igualmente, el monarca expidió cuatro cedulas, una para el virrey José Sarmiento y Valladares, Conde de Moctezuma, otra para el obispo de Guadalajara, fray Felipe Chaves Galindo, y dos más para los gobernadores del Nuevo Reino de León (Juan Francisco de Vergara y Mendoza) y Coahuila (francisco Cuervo y Valdés); a la par, ratificó el apoyo al padre Salazar y su empresa catequizadora.

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Previo a representar el inventario de Santa María de los Dolores, es cardinal apuntar un hecho que marcó la historia del sitio. En términos reales, los fran-ciscanos de la Santa Cruz administraron muy poco tiempo la misión. Estu-vieron menos de cincuenta años. Oficialmente se instauró en 1698 y para comienzos de 1747 la entregaron al clero secular, tres años antes de iniciar el proceso de secularización de las parroquias ordenada por Fernando VI (1746-1759). Así pues, con instrucciones del obispo de Guadalajara, Juan Leandro Gómez de Cervantes y Velázquez de la Cadena (1735-1751)10 se decidió:

Por las muchas inconstancias e ingratas correspondencias de los indios, que a cada

paso se sublevaban de su pueblo, se tomó la resolución por el excelentísimo señor.

Virrey de encomendar este pueblo al cuidado del ilustrísimo y reverendo señor

obispo de Guadalajara, para que lo proveyese de cura secular: con que quedando

justificado el crédito de los misioneros, que tanto habían procurado el bien de

aquellas almas, cumplieron lo que las Bulas Apostólicas disponen, entregando la

misión a los señores diocesanos; puesto que ya todos eran cristianos, y podían

mantenerse con su cura.

Inventario de la Misión de Santa María de los Dolores de la Punta de Lampazo

El 6 de mayo de 1721, el reverendo guardián del Colegio Apostólico de la Santa Cruz, Isidro Félix de Espinosa, encargó a Pedro Muñoz, presidente de las misiones del Río Grande del Norte, y a Miguel Sevillano de Paredes “el inventario de las alhajas” de la misión de Santa María de los Dolores de la Punta. De igual manera, el guardián estableció que la lista de objetos debía ser “en todo verídico como fiel y legalmente hecho, viendo, midiendo y contando lo en el contenido, lo cual queda hecho cargo el ministro de la misión, con

10 Tras se secularizada la parroquia, de manera inmediata, en 1747, el bachiller Juan Antonio

Flores y Baldés o Barbarigo, probablemente natural de Saltillo e hijo de Pedro Flores y Francisca

Xaviera Barbarigo, se hizo cargo de ella. Estuvo al frente casi veinte años. En diciembre de 1766

el bachiller Juan Esteban Rodríguez de Valdez lo sustituyo. E. Tovar Esquivel, El mapa del curato

de Nuestra Señora de los Dolores de Punta de Lampazos y Orcasitas en Actas/mapas y planos. Dispo-

nible en: http://bit.ly/2TssQdz [Consultado: julio, 2018].

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quien para que en todo tiempo conste donde convenga, lo firme en esta sobre dicha misión de Santa María de los Dolores de la Punta”. Luego de elaborar el registro durante casi un año, de mayo de 1721 a abril de 1722, los padres Muñoz y Sevillano de Paredes entregaron el listado a Antonio de San Juan y Torreblanca.11

Veamos cuál fue el orden del inventario y qué consignaron Muñoz y Sevi-llano de Paredes de mayo de 1721 a abril de 1722.

Pueblo EnfermeríaIglesia RasuraSacristía CocinasBautisterio Aves domésticasAlhajas de la iglesia Ganado menorAltar de Nuestra Señora de las Rosas Ganado mayorAltar de las Ánimas Carpintería y laborConvento Alhajas de celdasAlhajas de las celdas LibreríaRefectorio

Luego de conocer los múltiples aspectos inscritos, conozcamos, en primera instancia, el pueblo, enseguida las instalaciones que los evangelizadores tuvieron a su disposición para el ejercicio de su ministerio; o sea, la iglesia, sacristía y bautisterio, después pasaremos a echar un vistazo al convento y sus dependencia, así como a otras partes que la misión ocupó para apoyar la subsistencia de los religiosos así como los corrales, que también sirvieron como barrera contra eventuales ataques de los indios, los animales que criaban y las tierras cultivaban.

11 Es posible que se haya tratado del mismo novicio que profesó en 1691 y cuando rindió sus gene-

rales para tomar estado en el Colegio Apostólico de la Santa Cruz de Querétaro declaró ser

oriundo de esta ciudad y haber nacido en 1664, lo cual, si trata del mismo religioso, al momento

de recibir el inventario debió haber tenido 58 años de edad.

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Pueblo

Como es de suponer un lugar tan alejado y levantado en medio de la nada, poco podía ofrecer. El pueblo solamente estuvo compuesto por una casa de terrado, o sea, una construcción hecha a base de tierra; siete fabricadas con adobe, un jacal y unas rancherías, de las que por cierto no se hace mayor descripción. De igual modo, los padres anotaron unas pequeñas huertas frutales, proba-blemente propiedad de los frailes y los residentes que servían para paliar la frugal alimentación de los vecinos y quizá hasta esos frutos fueron usados para ganarse la voluntad de los naturales.

Iglesia

De acuerdo con los datos de la relación, la iglesia midió diez y ocho varas de largo, por cinco y tres cuartas de ancho; es decir, casi quince metros por poco menos cinco metros, por supuesto tenía un campanario que albergaba dos campanas, la grande estaba consagrada. Es importante mencionar que las campanas además de ser tañidas para convocar a la feligresía, en ocasiones se emplearon para alertar a los pobladores en caso de ser atacados por los indios o por un incidente extraordinario. Fue la manera más práctica de convocar a la gente.

Aunque enseguida tendremos la oportunidad de conocer las alhajas que engalanaron la iglesia, tratemos de imaginar el interior. El pequeño edificio contó con tres altares, el mayor con su presbiterio y dos lateras, así como sacristía y bautisterio; no obstante, uno de los aspectos que más llama la aten-ción es que no se dio cuenta de la existencia de bancas y confesionarios, lo que implica, por lo menos para este último caso, pues así lo ordenaron las autori-dades del Tribunal del Santo Oficio, que cuando no hubiera confesionario o mueble para escuchar a los hijos o hijas espirituales en confesión, se adaptaran tablas, mismas que se colocarían a manera de cancel, con los orificios o tornos tan pequeños que ni siquiera los dedos podrían introducirse.

Por lo que se refiere a las alhajas de la iglesia, si bien las fábricas de las misiones se distinguieron por su pobreza, los religiosos de Santa María de los Dolores a pesar de contar con escasos recursos procuraron adornarla, aunque para las ceremonias litúrgicas sólo hayan dispuesto de lo indispensables.

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El altar mayor de la iglesia Santa María de los Dolores estuvo revestido con una colgadura muy vieja y el púlpito estaba “vestido de paño y manteles”, marco negro y casi una vara de largo; no obstante, a pesar de la importancia del lienzo, pues estaba dedicado a la Virgen, no se mencionó su ubicación. De igual modo, en el altar se registró una escultura de un “lindo” Cristo Crucifi-cado, de casi tres cuartas de alto y una “estatua” de Nuestro Padre San Fran-cisco expuesta en una peana dorada. Asimismo, el presbiterio estuvo ador-nado con dos esculturas de una tercia de grandes, una del Señor San José y otra de San Antonio de Padua, ambas sobre peanas.

Otros objetos fueron: una camisa de Nuestra Señora de los Dolores, embu-tida en una grada del altar mayor, con su marco; dos cortinitas nuevas de rúan, bordadas de seda colorada y pajiza; dos aguilitas doradas; una cruz con peana; una tabla con las palabras de la Consagración ataviadas con papel dorado; dos tablillas arregladas, una con el Evangelio de San Juan y otra con el Lavado; un atril bueno, con su paño nuevo; una mesita utilizada como credencia;12 un paño azul para cubrir el piso del altar mayor; tres badanas13 coloradas; una campanilla; un acetre de cobre con su hisopo y dos aras.

Como mencioné, la iglesia estuvo ataviada con dos altares laterales, uno dedicado a Nuestra Señora de las Rosas, una advocación mariana, el otro a Las Ánimas. El primero presidido por un lienzo de la Señora de las Rosas, que medía dos varas y tercia de alto y vara y media de ancho y, según los frailes Muñoz y Sevillano de Paredes, era una obra de “lindo pincel”. La pintura estaba en un bastidor con dos cortinas de raso de flores verdes usadas. Igualmente, en el altar se encontraba una “escultura de bulto” del Niño Jesús, sentado con un estandarte y una banda encarnada; unas láminas de papel compuestas; una cruz y una cabeza del Santo Ecce homo14 de pincel.

Por lo que se refiere al altar dedicado a Las Ánimas fue tutelado por un lienzo de vara y media de alto dedicado a esta advocación; de la igual manera, había una imagen de Nuestra Señora de la Concepción de bulto, con su corona de plata y dos hilos, que, según opinión los frailes, eran perlas finas y corales;

12 Mesa o repisa que se pone en inmediaciones del altar para tener a la mano los vasos sagrados y

los utensilios del culto.

13 Se llama badana a las pieles de carnero curtidas con polvo de corteza de roble u otra.

14 Ecce homo “este es el hombre” o “he aquí el hombre” en castellano, es la traducción que en la

Vulgata latina se dio al pasaje del Evangelio de Juan (19:5).

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unas laminitas de papel compuestas y una cruz. En suma, por lo que se deduce, ambos altares destacaron por su ornamentación sencilla. Los feligreses no necesitaban ostentaciones para orar y meditar.

Aunque la condición económica de los padres debió ser precaria, pues apenas contaron con lo indispensable y los residentes de la misión tampoco debieron gozar de una situación boyante, las penurias no los amilanaron y se afanaron por tener una iglesia digna, pues, por ejemplo, las paredes estuvieron arregladas con un cuadro de San Francisco Solano, que medía vara y media de alto; otro de la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, de vara y cuarto; dos más, uno San Mateo el evangelista y otro de San Miguel Arcángel, ambos de una vara de largo; un lienzo de San Dimas, el buen ladrón; tres tapetes de jerga veteada para acicalar las peanas de los altares; ocho candeleros y cuatro blandones viejos.

En cuanto al bautisterio fue un lugar, de acuerdo con el registro, como el resto de la misión, modesto y apenas reunió las condiciones para cumplir con su cometido. Para bautizar a las personas había una estañada, o sea, un reci-piente de hoja de lata y un Cristo de bronce; una concha de plata con su bolita de seda encarnada; dos crismeras (vasos o ampolletas) de plata; un cajoncito con tres ampolletas de los santos oleos y una arquita.

Seguramente contiguo al bautisterio se localizó la sacristía. En este espacio se consignaron tres cajas con sus respectivas chapas y llaves, y aunque no se menciona para qué se utilizaban, es de suponer que en ellas se resguardaron los objetos de mayor valor y no precisamente temporal sino espiritual, pues estaba un Cristo de bronce y El Sagrario con su llave. De una de las paredes colgaba un lienzo del Alma gloriosa y condenada, tres cuadritos y un retrato del Santo Padre. Igualmente, se asentaron dos estampas de papel; un misal bien tratado y otro viejo; dos manuales viejos, uno de cuartilla y otro de medio folio. También se inscribieron dos ostiarios, uno de plomo y otro de palo; un cajoncito para ostias y tijeras para cortar las formas; una empolleta pequeña de vidrio para el vino; dos platos de peltre con vinajeras; unos pañitos; una cajita para guardar las bolsas de corporales y velos de cálices. Otro cajon-cito, sin tapa, para depositar los purificadores y cornialtares; una cruz con una manga blanca y otra negra; dos ciriales; tres casullas blancas, una nueva con su velo de cáliz, bolsa de corporales, alba y amito con encajes y una palía todo nuevo, otra mediana y otra vieja. Tal vez las alhajas más ricas fueron los ornamentos sagrados.

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Para llevar a cabo los oficios divinos, los padres dispusieron de varias casu-llas, una verde con cenefa dorada en buen estado; dos encarnadas, una de raso, adornada con flores, y otra de lana un poco vieja; una negra y morado; además, los padres Muñoz y Sevillano anotaron una capa pluvial vieja que los clérigos portaban por encima de la casulla en la ceremonia litúrgica; sin embargo, cabe apuntar que los ornamentos aunque sirvieron para la liturgia, no fueron parte de un conjunto, puesto que los materiales, colores y estam-pados de las prendas, no fueron iguales, lo que permite concluir que los padres los pudieron haber recibido de otras misiones o se regalaron diferentes dona-dores o tal vez los adquirieron conforme tuvieron posibilidades económicas se lo permitieron.

También en la sacristía se guardó un frontal, para el altar mayor, decorado con dos hazas, una encarnada y el otro verde raso con flores, rematado con una cenefa roja. De igual manera, Muñoz y Sevillano de Paredes dieron cuenta de cuatro frontales, uno morado y dos para los altares pequeños, uno de raso de china veteado y otro de damasco con franja veteada; el cuarto fue de raso con flores y una cenefa colorada. Los frailes asimismo anotaron seis amitos con encajes bien conservados y cuatro llanos; cuatro albas en buen estado, una deshilada y tres con “lindos” encajes; así como dos sobrepelliz, cinco cíngulos y una estola que se usaba cuando se bendecía el agua para las ceremonias.

Para adornar los altares laterales de la iglesia, los padres Muñoz y Sevillano anotaron cinco cornialtares, ocho pares de purificadores, tres con cucharitas de plata; cinco pares de bolsas de corporales con sus hijuelas; otras siete bolsas de corporales, tres coloradas, tres blancas y una negra; seis velos de cálices, tres encarnados, uno negro, otro morado y uno verde; tres tablas de manteles buenos con encajes y dos tablas de manteles viejos; seis saleas buenas y una vieja; un paño de beatillo deshilado con encajes para cubrir el cáliz del polvo; una banda o almaizar vieja de damasco blanco; tres capitas de raso adornadas con sus rosas de listón una para Nuestra Señora de la Concepción y dos para el Señor San Joseph; una colcha pequeña de saya, labrada de pluma y tres almo-haditas para el Santo Sepulcro; un manto o capa adornada con sus rosas de Nuestra Señora de la Concepción; un lienzo azul para proteger del polvo del altar mayor; unas cortinas recién bordadas de seda colorada y pajiza para la cabeza de Nuestra Señora de los Dolores; un rojal (tira) de plata dorado con su bolsita dorada para el viático; dos cálices con sus patenas; un viril (fuste) de plata dorada con quince piedras verdes y rojas; trece reales y dos anillos que

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son de arras; un incensario viejo con su cuchara; un fierro de ostias; un cedazo; un martillito; una cruz con su peana en ese altar y un paño azul labrado evitar el polvo del pavimento del altar mayor.

Es un hecho que en la iglesia de la misión nada se desechó. Aún las prendas más viejas o los utensilios más usados, los evangelizadores los aprovecharon hasta que “se cayeron de viejos”. La pobreza y quizá la falta de enseres para los oficios litúrgicos los obligó a valorar los bienes que poseían.

Convento

En realidad, el área que los frailes ocuparon para vivir fue pequeña y respondió a sus necesidades. La fábrica fue de terrado y ormiguillo (pequeñas piedras). El claustro estaba decorado con dos lienzos; en esa área había cuatro celdas, dos oficinas y el refectorio. Dos celdas estaban “muy decentes” pues tenían puertas y ventanas; las otras, una sólo estaba blanqueada y pintada y la otra sin blanquear y aunque ambas contaban ventanas, no tenían puertas.

Es interesante indicar que el convento tuvo tres corrales los cuales, amén de resguardar a los animales, sirvieron como muralla para un eventual ataque de los gentiles, ya que rodeaban el edificio. El corral de las vacas se construyó con piedras; el de los caballos, la mitad de piedra y la otra con adobe y junto a éste, había un gallinero; asimismo, este cerco tuvo dos puertas. El tercero fue de adobe y en él se resguardaron las yeguas. Su puerta estaba cerrada con candado.

Para controlar el ingreso y salida de la gente, la portería contó con una puerta y en caso de que un feligrés requiriera los servicios espirituales de los catequi-zadores o cualquier otra cosa, colgó una campana pequeña en la ante portería. En cuanto a la parte de fuera, se describieron dos pequeñas viviendas de tapia y tensado las que quizá se utilizaron para alojar a las personas que ayudaban en la misión o para hospedar a la gente que pernoctó. También en esa zona había una galera, que bien pudo servir para guardar la harina, y un pequeño horno para preparar el pan.

Luego de conocer el ornato de la iglesia y las instalaciones de la misión, huelga mencionar que realmente el documento es una fiel fotografía de las limitaciones temporales y espirituales que privaron en aquel remoto paraje del noreste del actual estado de Nuevo León, pero es momento de entrar y

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conocer un espacio más íntimo, las celdas que los religiosos ocuparon durante casi cincuenta años.

Vale recordar que los misioneros, como cualquier fraile, además de hacer votos de castidad y obediencia, hicieron de pobreza, lo que en este caso fue notable en los espacios ocupados por ellos. Es un hecho, que entre la obli-gación de cumplir con el voto de pobreza y las circunstancias que enfren-taron, vivieron de manera humilde y precaria, por voluntad u obligación, sólo tuvieron a su disposición lo imprescindible.

Si se sabe que la fábrica contó con cuatros celdas y dos oficinas y en el listado se mencionan seis mesas con sus respectivas sobremesas, no es desca-bellado suponer que cada una haya tenido una sobremesa y las otras dos en las oficinas. En cuanto a las alfombrillas, una estaba confeccionada en algodón rojo y lana y era nueva; otra con lana blanca, colorado en los extremos; una más de rúan encarnado un poco raída y otra vieja; además, se registró una colorada y otro encarnada de lienzo raído; cuatro sillas, dos nuevas; cuatro tapetes. Aunque no menciona cuántas “petaquitas” hubo en cada celda, se anotaron ocho, por tanto, es probable que cada una tuvo dos, las que pudieron usar para guardar objetos personales; también se registraron dos cajas con llaves y cuatro sin ellas; cinco candados, dos malos y tres bacinicas de cobre, pero ¿porque tres? Probablemente en esa época sólo residían dos frailes y la otra era para las visitas.

De igual manera, se citaron otros utensilios que por el empleo se puede decir que fueron de uso común: tres bancas; dos mesas pequeñas; un frasco para pólvora; una escopeta; dos campanas, una en la portería y la otra, consa-grada, se empleaba en los oficios divinos; dos servicios pequeño de barro; dos braceros pequeños de mesa, uno enviado por el padre presidente; tres tijeras, dos eran para despabilar enviadas el mismo padre presidente y otra que servía para cortar el cabello; un tintero de tecali y otro de plomo; tres candeleros de azófar; una barrita de cocuyo; tres candados buenos y dos malos; un barrilito pequeño; un estuche de la Puebla con candados, cuchillos, tijeras y tenacillas; un vaso viejo de plomo para polvos; un frasquito con pólvora y una bolita con balas; un boterito para azafrán; dos frazadas, una buena y otra vieja; una frasquera con once vasos y una romana, o sea, báscula. En suma, a riesgo de equivocarme, lo más seguro es que cada celda haya contado con: una mesa y sobremesa, una silla, un tapete, dos petacas, una caja, un candado y una baci-nica de cobre. Los demás utensilios fueron de uso común.

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Librería

Uno de los aspectos que más llaman la atención al adentrarse en los muros de cualquier institución religiosa es saber la cantidad y el tipo de libros que los religiosos o presbíteros disponían para su práctica espiritual, lecturas piadosas y de esparcimiento. A pesar de que este aspecto no siempre puede ser el mejor parámetro para medir la formación de los clérigos, ofrece luces sobre un tema tan trascendente. Aunque la misión de Santa María de los Dolores fue fundada en una región desértica y alejada de centros urbanos, los frailes tuvieron a su disposición una decena de libros, ¿pocos? Tal vez, pero vinculados con su actividad sacerdotal y catequizadora, que debió ser su interés.

La lista empezó con un libro de medio folio, que era el padrón de los vecinos de la misión. De igual manera, como tuvieron la obligación de administrar los sacramentos, varios volúmenes estuvieron relacionados con ese tema: un libro sobre la administración de los sacramentos y entierros (unción de los enfermos); también se registró Benito-Remigio Noydens de fray Benito-Re-migio Noydens;15 el tomo De las penas condenadas de fray Martín de Torre-cilla;16 Casos morales del padre agustino fray Juan Enriquez; de igual manera se consignó La instituta canónica; el Manual de sacerdotes del franciscano fray Antonio Arbiol;17 Práctica o constituciones para los inquisidores; un tomo

15 Benito Remigio Noydens (Amberes, 1630-1685) religioso, lexicógrafo y escritor español. Su

biografía es casi enteramente desconocida, y fue miembro de la orden de los Clérigos Regulares

Menores. Es fundamentalmente recordado por haber publicado el Tesoro de la lengua castellana o

española en 1674 y haberle añadido muchas voces nuevas. Disponible en: http://bit.ly/2MeFhZL

[Consultado: julio 2018].

16 Religioso de la Orden del Carmen (1635-1709). Fue un moralista. Disponible en: http://bit.

ly/300jsR2 [Consultado: agosto 2018].

17 Antonio Arbiol y Díez (1651-1726)-Torrellas, Zaragoza, fue un religioso franciscano

español. Profesó en el instituto de la Regular Observancia de San Francisco; su trayec-

toria fue lector de teología, guardián del convento de Santa María de Jesús de Zaragoza,

custodio de su Provincia y ministro provincial de Aragón. También fue comisario visitador

de Valencia y Burgos, visitador apostólico del papa Inocencio II en las Canarias, calificador

de la Inquisición en Aragón y examinador sinodal del arzobispado de Zaragoza. En 1720 el

Felipe V lo presentó para el obispado de Ciudad Rodrigo, pero rehusó para dedicarse a la

predicación. Entre sus obras figuran muchas sobre temas como la tarea de reconfortar a los

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del Mejor hijo de David; el Opusculum vite del venerable beato Sebastián de Aparicio18 y un semanario.

Refectorio

Posiblemente uno de los espacios más importantes de cualquier conjunto conventual fue el refectorio, lugar que tuvo varias funciones. Sirvió para reunirse a tomar los alimentos, hacer lecturas piadosas, escuchar al padre presidente de la misión y en ciertas ocasiones, para castigar públicamente a los frailes que hubieran observado una conducta ajena a su condición.

El refectorio, las más de las veces adornado con una pintura de medio punto o una escultura en la cabecera, así como un púlpito, en la misión de Santa María de los Dolores fue demasiado austero. Apenas contó con algunos manteles, unos buenos, otros pequeños y viejos; cinco servilletas; doce belduques, o sea, cuchillos grandes de hoja puntiaguda; nueve cucharas, ocho de latón y una de cobre; un salero de cobre “que había sido enviado por el padre supe-rior”; tal vez el ministro guardián del Colegio de la Santa Cruz; doce platos y cinco tazas de la Puebla; tres tazas de china y un pozuelo; ocho vasitos negros; siete platos de barro negro; ocho cucharas; dos jarras de cobre para beber; un búcaro de Guadalajara, es decir, una vasija para beber agua, y dos tinajas pequeñas, pero lo que más llama la atención es que no se hayan registrado ni mesas ni bancas. Es posible que por la pobreza de la fábrica, los misioneros se sentaron en troncos u otros muebles.

enfermos o la educación de los niños. Disponible en: http://bit.ly/2yZAbb7 [Consultado:

agosto 2018].

18 Beato fray Sebastián de Aparicio OFM. Nació el año 1502 en la aldea de Gudiña, Galicia. Hacia

1525 pasó a Nueva España donde ejerció el oficio de carretero. Abrió el camino de la Ciudad

de México que conduce a Zacatecas. Se distinguió por sus generosas ayudas pecuniarias y en

especie a los menesterosos. Cuando contaba ya más de 60 años contrajo matrimonio con una

pobre criolla, que se le murió pronto. Volvió a contraer matrimonio, pero nuevamente enviudó.

A la edad de 70 años resolvió hacerse franciscano. Ya como profeso, fue destinado a recoger

donativos en especie para los pobres y los estudiantes del convento de Puebla. Murió a los 98

años. Disponible en: http://www.franciscanosenmexico.com.mx/procesodecanonizacion.html

[Consultado: agosto 2018].

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Enfermería

Si bien este lugar sirvió para atender a los religiosos, no es descabellado suponer que también sirvió para auxiliar a los soldados y vecinos. En un lugar tan alejado y abandonado, la solidaridad debió ser un sentimiento compar-tido. A pesar de ello la enfermería no fue graciosa concesión. Prácticamente todos los conjuntos conventuales contaron con un espacio para atención de los pacientes, así como una botica, por lo general ubicada en la planta baja del edificio, pero la existencia de esas áreas no significó que hubieran estado provistas de lo indispensable. Más bien, por lo menos en este caso, lo que privó fue una pobreza infinita.

Veamos de qué se dispuso en la enfermería: un colchón de cotense; esto es, tela de cáñamo; dos sabanas del mismo material; cuatro camisas de rúan; una sabanita de algodón; dos almohadas viejas y una jeringa rota. Por lo que se percibe, la miseria fue abrumadora y por esa razón, no sería desatinado suponer que muchos padecimientos se atendieron con productos herbolarios naturales de la región.

Rasura

Aunque en el inventario no se precisa el lugar donde los frailes se cortaron el cabello, se hacían tonsuras y el arreglo de la barba; es probable que haya sido cerca de la enfermería, pues muchas veces los encargados del arreglo de los hermanos, también tuvieron el compromiso de hacer las sangrías.19 Así pues, para la atención de los padres se enlistaron catorce navajas y dos piedras para afilar, así como unas tijeras. De igual modo, se consignaron dos peines de naranjo; o sea, hechos con madera de naranjo y los cuales antes de usarse se bañaron en aceite para garantizar su durabilidad. Por supuesto se registró un espejo y dos lancetas precisamente para las sangrías. Estas lancetas fueron una especie de pequeños bisturís pero con una hoja de doble filo o aguja.

19 Se llama sangría a varios procedimientos relacionados con la sangre, pero por lo general este

término se atribuye a una modalidad de tratamiento médico que consiste en la extracción de

sangre del paciente para el tratamiento de dolencias.

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Cocinas

Aunque en el inventario se hace referencia a utensilios que estaban dentro y fuera de la cocina, para esta exposición trataré los enseres de los dos espacios como uno sólo. En realidad, la diferencia fue su localización, unos adentro y otros afuera, pero todos sirvieron para el mismo fin.

Si bien en la representación no se menciona que los misioneros hayan contado con el apoyo de los vecinos, es posible que algunas mujeres los hayan apoyado en el arreglo y mantenimiento de la iglesia y tal vez, ocasio-nalmente, les prepararon los alimentos, pero con qué avíos contaron para cocinar, veamos: un calentador y tres batidores; cuatro ollas de cobre; cuatro ollas de barro; dos casos grandes, un cazo mediano y otro pequeño; dos más pequeños; un almirez con su mano; cuatro ollas de barro; dos machetes; un asador; tres sartenes; cuatro cubos de baqueta (barra delgada de madera) para el agua; tres botijas; una artesa pequeña; cuatro cubos de baquita; un sartén; un metate con mano; tres metates, sin mano que estaban en la ranchería, y cuatro comales, tres estaban en la misión y otro en la ranchería.

Como se constata los trastos fueron modestos. Quizá lo que más llama la atención es el registro de doce ollas, cuatro de cobre y ocho de barro. Una posible explicación para el registro de tantas ollas es que hayan sido utilizadas para almacenar agua. De igual manera, destacan los machetes, seguramente para cortar leña, carne o hierbas, y en ocasiones, posiblemente para proteger sus vidas.

Ganado menor y mayor

Por lo que se refiere a los animales que poseyeron para su sustento y labor en el campo, se anotaron dos tipos, ganado menor y mayor, sin embargo y por cuestiones prácticas los he reunido. Cuando se levantó la información se asentó que había treinta cabezas de ovinos u ovejas blancas y cuatro de lana; igual, se contabilizaron veinte becerros, doce bueyes mansos y se habla “de hierro para arriba cincuenta y siete cabezas”. Probablemente se referían a las vacas. Por otro lado, de acuerdo con lo inscrito unos animales los habían recibido como limosna y otros por prestar un servicio espiritual, como, por ejemplo, casar a las personas, oficiar misas, etcétera.

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Bestias

Además del ganado, se hizo referencia a tres caballos, quizá salvajes, pues también se mencionaron entre potros y mansos otros doce caballos, así como dos mulas “dóciles” y ocho yeguas y para evitar cualquier suspicacia o malos entendidos, mencionaron que un caballo y una yegua habían muerto por viejos.

Aunque los efectos que mencionaré se suscribieron en el apartado del ganado, estrictamente no tuvieron relación. En este rubro se indicaron una cuchara de albañil; una hacha carpintera; dos azuelas (pequeña hacha con hoja curvada); dos escoplos (herramienta para labrar la madera); un compás; tres barrenas; un cepillo armado; una coa; un martillo; seis adoberas de marca (objeto para hacer ladrillos) y una cuartilla.

Aves domésticas

Como aquellas tierras ofrecían pocas posibilidades para subsistir y los feli-greses estuvieron por sus magros ingresos prácticamente imposibilitados para ayudar a la manutención de los evangelizadores, éstos, además de cumplir con sus obligaciones espirituales, se vieron precisados por las circunstancias a dedicar parte de su tiempo a la crianza de aves, mismas que fueron para consumo interno y otras las debieron obsequiar e intercambiar, a manera de trueque, por productos comestibles, mano de obra u otros enseres. En el inventario se menciona que entre 1721 y 1722, había treinta y dos aves y “las que actualmente se van cuidando que son diez y seis” y aunque no se cita la especie, lo más probable es que se hayan sido gallinas.

Labor

Todo indica que los operarios fueron obligados o las condiciones les exigieron ser autosuficientes, así tenemos que los franciscanos de Nuestra Señora de los Dolores amén de catequizar y cumplir con los oficios inherentes a su minis-terio, trabajaron en el campo y para ayudarse contaron con siete rejas y dos puntas, siete azadones en buenas condiciones y uno quebrado, siete hachas y

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una pequeña, dos barras, siete hoces, dos aparejos visados y dos sillas viejas para los caballos; es decir, las herramientas fueron usadas hasta quedar inser-vibles.

Sementera

La sementera o tierra para sembrar fue de capital importancia para los padres predicadores; los proveyó de frutas y verduras para consumo interno y quizá hasta los vecinos alcanzaron esas bondades. La sementera, de acuerdo con la descripción del censo, fue una huerta “como dos tiros de escopeta y de ancho como un tiro de yedra”. En ella se cultivaron higueras, duraznos y granados. En otra parte cultivaron algodón, chile, calabazas, sandias y melones; así como lechugas, coles, ajos y cebollas y unos rosalitos de castilla. Para regar las cosechas contaron con una acequia.

De igual forma, en el inventario se dio cuenta de una fanega de maíz (43 247 kg), media de salinero y otra de amarillo; dos almudes de maíz para su venta; de igual forma, los padres Muñoz y Sevillano de Paredes apuntaron un pedazo de campo desmontado que sirvió para sembrar y catorce almudes de trigo en espiga y algo de capital importancia, la misión no tenía deudas, más bien un capitán, Juan de Noriega, les adeudaba un toro y un buey de arada o veinticinco pesos, que era el precio en que estaban tazados. Otro deudor fue el capitán Antonio Guerra, vecino del presidio de Cerralvo. A él le prestaron un caballo y un potro, pero al momento de hacer el inventario no los había devuelto ni pagado.

Si bien los franciscanos subsistieron con lo preciso, de acuerdo con el registro, se constata que a pesar de su vida modesta, sin lujos, la buena admi-nistración les permitió gozar de finanzas sanas. Para 1722, cuando se hizo el censo, se inscribió: “La misión no debe nada. Debe a la misión el capitán don Juan de Noriega un toro y un buey de arada o veinticinco pesos en que se tazaron”. Enseguida se apuntó: “más debe a la misión un caballo y un potro el capitán Antonio Guerra, vecino del presidio de Cerralbo, que quedó a su cargo el padre ministro cuando fue a buscar limosna de esa especie y ya están en poder de dicho capitán como consta de su carta”.

Finalmente, para disipar cualquier duda acerca de lo registrado, los frailes Pedro Muñoz y Miguel Sevillano de Paredes anotaron:

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Está este inventario en todo verídico como fiel y legalmente hecho, viendo,

midiendo y contado lo en él contenido, lo cual queda hecho cargo el ministro

de la misión, con quien para que en todo tiempo conste donde convenga, lo

firme en esta sobre dicha misión de Santa María de los Dolores de la Punta

de quince del mes de abril de mil setecientos y veinte y dos años, fray Pedro

Muñoz, fray Miguel Sevillano de Paredes, ministro de la misión.

Proponese lo que en esta misión se ha obrado y puesto desde el día seis de

mayo de mil setecientos y veinte y uno, que entró en ella el padre ministro,

hasta el día quince de abril de mil setecientos y veinte dos, lo cual se contiene

en el cuerpo de este inventario que se cerró dicho día quince de abril.

Lo cual ha dado cuenta al hermano fray Antonio de San Juan y Torreblanca

y por ser así y que haga más fe lo firmo con fecha en veinte y tres del mes de

abril de mil setecientos y veinte y dos años en esta misión de Nuestra Señora

de los Dolores de la Punta.

Fray Miguel Sevillano de Paredes

Fray Antonio de San Juan y Torreblanca

En suma, mediante el inventario se constata que la vida humilde y llena de carencias de los padres de Santa María de los Dolores fue permanente y tal vez esa situación se repitió en otras misiones. Los religiosos sólo contaron con lo indispensable para sobrevivir decorosamente. Los lujos palaciegos fueron inexistentes, además, todo orienta a suponer que muchas ocasiones en lugar de recibir algún socorro, contribuyeron con los animales que criaron y los productos de sus tierras para atemperar el hambre de vecinos y soldados.

De igual modo, por lo que se ha visto, la iglesia y el conjunto habitacional apenas contó con lo indefectible para que los frailes ejercieran dignamente su ministerio. La fábrica no tuvo lujos, quizá lo más destacado fueron los orna-mentos, pero algunos, como se apuntó, estaban viejos y roídos. Respecto al ajuar de las celdas sólo dispusieron de lo forzoso y de las cuatro, dos ni puertas tenían. Igualmente, llama la atención que los corrales, además de resguardar a las bestias y las aves, los utilizaron como barricada, lo que confirma que el asedio de los gentiles debió ser un constate dolor de cabeza.

En este breve resumen no se puede pasar por alto la librería o biblioteca, la cual apenas tuvo unos libros, por supuesto todos religiosos. Es factible que entre evangelizar, atender a la feligresía y dedicarse a cultivar las tierras, así

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como cuidar los animales, poco tiempo les quedó para leer o disfrutar de un rato de esparcimiento. Aunque la misión contó, como lo mencioné, con cuatro celdas, generalmente vivieron uno o dos religiosos en ésta, y si a eso se suma que a veces estaban enfermos, discapacitados o ancianos, la carga de trabajo debió ser excesiva para los que se encontraban aptos. En este sentido, no se puede pasar por alto la pobreza de la enfermería de Santa María de los Dolores. Aunque es difícil asegurar, es probable que la situación de ésta se haya suce-dido en otras demás. En caso de emergencia los efectos consignados de poco hubieran servido ya que, además de la jeringa rota, se citaron dos sabanas, unas camisas, un par de almohadas viejas y un colchón.

En cuanto a la actividad agrícola todo orienta a suponer que los francis-canos la realizaron con la finalidad de ayudarse y los excedentes los obse-quiaron, intercambiaron o comercializaron a precios módicos, pues uno de sus reclamos más sentidos fue el encarecimiento de los productos por parte de los comerciantes y en virtud de esas alzas injustificadas, constantemente se vieron obligados a apelar a las autoridades virreinales para que el sínodo que recibían de la corona fuera en especie y no en metálico.

Fuentes y bibliografía

Fuentes electrónicas

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http://bit.ly/300jsR2 [Consultado: agosto, 2018].

http://www.franciscanosenmexico.com.mx/procesodecanonizacion.html [Consultado: agosto, 2018].

http://bit.ly/2yZAbb7 [Consultado: agosto, 2018]

http://bit.ly/2MeFhZL [Consultado: julio, 2018]

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Bibliografía

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J. R. González Marmolejo, Los novicios del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro (1691-1819), Fondo Editorial, Universidad Autónoma de Querétaro, Queré-taro 2018.

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P. Borges, Chronica apostolica, y seraphica de todos los Colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España. Escrita por el R. P. Fr. Isidro Felis de Espinosa, Talleres Gráficos del Gobierno del Estado de Querétaro, Querétaro 1997.

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Evangelizar y poblar a finales del siglo XVIII: el obispado del Nuevo Reino de León

Dr. José Gabino Castillo Flores

Universidad Autónoma de Coahuila

Este trabajo brinda un acercamiento a la historia del obispado del Nuevo Reino de León, también llamado “de Monterrey”. Dicho territorio, se

instituyó como parte de las reformas emprendidas en la segunda mitad del siglo XVIII con el objetivo de pacificar y poblar el septentrión novohispano. Tanto el mencionado obispado, como la diócesis de Sonora, se crearon en la década de 1770 en los territorios de la recién conformada Comandancia General de Provincias Internas. Dicha comandancia surgió en 1776, tras la visita de José de Gálvez. El obispado del Nuevo Reino de León se había proyectado desde 1752, periodo en el cual se llegó a considerar la idea de fundar un nuevo virreinato en los territorios norteños de la Nueva España, lo cual no se concretó.

Tanto la creación de la Comandancia, como la erección de dos nuevos obis-pados, Sonora (1779) y Nuevo Reino de León (1777), tuvo la finalidad de faci-litar el poblamiento de las tierras comprendidas entre los actuales estados de Sinaloa y Texas. Espacio hasta entonces controlado, medianamente, a través de presidios y misiones que ayudaban a mantener seguras las poblaciones esta-blecidas en la región. El proyecto de un obispado en el territorio nororiental inició con el objetivo de dar estabilidad a las no del todo pacificadas provincias de Coahuila, Texas, Nuevo Santander y Nuevo Reino de León. Dicha inestabi-lidad, así como las hostilidades con Inglaterra y Francia, fueron algunas de las razones por las cuales el reformismo borbónico reforzó las medidas de control

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en sus territorios del norte.1 Dicho espacio era entonces una doble frontera; por un lado, representaba los confines del avance español ante la presencia francesa que dominaban el amplio territorio de la Luisiana, obtenido a finales del siglo XVII y nombrado así en honor a Luis XIV. Por el otro, el septentrión novohispano representaba un espacio de confrontación y contacto entre el avance de la civilización española y la presencia de indios nómadas que domi-naban los parajes septentrionales. El avance del poblamiento dependió de la eficacia en la evangelización, conquista o aniquilamiento de dichos indios.2 Para ello se implementó en la región el sistema de presidios y misiones, los primeros fueron una avanzada militar que buscaba mantener el control hispano mediante el uso de compañías militares, el segundo, una forma de poblar el territorio donde se instruía a los indios conquistados en la fe y en la forma de plantar a la usanza española. Fue común que varios de estos asen-tamientos tuvieran que cambiar de lugar o desaparecieran tras ataques de los así llamados por los españoles, “indios bárbaros” que se negaban a someterse al imperio. Por esa razón, el septentrión fue por tres siglos una zona de fron-tera donde españoles e indios nómadas se disputaron, siempre en una lucha desigual, el derecho de permanencia en el territorio.

Este texto plantea, pues, las circunstancias en las cuales se creó el obispado del Nuevo Reino de León en este territorio estratégico, pero poco controlado por la Corona española. Dicha diócesis, surgió, según veremos, como parte de un proyecto colonizador que buscaba controlar el noroeste novohispano.

La constitución del obispado

En un informe enviado al Consejo de Indias, en 1769, por el arzobispo de México, Francisco de Lorenzana, luego de ser consultado sobre la pertinencia de la creación del obispado entonces proyectado con el título de “Nuevo Santander”, éste señaló:

1 R. Diego-Fernández Sotelo, El proyecto de José de Gálvez de 1774 en las ordenanzas de intendentes

de Río de la Plata y Nueva España, El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán 2016, p. 415.

2 Para profundizar en este tema véase C. M. Valdés, Los bárbaros, el rey, la Iglesia. Los nómadas

del noreste novohispano frente al Estado español, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo,

Coahuila 2017.

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Una de las providencias que más ha conducido y nunca ha fallado para el estableci-

miento de poblaciones, aumento de ellas en estos reinos, formalidad y policía de las

ciudades, ha sido la erección de sillas episcopales, pues el celo del obispo y sus capi-

tulares han puesto mejor gobierno en lo eclesiástico. A las capitales han concurrido

muchos españoles; la industria y las artes, comercio y labranza se han propagado;

los gobiernos se han caracterizado y distinguido; y últimamente hay más trato polí-

tico y racionalidad entre los naturales; la gentilidad e idolatría se destierra de sus

confines; haya abrigo la tropa y hay disposición para los correos […].3

Como puede apreciarse, Lorenzana era consciente de la importancia de la fundación de obispados como parte de un proyecto colonizador y “civili-zador”. Así se pensó también por las autoridades virreinales cuando en 1753 surgieron las primeras propuestas para la formación de dicha diócesis. En ese entonces el rey solicitó al virrey, primer conde de Revillagigedo (1746-1755), enviar un informe sobre el estado de las provincias del noreste, haciéndole saber la intención de formar un obispado en ellas. La razón para esto, según señaló la Corona, era la gran distancia que separaba a estos territorios de los obispados de Guadalajara, Michoacán y México a los que pertenecían, lo cual imposibilitaba su visita.” 4 Dicho informe debería considerar “la seguridad de las personas de los obispos y de las rentas de donde hubiesen de subsistir, como también de sus iglesias”.5 De acuerdo con los informes presentados ante la Cámara de Indias, Revillagigedo comisionó al coronel de milicias don Joseph Escandón para que llevara a cabo el reconocimiento de la región. Años más tarde, en 1756, el virrey marqués de Amarillas comisionó al capitán de dragones don Joseph Tienda de Cuerbo y al ingeniero don Agustín López, para continuar con las pesquisas. De dichos informes proporcionados por el virrey, de acuerdo con los ministros de la Cámara:

[…] se deducía […] que la colonia que estaba inculta se hallaba ya en el día conquis-

tada, pacificada y poblada. Que igualmente se justificaba ser su territorio fértil y

abundante por lo general y particularmente para pastos, habiendo muchos mine-

rales y salinas que podían ser utilísimos a la real hacienda, habilitándolos y dando

3 Archivo General de Indias (en adelante AGI), Guadalajara, 555, fs. 130-135.

4 AGI, Guadalajara, 555, f. 108.

5 Ibidem.

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las providencias convenientes para ello. Que había servido de contener a los indios

bárbaros y de agregar y reducir a nuestra santa fe muchas familias de ellos. Que

se había facilitado el poderse andar por todos los caminos internos de esta colonia

con equipaje de ruedas y que para todos cuantos quisieren entrar por la parte sur

para ir a la provincia de Coahuila era fácil a diferencia de el que se había practi-

cado hasta entonces con mayor distancia a causa de su gran rodeo e incomodidad,

logrando ahora pasar a la provincia de Texas desde la capital de México en poco

tiempo y que por último se podía forma un comercio entre aquellos vecinos con

las provincias inmediatas. 6

Con base en estos informes se estaba pensando en establecer nuevas pobla-ciones e incluso crear un puerto en las costas del Nuevo Santander desde el cual se dirigieran mercancías al puerto de Veracruz. No obstante, la falta de información y de continuidad en el proyecto del obispado hizo que se retra-sara su establecimiento. A lo anterior parece haber colaborado la postura del obispo y el cabildo eclesiástico de Guadalajara que en 1761, por medio de su procurador en la corte, solicitaron la adjudicación de los diezmos de las pobla-ciones del Nuevo Santander. Lo anterior obligó a la Corona a solicitar nuevas informaciones al respecto en 1764. No obstante, el impulso para el recono-cimiento del territorio y la continuación del proyecto del obispado llegó sólo con la presencia del nuevo virrey, don Carlos Francisco de Croix, en 1766.

El 28 de noviembre de ese año se celebró una junta por mandato del virrey a la que asistieron el visitador José de Gálvez, los mariscales de campo Juan Fernando Palacios y Antonio Ricardos y el asesor del virrey, Diego Antonio Cornide. Dicha junta eligió a Palacios y al licenciado Joseph de Osorio para que procediesen a realizar el reconocimiento de los territorios del noreste. Sus tareas las llevaron a cabo en 23 meses al final de los cuales, el 28 de febrero de 1769, entregaron al virrey un informe del estado del territorio.7 De acuerdo con dicho informe, había en la costa 23 poblaciones bien establecidas con un total de 12,692 individuos, además de 2,769 indios “bautizados y sin bautizar” que habitaban en sus alrededores. Se señaló, además, la fuerte presencia de la práctica ganadera; en dichas poblaciones había casi 400 mil cabezas de ganado mayor y menor. En su informe, los comisionados señalaron también

6 AGI, Guadalajara, 555, f. 49.

7 AGI, Guadalajara, 555, f. 74.

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lo complicado que era en la región mantener las misiones que representaban para la Corona un gasto de 36,532 pesos anuales. A esto se sumaba el gasto de la tropa que ascendía a 536,800 pesos. De manera que la pacificación del terri-torio implicaría un ahorro para la real hacienda de más de 580 mil pesos. De ahí también que a finales del siglo XVIII se intensificaran los proyectos por poblar y pacificar el territorio norestense.8

Respecto a la creación de un obispado, el informe argumentaba que una de las razones más importantes para su conformación era la enorme distancia que había entre las poblaciones norteñas y sus sedes episcopales. Calcularon que la distancia menos remota entre la nueva colonia y su sede episcopal de Guadalajara era de 120 leguas (660 km), distancia que aumentaba enorme-mente cuando se consideraba a las poblaciones de Texas que se encontraban a unas 400 leguas de la misma sede (2000 km). Por esta razón, la zona rara vez era visitada por algún obispo. Situación similar se contempló para los territo-rios pertenecientes a las sedes de México y Michoacán.

En cuanto a las posibles rentas decimales, Palacios y Llamas señalaron que la colonia del Nuevo Santander generaba una renta de 17 mil pesos. Sugirieron que si a dicho obispado se sumaban los territorios de la villa de Saltillo, la provincia de Coahuila, el Nuevo Reino de León y la provincia “de los Texas”, estos aumentarían a 50 mil pesos, cantidad suficiente para el sostenimiento de la diócesis cuya silla debería colocarse en Linares. Por otro lado, no había de qué preocuparse en cuanto a la seguridad del obispo “por hallarse retirados los indios bárbaros […] y estar los pueblos que la circundan con suficiente tropa para contenerlos”.9 En suma, el informe de Palacios y Llamas, advertía,

8 Mario Alberto Magaña señala que una situación similar se vivía en el noroeste, particular-

mente en cuanto al poblamiento de las californias. En dicho territorio desde finales del siglo

XVIII se empezó a proponer la creación de un nuevo método para el gobierno tanto espiritual

como temporal. Lo que estaba en juego, señala el autor, era una disputa de la manera en que

se llevaría a cabo la pacificación de los territorios gentiles; si dando mayor peso a los frailes y

las misiones o a los soldados y los presidios. Mario Alberto Magaña Mancillas, La colonización

de las californias a fines del siglo XVIII. El nuevo método misional y la frontera de gentilidad del

Colorado, en J. M. Medina Bustos, E. Padilla Calderón, Indios, españoles y mestizos en zonas de

frontera, siglos XVII-XX, Colegio de Sonora, El Colegio de Michoacán, Hermosillo, Sonora 2013,

pp. 75-94.

9 AGI, Guadalajara, 555, f. 108.

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como lo hizo ese mismo año el del arzobispo Lorenzana, que la razón más importante para fundar una diócesis en aquel territorio era lograr:

[que] se pueblen los sitios que se hallan inmediatos a las ciudades en que erigen

los obispados; reduzcan con facilidad los infieles que habitan en las cercanías;

destierren los ritos supersticiosos, idolatrías y reprensibles abusos de que están

poseídos; fomente la agricultura, comercio e industria; crezca el trato político y

racionalidad entre los naturales; remedie con prontitud cualquier exceso o corrup-

tela que se advierta; esmeren los clérigos en portarse de suerte que edifiquen a los

seglares; desempeñen más exactamente sus respectivas obligaciones por los indi-

viduos de las órdenes religiosas; sirvan los oficios con más rectitud y desinterés;

halle la tropa el abrigo que haya menester en cualquier ocasión que le necesite; [y]

aumente el producto de las rentas que corresponden a S.M […].10

Como puede apreciarse, la intención de erigir un nuevo obispado radicaba en que éste facilitaría el control del territorio del noreste que seguía en buena medida sin pacificar. No obstante, tanto el informe de los comisionados, como el informe del arzobispo Lorenzana coincidían en que la sede del obispado debería estar no en alguna población de la colonia del Nuevo Santander, como en 1746 había proyectado el coronel Escandón, sino en la villa de Linares. De acuerdo con Lorenzana el Nuevo Santander, a pesar de que en los mapas antiguos se veía comprendido dentro del obispado de Guadalajara, no había obispo que hubiere llegado jamás a sus territorios por la lejanía y porque en la sierra de “Tamaolipa” se albergaban los indios mecos “resistiendo a las armas de nuestro soberano” e inquietando los pueblos que pertenecen a este arzo-bispado y confinan con ellos”.11 A pesar de esto, de acuerdo con el prelado, la colonia del Nuevo Santander estaba en lo restante pacificada y lo que nece-sitaba era que se fomentaran las poblaciones y, sobre todo, el repartimiento de tierras entre los naturales ya que las haciendas que tenían ahí los jesuitas hacían un mal uso de ella, utilizándola para sus ganados y otros particulares, impidiendo que se poblaran extensos territorios.

Debido a esta escasa población, Lorenzana consideraba que Santander no era una villa adecuada para la silla episcopal como se estaba contemplando.

10 Ibidem.

11 AGI, Guadalajara, 555, f. 130.

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En primer lugar, señaló el prelado, porque no se encontraba en el centro de las provincias que se esperaba formaran el territorio episcopal; en segundo lugar, porque distaba muy poco del golfo mexicano, lo que la dejaba expuesta a incursiones, robos y saqueos en tiempos de guerra; y en tercer lugar, porque tenía un temperamento demasiado cálido, húmedo y enfermo, y abundaban en ella sabandijas e insectos. Por si esto no bastara, no había esperanza de que se poblara en lo venidero.12 La villa de Linares, por el contrario, estaba más cerca de Monterrey sin estar expuesta como ésta a inundaciones del río. Debido a ello, Lorenzana consideró que el obispado debería intitularse del Nuevo Reino de León. Colocado ahí, el prelado tendría más cerca las provincias de Nueva Extremadura o Coahuila, Texas o Nuevas Filipinas y, por supuesto, la colonia del Nuevo Santander. Por estar en el centro de este territorio la visita sería mucho más fácil. El arzobispo señaló, además, que la tierra del Nuevo Reino era fecunda, el clima benigno, los naturales de buena índole, “robustos y trabajadores”, con lo que se conseguiría “ir poniendo freno a los indios gentiles, apaches y de otras castas que infestan las provincias de la Nueva Extremadura y Texas por la parte del norte”13. Una vez constituido el obispado, de acuerdo con Lorenzana, su límite por el norte sería “todo lo que se vaya conquistando línea recta de los apaches, chacalantes, faraones, panis y otros”.

Por su parte, Palacios y Llamas sugirieron también la idea de que la cabe-cera del obispado fuera Linares y que éste comprendiera las provincias de Coahuila, Texas, Nuevo Santander y Nuevo Reino de León. Por el sur, el obis-pado comprendería hasta las poblaciones de Taumabe, Palmillas, Real de los Infantes y Tula, pertenecientes al obispado de Michoacán.14 Tanto el informe de los comisionados como el del arzobispo de México fueron revisados por Consejo de Indias en octubre de 1772. En dicha consulta se vio, además, un informe del contador general, Tomás Ortiz de Landazuri, quien argumentó que debido a la fertilidad de los terrenos los diezmos producirían, no los 50 mil pesos proyectados por Palacios y Llamas, sino 64 mil pesos, los cuales, sumados a los de la villa de Saltillo, ascenderían a 80 mil, cantidad más que suficiente para conformar un cabildo eclesiástico con un deán, dos dignidades,

12 Ibidem.

13 AGI, Guadalajara, 555, f. 130.

14 AGI, Guadalajara, 555, f. 143.

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cuatro canónigos, dos racioneros y dos medios racioneros. Dichos preben-dados tendrían una renta de 3,000, 2,500, 2,000, 1,400 y 700 pesos respectiva-mente. De acuerdo con Palacios y Llamas, la cantidad de diezmos sobrepasaba incluso el monto con el que empezaron otras catedrales en la Nueva España, tales como Durango; además, como lo mostraba la experiencia, con el paso de los años esas rentas irían en aumento. No se equivocaron, durante la última década del siglo XVIII las rentas aumentaron gracias al crecimiento de las haciendas de ganado y en menor medida a la agricultura. Con esta informa-ción, el Consejo determinó en diciembre de 1773, luego de diversas revisiones de los informes, solicitar al Papa, por medio de su procurador en aquella corte, la erección del obispado que llevaría por nombre del Nuevo Reino de León. El comisionado para enviar el expediente completo al procurador fue don José de Gálvez, antiguo visitador de Nueva España y quien servía ahora como ministro de Indias.

Para 1774, año en el cual se estaba formalizando la creación del obispado, se menciona ya a la villa de Linares como sede de la futura diócesis. Por último, en sesión de Consejo de marzo de 1775 se estipuló que el rey debía erigirla en ciudad previamente, “acto peculiar de la soberanía de su Majestad”.15 La cate-dral quedaría bajo la advocación de Nuestra Señora de la Concepción, “atendido el singularísimo culto que se rinde por S. M. a este atributo, y el fervoroso deseo con que anhela que se le imite por todos los que residieren en él.” 16 En 1777 el rey otorgó el título de ciudad a Linares y nombró a fray Antonio de Jesús Sacedón (1777-1779), religioso de la orden de San Francisco y misionero del Colegio Apostólico de Pachuca como primer obispo.17 Por su parte, la erección del obispado quedó confirmada por Roma en octubre del mismo año.18

El obispado tuvo ciertas particularidades. A diferencia de los obispados del centro, creados desde el siglo XVI, los obispados del septentrión tuvieron que adaptarse a las circunstancias regionales. Durango primero, en 1622, y luego Linares y Sonora, se crearon en un territorio dominado por misiones y

15 AGI, Guadalajara, 555, f. 30.

16 “Instrucción para el obispo electo del Nuevo Reino de León y ministro togado que han de

entender en la división y asignación del territorio del Nuevo obispado de Linares”. AGI, Guada-

lajara, 555, f. 166.

17 AGI, Guadalajara, 555, f. 215.

18 AGI, Guadalajara, 555, f. 235.

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presidios. En este sentido, la presencia de las órdenes religiosas fue común, particularmente franciscanos de los colegios apostólicos de propaganda fide y jesuitas.19 A lo largo del extenso territorio administrado por el obispo (desde la provincia de Coahuila hasta la de los texas) existían una serie de enclaves constituidos por el binomio misión-presidio que convivían con la organi-zación diocesana. Como podemos imaginar, los ritmos de la secularización parroquial seguida en los obispados del centro hubieran sido poco menos que impensable en “tierra de guerra viva” como lo era el noreste.20

Tabla 1. Estado que demuestra el número de almas que tiene cada una de las misiones que hay en esta

provincia de Coahuila, Nueva Extremadura, y pueblos de tlaxcaltecos unidos a ellas.*

Nombre

de las

misiones

y pueblos

Matrimonios Viudos Viudas Solteros Hijos Hijas Total

número

de

almas

De 1

a 14

años

De 15

para

arriba

De 1

a 14

años

De 15

para

arriba

Misión

de San

Miguel de

Aguayo

44 5 7 41 8 32 181

19 Véase F. Gracia García, “Los pueblos de misión del Colegio de Querétaro en el noreste novohis-

pano”, en G. Román Jáquez (coord.), Memoria del primer coloquio internacional del noreste mexi-

cano y Texas, Conaculta, México 2008, pp. 117-146.

* Archivo General de la Nación (En adelante AGN), Californias, vol. 29, exp. 3.

20 Este concepto que aparece en las crónicas y los informes militares lo retomo de A. García de

León, Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, Fondo de

Cultura Económica, México 2017, p. 16.

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Pueblo de

San Fran-

cisco de

Tlaxcala

88 2 11 107 15 83 5 399

Pueblo de

Nuestra

Señora

de la

Victoria

de

Casafuerte

65 2 6 52 5 52 3 250

Arrimados

a este

pueblo

17 15 1 9 59

Pueblo

de Nueva

Tlaxcala de

Candela

80 4 17 1 100 46 91 29 448

Misión de

San Fran-

cisco de

Vizarrón

20 14 7 2 7 2 10 82

Misión

del Dulce

Nombre

de Jesús

13 8 1 1 10 2 8 56

Misión de

San Juan

Bautista

14 8 4 1 9 3 9 1 63

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Misión

de San

Bernardo

20 19 6 4 12 10 9 3 103

Totales 361 62 59 9 353 92 303 41 1,641

Villa de Santiago de la Monclova, 15 de febrero de 1790

Juan Gutiérrez de la Cueva

En este sentido, es fácil comprender por qué los dos primeros obispos elegidos para el obispado fueron miembros de colegios apostólicos. Jesús Sacedón lo fue del Colegio Apostólico de Pachuca mientras que Rafael José Verger (1783-1790), segundo obispo de Linares, lo fue del de San Fernando de México. Ambos poseían experiencia sobre las formas de evangelización que mejor habían funcionado en el territorio asignado al obispado. Lo que es más, de acuerdo con Mario Magaña José Verguer antes de ser designado obispo había elabo-rado, hacia finales de 1772, un documento titulado “Sobre nuevo método de gobierno espiritual en las misiones de California”.21 Dicho método buscaba que “los pueblos de misión se convirtieran en pueblos civilizados y con poli-cía”.22 Todo parece indicar que tanto en el noroeste como en el noreste la consigna a finales del siglo XVIII era poblar. El obispado de Linares tuvo, pues, esa misma tarea según hemos visto líneas arriba. Crear obispados era más que un acto religioso; se convertía en una herramienta de civilización que buscaba reforzar la frontera septentrional y permitir un más rápido pobla-miento y pacificación del territorio.

21 M. A. Magaña Mancillas, La colonización de las californias…, op. cit., p. 81.

22 Ibidem.

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Tabla 2. Provincia de Texas, Jurisdicción de Bexar. Estado que manifiesta el número de misiones e indios

dellas de ambos sexos. Cinco en esta capital y una en el presidio de la Bahía del Espíritu Santo, por fin de

diciembre de 1788.**

Nombres

de las

misiones

Hombres

casados

Hombres

viudos

Hombres

solteros

Mujeres

casadas

Mujeres

viudas

Mujeres

solteras

Niños Niñas Totales

San

Antonio

Balero

12 2 2 12 1 3 8 5 45

Nuestra

Señora de

la Concep-

ción

14 5 1 14 2 2 8 5 51

Señor San

José

27 8 13 27 10 3 11 15 114

San Juan

Capistrano

10 2 2 10 2 2 4 2 34

San Fran-

cisco de

la Espada

12 3 3 12 3 2 6 5 46

Espíritu

Santo

20 5 3 20 5 1 12 16 82

Total

general

95 25 24 95 23 13 49 48 372

Real Presidio de San Antonio de Bexar, 15 de mayo de 1789

Raphael Marín Pacheco

** AGN, Californias, vol. 29, exp. 3.

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Una nueva muestra de que evangelizar y poblar iban de la mano, se dio con el tercer obispo de Linares, don Ambrosio de Llanos y Valdés (1792-1799). Este personaje no era fraile sino un clérigo secular que hasta entonces había servido como canónigo doctoral de la catedral de México. Llanos y Valdés inició una serie de medidas para fortalecer el recién creado obispado, una de ellas fue la constitución del cabildo eclesiástico en 1790. A partir de este año se fueron nombrando los primeros prebendados, con el paso del tiempo una característica propia del cuerpo capitular fue el origen regional de sus miem-bros, lo anterior debido a que en las prebendas se fueron instalando antiguos curas que servían en las parroquias del territorio episcopal. Este perfil de los prebendados se dio no sólo porque se buscó que los prebendados conocieran el territorio sino porque aquellos personajes que fueron nombrados de otras diócesis difícilmente querían tomar posesión de aquellas prebendas ubicadas en tierras lejanas, pobladas de “indios bárbaros” y con salarios poco atractivos.

Tabla 3. Miembros del primer cabildo eclesiástico de Linares, 1790.

Nombre Año de presentación Prebenda Origen Grado

Pedro Joseph Furundarena 1790 Deán A Licenciado

Andrés Feliu y Togores 1790 Chantre E Doctor

Antonio Ramón Canalizo 1790 Doctoral A Doctor

Matías López Prieto 1790 Penitenciario A Licenciado

Joseph Miguel Sánchez

Navarro

1790 Ración A Bachiller

Cipriano García Dávila 1790 Ración A Bachiller

Francisco Juan de Pazos 1791 Ración E Sin información

Elaboración propia a partir de AGI, Guadalajara, 552

y AGI, Guadalajara, 553.

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Esta falta de ministros y las características propias del territorio episcopal llevaron a que el obispo Llanos y Valdés solicitara a las autoridades virreinales en 1795 la creación de un Colegio Apostólico en Monterrey, ciudad donde radicaba el cabildo eclesiástico y donde se estaba construyendo la catedral, obra impulsada por el mismo prelado. Es interesante notar que fue el propio prelado quien pidió la presencia de los franciscanos en la zona para llevar a cabo las tareas de evangelización de los indios que se iban sumando a las misiones, muestra evidente de los contrastes entre las realidades de los obis-pados del centro y del norte de la Nueva España.

La necesidad de dicho colegio fue avalada también por el entonces gober-nador del Nuevo Reino de León, don Simón de Herrera. No obstante, dicho personaje, no muy cercano al obispo, señaló que si bien la obra era importante, su ubicación no debía ser Monterrey sino Boca de Leones, poblado ubicado al norte del Nuevo Reino y que era frontera por donde los “indios bárbaros” ingresaban al territorio para llevar a cabo sus correrías. De acuerdo con el gobernador, militar con buena experiencia en el territorio, establecer ahí el colegio favorecería el poblamiento de la región lo cual, a su vez, reforzaría esta zona fronteriza. A favor de su proyecto ponía el hecho de que en el mencio-nado poblado existía ya un hospicio de los franciscanos del Colegio Apostó-lico de Zacatecas en el cual descansaban los frailes cuando iban de camino hacia la provincia de los texas. De acuerdo con el gobernador, fundar ahí este colegio, permitiría:

convertir algunos de los muchísimos indios infieles que había en los confines de

la diócesis, se conseguiría la propagación de la fe, cortarían los perjuicios que

causaban sus hostilidades y se aminorarían los gastos de Real Hacienda en la

manutención de la tropa, resistiendo sus ímpetus bárbaros, los que impedían el

aumento de la población de aquellos países que, por su fertilidad, serían ricos.23

Por otra parte, de acuerdo con Simón Herrera, en Monterrey ya había un convento franciscano y se estaba haciendo un convento de capuchinas. Como estas corporaciones se sustentaban de limosnas, sería complicado para el vecindario otra fundación del mismo orden. Como puede apreciarse en estos datos, las realidades políticas, sociales, materiales, etcétera, bajo las que

23 AGN, Colegios, vol. 14, exp. 6, 1795.

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surgió el obispado del Nuevo Reino de León le imprimieron características peculiares que lo distanciaron de las realidades eclesiásticas del centro novo-hispano y que, en general, siguen sin ser exploradas por la historiografía.

En busca de una sede para el obispado

Fueron varias las dificultades enfrentadas por los obispos y su cabildo ecle-siástico para lograr asentar el nuevo obispado. Una de ellas fue la elección de la propia sede diocesana. El proyecto del obispado contempló en un primer momento que la silla episcopal se colocara en la villa de Santander, no obstante, el arzobispo Lorenzana, en su informe de 1769, lo mismo que los comisionados para reconocer el territorio del futuro obispado, habían señalado los inconvenientes de aquella villa.24 Ambos informes coincidieron en que la villa de Linares, por encontrarse en el centro de aquel territorio sería el lugar más a propósito, lo cual ratificó la Corona en 1777. A pesar de ello prácticamente ningún obispo radicó en dicha población. El primero de ellos, Antonio de Jesús Sacedón por ejemplo, murió poco después de llegar a la ciudad de Monterrey en 1779.25 Por su parte, Rafael José Berguer, si bien llegó a estar en Linares un tiempo, situó su residencia en Monterrey desde donde empezó gestiones para que dicha ciudad fuera la sede episcopal. Desde 1779 la Corona estaba recabando nueva información sobre el mejor sitio para la sede de la diócesis, uno de estos informes lo realizó Teodoro de Croix, comandante de las Provincias Internas, quien también optó por Monterrey. Amparado en los diversos informes de autoridades virreinales y del obispo, el rey acabó por señalar, en 1789, que la silla episcopal y el cabildo eclesiástico radicaran de manera interina en Monterrey, cuya parroquia sirvió de sede en 1791.26

24 AGI, Guadalajara, 555, f. 130.

25 J. E. González, Apuntes para la historia eclesiástica de las provincias que forman el obispado de

Linares, desde su primer origen, hasta que se fijó definitivamente la silla episcopal en Monterrey,

Monterrey, N. L., Tip. Relig. de J. Chávez, 1877, p. 100. Disponible en http://bit.ly/2TrIea9

[Consultado el 22 de mayo de 2018].

26 Ibidem, p. 126. En 1790 al empezar las dotaciones del cabildo eclesiástico se señaló por la Cámara:

“que permaneciera por ahora la silla episcopal del Nuevo Reyno de León en la ciudad de Monte-

rrey, celebrándose en su iglesia los divinos oficios, fijándose interinamente en ella el culto y

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Un año más tarde, por real cédula de 10 de noviembre, durante el gobierno del obispo Ambrosio de Llanos y Valdés, acabó por erigirse a Monterrey como ciudad episcopal.

A pesar de ello, pasó muy poco tiempo para la nueva sede dejara de ser también del agrado del obispo y del cabildo eclesiástico. En 1797, dos repre-sentaciones fueron enviadas al rey por el prelado y el cabildo eclesiástico solicitando ahora que la sede episcopal fuera la villa del Saltillo, situada en la provincia de Coahuila. En dicho documento el cabildo argumentó que las leyes canónicas mandaban fundar los obispados en “ciudades populosas” y que estuvieran en el centro de los obispados para que los prelados pudieran visitarlos. No obstante, Monterrey si bien estaba en buena ubicación, sus características no eran muy agraciadas. De acuerdo con los prebendados su ubicación era por demás inapropiada pues al estar rodeada de la llamada sierra Madre, era imposible que el aire circulara, lo que ocasionaba que fueran “tan fuertes los calores del estío que en nada le aventajan las tierras conocidas por calientes como la Veracruz y toda aquella costa”.27

Dicho clima acompañado de gran humedad ocasionaba, según el cabildo, que los alimentos y medicinas se descompusieran rápidamente. Ni siquiera los granos se conservaban pues se picaban rápidamente. Por si esto no fuera suficiente, el río Santa Catarina amenazaba a la ciudad con posibles inundaciones, como la ocurrida en 1751, conocida como “diluvio chiquito”.28 Dicho clima también era poco apto para el seminario, cuyos estudiantes poco podían concentrarse en sus estudios con el calor del verano o con los fríos y heladas invernales. A esto debía sumarse la poca población que había en la ciudad y que no parecía aumentar con el tiempo. Lo anterior, además, debido a la falta de pueblos indios que trabajaran la tierra, como en las provincias del centro del virreinato. Antes bien, los

asistencia de los canónigos que se nombraran para componer el nuevo cabildo y que para que

esto tuviera cumplido efecto, los consultara inmediatamente la cámara, teniendo en cuenta el

informe hecho por el obispo en favor de los eclesiásticos de aquella diócesis”. AGI, Guadalajara,

553, f. 117.

27 E. Derbez García, Instancia hecha por el cabildo eclesiástico de Monterrey, N. L., para que éste

radique en la villa del Saltillo, Coahuila, 1797, en “Actas/Documentalia”, pp. 75-118. Disponible

en: http://bit.ly/2H4epYt [Consultado el 5 de abril de 2018].

28 Ibidem, p. 87.

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indios de la zona eran “indios bárbaros” que azolaban los caminos y los puertos ocasionando “innumerables muertes”. Por tal razón, muchos fami-liares del obispo, prebendados nombrados e incluso boticarios y médicos preferían irse de la ciudad.

Ante este panorama desolar, el cabildo proponía, como lo hizo el propio obispo Valdés en su carta,29 que la sede del obispado fuera trasladada a Saltillo. Su petición, de acuerdo con ellos, no era sorprendente pues muchas otras cate-drales se habían fundado en una ciudad y cambiado más tarde su sede, tales como las de Puebla, Michoacán o Guadalajara fundadas siglos antes. Respecto a Saltillo, argumentaba el cabildo:

[…] todos los informes que se han dado en las ocasiones que se ha tratado este punto,

están acordes en que esta villa es la población mayor que hay en todo el distrito que

comprende esta diócesis y algunos se extienden a decir y su vecindario es mayor que

todo el resto de la provincia de Coahuila perteneciente a esta Mitra y casi tan grande

como la mitad del Nuevo Reino de León, su clima es sin disputa el mejor de todas

estas provincias, sus aires siempre frescos y por consiguiente mucho más cómodo

para la vida humana, sus campos están bien cultivados y producen mucho y buen

trigo, cebada, maíz, garbanzo, haba y todo género de hortalizas y frutas de delicado

gusto, sus aguas abundantísimas y buenos sus ganados de todas especies llenan los

campos donde pastan, sirviendo de deleite a la vista y provecho a la salud porque sus

carnes son de mucha sustancia por los buenos pastos y, por consiguiente, de particular

sabor y sanidad. Tiene esta villa dentro de su población un pueblo de indios que sólo

lo divide una calle, cuyos naturales son muy industriosos y trabajadores, de ahí salen

cuadrillas enteras a trabajar, no solamente a las haciendas de la jurisdicción y de que

se halla circunvalada la villa, sino también a otros de distinta jurisdicción, excepto a

Monterrey ni sus inmediaciones, ya porque no hay haciendas que los pidan, ya porque

ellos no quieren venir. Hallase esta dicha villa siempre abastecida de cuanto es nece-

sario para la vida humana porque en los últimos días del mes de septiembre se hace

anualmente una feria donde se proveen de cuanto necesitan para todo el año, a este

mismo efecto concurren todos los de las provincias de este Nuevo Reino de León,

Coahuila, Texas y gran parte de la colonia del Nuevo Santander.30

29 J. E. González, Apuntes para la historia eclesiástica de las provincias que forman el obispado de

Linares, pp. 109-114.

30 Ibidem, pp. 108-109.

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Además de lo anterior, el cabildo señaló que Saltillo contaba con una iglesia parroquial “acabada perfectamente”.31 Dicha parroquia, de acuerdo con el cabildo podría utilizarse como estaba, usando como sagrario la capilla que tenía anexa o bien construirle otra capilla del lado opuesto y convertirla en una catedral e tres naves.32 No obstante, a pesar de todo lo argumentado, la sede del cabildo nunca cambió de lugar, la muerte del obispo Valdés, principal promotor del cambio, ocurrida en 1799, colaboró en buena medida a que se dejara de lado dicha petición.

Comentarios finales

El obispado del Nuevo Reino de León fue creado en 1777 en las tierras del septentrión novohispano. Su fundación, al igual que el del obispado de Sonora, constituido en 1779, respondió a un intento de la Corona por controlar el territorio norteño aún poco poblado. Era un territorio con fuerte presencia de indios bárbaros cuyas fronteras se mantenían seguras apenas por un corto número de presidios y misiones. Estaba conformado por la colonia de Nuevo Santander, el Nuevo Reino de León y las provincias de Texas y Coahuila. Las razones principales para crear el obispado fueron, por un lado, la lejanía de estos territorios de sus sedes episcopales de Guadalajara, Michoacán y México; por el otro, el de garantizar el poblamiento de extensas regiones con escasos asentamientos.

Si bien para finales del XVIII había ya un importante número de poblaciones en esta región, su situación era inestable, lo que en ocasiones generaba el aban-dono de las mismas, dificultando el control del camino hacia la provincia de Texas. El interés de la Corona por este espacio se reforzó a fines del XVIII ante el estado de guerra con potencias como Francia e Inglaterra que amenazaban las zonas limítrofes del virreinato. La visita de José de Gálvez fue el momento

31 El nuevo edificio de la parroquia de Saltillo se había empezado en 1745 y se dedicó en 1800.

De acuerdo con C. Bargellini, entre 1790-1791, la posibilidad de convertirla en catedral

debió ser un aliciente para su terminación. C. Bargellini, La catedral de Saltillo y sus imágenes,

UNAM-IIE, Gobierno del Estado de Coahuila, Instituto Coahuilense de Cultura, UAdeC,

México 2005, p. 58.

32 E. Derbez García, Instancia hecha por el cabildo eclesiástico de Monterrey, op. cit., p. 111.

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perfecto para echar a andar el proyecto de la creación de nuevos obispados proyectados para San Luis Potosí, Santander y Sonora. Asimismo, se llegó a pensar en la posibilidad de constituir un nuevo virreinato en el septentrión novohispano. De estos proyectos sólo fueron viables los obispados de Sonora y Santander que, tras diversas disputas por la sede, terminó por instaurarse en el Nuevo Reino de León. Este obispado fue parte de la estructura de poder que ayudó a poblar y pacificar el noreste novohispano. Para finales del siglo XVIII las buenas finanzas de la catedral mostraban un proyecto con viento en popa, no obstante, la invasión napoleónica primero en 1808, y el movimiento de independencia después, en 1810, acabarían por marcar nuevos derroteros en el septentrión novohispano.

Fuentes y bibliografía

Fuentes

Archivo General de Indias, AGI.

Archivo General de la Nación, AGN.

E. Derbez García, Instancia hecha por el cabildo eclesiástico de Monterrey, N. L., para que éste radique en la villa del Saltillo, Coahuila, 1797, en “Actas/Documentalia”, pp. 75-118. Disponible en: http://bit.ly/2H4epYt [Consultado el 5 de abril de 2018].

J. E. González, Apuntes para la historia eclesiástica de las provincias que forman el obispado de Linares, desde su primer origen, hasta que se fijó definitivamente la silla episcopal en Monterrey, Monterrey, N. L., Tip. Relig. de J. Chávez, 1877. Disponible en http://bit.ly/2TrIea9 [Consultado el 22 de mayo de 2018].

Bibliografía

A. García de León, Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, Fondo de Cultura Económica, México 2017.

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260 | Conferencia del Episcopado Mexicano

C. Bargellini, La catedral de Saltillo y sus imágenes, UNAM-IIE, Gobierno del Estado de Coahuila, Instituto Coahuilense de Cultura, UAdeC, México 2005.

C. M. Valdés, Los bárbaros, el rey, la Iglesia. Los nómadas del noreste novohis-pano frente al Estado español, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, Coahuila 2017.

F. Gracia García, “Los pueblos de misión del Colegio de Querétaro en el noreste novohispano”, en G. Román Jáquez (coord.), Memoria del primer coloquio internacional del noreste mexicano y Texas, CONACULTA, México 2008, pp. 117-146.

M. A. Magaña Mancillas, La colonización de las californias a fines del siglo XVIII. El nuevo método misional y la frontera de gentilidad del Colorado, en J. M. Medina Bustos, E. Padilla Calderón, Indios, españoles y mestizos en zonas de frontera, siglos XVII-XX, Colegio de Sonora, El Colegio de Michoacán, Hermosillo, Sonora 2013, pp. 75-94.

R. Diego-Fernández, El proyecto de José de Gálvez de 1774 en las ordenanzas de intendentes de Río de la Plata y Nueva España, El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán 2016.

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Diócesis de Linares-Monterrey. Salud y Educación

Pbro. Lic. José Antonio Portillo Valadez

Párroco en la Parroquia San Juan María Bautista Vianney, Guadalupe, N. L.

Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy.

Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies,

también ustedes deben lavarse los pies unos a los otros. Jn. 13, 13-14

Introducción

La historia de la Iglesia Cristiana-Católica es una historia de la Educación y de la Caridad, aunque desconocida por muchos. Desde que Jesús de

Nazaret, Hijo de Dios, enviara a sus apóstoles y discípulos a anunciar el Evan-gelio a todas las naciones, una vez recibido el Espíritu Santo el día de Pente-costés, esta misión se ha cumplido hasta el presente.

Han sido varios los métodos utilizados para evangelizar; uno es el anuncio de la Palabra de Dios, la que implicaba e implica conocer la realidad cultural de los pueblos, lenguas, etnografía, historia y más. Por ese anuncio la Iglesia se convirtió en educadora de la fe cristiana para que el ser humano llegue a la Verdad plena. Otro medio ha sido la caridad, como plenitud de la ley. Ésta incluye la salud integral de la persona, que lleva a la práctica el amor a Dios y al prójimo, es decir, la salud y la educación son dos aspectos relacionados con la vida y el bienestar del ser humano a semejanza del Buen Pastor. En este trabajo se verá el rostro de la educación católica y de la salud en el Noreste Novohispano-Mexicano.

Con la llegada de los primeros misioneros a la Nueva España (México): “fue la fuerza de persuasión de los frailes, fincada en el amor a Dios, más que el

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poder de los conquistadores, la que logró configurar a lo largos de tres siglos, el sueño y la realidad novohispana”.1

Una misión religiosa, pero con amplia proyección social y cultural, que consolidó la cultura mexicana. En el noreste Novohispano, mientras formó parte del Obispado de Guadalajara, la enseñanza de la juventud tenía como base histórica el modelo educativo de los griegos, herencia transmitida por los romanos, y continuado en la escolástica cristiana;2 todo ello recibido y culti-vado en nuestra patria, al menos hasta el siglo XIX. En ese tiempo, el objetivo de la educación católica era: la formación de buenos cristianos para bien de la sociedad. En la diócesis se impulsó la educación de la niñez y de la juventud estudiosa; sin embargo, no sólo las distancias, sino también los grandes costos económicos para las familias impedían a muchas lograr la superación de sus hijos.

En cuanto a la salud, la obra más importante en materia hospitalaria provino de la Iglesia Diocesana de Monterrey.

Educación

Magisterio de la Iglesia

Para la educación de los clérigos el Concilio de Trento (1545-1563) estableció los seminarios (Ses. XXIII, cap. XVIII). Los principales aspectos que se consi-deraban en la formación de los seminaristas eran: la educación religiosa y la instrucción. Las disposiciones emanadas de Trento fueron incorporadas a la legislación española, convertida en ley (Patronato Regio) y promulgadas en la Recopilación de leyes3 (libro I, título XXIII, leyes I-VI). La regulación de la educación cristiana apareció posteriormente.

1 Ver, Conferencia del Episcopado Mexicano, Educar para una nueva sociedad, México 2012, p. 62.

2 Ver, F. Tirado Tirado, La escolástica y la educación en México, en La Educación Superior en el

Proceso Histórico de México, III, SEP-UABC-ANUIES, México 2002, p. 17.

3 Ver, Recopilación de leyes de los Reynos de la Indias, Iulian Paredes, Madrid 1681, fl. 121f. y v.

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Diócesis de Guadalajara (1548). Primeras iniciativas escolares

Desde la fundación de la Ciudad de Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, la educación de la niñez la impartían los franciscanos en el Convento de San Andrés de Monterrey (1603). El Pbro. Jerónimo López Prieto, regiomon-tano, impulsó la primera iniciativa de tipo escolar en Monterrey;4 fundando el primer Colegio-Seminario (1713). Esta obra la continuaron los jesuitas con el apoyo del Presbítero Francisco Calancha,5 quien el 10 de febrero de 1714, el Padre Calancha donó al Provincial de la Compañía de Jesús, Alonso de Arre-villaga, la Hacienda de San Francisco Javier en el Río Sabinas (hoy Sabinas, Hidalgo, N. L.) para construir un colegio y un templo. Los jesuitas tomaron posesión del templo, del Colegio-Seminario y de la hacienda, para su manu-tención. La clase de gramática la inauguró el Padre Francisco Ortiz en 1715, y así comenzó un seminario. Por la escasez de alumnos y de recursos mate-riales, esa experiencia llegó hasta 1746, fecha en que el Padre Nava remató en $10,000.00 la Hacienda San Francisco Javier, para luego abandonar el colegio.

En 1767, año de la expulsión de los jesuitas de los Reinos Españoles, la Sra. Leonor Gómez de Castro destinó $6,000.00 para una cátedra de gramática latina6 hasta la fundación del Seminario de Monterrey.7 Por su parte, el Guar-dián del Convento San Andrés, Fr. Cristóbal Badillo Fajardo, inició clases de Retórica y Filosofía, en 1788.

4 Ver, I. Cavazos Garza, El Colegio jesuita de San Francisco Javier, de Monterrey. Huellas de la

Compañía de Jesús en el Noreste de México, compilador P. Francisco Migoya, S. J., Buena Prensa,

Monterrey 2007, pp. 11-15.

5 Ver, F. J. Alegre, Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, II, Roma 1956,

pp. 232-233.

6 Ver, C. Domínguez Michael, Vida de Fray Servando, Era-INAH-CONACULTA, México 2004,

p. 59.

7 Ver, J. E. González, Algunos apuntes y datos estadísticos que pueden servir de base para formar una

estadística del Estado de Nuevo-León, ed. Facsimilar, Monterrey 1993, pp. 55-56.

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La Diócesis De Linares-Monterrey y el Seminario de Monterrey

Se erigió el 15 de diciembre de 1777 durante el pontificado de Pío VI con el nombre de Diócesis De Linares. Nombre conservado hasta el 3 de junio de 1922. Los primeros dos obispos eran frailes de Propaganda Fide: Fray Jesús Sacedón y Fray Rafael José Verger.

El Seminario de Monterrey: el Obispo Andrés Ambrosio fundó el Seminario de Monterrey (1792-1793). Abrió sus puertas el 12 de febrero de 1793.

Cátedra de Derecho Canónico y Civil

El Cabildo Catedral veía con verdadera preocupación que la juventud estu-diosa abandonaba su patria chica para buscar mejores horizontes de supera-ción. Una vez consumada la Independencia de México, los capitulares solici-taron la creación de las cátedras de jurisprudencia en el Seminario a la Corte de México, en acta del 23 de julio de 1822:

Propuso el Señor Presidente [del Cabildo] que era notorio el extravío de los jovenes

que en cada curso de Artes se experimentaba, porque los mejores y pudientes se iban

a Mexico ó Guadalaxara a estudiar Jurisprudencia y muchos de ellos adquirían colacion

allá, y tanto sus padres, como las Provincias perdian la utilidad que se habian prome-

tido de ellos: lo hacia, presente al Yllmo. Cabdo. Para que examinara y resolviera si

era conveniente promover en la Corte de México la solicitud que se hizo el año de

1816, en la de Madrid, para que en el Colegio Seminario de esta Ciudad se estable-

cieran y pudieran cursarse la Catedras de Jurisprudencia canonica y civil [sic].

El asunto se retomó en reunión del 7 de agosto de 1822, donde se determinó dotar la cátedra con $300.00 estables, y por conducto del Diputado de la Provincia, Fray Servando Teresa de Mier, se solicitó al Congreso de la Unión que el Seminario confiriese todos los grados menores en las diferentes faculta-des.8 Las agencias del Cabildo Catedral, y el apoyo de Fray Servando, se vieron

8 Ver, J. A. Portillo Valadez, La Cátedra de Derecho Canónico y Civil, Universidad Autónoma de

Nuevo León-Facultad de Derecho y Criminología, México 2002, pp. 26-27.

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cristalizadas con un decreto del Congreso de la Unión, del 13 de octubre de 1823, donde se aprobaba tal solicitud. Los Capitulares procedieron a la insta-lación y apertura solemne de la Cátedra de ambos Derechos, el 19 de enero de 1824. El Rector del Seminario de Monterrey José Francisco Arroyo, nombró al Lic. Alexandro de Treviño y Gutiérrez, como catedrático en propiedad.

Por su parte el Congreso del Estado de Nuevo León autorizó, el 2 de abril de 1824, la cantidad de $300.00 anuales (decreto N° 73). La cantidad fue acep-tada por el Cabildo, hasta la separaron las cátedras en 1854, por decisión del Obispo Francisco Verea.

Los primeros alumnos terminaron sus estudios a fines de 1826, y a partir del 7 de enero de 1827 podían titulares; solo había que esperar la autoriza-ción del Congreso. El primer Decreto del Congreso Estatal, para la titulación es del 28 de mayo de 1826 (Decreto Provisional N° 104)9 convertido en Ley el 14 de mayo de 1827, donde se facultaba al Seminario para conferir grados mayores de Teología y Derechos.

Colegios, centros educativos e institutos

Colegio de Niñas: Al cierre el Hospital de Pobres, el Obispo Francisco de Paula abría en el mismo edificio el “Colegio de Niñas”, el 11 de septiembre de 1857, entregándolo a las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. Atendían también un colegio de niñas internas, huérfanas y expuestas, y dos escuelas de externas. Fueron desterradas en 1875.10

El Colegio San Juan Nepomuceno: En una fundación de la que era capellán el Dr. Miguel Ramos Arizpe consignando sus bienes el 25 de noviembre de 1809, con la finalidad de dar culto a San Juan Nepomuceno y, fundar un colegio que luego fue cerrado.11 Posteriormente, el Obispo Francisco de Paula reabrió

9 Ver, P. R. Nava Coello, Las más importantes Leyes y Decretos…, H. Congreso del Estado de Nuevo

León, México 1998, p. 36.

10 Ver, V. de Dios, Historia de la Familia Vicentina en México, 1844-1994, I, Tipografías Editoriales,

México 1993, p. 505.

11 Ver, J. A. Portillo Valadez, Diccionario de Clérigos y Misioneros Norestenses, Monterrey 2011,

p. 21.

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el colegio, y lo ofreció a la Compañía de Jesús en 1878. El primer Rector fue Francisco Barragán, S. J., en el curso escolar 1878-1879. El colegio estuvo abierto de 1878-1914; siendo cerrado a causa de la revolución.

La Purísima: El Obispo Ignacio Montes de Oca,12 pidió a las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado, de San Antonio, Texas, abrir un centro escolar para niñas. Las primeras Hermanas llegaron a finales de 1885 a Saltillo, Coah., hablando apenas el español; llegaban como misioneras, porque confiaban que Dios las necesitaba en México para abrir colegios, cuidar enfermos en hospi-tales, y lograr se hiciera presente el Amor de Dios. El Colegio de la Purísima fue abierto el 7 de enero de 1886.

El Colegio San José en Saltillo: Anexo al Colegio la Purísima las Hermanas aten-dían la escuela gratuita.13 El plan de estudios en los colegios era semejante al que llevaban en Estados Unidos. El colegio permaneció hasta 1926, año de la persecución religiosa. El colegio los recibió otra congregación, quien le puso por nombre La Corregidora. Sus instalaciones sirven hoy al Archivo General del Estado de Coahuila.

Colegio San José en Monterrey: El primer Arzobispo Jacinto López Romo, pidió en 1887 a la fundadora y superiora general de las Hermanas  de la Caridad en San Antonio, Texas, una comunidad de hermanas para Monterrey a una misión educativa. Ellas abrieron el Colegio San José (1886-87) en el edificio del “Colegio de las Niñas”. Ellas atendían también una escuela gratuita, con centenares de niños desamparados.14 Se impartía una enseñanza basada en la pedagogía más actual en ese momento.15 El colegio cerró sus puertas, porque el edificio se lo adjudicó el Gobierno Federal, vía nacionalización.16

12 Ver, R. Medina Ramírez, Las primeras escuelas protestantes en Saltillo: una opción vanguardista

para la educación de la mujer, Consejo Editorial, Saltillo 2015, p. 8.

13 R. Medina Ramírez, Los albores de la educación femenil en Saltillo: el caso de La Purísima, ponencia

presentada el 14 de septiembre del 2017 en XI Jornadas de Historia, Saltillo 2017.

14 Ver, A. Junco, Sotanas de Méjico, Jus, México 1955, p. 141.

15 Ver, Álbum Conmemorativo de la celebración del Solemne Congreso Eucarístico Nacional de

México, Ed. Agustín Vega Achiaffino, Monterrey 1924, p. 28.

16 Ver, J. A. Portillo Valadez, Hospital de Pobres Nuestra Señora del Rosario de Monterrey 1793-1857,

Monterrey 2016, p. 136.

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Colegio del Divino Salvador, en Linares, N. L.: En 1896 abrieron el Colegio del Divino Salvador, en Linares, N. L. Se retiraron debido a las actividades revo-lucionarias.

Colegio del Sagrado Corazón en Lampazos, N. L. : las Hermanas de la Caridad con la ayuda del Párroco Manuel Cabello (1892-1896. +1944) construyeron un edificio en 1893. Las materias impartidas favorecieron el desarrollo cultural de las niñas, su educación moral y su fe.17 Todo ello perduró hasta que los revo-lucionarios robaron la ropa y quemaron parte del colegio. Ante tal amenaza se retiraron de la ciudad.18

El Colegio Mexicano, A. C.: La obra educativa y social en el siglo XIX en Monte-rrey, iniciada por las Congregación de la Caridad del Verbo Encarnado19 continúa aún.

Centro Educativo Santa Catarina: Este colegio como filial del Colegio Mexicano está en Santa Catarina, N. L, fundado en 1962.

Hospicio Ortigosa y escuela de la Santísima Trinidad en Monterrey: Desde 1890 las Hermanas de la Caridad dirigieron un asilo y atendieron el Hospicio Orti-gosa, en Monterrey.

Colegio del Sagrado Corazón: El arzobispo Garza Zambrano solicitó al Provin-cial de los Lasallistas, en Francia, 10 (diez) Hermanos para una escuela en Monterrey. El Arzobispo Leopoldo Ruiz los recibió. En correspondencia se le comunicaba que debía entregarles 12,000 francos. Ante esta situación, ya que la diócesis carecía de fondos, el obispo se dirigió al Sagrario de Cate-dral, y una vez terminada su visita al Santísimo Sacramento, lo esperaba una persona quien le traía un donativo de 12,000 pesos. El donativo recibido

17 Ver, E. Zertuche González, Lampazos mi Hidalga Tierra, Gobierno del Estado de Nuevo León,

Monterrey 1982, pp. 91-93.

18 Ver, M. H. Finck, La Congregación de las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado de San

Antonio, Texas, (tesis doctorado en Filosofía), The Catholic University of America, Washington

1925, pp. 88-89, 110-111.

19 Ver, Colegio Mexicano, A.C., por la Lic. Laura Fernández Ríos, MCF el 11 de junio del 2018.

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según cotización del momento era de 2.50 francos por peso, resultando el monto recibido superior a la deuda.20 Llegaron los Hermanos y fundaron en 1908 el Colegio del Sagrado Corazón, hoy Instituto Regiomontano. Los edificios quedaron bajo la protección del cónsul francés, Pedro Lambretón, debido a la expulsión de los hermanos en 1914.21

Instituto Regiomontano: El instituto resucitó cuando algunos exalumnos promo-vían la reapertura del Colegio. El 4 de mayo de 1942 el Consejo de la Provincia de Santa Fe-Nuevo Orleans, EUA, aceptó la fundación en Monterrey.22

Colegio La Salle y Francisco G. Sada: Este colegio forma parte de la Red lasallista. Abierto en 1957 para los hijos de los obreros de la Cervecería Cuauhtémoc.

Congregación de los Hermanos Maristas: El modelo educativo que ofrece se fundamenta en una visión integral de la educación, que busca comunicar valores. La propuesta pedagógica fue la formación de “Buenos cristianos y virtuosos ciudadanos”. A través de la pedagogía del esfuerzo, se pretende que los alumnos modelen su carácter y una voluntad firme, una conciencia moral basada en valores sólidos.

Instituto de la Sagrada Familia: El Arzobispo Jacinto López solicitó al Superior General de los Hermanos, Durand, la fundación de un colegio en la ciudad. Los Maristas llegaron a Monterrey en 1905 con buena aceptación de la sociedad y del Gobernador Bernardo Reyes. Abrieron la primera escuela católica para varones en Nuevo León, el Instituto de la Sagrada Familia.23 A causa de la Revolución, por ser extranjeros, abandonaron el país.

20 Ver, L. Ruíz y Flores, Recuerdo de Recuerdos, obra póstuma, Buena Prensa, México 1941, p. 51.

21 Ver, B. A. Grousset, A. Meissonnier, La Salle en México, (1905-1921), I, México 1982, pp. 65-68.

22 Ver, Oficio del Hermano Jorge García al Arzobispo de Monterrey Francisco Robles Ortega, del 25 de

junio del 2003.

23 Ver, H. Reyes Méndez-Fernando Rafael Casasús, Recordar es Vivir, Creatividad Editorial,

Monterrey 2005, pp. 15-16.

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Colegio Franco Mexicano y Escuela La Corona: El Instituto de la Sagrada Familia fue reabierto en 1925, con el nombre de “Colegio Franco Mexicano”.24 En 1933 abrieron el bachillerato, incorporado a la Universidad de Nuevo León. En 1935 fue cerrado por segunda ocasión, por el Secretario de Educación Narciso Basols; teniendo que despedir a 700 alumnos, más 200 que eran atendidos en la escuela gratuita “La Corona”. Por la educación socialista del gobierno federal, tuvo que cerrar sus puertas.

Colegio Excélsior de Monterrey, A. C.: Lo cooperadores salesianos de Monte-rrey, Vicente Ferrera y Barbarita Peart, queriendo extender la obra femenina en la ciudad pidieron religiosas, el 12 de enero de 1906, a la Superiora Provin-cial del Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, con sede en la Ciudad de México.25 El 27 de enero de 1907 el Arzobispo Leopoldo Ruiz celebró la Eucaristía y bendijo el colegio, María Auxiliadora. Adoptaron el nombre de “Academia Excélsior”; en 1941 “Colegio Excélsior”.

El Colegio del Sagrado Corazón o Instituto Mater, A. C.: El Arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores fundó este colegio en 1908. El inmenso edificio se construyó entre 1911 y 1913. Al poniente de esta edificación atendían una escuela gratuita llamada Guadalupe. El conocimiento de la religión y de los deberes era la base de la educación. Se impartían las clases sin omitir nada que sirviera a las alumnas para acostumbrarlas al orden y a la economía.26 En 1914 la Dirección de Instrucción Pública decomisó al Colegio del Sagrado Corazón 20 pupitres, mismos que fueron a parar a la Escuela Oficial de 2ª Clase para niñas en Guadalupe, N. L.27 En 1962 se formó el Instituto Mater, A. C., y en 1965 dejaron el antiguo edificio. Se utilizó como Casa del Apostolado Seglar, y finalmente fue malbaratado en $20 millones de pesos por personal de la Curia. Hoy es Escuela Superior de Música y Danza.

24 Ver, Historia. Colegio Franco Mexicano (1905). Documento y entrevista con Alejandro Mayoral

Saldaña, Director del Colegio Franco Mexicano, junio del 2018.

25 Ver, Breve Reseña Histórica “Colegio Excélsior, A. C.”, en Archivo Cancillería del Arzobispado de

Monterrey, en adelante ACAMEC.

26 Ver, Álbum Conmemorativo de la celebración del Solemne Congreso Eucarístico Nacional de

México, Ed. Agustín Vega Achiaffino, Monterrey 1924, p. 30.

27 Ver, I. Cavazos Garza, Cd. Guadalupe, Nuevo León en la Historia y en la Crónica, Monterrey 2000, p. 214.

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Orfanatorio de la Luz, La Escuela # 1 del Sagrado Corazón, La # 2, La Inmaculada y las número 3 y 4 en el Barrio de la Independencia: La Congregación de María Inmaculada llegó a Monterrey el 13 de agosto de 1919. El Arzobispo Francisco Plancarte fundó y les encomendó el Asilo de la Caridad y el “Orfanatorio de la Luz” para niños de pre-primaria. Su sucesor Juan de Jesús Herrera y Piña, junto con la Unión de la Damas Católicas, apoyaban estas dos obras, por medio de la 7ª Sección de Protección de los asilos de Caridad y de Escuelas Católi-cas.28 Por su parte, las religiosas cerraron estas obras en 1926. Después de la Revolución solamente subsistían dos escuelas de las muchas que sostuvo la “Sociedad Católica”. Posteriormente, se agregó la Escuela # 1 del Sagrado Corazón, conocida como Colegio Eucarístico y la # 2, La Inmaculada, a espaldas da la Purísima, convertida en la Escuela Serafín Peña, y la # 3 y 4 en el Barrio de la Independencia, Parroquia y Santuario de Guadalupe (hoy Basílica) para niños y para niñas. El bienhechor de esta obra era el Sr. José Calderón Muguerza.

Colegio Progreso, Colegio y Universidad Labastida: El 1º de septiembre de 1927 las Hermanas de María Inmaculada fundaron el Colegio Progreso, iniciando una Academia Comercial. Llamada Academia Labastida. En 1951 se convirtió en la Universidad Labastida, incorporada a la UNAM.

Colegio Guadalupe Victoria, Juana de Arco, Colegio Antonio L. Rodríguez: En 1939 la Hermana María de los Dolores Loyola de la Congregación de María Inmacu-lada fundó el Colegio Guadalupe Victoria, gratuito para niñas, con primaria, comercial y secundaria. En 1963 el Padre Ignacio Alberdi, Vicentino, cons-truyó una escuela técnica. En 1967 el Arzobispo Alfonso Espino bendijo la secundaria técnica Nuevo León, casi gratuita, donde se construyeron talleres de tecnología, mecánica automotriz y electricidad. En 1972 fue traspasado a la Universidad Labastida, llamándose San Juana de Arco, y en 1977 se le cambió por el de Antonio. L. Rodríguez.29

28 Ver, Acción. Órgano de la Junta Regional de N. L., año 1, 1, 16 de abril de 1922, s/p.

29 Ver, R. Mendirichaga, Don Antonio. Protagonista y Visionario, Ediciones INSA, Monterrey 1998,

pp. 292-293. V. de Dios, Historia de la Familia Vicentina en México, 1844-1994, II, Tipografías

Editoriales, México 1993, p. 55

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Escuela Antonio de Padua Ríos: En 1924 la Unión de Damas Católicas Mexicanas fundó esta escuela, más un Patronato.30 El Patronato quedó bajo la dirección del Pbro. Rafael Plancarte Ygartúa, con la finalidad de apoyar el desarrollo moral, intelectual y económico de los niños trabajadores (boleros y papeleros). Para lograr el objetivo se fundó una escuela en 1930, con el nombre de “Escuela de Papeleros y Boleros”. El sucesor del Padre Plancarte fue el Pbro. Antonio de P. Ríos, de quien tomó su nombre la escuela. La Congregación Misionera atiende este colegio desde 1947.31

El Colegio Profesora María Moreno: Este Colegio inició sus actividades en 1948 en El Cercado, N. L. atendido por las “Hermanas de los Pobres y Siervas del Sagrado Corazón”, venidas de la Diócesis de Zamora, Michoacán. Esta naciente comunidad educativa, sólo cobraba cuotas simbólicas y estaba abierta a todas las clases sociales. A través de este tipo de escuelas privadas se logró impartir una educación integral, cubriendo al mismo tiempo, el aspecto religioso, a falta de sacerdotes.

El Instituto Patria, A. C.: El 25 de diciembre de 1961 el Arzobispo Alfonso Espino concedió licencia a los Misioneros Josefinos para que abrieran un colegio para niños pobres, en un terreno donado al Padre Josefino, Vidal Rojo Nogel, por la Sra. Rafaela Martínez. Los Josefinos entregaron al Arzobispo el Instituto Patria por medio del padre Jesús Sierra, el 29 de agosto de 198732 y recibido el 22 de octubre, del mismo año.33

Congregación de Religiosas del Verbo Encarnado y del Santísimo Sacramento: En un primer momento se hicieron cargo de la escuela primaria parroquial Antonio de P. Ríos, la que atendieron hasta septiembre de 1941.34 Abrieron

30 Ver, Documento Reseña Histórica del Colegio “Antonio de Padua Ríos“. Carta informativa al Dr.

Luis Eugenio Todd Pérez, Secretario de Educación y Cultura en Nuevo León (1987-1988), s/f.

31 Ver, Placa Conmemorativa 1947-1997. [Se encuentra al ingreso del colegio. Nota del autor].

32 Ver, Datos fundamentales sobre el Instituto Patria del 29 de agosto de 1987, en ACAMEC.

33 Ver, Oficio de Mons. Adolfo Suárez Rivera a la Profesora Rosa Treviño González del 22 de

octubre de 1987, en ACAMEC.

34 Ver, Congregación de Religiosas del Verbo Encarnado y del Santísimo Sacramento, La Obra de

Veinticinco años 1929-1954, México-Argentina-Cuba-EUA 1954, s/p.

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su propio colegio el 15 de agosto de 1946 a una casa dejada por los Hermanos Lasallistas, donde establecieron el Colegio Anglo Español, A. C. de Monte-rrey. En el Curso Escolar 1965–1966 trasladaron los dos colegios a la Colonia Contry; en terreno donado por Roberto y Eugenio Garza Sada.

El Colegio México (1942-1947): El Padre Severiano Martínez, Capellán de la Congregación Mariana del Roble desde 1940, reunió un grupo de 150 pape-leritos y boleros en los patios de la Casa del Roble, donde les ofrecía una merienda y organizaba partidos de basquetbol y volibol, así como días de campo. En 1942 inició con 200 alumnos de primero a sexto grado, este colegio que fue entregado a los Padres Salesianos.

Colegio José Calderón 1948-1967: En 1945, con el apoyo del Club Sembradores de Amistad, y la ayuda del Sr. José Calderón, el Padre Severiano construyó el Colegio José Calderón, donde se impartía educación primaria y secundaria. El edificio funcionó como escuela Anexa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Nuevo León; hoy lo ocupa la Casa de Pastoral de la Arquidió-cesis de Monterrey.

Escuela Pre vocacional Severiano Martínez, Centro de Readaptación para Menores Infractores: Posteriormente el Padre Severiano, con el apoyo del Sr. Ricardo Cantú leal, rentó y acondicionó una casa donde recibía de la Inspec-ción General de Policía a los primeros 15 muchachos. Esta obra se inició el 7 de marzo de 1948 y en 1950 se trasladó a un terreno donado a la fundación Médico Asistencial, A. C. por el Sr. Ricardo, funcionando como Prevoca-cional. En septiembre de 1951 se estableció la Escuela Especial de Educación Primaria, reconocida por la Dirección de Educación Pública. En enero de 1960 se contó con una capilla para la formación religiosa y la orientación moral de menores.

Escuela José María Morelos y Pavón: En 1963 el Arzobispo Alfonso Espino y Silva, a solicitud del Padre Severiano, nombró a dos Sacerdotes Misioneros de la Natividad de María, para ayudar en la disciplina y moralización de los alumnos. En 1971 comenzó la Escuela Secundaria Estatal No. 10, “José María Morelos y Pavón”.

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Colegio Juan Pablo II: En 1979 se sentó la primera piedra para la fundación de este Colegio Católico Parroquial, institución dependiente de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, en Ciudad Guadalupe N. L., obra de Monseñor Juan Félix Esparza Reyna. Nació en 1980 en honor a la primera visita de Su Santidad el Papa Juan Pablo II. La Dirección del Colegio fue puesta en manos de las religiosas Esclavas de María Niña de 1980 a 1983. A partir de esa fecha se entregó a Laicos Comprometidos, naciendo así la “Fundación Cultural de Guadalupe Nuevo León, A. C”.

Los Legionarios de Cristo: El nombre original con el que se fundaron los Legio-narios era: Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen de los Dolores. La fecha de nacimiento fue el 3 de enero de 1941, cuando su fundador Marcial Maciel aún era seminarista, luego sacerdote.35 Fundó también del movimiento Regnum Christi.

Padre Carlos Álvarez Ortiz: El Padre Carlos nació el 2 de julio de 1919 en Rayones, N. L. El Padre Carlos Álvarez inició la Ciudad de los Niños de Monterrey, en Guadalupe, N. L., el 20 de septiembre de 1951. Él daba alimento, protección, educación y cobijo a muchos niños huérfanos, por lo que se convirtió en el benefactor de la niñez desamparada.

Opus Dei: Por decisión del Arzobispo Suárez Rivera, el Opus Dei asumió la dirección de la Ciudad de los Niños en 1986. Actualmente, atienden cuatro centros educativos en dos sedes; Guadalupe y Topo Chico: Un Centro de Educación Familiar, una Unidad Médica y una Iglesia Católica. El Colegio de Mujeres de la Ciudad de los Niños de Monterrey y el Colegio Campus Guada-lupe para Varones. El Colegio de Mujeres de la Ciudad de los Niños de Monte-rrey. El Liceo de Monterrey Los Rosales de Mujeres. El Liceo de Monterrey Varonil. Monterrey, N. L. Además, atienden la Escuela Ciudad de los Niños de Topo Chico.

Colegio Isabel La Católica: Esta congregación se encuentra en Monterrey desde 1954. El 17 de noviembre de 1957 fue inaugurado el Colegio Isabel La Católica, para la atención de las niñas; mientras que los niños estaban a cargo de los

35 Ver, J. Colina, Mi Vida es Cristo, Fundación Logos, México 2003, pp. 40-41, 75.

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Hermanos Lasallistas. Actualmente, el colegio forma parte de Centro Escolar Cuauhtémoc, como administradores, tanto para este colegio como para los Lasallistas, la Cervecería, Femsa y Ternium.

Salesianos de Don Bosco: Colegio Salesiano Don Bosco de Monterrey. El primer párroco fue el Padre Mauro Garza. El 3 de septiembre de 1967 inició el proyecto con el nombre de “Instituto México”. Después se cambió por el de “Instituto Técnico Linda Vista A. C.” El colegio pasó de ser sólo para varones a mixto, al cerrarse el “Colegio Justo Sierra”. En 1995 una vez más cambió su nombre por el de “Colegio Salesiano Don Bosco de Monterrey A. C.”.

Instituto Arxé: Instituto fundado por el Pbro. Ernesto María Caro Osorio36, quien tuvo la idea de crear una opción educativa integral, donde los niños se formarían como personas e hijos de Dios. Comenzó con la estancia llamada “Casita de Nazaret” en agosto del 2001. Incorporado a la Secretaría de Educa-ción fue registrado con el nombre de ARXÉ.

Instituto Cadereyta: Fundado por los Párrocos Samuel Silva (+) y Ramón Sada Gámiz, en Cadereyta, N. L. Inició sus labores el 2 de septiembre de 1967 con 5 grupos básicos desde 1° de preescolar y 4 grados de primaria. Incorporado a la S.E.P. el 9 de enero de 1968 siendo director de educación el Profesor Ricardo Torres Martínez.

Instituto México de Villa de García, A. C. y Colegio Juan Luis Vives: nació llamán-dose “El Colegio México”. Fundado el 31 de enero de 1953 por el Pbro. Pedro Garza Cantú,37 párroco (1952-1964) en García, N. L.

Instituto Secular Discípulas del Señor: institución educativa de inspiración cató-lica fundada el 18 de octubre de 1948, por el Pbro. Dr. Pablo Cervantes Perus-quía, (Siervo de Dios).38 Su apostolado es a favor de la mujer que trabaja.

36 Ver, Historia de Arxé Instituto, informe del 2018 de Sonia R. Maldonado Vela, Directora General

del Instituto.

37 Ver, D. L. Marines Buentello, García, Nuevo León: Un oasis en el desierto, Consejo Ciudadano

Pro-Desarrollo de Villa de García, s/p 2001, pp. 43, 45.

38 Ver, Documento Síntesis Histórica, por la Lic. María de los Ángeles Cavazos Bueno, el 21 de junio de 2018.

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El Centro Cultural Lumen, A. C.: El Pbro. Pablo Cervantes abrió la Escuela Secundaria Nocturna en 1948. El Objetivo era la atención de la mujer que trabaja y elevar su nivel cultural y moral. El 8 de febrero 195639 el Bachillerato o Preparatoria; incorporado a la Universidad de Nuevo León. En 1961 se cons-tituyó la Asociación Civil: Centro Cultural Lumen, A. C. Desde 1998 abrieron sus puertas a varones, para dar respuesta a la institución y a las necesidades educativas de la comunidad.

Colegios Diocesanos: el Instituto de la Arquidiócesis de Monterrey y la Escuela Bíblica Arquidiocesana de Monterrey.

Salud

Hospital de Pobres Nuestra Señora del Rosario de Monterrey: El tercer obispo de la Diócesis de Linares, Andrés Ambrosio de Llanos y Valdés. Llegó a la diócesis con una idea muy clara: atender pastoral y personalmente a la comunidad a él confiada, con proyectos muy precisos; no llegó a ver qué hacía. La apertura del hospital era en dos líneas: atender a los enfermos y/o abandonados, y la cura-ción de los numerosos heridos en los campos de batalla (violencia española). Con ello trataba de despertar la caridad cristiana por con los heridos en los enfrentamientos.40 Para lograr ese propósito compró una casa en Monterrey que fue de Ignacio Wessel y Guimbarda, ex Gobernador del Nuevo Reino de León, y que el obispo convirtió provisionalmente en el Hospital de Pobres Nuestra Señora del Rosario de Monterrey; ello mientras construía uno nuevo, bajo su responsabilidad. De los diezmos diocesanos, contados desde la erec-ción del Obispado, se destinarían dos novenos y medio, autorizados para su administración por el Cabildo Catedral desde 1791. El hospital inició sus actividades bajo el patrocinio de Nuestra Señora del Rosario. La imagen de la Virgen fue pintada por Agustín Tamayo el 7 de abril de 1794, y fue colocada en la capilla del nosocomio. La apertura del hospital fue el 15 de agosto de

39 Ver, M. de los Ángeles Cavazos, Pablo Cervantes Perusquía en Educadores de Nuevo León, Monte-

rrey 2001, pp. 28-30.

40 Ver, J. A. Portillo Valadez, Hospital de Pobres Nuestra Señora del Rosario de Monterrey 1793-1857,

Monterrey 2016, p. 18.

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1793.41 Como parte de los preparativos de la apertura, el Obispo Ambrosio contrató los servicios del Dr. José Vicente de la Peña, médico recién titu-lado por la Real y Pontificia Universidad de México. El obispo se preocupaba y ocupaba de los enfermos y abandonados por sus familias. Daba atención cariño, que muchos no conocían, como los esclavos, que eran tratados como animales. Este hospital, cuna del concepto hospitalario que hoy tiene Monte-rrey, poco a poco fue cerrando sus puertas. El motivo: escasez de los recursos económicos. Los decretos de 1833 estrangularon principalmente a los pobres, pues la atención era completamente gratuita. Con un poco más de 64 años de prestar servicios de salud a la comunidad doliente, el nosocomio termi-naba su atención a la población más necesitada. La entrega-recepción fue el 31 de diciembre de 1857; fecha en que el Obispo Francisco de Paula Verea cerraba definitivamente el Hospital de Pobres de Nuestra Señora del Rosario de Monterrey.

El médico más famoso de los que trabajaron en el hospital, fue el Dr. José Eleuterio González, más conocido como Gonzalitos, quien salió del nosocomio en 1853, después de 19 años en él; después de los pobres fue quien más resintió la falta del hospital.42 El doctor y boticario Joaquín Guapillo fue el último médico que trabajó en ese nosocomio. De las cenizas del hospital surgió el “Colegio de Niñas”, bajo el cuidado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul.

Hospital en Saltillo: A petición de un grupo de coahuilenses al superior de los Padres Paúles, el 26 de enero de 1850, el Padre Sanz les concedió la fundación en Saltillo de un hospital al cuidado de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul (1860) con especial atención a las víctimas de la guerra o la peste. Sin embargo, éste también se cerró a causa de un decreto de Lerdo de Tejada en 1873. Las Hermanas salieron del país en 1875.43

La Cruz Roja: La Compañía de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, después de 73 años regresó a Monterrey, con anuencia del Arzobispo

41 Ibidem, p. 27.

42 Ver, H. Dávila González, Biografía del Doctor José Eleuterio González, edición facsimilar,

Ediciones “Al Voleo”, Monterrey 1975, p.66.

43 Ver, V. de Dios, Historia de la Familia Vicentina en México, 1844-1994, I, Tipografías Editoriales,

México 1993, p. 505.

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Guillermo Tritschler, el 20 de julio de 194844. La tarea que esperada, era la atención del Puesto de Socorros de la benemérita Cruz Roja, la que dejaron en 1992 y se hicieron responsables de la Escuela de Enfermería de Monterrey que habían fundado. Después de 50 años de permanencia en la ciudad, se retiraron de la ciudad45 el 15 de noviembre de 1998.

Hogar y Comedor Padre Infante/Casa Indi, A. C.: Una obra reciente a favor de los pobres e indocumentados es el comedor fundado por el Padre Roberto Infante (1925-2009) el 27 de junio de 1961, Párroco de la Parroquia de Santa María Goretti. En esta obra se ofrecen alimentos de forma gratuita e ininterrumpida los 365 días del año. Actualmente, el Padre Felipe de Jesús Gallegos agregó otros servicios, a saber: albergue asistencial para adultos mayores, albergue nocturno para varones que viven en situación de calle, apoyo en especie a personas, brigadas a través del Ángel de la Misericordia.

Conclusión

En el siglo XX la Iglesia Católica celebró la Asamblea Eclesial más importante después del Concilio de Trento, el Concilio Vaticano II; el cual promulgó la Declaración Gravissimum educationis, el 28 de octubre de 1965, sobre la educación cristiana. En ella coloca a la escuela como el medio de la educación de mayor importancia. En este documento los padres conciliares declaran:

la escuela católica, a la par que se abre como conviene a las condiciones del

progreso actual, educa a sus alumnos para conseguir eficazmente el bien de la

ciudad terrestre, y los prepara para la difusión del Reino de Dios, a fin de que con

el ejercicio de una vida ejemplar y apostólica sean como el fermento salvador de

la comunidad humana.46

44 Ver, Libro de Gobierno del Arzobispado 25, 190, f. 11, 1948-1955, en Archivo General del Arzobis-

pado de Monterrey.

45 Ver, Oficio del arzobispo de Monterrey a Sor María Nidelvia Ávila del 30 de octubre de 1998, en

fondo Escuelas Católicas, ACAMEC.

46 Ver, Gravissimum educationis en Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones.

Legislación posconciliar, BAC, Madrid 1966, p. 819.

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Esta Declaración inspiró en Monterrey la iniciativa de fundar la Universidad de Monterrey (UDEM) el 14 de enero de 1968.47 Los fundadores fueron: Lasallistas, Maristas, las Hermanas del Sagrado Corazón y las Hijas del Verbo Encarnado; quienes pretendían crear una universidad con valores cristianos. Forman parte del Consejo de la Universidad de Monterrey. Sin embargo, al crearse la figura de Fomento de Educación Superior, A. C. en sus principios nada se menciona de los valores cristianos-católicos, solamente se reconoce al hombre libre y trascendente, creador de su propia historia.48

Después del Concilio en la Iglesia se presentaron muchas y muy buenas iniciativas, en la primavera de la Iglesia, pero también se presentó una profunda crisis de identidad, de tal manera que el Papa Paulo VI para despejar las dudas e iluminar las obscuridades que se cernían sobre la Iglesia promulgó la Encíclica Evangelii nuntiandi. En ella puntualizó la misión de la Iglesia por el mandato recibido de su Fundador Jesucristo, quien le da sentido a su exis-tencia, escribió el Papa: “ella [la Iglesia] existe para Evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (Evangelii nuntiandi 14).

El concilio repercutió favorablemente en toda la Iglesia, principalmente en América Latina y África. En nuestro medio y particularmente en el campo de la educación, se vio reflejado en los diversos planes y objetivos. Tratando de desarrollar valores que respondieran a los desafíos del mundo actual. Una educación con espíritu, y no solamente el mero uso de la tecno-logía sin trascendencia.

En cuanto al reconocimiento de las escuelas católicas por el Estado Mexi-cano, éste ha modificado una vez más el Artículo 3º de la Constitución (28 de enero de 1992) al suprimir la restricción a las corporaciones religiosas para impartir la educación preescolar, primaria y secundaria. Históricamente la Iglesia Católica desde el siglo XVI ha participado en la educación de la niñez y juventud, donde las circunstancias y los tiempos lo han permitido; a veces por convencimiento de las autoridades, otras por necesidad o inclusive

47 Ver, J. P. Saldaña, ¿Y qué hicimos? Monterrey en el siglo XX, Producciones Al Voleo-El Troquel,

Monterrey 1988, p. 239.

48 Ver, J. R. Zavala, Historia de la educación superior en Nuevo León, UANL, Monterrey 2008, pp. 381,

385-387.

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por incapacidad de estas para poder atender a la población estudiantil. En el momento presente la Iglesia, con la velocidad de los cambios en el mundo y los desafíos que se presentan, afirma: “en el corazón de los cambios del mundo que estamos llamados a acoger, amar, descifrar y evangelizar, la educación católica tiene que contribuir al descubrimiento del sentido de la vida y hacer nacer nuevas esperanzas para hoy y el futuro”.49

Otras obras sociales o de caridad se hace desde las parroquias, comedores móviles en los hospitales, atención al adulto mayor, asilos, Cáritas Diocesana y muchas más.

Fuentes y bibliografía

Fuentes

Álbum conmemorativo de la celebración del Solemne Congreso Eucarístico Nacional de México, Ed. Agustín Vega Achiaffino, Monterrey 1924.

Archivo General del Arzobispado de Monterrey

Libro de Gobierno 25, 1948-1955.

Archivo Cancillería del Arzobispado de Monterrey, ACAMEC.

Escuelas Católicas

Breve Reseña Histórica “Colegio Excélsior, A. C.”

Congregación para la Educación Católica, educar hoy y mañana. Una pasión que se renueva. Instrumentum laboris del 7 de abril del 2014, III.

Datos fundamentales sobre el Instituto Patria del 29 de agosto de 1987.

49 Ver, Congregación para la Educación Católica, educar hoy y mañana. Una pasión que se renueva.

instrumentum laboris del 7 de abril del 2014, III, p. 1.

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Gravissimum educationis, en Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Legislación posconciliar, BAC, Madrid 1966.

Oficios

Oficio de Mons. Adolfo Suárez Rivera a la Profesora Rosa Treviño González del 22 de octubre de 1987.

Oficio del Arzobispo de Monterrey a Sor María Nidelvia Ávila del 30 de octubre de 1998.

Oficio del Hermano Jorge García al Arzobispo de Monterrey Francisco Robles Ortega, del 25 de junio del 2003.

Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, Iulián Paredes, Madrid 1681

Fuentes digitales

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Colegio Mexicano, A. C., por la Lic. Laura Fernández Ríos, MCF el 11 de junio del 2018.

Historia de Arxé Instituto, informe del 2018 de Sonia R. Maldonado Vela, Direc-tora General del Instituto.

Historia. Colegio Franco Mexicano (1905). Documento y entrevista con Alejandro Mayoral Saldaña, Director del Colegio Franco Mexicano, junio del 2018.

Reseña Histórica del Colegio “Antonio de Padua Ríos“. Carta informativa al Dr. Luis Eugenio Todd Pérez, Secretario de Educación y Cultura en Nuevo León (1987-1988) s/f.

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Reseña Histórica del Instituto Cadereyta, por Cristina N. Medina Navarro. Oficina de la Federación de Escuelas Particulares.

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Misionar en las fronteras del virreinato: la experiencia franciscana en la Sierra del Nayar

Dra. Raquel E. Güereca Durán

Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. Instituto Nacional de Antropología e Historia

Una frontera interior

La Sierra del Nayar es un territorio montañoso, parte de la Sierra Madre Occidental, que hoy en día corresponde casi en su totalidad al territorio del

estado de Nayarit. Desde tiempos prehispánicos ha sido habitada por diversos grupos etnolingüísticos: coras o náayeri, huicholes o wixárika, tepehuanes u o’dam, a más de otros grupos hoy en día extintos, como los caxcanes y los tepecanos. Debido a su geografía abrupta, a su carencia de metales y riquezas y a la baja densidad de población indígena –en comparación con otras regiones novohispanas–, esta región resultó poco atractiva para los primeros conquis-tadores hispanos ávidos de gloria y rápida fortuna. Nuño de Guzmán y sus huestes circundaron el Nayar sin internarse en él,1 no obstante, nos legaron las primeras descripciones de la sierra, cuyas características serían repe-tidas en las fuentes posteriores: tierras “ásperas”, “trabajosas”, de barrancas y despeñaderos, de mal comer y de malos caminos, no aptas para el tránsito con caballos, pobladas apenas por unos pocos “chichimecas” y, lo que resultó más importante, una tierra que ofrecía pocas riquezas a los españoles y que, por el

1 Particularmente, la expedición de Almíndez Chirino que atravesó la Sierra del Nayar en la

porción sur, tocando territorio huichol: J. M. Muriá y A. Peregrina (dirs.), Historia General de

Jalisco, vol. I, El Colegio de Jalisco, Gobierno del Estado de Jalisco, Miguel Ángel Porrúa, Guada-

lajara 2015, p. 242.

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contrario, los exponía al peligro de perder sus bienes más preciados: caballos y sustento. 2

Esta idea de una tierra “pobre” propició el poco interés de los soldados deve-nidos encomenderos por apropiarse de este espacio. Nuño de Guzmán entregó encomiendas en las orillas de la sierra, en Tlaltenango y Teúl, mientras que Huaynamota y Tepeque habrían sido las únicas encomiendas dadas en el interior del Nayar. El resto del territorio serrano no fue encomendado, pues Guzmán y sus capitanes procuraron reservar para sí los lugares con mayor número de habitantes y con mayores posibilidades de aprovechamiento.3 La sierra en cambio era un espacio virtualmente inexplorado y del que se sabía muy poco. Por ejemplo, en la Suma de visitas de mediados del siglo XVI se registró el pueblo “Cora” señalando únicamente que “Los principales de estos pueblos son chichimecas montaraces, no quisieron p[ar]ecer”. Por tanto, lo que se sabía de ellos eran solo rumores: “Dicen que son los indios de este pueblo muchos y muchas estancias. Es tierra fragosa. Está por lo alto de la sierra, desde el río de Huaynamota hasta el de Omitlan”.4 Aunque la Suma consigna que los pueblos de “Cora” estaban encomendados en don Francisco Rojo,5 tal encomienda fue sólo nominal, puesto que los indios nunca pagaron tributo. De Huaynamota, pueblo encomendado a Juan de Arce,6 se decía que aunque contaba con cinco estancias y cerca de quinientos hombres casados,

2 Pueden verse tales descripciones en las relaciones de Gonzalo López, García del Pilar, Francisco

de Arceo y el propio Nuño de Guzmán, publicadas en J. L. Razo Zaragoza (comp.), Crónicas de

la conquista del reino de Nueva Galicia en territorio de la Nueva España, Instituto Jalisciense de

Antropología e Historia, Gobierno del Estado de Jalisco, Guadalajara 2001.

3 S. Álvarez, Conquista y encomienda en Nueva Galicia durante la primera mitad del siglo XVI:

“bárbaros” y “civilizados” en las fronteras americanas, en “Relaciones. Estudios de historia y

sociedad”, vol. XXIX, 116/2008, p. 174.

4 R. García Castro (coord. y ed.), Suma de visitas de pueblos de la Nueva España, 1548-1550, UAEM,

Toluca 2013, p. 138.

5 Francisco Rojo fue uno de los primeros vecinos de la Villa del Espíritu Santo de la Mayor España

-luego llamada Tepic- fundada por Nuño de Guzmán: F. A. de Icaza, Diccionario Autobiográfico de

Conquistadores y Pobladores de la Nueva España, Madrid 1923.

6 “Pacificador de los caxcanes” en 1541 a quien el gobernador Francisco Vázquez Coronado

habría otorgado la encomienda: T. Hillerkuss, Diccionario biográfico del Occidente novohispano,

Ediciones Cuéllar, Universidad Autónoma de Zacatecas, Zacatecas 1997, p. 99.

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era “gente bárbara” que no había tributado ni servido, habitando en “tierra estéril y muy fragosa. Su hábito es arco y flecha”.7 En las márgenes de la sierra los pueblos de Teúl, Tlaltenango, Acaponeta y Xalisco aparecen también en la Suma como sujetos a diversos encomenderos -Juan Delgado, Toribio de Bolaños, Antón de la Puebla y Cristóbal de Oñate “el mozo”, respectivamente- siendo Xalisco la única encomienda productiva de la región, si bien sus habi-tantes fueron calificados de “gente floja y enferma”, a pesar de que la tierra era “abundosa”. Misma calificación negativa se registró para los de Teul, cuyos habitantes “sirven mal”; los de Tlaltenango, “gente haragana” y los de Acapo-neta, gente “indómita y bárbara” que no tributaba a su encomendero y “tienen de costumbre andar desnudos”.8

La Guerra del Mixtón, que azotó la Nueva Galicia a principios de la década de 1540, generó la percepción de la Sierra del Nayar como una tierra, no sólo de indios bárbaros y haraganes, sino de guerra. Por un lado, algunas versiones sobre los orígenes del alzamiento indígena señalaron que éste se había gestado en el Nayar, entre los indios de Huaynamota, Huazamota y otros “serranos” que, luego de matar al encomendero Juan de Arce y realizar una ceremonia en un pueblo llamado Taxicoringa, comenzaron a alentar a los indios de la región para que “acometiendo ellos a un tiempo a los cristianos españoles los acaba-rían o echarían de la tierra”.9 Por otra parte, los rebeldes que lograron escapar a la feroz represión orquestada por el virrey Antonio de Mendoza hallaron refugio en la Sierra del Nayar: así sucedió con Guaxicar, señor de Xochi-tepec; Tenamaztle, señor de Nochistlán, a más de numerosos caxcanes.10 De tal suerte, la Sierra del Nayar aparecía tanto como el lugar de origen de los alzados en la Guerra del Mixtón, así como su refugio tras la derrota, desde donde continuaban hostilizando a los pueblos de indios cristianos y pacíficos, según informaron los oidores de Nueva Galicia al rey en 1549:

7 R. García Castro, Suma de visitas, op. cit., p. 177.

8 Ibidem, p. 415, 372, 77.

9 A. Tello, Crónica miscelánea de la sancta provincia de Xalisco. Libro segundo, Gobierno del Estado

de Jalisco, Universidad de Guadalajara, Guadalajara 1968, pp. 224-225.

10 “Carta del oidor Hernán Martínez de la Marcha al emperador desde Compostela, Nueva Galicia”,

18 de febrero de 1551, Archivo General de India (en adelante, AGI), Guadalajara, 51, f. 1v.

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Y pues se ha tocado en los atrevimientos que los indios de suyo nombrados han

tenido y tienen significamos y hacemos saber a vuestra majestad que como tan

prohibidas sean las entradas y a su noticia haya venido han acordado de tomar ellos

la mano y poner pie que dicen del río de Tepeque han entrado y hecho saltos al pie

de 14 leguas dentro en tierra de paz los cazcanes y de tal arte que algunas veces

han muerto y llevado a sacrificar ciento y tantas personas sobre haberse atrevido

a quemar una estancia o pueblo y muerto los que pudieron haber, esta gente es la

del indio Chapuli que está de guerra y con quien se dice haberse juntado el cacique

capitanete Tenamaztle que escapó de preso de la del peñol de Nochistlán de donde

era cacique, acógense a ellos también muchos esclavos y negros fugitivos […].11

Ya desde entonces, la región era vista como una frontera interior, un espacio no dominado por la monarquía hispana, cuyos habitantes rehusaban conver-tirse al cristianismo y dar vasallaje al monarca católico. Una tierra en la que se enfrentaba el ímpetu civilizador europeo con la barbarie de los indios no sometidos.

Para la década de 1570, con la publicación de las “Ordenanzas de descu-brimientos, nueva población y pacificación de las Indias” de Felipe II,12 la suerte de estos indios quedó echada. Tales leyes exhortaban a los españoles a atraer a los indios al gremio de la Iglesia y a la obediencia al rey por medios suaves y pacíficos -privilegiando el comercio y/o intercambio de bienes preciados para los nativos-, al tiempo que prohibían la guerra como medio para la expansión evangélica. Así, a pesar de las quejas recurrentes de los vecinos españoles de Guadalajara y Tepic, que denunciaban los ataques de los indios insumisos a los pueblos de cristianos y pedían al rey autorización para organizar entradas punitivas, la Corona no aprobó hacer la guerra a los indios serranos.

11 “Carta de los licenciados Hernando Martínez de la Marcha, Lorenzo Lebrón de Quiñones y

Miguel de Contreras Ladrón de Guevara, oidores de la Audiencia de Nueva Galicia, al rey”, 1649,

AGI, Guadalajara, 51, L.1, N.2, f. 4v-5.

12 La publicación íntegra de las ordenanzas puede verse en F. Morales Padrón, Teoría y leyes de

la conquista, Ediciones Cultura Hispánica del Centro Iberoamericano de Cooperación, Madrid

1979, pp. 489-518. Estas ordenanzas serían recogidas más tarde en el libro IV, títulos I a VII de

la Recopilación de Leyes de Indias de 1680.

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Por estos mismos años, asistimos en la Sierra al surgimiento de un señorío cora independiente, encabezado por un señor nombrado Nayarit, por quien la región terminaría siendo conocida como Sierra del Nayar y sus habitantes como nayaritas. Dicho señor encabezaba un culto religioso de características solares y guerreras que tenía su principal centro ceremonial en la Mesa del Nayar, también llamada Tsakaimuta, a donde acudían numerosos indios a adorar al dios del Sol, creador de los animales y patrón de la guerra, de los rayos y de los truenos. A la muerte del Nayarit -que habría sido bautizado hacia 1600, recibiendo el nombre cristiano de Francisco Nayarit- su cadáver, seco y ataviado con diversos adornos, fue colocado en el templo de la Mesa del Nayar y pasó a formar parte del culto religioso. En los años posteriores, los cadáveres de tres de sus sucesores fueron ubicados también en el templo; ahí, los indios de la sierra les ofrendaban plumas, jícaras con cuentas, sangre de venados y las cabezas de los indios enemigos.13

A pesar de que las autoridades civiles y eclesiásticas así como los vecinos españoles de la región tenían conocimiento de este culto religioso, la negativa de la Corona de hacer la guerra a los nayaritas permitió su subsistencia. En contraposición a las armas, el monarca dejó la ardua labor de atraer a los indios a la grey cristiana en manos de los frailes menores. Así, fueron dos las provin-cias franciscanas que, desde diferentes flancos, intentaron arrancar la Sierra de las garras del demonio que, en opinión de los misioneros, tenía cegados a los indios. Del lado oriental, los franciscanos de la Provincia de San Francisco de Zacatecas establecieron conventos en Colotlán, Huejuquilla, Mezquitic y Camotlán,14 mientras que sus hermanos de la Provincia de Santiago de Xalisco hicieron lo propio en la vertiente occidental de la Sierra, estable-ciendo conventos en Xalisco, Acaponeta, Ixcuintla, Huaynamota, Ayotuxpan, Huajimic, Amatlán y Huajicori.15 Como en otras regiones novohispanas, estos conventos fueron la punta de lanza desde donde los frailes intentaban cada vez más adentrarse en las tierras habitadas por los indios gentiles, para

13 J. Neurath, Las fiestas de la Casa Grande. Procesos rituales, cosmovisión y estructura social en una

comunidad huichola, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antro-

pología e Historia, México 2002, p. 29.

14 J. Arlegui, Crónica de la provincia de N. S. P. S. Francisco de Zacatecas [1734-1736], Cumplido,

México 1851.

15 A.Tello, Crónica miscelánea, op. cit.

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establecer nuevos pueblos de misión. Sin embargo, como veremos a continua-ción, fueron muchas las concesiones que debieron hacer los misioneros frente a la reticencia de los indígenas para convertirse.

Un cerco de pueblos de indios cristianos

Como ha sido ampliamente estudiado, la aceptación del cristianismo iba de la mano de la aceptación de la policía: un modelo de vida que buscaba la inte-gración de los indígenas al nuevo sistema social y económico. Este término integraba dos conceptos: “uno público, asociado a la ciudadanía de un estado organizado, y el otro conectado al comportamiento personal y la vida privada, ambos inseparables de la vida urbana”.16 Para 1574, el cosmógrafo y cronista Juan López de Velasco definió con claridad los elementos que constituían la vida en policía: la vida en comunidad, en pueblos o villas;17 la construc-ción de viviendas permanentes; el cubrir su desnudez con “algún género de vestido” así como el uso de calzado; la cría de ganado y cultivo de la tierra para asegurar su sustento; la realización de trabajo manual; la práctica de las artes como pintura, escultura y cerámica; y el gobierno bajo la guía de corregidores y caciques.18 Policía era, en este sentido, sinónimo de civilización.

Por desgracia, a diferencia de otros indios del virreinato, los de la Nueva Galicia y concretamente, los nayaritas, carecían de muchas de estas virtudes, esto es, carecían de policía. Así, nos dice fray José Arlegui, cronista de la provincia de Zacatecas, que mientras que los tlaxcaltecas, mexicanos y otomíes eran indios “políticos”, los nativos del septentrión eran bárbaros, bozales, rústicos, brutos, torpes:19 términos todos que, en la época, se empleaban para

16 R. L. Kagan, Un mundo sin murallas: la ciudad en la América hispana colonial, en J. I. Fortea Pérez

(ed.), Imágenes de la diversidad: el mundo urbano en la Corona de Castilla (s. XVI-XVII), Univer-

sidad de Cantabria, Asamblea Regional de Cantabria, Santander 1997, pp. 67-68.

17 “Pueblos formados” les llamó G. de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, vol. 2, 87-88, en

Kagan, loc. cit.

18 J. Thomas, “Évangéliser par le corps. La policía cristiana dans les Andes au XVIe siècle”, Cahiers

d’études du religieux. Recherches interdisciplinaires, 11/2013, Disponible en línea: http://bit.

ly/2Z32u38 [Consultado: 13 de octubre de 2018].

19 J. Arlegui, Crónica de la provincia, op. cit., passim.

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denotar la falta de “cultura”, es decir, de policía. Así, bárbaro era definido como “Inculto, grosero, lleno de ignorancia y rudeza, tosco y salvaje: como lenguaje bárbaro, costumbres bárbaras. […] Vale también fiero, cruel, despia-dado. Se toma algunas veces por temerario, destemplado y precipitado, e inconsideradamente violento”;20 bozal era “el inculto y que está por desbastar y pulir”,21 mientras que bruto era “el que es en sus costumbres y operaciones bárbaro, y procede bestialmente como ajeno a razón”.22

El término “policía cristiana” añadía un componente religioso y moral al concepto.23 El hombre realmente civilizado era cristiano, y como cristiano debía vivir en núcleos urbanos, pues la policía sólo podía encontrarse entre los habitantes de las ciudades. De tal suerte, la vida en policía no podía desligarse de la práctica cristiana, puesto que, para los cristianos, la práctica correcta de la religión era incompatible con otros modos de vida: por ejemplo con el nomadismo, que “igualaba a los hombres con las fieras”, o con la dispersión de pequeños núcleos familiares en las montañas. Para los misioneros y los repre-sentantes de la Corona, transformar realmente a los indios mediante el cris-tianismo implicaba necesariamente “habituarlos a una nueva forma de estar en el mundo social cotidiano”.24 Se empleaba por ello el término reducirse, sinónimo de convencerse, persuadirse.

Las misiones evangélicas –llamadas también reducciones– tenían como objetivo reducir a los indios a la vida política. Por ello, en el Nayar, como en el resto del territorio del virreinato, uno de los primeros actos de la reduc-ción consistía en que los indígenas aceptaran abandonar sus rancherías dispersas en los montes y barrancas para asentarse de manera permanente en el sitio que los frailes destinaban a su habitación. Para ello, los franciscanos debían tratar de ajustarse, en la medida de lo posible, a las recomendaciones

20 Real Academia Española, Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido

de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y

otras cosas convenientes al uso de la lengua [...]. Compuesto por la Real Academia Española. tomo I,

Imprenta de Francisco del Hierro, Madrid 1729, pp. 556-2 y ss.

21 Ibidem, pp. 655-1 y 655-2.

22 Ibidem, pp. 691-2.

23 R. L. Kagan, Un mundo sin murallas…, op. cit., p. 67.

24 W. F. Hanks, Converting Words. Maya in the Age of the Cross, University of California Press, Cali-

fornia 2010, p. 72. [La traducción es mía].

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hechas por Juan de Ovando en 1569, quien señaló que los pueblos debían ser fundados preferentemente en sitios con clima templado, evitando el calor o el frío extremo, que contaran con tierras fértiles, árboles maderables, cerca de fuentes de agua y de los caminos, evitando los sitios costeros, considerados insalubres, las altas montañas y en general los sitios mal comunicados.25 De ahí que, cuando fue posible, los franciscanos buscaron sacar a los indios de la sierra y convencerlos de mudar su residencia a las laderas bajas o, en el mejor de los casos, a los valles cercanos: fue el caso de Ayotuxpan, fundado con “gente nuevamente convertida y bajada de la famosa serranía que llaman de los coras”;26 Colotlán, fundado con indios que solían habitar en “la serranía gruesa”,27 o Atonalisco, establecido también con indios que aceptaron dejar las montañas.28

La imposición de este modelo de residencia basado en pueblos de misión implicaba señalar a cada uno de ellos extensiones de tierra para su sustento que, preferentemente, debía obtenerse mediante actividades agrícolas y gana-deras; de ahí que se prefirieran los valles por sobre las barrancas y montañas. Sacar a los indios de la sierra facilitaba además la vigilancia de sus conductas y el control de su movilidad, al tiempo que hacía menos dificultosa la labor de los frailes que debían ocuparse de evangelizarlos. Y, lo que resultaba se suma importancia, los alejaba del pernicioso influjo que ejercían en toda la sierra los “nayaritas, adoradores de ídolos”.

Sin embargo, si bien muchas de estas transformaciones fueron vividas por igual en otros ámbitos misionales pues formaban parte del núcleo del proceso evangelizador, es necesario tomar en cuenta que el establecimiento de nuevas conversiones en este ámbito fronterizo fue casi siempre producto de una negociación entre los indígenas todavía gentiles y los misioneros. El escaso control que las autoridades coloniales ejercían en la sierra, la relativa facilidad

25 M. Lucena Giraldo, Empire of Cities. Urban Models in Spanish America, en Nilson, L. (ed.), Urban

Europe in Comparative Perspective, Instituto de Historia Urbana, Estocolmo 2007, p. 5.

26 A. de la Mota y Escobar, Descripción geográfica de los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y

Nuevo León, Universidad de Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, Guadalajara 1993, p. 42

27 Ibidem, p. 62.

28 Archivo de la Real Audiencia de Nueva Galicia (en adelante, ARANG), Civil, caja 298, exp. 15,

“Autos formados sobre la reducción de los indios apóstatas y gentiles del pueblo de Atonalisco

de la jurisdicción de Tepic”, 1697.

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con que los indios huían a las cumbres y barrancas, o evadían a los misio-neros, impidió a los franciscanos imponer por fuerza la policía cristiana a los indígenas. En tales circunstancias, el modelo misional debió ser mucho más flexible que en otras regiones del virreinato, adaptándose a las condiciones específicas de esta frontera.

Por ejemplo, en las negociaciones entre indios y frailes –de las que quedan apenas indicios en la documentación– en ocasiones los indígenas aceptaban la conversión al cristianismo, esto es, la erección de iglesia en la que se les educara en los preceptos cristianos pero sin mudar sus resi-dencias ni abandonar el espacio serrano. De ahí que encontremos pueblos de indios cristianos viviendo en el fondo de barrancas o en la cima de los cerros, en parajes lejanos a los que el misionero no accedía con facilidad. Basta ver las descripciones que en 1689 hicieron diversos frailes acerca de sus propias doctrinas, para comprobar que muchas de ellas se ubicaban en lo interior del Nayar a pesar de las dificultades de comunicación y tránsito que ello suponía para los franciscanos: por ejemplo, el doctrinero de Amatlán –pueblo descrito como “frontera con indios bárbaros”– tenía bajo su cargo tres pueblos de indios y atendía también las necesidades espirituales de tres ranchos y estancias, ubicados todos en una distancia que iba de las tres a las trece leguas, “de caminos todos peligrosos, y llenos de barrancos, precipicios y serranías altísimas”;29 el de Camotlán señaló que la cabecera se ubicaba “en un valle o cañada que hace en el medio de la Sierra Madre. Su temple es más cálido que templado, el terreno es húmedo por cuya causa abunda todo género de mosquitos, alacranes y otros muchos animales y sabandijas nocivas y dañosas. Sus entradas y salidas por todas partes son muy ásperas y penosas”,30 mientras que su sujeto Apozolco se ubicaba en un “barranco estrecho y muy caliente”;31 de igual modo, en 1693 los propios indios de San Francisco Cocoasco, en la jurisdicción de Tlaltenango, afirmaron que vivían “en el fondo de una barranca donde sus antepasados fundaron pueblo”.32

29 Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara (en adelante, AHAG), Padrones, Amatlán,

1680, f. 2v.

30 AHAG, Padrones, Camotlán 1689, f. 1.

31 Ibidem, f. 1v.

32 Archivo Histórico de Instrumentos Públicos, Jalisco (en adelante, AHIP), Libros de gobierno,

libro 9, no. 73, f. 109.

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Así, podemos ver que la asociación entre el cristianismo y un determinado modelo urbano fue poco efectivo en estas misiones. Más aún, la educación cristiana que podían recibir los indios que habitaban en parajes tan lejanos dejaba mucho que desear, tanto por la poca frecuencia con que eran visitados por sus doctrineros, como por la poca vigilancia que podía tenerse sobre sus conductas en el ámbito cotidiano.

Otra adaptación importante que sufrió la misión en esta frontera consistió en la disociación del indio cristiano del tributario. En otras regiones de la América colonial, convertirse en cristiano y vasallo de la monarquía hispana iba acompañado de la obligación impuesta a los indígenas de contribuir al sostenimiento de ésta mediante el pago de tributo; incluso, con el paso del tiempo, las mismas repúblicas de indios convirtieron su posición como tribu-tarios en un signo de su relación con la Corona, así como en el argumento principal para demandar a las autoridades protección y amparo,33 por lo que es común encontrar en sus escritos que los indígenas se referían a sí mismos como indios cristianos, vasallos y tributarios. Sin embargo, en el caso de las misiones franciscanas en torno al Nayar, y justamente por el hecho de ubicarse en una región de frontera, los indios fueron exentos del pago de tributo así como del servicio personal en las haciendas y minas de españoles. Si bien estas exenciones se aplicaban regularmente en todas las misiones de reciente creación por un periodo de veinte años, en el caso de los pueblos fundados por franciscanos de Zacatecas en torno a Colotlán -que sumaban 21 para 1710- así como Huejúcar, Tlalcosagua, Huejuquilla y Guazamota, encontramos que se trató de una exención que se hallaba vigente todavía en 1710, e incluso, en algunos casos, se mantuvo durante todo el periodo colonial.34 Del otro lado de la sierra, en la provincia franciscana de Xalisco, estaban en tal condición los pueblos de Atotonilco, Huajimic, Amatán, Tuitán, Ocotiqui, Aguacatlan, además de Cuyután, San Diego, San Blas, Saycota y Milpillas.35 No obstante, el resto de los pueblos de indios en la región sí pagaban tributo al rey.

33 B. P. Owensby, Pacto entre rey lejano y súbditos indígenas. Justicia, legalidad y política en Nueva

España, siglo XVII, “Historia Mexicana”, 1/julio-septiembre 2011, vol. LXI, p. 90.

34 R. E. Güereca Durán, Las milicias tlaxcaltecas de Saltillo y Colotlán, en “Estudios de historia

novohispana”, 54/enero-junio 2016, pp. 50-73.

35 Parecer del capitán protector Pedro Álvarez de Ron, noviembre 15 de 1710, en AGI, Guadalajara,

162, f. 22v.

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Operó así una división entre dos tipos de indios cristianos: los fronterizos y los tributarios. A los primeros, en lugar de contribuir al sostenimiento del reino con tributo y trabajo, se les hizo cargo de guardar y defender la fron-tera con los gentiles nayaritas mediante el servicio de las armas, lo que dio paso al surgimiento de los pueblos de indios cristianos, fronterizos y soldados. Tendríamos entonces que, a diferencia de lo ocurrido en otras regiones de la Nueva España, en el Nayar las misiones no cumplieron con la función econó-mica de generar tributarios que estuvieran dispuestos además a vender su fuerza de trabajo en las labores españolas.

Dentro de las características de las misiones del Nayar, podemos señalar también su carácter efímero. Debido a las condiciones de inseguridad impe-rantes en esta frontera, algunos pueblos debieron ser mudados de sitio, mien-tras que otros fueron abandonados en sucesivas ocasiones por los indígenas y solo volvían a poblarse por la intercesión de los misioneros. Por un lado, las misiones eran blanco de asaltos y violentos ataques por parte de los indios insumisos, que realizaban incursiones a los pueblos para aprovisionarse de alimentos y bienes diversos, causando destrucción y muertes a su paso; en los años que siguieron a la Guerra del Mixtón y durante la década de 1550 tales ataques fueron frecuentes, según puede verse en la documentación.36 Pero, en ocasiones, eran los propios indios recién congregados los que se rebe-laban en contra de sus encomenderos y, tras arrasar pueblos y haciendas, se remontaban a la sierra: tal fue el caso de los indios de Acaponeta y otros cinco pueblos, que en 1583 se levantaron en contra de sus encomenderos para luego huir a la sierra.37

En otros casos, bastaba que el fraile se ausentase de su doctrina para que los indios se dispersaran en las montañas: así lo atestiguó fray Antonio Tello, quien tras su arribo a Amatlán de Jora en 1620, fue recibido con hostilidad por los indios: coanos, tecuares y tepehuanes, así como unos pocos “nativos”,

36 Por ejemplo, en los “Requerimientos de varios caciques al señor obispo”, en F. Orozco y Jiménez,

Colección de documentos históricos inéditos o muy raros, referentes al arzobispado de Guadalajara,

vol. 1, La Agencia Eclesiástica Mexicana, Guadalajara 1922, pp. 52-65. Referencias a estos

ataques se encuentran también en la documentación generada por el oidor Martínez de la

Marcha, ya citada.

37 J. Meyer, Breve historia de Nayarit, El Colegio de México, Fideicomiso Historia de las Américas,

FCE, México 1997, p. 64.

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abandonaron el pueblo y se dedicaron a tratar de amedrentar al franciscano, prendiendo fuego a todas las casas abandonadas del poblado, excepto la que habi-taba Tello y su doctrinero indígena. Ante la imposibilidad de convencer a los huidos para reducirse a la misión, Tello optó por apresar a los “indios principales” y llevarlos al mineral de Xora como rehenes, hasta en tanto los indios de Amatlán se redujeran. Aunque la medida tuvo éxito, éste fue temporal: cuando en 1622 el franciscano fue asignado a otra doctrina, Amatlán fue despoblado. A su regreso en 1624 Tello debió nuevamente enfocar sus esfuerzos a congregar a los indios que vivían en las barrancas y ya habían hecho allí sus sementeras y casas.38

Numerosas misiones fueron fundadas y abandonadas a los pocos años debido a sus escasos resultados. Algunas incluso pasaron por tres o cuatro refunda-ciones. El caso de Huaynamota ilustra bien la inestabilidad de las misiones franciscanas en el flanco occidental de la sierra del Nayar. En 1541 los indios huaynamotas habían sido dados en encomienda pero, tras asesinar a su enco-mendero Juan de Arce se habían dispersado en la sierra.39 En 1580 se estableció una primera reducción formada por diez pueblos: Tabelita, Saurichi, Aumata, Tlaxomulco, Acarith, Acatlan, Huaynamota, Macamota, Tacarita y Guaqui-sita, y se levantó el convento en Tabelita. Estos pueblos estarían conformados por indios de “tres naciones diferentes pero se entienden porque su lengua no se diferencia mucho”.40 Pero en 1585 los indios recién convertidos de las serranías de Huaynamota mataron a dos frailes, varios indios y españoles, y tras incendiar la iglesia y convento y saquear la sacristía, se remontaron a la sierra “volviéndose a la idolatría”.41 En tal ocasión, el célebre capitán Miguel Caldera acudió a perseguir y tratar de castigar a los indios rebeldes, contando con el apoyo de numerosos caxcanes.42 Como resultado, cerca de

38 A. Tello, Crónica miscelánea, op. cit., pp. 822-845.

39 “Carta de los licenciados Hernando Martínez de la Marcha, Lorenzo Lebrón de Quiñones y

Miguel de Contreras Ladrón de Guevara, oidores de la Audiencia de Nueva Galicia, al rey”, 1649,

AGI, Guadalajara, 51, L.1, N.2, f. 5.

40 A. Tello, Crónica miscelánea, op. cit., p. 130.

41 El episodio sería conocido como el martirio de los frailes de Huaynamota: D. Muñoz, Descripción

de la provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán, cuando formaba una con Xalisco, Instituto

Jalisciense de Antropología e Historia, Guadalajara 1965, pp. 73-76.

42 P. W. Powell, Capitán mestizo: Miguel Caldera y la frontera norteña. La pacificación de los chichi-

mecas (1548-1597), FCE, México 1980, pp. 138-139.

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mil indígenas fueron apresados y llevados en collera a Guadalajara, donde doce cabecillas fueron ahorcados y el resto convertidos en esclavos.43 Huay-namota quedó nuevamente abandonado. Para 1600 el capitán Gerónimo de Arciniega afirmó haber entrado a la sierra por Huaynamota y haber sacado dos mil indios con los que fundó, según Matías de la Mota Padilla, cuatro pueblos: Huaynamota, Huaristemba, Tacocotlán y Mecatlán,44 obteniendo por ello el título de Capitán de la frontera de Huaynamota.45 Fray Antonio Tello en cambio, nos ofrece una versión distinta: según el franciscano, Arciniega habría sacado de la sierra 500 personas, llevando la mitad de ellas a vivir en Santa Cruz, pueblo situado muy cerca del mar, y la otra mitad en Sentispac; estas congregaciones sin embargo habrían fracasado pues luego de tres años la mayor parte de los huaynamotecos volvieron a la sierra. Hacia 1603 fray Francisco de Barrios y fray Francisco Gutiérrez edificaron un nuevo convento para misionar entre los huaynamotecos al interior de la sierra, nombrándolo Nuestra Señora de la Candelaria. De los antiguos pueblos fundados en 1580, sólo se hallaban dos en pie; por tanto, los franciscanos trabajaron en la congre-gación de los indios que se encontraban “desparramados” en las serranías, a los que asentaron en seis barrios o tlaxilacal, cada uno con alcalde y fiscal. Pero hacia 1650, cuando Tello escribió su crónica, sólo se conservaban cuatro de tales barrios, debido en buena parte a la disminución de los huaynamotecos por la hostilidad que vivían a manos de los coras.46 Hacia 1670 al parecer, Huaynamota quedó abandonado de forma definitiva, si bien algunas familias indígenas acudían a atender pequeñas milpas y algodonales en las serranías, llamando a este paraje “Huaynamota viejo”.47

43 A. Tello, Crónica miscelánea, op. cit., pp. 683-684.

44 M. A. de la Mota Padilla, Historia del reino de Nueva Galicia en la América septentrional, Instituto

Nacional de Antropología e Historia, Guadalajara 1973 [1742], p. 16. En la actualidad, el Huay-

namota de la costa es apenas un ejido perteneciente al municipio de San Blas, Nayarit, y tiene

apenas 200 habitantes. Los otros tres pueblos también existen: Huaristemba, con menos de mil

habitantes; Mecatán, con cerca de 3 mil y Jalcocotán con 4 mil.

45 “El Capitán de la frontera de Guainamota, Jerónimo de Arciniega, al Virrey sobre la defensa de

aquella frontera de Nueva Galicia”, 1600, AGI, México, 25, N. 10, 2 fs.

46 A. Tello, Crónica miscelánea, op. cit., p. 131.

47 ARANG, Civil, caja 298, exp. 15, “Autos formados sobre la reducción de los indios apóstatas y

gentiles del pueblo de Atonalisco de la jurisdicción de Tepic”, 1697.

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Pero, sin duda, el obstáculo más importante al que debieron enfrentarse los misioneros en estas tierras fue el fuerte arraigo que tuvo en la región el culto religioso de la Mesa del Nayar. Y es que, a pesar de los intentos de los francis-canos por evitarlo, existía una constante comunicación entre los indios cris-tianos y los gentiles “adoradores” de los ídolos. Mientras que los gentiles -coras y huicholes- frecuentemente salían de la sierra para vender su trabajo en las haciendas españolas o en las minas, bautizaban a sus hijos en las parroquias fronterizas y establecían relaciones de compadrazgo con españoles, nume-rosos indios cristianos, a su vez, participaban activamente en las ceremonias religiosas en la Mesa del Nayar. Ante la dificultad de castigarlos, los frailes se vieron obligados a tolerar que cada tanto, algunos indios de sus parroquias se ausentaran para participar en las ceremonias y “mitotes” en la sierra, que acudieran ante el ídolo del Nayar para pedir por sus siembras, solicitar lluvias o el cese de alguna epidemia.48

Más aún, la subsistencia de este espacio que estaba más allá del control de las autoridades civiles y eclesiásticas del virreinato, sumado a la frecuente, y relativamente fácil interacción entre cristianos y gentiles dio lugar a la proli-feración de un delito en contra de la fe: la apostasía.

Apóstatas de todos colores

Apóstata, en el contexto serrano, fue un término empleado para describir a aquellos que, luego de haber sido incorporados a la comunidad de fieles cris-tianos -a veces, sólo de forma nominal y en otras con una participación plena- se apartaban de ella trasladándose a la sierra, a vivir entre los coras gentiles. Con ello dejaban de asistir a misa, de participar de los sacramentos católicos y de vivir “en policía cristiana”, poniendo en riesgo la salvación de sus almas, situación que se agravaba cuando los apóstatas volvían a practicar la religión nativa.

Quizá sea fray Francisco del Barrio el primero en anotar la presencia de apóstatas en el Nayar. Así, al narrar su entrada a la sierra en 1604, dejó constancia del gran número de indios “bautizados ladinos” que acudieron

48 R. E. Güereca Durán, “Caciques, ‘lenguas’ y soldados fronterizos: actores indígenas en la

conquista de la Sierra del Nayar, 1721-1722”, (Tesis doctoral), UNAM, México 2018, pp. 235-248.

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a escuchar su prédica; si bien no señala el origen de estos indios, sí hizo énfasis en la comunicación constante que tenían con las tierras de Guadiana, a donde salían para recibir el bautizo y después volver a la sierra, como le comunicaron cuatro indios a los que encontró en el primer pueblo al que llegó durante su entrada, a quienes les predicó “afeándoles sus maldades” y exhortó “a que se saliesen a tierra de paz, a donde acudiesen a todo lo que es de cristiandad” y buscaran sacerdotes que les dijeran misa.49

Casi medio siglo después, el obispo Juan Ruiz Colmenero, durante su visita pastoral, arribó a las inmediaciones del Nayar e hizo patente la presencia de numerosos “fugitivos de las fronteras de la Galicia que, aunque eran cris-tianos, vivían en ellas apóstatas con peligro de serlo entre los coras naya-ritas gentiles”. Comisionó entonces al gobernador de Zayamota, el indio Diego Felipe, para que los congregara en un paraje llamado San Blas. Aunque algunos indios de las rancherías Aguarate y Taoverita se resistieron a acudir, Diego Felipe logró congregar a 38 personas, de las cuales, siete eran gentiles, mientras que el resto habían sido bautizadas, por lo que, a decir del obispo “aunque no pareció con certeza haber caído aun en la infidelidad”, luego de que los indios hicieron profesión de fe, “los absolvió ad cautelam del crimen de apostasía”.50

El obispo también dio cuenta de la facilidad con la que los indios de las fron-teras de Colotlán, particularmente los de Huejuquilla el Alto, abandonaban las misiones cristianas para vivir en la sierra. Así, señaló la desolación en que había encontrado Huejuquilla y las sierras vecinas, debido al abandono que sus habitantes habían hecho de las tierras, convirtiéndose en fugitivos após-tatas. En palabras del obispo, los vecinos “indios, negros, mulatos, mestizos y libres y esclavos que por vivir con poco trabajo, con ningún apremio y con retiro de la verdadera religión, se van a lo más retirado de la dicha provincia

49 Relación de fray Francisco del Barrio, en T. Calvo, Los albores de un Nuevo Mundo: siglos XVI-XVII,

Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Universidad de Guadalajara, México 1990,

pp. 260-265.

50 AGI, Guadalajara, 56, “Papeles sobre la visita pastoral del obispo Juan Ruiz Colmenero”,1649,

f. 4v. Un análisis certero de los motivos que llevaron al obispo a erigir una doctrina a cargo del

clero secular en esta región, puede verse en M. Péron, “Dos visitas episcopales del siglo XVII

en la sierra de Nayarit. Intereses en juego y límites de la conquista espiritual del occidente

mexicano”, en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, no. 69, 1997.

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del Nayar sin que hasta ahora se haya puesto en ejecución remedio contra tanto daño”.51

De los tempranos testimonios de fray Francisco del Barrio y del obispo Ruiz de Colmenero, salta a la vista que existían varias vías para convertirse en apóstata de la fe cristiana. Por un lado, estaban aquellos que de forma volun-taria y consciente abandonaban sus pueblos (casi siempre vecinos a la sierra) para encontrar acogida entre los indios; entre éstos, según el testimonio del obispo, se podían encontrar no sólo indios sino también mulatos, negros libres y esclavos así como mestizos. Por otra parte, estaban aquellos apóstatas que podríamos calificar de “involuntarios”, sin culpa: aquellos indios que habían formado parte de una misión y habrían recibido el bautismo y una incipiente formación cristiana, pero que al no prosperar la misión –por la hostilidad de otros indios, por el abandono de los frailes o, como reconocía el propio obispo, por los conflictos entre ministros eclesiásticos y seculares– se habían disper-sado, abandonando la religión cristiana. Finalmente, estaban aquellos indios señalados por Barrio, quienes viviendo “a su usanza gentílica” salían even-tualmente a los pueblos fronterizos (Guadiana, Juchipila, Colotlán), donde recibían el bautizo antes de volver a la sierra, por lo que es de suponer que su conocimiento del cristianismo era prácticamente nulo.

Para los españoles, los apóstatas representaban un foco de contamina-ción que venía a corromper el alma de los indios nayaritas que, si bien eran gentiles, también eran dóciles y pacíficos. Por ejemplo, ante una carta escrita en 1697 por varios capitanes coras gentiles en la que señalaban con claridad que no querían ser cristianos sino vivir “como vive el Nayarit”, el oidor fiscal de la Audiencia de Guadalajara afirmó que “de su forma y contexto se reco-noce haberla escrito algún apóstata malicioso pervertidor de los ánimos de los gentiles y que dificulta su reducción”, aunque la carta aparecía signada por capitanes coras. Este mismo oidor escribió al virrey de Nueva España seña-lando la conveniencia de evitar el paso hacia el Nayar de los apóstatas que, según su parecer, eran “siempre los mayores enemigos”. La misma opinión emitió la Audiencia de Guadalajara en una misiva al virrey el año de 1712, señalando que la conquista de los coras se habría logrado ya, si los apóstatas no la embarazaran con sus “diabólicos consejos”.52

51 Ibidem.

52 AGI, Guadalajara, 162, “Conquista y reducción de los indios de la provincia de Nayarit…”, f. 4-4v.

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Otro ejemplo del actuar supuestamente malicioso de los apóstatas nos lo ha dejado el padre Tomás Solchaga quien, en su entrada al Nayar en 1715, dijo haber encontrado a los indios recelosos y desconfiados, y culpó de ello a los apóstatas y a los indios “malos cristianos” de los pueblos vecinos, quienes los habían dispuesto en contra “diciéndoles que les íbamos a hacer guerra y a cautivarlos, y hacer que con violencia recibieran el bautismo”. De acuerdo con Solchaga, eran los apóstatas los que repugnaban la conversión de los naya-ritas por ser la sierra refugio de españoles, indios y de todos los que “o con mujeres hurtadas o con otros delitos se van al Nayari a vivir entre ellos gentí-licamente”.53 Tal experiencia llevó a Solchaga a concluir que las dos o tres mil personas que habitaban la sierra nunca se reducirían a la fe espontáneamente, por influjo de los apóstatas que, por conservar su “libertad de conciencia”, los inducían a que no se convirtieran “ponderándoles que si se reducen han de estar en dura sujeción a los padres y ministros evangélicos, y que han de padecer muchas vejaciones de los justicias seculares como ellos las tienen experimentadas en sus pueblos y que por eso andan huyendo de ellos”.54

De tal suerte, parece ser que los apóstatas incentivaban la negativa de los gentiles a reducirse, expresando los aspectos negativos de la sociedad colo-nial que los indios, en caso de convertirse en cristianos, habrían de vivir: el pago de tributos, abusos de las autoridades, aceptación forzada de la religión cristiana. La credibilidad que tenían ante los nayaritas gentiles emanaba en algunos casos de su conocimiento cercano de la sociedad colonial, es decir, del hecho de ser poseedores de información privilegiada, fruto de sus propias experiencias en el mundo cristiano y español. Los apóstatas no dudaban en compartir dicha información con los nayaritas para alentar sus deseos de permanecer gentiles e independientes al dominio de la monarquía hispana, lo que les valió ser el blanco de los ataques de autoridades civiles y eclesiásticas, que pronto los convirtieron en los principales culpables de la negativa de los gentiles a reducirse.

Para el mundo colonial, el apóstata renunciaba de forma consciente y volun-taria a la vida cristiana para abrazar la vida en pecado. Se convertía en un cristiano que vivía como gentil, como bárbaro, pero al fin cristiano, pues el bautizo, desde la perspectiva católica, es un sacramento que marca el ingreso

53 Ibidem, f. 140.

54 Ibidem, f. 142.

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a una religión excluyente y definitiva: ser cristiano implica renunciar a la práctica de cualquier otra religión, por el resto de la vida. No se puede dejar de ser cristiano, así como no hay manera de borrar el bautizo. Tal argumento fue utilizado por las autoridades eclesiásticas para reclamar la jurisdicción sobre esos indios que se alejaban de la práctica cristiana, afirmando que, si bien no podían obligar a los gentiles a abrazar la “verdadera religión” y salir de la sierra, sí podían, en cambio, perseguir y castigar a los apóstatas, sobre los cuales sí tenían autoridad en virtud de su pertenencia irrenunciable a la grey cristiana. De ahí que, en diversas ocasiones, las autoridades eclesiásticas demandaron al Nayarit, en su calidad de “principal” o “señor” de los gentiles, que expulsara de sus dominios a los apóstatas: así lo hizo en 1649 el obispo de Guadalajara Juan Ruiz de Colmenero quien, en su visita a la sierra, escribió una misiva al “bárbaro infiel que al presente gobierna la dicha provincia”, con el objeto de requerirle que “eche de ella a los fieles fugitivos de cualquier estado y condición que sean, y no dé lugar a que en adelante se admitan otros, con apercibimiento de que se procederá al remedio que no alcanzare esta blandura con todo rigor”.55 Este tipo de solicitudes se repitieron en 1711, durante la visita de Margil de Jesús, y en 1716, durante la entrada del jesuita Tomás de Solchaga.

Este alejamiento de la autoridad eclesiástica no fue exclusivo de los indí-genas, nuevos cristianos. Desde mediados del siglo XVII se registró en la sierra la presencia de españoles, negros esclavos, mulatos y en general, miem-bros de las castas, que vivían entre los gentiles. Estos personajes fueron cali-ficados también como apóstatas, si bien, en algunos casos, tales hombres y mujeres no participaban de la religión indígena y continuaban practicando el cristianismo “bautizándose entre ellos”.

Estos apóstatas no indígenas, además, generaban la aparición de situaciones anómalas que atentaban directamente contra el “buen orden” colonial. Por ejemplo, propiciaban la aparición de “gentiles españoles”, siendo que la cate-goría gentil estaba en América reservada para los indígenas. Pero los espa-ñoles que se iban a vivir a la sierra procreaban hijos que, al no ser bautizados, se convertían en gentiles. Por ejemplo, en 1697 se consignó la presencia de tres jóvenes hijas de españoles viviendo entre los coras, de quienes se sabía

55 AGI, Guadalajara, 56, “Papeles sobre la visita pastoral del obispo Juan Ruiz Colmenero”,

1649, f. 5.

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que “nacieron de padres cristianos” pero habrían sido entregadas “en la menor edad, o en la infancia” voluntariamente por su madre para que fueran llevadas a vivir entre gentiles. “Más crueldad fuera echarlas a las fieras pero no tanto daño”, según la opinión de un fraile. Una de estas jóvenes mujeres, además, había sido dada en matrimonio “a usanza gentílica” a un indio apóstata origi-nario de Huajimic. El “extravagante” matrimonio entre española e indio gentil no podía sino ser reprobado por los vecinos y las autoridades españolas.56

Como reflexión final, es importante hacer notar que durante buena parte del periodo colonial, los esfuerzos de la Corona por reducir a los indios de esta región fueron bastante débiles. A pesar de las numerosas Reales Cédulas que exhor-taban a los frailes a concluir la reducción de los nayaritas y eliminar esa rochela, ese “lunar que afea la cristiandad”,57 lo cierto es que tales exhortos no iban acom-pañados del apoyo material, monetario, que hacía falta para avanzar sobre tierras tan hostiles. Será hasta 1720 que las autoridades civiles fijaron su atención en la región y destinaron los apoyos necesarios que se pudo consumar la conquista, por la vía armada, de la Sierra del Nayar, efectuada finalmente en 1722.

No obstante, cuando la conquista de la sierra ocurrió, el Nayar se hallaba ya cercado de pueblos de indios cristianos que incluso se sumaron a la conquista de los coras.58 Estos pueblos fueron, en la mayor parte de los casos, el resul-tado del trabajo constante y paciente de diversos misioneros que dedicaron su vida a predicar en estas tierras de frontera. Buscando a sus feligreses entre montes y barrancas, oficiando misa en templos de paja, sin vino, aceite y mucho menos ornamentos, entre indígenas a veces hostiles y otras tantas buenos y dóciles pero pobrísimos, haciendo vista gorda ante las faltas -algunas graves, otras no tanto- de los indios recién convertidos, la difusión del cristia-nismo en esta frontera fue producto más de las voluntades y esfuerzos indi-viduales de los franciscanos que dedicaron parte de su vida a ello. Hombres como fray Antonio Tello, fray Juan de Aguado, fray Sebastián de Villanueva o fray Antonio Arias Saavedra, que suplieron con su celo y convicción la falta de recursos y apoyo por parte de la monarquía.

56 ARANG, Civil, caja 298, exp. 15, “Autos formados sobre la reducción…”, f. 73.

57 J. Ortega, Maravillosa reducción, y conquista de la Provincia de San Joseph del Gran Nayar, nuevo

Reino de Toledo, en F. J. Fluviá (ed.), Apostólicos afanes de la Compañía de Jesús en México, Centro

de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Instituto Nacional Indigenista, México 1996, p. 53.

58 R. Güereca, op. cit., pp. 344-419.

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Fuentes y bibliografía

Fuentes

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La Iglesia metropolitana: proyectos, formación, reconformación y orden de la Iglesia diocesana

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Un modo de ser Iglesia. La formación de la jurisdicción de la

Audiencia episcopal en la Nueva España del siglo XVI

Dr. Jorge E. Traslosheros

Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Nacional Autónoma de México

El 30 de marzo de 1584 el arzobispo de México y virrey de la Nueva España, don Pedro Moya de Contreras, publica un Edicto General en el cual comu-

nica la celebración del tercer concilio de la Provincia Eclesiástica de México. Además de señalar la participación de los “reverendísimos señor coepíscopos y provinciales nuestros, y cabildos eclesiásticos y otros prelados y personas que por derecho o por costumbre suelen asistir a los sínodos provinciales”, señala que se llevaría a cabo: “para ejecución de aquello que antes de nosotros ha sido constituido para reforma de las costumbres, resolución de las contro-versias, corrección de los excesos y determinación de aquellas cosas que se vieran útiles para gloria de Dios y régimen de esta Provincia”.1

Las palabras de Moya de Contreras nos ponen de frente a dos elementos centrales en la etapa fundacional de la Iglesia mexicana, como son el acento en la dinámica disciplinaria y la formación de instrumentos de justicia para hacerla efectiva. No estamos ante unos asuntos entre otros pues le impri-mieron carácter e identidad a aquella catolicidad, esto es, marcaron un modo de ser Iglesia.

1 “Edicto General leído en los monasterios de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y

jesuitas de 30 de marzo de 1584”, en A. Carrillo Cázeres (editor y traductor), Manuscritos del

concilio tercero mexicano (1585), Primer tomo, volumen primero, El Colegio de Michoacán,

Universidad Pontificia de México, México 2006, p. 25.

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En el presente ensayo queremos reflexionar sobre el proceso formativo de la jurisdicción de la Audiencia episcopal, también llamado provisorato, tribunal eclesiástico ordinario o diocesano, cargando las tintas en los momentos deci-sivos del desarrollo del Derecho canónico en estas tierras, por ser éste el que definió sus características más importantes.

Antes de entrar en materia, me parece necesario traer a nuestra memoria dos asuntos sobre la potestad episcopal y los recursos que entonces tenía la Iglesia para administrar justicia, lo cual nos permitirán ubicar de mejor manera el objeto de nuestras reflexiones. De lo primero es conveniente recordar que, en aquel entonces la potestad de los obispos se dividía en dos aspectos: orden y jurisdicción. Una dependía de la calidad sacramental del obispo y, la otra, de las funciones de justicia y gobierno que cualquier otro podría ejercer ya fuera por decisión del prelado, o en su ausencia como sería el caso del Cabildo Catedral en sede vacante.2 Ahora bien, corregir las costumbres de la clerecía y la feligresía en miras a la salvación eterna era parte de la potestad de orden; pero hacerlo a través de instrumentos de índole judicial era una especializa-ción que se ejercía a través de la potestad de jurisdicción. En otras palabras, la corrección de las costumbres es algo que encontraremos presente en la labor de los obispos a lo largo de la historia, desde los tiempos apostólicos; pero realizarlo a través de un orden judicial específico implica una clara e inequí-voca opción por el Derecho como instrumento así para ordenar a la vida de la Iglesia, como para apoyar las acciones de carácter pastoral.

Sobre los instrumentos para administrar justicia diremos que, en los tiempos virreinales, cinco eran las instituciones encargadas de tan alta misión, las cuales configuraban un orden judicial eclesiástico: la confesión sacramental, la Audiencia episcopal, la visita episcopal, el Santo Oficio de la Inquisición y los foros de justicia interna de las órdenes y congregaciones religiosas. En estas reflexiones sólo nos ocuparemos de la Audiencia episcopal.3

2 P. Murillo Velarde, Curso de Derecho canónico e indiano, Zamora, El Colegio de Michoacán,

Facultad de Derecho, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2004, Libro primero

de las Decretales, título XXXI, “Del oficio del juez ordinario”, Números 331 y 332, p. 405 y 406.

D. Cavallario, Instituciones del Derecho canónico, Madrid, Imprenta de Don José María Repullé,

1838, tomo I, p. 1, 2, 109, 232, cuya primera edición data de 1793.

3 J. E. Traslosheros, Historia judicial eclesiástica: materia, método y razones, Ed. Porrúa, México

2014, pp. 30-42.

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1.- La opción por el Derecho y la justicia

Bien conocidos son los problemas que enfrentó fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, con la Primera Audiencia Gobernadora de la Nueva España (1528-1530), encabezada por Nuño de Guzmán, la cual se caracterizó por un ejercicio desmedido de la violencia en contra de los indios y también contra los conquistadores favorables a la causa de Hernán Cortés.4 Conflicto que el prelado enfrentó con una valentía y decisión que hasta la fecha sorprende a propios y extraños. Dicho en breve, entonces se confrontaron las razones de la violencia con las razones del Derecho. No es exagerado afirmar que en este lance se jugó el destino de la Nueva España.

Para efectos de nuestras reflexiones conviene llamar la atención en tres asuntos. Primero, durante el tiempo que duró el conflicto, a cada acto de violencia por parte de la Audiencia el obispo respondió con hechos encami-nados a hacer valer el Derecho. Segundo, Zumárraga logró imponerse por el ejercicio de tres jurisdicciones de manera simultánea: como defensor de los indios nombrado por el rey, como juez eclesiástico ordinario en su calidad de obispo presentado y; como juez eclesiástico delegado de la Santa Sede nombrado por los franciscanos en virtud de los privilegios de la orden para la evangelización de las Indias. Tercero, la búsqueda constante del apoyo del Emperador, reconociéndole como árbitro supremo de la Monarquía de España, de manera especial entre las potestades temporal y espiritual en la Indias Occidentales.

Si observamos con detenimiento, es cierto que fray Juan enfrenta una situa-ción nueva, pero también lo es que lo hace afirmado en una vieja tradición que hunde raíces profundas en la historia de la cristiandad occidental. El Derecho, y en éste los instrumentos de justicia, eran considerados como los medios más convenientes para sostener a la sociedad en miras a la paz y la justicia, acorde

4 Para el estudio de fray Juan de Zumárraga siempre será necesaria la obra de J. García Icazbalceta,

Don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, Ed. Porrúa, segunda edición,

Colección de Escritores Mexicanos, México 1988. Porrúa la publicó por primera vez en 1947.

Originalmente fue editada en 1881 por su autor. García Icazbalceta refiere el conflicto en el

volumen primero, pp. 37-79. En la parte documental Incluye: “Carta a Su Majestad del electo

obispo de México don fray Juan de Zumárraga al emperador Carlos V”, 27 de agosto de 1529,

volumen segundo, documento 4, pp. 169-245.

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a los principios de la religión católica.5 De hecho, eran la más firme fuente de la legitimidad del rey, independientemente de las condiciones o circuns-tancias en que ejerciera su potestad. Nuestro obispo, al proteger a los indios también defendía al rey y a la Iglesia.6 Así, ganada la primera y más decisiva de las batallas, quedaba la cotidiana construcción del orden de justicia de la potestad temporal y de la eclesiástica.

Para fray Juan de Zumárraga no había más camino que fortalecer la potestad episcopal según la naturaleza de la Iglesia Católica Apostólica Romana. En este diagnóstico coincidirían los obispos fundadores y lo confirmarían los suce-sores. El acontecimiento canónico que marcó el rumbo en la Nueva España tendría lugar en el año de 1539.

2.- La junta eclesiástica de 1539

Como bien sabemos, el proceso de fundación y crecimiento de la sociedad y de la Iglesia Católica en la Nueva España fue empresa por demás compleja. Por esta razón los religiosos, obispos y autoridades seglares sostuvieron diversas reuniones, algunas de ellas de especial significado para la Iglesia lo que les ha valido el nombre de juntas eclesiásticas. El número de esas reuniones varía según el autor que las cuente.7 No obstante, encuentros de obispos en los cuales existe una clara y explícita intención de dar forma a la vida de la Iglesia, sólo podemos contabilizar tres antes del primer Concilio Provincial Mexicano.

5 H. Berman, La formación de la tradición jurídica de Occidente, Fondo de Cultura Económica,

México 2001. P. Grossi, El orden jurídico medieval, Marcial Pons, Madrid 1996. P. Prodi, Una

historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y Derecho,

Katz Editores, Buenos Aires 2008.

6 En las Indias Occidentales el problema de la legitimidad tomó forma en el debate por los justos

títulos de la dominación de las Indias. En mi opinión, quien mejor lo desarrolla fue J. de Solór-

zano y Pereyra, Política Indiana, Secretaría de Programación y Presupuesto, facsimilar tomado

de la edición de Madrid, Imprenta Real de la Gazeta, México 1979, p. 3.

7 M. Cuevas, Historia de la Iglesia en México, Porrúa, volumen I, capítulo XXI, México 1992. C.

Gutiérrez Vega, Las primeras juntas eclesiásticas de México, Centro de Estudios Superiores, Roma

1991. Mientras Cuevas contabiliza cinco como las importantes; Gutiérrez suma casi quince. El

número varía, en parte por la perspectiva y otro tanto por el descubrimiento de más documentos.

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La primera junta es del año de 1536 y en ella fray Juan de Zumárraga, fray Julián Garcés y el arzobispo don Sebastián Ramírez de Fuenleal –quien para entonces ya no era presidente de la Audiencia– se reunieron con el fin de “poner concordia y armonía entre los religiosos de las órdenes mendicantes” en la administración del sacramento del bautismo. Sus deliberaciones fueron plasmadas en un muy breve documento en el cual expresaron su “voluntad, sentencia y decreto, resguardado por nuestras firmas, que habrá de guar-darse por todos uniformemente”.8 La segunda, del año 1537, fue celebrada con ocasión de la consagración del primer obispo de Guatemala, don Francisco de Marroquín. Además del recién consagrado prelado, asistieron los obispos de México y el de Oaxaca, don Juan López de Zárate. El resultado fue una carta dirigida al rey en la cual, además de consultar sobre su asistencia al Concilio de Trento, comunicaban sus preocupaciones en torno a distintos aspectos de la vida de la Iglesia como la instrucción religiosa de los naturales, la impar-tición de los sacramentos y los límites territoriales entre las recién fundadas diócesis. Se trata de un muy interesante documento, pero sin pretensiones jurídicas.9 La tercera y sin duda la más importante fue celebrada en el año de 1539. Estos tres eventos son la voz clara e inequívoca de los obispos funda-dores de la Iglesia en esta parte de la Monarquía de España.

A la junta de 1539 asistieron fray Juan de Zumárraga, obispo de México; don Vasco de Quiroga, recién ordenado obispo de Michoacán por manos de Zumárraga; y don Juan López de Zárate, obispo de Antequera, hoy Oaxaca. Sus decisiones, además, contaron con el posterior aval de don Francisco de Marroquín Hurtado, obispo de Guatemala10.

La junta tuvo como justificación un capítulo de una carta de Carlos V enviada al virrey don Antonio de Mendoza, en la cual solicita que los obispos se reúnan para conferir “entre sí lo que conviene para que puedan mejor gobernar sus obispados”, proveer en beneficio de los indios y avisar al rey lo pertinente para “la buena gobernación temporal e administración de la justicia”.11 Los

8 C. Gutiérrez Vega, Ibidem, pp. 223-225.

9 Ibidem, pp. 232-250.

10 Esto último lo hacen constar Zumárraga y Quiroga en una carta dirigida al Rey en año de 1940.

El documento se encuentra en C. Gutiérrez Vega, Ibidem, pp. 286-295.

11 El capítulo de la carta se incluye en la parte introductoria de los “estatutos, avisos e ordenanzas”,

Gutiérrez Vega, ibidem, p. 262.

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obispos le toman la palabra y se reúnen, dicho en sus propias palabras, para poner las cosas “en orden y concierto de aquí adelante conforme a derecho”.

El resultado fue un documento de 25 capítulos en los cuales se establecieron “estatutos, avisos é ordenanzas”, para ser cumplidos en todas las iglesias de la Nueva España, cual mandamientos de los obispos. Una vez terminado, fue presentado a las autoridades de las órdenes mendicantes el 27 de abril de 1539, para que “las tuviesen y guardasen” y las hiciesen obedecer a los demás reli-giosos, “hasta tanto que otra cosa por su Santidad y por S.M [sea] manda-do”.12 Es claro que no son producto de un concilio provincial, como tampoco lo son de un sínodo diocesano; pero sin lugar a duda son resultado de las deci-siones de un colegio de obispos legítimamente instituidos, por lo que pueden y deben ser consideradas como Derecho canónico propiamente tal, más aún, una de las primeras y mejor articuladas manifestaciones del Derecho canó-nico indiano.13

Con los “estatutos, avisos é ordenanzas” los obispos fundadores buscan fortalecer su potestad para mejor realizar su misión pastoral y ordenar su rela-ción con los religiosos, los indios y la potestad temporal. Cuatro son los ejes de reflexión: respeto a la dignidad y prelación del obispo en su persona, así como a su catedral por encima de cualquier otra iglesia; orden en la administración de los sacramentos bajo administración parroquial sujeta al obispo; supervisión de la vida y las costumbres de los fieles como responsabilidad disciplinaria del prelado y; la validación de la Audiencia episcopal como instancia superior de justicia diocesana ante clérigos, religiosos y seglares de cualquier condición. En cuanto al último punto, guía de nuestras reflexiones, nos regalan una apre-tada y precisa síntesis de los elementos necesarios en un proceso judicial:

Los obispos y sus provisores en lo que oviere actor y querellante que se queje por

vía de demanda y respuesta, o de acusación y exenciones, o a pedimento de fiscal

o de su oficio, oigan e averigüen en la forma debida de Derecho [...] e ansí ventilada

la causa se averigüe la verdad en contradictorio juicio, llamadas las partes e oídas

se sustancie e concluya el proceso hasta que se pronuncie sentencia definitiva, de

12 Ibidem, pp. 261-262

13 Es muy probable que estemos ante la primera gran intervención de don Vasco de Quiroga en la

vida de la Iglesia en calidad de obispo consagrado. Las huellas de su sapiencia jurídica se apre-

cian a lo largo del documento por su claridad y excelente factura.

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la cual pueda apelar cualquiera de las partes si se sintiere agraviada o quisiere o

bien visto le fuere apelar y proseguir la apelación allí y donde con Derecho deba;

y si no la prosiguiere o no apelare, quedando la sentencia apelada en cosa juzgada

la ejecuten.14

Para fortalecer la Audiencia episcopal era necesario separar claramente el foro de la conciencia (foro interno), cuyo cometido era atender el pecado individual en mor de la conciencia de las personas; del foro externo que era para remediar los pecados públicos y escandalosos que, por serlo, devenían en conductas punibles judicialmente. Los tribunales debían cumplir una función disciplinara esencial y complementaria a la confesión sacramental. El juez, llamado a castigar y corregir por razón de su oficio, debía estar separado del predicador quien debía ser amado antes que aborrecido.

La prelación de la Audiencia episcopal por sobre cualquier otro juez impli-caba también a los religiosos, quienes solían administrar justicia amparados en sus privilegios pontificios. Al respecto, sobre la base en la bula de Paulo III del 15 de febrero de 1535, los obispos dejaban en claro que tales privilegios sólo podían ejercerse “donde no hubiera obispos criados” y en la medida en que los prelados lo quisieran. Así, para evitar confusiones, claramente afirmaban que no otorgaban consentimiento alguno por lo que todas las causas, de manera especial las matrimoniales, debían remitirse a los obispos o sus provisores.15

Algunos meses después, ya en el año de 1540, los obispos dirigen letras al Emperador con el fin de hacerle ver los apuros que enfrentaban para cumplir con su misión “ante Dios y el rey”.16 El inventario de problemas que se presenta es amplio y se refiere, en síntesis, a dos principales: la debilidad jurisdiccional

14 C. Gutiérrez Vega, op. cit., Capítulos de la junta eclesiástica de 1539, capítulo quince.

15 Ibidem, “Capítulos de la junta eclesiástica de 1539”, capítulo veintitrés. La bula en cuestión preci-

saba el ejercicio de los privilegios de los mendicantes. Confirmaba los que a través de la historia

habían gozado, así como los concedidos para la evangelización en las Indias, pero les ponía dos

límites muy precisos: sólo se podían ejercer ahí donde no hubiera obispos y, donde existiesen,

sería el prelado del lugar quien decidiría su ejercicio y sus alcances. Los textos se encuentran en

Mendieta, fray Gerónimo, Historia eclesiástica indiana, S. Chávez, México 1945, pp. 29-36.

16 F. del Paso y Troncoso (compilador), Epistolario de Nueva España, Antigua librería Robledo, México

1939-1942, volumen 4, “Carta al rey de los obispos de Nueva España sobre las cosas que era nece-

sario proveer para el buen gobierno de sus iglesias”, documento 198, México 1540. Se escribió a

nombre de los obispos de Michoacán, Oaxaca, Chiapas, Guatemala y de la Ciudad de México.

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de los obispos frente al clero regular, el virrey y la real audiencia, más los problemas internos de la Iglesia diocesana para hacer valer su autoridad. Pedían al monarca que se hiciera todo lo posible para limitar el poder de las órdenes mendicantes quienes, so color de privilegios pontificios, querían hacer las veces de obispos generando gran confusión entre la feligresía, prin-cipalmente los indios. No menos importante era que la real audiencia y el virrey respetaran la jurisdicción episcopal, otorgando a la Audiencia epis-copal el mismo apoyo que a los religiosos, así como obligar a las reales justi-cias a que las causas civiles y criminales que correspondieren por derecho a la justicia eclesiástica las remitiesen al provisor y no al clero regular como solían hacerlo.

El proyecto es muy claro. Con el apoyo del Monarca, quieren una Iglesia ordenada en torno al obispo por ser el natural pastor de su feligresía, quien debía ser el gestor de la vida de la catolicidad en sus parroquias, el culto divino, la administración de los sacramentos y la reforma de las costumbres, así como velar por la fe y administrar justicia en el tribunal eclesiástico ordi-nario. Se trata de una propuesta que obedece a una eclesiología muy sencilla: formar una comunidad de fieles en torno al obispo cual sucesor de los após-toles, incorporando a los misioneros como coadjutores. De hecho, un modelo análogo al de la primitiva Iglesia. Para lograrlo consideraban necesario que las acciones pastorales se ordenaran conforme a Derecho y que el Derecho estuviese al servicio de la pastoral, tribunales incluidos. Como veremos, los concilios provinciales dieron forma y fuerza canónica a lo planteado por los prelados fundadores. Aquellas palabras de don Pedro Moya de Contreras, escritas en 1584, ahora se pueden comprender un poco mejor. Los obispos debían tomar decisiones “para ejecución de aquello que antes de nosotros ha sido constituido para reforma de las costumbres”.

3.- Los concilios de la Provincia Eclesiástica de México

Cuando los obispos se reunieron en 1539 la Provincia Eclesiástica de México no existía. Como es bien sabido, la bula de fundación se expidió en el año de 1546; pero llegaría a la Nueva España dos años después junto con el nombramiento arzobispal de Zumárraga, cuando el obispo ya había abandonado este mundo.

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Primer Concilio Provincial Mexicano, 1555

Seis años después de la muerte de Zumárraga arribaría a la ciudad de México el arzobispo fray Alonso de Montúfar.17 De inmediato llamó a la celebración del primer concilio de la Provincia Eclesiástica de México. Acudieron los obispos de Michoacán don Vasco de Quiroga, de Tlaxcala don fray Martín de Hoja Castro, de Chiapas fray Tomás Casillas, de Oaxaca don Juan de Zárate y, con poder del prelado de Guatemala, don Diego de Carvajal. Asistieron también los representantes de los cabildos catedralicios de México, Tlaxcala, Guadalajara y Yucatán. Finalmente, los priores y guardianes de los conventos de mendicantes, el cabildo civil de la ciudad de México, tres oidores de la real Audiencia de México y el virrey.18

Dos preocupaciones orientan las reflexiones: fortalecer las facultades juris-diccionales de los obispos y promover la reforma de las costumbres. Una vez más, la administración de justicia debía centrarse en el prelado diocesano, para lo cual era necesario fortalecer la figura de los provisores por lo que ningún otro juez dentro de la Iglesia debía reclamar prelación o privilegio. En el capítulo LXXXIX se puede leer:

De aquí adelante que ningún proceso, ni mandamiento de algún juez que se diga

apostólico, ejecutor, o subejecutor, o conservador, aunque sea obedecido no sea

ejecutado ni cumplido por alguno de nuestros súbditos, sin que primeramente sea

presentada ante nos [...] o ante nuestros provisores y oficiales la comisión original

de tal juez apostólico y el proceso o mandamiento para ser revisado y aprobado o

desechado.

17 El mejor estudio con que contamos sobre el segundo arzobispo de México fue escrito por M.

Lundberg, Unificación y conflicto. La gestión episcopal de Alonso de Montúfar O. P., Arzobispo

de México, 1554-1572, El Colegio de Michoacán, México 2009. Como todos los prelados de su

tiempo fue un hombre de grandes decisiones y celo apostólico, a lo que agregaba sapiencia teoló-

gica y habilidad jurídica.

18 M. Cuevas, op. cit., vol. II, p. 100 y siguientes. La versión que aquí utilizamos del primero y

segundo concilios provinciales es: Concilios Provinciales Mexicanos I y II, Imprenta del Superior

Gobierno de México, México 1769, dado a luz por el ilustrísimo Sr. don Francisco Antonio de

Lorenzana, arzobispo de México.

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Los padres conciliares fijan competencias para las audiencias que resultan ser amplísimas: la persecución de los delitos cometidos contra la fe por indios y no indios, la defensa de la jurisdicción eclesiástica, la disciplina eclesiástica, la justicia civil y criminal de los clérigos, matrimonios, diezmos, testamentos, capellanías, obras pías, y en general la persecución de los pecados públicos y escandalosos.

Un paso muy importante fue dar forma al tribunal eclesiástico y con tal fin se dictan unas, “Ordenanzas que se han de guardar en esta nuestra audiencia arzobispal y en toda esta provincia”; en las cuales también se incluyen los aran-celes a los cuales se debía ajustar la cobranza de los funcionarios del tribunal. Estas ordenanzas, de escasas seis páginas y veintiún puntos, pretenden regular las relaciones entre los oficiales del juzgado (jueces, fiscales, notarios y alguaciles) y entre éstos y los querellantes. También se busca ordenar para administrar una justicia que quedara fuera de toda sospecha, que los juicios fuesen claros, rápidos y llevados a cabo por la gente idónea, así como mejorar el control sobre los procesos y las sentencias.

Junto con los decretos conciliares los obispos mexicanos enviaban una carta a Felipe II. Solicitaban al rey que les consiguiera de la Santa Sede facultades extraordinarias en atención a la “largueza y distancia” de sus diócesis. Pedían que no se les obligara a ir a concilio general cuando lo hubiere, ni a visitar la Santa Sede en persona como lo estaban por juramento. En el terreno judicial, que pudieran anular todos los matrimonios clandestinos de los indios pues era causa de adulterios y graves pecados, así como dispensar a los naturales en cognación espiritual, en impedimentos publice honestatis justice, y de velación y bendiciones en los tiempos previstos en consideración a que eran cristianos nuevos. Por último, dispensar en todas las causas reservadas al Papa así en el foro exterior, como en el de la conciencia.19

La necesidad de contar con facultades especiales no surgía solamente del conflicto jurisdiccional con el clero regular y las autoridades virreinales. Aquellos obispos requerían también de un grado de autonomía respecto a Roma para ejercer con eficiencia su ministerio. En otras palabras, estaban muy conscientes de que la debilidad en su potestad no era sólo un asunto de competencia ante los privilegios y malas prácticas de otras instancias ecle-siásticas y seglares, también era un problema intrínseco a su potestad de juris-dicción, dadas las circunstancias excepcionales que enfrentaban.

19 F. del Paso y Troncoso, op. cit., volumen 8, documento 437, México, 1 de noviembre de 1555.

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Segundo Concilio Provincial Mexicano, 1565

Como es bien conocido, en el año de 1563 terminó el Concilio de Trento. El 12 de julio de 1564, Felipe II lo mandó obedecer como ley propia del reino.20 Según se indica en la sesión tercera del tridentino, dos eran sus propósitos: la lucha contra la herejía y la reforma de las costumbres. Lo segundo se lograría fortaleciendo la potestad de los obispos y con tal fin fueron restituidos en sus facultades jurisdiccionales sobre cualquier privilegio o tradición anterior, lo que reforzaría las instancias de justicia. Con lo dicho baste para imaginar el entusiasmo del arzobispo Montúfar por el concilio de suerte que, apenas llegado a la Nueva España, le hizo publicar el 7 de enero de 1565 en presencia de la real audiencia y de toda la ciudad. Así escribía al rey: “Todos damos muchas gracias a Dios nuestro Señor por haber visto en nuestros días cosas tan sanctamente ordenadas que bien parecen ser ordenadas por el Espíritu Santo. Creo que en esta tierra particularmente se hará con él muy gran fructo para la paz y concordia de que en esta tierra tanta necesidad ha habido entre los ministros de la Iglesia”.21

Con la esperanza de obtener “muy gran fructo” citó al segundo concilio de la Provincia Eclesiástica de México, a celebrarse el 10 de agosto de 1565. Asistieron todos los obispos menos los de Michoacán y Guatemala, así como las principales autoridades civiles, incluyendo el visitador Jerónimo de Valderrama y las autoridades de las órdenes mendicantes.22 Según el arzo-bispo dos eran sus objetivos: jurar el concilio de Trento y ajustar el provin-cial a sus disposiciones.23

A lo largo de sus 28 capítulos se trata el tema de la disciplina eclesiástica, pero sólo en relación con la regulación de las confesiones, misas, oficios divinos, procesiones, fiestas. Todas, actividades dependientes de la potestad de orden de los obispos, cuyo fortalecimiento tiene que ver con el ensan-chamiento de su autoridad moral ante la sociedad, lo que no es poca cosa.

20 Sacrosanto y ecuménico concilio de Trento, librería de Garnier hermanos, traducido del latín por

D. Ignacio López Ayala, París, 1855. La cédula de Felipe II se encuentra en el apéndice de esta

edición.

21 F. del Paso y Troncoso, op. cit., volumen 10, documento 56, primero de marzo de 1565.

22 M. Cuevas, Ibidem, volumen II, p. 95.

23 Concilios provinciales I y II, op. cit., p. 185.

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Sin embargo, sobre la ampliación de facultades jurisdiccionales casi nada se apunta, lo que podría llevarnos a pensar en un Concilio fallido. Para no caer en tan lamentable error es conveniente ponderar el hecho de que, por la sola recepción, el Concilio de Trento se incorporaba a la vida de la Iglesia de la Provincia Eclesiástica de México como máxima expresión del Derecho canó-nico universal y, en esta lógica, como referencia necesaria para el desarrollo del Derecho canónico indiano. Desde la perspectiva eclesiástica, las cosas se habían puesto a favor de los prelados diocesanos. Los decretos del concilio fueron enviados a España para su aprobación el 30 de noviembre de 1565.

Tercer Concilio Provincial Mexicano, 1585

En el mes de octubre de 1585, los obispos de la Iglesia mexicana daban por terminado su tercer concilio, encabezado por don Pedro Moya de Contreras entonces arzobispo de México y virrey de la Nueva España.24 Asistieron, además del arzobispo de México, el obispo de Guatemala fray Gómez de Córdova; el de Tlaxcala don Diego Romano; fray Gregorio Montalvo, de Yucatán; fray Juan de Median Rincón, de Michoacán; fray Domingo de Alzola, de Guadalajara; fray Bartolomé de Ledezma, de Antequera de Oaxaca. Mediante procuradores el obispo de Chiapas fray Diego de Feria, representado por fray Juan Ramírez; y fray Domingo de Salazar, de Filipinas, a través de Diego de Caballero quien era canónigo de la catedral de México.

Los decretos del concilio se agrupan en un documento de mayor comple-jidad y volumen que el de sus predecesores. Consta de cinco libros, cada uno dividido en títulos y capítulos, según el modelo de las Decretales de Gregorio IX. Sus cánones se ajustan en todo al Concilio de Trento, siempre respetando el Real Patronato de Indias. Así fue declarado:

24 Sin duda uno de los personajes más sobresalientes de aquellos años lo fue el arzobispo don

Pedro Moya de Contreras. Fue fundador del Santo Oficio de la Inquisición en Nueva España,

visitador general, arzobispo y virrey. Al momento de celebrar el concilio tercero ocupaba

ambos cargos lo que explica, en mucho, el éxito de aquella magna reunión. El estudio más

completo sobre el prelado es el de S. Poole, Don Pedro Moya de Contreras, University of Cali-

fornia Press, Berkeley 1985.

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Mas como este tercer sínodo provincial mexicano se ha congregado legítimamente

bajo la obediencia de la silla apostólica para la observancia y ejecución de los

sagrados cánones y principalmente del ecuménico concilio tridentino, deseando

que todo lo que por él se ha decretado y sancionado logre feliz efecto en el Señor,

protesta no haber intentado ni intentar en manera alguna contradecir a los decretos

del mismo sacrosanto concilio [...] antes por el contrario recibe piadosamente sus

santos y saludables decretos, y los venera religiosamente. Protesta también no

haber querido derogar en todo ni en parte el real derecho del patronato concedido

por la silla apostólica a nuestro católico rey de las Españas Felipe, que en paz y

tranquilidad gobierna este nuevo orbe occidental que Dios le ha encomendado,

y lo rige con singular y eximia piedad, y con propagación de la fe católica y del

nombre cristiano; por cuya vida tan necesaria a la república cristiana debemos

orar asiduamente, para que Dios omnipotente le sujete las naciones bárbaras y

enemigas del nombre cristiano y le conceda largos y felices tiempos para que reine

en Cristo y con él la fe católica.25

Adjunto a los decretos iba una carta dirigida a Felipe II con fecha del 16 de octubre de 1585 en la cual, como sus predecesores, insisten en la necesidad de respetar y apoyar el pleno ejercicio de la potestad de orden y jurisdicción de los obispos, así como evitar los reiterados abusos de los religiosos y autori-dades reales en menoscabo de la dignidad episcopal.26

En el terreno jurisdiccional, los decretos conciliares refuerzan dos instru-mentos para hacer valer la potestad de los obispos: la visita episcopal y el foro judicial. Por lo que toca a los foros de justicia, por igual el interno que el externo, se piensan como necesarios para la corrección de las debilidades humanas que alejan a las personas del bien supremo de la salvación eterna. En el foro externo, las acciones debían ser preventivas y correctivas: lo primero atendible a través de las visitas episcopales y lo segundo por la vía de los tribu-nales eclesiásticos ordinarios. El Concilio regulaba los oficios y funciones de la Audiencia episcopal, como los deberes del provisor oficial y vicario general,

25 Tercer Concilio Provincial Mexicano, Eugenio Maillefert y Compañía, publicado por Mario

Galván Rivera y anotado por Basilio Arrillaga S. J., Libro primero, título segundo, capítulo V,

México 1589.

26 J. Llaguno, La personalidad jurídica del indio y el III Concilio Provincial Mexicano, 1585: ensayo

histórico jurídico de los documentos originales, anexo documental, Ed. Porrúa, México 1963.

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los vicarios regionales, fiscales, procuradores y notarios. Además, se aclaraban aspectos importantes sobre el orden que debían seguir los juicios; los delitos que debían ser especialmente perseguidos como la calumnia, simonía, herejía, usura, hechicería, injurias, daños, concubinato, amasiato, alcahuetería, adul-terio; y el modo en que se debían castigar bajo el principio de que “las penas son para corregir las culpas y por lo mismo deben acomodarse a las personas a quienes hablan las leyes”.27 En suma, cada obispo cual sucesor de los após-toles, cabeza y sustento, juez y legislador, prelado y pastor de su Iglesia, como orquestador de un orden social y eclesiástico, es restituido en su potestad y dotado de instrumentos de gran eficacia para el intento.

Podemos afirmar que el Tercer Concilio Provincial Mexicano fue, al mismo tiempo, un camino a seguir para la Iglesia mexicana y coronación de los esfuerzos, anhelos y proyectos de los obispos fundadores, según pudimos observar en los “avisos, estatutos e ordenanzas” de 1539. Como bien lo seña-lara Moya de Contreras en el aquel edicto de 1584 que referimos al principio de este ensayo, el concilio debía celebrarse: “para ejecución de aquello que antes de nosotros ha sido constituido para reforma de las costumbres, resolu-ción de las controversias, corrección de los excesos y determinación de aque-llas cosas que se vieran útiles para gloria de Dios y régimen de esta Provincia”.

4.- Reflexiones finales

Al final del proceso observamos ciertos resultados que aquí enumeramos.

1. La consolidación de la potestad de jurisdicción de los obispos no podría explicarse sin la esforzada batalla de los prelados, como tampoco sin la decisión primera de fundar la Iglesia y la sociedad en el Derecho. Sin embargo, no todo se reduce a la celebración de juntas eclesiásticas y concilios. Esos esfuerzos, surgidos de la iniciativa de los diocesanos, contaron con el innegable apoyo de otros acontecimientos posteriores a 1539, principalmente cinco: la fundación de la Provincia Eclesiástica de México (1546); la decisión de la Santa Sede y del rey de dotar a los obispos indianos de diversas facultades especiales así en el ejercicio

27 Tercer Concilio Provincial Mexicano, op. cit., libro V, título IX.

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de la jurisdicción graciosa, como en la contenciosa; la culminación del Concilio de Trento (1563); la fundación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México (1571) que dejó en manos de los obispos los asuntos de fe de los indios y; la definición del Patronato por la Real Cédula de 1574, la cual dejó la administración de la Iglesia Indiana en manos de los diocesanos, como era debido.

2. Los principios para ordenar con eficacia el foro judicial quedan claros y son generales para toda la Provincia Eclesiástica de México. Las audien-cias serían encabezadas por un vicario general y provisor oficial quien ejercería la jurisdicción ordinaria de los obispos de suerte que, como decían entonces, juntos serían “un solo tribunal”. No se podía apelar contra autos del provisor ante el obispo, pero el prelado mantendría la facultad de supervisar cuando lo considerara necesario.

3. El tribunal eclesiástico sería mucho más que un tribunal de fuero. Las competencias de las audiencias episcopales quedan bien delimitadas: la defensa de la jurisdicción eclesiástica, la materia civil y criminal de la clerecía, la disciplina eclesiástica, los matrimonios, testamentos, cape-llanías, obras pías, diezmos, conocimiento de los crímenes contra la fe cometidos por los indios y, en general, el castigo del pecado público y escandaloso.

4. La Audiencia episcopal sería un componente esencial del orden judi-cial de la Nueva España el cual siguió la lógica de todo el ordenamiento de la Monarquía en Indias: dos potestades de las cuales se desprenden distintos tribunales, más los propios de las corporaciones civiles, labo-rales y religiosas. Las audiencias eclesiásticas, junto con las visitas epis-copales, serían los instrumentos correctivo y preventivo de los obispos para reformar las costumbres y contener en la disciplina a clérigos, reli-giosos y fieles.

5. Se establecen las condiciones para garantizar un “debido proceso” a clérigos y fieles. En esta lógica, queda muy bien separado el ámbito de competencia del foro interno o sacramento de la confesión, del foro externo en su dimensión contenciosa. Ningún privilegio debía

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prevalecer contra la jurisdicción de las audiencias de los obispos y debían guardarse relaciones de colaboración con los tribunales de la ordinaria jurisdicción del rey.

6. Observamos coherencia, consistencia y continuidad en los esfuerzos de los obispos de la Nueva España, desde las cuitas y demandas de Zumá-rraga y Vasco de Quiroga, junto con los demás obispos fundadores, hasta la celebración del Tercer Concilio Provincial Mexicano. Podemos afirmar que se trata, dentro del contexto de cristiandad de la Monarquía de España y en armonía con la tradición histórica de la catolicidad, de un proyecto propiamente Indiano concebido y peleado por sus obispos para la Iglesia de la Provincia Eclesiástica de México. Parte consustan-cial de este proceso es el nacimiento y desarrollo del Derecho canónico indiano, en su dimensión novohispana y mexicana.

7. Es claro que los obispos ganarían tarde o temprano la batalla por hacer valer su jurisdicción pues los atributos de su potestad eran consustan-ciales a su estado. Por un lado, los religiosos sustentaban sus poderes en privilegios excepcionales que de suyo no formaban parte de su carisma. Por otro lado, las intervenciones de la potestad temporal eran una inva-sión a una jurisdicción ya para entones bien diferenciada dentro de la cristiandad occidental. Las decisiones de Roma y las propias de Felipe II fortalecieron e hicieron valer lo que de suyo les pertenecía a los obispos de la Nueva España, como sucesores de los apóstoles.

8. Debido a lo anterior, considero necesario contestar la vieja tesis según la cual la formación de la Iglesia novohispana estuvo jaloneada por dos proyectos contradictorios: uno de los mendicantes y otro de los obispos. En la contienda los buenos, proféticos y milenaristas religiosos serían derrotados por los malos, burocráticos y maliciosos obispos; una Iglesia carismática y profética sería asfixiada por otra disciplinaria y dogmá-tica. Y en la gran batalla, el Concilio de Trento sería el punto de inflexión porque habría dotado de poderoso arsenal canónico al episcopado de la Nueva España, con el apoyo del riguroso Felipe II. Al final resulta ser tan sólo una caricatura, como si en estas tierras se hubiera peleado, en chiquito, el cisma protestante.

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Entre otras cosas, la famosa tesis suele pasar por alto dos aspectos muy impor-tantes. Por un lado, el proyecto de los obispos no sólo es anterior a Trento, sino que corresponde a la más profunda tradición en la historia de la Iglesia, de hecho, a su eclesiología original como es el obispo con su feligresía, dentro de condiciones históricas muy concretas. Por otro lado, debe llamar la atención que ningún actor social o eclesiástico, mucho menos algún personaje relevante en lo particular, desdice de la autoridad episcopal, de la sucesión apostólica, ni de punto alguno del dogma católico; como tampoco de la capacidad del rey para elevarse como árbitro de contiendas entre potestades, sin entenderse por ello la suplantación de la autoridad del Papa como “vicario de Cristo”. Lo que tenemos es un conflicto de jurisdicciones muy propio del modelo histórico de la Iglesia del segundo milenio que, en términos generales, denominamos “régimen de cristiandad”. Esto es, un solo “pueblo cristiano” que es una sola Iglesia Católica Apostólica y Romana, dirigido por dos potestades, temporal y espiritual, la una responsable de la justicia y la paz, la otra de la reforma de las costumbres y la salvación eterna. Pero esto ya es un debate que rebasa las pretensiones de nuestro ensayo.

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El gran auto de fe a la momia del Nayar en el Arzobispado de México 17231

Dr. Gerardo Lara Cisneros

Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Nacional Autónoma de México

…Les fueron poniendo a cada uno de los susodichos por el alguacil mayor fiscal de este

Arzobispado y otros ministros, una soga de esparto al pescuezo y sobre la cabeza una

coroza con las insignias correspondientes a sus delitos y una vela verde en las manos…

“Relación de méritos y servicios del Dr. Juan Ignacio Castorena y Ursúa”

Archivo General de Indias, México, 2708.

…sacaron de la cárcel arzobispal a María Jerónima, a Pedro Bautista, Juan Vicente, Juan

de Santiago, Juan Baltasar alias “Buen muchacho”, Melchor Gaspar y a Pascuala María,

indios, con sus corozas en la cabeza y sogas al cuello en bestias de albarda, desnudos de

la cintura para arriba, por las calles acostumbradas de esta ciudad [de México] a son

de trompeta y voz de pregonero, que publicaba sus delitos de cada uno diciendo “ésta es

la justicia que manda hacer el tribunal eclesiástico de los indios de este dicho Arzobis-

pado”… Y así mismo salió por las referidas calles el ídolo y osamenta del Gran Nayari con

los referidos reos, que asistieron, según se manda en sentencia, en el quemadero de la

plazuela del convento de san Diego, que fue quemado con todos sus parámetros.

“Certificación del auto de fe por el notario público Francisco Ruíz,

1º de febrero de 1723”

Archivo General de Indias, México, 2708.

1 Investigación realizada gracias al programa Universidad Nacional Autónoma de México-

PAPIIT IG400619 [This work was supported by Universidad Nacional Autónoma de México-PA-

PIIT IG400619].

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Para las autoridades coloniales la salvación de las almas de los indios fue un tema fundamental, pues de ello dependía la viabilidad del Imperio.

Por ello, uno de los puntos que más demandó su atención fue la preserva-ción de las “prácticas católicas” de los indios. El peligro de la penetración protestante en América fue una de las mayores preocupaciones de las auto-ridades coloniales (reales y eclesiásticas); por ello, y “para descargo de su real conciencia”, el rey buscó preservar la salud espiritual de los indios. Por ello se puso mucha atención a cuidar que los “maestros de supersticiones” o “los dogmatizadores”, como se les conoció en la legislación indiana, fueran controlados por autoridades eclesiásticas y seculares. Y es que la viabilidad jurídica de las posesiones coloniales radicaba en la responsabilidad del rey para evangelizar a los indios, y de esta forma preservarlos del demonio y lograr su salvación espiritual.

Los primeros pasos que los prelados novohispanos dieron en persecución de las idolatrías fueron poco afortunados, castigaron con extrema severidad a los indios que incurrieron en lo que en ese momento los eclesiásticos cali-ficaron de herejía, pero, al poco tiempo, después de la visita de Francisco Tello de Sandoval,2 el rey Felipe II mandó que, en materia de fe y dada su condición de neófitos, a los indios no se les podría castigar con la pena capi-tal.3 El famoso caso de don Carlos, indio principal de Texcoco, quien fue quemado luego del proceso inquisitorial que se le siguió durante la gestión del obispo fray Juan de Zumárraga en 1539, por adorar ídolos, fue el punto culminante que llevó a la Corona a precisar a los prelados americanos a que cambiaran sus criterios sobre el castigo de los delitos de fe cometidos por la población nativa.

2 La visita general al reino de Nueva España que encabezó Francisco Tello de Sandoval se realizó

entre 1544 y 1547.

3 Las disposiciones fueron dadas por Felipe II, Ver L. González Obregón, “Estudio preliminar”, en

Proceso criminal del Santo Oficio de la Inquisición y del fiscal en su nombre contra don Carlos, indio

principal de Texcoco, México, Eusebio Gómez de la Puente (Editor), 1910. Edición preparada por

Luis González Obregón. Este asunto también ha sido abordado entre otros por R. E. Greenleaf, The

Inqusition and the Indians of New Spain: A Study in Jurisdictional Confusion, en “The Americas. A

Quarterly Review of Inter-American Cultural History”, Washington, D.C., Academy of American

Franciscan History, October 1965, Vol. XXII, pp. 138-166; R. E. Greenleaf, Zumárraga y la Inquisición

mexicana, 1536-1543, trad. de Víctor Villela, (Sección de Obras de Historia), FCE, México 1988.

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Las primeras décadas de evangelización de la Nueva España y hasta la implantación formal del Santo Oficio en 1571, fueron intensas en cuanto a la persecución de desviaciones religiosas de los indios, en especial de idola-trías. Ese periodo, denominado de la “Inquisición Apostólica”, estuvo contro-lado por los obispos que provenían de las órdenes mendicantes, destacando Zumárraga y Montúfar. Durante esos primeros 50 años posteriores a la caída de Tenochtitlan, y tan sólo en la diócesis de México hubo más de 35 procesos por idolatría y delitos de fe en general, y al menos nueve autos de fe, incluido el que dio muerte al referido don Carlos. Dichas ceremonias tuvieron como escenario la Plaza Mayor, la catedral en construcción o alguno de los templos de las órdenes mendicantes (en especial el de San Francisco) en la ciudad de México, ya sea. Ejemplificando que la capital era también el centro de justicia ejemplar por excelencia.

En Nueva España, el establecimiento formal del Santo Oficio en 1571 marcó la separación judicial entre Inquisición y autoridad episcopal. Y de ahí en adelante los obispos tuvieron jurisdicción absoluta sobre los indios en materias de fe, moral y reforma de costumbres. Después de la quema de don Carlos, la realización de autos de fe para indios quedó casi cancelada, o por lo menos así fue hasta 1714, cuando el Provisor de Indios don Ignacio Castorena y Ursúa solicitó autorización para realizar uno, y se le otorgó; con ello se arrancó una etapa de auge en los autos de fe para indios, misma que terminaría en 1760.

En el siglo XVIII, en el Arzobispado de México, es posible identificar al menos siete autos de fe para indios que tuvieron sede en la ciudad de México (1714,4 1723,5

4 Archivo General de la Nación, México [en adelante: AGN], Inquisición, vol. 1305, exp. 13, año de

1714.

5 Archivo General de Indias, Sevilla, España [en adelante AGI], Sevilla, México, 2708; AGN,

Inquisición, vol. 1037, Exp. 6; R. Moreno de los Arcos, Autos seguidos por el provisor de natu-

rales del Arzobispado de México contra el ídolo del Gran Nayar, 1722-1723, en “Tlalocan.

Revista de fuentes para el conocimiento de las culturas indígenas de México”, vol. X, México

1985, pp. 377-477.

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1731,6 1736,7 1753,8 1755,9 y 176010), y siete más que se escenificaron en poblados pertenecientes al Juzgado Eclesiástico de Toluca: Ozoltepec (1716)11; Huitzilo-pochco (1727)12; Metepec (1736)13; Zinacantepec (1736)14, Temamatla (1737)15;

6 Gaceta de México, desde primero hasta fines de diciembre de 1731, no. 49, p. 387.

7 Archivo Histórico del Arzobispado de México [en adelante AHAM], Sección: Br. Nicolás de

Villegas, serie: Autos contra curandera, caja 51, exp. 15, 1 foja, disco 15, rollo 15.

8 J. García Icazbalceta, Obras, 10 Vols., Burt Franklin, 1ª Reimp., vol. 1, Opúsculos varios, Autos

de fe celebrados en México, Nueva York 1968, p. 308; J. M. de Castro Santa-Anna, Diario de sucesos

notables (1752-1758), en J. García Icazbalceta, Colección de Documentos para la historia de México,

Librería de J. 9M. Andrade, [Edición facsímil: Porrúa, México 1980], 1ª serie, tomo IV, México

1858, p. 94.

9 J. García Icazbalceta, Obras, 10 Vols., Burt Franklin, 1ª Reimp., vol. 1: Opúsculos varios, Autos de fe

celebrados en México, Nueva York 1968, p. 309. J. M. de Castro Santa-Anna, Diario de sucesos notables

(1752-1758), en J. García Icazbalceta, Colección de Documentos para la historia de México, Librería de

J. M. Andrade, [Edición facsímil: Porrúa, México, 1980], 1ª serie, tomo V, México 1858, p. 176.

10 F. Sedano, Noticias de México, 2 vols., Imprenta de J. R. Barhedillo y Escalerillas, México 1880,

Vol. I, p. 34.

11 Cartela de la pintura anónima: Auto de fe para indios en la parroquia de San Bartolomé Ozoltepec

(Otzolotepec u Ocelotepec, hoy Villa Cuauhtémoc, Edo. de México), Museo Nacional de Arte del

Instituto Nacional de Bellas Artes, en la ciudad de México 1716.

12 AHAM, Sección, Secretaría Arzobispal, serie: Padrones, caja 40, exp. 54, 19 fojas, disco 11, rollo 12,

año de 1727, “Padrón de la feligresía del pueblo de San Mateo Apóstol Evangelista Huitzilopo-

chco, Churubusco”.

13 AHAM, Sección: Br. Juan Varón de Lara, serie: Auto contra indio maléfico, caja 38, exp. 5, 5 fojas,

disco 11, rollo 11, año de 1727, “Sentencia dictada contra Bartolomé Martín, indio gañán, por

practicar el conjuro y la hechicería”; AHAM, Sección: Br. Nicolás de Villegas, serie: Autos contra

indio, caja 51, exp. 24, 7 fojas, disco 15, rollo 15, 14 de noviembre de 1736, “Autos seguidos

contra Francisca Quiterina, india natural del pueblo de San Felipe de la Jurisdicción de Metepec,

por maleficio”.

14 AHAM, Sección: Br. Nicolás de Villegas, serie: Autos por el contrario indio, caja 51, exp. 29,

6 fojas, disco 15, rollo 15, año de 1736, “Autos contra Nicolás Martín, indio natural del pueblo

de San Luis, doctrina de Zinacantepec, y vecino de San Buenaventura, por superstición, embus-

tero y por espantador de granizo”.

15 El provisor de naturales hizo Auto el 23 de septiembre de 1737 en el pueblo de Temamatla en el

que salieron seis indios por ilusos, supersticiosos, embusteros y sediciosos, y dos indias:

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e Ixtacalco (1754)16. En total se trata de al menos catorce autos de fe para indios en menos de cincuenta años; el número llama la atención, pero es posible que hubieran sido varios más, pues por desgracia la documentación de archivo que poseemos sólo incluye a la ciudad de México y al referido juzgado de Toluca que abarcó la zona matlatzinca.17

Los autos de fe para indios en el Arzobispado de México

Tradicionalmente se liga los autos de fe al Tribunal del Santo Oficio, y aunque es cierto que dicho tribunal fue el más importante patrocinador de ese tipo de ceremonias, también es necesario puntualizar que, al menos en los domi-nios españoles de América, también existieron autos de fe organizados por los obispos. La diferencia principal entre los autos de fe inquisitoriales y los episcopales fue que los segundos fueron privativos de la población indí-gena, en tanto que la jurisdicción de los primeros excluía a los indios.

“Auto de fe” significa literalmente “acto de fe”, lo que en la época colonial era sinónimo de efecto moral y representación pública (teatral) de la fe. De ahí la importancia del ceremonial externo (público) y particularmente urbano del auto de fe; en ese sentido, los autos de fe podrían relacionarse con las manifestaciones del teatro religioso, tal como los Autos sacramentales, los autos de la pasión o los cuadros vivos de escenas bíblicas que se incluían en

J. García Icazbalceta, Obras, 10 vols., Burt Franklin, 1ª Reimp., vol. 1: Opúsculos varios, Autos

de fe celebrados en México, Nueva York 1968, p. 307.

16 El provisor Francisco Jiménez Caro, en el pueblo de Ixtacalco, penitenció el 17 de febrero de

1754 a un indio por embustero, y a una india por casada dos veces: J. García Icazbalceta, Obras,

10 vols., Burt Franklin, 1ª Reimp., vol. 1: Opúsculos varios, Autos de fe celebrados en México,

Nueva York 1968, p. 308. También fue referido por Castro Santa-Anna, Diario de sucesos nota-

bles, en J. García Icazbalceta, Colección de Documentos para la historia de México, Librería de J. M.

Andrade, [Edición facsímil: Porrúa, México, 1980], 1ª serie, tomo IV, México 1858, p. 216.

17 G. Lara Cisneros, Los autos de fe para indios en el Arzobispado de México. Siglo XVIII (1714-1755)

en R. Castañeda García, R. Alicia Pérez Luque (coord.), Entre la solemnidad y el regocijo. Fiestas,

devociones y religiosidad en Nueva España y el mundo hispánico, capítulo 11, El Colegio de

Michoacán / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México

2015, pp. 255-272.

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las procesiones del Corpus Christi,18 o las escenificaciones teatrales empleadas por el clero mendicante durante la época de oro de la evangelización en Nueva España.19

El auto de fe fue muchas cosas simultáneamente: en primer lugar, una presen-tación pública de la abjuración, de la reconciliación y del castigo, que siguió reglas precisas, producto de un modelo común a las Inquisiciones hispánicas, y con un discurso y una dimensión teatral evidentes en el tablado, y en la distribución de los papeles con personajes reales. En materia de justicia, los autos de fe (inquisitoriales o episcopales), se relacionan con pecados y delitos que han trascendido el nivel del fuero interno (moral y privado), y han llegado a la esfera de lo criminal (público y notorio). Es decir, que en los autos de fe sólo se incluyó a reos cuyas faltas, al ser de conocimiento público y notorio, ofendían a la sociedad en su conjunto, y por lo tanto, debían reconciliarse con esta haciendo penitencia pública y resarciendo así las ofensas que le habían infringido con sus pecados. Es ciertamente, la articulación de un lenguaje barroco de la impartición de justicia. Una acción de justicia ejemplarizante y contundente dirigida a un público amplio.

El auto de fe nos recuerda mucho la idea del performance tan caro a la etno-grafía contemporánea. El auto de fe tiene una dimensión ritual que trans-curre de manera simultánea y paralela a su condición de espectáculo prefe-rentemente urbano. Es un ritual cuya secuencia evoca los actos de una obra teatral.20 Es un leguaje para-teatral en el que se realiza una ceremonia con acusados verdaderos, que conocen su papel en la representación, pero no lo pueden abandonar, tampoco son actores en el sentido literal del término, aunque si escenifican una historia, para ellos, a pesar de su centralidad en el

18 Cf. B. W. Wardropper, Introducción al teatro religioso del siglo de oro. Evolución del auto sacramental

antes de Calderón, Anaya, Salamanca 1967; N. D. Shergold y J. E. Varey, Los autos sacramentales en

Madrid en la época de Calderón, 1637-1681, Ediciones de historia, geografía y arte, Madrid 1961;

J. C. Garrot Zambrana, El auto de fe en escena en los autos sacramentales. [The Auto-da-Fé on

Stage in the Eucharistics Plays], en “Hipogrifo. Revista de Literatura y Cultura del Siglo de Oro”,

vol. 5, 2/2017, pp. 59-72.

19 Ver por ejemplo lo señalado por R. Ricard, La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el

apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de 1523-24

a 1572, (Sección de obras de Historia), trad. de Ángel María Garibay K., FCE, México 1986.

20 Ver A. Van Gennep, Los ritos de paso, Taurus, Madrid 1986.

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“espectáculo”, no hay ensayos pues la ritualidad es definitiva, única y dramá-tica para ellos. Los únicos “actores” que pueden tener varias participaciones en escenarios de diferentes montajes son los propios inquisidores y/o las auto-ridades episcopales, los provisores, que equiparan su imagen de autoridad a la del escenógrafo en esta representación total. Además de las autoridades y los reos, en esta especie de performance habrá que sumar al público, que es el pueblo de todas calidades y condiciones que asiste al ritual/espectáculo. Ellos juegan un papel que da sentido a la ceremonia, pero al mismo tiempo son los principales receptores del mensaje ejemplarizante, en cierta medida son ellos la razón de ser del ritual. Y algunos de ellos, al igual que algunas autoridades, también pueden ser actores que repiten su papel en más de una ceremonia. Los lugares, las posturas, los gestos y las palabras no son casuales, ni pasan inadvertidos, todos y cada uno forman parte de un plan, tienen intención y funciones definidas.

Por otro lado, el auto de fe también se rige por una normativa que los articula con un lenguaje sagrado, se trata de una liturgia que le constituye en una recreación de un tiempo y un lugar sagrados y permanentes.21 Es decir, una realidad perene, de naturaleza divina.

Bajo la prelatura del arzobispo Lanciego y Eguilaz (1714-1728), los autos de fe para indios resurgieron de sus cenizas luego de haber caído en desgracia después de su impetuoso arranque en el siglo XVI. Fue la mancuerna entre este importante arzobispo y su provisor de indios don Ignacio Castorena y Ursúa (1709-1728), que los autos de fe para indios encontraron un nuevo apogeo. Los autos de fe del Provisorato de Indios y Chinos del Arzobispado de México del siglo XVIII, se prepararon con gran detalle, en ellos se puso mucho cuidado para vigilar cada parte del ceremonial. En estos autos de fe, la etiqueta y el boato fueron parte de un discurso de orden barroco que reflejaba la importancia que sus organizadores les concedieron, pero también fueron un interesante gradiente de los vaivenes políticos que se vivieron al interior del Arzobispado, y de las complejas relaciones de éste con el reino. En cierta forma, los autos de fe para indios fueron una apuesta de presencia y poder, y quizás de alianza, de los obispos y la autoridad virreinal e inquisitorial, aunque también es cierto que pasado el primer repunte de los autos de fe para indios,

21 M. Eliade, El mito del eterno retorno, Origen/Planeta, (Obras maestras del pensamiento contem-

poráneo) México 1985.

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y a medida que éstos fueron tomando más y más el aspecto de los autos de fe inquisitoriales, se convirtieron también en un tema de conflicto y tensión con el Tribunal del Santo Oficio de México.

La incineración de una momia idólatra

En 1723 se realizó el auto de fe para indios más notable del siglo XVIII, se trató de aquel en que se enjuició a la momia del Nayar por cometer el pecado de idolatría.22 Hacia la segunda década de 1700 el marqués de Valero, virrey de Nueva España (1716-1722), se propuso conquistar la Sierra del Nayar, un terri-torio muy agreste y distante del centro, que era dominado por indios insu-misos. En esa apartada comarca al Occidente del reino, militares y clérigos dieron con un montón de indios nayaritas a los que acusaron de idólatras y les destruyeron sus altares; de estos recintos sacaron una momia que decían era adorada por los indios. El virrey, mandó trasladar la momia a la ciudad de México para que se le sometiera a juicio por idolatría. Así, se encargó al Provisor de indios del arzobispado, el doctor don Juan Ignacio Castorena y Ursúa, que se ocupara del juicio y la sentencia:

Don Baltasar de Zúñiga y Guzmán Sotomayor y Mendoza… virrey, gobernador y

capitán general de esta Nueva España… Habiéndoseme remitido de la provincia

del Nayarit la osamenta del Grande de ella por el gobernador don Juan Flores de

San Pedro y vistose lo que sobre este punto y otros me escribió en la junta

de guerra y hacienda que mandé formar el día doce del corriente, conformándome

con lo resultado en ella me ha parecido expedir el presente, por el cual ruego y

encargo al doctor don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, tesorero de la santa

iglesia metropolitana de esta corte, juez provisor de los naturales de este

22 Me he ocupado de este caso en: G. Lara Cisneros, ¿Ignorancia invencible? Superstición e idola-

tría ante el Provisorato de Indios y Chinos del Arzobispado de México en el siglo XVIII, 2ª

reimp., Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas,

México 2016, pp. 248-264. Antes también lo hizo R. Moreno de los Arcos, Autos seguidos por el

provisor de naturales del Arzobispado de México contra el ídolo del Gran Nayar, 1722-1723, en

“Tlalocan. Revista de fuentes para el conocimiento de las culturas indígenas de México”, vol. X,

México 1985, pp. 377-477.

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Arzobispado, que en la parte y lugar que le pareciere más cómodo mande quemar

públicamente la referida osamenta a quien los gentiles tenían por su dios y se diri-

gían por arte diabólico, para lo cual se le entregará.23

El virrey, como artífice de la conquista del Nayar, era también responsable, junto con el prelado José de Lanciego y Eguilaz,24 de vigilar que los ídolos y las supersticiones fueran erradicados. Quizás el provisor Castorena trató de evitar a toda costa que se presentara alguna disputa o reclamo del Santo Tribunal en razón de orden jurisdiccional, como en efecto sucedería años después, a finales de la década de 1760,25 y por ello, antes de proceder a armar el auto de fe, y en su carácter de Provisor de Indios, realizó una consulta a los inquisidores. Sabedor de la importancia del encargo, Castorena puso la mayor atención en cuidar cada detalle del juicio, y fue precavido (quizás hasta en exceso) de las formas con el Tribunal del Santo Oficio, como consta en la consulta que hizo a los inquisidores el 25 de enero de 1723.

En cumplimiento de mi obligación de provisor y vicario general de los indios naturales de este Arzobispado y respeto debido a ese santo Tribunal, pasé en persona a dar cuanta a vuestra señoría que con el buen éxito que tuvo el auto de fe que hice a los cinco de agosto del año pasado de mil setecientos y catorce, de que di cuenta a vuestra señoría con toda individualidad, arreglándome por entonces acertadísimas direcciones con que se sirvió vuestra señoría de instruir a mi inhabilidad, y de su ejecución di cuenta a vuestra señoría por escrito el día ocho de agosto de dicho año, sirviéndose su dignación de aprobar todo lo ejecutado en consecuencia de mi fiel arreglamiento a sus prudentí-simas direcciones en billete de ese santo Tribunal, su fecha a los nueve de agosto de dicho año, testimoniado por don Alejandro Álvarez de Carranza,

23 AGI, México, 2708: “Despacho de ruego y encargo de 13 de febrero de 1722 del virrey Marqués

de Valero por Antonio de Avilés al provisor de naturales Castorena por el que pide se queme la

osamenta del gran Nayar”.

24 José Pérez de Lanciego Eguiluz y Mirafuentes, fue arzobispo de México entre 1714 y 1728.

25 Archivo Histórico Nacional, Madrid, España [en adelante AHNE], Inquisición 2286, año de 1769:

Testimonio del Expediente formado en el tribunal de México con motivo de titularse el Provisor

de Indios y Chinos del Arzobispado Inquisidor de ellos, y denominar a su Tribunal Santo Oficio

y Tribunal Metropolitano de Fe de dichos Indios e Isleños Filipinos.

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y la experiencia de su buen ejemplo en haberlo imitado muchos ministros de los indios de este Arzobispado corrigiendo las idolatrías y otros vicios en que son frecuentes los miserables indios; y hallándome al presente con un decreto del excelentísimo señor virrey marques de Valero, su fecha a 15 de febrero del año pasado de 1722, que con el voto consultivo del Real Acuerdo se sirvió mandar remitir a este Tribunal la osamenta o cadáver del gran Nayari… con despacho de ruego y encargo para que en él ejecutase lo que pareciera más conveniente al servicio de ambas majestades y enseñanza de los indios, así de este Arzobispado como del de Guadalajara en el nuevamente conquistado reino del Nayari (con el título del nuevo reino de Toledo)… consiguiéndose de esta materia se han hecho, el mandar se quemen, habiéndose leído su causa con las de otros reos idolatras y por otros delitos contra nuestra santa fe, que saldrán el domingo próximo de la sexagésima que contarán treinta y uno de este mes en la forma acostumbrada y en el modo que se celebró dicho auto del año pasado de setecientos y catorce en el convento grande de nuestro padre señor San Francisco de esta corte, para que noticiada la gran comprensión de vuestra señoría en las dudas que se pueden ofrecer y en cuya determinaciones deseo acertar, sea servido de mandarme dar las instrucciones en los puntos que consultare mi cortedad, mandando intimarlos a mi resignación obediente.26

Castorena era calificador del Santo Oficio, pero como provisor de indios, dirigió una carta a los inquisidores para solicitar autorización y asesoría para realizar el juicio y auto de fe a la momia. Llama la atención el tono diplomático de la carta, en especial porque podría parecer que esa precaución era exce-siva, dada la jurisdicción del arzobispo en este tipo de causas. La inmediata respuesta de los inquisidores –Cienfuegos, Garzón y Palacio– era afirmativa, breve, formal y correcta:

Póngase en su lugar y responda a este provisor que está muy bien y se le dan las gracias por el celo con que atienden a las cosas y negocios de nuestra santa fe por lo que toca a su juzgado, y así puede ejecutar su función haciendo todo lo que según derecho tuvieren por conveniente, con el seguro de que en cuanto

26 AGN, Inquisición, 803, f. 494. Consulta de don Ignacio Castorena y Ursúa, provisor de indios del

arzobispado de México a los inquisidores Cienfuegos, Garzón y Palacio con motivo de la reali-

zación de un auto de fe a la momia del Nayar. Fue recibida el 28 de enero de 1723.

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ocurriere conducente a tan cristiano empleo le protegerá este Tribunal por lo que cede en servicio de Nuestro Señor. [Rúbrica]27

Castorena se encargó de organizar el juicio a la momia y su posterior auto de fe. Es de interés notar que a la momia se le concedió personalidad jurídica a pesar de ser un cuerpo inanimado, y se le acusó por ser idólatra y promover ésta entre los indios del Nayar. Aceptada su personalidad jurídica y recono-ciendo a la momia un sujeto en calidad de reo, se le nombró un defensor de oficio, y en todo momento los participantes del juicio se refirieron a la momia como “el señor ídolo”. Esto es interesante pues apunta a que los ídolos eran objetos animados y sujetos a juicio, ya fueran de piedra, madera y papel, o bien fuera un cuerpo momificado. El defensor de los pobres articuló su alegato diciendo que “el Señor Ídolo” no se había propuesto ser adorado como tal, y que los indios le rindieron culto idolátrico siendo ya un cadáver; no obstante, y a pesar de no existir dolo en la momia, el defensor reconocía la existencia del pecado de idolatría, y por ello pedía que la ésta no fuera quemada en público, sino tan sólo desbaratada y sus restos esparcidos en el lago. Debió ser una escena de gran teatralidad y solemnidad, que sin duda tuvo un gran impacto para los que la atestiguaban. El momento particular fue descrito de manera detallada por el notario público Francisco Ruíz:

…y puestos los reos en sus gradas subió dicho señor provisor y vicario general

con todo el acompañamiento al altar mayor y tribunal referido y tomado asiento

y a su lado izquierdo dicho promotor fiscal, ocuparon los notarios que leyeron

las causas el que les estaba asignado, teniendo el primer asiento dicho alguacil

mayor fiscal e inmediatamente a dicho tribunal en un escabel se le dio asiento a

dicho abogado de pobres, y los demás ministros ocuparon los otros bancos del

lado de la Epístola, donde tuvieron asiento contiguo al altar mayor los dichos

curas y ministros de doctrina; y se dio principio al santo sacrificio de la misa, y

acabado el evangelio fue al púlpito el presente notario público a leer el juramento

de la fe que recibió de dicho señor provisor, sacándole de dicha escribanía, y

acabado se fueron leyendo por los ministros relatores señalados las causas de

27 AGN, Inquisición, 803, f. 494. Respuesta de los inquisidores Cienfuegos, Garzón y Palacio a don

Ignacio Castorena y Ursúa, provisor de indios del arzobispado de México con motivo de la reali-

zación de un auto de fe a la momia del Nayar. 29 de enero de 1723.

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dichos reos, sacándolas de dicha escribanía, y por los nuncios a los reos de

sus asientos, según el orden de sus causas, y estuvieron en pie en dicha media

naranja durante el tiempo de su causa, siendo la última de ellas la del cadáver

y osamenta del gran Nayari, cuyo acto fenecido se procedió por dicho señor

provisor y vicario general a la absolución de dichos reos, precediendo primero

el que abjurasen de sus errores, preguntándoseles, según el orden y disposi-

ción del pontifical romano los artículos de nuestra santa fe católica que les dio

a entender uno por uno en su idioma mexicano el licenciado don Juan Antonio

de la Peña, cura del partido de Acamixtla; y puesto en pie dicho señor provisor

puesta una estola y unas varas de membrillo, estando dichos reos de rodillas

puestas las manos sobre los santos evangelios entre misales que para este efecto

se pusieron en la mesa de dicho tribunal, les dio con dichas varas a cada uno de

por sí absolviéndolos del vínculo de excomunión en que estaban ligados…28

La defensa fracasó, y se condenó “al Señor Ídolo” a ser incinerado en auto de fe, mismo que se celebró en el convento grande de San Francisco de México, y en el que no sólo se penitenciaba la idolatría, sino a indios curanderos, supers-ticiosos, hechiceros y adúlteros:

...el señor doctor don Juan Ignacio Castorena y Ursúa… celebró auto de fe… en que

salieron siete reos penitenciados, los seis por curanderos, supersticiosos, idólatras

y hechiceros, y el otro, una mujer, por casada dos veces; y asimismo el cadáver y

osamenta del gran Nayari, vestido con los adornos, plumas, insignias, sus armas

de flechas, su alfanje, su corona y tahalí y demás cosas con que fue remitido al

excelentísimo señor marqués de Valero, virrey, gobernador y capitán general que

fue de esta Nueva España, quien se sirvió remitirle a dicho señor juez provisor y

vicario general, y para que tuviese dicha función…

Castorena y las demás autoridades episcopales tenían muy claro que la opor-tunidad de incinerar a un indio idólatra, así fuera en momia, era una exce-lente oportunidad para dar un ejemplo disciplinario a los indios como no habían tenido en dos siglos, y además era una gran oportunidad de mostrar autoridad frente al pueblo y corporaciones en la capital novohispana: “…que

28 AGI, México, 2708: “Certificación del auto de fe por el notario público Francisco Ruíz, 1º de

febrero de 1723”.

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era conveniente a la exaltación de nuestra santa fe católica y educación a los indios”.29

También era importante cuidar todas las formas del ceremonial que siguió al pie de la letra los autos de fe organizados por el Tribunal del Santo Oficio, pero siempre, tomando en cuenta que se trataba de indios, se enfatizó el carácter ejemplarizante del ritual. Así, se puso atención en la altura del tablado y sus detalles dentro del templo de San Francisco, particular cuidado se puso en el “dosel de terciopelo negro galoneado de oro”, la mesa con su telliz y la cruz de plata dorada, las sillas de terciopelo negro y clavazón dorada, para el alguacil mayor “un banco cubierto de raso encarnado”, y al lado de la epístola, para los curas y ministros de doctrina de la ciudad se pusieron bancas de baqueta bordadas con un escudo de San Pedro. Así se describió el escenario:

…se dispuso en la capilla mayor de dicha iglesia [de San Francisco] un tablado

de una vara en alto, que le ceñían por ambos lados unas barandas jaspeadas que

correspondían hasta la última grada del altar mayor, divididas en dos tramos, el

uno correspondiente al lado del Evangelio [Izquierdo] y el otro que continuaba

hasta el lado de la Epístola [Derecho], y en el presbiterio al lado del Evangelio

se levantó un entarimado en que se puso debajo de un dosel de terciopelo negro

galoneado de oro una mesa con su telliz de lo propio, y sobre ella una cruz de

plata dorada y asimismo dos sillas de dicho terciopelo negro clavazón dorada, y

a la mano derecha de dicho tribunal un banco cubierto de raso encarnado para el

alguacil mayor y los notarios que leyeron las causas, y al lado de la Epístola otras

bancas de baqueta bordadas y con su escudo bordado de nuestro padre San Pedro

para los curas y ministros de doctrina de esta ciudad y de los alrededores de ella,

y a su correspondencia, inmediato a la puerta de la sacristía, otros bancos rasos

para los demás ministros eclesiásticos; y en el medio de dicho tablado se puso

la media naranja y a su correspondencia frente de dichas barandas, mirando al

púlpito, se levantaron unas gradas correspondientes para el asiento de dichos reos

y lugar en que se puso el cadáver e ídolo del gran Nayar y antes de las cinco horas

de la mañana de dicho día se sacaron de la cárcel de este dicho Arzobispado dichos

siete reos y se trajeron a dicho convento, donde en el dormitorio bajo que cae en

el patio que llaman de los reverendos padres comisarios se pusieron dichos reos,

habiéndose traído la noche antes el cadáver de dicho Nayari, y para dar principio a

29 Ibidem.

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dicho auto se les notificó a dichos reos las sentencias dadas y pronunciadas contra

los susodichos por don José Bravo, notario receptor, dándoselas a entender don

Francisco Juárez, intérprete de esta audiencia arzobispal, y habiéndolas obedecido

con toda humillación y rendimiento se procedió por el licenciado don Juan del

Villar, presbítero abogado de la real audiencia de esta corte y de pobres de este

dicho Arzobispado, a hacerles una breve plática dándoles a entender sus errores,

ponderándoles la gravedad de sus delitos y exhortándoles al santo temor de Dios

nuestro señor…30

Terminado el sermón a cargo del presbítero abogado de la Real Audiencia, don Juan del Villar, inició una procesión para llevar a los reos a la ceremonia pública en la que se les exhibiría con “una soga de esparto al pescuezo y sobre la cabeza una coroza con las insignias correspondientes a sus delitos y una vela verde en las manos” como hechiceros, idólatras y “adúlteros”. Una cere-monia en la que los reos públicamente aceptarían sus faltas y su deseo de ser reincorporados al seno de la Santa Madre Iglesia (menos la momia, claro está), lo que equivalía a su salvación, a evitar la condena eterna. De esta forma luego de hacer ver a los indios la gravedad de sus faltas, se procedió a dar inicio a la procesión solemne.31

La ceremonia contó con el concurso de los cabildos indígenas de las parcia-lidades de indios de San Juan y Santiago, así como de todas las de los contornos de la ciudad de México. Luego de los indios, siguieron los funcionarios judi-ciales, es decir, los comisarios nombrados para el caso: el alcalde de la cárcel y los reos son sus padrinos, así como el nuncio con los documentos que avalaban la legalidad jurídica del auto de fe. Les siguieron los miembros de distintas

30 Ibidem.

31 AGI, México, 2708: “Relación de méritos y servicios del Dr. Juan Ignacio Castorena y Ursúa”.

…les fueron poniendo a cada uno de los susodichos por el alguacil mayor fiscal de este Arzo-

bispado y otros ministros una soga de esparto al pescuezo y sobre la cabeza una coroza con

las insignias correspondientes a sus delitos y una vela verde en las manos; y habiendo llegado

a dicho convento dicho señor provisor y vicario general de indios y chinos, acompañado del

licenciado don Felipe Neri de Apellániz y Torres, presbítero abogado de dicha real audiencia

y promotor fiscal de este Arzobispado, salió la mayor parte de la comunidad a recibirle a la

puerta que llaman de los comisarios, que corresponde a la iglesia y colegio del señor San Juan de

Letrán…

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congregaciones del clero, destacando los franciscanos y los curas de las parro-quias de indios de la ciudad y sus alrededores. Luego tocó el turno a los miem-bros del Provisorato General de Indios y Chinos del Arzobispado de México, a saber: el provisor, el fiscal, el abogado defensor, el alguacil mayor y el resto de los notarios.

Integrado el cortejo dio inicio la solemne procesión que iría desde la iglesia de San Juan de Letrán al templo de la Profesa y de ahí al templo mayor de San Francisco de México. Ya en el templo franciscano arrancó la vistosa marcha presidida por el Sr. Provisor de Indios, y con la participación de todo el cortejo, así como la principal participación, al centro del conglomerado de los reos –incluida la momia– a quienes se les leyeron sus causas y sentencias. Destaca el hecho de que los indios fueron reconciliados de sus faltas mediante unas varas (seguramente de membrillo muy usado en estos casos) con las que el provisor de indios les golpeó en señal de su reincorporación a la Iglesia luego de su excomunión por sus graves faltas.

La distribución de los participantes en este desfile era totalmente planeada, cada detalle cumplió una función específica. Nada podía quedar al azar, pues el auto de fe era una representación del orden jurídico y eclesiástico de la sociedad. Por eso, el protocolo rígido en la representación, era profundo en significación. Cada quién ocupaba su lugar y no podía ocupar otro. El mensaje era importante: la salvación (reconciliación) o la condena de los pecadores.

La reconciliación con la Iglesia se daba cuando los pecadores abjuraban de sus faltas en presencia de las autoridades y corporaciones eclesiales así como del pueblo en general, es decir, frente a los que habían ofendido con sus pecados. Esto era importante pues, por su falla, los reos habían atentado contra el equilibrio moral de la sociedad y la única manera de restablecer el orden era a través de la abjuración pública de sus faltas. De esta manera los reos serían perdonados por la Iglesia, entendida ésta, como ecúmene cristiana, por ello era tan importante que la abjuración se hiciera como un acto público y notorio y ante la presencia de todos los sectores que componían la sociedad. Este también era el sentido de las corozas y las velas, una forma de expiar las culpas al reconocer públicamente sus faltas. Todo este ritual era sancionado por las figuras del obispo y su provisor de indios quienes fungieron como baluarte moral, representantes de la Iglesia y por ello sancionaban la sacra-lidad del acto. El notario eclesiástico lo describió así:

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…a todo lo cual asistieron los sacerdotes y ministros que los apadrinaron, volvién-

dolos a las gradas y a sus asientos para que se prosiguiese el santo sacrificio de

la misa y desde [el] Sanctus hasta la consunción del santísimo Sacramento estu-

vieron hincados de rodillas con velas encendidas en las manos en la última grada

de dicho presbiterio, y acabada la misa subieron a dicho altar mayor y las ofre-

cieron al sacerdote, y vueltos a su lugar subió al púlpito el reverendo padre fray

Ignacio García de Figueroa, cura ministro de la parroquia del señor San José de

esta dicha ciudad, y en ambos idiomas, castellano y mexicano, amonestó a dichos

reos y a los circunstantes al santo temor de Dios nuestro señor ponderando con

elegante magisterio las supersticiones e idolatrías y hechizos en que dichos

reos estaban incursos y los gravísimos castigos que la justicia divina había ejecu-

tado en los perpetradores de semejantes crímenes, y fenecido, todo lo referido se

prosiguió la conducción de dichos reos al, mismo lugar de donde salieron, según y

en la forma, disposición y acompañamiento arriba expresada, cuya función duró

desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde, y a la referida hora todos

los ministros de la curia eclesiástica fueron en diversos forlones a dejar a dicho

señor provisor al hospital del señor San Pedro e iglesia de la Santísima Trinidad,

en donde dicho señor tiene su habitación como abad.32

Al día siguiente, desde muy temprano, se procedió a dar cumplimiento a las sentencias ante una multitud de naturales y de gente de todos rangos que desde el día anterior esperaban tan magno acontecimiento. La ceremonia, escenificada el 1 de febrero de 1723, fue así:

…sacaron de la cárcel arzobispal a María Jerónima, a Pedro Bautista, Juan Vicente,

Juan de Santiago, Juan Baltasar alias “Buen muchacho”, Melchor Gaspar y a

Pascuala María, indios, con sus corozas en la cabeza y sogas al cuello en bestias de

albarda, desnudos de la cintura para arriba, por las calles acostumbradas de esta

ciudad a son de trompeta y voz de pregonero, que publicaba sus delitos de cada uno

diciendo “ésta es la justicia que manda hacer el tribunal eclesiástico de los indios

de este dicho Arzobispado: a la primera [María Jerónima], por casada dos veces, se

le manda dar cien azotes, y por tiempo de un año sirva en la casa de las dementes;

el segundo [Pedro Bautista], por supersticioso e idolatra, cien azotes, y por tiempo

32 AGI, México, 2708: “Certificación del auto de fe por el notario público Francisco Ruíz, 1º de

febrero de 1723”.

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de dos años en un obraje, panadería o hacienda de campo no vendido ni rematado;

al tercero [Juan Vicente], doscientos azotes por relapso y por tiempo de seis años

en un obraje o panadería no vendido; el cuarto [Juan de Santiago], quinto [Juan

Baltasar alias “Buen muchacho”], y sexto [Melchor Gaspar] a cien azotes y puestos

por dos años en dichas casas; y a María Pascuala [sic] perpetuamente en esta cárcel

arzobispal. Y así mismo salió por las referidas calles el ídolo y osamenta del Gran

Nayari con los referidos reos, que asistieron, según se manda en sentencia, en el

quemadero de la plazuela del convento de san Diego, que fue quemado con todos

sus parámetros. Y ejecutado lo referido, se volvieron los referidos reos a dicha

cárcel arzobispal.33

El asunto importante a nivel masivo era que en aquella solemne procesión principalmente había muchos indios, lo mismo los que moraban habitual-mente en la ciudad y sus arrabales (criados, jornaleros, nanas, etcétera); y los de las estancias y pueblos cercanos, a quienes se les ordenó acudir. Y es que a ellos iba dirigido el mensaje del auto de fe; por la misma razón la solemne procesión transitaría por las principales calles, plazas y edificios de gobierno y de las órdenes. De esta forma se pensaba que la sociedad entera atestiguaría la reconciliación y castigo de los reos, y de esta manera se aseguraba el bien-estar de la colectividad. Además, así se cumplía con la palabra del rey y de la Iglesia responsables de la salvación de las almas de los indios.

La ruta de la procesión es un mensaje edificante de reconciliación. Los reos salieron de su cárcel en el palacio arzobispal –sede del poder espiritual en la Nueva España–, y transitaron frente a la sede de la autoridad temporal, es decir: el palacio virreinal. Aquel séquito desfiló luego frente a las autoridades de la ciudad: el palacio del ayuntamiento. Y luego frente al portal de mercaderes, símbolo del poder económico. Luego, la procesión tomó el camino que pasa frente al edificio del Tribunal del Santo Oficio, como para dar fe del poder episcopal que a través del Provisorato de Indios cumplía con su tarea de vigilar las buenas costumbres y la preservación del dogma católico entre los indios. Luego el grupo caminó frente a los edificios sede de las principales órdenes regulares en la capital: primero el templo y convento de Santo Domingo, pasó frente a la capilla de la Expiración o capilla de indios mixtecos, como dando

33 Ibidem, “Ejecución de la sentencia, constancia por los tenientes y escribano del 1º de febrero

de 1723”.

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a entender la lección a todos los indios que acudían a dicho lugar. Continuó el recorrido por el templo de San Lorenzo, casa de las monjas jerónimas, como para incluir a las órdenes femeninas también en esta procesión ejemplar. Luego, la procesión tomó por algunas de las calles principales de la capital, incluyendo la opulenta calle de plateros, donde caminaron frente al templo de la Profesa, casa jesuita, y después frente al importante templo de San Fran-cisco. Al final, se dirigieron al poniente de la ciudad, al templo de San Diego, donde tradicionalmente se instalaban los quemaderos del Santo Oficio. Ahí la procesión encontraría su clímax con la quema de la momia del Nayar.

El auto de fe para la momia del Nayar representó el momento más alto de la nueva etapa de auge para los autos de fe para indios en el Arzobispado de México. La celebración de esta ceremonia fue también un momento cumbre en la carrera del provisor Castorena, y una muestra de autoridad por parte del arzobispo Lanciego y del virrey Valero, aunque éste último dejó la Nueva España antes de la celebración del auto de fe que tanto promovió ante las autoridades episcopales de México. La ruta que siguió el auto de fe fue dise-ñada para hacer presencia frente a los lugares más significativos del poder en la capital del reino novohispano, se consideró el poder político, el espiri-tual y el económico. Fue una forma de hacer público el poder que, en materia de población nativa y de temas de fe, detentaban las autoridades eclesiales. Particularmente fue también una especie de recordatorio de fuerza entre las corporaciones civiles e indígenas. Al mismo tiempo, ese ejercicio de poder, representó una forma pública de mostrar que el arzobispo cumplió con una de las funciones más importantes a él encomendadas: la salvaguarda de la salud espiritual del reino. La mejor manera de cumplir esa meta fue a través de un acto público de reconciliación de los indios pecadores con la sociedad a la que habían ofendido. La ruta fue la expiación de los pecados cometidos por éstos, a través de mostrar su arrepentimiento públicamente. Por otro lado, también fue un acto de justicia en tanto que los indios pagaron sus delitos y así pudieron reintegrarse a la ecumene cristiana.

El auto de fe para indios de la ciudad de México en 1723 fue el más espec-tacular que la justicia ordinaria escenificaría en todo el periodo colonial,34

34 Además de la documentación ya referida a pie de página en las notas precedentes. Esta noticia

también fue referida por J. A. De Villaseñor y Sánchez, Theatro americano. Descripción general

de los reinos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones, 2 vols., vol. II, Imprenta de la

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comparable quizás sólo al auto de fe de Maní que protagonizó el obispo de Yucatán, fray Diego de Landa, en el área maya el 12 de julio de 1562,35 o al auto de fe que organizó el obispo de México, fray Juan de Zumárraga para penitenciar a don Carlos, indio principal de Texcoco. En este sentido, los autos de fe para indios del arzobispado de México fueron una manera de “restaurar el equilibrio” moral de la sociedad que había sido roto por el Demonio al inspirar en los indios la idolatría y otros pecados atroces.36 Pero también fue una manera de manifestar el poder político detentado por los arzobispos de México, particularmente frente a las corporaciones religiosas del reino, y ante el Tribunal del Santo Oficio.

El gran auto de fe a la momia del Nayar en el Arzobispado de México 1723 fue la expresión de un sistema religioso total. Fue así porque era parte de un lenguaje de imágenes y símbolos que transmitían una forma de estructurar el universo. En el auto de fe las estructuras de orden, autoridad y jerarquía

viuda de José Bernardo de Hogal, (ed. facsimilar: Pról. de Francisco González Cosío, México,

Editorial Nacional, 1952), México 1746-1748, pp. 268-270. Y por A. de Alcedo, Diccionario

geográfico histórico de las Indias Occidentales o América, edición y estudio preliminar por Ciriaco

Pérez-Bustamante, 4 vols., Ediciones Atlas, (Bibliotecas de Autores Españoles, CCV-CCVIII),

vol. III, Madrid 1967, p. 14. Así como en la Gaceta de México y noticias de Nueva España que se

imprimirán cada mes y comienzan desde primero de enero de 1722, México (seis números de enero

a junio de 1722), célebre publicación de la que el mismísimo provisor general de indios y chinos

del Arzobispado de México, don Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche fue editor.

35 Muchos autores han referido este famoso acontecimiento, sin embargo remito al lector al intere-

sante trabajo de J. F. Chuchiak IV, The Indian Inquisition and the Extirpation of Idolatry: the Process

of Punishment in the Provisorato de Indios of the Diocese of Yucatan, 1563-181, dissertation for

the degree of Doctor of Philosophy, Tulane University, Department of Latin American Studies,

2000.

36 AGI, México, 2708: “Certificación del auto de fe por el notario público Francisco Ruíz, 1º de

febrero de 1723”. Y hoy día lunes primero del corriente mes y año de la fecha don Antonio

de Oviedo, alguacil mayor fiscal de este dicho Arzobispado, con asistencia de don Sebastián

Rodríguez de Urrutia, teniente de alguacil mayor de esta corte, don Diego Ignacio de la Rocha,

teniente de escribano de cámara, y don Feliciano de Sevilla, escribano receptor, que dieron

auxilio a dicho alguacil mayor fiscal en virtud del mandado impartir por los señores presidente

y alcaldes de la real Sala del Crimen de esta corte y con asistencia de los notarios y ministros de

esta curia eclesiástica…

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del cosmos son muy claras para todas las partes de la sociedad. El auto de fe de la momia del Nayar fue una manera simbólica en que la autoridad eclesiás-tica recompuso el mundo después del desequilibrio moral y espiritual que las acciones idolátricas de los indios habían propiciado. En este sentido, un auto de fe patrocinado por el arzobispado, en componendas con el virrey, era una forma de ratificar el pacto de gobierno y seguridad espiritual y material en las Indias al que el monarca se había comprometido con sus súbditos ante Dios. Por eso, más allá de la anécdota que implica, la incineración pública de una momia india en una plaza de la ciudad de México, el auto de fe para indios fue una forma de ratificar la autoridad del rey y de la Iglesia en una de las ciudades principales del Imperio en las Indias Occidentales.

Fuentes y bibliografía

Fuentes

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Archivo General de la Nación, México, AGN.

Archivo Histórico del Arzobispado de México, AHAM.

Archivo Histórico Nacional, Madrid, España, AHNE.

A. de Alcedo, Diccionario geográfico histórico de las Indias Occidentales o América, edición y estudio preliminar por Ciriaco Pérez-Bustamante, 4 vols., Ediciones Atlas, (Bibliotecas de Autores Españoles, CCV-CCVIII), Madrid 1967.

F. Sedano, Noticias de México, 2 vols., Imprenta de J. R. Barhedillo y Escaleri-llas, México 1880.

Gaceta de México y noticias de Nueva España que se imprimirán cada mes y comienzan desde primero de enero de 1722, (seis números de enero a junio de 1722), México.

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J. A. De Villaseñor y Sánchez, Theatro americano. Descripción general de los reinos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones, 2 vols., Imprenta de la viuda de José Bernardo de Hogal, (ed. facsimilar: Pról. de Francisco González Cosío, Editorial Nacional, México 1952), México 1746-1748.

J. García Icazbalceta, Colección de Documentos para la historia de México, Librería de J. M. Andrade, [Edición facsímil: Porrúa, México 1980], México 1858.

J. M. De Castro Santa-Anna, Diario de sucesos notables (1752-1758), en J. García Icazbalceta, Colección de Documentos para la historia de México, Librería de J. M. Andrade, [Edición facsímil: Porrúa, México 1980], México 1858.

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Bibliografía

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Las cofradías y la consolidación de las parroquias del arzobispado de México, 1680-1750

Dr. Rodolfo Aguirre Salvador

Universidad Nacional Autónoma de México

La historiografía sobre las cofradías y demás asociaciones de fieles de Nueva España se ha nutrido de numerosos trabajos que las han abordado desde

varias ópticas y perspectivas. Los importantes trabajos de Lavrin, Bazarte, Betchloff o García Ayluardo1 han estudiado su funcionalidad para el culto, para la asistencia social o económica así como desde su importancia para la cohesión social en pueblos, villas y ciudades. Su ejemplo prosperó y nuevos trabajos monográficos y regionales se sumaron a esa línea de investigación.2 Todos ellos han confirmado la gama de funciones que cumplieron esas asocia-ciones, así como su importancia religiosa, social, política y económica.

Respecto a periodos estudiados, sabemos poco sobre las cofradías del arzo-bispado del siglo XVI. Las de españoles se comenzaron a fundar desde la época

1 A. Lavrin, La congregación de San Pedro: una cofradía urbana del México colonial, 1640-1730,

en “Historia Mexicana”, 116/1980, pp. 562-601, y Mundos en contraste: cofradías rurales y

urbanas en México a fines del siglo XVIII, en A. Bauer, La Iglesia en la economía de América Latina,

siglos XVI al XIX, INAH, México 1986, pp. 235-279; A. Bazarte Martínez, Las cofradías de espa-

ñoles de la ciudad de México (1526-1860), Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco,

México 1989; D. Bechtloff, Las cofradías en Michoacán: durante la época de la colonia: la religión y

su relación política y económica en una sociedad intercultural, El Colegio de Michoacán/El Colegio

Mexiquense, México 1996; A. Bazarte Martínez, C. García Ayluardo, Los costos de la salvación.

Las cofradías de la ciudad de México (siglos XVI-XIX), CIDE/IPN/AGN, México 2001.

2 Una orientación bibliográfica general sobre cofradías y terceras órdenes novohispanas puede

verse en A. Rubial, et. al., La Iglesia en el México colonial, UNAM-BUAP, México 2013, pp. 572-576.

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de Hernán Cortés mientras que las de indios comenzaron a extenderse en las doctrinas a cargo de los religiosos gracias al celo evangelizador de las órdenes, como una estrategia más para la conversión religiosa. Los colonos españoles también comenzaron a crearlas con los mismos fines de culto, devoción y asis-tencia social que en España. En esta etapa temprana hubo una diferencia entre las de indios y las de españoles pues las primeras formaban parte del proyecto de Iglesia de los frailes y, por tanto, eran independientes de la jurisdicción de los obispos.

En el Códice Franciscano se informa que los religiosos las habían fundado en algunas doctrinas, especialmente las del Santísimo Sacramento o bajo la advocación de la virgen y se pedía que los doctrineros debían fundarlas en todas partes.3 En el III concilio mexicano se les prestó alguna atención, pero sobre todo en relación con la jurisdicción y autoridad que los obispos debían tener sobre ellas. Betchloff sugirió que los graves trastornos demográficos del siglo XVI hicieron desaparecer muchas de ellas,4 sobre todo de indios. Luego, el segundo periodo de congregaciones que inicia a fines de esa centuria y finaliza hasta la segunda década del XVII, no fue una etapa propicia para fundar nuevas cofradías entre la población nativa, diezmada por las enfer-medades y obligada a cambiar su residencia y sus formas ancestrales de vida. Era difícil crear asociaciones duraderas, lazos permanentes y organizaciones consolidadas en comunidades de fieles inciertas. Las cofradías de españoles de la capital novohispana tuvieron mejor suerte, a pesar de la inundación de la ciudad en 1629. En el transcurso del siglo XVII se habría dado un salto cuan-titativo muy importante, según estimaciones. Sin embargo, esta periodización es muy general y siguen predominando las apreciaciones más que el estable-cimiento preciso de etapas. De ahí que en esta investigación se haya buscado definir un periodo histórico.

Con la consolidación de los pueblos de indios luego de las congregaciones inició a mediados del siglo XVII la recuperación demográfica y el fortale-cimiento de la economía interna. Las catedrales se fortalecieron y alrededor de

3 Códice franciscano, tomo II, editado por J. García Icazbalceta en la Nueva Colección de docu-

mentos para la Historia de México, Imprenta de Francisco Díaz de León, México 1889.

4 D. Bechtloff, Las cofradías en Michoacán: durante la época de la colonia: la religión y su relación polí-

tica y económica en una sociedad intercultural, El Colegio de Michoacán/El Colegio Mexiquense,

México 1996, pp. 70-71.

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ellas también el clero secular y sus instituciones. La historiografía, en general, coincide en que el siglo XVII, sobre todo en su segunda mitad, fue el de la expansión general de las cofradías y hermandades,5 pero aún falta precisar mejor los sub-periodos o etapas por regiones u obispados. Para el arzobispado de México no tenemos hasta hoy un conocimiento de conjunto más o menos preciso sobre la situación de esas asociaciones en el siglo XVII, pues incluso una visita del arzobispo Juan de Mañozca, de 1646, carece de alguna refe-Çrencia al respecto.6 No obstante, una muestra innegable de la importancia que habían adquirido en el arzobispado se presenció durante las exequias de Felipe IV de 1666. La primera mitad del siglo XVIII tampoco ha sido especial-mente estudiada, cuando precisamente las asociaciones de fieles estuvieron en la mira, tanto de los arzobispos como de la Corona.

Una línea de investigación subestimada ha sido la del papel del clero parro-quial y los frailes en el origen y consolidación de las asociaciones de fieles. Falta mucho por analizar sobre las relaciones de los curas con los cofrades y hermanos, pues hay claros indicios de que la autonomía de estos últimos no necesariamente era respecto de los primeros. Si bien algunos trabajos mencionan que los párrocos y doctrineros tuvieron que ver con su fundación y su funcionamiento, sin embargo, hacen falta investigaciones más puntuales sobre cómo esos ministros se involucraban con los fieles y lograban persua-dirlos para crear o transformar cofradías o hermandades en las cabeceras parroquiales. Landa Fonseca ha dejado en claro, por ejemplo, el nivel de

5 Ch. Gibson, Los aztecas bajo el dominio español 1519-1810, Siglo XXI, México 1989; D. Betchloff,

Las cofradías en Michoacán…, op. cit.; M. D. Palomo Infante, Juntos y congregados. Historia de

las cofradías en los pueblos de indios tzotziles y tzetzales de Chiapas (siglos XVI al XIX), CIESAS,

México 2009; M. de los Á. Romero Frizzi, El sol y la cruz: los pueblos indios de Oaxaca colonial,

CIESAS/INI, México 1996; G. Solís Robleda, Entre la tierra y el cielo. Religión y sociedad en los

pueblos mayas del Yucatán colonial, CIESAS-Instituto de Cultura de Yucatán-Miguel Ángel

Porrúa, México 2005; D. Dehouve, Entre el caimán y el jaguar. Los pueblos indios de Guerrero,

CIESAS-INI, México 2002; R. Pastor, Campesinos y reformas: La mixteca, 1700-1856, El Colegio

de México, México 1987 y T. Jalpa Flores, La sociedad indígena en la región de Chalco durante los

siglos XVI y XVII, INAH, México 2009.

6 L. Pérez Puente, Sólo un rostro de la arquidiócesis de México. La visita pastoral de Juan de Mañozca

y Zamora, 1646, L. Pérez Puente, R. Aguirre Salvador (coords.), Voces de la clerecía novohispana.

Documentos históricos y reflexiones sobre el México colonial, IISUE, México 2009, pp. 137-168.

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dependencia e injerencia de los franciscanos de Querétaro en las cofradías, por lo que la historiografía debe estar más atenta al papel del clero regular en las cofradías, no sólo en su fundación sino también en su desarrollo y en su articulación al proyecto de Iglesia de los religiosos en Nueva España.7 En el mismo sentido, aunque es sabido que las cofradías pagaban derechos parro-quiales, desconocemos aún mucho sobre las prácticas que establecían curas y mayordomos sobre el manejo de los bienes y rentas cofradiales.8

Así, nuestro hilo conductor parte de la idea de que entre las dos últimas décadas del siglo XVII y mediados del XVIII hubo un interés creciente de la mitra y de los curas por conocer y regular las diferentes asociaciones de fieles, así como de la Corona por obtener recursos económicos de ellas. Las cofra-días ocuparon la atención de las autoridades eclesiásticas y reales, aunque por diferentes motivaciones. Aquí interesa demostrar que, antes de las reformas a las cofradías del último cuarto del siglo XVIII, hubo intentos por regularlas y fortalecerlas, más que depurarlas.

Cada arzobispo del periodo estudiado acometió en diferentes circunstan-cias y perspectivas la tarea de acercarse al mundo de las asociaciones de fieles. El primero, Aguiar y Seijas, se dedicó a la visita pastoral en la década de 1680, como parte de su interés en la reforma espiritual de la feligresía y en aplicar los preceptos tridentinos y del tercer Concilio Provincial Mexicano. Política que ya había iniciado siendo obispo de Michoacán.

La tónica cambió con su sucesor, Juan Antonio de Ortega y Montañés, quien, acabado de instalar en su palacio arzobispal, en 1700 recibió la orden de Carlos II, de comenzar la recaudación del subsidio, asunto que Felipe V, en plena guerra de sucesión, reafirmó categóricamente para su pronta aplica-ción. Ortega sólo gobernó el arzobispado hasta 1708, cuando falleció, y en ese lapso fue presionado por el nuevo rey y sus virreyes para recaudar pronto el subsidio. Por ello, el prelado no estuvo en condiciones para iniciar una nueva visita pastoral y se dedicó más bien a organizar la recaudación, tarea que no

7 C. del S. Landa Fonseca, Las cofradías en Querétaro, El Colegio de Michoacán, Zapopan 2010.

8 El tema ha sido hecho notar por W. B. Taylor, Ministros de Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y

fieles en el México del siglo XVIII, volumen II, El Colegio de Michoacán-Secretaría de Gober-

nación-El Colegio de México, México 1999, pp. 449-471 y R. Aguirre, La diversificación de

ingresos parroquiales y el régimen de sustento de los curas. Arzobispado de México, 17001745,

en “Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad” 142/2015, pp. 195-235.

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fue algo fácil y le ocasionó fuertes fricciones con ambos cleros. Lo importante para esta investigación es advertir que la Corona, indirectamente, inicio la fiscalización de las cofradías, sin importarle mucho por entonces si tenían o no licencia de fundación.

El siguiente arzobispo, José Lanciego y Eguilaz, en funciones de 1712 a 1728, se echó a cuestas las tareas de cumplir con el subsidio del rey pero también lo que había ya iniciado Aguiar en la década de 1680. México fue su primera y única mitra, que obtuvo cuando aún no se firmaba la paz de Utrecht y la guerra de sucesión había ya dejado secuelas al interior del clero y la Iglesia española. Protegido de la reina, Lanciego llegó a México estrechado a demostrar lealtad a un rey y un régimen nuevo que desconfiaba de la lealtad del clero, por lo cual, y a pesar de su fuerte convicción por acabar lo que Aguiar comenzó en su visita pastoral, tuvo que hacer frente también a la recaudación de dos subsi-dios. No obstante, Lanciego tomó la decisión de primero efectuar una amplia visita pastoral dentro de la cual inspeccionó también a las cofradías y herman-dades. Luego, a partir de 1719, retomó el cobro del subsidio que proseguiría hasta 1726, dos años antes de su fallecimiento; tarea compleja pues si inicial-mente se centró en reforzar y corregir la vida interna de esas asociaciones, de acuerdo a los parámetros conciliares tridentinos, paralelamente tuvo que fiscalizarlas para cumplir con su rey y protector.

El tercer arzobispo del siglo XVIII, José Antonio Vizarrón y Eguiarreta fue ocupado por la Corona, la mayor parte de la década de 1730, como virrey y no efectuó ninguna visita pastoral. Sólo entre 1744 y 1746 tomó en sus manos la recaudación del subsidio, incluyendo el de las cofradías; es decir, no se ocupó de ellas como pastor sino sólo como recaudador del rey. Es posible que en su mandato, haya disminuido sustancialmente el interés de la mitra por las asociaciones, dejándolas en las manos de los jueces locales, quienes, según refleja un informe del provisor de indios en 1750, privilegiaron sus intereses como curas más que como agentes locales de la mitra.

De esa forma, uno de los objetivos centrales de las visitas pastorales de Aguiar y de Lanciego fue subordinar a los cofrades del arzobispado a su juris-dicción mediante dos estrategias: la visita de inspección, corrección y reorga-nización por el prelado, por un lado, y el fortalecimiento y expansión de una red de jueces eclesiásticos con la intención de que fueran los agentes perma-nentes de la autoridad de la mitra en la vida parroquial, incluyendo, claro, el desempeño de las distintas asociaciones de fieles, por el otro. Aguiar incluso

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llevó a un juez visitador de cofradías para dictar las medidas necesarias para la buena marcha de las entidades, de acuerdo a los preceptos tridentinos y del tercer concilio mexicano. Por su parte, Lanciego, dos décadas después, no quitó el dedo del renglón en el mismo sentido. Sin embargo, cabe un matiz importante sobre la ciudad de México, pues ahí las cofradías de españoles ricas y poderosas fueron en buena medida independientes, a raíz de la inves-tigación de García Ayluardo.9

1. Curas, jueces y doctrineros

Más allá de los días que una visita pastoral duraba en cada parroquia o doctrina, cuando los arzobispos establecían decretos para impulsar cambios, eran los curas y los jueces eclesiásticos quienes tenían más conocimiento y participación en las cofradías. Varias fuentes dan cuenta sobre su gran cercanía, no sólo sobre el pago de derechos sino también en torno a la orga-nización del culto y a su papel en la integración y la construcción de una identidad parroquial. El protagonismo de las asociaciones no se debió sólo a su cantidad sino también a su creciente importancia en la vida parroquial. En ese sentido, cabe matizar la tesis de una parte de la historiografía sobre que los curas eran injerencistas o “se inmiscuían” en la vida de las cofra-días.10 Tanto por delegación de los obispos como porque las cofradías eran parte de la feligresía parroquial, los ministros debían poner atención en ellas e intervenir en su calidad de jueces eclesiásticos o, como sucedió en la época del arzobispo Aguiar, cuando los doctrineros lo hicieron por comisión de ese mismo prelado. Por otro lado, los cofrades y hermanos buscaron formar parte del culto parroquial, lo cual implicaba, lógicamente, entablar diferentes vínculos con los sacerdotes. Por supuesto que había excesos de los curas, sobre todo cuando buscaban satisfacer sus propios intereses, pero ello no quita que, en su calidad de ministros de la Iglesia, debían involucrarse en la vida de las cofradías, al menos en sus aspectos canónicos y corporativos.

9 C. García Ayluardo, Desencuentros con la tradición. Los fieles y la desaparición de las cofradías de la

ciudad de México en el siglo XVIII, CONACULTA-FCE, México 2015, p. 13.

10 Por ejemplo: L. Zahino Peñafort, Iglesia y sociedad en México 1765-1800. Tradición, reforma y reac-

ciones, UNAM, México 1996, p. 97.

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Los curas y los jueces fueron el principal vínculo de las asociaciones con las instituciones eclesiásticas. Y en este punto hay que considerar que esa independencia y autonomía que varios estudios han señalado, es más cierto en relación con la mitra, pero debemos ir con cuidado respecto a los minis-tros locales. Muchas cofradías y hermandades se fundaban sin licencia del ordinario, pero ¿podían funcionar igual sin la anuencia de los curas? ¿Cuál permiso era más importante en la práctica: el de la mitra o el del ministro local? Los indicios hallados en esta investigación señalan una mayor impor-tancia del segundo y que muchas asociaciones funcionaban al margen de la mitra, pero no al de los curas.11 Y aquí podemos hablar ya de acuerdos y nego-ciaciones locales que escapaban del conocimiento o control de la mitra. En Tenango del Río, por ejemplo, las constituciones se guardaban en el archivo parroquial y cuando éste se quemó, el cura en turno elaboró nuevas constitu-ciones y las presentó a la mitra para su aprobación.12

Es cierto que las cofradías tendían a buscar espacios de actuación propios e independientes, pero también necesitaban del reconocimiento de los curas para tener un lugar en el culto parroquial, no sólo por motivos de integración y reconocimiento, sino también para poder gozar de un espacio en el calendario anual, un espacio físico en el templo (altar, retablo o capilla) y de los permisos para solicitar limosnas, siempre necesarias. Es decir, no se trataba tanto de ser independientes sino de conseguir los acuerdos necesarios con los minis-tros para alcanzar los beneficios espirituales, sociales y materiales a que los hermanos aspiraban. De igual manera, las cofradías podían ser un medio para satisfacer algunos intereses de los actores eclesiásticos del mundo parroquial: los curas diocesanos, los doctrineros, los jueces eclesiásticos o los clérigos vecinos de las parroquias.

11 En el mismo sentido se expresan las investigaciones de: R. Pastor, Campesinos y reformas: La

mixteca, 1700-1856, El Colegio de México, México 1987, p. 248; T. Jalpa Flores, La sociedad indí-

gena, op. cit., pp. 392-400, o D. Betchloff, Las cofradías en Michoacán…, op. cit., p. 21.

12 AGN, Bienes Nacionales, legajo 223, expediente 73.

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2. El sustento de los curatos y las cofradías

Desde la segunda mitad del siglo XVI la Corona, los obispos y las órdenes religiosas buscaron garantizar el sustento de los curas seculares y de los doctrineros. En el tercer concilio mexicano de 1585 se aprobó un conjunto de remuneraciones a pagar por los fieles que, en conjunto, debían satisfacer esa necesidad.13 Esos derechos permanecieron vigentes durante toda la era novohispana, no obstante haber surgido en una época de caída demográfica y despoblación de las parroquias. Los curas entendieron que para asegurar un mínimo de ingresos debían establecer en sus partidos diferentes obven-ciones, de acuerdo con las posibilidades económicas de cada feligresía, pues los aranceles fijos o el salario del rey, cuando había, no eran suficientes para sus expectativas. Esto no significa que normalmente los curas impusieran sus condiciones a los fieles, si bien de vez en vez algunos trataran de hacerlo con resultados impredecibles, pues tanto la mitra como la real audiencia podían dar cabida a las denuncias de los fieles.

Ese régimen de derechos parroquiales, surgido del tercer concilio mexi-cano, contempló una diversidad de arreglos, tipos y formas de pago entre unos y otros curatos que, a primera vista, podría parecernos todo un “caos” y una falta de control de los obispos; no obstante, hay que insistir en que era una multiplicidad prevista en el tercer concilio mexicano. Para la mitra, lo ideal era que se respetaran los convenios locales, con o sin arancel. En ese contexto, los aranceles eran sólo un recurso más que salían a colación cuando fraca-saban los convenios y se daba paso al litigio. Esto llevó a que desde al menos fines del siglo XVI los fieles indios comenzaran a pagar el costo de su adminis-tración parroquial, aumentando sus obligaciones pecuniarias. Sin embargo, para el alto clero novohispano era claro: cada curato o doctrina debía autofi-nanciarse. Si bien es cierto que varias doctrinas y curatos recibían una ayuda de la real hacienda, el “sínodo real”, la misma no se generalizó y más bien fue irregular, sobre todo para los clérigos. Así, para obispos y clero parroquial fue un asunto siempre importante asegurar fuentes locales de ingresos.

Desde el siglo XVII fue un gran aliciente para fundar cofradías el conjunto de pagos o derechos que devengaban a favor de las arcas parroquiales, tal y

13 R. Aguirre Salvador, El tercer concilio mexicano frente al sustento del clero parroquial, en

“Estudios de Historia Novohispana” 51/2014, pp. 9-44.

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como sucedía en España.14 Para curas y doctrineros, las cofradías daban esta-bilidad económica a sus partidos, pues normalmente los curas no entraban al reparto del diezmo, salvo algunas excepciones, pero no en el arzobispado.

Para el periodo de estudio aquí investigado seguían prevaleciendo los acuerdos locales por sobre el arancel, en un acuerdo tácito entre la mitra, la Corona, el clero y los fieles. De acuerdo con informes de curas y doctrineros, a raíz del cobro del subsidio eclesiástico, se constata una mayor diversidad de tipos y formas de pago que rebasan por completo a los establecidos en cualquier arancel. Esos informes también reflejan a las nuevas entidades comprendidas en las jurisdicciones parroquiales: cofradías, haciendas y ranchos. Si bien es cierto que la columna vertebral de la feligresía seguía siendo los habitantes de las cabeceras y los pueblos de visita, como desde el siglo XVI, esas nuevas entidades estaban dinamizando y haciendo más denso el tejido parroquial, tanto en los curatos seculares como en las doctrinas.

Por lo que respecta a las asociaciones de fieles, varios estudios han señalado que en el siglo XVIII se sostenían no sólo de limosnas sino también de rentas provenientes de bienes y dinero,15 lo cual puede confirmarse para el periodo aquí estudiado según los informes que arrojó el cobro del subsidio eclesiás-tico. En menor o mayor medida, las diferentes asociaciones de fieles se habían ido dotando de fondos para hacer frente a sus obligaciones con las parroquias y los curas estaban muy al pendiente de que así fuera.

Ya el arzobispo Aguiar advirtió en su visita pastoral que muchas de las cofradías y hermandades se habían capitalizado y que ya no vivían solamente de limosnas, ni las de españoles, ni las de indios o las mixtas. Es evidente que en la década de 1680 se estaba viviendo esa transición, pues si bien la mayoría de las cofradías visitadas aún se sostenían de limosnas y las cuotas

14 “Los estipendios de misas, los derechos de estola y pie de altar, más las cantidades pactadas

por cada hermandad en satisfacción de sus cultos anuales revierten en las rentas del clero

parroquial”, en M. L. López-Guadalupe Muñoz, Cofradías andaluzas bajo el Antiguo Régimen:

jurisdicción eclesiástica y jurisdicción civil, en A. L. Cortés Peña, M. L. López-Guadalupe Muñoz

(eds.), La Iglesia española en la Edad Moderna. Balance historiográfico y perspectivas, Abada

Editores, Madrid 2007, p. 268.

15 D. Betchloff, Las cofradías en Michoacán…, op. cit.; D. A. Brading y Ó. Mazín, El gran Michoacán

en 1791: sociedad e ingreso eclesiástico en una Diócesis novohispana, El Colegio de Michoacán-El

Colegio de San Luis, México 2009, o bien: M. D. Palomo Infante, Juntos y congregados… op. cit.

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de los cofrades, muchas de ellas también registran en sus inventarios la exis-tencia de tierras y ganado que se trabajaban o se arrendaban, con cuyos fondos se costeaban los gastos crecientes de las asociaciones.16

Todo esto se reflejó en los ingresos de los curas, que estuvieron muy al pendiente de incorporarlas en la organización y obligaciones parroquiales. No es extraño que los mismos destacaran en sus informes o en sus relaciones de méritos haber fundado o “rescatado” cofradías, y aún más, que relacionaran el pago de sus derechos con la estabilidad financiera de sus parroquias.17 Sin duda, los ministros eran de los principales beneficiarios de un aumento de cofradías. Las más favorecidas en todo este proceso fueron, sin duda, muchas doctrinas de religiosos, pues además de seguir administrando las mayores poblaciones de indios y seguir contando con censos, capellanías y arrenda-mientos de tierra e inmuebles, algo casi inexistente en los curatos seculares, podían ahora sumar los cobros de cofradías y haciendas.

Otro asunto crucial en la vinculación del clero parroquial con las cofradías fue la “espiritualización” de sus bienes y rentas, por lo que, al menos formal-mente, no podían venderse o enajenarse sin consentimiento del ordinario. De ahí que no deba resultar extraño que los curas tendieran, en sus respectivos partidos, a dejar claro a los cofrades que sus bienes eran de la Iglesia pues de esa manera podían supervisarlos, en consonancia con la política de los arzo-bispos. Ante ello, no faltaron fieles que buscaron cambiar el estatus jurídico de esos bienes a conveniencia. Por ejemplo, en 1732, en Temascaltepec, los indios se negaron a que el alcalde mayor les tomara cuentas de un rancho argumen-tando que pertenecía a la parroquia; pero cuando el cura quiso entonces

16 Por ejemplo, las cofradías y hermandades de Ozuluama, Xalatlaco, Ocuila, Coatepec, Telo-

loapan, Ixcateopan, Amatepec, Sultepec, Tejupilco, Temascaltepec de Indios, Almoloya Tlalchi-

chilpa, Atlacomulco, Temascalcingo, Acambay, Aculco, Xilotepec, Chiapa de Mota, Tepeapulco,

Toluca, Tacuba, Capuluac, Calimaya, San Mateo Atenco, Ixtlahuaca, Aculco, Cacalotenango,

Ixtapa, Teticpac, Acamistla o Real de Zacualpa. Consultar en: R. Aguirre Salvador, Cofradías

y asociaciones de fieles en la mira de la Iglesia y de la Corona: arzobispado de México, 1680-1750,

IISUE, México 2018.

17 AGN, Bienes Nacionales, legajo 603, expediente 5. En el caso del cura interino de Mixquiahuala,

José Diana, expresó tales motivaciones en su relación de méritos con las siguientes palabras:

“…en el poco tiempo, que sirvió este empleo, que serían seis meses, aumentó las cofradías,

liquidó las cuentas y se establecieron puntos, que muchos años estaban pendientes”.

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hacer lo mismo, los fieles declararon que la propiedad era de la comuni-dad.18 No obstante, los curas pudieron constatar que en su visita pastoral, la política de Aguiar fue defender los derechos parroquiales ante los intereses de las cofradías. En 1685, el prelado dio permiso a los cofrades de la Santa Veracruz, de Malinaltenango, de celebrar misa en su ermita, siempre y cuando pagaran las obvenciones correspondientes al cura.19

Con el crecimiento de las asociaciones de fieles aumentaron también las cele-braciones religiosas en las parroquias, ya fueran conmemorativas o festivas, así como las funciones para los cofrades difuntos, fenómeno que igualmente se presenció en España, particularmente en Andalucía.20 La ampliación del calendario anual de celebraciones también dependió de los recursos que poseyeran las asociaciones, por un lado, y del empeño que las autoridades eclesiásticas pusieran en ese mismo objetivo, por el otro. Recordemos que los arzobispos Aguiar y Lanciego reforzaron el compromiso de los cofrades para destinar sus fondos básicamente para el culto y las celebraciones parro-quiales. Esta dinamización de la vida parroquial fue un gran aliciente para su creación, fomento o conservación por parte de los curas, como se adelantó ya en el primer capítulo.

Hay que recordar que el tercer Concilio Provincial Mexicano estableció desde 1585 dos calendarios anuales básicos que sirvieran como referencia general en los curatos de Nueva España: “…a fin de que estos días de fiesta sean conocidos de los fieles de este arzobispado y provincia y en ellos cumplan con el culto divino, decreta este concilio que todos los fieles de estos reinos (exceptuando a los indios, de quienes se trata en otro lugar) tengan obligación, bajo pena de pecado mortal, de venerar los días de fiesta que siguen…”.21 El primero era para la población en general y comprendía un conjunto de cerca

18 W. B. Taylor, Ministros de lo sagrado…, vol. II, p. 456.

19 Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante: AHAM), Caja 19CL, libro 1, f. 506v.

Visita pastoral del arzobispo Francisco Aguiar y Seijas, 1683-1685.

20 M. L. López-Guadalupe Muñoz, “Cofradías andaluzas bajo el antiguo régimen…”, p. 268: “La

solemnidad de las abundantes festividades marianas que salpicaban el calendario litúrgico no

hubieran podido entenderse en las parroquias sin el concurso de las hermandades y cofradías”.

21 Tercer Concilio Provincial Mexicano, libro 2, título III, parágrafo I: “De los días festivos”, en

M. del P. Martínez López-Cano, et. al., Concilios provinciales mexicanos. Época colonial, Univer-

sidad Nacional Autónoma de México, México 2004 [Disco compacto].

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de un centenar de fiestas y celebraciones obligatorias o de precepto. Para los pueblos de indios las celebraciones obligatorias eran menores, 65, bajo el argumento de su pobreza.22

Sin embargo, se dejó la posibilidad de que los indios, por su devoción e iniciativa pudieran pedir más celebraciones. Y esto fue la puerta para la proli-feración de las celebraciones en los curatos en donde hubiera las condiciones propicias. Al respecto, el autor del Extracto compendioso de las sesiones del cuarto concilio mexicano de 1771, señaló que mientras los españoles se resis-tían a pagar a los curas lo que consideraban un exceso o un abuso, los indios, pusilánimes, miserables y rústicos, no: […] les pelan toda la lana, precisán-dolos a varias contribuciones, semanarias, mensuales y anuales, obligándolos a que hagan las fiestas que no quieren y a que las pagaran según se las tasen […]23 No obstante esas críticas, la tendencia del clero parroquial a ampliar el calendario anual de celebraciones no fue especialmente limitada por los obispos pues, desde nuestro punto de vista, consideraban que ello mejoraría la vida religiosa de la feligresía para la salvación de sus almas. Así, ni en las visitas pastorales ni en la revisión de los derechos parroquiales hubo normal-mente señalamientos para limitar las misas y fiestas.

Las cofradías y demás asociaciones tuvieron también mucho que ver con la ampliación de celebraciones religiosas. Hay indicios claros de que los curas y frailes impulsaron más fundaciones bajo el argumento de que así se engran-decería el culto público. Pedro de la Vega, teniente general de Tochimilco, opinó en un informe de 1743, que los franciscanos del convento y doctrina ahí asentada habían fomentado la creación de muchas cofradías, por entonces quince,24 para satisfacer sus propios intereses, multiplicando las fiestas reli-giosas, sin importarles las embriagueces y ruina económica de los fieles: “…y no por estas duplicadas cofradías y fiestas se experimenta en ellos mayor

22 Tercer Concilio Provincial Mexicano, libro 2, título III, parágrafo IX.

23 Extracto compendioso de las notas del Concilio IV Provincial Mexicano hecho y apuntado diaria-

mente por uno de los que asistieron a él, en L. Zahino Peñafort (comp.), El cardenal Lorenzana y el

IV Concilio Provincial Mexicano, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Nacional Autónoma de México-

Universidad de Castilla-La Mancha-Cortes de Castilla-La Mancha, México 1999, p. 457.

24 AHAM, CL20, L2, segundo derrotero. En la visita del arzobispo Lanciego de 1716, halló

11 asociaciones. Para 1743 es posible que hubieran aumentado.

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cristiandad…”.25 De esa forma, la existencia de cofradías llegó a ser tan impor-tante que incluso en Yahualica, su cura Juan Bravo de Acuña, donó un trapiche a la de Nuestra Señora del Rosario con tal de apaciguar un conflicto con los fieles del curato.26

Los ministros tenían, lógicamente, una especial atención en la situación económica de esas entidades, como es posible apreciar en un informe que los curas de Tenango del Río y Huizuco enviaron a la mitra en 1750.27 Luego de describir la falta de obvenciones para una mejor manutención del cura y el templo, el nuevo ministro de Tenango del Río, Pascual de Roxas y Mendoza, resaltó el papel que debían tener las cofradías para salvar la precaria situación económica del curato.

Un buen ejemplo de hasta qué punto un cura podía intervenir en la vida económica de las cofradías es el del cura de Yahualica, Mateo de Herrera, quien en 1735 llegó a un arreglo con las tres cofradías de la cabecera para el pago de un adeudo de 4123 pesos por concepto de misas, celebraciones y administración de sacramentos de varios años atrás. Herrera mismo había impulsado dos de las asociaciones existentes. El acuerdo consistió en que los cofrades aceptaron convertir esa deuda en el principal de una capellanía impuesta sobre las rentas de esas asociaciones, cuyo patrón sería el cura. Los mayordomos se comprometieron a pagar al capellán, designado por el cura o sus sucesores en el curato, la renta anual correspondiente.28

Ahora bien, ¿hasta qué punto los curas llegaron a depender de los dere-chos que pagaban las cofradías y demás asociaciones en la economía parro-quial? Aunque Brading señaló hace años que las cofradías aportaban menos recursos a la parroquia que el cobro de los sacramentos en la segunda mitad del siglo XVIII,29 es algo que no puede generalizarse en el arzobispado, pues

25 F. de Solano, Relaciones geográficas del arzobispado de México, 1743, tomo II, CSIC, Madrid 1988,

p. 486.

26 R. Aguirre Salvador, Rentas parroquiales y poderes locales en una región novohispana. Yahualica,

1700-1743, en F. J. Cervantes Bello (coord.), La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas e

interacciones políticas, BUAP, México 2010, pp. 115-142.

27 AGN, Bienes Nacionales, legajo 223, exp. 73.

28 AGN, Bienes Nacionales, legajo 1684, exp. 1.

29 D. A. Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, Fondo de Cultura

Económica, México 1994, p. 163: “Aunque las cofradías desempeñaran un papel principalísimo

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en muchos casos sí participaban de forma importante. Cofradías numerosas y con buenos fondos contribuyeron sin duda a elevar la calidad del curato en cuestión de rentas. Para entonces, sus contribuciones formaban parte ya de los ingresos fijos de los curatos, conocidos generalmente como “pie de altar”. Como en otras diócesis novohispanas, en el arzobispado de México los curas seculares y los frailes doctrineros diferenciaban sus derechos en dos grandes tipos: los de “pie de altar” o fijos y los “accidentes” o de bautismos, matrimonios y entierros.

El pie de altar comprendía todo un grupo de partidas cuya recauda-ción era cíclica y anual, con montos preestablecidos que los curas espe-raban cobrar en las mismas fechas de cada año. Para la primera mitad del siglo XVIII los ingresos fijos aportaban el grueso de los recursos, tanto en los curatos seculares como en las doctrinas. Esto indica que clérigos y frailes preferían tener una base segura de recursos y depender menos del pago de sacramentos (bautismos, matrimonios y defunciones) que podían variar significativamente de un año a otro debido a epidemias, migra-ciones o francas despoblaciones de pueblos sujetos al curato o doctrina. Así, el clero parroquial buscaba conservar o aumentar año con año el pie de altar, independiente de los vaivenes de la población. El núcleo prin-cipal del “pie de altar” lo constituían los pagos por las fiestas y misas de las vírgenes o santos titulares de las cabeceras parroquiales y sus pueblos sujetos. También deben incluirse en ese rubro las celebraciones de rigor en todos los pueblos: semana santa, corpus christi, todos santos y navidad. Debemos destacar el conjunto de derechos que los ministros espirituales recibían de las cofradías, cada vez en mayor cantidad, tanto por las misas a sus santos, vírgenes o advocaciones bíblicas como por las procesiones o funciones litúrgicas en conmemoración de sus miembros fallecidos. En Yahualica, los miembros de tres cofradías adeudaban al cura, Mateo de Herrera, 4123 pesos por misas, celebraciones y administración de sacra-mentos de algunos años.30

en la vida parroquial, en cambio no debe exagerarse su contribución a las finanzas parro-

quiales, en esta época, los curas cobraban más por la administración de los sacramentos que por

la celebración de misas.”

30 AGN, Bienes Nacionales, legajo 1684, exp. 1.

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Ejemplos detallados de lo que podían pagar las cofradías son las de Tlan-chinol, doctrina agustina. Ahí, la del Santísimo Sacramento tenía una misa semanal por la que pagaba por un peso, una fiesta con sermón a 6 pesos y un aniversario anual a 20 reales; en total, daban al año al doctrinero 60 pesos con 4 reales. La de San Nicolás: una misa semanal a peso, la fiesta del santo con sermón a 7 pesos y una procesión a 2 pesos; en total: 62. La de Nuestra Señora del Rosario: por la misa semanal, un peso; la fiesta de la Virgen: 6 pesos; un aniversario: 2 pesos; un sermón: 3 pesos y 4 misas de festividades de la Virgen: 4 pesos; en total pagaba 67 pesos. La cofradía de Nuestra Señora de los Dolores: por dos misas cada mes pagaba al año 36 pesos; por la fiesta de la Virgen con sermón: 11 pesos y por el septenario: 10 pesos y 4 reales, con lo cual al año pagaba en total: 57 pesos 4 reales. La cofradía de Jesús Nazareno: por 2 misas cada mes pagaba al año 24 pesos; por la fiesta titular: 2 pesos; por su aniversario: 1 peso y por el descendimiento de la cruz y procesión: 5 pesos con lo cual al año pagaba en total 32 pesos. La cofradía de Santa Teresa: por una misa mensual pagaba al año 18 pesos, por la fiesta titular: 4 pesos, por la procesión de la cuaresma: 3 pesos, por la misa de Santa Rosa María: 2 pesos y por su aniversario: 1 peso, en total al año eran 28 pesos. Finalmente, había una devoción al Santo Cristo de la escalera que pagaba, por 3 misas al año: 7 pesos.31

Otro caso interesante es el de la parroquia del Real del Monte en donde todo el pie de altar, sin contar el pago de sacramentos, era pagado por las 10 cofradías y la tercera orden franciscana, algo que no era común en el resto del arzobispado.32 El pie de altar anual que recibía el cura era de 706 pesos 4 reales, de los que cada cofradía pagaba lo siguiente:

31 AGN, Bienes Nacionales, legajo 525, exp. 12, año de 1724.

32 AGN, Bienes Nacionales, legajo 589, exp. 28.

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Cuadro 1: pagos de la cofradías de Real del Monte en 1723.

Cofradía Derechospagados al año

Ssmo. Sacramento 97 pesos

Nuestra Señora del Rosario 147

Santa Veracruz 69 pesos 4 reales

Nuestra Señora de los Dolores 67

Coronación de Cristo 47

Jesús Nazareno 43

San José 41

Nuestra Señora de Guadalupe 61

Ánimas del Purgatorio 70

San Diego 36

Tercera Orden de San Francisco 28

Fuente: AGN, Bienes Nacionales, legajo 589, exp. 28.

En el real de Pachuca las 12 cofradías y hermandades también se hacían cargo de buena parte del pie de altar del curato,33 pero además pagaban derechos a la

33 AGN, Bienes Nacionales, legajo 589, exp. 30. El cura anotó: “Las cofradías tienen todos los años

un mismo producto y así valen regularmente lo mismo un año que otro y por menor constan del

año pasado y todas producen al cabo de él y con los difuntos 943 pesos”.

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sacristía por sus funciones religiosas.34 Los cofrades también pagaban derechos de juzgado eclesiástico; en 1719 fue un total de 177 pesos y 4 reales. Pero las contribuciones no paraban ahí pues los cofrades sustentaban a los cantores de la parroquia, y el monto no era nada despreciable, pues incluso pagaban por cada misa al maestro de capilla. En 1719 pagaron a éste 254 pesos de pie de altar y 56 pesos y cuatro reales por derechos de entierros también. En total, las cofradías erogaron en ese año de 1719 un total de 1589 pesos y 6 reales. Sin duda el régimen de obvenciones de las cofradías en Pachuca era el ideal para todo cura de la época, pues había toda una organización y emolumentos seguros año con año.

¿Hasta qué punto las cofradías se hicieron cargo de la fábrica de sus iglesias locales, su ornato y la renovación de sus espacios sagrados, y no sólo de misas, fiestas titulares y aniversarios? Aunque no es posible hacer un primer balance sobre este aspecto de la vida de las asociaciones hay indicios claro de que los curas tendían a descargar en ellas esa responsabilidad. La renovación de la infraestructura parroquial fue otra motivación importante para su vigilancia y conservación. El fomento y la buenas “salud” de las cofradías redundaban en provecho de la fábrica y ornato de las Iglesias. Al menos desde la gestión del arzobispo Aguiar y Seixas se vinculó a ellas tales gastos, y ello explica también su gran interés por regularlas y fortalecer sus bienes y sus rentas.

Las primeras obligadas en hacerse cargo de esos gastos eran las del Santí-simo Sacramento, pero no sólo ellas. En 1685, en Cacalotenango, ordenó al vicario que administraba continuara con el reparo de la iglesia haciendo uso de los recursos de la cofradía de Nuestra Señora de Guadalupe, como estaba insti-tuido en sus constituciones.35 Aquí mismo sus curas fungieron como autén-ticos administradores de las rentas de las cofradías, con el visto bueno de la mitra, esperando que se beneficiara directamente la fábrica parroquial. El cura Pedro Farías Vello no sólo tomaba cuentas a las cofradías de Nuestra Señora de la Asunción, sino también guardaba en su poder las utilidades de cada año de la misma, con las cuales pagaba el mantenimiento de la iglesia parroquial y parte del culto divino. La mitra le ordenó a Farías que toda transacción la registrara, junto con las limosnas recogidas, en los libros de la cofradía.36

34 En 1719, por ejemplo, las mismas pagaron al sacristán mayor 158 pesos y 6 reales.

35 AHAM, Caja 19CL, libro 1, f. 365v, visita pastoral del arzobispo Francisco Aguiar y Seijas, 1683-1685.

36 Ibidem, fs. 363v-364.

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Reflexiones finales

Entre 1680 y 1730, los arzobispos no escatimaron esfuerzos por consolidar toda una red de jueces eclesiásticos que sujetaran a su jurisdicción a las cofra-días y demás asociaciones de fieles. Por ello debe revisarse con cuidado la tesis manejada en parte de la historiografía sobre la autonomía e independencia de las cofradías. Es cierto que las asociaciones tuvieron una vida interna propia y que defendían sus prácticas y costumbres arraigadas que se reflejaban en una rica religiosidad y vida social. Pero, a pesar de ello, no estuvieron fuera de la atención del arzobispado y sus instancias. Una de éstas, la del clero parro-quial, es clave para entender nuestro periodo de estudio.

El clero parroquial fue el articulador de las asociaciones con la Iglesia, y, por tanto, poseedor del poder para acercarlas o alejarlas del radar de la mitra. Igualmente, como autoridad eclesiástica local, cotidiana, los curas y los jueces eclesiásticos permitieron muchas prácticas de los cofrades. Además, estos ministros, los gobernadores indígenas y los mismos fieles participaban, en diferente medida y de acuerdo con sus intereses, en la “hechura” de confrater-nidades convenientes. Luego entonces, esa “autonomía” de las cofradías que se ha destacado en la historiografía estaba condicionada al cumplimiento de acuerdos locales, mismos que normalmente la mitra respetaba para que las cosas siguieran “funcionando”, en aras de un equilibrio y de la estabilidad parroquial, tal y como sucedía con el régimen de derechos parroquiales.

Aunque las asociaciones de fieles no tuvieran licencia de fundación o tampoco constituciones por escrito, ello no significaba su marginación del culto parro-quial. Aun aquellas de los pueblos remotos de visita o en ermitas, tarde o temprano entraban en contacto con el cura y sus vicarios, o bien, acudían a la cabecera a alguna de las celebraciones anuales que debían contar con la participación de los curas. Contaban con la anuencia del cura local para poder participar y tener un mínimo de reconocimiento de la comunidad parroquial a la que pertenecían.

De esa forma, en lo que concierne al arzobispado de México, es claro que el mundo de las asociaciones de fieles fue objeto de regulación y fiscalización por entonces. Entre 1680 y 1750, hubo un interés de la mitra por conocer, regular y reorganizar las asociaciones de fieles y de la Corona para obtener una parte de sus rentas, vía el subsidio eclesiástico. En ambas empresas, los arzobispos de México fueron las figuras centrales, tanto en su papel de cabezas de la Iglesia como en el de subdelegados papales para la recaudación del gravamen

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a favor de Felipe V. La expansión de las asociaciones de fieles era tal, que no quedó al margen de las preocupaciones e intereses de la Iglesia institucionali-zada ni de la mirada fiscalizadora de la Corona. Sin dejar de reconocer que los límites temporales nunca dejan de ser arbitrarios en alguna medida, los aquí manejados tienen sus justificantes. Durante las siete décadas que van de 1680 a 1750 se presenció en el arzobispado una serie de acciones, transformaciones y políticas alrededor de las cofradías hasta hoy poco o nada conocidas, pero sin duda importantes por cuanto ayudan a explicar el estado que guardaban cuando fueron abordadas por el reformismo de Carlos III.

El clero parroquial era una parte muy interesada en la existencia de cofra-días y hermandades, con o sin licencias, con o sin constituciones, pues en muchos curatos ya aportaban parte sustancial de las obvenciones. Si estre-chaban a los mayordomos, como quería la mitra, no podían esperar colabo-ración para sus propios intereses. Si como jueces eclesiásticos compartían un interés común con la mitra para conocerlas y que ayudaran al culto parro-quial, como beneficiados ya no les interesaba tanto una mayor intervención de la mitra, sino más bien llegar a buenos acuerdos con los mayordomos. Es decir, como sucedía con las obvenciones en general, en que se privilegiaban los usos y la costumbre en vez del arancel, ¿por qué pensar en que algo diferente sucedía con el manejo de las rentas de las cofradías y hermandades? Menos mitra y más parroquia parece contemplarse en las provincias y curatos del arzobispado. La mirada del clero parroquial y de los jueces eclesiásticos locales sobre las cofradías y hermandades distaba de ser parecida a la de la mitra.

La diferencia básica estribaba en la gama de intereses que unía a los primeros con las segundas, intereses que no compartían los arzobispos. Si bien las visitas de Aguiar y de Lanciego pusieron en claro los referentes canónicos e institucio-nales que debían regular a las cofradías y demás asociaciones, a fin de cuentas, cada cura o juez estuvo en posición de decidir si alentaba su cumplimiento o no. Verificar al pie de la letra los decretos de visita, las constituciones y la normativa canónica implicaba muchas veces forzar a los hermanos a aban-donar sus usos y costumbres, además de que ello podía ir en contra de los intereses de los ministros locales; esto es, dejar de aprovechar los recursos y los fondos de las asociaciones así como las negociaciones con los cofrades y los mayordomos. Ese fortalecimiento de la alianza entre cofrades y curas habría sido una de las consecuencias más importantes de la etapa histórica abordada en esta investigación.

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La labor de los jesuitas en el arzobispado de México (1748-1765)

Dra. María Teresa Álvarez Icaza Longoria

Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Nacional Autónoma de México

La expulsión de los jesuitas de los dominios españoles justificadamente ha recibido una atención considerable por parte de la historiografía. Un

denominador común en muchas de las obras que abordan el tema es que el estudio se centra principalmente en el gobierno de Carlos III.1 Durante el reinado de este monarca todas las piezas parecen irse acomodando en contra de la Compañía de Jesús hasta llevar a su extrañamiento. Sin embargo, debe recordarse que poco tiempo antes la orden gozaba de una situación bastante favorable en España y que fue en el periodo del monarca previo, Fernando VI, cuando la balanza empezó a inclinarse en contra de los ignacianos. El asunto toma otras dimensiones cuando la mirada se centra en el arzobis-pado de México, durante el gobierno de Manuel Rubio y Salinas (1748-1765): los miembros de la Compañía de Jesús ocuparon una posición privilegiada, fueron cercanos a este prelado y se involucraron en varios de los proyectos prioritarios impulsado por él.2 Se mostrará aquí que en la arquidiócesis mexi-cana los jesuitas tuvieron una presencia de enorme importancia a lo largo de estos años en la educación, las actividades pastorales, la creación artística

1 En gran parte esto se debe a que Carlos III es un personaje más estudiado, véase por ejemplo

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XXI, Madrid 1988. A. Domínguez Ortiz, Carlos III y la España de la Ilustración, Alianza Editorial,

Madrid 1990 y F. Martí Gilabert, Carlos III y la política religiosa, Rialp, Madrid 2004.

2 Actualmente desarrollo una investigación que tiene como meta dar una visión de conjunto del

arzobispado mexicano durante la gestión de Rubio y Salinas.

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y la cultura escrita. El presente trabajo pone en comparación la situación de la Iglesia entre la metrópoli y uno de los territorios del imperio español, puede observarse el contraste que experimentó una corporación religiosa con visible presencia en el mundo hispánico entre épocas de grandes logros y periodos de continuas dificultades.

La situación de los jesuitas en España (1746-1765)

Los Austrias casi siempre tuvieron confesores dominicos, sin embargo, cuando los Borbones llegaron al trono español se inclinaron por los jesuitas, así ocurrió con el segundo rey de esta dinastía, Fernando VI.3 El campo de acción de los confesores reales había sido vasto, pero en el siglo XVIII se amplió aún más: intervinieron en asuntos de política internacional y de gobierno interior, así como en los nombramientos de los obispos y en la definición de la política cultural.4 El primer equipo de gobierno de este monarca estuvo encabezado por Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, y por José de Carvajal.5 A partir de 1747 apareció un tercer personaje con gran influencia: el jesuita español Francisco de Rávago, designado como confesor del rey.6 Durante el

3 Para una panorámica completa del gobierno de este monarca, véase J. L. Gómez Urdañez,

Fernando VI, Arlanza, Madrid 2001.

4 T. Egido (coord.), Los jesuitas en España y en el mundo hispánico, Fundación Carolina/Centro de

Estudios Hispánicos e Iberoamericanos/Marcial Pons Historia, Madrid 2004, pp. 235-238.

5 Sobre estos dos ministros existe una abundante bibliografía desarrollada por Delgado Barrado

y Gómez Urdáñez. Para una visión de los proyectos de gobierno de cada uno puede verse J. M.

Delgado Barrado, El proyecto político de Carvajal: pensamiento y reforma en tiempos de Fernando

VI, CSIC, Madrid 2001 y J. L Gómez Urdáñez, El proyecto político del marqués de la Ensenada,

Universidad de la Rioja, Logroño 2008.

6 Para un estudio muy completo de este personaje véase J. F. Alcaraz Gómez, Jesuitas y reformismo.

El padre Francisco de Rávago (1747-1755), Facultad de Teología San Vicente Ferrer, Valencia 1995,

passim. Un interesante análisis de su actuación en el ámbito indiano puede verse en F. I Esca-

milla González, Los confesores reales en la época borbónica y su intervención en la política ameri-

cana de la monarquía: el caso de Francisco de Rávago, SJ, confesor de Fernando VI, en F. J. Cervantes

Bello, M. del P. Martínez López-Cano (coords), La dimensión imperial de la Iglesia novohispana,

BUAP, ICSyH/UNAM, IIH, Puebla 2016, pp. 225-248.

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“pacífico reinado” de este monarca prevaleció una atmósfera electrizada en relación con la política eclesiástica y Rávago estuvo en el ojo del huracán.

El confesor real se enfrentó con el papa Benedicto XIV en 1747 porque en el Índice expurgatorio de libros prohibidos por la Inquisición española apareció la obra Historia pelagiana del cardenal agustino Enrico Noris. El pontífice pidió que las obras, aprobadas por Roma, fueran retiradas del Índice español. El asunto llegó a adquirir dimensiones preocupantes: dio pie a un enfren-tamiento entre las escuelas jesuita y tomista, le ganó a Rávago fuerte tensión con el papado y la animadversión de los agustinos y los dominicos.7 El propio Ensenada se vio obligado a mediar en lo que definía como “disputas de frailes” para que éstas no estorbaran a la consecución de las metas prioritarias del gobierno.8

La intervención de Rávago y de Ensenada fue determinante en la negocia-ción secreta del Concordato firmado en 1753 entre España y la Santa Sede,9 gracias a ello la monarquía española pudo conseguir derechos análogos a los de otros reyes europeos, el acuerdo es considerado un importante triunfo del regalismo español,10 por lo mismo provocó una serie de reclamos en la curia romana; además, en concordancia con la meta de fundamentar los derechos de regalía españoles fue creada una Comisión de Archivos encabezada por el padre jesuita Andrés Marcos Burriel.11

7 Esta polémica se explica detalladamente en R. Olaechea, Política eclesiástica del gobierno de

Fernando VI en La época de Fernando VI, Ponencias leídas en el Coloquio Conmemorativo de los

25 años de la fundación de la Cátedra Feijoo, Oviedo 1981, pp. 139-225.

8 J. L. Gómez Urdáñez, Fernando VI, op. cit., p. 160.

9 J. M. Laboa, La estructura eclesiástica durante la época moderna, en R. García-Villoslada, J. M.

Laboa, Historia de la Iglesia Católica IV. Edad moderna, La época del absolutismo monárquico

(1648-1814), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2001, pp. 226-227. Véase también R. Olae-

chea, Política eclesiástica…, passim.

10 Véase T. Egido, El regalismo y las relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVIII, en Historia de la Iglesia

en España IV. La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Biblioteca de Autores Cristianos,

Madrid 1979.

11 A. Mestre Sanchís, Nueva dinastía e Iglesia nacional, en P. Fernández Albaladejo, (ed.), Los

Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Casa de Velázquez/ Marcial

Pons, Madrid 2002, pp. 552-555.

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En la segunda mitad del siglo XVIII el estamento eclesiástico gozaba de gran poder material y espiritual en España. A la monarquía le preocupaba la pérdida de brazos para el trabajo del campo y las repercusiones de ello en la economía. Las críticas se centraron principalmente en los mendicantes, se hicieron señalamientos sobre que eran demasiado numerosos y excesiva su riqueza, ello se tradujo en restricciones para el ingreso a estas órdenes.12 Asimismo, se pusieron a revisión los privilegios concedidos a los frailes en Indias, Rávago se mostró favorable al clero secular y al control de los obispos sobre los regulares.13

Un evento vinculado a la política internacional española, el Tratado de límites firmado en 1750 entre España y Portugal, fue determinante para generar una situación de tensión creciente. El acuerdo citado establecía que las reducciones de Paraguay, “las misiones mimadas de los jesuitas”, pasaran a manos portuguesas, mientras Sacramento quedaba bajo jurisdicción espa-ñola. Todo se complicó: los guaraníes presentaron resistencia, los ignacianos fueron acusados de deslealtad y desobediencia, así como de haber actuado con demasiada autonomía en esta zona misional; el asunto acabó afectando tanto a la Compañía de Jesús como al confesor real.14

En 1754 moría Carvajal, la situación fue aprovechada por los múltiples enemigos de Ensenada, fue acusado de atentar contra la neutralidad fernandina y esto lo llevó a ser destituido.15 El ministro arrastró en su caída a Rávago que acabó dejando el confesionario real en 1755, con lo cual se dio por concluida

12 P. Ruiz Torres, Reformismo e Ilustración, en J. Fontana, R.Villares, Historia de España, vol. 5,

Crítica/Marcial Pons, Barcelona 2008, p. 132.

13 M. T. Álvarez Icaza Longoria, Sumando fuerzas para promover cambios: Manuel Rubio y Salinas y la

Junta de 1748-1749, en F. J. Cervantes Bello y M. del P. Martínez López-Cano (coords), La dimen-

sión imperial de la Iglesia novohispana, BUAP, ICSyH/UNAM, IIH, Puebla 2016, pp. 309-330.

14 T. Egido, Los jesuitas en España…, op. cit., pp. 244-245.

15 Ensenada consideraba que América era clave para la recuperación del poderío español y estaba

planteando una reorganización de la política mercantil en un sentido doble: combatir el contra-

bando y activar el comercio exterior, por lo cual estaba intentando frenar la presencia inglesa

en Honduras sin embargo, a Fernando VI le interesaba solucionar pacíficamente los puntos de

diferencia existentes con las potencias extranjeras. L. Mijares Pérez, Programa político para

América del marqués de la Ensenada, “Revista de Historia de América”, 81/enero-junio 1976,

pp. 82-130.

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la presencia de La Compañía de Jesús en este papel, si bien Rávago logró aún permanecer como asesor de la Inquisición.16 Toda esta problemática se reflejó también en una intensa guerra de libelos y de sátiras.17 La primera etapa de gobierno de Fernando VI concluyó en medio de una atmósfera antijesuita que ya no desaparecería del escenario español en esa centuria.

El segundo periodo de este reinado fue encabezado por Ricardo Wall, quien tras conspirar contra Ensenada pasó a ser “el político hegemónico” de la época, pues en las demás secretarías fueron nombrados personajes con menor influencia.18 Como confesor del rey fue designado Manuel Quintano Bonifaz, perteneciente al clero secular, quien ya fungía como Inquisidor general del reino.19 Para Wall los jesuitas eran adversarios políticos por su cercanía a Ense-nada y Rávago, así que encabezó varias iniciativas para limitar su influencia, por ejemplo, tomó el control de la comisión que había dirigido Burriel y requisó sus papeles. Entre 1755 y 1759 no hubo un asunto de la envergadura del Concordato en la política eclesiástica española, no obstante, tomaron importancia dos temas: la reivindicación definitiva de Noris y la promoción de la beatificación de Juan de Palafox.20 En este tenso clima el padre jesuita José Francisco de Isla publicó Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zote, una fuerte crítica a la predicación y a otros aspectos de la cultura religiosa impulsada por los frailes, el libro fue muy leído, pero agudizó la enemistad entre la Compañía de Jesús y otros sectores del clero regular, la obra fue prohibida y ya no se publicó la segunda parte.21

16 R. Olaechea, Política eclesiástica…, op. cit., p. 184.

17 T. Egido López, Opinión pública y oposición al poder en la España del siglo XVIII (1713-1759),

Universidad de Valladolid, Valladolid 1971.

18 D. Téllez Alarcia, Absolutismo e Ilustración en la España del siglo XVIII. El despotismo ilustrado de

D. Ricardo Wall, Fundación Española de Historia Moderna, Madrid 2010.

19 En opinión de Gómez Rivero con este personaje se inicia el declive de la participación de los

confesores reales en los asuntos eclesiásticos. Véase R. Gómez Rivero, Consultas del inquisidor

Quintano Bonifaz sobre prebendas eclesiásticas, “Revista de la Inquisición”, 1/1991, pp. 247-267.

20 R. Olaechea, Política eclesiástica…, op. cit., passim.

21 Sobre el autor de esta obra puede verse J. L. Gómez Urdáñez, El padre Isla y la política en el reinado

de Fernando VI, en N. Álvarez Méndez, J. E. Martínez Fernández (coords.), El mundo del padre

Isla, Universidad de León, León 2005, pp. 167-187.

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En esta época desde Portugal el marqués de Pombal impulsó una fuerte campaña contra los ignacianos: los inculpaba de la autoría de un atentado contra el rey José I; dio también continuidad a las acusaciones de la compleja situación derivada del Tratado de límites. Pombal promovió la publicación de una abundante literatura anijesuita que dio forma a un mito fantástico sobre ellos. Todo ello concluyó con la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios portugueses en 1759.22

El mismo año Carlos III accedió al trono español, ni él ni José I tenían inten-ciones de dar continuidad a los acuerdos del Tratado de 1750, sin embargo, en ambos países siguió hablándose del tema para usarlo en contra de los miem-bros de la Compañía de Jesús. El nuevo monarca nombró como confesor al franciscano Joaquín de Eleta, se sumaron al gobierno personajes con una postura claramente desfavorable a los jesuitas como Manuel de Roda y Pedro Rodríguez de Campomanes. En esta época se dio un nuevo impulso a la causa de la beatificación de Palafox: se le veía como un defensor del regalismo y de los derechos episcopales; además, se enfatizaba que había logrado frenar a los jesuitas; Carlos III sacó los textos del obispo poblano del índice de libros prohi-bidos y mandó editar sus obras completas. Asimismo, el monarca se quejó por la condena inquisitorial al catecismo de Mesenguy;23 en una nueva ofen-siva regalista emitió disposiciones para impedir la circulación de cualquier orden papal sin autorización real. A la muerte de Rávago en 1763, los jesuitas quedaron excluidos del Consejo de la Inquisición.24

En 1764 Francia siguió el ejemplo portugués: la Compañía fue suprimida, se les confiscaron bienes y se les prohibió la vida en comunidad, si bien conver-tirse en sacerdotes seculares y quedarse bajo la obediencia del obispo.25

22 J. E. Franco, Retórica de la conspiración y legitimación del combate a la Compañía de Jesús. Doctrina

y mito de los jesuitas según el marqués de Pombal en A. Alfaro, et. al., Francisco Xavier Clavixero, un

humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, FCE/UNAM/UIA/ITESO, México

2015, p. 45.

23 L. Roura i Aulinas, Expectativas y frustración bajo el reformismo borbónico, en R. García Cárcel

(coord.), Historia de España siglo XVIII: la España de los Borbones, Cátedra, Madrid 2002, pp.

190-193.

24 R. Olaechea, Política eclesiástica…, op. cit., passim.

25 R. García-Villoslada, J. M. Laboa, Historia de la Iglesia Católica IV. Edad moderna, La época del

absolutismo monárquico (1648-1814), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2001, p. 134.

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En Europa se sumaron en contra de los ignacianos diversas voces: se les reclamaba su cercanía con el papa, la acumulación de bienes y privilegios, se les acusaba de laxismo; el episcopado no salió en su defensa.26 Como puede verse la posición e imagen de los jesuitas ya se había modificado antes de los motines de 1766, cuando la ofensiva contra ellos en la metrópoli española tuvo su culminación.27

Los jesuitas en el arzobispado de México (1748-1765)

Entre los prelados que le debieron al jesuita Francisco de Rávago su provi-sión se encuentra Manuel Rubio y Salinas. La influencia del confesor real pudo tener cierto peso en la relación del arzobispo con la Compañía de Jesús durante su gestión al frente de la sede mexicana; sin embargo, la salida de Rávago del cargo no mermó la sólida posición de la orden ni su colaboración con Rubio. La buena relación de los jesuitas con el episcopado no era inusual a mediados del siglo XVIII, decía Francisco Javier Alegre “nada es más honroso a nuestro ministerio que la aprobación y aprecio de estos prelados y pastores de la Iglesia”.28

La Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús contaba a principios de la centuria ilustrada con 523 sujetos y fue aumentando progresivamente hasta llegar al número de 678 miembros al momento de la expatriación, tal crecimiento,

26 Un estudio que analiza la situación de los jesuitas en diversos ámbitos europeos y la relación

entre éstos puede verse en J. A. Ferrer Benimeli, Estudio comparativo de la expulsión de los

jesuitas de Portugal, Francia y España, en A. Alfaro, et. al., Francisco Xavier Clavixero, un huma-

nista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, FCE/UNAM/UIA/ITESO, México

2015, pp. 83-111.

27 E. Giménez López, El antijesuitismo español en la España de mediados del siglo XVIII, en

P. Fernández Albaladejo (ed.), Fénix de España, Modernidad y cultura propia en la España del siglo

XVIII (1737-1766), Homenaje a Antonio Mestre Sanchis, Marcial Pons/Universidad Autónoma

de Madrid/Universitat d’Alacant/Casa de Velázquez, Madrid 2006, p. 325.

28 Además de Manuel Rubio y Salinas, menciona en estos términos a los obispos Domingo Panta-

león Álvarez de Abreu (Puebla), Anselmo Sánchez de Tagle (Michoacán), Miguel Anselmo

Álvarez de Abreu (Oaxaca) y José Vital de Moctezuma (Ciudad Real). F. J. Alegre, Historia de la

Provincia de la Compañía de Jesús en Nueva España, tomo III, J.M. Lara, México 1842.

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mayor al de los siglos anteriores se explica porque se levantó la orden generalicia que limitaba el número de novicios a recibir cada año; incluso llegó a hablarse de la posibilidad de dividir la provincia en dos, pero eso no se concretó.29

La orientación docente fue algo característico de la Compañía de Jesús desde sus primeros años, la educación de miembros de otros sectores del clero y de laicos constituyó una novedad, pues los demás regulares sólo tenían colegios internos para sus novicios.30 En la Nueva España los colegios jesuitas llegaron a tener una enorme influencia como centros formativos, desde las últimas décadas del siglo XVII a la década de 1760 vivieron un periodo de crecimiento ininterrumpido.31 Asimismo, los ignacianos frecuentemente ocuparon cátedras en la Universidad mexicana.

En la centuria ilustrada los jesuitas conservaban el predominio en la educa-ción de los clérigos diocesanos.32 Sin duda ésta debió ser una de las razones del aprecio de Rubio por los ignacianos, pues el prelado desplegó una serie de acciones para favorecer a los seculares en la arquidiócesis mexicana, la más importante de las cuales fue otorgarles la administración de muchos de los curatos que antes habían estado a cargo de franciscanos, agustinos y domi-nicos.33 Los miembros de la Compañía de Jesús no estuvieron involucrados en el programa de secularización porque no tenían asignados curatos; aun así Rubio los exhortó, como a todos los regulares, a usar preferentemente la lengua castellana en la predicación.34

29 M. Cuevas, Historia de la Iglesia en México, tomo IV (1700-1800), Porrúa, México 1992,

pp. 151-153.

30 Un estudio clásico que permite aquilatar la importancia de los jesuitas en la educación novohis-

pana es el de P. Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los

criollos y la vida urbana, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, México 1990.

31 Una buena explicación del funcionamiento de los colegios jesuitas mexicanos puede verse en

E. C. Frost, Los colegios jesuitas, en A. Rubial (coord.), Historia de la vida cotidiana II La ciudad

barroca, FCE/Colmex, México 2005, pp. 307-334.

32 Véase R. Aguirre Salvador, El mérito y la estrategia. Clérigos, juristas y médicos en Nueva España,

UNAM, CESU/Plaza y Valdés, México 2003.

33 Véase M. T. Álvarez Icaza Longoria, La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispo de

México (1749-1789), UNAM, IIH, México 2015.

34 Libro de representaciones hechas a Su Majestad sobre doctrinas de regulares, Archivo Histórico

del Arzobispado de México (AHAM), caja 104, libro 3, imagen escaneada 107. Para la promoción

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Los jesuitas tenían una presencia muy importante en la capital del virreinato. Tenían allí varios colegios,35 a ellos se asociaban otras actividades: el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, al cual estaba ligada la congregación de la Purí-sima Concepción que se hacía cargo de la atención de los dementes del hospital de San Hipólito Mártir; el Colegio de San Andrés, destinado a la formación de misio-neros para Filipinas, tenía adjunta la Casa de ejercicios de Ara Coeli; el Colegio de San Gregorio recibía a los que iban a misiones, también acudían indios para su cultivo espiritual y se sostenía una casa de recogimiento para indias nobles; en el Colegio de San Ildefonso fue establecida una imprenta; el Colegio del Rosario se dedicaba a la enseñanza de la gramática a los niños; la Casa Profesa era consi-derada una de las principales iglesias novohispanas, fue incluida entre las cuatro a ser visitadas durante el jubileo celebrado en 1753;36 tenía gran actividad, para ayudarla Rubio le concedía una limosna;37 era la sede de la congregación del Salvador que sostenía un hospital para mujeres dementes. Otras dos importantes sedes en el arzobispado eran el noviciado de Tepotzotlán, fundamental para la preparación de los misioneros de la provincia jesuita, y en Querétaro los colegios de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier.38

del uso del castellano por Rubio y Salinas véase M. T. Álvarez Icaza Longoria, Las lenguas de

la fe (1749-1765) Una etapa de quiebre tras un largo debate, en M. del P. Martínez López-Cano,

F. J. Cervantes Bello (coords.), Expresiones y estrategias. La Iglesia en el orden social novohispano,

UNAM, IIH/BUAP, ICSyH, México 2017, p. 295-334.

35 Los colegios disponían de rentas propias, en contraposición a las residencias y casas profesas

que se sostenían con limosnas. P. Gonzalbo, Historia de la educación…, op. cit., p. 152.

36 C. García Ayluardo, México en 1753: el momento ideal de la ciudad corporativa, en C. Aguirre

Anaya, M. Dávalos, M. A. Ros (eds.), Los espacios públicos de la ciudad. Siglos XVIII y XIX, Casa

Juan Pablos/Instituto de Cultura de la Ciudad de México, México 2002, p. 21.

37 Relación del funeral, entierro y exequias de el Ilmo Sr. Dn. Manuel Rubio y Salinas Arzobispo que fue

de esta Santa Iglesia Metropolitana de México dispuesta por el Br. Don Juan Becerra Moreno Pres-

bítero Notario Mayor Oficial mayor del Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías de

este arzobispado de orden y por mandato del Ilmo Señor Dean y Cabildo Sede Vacante, Imprenta

del Real Colegio de San Ildefonso, México 1766.

38 J. A. Villaseñor y Sánchez, Theatro americano. Descripción general de los reynos y provincias de

la Nueva España y sus jurisdicciones. Seguido de Suplemento al Theatro americano (La ciudad

de México en 1755) Ed. y preliminar de E. de la Torre Villar, UNAM, Coordinación de Humani-

dades, México 2005.

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Las instalaciones de buena parte de los colegios jesuitas novohispanos fueron reconstruidas y ampliadas en vísperas de la expulsión. Mención espe-cial merece la Casa de Ejercicios de Ara Coeli pues fue edificada en su totalidad durante esta época. La idea surgió porque los colegiales y seglares que acudían en vacaciones al colegio de San Ildefonso a realizar los ejercicios espirituales de San Ignacio habían aumentado considerablemente, algunos miembros de la orden plantearon la conveniencia de hacer un edificio exprofeso para dedi-carlo a esta práctica durante todo el año. Gracias a generosos donativos de varios particulares fue construido un edificio “amplio, sólido y bello” con patios, capillas bien provistas, aposentos, refectorio y cocina amueblados con todo lo necesario, lo cual deja ver el prestigio y apoyos de los que gozaba la Compañía de Jesús.39 En este lugar se reunían los más distinguidos personajes de la capital. El propio arzobispo hizo ejercicios allí junto con sus familiares y asumió la manutención de los clérigos del arzobispado dispuestos a acudir;40 entre los laicos se presentó una creciente demanda.

La influencia de los jesuitas en la economía era muy considerable. Desde los primeros años de su presencia en la Nueva España invirtieron en haciendas; para el siglo XVIII éstas se encontraban en plena prosperidad, como resul-tado de factores como la diversificación de la producción, su ubicación estra-tégica, la elección acertada de administradores y el buen manejo de cuentas. Los ignacianos también recibían donativos, establecían censos y capellanías, igualmente otorgaban créditos.41

El ministerio pastoral de los ignacianos incluía predicar sermones, confesar, explicar la doctrina, realizar misiones cuaresmales, organizar ejercicios espi-rituales, establecer congregaciones marianas, fomentar la devoción eucarís-tica y las propias de la orden;42 además, realizaban actos públicos como fiestas, representaciones teatrales y procesiones. Tenían también el compromiso de

39 G. Decorme, La obra de los jesuitas mexicanos durante la época colonial (1572-1767), Tomo I Funda-

ciones y obras, Antigua Librería Robredo, México 1941, pp. 121-122.

40 M. Cuevas, Historia de la Iglesia…, op. cit., pp. 165-167.

41 P. Gonzalbo, Historia de la educación…, op. cit., pp. 228-232.

42 Un diario de la época permite constatar que las devociones jesuitas, en particular la del Corazón

de Jesús, se habían difundido por toda la Nueva España. Véase J. M. de Castro Santa-Anna,

Diario de sucesos notables, en Documentos para la Historia de Méjico, Imprenta de Juan N. Navarro,

México 1854.

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realizar actos de caridad como la visita a hospitales, cárceles y obrajes. Todas estas actividades eran realizadas en la arquidiócesis mexicana. La otra gran tarea jesuita, el establecimiento de misiones en zonas de conversión viva, se llevó a cabo en territorios fuera de esta jurisdicción diocesana, si bien dentro de ella se hacía la formación de misioneros.

Los jesuitas frecuentemente fungían como confesores de diversos sectores de la feligresía. En los libros de licencia del periodo analizado se consignan 234 licencias para confesar otorgadas a los miembros de la Compañía de Jesús, la mayoría para administrar el sacramento a hombres y mujeres, en un número más acotado se las concedieron para oír en confesión a religiosas; asimismo, se les confirieron 145 licencias para predicar.43 En este periodo se estableció en la Nueva España una nueva orden religiosa femenina, la Compañía de María, fundaron un convento en la ciudad de México el cual por sus funciones fue conocido como la Enseñanza.44 Los jesuitas brindaron orientación y acompa-ñamiento a estas religiosas. Inicialmente Rubio se mostró renuente a la insti-tución, pero se convenció de su utilidad para las mujeres jóvenes y de la calidad de la enseñanza que impartían, objetivos acordes a la atención priori-taria concedida por él al tema de la educación.45 Acabó por convertirse en su protector y les concedió una limosna mensual.46

El arzobispo y la Compañía de Jesús compartían el interés en la promoción del culto guadalupano. Rubio mandó al padre Juan Antonio López a realizar las gestiones frente al papa Benedicto XIV para conseguir el reconocimiento del patronato de la Virgen de Guadalupe sobre la Nueva España. El jesuita habló del nuevo santuario, de la erección de la villa, de la construcción de un acue-ducto, de la elección de la Virgen como patrona por las diferentes ciudades, además hizo entrega de una copia de la imagen original, de la autoría de Miguel Cabrera.47 En 1754 el papa reconoció el patronato y concedió oficio doble de primera clase con octava para la fiesta del 12 de diciembre, así como privile-gios espirituales al santuario. Por estos años tuvo su culminación “el momento

43 AHAM, Libros de licencias de Manuel Rubio y Salinas, caja 91, L5.

44 P. Foz y Foz, La revolución pedagógica en Nueva España: 1754-1820 (María Ignacia de Azlor y

Echeverz y los colegios de la Enseñanza), 2 vols., Madrid 1981.

45 Véase M. T. Álvarez Icaza, Las lenguas de la fe…, op. cit.

46 Relación del funeral… op. cit.

47 D. A. Brading, La Virgen de Guadalupe. Imagen y tradición, Taurus, México 2002.

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guadalupano”, fueron publicadas múltiples crónicas, tratados, sermones y obras devocionales, en ello ocupó un lugar eminente el jesuita Francisco Javier Lazcano.48

Muchas pinturas guadalupanas fueron ejecutadas en este periodo, entre ellas se encuentra un cuadro alegórico en el cual aparecen los personajes que tuvieron un papel clave para alcanzar el patronato.49 Su autor, Cabrera, llegó a adquirir el estatus de retratista oficial de la imagen milagrosa.50 Rubio y los jesuitas fueron clientes regulares de este artista, él se identificaba como pintor de cámara del prelado; asimismo, desde los años finales de la década de 1740 hasta la década de 1760 realizó muchos trabajos para la Provincia mexicana de los jesuitas. Ejecutó abundantes obras en sedes de los ignacianos ubicadas en el arzobispado: San Ildefonso, la Profesa, Tepotzotlán51 y Querétaro; realizó imágenes de sus principales santos y de sus devociones, asimismo, ingresó a la Congregación de Nuestra Señora de la Purísima, la hermandad religiosa más importante de la Compañía de Jesús en la ciudad de México.52 Muchas construcciones, retablos, esculturas, pinturas y demás piezas artísticas encar-gadas en estos años a diversos artistas nos hablan del apogeo económico de la Compañía de Jesús, así como de la fuerza y vigencia de su proyección social.

En lo referente a la cultura escrita durante la centuria ilustrada los jesuitas desempeñaron un papel especialmente destacado. Entre los ignacianos fue

48 D. A. Brading, El momento guadalupano, en V. Leñero, et. al., Miradas guadalupanas, Conaculta,

México 2003, pp. 145-169.

49 Jaime Cuadriello hace un análisis muy interesante de esta pintura: explica cada elemento

presente en la escena, así como los argumentos para adjudicar la autoría a Cabrera y el mece-

nazgo a los hermanos Torres Tuñón. J. Cuadriello, Zodíaco mariano 250 años de la declaración

pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, Museo de la Basílica de Guadalupe/

Museo Soumaya, México 2004.

50 Este tema se desarrolla en G. Tovar de Teresa, Miguel Cabrera pintor de cámara de la reina celestial,

Inverméxico, México 1995.

51 Verónica Zaragoza subraya que en este templo Miguel Cabrera se desempeñó como artista integral,

realizó aquí múltiples obras en diferentes formatos y espacios. V. Zaragoza, Miguel Cabrera. Las

tramas de la creación. [Exposición en el Museo Nacional del Virreinato, 07.11.2015/21.02.2016],

INAH, México 2015.

52 Sobre este tema, véase L. E. Alcalá, Miguel Cabrera y la Congregación de la Purísima, “Anales del

IIE”, 99/2011, pp. 111-136.

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predominante la realización en castellano de sermones, manuales, prácticas de meditación y devocionarios, si bien también continuó la publicación de obras en lenguas indígenas, en este rubro destacó Ignacio Paredes, quien tradujo el catecismo de Ripalda (1758), hizo el compendio de la gramática de Carochi (1759) y un Manual (1759) que incluía pláticas y sermones, uno de los cuales era de tema guadalupano. El latín sobrevivió en las imprentas mexi-canas, miembros de esta orden explicaron a Nebrija reformado por Juan Luis de la Cerda; en ocasiones muy solemnes también elaboraron sermones en esta lengua. Hubo una prolífica producción de los miembros de la orden, en su imprenta también se editaron obras de otros autores.53

En esta época están presentes dos generaciones de jesuitas, una que puede ilustrarse con el ya mencionado Francisco Javier Lazcano, en plena madurez y actividad. El padre Lazcano era uno de los decanos de la orden, defensor del escolastismo y la filosofía aristotélica.54 Estuvo involucrado en el envío de la comisión a Roma que consiguió la aprobación del patronazgo.55 Fue autor de obras muy diversas como novenas de santos jesuitas, obras de orienta-ción para la labor pastoral de sus hermanos de hábito y múltiples sermones, destaca el que hizo con motivo de la proclamación de la Virgen de Guada-lupe como patrona universal de la Nueva España; además, hizo dictámenes para la publicación de varias obras importantes como el Zodiaco mariano, obra póstuma de Francisco de Florencia cuya edición fue preparada por el padre Juan Antonio de Oviedo, y la Maravilla americana de Miguel Cabrera.56

En representación de la siguiente generación puede mencionarse a un joven Francisco Javier Clavijero,57 quien fuera ordenado como sacerdote en 1754

53 O. Moreno Gamboa, La imprenta y los autores novohispanos. La transformación de una cultura

impresa colonial bajo el régimen borbónico (1700-1821), (Tesis Doctorado en Historia), UNAM,

México 2013.

54 D. Brading, Clavijero y la Ilustración, en A. Alfaro, et. al., Francisco Xavier Clavixero, un humanista

entre dos mundos. Entorno, pensamiento y presencia, FCE/UNAM/UIA/ITESO, México 2015,

pp. 21-44.

55 D. A. Brading, El momento guadalupano, op. cit., p. 167.

56 Esta profusa producción puede verse a detalle en T. de Medina, La imprenta en México

(1539-1821) [edición facsimilar] tomo V (1745 a 1767), UNAM, México 1989.

57 Para acercarse a la biografía de Clavijero véase Ch. E. Ronan, Francisco Xavier Clavixero. S.J.,

(1731-1787) figura de la Ilustración mexicana; su vida y sus obras, Universidad de Guadalajara,

Guadalajara 1993.

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por el propio Rubio, en estos mismos años daba inicio a su actividad docente. Entre 1758 y 1762 Clavijero estuvo en el Colegio de San Gregorio, donde inten-sificó su estudio de la lengua náhuatl,58 es probable que durante su estancia allí haya tenido a su alcance la colección de materiales que Carlos de Sigüenza heredara a los jesuitas. Para Clavijero ésta fue una etapa de intensa reflexión en la cual mostró su rechazo a los excesos barrocos e inició el desarrollo del ferviente patriotismo que lo caracterizó.59 Fue autor de diversos opúsculos, algunos los firmó otros no; a este rubro perteneció su primera obra publicada, fechada en 1761. Se trata de una pieza de ocasión por la muerte de su hermano Manuel, en la cual da muestras de su prosa y de su postura ilustrada.60

Señalo por último que Rubio contó con la ayuda de los jesuitas en momentos de emergencia: en la epidemia de 1762 el padre Agustín Márquez, de la Profesa, levantó un hospital al que acudieron más de 7,000 personas.61 Cuando el prelado sintió que llegaba su hora final se hizo acompañar por sus seres más cercanos, entre ellos se encontraba el padre José Carrillo de la Compañía de Jesús. El túmulo funerario del prelado de la arquidiócesis mexicana fue obra de Miguel Cabrera, las inscripciones latinas y castellanas salieron de la pluma del jesuita Francisco Javier Alegre.62 Finalizaban los “años de oro” de los jesuitas en Nueva España, en el arzobispado de México vivieron una época de auge que contrastaba tanto con la situación de la orden en Europa como con lo que les aguardaría en poco tiempo en su propia tierra.

58 Véase D. Tanck de Estrada, Clavixero: defensor de los idiomas indígenas frente al desprecio europeo,

en A. Martínez Rosales, Francisco Xavier Clavixero en la Ilustración mexicana, El Colegio de

México, México 1988, pp. 13-30.

59 D. A. Brading, Clavijero y la Ilustración, op. cit., p. 21.

60 J. Cuadriello, Clavijero y sus memorias edificantes, Un lance de principios, intereses y juventud, en A.

Alfaro, et. al., Francisco Xavier Clavixero, un humanista entre dos mundos. Entorno, pensamiento y

presencia, FCE/UNAM/UIA/ITESO, México 2015, pp. 191-229.

61 G. Decorme, La obra de los jesuitas mexicanos…, op. cit., p. 343.

62 Relación del funeral… op. cit.

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Reflexiones finales

El análisis de un sector de la Iglesia en un mismo periodo en diferentes espa-cios de los dominios españoles permite observar situaciones interesantes: resulta evidente que las decisiones fundamentales se tomaban en la metrópoli y se aplicaban en el conjunto del territorio; no obstante, pudimos constatar que existen desfases significativos, mientras desde mediados de la centuria de 1750 a los jesuitas se les complica el escenario en España y en otros países de Europa, en la sede metropolitana de la Nueva España continuaban en su mejor momento. Sin embargo, hay también elementos que se presentan de manera simultánea como una actitud crítica y de mayor control hacia el clero regular. Como pudimos advertir lo que ocurría en la Península Ibérica repercutía en Indias, por su parte los sucesos americanos provocaron deci-siones que impactaron al imperio en su conjunto. A su vez, había también una constante interacción con el papado y otras naciones europeas.

En mi opinión, poner la mirada en estos años nos permite percibir un ambiente fuertemente regalista en épocas previas a los grandes cambios tradicionalmente subrayados por la historiografía, como la propia expulsión de los jesuitas y la convocatoria a concilios provinciales en Indias. Diversos sectores del clero, destacadamente los jesuitas, mantuvieron una variable cercanía con el poder monárquico español; una situación constante fue la existencia de fuertes tensiones al interior de la Iglesia, los enfrentamientos se daban en distintos niveles, tanto a través de las acciones como de la palabra escrita.

Pasando al escenario de la arquidiócesis mexicana, surge la interrogante de por qué Manuel Rubio y Salinas mantuvo una estrecha relación con los miembros de la Compañía de Jesús a lo largo de toda su prelacía. Esbozo aquí algunas posibles respuestas. Me parece que el obispo es una figura de auto-ridad innegable en la Iglesia católica, sin embargo, para la consecución de sus proyectos un prelado necesita establecer alianzas con sectores afines del clero. Creo que Rubio y Salinas y los jesuitas compartían objetivos comunes, como la educación, y tenían también afinidad en otras cuestiones como la espiritualidad y la sensibilidad artística; pudieron sumar fuerzas y alcanzar el éxito en un asunto tan relevante como conseguir el reconocimiento papal al patronato de la Virgen de Guadalupe sobre la Nueva España. No debe sosla-yarse la eficacia característica de los jesuitas, el episodio de la epidemia sirve

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para ilustrarla; una combinación de recursos propios y donaciones, así como una buena administración y una sólida red de apoyos diversos, hizo posible a los ignacianos sostener una impresionante obra educativa, misional, pastoral y caritativa; tuvieron además una fuerte presencia en la cultura y el arte. Todo ello les hizo ganarse la confianza del prelado. Otro factor a considerar es que los ignacianos no estuvieron involucrados en la principal polémica entre el prelado y el clero regular, la secularización de doctrinas, por el contrario, ellos contribuían a la formación de los seculares.

La provincia jesuita de México funcionaba como una unidad, tenía su propia lógica, independiente del arzobispado mexicano; de cualquier forma, en ambas jurisdicciones la ciudad de México tenía un papel de centralidad: era la sede del culto y el gobierno de la arquidiócesis, allí también se establecieron las principales instituciones de los jesuitas y se concentraron tareas como la confesión, la predicación y la publicación de obras. En la capital novohis-pana y en otros espacios del territorio novohispano los miembros de la Compañía de Jesús vivieron un episodio de apogeo. A la generación formada durante esta época pronto le tocaría enfrentar tiempos aciagos.

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Oficial mayor del Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías de este arzobispado de orden y por mandato del Ilmo. Señor Dean y Cabildo Sede Vacante, Imprenta del Real Colegio de San Ildefonso, México 1766.

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El clero secular y el culto a Santa María de Guadalupe en el Arzobispado de México

Pbro. Dr. Gustavo Watson Marrón

Insigne y Nacional Basílica de Santa María de Guadalupe

En muchas ocasiones se pondera la labor de la Compañía de Jesús en la promoción del culto a Santa María de Guadalupe durante el periodo

virreinal. Sin embargo casi no se escucha nada de lo que hizo el clero secular (hoy llamado diocesano) en este sentido. Es por eso que esta ponencia quiere resaltar su trabajo, que fue, y sigue siendo, insustituible.

Lo primero que llama la atención es que desde el primer sacerdote que atendió la Ermita del Tepeyac, y cuyo nombre ha llegado a nosotros, Antonio Freire, hasta nuestros días, siempre el Santuario del Tepeyac y los templos que se han construido a su alrededor para conmemorar el acontecimiento guadalupano, han sido atendidos ministerialmente por el clero secular. La única excepción fue el servicio que prestaron los religiosos Capuchinos en el Templo del Pocito entre 1907 y 1921.1

Antonio Freire, portugués, estaba en el Tepeyac hacia finales de la década de 1550, en 1562 obtuvo el beneficio de Pánuco, y regresó a Guadalupe antes de 1570,2 pues él da lo referente a la Ermita del Tepeyac para el informe del Arzobispado de México de ese año que hizo el arzobispo Montúfar al Consejo

1 Archivo Histórico de la Basílica de Guadalupe [en adelante AHBG], caja 517 expedientes 1 y 3;

Archivo Histórico del Arzobispado de México [en adelante AHAM], Archivo de José Mora y del

Río, caja 32 exp. 9.

2 F. Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-1649), El Colegio de

Michoacán, Zamora 2001, p. 353.

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de Indias, donde a Freire se le da el título de capellán3. Este eclesiástico murió en 1586, y en su testamento que se encuentra en el Archivo General de la Nación, dice que para la Ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, en la cual ha sido vicario, dispone que de sus bienes se den de limosna 2 mil pesos de oro común, para que la obra de dicha Ermita se hiciera con mayor suntuosidad.4

Por otra parte el arzobispo Pedro Moya de Contreras, que provenía del clero secular, en el año 1576 erige la primera obra pía de huérfanas en Guadalupe, con las limosnas que se recolectaban allí, y promulga sus constituciones.5 Esa obra pía funcionó hasta 1593. La segunda obra pía de que se tiene noticia en Guadalupe, la de pobres vergonzantes, también la fundó un sacerdote dioce-sano, Melchor de Arteaga, canónigo de Guadalajara, en los últimos 5 años del siglo XVI.6

El Cabildo de la Catedral de México, formado por miembros del clero secular al igual que todos los cabildos novohispanos, fue impulsor de la construc-ción del segundo templo en donde estuvo la imagen de la Virgen de Guada-lupe en el Tepeyac, y que se llamó templo artesonado. El testimonio de la primera piedra del mismo está en las actas del Cabildo Metropolitano del 9 de octubre de 1609.7 Esta construcción fue impulsada por el arzobispo Juan Pérez de la Serna, del clero secular, quien concedió una indulgencia para todos los que cooperaran con la construcción, como se ve en la plancha de cobre de Samuel Stradanus,8 con la cual se imprimieron estampas para ayudar a sufragar, con el producto de su venta, las obras de esa iglesia, que fue inaugu-rada por dicho arzobispo en 1622.

Hay que señalar que a partir del año 1624 y hasta 1683, un canónigo de la Catedral de México, como comisionado de su Cabildo, se encargará de la administración de la Ermita de Guadalupe y de la obra pía de pobres vergon-zantes que había en ella. A estos canónigos les ayudarán los mayordomos, que a veces eran laicos y otras veces eclesiásticos del clero secular, y su actividad

3 Archivo General de Indias, México 336-A, r. 2, doc. 104 (7), f. 8.

4 Archivo General de la Nación [en adelante AGN], Bienes Nacionales, vol. 391, exp. 15.

5 AHBG, caja 382, exp. 23, f. 19.

6 AHBG, caja 400, exp. 26, f. 1r.

7 Archivo Histórico de la Catedral Metropolitana de México, Libro 5º de Cabildos, f. 162r.

8 Está reproducida en Álbum conmemorativo del 450 aniversario de las apariciones de Nuestra Señora

de Guadalupe, Ediciones Buena Nueva, México 1981, pp. 45-46.

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consistía en la cobranza de rentas, recibir limosnas y donativos, dar el dinero para las reparaciones del Santuario y casas que éste poseía, pagar salarios, sufragar los gastos de las fiestas, dar cuentas de entradas y salidas al Cabildo Metropolitano, cuando éste lo pedía. Desde 1683 hasta 1750, año en que toma posesión el Cabildo de Guadalupe, los mayordomos serán sacerdotes secu-lares, ahora independientes del Cabildo de la Catedral.9

De los 5 principales escritores sobre el culto a la Virgen de Guadalupe en el siglo XVII, 3 fueron diocesanos: Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega y Luis Becerra Tanco; y 2 jesuitas: Francisco de Florencia y Mateo de la Cruz. Ciertamente Sánchez y Becerra Tanco pertenecían a una Venerable Unión de Clérigos Presbíteros, que el 12 de febrero de 1702 será agregada a la Congrega-ción del Oratorio de San Felipe Neri, pero Becerra muere 30 años antes de esa fecha y Sánchez 28.10 La formación de ambos fue de clérigos seculares, por tanto se les puede considerar a ambos como parte de ese clero.

Miguel Sánchez imprimió el primer libro sobre la Virgen de Guadalupe en 1648.11 Lasso de la Vega fue el primero que imprimió en náhuatl el Nican Mopohua y el Nican Motecpana, en 1649, en la obra titulada Huey Tlamahui-zoltica = El gran acontecimiento.12 Además construyó la Iglesia Antigua, hoy llamada Parroquia Antigua de Indios, entre 1648 y 1652, al lado de donde estuvo la primitiva ermita. A él se debe la primera edificación en el Pocito, que hasta su tiempo era un baño público al aire libre. Becerra Tanco aportó

9 G. Watson Marrón, El templo que unió a Nueva España. Historia del Santuario y Colegiata de

Guadalupe, extramuros de México, en el siglo XVIII, Editorial Miguel Ángel Porrúa, México 2012,

pp. 88-91.

10 L. Ávila Blancas, C. O., Bio-bibliografía de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri de la

Ciudad de México siglos XVII-XXI, México 2008.

11 M. Sánchez, Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, Milagrosamente Aparecida en

la Ciudad de México. Celebrada en su Historia, con la Profecía del capitulo doce del Apocalipsis [...],

en la Imprenta de la viuda de Bernardo Calderón, México 1648.

12 Huei Tlamahuiçoltica omenexiti in ilhuicac tlatoca çihuapilli Santa Maria Totlaçonantzin Guadalupe

in nican huei altepenahuac Mexico itocayocan Tepeyacac, en la Imprenta de Juan Ruiz, México

1649. Una traducción castellana es: Huei Tlamahuiçoltica... Libro en Lengua Mexicana, que el Br.

Luis Lasso de la Vega hizo imprimir en México, el año de 1649 ahora traducido y anotado por el Lic.

Don Primo Feliciano Velásquez, Academia Mexicana de Santa María de Guadalupe, Carreño e hijo

editores, México 1926.

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muchos datos relevantes en su libro Origen milagroso del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en 1666,13 corregido y aumentado en 1675 con el título de Felicidad de México.14

Un papel muy importante en el guadalupanismo lo tuvo Francisco de Siles, prebendado de la Catedral de México en 1648. Primero porque fue quien impulsó el que hubiera una celebración el 12 de diciembre. Durante el siglo XVI, la fiesta a la Virgen de Guadalupe era el 8 de septiembre, día en que se cele-braban a todas las imágenes de la Virgen María que no tenían señalado un día especial aprobado por la autoridad pontificia. Para 1644 la fiesta titular del Santuario se había pasado a octubre.15 En 1664 ya se había pasado esa fiesta a noviembre.16 Francisco de Florencia, en 1688, habla de la fiesta principal que todos los años hacían los naturales a la aparición de esta imagen en noviem-bre.17 En este texto ya no se menciona para esta fiesta de noviembre la Nati-vidad de María, sino la fiesta que los indios le hacen a la aparición de la Virgen. Para el siglo XVIII sólo se le llamará fiesta de los indios o de los naturales.

La otra fiesta del Santuario era la fiesta de la aparición el 12 de diciembre. Sobre ella hay un sermón impreso, predicado en 1660 por el doctor José Vidal de Figueroa, del clero secular de la Arquidiócesis de México, el cual señala que era una fiesta anual, por lo que parece que llevaba ya algunos años de celebrarse.18

13 L. Becerra Tanco, Origen milagroso del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe: Extramuros

de la Ciudad de México [...], por la viuda de Bernardo Calderón, en la calle de San Agustín,

México 1666.

14 L. Becerra Tanco, Felicidad de México en el principio, y milagroso origen, que tuvo el Santuario de la

Virgen María N. Señora de Guadalupe [...], por la viuda de Bernardo Calderón, México 1675. En

1685, Felicidad de México fue impreso en Sevilla por T. López de Haro.

15 AGN, Bienes Nacionales, vol. 718, exp. 3, fs. 5v. y 9.

16 AGN, Bienes Nacionales, vol. 718, exp. 2, fs. 66v.-69r.

17 Se hacía el último domingo antes del Adviento, lo que ahora es la Solemnidad de Cristo Rey

(entre el 20 y el 26 de noviembre). M. F. de Echeverría y Veytia, Baluartes de México. Descripción

histórica de las cuatro milagrosas imágenes de Nuestra Señora, que se veneran en la Muy Noble, Leal,

é Imperial Ciudad de México [...], en la Imprenta de D. Alejandro Valdés, México 1820, p. 60.

18 Nueve Sermones Guadalupanos (1661-1758), Selección y estudio introductorio D. A. Brading,

Centros de Estudios de Historia de México CONDUMEX, México 2005, p. 57.

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En un documento del Archivo General de la Nación, se menciona que Jeró-nima de Zepeda pide licencia al arzobispo fray Payo Enríquez de Rivera, para fundar y dotar la fiesta de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en su Santuario, el 12 de diciembre, celebrándose perpetuamente con octavario de misas cantadas, y también para otras 9 festividades de la Virgen María. Para ello daba como dote 3 mil pesos provenientes de varios censos, lo que redi-tuaba 150 pesos anuales. La licencia la dio el arzobispo fray Payo de Rivera, que en ese momento era todavía electo de México, el 30 de marzo de 1669. Doña Jerónima se nombraba como patrona de esta fundación, y después de sus días le sucedería en el patronato el Dr. Francisco de Siles, canónigo de la Catedral “persona que su buen celo y caridad dio principio a esta festivi-dad”.19 Con base en este dato, podemos afirmar que el 12 de diciembre se empezó a celebrar hacia 1648, cuando Siles comenzó a formar parte del Cabildo Metropolitano.

Pero además en 1663 el canónigo Francisco Siles, lectoral de la Catedral Metropolitana, propuso a Diego de Escobar y Llamas, obispo de Puebla y gober-nador del Arzobispado de México, así como al Cabildo de la Catedral Metro-politana, el proyecto de pedir al Papa Alejandro VII que el 12 de diciembre fuese día festivo de precepto en toda la Nueva España. A esta propuesta se adhirieron 13 miembros del Cabildo, así como 95 religiosos 15 catedráticos de la Universidad de México y cerca de 108 personas de prestigio.

Siles hizo sacar copias auténticas de documentos y papeles antiguos, que fueron adjuntados a las peticiones. De los autos se sacaron dos copias, una la mandó a su agente de negocios de Sevilla y otra al procurador de Roma. En la respuesta de éste, se explicaba que aunque se habían presentado las cartas y papeles ante el Papa y la Congregación de Ritos, pero por no ir testificados de manera y forma que exige esa Congregación, se le mandaría un rescripto que contendría preguntas para examinar a los testigos del milagro de las apari-ciones y las circunstancias del mismo, y que sólo así se hiciese información plenaria de todo, y con ello se pasaría a las peticiones de lo solicitado.

A fines de 1665 no había llegado aún a México el rescripto con el interroga-torio. Siles quiso dar unos pasos previos, pues temía que por la avanzada edad muriesen algunos testigos de Cuautitlán, que podrían deponer lo que habían oído de los que vivían en tiempo de las apariciones. El Cabildo aceptó y el

19 AGN, Bienes nacionales, vol. 868, exp. 8, fs. 25r.-29r.

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11 de diciembre de 1665 nombró jueces eclesiásticos, a los que encomendó la marcha del proceso.

Las informaciones jurídicas se desarrollaron en dos etapas: en la primera, del 3 de enero al 14 de abril de 1666, la averiguación se hizo sobre ocho testigos indígenas, vecinos de Cuautitlán, mayores de 80 años. La segunda, hecha en la ciudad de México, fue del 18 de febrero al 11 de marzo de 1666, y se hizo a 12 españoles, de los cuales 10 eclesiásticos y 2 seglares. Las preguntas del interrogatorio se referían a temas como: 2ª. Aparición de la Virgen en la casa de Zumárraga. 3ª. El culto de la imagen en su ermita que se hizo luego. 4ª. El ayate o tilma donde quedó estampada la imagen. 5ª. La probidad y cordura de Juan Diego. 6ª. Saber y tener por cierto que el hallarse estampada la imagen de Nuestra Señora en la tilma de Juan Diego es obra sobrenatural. 7ª. El que no ha habido ni se ha hallado maestro ni oficial en el arte de la pintura que la haya podido retratar ni copiar, con la perfección, color y hermosura que demuestra el original. 8ª. Dar razón de a qué se atribuye la conservación de la santa imagen.20 Expresa el Padre Francisco de Florencia S. I. en su obra Estrella del Norte:

Y salió la información tan cabal y llena, que aunque no pudo haber testigos de

vista del milagro, por haber pasado ya cuando se hizo ciento treinta y cinco años;

pero hubo ocho testigos naturales de oídas que lo supieron y oyeron de los que

vivían cuando sucedió, y que conocieron a Juan Diego y a Juan Bernardino y al

señor arzobispo don fray Juan de Zumárraga, sujetos principales de la milagrosa

aparición.21

Las Informaciones de 1666 es un documento en que, bajo la plena forma canó-nica, con testigos que se expresaban bajo juramento y preguntas concretas, nos

20 A. M. Sada Lambretón, Las Informaciones jurídicas de 1666 y el beato indio Juan Diego, Hijas de

María Inmaculada de Guadalupe, México 1991, pp. 47-48 y pp. 85-87. En el Archivo Histórico

de la Basílica de Guadalupe se encuentra una de las copias del original: AHBG, caja 353, exp. 7.

También hay 2 traslados de estas Informaciones realizados en 1751: AHBG, caja 358, exp. 42

(reproducido en la edición de la Madre Ana María Sada); y AHBG, caja 351, libro 1.

21 F. De Florencia, La estrella de el Norte de México, aparecida al rayar el día de la luz Evangélica de este

Nuevo-Mundo [...], por Doña María de Benavides, viuda de Juan de Rivera, en el Empedradillo,

México 1688, § 144, fs. 65v.-66r.

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ofrecen datos precisos sobre las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe y sobre Juan Diego. Por diversas vicisitudes, sobre todo la muerte de los que encabezaban este proyecto, éste no se realizó en ese momento, sin embargo, generaron el documento jurídico más importante que se utilizó en orden a la canonización de Juan Diego.

Otro punto digno de mención es que sobre el inicio de la principal cofradía guadalupana. En 1674, 33 sacerdotes, algunos capitulares de la Catedral de México, hicieron una petición al arzobispo fray Payo Enríquez de Rivera, para la erección de la congregación de Nuestra Señora de Guadalupe. También solicitaban que se admitieran por cofrades personas laicas de uno y otro sexo, y cuyo objetivo fuera la más religiosa frecuencia de aquel Santuario y la promoción del culto guadalupano. Los que suscribían proponían unas constituciones.

Ante esto, el 20 de abril de 1674 el Dr. Antonio de Cárdenas Salazar, vicario general, en cuyo cargo estaba el despacho de los negocios del gobierno del Arzobispado de México, por fray Payo de Rivera, que en ese momento fungía como virrey, concedió licencia para la fundación y erección de dicha Congre-gación en la Iglesia y Santuario de Guadalupe, y aprobó las 9 constituciones.22

El primer cabildo fue el 28 de abril de 1674, siendo elegido prefecto el Dr. Isidro de Sariñana, lectoral de la Metropolitana, y quien posteriormente será obispo de Antequera Oaxaca. A partir del 12 de diciembre de 1674 siempre los cabildos de elección se hicieron en esa fecha en el Santuario de Guadalupe.23 El 11 de diciembre de 1675 la Congregación eligió el 12 de diciembre como su día festivo principal,24 además determinó la construcción de los 15 torreones o misterios de la calzada que va de México a Guadalupe, actualmente llamada Calzada de los Misterios25. Cada misterio fue costeado por algún congregante.26

En abril de 1702, otro sacerdote secular, el bachiller Francisco de Fuentes Carrión, natural de Cádiz, que era vicario del Santuario de Nuestra Señora de

22 AHBG, caja 382, exp. 21, fs. 3r.-6r.

23 AHBG, caja 69, libro 2, fs. 7r.-8r., 10r.-11r. y 14v. Sariñana fue reelegido como prefecto

hasta 1683.

24 AHBG, caja 69, libro 2, f. 12r.

25 Ibidem, fs. 12v.-13r.

26 Ibidem, fs.15v.-16v. y 20r. Para 1688 señala Florencia que algunos de los misterios aún estaban

por acabar y otros por empezar. F. De Florencia, La estrella, § 62, f. 25r.

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Guadalupe, solicita la erección de la Parroquia de Guadalupe, pues hasta ese momento dicho Santuario era una Vicaría Fija, dependiente de la Parroquia de Santa Catarina Mártir de México, aunque en lo sacramental era autónomo, pues llevaba libros de bautismos y matrimonios desde 1596. Fue el arzobispo Juan de Ortega y Montañés, del clero secular, quien la erige el 4 de noviembre de 1702. Esta Parroquia estaba destinada a atender espiritualmente a los fieles del poblado de Guadalupe, así como de Santa Isabel Tola, San Juan Ixhuatepec, San Pedro Zacatenco y Santiago Atzacoalco, pueblos de indígenas y con poca población. Ordinariamente no se erigían parroquias con pocos habitantes, pero en este caso se hizo por la importancia que ya tenía Guadalupe para la población novohispana. Esta Parroquia será asumida por el Cabildo de Guadalupe, luego de que éste tomara posesión.27

El 6 de marzo de 1749 en Madrid, el arzobispo de México Manuel José Rubio y Salinas, del clero secular, después de un largo proceso que duró 42 años, erigió la Colegiata de Guadalupe. La palabra Colegiata significa una iglesia que no es Catedral, pero que tiene un Cabildo. Se le dio el título de Insigne por haber sido la primera Colegiata de América. El 22 de octubre de 1750 toman posesión los primeros canónigos. Siempre estos canónigos eran del clero secular, y una característica notable es que de los 56 canónigos o racioneros que tomaron posesión de su prebenda en Guadalupe en la segunda mitad del siglo XVIII, 51 eran originarios del Virreinato de la Nueva España, 3 peninsulares, uno de Venezuela y otro de Santo Domingo. O sea, hubo una gran mayoría de criollos, cuando en los Cabildos de las Catedrales generalmente eran mitad peninsu-lares y mitad criollos.28

Hay que destacar el nombre del primer canónigo nombrado para la Cole-giata de Guadalupe, el bachiller José de Lizardi y Valle, originario de Queré-taro, y que fue mayordomo del Santuario desde 1706 hasta 1756. Entre las múltiples obras que realizó, una fue la de encargarse de la recolección de limosnas para la construcción del Santuario inaugurado en 1709, por encargo de Pedro Ruiz de Castañeda,29 quien puso la mayor parte del dinero que se requirió para esta construcción. Además, Lizardi encargó la hechura

27 AHAM, Documentos novohispanos, Fondo Episcopal, caja 23, exp. 32.

28 G. Watson Marrón, El templo que unió a Nueva España, p. 431.

29 AHBG, caja 1, libro 4, fs. 3-64.

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del tabernáculo y sagrario de plata a un benedictino, fray Antonio de Tura.30 Estuvo al frente de la fábrica de dos órganos, uno en 170931 y otro en 174432 así como de la construcción de una reja de plata en el presbiterio.33 En 1755 empezó la fábrica de la sillería y el facistol que se requerían para el coro34. Fue el responsable de la organización económica del bicentenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 173135 y participó en la organi-zación de los festejos en la jura del patronato de la Virgen sobre la Nueva España que fue en diciembre de 174636. Lizardi fue una de las personas que más trabajo en la construcción del acueducto de Guadalupe, que venía desde el Río de Tlalnepantla y que se realizó entre 1742 y 1751, apoyando al principal responsable, el oidor de la Real Audiencia Francisco Antonio de Echávarri, pues para que hubiera una Colegiata, con el aumento de clérigos y sus familias que eso requería, se necesitaba proveer a la Villa de Guadalupe del agua suficiente.37 Por su interés en que de alguna manera se comple-taran las Informaciones de 1666, promovió ante el arzobispo Lanciego que se llamaran a otros testigos, lo que sucedió en 1723, cuando fray Antonio Margil de Jesús, franciscano, uno de los más grandes misioneros que pisó la Nueva España, dio su testimonio sobre el culto guadalupano, así como el deán de la Metropolitana Rodrigo García Flores de Valdés.38

Otro canónigo admirable fue el doctoral Francisco Beye de Cisneros. Él veía que no había dinero suficiente para hacer frente a las cuantiosas obras mate-riales de la Iglesia Colegiata, debido a los problemas que causó la construcción del Convento de Capuchinas, por eso se movió con el virrey segundo conde de Revillagigedo para que hubiera rifas de lotería que se aplicaran para dichas obras. Su plan funcionó y el 27 de marzo de 1794 se realizó el primer sorteo

30 AHBG, caja 406, exp. 6.

31 AGN, Bienes Nacionales, vol. 718, exp. 12.

32 AHBG, caja 4, libro 6, fs. 275v.-288r.

33 AHBG, caja 4, exp. 2; caja 76, exp. 17.

34 AHBG, caja 81, exp. 7.

35 AHBG, caja 442, exp. 92.

36 AHBG, caja 331, exp. 94.

37 AHBG, caja 348, exp. 8; caja 78, exp. 40.

38 AHBG, caja 334, exp. 79.

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para este fin. Hubo un total de 45 rifas entre 1794 y 180039 Una vez que termi-naron las reparaciones de la Colegiata, hacia 1799, los sorteos continuaron, generando una importante entrada de recursos para que el Cabildo pudiera afrontar los múltiples gastos que había. El último sorteo que hubo para la Cole-giata fue en 1867.

Pero también, gracias a Beye de Cisneros, se introdujo el canto gregoriano en la Colegiata, de acuerdo a como se llevaba en la Catedral de México.40 Para este fin buscó los fondos necesarios para el establecimiento de una buena capilla de coro, de que carecía Guadalupe, por lo escaso de sus rentas, y los demás canónigos le dijeron de que él viera los medios para pagar a los músicos, porque era imposible mantenerlos de las entradas que había en la iglesia. De esta manera buscó donativos de personas individuales, de la Archicofradía del Cordón de San Francisco, de un trabajo voluntario que hacían los operarios de la Real Fábrica de Cigarros y Puros de México, o sea el equivalente a un cuarto de hora de trabajo diario.41 También consiguió que algunos sorteos de lotería se destinaran a sostener esta capilla de música.42

Otra obra digna de mención fue la que comenzaron en el año de 1776 el abad José Félix García Colorado y el bachiller José Francisco de Zenteno, esto es el Colegio de Infantes de la Colegiata de Guadalupe, y que continúa hasta nuestros días. El abad fue el comisionado para el Cabildo para su dirección y Zenteno fue quien hizo las constituciones y trabajaba directamente con los niños.43

A principios de abril de 1777, Nicolás José Garavito, prebendado de la Cate-dral Metropolitana de México, le dio al platero José Antonio del Castillo el oro para la fábrica de un marco de ese metal para la imagen de la Virgen de Guadalupe.44 Pero además de este marco exterior de oro, también se hizo otro interior del mismo metal y por el mismo platero, dando el dinero dos bienhe-chores que quisieron ocultar su nombre. El testimonio de esto es el escrito del

39 AHBG, caja 15, libro 5; caja 44, libro 3.

40 AHBG, caja 307, libro 1, fs. 43v.-44r.

41 Ibidem, fs. 415-439 y 491-559.

42 AHBG, caja 308, libro 2, fs. 100-113.

43 AHBG, caja 303, libro 1, f. 138v.; caja 308, libro 1, f. 127v.

44 AHBG, caja 303, libro 1, fs. 183v.-184r., 227v.-228r., 231v. y 270r.

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platero del Castillo al Cabildo de Guadalupe, del 12 de octubre de 1778.45 Por otro documento escrito en 1797 por el arzobispo Haro y Peralta, se sabe que estos donadores fueron los doctores Luis y Cayetano de Torres, arcediano y maestrescuela de la Catedral de México.46

Por otra parte, la predicación de los distintos sermones guadalupanos, fue realizada por religiosos ciertamente, pero también por sacerdotes del clero secular. Por ejemplo, de los 33 sermones sobre la Virgen de Guadalupe predi-cados en su Santuario y publicados, entre 1661 y 1800, y que se encuentran en la Biblioteca Lorenzo Boturini de la Basílica, 16 fueron predicados por religiosos, 15 por sacerdotes del clero secular y 2 por Padres del Oratorio de San Felipe Neri, que no son religiosos. Además hay que destacar la oración a la Virgen de Guadalupe que pronunció el arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón en diciembre de 1770, para encomendar el IV Concilio Provincial Mexicano, que comenzaría a principios del año siguiente, oración muy valiosa por su claridad, y porque contiene conceptos teológicos, morales y simbólicos que se enseñaban en ese momento a la población de México acerca de Santa María de Guadalupe.47

También hay que destacar al doctor y maestro José Patricio Fernández de Uribe, tanto por su sermón, predicado en 1777, como por su Disertación histó-rico-crítica, ambos publicados en 1801. En ese sermón, al igual que Lorenzana en su oración, se señalan los documentos principales a favor de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Seguramente porque en el ambiente ya se escu-chaban opiniones de algunos, influidos por el iluminismo, que eran escépticos a los milagros.48 Fernández de Uribe llegó a ser el canónigo penitenciario de la Catedral de México, y va a encabezar el proceso contra fray Servando Teresa

45 AHBG, caja 303, libro 1, f. 270; caja 89, exp. 59, fs. 2-4.

46 AHBG, caja 320, exp. 23, f. 78r.

47 F. A. de Lorenzana, Oración a Nuestra Señora de Guadalupe, compuesta por el ilustrísimo señor

don..., arzobispo de México, impresa en la Imprenta del Superior Gobierno del Br. D. Joseph

Antonio de Hogal, en la Calle de Tiburcio, año de MDCCLXX.

48 J. P. Fernández de Uribe, Sermón de Nuestra Señora de Guadalupe de México, predicado en su

Santuario el año de 1777 día 14 de diciembre en la solemne fiesta con que su Ilustre Congregación

celebra su aparición milagrosa [...], Disertación histórico-crítica en que el autor del sermón que

precede sostiene la celestial imagen de María Santísima de Guadalupe de México. En la Oficina de

D. Mariano de Zúñiga y Ontiveros, calle del Espíritu Santo, México 1801.

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de Mier, luego del sermón que éste pronunció el 12 de diciembre de 1794. Al final el fraile fue condenado a ser recluido en el Convento de las Caldas, en Santander. De todos modos es un indicativo de lo que para el clero de ese momento significaba el que se expresaran opiniones diversas a lo que se sabía del acontecimiento guadalupano.

Por último, en la construcción de los templos del Tepeyac, hubo una presencia importante del clero secular. El segundo templo que se edificó en el Cerrito fue por iniciativa en enero de 1745, del presbítero José Mariano Montúfar, sacerdote que era sacristán del Santuario de San Miguel del Milagro. Por esta razón el Cerrito se dedicó a San Miguel, de quien dicho presbítero era muy devoto. Para 1754 Montúfar ya no tenía dinero para continuar la construcción, por varios problemas que tuvo,49 por lo que el Cabildo de Guadalupe tuvo que recaudar los fondos para proseguirla y terminarla.50 Para la Iglesia del Pocito, cuya construcción fue entre 1777 a 1786, el Cabildo de Guadalupe tuvo un papel preponderante, como se puede ver en diversas actas del Cabildo.51 Para el Convento de Capuchinas, junto a la antigua Basílica, de 212328 pesos que costó, el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, quien también provenía del clero secular, dio 45316 pesos, o sea el 21% de lo gastado, aunque él no permitió que se declarase su contribución.52

49 AHAM, Documentos novohispanos, Fondo Episcopal, caja 76, exp. 26. M. F. de Echeverría y Veytia,

Baluartes de México, pp. 55-56.

50 AHBG, caja 301, libro 2, fs. 156v.-157r.; caja 302, libro 1, fs. 116v. y 153v.

51 AHBG, caja 303, libro 1, f. 188; caja 304, libro 2, fs. 193r., 196v.-197r. y 199r.-200r.; caja 305,

libro 1, f. 14r.

52 Noticia especial que para honra y gloria de este Convento de Pobres Capuchinas de Ntra. Madre Santa

Coleta de Guadalupe, y para norma, regla y dechado de los futuros tiempos se inserta y guarda en el

Archivo, en que brevemente se trata de la fundación del Convento, de la translación de nuestra Santí-

sima Madre de Guadalupe, a nuestra Iglesia, del tiempo que estuvo, sus circunstancias y gobierno,

Sacose del Pensil Americano impreso en la Oficina de Ontiveros, [México] 1807.

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Fuentes y bibliografía

Fuentes

Archivo General de Indias.

Archivo General de la Nación, AGN.

Archivo Histórico de la Basílica de Guadalupe, AHBG.

Archivo Histórico de la Catedral Metropolitana de México.

Archivo Histórico del Arzobispado de México, AHAM.

F. A. de Lorenzana, Oración a Nuestra Señora de Guadalupe, compuesta por el ilustrísimo señor don..., arzobispo de México, impresa en la Imprenta del Supe-rior Gobierno del Br. D. Joseph Antonio de Hogal, en la Calle de Tiburcio, año de MDCCLXX.

Huei Tlamahuiçoltica omenexiti in ilhuicac tlatoca çihuapilli Santa Maria Totlaço-nantzin Guadalupe in nican huei altepenahuac Mexico itocayocan Tepeyacac, en la Imprenta de Juan Ruiz, México 1649.

Huei Tlamahuiçoltica... Libro en Lengua Mexicana, que el Br. Luis Lasso de la Vega hizo imprimir en México, el año de 1649 ahora traducido y anotado por el Lic. Don Primo Feliciano Velásquez, Academia Mexicana de Santa María de Guadalupe, Carreño e hijo editores, México 1926.

J. P. Fernández de Uribe, Sermón de Nuestra Señora de Guadalupe de México, predicado en su Santuario el año de 1777 día 14 de diciembre en la solemne fiesta con que su Ilustre Congregación celebra su aparición milagrosa [...], Disertación histórico-crítica en que el autor del sermón que precede sostiene la celestial imagen de María Santísima de Guadalupe de México, en la Oficina de D. Mariano de Zúñiga y Ontiveros, calle del Espíritu Santo, México 1801.

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M. Fernández de Echeverría y Veytia, Baluartes de México. Descripción histórica de las cuatro milagrosas imágenes de Nuestra Señora, que se veneran en la Muy Noble, Leal, é Imperial Ciudad de México [...], en la Imprenta de D. Alejandro Valdés, México 1820.

M. Sánchez, Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, Milagro-samente Aparecida en la Ciudad de México. Celebrada en su Historia, con la Profecía del capitulo doce del Apocalipsis [...], en la Imprenta de la viuda de Bernardo Calderón, México 1648.

Noticia especial que para honra y gloria de este Convento de Pobres Capuchinas de Ntra. Madre Santa Coleta de Guadalupe, y para norma, regla y dechado de los futuros tiempos se inserta y guarda en el Archivo, en que brevemente se trata de la fundación del Convento, de la translación de nuestra Santísima Madre de Guadalupe, a nuestra Iglesia, del tiempo que estuvo, sus circunstancias y gobierno, Sacose del Pensil Americano impreso en la Oficina de Ontiveros, [México] 1807.

Bibliografía

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A. M. Sada Lambretón, Las Informaciones jurídicas de 1666 y el beato indio Juan Diego, Hijas de María Inmaculada de Guadalupe, México 1991.

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G. Watson Marrón, El templo que unió a Nueva España. Historia del Santuario y Colegiata de Guadalupe, extramuros de México, en el siglo XVIII, Editorial Miguel Ángel Porrúa, México 2012.

L. Ávila Blancas, C. O., Bio-bibliografía de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri de la Ciudad de México siglos XVII-XXI, México 2008.

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Arte, cultos y espacios religiosos

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La Iglesia y los espacios urbanos en la Nueva España

Dr. Antonio Rubial García

Facultad de Filosofía y Letras. Universidad Nacional Autónoma de México

A causa de la importante labor que desempeñó la Iglesia católica en la inser-ción de los nativos americanos a la cultura occidental por medio de la

evangelización, se ha estudiado poco el papel fundamental que dicha institu-ción tuvo también en la conformación del multiétnico ámbito urbano, sin el cual el primer proceso hubiera sido imposible. Siendo la fundación de ciudades uno de los instrumentos más eficientes en la implantación de las estructuras políticas, económicas y culturales hispanas, parecería una obviedad insistir en la importancia que en ellas tuvieron las instituciones eclesiásticas. Sin embargo, muy pocos trabajos han insistido en ello y apenas recientemente el Seminario de Historia de la Iglesia en México acaba de publicar un volumen sobre el tema.1

Los primeros en imponer su presencia en las ciudades fueron los mendicantes franciscanos, dominicos y agustinos, quienes paralelamente a la creación de las misiones entre los indios fundaban sus casas en las pequeñas y grandes ciudades que se iban convirtiendo en importantes centros administrativos, económicos y religiosos. A estas ciudades llegaron en busca de riqueza los numerosos colonos españoles, los indígenas sobre cuyos hombros recayó la construcción de sus edificios y con el tiempo en ella también se concentraron los esclavos africanos y asiáticos y la abundante población mestiza nacida de la intensa convivencia entre blancos, indios y negros. En muchos de esos centros los frailes habían formado parte de sus primeros fundadores y con

1 P. Martínez López Cano y F. J. Cervantes Bello (comps.), La Iglesia en la construcción de los espa-

cios urbanos, siglos XVI al XVIII, IIH, UNAM, BUAP, México 2018.

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sus templos y conventos marcaban la distribución de los barrios y formaban parte esencial en la conformación de los espacios urbanos. Los religiosos se constituían así como una parte fundamental de las estructuras de dominio colonial, aunque se veían a sí mismos como los artífices de un reino en este mundo que al mismo tiempo prefiguraba y preparaba a sus habitantes para la Jerusalén celestial.2

Los conventos de religiosos en esos espacios urbanos, aunque al principio fueron meros centros logísticos desde donde se controlaba la distribución y mantenimiento de las misiones, poco a poco comenzaron a albergar colegios y noviciados para los jóvenes religiosos desde mediados del siglo XVI. Lo mismo sucedió con los conventos mercedarios y carmelitas en las últimas décadas de la centuria.3 A partir de entonces esas casas funcionaron también como enfer-merías para los frailes ancianos, dementes o enfermos y como dependencias destinadas a los capítulos provinciales y a las actividades administrativas.

Con el establecimiento de las sedes episcopales, las catedrales americanas comenzaron a generar en las ciudades donde se establecieron la necesidad de construir espacios simbólicos y devocionales propios, frente a aquellos que ocupaban las órdenes religiosas evangelizadoras. La consolidación de las episcópolis, es decir urbes donde las catedrales (con sus obispos, cabildos y clérigos), se convirtieran en los centros rectores de la vida social y religiosa. Esta actividad se hizo cada vez más prioritaria en el siglo XVII, sobre todo después de 1622, fecha en que se pusieron en práctica los lineamientos dados en el concilio de Trento y en el tercer concilio provincial mexicano, cuyas actas no fueron publicadas sino hasta entonces.4

Dicha presencia del clero secular en las capitales episcopales se manifestó en el fortalecimiento en este periodo de numerosas instituciones dirigidas a

2 Para ampliar sobre la labor de las tres órdenes religiosas y de su actuación en el siglo XVI se

pueden ver: L. Gómez Canedo, Evangelización y conquista. Experiencia franciscana en Hispa-

noamérica, Porrúa, México 1977. M. T. Pita Moreda, Los predicadores novohispanos del siglo XVI,

Salamanca, Editorial San Esteban, 1992. A. Rubial, El convento agustino y la sociedad colonial,

1533-1630, IIH, UNAM, México 1989.

3 Ver J. Ramírez Méndez, Las nuevas órdenes en las tramas semántico-espaciales de la Ciudad de

México, siglo XVI, “Historia Mexicana”, v. 63, 3 [251]/ 2014, pp. 1015-1075.

4 Sobre el término episcópolis se puede ver F. De la Flor, Barroco. Representación e ideología en el

mundo hispánico (1580-1680), Cátedra, Madrid 2002, p. 148.

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reforzar su presencia y a consolidar el proceso de cristianización en todo su territorio. Por un lado, se robustecieron los provisoratos que administraban la justicia eclesiástica y los juzgados de capellanías para mejorar los ingresos del clero y se aumentaron las parroquias en manos de los seculares; por el otro se fundaron nuevos seminarios conciliares, hospitales, residencias estudiantiles y recogimientos de mujeres como parte de los proyectos capitulares de los que se hicieron eco los obispos. Estos también apoyaron el establecimiento de nuevas órdenes religiosas sujetas a su mandato: los hermanos hospitalarios, los carmelitas, los mercedarios y en especial los jesuitas, quienes desde sus colegios promovieron sus devociones y sus santos, la participación en los ejer-cicios espirituales realizados en sus casas de ejercicios y las actividades bené-ficas y religiosas de sus congregaciones para seglares.5 Los prelados promocio-naron la creación de cofradías y congregaciones (como las de Guadalupe, San Pedro o el oratorio de San Felipe Neri) y financiaron la impresión de obras teológicas, jurídicas y devocionales, de manuales para la administración de los sacramentos y de cartas pastorales que trataban temas de orden práctico y moral.6

Pero sin duda la mayor influencia que tuvieron los obispos en las ciudades catedralicias fue su actividad como promotores de santuarios. Ellos se encar-garon de hacer las informaciones sobre los milagros atribuidos a las imágenes que se veneraban en ellos, se encargaron de financiar la redacción e impre-sión de obras que les dieran publicidad, impulsaron los traslados de dichas imágenes desde los santuarios hacia las catedrales para pedir lluvias o salud y propiciaron la formación de cofradías y hermandades para su culto.7 En esta actividad promocional los obispos tuvieron el apoyo incondicional de sus cabildos catedralicios (quienes dieron continuidad a

5 J. Ramírez Méndez, Fundar para debilitar. El obispo de Puebla y las órdenes regulares,

1586-1606, “Estudios de Historia Novohispana”, 49/2013, pp. 39-82.

6 A. Rubial, Iconos vivientes y sabrosos huesos. El papel de los obispos en la construcción del capital

simbólico de las episcópolis de Nueva España (1610-1730), en P. Martínez López Cano y

F. J. Cervantes Bello (eds.), Expresiones y estrategias: La Iglesia en el orden social novohispano, IIH,

UNAM, BUAP, México 2017, pp. 217-265.

7 Ibidem. Son especialmente notables como promociones episcopales y capitulares los casos del

Tepeyac en el arzobispado, San Miguel de Milagro en Puebla, La Virgen de la Soledad en Oaxaca,

Nuestra Señora de Zapopan en Guadalajara y el Cristo de Esquipulas en Guatemala.

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sus proyectos), y de los monasterios femeninos, que en varias ocasiones se fundaron anexos a los santuarios para impulsar la devoción.8

A partir del siglo XVII y sobre todo en el XVIII, las políticas religiosas generadas en las capitales episcopales terminarán por imponerse y con ello el predominio de los obispos y del clero secular sobre la religiosidad, tanto urbana como rural. Esto no significó que las órdenes religiosas vieran debili-tada su influencia en los ámbitos urbanos de Nueva España, todo lo contrario. Gracias a la riqueza que seguían acumulando, sus templos, colegios y hospi-tales desplegaron un inusitado aparato visual, una extraordinaria promo-ción de devociones y el fortalecimiento de sus cofradías, órdenes terceras y congregaciones, lo cual consolidaría su influencia entre los seglares urbanos. Este proceso se difundió también con la multiplicación de las fundaciones mendicantes en las ciudades importantes, pero no episcopales, como Zaca-tecas, San Luís Potosí, Pátzcuaro o Querétaro y en las urbes menores como Toluca, Atlixco, Tlaxcala, Cuernavaca, Celaya, Campeche, Cholula o Sala-manca entre muchas otras.9 Debemos recordar que varias de esas ciudades mestizas habían sido en sus orígenes pueblos de indios, pero su situación polí-tica como cabezas de una alcaldía mayor o su posición geográfica privilegiada atrajeron numerosa población no india.

En los espacios urbanos las autoridades episcopales, las parroquias y las distintas corporaciones religiosas y civiles (como los ayuntamientos), mos- traban los signos que les daban identidad por medio de varios elementos: por un lado, las edificaciones donde se asentaban; por el otro, los objetos que exhi-bían durante las procesiones (estandartes, vestimenta, escudos, esculturas de santos); y por último las liturgias y rituales con que se hacían presentes durante los ciclos festivos anuales. Estos aparatos de representación eran fundamentales para una sociedad que tenía en la teatralización, la apariencia y

8 Entre los ejemplos a este respecto tenemos a las carmelitas descalzas en el santuario del Santo

Cristo de Ixmiquilpan en la capital, el monasterio de las monjas dominicas en el de la Salud en

Pátzcuaro, el convento de las agustinas recoletas en La Soledad de Oaxaca y el de capuchinas

en la villa de Guadalupe. A. Rubial, Tesoros simbólicos. Imágenes sagradas en los monasterios

femeninos de las ciudades virreinales novohispanas, “Revista Histórica”, Universidad Católica

de Lima, vol. XXXVII, 1/2013, pp. 57-72.

9 K. Melvin, Building Colonial Cities of God. Mendicant Orders and Urban Culture in New Spain, Stan-

ford University Press, Stanford 2012, pp. 25 y ss.

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el boato externo desarrollado en los rituales cotidianos, el único instrumento por medio del cual se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la auto-ridad y las instituciones. Esto explica las grandes fortunas que se gastaban en esos aparatos de representación (edificios y fiestas), pues gracias a ellos las instituciones poseían una presencia social que legitimaba y hacía posible su misma existencia.10

Hasta el día de hoy, los edificios más representativos de los centros históricos de las ciudades de México, al igual que los de la mayoría de las de Latinoamérica, son los templos. Su presencia es un testimonio de la apropiación del espacio urbano como consecuencia de la cristianización, pero también del papel clave que tuvo la Iglesia en la economía, la sociedad, la política y la cultura durante el virreinato. Primero las órdenes religiosas masculinas y después los obispos, sus parroquias y los monasterios femeninos pensaron la ciudad como una Jerusalén terrena y en ella hicieron patente su presencia y sus conflictos por medio de santuarios, templos, conventos, colegios, parroquias, hospitales y capillas. A esta presencia pétrea, los diferentes sectores eclesiásticos atraían a la población y a sus corporaciones con la promesa de que las imágenes que ellos poseían darían solución a sus necesidades presentes y futuras y con las esculturas de sus santos y sus escudos de armas se manifestaron en calles y plazas por medio de fiestas, procesiones y rogativas.

Entre los templos de las ciudades se distinguían con especial notoriedad los santuarios nacidos alrededor de una imagen milagrosa. Aplacar epidemias, incendios, terremotos y sequías, así como los pequeños favores concedidos de manera individual eran los “milagros” que convertían a una simple imagen pintada o esculpida por un artesano en un objeto prodigioso al cual se le hacían ofrendas y rogativas, se le paseaba por la ciudad en procesión y se le prometían limosnas, ayunos y oraciones. La potencia de algunas de esas imágenes era considerada tan fuerte, que alrededor de ellas se generaron importantes santuarios de peregrinación en las principales ciudades del virreinato. La emer-gencia de estos cultos se dio gracias a su inserción en los marcos corporativos e institucionales que las promovieron: provincias religiosas, monasterios

10 A. Rubial, Los cuerpos de la fiesta. Las corporaciones de españoles de la ciudad de México en la era

barroca y sus aparatos de representación, en S. Miranda Pacheco (coord.), El historiador frente a la

ciudad de México. Perfiles de su historia, Serie Divulgación 12, Instituto de Investigaciones Histó-

ricas, UNAM, México 2016, pp. 81-109.

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femeninos, congregaciones y cofradías, ayuntamientos urbanos, cabildos cate- dralicios y, como vimos arriba, el episcopado. Para estas instancias, las imágenes no eran sólo instrumentos de la divinidad para otorgar sus favores, constituían también (junto con los santos) elementos fundamentales en la conformación del entramado simbólico que le daba cohesión e identidad a las multiétnicas poblaciones de las ciudades.11

Tanto los templos comunes como los santuarios constituían espacios de convivencia y sociabilidad para los vivos y lugares de enterramiento para los difuntos. Las organizaciones más importantes de los laicos, las cofradías, tenían su asiento en ellos y subvencionaban desde ellos procesiones, misas por las ánimas y obras de beneficencia. En las iglesias se celebraban también las ceremonias que marcaban, con la presencia sonora de las campanas y con las misas, el ritmo de la vida cotidiana, la entronización de las autoridades, las celebraciones gozosas y fúnebres de unos reyes ausentes y el ciclo anual de las estaciones. Durante los sermones predicados en las fiestas, los fieles recibían noticias sobre lo que pasaba en Nueva España y el mundo, obtenían goce estético con la música y las artes visuales y se allegaban información sobre las novedades acontecidas en la vida de sus vecinos. Algunas iglesias muy especiales, las parroquias, eran las únicas autorizadas para administrar los sacramentos del bautizo y el matrimonio, para registrar a aquellos que los recibían y a los difuntos y para cobrar obvenciones por ese servicio. Por esta razón, las parroquias poseían los registros de población más fidedignos pues, desde finales del siglo XVII también comenzaron a llevar constancia de aque-llos que recibían la confesión y la comunión una vez al año. Con ello quedaban al cuidado del clero los aspectos más importantes de la vida de los indivi-duos (nacimiento, reproducción y muerte) y de la colectividad (las fiestas del calendario cristiano-cívico).12

Por otro lado, las instituciones eclesiásticas tuvieron un gran impacto en la economía. No sólo poseían la mitad de los bienes inmuebles de la capital y se hacían cargo de su mantenimiento, lo que incidía, junto con la construcción

11 A. Rubial, Orígenes milagrosos y nuevos templos. Imágenes y espacios sagrados en la ciudad

de México, siglos XVII y XVIII, “Boletín de Monumentos históricos”, INAH, Tercera época,

34/2015, pp. 29-60.

12 O. Mazín Gómez, E. Sánchez de Tagle (coord.), Los padrones de confesión y comunión de la parro-

quia del sagrario metropolitano de la ciudad de México, 1670-1816, Colegio de México, México 2009.

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y remodelación de sus propios edificios, como un factor que dinamizaba la economía. Las comunidades religiosas eran consumidoras de bienes y servi-cios, lo que significaba la manutención de numerosos artesanos, sirvientes y profesionales de todo tipo. Las catedrales cobraban la décima parte de la producción agrícola y ganadera y todo un aparato económico estaba centrado en el tema del purgatorio y las indulgencias (misas por los difuntos, testa-mentos, bienes de las cofradías, bula de Santa Cruzada, etcétera). Las disposi-ciones sobre ayunos y días de fiesta incidían en la productividad y el trabajo y los preceptos sobre préstamos e intereses y la fiscalización de obrajes estaban teñidos de fuertes cargas morales, lo mismo que el control y censura de lo que se imprimía, los montos de las dotes matrimoniales o la distribución que se debía hacer de los bienes de quienes redactaban los testamentos.13

Los conventos, además, marcaban los barrios con sus nombres y eran impor-tantes centros de distribución de agua potable, gracias a sus fuentes públicas, pues eran de los pocos establecimientos que tenían acceso a sus canales de distribución. La mayor parte de las familias de la aristocracia, de los estratos medios y algunos de los más modestos de la ciudad tenían varios parientes que pertenecían al clero o eran monjas, por lo cual se hacían cargo de su manu-tención y de la construcción y remodelación de sus edificios; con ellos la sociedad laica no sólo estableció vínculos familiares y amistosos, con ellos hacía negocios, de ellos recibía préstamos, en sus conventos los mercaderes guardaban sus mercancías y en sus atrios podían pedir asilo quienes eran perseguidos por la justicia. La Iglesia era además la principal promotora de la música y de las artes visuales, sus miembros escribieron la mayor parte de los libros impresos, en sus colegios se educaron sus cuadros políticos y un buen número de hospitales, hospicios, recogimientos y orfanatos estaba bajo su cargo. Sin las instituciones eclesiásticas es imposible entender el desarrollo del urbanismo y el entramado económico, social, corporativo y cultural de las ciudades novohispanas.

Finalmente, al ser las ciudades capitales el espacio de actuación de las autoridades civiles y religiosas, su incidencia en el ámbito rural fue determi-nante, pues desde ellas se implementaban con mayor efectividad los medios

13 Para el papel de la Iglesia en la economía se puede ver el libro colectivo coordinado por

P. Martínez y F. X. Cervantes, La Iglesia en Nueva España. Relaciones económicas e interacciones

políticas, IIH, UNAM, BUAP, México 2010.

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que difundirían los mensajes cristianos (imprenta, iconografía, retórica), se decidían las políticas pastorales y se educaba en seminario y colegios a los eclesiásticos (clérigos seculares y religiosos), que las pondrían en práctica. Así, el modelo del cristianismo urbano terminaría por imponerse en todo el territorio, siendo notable que en aquellas regiones donde la urbanización fue más intensa, se hizo mas efectiva la cristianización.

Bibliografía

A. Rubial, Iconos vivientes y sabrosos huesos. El papel de los obispos en la cons-trucción del capital simbólico de las episcópolis de Nueva España (1610-1730), en P. Martínez López Cano y F. J. Cervantes Bello (eds.), Expresiones y estra-tegias: La Iglesia en el orden social novohispano, IIH, UNAM, BUAP, México 2017, pp. 217-266.

A. Rubial, El convento agustino y la sociedad colonial, 1533-1630, IIH, UNAM, México 1989.

A. Rubial, Los cuerpos de la fiesta. Las corporaciones de españoles de la ciudad de México en la era barroca y sus aparatos de representación, en S. Miranda Pacheco (coord.), El historiador frente a la ciudad de México. Perfiles de su historia, Serie Divulgación 12, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México 2016, pp. 81-110.

A. Rubial, Orígenes milagrosos y nuevos templos. Imágenes y espacios sagrados en la ciudad de México, siglos XVII y XVIII, “Boletín de Monu-mentos históricos”, INAH, Tercera época, 34/2015, pp. 29-60.

A. Rubial, Tesoros simbólicos. Imágenes sagradas en los monasterios feme- ninos de las ciudades virreinales novohispanas, “Revista Histórica”, Univer-sidad Católica de Lima, vol. XXXVII, 1/2013, pp. 57-72.

F. De la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Cátedra, Madrid 2002.

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J. Ramírez Méndez, Las nuevas órdenes en las tramas semántico-espaciales de la ciudad de México, siglo XVI, “Historia Mexicana”, v. 63, 3 [251]/ 2014, pp. 1015-1077.

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Iconografía de La Santísima Trinidad en la Nueva España

Dra. María del Consuelo Maquívar

Instituto Nacional de Antropología e Historia

Introducción

La doctrina cristiana y con ella el dogma de la Santísima Trinidad, se estruc-turó a través de las discusiones y decretos emanados de los concilios

ecuménicos. El primero de ellos fue convocado por el emperador Constantino I, y se llevó a cabo en Nicea el año 325. El objetivo central de este sínodo fue combatir la herejía del arrianismo que negaba la divinidad de Jesucristo. Se afirma que en el primer concilio de Nicea se sentaron las bases de la fe cató-lica y se compuso el “primer Credo”, en el que ya se hablaba de tres divinas Personas en “un solo Dios verdadero”.

En esta época aún no se había establecido la iconografía de la Santísima Trinidad, hubieron de pasar casi cuatro siglos para que se terminaran las polémicas y las guerras iconoclastas que prohibían las representaciones de Dios. Fue en el II Concilio de Nicea (787), que se unificaron los criterios para el uso de las imágenes; uno de los personajes que fue clave para esta prác-tica fue San Juan Damasceno quien dijo que el icono de los iconos había sido el mismo Cristo, ya que a través de su encarnación, “[…] el invisible se hace visible para los hombres al participar de la carne y de la sangre”. A partir de este momento se sentaron las bases para el culto a las imágenes, de manera que en el siglo XVI, en el Concilio de Trento (1563-1545), se retomaron estos argumentos para enfrentar la polémica iconoclasta suscitada por las ideas de Martín Lutero.

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La justificación de la iconografía trinitaria está fundamentada en el bautismo de Cristo que narran los evangelios: “[…] Bautizado Jesús, salió del agua. Y he aquí que vio abrírsele los cielos y al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre Él, mientras una voz del cielo decía: Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias” (Mat. 3, 3-17). Los antecedentes iconográ-ficos de este pasaje de la vida de Jesús, se encuentran en el arte bizantino, y desde entonces no ha variado esta representación, prueba de ello es el sinnú-mero de imágenes que, inspiradas en las primeras obras, se conservan hasta la fecha.

Iconografía Trinitaria en la Nueva España

Después de analizar durante varios años, las diversas representaciones que se hicieron de la Santísima Trinidad en la Nueva España,1 se pudieron formar tres grandes grupos: Al primero lo he denominado “Trinidad clásica”, porque reúne las obras que la Iglesia permitió por considerarlas ortodoxas. El segundo conjunto está integrado por las imágenes cuya interpretación ha causado confusión, tal es el caso de la Trinidad antropomorfa llamada así porque el Espíritu Santo, en vez de mostrarse con la paloma simbólica, se le representó con una figura humana, generalmente con el rostro de Cristo. Finalmente, el último grupo lo integran las obras prohibidas, porque la Iglesia consideró que su configuración trifacial se relacionaba con las deidades paganas de la antigüedad.

La Trinidad Clásica

Después del Concilio de Trento, ésta fue la forma más común de mostrar el dogma fundamental de la Iglesia a los ojos de los fieles. A lo largo de los tiempos y en todos los lugares donde se practicaba el catolicismo, fue la representación que más se difundió por medio de las recomendaciones de

1 M. Del C. Maquívar, De lo permitido a lo prohibido. Iconografía de la Santísima Trinidad en la Nueva

España, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa,

México 2006.

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los tratadistas y de los modelos que los mismos artistas crearon. Las caracte-rísticas de esta representación son básicamente las siguientes: El Padre luce como un anciano digno, entronizado, ataviado con vestiduras pontificales o bien vestido con túnica y manto. Jesucristo se ve como un adulto de treinta y tres años, tal como se le conoció en el momento de su sacrificio, y suele aparecer a la derecha de la Primera Persona. Por último, y según la narración del evangelio, el Espíritu Santo en forma de una paloma con las alas desple-gadas, entre las figuras del Padre y del Hijo.

Como es fácil suponer, este tipo de representación es la que más abunda en el repertorio novohispano; fue la más difundida desde los primeros tiempos de la evangelización y durante el periodo barroco, se le colocó en todos los lugares de culto. En muchos templos del periodo virreinal se observan aún pinturas y esculturas con la Trinidad clásica, ejecutadas por artistas renom-brados o poco conocidos. Además, por la trascendencia y significado del tema, no sólo se le representó aislada, sino que también formó parte de casi todas las composiciones pictóricas, como las iconografías marianas de la Purí-sima Concepción y de la Asunción, y de algunos santos, como San Ignacio de Loyola quien en su autobiografía asienta que tuvo varios arrebatos místicos trinitarios. Un caso excepcional es el que muestro aquí de la serie de la vida de la Virgen María en la que el pintor Antonio de Torres, inspirado en las narraciones de la Madre María de Jesús de Ágreda realizó este bello lienzo en el que se observa a Cristo, bautizando a su Madre y como testigos de la escena, se observan a Dios Padre y al Espíritu Santo.

Pero sin duda, una de las representaciones trinitarias más originales del barroco novohispano, es la del “Obraje celestial”; en estas obras, para hacer énfasis en el milagro guadalupano, la propia Trinidad es la que aparece con sus telas y pinceles ejecutando la pintura sin igual.

El Padre Compasivo y El Trono de Gracia

Dentro de la iconografía que he llamado clásica, existen dos representaciones que exaltan el sacrificio de Jesucristo, tal es el caso del Trono de Gracia y del Padre Compasivo. La diferencia entre ambas representaciones es mínima y sólo estriba en que la figura de Jesucristo puede aparecer clavado en su cruz o fuera de ella, desfallecido sobre el regazo del Padre, semejante a las imágenes

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de la Virgen de la Piedad. En ambos modelos se observa al Padre Eterno como anciano digno, de cabellera y barba blancas, entronizado, mientras que la tercera Persona, como siempre, en figura de paloma, sobrevuela la escena o se posa en algún punto de la composición. Al parecer, los antecedentes iconográficos de ambas representaciones, están fundamentados en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los místicos medievales.

Es posible que los artistas barrocos que abordaron estos temas, se hayan inspi-rado en los grabados de Alberto Durero de las primeras décadas del siglo XVI. En la sociedad barroca novohispana, los dos tipos iconográficos tuvieron la misma acogida, seguramente porque ambos se asocian con el sacrificio de Jesucristo.

Ambas devociones, tanto el Trono de Gracia como el Padre Compasivo, tuvieron gran arraigo entre la población a través de imágenes esculpidas, seguramente porque las representaciones de bulto conmovían más; como si se materializara el sacrificio del Redentor ante los ojos de los fieles, prueba de ello son los conjuntos escultóricos que se continuaron produciendo des- pués del siglo XIX y que aún hoy en día, son objeto de gran devoción en los templos mexicanos.

La Trinidad Antropomorfa

Como ya se dijo, la Trinidad antropomorfa se denomina así porque la tercera Persona, el Espíritu Santo, en lugar de mostrarse con la simbólica paloma, se representa con una figura humana.

El pasaje del Génesis que justifica la representación antropomorfa es el conocido como la Hospitalidad de Abraham: “Aparecióse Yavé un día en el encinar de Mambré […] y alzando los ojos [Abraham], vio parados cerca de él a tres varones. En cuanto los vio salióles al encuentro […] se postró en tierra diciéndoles: Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego no pases de largo junto a tu siervo […] os traeré un bocado de pan y os confortareis […] ellos contestaron: Haz como has dicho” (Gén. 18,1-5). Como se aprecia en estas líneas, al referirse a Dios se habla en singular, aunque el patriarca vivió la presencia de Dios en tres personajes; así se representó desde el periodo bizantino y más tarde en el arte europeo desde el siglo XVI.

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La Trinidad Antropomorfa en los tratados de iconografía

Aunque el tema de la Trinidad antropomorfa se había representado ya en los tiempos más tempranos del cristianismo, fue en el periodo postridentino cuando se puso en tela de juicio su figuración con tres hombres idénticos.

Como es de suponerse, de las tres divinas personas, la imagen que causó más conflicto para ser aceptada en esta representación fue la figura huma-nizada del Espíritu Santo, ya que la Iglesia señalaba que no se había manifes-tado como ser humano, sino como paloma, en el bautizo de Jesucristo o como lenguas de fuego el Día de Pentecostés. Esta polémica persistió hasta el siglo XVII y fue abordada por varios de los teólogos y tratadistas de iconografía; dado el espacio con el que cuento, he seleccionado dos de estas opiniones, porque pienso que influyeron en el arte de la Nueva España.

a) Juan de Molano. Historia de imágenes y pinturas sagradas (1570).2 En el segundo libro de su obra, este eminente tratadista de Lovaina dedica un apartado al dogma en cuestión bajo el subtítulo: “Se defienden y explican las imágenes de la Sacrosanta Trinidad”. Molano acepta mostrar al Padre Eterno como un “anciano de gran edad”, sentado en su trono, ante quien “los libros se abrieron”, señal inequívoca de su divina sabiduría y en cuanto a la repre-sentación antropomorfa de la Santísima Trinidad, se apoya en San Agustín y retoma el pasaje que ya se mencionó de la hospitalidad de Abraham y dice : “[…] Cuando en verdad se vieron tres y nadie […] mencionó que fuese [uno] mayor que los demás, ya en imagen, ya en edad. ¿Por qué aquí no reci-bimos la igualdad introducida a través de la creatura visible de la Trinidad y la sustancia en las tres Personas y al mismo tiempo una?”. De las anteriores líneas se desprende la benevolencia con la que el teólogo acepta esta icono-grafía basándose en la Teofanía de Mambré que ya se ha comentado.

b) Francisco Pacheco. El arte de la pintura (1649).3 El pintor y tratadista español, en la sección que dedica a la Santísima Trinidad, también aborda el tema de la representación antropomorfa:

2 J. De Molano, Historia de imágenes y pinturas sagradas, Traducción de Bulmaro Reyes Coria, Intro-

ducción de Marcela Corvera, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2017, pp. 37 y 38.

3 F. Pacheco, El arte de la pintura, Ediciones Cátedra, Madrid 1990, p. 563.

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Otra pintura deste misterio es poner tres figuras sentadas con un traje y edad,

con coronas en las cabezas y cetros en las manos, con que se pretende manifestar

la igualdad y distinción de las Divinas Personas. Y parece que está favore-

cida esta imagen en la aparición de los ángeles en forma de peregrinos al santo

Patriarca Abraham, cuando, viendo tres, adoró uno sólo; […] todavía me parece

que no satisface del todo a los ignorantes, pues necesita de particular señal de

atributo en que se conozca cada persona y de la colocación de los lugares y si ha

de estar el Espíritu Santo en medio.

Como se aprecia, Pacheco señala la necesidad de identificar a cada una de las tres divinas Personas con un atributo, de ahí que, en el arte novohispano, lo más común fue que el Padre Eterno luciera un sol en el pecho; Dios Hijo, el cordero del sacrificio y el Espíritu Santo, la paloma simbólica.

La Trinidad Antropomorfa en los Ordenamientos Pontificios

Además de los teólogos, algunos pontífices se manifestaron en torno al uso de este tipo de iconografía trinitaria. Esto nos sugiere la popularidad que debió alcanzar la imagen antropomorfa, especialmente después del Concilio de Trento. Los argumentos pontificios adquieren singular relevancia para esta investigación, ya que la abundancia de estas representaciones en la imaginería religiosa de la Nueva España, coincide con la época en que se dan a conocer estos ordenamientos. Por un documento del Papa Benedicto XIV (1740-1758), se entiende que ya Urbano VIII (1623-1644), había abordado el asunto de las representaciones trinitarias, sin embargo, en este momento, me refriere sólo al breve Sollicitudini Nostrae de Benedicto XIV, expedido en 1745, por vincu-larse estrechamente con algunos de los trabajos pictóricos novohispanos.4

En el Breve, Benedicto XIV habla de los teólogos que admiten representar a Dios tal como Él se ha mostrado a los hombres en forma “visible” y entre otros, recurre a Juan de Molano, llamándole “gran sabio”. Basándose en las disposiciones tridentinas de la sesión XXV, el pontífice afirma que no pueden condenarse las imágenes que representan a Dios; hace hincapié en que los

4 En el Apéndice I del libro de M. Del C. Maquívar, De lo permitido a lo prohibido. Iconografía de la

Santísima Trinidad, se puede leer completo el texto pontificio, Ibidem, pp. 315-338.

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obispos deben enseñar a los fieles a “guardar y cultivar asiduamente los artículos de fe”.

Lo prohibido: la Trinidad Trifacial

Hasta ahora se analizaron los diversos tipos de iconografía trinitaria apro-bados por la Iglesia, sin embargo, no todas las representaciones se ajustaron a las recomendaciones de los teólogos y los tratadistas, tal es el caso de la Trinidad trifacial, ya que a pesar de que fue sancionada e inclusive prohi-bida a partir de los decretos tridentinos, se continuó utilizando en el periodo barroco, prueba de ello son las imágenes que han llegado a nuestros días.

Por su parte, Molano, el iconólogo ya citado, se refiere a esta representación como un “simulacro diabólico” y Francisco Pacheco dice que estas imágenes de la Santísima Trinidad de: “[…] un hombre con tres rostros, o tres cabezas, con que se escandalizan la gente cuerda, hazen errar a los ignorantes, ocasionan las calumnias de los herejes”.

Por lo visto, la Trinidad trifacial tuvo cierta aceptación de los fieles porque mereció la atención de los pontífices como Urbano VIII, en el siglo XVII y el ya citado Benedicto XIV un siglo después, ambos pontífices las prohibieron y sin embargo, a pesar de estas prohibiciones, es evidente que llegaron algunas estampas al Nuevo Mundo, las que debieron inspirar a los artistas del siglo XVIII. En México he localizado algunas que no alcanzaron a ser destruidas por la Inquisición. Desconozco las razones que motivaron a los autores y a los clientes a demandar esta Trinidad prohibida, sin embargo, se puede inferir que ninguno de ellos estaba bien informado de las disposiciones pontificias, a la vez, nos damos cuenta de que las acciones inquisitoriales no siempre alcan-zaron a todos los sectores de la población. Además, también pienso que este tipo de representaciones no tuvieron gran aceptación entre los fieles debido a su configuración francamente grotesca.

Consideraciones finales

Entre las diferentes representaciones que se han analizado, es indiscutible la preferencia que tuvo la sociedad barroca novohispana por la Trinidad

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antropomorfa, a pesar de que este tipo de imágenes se habían prestado a confusiones en su interpretación y ya no satisfacían los intereses devocio-nales de los europeos.

Los innumerables ejemplos novohispanos que han llegado a nuestros días, especialmente pinturas sobre lienzo y lámina, así como esculturas policro-madas y estofadas, confirman esta predilección. Puedo decir que, junto con la Trinidad clásica, la representación antropomorfa gozó de igual aceptación, especialmente durante el siglo XVIII, cuando la libertad creadora de los artistas favoreció nuevos e interesantes modelos.

Lo cierto es que en la Nueva España se dio una proliferación de iconografías trinitarias que nos indican la gran devoción que se tuvo hacia el dogma funda-mental de la Iglesia católica. La efectividad de las imágenes como mensajeras de las verdades reveladas, se evidencia ante asuntos como éste, por lo tanto se entiende que la Iglesia las aceptara y las promoviera, porque facilitaban que los fieles se “acercaran” al misterio máximo de la divinidad.

Para terminar, quisiera presentar sólo un fragmento del bello sermón que el sacerdote jesuita Juan Antonio de Oviedo dijo el día de la fiesta de la Santí-sima Trinidad de 1735, en la iglesia de La Profesa de la ciudad de México,5 justamente en su altar, que aún subsiste como se puede apreciar, claro, en la actualidad ya no es el altar barroco del siglo XVIII, sino el bello ejemplar neoclásico que debió diseñar Manuel Tolsá, sin embargo, en dicho altar se honra a la Santísima Trinidad en su configuración de antropomorfa:

Todos hemos visto y vemos cada día aquella especie de tulipán que en idioma

mexicano se llama cacomitl e hispanizado el vocablo decimos cacomite y muchos

la llaman la flor de la Trinidad, porque el vástago nace y crece en forma triangular

y la flor se divide, siendo una, en tres hojas grandes de color de fuego y otras tres

pequeñas entre hoja y hoja.

5 Ibidem, p. 312.

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Figura 1. Trinidad clásica pintada por Cristóbal de Villalpando, como la señala el

tratadista Francisco Pacheco. (Foto: Dolores Dahlhaus).

Figura 2. Trono de Gracia del templo de Tlacochahuaya en Oaxaca (Foto: Dolores Dahlhaus).

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Figura 3. Escultura de la Trinidad antropomorfa de las colecciones del Museo Nacional del

Virreinato. (Foto: Dolores Dahlhaus).

Figura 4. Trinidad trifacial de autor desconocido en el Museo Nacional del Virreinato. (Foto:

Dolores Dahlhaus).

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Bibliografía

F. Pacheco, El arte de la pintura, Ediciones Cátedra, Madrid 1990.

J. De Molano, Historia de imágenes y pinturas sagradas, Traducción de Bulmaro Reyes Coria, Introducción de Marcela Corvera, Universidad Nacional Autónoma de México, México 2017.

M. De C. Maquívar, De lo permitido a lo prohibido. Iconografía de la Santísima Trinidad en la Nueva España, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa, México 2006.

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Olvido y permanencia: pinturas de las cofradías novohispanas

Dra. Alicia Bazarte Martínez

Escuela Superior de Economía. Instituto Politécnico Nacional

Las advocaciones patronales de las cofradías novohispanas con sus consi-guientes representaciones materiales (imágenes), fueron, en su mayoría,

seleccionadas de acuerdo con los intereses del grupo social que integraba la hermandad, la cual utilizó una serie de recursos para dotarse con el icono emblemático, de una identidad propia que la distinguiera en el vasto universo socioreligioso y devocional. Así, el adorno de la imagen, las proce-siones, la fiesta patronal, las obras de beneficencia, las oraciones especiales en forma de novenarios, septenarios triduos o jaculatorias, las indulgencias, reliquias y la abigarrada parafernalia ritual, otorgaban al cofrade una iden-tidad corporativa por medio del poder de la imagen venerada del patrón o patrona, cuya vida ejemplar debería imitar y a quien impetraría favores a través de dedicarle sentidas oraciones, ofrendas y hasta sacrificios, pues era una de las formas de lograr la salvación individual eterna, pero también de acrecentar el culto de su hermandad y reproducir un modelo funcional de orga-nización social.1 En este artículo tomaremos algunas imágenes cofradieras de la época virreinal que han llegado hasta nuestros días y la devoción u olvido de que han sido objeto.

1 No debemos olvidar las cofradías pasionarias de estas se ocupa J. A. Cruz Rangel en: Cofradías

indígenas en el obispado de Tlaxcala (1590-1640). Una pasión cruenta en Cofradías Iberoameri-

canas durante la Colonia [en prensa].

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La Virgen de Nuestra Señora de la Asunción

Una de las devociones marianas que conquistó veneración entre los indígenas durante el siglo XVI es la imagen que se venera el templo de Santa María la Redonda en el actual barrio de Guerrero, en la Ciudad de México.

El barrio de Santa María –actualmente parte de la colonia Guerrero– tiene su origen

en el barrio prehispánico de Cuepopan (en el camino en náhuatl), uno de los cuatro

barrios o campan en que estaba dividida la ciudad de México-Tenochtitlán. Después

de la conquista de México, la ciudad se dividió políticamente en tres partes: La traza,

que era exclusivamente para españoles y las parcialidades indígenas de Santiago Tlate-

lolco al norte y San Juan Tenochtitlán, la cual rodeaba la traza y se dividía en 4 barrios

que se denominaron Santa María Cuepopan, San Pablo Zoquipan, San Sebastián Atza-

coalco y San Juan Moyotla. En la parte central del barrio de Cuepopan se construyó

–como en cada uno de los barrios indígenas– una capilla, en este caso en 1524 bajo la

advocación de María de Nazaret, la cual funcionaba a manera de ayuda de la parroquia

de San José de los naturales del convento de San Francisco. La fundación de estas capi-

llas se atribuye según la tradición franciscana a Fray Pedro de Gante, aunque también

otras fuentes atribuyen su fundación a Hernán Cortés o la Segunda audiencia.2

A finales del siglo XVI se edificó junto al templo un colegio para indígenas y se nombró como patrona a la Asunción de María Santísima. A finales del siglo XVII fue necesario construir una nueva iglesia, la cual fue concluida en 1677 y nuevamente se intervino arquitectónicamente entre 1731 y 1735 en estilo barroco. En esta parroquia a partir del siglo XVII existió una cofradía “extramuros” 3 de Esclavos del Santísimo Sacramento bajo el título de la soberana Imagen de María Santísima de la Asunción 4 en honor a la advocación del templo.

2 R. Moreno de los Arcos, Los territorios parroquiales de la ciudad arzobispal, Cuadernos de Arqui-

tectura Virreinal, Facultad de arquitectura UNAM, México D. F. 1981, p. 8; J. B. Artigas; citado

en: es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_de_Santa_María_la_Redonda_(Ciudad_de_México), [consul-

tado: octubre, 2018].

3 En los límites de la ciudad.

4 A. Bazarte Martínez, C. García Ayluardo, Los costos de la Salvación: las cofradías y la Ciudad

de México (siglos XVI al XIX), Archivo General de la Nación, Instituto Politécnico Nacional,

México 2001, pp. 415-417.

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Templo Santa María la Redonda. Disponible en: http://bit.ly/2KFNNhv

De la imagen que la preside se cuenta que el sacerdote Rodrigo de Sequera trajo de España la cabeza y manos, entregándosela al padre guardián, quien se las mostró a una virtuosa y noble dama india, que se ofreció a mandar a hacer el cuerpo. Curiosamente, al llegar a su casa la esperaban “como llovidos del cielo” tres talladores que buscaban trabajo. Llena de regocijo, les encargó el cuerpo, proporcionándoles un cuarto en la casa para que trabajaran. Trans-curridos tres días, en los que la dama no tenía ninguna noticia, curiosa se asomó a la habitación y ahí se encontraba la bella imagen completa y los arte-sanos habían desaparecido. El hecho se tomó como un milagro y la Virgen ganó decenas de fieles que le pedían su milagrito.5

Sobre la misma imagen, María de los Ángeles González Gamio nos cuenta que:

La Virgen de la leyenda tuvo otra aventura que encierra su misterio. No se

sabe cómo ni cuándo, un día desapareció del altar mayor y fue sustituida por

5 M. A. González Gamio, “Santa María la Redonda”, Disponible en: http://bit.ly/2YC5Xu5

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una imagen corriente de yeso, pintada de colores chillones. Hace unos años a

la historiadora Evangelina Villarreal le dieron el encargo de hacer un inven-

tario de los objetos de antiguas iglesias del Centro Histórico. En sus recorridos

advirtió que la imagen de piedra que se encontraba en el nicho de Santa María

la Redonda era idéntica a una Virgen con restauración casera, que sin embargo

dejaba ver su belleza barroca, ocupando un espacio lateral en la iglesia de la

Candelaria de los Patos. Curiosa, preguntó de dónde había venido y le comen-

taron que el padre Chinchachoma la había sacado de San Jeronimito, cuando se

le cayó el techo, y se las dio en custodia; rastreando la pista resultó que era la

Virgen de Santa María la Redonda. 6

6 Ibidem.

Grabado de la patente de la Cofradía de

Nuestra Señora de la Asunción, (AGN,

Cofradías y Archicofradías, vol. 211, exp. 12.)

Detalle portada del templo de Santa

María la Redonda, Ciudad de México.

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Estado actual de la escultura de Nuestra

Señora de la Asunción, siglo XVIII, en

el templo de Santa María La Redonda.

Ciudad de México.

Nuestra Señora de la Asunción, óleo del

siglo XVIII. Museo de Nuestra Sra. de

Guadalupe, La Villa. Ciudad de México.

La escultura de la Virgen, se menciona en las crónicas: es “de estatura perfecta y muy milagrosa. Su título es de la Asunción. Su rostro es hermosísimo, los ojos elevados hacia el cielo: y de sólo verla quedan los corazones cautivos y prendados de su amor”.7

En cuanto a la construcción destaca una rotonda dentro del templo que como dicen los cronistas es “ejemplo único del barroco mexicano”, quizás por el apelativo de Santa María “la redonda” que se la identifica con la Minerva de Roma.

7 F. De Florencia y J. A. De Oviedo, introducción A. Rubial García, Zodiaco Mariano, Consejo

Nacional para la Cultura y las Artes, México 1995, p. 135.

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Disponible en: http://bit.ly/2KBI0JN

La rotonda fue construida de manera que logra diferentes efectos de luz en el trascurso del día, lo que constituye una intención estética del barroco, la nave cuenta con poca luz y el ábside contrasta como un espacio bien ilumi-nado gracias a los óculos en la bóveda.8

Se festejaba a la Santa Imagen, cada año, en dos ocasiones: el 15 de agosto, día de la Asunción y el 2 de agosto, día de Nuestra Señora de los Ángeles, con procesiones y rezos. Además, la imagen visitaba los conventos aledaños a su sede, en donde según la costumbre de la época, debía permanecer durante su novenario, por lo que para no dejar el santuario vacío, se hicieron varias réplicas en óleos de gran formato, para tal efecto.9

8 Disponible en: https://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_de_Santa_Mar%C3%ADa_la_Redonda_

(Ciudad_de_M%C3%A9xico).

9 En el convento jerónimo de religiosas calzadas de San Lorenzo, el mes de agosto era de grandes

festejos, no solamente se loaba a San Lorenzo, sino también a San Hipólito, a la Virgen de los

Remedios y a la Virgen de la Asunción, con imágenes que visitaban dicho convento.

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Esta imagen y devoción ha permanecido en el imaginario colectivo con una fuerte presencia, prueba de ello es que su templo, su barrio y su devoción siguen palpitantes rindiendo culto a su imagen fundacional desde el siglo XVI.

San Hipólito

El 13 de agosto de 1521, día de san Hipólito, la ciudad de México-Tenochtitlán cayó en poder de las huestes españolas, y para conmemorar tal hazaña, el ayun-tamiento de la ciudad nombró a este santo como primer patrón de la capital de la Nueva España, celebrando su fiesta puntualmente cada aniversario con el famoso Paseo del Pendón instituido en el año de 1528.

Bernal Díaz del Castillo, en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, menciona que el 11 de agosto de 1524, el cabildo hizo donación de un solar para la construcción de una ermita dedicada a san Hipólito. Tiempo después, se empezó la construcción de la iglesia y hospital que inició en 1599 y concluyó a mediados del siglo xvii, en cuya arquitectura destacan, en la portada principal, varias cabezas de águila. En esta ermita se estableció la Cofradía de San Hipólito en 1567.10

En cuanto a la iconografía universal del santo se describe sólo como soldado romano; sin embargo, en la Nueva España encontramos a San Hipólito con las características de un español de la época, en actitud orante con el pendón en su regazo, arrodillado, orando frente al Santísimo Sacramento contenido en la custodia y rodeado de una mandorla que descansa sobre la cabeza de un águila de alas extendidas posada sobre un nopal en un islote, emblema que simboliza la conquista militar y espiritual de la ciudad de México-Tenoch-titlán. Un rompimiento de gloria en la esquina superior derecha da paso a múltiples rayos de luz.

10 Citado por J. Fierros Millán, La cofradía de los hermanos de la caridad en la Nueva España durante

el siglo XVII, (Tesis de maestría), Escuela Nacional de Antropología e Historia, México 2003,

pp. IV-VIII.

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Grabado del sumario de indulgencias de la Cofradía del Santísimo Sacramento y

protector el glorioso mártir San Hipólito. (AGN, Indiferente General, c. 823.)11

No es el único atributo indígena con que se representa al santo, existe un relieve a la entrada del atrio que ha impactado a los historiadores del arte, quienes le han dado diversas interpretaciones, la más difundida es que repre-senta a Cuauhtémoc (Águila que desciende), remontando el vuelo.

Relieve templo de San Hipólito (1569), actualmente conocido como de San Judas

Tadeo, Ciudad de México.

11 A. Bazarte Martínez, C. García Ayluardo, Los costos de la Salvación, op. cit., p. 349.

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En nuestro caso el relieve hace referencia al mártir San Lorenzo guiando al pagano San Hipólito.

La imagen que nos dio la clave para poder descifrar la iconografía del águila asociada a San Lorenzo fue un lienzo de la Colección del Museo Franz Mayer, de la Ciudad de México. En éste aparece San Hipólito, como mencionamos, el santo que presidió la caída de Tenochtitlán, cabalgando sobre un águila, a su lado derecho se encuentran dos escenas de la vida del mártir San Lorenzo, y en el lado izquierdo, en paralelo, escenas de la vida de San Hipólito.

San Hipólito, Museo Franz Mayer, Ciudad de México.

Consideramos que la interpretación es la siguiente:

La hagiografía de ambos santos nos dice que San Hipólito fue el carcelero de San Lorenzo, y que este último lo convirtió a la verdadera fe.

San Lorenzo y San Hipólito guiaron a los españoles a victorias tangibles en la lucha contra otras naciones: San Hipólito en el territorio mexicano (1521) y San Lorenzo, en la famosa Batalla de San Quintín, contra los franceses (1556).

En el lienzo del Museo Franz Mayer podemos observar del lado izquierdo al cacique don Hipólito Ayotzi Hernández, mecenas del cuadro, identificándose

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con el pagano San Hipólito y a San Lorenzo del lado del español Pedro de Alva-rado y otros conquistadores de las huestes de Hernán Cortés, quien como San Lorenzo ganara batallas en nombre de la fe de Cristo.

Hipólito cabalga sobre un águila, que representa a San Lorenzo que lo guía. Nada mejor que valerse de un símbolo plenamente prehispánico para dar identidad a un culto español.

Se conoce a San Lorenzo como el fénix de España, aquel animal que resurge de entre las cenizas (puesto que su martirio fue sobre una parrilla en la hoguera), y por esto se le identificó con el fénix, animal desconocido en los nuevos territo-rios conquistados, pero sustituido iconográficamente por un águila con la que se tenía mayor identidad en ambos continentes. Esto lo comprobamos al conocer algunos emblemas, así como sermones y versos localizados en obras de teatro y en versos, del Ex Convento jerónimo de San Lorenzo de la Ciudad de México:

San Lorenzo representado como águila sosteniendo la parrilla de su martirio.

En el caso del emblema 90 no tenemos duda de que San Lorenzo es represen-tado como águila sosteniendo la parrilla.

Centuria III

Siempre que en el mortal pecho se enciende

El fuego celestial, divino y santo,

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Es otro elemento poco le ofende,

Pues no le causa ni temor, ni espanto;

Cual otro Fénix, en amor se enciende,

Y aunque consuma en él su viejo manto

Le cambia por otro más precioso

Puro, parco, incorruptible, y glorioso.

De las obras de teatro haremos únicamente referencia a El Fénix Español San Lorenzo Mártir,12 en donde tanto San Lorenzo como San Hipólito son los perso-najes principales inmolados por la verdadera fe.13

En la ciudad de México, en el convento de religiosas calzadas de San Lorenzo, el 5 de junio de 1731 se depositó el corazón del Dr. Carlos Bermúdez de Castro, quien fuera capellán de ese monasterio y posteriormente obispo de Manila y quiso que quedara custodiado por las jerónimas lorenzanas. Ese día se predicó un sermón fúnebre de Joseph Mariano Gregorio de Elizalde Itta y Parra, haciendo alusión al corazón dividido entre dos afectos: Manila y México pero que al hacerlo arder en la hoguera de San Lorenzo, este se convertiría en Fénix.

DÉZIMA

En la hoguera de Laurencio

Quiere entre mi corazón,

Porque no tendrá lesión

Quando a Phénix le sentencio:

Mucho les dirá el silencio

Con afectos soberanos

12 F. Lozano, Comedia Famosa El Fenix Español San Lorenzo Mártir, Imprenta de la Santa Cruz,

Salamanca 1725.

13 Varias leyendas y hagiografías sobre mártires hablan de Hipólito y se refieren a él como el oficial

designado como carcelero de San Lorenzo, quien lo convirtió al cristianismo y posteriormente

por este motivo fue desmembrado por caballos salvajes (Acta SS., agosto, III, 13-14; Laurentius

Surius, “De probatis Sanctorum historiis”, IV, Cologne, 1573, p. 581 ss.). Una leyenda de Porto lo

identifica con el mártir Nono y relata su martirio con otros de la misma ciudad (Acta SS., agosto,

IV, 506; P.G., X, 545-48).

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A estos jazmines tempranos,

Que a ser suyo me dispongo,

Quando miran que les pongo

Mi corazón en las manos.14

De esta manera, triunfó la representación de San Hipólito asociada a San Lorenzo durante casi cinco siglos.

No obstante que a los templos no se les puede cambiar de advocación, sí es verdad que las devociones de los fieles cambian con el tiempo y, este es el caso del templo en que durante cuatro siglos se veneró a San Hipólito, en cuyo templo colonial, su pintura, del siglo XIX, desde 1972, fue sustituida y echada al olvido, inclusive se perforó su lienzo con las trabes del altar dedi-cado desde esa fecha a San Judas Tadeo, hiriendo su belleza centenaria. Con esto una antigua e importante herencia cofradiera y un gran simbolismo del pasado prehispánico y virreinal, se han perdido para siempre.

Lienzo de san Hipólito portando el pendón, flanqueado de ángeles y querubines, al

fondo se observa al mártir san Lorenzo, y también las destrucciones que ha sufrido

al colocársele enfrente el nuevo altar con la devoción de San Judas Tadeo. (Foto:

Fermín Castañeda Colunga).

14 M. G. De Elizalde Itta y Parra, Retrato de la persona en el corazón del Ilustrísimo señor doctor don

Carlos Bermúdez de Castro, dignísimo Arzobispo de la Santa Iglesia de Manila. Oración fúnebre que

en las exequias que se celebraron el entierro de su corazón el día 5 de junio, año de 1731 en la iglesia del

Convento de Señoras Religiosas de San Lorenzo de esta Ciudad, México, impreso por los herederos

de la viuda de Francisco Rodríguez Lupercio, año de 1731, p. 9.

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Altar que actualmente preside el altar del templo de San Hipólito. Disponible en:

http://bit.ly/33nEpHJ

La nueva devoción a San Judas Tadeo, cuya escultura se encontraba en un retablo colateral de la iglesia, cobró rápida veneración entre un amplio grupo social desprotegido –nos referimos a los vendedores ambulantes de la Ciudad de México–, y actualmente se le atribuye ser “el defensor de las causas difí-ciles”. Su devoción ha crecido tanto (la segunda después del culto a la Virgen de Guadalupe en esta ciudad), que el día 28 de cada mes y principalmente el 28 de octubre día del Santo Patrono, llegan miles de visitantes y peregrinos a pedir favor al santo, al grado que las calles aledañas a la iglesia se tienen que cerrar.15

15 “Complican circulación, asistentes a iglesia de San Hipólito: Severos problemas a la circulación

vehicular se registran este martes en la zona centro de la ciudad debido a la llegada de fieles a

la iglesia de San Hipólito, por las festividades mensuales en honor a San Judas Tadeo. Reportes

de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSPDF) indican que desde la media-

noche se intensificó el arribo de feligreses a ese templo, ubicado en avenida Hidalgo al cruce

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Fiesta Patronal, 28 de octubre de 2018.

http://bit.ly/2y2DQ7K

Fiesta Patronal, 28 de octubre de 2018.

http://bit.ly/2Y0oJeB

Esta es la mejor prueba de cómo la religión popular conquista espacios y derrota devociones y cultos centenarios, hasta hace un mes y después de varias peticiones a la dirección de Monumentos Históricos del INAH, se pudo liberar el relieve de San Hipólito y San Lorenzo aunque este muestra un dete-rioro lamentable, grafitis, vegetación que lo invade, medallón que lo corona ilegible. Esperemos que en este año cuando pase su fiesta se pueda recuperar y proteger esta obra de arte.

con Paseo de la Reforma, colonia Guerrero. Por ello se desplegó un operativo especial en el que

participan más de 250 elementos de la policía capitalina, con el objetivo de agilizar la circula-

ción en la zona” en Bien Informado, 28-10-2008. Disponible en: www.bieninformado.com/?-

c=143&a=48860, [consultado: enero de 2008]

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Relieve de San Hipólito y San Lorenzo. Octubre, 2018

Vírgenes de Nuestra Señora de la Caridad y de Aranzazu

La Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad, fundada el 16 de junio de 1538, sin duda, considerada la más importante de las cofradías de la Ciudad de México, tanto fue su prestigio social y su caudal que, ya desde mediados del siglo xvi, se le conoció con el nombre de La Ilustrísima. En un principio estuvo en el Convento Grande de San Francisco, pero en 1544 cambió su sede a la Catedral de la Ciudad de México.16 Esta archico-fradía durante su existencia se adaptó a los cambios sociales, políticos y económicos del reino; si bien, sus primeros cofrades fueron conquistadores y adelantados, pronto se convirtieron en terratenientes y mineros, y ya en la segunda década del siglo xvii, estuvo conformada, en su mayoría, por comerciantes; el rector de la cofradía debía ser el Prior del Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México.

16 Sobre la historia de esta archicofradía véase: A. Bazarte Martínez, Las cofradías de Españoles en

la Ciudad de México, 1526-1869, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco,

División de Ciencias Sociales y Humanidades, México 1989.

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Los recintos sedes de la Ilustrísima siempre se distinguieron por el boato en el adorno y hechura de las imágenes, en la Catedral Metropolitana tuvo dos capillas: La de Nuestra Señora de Guadalupe con su óleo homónimo, detrás de la cual estaba su sala de cabildos; y la Capilla de la Cena, llamada así por albergar un lienzo de la Última Cena, que representaba el momento de la consagración del pan y el vino. Ambas capillas aún se conservan, aunque se desconoce el paradero del óleo de la institución eucarística, dogma funda-mental del cristianismo católico.

Aparte de estos dos lienzos, la Ilustrísima propició el culto a la imagen del Santísimo Sacramento del Altar, que quedó profusamente ilustrado en los sumarios de indulgencias de la archicofradía, los cuales se custodian en importantes repositorios históricos.17

Sumarios de Indulgencias de la Archicofradía

del Santísimo Sacramento y Caridad.18

17 Sobre las patentes y sumarios de indulgencias de las cofradías y hermandades de la Ciudad de

México véase: A. Bazarte Martínez, C. García Ayluardo, Los costos de la Salvación, op. cit.

18 Sumarios de Indulgencias de la Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad, Archivo

Histórico “José Ma. Basagoiti Noriega”, Colegio de San Ignacio de Loyola, Vizcaínas, Fondo

Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad (siglos XVI-XIX), Ciudad de México.

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La obra pía de la Archicofradía fue la fundación del primer colegio de niñas de la Nueva España en 1548, con el título de Nuestra Señora de la Caridad, conocido simplemente con el nombre de “El Colegio de las Niñas”; en él, en un principio, se educaron niñas mestizas, pero a finales del siglo xvi sólo fueron admitidas las criollas y españolas, descendientes de los más distinguidos pobladores de la ciudad de México. El colegio se edificó en unos terrenos pertenecientes a Alonso de Mérida, regidor de la ciudad, junto con una capilla anexa que en 1744 se convirtió en la iglesia que podemos admirar hasta el día de hoy.

La iglesia tuvo por patrona espiritual a Nuestra Señora de la Caridad, advoca-ción muy poco difundida en la Nueva España, un cuadro de la imagen presidía el colegio anexo al templo, al estar colocada en la escalera del claustro. Con las Leyes de Reforma decretadas por el presidente Benito Juárez el 2 de marzo de 1861, por las cuales se disolvieron las cofradías, la Ilustrísima tuvo que aceptar que la Junta Directiva del Gobierno de la Unión interviniera sus propiedades. El edificio se perdió, no así su templo. El 23 de junio de 1862, los archivos y otros bienes del Colegio, entre ellos el cuadro de la Virgen de la Caridad, llegaron junto con las colegialas al Real Colegio de San Ignacio de Loyola mejor conocido, hasta el día de hoy como “de las Vizcaínas”.

Nuestra Señora de la Caridad.

Anónimo. S. XVIII.

Nuestra Señora de Aránzazu

(óleo/tela), Cristóbal de Villalpando

(1668-1714).

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Este recinto fundado en 1732 albergaba en su seno la cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu y su obra piadosa fue el Colegio mencionado. La sala de cabildos de la cofradía lo presidía una bella imagen de la Virgen siendo el autor Cristóbal de Villalpando (1668-1714).

Ambas Vírgenes fueron y siguen siendo el modelo del comportamiento femenino que todas las colegialas debían observar, sin olvidar su fuerte carga devocional anidada en un sinnúmero de cofrades que en su época fueron reco-nocidos como forjadores de identidad.

Otra de las herencias de ambos colegios de niñas es que “Las Vizcaínas” sigue siendo el digno guardián de una historia centenaria que continua viva y palpitando en los pasos y risas de los alumnos que día a día recorren el recinto. En cuanto al de “Las Niñas”, su inmueble habitado actualmente por el club de Banqueros de México, nos recuerda a la Ilustrísima en sus juntas de cabildo moviendo en sus arcas una gran parte de las finanzas de la Nueva España.

Colegio de San Ignacio de Loyola.

San Pedro y San Ignacio de Loyola

Los símbolos e imágenes de la Archicofradía de la Santísima Trinidad fueron objetos de una veneración por largos periodos, por lo que han perdurado hasta nuestro tiempo por medio del arte, con la misma fuerza que tuvieron hace siglos. En 1526, una vez iniciada la conquista espiritual, Hernán Cortés designó un sitio para que se estableciera la Cofradía de la Santísima Trinidad: “Las disposiciones […] fueron confirmadas por Carlos V y, más tarde, por Felipe II,

Club de banqueros de la Ciudad de México.

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quien dispuso que si la Cofradía no estaba aún fundada se fundase”.19 Años después, en 1576, se inició el trámite de su fundación ante el papa Gregorio XIII, quien aprobó la archicofradía el 20 de marzo de 1580, quedando agre-gada para compartir gracias e indulgencias con la archicofradía homónima con sede en la Iglesia de Santa María la Mayor de Roma el 8 de junio de 1582.

Fue en la Santísima (como se conoce al templo hasta nuestros días), en donde se agrupó el mayor número de gremios de la capital del virreinato; algunos de ellos se distinguieron por su poderío económico, como el caso de la Cofradía de San Homobono de los Sastres o la Cofradía del Santo Cristo de la Salud y de los Santos Médicos Cosme y Damián, que por su asistencia a los enfermos merecieron un especial reconocimiento de la sociedad.20

Indisoluble a la archicofradía de la Santísima, tenemos a la Congregación de San Pedro, fundada en el Hospital de Jesús el 22 de enero de 1577 y desde de 1580 compartió espacios, gracias y privilegios con la Archicofradía de la Santísima Trinidad. Ambas instituciones nos heredaron grandes obras de arte que hasta el día de hoy podemos admirar. A partir de 2008, se intervino la iglesia a nivel arquitectónico inyectándosele 100 toneladas de cemento puesto que amenazaba derrumbe. En esa ocasión los padres redentoristas nos permi-tieron entrar a algunos espacios donde encontramos una gran cantidad de obras de arte. Afortunadamente se pudieron rescatar las esculturas y también un gran número de pinturas.21

“Como parte del legado patrimonial del templo de la Santísima y hospital de San Pedro se ha conservado una serie de pinturas con el tema de los martirios de los apóstoles, conjunto que hoy sabemos está firmado por José de Ibarra y dos de sus discípulos: Juan Gil Patricio Morlete Ruiz y Miguel Rudecindo Contreras”.22 La Dra. Paula Mues Orts, hace un análisis iconográfico sobre este apostolado y el Cristo crucificado que se rescataron de una de las bodegas del

19 J. Muriel de la Torre, Hospitales de la Nueva España, Jus, México 1956, p. 115.

20 En total existieron 16 cofradías gremiales en este templo.

21 Sobre este tema ver: A. Bazarte Martínez, Entre la devoción y el olvido: imágenes de las cofra-

días de la Santísima Trinidad, Ciudad de México en “Boletín de Monumentos Históricos No. 24:

El templo de la Santísima Trinidad de la Ciudad de México”, época, tercera, 24/2012, pp. 97-116.

22 P. Mues Orts, Imágenes de martirio, modelo de salvación: el apostolado del templo de la Santí-

sima de México, en “Boletín de Monumentos Históricos No. 24: El templo de la Santísima

Trinidad de la Ciudad de México”, época tercera, 24/2012, pp. 117-140.

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templo estudia la serie pictórica identificando sus temas y algunas fuentes grabadas en la obra de carácter histórico de Charles Le Brun, y reflexiona la manera en que los talleres pictóricos como el de Ibarra podían crear un conjunto de obras desde una perspectiva innovadora ligada a las actividades e intereses artísticos más modernos de su momento. Asimismo, proponen posi-bles fechas de creación y usos primarios de la serie.23

Estos cuadros que se descubrieron en la Santísima pertenecieron sin duda a la congregación de San Pedro aún sobre los muros de la iglesia se aprecian las marcas de los óvalos cuando estuvieron expuestos.

Sin embargo, hoy nos ocuparemos de un cuadro monumental que ocupaba el lado derecho del presbiterio y en condiciones muy lamentables, como se puede apreciar, afortunadamente actualmente está en la sacristía mucho mejor protegido.

23 Ibidem, p. 117.

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Óleo de San Ignacio de Loyola y San Pedro.

El cuadro representa a San Ignacio de Loyola cuando el 20 de mayo de 1521 en la batalla contra los franceses en Pamplona, fue herido en una pierna por una bala de cañón, todos pensaban que moriría pero se le apareció San Pedro obrando el milagro de devolverle la salud.

Este óleo monumental como otros muchos del mismo templo están en espera de su restauración, urge hacer un censo de todos aquellos óleos y esculturas de las cofradías virreinales que permanecen olvidados en templos, conventos y colecciones particulares para que quede constancia de su existencia en caso de que desastres naturales, como sismos e inundaciones y también hurtos y descuidos los hagan desaparecer para siempre.

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P. Mues Orts, Imágenes de martirio, modelo de salvación: el apostolado del templo de la Santísima de México, en “Boletín de Monumentos Históricos No. 24: El templo de la Santísima Trinidad de la Ciudad de México”, época tercera, 24/2012, pp. 117-140.

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Sumarios de Indulgencias de la Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad, Archivo Histórico “José Ma. Basagoiti Noriega”, Colegio de San Ignacio de Loyola, Vizcaínas, Fondo Archicofradía del Santísimo Sacramento y Caridad (siglos xvi-xix), Ciudad de México.

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La convolución de los pecadores: las cofradías y las prácticas de la fe de los fieles

novohispanos. Un primer acercamiento

Dra. Clara García Ayluardo

División de Historia. Centro de Investigación y Docencia Económicas

Mucho se ha escrito acerca de la evangelización, especialmente en su época fundacional y en relación con las poblaciones nativas en lo que

se convertiría la Nueva España. Se ha estudiado sobre todo la llegada del cris-tianismo, su difusión, su recepción y las diversas y variadas estrategias tanto de los evangelizadores como de los evangelizados. Sin embargo, aún sabemos poco acerca de los diferentes procesos de evangelización a lo largo del tiempo o de los espacios y vivencias cristianas en la llamada República de españoles. ¿Cómo se mantuvo la fe y sus prácticas en un mundo cristiano novohis-pano? Se mantuvo, ciertamente por medio de la pastoral de los ministros de lo sagrado, pero también mediante el papel que jugaron los fieles cristianos en su propio proceso de evangelización entendida ésta como el conjunto de acciones que mantuvieron vivas las virtudes entre el pueblo de Dios para llevar una vida devocional y en concordia. Estos procesos de evangelización fueron cotidianos y constantes, ostensibles y populares y se procuraron por los fieles en conjunto con el clero.

La redención de Cristo, regalo divino, salvó a la humanidad del pecado, rehízo la relación entre la humanidad y Dios y fundó una nueva comunidad de fieles en Cristo sobre el precepto del amor o caritas hacia el prójimo. Este fue el principio de las cofradías a lo largo de los siglos. Los fieles novohispanos, como la gran mayoría en el mundo católico moderno temprano, se preocu-paron por evitar el mal y obtener la salvación. Desde esta óptica, la evan-gelización no solo se refiere a ser bautizado y catequizado sino también a la

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práctica de las virtudes cristianas, la fraternidad y la reconciliación con Dios. Es así como la evangelización tomó forma como una empresa que se desem-peñó todos los días y a escala local desde un sentido de pertenencia a diversas hermandades que respondían a las variadas necesidades de la existencia. Las cofradías fueron una vía potente para propiciar y desenvolver este sentido de pertenencia y ayudaron de manera importante en el establecimiento de los valores y cosmogonía cristianas y en su impacto; y en gran parte, sostuvieron el bien común espiritual y terrenal. Uno de los éxitos del cristianismo fue su capacidad de trascender fronteras y de predicar su mensaje en múltiples latitudes. Las cofradías ejercieron un papel importante en su expansión y en la manutención de la fe al proporcionar el contexto para desarrollar sus prác-ticas y establecer la caridad como virtud primordial de la vida.1

Se ha visto a las cofradías como medios para reforzar las creencias por la vía de un control social colectivo y de competencia ya que rivalizaban entre sí para obtener prestigio frente a los fieles. Esta interpretación tiene su verdad, pero también se debe insistir en que las cofradías fueron centros autónomos locales al interior de las cuales se reprodujo una cultura católica basada en la fe, la caridad, la fraternidad, la reciprocidad y en la esperanza de la salva-ción. Estas asociaciones con fines espirituales y caritativos tuvieron su mayor crecimiento en la alta edad media europea, se trasladaron a América y se rede-finieron en el siglo XVI como tridentinas. Su popularidad y longevidad se deben precisamente a su flexibilidad en sus usos locales plasmados en sus Constituciones, lo que reflejó y abonó a los usos y costumbres de los fieles en sus propios territorios. La cofradía fue una respuesta a la noción novedosa que tomó forma en el siglo XII que entendió que el mundo era redimible y que la salvación se podía obtener en él y no apartado de él. Esta visión se vinculó con el concepto que la vida evangélica debía ser una imitación de

1 Para mayor referencia acerca de las prácticas de las cofradías con referencia a la Ciudad de

México véase A. Bazarte, Las cofradías de españoles en la Ciudad de México (1526-1864), Univer-

sidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, División de Ciencias y Humanidades, México

1989; A. Bazarte, C. García Ayluardo, Los costos de la salvación. Las cofradías y la ciudad de

México (siglos XVI al XIX), Archivo General de la Nación, Instituto Politécnico Nacional,

CIDE, México 2001; y C. García Ayluardo, Desencuentros con la tradición. Los fieles y la desapa-

rición de las cofradías en la ciudad de México en el siglo XVIII, CONACULTA, Fondo de Cultura

Económica, Colección Biblioteca Americana, México 2015.

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los valores apostólicos en la existencia cotidiana.2 La cofradía tomó el reto de reproducir estos valores y esta empresa cristiana promovió la proliferación de estas sociedades entre las variadas poblaciones del mundo o, mejor dicho, de los mundos cristianos.

Por otra parte, la angustia existencial en el mundo moderno temprano cristiano estuvo ligada a la búsqueda de la reconciliación y la salvación, así como con la evasión del mal y de la condena eterna. Una de las formas que la sociedad de fieles desarrolló, a lo largo de la época virreinal, para templar esta angustia, fue la pertenencia a diversos cuerpos devocionales que la dotó con un sentido de seguridad en este mundo hacia el más allá. Las cofradías cumplieron esta necesidad en primer lugar y en segundo término proporcio-naron un medio y un espacio de circunvolución; es decir, un eje comunitario para siempre regresar a Dios a pesar de las tendencias pecaminosas terre-nales; ofrecieron la esperanza dentro de un contexto palpable para lograr la salvación.

En este sentido, las cofradías fueron ejemplos de la vida devocional activa por parte de los fieles. La pertenencia, la reciprocidad fraternal, la práctica de las virtudes, la oración, la participación en los sacramentos especialmente de la Eucaristía, la Penitencia y la Extrema Unción y el consuelo espiritual y material proporcionaron el entorno piadoso para lograr una conversión continua y segura al interior de estas comunidades laicas que no ofrecieron una experiencia aislada sino, por el contrario, una acompañada y pujante. Su espiritualidad se fundamentó en los actos de oración y caridad verticales hacia Dios y los cofrades difuntos y horizontales hacia sus hermanos en vida. La esfera de la caridad fue especialmente propicia para los fieles porque lite-ralmente habitaban en los barrios y los pueblos y fueron capaces de desem-peñar los actos de misericordia hacia sus vecinos con la facilidad que conlleva la proximidad y al mismo tiempo vincular la caridad y la piedad con la socia-bilidad por medio de asociaciones organizadas y dinámicas.

2 La historiografía acerca de las cofradías en el mundo moderno temprano es amplia. En este

trabajo se hace referencia a dos textos seminales: J. Henderson, Piety and Charity in Late

Medieval Florence, University of Chicago Press, Chicago 1997; B. Pullan, Rich and Poor in Renais-

sance Venice: The Social Institutions of a Catholic State to 1670, Mass., Harvard University Press,

Cambridge 1971.

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En su gran mayoría, las cofradías ejercieron el privilegio de gobernarse a sí mismas, atribuyéndose el derecho de administrar sus bienes y elegir sus oficiales, quienes asegurarían el cumplimiento de sus propias constituciones a lo largo de los años. Además, costearon los gastos de entierro y las canti-dades de misas que se celebraron día con día para vivos y difuntos, así como los aranceles de las parroquias y fomentaron oraciones para el prójimo y para el eterno reposo de las almas de los cofrades mismos. En su cláusula vigésima segunda de las constituciones de La Cofradía del Santo Ecce Homo estable-cida en el Convento de Regina Coeli se ejemplifica lo que todas las cofradías proclamaban en sus constituciones respectivas,

Será obligación de todos los diputados, rector, tesorero, secretario y demás

personas que se listasen en esta cofradía de asistir indispensablemente a las

funciones del jueves santo, y día de la Natividad de Nuestra Señora en las que

todos comulgarán y aplicarán sus oraciones por la paz de la Iglesia y felicidades de

la nación cuidando igualmente de asistir al entierro de cada uno de los cofrades

que falleciesen; así mismo, cuidarán de visitar a los hermanos enfermos, conso-

larlos y socorrerlos según puedan, pues para (…) esto se les recuerda que son

hombres que deben amarse como tales y que la religión en esta parte estrecha

nuestros deberes. Por tanto, se les encarga igualmente se traten caritativamente,

y que ninguno niegue a otro aquellos oficios de beneficencia que pueda hacer sin

detrimento suyo: también se encarga oren por sus hermanos difuntos, y no se les

impone precepto de que por ellos apliquen ciertas oraciones, sino que se deja a lo

que buenamente quieran hacer por ellos y a beneficio de sus almas.3

En un derroche de hermandad se enlistaron, en otro caso, una variedad de almas por las que se debía rezar, entre las que se encuentran las ánimas de los cofrades del Santísimo Sacramento, las ánimas que están en mayores penas, las ánimas de los que han muerto en los campos, las ánimas de los impresores y libreros, las ánimas de los indios de la Nueva España, las ánimas de los que han muerto en ingenios, las ánimas de los jueces eclesiásticos, las ánimas de los curas de las parroquias y las ánimas que más están en el purgatorio.4 Regalar

3 Archivo General de la Nación (en adelante AGN): Cofradías y Archicofradías, vol. 12, exp. 8,

“Cofradía del Santo Ecce Homo o Señor de la Humildad”.

4 AGN, Cofradías y Archicofradías, caja 10, f. 1.

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las gracias obtenidas para sacar almas del Purgatorio fue otra de las considera-ciones de las cofradías y una obra de caridad de suma importancia que formó parte integral de la vida de un cofrade. Sostengo, entonces, que además de los beneficios materiales que evidentemente fueron un gran atractivo para perte-necer a varias cofradías, casi todos los novohispanos pertenecieron a una o más cofradías por los beneficios virtuosos y existenciales que ofrecieron.

Para mantener la uniformidad dentro de la pluralidad, las cofradías siguieron lineamientos básicos de hermandad, devoción y caridad. Estas comunidades morales fueron focos de piedad y caridad locales para procurar la salvación de las almas abanderadas por una devoción particular a Cristo, la Virgen o a un santo. Todas las parroquias, iglesias, conventos de religiosos y religiosas, hospi-tales, colegios y recogimientos tenían por lo menos una y hasta 6 o más cofra-días que solían contribuir al sostén del cura, de los capellanes y a la manuten-ción de la fábrica material de los templos en donde estaban erigidas. Algunas de los centenares de advocaciones incluyeron al Santísimo Sacramento en primer lugar, a la Sangre de Cristo y Animas, Jesús Nazareno, Ecce Homo, Santo Cristo de la Salud; Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora de la Soledad, del Tránsito, de los Remedios, de la Concepción de Nuestra Señora, del Rosario, de Loreto; Santo Domingo, el Cordón de San Francisco, San Pascual Bailón, San José, el Arcángel San Miguel, Santa Catalina y Santa Justa y Santa Rufina. La pertenencia a cualquiera de las hermandades omnipresentes garantizaba espe-cialmente el beneficio de las indulgencias concedidas exclusivamente a cada una de las cofradías como se puede apreciar en la siguiente concesión papal,

(…) habiendo en la Iglesia de la Santísima Trinidad de la Ciudad de México en las

Indias Occidentales cierta pía y devota Congregación de fieles de una y otro sexo

bajo la invocación de san Homobono (…) canónicamente eregida (…) cuyos cofrades

hombres y mujeres han acostumbrado ejercitar muchas obras de piedad y caridad:

nos (para que dicha cofradía reciba cada día mayores aumentos) fiados en la mise-

ricordia de Dios omnipotente (…) concedemos a todos los fieles de Cristo de uno

y otro sexo que de aquí en adelante entraren en dicha confraternidad en el primer

día de su entrada (si penitentes y confesados recibieren el Santísimo Sacramento de

la Eucaristía) indulgencia plenaria (…) y también a los que están ya asentados (…).5

5 AGN, Bienes Nacionales, vol. 87, exp. 6, f. 1, “Bula en la que nuestro santísimo Padre el Señor

Inocencio duodécimo concedió perpetuamente a todos los cofrades de la Congregación de san

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En otro ejemplo más detallado de lo que ofrecían muchas cofradías retribu-tivas, la cofradía del Santo Ecce-Homo agregada a la Archicofradía de la Santí-sima Trinidad de la Ciudad de México se obligaba a dar a sus cofrades a cambio de dos reales en el día de su asiento más medio real semanal,

Al tiempo de su fallecimiento veinte pesos en reales para ayuda de su mortaja y

entierro la asistencia de los Trinitarios de la Archicofradía y tres misas rezadas

y el paño rojo de que usa la Muy Ilustre Archicofradía para sus archicofrades con

que será cubierto su cuerpo, otro negro para la mesa de la caja mortuoria, ataúd,

sábana, almohadas, candeleros y velas con más de que por la dicha agregación goza

de ciento y sesenta y ocho misas rezadas y diez y nueve cantadas y participan de

todas las gracias, indulgencias y sufragios que en dicha Bula se contienen.6

Aunque muchas cofradías fueron exclusivas, otras tantas estaban abiertas a todos los fieles. La cofradía del Cordón de San Francisco, por ejemplo, para que todos los fieles pudieran lograr las gracias e indulgencias concedidas a su cofradía recibía, “todo género de personas sin excepción alguna de sexo, condición ni calidad, hombres, mujeres, ricos y pobres, libres y siervos, espa-ñoles y los que no lo son”. Se asentaría el nombre en el libro designado anotán-dose el día, mes, año de la recepción, el oficio y casa de la habitación al dar para su asiento, cordón y patente, que delimitaba los beneficios materiales y espirituales, la cantidad de dos reales.7 La totalidad de las cofradías llamadas espirituales que no proporcionaban costos de enfermedad o de entierro no cobraban cuotas para el asiento, pero sí proporcionaron cuantiosos beneficios espirituales, lo que significó que la oportunidad para obtener la salvación por medio de la pertenencia a las cofradías estaba libre para todos los fieles.

Las comunidades de fieles, por lo tanto, canalizaban la búsqueda de la cercanía con sus vecinos y con Dios. El anhelo constante que buscó la sinergia

Homobono todas las indulgencias que constan en la primera semana de las patentes que se

reparten como se ve de su traducción que va agregada”, 1698.

6 AGN, Bienes Nacionales, vol. 57, exp. 1, s/f, “Patente del gremio y hermandad de la Humildad

y Paciencia del Santo Ecce-Homo agregada a la Archicofradía de la Santísima Trinidad de esta

Ciudad de México”, 1776.

7 AGN, Cofradías y Archicofradías, vol. 19, exp. 10 ff. 219-228, “Archicofradía del Cordón del Será-

fico Padre san Francisco”, 1759.

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entre Dios y el fiel formó una relación sagrada que buscaba la pertenencia a lo eterno e inflamaba el deseo de estar fundido con Dios en el más allá. La pertenencia a la comunidad mantuvo vivas la fraternidad y el ejercicio de la caridad que cimentaron las bases de la identidad del fiel al interior de la monarquía católica compuesta. La cofradía representó tanto la obtención del anhelo como la vía para satisfacerla y fueron estos los motores que impulsaron una vida armoniosa y potenciaron la seguridad de ser incluido y trascendente. La Cofradía de Jesús Nazareno de las Tres Caídas demuestra esta orientación que se esperaba de sus congregantes, como también fue el caso de otras cofra-días. Se dictaba, en sus Constituciones,

Rezar un Padre Nuestro y un Ave María por las almas de los difuntos cofrades,

(que) redujeren al flaco y al necesitado al camino de la salud, enseñasen a los igno-

rantes los mandamientos y preceptos de Dios y ejercitasen en otros cualesquiera

obras de piedad y caridad.8

Los beneficios espirituales estaban seguros ya que se podían gozar en perpe-tuidad, aunque el comportamiento virtuoso siempre debía ser la prioridad del cofrade. Sin embargo, en la Nueva España, el orden político estaba inva-riablemente tejido con el orden moral dictado por el derecho natural divino por lo que, al mismo tiempo, las cofradías aglutinaron en asociaciones volun-tarias a los fieles cristianos, laicos casi en su totalidad, y, como tal, tuvieron funciones sociales asociativas, políticas, económicas y financieras importantes y actuaron como espacios de poder para sus integrantes.

En su estudio acerca de las cofradías españolas entre los siglos XV al XVIII, con énfasis en las de Zamora, Maureen Flynn analiza sus finanzas y rituales de solidaridad, así como las actividades caritativas que constituyeron su obje-tivo principal. En este y otros estudios de cofradías europeas se aprecia la similitud con las novohispanas, lo que resalta su universalidad. Así como en la Nueva España, se enfatiza la importancia de las Constituciones de estas colectividades por ser el alma de las hermandades, necesarias para su funda-ción y funcionamiento. No solamente señalaban sus formas de gobierno, sino

8 Centro de Estudios de Historia de México-CARSO, Fundación Carlos Slim (en adelante, CEHM-

CARSO), BCEHM/31729, f.1, “Título y Patente de los cofrades de la Cofradía de Jesús Nazareno

de las Tres Caídas”, 1808.

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que también fueron una ventana a la vida devocional de los cofrades. Las Constituciones enumeran los días de fiesta, su forma de celebrar; señala los días de asistencia a misa y las oraciones que debían recitar los cofrades en comunidad; las procesiones en las que se debía participar y cómo se tenían que llevar a cabo las misas de difunto y los entierros. La autora considera a las constituciones como textos devocionales y como símbolos físicos y vivos de las tradiciones de la comunidad cofradial.9 Asegura que por medio del estudio de las cofradías como medios para conectarse con Dios, se pueden apreciar las representaciones colectivas de lo sagrado en el cristianismo occidental.10 Concluye con la afirmación que la reforma católica no transformó significa-tivamente la actitud de los fieles españoles hacia lo sagrado ya que los actos de caridad mantuvieron su función tradicional como canales de gracia para obtener la salvación; además, dice que el concilio tridentino reforzó el culto a los santos, una práctica diseminada a lo largo del periodo medieval y que pervivió a lo largo de los años.11 Se distinguen estas características también en las cofradías novohispanas que se fundaron a partir de las mismas épocas en las que sesionó el Concilio tridentino y que asumieron prácticas medie-vales reforzadas por Trento. En el caso de las cofradías de la Nueva España se puede decir, en el sentido de Flynn, que las reformas Borbónicas de fines de la época virreinal tampoco tuvieron un efecto significativo, en lo general, en las prácticas de los fieles hacia lo sagrado que las cofradías habían colaborado en cimentar, aunque es cierto que las cofradías mismas comenzaron a decaer en importancia a partir de entonces.

Caritas, entonces, jugó un papel significativo en y para la comunidad, por su origen divino y porque se refleja en el amor al prójimo, antítesis de la discordia, condición que la cofradía también buscó evitar. Los principios de las cofradías se pueden trazar en los escritos de Agustín de Hipona quien conceptualizó el papel de caritas como una de las emociones más vitales del ser humano. Para ser feliz, el ser humano debía tener esperanza: el anhelo de la salvación. Aunque el padre de la Iglesia desdeñó el papel de las buenas

9 M. Flynn, Sacred Charity: Confraternities and Social Welfare in Spain, 1400-1700, Palgrave Macmi-

llan, London 1989, pp. 8-9.

10 Ibidem, p. 11.

11 Ibidem, pp. 145-46. Lo mismo es cierto para las cofradías de Florencia, Venecia, Siena, y Londres

por nombrar solo algunas ciudades europeas de la época.

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obras y resaltó la gracia de Dios como el camino correcto y único para obtener la salvación, Agustín afirmó que la fraternidad verdadera no era individual, sino que descansaba en el concepto de la fe en comunidad. Como forma de vida la cofradía, que siglos después se institucionalizó, se puede describir como una comunidad moral de fieles congregados con base en la caridad como virtud y forma de vida ejemplar que ejercería un papel de conversión continua para alcanzar la libertad final. Aquí también está la razón de la popularidad entre los fieles de estas sociedades. Por otra parte, para comprender cómo se sorteó la complejidad de la vida emocional, si se entienden las cofradías también como comunidades emocionales se pueden analizar sus sistemas de sentimiento especialmente en torno a la angustia frente a la condena eterna.12

Por estas razones las cofradías fueron el entorno propicio para la convolu-ción espiritual. En la siguiente oración a San Homobono, agregada a la Archico-fradía de la Santísima Trinidad, se puede ver el enaltecimiento de la obser-vancia de la caridad y la expresión de la esperanza de gozar la vida eterna por medio de los méritos acumulados en la vida ejemplar del santo patrono.

Altísimo Bien y Señor Nuestro, Trino y Uno, Creador y conservador de todas las

cosas, yo te doy mil gracias por haber creado a tu siervo San Homobono tan lleno

de caridad, humildad y demás virtudes, que mereció se hallare su nombre escrito

con letras de oro en el catálogo de los santos, te pido por sus méritos, tengas mise-

ricordia de mi librándome de todos los males con que los ilustraste para que como

San Homobono te sirva en esta vida y te goce en la otra. Amen.13

El cristiano por definición está obligado a la caridad y la cofradía ofreció incentivos para llevar a cabo las obras piadosas al construir redes de apoyo material y espiritual, como se puede ver en la serie de beneficios materiales que ofrecían a sus miembros, incluyendo cuidar a viudas y huérfanas, propor-cionar dotes a la mujer para tomar estado, prestar albergue a los peregrinos, ofrecer atención médica y de botica; y proporcionar hospitalización, funeral y entierro. En el sentido metafísico, las cofradías facilitaron indulgencias para el

12 Para ver más acerca de la noción de comunidades emocionales véase, M. C. Nussbaum, Uphea-

vals of Thought. The Intelligence of Emotions, Cambridge University Press, Cambridge 2003.

13 AGN, Bienes Nacionales, vol. 871, exp. 2, “Sumario de las gracias e indulgencias perpetuas que

gozan los hermanos de la Ilustre Cofradía del señor san Homobono”.

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perdón de los pecados y promovieron la oración y la asistencia a la misa para poder entrar en conversación con Dios y el prójimo. En los sumarios de indul-gencias que estaban incluidas con la membresía a las cofradías quedó evidente, desde los primeros párrafos, la importancia de la fraternidad colectiva que se ofrecía, como en el caso de la cofradía asentada en San Gabriel Cholula que brindaba indulgencia plenaria a todos los cofrades nuevos que estuvieran verdaderamente penitentes, confesados y comulgados. También se ofrecía si “visitan devotamente todos los años la iglesia del Oratorio de la Archicofradía en su fiesta principal y allí hicieran devota oración por la concordia entre los príncipes cristianos, extirpación de idolatrías y exaltación de Nuestra Madre la Santa Iglesia”. La plenaria se extendía, además, a los que estuvieran “en artículo de muerte verdaderamente penitentes, confesados y comulgados” y, de estar impedidos, “si verdaderamente contritos invocan el Dulcísimo Nombre de Jesús con la boca si pudieran y si no, con el corazón”. Igualmente se les concedía indulgencias parciales a los que practicaran las siguientes obras de caridad en particular: asistir a la procesión de la Archicofradía de la Cuerda de San Francisco el tercer domingo de cada mes; asistir al oficio de la Virgen o cualquier otro oficio; acompañar al Santísimo Sacramento en viático; visitar verdaderamente arrepentidos, confesados y comulgados alguna iglesia de los religiosos franciscanos en las fiestas de San Francisco, San Antonio de Padua, San Bernardino, San Buenaventura, San Luis Obispo y Santa Clara y hacer oración; acompañar a los cuerpos de los difuntos cofrades y a los que no lo sean; socorrer a los pobres; y hacer paz entre enemigos.14 El énfasis siempre estuvo en “estar verdaderamente arrepentidos” y en la participación fraternal en los ritos de la cofradía en particular y del catolicismo en general como la fórmula para la reconciliación y la convolución. Finalmente, como en el caso de la mayoría de las cofradías, se subrayó lo virtuoso de mantener la paz como la forma para alcanzar la concordia y la felicidad.

Al proporcionar, además, vínculos de devoción y de amistad con sus santos patronos, construyeron medios comunitarios y accesibles para que los fieles llevaran vidas santas por medio de las buenas obras hacia el prójimo y para que se salvaran desde sus espacios cofradiales. Las hermandades, en realidad, practicaron sus actividades devocionales cristianas desde sus capillas mismas

14 CEHM-CARSO, Colección Puebla, BCEHM/06149, ff. 1-4, “Indulgencias y Constituciones de la

hermandad y Cofradía de la Cuerda de N. P. San Francisco, San Gabriel, Cholula”.

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y proporcionaron las vías para canalizar la salvación como objetivo moral de la agencia humana.

La Congregación del Santísimo Rosario de las Benditas Ánimas del Purga-torio especificó en sus constituciones que era una obligación mandar decir, por todo congregante difunto, diez misas celebradas al día siguiente de su fallecimiento en su altar principal y aplicar el rosario de quince misterios con sus responsos los lunes con la asistencia de todos los cofrades, “por ser bien que resulta a favor de todos”. Además, se obligó a mandar decir en su altar dos misas todos los viernes y otras dos los lunes por todas las almas del purga-torio más una cantada por los congregantes vivos y difuntos. En cuanto a los cofrades, se les advertía que, si faltaban a su obligación básica de asistir a las misas y a los rosarios por el espacio de un año, quedarían excluidos de la comunidad.15 Desde la óptica de la pertenencia, no habría salvación fuera de la comunidad, pero tampoco habría comunidad sin la salvación.

La noción del bien común basado en caritas fue uno de los principios que mantuvieron el orden y la paz social en la monarquía católica. Las cofradías como comunidades morales, emocionales y salvíficas proporcionaron el sentido de pertinencia y vincularon la esperanza de la salvación con la erradi-cación del mal y la difuminación de la angustia. En este sentido, el buen morir también fue una ponderación central de las hermandades como se puede ver en una de las reglas de la Congregación de la Buena Muerte que estipula que, “Los viernes por las mañanas ofrecerán a Jesús y María las oraciones, penali-dades y buenas obras de aquel día para alcanzar para sí (…) una muerte feliz”.16

Sin embargo, aunque el penitente estuviera arrepentido y contara con la absolución del sacerdote, nunca se podía tener la certeza del perdón por lo que las cofradías proporcionaron la esperanza colectiva de obtener la salvación. Esta realidad convirtió la salvación en una meta y a la vez en un consuelo constante entre la mayoría de los cofrades. Por otra parte, las hermandades entendieron la muerte como un acto liberador al inculcar en cada acto comu-nitario que ésta no era un fin sino un principio y que la comunidad propiciaba

15 AGN, Cofradías y Archicofradías, vol. 183, exp. 5, “Sumario de las indulgencias de la Cofradía de

las Benditas Almas del Purgatorio”.

16 AGN, Cofradías y Archicofradías: caja 5, f.1, “Reglas de la Congregación de la Buena Muerte…

Fundadas con autorización Apostólica en las casas y Colegios de la Compañía de Jesús de la

Provincia de la Nueva España…”, 1792.

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formas de vida en beneficio del otro con la confianza de que estas acciones incurrirían gracias que tendrían un impacto benéfico para toda la comunidad. Los ritos y ceremonias asociativas de las cofradías revelaron el significado de la existencia en transición. Para entender este significado y conseguir la salvación, las cofradías enseñaron en la vida diaria que era imperativo demostrar un comportamiento moral, recibir los sacramentos y especial-mente practicar la caridad y tener fe para acumular méritos para sí y los demás congéneres, tanto vivos como muertos, para conseguir la reconcilia-ción y obtener la gracia divina.

En 1705, en la Nueva España, las autoridades reales, eclesiásticas y virrei-nales comenzaron un proceso de fiscalización y secularización de las cofra-días y una embestida en contra de las expresiones populares, externas y comu-nales de los fieles, así como en contra de la devoción a los múltiples santos locales que duraría con mayor o menor éxito todo el siglo XVIII. Aunque las cofradías resistieron, las autoridades las dejaron de ver como promotoras de la convergencia social y devocional o como copartícipes del bien común y pasaron a ser sospechosas como centros de lealtades locales e independientes contrarias a la autoridad universal del monarca y de las diócesis. Se perci-bieron con suspicacia como terrenos de competencia y como posibles focos de disturbios. Las prácticas devocionales colectivas se desautorizaron y las manifestaciones exteriores espirituales y emocionales en torno a los santos patronos se devaluaron al señalarlas como promotoras de comportamientos espirituales y sociales irracionales, escandalosos y heterodoxos. La razón de Estado imperó y entró en conflicto con las prácticas de las sociedades de fieles locales que habían contribuido a mantener vivas, a nivel cotidiano, las creen-cias y los comportamientos virtuosos del cristianismo; la monarquía católica se puso en riesgo.

La preservación tradicional del bien común se había articulado en gran parte sobre la matriz constitutiva corporativa de la Iglesia. Una monarquía católica no se podía sostener a partir de un exacerbado episcopalismo ni menos de la imposición del regalismo autoritario de una Corona que desdeñó las nece-sidades de las comunidades locales y sus formas devocionales centenarias amparadas, en gran parte, por las cofradías que funcionaron, efectivamente, como verdaderos cuerpos políticos y espirituales.

La implementación de un régimen religioso de fieles activos y auto diri-gidos se había convertido, a lo largo de los años, en un ideal en los mundos

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cristianos. En esto no fueron diferentes las cofradías novohispanas a las europeas, aunque sus manifestaciones locales sí lo fueron. Con la desarti-culación de las cofradías a partir de las reformas borbónicas a finales de la época virreinal y de las guerras de Independencia, los espacios construidos por los fieles para practicar la religiosidad cambiarían y la búsqueda de la salvación y el ejercicio de la caridad colectivas cotidianas se convertirían en asuntos más individuales.

Fuentes y bibliografía

Fuentes

Archivo General de la Nación, AGN.

Centro de Estudios de Historia de México-CARSO, Fundación Carlos Slim, CEHM-CARSO.

Bibliografía

A. Bazarte, C. García Ayluardo, Los costos de la salvación. Las cofradías y la ciudad de México (siglos XVI al XIX), Archivo General de la Nación, Insti-tuto Politécnico Nacional, CIDE, México 2001.

A. Bazarte, Las cofradías de españoles en la ciudad de México (1526-1864), Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, División de Ciencias y Humanidades, México 1989.

B. Pullan, Rich and Poor in Renaissance Venice: The Social Institutions of a Catholic State to 1670, Mass., Harvard University Press, Cambridge 1971.

C. García Ayluardo, Desencuentros con la tradición. Los fieles y la desaparición de las cofradías en la ciudad de México en el siglo XVIII, CONACULTA, Fondo de Cultura Económica, Colección Biblioteca Americana, México 2015.

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J. Henderson, Piety and Charity in Late Medieval Florence, University of Chicago Press, Chicago 1997.

M. C. Nussbaum, Upheavals of Thought. The Intelligence of Emotions, Cambridge University Press, Cambridge 2003.

M. Flynn, Sacred Charity: Confraternities and Social Welfare in Spain, 1400-1700, Palgrave Macmillan, Londres 1989.

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Reflexiones finales. A 500 años de evangelización:

La Iglesia Mexicana siglo XIX y XX

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El episcopado mexicano en el siglo XIX: problemas y perspectivas de investigación

Dr. Sergio Rosas Salas

Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”.

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Introducción

En este capítulo ofrezco una visión sobre el episcopado mexicano del siglo XIX con dos objetivos: realizar una caracterización general de los obispos

de México durante el amplio periodo que va de 1831 a 1911 y mostrar las perspectivas y problemas de investigación que la temática puede ofrecer para conocer mejor la relación entre la Iglesia católica, el Estado y la sociedad durante aquella centuria. En concreto, planteo un ensayo de periodización a partir de los procesos que vivieron los obispos de entonces. Considero que, en términos de jerarquía eclesiástica católica mexicana, el siglo XIX va del nombramiento de obispos en 1831 por el papa Gregorio XVI a la fundación del Partido Católico Nacional y el inicio de la Revolución mexicana, en 1911. Al revisar estos ochenta años a través del episcopado muestro las transfor-maciones de la Iglesia católica, la cual pasó de la búsqueda de conciliación a la lucha por la jurisdicción eclesiástica, y de la reestructuración diocesana a la demanda de mayor participación pública. Estos procesos se enmarcaron en una Iglesia más pobre pero más preocupada por la pastoral. Baste decir, por ejemplo, que mientras en 1831 había un arzobispado y nueve diócesis, al estallar la revolución había 30 sedes episcopales en el país y un vicariato apos-tólico, entre las cuales destacaban ocho arzobispados: México, Guadalajara, Morelia, Monterrey, Puebla, Mérida, Oaxaca y Durango. [Cuadro 1].

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Cuadro 1. Diócesis mexicanas en 1911

Diócesis Fecha de erección

 

Diócesis Fecha de erección

México 1525 / 1546* Zamora 1863

Puebla 1530 / 1903 Chilapa 1863

Oaxaca 1535 / 1891 Veracruz 1863

Michoacán 1536 / 1863 Baja California

(Vicariato Apostólico)**

1874

San Cristóbal de las Casas 1539 Tabasco 1880

Guadalajara 1548 / 1863 Colima 1881

Yucatán 1561 / 1906 Culiacán 1883

Durango 1620 / 1891 Chihuahua 1891

Monterrey 1779 / 1891 Cuernavaca 1891

Sonora 1779 Saltillo 1891

San Luis Potosí 1854 Tehuantepec 1891

Tamaulipas 1861 Tepic 1891

León 1863 Campeche 1895

Querétaro 1863 Aguascalientes 1899

Tulancingo 1863 Huajuapan de León 1902

Zacatecas 1863    

* La segunda fecha indica su elevación a arquidiócesis.

** El Vicariato Apostólico se erigió toda vez que en 1848 México perdió en favor de Estados

Unidos el territorio norte de la diócesis de California, fundada en 1839.

Fuente: J. Bravo Ugarte, Diócesis y obispos de la Iglesia mexicana: 1519-1965, Jus, México 1965,

passim; J. M. Romero de Solís, El aguijón del espíritu. Historia contemporánea de la Iglesia en

México (1892-1992), IMDOSOC, COLMICH, Universidad de Colima, México 2006, p. 69.

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Argumento que entre 1831 y 1910 el episcopado mexicano atravesó cuatro grandes periodos, a saber: el de la búsqueda de una nación católica, entre 1831 y 1850; el de la férrea defensa de la jurisdicción eclesiástica, entre 1850 y 1863; el de la (re)construcción eclesiástica y la (re)construcción de nuevas estructuras diocesanas, entre 1863 y 1891, y finalmente el de la acción social y política entre 1891 y 1911. Por supuesto, estos cuatro periodos no son tajantes ni uniformes; los diversos procesos ocurrieron con diversos ritmos de acuerdo con la diócesis, y en ocasiones podemos encontrar dos procesos coexistiendo en diferentes latitudes, en buena medida gracias a la longevidad de los pastores. A pesar de lo anterior, creo que la periodización es operativa y permite mostrar los diferentes procesos por los que atravesó el episcopado durante aquella centuria. A pesar de los avances, queda claro que muchas diócesis y muchos obispos aún están en espera de su historiador.1 Sin duda, los estudios de caso y la exploración en los diversos archivos diocesanos nos permitirá una mirada más aguda y un mayor conocimiento de la temática.

1. Los obispos de la nación católica, 1831-1850

En 1829 murió el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez Martínez, el último mitrado vivo en México. Esta situación desató una amplia preocupación en ambas potestades, pues el artículo tercero de la constitución de 1824 esti-pulaba que la religión de la república era la católica, la cual sería protegida con leyes sabias y justas. Desde esta perspectiva, tener obispos que gober-naran las diócesis del nuevo país era una preocupación fundamental de las elites políticas y eclesiásticas; de hecho, desde 1825 el presidente Guadalupe Victoria había nombrado al canónigo de Puebla Francisco Pablo Vázquez ministro plenipotenciario de México ante la Santa Sede. Si bien no consiguió que Roma reconociera la independencia del país y no negoció la concesión

1 Hasta ahora los libros colectivos que más han aportado a la temática son M. Ramos Medina

(comp.), Memoria del I Coloquio Historia de la Iglesia en el siglo XIX, COLMEX, COLMICH, Insti-

tuto Mora, UAM-Iztapalapa, CONDUMEX, México 1998; J. Olveda (coord.), Los obispados de

México frente a la Reforma liberal, COLJAL, UAM-Iztapalapa, UABJO, Comité Bicentenario

de Juárez, México 2007 y B. Connaughton (coord.), México durante la guerra de Reforma, tomo I,

Iglesia, religión y leyes de Reforma, UV, Xalapa 2011. El de Olveda es el único dedicado a la proble-

mática de las diócesis y sus obispos.

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del patronato a favor del poder civil, en febrero de 1831 obtuvo de parte del recién entronizado papa Gregorio XVI la preconización de cinco obispos mexicanos.2 Gracias a ello fue reconocido desde entonces como el restau-rador del episcopado mexicano, y se convirtió en una de las figuras episco-pales más destacadas de la primera mitad del siglo XIX.

En conjunto, esta generación de 15 mitrados tuvo como objetivo forta-lecer las estructuras diocesanas afectadas por la independencia, se enfocó en mejorar la atención pastoral a través de visitas pastorales, provisión de curatos, mejora de seminarios y amplia atención a la pastoral cotidiana. Además de su intensa labor pastoral, esta generación buscó mantener un contacto cercano con el poder civil –federal o estatal–, pues no sólo compar-tían el ideal de una nación católica y el consenso republicano con base en la defensa de la constitución de 1824, sino que varios de los mitrados habían participado activamente en la vida pública del país como legisladores. Esto no impidió, de cualquier forma, que en estos años se dieran los primeros enfren-tamientos entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno nacional, sobre todo en torno a la primera reforma liberal impulsada por Valentín Gómez Farías y en defensa de los bienes eclesiásticos durante los años del centralismo. El punto final de esta generación iniciada con la restauración diocesana de 1831 fue la guerra con Estados Unidos, si bien los más longevos llegaron a vivir los años de la Reforma liberal. Sin duda, entre sus actores más destacados estuvieron el obispo de Puebla, Francisco Pablo Vázquez, y el de Michoacán, Juan Cayetano Gómez de Portugal y Solís.3 [Cuadro 2].

2 Cfr. S. Rosas Salas, La Iglesia mexicana en tiempos de la impiedad: Francisco Pablo Vázquez, 1769-1847,

ICSyH-BUAP, COLMICH, Educación Cultura, México 2015.

3 Una visión amplia sobre este primer episcopado mexicano y su respuesta a la reforma de Gómez

Farías puede verse en M. E. García Ugarte, Poder político y religioso. México siglo XIX, Cámara de

Diputados–LXI legislatura, tomo I, UNAM-IIS, IMDOSOC, Miguel Ángel Porrúa, México 2010,

pp. 99-185. Sobre Portugal cfr. M. E. García Ugarte, Modelo de vida episcopal: Juan Cayetano Gómez

de Portugal y Solís. Obispo de Michoacán (1783-1850), en M. Ramos Medina (coord.), Camino a la

santidad, CONDUMEX, México 2003, pp. 265-296 y S. Rosas Salas, Defender la Iglesia y la sobe-

ranía de la Iglesia: el perfil del primer episcopado mexicano a través de Francisco Pablo Vázquez y

Juan Cayetano Gómez de Portugal, en J. C. Casas García, P. Mijangos y González (coords.), Por

una Iglesia libre en un mundo liberal. La obra y los tiempos de Clemente de Jesús Munguía, primer

arzobispo de Michoacán, UPM, COLMICH, México 2014, pp. 57-78.

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Cuadro 2. Primera generación de obispos mexicanos, 1831-1850

Preconización Diócesis Obispo Muerte

1831 Puebla Francisco Pablo Vázquez 1847

1831 Michoacán Juan Cayetano Gómez de Portugal 1850

1831 Guadalajara José Miguel Gordoa 1832

1831 Chiapas Fray Luis García 1834

1831 Monterrey Fray José María de Jesús Belaunzarán* 1838

1831 Durango José Antonio de Zubiría 1863

1832 Yucatán José María Guerra 1863

1836 Guadalajara Diego de Aranda y Carpinteiro 1853

1837 Sonora Lázaro de la Garza** 1862

1839 California Fray Francisco García Diego 1845

1839 Chiapas José María Luciano Becerra*** 1854

1840 México Manuel Posada y Garduño 1846

1842 Oaxaca Ángel Mariano Morales 1843

1842 Monterrey Salvador Apodaca 1844

1844 Oaxaca Antonio Mantecón 1852

* Renunció a su diócesis en 1839 y se trasladó a vivir a la ciudad de México.

** Fue trasladado a México en 1850, donde permaneció hasta su muerte en 1862

*** Permaneció como canónigo de Puebla y obispo electo de Chiapas hasta 1848, cuando

finalmente tomó posesión de su mitra; en 1853 fue trasladado a Puebla.

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Algunas trayectorias episcopales nos permitirán mostrar con mayor amplitud esta afirmación. Uno de los casos más interesantes en términos de su labor previa y su tarea episcopal fue el del obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal. Natural de San Pedro Piedra Gorda, donde nació en 1783, Gómez de Portugal fue miembro de la Diputación Provincial de Nueva Galicia en 1822, miembro del Congreso Constituyente de México en 1824, diputado por Guanajuato ese mismo año y en 1826 presidente del congreso federal, haciendo lo propio dos años después en el senado. Al ser preconizado obispo era también párroco de Zapopan, y tenía tras de sí la fama de ser un eclesiástico republicano y federalista. Como mitrado michoacano mantuvo abierto el diálogo con el poder civil, pero al mismo tiempo fue inflexible con la defensa de la jurisdicción eclesiástica. A través de su célebre Pastoral de Michoacán de 1835 y más tarde en la protesta que emitió con su cabildo contra la ley del 11 de enero de 1847 –que decretaba un préstamo forzoso hasta por 15 millones de pesos sobre los bienes de la Iglesia para financiar los gastos de guerra– sostuvo su apoyo a la república, pero lo supeditó a sus labores como pastor, señalando que sobre su compromiso con el país defendería los bienes y la soberanía de la Iglesia, además de argüir que la independencia había traído consigo la independencia de la Iglesia con respecto al poder civil, pues la rup- tura con España significaba en términos prácticos el fin del patronato.4

Esta postura de plena defensa de la jurisdicción eclesiástica se mantuvo en el conjunto del episcopado, si bien se expresó de maneras diversas. El más radical fue el obispo de Monterrey, fray José María de Jesús Belaunzarán, quien escribió en 1835 al Ministerio de Justicia y Negocios eclesiásticos exigiendo la restitución a la Iglesia de “sus verdaderas libertades, en que consiste su soberanía e independencia” y ofreciendo su “decorosa renuncia y dimisión” al obispado en señal de protesta por las leyes dictadas entre 1833 y 1834.5 Si bien

4 Cfr. J. C. Gómez de Portugal, Pastoral de Michoacán, Casa de Cornelio G. Sebring, México

1835 y Protesta del Ilustrísimo Señor Obispo y Venerable Cabildo de Michoacán contra la lei del 11

de enero de 1847 sobre ocupación de bienes eclesiásticos, Imprenta de Ignacio Arango, Morelia

1847. Cfr. también G. Díaz Patiño, Los debates en torno al Patronato eclesiástico a comienzos de

la época republicana: el caso de Michoacán, en Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, 43/2006,

pp. 397-414.

5 F. J. M. de J. Belaunzarán, Representación que dirige, por el Ministerio de Justicia y Negocios Ecle-

siásticos, al Excelentísimo Señor Presidente, y por su conducto al Soberano Congreso, sobre la anula-

ción de las leyes de diezmos y demás contrarias a las libertades de la Iglesia mexicana el Ilustrísimo

Señor Don…, obispo de Monterrey, Imprenta de Luis Abadiano y Valdés, México 1836, pp. 5-6.

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el arzobispo Manuel Posada y Garduño ofreció una posición más serena bajo el convencimiento de que el respeto a las autoridades civiles le permitiría una gestión más llevadera, fue estricto en la supervisión del clero y en la provisión de parroquias.6 En regiones de frontera la colaboración tenía otros aspectos: para fray Francisco García Diego, la presencia episcopal y la colaboración con las autoridades mexicanas eran fundamentales para afianzar el dominio nacional sobre territorios amenazados por indígenas en proceso de conver-sión y por una creciente presión de rusos y estadounidenses sobre California.7

A la par que se exigía el respeto a la jurisdicción y los bienes de la Iglesia y se buscaba una mayor presencia pastoral a través del cuidado de la atención pastoral, los obispos de la primera generación también se preocuparon por forta-lecer la figura y las atribuciones del obispo y del clero en materia dogmática y doctrinal: desde la lejana Culiacán, el obispo de Sonora Lázaro de la Garza sostuvo que los seglares no podían discutir sobre religión, y al año siguiente el obispo de Guadalajara Diego de Aranda reivindicó el derecho del ordinario para determinar sobre libros prohibidos y así mandar sobre la consciencia de su grey.8

En suma, tenemos una primera generación de obispos mexicanos que a partir de su preconización en 1831 y hasta los años previos a la Reforma liberal buscó tender puentes de contacto con las autoridades civiles mexi-canas, en el entendido de que compartían el ideal de una nación católica y un régimen republicano y aún liberal. Al mismo tiempo, encontramos una jerar-quía eclesiástica que sostuvo desde la primera hora la defensa de la jurisdic-ción y las “libertades” de la Iglesia mexicana, bajo la guía y el cuidado pastoral del obispo.

6 Posada y Garduño fue estudiado en el excelente trabajo de B. Bravo Rubio, La gestión episcopal de

Manuel Posada y Garduño. República católica y arzobispado de México, 1840-1846, editorial Porrúa,

México 2013.

7 Cfr. S. Rosas Salas, Fray Francisco García Diego, primer obispo de las Californias (1839-1846),

en “Boletín Eclesiástico. Órgano oficial de la Arquidiócesis de Guadalajara”, año XIII, 1/2019,

pp. 29-41.

8 L. de la Garza y Ballesteros, Varias cartas sobre diversas materias que el Illmo. Sr. Dr. D…., arzobispo

de México, siendo obispo de Sonora dirigió al clero de aquella diócesis y hoy dedica al de la Iglesia

Mexicana, Imprenta del Colegio de San Gregorio, México 1851, pp. 73-76 y D. Aranda, Segunda

carta pastoral sobre lectura de libros y escritos prohibidos o que contienen doctrinas irreligiosas e

inmorales, Imprenta de Dionisio Rodríguez, Guadalajara 1849.

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2. Jerarcas en el torbellino, 1850-1863

La muerte de Juan Cayetano Gómez de Portugal y Solís en 1850 simbolizó el fin de aquella primera generación de obispos mexicanos, interesados en alcanzar un punto de acuerdo entre ambas potestades. A partir de entonces llegaría al episcopado una generación más joven de mitrados, formados en la década de 1830 –salvo Pedro Espinosa y Dávalos, quien se ordenó sacerdote en 1816– y con menor experiencia política y pastoral que sus antecesores. Dedicados a los estudios y a las cátedras de los seminarios, estos obispos fueron férreos defen-sores de la jurisdicción de la Iglesia y enfrentaron –con base en los cánones y aún la teología– la Reforma liberal de mediados de siglo. Hay un consenso cada vez más amplio, por ejemplo, respecto a que el enfrentamiento ocurrido entre jerarquía eclesiástica y autoridades nacionales entre 1855 y 1859 –cuando el presidente Benito Juárez decretó las Leyes de Reforma– no fue el enfrentamiento entre una Iglesia reaccionaria y un Estado liberal, sino que se desató cuando el Estado amenazó la autonomía eclesiástica y, peor aún, puso en duda la supremacía de su magisterio y su derecho a marcar los ritmos y los modelos de la nación católica que se había querido construir al menos hasta la revolución de Ayutla.9 Desde esta lectura, los obispos de la Reforma liberal no son unos reaccionarios antiliberales sino que resultan más bien eclesiás-ticos que tuvieron como base y fundamento de su acción política y pastoral la defensa de la autonomía, el magisterio y aún la libertad e independencia de la Iglesia católica frente al poder civil en un momento en que ambas potes-tades se estaban consolidando y definiendo. En ese sentido, creo que vale la pena insistir en que los obispos de la Reforma tuvieron como su principal preocupación y motivo de lucha la libertad e independencia de la Iglesia en México, lo que los llevó al abierto enfrentamiento con el gobierno liberal y los llevó al exilio en la década de 1860. [Cuadro 3].

9 Cfr. E. Pani, Iglesia, Estado y Reforma: las complejidades de una ruptura y P. Mijangos y González,

Clemente de Jesús Munguía y el fracaso de los liberalismos católicos en México (1846-1861), ambos

en B. Connaughton (coord.), México durante la guerra de Reforma, op. cit., pp. 41-67 y 167-198.

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Cuadro 3. Segunda generación de obispos mexicanos, 1850-1863

Preconización Diócesis Obispo Muerte o traslado

1850 Michoacán Clemente de Jesús Munguía 1867

1852 Sonora Pedro Loza y Pardavé 1868 (trasladado

a Guadalajara)

1853 Monterrey Francisco de Paula Verea 1879 (trasladado

a Puebla)

1854 Guadalajara Pedro Espinosa y Dávalos 1866

1854 Chiapas Carlos María Colina y Rubio 1864 (trasladado

a Puebla)

1854 San Luis Potosí Pedro Barajas y Moreno 1868

1854 Oaxaca Agustín José Domínguez 1859

1855 Puebla Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos 1863 (trasladado

a México)

1861 Oaxaca José María de Covarrubias y Mejía 1867

Cuatro trayectorias individuales me permiten esbozar con mayor claridad esta posición. El caso paradigmático de esta generación de obispos es Clemente de Jesús Munguía, ordinario de Michoacán desde 1852, después de un amplio y comentado conflicto con el gobernador del estado por no querer jurar las leyes que pudieran referirse al patronato, requeridas por la autoridad civil para entregarle las bulas pontificias que lo preconizaban obispo. Como refiere su mejor biógrafo, Pablo Mjiangos, el michoacano defendía el principio de una Iglesia libre en un Estado confesional, y a partir de este presupuesto forjó una sólida carrera intelectual. En efecto: Munguía fue ante todo un hombre de letras –era abogado, canonista, profesor y rector del seminario de Michoacán

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y, en suma, uno de los mejores tratadistas jurídicos del México de mediados de siglo– que buscó conciliar fe y razón, y aún pretendió tender puentes de contacto entre el constitucionalismo liberal y el catolicismo. Cuando a través de amplias reformas legales la Reforma liberal planteó desde 1855 una gran reforma de la sociedad a partir de la iniciativa unilateral del Estado, Munguía inició una sólida, argumentada y enérgica defensa de la Iglesia con base en dos elementos: la defensa de la autonomía eclesiástica y la exclusividad confe-sional. Aún durante su exilio e incluso hasta su muerte en 1868 en Roma, su postura contra el concordato mostró que la dura experiencia vital lo había hecho inclinarse por la separación de ambas potestades. En la práctica, esto significó la renuncia de la jerarquía episcopal a la posible existencia de una nación católica e intolerante en lo religioso.10

Una trayectoria similar fue la del obispo de Sonora, Pedro Loza y Pardavé. Natural de la ciudad de México, se formó en aquella ciudad y fue ordenado en 1838 en Culiacán por Lázaro de la Garza, quien lo había tomado como su fami-liar. En aquel seminario, del que llegó a ser rector, dictó las cátedras de filo-sofía y cánones. Fue ordenado obispo de Sonora en 1852, cuando de la Garza fue preconizado arzobispo de México. Cuando se negó a cumplir las exigen-cias del gobernador de Sinaloa, Plácido Vega, respecto a jurar la constitución de 1857 y aceptar todas las leyes de Reforma, Loza y Pardavé salió al exilio en San Francisco. Volvió hasta 1866, y dos años más tarde salió hacia su nueva mitra: la arquidiócesis de Guadalajara.11 Como se ve, Pedro Loza también había defendido la jurisdicción de la Iglesia y había rechazado, incluso hasta el exilio, las leyes de Reforma.

Pero no fue el único eclesiástico que salió al exilio. La figura de Pedro Espi-nosa y Dávalos, obispo y primer arzobispo de Guadalajara, es fundamental

10 P. Mijangos y González, The Lawyer of the Church. Bishop Clemente de Jesús Munguía and the

Clerical Response to the Mexican Liberal Reforma, University of Nebraska Press, Lincoln 2015;

P. Mijangos, La tensión entre exclusividad confesional y libertad eclesiástica en la obra y acción de

Munguía, en J. C. Casas García, P. Mijangos y González (coords.), Por una Iglesia libre en un mundo

liberal, La obra y los tiempos de Clemente de Jesús Munguía, primer arzobispo de Michoacán, UPM,

COLMICH, México 2014, pp. 323-342.

11 A. Rodríguez Escandón, Breve reseña de la vida pública y hechos notables de los miembros más

prominentes del Clero mexicano en pro del sostenimiento y progreso de la religión católica, tomo I,

Casa editorial de A. Rodríguez Escandón, México 1892, pp. 32-37.

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para comprender no sólo la postura inicial de estos mitrados, sino la forma en que el enfrentamiento directo entre Iglesia y Estado durante los años de la Reforma los llevó a radicalizar sus posturas. Pedro Espinosa, el mayor de este grupo de ordinarios, nació en Tepic en 1793 y tras ordenarse en 1816 se doctoró en teología en la Universidad de Guadalajara. Casi de inmediato se incorporó al cabildo eclesiástico de aquella ciudad y llegó a ser el vicario capi-tular de la diócesis tras la muerte de Diego de Aranda. Fue preconizado en 1853.12 A través de una intensa labor pública defendió a la Iglesia ante los embates de la Reforma, y marchó al exilio en 1861, llegando a Europa a través de Estados Unidos, acompañado de Pedro Barajas.

Su lectura de la gran década nacional no podía ser más pesimista: en su visita ad limina de 1864, por ejemplo, informó a Pío IX que “el Gobierno liberal y sus secuaces, en nombre de la tolerancia y el progreso” habían destruido los templos, quemado las imágenes y aún había “prohib[ido] todo el culto público de forma muy severa… Sin embargo, cuanto más se exaltaba el furor de los impíos y el odio verdaderamente diabólico contra la Religión, tanto más se aumentaba la devoción y la piedad del Clero y de todo el pueblo cristia-no”.13 Lo interesante no era tanto la lectura negativa de los embates contra la Iglesia, sino el impacto que le generó pasar por Estados Unidos. Tras asistir al segundo concilio provincial de Nueva York, Espinosa le confesó al arzobispo Lázaro de la Garza: “lo que más me ha llamado la atención… es la absoluta libertad e independencia de la Iglesia”. También se admiró del estado de la Iglesia en aquel país: gracias a los datos que pudo recabar pudo saber “cuánto ha progresado la Religión católica en los Estados Unidos, y esto sin contar con el Canadá donde también ha hecho progresos admirables”.14 Como se puede colegir, lo que más impresionó al arzobispo de Guadalajara fue el hecho de que la Iglesia católica gozaba en América del Norte de aquello que carecía en México: libertad e independencia. En suma, esta segunda generación de

12 J. J. Hernández Palomo, Pedro Espinosa y Dávalos: primer arzobispo y su relatio ad limina de la

archidiócesis de Guadalajara (1864), en Archivos de la Iglesia de Sevilla. Homenaje al archivero Don

Pedro Rubio Merino, CajaSur, Sevilla 2006, pp. 1-36.

13 “Relación del arzobispo Pedro Espinosa y Dávalos” en Ibidem, pp. 31-32.

14 Carta de Pedro Espinosa a Lázaro de la Garza, Nueva York, 17 de mayo de 1861, en Pedro Espi-

nosa y Dávalos, Dos cartas, en “Istor, revista de historia internacional”, año 11, número 41,

México 2010, pp. 90-98.

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obispos mexicanos vivió el enfrentamiento de la Reforma liberal como una defensa de la Iglesia frente a un poder civil radical que quería transformar al país unilateralmente, y que al hacerlo afectó lo que los mitrados consideraban los derechos y la jurisdicción de la Iglesia. En consecuencia, ante los cambios y conflictos de las décadas de 1850 y 1860 los obispos mexicanos llegaron a la conclusión de que lo fundamental era defender la independencia y libertad de la Iglesia católica.

Un recorrido similar, más protagónico, vivió el obispo de Puebla y arzo-bispo de México Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, verdadero hombre fuerte de la Iglesia en el país desde su retorno en la década de 1860 y hasta su muerte en 1891. Llegó a Puebla en 1855 y fue exiliado por el presidente Ignacio Comonfort al año siguiente, acusado de haber financiado el levan-tamiento de Antonio de Haro y Tamaríz al inicio de la Reforma. Cercano a Pío IX, fue también un convencido monarquista; formó parte por unos meses la Regencia que antecedió a la llegada de Maximiliano al trono de México en 1864. Sin embargo, la postura liberal del emperador lo alejó de su régimen. Tras volver de una nueva estancia en Roma entre 1867 y 1870 –donde asistió al Concilio Vaticano–, Labastida abandonó la política e inició una intensa labor eclesial que tomó a la parroquia como base y punto de partida de una renovación de la fe. Como el resto de los obispos, había expresado su rechazo a Juárez y al Imperio con base en la defensa de los principios católicos de México y la defensa de la jurisdicción y soberanía de la Iglesia.15 Pero Labas-tida no sólo era un avezado político: era también un pastor. Así, impulsó una renovación del catolicismo mexicano a partir de 1870, y aún impulsó una de las más grandes transformaciones de la Iglesia en México durante este periodo: la reorganización eclesiástica de 1863, que erigió dos arzobispados

15 Sobre Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos cfr. M. E. García Ugarte, Poder político y religioso.

México siglo XIX, op. cit., una magna obra que reconstruye la historia de la Iglesia en México

entre 1824 y 1878 a partir de la figura de Labastida, así como M. E. García Ugarte, Pelagio Antonio

de Labastida y Dávalos, obispo de Puebla y arzobispo de México. Un acercamiento biográfico, en

G. Watson Marrón, B. Bravo Rubio, E. Caccavari Garza, M. A. Pérez Iturbe, Guía del archivo epis-

copal de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. 1863-1891, AHAM, México 2006, pp. 21-80. M. E.

García Ugarte, Church and State in Conflict: Bishop Labastida in Puebla, 1855-1856, en S. Deans-

Smith, E. Van Young (eds.), Mexican Soundings. Essays in honour of David A. Brading, University

of London, Londres 2007, pp. 140-168.

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–Michoacán y Guadalajara– y creó siete diócesis. Con este cambio llegó un tercer momento en la historia del episcopado en México.

3. Los mitrados de la reestructuración eclesiástica, 1863-1890

La erección de las diócesis de León, Zamora, Querétaro, Chilapa, Zacatecas, Tulancingo y Veracruz en 1863 permitió la llegada al episcopado de un nuevo perfil de eclesiásticos. Como sus antecesores, se habían formado en las décadas de 1830 e incluso en ocasiones compartían la edad con ellos. En conjunto, destacaban por haber tenido experiencia pastoral en alguna parro-quia, por haber sido profesores del seminario, por destacar como miembros de los cabildos catedralicios y desde este frente, haber dirigido aspectos importantes de sus diócesis en los años de la Reforma liberal. En conjunto, estos obispos debieron encargarse de la renovación eclesiástica –como José Ignacio Árciga en Michoacán– o bien, de crear estructuras diocesanas en las nuevas diócesis –como José Ignacio de la Peña y Peña en Zamora–. Algunos otros mitrados, como Pedro Loza en Guadalajara, Carlos María Colina en Puebla y el propio Pelagio Antonio de Labastida en México, asumieron los retos de este nuevo momento a pesar de haber vivido los embates y los debates de la Reforma liberal en otras diócesis. Estoy convencido de que esta gene-ración de obispos, que ha sido poco atendida por la historiografía, es funda-mental para la historia de la Iglesia católica y del catolicismo en México, pues debió implementar nuevos mecanismos de acción y atención pastoral tras la derrota del imperio en 1867 y en consecuencia, fue la encargada de dar un nuevo rostro a la Iglesia en el México liberal. Fue también el momento en que se extendió el número de obispos en el país, gracias precisamente a la rees-tructuración eclesiástica.

Las medidas de reestructuración eclesiástica emprendida por estos mitrados no fue la suma de acciones individuales; de hecho, aprovechando la labor conjunta contra la Reforma liberal y en los años del imperio –cuando se emitieron cartas pastorales colectivas, por ejemplo, entre 1859 y 1865–, la guía de acción de estos obispos fue la exhortación de los arzobispos mexi-canos al clero y a los fieles, emitida el 19 de marzo de 1875 y firmada por Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, José Ignacio Árciga y Pedro Espinosa y Dávalos. Suma y punto de partida de los esfuerzos de aquella generación, la

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pastoral colectiva era una respuesta a la constitución de las leyes de Reforma en 1873 por el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejeda. Precisamente como respuesta a éstas, los arzobispos de México recomendaron el trabajo parroquial e incluso familiar para la transmisión del catolicismo, así como una creciente actividad devocional y sacramental ante las prohibiciones del culto fuera de los templos. Además, exhortaron a los laicos a organizarse para acciones de caridad y organización eclesial, pues decían, “de vosotros… depende que el árbol de la fe no deje de dar sus frutos en este desgraciado país”. Si se orga-nizaban y actuaban con cautela y entusiasmo, concluían los arzobispos, “la religión del país qued[ará] libre y expedita, sin prohibiciones para su ense-ñanza, y sin restricciones indebidas e irritantes para el ejercicio de sus prácti-cas”.16 Como se ve, estos obispos no abandonaron su anhelo de libertad para la Iglesia, pero al mismo tiempo diseñaron mecanismos de acción pastoral que dieron una nueva presencia a la Iglesia durante la república restaurada y el porfiriato. [Cuadro 4].

Cuadro 4. Obispos preconizados en México, 1863-1890

Preconización Diócesis Obispo Muerte o traslado

1863 Veracruz Francisco Suárez Peredo Bezares 1869

1863 Querétaro Bernardo Gárate 1866

1863 Chilapa Ambrosio María Serrano 1875

1863 León José María de Jesús Díez de Sollano

y Dávalos

1881

1863 Tulancingo Juan Bautista de Ormaechea 1884

16 Exhortación de los Arzobispos Mexicanos al Clero y a los Fieles. México, 19 de marzo de 1875, en

A. Alcalá, M. Olimón, Episcopado y gobierno en México. Cartas Pastorales Colectivas del Episcopado

Mexicano 1859-1875, UPM, Ediciones Paulina, México 1989, pp. 293-338.

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1863 Chiapas Carlos Manuel Ladrón de Guevara 1869

1863 Zacatecas Ignacio Mateo Guerra y Alva 1871

1863 Zamora José Antonio de la Peña y Navarro 1877

1868 Querétaro Ramón Camacho García 1884

1868 Durango José Vicente Salinas Infanzón 1894

1868 Yucatán Leandro Rodríguez de la Gala y

Enríquez

1887

1868 Michoacán José Ignacio Árciga Ruiz de Chávez 1900

1868 Oaxaca Vicente Fermín Márquez Carrizosa 1887

1869 Chiapas Germán de Ascensión Villalvazo 1869

1869 Sonora José de Jesús María Uriarte y Pérez 1883 (tr. a Sinaloa)

1869 San Luis Potosí Manuel del Conde y Blanco 1872

1870 Veracruz José María Mora y Daza 1884 (tr. a Puebla)

1871 Tamaulipas Ignacio Montes de Oca y Obregón 1880 (tr. a

Monterrey)

1872 Zacatecas José María del Refugio Guerra y

Alva

1888

1873

Baja California

(vicariato

apostólico)

Ramón María de San José Moreno y

Castañeda (titular de Eumenia) 1879 (tr. a Chiapas)

1873 San Luis Potosí José Nicanor Corona e Izarraraz 1883

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1876 Chilapa Tomás Barón y Morales 1882 (tr. a León)

1878 Zamora José María Cázares Martínez 1908

1880 Tamaulipas José Ignacio Eduardo Sánchez Camacho 1896 (renuncia)

1882 Chilapa Buenaventura Portillo y Tejeda 1889 (tr. a Zacatecas)

1882 Tabasco Agustín de Jesús Torres y Hernández 1885 (tr. a Tulancingo)

1883 Colima Francisco Melitón Vargas 1888 (tr. a Puebla)

1883 Sonora Jesús María Rico y Santoyo 1884

1884 Chiapas Miguel Mariano Luque y Ayerdi 1901

1885 Querétaro Rafael Sábas Camacho García 1908

1885 Tulancingo Agustín de Jesús Torres y

Hernández

1889

1886 Monterrey Jacinto López y Romo 1899

1886 Tabasco Perfecto Amézquita 1896 (tr. a Puebla)

1887 Yucatán Crescencio Carrillo y Ancona 1897

1887 Sonora Herculano López de la Mora 1902

1887 Veracruz José Ignacio Suárez Peredo Bezares 1894

1887 Oaxaca Eulogio Gillow 1922

1888 Culiacán José María de Jesús Portugal y Serratos 1898 (tr. a Saltillo)

1889 Colima Francisco de Paula Díaz y Montes 1891

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En conjunto, podemos destacar algunas características de los obispos que ocuparon las mitras entre las décadas de 1860 y 1880. En primer lugar, como quedó dicho, los mitrados preconizados en la década de 1860 tenían un perfil capitular y alguna experiencia parroquial. El obispo José Antonio de la Peña y Navarro, por ejemplo, fue cura de Jacona y Dolores Hidalgo antes de llegar al cabildo de Michoacán. Antes de alcanzar el mismo destino, el obispo de Queré-taro Ramón Camacho fue párroco de Encarnación, en la diócesis de Guadalajara. Había grandes intelectuales: el obispo de León, José María Díez de Sollano había sido el último rector de la Universidad Pontificia de México; Carrillo y Ancona en Yucatán fue uno de los más interesados en la antigua cultura maya e Ignacio Montes de Oca y Obregón, el poeta Ipandro Acaico, fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Además de Labastida, Juan Bautista de Ormaechea fue un decidido imperialista. Así, esta generación pasó de la política a las letras, y enfocó sus esfuerzos episcopales en la expansión de la cultura católica y la atención pastoral de los fieles.

En buena medida, estos obispos comparten también orígenes. Del cabildo de México, por ejemplo, procedían Bernardo Gárate, José María de Jesús Díez de Sollano y Juan Bautista Ormaechea; de Puebla surgieron Francisco Suárez Peredo, Ambrosio María Serrano, Carlos Manuel Ladrón de Guevara, José María Mora y Daza y Mariano Luque; al cabildo de Michoacán pertene-cieron José Antonio de la Peña y Navarro, Ramón Camacho, José María Cázares y José Ignacio Árciga. Este fue el momento, en fin, cuando llegaron los primeros regulares al episcopado mexicano: en 1873 fue preconizado obispo in partibus de Eumenia el carmelita Ramón María de San José Moreno, quien se ocupó del vicariato apostólico de la Baja California. En 1882 fueron nombrados obispos el franciscano Buenaventura Portillo y Agustín de Jesús Torres Hernández, de la Congregación de la Misión. Su hermano de hábito Perfecto Amézquita fue preconizado en 1886, completando así un cuadro que también se nutrió de los franciscanos José María Rico y José María de Jesús Portugal y Serratos, elevados al episcopado en 1883 y 1886 respectivamente.

Los casos analizados hasta ahora revelan preocupaciones comunes y afanes compartidos, pero también periodos y procesos ampliamente diferenciados según la diócesis. Mientras en diócesis como Michoacán el periodo está repre-sentado por un solo mitrado –Ignacio Árciga–, Puebla fungió como una diócesis de ascenso, a donde llegaban obispos con buenos desempeños previos, como Francisco de Paula Verea de Monterrey, Francisco Melitón Vargas de Colima

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y Perfecto Amézquita de Tabasco. Más allá de las diferencias que aún hay que estudiar, también hay algunas coincidencias. Por ejemplo, Ramón Camacho en Querétaro y José Antonio de la Peña y Navarro desde Zamora sostuvieron una pastoral muy dura contra la presencia del protestantismo en México y como buena parte de los mitrados, difundieron los documentos de Pío IX, a quien apelaban continuamente.17 No es casual que esta generación de obispos participara en el Concilio Vaticano y votara a favor de la infabilidad pontifi-cia.18 Por su parte, Francisco Suárez Peredo en Veracruz y José Ignacio Árciga en Michoacán se preocuparon por emprender visitas pastorales, impulsar la formación clerical y fomentaron el culto a pesar del clima hostil a la expresión pública de la fe.19

17 Cfr. J. A. De la Peña y Navarro, Pastoral número cinco del Obispo de Zamora, que con motivo del

Vigésimo Quinto aniversario del pontificado de Nuestro Santísimo Padre el Señor Pío IX, dirige a

su Venerable Cabildo, a todo el clero y demás fieles de su diócesis, Teodoro Silva Romero, Zamora

1871 y J. A. de la Peña y Navarro, Sexta pastoral del obispo de Zamora, que con objeto de combatir

algunos errores del protestantismo dirije a su Ilustrísimo Cabildo, Venerable Clero y demás fieles de su

diócesis, Tipografía de Isaac Banda, Guadalajara 1872; del obispo de Querétaro cfr. R. Camacho y

García, Carta pastoral del Ilustrísimo Señor Obispo de Querétaro, con motivo del gran Jubileo del Año

Santo, en el presente de 1875, Tipografía de González y Legarreta 1875 y R. Camacho y García,

Segunda carta pastoral del Señor Obispo de Querétaro sobre matrimonios de católicas con protes-

tantes, Juan B. Sepúlveda, Celaya 1882.

18 Cfr. M. A. Puente Lutteroth, “No es justo obedecer a Dios antes que a Dios”. Un acercamiento a

algunas realidades socioeclesiales y político-religiosas de México en el tiempo del Concilio Vaticano I,

en A. Matute, E. Trejo, B. Connaughton (coords.), Estado, Iglesia y sociedad en México. Siglo XIX,

UNAM, Miguel Ángel Porrúa, México 1995, pp. 293-323, así como E. Luque Alcaide, La restaura-

ción de la vida católica en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX, en “Anuario de Historia

de la Iglesia”, Universidad de Navarra, 12/2003, pp. 71-90.

19 Cfr. C. Bautista García, El arzobispado de Michoacán durante la gestión de José Ignacio Árciga, 1868-

1899 y S. Rosas Salas, Francisco Suárez Peredo: unidad católica y nuevo catolicismo en Veracruz,

1863-1869, ambos en C. A. Bautista García (coord.), La Iglesia católica en México: episodios de una

larga transformación, siglos XVIII y XIX, UMSNH, UdeG-CuLagos, Morelia 2017, pp. 131-166 y

167-201. Sobre esta generación episcopal cfr. también M. E. García Ugarte, Proyecto pastoral de

la diócesis de Querétaro: de su fundación al porfiriato, en M. Ramos Medina (comp.), Memoria del I

Coloquio, op. cit., pp. 241-259, así como S. Rosas Salas, Un proyecto pastoral en el México liberal.

Ambrosio María Serrano y el obispado de Chilapa (1864-1876), en “Letras Históricas”, UdG, 17,

otoño 2017-invierno 2018, pp. 97-122.

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En suma, entre 1863 y 1890 surgió un nuevo episcopado en México, que compartía orígenes comunes y trayectorias ligadas a los cabildos y los semina-rios y que incluso incorporó a sacerdotes regulares. Esta generación se carac-terizó por la (re)estructuración eclesiástica, una nueva pastoral centrada en la parroquia y una acción común para mantener la presencia de la Iglesia cató-lica en las familias y las comunidades, a pesar del ambiente muchas veces hostil del liberalismo triunfante. La reestructuración eclesiástica de 1863 fue también un parteaguas: gracias a la creación de nuevas diócesis desde entonces y a lo largo de las dos décadas siguientes pudo crecer el número de obispos en el país, y la Iglesia pudo acercarse a territorios que antes habían permanecido lejanos de las ciudades episcopales. Gracias a estos cambios la Iglesia ofreció un nuevo modelo de presencia social e incluso incentivó un nuevo catolicismo en México, dirigido por el clero pero con un creciente protagonismo de los laicos –quienes usaron a favor de su fe varias de las libertades que ofrecía el liberalismo–. Aprovechando la ecuación de una Iglesia libre e independiente del poder civil, esta generación episcopal dibujó un nuevo rostro a la Iglesia y al catolicismo mexicano. Con estos laicos y con este ímpetu la Iglesia entró a la recta final del siglo XIX.

4. Los obispos llegados de Roma, 1890-1911

En las décadas de 1890 y 1900 llegaron a las diócesis del país obispos jóvenes con perfiles bien distintos a los que habían gobernado la Iglesia mexicana durante las dos últimas décadas. Gracias al impulso de José Antonio Plancarte y Labastida, varios jóvenes seminaristas salieron desde su infancia a Roma y se educaron en el Colegio Pío Latino-Americano, fundado en la Ciudad Eterna en 1854. Ahí abrevaron de la doctrina pontificia directamente, y al regresar a México aplicaron el magisterio de León XIII una vez que obtuvieron las mitras vacantes, impulsados en buena medida por el poderoso obispo de Oaxaca Eulogio Gillow. Esta generación episcopal produjo un nuevo modelo eclesial, que gracias a los cambios introducidos en las décadas anteriores respecto al papel de los seglares terminó decantándose por el catolicismo social. Pero estos obispos no estuvieron solos; convivieron con mitrados de un corte más tradicional, antiguos capitulares y mitrados usualmente preco-nizados en los años previos pero trasladado a nuevas diócesis. En conjunto,

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unos y otros aprovecharon el clima pragmático de entendimiento entre Iglesia y Estado instaurado durante el régimen de Porfirio Díaz y exigieron aquellos aspectos que la constitución de 1857 y las leyes de Reforma le habían negado: una amplia participación en la vida pública e incluso reconocimiento para su actividad política, la cual se expresó en la fundación del Partido Católico Nacional, fundado en los albores de la Revolución mexicana. [Cuadro 5].

Cuadro 5. Obispos preconizados en México, 1890-1911

Preconización Diócesis Obispo Muerte o traslado

1890 Chilapa Ramón Ibarra y González 1902 (tr. a Puebla)

1891 México Próspero María Alarcón 1908

1891 Tulancingo José María Armas y Rosales 1898

1892 Colima Atenógenes Silva y Álvarez

Tostado

1900 (tr. a Michoacán)

1893 Chihuahua José de Jesús Ortíz y Rodríguez 1901 (tr. a Guadalajara)

1893 Saltillo Santiago de los Santos Garza

Zambrano

1898 (tr. a León)

1893 Tehuantepec José Mora y del Río 1901 (tr. a Tulancingo)

1893 Tepic Ignacio Díaz y Macedo 1905

1894 Cuernavaca Fortino Hipólito Vera 1898

1895 Campeche Francisco Plancarte

y Navarrete

1895

1895 Durango Santiago de Zubiría 1909

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1895 Veracruz Joaquín Acadio Pagaza 1918

1897 Tamaulipas Filemón Fierro y Terán 1905

1898 Tabasco Francisco María Campos y Ángeles 1907 (tr. a Chilapa)

1898 Culiacán José Homobono Anaya y Gutiérrez 1902 (tr. a Chilapa)

1898 Tulancingo Maximiliano Reynoso y del

Corral

1902 (renunció)

1899 Zacatecas José Guadalupe de Jesús Alva

y Franco

1910

1900 Campeche Rómulo Betancourt y Torres 1901

1900 Yucatán Martín Tritschler y Córdoba 1942

1900 Monterrey Santiago de los Santos Garza

Zambrano

1907

1900 León Leopoldo Ruiz y Flores 1907 (tr. a Monterrey)

1902 Chiapas Francisco Orozco y Jiménez 1912 (tr. a Guadalajara)

1902 Sonora Ignacio Valdespino Díaz 1913 (tr. a Aguascalientes)

1902 Tehuantepec Carlos de Jesús Mejía y Laguna 1907 (renunció)

1902 Chihuahua Nicolás Pérez Gavilán 1919

1903 Culiacán Francisco Uranga y Sáenz 1919

1903 Colima José Amador Velasco y Piña 1949

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1903 Huajuapan

(Mixtecas)

Rafael Amador y Hernández 1923

1904 Saltillo Jesús María Echavarría y Aguirre 1954

1905 Campeche Francisco de Paula Mendoza y

Herrera

1909 (tr. a Durango)

1906 Tepic Andrés Segura y Domínguez 1918

1907 Tehuantepec Ignacio Plascencia y Moreira 1922 (tr. A Zacatecas)

1907 Tulancingo José Juan de Jesús Herrera y Piña 1921 (tr. a Monterrey)

1907 Monterrey Leopoldo Ruiz y Flores 1911 (tr. a Michoacán)

1908 México José Mora y del Río 1928

1908 Querétaro Manuel Rivera y Muñoz 1914

1908 Tabasco Leonardo Castellanos y

Castellanos

1912

1909 Campeche Jaime Anesagasti y Llamas 1910

1909 León Emeterio Valverde y Téllez 1948

1909 Zamora José Othón Núñez y Zárate 1922 (tr. a Oaxaca)

1909 Durango Francisco de Paula Mendoza

Herrera

1923

1910 Tamaulipas José de Jesús Guzmán y Sánchez 1914

1911 Zacatecas Miguel María de la Mora y Mora 1922 (tr. a San Luis Potosí)

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Estos obispos han recibido más atención de parte de los historiadores. Los estudios han identificado este momento como el punto en el cual la Iglesia mexicana –y latinoamericana– inició un proceso de “romanización”, en el sentido de una reforma eclesiástica dirigida desde el Vaticano que se caracte-rizó por una creciente centralización de las Iglesias en torno a Roma y el forta-lecimiento de la autoridad pontificia en las jerarquías locales. Esto llevó, por citar uno de los artículos más influyentes del periodo, al ascenso de una jerar-quía intransigente.20 Creo importante destacar que estos procesos se acentuaron a partir de la década de 1890, pero sólo fueron posibles gracias a la reforma que los obispos de las décadas anteriores propiciaron en la Iglesia y el catolicismo mexicano, una vez que a partir de la década de 1860 iniciaron proceso de reorga-nización y reestructuración diocesana a lo largo y ancho del país.

Hay algunos elementos comunes que van surgiendo en estas fechas. El primero es el ya referido ascenso a la jerarquía eclesiástica de los “píolatinos”, los jóvenes formados en el Colegio Pío Latino de Roma. Además del impulso inicial de Plan-carte y Labastida –quien, por ejemplo, impulsó los estudios en Roma de Fran-cisco Orozco y Jiménez–, tuvo gran influencia en esta renovación episcopal el obispo de Oaxaca, Eulogio Gillow, cercano a la Corte Pontificia desde la década de 1860 y monseñor Nicolás Averardi, visitador apostólico del país entre 1896 y 1899. Como puede verse en la nómina anterior, a partir de la preconización de Ramón Ibarra y González –enviado a Roma por Carlos María Colina, obispo de Puebla– en 1890 se sucedieron los nombramientos episcopales de los jóvenes formados en la Ciudad Eterna: en 1893 José Mora del Río tomó posesión de la nueva diócesis de Tehuantepec; dos años después hizo lo propio Francisco Plan-carte y Navarrete en Campeche; en 1900 Leopoldo Ruiz y Flores alcanzó la mitra de León al mismo tiempo que Martín Tritschler la de Yucatán; dos años después Francisco Orozco y Jiménez fue preconizado obispo de Chiapas y en 1907 llegó a Tulancingo José de Jesús Herrera Piña, por citar los ejemplos más tempranos.21

20 Cfr. L. O’Dogherty, El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914, en M. Ramos

Medina (comp.), Memoria del I Coloqui, op. cit., pp. 179-198 y C. A. Bautista García, “Hacia la

romanización de la Iglesia mexicana a fines del siglo XIX”, en Historia Mexicana, tomo LV-1,

México 2005, pp. 99-144.

21 El más estudiado es el obispo Francisco Orozco, especialmente a partir de su gestión en Guada-

lajara, cfr. V. Camberos Vizcaíno, Francisco el Grande. Monseñor Francisco Orozco y Jiménez, dos

tomos, Editorial Jus, México 1966 y a partir de sus funerales J. Preciado Zamora, El mundo, su

escenario: Francisco, arzobispo de Guadalajara (1912-1936), CIESAS, México 2013.

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Si bien aún falta profundizar en sus biografías y sus gestiones episcopales, es claro que estos obispos impulsaron una mayor participación pública del clero y los fieles católicos, a través de asistencia social e incluso de organizaciones que más tarde llegarán a ser políticas, renovaron la piedad y fomentaron una pastoral más activa. Para cerrar el siglo XIX e iniciar la nueva centuria, por ejemplo, Ramón Ibarra ordenó que en Chilapa se impulsara el culto al Sagrado Corazón de Jesús y al Señor San José, que se hicieran misiones en el territorio diocesano y ejercicios espirituales para el clero, así como predicaciones y consagraciones, de modo que la unión con Jesucristo fuera “firme y estable”. Más tarde, en Puebla, Ibarra también impulsaría la educación católica y las asociaciones de fieles.22

A la par de estos mitrados permaneció un grupo de obispos con trayec-torias más “tradicionales”, ligados como sus antecesores a una larga carrera diocesana y un amplio tránsito por los cabildos. El ejemplo más claro es el de Próspero María Alarcón, arzobispo de México entre 1891 y 1908, quien fue canónigo de aquella catedral desde 1855. Entre otros, también destacan José de Jesús Ortiz y Rodríguez, primer obispo de Chihuahua y más tarde arzobispo de Guadalajara, quien fuera canónigo de Michoacán, y su colega Atenógenes Silva, quien fuera arzobispo de Morelia y previamente obispo de Colima y prebendado de Guadalajara. A pesar de los distintos orígenes, unos y otros compartieron afanes y proyectos. En Michoacán, por ejemplo, Silva difundió el culto al Sagrado Corazón de Jesús en 1901, impulsó las asociaciones de caridad en 1905 y fomentó la educación católica.23 Así, podemos ver que en estas dos décadas el conjunto del episcopado mexicano fomentó una nueva pastoral, la cual se ligó a una reforma de la vida del creyente que enfatizaba el compromiso de clérigos y seglares con su fe y con la institución eclesiástica. Estos cambios se expresaron a través de múltiples asociaciones, de nuevas congregaciones religiosas, de una amplia renovación pastoral y del impulso de múltiples instituciones católicas en el marco del México liberal, al amparo de la pragmática paz del porfiriato.

22 R. Ibarra, Decimoquinto edicto. Sobre el Homenaje a Jesucristo Redentor, al concluir el siglo XIX y

al comenzar el XX, en O. Márquez (intr. y notas), Obras pastorales del Siervo de Dios Monseñor

Ramón Ibarra y González, tomo 2, Editorial Jus, México 1971, pp. 77-80.

23 Cfr. A. Silva, Obras literarias, pastorales y oratorias del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don…,

Imprenta de Jalisco Libre, 1909, pp. 193-204 y 401-409.

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Estos cambios eran parte de la opción por el catolicismo social, un ambicioso proyecto eclesial que a partir de las encíclicas de León XIII, especialmente Rerum Novarum –promulgada en 1891– impulsó la activa participación de los católicos en la vida pública.24 Conforme se ampliaba la cartera de demandas por la transformación y mejora de los grandes problemas sociales desde la fe y se exigía el reconocimiento de la participación de los católicos en la vida pública, los católicos llegaron a la convicción de que debían organizarse para transformar la Constitución de 1857, abiertamente anticlerical. Esto llevó a la fundación del Partido Católico Nacional en mayo de 1911, a través del cual los católicos aprovecharon el auge del maderismo, la caída del régimen de Porfirio Díaz y por supuesto, al menos dos décadas de organizaciones católicas. Su exigencia era clara: el reconocimiento de su condición de católicos y, desde ahí, su preocupación por alcanzar el poder para impulsar cambios legales que llevaran a un régimen fundado en principios cristianos.25 Sus bases no sólo eran las enseñanzas pontificias –que en buena medida se habían difundido en México gracias a los obispos formados en Roma–, sino los elementos a través de los cuales se había formado una nueva generación de católicos: la educación católica, la organización seglar, la guía episcopal y una mayor presencia de una Iglesia cada vez más preocupada por la pastoral y la existencia de amplias estructuras eclesiásticas. El Partido Católico Nacional fue el colofón de un proceso guiado en buena medida por el episcopado mexicano del siglo XIX y representó, con el catolicismo social, el punto de llegada de múltiples reformas y renovaciones de la Iglesia en México. Los obispos se dividirían en torno al apoyo que debía recibir el PCN; este debate está en el origen de la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad en el siglo XX. Como en el siglo que se iba, en los años por venir los mitrados tendrían un papel fundamental para (re)definir el papel de la Iglesia ante sí y ante la sociedad mexicana.

24 El libro fundamental sobre este periodo es M. Ceballos Ramírez, El catolicismo social: un tercero

en discordia. Rerum Novarum, la “cuestión social” y la movilización de los católicos mexicanos

(1891-1911), COLMEX, México 1991. Cfr. también E. Camacho Mercado, Frente al hambre y al

obús: Iglesia y feligresía en Totatiche y el cañón de Bolaños, 1876-1926), Cu-Lagos, Departamento

de Estudios Históricos de la Arquidiócesis de Guadalajara, Guadalajara 2014.

25 L. O’Dogherty Madrazo, De urnas y sotanas. El Partido Católico Nacional en Jalisco, UNAM,

CONACULTA, México 2001. Sobre los años por venir, C. Robles Muñoz, Los católicos y la revolu-

ción en México (1911-1920), Instituto Español de Historia Eclesiástica, Roma 1999.

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Conclusiones

A partir de la consagración de un episcopado mexicano en 1831 y hasta el estallido de la revolución en 1911, los obispos fueron –como ahora– actores clave en el gobierno de la Iglesia mexicana y en el diseño y desarrollo de la relación entre la Iglesia, el Estado y la sociedad. A lo largo de 80 años encon-tramos a 106 obispos gobernando una Iglesia que enfrentó el embate del liberalismo a lo largo de aquella centuria, y que a pesar de enormes pérdidas materiales constituyó un catolicismo más comprometido con su labor pastoral y con la presencia y expresión pública de la fe a través de una amplia renova-ción cultual, devocional y organizativa que se expresó a través del creciente compromiso de jerarquía, clérigos, regulares y laicos con la Iglesia. De hecho, desde la década de 1830 y hasta los primeros años del siglo XX la Iglesia mexicana halló espacios para hacerse oír a pesar de condiciones adversas, y reclamó para sí, como institución y a través de los ciudadanos, los derechos que el liberalismo otorgaba a los mexicanos. Con base en este principio, a lo largo del siglo planteó múltiples modelos de reforma –eclesiástica, social e incluso política– y ofreció soluciones a los retos de su tiempo, para la Iglesia y para el conjunto de la sociedad. De hecho, al menos tres preocupaciones atraviesan al episcopado mexicano en estos años: la reforma eclesiástica, la independencia y libertad de la Iglesia y, finalmente, la (re)organización ecle-siástica a través de una creciente preocupación pastoral. No es casual que de los 16 obispos que encontramos hasta 1850 se cierre el ciclo en 1911 con 43 obispos preconizados entre 1890 y 1911, y que se halla pasado de un arzobis-pado y 9 diócesis a 8 arquidiócesis, 22 obispados y un vicariato apostólico. Esta expansión diocesana, por supuesto, dio paso a un creciente número de obispos que enfrentaron los retos de su tiempo con propuestas comunes sin descuidar la lógica particular de cada uno de los obispados.

Encontramos cuatro momentos del episcopado mexicano en el siglo XIX. El primero, que va de 1831 a 1850, está caracterizado por su preocupación por impulsar una nación católica y por tender puentes con el poder civil, en el entendido de que unos y otros estaban contribuyendo a fortalecer la indepen-dencia y la soberanía de la nueva nación. La segunda generación de obispos, que gobernó las mitras entre 1850 y 1863 enfrentó la Reforma liberal y, tras ver perderse la posibilidad de diálogo, defendió férreamente la independencia, soberanía e incluso libertad de la Iglesia frente al poder civil, el anhelo más

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querido por el episcopado desde la primera reforma liberal de 1833-1834. Tras sufrir el exilio y acercarse a Roma, esta generación impulsó la reorganización eclesiástica de 1863, que inició la fundación de diócesis en el país y llevó al crecimiento de la jerarquía episcopal. A raíz de este cambio podemos encon-trar un tercer momento en el episcopado. Con un perfil capitular y varios años de servicio en parroquias y seminarios, la tercera generación de ordinarios mexicanos impulsó una reforma eclesiástica después de la derrota del imperio en 1867, que encontró en la parroquia el eje y el motor de la práctica católica. Además, esta generación impulsó una renovación compartida y se preocupó por la creación o reforma de las estructuras diocesanas, sobre todo en ciudades que por primera vez eran sedes diocesanas. Por último, entre 1890 y 1911 tenemos un cuarto momento del episcopado mexicano. Además de algunos perfiles clásicos, la nota dominante es la llegada a la jerarquía de varios jóvenes formados en el Colegio Pío Latino Americano de Roma, quienes impulsaron y promovieron en el país las directrices pontificias. Unos y otros, de cualquier forma, impulsaron una reforma eclesiástica que entre otros aspectos fomentó una renovación devocional, un mayor compromiso del creyente con su fe a partir del ejercicio libre de su ciudadanía y, por supuesto, el catolicismo social como respuesta a los costos sociales del liberalismo triunfante. A partir de esta experiencia organizativa, el Partido Católico Nacional fundado en mayo de 1911 significó el fin de los esfuerzos asociativos de la jerarquía eclesiástica e inauguró un nuevo modelo de participación política con el cual se adentró al siglo XX. Por supuesto, estos procesos generales tienen distintos ritmos y cambios diocesanos, y aún en varias ocasiones coexistieron dos momentos distintos en las diócesis de México.

En suma, pues, espero que estas líneas hayan mostrado lo fecundo que puede resultar el estudio de los obispos en el México del siglo XIX, y muestren que estamos todavía ante una historiografía en construcción que, a pesar de sus avances, aún necesita operarios. Estoy seguro de que nos esperan muchas sorpresas en el estudio de las diócesis y los obispos de aquel siglo. Espero, pues, que estas líneas sean una invitación para seguir hurgando en los archivos y las bibliotecas en búsqueda de aquellos jerarcas del pasado.

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Fuentes y bibliografía

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La entrada al siglo XX: la cuestión indígena y la renovación de la Iglesia misionera en México

Massimo De Giuseppe

Università di Lingue e Scienze della Comunicazione

El “largo” siglo XX ha experimentado una serie de importantes procesos de renovación de la misionareidad, relacionados por un lado a las trans-

formaciones (pastorales, teológicas, litúrgicas…) impulsadas por la Santa Sede en relación con los episcopados nacionales y las grandes congregaciones religiosas (masculinas y femeninas) y por el otro a los cambios del trasfondo socioeconómico, político y cultural del planeta.

En este marco México ha representado, a lo largo de todo el siglo, un esce-nario cada vez más relevante de experimentos misionales, evangelizadores, pastorales, en espacios rurales o urbanos, en los pueblos originarios como a través de dinámicas experiencias migratorias, mientras que América Latina se iba transformando en un lugar simbólico en el cual Iglesia universal e Igle-sias locales empezaban a dialogar y confrontarse.

En todo esto la cuestión de la evangelización indígena y de la tensión entre un pasado irresuelto del continente (colonial e independentista), un presente incierto y un futuro en construcción han representado, en su complejidad, elementos de absoluta relevancia y, a pesar de las apariencias, centralidad.

Desde el Concilio Plenario de 1899 hasta las contestadas celebraciones de 1992, por los Quinientos años del “descubrimiento” europeo del Continente Americano, esta tensión creativa siempre ha sido presente en el debate ecle-sial y en su relación con sociedades en constante transformación.

Este ensayo quiere empezar un camino de reflexión sobre estos temas, empezando por la entrada al siglo XX, para intentar reconstruir cómo los planes de renovación de la misionareidad indígena en México impactaron con

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un país complejo y multicultural que paleaba toda la fuerza viva de las mani-festaciones de la religiosidad popular y la persistencia de la relación entre un pasado reelaborado y un presente en construcción.

Evangelizar durante el Porfiriato. Incoronación Guadalupana y Concilio Plenario

Un estudio del geógrafo Antonio García Cubas, que acompañaba el Atlas pintoresco utilizado para la Exposición Internacional de 1889 en París, dividía a la población mexicana en el 19% de criollos de origen europeo, el 43% de mestizos descendientes de europeos y nativos y el 38% de indígenas.1 El cálculo, que sumaba todos los límites de la estadística tardo-decimonónica, se basaba principalmente en los idiomas hablados y referidos a una época que registraba un crecimiento significativo de la tendencia demográfica nacional. Esto era el resultado de un largo proceso de transformación que, en una etapa de fortalecimiento del frente liberal y de las teorías del positivismo científico (en particular a través de las posiciones comtianas introducidas en México por Gabino Barreda), contribuía a incrementar la confianza en el papel del México mestizo como elemento de Nation Building. Este tema se abría a nuevas interpretaciones destinadas a durar en el tiempo, como hubieran demostrado, ya en la etapa revolucionaria y pos-revolucionaria, la tesis de Manuel Gamio, sobre la necesaria incorporación de los indígenas a la nación mestiza.2

En este sentido la pacificación porfiriana parecía funcional a las nuevas tendencias demográficas imaginadas por los científicos y el intento de despo-litizar y reabsorber las disputas y enfrentamientos entre liberales y conser-vadores de la época de la Reforma, iba produciendo una nueva síntesis político- institucional en que la Iglesia podía intentar recomponer la separación del

1 A. García Cubas, Cuadro geográfico, estadístico, descriptivo e histórico de los Estados Unidos Mexi-

canos. Obra que sirve de texto al atlas pintoresco, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento,

México 1885.

2 M. Gamio, Forjando Patria, Porrúa, México 1916. Véanse en particular los artículos para la

revista “Ethnos”, como El censo de la población mexicana desde un punto de vista antropológico, I,

2/1920, pp. 44-46 o Nacionalismo e internacionalismo, I, 2° época, 2/1923. A. González Gamio,

Manuel Gamio. Una lucha sin final, UNAM, México 2014, pp. 25-26.

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Estado madurada durante el siglo XIX y regresaba a buscar espacios para jugar un silencioso pero dinámico papel de mediación socio-cultural.3

Sin embargo, desde tiempo atrás las nuevas elites en el poder percibían la necesidad de emanciparse de un país marcado por una profunda fragmenta-ción como una cuestión de vital importancia.4 El legado de una sociedad de castas altamente estratificada y segmentada, la experiencia de convivencia asimétrica de dos ideales almas étnico-culturales, favorecidas por el régimen de separación y concretada por el instituto del Patronato real, permanecían en el umbral del siglo XX, cruzando transversalmente las divisiones entre centralistas y federalistas, liberales y conservadores.5 El Patronato había sido el instrumento que había garantizado la capacidad de penetración del cato-licismo en las diferentes almas del México colonial, y había permitido rede-finir la dialéctica entre dos conceptos aparentemente antitéticos, pero a la vez coexistentes: la dominación civil y la protección eclesiástica; como Jan de Vos los define, “dos formas distintas pero complementarias de tratar a la pobla-ción indígena”.6 El Patronato fracasó, incluso antes de la Independencia, en la época de las reformas borbónicas, cuando se experimentó, en paralelo, una profunda revisión de las políticas hacia la Iglesia por un lado y los pueblos indígenas por el otro, alimentando un esfuerzo que golpeaba conjuntamente foro eclesiástico, cajas de comunidad, sistemas de cargos, cofradías tanto en las ciudades como en los pueblos, interviniendo directamente sobre las dife-rentes expresiones de religiosidad popular.7

3 P. Mijangos, Entre Dios y la República. La separación Iglesia-Estado en México, siglo XIX, CIDE,

México 2018.

4 M. Carmagnani, Territorios, provincias y estados: las transformaciones de los espacios políticos en

México. 1750-1850, en J. Zoraida Vázquez (ed.), La fundación del Estado Mexicano, Nueva Imagen,

México 1994.

5 E. Pani (ed.), Nación, constitución y reforma, 1821-1908, FCE, México 2010.

6 J. De Vos, Chiapas, tierra de indios, tierra de frailes, en A. Lira González, B. F. Connaughton (eds.),

Las fuentes eclesiásticas para la historia de México, UAM, México 1996, p. 58.

7 D. A. Brading, Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, FCE, México

1991, B. F. Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria, FCE/UAM, México 2010.

Como antecedente: C. García Ayluardo, Desencuentros con la tradición. Los fieles y la desaparición

de las cofradías de la Ciudad de México en el siglo XVIII, FCE, México 2015.

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El dilema de la modernización, por lo tanto, durante el Porfiriato, pasó a través varios intentos de consolidación institucional, transformación econó-mica y cultural que desencadenaron una serie de procesos inéditos. Los rasgos profundos de una sociedad criolla antes y cada vez más mestiza maduraron paralelamente a las luchas entre los grupos de poder regionales, que redise-ñaron radicalmente el equilibrio entre la élite y la nación real. El manteni-miento de la paz interna y el fortalecimiento institucional parecieron durante un cierto período dos procesos capaces de autoalimentarse, sobre la base de una serie de equilibrios que resistirían hasta el estallido de la etapa revolucio-naria.8 El presidente general había creado un sistema político-económico aparentemente firme, con rasgos autoritarios, profundamente abierto a la modernización capitalista y las inversiones extranjeras. Esa fue la temporada del telégrafo, del petróleo, de la consolidación de una burguesía financiera cada vez más urbana y desconectada de sus raíces agrarias. Era la época de la centralización de la burocracia, la justicia y la administración pública, pero también era una etapa marcada por una explotación cada vez más despiadada y brutal del trabajo rural. El gobierno tenía como objetivo fortalecer el sistema bancario y restaurar el frágil sistema financiero, vinculándose a las princi-pales instituciones de crédito europeas. En resumen, se buscaba una síntesis política que garantizara el fortalecimiento interno y al mismo tiempo inser-tara al país en el marco político-económico de la Age of Empire.9

En este contexto la “cuestión indígena” comenzó a presentarse en nuevos términos en México, enriquecida por nuevas contradicciones; mientras se elabo-raban complejas teorías del pasado precolombino del país,10 se había desenca-denado un proceso de depreciación general de la categoría del indígena “real”, en carne y hueso, cada vez más identificada en pamphlettistica y publicismo

8 I. Marván Laborde, La Revolución mexicana y la organización política de México: la cuestión del

equilibrio de poderes (1908-1932), en I. Marván Laborde (ed.), La Revolución mexicana. 1908-1932,

FCE, México 2010, pp. 256-310.

9 E. Hobsbawm, The Age of Empire. 1875-1914, Weidenfeld & Nicolson, Londres 1989.

Véase D. Lewis, Iron Horse Imperialism: The Southern Pacific of Mexico, 1880-1951, University of

Arizona Press, Tucson 2018.

10 E. Florescano, Historia de las historias de la Nación mexicana, Taurus, México 2002; Etnia,

Estado y Nación, Taurus, México 1996; E. O’ Gorman, México. El trauma de su historia, UNAM,

México 1997.

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liberal con una “raza degenerada” lejana de la “gente de razón”. Esta actitud se estaba convirtiendo en una especie de guía ideológica, que se alimentaba del mito de la lucha entre la barbarie y la civilización. De hecho, las corrientes de pensamiento sobre este tema eran muy variadas, en un proceso alimentado por las teorías de los científicos y de los renovadores intelectuales y educadores liberales del país.11 Sin embargo, en la era porfiriana, la cuestión indígena se enfrentó a una encrucijada peligrosa: mientras se enriquecían la sensibilidad y las interpretaciones del pasado, la categoría uniformante del “indio” se percibía cada vez más como un elemento de resistencia a la modernidad.12

La respuesta al antiguo dilema colonial del binomio dominio-tutela13 se encontró entonces en una consolidación de la política de explotación y represión por un lado (que culminó con la famosa deportación de los yaqui a la península de Yucatán denunciada a nivel internacional por el periodista norteamericano John Kenneth Turner)14 y en el lanzamiento de un proceso de incorporación primor-dial desde arriba.15 Incluso entre los partidarios más radicales de la renovación mestiza del país se comenzó a hablar de la creación de formas de protección dirigidas a la “redención racial” y la incorporación de la civilización de la pobla-ción indígena del país. El enfoque básico seguía siendo el modelo presentado por Francisco Pimentel algunos años antes, cuando había afirmado: “el sistema de comunidad y aislamiento debe ser completamente abandonado [...] y debemos asegurarnos de que los indios olviden sus costumbres e incluso su propia lengua [...] Porque para el indio no hay patria ni gobierno ni instituciones”.16

11 E. Florescano, Memoria indígena, Taurus, México 1999; A. Annino, R. Rojas, La independencia:

los libros de la Patria, Ibercaja, Zaragoza 2008; G. Fabián Mestas, Historia patria y educación en la

formación de la nación mexicana, INAH, México 2016.

12 H. Iparraguirre, M. I. Campos Goenaga (eds.), Hacia una nación moderna. La modernidad y la

construcción de la nación en México, ENAH/INAH, México 2011.

13 C. Battcock, B. Bravo Rubio (coords.), Mudables representaciones. El indio en la Nueva España a

través de crónicas, impresos y manuscritos, Secretaría de Cultura, INAH, México 2017.

14 J. K. Turner, Barbarous Mexico, Canel & Co., Londres-Nueva York 1911.

15 M. De Giuseppe, Messico 1900-1930. Stato, Chiesa, popoli indigeni, Morcelliana, Brescia 2007;

L. Giraudo, Anular las distancias: los gobiernos posrevolucionarios en México y la transformación

cultural de indios y campesinos, Centro de estudios políticos y constitucionales, Madrid 2008.

16 F. Pimentel, Memorias sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de

México y medios para remediarlo, Andrade y Escalante, México 1864, p. 19.

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La génesis de la política incorporativa, que habría marcado el Porfiriato, cruzado la etapa revolucionaria, hasta culminar en los experimentos para-eu-genésicos de la Casa del Estudiante Indígena en los años de gobierno de Plutarco Elías Calles,17 se desarrolló de esta idea: la voluntad de cambiar a los nativos, percibidos por las elites como un elemento de retraso y de amenaza a la homo-geneidad en el proceso de construcción de la nación mexicana. Una línea confir-mada por las políticas de “blanqueación” del campo que estimulaban un incre-mento de la inmigración europea en áreas rurales del país.18 Justo Sierra se distinguió como uno de los partidarios más ardientes de esta línea fundada en la necesidad de centrarse en dos pilares fundamentales: una mayor presencia del Estado en las periferias de la federación y la consolidación de un sistema educa-tivo nacional.19 El ejército –a través de la leva y la construcción de colonias para soldados-obreros, como en el sistema estudiado por el terrateniente tabasqueño Antenor Sala, futuro secretario de la Liga Agraria Católica20– y la escuela podrían representar una respuesta en este sentido, pero al precio de una renuncia casi total a los modelos autóctonos y pueblerinos por parte de las comunidades.

En este contexto, después de tres décadas difíciles y conflictivas,21 la Iglesia Católica Mexicana iba entrando a una nueva etapa de su vida. Mientras la Santa Sede comenzaba un complejo trabajo de reconstrucción de las relaciones con el Estado,22 regresaba la cuestión de las misiones y la evangelización indígena,

17 La casa del estudiante indígena. Dieciséis meses de labor. Un experimentación psicológico-colectiva

con los indios. Febrero 1926-junio 1927, Memoria SEP, México 1927; E. Loyo, La empresa reden-

tora. La casa del estudiante indígena, en “Historia Mexicana”, 46, 1/1996, pp. 99-131.

18 P. Yankelevich (ed.), Inmigración y racismo. Contribuciones a la historia de los extranjeros en

México, El Colegio de México, México 2015.

19 C. Dumas, Justo Sierra et le Mexique de son temps, 1848-1912, Universitè de Lille 1975, J. Zoraida

Vásquez, Nacionalismo y educación en México, El Colegio de México, México 1975.

20 El Sistema Sala, en Junta organizadora de la Liga Agraria, AHCESU/UNAM, fondo Palomar y

Vizcarra, subserie Congresos Católicos, Liga agraria, Semana social, exp. 264.

21 C. A. Bautista, Las disyuntivas del Estado y de la Iglesia en la consolidación del orden liberal, México,

1856-1910, El Colegio de México, México 2012; M. E. García Ugarte, Poder político y religioso:

México, siglo XIX, Porrúa, México 2010.

22 R. Cannelli, El Vaticano y México del Porfiriato a la Revolución, en H. Iparraguirre, M. De Giuseppe,

A. González (eds.), Otras miradas de las revoluciones mexicanas (1810-1910), Juan Pablos/ENAH/

INAH, México 2015, pp. 151-174.

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casi cuatro siglos después de la llegada del cristianismo en suelo americano. Con Don Porfirio, el Estado ciertamente no había renunciado a su impulso liberal, por el contrario, pero un nuevo sistema de equilibrios entre los intereses nacionales y los grupos de poder parecía poder contener las tensiones opuestas dentro de límites cada vez más precisos del conflicto. Díaz no reformó la estructura legislativa heredada de la generación de la Reforma, ni modificó las bisagras sobre las que gobernaban los principios liberales, sino que suavizó las demandas radicales, dialogando de manera privada y manifes-tando una considerable dosis de pragmatismo político en sus acciones diplo-máticas. Por lo tanto, la política de “conciliación tácita” con los católicos debe entenderse en estos términos. El presidente era consciente del papel social y cultural que el apoyo (o, al menos, la no hostilidad) de la Iglesia, particular-mente en los años de la “mexicanización” del Rerum Novarum, podía garan-tizar, tanto ideológica como prácticamente, tanto en el centro de la nación como, sobre todo, en sus periferias.23

La Iglesia, a su vez, era consciente de las preciosas oportunidades que se le ofrecían, después de años turbulentos de crisis. Debe recordarse, por ejemplo, que la elaboración ideológica de un vínculo histórico entre los héroes de la patria mexicana y la mitización de su pasado indígena, y el proceso de iden-tificación profundamente mestiza que había colocado en el mismo nivel el oaxaqueño Benito Juárez y el mexica Cuauhtémoc, de alguna manera estaba llevando al redescubrimiento del papel de protección que una parte del clero colonial había ejercido con respecto a las comunidades indígenas. De hecho, la era porfiriana coincidió con una recuperación, no casual, de la memoria histórica de Bartolomé de Las Casas (inmortalizada por el pintor Félix Parra en un cuadro famoso de aquellos años)24 y otros “defensores de indios” como el fray Toribio Benavente o Francisco Javier Clavijero.

23 M. Ceballos Ramírez, A. Garza Rangel (eds.), Catolicismo social en México. Teoría, fuentes,

historiografía, AHI, Monterrey 2000; M. Ceballos Ramírez, El catolicismo social: un tercero en

discordia. Rerum Novarum, la cuestión social y la movilización de los católicos mexicanos

(1891-1911), El Colegio de México, México 1991; J. Meyer, El catolicismo social en México hasta

1913, IMDOSOC, México 1992.

24 P. González Casanova (ed.), El pensamiento lascasiano en la conciencia de América y Europa,

UNAM-Cihmec, San Cristóbal de las Casas 1994.

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La lucha de la Santa Sede se articuló desde entonces no solo sobre una base diplomática prudente, aunque informal, sino que se dirigió sobre todo a un intento de fortalecimiento de sus estructuras y su presencia en México. Profundamente convencida del carácter católico de la nación, Roma pretendía reconstruir la cohesión social que se había roto durante el siglo XIX y que ni el segundo Imperio había sabido reproducir.25 Desde un punto de vista práctico, esto significaba avanzar en el triple camino de una renovación: de la jerarquía, a través del diálogo entre clero y laicos y un renacimiento en las áreas misio-nales del país. El ajuste parcial y el aflojamiento de las mallas restrictivas de la legislación en materia religiosa permitieron el inicio de un proceso general de reorganización de la Iglesia mexicana y la limpieza de ciertos baches que habían resultado ser perjudiciales en el recién pasado. En resumen, el objetivo era recuperar una vocación que fuera el preludio de un relanzamiento pastoral, institucional y misionero en un país considerado como absolutamente crucial en la política cada vez más universalista conducida por la Santa Sede en el cambio del siglo y que sigue ocupando un lugar especial en la geopolítica de la Iglesia romana.26

Para emprender este proceso, resultaron cruciales dos etapas iniciales: la coronación de la Virgen de Guadalupe en 1895 y la organización del Primer Consejo Plenario Latinoamericano, celebrado en Roma cuatro años después. La decisión de proceder solemnemente a la coronación pontificia de la “More-nita del Tepeyac” contribuyó a hacer que la devoción guadalupana fuera cada vez más central en el trabajo de evangelización de retorno de la Iglesia en las periferias del país y acompañara idealmente la consolidación de las nuevas diócesis instituidas por León XIII y, luego, su sucesor Pio X. La iniciativa de la coronación fue del arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza y Pardavé, quien desde 1889 se había comprometido a dar un nuevo impulso al culto mariano, luchando en contra de la línea emergente de historiadores anti-aparicio-nistas como el católico García Icazbalceta, autor de la nota biografía dedicada al padre Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la ciudad de México.27

25 E. Pani, El Segundo Imperio: pasados de usos múltiples, FCE/CIDE, México 2004.

26 A. Ivereigh (ed.), The Politics of Religion in an Age of Revival: Studies in Nineteenth Century Europe

and Latin America, Institute of Latin American Studies, Londres 2000.

27 D. A. Brading, Mexican Phoenix: Our Lady of Guadalupe: Image and Tradition across Five Centu-

ries, Cambridge University Press, Cambridge 2001. G. Watson Marrón, et al. (eds.), Guía de

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La tesis de Icazbalceta se fundaba en el hecho de que antes de la publicación, en 1658, del libro del padre Miguel Sánchez, no se podía encontrar una referencia histórica de la aparición de la Virgen al indio (hoy Santo) Juan Diego, que ocurrió en diciembre de 1531, en el Tepeyac al norte de la ciudad de México, al que se habría dirigido en su lenguaje natural: el náhuatl. La coronación de la Virgen no solo tenía el objetivo de poner fin a toda controversia, sino que se transformó en un símbolo de la posible unidad de los católicos mexi-canos y la apertura de una nueva temporada pastoral y misionera. Incluso si los signos de la secularización avanzaban, la Iglesia sabía que podía extraer una fuerza evangelizadora especial de la transversalidad social y la omnipre-sencia geográfica de su presencia.28 La Virgen de Guadalupe, en este sentido, representaba en todos los sentidos un símbolo vivo y real de la capacidad de resiliencia dinámica de la religiosidad popular, más allá de su carácter nacio-nalista.29 La unidad que debía restablecerse bajo el tema “Virgen coronada” –tema recuperado 36 años después, el 12 de diciembre de 1931, también por el arzobispo de la ciudad de México, Pascual Díaz y Barreto, para las celebra-ciones de los 450 años de la aparición, como forma devocional finalizada al cerrar la etapa luctuosa y violenta de la guerra cristera30– tenía que ser reli-gioso, cultural, político en perspectiva, pero sobre todo profundamente social. En este sentido se reiteraba ese encuentro ideal entre Zumárraga, el arzobispo primado de la Iglesia católica en tierras mexicanas y Juan Diego, prototipo de humilde indio, para proteger y, una vez más, evangelizar. Este representaba, a los ojos de los promotores, el ideal punto de partida para inaugurar una nueva temporada evangelizadora del catolicismo mexicano.31

documentos del archivo episcopal de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos 1862-1891, Arquidió-

cesis Primada de México, México 2006.

28 G. Watson Marrón, El templo que unió a Nueva España. Historia del santuario y Colegiata de

Guadalupe extramuros de México, en el siglo XVIII, Porrúa, México 2012.

29 J. Lafaye, Quetzalcoatl et Guadalupe, Eschatologie et Histoire au Mexique, Universitè de Lille, Lille 1972.

30 M. De Giuseppe, Detrás de los arreglos. La S. Sede, la “lucha por las almas” y los católicos mexicanos,

en J. L. Soberanes, O. Cruz Barney (eds.), Los arreglos del Presidente Portes Gil con la Jerarquía

católica y el fin de la guerra cristera, UNAM, México 2015, pp. 107-132.

31 Es interesante ver la redefinición en el tiempo de este esquema hasta el pontificado de Juan

Pablo II y el proceso de canonización de Juan Diego. D. A. Brading, La canonización de Juan Diego,

FCE/CIDE, México 2009.

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La aceptación por parte de la Santa Sede de la solicitud presentada por el episcopado mexicano desde febrero de 1892, marcó el inicio de una serie de obras e iniciativas relacionadas con el evento. El abad de la basílica, Antonio Plancarte y Labastida, ordenó la reconstrucción de la colegiata del santuario, que se inauguró oficialmente en octubre de 1895 y fue bendecida por el arzo-bispo de la ciudad de México, Prospero María Alarcón. Las solemnes cele-braciones por la coronación Guadalupana se llevaron a cabo del 3 al 20 de diciembre en presencia de 11 arzobispos, 28 obispos y 100 presbíteros, 18 de los cuales eran extranjeros. Las peregrinaciones mensuales al santuario, inauguradas oficialmente ya desde 1886 por el obispo de Querétaro Rafael Sabas Camacho, tuvieron mucho éxito. En esa época los cultos marianos se fortalecieron en todo el país, garantizando a la Iglesia un fortalecimiento de su presencia en el territorio. Otras coronaciones solemnes siguieron a la Guada-lupana: en 1899 Nuestra Señora de la Salud en Pátzcuaro, en 1902 la Madre Santísima de la Luz en León, en 1904 Nuestra Señora de San Juan de los Lagos, en 1908 la Virgen de Guanajuato y la Virgen de Esperanza de Jacona, cerca de Zamora, en 1909 la Purísima de Celaya. Aquel mismo año se celebró la coro-nación de la Virgen de Soledad de Oaxaca, que coincidió con el IV Congreso Católico Social,32 enteramente dedicado a la cuestión indígena nacional,33 en un estado tan simbólico por la identidad indígena y mestiza del nacionalismo mexicano y en el cual seguía celebrándose el culto mixteco de la Virgen de Juquila.34

Un rasgo común entre todas estas Vírgenes-Madres coronadas (otras cele-braciones interesaron la Madre Santísima de la Salud en Pátzcuaro, Nuestra

32 Conclusiones del IV Congreso Càtolico Nacional, en “Boletín Oficial y Revista Eclesiástica de la

Provincia de Antequera”, tomo VI, n. 4, abril 1909, pp. 107-114.

33 Carta de los Ill.mos y Rmos Prelados que concurrieron al IV Congreso Católico celebrado últimamente

en Oaxaca, 22 enero 1909, en J. Mora y del Río, Carta Pastoral, en la que hace suya la que publi-

caron los ill.mos y rev.mos Prelados que concurrieron al IV Congreso católico celebrado en Oaxaca,

Imprenta de la Sta. Cruz, México, 1909, AHAM, fondo Mora y del Río, cartas pastorales, pp. 1-12.

Véase también Conclusiones del IV Congreso Càtolico nacional, en “Boletín Oficial y Revista Ecle-

siástica de la Provincia de Antequera”, tomo VI, n. 4, abril 1909, pp. 107-114.

34 E. Wright-Ríos, Revolutions in Mexican Catholicism: Reform and Revelation in Oaxaca, 1887–1934,

Duke University Press, Durham 2009. D. Traffano, Indios, curas y nación. La sociedad indígena

frente a un proceso de secularización: Oaxaca siglo XIX, Otto, Turín 2001.

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Señora del Rayo en León y Nuestra Señora de Ocotlán en Puebla), una vez más, se conectaba a la dimensión evangelizadora y al sistema religioso-devocional de las comunidades indígenas en las diferentes regiones de origen. El 24 de agosto de 1910, en el umbral de la revolución, después de una serie de expe-riencias aparicionistas o repentinas devociones populares no reconocidas por las autoridades eclesiásticas,35 cuando el estado de crisis del gobierno de Díaz era ahora abrumador, Santa María de Guadalupe sería proclamada por el Papa Pio X, Patrona de América Latina.

Regresando a 1895, la reacción de los liberales a las iniciativas Guadalu-panas fue bastante moderada, a pesar de que las duras críticas del grupo más anticlerical de la oligarquía porfiriana no faltaron. Juan Mateos, en particular, habló en el Congreso sobre un “regreso a la barbarie del fanatismo religioso”,36 denunciando la ilegalidad del ceremonial suntuoso y los riesgos relacionados con el resurgimiento de los cultos devocionales. Las resistencias no faltaron incluso dentro de la propia Iglesia. Retomando la tesis de Izcalbaceta, el obispo de Tamaulipas, Eduardo Sánchez Camacho, se opuso abiertamente a toda la operación, desafiando los textos de Sánchez y Juan Valeriano y causando una fractura considerada “peligrosa”, por parte de la Santa Sede, con el resto del episcopado. Al año siguiente el obispo rebelde renunció definitivamente a su diócesis.

En general, el proceso de reorganización de la jerarquía mexicana y su acercamiento cultural y pastoral a Roma sufrió una aceleración. Apenas tres meses después de las celebraciones guadalupanas, en marzo de 1896, se llevó a cabo el proyecto de la Santa Sede para enviar un visitador apostó-lico a México. La misión de monseñor Nicola Averardi representó una pieza decisiva del proyecto de relanzamiento de la Iglesia mexicana y, aunque esto asumió de inmediato una dimensión pública, traicionando el deseo vaticano de mantener un perfil bajo, los objetivos principales eran bastante claros: por un lado, la posibilidad de abrir canales de negociaciones diplomáticas, por otro lado, implementando una especie de encuesta general del estado de la Iglesia

35 El caso más famoso fue, por supuesto, el de Teresa Urrea, la “Santa de Cabora”, en Tomochic, en

una región de complejos intercambios comerciales y culturales entre comunidades mestizas y

indígenas yaqui y mayo.

36 M. González Navarro, El porfiriato: vida social en Historia moderna de México, Hermes, México

1973, p. 469.

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mexicana, posible preludio a su reorganización. En cuanto al primer punto, el dualismo que se produjo entre monseñor Averardi y el arzobispo de Oaxaca, monseñor Eulogio Gillow y Zavala, el prelado más cercano a don Porfirio, no ayudó a poner las bases para una negociación eficaz, pero sobre todo el visi-tante se quedó desilusionado por el limitado margen de maniobra concedido a una revisión de las leyes sobre asuntos religiosos.

Aquí, sin embargo, nos interesan más los objetivos segundo y tercero de la misión del visitante: la evaluación del estado de la Iglesia y la promoción de una renovada acción misionera. El primer impacto de Averardi en este sentido no fue alentador. Por encima de todo, lo que le preocupaba era la falta de prepara-ción y conducta moral de una buena parte del clero. Incluso en lo que respecta al estado de salud de la Iglesia mexicana, a pesar de los avances logrados en los últimos años, los datos aparecieron como interlocutores. Débil económica y jurídicamente, golpeada por un proceso de secularización radical con carac-terísticas fuertemente urbanas y burguesas, la Iglesia mexicana parecía al visi-tador italiano vivir una situación problemática tanto en el centro como en sus heterogéneas periferias. En su lectura este fenómeno era debido en particular a la crisis misionera y evangelizadora, directamente relacionada con la escasez de sacerdotes en las diócesis indígenas más pobres. Especialmente las del sur de la Federación en entidades como Chiapas y Tabasco. Averardi comentó este asunto a la Curia romana, en particular en unas cartas al cardenal Rampolla del Tindaro, en las cuales expresaba su gran preocupación por la joven y pobre diócesis tabasqueña, creada apenas quince años antes y luego encargada a monseñor Perfecto Amézquita Gutiérrez. Se lee en un informe del visitador sobre un coloquio con el obispo (en original en italiano):

Las razones que expuso que no le permiten hacer la visita ad limina son muy

correctas. Realmente no tiene medios para hacer un largo viaje. Su diócesis es

muy miserable. Es mi deber comunicárselo a V. E., agregando que lo que está dispo-

nible para este buen prelado lo distribuye entre los pobres, contentándose con

vivir como un verdadero religioso. Con su ejemplo de caridad y piedad, apoyando

a esa gente, él podría enraizar la fe que ya estaba casi extinguida en el alma de esos

semi-bárbaros.37

37 Archivio Secreto Vaticano (ASV), Archivio della Visita Apostolica, 1896-1900, Busta 5, diocesi

di Tabasco, Lettera di Mons. Averardi a Rampolla del Tindaro, del 14 de agosto de 1896.

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La distancia cultural del visitador apostólico con respecto a la religiosidad indígena parecía sustentar su instancia de fomentar una nueva obra evange-lizadora en las regiones indígenas de México, como ha notado el historiador Cannelli, analizando otra carta al Secretario de Estado en que se lee: “Los sacerdotes de la parroquia no pueden ciertamente elogiarse por su celo; gene-ralmente buscan acumular dinero, aprovechando la ignorancia y la compa-sión, diría casi supersticiosa, de estos pobres indios”.38

La misión de Averardi duró tres años y, si no alcanzó los objetivos estable-cidos inicialmente, para la reconstrucción de las relaciones con el gobierno, sin embargo, contribuyó a la acción de re-organización interna de la Iglesia mexicana. Los sínodos y los consejos desencadenaron un proceso de revi-talización de la acción de las diócesis, alentando una mayor colaboración entre sacerdotes y laicos, preparando el episcopado mexicano a la novedad del Consejo Plenario Latinoamericano. Inicialmente, la hipótesis era que la reunión se celebrara en México, pero este intento fracasó junto con el plan para organizar un gran consejo nacional, que encontró la oposición tenaz de Gillow, y para crear un Consejo permanente del episcopado nacional.

El Concilio Plenario Latinoamericano se celebró en Roma, del 28 de mayo al 9 de julio de 1899, en el Pio Colegio Latinoamericano, y demostró ser un evento único, por su alcance y carácter institucional, crucial para sus consecuencias a corto y mediano plazo, sobre todo en el sentido de la reorganización de las estructuras eclesiales y para el relanzamiento de una nueva misionareidad.39 El Concilio formó parte de un proyecto de centralización romana a largo plazo y reafirmó la voluntad del pontificado leonés para dar unidad a la acción, en una región del mundo cada vez más importante para los destinos de la Iglesia. Incluso desde México se miró a este evento con grandes expectativas. Gillow lo definió como “la conclusión ideal del siglo XIX y la entrada en el XX”40 y

38 R. Cannelli, Nazione cattolica e Stato laico. Il conflitto politico religioso in Messico dall’indipendenza

alla rivoluzione (1821-1914), Guerini, Milán 2001, p. 161.

39 Los últimos cien años de la evangelización en América Latina. Centenario del Concilio plenario

de América Latina, 1899, Simposio Histórico tenido del 21 hasta el 25 junio 1999, Pontificia

Commissio pro America latina, Lev, Ciudad del Vaticano 2000.

40 E. G. Gillow y Zavalza, Apuntes para la historia, en “Boletín Oficial y Revista Eclesiástica de la

Provincia de Antequera”, VI, 7/1909, pp. 177-178.Véase también Reminiscencias del Il.mo R.mo

Sr. D. Eulogio Gillow Zavalza, El Heraldo de México, Los Ángeles 1920.

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recordó haber consagrado la iglesia de Carmen Alto en la víspera de la partida para Roma, como un buen presagio para la obra. De los 53 arzobispos y obispos presentes en el Concilio, 13 eran mexicanos. La reunión se estructuró a través de 29 congregaciones generales y 9 sesiones solemnes. Durante los trabajos se incluyó la cuestión social en varios de los temas tratados. Se destacó la nece-sidad de relanzar la acción misionera y evangelizadora y la necesidad de crear nuevas formas y mecanismos para la protección de los pueblos indígenas. Los resultados del Concilio obtuvieron la aprobación papal, a través de la carta apos-tólica Iesu Christi Ecclesiam publicada el 1° de enero de 1900.41

El Consejo dio un impulso significativo a la acción evangelizadora de la Iglesia latinoamericana y, en el caso particular, mexicana. Los primeros resultados tangibles ocurrieron a principios del nuevo siglo. Además del relanzamiento de los seminarios diocesanos, aumentó el número de parroquias, iglesias y sacerdotes. En 1902 comenzó la visita del enviado extraordinario de la Santa Sede, Ricardo Sánz de Samper, protagonista de tres encuentros interlocutorios con el presidente, antes de la apertura de la Delegación Apostólica, en 1904, algo impensable, solo veinte años antes. La delegación habría trabajado regu-larmente durante una década, hasta 1914, cuando sufrió los efectos de la revo-lución, a través de tres delegados, todos italianos: Domenico Serafini (1904-05), Giuseppe Ridolfi (1905-1911) y Tommaso Boggiani (1911-14).42 A pesar de la persistente preocupación política y algunos malentendidos, la delegación demostraría ser un instrumento útil al proyecto de la Secretaría de Estado, espe-cialmente para el proceso de renovación del episcopado, a raíz del fenómeno de “romanización” de la Iglesia mexicana. De esta manera, el catolicismo se volvió más y más vigoroso en un contexto que, sin embargo, enfrentaba una fase de desintegración creciente. La ruptura de los delicados equilibrios en los que se basaba la pax Porfiriana comenzó a manifestarse claramente en la creciente intolerancia de algunos clubes liberales, que veían precisamente en la relajación del sistema de control de la Iglesia un peligro para el desarrollo de México. Entre 1903 y 1906 surgieron una serie de voces de oposición al gobierno que afec-taron significativamente la reelección de 1904, de la que el antiguo caudillo de

41 Atti e decreti del Concilio Plenario latinoamericano, Tip. Vaticana, Roma 1900.

42 Sobre el papel de Boggiani, L. O’Dogherty, El episcopado mexicano en el exilio: 1914-1921, en

H. Iparaguirre, M. De Giuseppe, A. M. González Luna (eds.), Otras miradas de las revoluciones

mexicanas (1810-1910), Juan Pablos/ ENAH/ INAH, México 2015, pp. 257-282.

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Oaxaca se redimensionó, a pesar del alargamiento del período presidencial (de cuatro a seis años) y la llegada de un distinguido científico como Ramón Corral. Estaba claro que el sistema de poder se estaba debilitando, bajo el impacto de fenómenos distintos como el Magonismo o el Reyismo. La consolidación del movimiento obrero y los grupos de inspiración socialista fue otra cara signi-ficativa de la misma moneda. Sin embargo, sobre todo, las tensiones sociales, tanto urbanas como rurales, estaban creciendo en el país y, en este contexto, las cuestiones educativas, agrarias e indígenas, después de la temporada de la “gran privatización” de las tierras comunales, volvieron a presentarse como priori-dades, contradicciones irresueltas en el proceso de construcción de la nación.43

Una vez que se bloquearon los canales diplomáticos, la Iglesia mexicana elaboró en esos años cruciales una serie de herramientas pastorales y evan-gelizadoras para revitalizar su presencia en el territorio mexicano y trató de actuar a través de dos canales privilegiados (y en un sentido olvidados) que tocaron estas “áreas sombrías” de la relación Estado-Nación: la primera se refería al resurgimiento del espíritu misionero, pero a través de aquellas órdenes religiosas que parecían más adecuadas para el desafío de los tiempos; el segundo se realizó al declinar, de una manera no sin originalidad, el impulso con el cual la encíclica Rerum Novarum había invitado a los católicos a renovar su presencia en la sociedad moderna. Fue un intento de reconquista “desde abajo” y desde la provincia, que tocó no solo las ciudades sino también las periferias mas aisladas del país, el campo y el mundo indígena, justo cuando la vía diplomática parecía definitivamente perdida.

Una experiencia seminal en este sentido, que reunía tanto el nuevo ímpetu guadalupano como una respuesta a las inquietudes del visitador apostólico y del Concilio plenario fue, sin duda, la de Msgr. Ramón Ibarra y González, obispo de Chilapa y futuro arzobispo de Puebla44. Fue desde esta diócesis

43 A. Escobar Ohmstede, M. Butler (eds.), Mexico in Transition: New Perspectives on Mexican Agra-

rian History, Nineteenth and Twentieth Centuries/México y sus transiciones: reconsideraciones sobre

la historia agraria mexicana, siglos XIX y XX, CIESAS/LLILAS-UT, México 2013; D. Marino,

Huixquilucan. Ley y justicia en la modernización del espacio rural mexiquense, 1856-1910, Tierra

nueva, CESIC, Madrid 2016.

44 Sobre Monseñor Ibarra (1853-1917) O. Márquez (ed.), Monseñor Ibarra. Biografía del Sr. Dr.

Mons. Don Ramón Ibarra y Gonzáles, 4° obispo de Chilapa, ultimo obispo y arzobispo de Puebla, Jus,

México 1962.

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de las tierras calientes de Guerrero, una de las más pobres del país, que se planteó la necesidad de proteger a los indígenas, como parte de un más amplio esfuerzo de acción social y con el objetivo, quizás por primera vez, de involu-crar a los laicos a lado de los sacerdotes. El obispo, consciente de la debilidad del clero local y fuerte de un conocimiento atento de la situación de las comu-nidades náhuatl de Guerrero, inició una serie de iniciativas caritativas tanto en el campo de la asistencia como de la educación. Una vez más, en 1905, su sucesor José Homobonis informó que, a pesar de la “pobreza de la diócesis” en todas las 75 parroquias, existían escuelas primarias.45 El proyecto “social” más importante del obispo, sin embargo, tomó forma con la fundación, el 16 de enero de 1895, de un colegio apostólico, dirigido a la formación de misio-neros diocesanos para la evangelización de las “razas indígenas”. Esto debía ser en sus intenciones el principio de una verdadera institución de los que llamó “misioneros Guadalupanos”. De hecho, Ibarra escribió a sus fieles en la carta pastoral de ese año:

¿Cuál es el propósito de esta nueva institución? Una sola oración contiene todos

nuestros pensamientos: los misioneros Guadalupanos, que acabamos de fundar,

siguiendo el ejemplo de los primeros religiosos que evangelizaron nuestra patria,

serán los apóstoles de la devoción a Nuestra Señora Virgen de Guadalupe y el

instrumento religioso, cultural y espiritual, de las almas; Unirán la enseñanza de

oficios y los diversos tipos de agricultura para que la población participe, espe-

cialmente la raza indígena, bajo el estandarte de Guadalupe, de los beneficios de la

verdadera civilización cristiana.46

Devoción guadalupana, actividad misionera, apertura a los laicos, llamado a nuevas técnicas de evangelización y educación; de hecho, existían todos los ingredientes necesarios para responder en concreto a las solicitudes de renovación formuladas por los emisarios de Roma y por los nacientes cató-licos sociales mexicanos. Escribió al respecto un entusiasta Trinidad Sánchez Santos, manifestando indirectamente toda su pertenencia a la cultura de la modernización Porfiriana:

45 ASV, Archivio della Deleg. Apost. in Messico (1904-1921), fasc. 31, Diocesi di Chilapa 1905-1911,

lettera dell’8 settembre 1905.

46 R. Ibarra y González, Carta pastoral, Tipografía Diocesana, Chilapa 1895.

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No recuerdo entre nuestros conciudadanos mexicanos anteriores, uno tan sabio,

tan santo, tan organizador, tan involucrado en las nuevas y grandes necesidades

de este nuevo mundo [...] ni recuerdo que haya nacido en el episcopado mexicano,

una iniciativa tan fructífera para la vida social, espiritual y material de nuestro

país, como esta, que hoy adquiere sus primeras formas. Me enorgullece haber sido

el primero, en nuestras páginas de propaganda católica, en llamar la atención de

los hombres de fe en torno al proyecto concebido por el honrado prelado para

evangelizar a los que se quedaron al estado más salvaje, como se ve especialmente

desde que comenzó la devastadora guerra del Yaqui.47

Si los tonos del periodista católico tlaxcalteco chocaban en parte con la línea pastoral austera del obispo de Chilapa, es interesante notar el impacto producido por este proyecto misionero diocesano. El de los misioneros Guadalupanos fue, de hecho, una de las declinaciones más interesantes del catolicismo social dirigida al mundo indígena en la era Porfiriana. La voluntad de “civilizar” evangelizando y el espíritu “redentor” se unieron de hecho en una fórmula de intervención que buscaba los mitos del pasado, pero tratando de actualizarlos a las necesidades del presente; todo bajo la insignia de Guadalupe, una vez más interpretado como un símbolo de unidad nacional y de la verdadera emancipación de los católicos.

Fue el mismo obispo quien escribió las instrucciones operativas para los nuevos misioneros guadalupanos:

En primer lugar, tratar de propagandar con palabras, por escrito o por medios

que sugerirán el celo apostólico, la devoción y el amor a la Santísima Virgen

de Guadalupe, constituidos como verdaderos apóstoles del culto y portavoz de

su trabajo; segundo, realizar con entusiasmo las obras que siguen los diseños

amorosos de nuestro Señor en nombre de los mexicanos, especialmente la raza

indígena. Estos deberes serán: continuar la evangelización de los indios, que

será considerada como el principal trabajo de la asociación; santificar almas por

medio de misiones, ejercicios espirituales, días de retiro, catecismo, etc.; esta-

blecer colegios para la educación de los jóvenes, a través de los cuales se forman

en la asociación profesores adecuados para la enseñanza; enseñar aquellas artes

47 T. Sánchez Santos, La evangelización de los indios, Compañía Católica, San Andrés 1906,

pp. 139-140.

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y oficios que se consideran más útiles para promover el bienestar de los pueblos,

especialmente de los pueblos indios; finalmente establecer escuelas de agricul-

tura donde aprendan las técnicas para cultivar aquellos productos que permiten

el clima y las tierras de la diócesis.48

En búsqueda de un nuevo espíritu misional

Durante el Virreinato, la evangelización había sido el terreno donde el dualismo de protección-dominación en la relación Iglesia-indígena se había expresado en todo su potencial y contradicción. Aprovechando los márgenes de acción y las prerrogativas otorgadas por el Patronato, la acción de franciscanos, domi-nicanos y jesuitas había contribuido radicalmente a configurar el sistema de relaciones entre el Estado, la Iglesia y las comunidades indígenas, confron-tando todo el patrimonio de multiculturalismo que estas tenían, elaborando estrategias originales y garantizando una especie de transferencia intercul-tural entre los mundos y los modelos de civilización que se enfrentaban entre sí. Si queremos recuperar la lectura del padre Mezler y seguir la clasificación aplicada a los planes de regreso misional hecha por Pedro Borges y resu-mida por Antonio García y García, podemos hablar de al menos tres grandes sistemas de penetración misionera en las tierras indígenas experimentados en la Nueva España, rebautizados respectivamente de bolsa, de enclave y de flecha.49 La primera consistía en la entrada a territorios vírgenes con respecto a la penetración cristiana, la segunda en áreas que habían permanecido aisladas pero rodeadas por otras ya evangelizadas, mientras que la tercera represen-taba una prolongación del proceso de evangelización en territorios contiguos, pero más periféricos y culturalmente desiguales. La adaptación de estas tesis al contexto mexicano del naciente siglo XX retomaba algunos casos simbó-licos evocando un trabajo evangelizador con poblaciones periféricas como los tarahumara de Chihuahua, los yaquis de Sonora o los lacandones del remoto

48 O. Márquez, Monseñor Ibarra, op.cit., p. 195.

49 A. García y García, Actitudes de los cristianos con respectos a los pueblos indígenas, en Il cristiane-

simo nel mondo atlantico nel secolo XVII atteggiamenti dei cristiani nei confronti dei popoli e delle

culture indigene, Lev, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 315-360. J. Metzler, La Santa Sede e le missioni:

la politica missionaria della Chiesa nei secoli XIX e XX, San Paolo, Cinisello Balsamo 2002.

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Petén. Más en general la cuestión del trabajo evangelizador y misional con las diferentes y variadas poblaciones indígenas del país ponía en cuestión las formas de penetración y presencia de la Iglesia en el campo y su relación no solo con haciendas y parroquias, sino con las culturas pueblerinas y, de hecho, la religiosidad popular. En México la acción de los diversos grupos misioneros no solo no había seguido líneas uniformes, sino que también se había enfren-tado a realidades muy heterogéneas. Acabado el impulso evangelizador de los mendigos y los dominicanos en el centro-sur del país, la segunda ola de reno-vación de las misiones se había caracterizado por la acción de los capuchinos, agustinos y especialmente jesuitas en el noroeste del país, pero ahora se tenía que egresar a una nueva etapa en búsqueda de nuevas formas evangelizadoras, expresión de las nuevas tesis misionales.

El debilitamiento del clero regular en el largo siglo XIX había encontrado solo respuestas parciales en el proceso de reemplazo gradual con el clero secular. Incluso si en muchas realidades rurales el párroco había asumido un papel crucial al situarse en el centro de un sistema sacramental (especialmente en la región del Bajío), permanecían profundas diferencias entre el sistema de evangelización del clero secular y el regular; esto era válido para la acción pastoral, en cuanto al desarrollo de los mecanismos interculturales y educa-tivos, por la importancia del idioma y la aceptación de elementos autóctonos en ceremonias, procesiones y eventos devocionales. En particular, la cues-tión del idioma resultó decisiva, ya que a menudo el cura era normalmente un agente de “castellanización”, mientras que el fraile mantenía una tradición de “defensa” del elemento lingüístico nativo (un mecanismo destinado a ser transformado en la época del Concilio Vaticano II, marcado por las nuevas experiencias del clero secular indígena e indigenista).50

En el crepúsculo del siglo XIX, muchos religiosos seculares habían partici-pado principalmente en misiones populares y asistencia, pero la pérdida de la penetración de la acción evangelizadora en las tierras indígenas apareció como uno de los puntos dolorosos para el intento de renovar la Iglesia mexicana. Además, la legislación liberal en materia religiosa había afectado más grave-mente las congregaciones (en particular extranjeras) que el clero secular. Este fenómeno estaba vinculado tanto a razones económicas, como al decomiso de

50 Véase al respecto las indicaciones contenidas en el libro de la Comisión Episcopal para Indí-

genas, Fundamentos teológicos de la Pastoral indígena en México, CEM, México 1988.

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órdenes religiosas y, en particular, a las propiedades de los grandes conventos (que una vez compitieron con las principales haciendas agrícolas del país), pero también formaba parte de una compleja disputa sobre la “soberanía”. Sin embargo, la decadencia también se vinculó a una serie de factores internos significativos, comenzando con una especie de natural “envejecimiento” de la acción misionera, vinculada en particular a la incapacidad de renovarse de algunos órdenes antiguos.

Al respecto, emblemática aparece una carta enviada por el padre Dyonisus Schüler, general del orden de los menores, protagonista del intento de relanza-miento franciscano en México, al cardenal capuchino Vives y Tuto,51 prefecto de la Congregación para los religiosos. En esta se manifestaba fuerte preocu-pación por la situación de la acción evangelizadora en el país:

A esta sagrada congregación de religiosos, a intervalos de tiempo, ha llegado infor-

mación seria sobre el estado de los diversos sacerdotes de la nación mexicana del

orden de los menores, que viven solos, o casi solos, en casas antiguas del orden…

también la condición moral de algunos de estos religiosos, sin la protección nece-

saria de la vida comunitaria, ha dado lugar a inconvenientes y en ocasiones ha sido

causa de escándalo.52

En particular, el religioso se refería a los jóvenes novicios que venían de las clases más bajas y para quienes se esperaba una “formación más vigorosa” y una nueva capacidad para evangelizar a “los indios y gentiles”. Las causas de la crisis se atribuyeron a la persecución religiosa, pero también se reco-noció que, en esa etapa, en pleno Porfiriato, las condiciones habían cambiado, permitiendo “una amplia tolerancia, de la cual otras órdenes y congregaciones religiosas pudieron aprovechar”. En otra carta, Schüler había subrayado la necesidad de un cambio radical, notando: “siempre será necesario tener en cuenta que muchos de los padres educados antes de la reciente reorganización de nuestras cosas en México serían de gran detrimento para las comunidades

51 Schüler, luego de obtener la autorización de la Santa Sede, con un decreto del 19 de marzo de

1908, restauró la provincia franciscana, tratando de reactivar la acción evangelizadora del orden

y colocando en el centro de sus planes el convento de S. Francisco de Zapopan en Jalisco.

52 ASV, Archivio della Deleg. Apost. in Messico, fasc. 57, lettera, 2 julio 1910.

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formales”.53 El cuadro que salía de estos informes no parecía alentador y se intentó superar una serie de retrasos internos que parecían independientes de las campañas anticlericales.

Sin embargo, en el nuevo contexto político-social, la Iglesia sintió la nece-sidad de iniciar una operación masiva para relanzar el espíritu misionero en México, y esto ocurrió principalmente por dos caminos: un proceso de reno-vación y cambio en el panorama de las órdenes religiosas en México, por un lado, la definición de nuevas estrategias de acción en las tierras indígenas por el otro. Para el primer punto, esta renovación, sin duda, respondió al rena-cimiento internacional de la Iglesia misionera, desarrollado alrededor de las obras misioneras y concretado (principalmente en perspectiva asiática y afri-cana)54 ya después del Concilio Vaticano I: un camino ideal que va desde la encíclica a los misioneros de Sancta Dei Civitas del 3 de diciembre de 188055 a la Maximum Illud, la “encíclica misionera” de Benedicto XV de 1919 cuyo título introductivo ya parece emblemático: “Evangelización del mundo, deber permanente de la Iglesia. Historia y actualidad”.56

En México, confiando en el aflojamiento del control eclesiástico garantizado por el Porfiriato, las viejas órdenes lucharon por renovarse. Franciscanos, agustinos, dominicos, mercedarios y lazaristas emprendieron un trabajo de reorganización, pero fueron principalmente los jesuitas los que avanzaron significativamente, reabriendo formalmente las puertas de la provincia mexi-cana y comenzando un vasto trabajo que fortalecería su presencia. Después de haber sobrevivido durante décadas en el hilo de la legalidad, repetida-mente reprimida y reconstituida, la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús tuvo que esperar a que el nuevo siglo reorganizara su acción (en 1878 los jesuitas en México tenían solo 39 miembros, en contra de los 338 de 1910).57 Durante el Porfiriato, sin embargo, el fenómeno relacionado con el desarrollo de nuevas órdenes y congregaciones, hombres y mujeres, que ingresaron a México por primera vez o incluso de origen nacional, resultó particularmente importante. Anticipados por los pasionistas, que vinieron de los Estados

53 ASV, Archivio della Deleg. Apost. in Messico, fasc. 57, lettera, 13 junio 1910.

54 C. Prudhomme, Missioni cristiane e colonialismo, Jaca Book, Milán 2007.

55 Disponible en: http://bit.ly/2OV6MK4

56 Disponible en: http://bit.ly/2H4ISpk

57 J. Gutiérrez Casillas, Jesuitas en México durante el siglo XIX, Porrúa, México 1972.

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Unidos en 1865 y de los josefinos (nacidos en 1872), iniciaron su actividad claretianos (1884), salesianos (1892), maristas (1897), johanninos, fatebe-nefratelli (1901), los hermanos de las escuelas cristianas (1905), los padres redentoristas y del Sagrado Corazón (1908), los misioneros del Espíritu Santo (1913), sin olvidar los benedictinos españoles del santuario de Silos (1903) y los misioneros italianos de Santi Pietro e Paolo (1893). Entre las congre-gaciones femeninas, además de los grupos de origen europeo (incluidas las damas del Sagrado Corazón, las hermanas de San José de Lyon y las escuelas cristianas)58, durante el mismo período apareció una serie de congregaciones mexicanas, empezando por las hermanas josefinas en la Ciudad de México, las hijas de María de Guadalupe, establecidas en Michoacán por iniciativa de Mons. Plancarte y Labastida, las esclavas del Divino Pastor, fundadas en Oaxaca por Antonio Repiso, las siervas del Bendito Jesús en Jalisco, las Hermanas de los pobres y el Sagrado Corazón en Zamora; además, las tercia-rias franciscanas de la Purísima Concepción y las hermanas de María de Jesús Crucificado. En esos años también se establecieron una serie de asociaciones piadosas, como el Apostolado de la oración, la asociación concebida por el padre Enrique Ramiére para la difusión de la devoción al Sagrado Corazón, introducida en México en 1875 por el jesuita aragonés Nicolás Serra y dirigida por el mexicano Vicente Reyes. En resumen, las ocho corporaciones religiosas presentes en 1851 habían pasado, en un período de tiempo limitado, a 28 en 1910, muchas de ellas totalmente o en su mayoría mexicanas. El impacto de este cambio resultó ser bastante significativo. El historiador jesuita Gutiérrez Casillas escribe al respecto:

las antiguas (congregaciones) eran principalmente de tipo contemplativo, tenían

sus propios conventos en las principales ciudades y nacieron de fundaciones

extranjeras. Las modernas eran casi todos de vida mixta, se asentaron no solo en

las grandes ciudades sino también en las pequeñas aldeas y eran en su mayoría de

origen mexicano. Las principales actividades fueron la enseñanza, el cuidado

de los enfermos, los ancianos y los huérfanos. 59

58 C. Prudhomme, Thérèse, patronne des Missions au service de l’indigénisation, en “Histoire et

missions chrétiennes”, 15/2010, pp. 111-132.

59 J. Gutiérrez Casillas, Historia de la Iglesia en México, op. cit., p. 352.

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Esta proliferación respondió a la línea elaborada en aquellos años por parte de la Congregación Propaganda Fide, en una fase de transferencia de competencias y responsabilidades entre las “Iglesias madres” e “Iglesias hijas” finalizada a mantener un equilibrio entre la formación de Iglesias locales misionarias y los impulsos romanizadores. Propaganda Fide participó directamente al proceso de renovación de la Iglesia durante el Porfiriato y tuvo un papel decisivo en el impulso de la reactivación misionera producido en el cambio de siglo, a través de un comité que debía aprobar nuevos institutos y congregaciones misio-neras, conservando la jurisdicción eclesiástica de los territorios sin presencia de diócesis y el poder de proponer la creación de vicariatos apostólicos. De hecho, la presencia inusual de tantos órdenes y congregaciones, de diversa forma, inspiración y recursos, aumentaba significativamente el alcance de la Iglesia misionera. En realidad, la gran mayoría de los recién llegados se especializó en la asistencia social, sanitaria y educativa en zonas urbanas, respondiendo a las nuevas demandas de la sociedad mexicana. En general, la cuestión de las misiones en las tierras indígenas tocó a una parte minoritaria pero extremamente dinámica del antiguo y nuevo clero regular y miembros de las congregaciones. Se desarrolló también la idea de fortalecer la presencia episcopal en zonas puramente indígenas, como en el caso de la diócesis de Tehuantepec, inicialmente encargada al futuro Arzobispo Primado (después de un corto tiempo en Tulancingo), Mons. José Mora y del Río (1893-1901), o, en la región mixteca, la Diócesis de Huajuapan,60 fundada en 1903 por el Papa Pío X y delegada a la cura pastoral del obispo Rafael Amador Hernández.61

El renacimiento del esfuerzo misionero en México en aquel pasaje del siglo nos lleva a una serie de preguntas: ¿Cuáles fueron los caminos seguidos por los evangelizadores? ¿Cómo se relacionó la nueva idea misional con el proyecto de incorporación que el Estado mexicano estaba empezando a elaborar? ¿Cuál fue el enfoque con el que los nuevos misioneros repensaron la cuestión indígena y cómo se relacionaron con las poblaciones indígenas con que trabajaron? ¿Cuál era el carácter de su catolicismo?, ya que si la gran mayoría indígena

60 El nombre latín de esta diócesis (con 32 parroquias) fundada en 1903 era Diocesis mixtequensis;

incluía gran parte de la región conocida como Alta Mixteca, en su mayoría habitada por pobla-

ciones indígenas.

61 Las diócesis de Tehuantepec y Chiapas eran sufragáneas del arzobispado de Antequera (Oaxaca),

mientras que la diócesis de Huajuapan dependía del arzobispado de Puebla.

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era considerada como cristianos necesitados de ser re-evangelizados, para los “indios” marginales de las áreas más remotas del país todavía sobrevivía el estigma de idólatras. Finalmente, en relación con la dinámica de la inculturación que, décadas después, habría impregnado el trabajo del Concilio Vaticano II, ¿cuál fue la capacidad de los misioneros para comprender las caracterís-ticas pluriculturales de las culturas mesoamericanas con las que entraron en contacto? Todas estas son preguntas complejas que trataremos de responder a través de algunos ejemplos sencillos. Sin embargo, es posible afirmar que el relanzamiento misionero en tierras indígenas, aunque no percibido en el país como una prioridad, permitió el inicio de un proceso de re-descubrimiento de la cultura y la religiosidad de los indígenas en carne y hueso. Como dijo el padre Vilaseca, fundador de los misioneros josefinos, en su afán evangeli-zador: “¡Cómo sería bueno que todos los mexicanos conozcan lo que es México en relación con la raza indígena y usar sus propios recursos y sus conoci-mientos y virtudes para convertirlos!”.62

Un elemento de particular importancia para el clero regular proveniente de Europa se refería (incluso aquí respondiendo a una inquietud de Propaganda Fide)63 a la formación espiritual, moral y cultural de los misioneros. Este tema fue analizado también en los sínodos celebrados en México en aquellos años, justo cuando se estaban sentando las bases para el desarrollo de una nueva misiología católica, luego oficializada en la Convención de Wroclaw de 1909 y la formación de especialistas en ciencias de la misión. En esos años, la atención se centró en los colegios y se dieron los primeros pasos de un tema delicado que solo mucho más tarde culminaría en el debate sobre la creación de un clero indígena.64 La cuestión de la formación se sintió particularmente urgente para aquellos misioneros que se estaban instalando en territorios indígenas, donde habrían tenido que enfrentar realidades nuevas y no siempre prede-cibles. Además la experiencia de las revueltas indígenas del siglo XIX (de la guerras de casta a los levantamientos yaqui) había producido nuevos miedos

62 Biografía del P. José María Vilaseca, fundador de los Institutos Josefinos, por un misionero josefino,

Cosmos, México 1931, p. 220.

63 R. Streit, Biblioteca missionum, Herder, Roma 1916.

64 J. Metzler, 350 anni di Propaganda Fide: Memoria Rerum, en T. Scalzotto (ed.), La sacra congre-

gazione per l’evangelizzazione dei popoli nel decennio del decreto Ad Gentes, Propaganda Fide,

Roma 1975, pp.159-166.

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y evidenciado una fragilidad evangelizadora de la Iglesia católica, cuya falta de presencia, o incluso ausencia, había llevado a una radicalización de los elementos sincréticos (como en el caso de los cruzoob yucatecos).65 A su vez, la nueva actividad misionera, asumía los rasgos de una época de penetración del modelo de la civilización occidental en aquellas tierras que habían demos-trado ser más impermeables a la recepción de influencias externas. Si para los Estados Unidos el siglo XIX estuvo marcado por el mito de la “frontera”, caracterizado por un irresistible avance hacia el Oeste y la destrucción rela-tiva de las tribus indias encontradas, para México los extremos (el profundo Sur y las islas indígenas del Norte) seguía siendo una peculiar y variada fron-tera ideal de posible conquista espiritual por parte de los misioneros. Apaches, yaquis, seris, kikapoo, pime y tarahumara no parecían responder al proceso de consolidación de la nación como los otros grandes grupos autóctonos del Valle de México o de la sierra de Oaxaca. No es casual, de hecho, que el esfuerzo misionero evangelizador más relevante en aquel pasaje de siglos fue dirigido a estas áreas periféricas para culminar en la fundación de la nueva misión de los jesuitas en la sierra Tarahumara; una experiencia misional que desde Roma se percibía no solo como una frontera de la civilización sino también como una auténtica frontera de la Cristiandad.

Nuevas experiencias evangelizadoras: los Misioneros de San Pedro y Pablo

Aquí me limitaré a recordar tres ejemplos concretos de nuevos experimentos de evangelización en distintos territorios indígenas de México.

Un primer caso emblemático está vinculado a la experiencia de los misio-neros italianos de San Pietro y Paolo en la Baja California; aunque esta misión se desarrolló en un territorio étnicamente articulado y no puramente indí-gena como la región yaqui, rarámuri o la selva lacandona, el caso resulta extremadamente interesante y ayuda a responder parcialmente a algunas de

65 J. Rus, ¿Guerra de castas según quién? Indios y ladinos en los sucesos del 1869, en J. P. Viqueira,

M. H. Ruz (Eds.), Chiapas: Los rumbos de otra historia, UNAM-CIESAS-CEMCA-UAG, México

1995, pp.145-174; A. Barabas (ed.), Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México, III ed.,

CONACULTA-INAH, México 2002.

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las preguntas formuladas. Esta península del noroeste del país había estado en el centro de un fuerte movimiento misionero en los siglos XVII (1697) y XVIII, bajo el impulso evangelizador/exploratorio de padres como Fran-cisco Eusebio Kino, originario de Trento (su apellido original era Eusebio Francesco Chini), el famoso evangelista de la Pimería alta. Entre los primeros evangelizadores de la península se recordó también otro jesuita italiano, el milanés Giovanni María Salvatierra, Juan María Salvatierra (1648-1717), fundador de la primera misión de Loreto e importante cronista misionero. Precisamente con la expulsión de los jesuitas se había iniciado un largo declive religioso para la región, solo compensado en parte por la acción de los misio-neros franciscanos, quienes con Iunipero Sierra habían fundado en 1768 la misión de San Fernando Villacate; incluso los dominicanos se habían conver-tido en protagonistas de la fundación de numerosas iglesias en la parte norte de la región, antes de pasar a Estados Unidos después de la guerra de 1846. Desde entonces, la Baja California había cubierto un papel extremadamente marginal en la historia de la Iglesia mexicana, con pocos sacerdotes (en 1893 solo había tres) y muy pocos recursos.66

Por estos legados italianos y por la debilidad religiosa del Vicariato Apos-tólico de Baja California –fundado por Pío IX en 1855 y pasado, a partir de 1882, bajo la jurisdicción del obispo de Sonora– en Roma se consideró la posi-bilidad de intentar un experimento evangelizador, dirigido principalmente a la población indígena. Además, se presentaba la ocasión para fortalecer en América un nuevo instituto misionero de formación reciente, vinculado al Seminario Pontificio romano de los santos Pietro y Paolo (destinado a fusio-narse con le Missioni Estere de Milán del padre Ramazzotti), cuyos padres en ese momento dirigían una sola misión en China.67 En una carta fechada el 8 de enero de 1894, la Secretaría de la Congregación de Propaganda Fide contactó al rector del seminario, el padre Francesco Tommasini, para encomendarle

66 Cfr. J. L. Aguilar Marco, Misiones en la península de Baja California, INAH, México 1991.

67 El seminario fue instituido por el mismo Pío IX en 1867, un año después del instituto fundado

por Comboni para las misiones en África. En 1928, el Seminario Pontificio se uniría al Semi-

nario Misionero de Milán, fundado en 1850 por el padre Angelo Ramazzoti, según el modelo de

Missions étrangères de París. Nació así el Pontificio Istituto delle Missioni Estere (PIME).

P. Gheddo, PIME: 150 anni di missione (1850-2000), Editrice Missionaria Italiana, Bolonia 2000.

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la tarea.68 La misión fue establecida por decreto de la congregación del 8 de noviembre de 1895 y, pocos días después, los tres primeros misioneros aban-donaron Italia: el superior Luigi Pettinelli, y los padres Domenico Scarpetta y Revelli.69 Empezó así la aventura americana de estos pocos padres que se esta-blecieron en la residencia de La Paz, capital de la región, con la esperanza de revivir el esplendor de la tradición de los misioneros italianos en México.70 El padre Scarpetta pronto se mudó a la otra cabecera de San José del Cabo, para dejarla luego a otro nuevo misionero, el padre Tedeschini Lalli, y trasladarse a Ensenada de los Santos en el área minera de la península.

La primera tarea de los misioneros fue restaurar las antiguas iglesias de la misión o construir nuevas, pidiendo fondos y ayuda directamente desde Italia, al seminario o a los “buenos compatriotas”. Hay interesantes testimo-nios sobre el funcionamiento de las misiones en las cartas e informes publi-cados en la revista de la congregación, “Revista mensile delle Missioni estere”, publicada en Roma desde 1897 hasta 1905. Cuando los padres empezaron a trabajar en la misión se considera que la península estaba poblada por unos 35000 individuos, dos tercios de los cuales se ubicaban en el sur, entre La Paz y San José. El resto de la población se dividía entre el área central de Comondú y Santa Rosalia, y la parte norte de Real de Castillo. Se lee en uno de los primeros informes a Roma, “las pocas escuelas sin Dios; las costumbres corruptas; y este estado miserable; Baja California se vio reducida así por la francmasonería y el liberalismo, que reinan en la región”.71

68 En “Il Missionario Cattolico”, s.n, 15/1913, p. 152. La carta fue utilizada también por el padre

Domenico Callerio para su Storia del seminario dei S. Apostoli Pietro e Paolo per le missioni estere di

Roma. I suoi missionari e le sue missioni, Roma 1926, p. 45, copia mecanografiada, ASPIME, Roma.

69 La administración del Vicariato apostólico pasó a los Missionari di SS. Pietro e Paolo que la

mantuvieron hasta 1917. M. De Giuseppe, de aquí la frase “Fare l’indiano”, misioneros italianos

en México entre porfiriato y revolución, en “Istor. Revista de Historia Internacional”, 47/2011,

pp. 52-86.

70 Entre los más importantes se acuerdan los jesuitas Teofilo Ciotti, Orazio Carocci y Giovan

Battista Aldrisio por el siglo XVI, el milanés Alberto Clerici, en Sinaloa por el siglo XVII, Pietro

Gravina y Andrea Tutino misioneros entre los acaxees, Tommaso Basile con los yaquis y Fran-

cesco Olignano con los nebomes de Chihuahua.

71 Cenni sulla missione della Bassa California, en “Periodico delle Missioni Estere”, I, 1/1897,

pp. 53-54.

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El tema de la evangelización de los indígenas se presentó de inmediato como más complicado de lo que se pensaba desde Italia. Al respecto otro informe pintaba un cuadro interlocutorio: “en lo que se refiere a los nativos, en la actualidad solo quedaban unos pocos miles de paganos en la región. Los indígenas que vivían en Baja California se dispersaron en pequeños grupos, en su mayoría concentrados en la región norte”.72 De estos grupos autóctonos al menos cinco familias eran de origen y lenguaje común: m’ti pa o cochimí (conocidos en ese momento como diegueños), ubicados en la meseta cerca de Ensenada; los kumiai vivían retirados entre Ensenada y El Rosario, los paipal y kilwa en la sierra y los cucapas a lo largo del río Colo-rado. En el Sur, por otro lado, había pequeños grupos dispersos de yaqui y mayo migrados de los estados vecinos de Sonora y Sinaloa. Para el resto, la mayoría de la población era blanca y mestiza, con numerosos anglosajones y europeos concentrados en el área minera de Ensenada. La realidad con la que los misioneros italianos se enfrentaron era, por lo tanto, extremada-mente variada. Al igual que en el estado vecino de Chihuahua, la influencia norteamericana en la región había sido significativa, principalmente debido a las minas dispersas en el área que habían atraído a los hombres y las inver-siones financieras. Muchas minas se habían ya agotado en la segunda mitad del siglo XIX, lo que provocó una remezcla demográfica. Para el resto, la población rural se dedicó a la pesca y las actividades agrícolas, la subsistencia clásica de origen mesoamericano (maíz, frijol, camotes) y otras de importa-ción europea (cítricos y viñedos). En general las producciones de exportación eran modestas, limitadas a algunas pequeñas plantaciones presentes en la parte baja de la península.

Aquí hay un punto interesante; para el misionero italiano, a pesar de las nuevas teorías misionales, el impacto con los nativos, aunque pocos y dispersos, había resultado ser mucho más traumático que el encuentro con la población mestiza. No era el contacto con la pobreza, que abundaba tanto en la ciudad como en el campo, sino el encuentro con los representantes de un mundo aparentemente distante, anclado rígidamente a su propia cosmo-visión y concepción cultural, con la que luchaba por encontrar instrumentos para el diálogo y buscar una forma para evangelizar lo que se presentaban como cristianos pero que eran considerados por los padres como verdaderos

72 Ibidem.

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“paganos”. Emblemático de esta distancia cultural aparece este comentario del padre superior:

Solo en un rincón de esta península, en un tramo de playa en el océano Pacífico

viven unos cientos de descendientes indígenas de las antiguas tribus indias, que

dicen que son cristianos, aunque de cristiano solo tienen el bautismo y reconocen

al sacerdote solo hasta el punto de muerte [...] Viven completamente separados del

resto de la población civilizada, a la que llaman gente de razón (sic) como si fueran

completamente irrazonables (…) y viven en la costa hospedándose en pequeñas

chozas de paja.73

Los misioneros quedaron impresionados por la ritualidad, el papel de los mata-chines, las fiestas, el desinterés por la dimensión institucional del clero, pero al mismo tiempo, acabado el miedo inicial, consideraron este experimento misional como crucial en contraposición con el sistema de reservas indígenas utilizado en los cercanos Estado Unidos. Interesante en este sentido resulta en particular la reflexión realizada, después de dos años de trabajo, por el padre Revelli en relación con las dificultades misionales que imputó a un conjunto de condiciones prácticas y culturales: las distancias, la escasez de misioneros y lo que podría llamarse el sincretismo vivo y presente, en la religiosidad popular. Según el misionero, el hombre blanco, primero español y luego mexicano, era el responsable de este estado de cosas. Con el tiempo, no había sabido desem-peñar su papel civilizador y había luchado contra el único instituto que hubiera podido ayudarlos, es decir, la religión católica. Escribió sobre esto:

Cuando el trabajo de los misioneros estaba dando frutos, y el indio fue instruido,

aunque lentamente, en la religión; cuando estos pobres seres, creados para Dios,

pero desafortunados porque el hombre inteligente y cruel los derribó, necesitaron

más trabajo misionero para consolidarlos y fortalecerlos en la nueva religión;

luego desatadas del infierno vinieron las revoluciones [...] ¿Qué sucedió entonces?

Que el indio, recién evangelizado y educado, fue abandonado por sus misioneros,

expulsado de manera bárbara, y cayó en la ignorancia más burda, volvió a sus

fiestas idólatras, mezclándolas con las católicas, formó una mezcla horrible. haber

sido evangelizado por los primeros padres.74

73 Ibidem.

74 Carta del P. Revelli, en “Periodico delle Missioni Estere”, V, 5/1901, pp. 77-80.

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En esta relectura personal del padre Revelli de la historia de la seculariza-ción en México, en total contraste con las ideas de los científicos porfirianos, pero también con las inquietudes de los misioneros jesuitas, volvía a la vida la aspiración a un papel eclesial de protección del mundo indígena, pater-nalista por supuesto pero conectada a las nuevas visiones de la evangeliza-ción misional. Todo era acompañado además de una nota no tan velada de la polémica política con las instituciones locales y federales. De hecho, los italianos, no muy sensibles al debate nacional sobre el mestizaje, acusaban a los gobiernos mexicanos del siglo XIX de haber luchado contra el clero y los nativos, destrozando el trabajo “redentor” de las antiguas misiones. Según Revelli, se necesitaba ahora con urgencia una nueva obra evangelizadora, como escribió en otra carta:

De aquí vino la ruina de los pobres indios, primero ayudados por misioneros y

ahora abandonados a sí mismos, o mejor dados a personas sin corazón ni conciencia

y, por lo tanto, forzados a la desintegración y la emigración forzada, […] porque los

indios nunca abandonan su territorio, si no son expulsados. Tal vez un individuo

pueda ser emigrado, nunca una tribu entera, porque si uno estudia el carácter y

las costumbres de los nativos, encuentra que están vinculados tenazmente al país

donde nacieron.75

Los mismos temas fueron luego abordados por el padre Calcaterra, quien acusó a los masones por los ataques a la acción evangelizadora de la Iglesia en México, comparando la situación experimentada por los católicos mexi-canos en tiempos de Porfirio Díaz con la de los primeros cristianos bajo el emperador Antonino “que no los persiguió abiertamente, sino que los mataba apenas podía”.76 Si, por lo tanto, el tema de la protección indígena se proponía como un antídoto al desinterés de la elite liberal, también se condenaba neta-mente la política “india” adoptada por el gobierno de Washington, tanto por su dimensión segregacionista como por el uso de la violencia. Al reconstruir la historia de las misiones californianas, el Padre Revelli quiso recordar con gran reprobación la masacre de Glencoe, un asesinato premeditado de un

75 La Bassa California descritta dal p. Revelli, en “Periodico delle Missioni Estere”, V, 10/1901,

p. 45.

76 Relazione del padre Adriano Calcaterra, en “Periodico delle Missioni Estere”, IX, 2/1905, p. 46.

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grupo de 400 indígenas (en su mayoría mujeres y niños) llevado a cabo por las tropas estadounidenses en la guerra india de 1860.77

La tarea evangelizadora de la misión consistía, por lo tanto, en reconstruir el trasfondo religioso y “redimir” las almas; en este trabajo, sin embargo, muchos misioneros se dieron cuenta de que el legado del mito del buen salvaje que traían consigo no se correspondía necesariamente con la indiferencia real con la que tenían que lidiar diariamente. Y los testimonios de este tenor, por parte de los padres, continuaron siendo más articulados a medida que crecían los contactos con los diversos elementos de la religiosidad popular indígena. El padre Tedeschini Lalli, por ejemplo, durante una parada nocturna en una cabaña en la sierra probó una amarga decepción con respecto al conocimiento catequético de que sus huéspedes. Escribí al respecto:

Cuando terminó el Rosario, quise preguntarles sobre los primeros elementos de

nuestra Santa Religión. Pero, ¡ah! Si mis ojos fueran dos fuentes vivas, no podría

llorar tanto como llorar ¿debería encontrar una familia de cristianos en tal igno-

rancia religiosa? Para honrar a la familia, la mujer mayor, una anciana de setenta

y más años, se acercó y le pidió que hiciera preguntas. Las oraciones más nece-

sarias para lo que ella sabía, y luego pasé a un pequeño catecismo. ¿Cuántas son

las personas de la Santísima Trinidad? La SS. Trinidad, respondió, asumiendo un

cierto tono de doctor ofendido por la simplicidad de la pregunta, la Santísima

Trinidad es una, María Santísima, Madre y Nuestra Señora.78

Aun reconociendo su impresión por el difundido respeto por la devoción mariana, en este caso el misionero atribuyó las causas de la ignorancia doctrinal a la larga ausencia de sacerdotes en la región. Al mismo tiempo, el deseo de protección comenzó a producir una reflexión sobre los efectos nega-tivos derivados de la influencia de los blancos presentes en la región sobre las comunidades indígenas. No solo se denunció la influencia negativa ejercida por los 160 soldados de la guarnición de La Paz, sino se elaboró una critica del proyecto de fomentar la inmigración europea como herramienta de moderni-zación en contra del “retraso” indígena. Escribió el padre Revelli:

77 Ibidem.

78 Una Gita campestre, en “Periodico delle Missioni Estere”, III, 8/1899, p. 53.

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La inmigración de los europeos, aunque no es grande, también conlleva un daño

muy grave. Mil veces, en su ignorancia, se prefieren a los nativos, no a los euro-

peos en la soberbia ignorancia y al pretensor de saber todo lo que la religión

enseña, cuando son básicamente burros, que llevan a todas partes malas hierbas

y desorden. Esos buenos californianos no conocen la blasfemia y en sus labios es

raro que aparezca una indecencia escurrida, mientras que el europeo no conoce

nada más que las blasfemias y, en la conversación, es muy escandaloso. Un hecho

que todos los misioneros han notado es que el europeo, que se declara un cato-

licón, cuando emigra, ya no pone un pie en la iglesia, en detrimento de aquellos

cristianos débiles.79

Este intento de renovar la acción misionera nos permite probar algunas consi-deraciones rápidas sobre la experiencia evangelizadora en la Baja California. Comparando estos testimonios con los de los jesuitas en la Tarahumara, sobre-sale una clara distancia. Mientras que, por ejemplo, los jesuitas hablan casi siempre de rarámuri o tarahumara, los misioneros de Baja California, como el clero secular, siempre usan un indistinto indios para referirse a las pobla-ciones nativas, sin prestar mucho cuidado a su pluriculturalidad. Además, la cuestión del idioma aparece relevante; mientras los jesuitas consideraban esencial que los padres aprendieran el idioma nativo, en este caso los misio-neros italianos se limitaban a aprender el español, sin mucho afán intercul-tural. Es cierto que la experiencia de Tarahumara fue parte de un proyecto específicamente dirigido hacia una comunidad indígena homogénea, mien-tras que la misión de Baja California puso a los padres italianos frente a una realidad compuesta étnicamente, donde el elemento indígena podría consi-derarse no prioritario. Sin embargo, las diferencias en el método y el enfoque parecen ser relevantes. Se puede hacer un argumento similar con respecto a la aceptación de elementos interculturales, como la presencia de matachines en las procesiones. Sin embargo, como se mencionó, la misión italiana se bene-fició del contacto con esas realidades desconocidas y reveló una capacidad creciente de maduración para adaptar sus actividades misioneras a las necesi-dades específicas de las poblaciones encontradas. Esto nos permite reafirmar la tesis de que la cuestión indígena fue uno de los protagonistas silenciosos

79 La Bassa California descritta dal p. Revelli, en “Periodico delle Missioni Estere”, V, 6/1901,

pp. 90-93.

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(y por largo tiempo olvidado por la misma historiografía) de la época forma-tiva del catolicismo social mexicano. Este proceso de enraizamiento social y esa experiencia humana y espiritual finalmente permitieron a los misioneros ver el mundo indígena en nuevos términos y trasladar su experiencia a Roma, como sobresale de la carta de despedida escrita por el Padre Revelli, en el momento de su partida:

Hermosas esas chozas donde miles de indios pobres, los parias de México, traen

una vida de sufrimiento… Otros trabajarán en esa tierra seca y amarga, donde

también hay hermosas gemas espirituales. Incluso en Baja California hay almas

puras, hechas para Dios, que viven con extrema delicadeza de conciencia, que

podrían cerrar sus labios a aquellos que, al oír el nombre de América, creen

que están frente a un país dedicado exclusivamente al negocio.80

Después de seis años de vida en la misión, el contacto con la periferia había tenido éxito, había derribado los prejuicios y había permitido redes-cubrir, aunque en términos de características idealizadoras, elementos de ese modelo de civilización mesoamericana que ya no podían reducirse a un simple estado de semi-barbarie. En solo siete años la misión, a pesar de todos sus límites, se veía en Roma como un ejemplo de regreso evangelizador en la América indígena.

En búsqueda de las periferias: los Misioneros josefinos

Un segundo ejemplo del relanzamiento misionero en territorios indígenas entre los dos siglos lo proporcionan los misioneros josefinos, establecidos en México en 1872 por el padre José María Vilaseca.81 Este sacerdote, de origen español pero de adopción mexicana, era un perfecto representante de una generación de misioneros renovadores (aún con una formación de matiz tradicional), en algún sentido producto de los procesos migratorios de la época, y que buscaban

80 Dalla Bassa California, carta del P. Revelli, en “Periodico delle Missioni Estere”, V, 6/1901, p. 78.

81 José Jaime Sebastián Vilaseca, nacido en Igualada en 1831, estudió en Barcelona y desde muy

joven trabajó en una fábrica textil. A la edad de 16 años, ingresó al seminario donde conoció al

padre Armengol, quien estaba buscando religiosos para abrir misiones en México. En 1852 se

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los fermentos de la dimensión universalista de la Iglesia romana. Ferviente promotor de la propaganda de la devoción josefina, el padre Vilaseca fundó la Congregación de los Misioneros de San José y de las Hermanas josefinas con un doble objetivo: la congregación masculina se ocuparía de reavivar la actividad misionera y evangelizadora entre los nativos, mientras que la femenina se dedi-caría a desarrollar y apoyar obras educativas y asistenciales.82

Vilaseca fue un teórico de las misiones populares que tenían el objetivo de llegar hasta las zonas más pobres, marginales y periféricas del país. Expul-sado por el gobierno de Lerdo en 1873 y regresado dos años después, a peti-ción explícita del Arzobispo Labastida, el padre catalán decidió enfocar su acción en los misioneros josefinos que establecieron su casa madre en el Colegio de Ribera de Santa María. Por lo tanto, fue en la última parte del siglo que la ópera josefina vivió su temporada de gloria (el decretum laudis de la Santa Sede llegaría solo el 20 de agosto de 1897 y la aprobación definitiva el 27 de abril de 1903). Las condiciones políticas parecían aptas y el intento de relanzar el esfuerzo misionero (que tuvo su auge en el período de cuatro años 1896-1900) que fue apoyado explícitamente por el visitante apostólico Averardi. Debe decirse que el propio Díaz, aún en forma privada, no desa-probó las iniciativas misioneras que, si bien violaban las Leyes de Reforma, en algunos casos podrían funcionar como un volante de un plan más amplio, pero aún inorgánico, de incorporación, modernización y, sobre todo, pacifi-cación de las naciones indígenas. No es casual que uno de los proyectos más significativos, entre los realizados por el padre Vilaseca, fue el de intervenir entre los yaquis, en aquellos años en lucha con las autoridades federales. La presencia de los padres en las tierras indígenas podría representar para el

trasladó a México y tres años después ingresó a la Congregación de la Misión, bajo el nombre

de José María. Enseñó en los seminarios de Saltillo (1868) y Monterrey (1869). Después de

la proclamación de San José como patrón de la Iglesia Universal, en 1871, dio vida la revista

“Propagador de la devoción de San José”. En el mismo año fundó en la capital el Colegio Clerical

del Señor San José en México y luego en 1872 la Congregación de los Misioneros Josefinos y de

las Hermanas Josefinas. Viajó mucho y desde 1885 se dedicó a la formación de los misioneros en

el colegio, obra que continuó hasta su muerte en 1910 en Tacubaya.

82 L. Esquivel, Espiritualidad y misión: los acordes de un proyecto. Las Hijas de María y del Señor San

José. 1872-1884, en M. Ramos (coord.), Vida Conventual Femenina Novohispana. Siglos XVI-XIX,

Centro de Estudios de Historia de México-CARSO, México 2013, pp. 377-418.

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Estado una especie de garantía en los proyectos de modernización del terri-torio y en la visión misionera fue vista como una oportunidad única no solo para relanzar el trabajo evangelizador sino también para introducir nuevos elementos de tutela y, cuando fuera posible, hasta formas de mediación polí-tica, como explicó el padre Beltrán en una carta a Vilaseca de diciembre de 1897: “es cierto que los misioneros son el medio más adecuado para pacificar a los indios yaqui, como bien han dicho, los indios más tenazmente combativos en la defensa de sus tierras y de su territorio”.83

El dualismo entre una pertenencia cultural a una raíz común, que parecía reducir las diferencias entre católicos y anticlericales con respecto a la poten-cial “amenaza” indígena, sobrevivía en esta lectura, pero también surgieron elementos novedosos. En este sentido, la peculiaridad más interesante de la experiencia misional josefina probablemente reside en el cuidado que se tomó en la formación de los misioneros. El padre Vilaseca había planteado el problema en una carta enviada en 1899 a la Santa Sede en la que se quejaba del estado de crisis de la Iglesia mexicana, denunciando las dificultades para operar en los seminarios, la resistencia a los prejuicios raciales (que reco-nocía existir tanto entre el laicado social católico como entre representantes del clero mismo), finalmente la escasa disponibilidad de los presbíteros para moverse a las aldeas más aislados y pobres del país. Acerca de la formación de los padres hay un testimonio interesante en un folleto apologético que un misionero anónimo quiso dedicar a su maestro Vilaseca, recolectando cartas, documentos y entrevistas. El método formativo utilizado por el superior, inspirado en la “regla misionera” josefina era presentado en estos términos:

En primer lugar, (el superior) deseaba que (los sacerdotes) estuvieran bien conven-

cidos de la excelencia de las santas misiones, declinándola de acuerdo con la

dignidad del alma humana. Luego, les presentaba los ejemplos de los misioneros

más importantes y finalmente, a nivel teológico, les mostraba que el ejercicio de las

santas misiones es superior a cualquier otro ejercicio de virtud e incluso la peni-

tencia más rigurosa, teniendo como recompensa una gloria muy especial, porque

en ella todas las virtudes se practican, muchas veces hasta el rango del heroísmo.84

83 Carta del 9 diciembre 1897, en Biografía del P. José María Vilaseca, fundador de los Institutos Jose-

finos, por un misionero josefino, Cosmos, México 1931, p. 215.

84 Ibidem, pp. 184 s.

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La técnica de los josefinos consistía en entrenar a los misioneros, incluso antes que a nivel doctrinal (según un esquema clásico de total fidelidad a la ortodoxia catequética y sacramental), a través de un fortalecimiento de la actitud y voca-ción evangelizadora. Desde su experiencia en el México profundo, Vilaseca había sacado la convicción de que el grado de autosacrificio de los misioneros era un requisito indispensable, tanto por las dificultades prácticas que debían enfrentar como por el prestigio que podían obtener en el contexto de la comu-nidad indígena. Por lo tanto, la firmeza moral era de primordial importancia para ganar la confianza y la credibilidad necesarias entre los principales o los mayordomos en los pueblos. La etapa sucesiva en este original proceso de entrenamiento (algunos años antes del nacimiento de la misiología como ciencia oficial) consistía, por lo tanto, en el estudio de las realidades en las que los padres deberían operar.

Si bien esta formación carece de la dimensión científica de los jesuitas, la fusión de elementos doctrinales y motivacionales se enriquecía de informa-ciones prácticas esenciales sobre el clima, los entornos y los contextos sociales que los esperaban. La atención a la formación de los misioneros, aunque carac-terizada por las características personalistas impuestas por el fundador de la congregación, pareció responder a las necesidades de renacimiento misionero invocadas por Propaganda Fide. El proceso no era sencillo. En primer lugar, el área de reclutamiento para los novatos era la capital y estos eran predominan-temente mexicanos y de diversos orígenes sociales. Objetivo prioritario de los josefinos era la penetración en las áreas más periféricas del país, en aquellos territorios donde la ausencia de misiones fue más significativa en esas décadas. “Finalmente, –concluyó el autor del panfleto– el padre describió algunos de los paisajes pintorescos que el misionero encuentra en sus excursiones apos-tólicas: montañas, bosques, ríos, precipicios muy profundos, cuevas inaccesi-bles, últimas franjas donde las tribus aborígenes salvajes aún viven en la más triste y miserable abandono”.85

Esto significaba entrar a zonas particularmente difíciles del país: en la sierra Tarahumara en el estado de Chihuahua, entre los pueblos yaquis de Sonora, los huicholes de Nayarit e incluso, con los lacandones de Chiapas. Cada una de estas experiencias misioneras tuvo que lidiar con grupos étnicos y situaciones geopolíticas, culturales y substratos religiosos extremadamente diversificados.

85 Ibidem.

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La actividad misionera en la sierra de Tarahumara comenzó en mayo de 1894, dos años después de la misión exploradora del jesuita belga Aquiles Gerste. La organización fue encargada al padre Delgado y a otros cuatro sacer-dotes, con la ayuda de algunos coadjutores y un pequeño grupo de hermanas josefinas. El impacto no fue el más simple, debido a la dificultad geográfica (las barrancas, los caminos infranqueables en la temporada de lluvias, la presencia de animales feroces) y las condiciones climáticas (las temperaturas en invierno pueden llegar a ser muy rígidas). Sin embargo, también las dificultades misio-nales no tardaron en llegar, especialmente por los problemas de comunicación con los nativos, dispersos en cuevas y rancherías, donde se quedaban descon-fiando de los recién llegados. Esto era en parte el producto de las tensiones generadas entre las comunidades tarahumaras y los habitantes de los asenta-mientos blancos y mestizos en la segunda mitad del siglo. La primera etapa de la misión josefina, entre 1895 y 1898, coincidió de hecho con dos pequeños levantamientos indígenas, en Agua Amarilla y Chinatú. Esto pasaba veinte años después de la última gran rebelión rarámuri, la de Nonoava del 1876, efecto de un decreto de privatización de las tierras comunales por parte del gobierno del estado de Chihuahua. Otra dificultad consistía en la incapacidad de los misioneros de aprender el rarámuri en tiempos rápidos (elemento de radical diferenciación con respecto a la sucesiva experiencia jesuítica).

A pesar de las dificultades, lentamente, los misioneros lograron establecer los primeros contactos, abriendo dos de las viejas iglesias de la sierra. Un testi-monio de aquellos primeros pasos aparece en una memoria del mismo padre Delgado:

En los días de trabajo apenas vemos a los indios. Pero el domingo me consuela

verlos bajar en grupos de cuatro, ocho o hasta doce, siempre alineados y con sus

arcos y flechas listos [...] Si Dios nuestro Señor me da el Posibilidad de poseer bien

el idioma, seré capaz de introcirme más adentro de la sierra y, por lo tanto, cons-

truir una misión dirigida a los verdaderos gentiles; por el momento es suficiente

bautizar, casar, dar información, enseñar la doctrina cristiana y ofrecer otras

necesidades básicas; pero esto no es suficiente; si hubiera un indio que hablara

castellano y me enseñara, mis deseos se cumplirían.86

86 Ibidem, p. 193.

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Aquí se manifestaba un límite formativo que marcó esa experiencia misio-nera, que los jesuitas más tarde tratarían de superar. Incluso los josefinos, aunque de origen mexicanos, fueron sorprendidos por algunas características de los nativos con los que habían entrado en contacto, que a sus ojos tenían que parecer particularmente extraños. Si no lo sorprendieron demasiado las expresiones de sincretismo devocional de la religiosidad popular, aunque con otros tintes y matices, generalizadas en la mayor parte rural del país, quedaron impresionados por algunas costumbres típicas de estas poblaciones del norte. Por ejemplo la resistencia a aceptar la catequesis, la dispersión forzada de los poblados, la tradición de vivir en cuevas por parte del año, el profundo respeto a los hechiceros y la particular concepción de las cruces, elementos esenciales de su cosmovisión.87 A pesar de los esfuerzos, y debido también a la falta de tiempo, los misioneros no tuvieron gran éxito para penetrar profundamente en la sierra ni para completar el ambicioso objetivo que se habían propuesto para re-evangelizar a toda la región tarahumara; pero su acción permitió llenar un vacío, reactivar algunas parroquias y sobre todo retomar un hilo con la experiencia misionera del pasado, una especie de conti-nuidad sutil de la cual la nueva misión jesuita se habría beneficiado desde su fundación en 1900. Entre los resultados más significativos obtenidos por los josefinos se recuerdan de hecho algunas acciones sociales, en particular una campaña para combatir el alcoholismo y la apertura de una pequeña escuela para niñas tarahumaras, encomendada a las hermanas josefinas.

Abandonados los rarámuris, los misioneros intentaron repetir la expe-riencia también con los rebeldes indígenas por excelencia, los yaquis del Estado de Sonora. Como ya he mencionado, esta era todavía una época de inestabilidad crónica. Incluso después de la gran deportación a Yucatán se registraron esporádicas incursiones armadas de grupos rebeldes aislados y, en casos extremos, nuevas intervenciones militares en las comunidades para detener o encarcelar los líderes más turbulentos y deportarlos al sureste.88 La ambición de los misioneros de desempeñar un papel de protección y pacifica-ción de los yaquis fue el rasgo más original de esta experiencia, pero chocó

87 C. Bonfiglioli, Fariseos y matachines en la Sierra Tarahumara, Instituto Nacional Indigenista,

México 1995.

88 C. Gouy-Gilbert, Una resistencia india: los yaquis, Instituto Nacional Indigenista, México 1985;

Z. Estrada Fernández, Yaqui de Sonora, El Colegio de México, México 2009.

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con una situación difícil. Bastante sombrío aparece el cuadro pintado por el superior de la misión josefina, Luis Beltrán, al padre Vilaseca que subrayaba la “incalculable cantidad de víctimas de guerras, deportaciones, alistamientos forzados y masacres punitivas” que habían desbaratado el tejido social de la “nación yaqui”, incrementando la desconfianza entre los nativos. El intento de suavizar la situación de los indígenas con el “bálsamo de la religión”, como dijo Vilaseca, fue por lo tanto un proyecto misionero utópico. La acción misional se puso de hecho en función solo con algunas comunidades estacionadas a lo largo de la parte baja del río Yaqui, mientras se demostró casi inaccesible la entrada a las aldeas de la sierra alta o a los poblados dispersado en las montañas Tetakawi, zona de refugio para escapar de los ataques del ejército.

Incluso desde un punto de vista puramente pastoral, las dificultades no fallaron, reiterando la complejidad de la cuestión de la coexistencia entre diferentes formas de religiosidad y técnicas evangelizadoras. Como sucedió entre los misioneros de Baja California, aquí también fue explícita la crítica de las responsabilidades de los “blancos”; los josefinos denunciaron el desin-terés, sino la hostilidad, por la religión de muchos colonos europeos que se habían asentado recientemente en la región, “blanqueando” la parte baja del valle. Una operación de re-evangelización de los nativos era la prioridad de la misión y no solo con puro intentos pacificadores, como interesaba a las auto-ridades locales y federales. En sus cartas los padres decían confiar solo en la natural “inclinación hacia la religiosidad” de los nativos. Escribió al respecto el padre Beltrán:

Por supuesto la religión entre los nativos está llena de mil prácticas grotescas, que

su dureza y el gran espacio del tiempo en el que permanecieron sin sacerdotes no

pudieron evitar causar; pero tienen mucha fe y tanto que no se olvidan de cele-

brar las principales fiestas por su cuenta: y los indios llamados temiatianei saben

perfectamente cómo ir a misa, a los oficios eclesiásticos, cómo celebrar vísperas y

administrar los sacramentos.89

Como en el pasado, la única solución por los misioneros josefinos consistió, inevitablemente, en aceptar una participación activa y “creativa” de los repre-sentantes locales en las celebraciones del culto. No debe olvidarse que entre

89 Biografía del P. José María Vilaseca, op. cit., p. 201.

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las diversas comunidades indígenas del centro-norte, los yaqui eran de los que más conservaban una estructura comunitaria específica y que daban mayor importancia a un sólido sistema de cofradías, entre las que destacaba la de los matachines, responsable de Celebraciones de la Semana Santa, a través de sus dos ramas: los fariseos y los caballeros. Con este sistema volvimos al origen cosmogónico, pero entrelazado con profundos elementos cristianos (here-dados directamente de los sistemas de evangelización del siglo XVII), como la representación de la separación entre los bautizados y los paganos (fieles a la yoanía), entre Jesús, interpretado como un yaqui que combina en su figura las danzas del pasto, el venado y el coyote, y finalmente María, verdadera “madre mesoamericana”, a la cabeza de los matachines. Era un renacimiento del dualismo entre la Virgen y la diosa Itom Aye (“nuestra Madre”) que se reproducía cíclicamente en ciertas épocas del año. Como la danza, el canto también se convirtió en un medio de evangelización en la misión; junto con los instrumentos clásicos del catecismo misionero: la doctrina dominical y las visitas a las rancherías formaron el arsenal más eficaz de la acción evangeli-zadora josefina en la tierra de los “rebeldes”. Interesantes aparecen en este sentido estas reflexiones conclusivas del padre superior: “no dejaremos de ir de una comunidad a la otra para bautizar, casar, predicar la paz y la concordia entre los contendientes, hasta que se logre la pacificación de los indios yaquis, como una espléndida corona”. La paz vendría, sin embargo, de otras maneras, después de las últimas deportaciones violentas del Porfiriato, o con el otor-gamiento de subsidios a cambio del “trabajo” militar de los guerreros, consti-tuyendo redes de confianza (como en el caso de Álvaro Obregón), un proceso que continuaría durante toda la era revolucionaria, hasta la última ola de revueltas de 1926.90

Los josefinos intentaron reproducir las mismas técnicas misioneras más al sur, en la misión de Nayarit, trabajando con unas sólidas comunidades huicholes. Ubicados entre Guadalupe Ocotán y Chapalagana (en la frontera con el Jalisco), los huicholes también vivían dispersos, aunque en un contexto menos aislado (cultural y políticamente) que los yaquis y, sobre todo, los tarahumaras. De origen yuto-azteca y teo-chichimeca, aunque vinculados al cultivo del maíz, estos otros pueblos indígenas entraban en esa categoría que

90 L. B. Hall, Álvaro Obregón: Poder y revolución en México, 1911-1920, FCE, México 1985.

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los antropólogos definen como un sistema de “migraciones temporales”.91 Por ellos el calendario agrícola continuaba actuando como un elemento central en la organización social del tiempo, así como cultural y religiosa. Algunos huicholes de esa región habían tomado parte en la rebelión jalisciense de “el tigre” Lozada, en la segunda mitad del siglo XIX,92 pero a fines del siglo la situación parecía haberse normalizado. Esporádicas, aunque estables eran las relaciones con las comunidades mestizas y desde 1887 hubo solo unos pocos disturbios intermitentes, debido a la decisión del gobierno del estado de privatizar las tierras municipales. Sobre la misión en Nayarit, hay una intere-sante documentación en los archivos del Vaticano, resultado del intercambio de noticias entre el delegado apostólico Ridolfi, el obispo de Zacatecas Jesús Alva (con quien se llegó a un acuerdo para la construcción de la misión) y los josefinos del Colegio de San José, a través del mismo padre Beltrán. En este caso, sin embargo, surgieron una primera serie de novedades que demos-traban una capacidad de metabolización de los éxitos y fracasos surgidos de las primeras experiencias evangelizadoras en el norte del país. En particular se hizo hincapié en dos requisitos que se consideraron esenciales para impulsar un proceso de evangelización funcional a la acción misionera: primero inten-sificar y regular la presencia en el territorio a través de visitas a las ranche-rías y segundo aprender el idioma de los huicholes. Desde la cabecera se dieron instrucciones para que dos sacerdotes junto con el hermano intérprete salieran a visitar regularmente los pueblos y las rancherías. Entre los papeles del Archivo Secreto Vaticano hay un interesante testimonio del padre Beltrán que escribió:

Debido a que las misiones desenganchan con éxito su ministerio sagrado y

teniendo en cuenta las disposiciones de la Santa Iglesia en relación con el idioma

de los indios, el superior local se asegurará de que los sacerdotes y hermanos

que residen en Nayarit aprendan el idioma huichol y para esto tendrán un o

dos lecciones diarias de acuerdo con lo que permiten las diversas ocupaciones.

91 J. Neurath, J. Jáuregui (eds.), Fiesta, literatura y magia en el Nayarit: Ensayos sobre coras, huicholes y

mexicaneros de Konrad Theodor Preuss, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, INI,

México 1998.

92 J. Meyer, Esperando a Lozada, Colegio de Michoacán, Zamora 1984; Manuel Lozada: El Tigre de

Álica: general, revolucionario, rebelde, Tusquets, México 2015.

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Providencialmente, en las misiones, hay un profesor del idioma, el hermano

Mariano Ríos, quien, bajo la supervisión inmediata del superior local, puede dar

lecciones fácilmente. Con este nuevo orden de cosas esperamos en Dios nuestro

Señor que nuestros misioneros puedan trabajar más fructíferamente en la evan-

gelización de los pobres huicholes.93

La historia de ese hermano intérprete podría muy bien haberse extrapolado de una de las muchas novelas de aventuras de la época. Hijo de una familia de mestizos que vivía en un rancho de la sierra, cuando todavía era niño Mariano había experimentado el asalto de una banda huichol. Los nativos asesinaron a todos sus familiares y secuestraron a Mariano que fue criado en su comu-nidad, donde había enseñado el castellano a los principales de la aldea. Más tarde, ya adolescente, había sido rescatado (a cambio de un manto) por los mismos padres josefinos que lo habían reclutado a su vez como intérprete y asistente para las misas, los sermones y la doctrina.

Los josefinos proporcionaron datos interesantes sobre el carácter de las misiones, sobre las características geofísicas de la región que los obligaba a ir a comunidades escondidas en las montañas más altas, donde podían visitar a esas “familias de indios que viven en casas de animales feroces”.94 Una de las tareas principales de los misioneros fue la lucha contra las formas idólatras, un proceso complejo en un contexto en el que la población no parecía tener la intención de comprometerse con el rígido respeto del calendario precristiano. En este sistema, todas las ceremonias principales estaban marcadas por un ciclo natural basado en elementos fuertemente simbólicos, el culto al maíz, el venado y el peyote, en el que las principales festividades eran el tradicional-mente relacionadas al tostado de maíz, la lluvia o las mazorcas, símbolo del viaje por la tierra del dios original Wirikuta. Los misioneros se quejaron en sus informes de la costumbre de los indígenas de invitar a la cabecera de los enfermos, en lugar del padre, los maracames, curanderos locales, descriptos en estos términos: “cantantes, que con sus canciones desarregladas hacen que la enfermedad desaparezca y levante al paciente, incluso si de repente muere. Tienen tanta fe en sus nombres que cuando el sacerdote trata de instruirlos,

93 ASV, Deleg. Apost, fasc. 57, Padres Josefinos, misiones de Nayarit, carta a G. Ridolfi del 8 de

octubre, 1909.

94 Carta del padre Macario, en Biografía del…, op. cit., p. 220.

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lo escuchan con atención, pero poco después regresan para decir que solo la intervención de ellos es segura, porque solo ellos pueden hablar directamente con Dios”.95

A su manera, el padre Mariano gozaba de un considerable reconocimiento entre los huicholes de las comunidades de la sierra y un respeto entre los kawi-teros (ancianos) incomparables con la reacción de cierre provocada por los otros sacerdotes de la misión. Esta actitud terminó para provocar en ellos un tipo de preocupación anti-idolátrica sin precedentes. Escribió al respecto el padre Ramírez: “Cuando los misioneros predicaban él se encargaba de traducir los sermones a los nativos; y tal fue su influencia entre ellos que entre las deidades de los calihueyes, los nativos idólatras también colocaron al hermano Mariano, a pesar de nuestras reiteradas prohibiciones”.96

A pesar de las dificultades y los malentendidos, la misión josefina en la sierra huichol logró consolidarse en los primeros años del nuevo siglo, obser-vando explícitamente el modelo jesuita y respondiendo a las sugerencias del propio delegado apostólico a los superiores generales. En este sentido, el vicario general escribió en 1909 a la Santa Sede un programa detallado, ya aprobado por el consejo de la congregación,97 a través del cual se revisaban los principios guías de la misión. Al nuevo superior, José María Troncoso, se le encomendó entonces la tarea de “ordenar y regularizar las visitas” y super-visar por qué las lecciones de lengua huichol para sacerdotes y hermanos resi-dentes se llevarán a cabo con eficacia y regularidad.98

Para completar este sintético resumen de las nuevas misiones josefinas en los primeros años del siglo XX, vale la pena mencionar otra experiencia fronte-riza limitada pero significativa. En este caso los padres se arriesgaron hasta el profundo Sur del país, para trabar con la población que quizás era considerada, según los esquemas civilizatorios de la época, la más primitiva de México: los lacandones o hach winik (hombres reales) de Chiapas. Estos constituían

95 Ibidem, p. 223.

96 Ibidem.

97 En ese momento, el Superior General era el padre José María Troncoso, con asistentes los padres

Martínez, Novales, Meléndez y Esqueda. El padre Beltrán era responsable de la misión Nayarit,

el padre Sandoval, era el Fiscal General.

98 ASV, Deleg. Apost., fasc 57, Padres Josefinos, misiones de Nayarit, carta a G. Ridolfi del 23 de

noviembre de 1909.

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pequeños grupos hablantes el maya yucateco, esparcidos en la selva lacan-dona, un imponente bosque tropical atravesado por el río Usumacinta, frontera natural entre México y Guatemala, en el área del antiguo Petén. Los lacan-dones que se dedicaban principalmente a actividades de caza y pesca, demos-traron ser refractarios a los primeros intentos esporádicos de evangeliza-ción llevados a cabo por los religiosos que llegaron a la región, conservando todos los principales elementos culturales de las antiguas cosmogonías maya. Un primer intento de reunirlos en la reducción de San José de Gracia (1788-1796) había fracasado por completo y los lacandones, aun mezclán-dose con poblaciones chol y tzeltal de Chiapas, habían preservado un estado de aislamiento garantizado por el bosque. Un nuevo intento de evangeliza-ción de los capuchinos, en los primeros años sesenta del siglo XIX, no tuvo éxito como muchos de los antecedentes coloniales.99 Durante el siglo XIX, las exploraciones de John Galindo, pero especialmente las expediciones de John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood en Yucatán y Petén, dieron repentina fama a la antigua cultura maya y, después de la guerra de castas, habían atraído nuevos exploradores a la región; entre ellos, el británico Alfred Maudslay y el alemán Teodor Maler, que llegaron a México siguiendo a Maximiliano (que demostró ser bastante sensible a los temas indígenas). El arqueólogo estadounidense Alfred Tozzer viviría los primeros años del nuevo siglo en una comunidad lacandona, estudiando usos y costumbres y dejando los primeros testimonios fotográficos de estos pueblos.100 Aún siendo en gran parte inexplorada, en esa temporada la región de la selva Lacandona había adquirido una importancia sin precedentes también debido a la explosión de la industria maderera y a empresas que, explotando el curso de la Usumacinta, podían transportar sus productos al puerto atlántico de San Juan Bautista (Villahermosa) en Tabasco.101

99 J. De Vos, No queremos ser cristianos: historia de la resistencia de los lacandones, 1530-1695, a través

de testimonios españoles e indígenas, Instituto Nacional Indigenista, México 1990; La paz de Dios

y del rey: la conquista de la selva Lacandona, 1525-1821, FCE, México 1988.

100 A. Tozzer, A Comparative Study of The Mayas and the Lacandones, Report of the Fellow in American

Archaeology 1902-1905, Macmillan, London, Nueva York 1907.

101 J. De Vos, Oro verde: la conquista de la Selva Lacandona por los madereros tabasqueños 1822-1949,

FCE, México 1988; M. H. Ruz, Tabasco en Chiapas. Documentos para la historia tabasqueña en el

Archivo Diocesano de San Cristóbal de las Casas, UNAM, México 1994.

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El proyecto evangelizador josefino había madurado en este nuevo clima. Esto comenzó en enero de 1896, cuando el padre Cirilo Negrete, a petición del Padre Vilaseca, empezó, desde su residencia en Palenque, una exploración de la región finalizada a reconstruir su situación religiosa. Esta ciudad había adquirido una importancia sin precedentes como resultado de los trabajos arqueológicos del sitio cercano y el nacimiento de la diócesis de Tabasco en 1880, se había convertido en parte de ella, junto con otros centros cercanos, en un intento por racionalizar la presencia de la Iglesia en la región (la sede de la diócesis de Chiapas, San Cristóbal de las Casas, en las tierras altas, distaba varios días de caminata). Sin embargo, la exploración de la selva no fue una tarea simple, aunque se consideraba impor-tante por el prestigio relacionado a la idea de penetrar en la última parte del país que permanecía casi virgen en el proceso de cristianización. La misión lacandona siguió siendo la más pequeña e incompleta de la historia misionera josefina y, de hecho, nunca habría despegado como esperaban los fundadores de la orden. Sin embargo, debe considerarse que, a pesar de las limitaciones, las dificultades logísticas y la falta de recursos, se estaba abriendo una ruta evangelizadora; en particular, los josefinos habían logrado tocar lo que se consideraban las periferias más extremas del México indígenas, de la sierra Tarahumara a la selva lacandona, donde de alguna manera la mesoamérica más antigua y ancestral seguía sobrevi-viendo de manera dinámica, en un país que había emprendido un complejo trabajo de modernización de su aparato político, económico, cultural y hasta religioso.

Los jesuitas, hacia una misionariedad renovada

El renovado interés de la Iglesia por la cuestión indígena durante el Porfiriato empujaba un proceso paralelo: interno, de renovación misional de las órdenes religiosas, y externo, de regreso a las periferias del país. Para cerrar este breve resumen, quiero hacer una referencia rápida al caso de la Nueva Misión de los jesuitas en la Sierra Tarahumara que, en las primeras dos décadas del nuevo siglo, se convertiría en uno de los experimentos de evangelización más inte-resantes y originales no solo de México sino a nivel continental, como demues-tran los documentos conservados en la curia general de la Compañía.102

102 M. De Giuseppe, Entre razón y utopía: génesis y desarrollo de la “nueva misión” de los jesuitas en

la Sierra Tarahumara, en “Quaderni di Thule”, 6/2007, Atti del XXVIII Congreso Internacional

de Americanística, Centro studi americanistici C. Amerindiano, Perusa 2007, pp. 239-251.

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El prólogo a la reconstrucción de la misión fue un viaje a la sierra por unos meses en 1892 por el jesuita belga Aquiles Gerste, encargado de realizar una encuesta para recopilar datos hidrográficos, geológicos y climatológicos de la región y notas etnográficas y culturales sobre la población que vivía allí. Formalmente, el viaje sirvió para enriquecer la contribución de la Compagnia a la Exposición de Jubileo que se celebró en Madrid dos años más tarde, pero en realidad tuvo lugar en vista de una posible refundación de la misión.103 Según los datos recopilados por el jesuita durante ese viaje, los tarahumara (rarámuri) se remontan a la gran familia náhuatl y chichimeca tan extendida en México, pero representan una etapa original de la que definió una forma dinámica de existencia “troglodita”. De hecho, escribió que “los tarahumaras siguen siendo hoy en día los guardianes de las cuevas o rocas utilizadas como moradas: tumbas para los antepasados, que también están dispuestos a ocupar para vivir. Forman una página auténtica y viva de la prehistoria mexicana”.104 El viaje del jesuita casi se superpuso a la primera expedición realizada en la región del antropólogo noruego Carl Lumholtz, a demonstración de la aten-ción que en ese cambio de siglo se prestó al mundo indígena mexicano por la comunidad científica internacional.105 También es interesante notar, para resaltar la particularidad del enfoque jesuita, no solo la cercanía en los tonos y conclusiones que se encuentran en las obras de los dos exploradores, sino también la consideración, mezclada con un cierto espíritu competitivo, con el cual el padre jesuita miraba al científico noruego, hasta comentar: “esta obra, resultado de un trabajo considerable, abunda en información sobre las tribus del noroeste de México. Sin duda, sus investigaciones son originales y total-mente independientes de las nuestras, pero no podemos recordar aquí que en junio de 1892 estábamos en esos países y entre los habitantes de esas cuevas”. Desde un punto de vista religioso, los jesuitas definieron los tarahumara como

103 A. Gerste, Rapport sur un Voyage d’Exploration dans la Tarahumara (Mexique Nord-Oueste), en

Memorie della Pontificia Accademia Romana dei Nuovi Lincei, vol. XXXII, Tipografía Pontificia,

Instituto Pio IX, Roma 1914.

104 Ibidem, p. 8.

105 C. S. Lumholtz, Unknown Mexico. A Record of Five Years of Explorations among the Tribes

of Western Sierra Madre; in the Tierra Caliente of Tepic and Jalisco; and among the Tarascos of

Michoacan, Charles Scribner’s & Sons, II vol., Nueva York 1902; C. S. Lumholtz, et. al., Montañas,

duendes, adivinos, INI, México 1996.

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“chrétiens d’abord”, gentiles que habían liberado a su paganismo de cualquier influencia extranjera.

La historia de los jesuitas en la Tarahumara se remonta a finales del siglo XVII,106 a la expedición del catalán Juan Fonte, que llegó en 1607 a la frontera de la sierra baja, y continuó a través de la creación de las antiguas misiones de la sierra alta de San Juan Ortiz y Santa Ana, formalmente establecidos en 1678. A lo largo del siglo XIX, la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, después de la expulsión, luchó por reconsolidarse y recuperar posiciones y tuvo que esperar al Porfiriato para lanzar un plan orgánico de acción y lanzarse fuera de los distritos urbanos, hasta territorios indígenas. En realidad, incluso en esta era de reconciliación silenciosa no faltaban las dificultades, pero el clima general parecía haber cambiado. Así es como comenzó el proyecto de regresar a Tarahumara. Después del viaje explorativo del padre Gerste, el Padre Piñan proporcionó a la curia general un informe detallado sobre el estado de las igle-sias y residencias abandonadas.

El 9 de septiembre de 1900, el padre provincial José Alzola, desde su resi-dencia en Saltillo, firmó, con la aprobación del obispo de Chihuahua, José de Jesús Ortiz, los documentos para la fundación de la Misión San Pedro Clavijero. Un mes después, el padre superior a cargo, Antonio Arocena, inauguró la nueva misión en la Tarahumara bajo los “auspicios” de la Virgen de Guadalupe. El rena-cimiento de la misión provino principalmente de una iniciativa del Provincial, el padre Alzola y respondió a una explícita solicitud de la Compañía, ansiosa por reactivar su acción en las comunidades indígenas. Para lograrlo se necesi-taba un tipo de consentimiento tácito de las autoridades locales y, sobre todo del presidente don Porfirio (obtenido también gracias a la intercesión del arzobispo Gillow). Después de una serie de nuevas encuestas, los padres resta-blecieron su cabecera en el pueblo de Sisoguichic y así reanudaron el camino a la sierra, en busca de las comunidades indígenas dispersas, para revivir su acción de evangelización y “recuperación” de los indígenas a la “civilización”. La presencia en la región en los años inmediatamente anteriores, de la Sociedad Secular de Durango y de los misioneros josefinos había permitido mantener un hilo de continuidad con el pasado, pero la nueva misión comenzó dentro de

106 P. Masten Dunne, Early Jesuit Mission in Tarahumara, University of California Press, Berkeley

and Los Angeles 1948; R. León García, Misiones jesuitas en la Tarahumara, siglo XVIII, UACJ,

México 1992.

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un proyecto orgánico mucho más ambicioso, finalizado a relanzar el espíritu misionero de la Compañía.

La nueva misión experimentó de inmediato un impulso significativo; en particular, la primera operación fue recuperar estructuras religiosas y de vivienda para penetrar directamente en el corazón del territorio. Precisa-mente por esta razón, se consideraba esencial la capacidad de movilidad de los padres, abandonando la idea de recolectar por la fuerza a los indígenas en las grandes aldeas urbanas o formas de reducciones y eligiendo enviar a los misioneros directamente a las comunidades, incluso en aquellas más distantes e inaccesibles. Sin embargo, otra inquietud se refería a los cambios que habían interesado aquellas comunidades indígenas de la parte baja de la misión. Esto se debió a varias razones, a partir de los flujos migratorios masivos que habían invertido en el norte de México, en parte vinculado también a la creciente penetración del capital estadounidense en el sector minero regional. Por lo tanto, también en el caso de los tarahumaras, que al igual que los otros grupos indígenas del Norte disfrutaban de una importante capacidad de movilidad vinculada a los ciclos agrícolas, la reacción a estos fenómenos fue la de la resis-tencia a través del escape, que había provocado un silencioso retiro gradual en las zonas más inaccesibles de la región. Eran propiamente estas que parecían interesar más a los padres.

En este sentido podemos entender la atención que se reservó en aquellos primeros años a la creación de residencias permanentes: además de Sisogui-chic (donde se estableció la sede del superior), se establecieron otros cuatro centros estratégicos en Carichic, Norogachic, Nonoava y Jesús María; todas estas eran consideradas preciosas bases evangelizadoras y punto de partida a rancherías aisladas, cuevas y barrancas. El padre Manuel Ocampo escribió sobre esto: “Las visitas a los pueblos son muy fructíferas: el misionero entrará en contacto con los indios; ganarán poco a poco su confianza, establecerán puestos de avanzada, que deben ser preservados; enriquecerá la vida espi-ritual de muchos niños que morirán bautizados; legitimará muchas uniones ilícitas; fundaremos muchos lugares cristianos”.107

Distintos son los elementos de novedad presentes en esa experiencia, que pronto se transformaría en el intento más orgánico de reintroducir elementos

107 M. Ocampo, Historia de la Misión Tarahumara, Jus, México 1950, p. 40. Del mismo autor, Tarahu-

mara 1900-1950, Buena Prensa, México 1950.

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de protección del mundo indígena. De hecho, estos se concretarían tanto desde el punto de vista educativo y evangelizador como social y cultural, a través de una renovación significativa de las metodologías de intervención, dando lugar a lo que podría definirse como un diálogo intercultural ante litteram.

Aquí me limito a recordar un episodio olvidado por la historiografía, que sale de los archivos de la provincia mexicana que nos remite a las preguntas iniciales sobre el dualismo autoridad/protección subyacente en el proyecto misionero; un caso que nos ofrece una visión peculiar del sistema institu-cional que regula las relaciones entre misioneros, pueblos indígenas y las instituciones políticas y del sutil equilibrio entre el Estado y la Iglesia en los últimos años del Porfiriato. Emblemática en este sentido es una carta diri-gida al gobernador Luis Terrazas por los gobernadorcillos de algunos pueblos rarámuri, en la que se solicita explícitamente permiso para restaurar formal-mente las formas tradicionales de autogobierno. El texto del documento era el siguiente:

Hasta nuestras lejanas tierras llegó Su buena fama, a través de las leyes contra las

bebidas que no dejamos de alabar y por los documentos que nuestros pueblos han

recibido en defensa de nuestros derechos en nuestras tierras; confiando así en su

correcta intención, hemos decidido escribirle en nombre de nuestros hermanos

tarahumara para pedir protección y, para no ser abandonados, invitarlos a dar una

mirada amorosa a nuestros pueblos. Al ver que nuestras comunidades se están

debilitando y que los tarahumaras regresan a las montañas y rara vez bajan durante

el año al pueblo, que casi solo tiene el nombre, y que la razón de estas ausencias

son las persecuciones que con frecuencia reciben por los blancos; y viendo que

nuestras costumbres ya no se conservan como antes y que esto depende del hecho

de que nuestra autoridad de gobernadorcillos es tan limitada que casi parece ridículo,

ya que no podemos hacer cumplir nuestras decisiones, decidimos preguntarle

entregarnos un documento para demostrar nuestra autoridad que podría basarse

en estos dos puntos: 1) que en la elección y nombramiento del gobernadorcillo

tarahumara podemos regularnos como lo hicimos en el pasado. Porque a veces

sucedió que las personas no tarahumaras tomaron la tarea de una manera dolorosa,

y no hicieron más que engañarnos; 2) Que los tarahumaras podamos sostener las

costumbres que antes nos teníamos y que así los gobernadorcillos son los que inter-

vienen en las disputas y dan los castigos que merecen los que quebrantan nuestra

buena moral; sin que por esto intentamos rechazar las órdenes que emanan de este

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gobierno soberano y sin querer asumir autoridad sobre asuntos de mayor impor-

tancia, cuya solución dejamos a criterio de las autoridades superiores. Estamos

pidiendo todo esto principalmente para asegurarnos de que nuestra gente esté más

preparada para respetar las órdenes de este gobierno soberano y para colaborar

con las autoridades, ya que no queremos nada más que procurar súbditos fieles.108

En realidad, este documento había sido presentado a las autoridades indígenas por los mismos misioneros y traído por el padre Gassó de la cabecera Sisoguichic a las diferentes parroquias de la misión, donde el texto venía explicado (lo más secretamente posible de las autoridades estatales) a las comunidades y firmado por los gobernadorcillos. La explicación que dieron los padres para convencer a los nativos de la necesidad de firmar era esta: “retomamos el proyecto ya utilizado por los antiguos padres y lo presentamos a las autoridades, porque los indios fueran felices, los blancos no los molestaran y se convertieran en buenos cristianos, restableciendo el antiguo sistema en relación con las costumbres y los castigos. Todos dieron la aprobación al proyecto”.109

Aquí, finalmente, se presentan una serie de temas destinados a ser cruciales por el proceso evangelizador y el futuro de la misionareidad en el siglo XX: la búsqueda de autonomía indígena, la acción del Estado, las necesidades de protección, la soberanía periférica, el dilema de la modernización, la relación con la costumbre tradicional. Temas que los jesuitas décadas después habrían clasificado como inculturación positiva. La restauración del derecho indígena y comunitario en el territorio de la misión (un tema de gran actualidad) se había concebido como una herramienta útil para ofrecer nuevas formas de protecciones a las comunidades, con respecto a las influencias externas; al mismo tiempo, habría colocado a los padres en una posición privilegiada de intermediarios entre los rarámuri y las autoridades públicas; en cambio habría ofrecido al Estado la oportunidad de realizar, sin gastos militares o educativos, un trabajo de “civilización” de las comunidades. La figura del gobernadorcillo,

108 Carta firmada por los gobernadorcillos de Huahueibo, Churo, Cerocahue, Majimachi, Rararéco,

Sisoguichic, Casaurichic e Isoguichic, fechada el 2 de octubre de 1902, dirigida al gobernador

de Chihuahua, Luis Terrazas. Una copia manuscrita es adjunta al folder preparado por el padre

Gassó titulado Documentos que prueban los pasos que los PP de la Compañia de Jesús han dado en

bien de los indios Tarahumaras, 1903-1904, en AHPM, secc IV, fondo 390.

109 Ibidem.

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por lo tanto, parecía ofrecer un vínculo ideal entre los padres y las comu-nidades, ya que este era en efecto un tarahumara “por idioma, parentesco, igualdad de costumbres, modo de pensar y extracción popular”. Gracias a la reconsolidación de su estatus, aspiraba desempeñar un papel de protección (dentro de la comunidad y por los blancos) y, mientras tanto, actuar como un verdadero agente civilizador. Era casi un modelo de “mini-Patronato” moderno, lo que los jesuitas proponían, inspirado en el espíritu de las leyes de indias, pero aplicado a un contexto misionero local y antropológicamente particular del primero siglo XX.

A este proyecto, los jesuitas mexicanos habían llegado solo después de unos fracasos de la nueva acción misionera, sobre la base de las dificultades manifestadas y gracias a la estrategia aprobada por el nuevo padre provin-cial, Tomás Ipiña, con motivo de su visita a la misión en octubre de 1903. Su idea era de conciliar la protección de los Indígenas a las necesidades evange-lizadoras, evitando lo que estaba pasando con los yaquis de Sonora. No por casualidad, ese mismo año, los misioneros observaron con preocupación la misión en la sierra de algunos inspectores gubernamentales, al regresar de la última campaña contra los yaquis rebeldes, de quien escribieron: “porque estaban dispuestos a recomendar al gobierno que eliminara los tarahumara, reclutando mil por año para el ejército, amenazándolos con armas en caso de que resistieran la solicitud de tierras, deportando mujeres a otros estados, como hacían con los pobres yaquis”.110 Los jesuitas también querían evitar el surgimiento de nuevas colonias de blancos en el corazón de la sierra, como sucedió a lo largo del Río Yaqui, donde solo el año anterior el gobierno había patrocinado el establecimiento de una colonia de campesinos polacos en terrenos de los poblados indígenas.

La tarea de llevar a cabo este proyecto de autonomía en el territorio de la misión, junto con la elaboración de un compendio en castellano y rarámuri,111 fue encomendada al padre Gassó, quien fue a Chihuahua con una copia de la carta del gobernadorcillo y la sometió a la opinión de un abogado católico. Este fue alentador: las deficiencias del sistema legislativo en torno a las prerroga-tivas de las misiones parecían abrir importantes márgenes de acción. El misio-nero luego se reunió con el obispo Pérez Gavilán, quien dio su consentimiento

110 Ibidem.

111 L. Gassó, Gramática Rarámuri ó Tarahumara, Jus, México 1903.

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tácito, antes de entregarle la propuesta al gobernador. Sin embargo, el proyecto jesuita no estuvo exento de riesgos; mientras el padre Gassó estaba en la capital para la impresión de su gramática, el superior de la misión, el padre Arocena, le informó que una delegación de tarahumara encabezada por un principal (defi-nido en la carta un “cholo”) había visitado al gobernador Terrazas para pedir protección en contra de los propios misioneros, acusándolos de ser interesados solo a la primicia.112 Sus solicitudes no fueron aceptadas y los jesuitas conside-raron el episodio como el resultado de una iniciativa aislada e individual, pero esto no significaba que lo subestimaran. A partir de la reunión entre el obispo de Chihuahua y el padre Gassó, también se tomó la decisión de dar mayor alcance al proyecto, hasta contactar el mismo presidente de la República. En noviembre de 1903, al llegar a la ciudad de México, el padre Gassó había traído consigo, además de la gramática, una carta del obispo en la que destacaba la contribución a la causa nacional que la labor misionera estaba garantizado: “He decidido –se lee en esta– dirigirme a usted, depositario de la autoridad suprema de la Nación, confiando de que si nos presta su valiosa ayuda, daremos días de gloria a nuestra patria”113, junto con la solicitud de los gobernadorcillos y una serie de otros documentos sobre la misión. En la capital, el jesuita contó con el apoyo del senador católico Rafael Dondé, al cual el propio Don Porfirio –que había conocido personalmente la sierra Tarahumara, durante una visita a la región realizada unos años antes–, confió cierta curiosidad. El mediador logró obtener una reunión privada (y secreta) en la residencia presidencial. Esa entrevista fue descrita por el misionero como muy cordial y positiva. Díaz explicó la necesidad de actuar con extrema precaución, especialmente por parte del gobernador, para evitar los ataques de la prensa radical (“que todo siga siendo privado, habría dicho el presidente, porque la prensa tiene miedo, tanto la liberal como la católica”); dijo que estaba listo para deportar a Yucatán o

112 Limosna (muchas veces en naturaleza), llegado del diezmo.

113 Continuaba el obispo: “¿Qué clase de civilización puede darse a los habitantes de estos pueblos?

¿Cómo se puede superar este estado de atraso? No con el comando o la fuerza bruta, sino con

la dulce persuasión, pero a esta dulce persuasión que atrae y capta con dulzura, deben agre-

garse tres cualidades: primero, la autoridad entre quienes los civilizan; segundo la paciencia

incansable de aquellos que buscan la civilización; tercero, la protección práctica del gobierno”,

Correspondencia particular del obispo de Chihuahua, ap. 7, 17 de noviembre de 1903, Docu-

mentos que prueban…, op. cit.

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enrolar en el ejército a quienes, entre los nativos, pudieran sabotear el proyecto pero, sobre todo, reconoció, al menos en palabras, a los jesuitas su papel de “agentes de la civilización” e intermediarios a quien aspiraban. El padre Gassó le recordó al presidente que la inquietud indígena también derivaba del hecho de que los blancos intentaban de todas maneras robar sus tierras y escribieron sobre esto: “Dijo que nosotros, los misioneros, podíamos medir la tierra para que el gobierno reconociera el título y que le informábamos al gobernador de las quejas de los indios, como si fuéramos sus abogados o intermediarios”.114

El proyecto tenía que completarse, según el plan jesuita, con el recono-cimiento del título de maestros a los misioneros, prueba de su misión educa-tiva. Un representante indígena de la comunidad tendría derecho al título de concejal que habría sido equivalente al antiguo fiscal mayor de las Repú-blicas de Indios. El presidente propuso otorgar a los misioneros el derecho de nombrar a los gobernadorcillos de la aldea, que también recibirían un pequeño pago por el gobierno estatal. El jesuita en sus comentarios subrayó una cierta perplejidad personal con respecto a este último punto, recordando que: “para mantenernos independientes, debemos eliminarlo, para que el gobierno no le dé nada”. El objetivo era evitar las interferencias peligrosas en el trabajo misionero y no perturbar la antigua costumbre de la gratuidad de la tarea de la comunidad. De esta manera el gobernadorcillo se podía convertir en el verda-dero brazo operativo de los misioneros (sin otras competencias peligrosas en las fuentes de autoridad); estos en cambio podían dedicarse a la “doctrina dominical, formando a jóvenes que aprendieran bien la oración”.115 Por lo tanto, el plan para usar los gobernadorcillos pareció complacer al propio presi-dente, quien, incluso con algunas reservas, dijo que estaba dispuesto a garan-tizar que el gobierno del estado les diera una carta (que también se mostraría en privado) que los autorizaría a imponer castigos. Díaz luego no le ofreció el título de maestros pero les prometió su interés en el caso tarahumara con el gobernador Terrazas, a quien le escribió una carta invitándole a ofrecer “la protección necesaria y, compatible con nuestras leyes y conveniencia pública, a todos aquellos proyectos destinados a civilizar a aquellos naciones”; también

114 Un comentario del misionero agregaba en nota: “en lo sucesivo, un gran éxito sería que ningún

terreno se quede sin un propietario indio o que no esté destinado a un misionero, para excluir

los blancos de los pueblos que aún no han pisado”, ivi.

115 Ibidem.

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respondió al obispo con una carta que se cerraba en términos muy cordiales: “Deseo, como usted ciertamente lo hace, la civilización de aquellos pueblos que, en el camino del orden y la obediencia a las autoridades, pueden hacer el bien de nuestro país”.

Por lo tanto, hubo conciencia en la Provincia de que la misión tarahumara podría convertirse en un modelo. Los jesuitas se movieron con toda precau-ción; las cartas presidenciales llegaron en febrero de 1904 a manos del obispo Gavilán y se encontró una solución de compromiso para las disputas sobre los terrenos de las parroquias de la misión, aunque varios obstáculos retrasaron los tiempos. El padre Gassó regresaría luego a la capital para reunirse con el presidente unos meses más tarde, cuando le entregó un memorando en el que se abordaban todos los temas concretos que se consideraron cruciales para el funcionamiento de la misión; ese documento identificaba siete puntos: tierras, casas parroquiales, régimen de los indios, educación e internados (mascu-linos y femeninos), trabajo, justicia y control del orden. Todos estos puntos se fundaban en la colaboración entre padres y gobernadorcillos; el tercero en particular, “régimen de los indios” indicaba explícitamente que:

Podremos, entre los indios, designar a la autoridad, según su costumbre, para

mantenernos de acuerdo con sus propias tradiciones y los gobernadorcillos

pueden castigar, con la prisión o el registro, como se usaba (las multas o disposi-

ciones similares son excesivas para su sistema), pero deben consultar primero al

sacerdote para evitar cualquier exceso [...] la designación de estas autoridades y el

poder coercitivo ayuda al misionero a civilizar a los indios.116

En esta ocasión, sin embargo, el presidente se mostró mucho más prudente que en la primera reunión y respondió que “las elecciones deben ser hechas por los miembros de las aldeas, porque según la Constitución, la autoridad brota del pueblo”. Por lo tanto, Díaz renunciaba a un principio constitu-cional de soberanía, pero aceptó que el líder político electo “informara a los indios para que lo asesoren con el padre y lo escuchen como si el gobernador

116 Muchas de las casas y terrenos anexos presentes en la misión habían sido transformadas en

escuelas por decisión de los presidentes municipales (en Bocoina) o utilizadas por particulares

(en Casaurichic). Se solicitó el regreso de todas estas a la misión, Carta del obispo de Chihuahua

al secretario de Hacienda, 17 de abril de 1904, en Documentos que prueban…, op. cit.

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lo hubiera enviado”, y agregó que este sería indígena y que los misioneros presentarían al gobernador los nombres de posibles líderes políticos locales para nombrar, siempre sin dar a conocer el asunto.

En resumen, los jesuitas se dieron cuenta de los límites formales dentro de los cuales podían moverse; sin embargo, intentaron explotar todos los márgenes que les eran otorgados por la débil presencia de instituciones polí-ticas en la sierra y por la colaboración establecida con las comunidades indí-genas. De hecho, se consideraba esto un punto esencial “es imposible para el misionero lograr su objetivo, si no se le permite que el indio debe ser admi-nistrado de acuerdo a su modo antiguo”. Este renovado sistema de protección, basado en un principio “caritativamente coercitivo”, que contemplaba una especie de autogobierno conjunto entre los padres y la comunidad, para favo-recer una fructuosa evangelización, lidiaba entre estado y territorio, entre los reglamentos misioneros y el respeto de la costumbre de la comunidad.

A pesar de varias dificultades, aquella misión era destinada a transformarse en las décadas siguientes, en un modelo evangelizador peculiar, quizás dando la respuesta más original a la definición de las relaciones entre el Estado, la Iglesia y los indígenas en ese inicio problemático del siglo veinte.

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