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La religión en Roma tenía gran importancia en la política, la vida cotidiana y la familia de la sociedad romana. Este pequeño libro nos lo enseña.

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Título original: The Romans and their Gods

Traductor: Álvaro Cabezas

El autor y los editores agradecen el permiso para citar material sujeto a derechos de reproducción a: Edinburgh University Press por Reading Horace, de David West, y a University of California Press por Phases in the Religión of Ancient Rome, de Cyril Bailey.

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

© The Executors of the Estate of R. M. Ogilvie, 1969

© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1995

Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88

ISBN: 84-206-0766-5

Depósito legal: M. 37.806-1995

Impreso en Fernández Ciudad, S. L.

Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid

Printed in Spain

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ÍNDICE

Introducción

Capítulo 1. Los dioses

Capítulo 2. La oración

Capítulo 3. El sacrificio

Capítulo 4. La adivinación

Capítulo 5. El año religioso

Capítulo 6. La religión privada

Capítulo 7. Los sacerdotes

Capítulo 8. La religión en tiempos de Augusto

Conclusión

Lista de autores citados en el texto

Bibliografía selecta

Índice onomástico

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INTRODUCCIÓN

La poesía latina está plagada de nombres de dioses, y las obras de arte romanas muestran habitualmente escenas religiosas, en particular los grandes monumentos públicos, como el Ara Pacis con sus magníficos relieves dedicados por Augusto en el año 13 a.C. Pero nos resulta difícil comprender que ese mundo de dioses y diosas sea algo más que simple decoración. La influencia de la educación y de la tradición cristiana es tan fuerte que no podemos imaginar el significado real que los dioses paganos pudieron tener o lo que la gente pudo creer sobre su existencia o sobre su poder. Sin embargo, cualesquiera que fueran sus creencias personales, no hay duda de que Augusto esperaba reconstruir la sociedad romana sobre los cimientos de una religión resucitada y que muchos de sus contemporáneos —hombres como Horacio, Tibulo, Virgilio y Tito Livio— estaban movidos por su fe. Fueron capaces de sentirse conmovidos por las tradicionales historias de los dioses, aun cuando, gracias a la parte racional de sus mentes, las rechazaban por fantásticas. Por eso, si queremos comprender la historia del final del siglo I a.C. y el siglo I d.C., debemos meternos dentro de la piel de los romanos, ver cómo funcionaba su religión y averiguar lo que pensaban de ella.

Ningún autor de época augustea nos ha dejado una autobiografía espiritual o un diario que constituya la base de una visión general de la vida religiosa de su época. Esta tiene que reconstruirse a partir de inscripciones y documentos, y a partir de testimonios de muchos autores. Dado que nuestras fuentes son limitadas, he utilizado citas de periodos anteriores o posteriores en los casos en que parece razonable deducir que las ideas o las ceremonias a que aluden también fueron típicas de la época de Augusto. No he pretendido dar una descripción completa sino resaltar las características más importantes, es decir, aquellas que encontramos con más frecuencia al leer a los autores clásicos.

Hay un peligro en generalizar sobre la religión. El cristianismo es una religión que tiene una doctrina que se enseña y un credo que es aceptado por los creyentes. Por eso es lógico esperar que exista un acuerdo entre los cristianos y su religión y, por lo tanto, las creencias y la experiencia de un cristiano pueden utilizarse, en cierta manera, como típicas de los cristianos en su totalidad. Pero no había ningún dogma en la religión romana, ni Treinta y Nueve Artículos ni una Confesión de Westminster a los que el creyente tuviera que adherirse. Todo romano era libre de pensar lo que quisiera acerca de los dioses; lo que importaba eran los actos religiosos que llevara a cabo. Para un romano no había contradicción cuando Julio César, en calidad de pontifex maximus, cabeza de la religión estatal romana, y, por ello, responsable de diversas fiestas oficiales relacionadas con la muerte, expresaba públicamente su opinión de que ésta «termina con todos los males de los hombres; más allá no hay lugar para las preocupaciones ni para el gozo» (Salustio, La conjuración de Catilina, 51). Sería bastante erróneo pensar que un gran número de romanos compartió las creencias expuestas en este libro: algunos pudieron profesar sólo una parte de ellas.

Las únicas sectas que tuvieron algo parecido a un credo en el sentido cristiano de la palabra fueron los cultos mistéricos que llegaron, en gran medida, desde Oriente hasta Roma a lo largo del final de la República y al principio del Imperio —cultos como los de Isis, Mitra y Sabazio. Estos cultos se distinguen por el hecho de que los fieles creían que había ciertos misterios que sólo podían ser revelados a aquellos que habían sido iniciados mediante ceremonias especiales dentro de un círculo cerrado de fieles. Los iniciados formaban una sociedad cerrada, casi secreta. Únicamente ellos tenían la clave para entender el

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universo y podían comunicarse con su dios. Otra característica común de estos cultos que los separa de la religión romana en general es que normalmente ofrecían a los iniciados la promesa de una mejor vida en el más allá, una promesa que atraía con enorme fuerza a los elementos más pobres y más oprimidos de la sociedad romana. Sin embargo, estas religiones «orientales» no eran excluyentes. Cabía la posibilidad de ser un iniciado de Isis y, al mismo tiempo, continuar con el culto habitual de los dioses romanos: se podía incluso pertenecer a varias religiones mistéricas a la vez, como si fuera una póliza multirriesgo. Domiciano, quien más tarde sería emperador y tendría que asumir todos los sacerdocios paganos, fue un iniciado de Isis y solamente se salvó de la muerte en el 69 d.C. por la protección de algunos sacerdotes de esta diosa. Pero, dado que estas religiones «orientales» no son esenciales a la tradición religiosa romana, no he entrado en ellas.

La religión antigua era tolerante y no sectaria. En esto era diferente a la filosofía antigua. Los seguidores de la filosofía epicúrea y estoica mantuvieron largas y reñidas disputas, como se puede comprobar al leer a Lucrecio. La razón de esta diferencia entre religión y filosofía es que los filósofos mantenían diversas propuestas factuales sobre el mundo —que estaba hecho de «aliento» o de átomos, que era finito o infinito, etc.— mientras que las religiones antiguas sólo presuponían la existencia de fuerzas susceptibles de ser persuadidas por medio de la oración y el sacrificio. Dado que la religión romana no ofrecía ningún dogma acerca del universo, el pueblo no tenía nada a que oponerse o que discutir. Los filósofos, por otra parte, habían elaborado unos sistemas que defendían hasta el último detalle con ingenuidad grotesca.

No obstante, hubo una única religión en el mundo antiguo que fue obstinadamente excluyente: el judaísmo (y, más tarde, el cristianismo). Los judíos creían que había un solo dios y una sola forma aceptable de adorar a ese dios. Un judío que se permitiera ofrecer un sacrificio a otro dios se ponía, consiguientemente, en un compromiso. El dios de los judíos era un dios celoso. Reconocer la existencia de otros dioses era traición y apostasía. De ahí que los judíos siempre rechazaran incluso hacer el gesto simbólico de reconocer a los dioses romanos, aunque fuera un gesto que todos los demás pueblos del Imperio romano estuvieran dispuestos a hacer. No es de extrañar que los judíos fueran tan visceralmente odiados por las autoridades romanas. Pero durante largo tiempo esto no fue un problema serio; Judea era una región muy pequeña y los judíos, en el conjunto del Imperio, pertenecían a los órdenes inferiores de la sociedad. Sólo cuando, hacia el 250 d.C., el cristianismo, el sucesor del judaísmo, se convirtió en una poderosa fuerza dentro del mundo romano y asimiló un sistema filosófico griego, empezaron en serio el fanatismo y la persecución.

En los últimos siglos antes de Cristo y en los primeros de la era cristiana Roma era la capital de un enorme y variado imperio, que comprendía todo tipo de razas, religiones y etnias. En el curso de una serie de guerras había conquistado la mayor parte de Europa y de Oriente Medio. Los celtas de Gran Bretaña, Francia y Alemania se habían convertido en parte del Imperio romano, al igual que las regiones orientales de Siria y de Asia Menor, que durante mucho tiempo habían disfrutado de una cultura completamente diferente. En el sur, los pueblos fenicios del norte de África habían sido sometidos después de las Guerras Púnicas, y hasta Egipto, con la más antigua civilización conocida, cayó bajo el dominio de Roma en el 31 a.C. El más influyente de los pueblos sometidos fue el griego, pueblo al que los romanos habían estado muy unidos durante más de cuatrocientos años y al cual habían absorbido finalmente en el 146 a.C. Los griegos eran mucho más avanzados y originales que los romanos, a los que habían proporcionado desde muy antiguo muchos de los mitos e ideas sobre sus propios dioses, de

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modo que es difícil hablar de religión «romana» como de algo aislado. La religión romana es esencialmente el resultado de la fusión de elementos primitivos latinos y griegos.

Bajo el Imperio romano los diferentes pueblos continuaron hablando sus propias lenguas, como demuestran con claridad los sucesos de Pentecostés (Hechos de los Apóstoles, 2), y adorando a sus propios dioses con ritos propios. Roma, al mismo tiempo, intentaba imponer sobre ellos ciertas características comunes. El latín era la lengua oficial común. La forma de gobierno romana era la misma en todas partes, y los romanos pretendían perpetuar sus propias creencias religiosas y sus propias costumbres por todo el Imperio. Pudieron hacerlo porque había personas que iban regularmente desde Roma a administrar las provincias, y las legiones del ejército romano se movían de un país a otro. La situación era semejante a la del Imperio británico. Pero la propia Roma, que probablemente tuvo una población de más de un millón de personas en el año I d.C., era una ciudad cosmopolita que atraía a gentes de todo el mundo. No se puede considerar a los romanos como una raza única, pura. Séneca consuela a Helvia asegurándole que los extranjeros componen más de la mitad de la población de Roma (Sobre la consolación, 6): esclavos moros que guían a los elefantes; germanos de rubias cabezas de la guardia imperial; egipcios de cabeza rapada; un profesor griego y, siguiéndole tras los talones, un nubio cargando sus rollos; príncipes orientales seguidos de impasibles séquitos multirraciales; bárbaros de Britannia mirando fijamente a los ojos. Todos estos pueblos diversos debieron conservar, en cierta medida, las tradiciones religiosas de sus propios países de origen, pero sabemos tan poco de ellas como de las actitudes de un iletrado hombre de la calle. Nuestro conocimiento de la religión romana se deriva de un puñado de romanos muy instruidos y muy bien hablados representativos solamente de una clase muy pequeña, una clase, sobre todo, educada para pensar sobre cualquier tema intelectual en términos griegos antes que en términos romanos. La masa analfabeta de la población apenas ha dejado testimonios, a excepción de unas cuantas inscripciones; e incluso no se puede confiar en que den una visión real de sus creencias más allá de lo que lo hagan unos versos convencionales que puedan aparecer hoy en las columnas de un periódico local:

Una pequeña flor no dada, sino prestada,

para crecer en la tierra y florecer en el cielo.

No obstante, hecha esta salvedad, parece que el interés por la religión caló en la sociedad romana. Aunque no pudieran explicar o justificar por qué elevaban sus oraciones o celebraban las ceremonias al uso, la mayoría de los romanos creyeron en su eficacia. Lucrecio nos ha dejado un vivo retrato de tal tipo de persona. «No consiste la piedad en dejarse ver a cada instante, velada la cabeza, vuelto hacia una piedra, ni en acercarse a todos los altares, ni en tenderse postrado por el suelo y extender las palmas ante los santuarios divinos, ni en rociar las aras con abundante sangre de víctimas, ni en enlazar votos con votos, sino más bien en ser capaz de mirarlo todo con mente serena» (Sobre la naturaleza de las cosas, V. 1,198 y ss.). En un tono similar Cicerón se queja de que la superstición es algo común: «Dondequiera que vayas, te sigue, si escuchas un presagio o a un profeta, si sacrificas una víctima o te fijas en el aviso de un pájaro, si hablas con un curandero oriental o con un adivino italiano, si ves un relámpago o escuchas un trueno» (Sobre la adivinación, 1,48). Ni en los caóticos años del final de la República los romanos abandonaron por completo su observancia religiosa. Cicerón escribe que sus paisanos superan a los demás pueblos en el cumplimiento de los deberes religiosos (Sobre la naturaleza de los dioses, II, 8). Esta imagen de la gente que tomaba en serio su religión tradicional no es refutada por excepciones individuales. En cualquier época algunos de los hombres más instruidos son los más agnósticos. El propio Cicerón era un escéptico. A pesar de ser un augur, un sacerdote oficial encargado

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de interpretar la voluntad de los dioses, rechazó expresamente las posibilidades de la adivinación. Aunque en un discurso público, buscando el efecto retórico, atribuye a los dioses su éxito al desenmascarar la conjuración de Catilina (Catilinarias, III, 22), no les otorga ni una pizca de confianza en sus cartas ni en sus reflexiones más íntimas sobre los acontecimientos del 63 a.C. La religión nunca le preocupó y hasta su filosofía era académica, sin relación con los casos prácticos en los que sus más profundas emociones estaban inmersas. Pero la mayoría no era tan independiente como Cicerón. Sila llevaba consigo adondequiera que fuese una imagen de Apolo (Plutarco, Sila, 29); su gran rival, Mario, como destaca Salustio dos veces (Guerra de Yugurta, 63.1; 90.1), confiaba constantemente en los dioses y se guiaba en cualquier asunto por lo que él creía que era la voluntad divina. Y si esto era así con respecto a la clase dirigente, presumiblemente lo fuera aún más con respecto al pueblo llano. La reacción del pueblo de Enna en Sicilia puede considerarse típica (Cicerón, Contra Verres, IV, 114): con toda sinceridad creyeron que el sacrilegio cometido por Verres al robar la estatua de Ceres, la diosa de los cereales, fue la causa directa de una catastrófica cosecha.

Subrayo este punto porque estoy convencido de que incluso al final de la República, cuando muchos templos estaban en decadencia y muchos sacerdocios habían quedado vacantes, los instintos religiosos del pueblo de Italia seguían siendo fuertes, y de ahí que hubiera una extendida voluntad de creer en los dioses, la cual sólo necesitaba cierto estímulo oficial y un clima favorable de opinión para que se pasara a una época de devoción y de culto enormemente revitalizados. Esto fue lo que ocurrió bajo Augusto. No fue el resultado de una política deliberada, aunque Augusto diera un ejemplo llamativo y proporcionara los medios necesarios para la reconstrucción de los templos y el restablecimiento de los cultos. No se puede obligar a creer por decreto. Quizás uno de los principales factores fuera cierto sentimiento de culpa. Un ciudadano romano que tuviera cincuenta años en el 30 a.C. habría vivido una serie de atrocidades y guerras civiles sin igual. Podemos hacernos una idea de las pasiones que se levantaron en ese periodo y de los horrores que se produjeron al leer lo que ocurrió en Padua, la ciudad natal de Livio, o en la bonita ciudad de Peruggia, asediada por Octavio entre el 41 y el 40 a.C. y quemada por completo. Ni la vida ni las propiedades estaban seguras. Mientras generales despiadados y ambiciosos competían por el poder, sus inferiores eran aplastados en el proceso. Leyendo el patético retrato, transmitido por Livio, de cómo el anciano Cicerón, el personaje más emblemático de su época, fue sacado a rastras de su escondite y despedazado, o leyendo en la Vida de Antonio de Plutarco cómo los triunviros condenaban alegremente a sus parientes1, se comprenderá el miedo, el recelo y la degradación de aquellos momentos. La civilización parecía venirse abajo.

¿Cómo ocurrió esto? ¿Por qué se había desintegrado la grandeza de Roma? Era natural que el pueblo, asustado se volviera hacia los dioses en su desesperación y, como de hecho hicieron, viera una conexión entre sus males presentes y su pasado abandono de la religión. Salustio lo expresa claramente cuando escribe que la avaricia había desterrado todas las buenas cualidades de Roma y, en su lugar, había enseñado «la soberbia, la crueldad, a desentenderse de los dioses y a considerar todo venal» (La conjuración de Catilina, 10.4), y Cicerón debió de pensar algo parecido al llamar la atención de su

1 Como escribe Shakespeare:ANTONIO: Entonces estos hombres morirán; sus nombres están marcados.OCTAVIO: Tu hermano también tiene que morir, ¿lo apruebas, Lépido?LÉPIDO: Lo apruebo.OCTAVIO: Márcalo, Antonio.LÉPIDO: Con la condición de que muera Publio, el hijo de tu hermana.(Julio César, VI I.1-6)

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audiencia cuando se quejaba de que los dioses habían enviado las guerras civiles sobre el pueblo romano como castigo por alguna ofensa (En favor de Marcelo, 18). Y más tarde, cuando toda esperanza estaba casi perdida, Octavio, luego llamado Augusto, triunfó al restaurar la paz y la prosperidad en Italia. El alivio fue enorme y tomó la forma de agradecimiento a los dioses, puesto que para los hombres de esa generación la paz era un milagro, de la misma manera que la guerra sólo se podía explicar por la ira divina. Además, Octavio, el arquitecto de la paz, no dudó en atribuir su éxito a la ayuda de la divinidad. Este espíritu resuena a lo largo de la oda segunda del libro primero de Horacio (Odas, I, 2.21-30):

La juventud, disminuida por el yerro de sus progenitores, tendrá noticia de que los conciudadanos han afilado un hierro, que mejor hubiera servido para que con él perecieran los temibles persas; tendrá noticia de las batallas, ¿A cuál de los dioses invocará el pueblo rogando por el edificio del imperio que se derrumba? ¿Con qué plegarias las sagradas vírgenes acosarán a Vesta, que se hace sorda a sus cánticos? ¿A quién dará Júpiter la misión de expiar el crimen?

Como comenta David West2, «la fuerza de este poema, y de tanta literatura de este periodo, surge del sentimiento profundamente arraigado de que las guerras civiles fueron un castigo divino por la culpa de Roma, y del ferviente agradecimiento» por su final.

Las guerras civiles, así pues, y su fin, más que ninguna otra cosa, hicieron que las mentes de los hombres fuesen más receptivas, una vez más, a la llamada de la religión antigua. El objetivo de este libro es mostrar cómo fue la religión y cómo se pudo mantener la fe de la época de Augusto. Para entender el éxito de los romanos, afirma Dionisio de Halicarnaso, historiador griego que llegó a Roma en el 30 a.C., hay que comprender su religiosidad.

Me gustaría agradecer la ayuda que he recibido de cuatro amigos —Dr. M. I. Finley, C. M. Haworth, A. J. Saint y el reverendo King—, quienes han leído y criticado este libro. Lo poco que he aprendido sobre el mundo de los dioses de los romanos se lo debo enteramente al Dr. S. Weinstock.

R. M. OGILVIE

2 Reading Horace, pág. 97.8

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Capítulo 1Los dioses

La mayor parte de los seres humanos han tenido en algún momento de su vida el sentimiento de que no pueden controlar, ni siquiera entender, lo que les ocurre. Un amigo muere en un accidente de tráfico; una plaga de caracoles se come sus lechugas pero deja intacto el huerto del vecino; no tienen ninguna suerte en el amor; han de enfrentarse a la delicada decisión de arriesgar la carrera profesional o perjudicar a un amigo; por mucho que lo intenten no pueden evitar mentir cuando están en una situación comprometida. Éstos, y otros miles de casos, no sólo hacen que se sientan desprotegidos, sino que también los animan a creer que hay fuerzas y poderes ajenos a ellos que son los responsables de lo que les ocurre.

Siempre ha sido una función tradicional de la religión, incluido el cristianismo, la de satisfacer estas preocupaciones y darnos una sensación de seguridad en un mundo temible e impredecible. Las cosas que nos suceden no son caprichosas: son consecuencia directa de lo que los dioses quieren hacer con nosotros. En los últimos siglos las implicaciones más primarias de tal doctrina han sido progresivamente eliminadas.

No obstante, comprenderemos mejor cómo pensaban los romanos si intentamos recuperar su sensación de ansiedad, de hombres «solos y asustados, en un mundo que nunca hicimos». Aunque hicieron grandes progresos en un buen número de campos administrativos y técnicos, rara vez fueron pensadores creativos. No dieron ningún filósofo o científico. Se conformaron con no plantearse cuestiones fundamentales sobre los procesos de la naturaleza, con no buscar explicaciones científicas a los fenómenos naturales, como habían hecho los griegos. Estuvieron, desde luego, muy atentos a la importancia de esos procesos. La cosecha, el comercio, la guerra, la maternidad, la salud, no eran cuestiones para ser tratadas con ligereza; eran hechos esenciales de la vida ya que, al igual que hoy en día para nosotros, de ellos dependía la felicidad humana. Eran, a la vez, tan importantes, tan misteriosos y tan incontrolables que los romanos los consideraban procesos sobrenaturales antes que naturales. Veían la germinación y el crecimiento de una planta como algo sobrenatural y, mientras que nosotros podemos investigar la estructura genética de la célula vegetal para conseguir mejores cosechas, ellos se esforzaban por descubrir los medios para asegurarse de que ese proceso sobrenatural continuaría propiciándose al poder divino que era inherente al proceso que lo controlaba. Una ley científica no era una abstracción, sino una manifestación concreta de la actividad divina.

Un historiador griego, Polibio, uno de los más agudos observadores del estilo de vida romano del siglo II a.C., lo resumía al escribir que las cosas cuya causa es imposible conocer pueden ser razonablemente atribuidas a un dios o a la Fortuna, si no se puede descubrir fácilmente ninguna causa. Pero en los casos en que es posible descubrir las causas, remotas o inmediatas, del suceso en cuestión, no creo que debamos recurrir a la acción divina para explicarlas (XXXVII, 9.2). Los romanos vieron que la vida les iba mejor si no buscaban con demasiado ahínco las causas, sino que actuaban sobre la presunción de que «todo hecho está asociado a la actividad divina o espiritual y es el resultado de ella».

Así pues, la principal característica de la religión romana era la creencia de que todos los procesos importantes eran activados por la divinidad y, a la inversa, que los diferentes dioses se encargaban de

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funciones y esferas particulares de actividad. Algunos de los más importantes cultos primitivos muestran en sus nombres cómo los sencillos agricultores de la Roma primitiva se preocuparon por deificar las faenas agrícolas de las que dependía su sustento: Flora, Pomona (la fruta), Consus («el despensero», de condere), Robigus (el tizón), Ceres (crecimiento; cf. creare), etc. Se ha conservado una antigua lista de invocaciones, extraída de los manuales sacerdotales, que demuestra de nuevo cómo los dioses eran considerados según sus funciones: Lua Saturni, Salacia Neptuni, Hora Quirini, Uirites Quirini, Maia Uolcani, Heries lunonis, Moles Martis y Nerio Mariis (Aulo Gelio, XIII, 23). Algunos de estos nombres son tan desconocidos y tan arcaicos que no se puede a reconstruir su significado, pero hasta cierto punto podemos estar seguros de «el poder curativo de Saturno, la «salpicadura de Neptuno» (como en el chorro de una fuente), el «poder de crecimiento de Vulcano» y la «fuerza de Marte». En un mundo sin cerillas y sin encendedores el fuego era muy valioso y Vesta, la diosa del hogar, desde tiempos inmemoriales era una de las más veneradas, de hecho nunca sufrió el destino de otras deidades funcionales de ser representada con forma y atributos humanos. En su larga evolución desde una pequeña aldea agrícola hasta una gran ciudad comercial e industrial, Roma permaneció apegada a las antiguas formas de culto que tan buen resultado habían dado, pero también introdujo otras nuevas conforme empezaron a aparecer en la sociedad nuevas necesidades, nuevas tereas y nuevas actividades. Una depresión económica en el siglo V a.C., unida a la escasez de grano y a una seria epidemia (o, posiblemente, a la aparición de la malaria), exigió la institución del culto a Mercurio para implorar el éxito de las transacciones comerciales (495 a.C.), a Ceres para que activara el proceso de germinación (496 a.C.) y a Apolo por su poder de curación (hacia el 450 a.C.).

De esta forma casi todo lo que era vital para el bienestar de la sociedad se consideró función de un dios o de una diosa. Una casa es tan segura como lo es su puerta: abrir y cerrar la puerta y el paso de un hombre de la intimidad del hogar al ajetreo del mundo exterior y vice versa, pueden ser acontecimientos críticos, y, en consecuencia, se suponía que estaban bajo el poder de un dios, Jano. Jano Patulcio abría la puerta, Jano Clusio la cerraba; que el abrir o el cerrar la puerta fueran para bien o para desgracia de la persona interesada dependería, por lo tanto, del favor de Jano. Los poderes divinos asociados a la propia puerta estaban incluso más exactamente definidos: el escritor cristiano Arnobio, quien probablemente cite a Varrón, nos asegura que Limentino presidía el umbral, Cardea los goznes y Fórculo las hojas de la puerta (Contra los paganos, II, 15.5). El cielo y el cambio del tiempo exigen una constante atención, especialmente en una comunidad agrícola. El sol ha aparecido durante los últimos mil días: ¿es seguro que va a salir mañana? ¿Cómo actúa y cómo se controla? La sequía podía arruinar una aldea en Italia exactamente igual que lo puede hacer actualmente en la India. ¿Cómo se distribuye la lluvia? Los terroríficos e impredecibles resplandores de un relámpago contienen enormes cantidades de energía. ¿Cómo se dirigen? Los diferentes factores del clima sólo podían entenderse como actividades de uno o varios poderes celestiales —Júpiter Lucetio que controlaba la luz, Júpiter Fulgur que enviaba el relámpago, Júpiter Elicio que regulaba la lluvia, etc. Livio dice que el sonido de una voz misteriosa que salió de la tierra en un momento de tensión durante la guerra contra los galos inmediatamente fue identificada como la de un dios —«el Hablador», Aio Locutio. Con escasas comunicaciones y peligrosos caminos sería imprudente emprender un viaje sin haberse reconciliado con «el dios que inventó los caminos y las carreteras» (C.I.L., VII, 271)3.

La existencia de los dioses se daba por supuesta conforme iba surgiendo su necesidad, pero la multiplicación de deidades funcionales se podía llevar a dimensiones ridículas y bastante irreales, 3 Existen dos colecciones de inscripciones latinas: Corpus Inscriptionum Latinarum e Inscriptiones Latinae Selectae, citadas aquí como C.I.L. e I.L.S. respectivamente.

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especialmente por parte de sacerdotes profesionales con deseos de sistematización y gusto por los listados. Fabio Píctor, historiador de finales del siglo III a.C., da una lista de dioses que el flamen de Ceres invocaba al ofrecer un sacrificio a la Tierra y a Ceres: «Primer Arado, Segundo Arado, Destripaterrones, Sembrador, Abonador, Cavador, Rastrillador, Segador, Recolector, Almacenador, Distribuidor» (Ueruactos, Reparator, Imporcitor, Insitor, Obarator, Occator, Sarritor, Subruncinator, Messor, Conuector, Conditor, Promitor; Servio, Sobre las Geórgicas, I. 21). No está claro que un agricultor corriente llevara tan lejos sus creencias, igual que no se debe tomar literalmente a Petronio cuando describe a Trimalción, el maleante nouveau-riche de su Satiricón, que adoraba como dioses de la familia a Provecho, Suerte, Ganancia (Cerdo, Felicio, Lucrio; Satiricón, 60). Tales listas de espíritus funcionales menores —indigitamenta, así se les llamaba— probablemente fueran ejercicios teóricos, pero algunos de ellos corresponden con seguridad a actividades por las que la gente estaba seriamente preocupada. Un niño recién nacido está indefenso y es vulnerable. Para alejar los espíritus dañinos, tres hombres iban por la noche con un hacha, una maza y una escoba y golpeaban el umbral de la casa donde dormía. Los hombres, dice Varrón, representaban a dioses (Intercidona, Pilumno y Deverra) que controlaban las acciones de cortar, aplastar y barrer, con las que los espíritus malignos podían ser expulsados. Hasta tiempos de Augusto esta ceremonia no era más que una costumbre formal, como la de llevar en brazos a la novia al traspasar el umbral o la de ir al encuentro de un desconocido con un trozo de carbón en Año Nuevo. Pero sirve para ilustrar la idea subyacente de que las funciones importantes están en manos de los dioses. En fecha tan tardía como el 183 d.C. los hermanos Arvales se vieron obligados a rezar a «La Que Baja, La Que Rompe y La Que Quema» (Deferunda, Commolenda, Adolenda) en sus intentos de lidiar con una higuera que crecía de manera subrepticia en el tejado del templo de Dea Día.

Pero la función no se limita a fenómenos físicos como abrir puertas o dar a luz niños o, incluso, al orto y al ocaso del sol. Muchos objetos naturales, en sí mismos, provocan un asombro que lleva a los hombres a considerarlos algo más que naturales. En el clima cálido y soleado de Italia una fuente de agua fresca o un bosque inspiran una agradable sensación. Los romanos los tenían por lugares sagrados en los que vivía un espíritu. En un famoso pasaje de los Fasti (III, 295-6) Ovidio escribe: «Al pie del Aventino se extendía un bosque oscurecido por la sombra de las encinas. Con sólo mirarlo podrías decir: ¡aquí mora una deidad!», y en los mismos términos Evandro habla de un bosque primitivo que se extendía por el Capitolio romano: «Un dios (no sabemos qué dios) los habita» (Eneida, VIII, 351-2). Probablemente fuera ésta una idea relativamente moderna, ya que no hay ninguna prueba de que en la religión romana primitiva hubiera un estadio en que los hombres creyeran en espíritus indiferenciados (rumina) que habitaran bosques, fuentes, lagos, cuevas, etc. Por el contrario, parece que la función de estos lugares era considerada sobrenatural y divina y que esta idea primitiva —bajo la profunda influencia de las ideas griegas que juzgaban a los dioses con relación a los seres humanos— se convirtió en la idea de que eran residencias de dioses cuya función era presidirlas.

Plinio el Viejo escribe que «los árboles eran los templos de los espíritus y, según un antiguo rito, las sencillas comunidades agrícolas todavía hoy dedican un árbol destacado a un dios. Nosotros adoramos las cuevas y sus silencios». Igualmente, Servio, el antiguo comentarista de Virgilio, dice: «No hay fuente que no sea sagrada», y hay una gran cantidad de inscripciones y dedicatorias, grabadas en piedra, que lo confirman. Cuando Horacio escribió su oda a la fuente de Bandusia (Odas, III, 13), lo hizo inspirado tanto por las connotaciones religiosas de ésta como por el hecho de que fuera el equivalente antiguo de un refrigerador de agua en un día caluroso. Si no comprendemos eso, no podremos empezar a apreciar lo que la fuente significaba para él o de lo que trata el poema. Lagos y ríos eran considerados de la misma manera. En su momento, la mayoría de los grandes ríos de Italia, tales como el Po y el Tíber,

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desarrollaron elaborados cultos propios. El «Padre Tíber», que figura destacadamente en la Eneida, es representado en las obras de arte como un hombre anciano, con barbas, que saca la cabeza y los hombros del agua. De ríos más pequeños, salvo que fueran atracciones turísticas como el Clitumno, tan gráficamente descrito en una carta escrita por Plinio el Joven (VIII, 8), no sabemos mucho, pero no fueron menos venerados. En otra carta (VIII, 20), Plinio hace una brillante descripción del lago Vadimo (Bassano), escenario de una gran batalla contra los etruscos en el 310 a.C. y después de mencionar algunas de sus peculiaridades, añade que no hay ningún barco en él, puesto que es sagrado.

Hasta aquí me he referido principalmente a lo que interesa a individuos y familias para asegurar la continuidad de los procesos naturales beneficiosos, pero las actividades de grupos, ya fueran pequeños gremios profesionales o grandes ciudades, también suponían procesos similares. En aquellos días anteriores a que las elecciones generales o las agrupaciones sociales se redujeran a un análisis estadístico exacto, estos grupos confiaban para su prosperidad en la creencia de que sus actividades estaban sujetas al control divino. Minerva, más que las fluctuaciones de la oferta y la demanda, gobernaba la fortuna de la mayoría de las industrias: así, Filerón, en la novela de Petronio, llama a un hombre polifacético «un hombre de toda Minerva» (Satiricón, 43.8). En una ajetreada ciudad comercial como Ostia cada gremio adoraba a un dios particular. Los cordeleros del puerto honraban a Minerva como su protectora; los que medían el grano adoraban especialmente a Ceres; Marte era, evidentemente, el patrón de los constructores. Existen restos de templos asociados a gremios que servían tanto de lugar de reunión como de lugar de culto gremial. No sólo los gremios mercantiles tenían dioses que salvaguardaran sus funciones. Una de las más asombrosas inscripciones de Gran Bretaña es una dedicatoria citada por Tácito y hecha en York por Escribonio Demetrio, posiblemente el maestro de Tarse que acompañaba a Agrícola, gobernador de Britannia, entre el 78 y el 84 d.C., y que debió ayudarlo en su programa educativo: a «los dioses de la residencia del gobernador», deidades funcionales invocadas, sin duda, en los momentos de tensión.

Más allá de los pequeños grupos estaba la comunidad como un todo, con sus necesidades e intereses comunes. Cada ciudad tenía un patrón que reflejaba sus aspiraciones y sus actividades, el cual, posteriormente, se pensó que tenía allí su morada. Vulcano era ese tipo de dios de Ostia. El sacerdote de Vulcano, normalmente un personaje destacado de la ciudad, era responsable no sólo del culto al dios, sino también de las prácticas religiosas generales de la ciudad, lo que ilustra la posición preeminente de la que disfrutaba Vulcano. En Preneste el papel de patrón lo ocupaba Fortuna Primigenia; en Falerios, Minerva; en Veyes, Juno, tan eficaz que los romanos no pudieron tomar la ciudad hasta que, por medio de una invocación ceremonial (evocatio), la persuadieron de que renunciara a su función de proteger los intereses de los habitantes de Veyes y emigrara a Roma. La creencia de que las comunidades eran protegidas por poderes particulares no estaba en absoluto limitada a Italia. Incluso en Gran Bretaña hay una dedicatoria a Brigantia, la diosa que dirigía la formidable confederación de los Brigantes.

Hacia el siglo I a.C. Júpiter «el Mejor y el Mayor» (Optimus Maximus), en su imponente templo que dominaba el corazón de la ciudad, era considerado por los romanos su líder, el dios que aseguraba sus éxitos y daba fuerza a todas sus empresas. En el momento culminante de la crisis de Catilina, Cicerón proclamó que era Júpiter quien se había resistido (a Catilina), quien había querido «que el Capitolio, que estos templos, que toda Roma, que todos vosotros estuvierais a salvo» (Catilinarias, III, 22). La misma idea se puede encontrar en un discurso que Tito Livio pone en boca de Camilo casi cuatrocientos años antes. En ese discurso Camilo intentaba disuadir a los romanos de que emigraran después del

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desastroso saqueo de roma por los galos en el 386 a.C., preguntándoles si les parece adecuado que la fiesta de Júpiter se celebre en otro sitio que no sea el Capitolio porque la fortuna de ese lugar no puede ser trasladada a otro (V, 52.6; 54.6). Las razones que da Livio debían de tener un significado especial para sus lectores, ya que desde tiempos de Julio César en adelante circularon rumores sobre la intención de construir una nueva capital en Oriente. El destino y la función de Roma estaban personificados en Júpiter Óptimo Máximo, quien había instalado su residencia en el templo capitolino. Por eso cada año los nuevos cónsules, al ocupar sus cargos, iban en procesión a ofrecer un sacrificio en su honor, y la primera reunión del Senado de cada año se celebraba en su templo. Nada ilustra mejor ese papel especial que la historia contada por Aulo Gelio (VI, 1.6) acerca de Escipión el Africano. Escipión tenía la costumbre de que se le abriera el santuario de Júpiter antes del amanecer e iba allí a conversar a solas con el dios sobre los asuntos de Estado. Los perros guardianes, que ladraban a los demás visitantes, siempre lo trataron a él con respeto.

La fuerza de esta clase de sentimientos se puede medir por las emociones de quienes se veían obligados a dejar sus ciudades de origen y, como pensaban, la protección del patrón que residía allí. Hay una escena conmovedora en Tito Livio (I, 29), cuando la población de Alba Longa es evacuada (en 700 a.C. aprox.). El punto culminante de su angustia se alcanza cuando sus habitantes pasan por los templos y dejan atrás a sus dioses como si estuvieran prisioneros. Encontramos la misma intensidad en el lamento de Ovidio desde su exilio en Tomi, en el año 8 d.C., cuando se despide para siempre de los templos que ya nunca volverán a ver sus ojos y de los dioses que tiene la gran ciudad de Rómulo, a quienes tiene que dejar (Tristes, I,3.33 y ss.).

La religión romana se ocupaba del éxito, no de la desgracia. Según comenta Cicerón (Sobre la naturaleza de los dioses, III, 87), a Júpiter le llama Óptimo y Máximo, no porque nos haga justos, moderados o sabios, sino porque nos hace sanos, incólumes, ricos, prósperos. La felicidad era la meta en la vida y la felicidad dependía del resultado favorable de todas las actividades cotidianas, en la vida privada, en los negocios o en la agricultura y en la esfera más amplia de los asuntos nacionales, y no de la condición moral de uno. Como esas actividades no se podían controlar científicamente y, por lo tanto, su éxito no se podía garantizar, se atribuían a la decisión divina, y el objetivo de la religión era descubrir el procedimiento correcto que asegurara la buena voluntad de los dioses para hacerlas favorables. En cuanto a la preocupación por la conciencia individual y por la salvación, tiene mucho en común con el cristianismo, antes de que lo modificaran los descubrimientos científicos y el protestantismo. En el catolicismo todavía sobrevive, como apunta H. J. Rose, una tradición de la religión antigua, según la cual santa Ágata es popularmente invocada para curar los dolores de útero, santa Apolonia para curar los dolores de muelas, santa Clara puede ayudar a curar los orzuelos, san Eutropio la hidropesía, santa Elena las hemorragias4. Horacio (Odas, I, 9) evoca el espíritu religioso romano perfectamente: «Pongámonos tan cómodos como podamos», y sigue: «Deja lo demás al cuidado de los dioses; tan pronto como ellos han puesto calma en los vientos que combatían sobre la encrespada llanura del mar, dejan de agitarse los cipreses y los vetustos olmos».

Los dioses se ocupan de las poderosas fuerzas de la naturaleza. El hombre no puede esperar comprender o controlar esas fuerzas. Todo lo que puede hacer es desear lo mejor y ganarse la cooperación de los dioses. Ésta es la mentalidad que Lucrecio quiere cambiar, cuando ve hombres tan impresionados por el cielo estrellado o por los desastres naturales o incluso por su propio sentido de

4 Ancient Roman Religion, pag. 152.13

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indefensión frente al infinito que se arrastran delante de los dioses como si ellos fueran la causa de todo ello (Sobre la naturaleza de las cosas, VI, 52 y ss.)

Hay otro motivo por el cual los romanos no dirigían sus miradas a los dioses para que los hicieran moralmente mejores. Su psicología se basaba en la presunción de que el carácter de una persona es algo fijo, algo que se le ha dado al nacer. Nada podía alterar en lo fundamental ese carácter o las acciones que de él se derivaran. En el mejor de los casos, una persona se podría ver obligada a actuar contra su verdadera inclinación natural (suum ingenium), pero nunca constituiría un cambio radical de carácter. Ésta es la única explicación de, por ejemplo, las aparentes digresiones de los discursos de Cicerón. Nos habla de la buena conducta de Celio en otras ocasiones (lo cual no tiene relación con la acusación en cuestión) para convencer al jurado de que habría sido «al margen de su carácter» (y, por lo tanto, imposible) que Celio hubiera sido el autor de lo que se le acusaba. Igualmente Tácito no podía concebir que el carácter de Tiberio pudiera haberse deteriorado: si moría como un tirano, tendría que haber sido siempre un tirano (Anales, VI, 51.6) y cualquier apariencia de lo contrario sería un mero pretexto. En este contexto no había razón para pedirles a los dioses que hicieran a una persona mejor. Era como era porque así había nacido. La religión podía hacer a una persona más humilde al mostrarle la debilidad humana en comparación con los grandes poderes de la naturaleza, pero no podía transformarla en una nueva forma de ser. No hay razón para desconfiar de Horacio cuando atribuye su vuelta a la religión a la repentina sensación del poder arrollador de dios. La ocasión fue una inesperada tormenta (Odas, I,34). Previamente había sido «un parco y poco asiduo adorador de los dioses» (parcus deorum cultor et infrequens). No dice que lo hiciera más virtuoso.

Así pues, dado que en la lucha por alcanzar la felicidad las cuestiones del bien o del mal eran mucho menos importantes que el gobierno de las fuerzas que nos rodean, prácticamente no tenemos datos correspondientes al periodo augusteo o anterior que sugieran que las posibilidades de conciliarse con los dioses dependieran de la condición moral de la persona. Para tratar con los dioses había métodos prescritos que habían demostrado ser eficaces, pero, siempre que se siguieran escrupulosamente, no importaba si uno era bueno o malo o si sus oraciones tenían fines honestos. Las oraciones eran oídas si se formulaban correctamente y no porque procedieran de un corazón arrepentido y generoso. No fue hasta el siglo siguiente, en el momento en que la religión tradicional se había impregnado más profundamente de la filosofía y de las creencias orientales, cuando Persio afirmó que la única ofrenda aceptable a los dioses era la pureza de pensamiento y la honradez de corazón (Sátiras, II, 73-4) o cuando Plinio el Joven escribió que los dioses se alegran más de la inocencia de un fiel que de elaboradas oraciones; el hombre que entra en un templo con el corazón puro les complace más que el que recita una letanía cuidadosamente preparada (Panegírico, 3). Tales sentimientos suenan respetables pero son ajenos a la esencia de la religión romana, y vale la pena recordar que, también según la creencia cristiana, la gracia de Dios nunca ha estado limitada al hombre bueno.

La simple creencia de que las fuerzas divinas siempre estaban interviniendo en cualquier actividad del individuo y del grupo fue aclarada por el estoicismo, el movimiento filosófico más influyente de la Roma del siglo I a.C. Los pensadores estoicos, sobre todo Posidonio (quien murió en el 50 a.C. aprox.) que enseñó a Cicerón, idearon un marco teológico que dio sentido a miles de acciones inconexas. Había un espíritu racional singular, un «alma del mundo», que lo impregnaba todo y de la que el «alma-razón» humana era una parte. Dios penetraba la naturaleza de todas las cosas (Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, II, 70-2) o, como lo expresó Virgilio (Geórgicas, IV, 221 y ss.): «Pues la divinidad —afirman— atraviesa todas las tierras, los techos del mar y el cielo profundo».

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De esa manera toda actividad, y en particular toda actividad humana, tenía algo de divino. Era simplemente una convención etiquetar los procesos agrícolas como «Ceres» o los fenómenos naturales como «Neptuno», distinguiendo de esta forma a los dioses individuales. Además, ya que el hombre en sí mismo contenía una parte de ese espíritu divino, podía inventar relaciones correctas con «dios», puesto que, en cierto sentido, había nacido de «dios».

Esta noble y atractiva filosofía, con su insistencia en la racionalidad del orden natural que anticipa el camino por el que las modernas leyes científicas han restringido la intervención irracional de Dios, hizo intelectualmente respetable a la religión tradicional. El mismo conjunto de fórmulas y procedimientos religiosos podía ser aceptado como válido por un esclavo analfabeto e ignorante y por un hombre instruido y muy sofisticado. Podían justificarlo de diferentes formas, pero lo aceptaban porque, en último extremo, funcionaba. Una consecuencia lógica era que casi todo lo que se hiciera —en teoría al menos— sería un acto religioso que tendría que ir acompañado de las oportunas ceremonias religiosas. Clavar un clavo en un trozo de madera requeriría no sólo un buen clavo, un buen martillo y una buena coordinación entre la mano y la vista, sino también un ritual eficaz: de otra manera el clavo se podría doblar o la deidad implicada podría hacer que se golpeara el dedo. Además —de nuevo, en teoría al menos— esto se aplicaba tanto a acciones privadas llevadas a cabo por individuos o grupos pequeños como a las acciones públicas que afectaban colectivamente al Estado. Cicerón dice que nada importante, ni siquiera del ámbito doméstico, se emprendía sin granjearse la aprobación de los dioses (Sobre la adivinación, I, 28) y Valerio Máximo, que escribió en tiempos del emperador Tiberio, hace la misma afirmación (II, 1.1) cuando se refiere a que nuestros antepasados no hicieron nada público o privado sin asegurarse primero la voluntad del cielo, lo cual es, sin duda, una devota exageración.

En la práctica, desde luego, la gente debió de cambiar enormemente en cuanto a la conciencia de sus devociones familiares, y, excepto en tiempos de gran preocupación o euforia nacional, no era fácil que un ciudadano ordinario se sintiera personalmente implicado en la ofrenda pública ofrecida en nombre del Estado en particular, ya que muchos rituales no estaban relacionados con sus necesidades cotidianas. El hombre urbano quería tanto como el que más un suministro regular de pan barato, pero, como no era responsable de cultivo del trigo, y probablemente como su equivalente moderno, sólo había visto una granja en visitas ocasionales al campo, debía de resultar difícil interesarse por las celebraciones públicas dirigidas a la eliminación de la roya. Horacio, en efecto, nos dice que un día entró casualmente en una ceremonia en el foro (Sátiras, I,6.114), pero fue el aburrimiento, no el interés, lo que lo llevó allí, y las muchachas que revoloteaban alrededor de los templos de Roma no lo hacían por piedad sino con la esperanza de conseguir «citas» (Propercio II 19.10). Lo que hacían los romanos —en cuanto a actividades públicas— era delegar la responsabilidad de asegurarse de que las autoridades oficiales se ganaran la aprobación divina. Se dejaba a los magistrados y sacerdotes velar por que se ejecutaran los rituales y el ciudadano corriente no tenía ninguna obligación de asistir o de interesarse por ellos. El único deber religioso obligatorio para todos no era una carga: evitar el trabajo y mantener la paz en los días de significado religioso (días festivos). Esto podía haber llevado a la religión a convertirse en algo tan ajeno a la vida de la comunidad que se desvaneciera, cultivada sólo por una clase sacerdotal, pero Roma fue atípica al permitir que casi todos los sacerdocios fueran ocupados por hombres activamente involucrados en los asuntos públicos y al depositar la principal responsabilidad de la toma de decisiones sobre cuestiones religiosas no en los sacerdotes como tales sino en los magistrados. Fue en calidad de cónsul, no de pontifex maximus, como César ofreció un sacrificio a Júpiter Óptimo Máximo el 1 de enero del 44 a.C. Por eso nunca hubo en Roma una división entre la clase sacerdotal y la clase gobernante: así hasta el siglo I a.C., según podemos deducir de la satisfacción de Cicerón por ser elegido

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augur, los grandes sacerdocios eran considerados distinciones sociales más que cargos religiosos, aunque conllevaban deberes religiosos y requerían conocimientos al respecto.

La religión pública, por lo tanto, podía estar atendida sin que el público participara. Se convirtió en parte de la rutina habitual de los magistrados o de los funcionarios competentes llevar a cabo cualquier acto público de adoración que estuviera prescrito. Antes de asumir un cargo o de salir de campaña, antes de hacer un censo o de reunir una asamblea, el magistrado adecuado, como parte de sus deberes reconocidos, daba los pasos necesarios —en nombre del Estado— para conciliarse con los dioses. Esto queda ilustrado por una historia reveladora. Cuando Pompeyo llegó a cónsul en el 70 a.C. era comparativamente inexperto en asuntos civiles. Su carrera había sido militar —violenta y triunfal. Con el fin de prepararse para el cargo, encargó a Varrón que escribiera un pequeño manual que le explicara qué hacer (Aulo Gelio, XIV, 7.9). No conservamos ese libro pero sabemos que en él Varrón subrayaba la importancia de las oraciones establecidas como introducción a los actos públicos y le aconsejaba asegurarse siempre de que los asuntos religiosos fueran el primer punto de la agenda del Senado. Un indicativo más del peso que los romanos atribuían a la correcta observancia de los deberes religiosos en los asuntos del Estado lo da la reacción de Cicerón ante el comportamiento de Craso. Craso había sido designado gobernador de Siria como parte de un acuerdo con Pompeyo en el 54 a.C., pero su designación originó una ruidosa oposición en Roma. Para escapar de ella, intentó abandonar Roma a escondidas, sin haber pasado por las ceremonias al uso, pero su partida fue descubierta por un tribuno, Ateyo Cápito, quien solemnemente lo maldijo. Craso hizo caso omiso de las consecuencias de esa desafortunada salida y siguió adelante con su viaje. No hay que sorprenderse, concluye Cicerón, de que se encontrara con una derrota en Carras (Sobre la adivinación, I,24).

El éxito dependía en todo de la colaboración divina y el objetivo de la religión era provocar esa colaboración. Tres fueron los principales medios, comunes a la religión pública y a la privada, que se emplearon para regular la relación entre los hombres y los dioses: la oración, por la que una petición podía ser puesta en conocimiento de los dioses; el sacrificio, por el que los dioses podían ser inducidos a ceder ante una petición y podían ser forzados a ejecutarla, y la adivinación (en todas sus formas), por la que los hombres podían conocer la voluntad de los dioses. Todos éstos fueron procedimientos intrincados, desarrollados a lo largo de siglos de fe y experiencia, y juntos formaban el corpus de la práctica religiosa o ius divinum, como era conocido. Fueron cuidadosamente compilados por un colegio de sacerdotes (los pontífices) y celosamente transmitidos de generación en generación, ya que de ellos dependía la prosperidad de toda la comunidad. El primer paso al fundar una nueva ciudad era fijar su calendario religioso y determinar sus celebraciones y sacerdocios. Los preparativos para ello fueron, por ejemplo, expresamente hechos por César cuando fundó la colonia de Urso en Hispania (C.I.L., II, 5.439). Siguiendo los procedimientos del ius divinum se creía que se podía mantener la correcta relación con los dioses. Los romanos llamaron a este equilibrio o relación correcta «la paz de los dioses» —pax deorum— y en un apasionado discurso puesto en boca de Ap. Claudio (la fecha dramática es 368 a.C.) Livio nos da una adecuada expresión de los ideales que lo sustentaban: «Ahora se permite a la plebe ridiculizar las ceremonias religiosas, si las gallinas sagradas no comen o si han salido con mucha lentitud del gallinero. Son minucias. Pero vuestros mayores hicieron grande a Roma al no despreciar dichas minucias, mientras que nosotros profanamos todos los rituales, como si ya no hubiera ninguna necesidad de la paz de los dioses» (VI, 41). Doscientos años más tarde un cónsul, Q. Marcio Filippo, se ve obligado a decir que los dioses se, muestran favorables ante la piedad y la fe, medios por los que el pueblo romano ha llegado a tan gran altura (XLIV, 1.11). El pensamiento es verdaderamente religioso porque insiste en que cualquier cosa que haga el hombre depende de un dios.

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Capítulo 2La oración

Los dioses, como los perros, sólo responden cuando se les llama por sus nombres. Viviendo como vivimos nosotros en una época en que los números (seguridad social, cuentas corrientes, teléfonos, etc.) identifican a las personas con mayor facilidad, nos resulta difícil comprender el poder que gentes más primitivas atribuyen a los nombres. Pero un sencillo ejemplo de la supervivencia de esta idea lo da Ronald Knox cuando señala cómo los niños intentan ocultar a menudo sus nombres de pila en la escuela y prefieren que los llamen por su apodo, ya que revelar su nombre de pila es dar a los demás niños cierto poder sobre ellos5. La misma idea subyace al consejo de Gnat a Alicia en Alicia en el país de las maravillas: «Por ejemplo, si la institutriz quisiera llamarte a clase gritaría “Ven aquí...”, y ahí lo debería dejar, porque no tendría ningún nombre para llamarte, y, por supuesto, tú no tendrías que ir, así que ya sabes.»

Invocar a un dios por su nombre ha sido siempre la característica común de la oración y de la magia. Si sabes el nombre del dios, puedes hacer que te escuche. Esto se mantiene en el cristianismo. En el Antiguo Testamento el nombre de Jehová fue durante largo tiempo un nombre secreto, no se podía nombrar ni escribir puesto que era demasiado poderoso. En el Nuevo Testamento la superstición es eliminada, pero los creyentes «que digan el nombre del Señor» se salvarán. Todavía rezamos «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». En la religión romana (y en la griega) el primer objetivo era descubrir el nombre del dios en el cual el fiel deseaba influir e invocar ese nombre. Así lo expresó san Agustín citando a Varrón, que había escrito cuatrocientos años antes: «Podremos saber a qué dios debemos invocar o avocar, y con qué finalidad, porque no hagamos lo que suelen los bobos en las comedias, pidiendo agua a Baco y a las Náyades vino» (Sobre la ciudad de Dios, IV,22). Dada la complicada naturaleza de la creencia romana, por la que se pensaba que casi todas las actividades estaban controladas por la divinidad, se necesitaba una considerable clarividencia para poder elegir la deidad apropiada en cada caso. Ésta fue la razón por la que los pontífices recopilaron las complicadas listas, en gran parte artificiales, de indigitamenta como un manual exhaustivo de invocaciones para cada ocasión. Pero ni siquiera esto resolvía necesariamente las dudas. En la segunda oda del primer libro, citada anteriormente, Horacio muestra su inseguridad al no saber a qué dios es conveniente invocar para que restaure las tambaleantes fortunas de Roma (cf. vs. 25-6: quem vocet diuum populus ruentis/imperi rebus). ¿Sería a Apolo, a Venus, a Marte o a Mercurio?

Algunos dioses eran tan poderosos que sus nombres punca fueron pronunciados a causa del daño que podían hacer a la comunidad de no ser invocados adecuadamente. Tales espíritus eran nefandi, innombrables. Es el mismo temor que encontramos en el proverbio «Llama al Diablo y aparecerá». Los demonios del más allá eran conocidos como «El Gran Nombre» o «El Nombre Sagrado que no se pronuncia». Otros dioses eran demasiado apreciados por el Estado o por la comunidad para que sus nombres se divulgaran públicamente, no fuera a ser que los invocaran los enemigos. Normalmente Júpiter Óptimo Máximo era el patrón de Roma, pero la ciudad misma fue también considerada una deidad, una deidad, sin embargo, tan valiosa que tenía un nombre secreto, conocido solamente por los

5 Pastoral Sermons, pág. 37.18

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pontífices, por lo que «Roma» era un pseudónimo. No sabemos cuál era ese nombre secreto. Según Servio, los romanos querían ocultar la identidad del dios que protegía a Roma y, por eso, la disciplina sacerdotal dictaba que los dioses de Roma no debían ser invocados por sus nombres propios por temor a que fueran alejados.

Pero la mayoría de los dioses eran accesibles. Lo difícil era asegurarse de que el dios al que uno se acercaba era invocado con el nombre adecuado. Apolo podía haber cambiado de nombre o utilizar otro además, y en ese caso no respondería a un simple «Apolo». Los romanos emplearon dos técnicas para protegerse de ese peligro. La primera era hacer una lista lo más completa posible de todas las alternativas que pudiera utilizar un dios. En el poema 34 Catulo invoca la ayuda de Diana, pero para estar seguro de conseguir su atención continúa diciendo: «A ti te invocan como Juno Lucina las mujeres en los dolores del parto, a ti te invocan como Trivia poderosa y como luna de luz prestada». En términos más formales esto sería: «Diana, Latonia, Juno Lucina, Trivia, Luna».

La segunda técnica para prevenir que el dios eludiera una invocación era añadir al final de ésta una expresión generalizadora del tipo «o cualquier nombre por el que quieras ser llamado». Catulo acaba su lista de nombres de Diana con las palabras «que seas sagrada con cualquier nombre que te plazca» (sis quocumque tibi placet sancta nomina; 34,21-2), de la misma forma que una fórmula sacerdotal, citada por Servio (Sobre la Eneida, II, 351), invoca a «Júpiter Óptimo Máximo o por cualquier otro nombre que desees ser llamado» (siue quo alio nomine te appellari volueris). Hay muchos ejemplos de inscripciones con esta técnica. Una pequeña plancha de plomo encontrada cerca de Arezzo contiene una maldición dirigida a un tal Q. Letinio Lupo: los poderes que se invocan para ejecutar la maldición son «Aguas Calientes o Ninfas o por cualquier otro nombre que deseéis ser llamadas» (siue quo alio nomine uoltis appellari). La formulación está en la misma línea de la que usaban los pontifices. La teología subyacente encuentra una de sus expresiones más nobles en un coro de Agamenón de Esquilo: «Zeus, quienquiera que sea, si así le place ser llamado, con este nombre yo le invoco» (vs. 160-2).

Cuando había fundada sospecha de que un lugar o una actividad estaba a cargo de un dios pero no era posible establecer con seguridad la identidad de éste, los romanos acudían al sincero recurso de reconocer un «dios desconocido». San Pablo se mofaba de los atenienses por esta superstición: «Porque cuando pasé y observé el objeto de vuestra adoración, también descubrí un altar con esta inscripción: A un dios desconocido. Al que vosotros adoráis sin conocerlo, a ése vengo a anunciaros» (Hechos de los Apóstoles, 17.23). Pero era una superstición consciente, que reconocía la mano de un dios en todas las crisis del mundo. Evandro, citado más arriba, sentía que los bosques de Roma estaban habitados por un dios, pero no sabía con seguridad de qué dios se trataba. Por eso Aulo Gelio nos cuenta que con motivo de un terremoto los romanos hicieron una ceremonia de purificación sin nombrar al dios en cuyo honor se hacía, por temor a que pudieran empeorar las cosas si se nombraba a un dios equivocado (II, 28.2). Se dirigían simplemente a «la deidad responsable», como una carta que se remitiera «a quien pueda interesar». Cuando Valerio retó a un gigantesco galo a un combate singular, recibió una inesperada ayuda bajo la forma de un cuervo que se posó sobre el casco del galo y lo distrajo de su ataque. Valerio reconoció aquello como una intervención divina y rogó que ya fuera un dios, ya fuera una diosa quien le había enviado el pájaro, le fuera propicio (Livio, VII, 26.4). Una inseguridad semejante debieron afrontar con frecuencia los romanos cuando viajaban al extranjero y visitaban países desconocidos. Un tribuno llamado Julio Víctor, destinado en Risingham, en Northumberland, elevó precavidamente una dedicatoria a los dioses que habitan este lugar (R.I.B., 1.208).

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Pero no había garantías de que esa deidad desconocida fuera del sexo masculino. Si, de hecho, residía allí una diosa, no sólo podía ignorar una oración expresada en género masculino, sino sentirse explícitamente ofendida por el error. Para evitar ese riesgo los romanos refinaron aún más la idea de «el dios desconocido» mediante una fórmula estereotipada «ya sea un dios o una diosa (quien vive aquí)» (si deus si dea), la cual se encuentra, por ejemplo, en una antigua oración recomendada por Catón el Viejo cuando había que desbrozar un bosque («ya seas un dios o una diosa, puesto que éste es un bosque sagrado, te hago una ofrenda propicia»), o en la gran oración que se usó para persuadir a la deidad protectora de Cartago de que abandonara la ciudad y, así, eliminar el poder de ésta de una vez para siempre («ya sea un dios o una diosa a cargo de quien están el pueblo y el Estado de Cartago»).

Como precaución final, especialmente en ocasiones trascendentales para el Estado, era habitual invocar colectivamente a todos los demás dioses tras nombrar a los especialmente relacionados con el asunto en cuestión, porque aunque normalmente se esperaba que cada uno se limitaría a sus funciones particulares, no había ninguna razón por la que debieran hacerlo obligatoriamente así, y con frecuencia se les encontraba ampliando su esfera de actividades. Por lo tanto, convenía colocarse en una posición segura, sin dejar nada al azar. Otra razón podía ser la idea de que los dioses formaban una colectividad y, si así se disponía, podían ayudarse unos a otros en sus funciones. Por eso los pontífices siempre tenían como norma invocar a todos los dioses en conjunto después de las invocaciones individuales (Servio, Sobre las Geórgicas, I, 21). Restos de esta costumbre se pueden ver en alguna de las oraciones que se conservan, por ejemplo, en la amplia, si bien modernizada, fórmula usada al declarar una guerra (Livio, I, 32.10): «Escucha, Júpiter, y tú, Jano Quirino, y todos los dioses del cielo, de la tierra y de los infiernos: os pongo por testigos de que tal y tal pueblo es injusto». Incluso Cicerón, en la apertura de un caso difícil, implora la indulgencia de Júpiter Óptimo Máximo «y de todos los demás dioses y diosas» (En favor de Rabirio, 5). Tales fórmulas encuentran un eco literario en la gran oda que Horacio compuso para los Juegos Seculares del 17 a.C. En la estrofa final proclama su confianza en que «Júpiter y todos los demás dioses hayan escuchado» sus oraciones (vs. 73-4).

Un mismo dios podía tener diferentes funciones. Jano abría y cerraba las puertas y habría sido inútil invocar a Jano Patulcio si lo que uno quería era guardar los caballos en la cuadra. El problema se acentuaba en el caso de un dios encargado de muchos asuntos como Apolo o Júpiter. Había que tener gran cuidado de invocar no sólo a Apolo, sino a Apolo con el requisito funcional del título de culto. De otra forma podría no atender. Macrobio, un erudito pagano de mitad del siglo V d.C., que transmite muchas noticias valiosas de tiempos más antiguos, explica que la acertada combinación de títulos usada por las vírgenes vestales para invocar a Apolo con el fin de que curara una enfermedad era « Apollo Medice, Apollo Paean» («Apolo Médico, Apolo Sanador»). Ninguna otra combinación, al parecer, podía funcionar.

Los grandes dioses tenían sus refugios favoritos, muchos de los cuales estaban en el extranjero como resultado de la identificación de los dioses griegos y romanos y de la unión resultante de los mitos griegos con las antiguas creencias romanas. Apolo tenía al menos un hogar en Roma y Augusto le construyó otro espléndido templo en el Palatino, pero su residencia principal estaba en Delfos y en la isla egea de Delos. Al dirigir sus oraciones los romanos tenían el máximo cuidado de ponerles la dirección correcta, o, al menos, una serie de direcciones alternativas con la esperanza de coger al dios en casa. Sería inútil invocar a Poseidón en su casa dorada de Egea si, como al principio de La Odisea de Homero, hubiera salido para hacer una visita a los etíopes. La respuesta le sería devuelta al remitente sin abrir. Por eso después de la invocación del nombre del dios se daba su residencia o residencias,

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normalmente en una oración de relativo. Cuando Horacio (Odas, IV, 6.26) llama a Apolo como dios de la música para que lo defienda, expresa así su oración: «Febo, tañedor de lira, maestro de la melodiosa Talía, que lavas tus cabellos en la corriente del Janto» (es decir, que vives en Licia cuyo principal río es el Janto). Igualmente, Virgilio dirige una oración a la «Madre Vesta, que proteges el Tíber etrusco y los palacios de Roma», y Lucrecio empieza una oración a «Venus, que habitas bajo las estrellas que se deslizan en el cielo, el mar que transporta naves y tierras fructíferas».

El primer objetivo era granjearse la atención del dios. El siguiente era convencer al dios de que la petición era razonable y de que cumplirla figuraba entre sus competencias. Una auténtica oración nunca degenera en magia, por lo cual un hechizo o un conjuro, correctamente formulado, es capaz de manipular por sí mismo automáticamente las fuerzas de la naturaleza. La oración no presupone un resultado favorable; reconoce que la buena voluntad divina es el primer requisito y que esta buena voluntad no tiene por qué darse necesariamente. El suplicante pide al dios con humildad favores que ellos pueden —por una buena razón— denegarle; no los exige. En tales casos el éxito, sin duda, dependería en gran medida de la aceptación de lo que el ser humano ofrecía en compensación, pero había un buen argumento, cuando fuera posible, para anticipar las razones por las que un dios podría considerar una petición con agrado. Las dos razones más eficaces eran: (a) la había concedido en el pasado, (b) entraba claramente dentro de su competencia concederla en esta ocasión. El poema 34 de Catulo a Diana, que se ha usado antes como ilustración, concluye con un típico ejemplo de (a): «como sueles desde antiguo, favorece con tu amable protección a la raza de Rómulo».

Cuando los romanos se levantaron una mañana en el 460 a.C. y se encontraron con que el Capitolio había sido tomado por una banda de esclavos y mercenarios sabinos, el cónsul P. Valerio se enfrentó a la tarea de restaurar la moral pública. Lo hizo mediante una súplica a Rómulo «para que des a tus descendientes la misma resolución que tú mismo mostraste cuando los sabinos forzaron su camino hacia el Capitolio por medio del soborno». Si no había ningún precedente relevante, se podía intentar hacer una súplica más general (b). Eneas pide a la Sibila que tenga piedad de él y de su padre y ruega que se le permita visitar a su padre en el reino de los muertos: por eso, dice a la Sibila, «tú tienes todo el poder». Propercio ruega a Baco que le ayude a ahogar sus penas, porque «tú puedes someter la arrogancia de la loca Venus» (III, 17.3), de la misma forma que cuando Tibulo pide a Isis que le ayude apela a la gran cantidad de frescos en sus templos, los cuales demuestran que puede ayudar a sus devotos cuando está dispuesta a ello (I, 3.27).

A continuación sigue la petición en sí. Obviamente podía tomar muchas formas según las necesidades y las circunstancias del solicitante. Podía deberse a algún motivo específico o podía tratarse de un favor más general. Quizás se comprenda mejor la naturaleza esencial de una oración romana leyendo algunos de los ejemplos que se conservan. Catón el Viejo, en su manual sobre la agricultura, incluye varias oraciones para usar en la administración diaria de la finca. Una de las más elaboradas está dirigida a Marte, un dios relacionado tanto con la protección de los campos como con la victoria en las batallas, y a quien el campesino pide que purifique sus campos:

Padre Marte, te ruego y te suplico que seas propicio y estés bien dispuesto hacia mí, hacia nuestra casa y hacia nuestra familia, para lo cual he ordenado que un cerdo, una oveja y un toro sean llevados alrededor de mi campo, mi tierra y mi propiedad, para que prevengas, rechaces y alejes las enfermedades visibles e invisibles, la esterilidad y la catástrofe, las desgracias y las inundaciones; para que te dignes permitir que las cosechas, los cereales, las viñas y los tallos crezcan y den fruto, para que tú te dignes proteger a los pastores y a sus rebaños y te dignes dar salud y prosperidad a mí, a mi casa y a mi familia; por todo esto sé

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engrandecido por el sacrificio de un lechón, un cordero lechal y un ternero (Catón, Sobre la agricultura, 142).

Ésta es una oración para «bendecir la finca», de un tipo que debió de ser habitual en el campo en la mayoría de los periodos del paganismo romano: en lo fundamental es muy similar a una oración que Ovidio expresaba en verso en conexión con la celebración de las Parilia (Fasti, IV, 735-82). Pero la Roma augustea era una sociedad urbana e imperial, cuyos intereses ya no tenían nada que ver con las simples tareas de una finca sino con una prosperidad más pública. Hay una oración que Augusto ofreció en el 17 a.C. con ocasión de los Juegos Seculares:

Oh, Hados, os ruego y os pido que, igual que habéis engrandecido el Imperio y la majestad del pueblo romano, de los quirites, en la guerra y en la paz, así sean obedientes en cualquier ocasión los latinos; conceded la seguridad eterna, la victoria y la salud al pueblo romano, los quirites; proteged al pueblo romano, los quirites, y mantened sano y salvo al pueblo romano, los quirites; sed favorables y propicios al pueblo romano, los quirites, a los quindecínviros, a mí, a mi casa y a mi familia; y dignaos aceptar este sacrificio de nueve ovejas y nueve cabras, adecuadas para el sacrificio. Por todo esto, sed engrandecidos por el sacrificio...

A pesar de que las condiciones han cambiado, la forma de esta oración es básicamente similar a la de Catón. Muchas frases se repiten («a mí, a mi casa y a mi familia», «dame prosperidad y salud», «para que seáis engrandecidos», etc.) y se sigue el mismo modelo en todas partes. Las oraciones personales —por razones obvias— se conservan en menor medida, pero hay una sentida petición de un hispano a quien le habían robado sus ropas:

Diosa Prosérpina Atecina que habitas la ciudad de Turóbriga, te ruego, te pido y te suplico por tu majestad que vengues el robo que se ha cometido contra mí y que [castigues con una muerte terrible] a quienquiera que haya tomado prestadas, robado o quitado las siguientes prendas: seis túnicas, dos mantos...

Los elementos arquetípicos se ven con claridad en esta oración: la cuidadosa denominación y localización de la diosa, y la advertencia («por tu majestad») de que es competencia suya conceder la petición. Las oraciones privadas normalmente son simples, como la pronunciada por un tal L. Aufidio a Hércules: «Tú eres un dios sagrado; ayuda a quien busca tu paz»; o la citada por el apologista cristiano Arnobio como típica de las oraciones privadas: «Acercaos, acercaos, Penates y tú, Apolo, y tú, Neptuno, y por la gracia de vuestra naturaleza divina apartad todos estos males que me consumen, torturan y afligen».

Además de las peticiones de favores positivos, merece la pena destacar otros dos tipos de oración. El primero no busca tanto la concesión de un favor como el evitar un daño. Es enteramente negativo en cuanto al punto de vista. Muchos de nosotros nos daríamos por satisfechos si en vez de recibir «golpes de suerte» ocasionales del cielo escapáramos de accidentes y desastres inmerecidos que pudieran ocurrir, a menudo sin motivo alguno, en el trabajo o en la familia o incluso como consecuencia de algún problema nacional. Sería mucho más apropiado que esas cosas les ocurrieran a nuestros enemigos, a aquellos a quienes deseemos algún mal. Los romanos percibieron esto con agudeza y designaron (sobre modelos griegos) una forma especial de oración para conseguirlo. Al dios se le pide que desvíe el mal y lo envíe a otra persona. Catulo finaliza su terrorífica descripción de lo que sucedió a Atis cuando fue inspirado por Cibeles, con la oración: «Que tu frenesí nunca se acerque a mi casa, diosa; altera a otros, vuelve locos a otros». El tema es común a Horacio, quien suplica a Apolo y a Diana que desvíen la guerra, la peste y el hambre del pueblo romano contra Persia y contra Britannia (Odas, I, 21.13-16), o

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pide que las esposas y los niños de los enemigos de Roma sientan el efecto de los desastres naturales enviados por los dioses (Odas, III, 27.21-4), o, de forma humorística, suplica formalmente a Venus que lo deje tranquilo en favor de fieles más jóvenes y más apropiados (Odas, IV, 1.1-8). Livio capta bien el espíritu de tales oraciones cuando, en un momento de pánico tras un inesperado revés, escribe que los romanos rezaron a los dioses para que alejaran la destrucción de las casas de Roma y de los templos y de los muros romanos y desviaran hacia Veyes ese terror (V, 18.12).

En general, sin embargo, la época augustea no fue vengativa. Sus oraciones eran civilizadas; no suplicaban favores excesivos para sí mismos ni malévolas desgracias para sus enemigos sino que pedían humildemente que pudieran continuar disfrutando de lo que tenían, tranquilos y en paz. A su regreso a Roma después de la clamorosa victoria de Accio, se recibió a Augusto con una gran muestra de solidaridad por parte del Senado. Su respuesta fue la característica: «He visto cumplidas todas mis esperanzas; ¿qué otra cosa voy a pedir a los dioses que me concedan sino que se me permita disfrutar de su unánime ayuda hasta el final de mis días?» (Suetonio, Augusto, 58.2). Igualmente, la oración ritual que se pronunciaba cada cinco años, cuando se hacía el censo, pedía que los dioses mantuvieran intacta la prosperidad de Roma para siempre (Valerio Máximo, IV, 1.10). Esta formulación, se decía, había sido impuesta por el gran Escipión el Africano en lugar de otra anterior que pedía «una mayor prosperidad para Roma». Ésta, decía Escipión, ya era suficientemente bonita y grande.

Disfrutar con buena salud de lo que tiene, esto es lo que sinceramente pide Horacio a Apolo (Odas, 1,31.17), quien repite la súplica en una sátira posterior con un comentario conmovedor: «No pido nada más» (nil amplius oro; Sátiras, II, 6.4). Detrás de cada éxito y de cada golpe de suerte se escondía en la mentalidad romana el temor de provocar la envidia de los dioses. La prematura muerte de Marcelo, el sobrino favorito de Augusto, en el 23 a.C., causó un amplio y profundo pesar e incitó a Virgilio a pensar que los dioses debían estar celosos, «la descendencia romana demasiado poderosa os parecería, dioses, si hubiera contado con este presente» (Eneida, VI, 870-1). Fue ese temor el que movió al desgraciado Camilo, cuando por fin había tomado Veyes, a pedir que «si su fortuna y la del pueblo romano parecían excesivas a algún dios o a algún humano, calmaran esa envidia con el mínimo daño para él y para el pueblo romano» (Livio, V, 21.15). Y ese temor sobrevivió hasta el final del mundo pagano. Un pequeño manual de historia romana, recopilado por un tal Festo a finales del siglo IV d.C., comenta sobre la muerte del emperador Caro que su victoria sobre los persas pareció demasiado poderosa a las fuerzas del cielo. Se pensó que había provocado la envidia y la ira divinas. En pleno apogeo de la victoria fue mortalmente abatido por un rayo (Antigüedades romanas, 24). Cuando los dioses están celosos, su venganza es avara (Horacio, Odas, I, 2.37 [Mars], heu nimis longo satiate ludo).

Así pues, los contenidos de las oraciones eran, como cabía esperar, de muchos tipos, pero todos tenían en común la misma formulación meticulosa. Del mismo modo que se tenían que tomar las necesarias precauciones para asegurar que el dios apropiado fuera correctamente invocado, así la propia oración tenía que ser redactada de manera que abarcara cualquier posibilidad. Las ropas del hispano podían no haber sido robadas realmente: podían haber sido tomadas en préstamo y en ese caso no era necesaria una súplica para castigar al ladrón. El campesino de Catón especificaba exhaustivamente todos los desastres que podían destruir sus cosechas y sus rebaños por temor a que uno solo pudiera ser pasado por alto y, por lo tanto, no prevenido; Augusto rezaba por la seguridad eterna, la victoria y la salud del pueblo romano. Las oraciones romanas se formulaban como documentos legales, con repeticiones, acumulación de sinónimos y detalladas particularizaciones («el pueblo romano, los quirites»; «a mí, a mi casa y a mi familia») para asegurarse de que no se dejaba ningún hueco. Y cuando eran pronunciadas se

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tenían que decir las palabras exactas; de otra forma no eran válidas. Un simple descuido (p. ej. «a mi casa y mí» en lugar de «a mí y a mi casa») o una simple omisión eran suficientes para estropear el ejercicio completo. En esa circunstancia lo único que se podía hacer era empezar de nuevo, quizás con una oración adicional para pedir perdón por haber cometido el error. Livio recuerda (XL, 16.2), una ocasión en que un magistrado de la ciudad latina de Lanuvio omitió accidentalmente las palabras «el pueblo romano, los quirites» en uno de los sacrificios de la gran celebración de todos los latinos, en el 176 a.C., tuvo que repetirse toda la celebración —pagada por la ciudad—, mientras que Cicerón trató de persuadir a su audiencia de que el intento por parte de sus enemigos de consagrar su casa (y, así, privarlo de ella para siempre) era nulo y no valía porque el joven que llevó a cabo el ritual había tartamudeado (Sobre su casa, 139). Ese interés por la precisión absoluta no estaba limitado a los latinos. Tenemos nueve planchas de bronce, fechadas entre el 200 y el 80 a.C., de la ciudad umbra de Iguvium (Gubbio) en las que están inscritas las instrucciones para los rituales que habían de celebrarse allí. Las oraciones están redactadas con tanta precisión como las latinas y se impone la misma advertencia de que si los sacerdotes cometían un error debían volver al principio y comenzar de nuevo.

A veces, cuando era obligación de un magistrado o de otra persona «laica», que podía no tener mucha práctica, elevar una oración complicada, se llamaba a un sacerdote profesional para comenzar y luego el magistrado repetía tras él cada frase en voz alta y clara. Este procedimiento (praeire verba, «anticipar las palabras») debió de prevenir muchos y caros errores. La precaución final, que se tomaba particularmente en las grandes ocasiones públicas cuando era probable que hubiera una buena cantidad de ruidos extraños que distrajeran la atención del dios, era emplear a un flautista que tocaba mientras se pronunciaba la oración con el fin de ahogar otros sonidos (Plinio, Historia natural, XXVIII, 11). Suetonio destaca como muestra de la estupidez de Tiberio, junto con la costumbre de acosar a los gramáticos con preguntas tales como «¿qué nombre adoptó Aquiles cuando sirvió entre las mujeres?» y «¿qué canción cantaban las sirenas?», el hecho de que no tuviera ningún flautista cuando, durante la gran demostración de fervor religioso que tuvo lugar al día siguiente a la muerte de Augusto, ofreció oraciones públicas (Tiberio, 70.3). Se consideraba terrible que el flautista dejara de tocar a la mitad (Arnobio, Contra los paganos, IV, 31).

Detrás de todo este ritualismo existía una profunda preocupación por establecer comunicación con los dioses, junto con el reconocimiento de que no era fácil acercarse a ellos pero que la felicidad humana dependía de su cooperación. Los romanos nunca se habrían tomado tantas molestias si no hubieran creído que la forma de oración que ellos practicaban daba resultado y, en la medida en que creían que funcionaba, realmente funcionaba. Pero no confiaban simplemente en la natural benevolencia de los dioses para conceder sus peticiones. Intentaban ganársela haciendo algo que mereciera la gratitud divina. Las oraciones exponen a menudo una reclamación por parte del suplicante: por ejemplo, Mopso suplica a Apolo (Ovidio, Metamorfosis, VIII, 350), «Febo, si te he adorado y todavía te adoro, dame lo que te pido», y Niso invoca la ayuda de Diana (en Eneida, IX, 406 y ss.), al recordarle los presentes que su padre había depositado en sus altares y las dedicatorias complementarias que él mismo había hecho en su templo. La reclamación se basa habitualmente no en el valor moral del suplicante sino en su devoción al dios, su pietas. Catulo pide a los dioses en pago a su pietas que lo liberen del amor que siente por Lesbia (76.26); Anquises le pide a Júpiter una señal, «si somos dignos de tu piedad» (Eneida, II, 690). Éste es el sentido en el que se usa la piedad a lo largo de este libro, un sentido que no tiene nada que ver con una buena conducta moral.

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Pero la forma más común de influir en los dioses era mediante el sacrificio. El propósito y las formas de los sacrificios se analizarán en el siguiente capítulo. Por ahora, sólo cabe destacar que los romanos relacionaron la oración y el sacrificio de dos formas completamente diferentes. La primera era una sencilla petición acompañada de un sacrificio o de la promesa de un sacrificio —«por favor, escucha mi oración: voy a sacrificar (o sacrificaré) un cordero, etc. en tu honor». Ésta es, por ejemplo, la forma que Se utiliza tanto en la oración de Catón como en la de Augusto: «Sé favorable y propicio para mí, para mi casa y para mi familia [...] para que estas causas sean engrandecidas por el sacrificio de un lechón, un cordero lechal y un ternero». Es el modelo que una familia normal seguía en todas las ocasiones en que la oración y el sacrificio se ofrecían antes de las comidas o en las celebraciones. El sacrificio se hacía como una ofrenda de buena voluntad sin ninguna intención de chantajear al dios para que accediera a la petición. Nunca se sugería una amenaza: «tienes que escucharme, puesto que voy a ofrecerte estos presentes». Es, a la vez, una relación solemne y confiada. Un dios, sólo por serlo, tiene derecho a lo mejor que un hombre pueda ofrecer y un hombre solamente puede cumplir su deber y esperar el favor divino. En las mejores manifestaciones es muy significativa la diferencia de esta relación con la de un cristiano con su Creador.

Los romanos, sin embargo, también tenían otra manera de aproximarse al dios. Declaraban solemnemente o prometían que, si un dios accedía a una petición determinada, ellos por su parte harían una ofrenda a cambio. El voto era una relación contractual y el sacrificio dejaba de ser una ofrenda de buena voluntad y, en su lugar, se convertía en el cumplimiento de un convenio. Pero no era una relación degradante que redujera a los dioses a marionetas. En la práctica, como se puede ver al estudiar los miles de inscripciones conservadas que atestiguan la realización de un voto, la nota característica era la humildad y la gratitud, y el presente o el sacrificio que se ofrecía a cambio era el elegido en la sincera creencia de que agradaría al dios. Un esclavo que rezaba por su libertad «rogó como esclavo, pagó como libre» (servos vovit liber solvit; C.I.L., X, 1.569): en cuatro palabras latinas hay una gran cantidad de sentimiento religioso. Igualmente, no era una relación que redujera al suplicante al papel de criado. Hay una espléndida confianza y dignidad en el pacto que Propercio establece con Baco (III, 17): «Si tú me curas de mi amor, yo cantaré tus alabanzas en mi poesía por todo el mundo».

Al hacer un voto privado, el romano escribía su petición y la ofrenda prometida en una tablilla de cera que ataba a la rodilla de una estatua del dios en cuestión (Apuleyo, Apología, 54; Juvenal, Sátiras, X, 55). En ese momento se decía que era «reo de su voto» (voti reus). Si el dios no contestaba a la oración, no había nada más que hacer y se olvidaba el asunto por completo; si la súplica era atendida, entonces pagaba lo prometido y levantaba un pequeño recuerdo del feliz resultado: entonces se decía que era «un condenado de su voto» (voti damnatus). Con muchísima frecuencia encontramos inscripciones que contienen simplemente el nombre de un dios, el nombre de una persona y las letras v.s.l.m. (votum solvit libens merito) —«[tal y tal] de buena gana ha cumplido su voto [a tal dios] que lo mereció». Como en los pequeños exvotos de acción de gracias ofrecidos a los santos por sus descendientes católicos, estas dedicatorias muestran la fuerza de la fe romana en los dioses. Y la literatura latina está impregnada de ella, a veces formalmente, como cuando Cloanto invoca a los dioses para que le ayuden en una regata (Eneida, V, 235-8): «Dioses que poder tenéis sobre el mar cuyas aguas recorro, gozoso he de ofreceros yo un toro blanco en esta playa ante las aras, cumpliendo un voto, y sus entrañas arrojaré a las olas saladas», y a veces con frivolidad, como cuando Horacio se queja de que la tablilla votiva que, como un marinero salvado de un naufragio, ha dedicado sobre la pared del templo demuestra que su tormentoso episodio amoroso con Pyrra se ha acabado (Odas, I,5.13-16), o como cuando Eumolpo

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promete que dará a su amado un par de palomas al día siguiente «si logro besar a este niño sin que él lo sienta» (Petronio, Satiricón, 85).

Los votos públicos tienden a ser más descuidados e impersonales. Algunos de los votos que, en época imperial, fueron hechos por el emperador se conservan en las inscripciones que recuerdan las actividades de los hermanos Arvales (p. 24). Uno típico, hecho en el año 80 d.C., utiliza las fórmulas que habían sido habituales durante más de un siglo:

Júpiter Óptimo Máximo, si el emperador Tito César Vespasiano Augusto, pontifex maximus, con potestad tribunicia, padre de la patria, y César Domiciano, hijo del divino Vespasiano de quien juzgamos que estamos hablando, viven y su casa está a salvo el próximo 1 de enero y los preservas a ellos y a ese día del peligro (si lo hay o lo hubiese antes de ese día) y si has concedido un resultado feliz de la manera que juzgamos que estamos hablando y los has preservado en las presentes condiciones o mejores —y tú puedes hacerlo— entonces prometemos que tendrás, en nombre de los hermanos Arvales, dos bueyes escogidos.

Sólo en tiempos de crisis tales votos se elevarían por encima de la repetición mecánica, pero las crisis se repetían, no sólo en los tiempos antiguos como cuando Ap. Claudio, cónsul en el 296 a.C., en medio de una batalla desesperada levantó sus manos al cielo y gritó a Belona que si les concedía ese día la victoria, prometía solemnemente dedicarle un templo, sino también en el mundo más tranquilo de Horacio y de Virgilio. Las oraciones por el regreso seguro de Augusto de Oriente en el 19 a.C. fueron bastante auténticas: no fueron simples demostraciones de lealtad al régimen.

Los diferentes aspectos de la oración quizás se vean con mayor claridad en la oración con que Veleyo Patérculo, un oficial fiel a Tiberio, concluía su breve Historia de Roma:

Júpiter Capitolino, y Marte Gradivo, autor y consolidador del nombre romano, y Vesta, guardiana del fuego eterno, y todos los demás dioses que han elevado el poder del Imperio romano hasta la más alta cima del mundo, os ruego y os suplico públicamente: guardad, preservad, proteged este orden, esta paz y a este príncipe y cuando haya recorrido todo el espacio de su vida mortal, nombre sucesores que en el tiempo debido puedan soportar sobre sus hombros la carga del imperio del mundo con la firmeza que le hemos visto soportarla...

Los dioses están designados con exactitud, su residencia (Capitolio) y sus funciones están bien definidas; los otros dioses son invocados también y la exigencia de su atención se establece por medio de la referencia a servicios anteriores. La propia oración está expresada en un lenguaje preciso y exacto para que los dioses no puedan equivocarse en lo que se pide. Pero el espíritu es humilde y la súplica sincera.

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Capítulo 3El sacrificio

Imagínese el lector 160.000 vacas mugiendo alborotadas mientras las llevan por Whitehall y que son sacrificadas posteriormente en el patio de la abadía de Westminster durante una ceremonia de coronación. Pues, según Suetonio el acceso al poder de Calígula se celebró a lo largo de tres meses mediante el sacrificio en el Capitolio de esa cantidad de víctimas. La idea nos repugna, igual que la actitud de Horacio (quien estaba tan agradecido a la fuente de Bandusia por un trago de agua fresca, que prometió el sacrificio de un cabrito dentro de ella) impactó a A. Y. Campbell hasta el punto de exclamar: «Después de eso, ¿quién puede querer beber de la fuente de Bandusia?». El sacrificio, especialmente el sacrificio cruento, es tan ajeno a las formas moderas de pensamiento que es imposible revivir la fe de aquellos que, como los antiguos judíos o los romanos, creían que era el medio más efectivo de influir en los dioses.

Sacrificio significa literalmente «hacer algo sagrado» (sacer), apartándolo de cualquier uso común y entregándolo exclusivamente a los dioses. Un lugar sagrado es aquel reservado a un dios y en el cual tiene éste su residencia: en el curso normal de los acontecimientos los hombres no pueden penetrar en él, del mismo modo que no había ningún barco en el lago Vadimo porque era un lago sagrado (p. 26). En la antigüedad, el máximo castigo que el Estado podía imponer a un criminal era declararlo «sagrado», lo cual significaba que sería aislado de todo trato humano y podría ser matado con impunidad a fin de que los dioses pudieran disfrutar de lo suyo lo antes posible: de hecho se trataba de una sentencia de muerte. Por eso, en el culto, el creyente elegía algo especial y se lo ofrecía a los dioses. Pero la diferencia básica entre un sacrificio y la ofrenda de un objeto de oro o una joya era que lo que se daba por medio de un sacrificio contenía el principio de la vida. No tenía que ser necesariamente un animal. La mayoría de las ofrendas que se hacían a los dioses en los cultos familiares eran cereales —pequeñas tortas (strues) hechas de farro (far), una variedad de trigo, o harina mezclada con sal (mola salsa). Horacio menciona la frecuente escena doméstica de «una piadosa torta y un saltarín grano de sal» (Odas, III, 23.20), que Ovidio describe con mayor extensión cuando cuenta cómo había una interrupción en la comida principal del día y se ponía un trozo pequeño de comida en un plato y se arrojaba al fuego para que fuera consumido por los dioses de la familia (Fastos, VI, 307 y ss.). Otras ofrendas utilizadas frecuentemente para el sacrificio eran las flores, la miel, el queso, la fruta, el vino y la leche. Pero los animales eran lo más eficaz y lo más visible.

La idea subyacente a la elección de sacrificios animados o cuasi-animados era fácilmente comprensible. Los dioses tenían a su cargo esencialmente una actividad —los partos, por ejemplo, o la curación de enfermedades—, y una actividad requiere vitalidad. Si la vitalidad de los dioses no se mantenía y renovaba, tal actividad se debilitaría y ya no podrían llevar a cabo sus funciones eficazmente. El grano no crecería o se extendería la enfermedad porque los dioses correspondientes no tendrían suficiente vigor para cumplir sus objetivos aunque quisieran hacerlo. Varrón lo relata con bastante sencillez cuando escribe que teme la muerte de algunos dioses simplemente por descuido. La existencia de los dioses dependía en gran medida de la devoción del hombre hacia ellos. En las grandes oraciones que se pronunciaban cuando se ofrecía un sacrificio como el de Catón o el de Augusto citados en el capítulo anterior, la frase clave siempre era «para que seas engrandecido» (por esta ofrenda). La palabra latina

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es macte, que se relaciona con magnus «grande» y palabras similares. El devoto reza para que su sacrificio revitalice al dios, capacitándolo así para otorgar las peticiones que se le hacen. De todos los seres vivos, los animales, obviamente, son los más vigorosos y, por lo tanto, los sacrificios más poderosos, y las partes más vitales de un animal, las partes que supuestamente contienen la auténtica chispa de la vida, son el corazón, el hígado, los riñones, etc. Éstas eran las que habitualmente se ofrecían a los dioses. Era una coincidencia afortunada, desde un punto de vista humano, que al menos fueran partes comestibles.

Sin embargo, hasta la época de Augusto los motivos habían sido más mundanos. Es dudoso que Horacio deseara conscientemente aumentar la frescura de la fuente de Bandusia al sacrificar un cabrito. Con seguridad sabía que un cabrito era el sacrificio que tradicionalmente se hacía al dios de una fuente (cualquiera que fuera el origen de la tradición) y creería que, ya que en el pasado se granjeaban la buena voluntad de los dioses haciendo las cosas de la forma tradicional, se debería seguir haciéndolas de la misma manera. O quizá podría haber pensado que los dioses compartían sus gustos y sus aficiones y por eso podría haber querido agradecérselo dándoles una parte de lo que a él más le agradaba.

En todos los acontecimientos el sacrificio de un animal era la característica habitual de la vida romana, y aparece constantemente mencionada en las páginas de escritores como Virgilio y Livio. Así pues, merece la pena ver qué ocurría con exactitud. En los templos de la propia Roma el sacrificio era ofrecido tanto por magistrados y empleados del Estado en el habitual transcurso de las celebraciones públicas como por individuos concretos a expensas de su peculio particular, ya en cumplimiento de un voto —como cuando Juvenal sacrificó en una ocasión dos corderos blancos a Juno Regina y a Minerva y un ternero a Júpiter Capitolino que había prometido por el regreso de su amigo Catulo sano y salvo— o, más raramente, como acompañamiento a una oración. El procedimiento en cada caso era poco más o menos el mismo. La elección de la víctima era dictada, según nos cuenta Cicerón (Sobre las leyes, II, 19), por los manuales de los pontífices y dependía del dios implicado y de las razones del sacrificio. Un principio invariable era que los machos se ofrecían a los dioses y las hembras a las diosas. El color también importaba: blanco para Juno y Júpiter, deidades celestiales, y negro para los dioses de ultratumba; Lucrecio habla de hombres que sacrifican ganado de color negro y hacen ofrendas a los dioses del infierno, y de cuando Eneas sacrifica en honor de Anquises en el aniversario de su muerte «dos novillos de negro lomo» (Eneida, V, 97). El tamaño variaba —crías (lactentes) o adultos (maiores)— según la ocasión. Basándonos en las celebraciones estatales nos podemos hacer una idea del tipo de animales que se empleaba: cabras en las Lupercalia, dos vacas preñadas ofrecidas a la Tierra el 15 de abril, un perro rojo a Robigus el 25 de abril (el dios «tizón»), un caballo a Marte el 15 de octubre, un buey, una oveja y un cerdo sin castrar al acabar de elaborar el censo, etc. El romano de a pie podía averiguar cuál era el animal apropiado para su voto si preguntaba en el templo del dios en cuestión. Parece que en cada templo había expuesta una lista de los sacrificios que aceptaría la deidad.

Al afrontar el cumplimiento de un voto que había sido concedido, se comenzaba por ir al templo para fijar el día apropiado con el aedituus, decidir qué oficiantes profesionales (las personas que realmente degollaban y diseccionaban los animales, popae y victimarii) iban a estar presentes, y contratar a un flautista (tibicen). Había unas tarifas estipuladas para estos servicios. Todavía conservamos una ley que da todos estos detalles (C.I.L., VI, 820). Dado que la mayoría de los romanos no poseían propiedades rurales y por lo tanto no podían aportar los animales requeridos por sus propios medios, el paso siguiente sería ir al mercado de ganado y comprar el animal adecuado. Tenía que ser perfecto: cualquier deformidad sería un insulto para el dios. Llegado el gran día, enfundado en su toga, ataba unas cintas a

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los cuernos (o, a veces, si era rico, los cubría de oro) y al rabo y lo llevaba por las calles hasta el templo. Era buena señal que el animal fuera a la matanza sin oponer resistencia. Juvenal, por ejemplo, habla con admiración de su buey que tiraba de la cuerda para llegar al cuchillo del sacerdote. Si, por el contrario, luchaba e intentaba escapar, era, evidentemente, un animal que no obtendría el favor de los dioses. Había que devolverlo, comprar otro y empezar de nuevo. Una vez que se llegaba al templo, se entregaba a los sacerdotes y daba comienzo el sacrificio propiamente dicho.

En muchos aspectos los templos antiguos eran lo contrario de las iglesias modernas. En las iglesias católicas el acto principal, es decir, la misa, tiene lugar en el interior del santuario, pero en los templos el ritual se hacía fuera. Los principales elementos de un templo grande eran cuatro. El centro lo ocupaba una habitación tabicada (cella) en la que estaba la estatua del dios, a menudo decorada ostentosamente con joyas y valiosos ornamentos, donaciones de los fieles. No había allí nada más, a excepción, posiblemente, de un pequeño altar en el que se quemaría incienso. No había sillas ni ningún otro tipo de mobiliario. Rara vez había ventanas y la luz provenía de un agujero en el techo. Debía de ser impactante la impresión que la estatua, cubierta de oro y plata centelleando en la penumbra, causaba en el suplicante que llegaba de la claridad y del calor del sol, sólo comparable con la experiencia de entrar en una iglesia ortodoxa griega en la actualidad. Detrás de la cella había una o varias habitaciones que servían como sacristía, para uso de los oficiantes y para guardar los tesoros que no estuvieran expuestos en la cella. Hasta en los templos pequeños dichos tesoros debían de ser muy considerables. Adriano encontró casi kilo y medio de oro y más de 93 kilos de plata en las ruinas de un templo en Lanuvio (C.I.L., XIV, 2.088), mientras que los regalos que Augusto envió a los cinco templos principales de Roma se valoraron en 100 millones de sestercios, quizás unos mil millones de pesetas actuales. Delante de la cella había una antecámara habitualmente abierta al exterior. Este complejo de habitaciones estaba rodeado por una columnata, generalmente rectangular en los templos italianos y cuadrada en los romano-celtas, que no tenía ningún propósito funcional excepto proporcionar cobijo del sol y la lluvia.

Cuando un romano hacía un voto, entraba en la cella, colgaba las tablillas de cera de la estatua y luego rezaba frente a la estatua extendiendo las manos hacia ella, o, en momentos de gran emoción, arrodillado, como Tibulo (I, 2.85), o incluso echado en el suelo delante de la estatua, como cuando Lucrecio desprecia al supersticioso que así lo hace (V, 1.200). Pero ¿dónde exactamente se llevaba a cabo el sacrificio? Hasta en manos de expertos debía de ser un rito realmente sangriento. Es bastante curioso que ni las fuentes literarias ni las investigaciones arqueológicas aporten una respuesta clara. No era en el pequeño altar de la cella. Eso es seguro, aunque sea solamente porque era demasiado pequeño e interior.

Sabemos de unos cuantos «sacrificios de santuario» (Festo, 356, L) pero evidentemente eran excepcionales. Normalmente, donde se ofrecían sacrificios cruentos se colocaba un altar de piedra delante del templo, o al pie de los escalones que conducían a él o a la entrada de la antecámara. En los templos primitivos, se construía un altar nuevo de césped para cada sacrificio y en época de Augusto y posteriormente pervivía un recuerdo de ello en la práctica de poner un simple trozo de césped sobre el altar antes del sacrificio. Los templos romanos que tenían que hacer frente a una constante sucesión de sacrificios habrían tenido unos grandes altares permanentes hechos de piedra.

A continuación, la víctima era conducida ante el altar sobre el cual se había encendido un fuego y empezaba el ritual. La primera precaución era asegurarse de que no estuviera presente ningún intruso que pudiera contaminar los actos. Las mujeres (y los perros), por ejemplo, estaban excluidas de los sacrificios a Hércules y a Marte (Plutarco, Cuestiones romanas, 60), mientras que a los esclavos sólo se

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les permitía asistir a un pequeño número de cultos, tales como los de Fortuna. Es poco probable que se prohibiera a todos los extraños estar presentes, como parece confirmar una fuente antigua (Servio, Sobre la Eneida, VIII, 172), pero a los extranjeros, los no romanos, sí se les podría haber prohibido la entrada, ya que, en potencia, eran enemigos peligrosos que habrían podido proferir una maldición. Así se hacía en los ritos umbros de Iguvio, lo cual explica el grito ritual de que todos los profanos debían alejarse —procul o procul este profani, como gritó la Sibila cuando Eneas ofreció un sacrificio a la entrada del infierno. Pero el suplicante ciertamente habría invitado a asistir y a participar en la celebración a todos sus amigos. Después, los sacerdotes y quienes estuvieran ofreciendo el sacrificio se lavarían las manos con el agua sagrada de una vasija especial y se las secarían con toallas de lino. En el sacrificio se atribuía una gran importancia a la limpieza. Tibulo encargaba a aquellos que iban a una celebración rural: «venid con la ropa limpia y coged el agua de la fuente con las manos lavadas» (II, 1.13-14) y Livio (XLV, 5.4) usa el lenguaje del ritual romano cuando hace que L. Atilio describa las prácticas religiosas de Samotracia: «El preámbulo de cualquier sacrificio advierte que se alejen quienes no tengan las manos limpias». Este detalle explica la treta empleada para engañar al sabino que venía a sacrificar a Diana una espléndida vaca en el nuevo templo que Servio Tulio había construido (Livio, I, 4.5). El oficiante le dijo con indignación que primero se lavara y, mientras el sabino estaba fuera, aprovechó la ocasión y él mismo sacrificó la vaca.

Entonces se ordenaba silencio (en los sacrificios del Estado un heraldo pronunciaba un antiguo grito, favete linguis, «callad vuestras lenguas»), exceptuando la constante música del flautista que se empleaba, como durante una oración solemne, para ahogar los ruidos extraños. Los sacerdotes se cubrían la cabeza con los pliegues de sus togas y elevaban una bandeja cuadrada de madera colmada de harina sagrada mezclada con sal (mola salsa) que luego esparcían entre los cuernos del animal, mientras los ayudantes lo sujetaban, y sobre el cuchillo de sacrificios. Este acto se llamaba immolare. También podían —aunque parece que era opcional— derramar sobre la testuz el vino que se guardaba para la ocasión, en un pequeño hogar móvil (foculus), con la ayuda de un platillo (patera). Por eso Dido, «con la patera en la diestra vierte sus libaciones entre los cuernos de una vaca blanca (que va a sacrificar a Juno)» (Eneida, IV, 60-1). El animal era entonces despojado de las cintas y adornos mientras un ayudante pasaba el cuchillo simbólicamente por su lomo desde la cabeza hasta el rabo (Servio, Sobre la Eneida, XII, 173). Era en ese momento de la celebración cuando parece que se pronunciaba la oración —una oración cuidadosamente escrita y ensayada para evitar el riesgo de cualquier error que pudiera suponer la repetición de toda la ceremonia. El suplicante, de pie y vuelto hacia la derecha, la pronunciaba en dirección a la estatua venerada dentro del templo, como cuando los cristianos miran hacia el altar al hacer su profesión de fe. Se consideró un siniestro presagio que Camilo resbalara al girar para decir la oración tras la captura de Veyes (Livio, V, 21.16). Después llegaba el punto culminante. El popa, de pie a la derecha del animal, preguntaba «¿lo hago?» (agone?) y, al recibir una respuesta afirmativa, lanzaba un golpe bien dirigido con un martillo a la cabeza del animal que lo hacía desplomarse sobre sus rodillas. Luego, un victimario (cultrarius), manteniendo la cabeza del animal hacia arriba si se iba a ofrecer a un dios celestial y hacia abajo si era a un dios de los infiernos, le cortaba el cuello. Un buey tiene gran cantidad de sangre (unos nueve litros) y cuando se le corta la arteria principal sale a borbotones. No sabemos qué harían los romanos con tanta sangre. Por supuesto no estaba bien visto que no corriera libremente. Por eso Virgilio consideraba que un sacrificio en el que la sangre apenas manchara el cuchillo era un fracaso inequívoco (Geórgicas, III, 492), y Lucrecio (V, 1.200) nos ofrece un horrible cuadro de «altares rociados con abundante sangre de animales», pero los romanos difícilmente los dejarían desangrarse por completo sobre el altar, ya que, de otro modo, la

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sangre habría apagado el fuego. Una parte se podía recoger en recipientes para un uso ritual posterior (así, los acompañantes de Eneas, al hacer un sacrificio a Hécate, «otros hincan por debajo los cuchillos y la tibia sangre recogen en páteras» [Eneida, VI, 248-9] y hay referencias ocasionales a sacerdotes probando la sangre) y otra parte se utilizaba para rociar el altar (el templo de Venus de Pafos en Chipre era excepcional porque no estaba permitido que la sangre tocara el altar [Tácito, Historias, II, 33); pero la mayoría de la sangre debía chorrear al suelo y sería limpiada cuando la ceremonia hubiera terminado.

El momento de la muerte era tenso y se buscaba con ansiedad una muerte rápida. Un animal medio muerto o un animal que escapara corriendo antes de que pudiera ser rematado significaba que el sacrificio había fallado. Sólo la insensibilidad de un Julio César podía hacer caso omiso del funesto presagio de una víctima que escapó cuando la iba a sacrificar antes de una campaña contra el rey africano Juba (Suetonio, César, 59). Cuando algo similar le ocurrió a Vitelio mientras se preparaba para luchar en Mevania, en el 69 d.C., éste comprendió la indirecta y corrió a su casa de Roma. Pero si hasta ese momento todo había ido bien, el animal era entonces desmembrado y descuartizado. Los órganos internos se apartaban para llevar a cabo un cuidadoso examen que asegurara que el interior estaba en tan perfecto estado como el exterior de la víctima. Cualquier defecto invalidaría la ceremonia, sobre todo porque estos órganos eran las partes más vitales del animal, las partes reservadas para el consumo del dios: también podía ser un terrible aviso. Cuando Calígula ofreció un sacrificio el 1 de enero del 41 d.C., se descubrió que parte del hígado de la víctima había desaparecido: ese mismo año fue asesinado. Esos órganos, llamados exta, se cortaban a veces junto a trozos del resto del cadáver en pequeñas porciones (prosecta) y se depositaban sobre el altar para el consumo de los dioses (porricere). Más tarde eran devorados por las llamas. El problema entonces consistía en deshacerse del resto de la carne. Si era un animal pequeño, una cabra o un cordero, no era tan difícil, pero un buey puede alimentar tranquilamente a un centenar de personas y los romanos no eran grandes consumidores de carne. Tácito (Anales, XIV, 24) comenta que el hambre impulsó a unos soldados a comer carne, lo que sugiere que no era un componente normal de la dieta, y confirman el dato las descripciones de comidas normales que encontramos en Cicerón o Juvenal. En muy pocos casos el cadáver completo se quemaba en el altar. Esta ceremonia se llamaba «el rito aqueo» y aparece mencionada, por ejemplo, en la detallada descripción de los Juegos Seculares del 17 a.C.

En la mayoría de los sacrificios la carne probablemente era consumida in situ por el sacerdote y por la persona que lo ofrecía, junto con sus amigos. Con frecuencia tenemos noticias de la existencia, en las cercanías del templo, de una cocina donde se podría haber preparado, ya que el altar era demasiado pequeño, y también de un comedor (cenaculum) adosado al templo donde se podría haber consumido. En los sacrificios estatales, el sacerdote y los magistrados o, incluso, si se trataba de una gran ocasión el Senado así como todo el pueblo estaban invitados al banquete. Pero es mucha la carne que proporcionan 160.000 cabezas de ganado. Es posible que, excepto cuando estaba expresamente recomendado que toda la carne se consumiera según las normas, como ocurría en los sacrificios a Hércules y a Silvano, parte de la carne fuera devuelta a los carniceros y se vendiera al público habitual. San Pablo dedica cierta atención a la actitud de los corintios cuando iban a comer la carne de los sacrificios comprada en el mercado (Corintios, 8).

El procedimiento era detallado y exacto, perfeccionado a lo largo de siglos de tradición. En manos de sacerdotes expertos, un sacrificio era probablemente tanto un acto de devoción como un acto conmovedor. Presenciar el momento de la muerte, ya sea de un ser humano o de un animal, es una experiencia enormemente emotiva como lo es el momento culminante de una corrida de toros. Y los

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romanos hacían todo lo posible para asegurarse de que la ceremonia completa fuera solemne. Un descuido, un error, un desliz en cualquier momento suponía la repetición del ritual completo (instauratio), junto con una ofrenda adicional como disculpa por el error previo (piaculum). Del mismo modo que si un trozo de carne que se arrojaba al fuego durante una comida de una familia cualquiera caía al suelo, había que llevar a cabo una «expiación por la comida caída» (el trozo debía ser cuidadosamente recogido y devuelto a las llamas), Catón transmite una fórmula para ofrecer un cerdo expiatorio a Marte, si se descubría que el cerdo destinado al sacrificio tenía algún defecto (Sobre la agricultura, 141). Livio recuerda varias ocasiones en que la carísima ceremonia en la que las treinta tribus latinas ofrecían un sacrificio en el monte Albano tuvo que repetirse porque por un descuido una de las tribus no había sido mencionada (XXXII, 1.9; XXXVII, 3.4). Incluso se podía hacer un sacrificio preliminar (praecidanea) para expiar de antemano cualquier desliz involuntario. Para hacerse una idea de los horrores que podían ocurrir en el curso de una de estas ceremonias, basta leer el relato del sacrificio de Dido en Eneida (IV, 453, ss.). El agua sagrada se volvió negra, el vino se convirtió en sangre impura, etc. Reforzaba la dignidad de estos actos la firme creencia de que únicamente los fallos accidentales podían tener remedio. Un error deliberado era irremediable, como afirmaba el erudito hombre de leyes Escévola. Ninguna expiación, escribe Horacio (Odas, I, 28.34), absolverá al hombre del pecado de descuidar intencionadamente los ritos que se deben a los muertos. Era un código severo pero permitía a un hombre saber exactamente cuál era su deber y cómo cumplir con él.

El mejor modo de recrear un sacrificio antiguo es contemplando imágenes como los frescos de la casa de los Vettio en Pompeya. Existen también diversas esculturas que muestran los pasos clave del ritual, y quizás la representación más gráfica sea un grabado de Milán en donde el que ofrece el sacrificio está de pie mirando al frente, con la toga echada sobre la cabeza, a la derecha del fuego que hay en un pequeño altar de tres patas. Detrás de él, un flautista toca con aplicación y un ayudante sostiene un cofre lleno de incienso preparado para ser arrojado al fuego. A la izquierda del altar un victimarius sujeta por el cuello a un toro castrado que mira ansiosa y alegremente las llamas del altar.

El sacrificio formaba parte de la vida romana. No siempre era a gran escala; muchos de los sacrificios más devotos eran de panes o de animales muy pequeños. Pero desde la niñez un romano era educado, en el círculo familiar y en la esfera más amplia de la religión pública con sus celebraciones anuales y ceremonias especiales, en la idea de que tales ofrendas eran del agrado de los dioses. Un epigrama de Marcial (X, 92) resume esta actitud. El autor ha vendido sus propiedades rurales a un hombre llamado Marrio y está preocupado, ya que el nuevo propietario debe cuidar los lugares sagrados que tanto habían significado para él: los bosques consagrados a Flora y a los Faunos, los santuarios de Diana y Marte y, sobre todo, los altares de Júpiter y de Silvano, construidos por las manos inexpertas del encargado de la finca y «que con frecuencia se mancharon con la sangre de un cordero o de un cabrito». La actitud de Horacio hacia la fuente de Bandusia no era un lamentable detalle de mal gusto. Era el comportamiento normal de un hombre religioso.

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Capítulo 4La adivinación

Una por pena,Dos por alegría,Tres por una muchacha,

Cuatro por un muchacho.

La creencia de que los fenómenos naturales revelan la voluntad de los dioses o predicen el futuro es muy antigua. La religión se ocupa de establecer la correcta relación con éstos incitándoles a colaborar en el satisfactorio desarrollo de los procesos de la vida, lo cual requiere una mutua comunicación. El hombre tiene que saber si sus oraciones y sacrificios son aceptables o no; de otra manera, no tendrían ningún sentido. La prueba definitiva es, desde luego, recibir una respuesta, pero la mayoría de los seres humanos no se han dado por satisfechos con este procedimiento impredecible. En su lugar, han buscado señales en las estrellas, en los huesos de cereza, en las hojas de té, en las bolas de cristal y a través de otros mil medios. Al mismo tiempo, sucesos terribles como un terremoto o una inundación, que no pueden explicarse fácilmente con las leyes científicas disponibles, son considerados como la intervención directa de un poder sobrenatural en el devenir del mundo. Tales sucesos podrían carecer de significado y ser puramente fortuitos, pero resulta menos inquietante creer que han sido enviados intencionadamente. Después de todo, la búsqueda del conocimiento se basa en la suposición de que el mundo es racional. El objetivo del hombre es interpretar el suceso, descubrir cuál es la causa.

Estas dos creencias —por un lado, que puede averiguarse cuál es la voluntad divina y, por otro, que los dioses envían señales en forma de fenómenos extraordinarios— fueron una parte esencial de la religión romana. En la época de Augusto recibieron un fuerte respaldo intelectual a partir de la expansión del estoicismo y, en menor medida, de las teorías astrológicas introducidas desde Oriente. El estoicismo sostenía que el universo estaba compuesto de un espíritu ardiente que lo impregna todo (los seres humanos eran parte de él al igual que los pájaros o las vacas) y que ese espíritu racional ordenaba y controlaba cualquier cosa que ocurriera. Dado que estaba presente en todas las criaturas, había un entendimiento común entre las diferentes partes del universo, lo que provocaba que un suceso se reflejara en otro. Por lo tanto, no era impensable suponer «que la providencia divina se podía reproducir en el hígado de una oveja o en el vuelo de las aves». Uno de los estoicos más ilustrados, Epicteto sólo limitaba su creencia en la adivinación, o en el arte de escrutar la voluntad del cielo a través de los signos, al advertir que el hombre también tenía que supeditar sus acciones al sentido del deber. Encontramos una buena muestra de esta actitud estoica en la Apología de Apuleyo (43), cuando describe cómo un muchacho joven e inocente puede entrar en trance a través de la música o los vapores, de tal manera que «olvida el presente y vuelve a su propia naturaleza que es inmortal y divina y así puede, como por instinto, predecir el futuro».

La astrología se extendió desde Babilonia y Egipto hasta Italia en el siglo II a.C. y pronto encontró gran aceptación entre las mentes más crédulas. En su forma más rigurosa, la astrología era incompatible con

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la religión y la adivinación, ya que sostenía que cualquier cosa que ocurriera, tanto hechos humanos como fenómenos naturales, dependía de las revoluciones de los cuerpos celestes, y como éstos eran gobernados por una necesidad inflexible todo estaba predestinado y determinado. Suetonio cuenta que el emperador Tiberio era indiferente hacia los dioses y la religión puesto que era aficionado a la astrología y creía que todo estaba regido por el destino (Tiberio, 69). Lo mismo escribió Vettio Valente: «Es imposible que cualquier persona modifique por medio de la oración o del sacrificio, lo que desde el principio está fijado y lo altere a su gusto; lo que se nos ha asignado ocurrirá sin necesidad de oraciones; lo que no está predestinado no ocurrirá aunque lo hayamos pedido en nuestras oraciones». Pero para la mayoría las estrellas no eran tan mecánicas. Si controlaban y presagiaban el curso futuro de los acontecimientos, lo hacían porque los dioses habían querido que así fuera. Averiguar lo que las estrellas tenían reservado era sencillamente descubrir qué habían decidido los dioses. La astrología popular estuvo muy en boga a principios del Imperio, como indica un largo poema sobre esta materia de Manilio, y como afirma Tácito cuando comenta que los astrólogos son «un género de hombres de nulo fiar para los que tienen el poder, falaz para los que lo esperan, que en nuestra ciudad siempre estará prohibido y mantenido» (Historias, 1,22). En Italia casi todas las excavaciones descubren cientos de amuletos astrológicos, talismanes y cosas por el estilo.

Así pues, el estoicismo y la astrología ayudaron a mantener la fe en los métodos tradicionales de adivinación practicados en Roma, a pesar del escepticismo de personas como Cicerón, que, aun siendo augur, recopiló laboriosamente una obra (Sobre la adivinación) para refutar sus posibilidades. Afortunadamente, la adivinación oficial nunca adquirió mala fama: nunca descendió al nivel de horóscopos de charlatanes. Esto sucedió, en parte, porque se había desarrollado para proporcionar respuestas a cuestiones como «¿Aprueban los dioses estos acontecimientos?» o «¿Qué nos dice de la voluntad de los dioses este signo?» antes que a «¿Qué ocurrirá mañana?» o «¿Quién va a ganar la carrera?» y, además, porque sus reglas y sus interpretaciones estaban cuidadosamente formalizadas (el ius augurale) y sólo existía un limitado grupo de funcionarios reconocidos a quienes se podía consultar para interpretar las señales o para saber si determinadas acciones contaban con el beneplácito de los dioses; pero no podían revelar el futuro ni utilizar sus poderes y conocimientos para invocar a los dioses por su cuenta, igual que no era un sacerdote sino un ciudadano particular en nombre propio y de su familia y los magistrados en nombre del Estado como colectividad quienes se acercaban a los dioses por medio de la oración y el sacrificio para asegurarse su colaboración; era responsabilidad de cada individuo en su vida privada y de los magistrados en asuntos públicos averiguar si estaba garantizada y, si no, cuál era entonces la voluntad de los dioses. Los augures y otros profesionales estaban allí para aconsejar y asesorar, no para ordenar.

Los dioses daban a conocer su voluntad mediante dos tipos de signos: aquellos que se producían deliberadamente antes de emprender una acción (impetrativa) y los que eran enviados de manera fortuita sin petición previa (oblativa). Se aplicaban tanto en la vida pública como en la privada, pero como los testimonios son mucho más completos con respecto a la primera, merece la pena ver detalladamente cómo funcionaba y, a continuación, trasladarlos a los datos dispersos que tenemos sobre la práctica privada.

Antes de cualquier decisión de Estado importante como la celebración de una asamblea, una declaración de guerra o la aprobación de una ley, había que averiguar la voluntad del cielo. Cuando dos o tres magistrados de diferente rango estaban presentes (p.ej., un cónsul, un pretor y un edil), sólo el magistrado superior estaba autorizado a solicitar una señal del cielo, que habitualmente procedía de la

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observación de las aves. Para interpretar los auspicios (auspicia, que literalmente significa «observación de las aves»), se sentaba al aire libre y designaba una zona del cielo en la que buscaba un signo. En Roma había un sitio especial (el auguraculum) en el Capitolio reservado para este propósito y el magistrado, acompañado por un miembro del colegio de quince augures, personajes públicos tan distinguidos como él mismo, pronunciaba la fórmula ritual para designar la zona del cielo escogida e interpretaba, con los ojos vendados, todo aquello de lo que el magistrado informaba. La práctica era tan respetada que cuando T. Claudio Centumalo en el 99 a.C. construyó una casa que impedía la vista desde el auguraculum fue obligado a demolerla. Fuera de Roma el magistrado realizaba el ritual completo sin ayuda cuando no había ningún augur presente. Principalmente buscaba con la mirada pájaros, observando su vuelo y su canto. Se suponía que el cuervo, la urraca y el búho daban su señal mediante el canto (oscines), el águila y el buitre mediante el vuelo (alites). El tono, la entonación y la frecuencia determinaban si la de los oscines era buena o mala, mientras que la velocidad, la dirección, el número y la altura eran fundamentales para saber el significado de las alites. La interpretación exacta era muy complicada y no podemos reconstruirla en la actualidad. Gran parte dependía evidentemente de la hora del día y de la estación del año, pero disputas como la que hubo entre Remo, que vio seis buitres primero, y Rómulo, que vio doce poco después (T. Livio, I, 7.1) podían surgir si los magistrados y sus asesores no estaban totalmente de acuerdo en qué signo querían ver. La cuestión siguiente era estudiar cómo comían las aves (ex tripudiis). Cualquiera serviría (según Cicerón, Sobre la adivinación, II, 34), pero en la práctica unos cuidadores autorizados (pullarii) guardaban con este fin unas gallinas sagradas que se utilizaban normalmente en expediciones militares cuando no había pájaros por los alrededores y se necesitaba una respuesta rápida. Para consultar a las gallinas se abría la jaula y se les arrojaba un trozo de pan. Era un mal signo que rehusaran salir y comérselo, o que se alejaran revoloteando y cacareando, mientras que, por el contrario, era un signo favorable que intentaran engullirlo y cayeran migas de sus picos. Las opiniones variaban en cuanto a su habilidad. En la Primera Guerra Púnica Ap. Claudio Pulcher arrojó las gallinas sagradas al río Tíber cuando se negaron a comer como se les había solicitado con un determinante «ahora, que beban», arriesgando, en consecuencia, la expedición en la que había puesto todo su empeño. La derrota que sufrieron fue objeto de burla incluso en tiempos de Cicerón, doscientos años más tarde. En el 46 a.C. Cicerón escribió precavidamente a su colega augur A. Cecina, miembro distinguido de una antigua familia etrusca, que había sido enviado al exilio por su apoyo a Pompeyo. Predijo que César perdonaría a Cecina, basándose «no en el vuelo o el canto favorable de los pájaros, como en nuestra creencia, ni tampoco por las migajas que caen del pico de las gallinas, sino en otros signos que he encontrado, como el carácter de César; no porque los míos sean más fiables que los tradicionales, sino porque son menos ambiguos, se equivocan con menos facilidad». A diferencia de Cicerón, Cecina obviamente tenía fe en los augurios que Cicerón, con mucha diplomacia, cuestionaba abiertamente en sus cartas. No era el único. Suetonio recuerda que Augusto creía en ellos y muchos hombres cultos también.

El uso de las aves para la adivinación, común a muchas civilizaciones, no es por completo arbitrario o irracional. Las golondrinas, por ejemplo, predicen la llegada de la lluvia porque el cambio de la presión atmosférica y la humedad hacen que los insectos se guarezcan y coman a ras del suelo. La repentina llegada de los zorzales por el norte es con frecuencia el anuncio de un periodo frío. Cuando se adoptó la adivinación en Roma, los romanos eran todavía campesinos prestos a aprovecharse de cualquier aviso útil que las aves o los animales pudieran proporcionarles. Otro método para averiguar la voluntad de los dioses era observar los rayos. El rayo era, por excelencia, prerrogativa de Júpiter y, por lo tanto, la señal con mayor autoridad. El lugar donde caía un rayo era declarado sagrado inmediatamente, porque se

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interpretaba que Júpiter lo había reclamado para sí. La zona, llamada bidental, era cercada y se ofrecían en ella sacrificios y oraciones. Cuando Anquises se negó a abandonar Troya, una llama milagrosa brotó sobre la cabeza de su nieto. Para saber si esto era un presagio favorable o no, pidió a Júpiter que le enviara una señal. Júpiter lo complació con el repentino estruendo de un trueno por la izquierda y el resplandor de un relámpago que iba desde los tejados de Troya hasta el bosque de Ida. Anquises supo así que Júpiter no deseaba que se quedara (Virgilio, Eneida, II, 689-697). La visión de un relámpago por parte de un magistrado mientras interpretaba los auspicios antes de una asamblea pública, siempre era suficiente para evitar cualquier reunión ese día, pero, en particular con la luz solar, era mucho más fácil imaginarse que uno había visto el destello de un relámpago que convencer al pueblo de un inexistente vuelo de pájaros. Los auspicios del rayo estaban, por lo tanto, sujetos a peculiares abusos. Bíbulo, el cónsul del 59 a.C., sólo tenía que anunciar que iba «a observar el cielo» (servare de caelo), es decir, buscar signos de la voluntad de los dioses, para que los asuntos públicos se interrumpieran indefinidamente. Era un hecho aceptado que si se buscaba un rayo se encontraba fácilmente. Treinta años más tarde se había convertido en algo rutinario para un magistrado, al interpretar los auspicios cuando ocupaba el cargo, «ver un rayo» a su izquierda. Era un símbolo absurdo de buena suerte. El trueno también se estudiaba. Se conserva de tercera mano, un calendario que muestra el significado del estallido de los truenos de cada día del año. Así, si tronaba el 3 de diciembre, la escasez de pescado haría que la gente comiera carne; si tronaba el 19 de agosto, mujeres y esclavos cometerían un crimen.

Los dioses no sólo podían ser consultados. Podían dar a conocer su voluntad espontáneamente enviando una señal. Cualquier suceso milagroso era una prueba de la intención divina y requería la más cuidadosa aclaración. La historia romana está repleta de semejantes presagios y prodigios, como eran denominados. Si los dioses demostraban que estaban poco dispuestos a colaborar, había motivo para una profunda preocupación. Los únicos sucesos que merecían ser recordados en las crónicas históricas eran las ocasiones en que los dioses habían manifestado su descontento y las medidas que se habían tomado en consecuencia para conciliarse con ellos.

Así pues, no es accidental que las únicas fuentes documentales para la historia de la Roma antigua sean las crónicas de los pontífices que conservaban noticias de prodigios y de otros acontecimientos religiosos. La Historia para los romanos era el relato de la intervención divina en los asuntos humanos. Livio afirma que en su época se informaba de ellos con menos frecuencia debido a que el pueblo era más indiferente hacia los dioses, pero consideraba esto como un signo de decadencia y la causa de los problemas contemporáneos de los que, al menos él, no estaba dispuesto a ser cómplice. Se esforzó en llenar su Historia con detalladas listas de signos que habían enviado los dioses. La diversidad de los mismos se aprecia muy bien a través de un relato del año 169 a.C. en el que cuenta cómo: en Anagnia se vio una antorcha en el cielo y una vaca habló; en Minturnas el cielo parecía estar ardiendo; en Reate llovieron piedras; en Cumas la estatua de Apolo lloró durante tres días y tres noches; en Roma vieron una serpiente con cresta en el templo de Fortuna; una palmera había crecido en el templo de Fortuna Primigenia y llovió sangre; un nuevo prodigio que no fue oficialmente reconocido ocurrió en Fregellas, donde una lanza ardió durante más de dos horas sin consumirse (Livio, XLIII, 13.3-7). Los signos que recibió el ejército de Pompeyo antes de la batalla de Farsalia lo debieron desanimar. Lucano cuenta que todo el cielo se opuso a su marcha: las tropas fueron bombardeadas con rayos, bolas de fuego y meteoritos; los estandartes no se podían despegar del suelo y se hicieron tan pesados por los enjambres de abejas que se habían posado sobre ellos que los abanderados no los podían levantar: hasta parecía que lloraban ante el panorama que tenían delante. El toro que se tenía que haber sacrificado derribó el altar de una coz y escapó corriendo y no se pudo encontrar ningún sustituto a tiempo. No sorprende que

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los soldados temblaran de miedo (Farsalia, VII, 151-187). Incluso Tácito, uno de los escritores romanos más escépticos, cuenta cómo el día de la gran batalla de Bédriaco, en el 69 d.C., un extraño pájaro se posó en un bosque cerca de Regio Lépido y no se le pudo espantar hasta que Otón, el emperador derrotado, se suicidó: entonces se desvaneció. Añade: «Es indigno para un historiador inventar prodigios y deleitar a los lectores con fantasías, pero no me atrevería a dudar de la veracidad de esa aparición», de la misma manera que estaba convencido del prodigio de una bandada de aves de mal agüero que había oscurecido el cielo mientras Vitelio contemplaba la batalla en Mevania algunos meses más tarde (Historias, II, 50; III, 56).

La mayoría de los romanos observaban y estudiaban tales signos, y, aunque no siempre es fácil saber dónde empieza la simple superstición (p. ej., un gato negro que cruza una calle) y dónde acaba la adivinación, debemos reconocer que los romanos creían sinceramente que los dioses daban a conocer su voluntad mediante signos. Pocos fueron tan insensibles como el viejo Marcelo, un augur, quien en campaña siempre viajaba en litera con las cortinas bajadas para no ver ninguno. La mayoría compartiría la actitud de Augusto, que se conmovió enormemente cuando un roble moribundo revivió al llegar él a la isla de Capri. Un tipo de presagio al que los romanos otorgaban particular importancia era la interpretación de observaciones casuales. Cuando estaban debatiendo si trasladar o no la capitalidad de Roma después de la destrucción de la ciudad por los galos (c. 386 a.C.) sucedió que una compañía de soldados se detuvo en el mercado por orden de su oficial, «paremos aquí». Se consideró que las palabras habían sido inspiradas por la divinidad y significaban que los romanos no debían moverse de Roma. En un periodo posterior el cónsul L. Paulo fue elegido para dirigir la guerra contra el rey macedonio Perseo. Cuando llegó a su casa por la tarde para comunicar la noticia a su familia, se encontró a su hija pequeña llorando, porque su perrito llamado Persa había muerto. Paulo dio la bienvenida al presagio. La creencia todavía era fuerte al final de la República. Pompeyo, en la huida después de la batalla de Farsalia, sintió que su última esperanza se había desvanecido cuando se le dijo que un pueblo aparentemente amigable que había divisado desde el barco se llamaba «Fin de los Reyes».

La sorprendente variedad de signos y presagios necesitaba una interpretación autorizada. En los casos en que un magistrado deliberadamente solicitaba la voluntad del cielo sobre un aspecto determinado, el problema era relativamente sencillo: pedía a los dioses un «sí» o un «no», y cualquier signo que se daba debía significar una u otra cosa. En caso de duda requería el asesoramiento de un augur. En tiempos de Augusto había una considerable cantidad de literatura sobre el significado y la interpretación de los auspicios. Además de la obra conservada de Cicerón Sobre la adivinación, sabemos de otras del saber augural escritas por sus contemporáneos A. Cecina, M. Masala (cónsul en el 53 a.C.), Ap. Claudio (su predecesor como gobernador de Cilicia) y, sobre todo, por el gran erudito Nigidio Fígulo, quien escribió sobre los augurios privados. Aunque se suponía que los métodos de los augures eran secretos, dichos libros aportaban una buena cantidad de interpretaciones tradicionales que hacían del augurio una ciencia elaborada y bien organizada.

Sin embargo, los signos fortuitos (oblativa) eran menos problemáticos porque, en vez de dar simplemente respuestas afirmativas o negativas a las cuestiones, los dioses los utilizaban como un lenguaje para comunicar mensajes positivos por propia iniciativa, como hicieron al llevar a los nativos mediante prodigios celestiales a levantar un túmulo a Palinuro y ofrecer un sacrificio junto a él (Virgilio, Eneida, VI, 378-381). No siempre era fácil interpretar lo que querían decir los dioses. Si a un magistrado se le aparecía un signo sin que lo hubiera solicitado, dependía de él prestarle atención o no; si se le

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aparecía a un augur y lo anunciaba (nuntiatio), tendría que ser respetado; si se le aparecía a un ciudadano privado, informaría a los pontífices, quienes serían entonces responsables de aceptarlo o de ignorarlo. Ciertos tipos de signos, de los que con frecuencia se informaba, como vacas parlantes o tormentas de sangre, adquirieron un significado convencional y no era necesaria una gran reflexión para entenderlos. Los pontífices observaban los ejemplos anteriores y adoptaban cualquier acción terapéutica que hubiera sido recomendada. Si tenían dudas sobre el significado exacto de un prodigio, podían solicitar un fallo de los augures, pero, si no había ocurrido previamente, no tenían ninguna referencia para tratarlo. Los augures, por ejemplo, podían dictaminar que los dioses estaban enfadados por algo, pero, si no había precedentes, ¿cómo iban los pontífices a decidir los pasos que había que dar para aplacarlos?

Cuando las medidas y los remedios habituales fallaban, aconsejaban al Senado que consultara los Libros Sibilinos, una colección de oráculos comprados a una profetisa (la Sibila) por el último rey de Roma, que se guardaban bajo tierra en un cofre de piedra en el templo de Júpiter en el Capitolio, pero en el 82 a.C. se perdieron en un incendio que destruyó el templo y fueron reemplazados por una nueva colección recogida en varios lugares de Italia, Grecia y Oriente. Los nuevos libros, consistentes en oráculos en verso escritos en griego, que en la época de Augusto fueron a continuación copiados y custodiados en dos cofres de oro en el templo de Apolo en el Palatino, estaban a cargo de un colegio de quince hombres (quindecimuiri), los únicos que tenían derecho a consultarlos. Como los augures y los pontífices, los quindecimuiri no eran sacerdotes profesionales sino hombres públicos (Tácito, que no era sacerdote, fue uno de ellos) y era una distinción social ser elegido para el colegio. En una moción aprobada por el Senado, los quindecimuiri estudiaban lo que los Libros Sibilinos querían decir. No conocemos el proceso exacto. Puede que las hojas de los Libros estuvieran sueltas y que los quindecimuiri sacaran una al azar y la leyeran. Sin embargo, la autoridad de los Libros Sibilinos era tan grande que sus recomendaciones casi siempre se seguían. Históricamente fueron los responsables de la introducción de muchos cultos nuevos, especialmente griegos, una política que fue previsora en muchos casos, ya que la novedad de los mismos a menudo distraía y satisfacía los sentimientos de temor en tiempos de crisis. Por ejemplo, en el 400 a.C., un invierno duro sin precedentes, durante el cual las carreteras se bloquearon y el Tíber se heló, dio paso a un verano extremadamente caluroso. Esto ocurrió en uno de los peores momentos de la guerra contra Veyes y llevó a los romanos a la desesperación. Los Libros Sibilinos fueron consultados y recomendaron que la correcta relación con los dioses (la pax deorum) sólo se podía restaurar introduciendo un ritual completamente nuevo: la exposición de estatuas de los dioses recostados en sus lechos durante los banquetes ( lectisternia). El espectáculo garantizaba el mantenimiento de las mentes de los romanos apartadas de otros problemas. El prestigio de los libros Sibilinos se mantuvo a lo largo de todo el periodo clásico. En el 56 a.C. declararon en contra de un ejército que estaba siendo utilizado en Egipto y así evitaron que Pompeyo consiguiera la autoridad militar que pretendía. Posteriormente proporcionaron la operación aritmética conveniente para que Augusto llevara a cabo los Juegos Seculares en el 17 a.C. (conmemoración del centenario, saeculum, del nacimiento de Roma). Estaban indudablemente sujetos a la «inspiración» o a la manipulación política, pero este hecho no era tan ofensivo para los romanos como lo sería para nosotros, puesto que la religión, como hemos visto, estaba menos relacionada con la integridad personal que con el bienestar público. Si las medidas propuestas y adoptadas daban resultado, quedaba demostrada en sí misma su eficacia religiosa.

La misma distinción entre signos solicitados y no solicitados se extendía a los asuntos privados. Cicerón cuenta que tampoco en la vida privada se daba ningún paso importante sin averiguar primero la

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voluntad del cielo. En tiempos de Augusto se dudaba que la mayoría de los ciudadanos tuvieran esta precaución, aunque él mismo fuera muy meticuloso. Antes de cualquier viaje largo, por ejemplo, observaba si había caído una espesa capa de rocío o no; si había caído, significaba que los dioses favorecerían su viaje y le concederían un regreso rápido y seguro. En el matrimonio (que siempre ha sido una institución conservadora) también se interpretaban habitualmente los auspicios observando el vuelo de los pájaros, como da a entender Catulo cuando dice que Julia se va a casar con Manlio Torcuato «con la bendición de las aves» (61,19-20, cum bona alite). Es probable que el otro gran acontecimiento en la vida familiar, la mayoría de edad de un hijo, que se simbolizaba al vestirse con ropa de adulto por primera vez (la toga virilis), también fuera salvaguardado de esta manera. El cabeza de familia sería en tales casos responsable de observar el presagio y de interpretarlo. Pero aunque no sabemos mucho acerca de la adivinación formal por parte de individuos particulares, Horacio nos transmite la firme impresión de que todavía debía de estar muy extendida (Odas, III, 27): «Guíeles a los limpios el augurio de un ave siniestra que repite su canto, y una perra preñada o una loba parda que baja corriendo desde el campo de Lanuvio, y una zorra recién parida; desvíese también la serpiente de su camino emprendido si, reptando sesgadamente veloz como una flecha, ha asustado a los jacos: yo, augur previsor para aquél por quien sienta inquietud, haré surgir con mis súplicas el cuervo profético desde el oriente del sol, antes que el ave adivina de las lluvias inminentes vuelva otra vez a las lagunas estancadas.»

Sin embargo, los pájaros no tienen la misma importancia en la vida diaria de un hombre de ciudad que en la de un campesino y parte del declive en la interpretación de auspicios a partir de la observación de las aves en los asuntos privados se debió al medio urbano en el que vivían gran parte de los romanos en la época de Augusto. En la mayoría de los casos fueron sustituidos por otros dos medios para escrutar la voluntad de los dioses. La principal ratificación de una oración, el método usado para persuadir a los dioses de que cumplieran la plegaria, era el sacrificio y en éste lo más importante era que la ofrenda fuera perfecta y susceptible de ser aceptada. Una prueba de ello era su apariencia interna y externa, pero mientras muchas personas son buenos jueces de los rasgos externos de una vaca, la mayoría no son expertos cuando llega el momento de decidir si el hígado está en perfectas condiciones o no. De esta especializada materia nació una ciencia. Los sacerdotes del templo, al inspeccionar los órganos internos de una víctima, estaban capacitados para decidir si eran satisfactorios o no, porque como el hígado era un órgano tan vital y además era considerado según la teoría estoica un microcosmos del funcionamiento del universo, se creía que un examen detallado podría reconocer en él un modelo mucho más complicado de lo que los dioses deseaban.

Esta ciencia era la cultivada por los etruscos, y los auténticos expertos, llamados harúspices, procedían de Etruria. Los harúspices nunca constituyeron un sacerdocio oficial en Roma y carecían de la autoridad y el prestigio de los augures o de los pontífices; además, originariamente, ningún ciudadano romano podía ser un haruspex, aunque esto ya no ocurría en tiempos de Cicerón. No obstante, cuando surgía alguna duda en la interpretación del estado de un hígado durante un sacrificio público o privado, los harúspices reconocidos (que bajo el Imperio formaban una sociedad de sesenta miembros) estaban dispuestos a dar su opinión (por una gratificación). Además existía un amplio cuerpo de harúspices no oficiales que habían adquirido algunos conocimientos sobre el tema. La mayoría de los emperadores nunca se movía sin un haruspex en su comitiva, aunque eso no siempre los salvaba. El haruspex del emperador Vitelio, un hombre llamado Umbricio, le advirtió que las entrañas revelaban una peligrosa trama en palacio: Vitelio fue asesinado ese mismo día. Los detalles de la ciencia no se pueden reconstruir en la actualidad, pero se conserva un bronce de un hígado, encontrado en Piacenza, que se debió utilizar como modelo para el aprendizaje o para la práctica; se dividía en dos mitades, y cada una

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de ellas contenía en el borde ocho zonas marcadas en el reverso con «del Sol» y «de la Luna» respectiva-mente, que significaban probablemente día y noche (Weinstock, Journal of Roman Studies, 36 [1946], pág. 121). Estas dieciséis zonas se corresponden con las dieciséis divisiones que los etruscos hacían del cielo, e indicaban la correlación entre la vida cósmica y la terrestre. Dentro de estas «zonas marginales hay segmentos internos, dieciséis en la cara del día y ocho en la cara de la noche». Cada una de las cuarenta divisiones lleva el nombre de una divinidad que presumiblemente la controla. Se puede suponer que alguna anormalidad encontrada en un hígado auténtico sería contrastada con el modelo e interpretada como que el dios implicado estaba, en consecuencia, imponiendo su voluntad.

Aunque los harúspices estaban fundamentalmente encargados de la inspección de los hígados (su nombre quizás signifique «observadores de intestinos» como lo tradujo H. J. Rose), también se solicitaba su opinión sobre otras manifestaciones divinas, como los terremotos. Por ejemplo, en el 56 a.C., se les invitó a explicar ciertos ruidos misteriosos e informaron que los dioses estaban descontentos por la profanación de determinados ritos. De esta referencia se valió Clodio para reconstruir la casa de Cicerón, a su vuelta del exilio, en un lugar que había sido deliberadamente consagrado. Cualesquiera que fueran los motivos políticos de su dictamen, Cicerón se vio obligado a tratar ese veredicto con la suficiente seriedad como para dedicar un largo y virulento discurso (Sobre la respuesta de los harúspices) a la refutación de Clodio.

Los harúspices jugaron un importante papel en la vida religiosa romana, incluso antes de que el emperador Claudio los frecuentara y diera los pasos necesarios para asegurarse de que habría una captación regular para sus filas entre las familias etruscas. Muchos personajes destacados de todos los periodos los consultaron. El tribuno C. Graco parece que tuvo un haruspex permanente a su servicio (Valerio Máximo, IX, 12.6) y casi doscientos años más tarde el famoso abogado y senador M. Aquilio Régulo solicitó con frecuencia el asesoramiento de ellos. Plinio el Joven relata cómo Régulo consiguió una importante herencia al asegurarle a una mujer enferma que la conjunción de las estrellas el día de su nacimiento demostraba que no iba a morir todavía y se lo confirmó haciendo que un haruspex, a quien consultaba a menudo, informara que las entrañas de un sacrificio, que había ofrecido especialmente en nombre de dicha mujer, apuntaban a la misma conclusión. La mujer lo creyó, modificó el testamento en favor de Régulo y murió poco después. También abundan en esta obra de Juvenal las anécdotas acerca de hombres y mujeres que, siguiendo la moda, se acercaban a ellos en busca de caros consejos.

Pero la opinión sobre su valor estaba todavía profundamente dividida. Cicerón, desde luego, no creía en nada de todo este asunto y citaba un comentario de Catón el Viejo que se maravillaba de cómo un haruspex podía mirar a otro sin reírse, y Columela, que escribió sobre cuestiones agrícolas a principios del Imperio, ataca «a los harúspices y a los adivinos que despojan al ignorante con supersticiones inútiles». Todavía más celebrada fue la réplica de Aníbal cuando el rey Prusias no le permitió entablar una batalla porque las entrañas eran desfavorables: «¿Tiene usted más fe en una tajada de ternera que en un viejo general?», Pero tales ridiculizaciones racionales no se impusieron. La gente siguió consultando a los harúspices tan generalizadamente que el emperador Tiberio se vio obligado a regularizar la profesión y a insistir en que todas las consultas debían mantenerse en público y ante testigos, con el fin de reducir las posibilidades de fraude. Y siguieron disfrutando de respaldo intelectual. La práctica de la adivinación a partir de la observación de un hígado fue pacientemente defendida por el filósofo Epicteto. Continuó siendo una de las principales formas de augurio privado.

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La otra forma común de adivinación se basaba en la interpretación de los sueños, que siempre han parecido extraordinarios y en muchas civilizaciones han sido considerados como medio de comunicación del más allá o de la divinidad. También tienen el curioso don de predecir el futuro. Aunque la teoría filosófica que respalda a J. W. Dunne en Experiment with Time pueda no ser aceptable, acumuló una fascinante colección de sueños precognitivos comprobados (es decir, sueños que rememoran sucesos que ocurren más tarde), lo que sugiere que la antigua creencia en el valor de los sueños tiene una base real empírica. Incluso Plinio el Viejo, quien no se dejaba impresionar por la mayoría de los métodos utilizados para anticipar el futuro, estaba convencido de que los sueños podían tener significado. El mismo investigó el caso de un soldado que, al sufrir los efectos infecciosos del mordisco de un perro, se había curado mediante la aplicación de un remedio revelado en un sueño por su madre que estaba en Hispania. Los contemporáneos de Plinio necesitaban menos persuasión para aceptar la veracidad de la afirmación de Homero de que los sueños eran enviados por Zeus ( Ilíada, I, 63). Augusto se había salvado en Filipos gracias a un oportuno sueño que le advirtió que no permaneciera enfermo en su tienda. Se comprobó que el sueño estaba bien fundado, ya que el campamento fue sorprendido y su tienda hecha pedazos. A partir de entonces y en adelante, si no antes, prestó la más cuidadosa atención a los sueños incluso cuando lo llevaron a situaciones tan ridículas como la de tomar su puesto de mendigo en las calles de Roma un día al año y extender la mano a los paseantes para pedir limosna. Los sueños también destacan tanto en Livio como en Virgilio. Es difícil saber con certeza hasta qué punto el propio Virgilio creía en ellos, puesto que formaban parte de la maquinaria épica heredada de Homero, pero Livio, sin duda, los aceptaba tan confiadamente como Augusto. Hace referencia, por ejemplo, a T. Latinio, quien tuvo un sueño en el que Júpiter decía que desaprobaba a la bailarina del preludio que abría los grandes juegos y dijo a Latinio que informara de su disgusto a los magistrados. Latinio era un simple plebeyo y, aunque era un creyente piadoso, tenía miedo de acercarse a tan altos dignatarios como los cónsules. No hizo nada al respecto hasta que una serie de desastres personales y de sueños repetidos lo llevaron al extremo de enfrentarse al Senado y contarles su historia. El Senado inmediatamente tomó pota del asunto y ordenó que se repitieran los juegos. La historia era antigua pero la versión de Livio asume la credibilidad de los sueños; no hay nada de escepticismo ni de apología en ello.

Hay pocas evidencias directas de hasta qué punto la vida diaria de los ciudadanos estaba gobernada por los sueños, pero, al margen de las anécdotas, como la que hay en las cartas de Plinio sobre el historiador Suetonio, que intentó aplazar un caso civil en el que él y Plinio estaban involucrados a causa de un mal sueño, hay dos indicios que sugieren que la dependencia de los sueños era realmente muy amplia. En primer lugar, Lucrecio dedica gran parte de su cuarto libro a dar una explicación científica de los sueños como películas materiales o imágenes que producen la misma sensación que la vista. Su argumento tiene la intención de disipar el misterio de los sueños que, de otra forma, tentaría a los hombres a pensar en ellos como inspiración divina. La insistencia con que vuelve al asunto muestra la fuerza de las supersticiones acerca de los sueños que él estaba atacando. En segundo lugar, los intérpretes de sueños hicieron evidentemente un floreciente negocio al final de la República y principios del Imperio. Incluso había manuales que recopilaban sueños significativos y sus interpretaciones. Se conserva un ejemplo de este género literario de un periodo posterior: es de Artemidoro de Éfeso, quien vivió en Roma c. 150 d.C. Una única cita es suficiente para ver el carácter de la totalidad: si uno sueña con una casa que arde y se quema con llamas puras pero no se derrumba, significa riqueza si uno es pobre o poder si uno es rico. Pero si el fuego desprende mucho humo, destruye la casa y la reduce a cenizas, es malo para todos aquellos relacionados con la misma y significa la ruina del propietario. Si solamente una parte de la casa se destruye, dependerá de qué parte sea la afectada: si es el dormitorio, significa desastre para la

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esposa (o, si no hay esposa, para el señor de la casa); si es el baño de los hombres, significa desastre para todos los hombres de la familia; si es el baño de las mujeres, para todas las mujeres; si es la despensa o la habitación del guardián, para el criado o para el guardián.

Pero aunque los individuos estuvieran influidos en su comportamiento por los sueños, pues suponían que eran comunicaciones de los dioses, éstos nunca tuvieron un lugar oficial en la religión, excepto cuando durante un corto período se tomó la precaución de que cualquiera que tuviera un sueño concerniente al Estado debería proclamarlo públicamente. Está claro por qué era así. Los sueños son en sí mismos privados y difíciles de verificar, y no se pueden producir originalmente por mandato, pero la religión tiene que satisfacer continuas necesidades y averiguar en cualquier momento cuál es la voluntad de los dioses. No conviene esperar a que un sueño le diga a uno si debe partir en una expedición o no si, como le ocurría Augusto (según cuenta Suetonio), sólo se tienen sueños en primavera.

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Capítulo 5El año religioso

La naturaleza es constante. Día a día, año tras año la vida sigue. Las semillas germinan, el grano madura, la cosecha se recolecta. El invierno da paso al verano, el sol a la lluvia. Los romanos creían que, en todo este proceso, los dioses eran parte activa. Por lo tanto, aunque en repentinas crisis y emergencias tanto el Estado como los individuos particulares se volvían hacia los dioses con plegarias y sacrificios especiales, también era necesario tener un programa sistemático para asegurarse de que todos los dioses fueran debidamente concillados cada año. Para tener cierta idea de ese año religioso será útil ver, en primer lugar, los cultos que practicaba el pueblo como colectividad o en su nombre y, a continuación, examinar los hábi-tos particulares de los individuos o de los grupos.

Igual que en el año cristiano algunas fiestas son movibles (dentro de unos límites), como la Pascua, mientras que otras, como Navidad, son fijas, los romanos desde

tiempos muy remotos habían ido elaborando un calendario que marcaba las fechas de todas las celebraciones fijas de los diferentes dioses (feriae Latinae) y así indicaban los periodos dentro de los que las escasas celebraciones movibles (feriae conceptivae) podrían situarse cada año. A pesar de que este calendario establecía satisfactoriamente las fechas absolutas de todas las celebraciones, adoleció durante siglos de un fallo al ajustar un año lunar de 354 días a un año solar de 365 1/4 días, con el resultado de que matemáticos incompetentes o manipulaciones políticas a me nudo hicieron que celebraciones invernales tuvieran lugar en medio del verano. En el 190 a.C. un eclipse, que realmente ocurrió (según nuestro calendario) el 14 de marzo, se observó el 11 de julio. Sin embargo, en el 46 a.C, Julio César, aconsejado por los expertos, promulgó un calendario corregido que es sustancialmente el mismo que utilizamos actualmente, con meses de treinta y treinta y un días y un año bisiesto cada cuatro años. El nuevo calendario de César se dio a conocer públicamente mediante su exposición en lugares públicos por todo el Imperio y se conservan inscritos en piedra fragmentos de unas cuarenta co-pias. Éstas nos permiten reconstruir con gran exactitud el año religioso de los romanos. Además, Ovidio escribió un comentario en verso sobre el calendario, Fasti, del que sólo se conservan los seis primeros libros, los que tratan desde enero hasta junio

Un simple vistazo a la imagen de uno de estos calendarios muestra cómo se marcaban las fechas de las celebraciones importantes, igual que en un calendario moderno se señala el día de Todos los Santos y las principales festividades de la Iglesia. Pero hay otros dos aspectos que se deben mencionar. A lo largo del año cada día está marca-do con una letra a su lado. Esas letras nos dicen qué tipo de día es, si es un día laborable o festivo. Así, N (nefasti) indicaba un día en el que ciertos asuntos públicos no se podían realizar. La mayor parte de los días con una N es-

taban reservados para celebraciones religiosas relativas a los muertos o a la purificación. NP también indicaba una fiesta, pero se diferenciaba de N en que se refería a las grandes celebraciones públicas del Estado. Había también ocho días al año marcados con EN (endotercisus, «cortado en partes»), para celebraciones religiosas por la mañana y por la tarde. Tales días eran fiestas civiles: no ha-bía juicios civiles, las asambleas oficiales del pueblo no se convocaban, algunas transacciones públicas no se realizaban. Pero no había un cierre general. Los colegios y los mercados permanecían abiertos, se podía

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reunir el Senado, se celebraban las vistas penales, y como aclara Cicerón al comienzo de su discurso En favor de Celio, una amenaza a la ley y al orden o una alteración del orden público se podía tratar en esos días. En tiempos de Augusto había ciento quince días de ese tipo al año, casi un tercio del año completo. Los días marcados con una F (fasti) eran días laborables normales, mientras C (comitialis) significaba que las asambleas (y otras sesiones legales) se podían mantener convenientemente.

La segunda característica destacable del calendario es la forma en que se subdividía cada mes. Para fines civiles corrientes los romanos tenían una semana de ocho días (marcados en algunos calendarios de la A a la H) con un día de mercado (nundinae) cada ocho días, pero para fines religiosos había tres momentos clave al mes: las calendas o primer día del mes (así llamado porque, en los primeros tiempos antes de que se fijara el modelo de calendario, el pontifex proclamaba1 el primer día del mes en cuanto ob-servaba la silueta creciente de la luna nueva); las nonas, que variaban entre el quinto y el séptimo día del mes y en su origen correspondían al primer cuarto de la luna, y los

1 En latín el verbo calo significa «convocar», «proclamar», y es propio de la lengua oficial, religiosa y jurídica. La raíz de dicho verbo da lugar a numerosas palabras, entre ellas calendas o Kalendae. (N. del T.)

Idus, el decimotercer o decimoquinto día, que correspondía a la luna llena. Las calendas estaban consagradas a Juno, la mayoría de cuyas celebraciones caía en el primer día del mes; los Idus estaban consagrados a Júpiter (p. ej. la fiesta de Júpiter Óptimo Máximo en el Capitolio se celebraba en los Idus de septiembre), mientras que en las nonas uno de los sacerdotes más importantes (el rex sacro-rum: p. 105) acostumbraba a anunciar las fechas de cualquiera de las celebraciones movibles que hubiera a lo largo del año.

Estos calendarios oficiales daban a los romanos la guía indispensable del culto regular a sus dioses. Pero la mayoría de las familias también tenían pequeños calendarios en sus propias casas en los que señalaban las fechas y las fiestas importantes. El emprendedor Trimalción tenía dos al-manaques colgados en las dos caras de la puerta que le servían de diario para recordarle cuándo era conveniente salir a cenar y, también, para distinguir los días favorables de los desfavorables (Petronio, Satiricen, 30). También tenemos noticias de varios romanos que marcaban un día afortunado en sus calendario, con una señal o una piedra blanca y ponían una marca negra en el que era desafortunado (Plinio, Historia natural, VII, 40). Catulo (107.6) y Horacio {Odas, 1,36.10) también conmemoraban sus días afortunados de esta forma.

Por lo tanto, es lógico pensar que la mayoría de los ciu-dadanos estaban enterados de las fechas de las celebracio-nes anuales dirigidas a asegurar la buena voluntad de los diferentes dioses, de cuyo constante favor dependían. Pero esto no significa que el romano de a pie realmente asistiera a cualquier ceremonia religiosa en esos días. Por una parte, el carácter marcadamente conservador del calendario religioso hacía que muchas de las principales celebraciones estuvieran relacionadas con primitivas deidades agrícolas que ya no tenían ninguna relevancia obvia para las necesidades espirituales de una bulliciosa ciudad

comercial. Además, la eficacia de una ceremonia religiosa dependía simplemente de que el ritual se llevara a cabo adecuadamente; no requería que los templos estuvieran atestados de fieles. El propósito de un servicio religioso en una catedral no se juzga por el número de asistentes. Así pues, muchas de las celebraciones que debieron tener gran significado en la Roma de los reyes pasaban casi inadvertidas para los romanos contemporáneos de Augus-to. Sin embargo, había algunas que todavía atraían la

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atención general y es conveniente ir repasando mes a mes para ver los principales acontecimientos en la vida religiosa de la ciudad. Muchas fiestas de gran importancia para la historia de la religión romana, o que deben el interés que tienen a su antigüedad, han sido omitidas y sólo las que tenían algún significado en la vida del pueblo han sido incluidas.

Originariamente el año comenzaba en marzo, como se A. desprende del carácter de las fiestas al principio de ese mes, pero en algún momento temprano el Año Nuevo se retrasó, por razones administrativas, al 1 de enero y ésa es la fecha que conservó Julio César en la revisión del calendario. En consecuencia, enero, el mes de Jano, el dios de las entradas, carece curiosamente de fiestas importantes o establecidas desde antiguo. El único acontecimiento que despertaba interés era el sacrificio ofrecido por los cónsules entrantes el 1 de enero y éste, dado que fue instituido relativamente tarde, ni siquiera figuraba en el calendario, que marcaba el 1 de enero con F, un día laborable normal. Pero en ese día, como Ovidio imagina claramente cuando escribe desde el exilio para felicitar a Sexto Pompeyo por su elección al consulado, los cónsules se ponían por primera vez sus togas ribeteadas de púrpura y salían de sus casas, precedidos por los lictores, en una solemne procesión de amigos, clientes y conocidos para subir por la Vía Sacra al Capitolio. Ovidio describe un templo tan densamente abarrotado que los espectadores se empujan y se lastiman al intentar ver lo que está ocurriendo {Cartas des-

de el Ponto, IV, 4.25 ss.). Unos bueyes blancos se sacrificaban a Júpiter en pago de los votos por la seguridad del Estado romano que sus predecesores habían hecho en el mes de enero anterior, y se hacían nuevos votos para el año entrante. Entonces los cónsules se sentaban por primera vez en sus sillas oficiales de marfil (sella curulis), que estaban colocadas al aire libre delante del templo, y recibían los vítores y los saludos de la plebe, antes de bajar de nuevo en procesión la colina para presidir una reunión plenaria del Senado. En un día bueno debía ser un espectáculo impresionante lleno de colorido.

La otra fiesta que todavía se celebraba en tiempos de Dionisio de Halicarnaso {Antigüedades romanas, IV, 14) era las Compitalia. Ésta tampoco se mencionaba en el calendario, ya que era una fiesta movible celebrada en una fecha de enero fijada por el pretor de la ciudad algún tiempo antes. Originariamente fue una festividad agrícola. El cruce de caminos donde se encontraban cuatro fincas pequeñas o cuatro propiedades se llamaba compitum y en él se erigía una pequeña capilla, abierta a las cuatro direcciones para que el espíritu que presidía cada finca (Lar. p. 126) pudiera ir y venir libremente. Alrededor de ella se ponían cuatro altares pequeños. En las Compitalia (que marcaban el fin del año agrícola), los agricultores colgaban los arados en la capilla y también un muñeco de lana por cada persona libre de la familia y una madeja de lana por cada esclavo. Al día siguiente se ofrecía un sacrificio en el altar y todos tenían un día de fiesta. La finalidad de la ceremonia era, evidentemente, revitalizar toda la finca preparándola para el trabajo de los meses venideros y en el campo se mantuvo tan arraigada esta costumbre que Cicerón, en el 50 a.C, se resistía a visitar su propiedad al-bana a causa de la molestia que podía ocasionar a su personal doméstico (Cartas a Ático, VII, 7.3).

En la ciudad las viviendas ocupaban el lugar de las fincas, y las capillas se situaban en los cruces de calles, igual

ue las capillas que existían en los países católicos al borde de los caminos. Los habitantes de cada edificio estaban organizados con un presidente al frente que era el responsable de preparar el sacrificio formal (de una gallina) y las consiguientes celebraciones, que a menudo tomaban forma de representaciones, bailes o juegos improvisados al aire libre en la intersección de las calles. Tanto los esclavos como los ciudadanos libres estaban tradicionalmente au-torizados a participar en la fiesta, que

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duraba tres días y generalmente era un acontecimiento bullicioso y tumultuoso. También se prestaba a la explotación política. Los edificios de viviendas proporcionaban en la antigua Roma la unidad local y, como si fueran una parroquia, podían organizarse fácilmente a través de sus presidentes con fines políticos, y al final de la República protagonizaron con frecuencia manifestaciones intimidatorias. Como consecuencia, las Compitalia fueron suprimidas dos veces (en el 64 y, de nuevo, en el 45 a.C, después de haber sido res-tablecidas en el 58 a.C), pero Augusto se sintió lo suficientemente conmovido para resucitarlas ya que era una fiesta que alentaba un sentimiento de identidad entre todos los habitantes de una región y esto, en un lugar tan enorme y tan heterogéneo como Roma, era algo muy valioso. Roma, como Londres, era una ciudad en la que no había vecinos, «sólo personas».

Febrero era —y es—un mes monótono. Toma su nom- z bre ázfebruum, un instrumento de purificación, y las dos fiestas principales del mes, las Parentalia y las Lupercalia, estaban, en un sentido amplio, relacionadas con la purificación, ya que aseguraban el reposo de los muertos y pro-piciaban una futura fertilidad. Los romanos estaban muy preocupados por el bienestar de los muertos. Además de las Parentalia, que duraban desde el 13 hasta el 24 de febrero, un periodo durante el cual los templos permanecían cerrados y no se podían celebrar bodas, había otra fiesta de los muertos más antigua en mayo, las Lemuria

(p. 108), y en el culto doméstico los difuntos de la familia, los Lares, eran concillados constantemente (p. 127). Pero las Parentalia estaban dedicadas específicamente al cuidado de los padres fallecidos. La creencia antigua era que los espíritus de los difuntos permanecían en un estado de se-miexistencia en la tumba o junto a las cenizas del cuerpo. A estos espíritus se les daba un nombre genérico, manes, una palabra de significado incierto, quizá «poderes» o «los buenos». Se creía que los manes requerían alimentación regular para mantenerse «vivos». De ahí que fuera habitual, cuando se sepultaba un cadáver, enterrar con él en la tumba una buena comida (silicernium). Estas comidas funerarias se han encontrado en Roma tanto en los enterramientos más primitivos como en las lujosas cámaras funerarias de Ceres y Tarquinio. Pero la comida también tenía que ser renovada anualmente, si no los manes se consumirían hasta la nada o estarían hambrientos e inquietos y comenzarían a atormentar a los vivos. Ovidio cuenta que alguien olvidó una vez dar comida a los manes y éstas emergieron airadamente de la tumba extendiendo la muerte y la destrucción por toda la ciudad (Fasti, II, 546). Por eso era deber de todo romano asegurarse, en el aniversario de la muerte de su padre y de su madre, de que iban a estar bien provistos para el año siguiente. La ceremonia es descrita muy gráficamente por Virgilio cuando relata en el quinto libro de la Eneida los honores rendidos por Eneas en la tumba de Anquises (especialmente vs. 49 y ss.). Él y sus compañeros fueron en procesión al lugar e hicieron libaciones de vino, leche y sangre. Eneas arrojó flores de color púrpura sobre la tumba, mientras solemnemente entonaba un saludo a su padre.

En Roma el procedimiento se había convertido en algo rutinario al final de la República. Aunque la mayoría de las personas recordaban sin duda las fechas de la muerte de sus padres como un día especial, las ceremonias en las tumbas se limitaron, al parecer, a la semana convencional

Je las Parentalia, durante la cual se creía que los espíritus estaban más cerca del mundo, y no parece que se llevaran cabo en los verdaderos aniversarios. Ovidio da a entender que, a pesar de lo que la mayoría de los romanos pudiera pensar sobre la vida después de la muerte, se mantuvo la costumbre y debemos imaginarnos durante toda eSa semana a pequeños grupos de dolientes caminando por las calles de

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Roma hacia los grandes cementerios de las afueras de la ciudad, con ramos de flores y jarros de leche y miel en sus manos. La semana finalizaba con un día de reunión familiar, Caristia o Cara Cognatio, «Querido Pariente», el 22 de febrero, cuando todos los miembros de la familia se reunían en una casa para cenar. Era, evidentemente, un gran encuentro social que se mantenía como parte integrante de la vida romana en los tiempos de Ovidio.

Durante la misma semana que las Parentalia se celebraba la más famosa de todas las fiestas antiguas, las Luperca-lia. Era una de las grandes diversiones populares en Roma, que con suma facilidad se podía ir de las manos. No sabemos el nombre del dios en cuyo honor se celebraba, no sabemos su origen real y no sabemos quién, ni si-quiera cuánta gente, estaba oficialmente comprometido, pero podemos reconstruir con cierto detalle lo que sucedía. Había una pequeña gruta en el monte Palatino, conocida como Lupercal, donde el 15 de febrero de cada año dos equipos de jóvenes, llamados luperci, se daban cita. Allí sacrificaban cabras y un perro —víctimas muy poco usuales en los sacrificios romanos— y los dos jefes de los equipos, normalmente jóvenes aristócratas, se untaban la frente con sangre de las víctimas que se limpiaba después con un trozo de lana mojada en leche. En ese momento tenían que proferir una sonora carcajada. Al sacrificio le seguía una fiesta para los luperci en la cueva que, como cuenta Valerio Máximo (II 2.9), a menudo se convertía en una borrachera general. Al final, los dos equipos, vestidos

lamente con las pieles de las cabras sacrificadas, salían de la cueva y competían en una carrera por un camino al pie del monte Palatino que desde tiempos inmemoriales estaba marcado con piedras. Este era el momento culminante de la fiesta y atraía a grandes multitudes al Foro. Mientras corrían azotaban con finas tiras de piel de cabra, a cualquier persona que se encontraban, especialmente a las mujeres, una idea ritual para propiciar la fertilidad. En el 44 a.C. Marco Antonio fue el jefe de uno de los equipos de luperci y aprovechó la ocasión para fomentar el apoyo popular a César. Shakespeare describe así la actitud de los espectadores: «Ponte en el camino de Antonio cuando haga su carrera, pues como dicen nuestros mayores, la estéril tocada en esa carrera sagrada expulsa su maldita esterilidad» (Julio César, I,2.3-9).

Pero para la mayoría el significado religioso de la cere-monia iba unido a un claro apasionamiento emocional. Las enormes multitudes, el impaciente suspense y la con-templación de los corredores desnudos, contribuyeron a convertirla en una ocasión para el desenfreno. Cicerón está claramente avergonzado al tener que excusarse por el hecho de que su joven cliente M. Celio fuera miembro de uno de los equipos de luperci. Tenían tal reputación de inmorales que estaba deseoso de encubrirlos. Asimismo, Augusto tuvo que decretar que ningún adolescente debía de ser autorizado a participar en la ceremonia a causa de sus dudosas diversiones. Pero era un gran acontecimiento en la vida de la ciudad y se mantuvo hasta el año 494 d.C, en que el papa Gelasio I la abolió sustituyéndola por la fiesta de la Purificación de la Virgen María, reemplazando la purificación cristiana a la pagana.

Marzo, el mes de Marte, siempre mantuvo el carácter primitivo que había tenido cuando era el primer mes del año. El Año Nuevo había tenido un doble significado para los primeros habitantes de Roma: el renacimiento del mundo vegetal y el comienzo de un nuevo periodo de

arnpañas militares, pero perdió gran parte de su impacto uando Roma consiguió que otros pueblos cultivaran los ampos e hicieran las guerras en su lugar. No obstante, el calendario de marzo conservaba una sucesión de fiestas ¿e Marte, dios de la guerra y protector del crecimiento, due continuaban celebrándose calladamente por el sacerdote de Marte (flamen martialis) y otros responsables mucho

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después de que hubieran dejado de interesar al romano corriente. El 1 de marzo el fuego sagrado del santuario de Vesta era reencendido (p. 114), y las casas de los sacerdotes y otros edificios sagrados se adornaban con ramas de laurel fresco (árbol consagrado a Marte). El 14 del mismo mes había una fiesta de Marte, que incluía una carrera de caballos en el Campo de Marte. Las carreras, quizá un vestigio de los ejercicios de caballería, se convirtieron por derecho propio en una atracción popular, pero parece que los jinetes no se sentían obligados en principio a rendir culto al dios. El 23 de marzo, también fiesta de Marte, las trompetas sagradas (tubae), originariamente utilizadas en la guerra, eran purificadas.

Pero mientras que estas celebraciones se habían vuelto muy esotéricas, en marzo había una ceremonia que, como un desfile militar, atraía la atención tanto del ciudadano como del visitante. Había dos equipos de bailarines, salii, compuestos de doce jóvenes patricios, elegidos por votación colectiva, cuyos padres todavía estuvieran vivos. A lo largo del mes de marzo tenían que dejarse ver en las calles y en los mercados de Roma, vestidos con un uniforme llamativo y estrafalario, bailando una extraña danza de guerra y entonando una arcaica canción cuya letra ya no era inteligible en tiempos de Cicerón. Dionisio de Halicarna-so, un griego que pasó algunos años en Roma, quedó pro-fundamente impresionado con toda esta parafernalia. El uniforme de los salii probablemente fuera el que habían llevado los soldados cientos de años antes en la Edad del Bronce. Consistía en una túnica bordada, una armadura

de bronce que protegía el pecho, una capa corta roja (tra-bea), una espada y un casco cónico de bronce (apex). El 1 de marzo iban al santuario de Marte que formaba parte del antiguo palacio (regia) en el Foro y descolgaban doce escudos de bronce (analta) cortados, como los famosos escudos micénicos, en forma de ocho. La leyenda decía que uno de esos escudos había caído una vez del cielo un 1 de marzo y que un herrero llamado Mamurio recibió instrucciones de origen divino para hacer otros once, pero es posible que, de hecho, fueran restos (o copias) de escudos muy antiguos de la Edad del Bronce, una prueba más de la antigüedad de toda la ceremonia. A continuación bailaban por las calles, esgrimiendo los escudos en el brazo izquierdo o llevándolos colgados de una vara y golpeándolos con un palillo de tambor. En diversos puntos se paraban y entonaban su himno. El camino que seguían era el que marcaba la tradición y cada noche hacían un alto en una casa determinada de una parte diferente de la ciudad, en la que guardaban los escudos y se instalaban para disfrutar de una suculenta y bien merecida cena. Cuando Horacio busca una palabra para describir un fastuoso festín elige «preparado para los salii» (saliaribus da-pibus; Odas I, 37.2), mientras que el emperador Claudio abandonó una vez un banquete que él mismo ofrecía porque la comida y la bebida eran mejores en la reunión de los salii. El punto culminante de esta danza maratoniana era el 19 de marzo, un día conocido como Quinquatrus, también otra fiesta de Marte, cuando actuaban en el mismo centro de la ciudad (el comitiuni) en presencia de los pontífices. Finalizaba el 24 de marzo cuando los escudos eran finalmente devueltos a la regia.

En los primeros tiempos los salii fueron personajes des-tacados. Pero al final de la República su prestigio parece que había decaído. Esto refleja el hecho de que los patricios como tales eran una minoría venida a menos y, también, que ser salii debía llevar mucho tiempo y ser

tetante expuesto. El que se encontraba fuera de Roma durante el mes de marzo, debía pararse donde estuviera y 0 hacer ningún tipo de viaje (Livio, XXXVII, 33.7). Sin mbargo, las danzas, como nos cuenta Varrón, prosiguie-ron y Cicerón aclara que las cenas no se suprimieron; cuando se volvieron a dar las condiciones más apropiadas, los salii recuperaron su anterior gloria. El hecho de qUe el Senado

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decretara que el nombre de Augusto tenía que incluirse en su himno, demuestra la estima que se les tenía. La gente se apartaba para ver pasar a los salii y escucharlos.

Casi todos los países y civilizaciones celebran una fiesta en primavera, cuando empieza el calor, los días se alargan y el pobre puede reconfortarse después de los rigores del invierno. La Pascua sirve a este propósito en Europa. En Roma su equivalente era la fiesta de Arma Perenna, que se celebraba el 15 de marzo, la primera luna llena del antiguo Año Nuevo. Poco se sabe acerca del nombre y la naturaleza de esta diosa, aunque obviamente están conectados con el cambio de año (annus), y no sabemos quién le ofrecía el sacrificio ni en qué consistía, pero Ovidio nos ha dejado una maravillosa imagen de lo que ocurría ese día. Los romanos salían a las riberas del río Tíber y comían allí en parejas bien al aire libre o en sencillas tiendas de campaña. Era un día de bromas groseras y de mucha bebida, ya que era una superstición admitida que uno viviría tantos años como vasos de vino pudiera beber. Al atardecer la muchedumbre volvía a la ciudad tambaleándose. Ovidio acaba su relato con el delicado retrato de un viejo borracho que tiene que ayudar a su anciana esposa ebria a llegar a casa. Al contrario que los salii, no se puede decir que la fiesta de Anna Perenna tuviera significado religioso alguno. Incluso como costumbre ya era anticuada en tiempos de Ovidio y parece que desapareció poco después, cuando las oportunidades de ocio se volvieron más sofisticadas.

A diferencia de marzo, abril era un mes repleto de cele-braciones. Cualquiera que sea su etimología —bien pro-cediera de la palabra etrusca apru o del latín apeno («el mes en que se abren las cosas»), era testigo de numerosas ceremonias importantes. A comienzos del Imperio algunas de ellas habían degenerado ya en meras costumbres sociales, como la curiosa práctica del 1 de abril, cuando las mujeres de clase trabajadora se bañaban en las termas reservadas a los hombres y pedían a Fortuna Virilis buena suerte con los hombres. El resto del año los baños mixtos estaban estrictamente prohibidos, excepto durante un corto periodo bajo el emperador Heliogábalo, quien per-versamente los hizo obligatorios. También, los ricos daban grandes fiestas el 4 de abril, con ocasión de los juegos en honor de Magna Dea, una diosa frigia, y los plebeyos, ce-lebraban la fiesta de Ceres, el 19 de abril. Ambas costumbres debieron estar en algún momento estrechamente conectadas con sus respectivas celebraciones religiosas, pero la conexión hacía tiempo que había sido olvidada. Sin embargo, había tres festividades que mantuvieron su significado para los ciudadanos de Roma: las Parilia, el 21 de abril, las Floralia, el 28 de abril y lasferiae Latinae.

Las Parilia se celebraban en honor de Pales, una pareja de deidades pastoriles cuyo origen se perdía hasta tal punto en las brumas de la antigüedad que tanto Varrón como otros eruditos no estaban seguros de si Pales era singular o plural y, si fuera lo primero, si era un dios o una diosa (p. 41). La finalidad de esta fiesta era purificar las ovejas y los rediles y alejar las enfermedades de los rebaños. En las zonas rurales todavía se mantenía en su forma original, como describe Tibulo (II, 5.81 y ss.), pero, a diferencia de la mayor parte de las demás festividades agrícolas, no perdió su popularidad en Roma, porque se identificó con el aniversario del nacimiento de la ciudad (que comenzó en el monte Palatino) y como tal se celebraba. Había, por una parte, una ceremonia pública oficial, sobre la que no

sabemos nada excepto que era dirigida por el rex sacro-rum, y, por otra parte, unas celebraciones privadas de las cuales da cuenta Ovidio. Roma estaba dividida en treinta distritos (curiae) y es probable que cada uno de ellos organizara su propia celebración. Las casas se adornaban con ramas y se hacía una gran hoguera con laurel y tallos de judías. Cuando el fuego ardía, la persona encargada arrojaba sobre él

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un curiosa mezcla de sangre seca de un caballo sacrificado en octubre (p. 121) y cenizas de terneros que habían sido arrancados de los vientres de vacas preñadas sacrificadas en cada uno de los treinta distritos una semana antes (las Fordicidia, el 15 de abril). Esta macabra mezcla, un agente purificador, era cuidadosamente almacenada por las vestales, las cuales distribuían una pequeña porción de ella en cada hoguera de las Parilia. Al mismo tiempo se hacían ofrendas de pan y leche a Pales —pero nunca sacrificios cruentos— y se elevaban plegarias. El momento culminante llegaba cuando toda la concurrencia, después de rociarse las manos con agua consagrada con ayuda de una rama de laurel, saltaba la hoguera tres veces. La fiesta concluía con un banquete al aire libre. Las Parilia son interesantes porque partiendo de una fiesta puramente pastoril llegaron a convertirse en otra nacional y urbana. Se olvidaron las ovejas, pero la idea del renacimiento y la renovación de la ciudad se mantuvo y para ello buscaba el pueblo ansiosamente el favor divino. El propio Ovidio —que no era ningún fanático— nos cuenta que él mismo había saltado la hoguera y dos siglos más tarde todavía se celebraba ese día. Cuando los ciudadanos de Roma celebraban las Parilia, los invitados a una cena de Ateneo se distraían en su conversación por el sonido de las trompetas, los tambores, los platillos y los cánticos.

Flora, la diosa responsable del florecimiento de todas las cosas, fue otra deidad que evolucionó con el paso del tiempo. Su culto era, sin duda, muy antiguo, puesto que era una de las deidades privilegiadas que tenían sacerdote

propio, pero en algún momento a fines del siglo m a.C. se produjo un cambio que respondía indudablemente a las necesidades emocionales del momento. En el 238 a.C. los Libros Sibilinos, consultados a causa de una prolongada hambruna, recomendaron la institución de unos juegos en honor de Flora. Estos juegos, que hasta tiempos de Augusto duraban una semana entera, desde el 28 de abril al 3 de mayo, adquirieron rápidamente personalidad propia, y no destacaba el florecimiento de las plantas y de los árboles sino del sexo. Esto se observa claramente a partir de unos cuantos detalles. Los juegos mismos, celebrados por los ediles en el Circo Máximo, consistían en una combinación de carreras, espectáculos y luchas, pero en sus comienzos, como recuerda Horacio {Sátiras, II, 3.182), se arrojaban garbanzos, habas y altramuces sobre los espectadores, quienes los mordisqueaban no tanto para calmar el hambre como para estimular su fertilidad. La misma explicación se debe dar al hecho de que soltaran liebres y cabras —animales muy sexuados— en los últimos días de los juegos. Pero la característica distintiva era la representación de espectáculos de strip-tease en los teatros. Valerio Máximo (II, 10.8) describe cómo el joven Catón se marchó ostentosamente de uno de ellos, quien, por otra parte, no parecía dispuesto a introducir realmente una legislación que los prohibiera. Tales hechos parecen estar muy lejos de la devoción moderna, pero sirven para recordarnos de nuevo que los romanos encontraban sus dioses en el desarrollo de los procesos naturales. Fiestas como las Floralia se pueden encontrar en muchos pueblos, y la feroz desaprobación de algunos padres de la Iglesia como Lac-tancio y san Agustín no debe inducirnos al error de que Flora no era una auténtica diosa para miles de romanos.

Por el contrario, las feriae Latinae fueron un aconteci-miento muy serio. No era estrictamente una festividad ro-mana sino una festividad común a romanos y latinos y no se celebraba en Roma, sino en el monte Albano; a pesar de

J0J era muy significativa en la vida romana, ya que se es-eraba que asistieran a ella los magistrados, quienes sólo n circunstancias excepcionales estaban autorizados a artir hacia sus provincias antes de

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que se celebrara. Se remontan al periodo en el cual Alba Longa, y no Roma, era todavía la capital del Lacio, aunque hasta ahora no se ha encontrado ningún resto prehistórico del templo de Júpiter Laciar, en honor de quien se ofrecía el sacrificio. Originariamente todos los pueblos vecinos (Plinio el Viejo da una lista de cuarenta y siete nombres) enviaban sus representantes, que sacrificaban en común una ternera blanca que después consumían en un banquete de hermandad. Mientras duraba la celebración se mantenía una tregua en todo el Lacio. Sin embargo, en tiempos de Cicerón, muchos de esos estados habían desaparecido del mapa y eran representados en la fiesta por delegados nominales. Por ejemplo, ya no había una comunidad de cabenses: en su lugar era nombrado «sacerdote cabense» un romano que representaba al pueblo desaparecido. Y Roma hacía tiempo que había dejado de ser un participante más en la festividad. Se encargaba de la organización; sus cónsules eran quienes fijaban la fecha cada año —normalmente a finales de abril— cuando tomaban posesión del cargo; y la ocasión misma se convirtió en un símbolo del Imperio mundial de Roma antes que de la comunidad de pueblos latinos. Aun así, la fiesta se seguía celebrando y revestía una gran importancia. Los cónsules asistían a ella acompañados de un gran séquito, y en su ausencia eran sustituidos por un prefecto de la ciudad, aunque su función tuviera tan poco poder que, bajo el Imperio, incluso niños hieran a veces honrados con este cargo. Pero los romanos respetaron la celebración establecida de manera muy significativa. Era una fiesta general, un momento para poner al día la correspondencia o visitar a los amigos (Cicerón, Sobre la República, I, 14). Cicerón, por ejemplo, evita anunciar un compromiso oficial en los dos días inmediata-

mente siguientes, dado que eran considerados religiosi (Cartas a su hermano Quinto, 2.4), y, si la celebración tu- I viera que repetirse por algún desliz en el ritual (p. 49), aunque éste fuera ficticio y denunciado por fines políticos con la intención de aplazar asuntos públicos, los romanos lo aceptaban sin objetar nada. Por lo tanto, no debe sorprendernos que las fiestas todavía se celebraran con tanta solemnidad en el siglo III d.C. Reflejaban los antiguos recuerdos del pueblo romano, cuya historia demostraba que la grandeza imperial de Roma se debía en primer lugar a la cooperación de los demás pueblos latinos y, por tanto, dependía de la perpetuación divina de esa cooperación. S «Mayo» es otro nombre problemático; quizá signifique «crecimiento» (cf. maior, etc.) o provenga de la oscura y ' anodina diosa Maya, madre de Mercurio, pero, aunque pensamos en él como un mes alegre, para los romanos era f bastante triste. Traía mala suerte, por ejemplo, casarse en mayo. Algunas de las fiestas que caían en el transcurso del mes tenían también un carácter siniestro.

Las principales eran las Lemuria, los días de los espíritus, que se celebraban los días 9, 11 y 13 de mayo. Mientras que las Parentalia estaban relacionadas con los espíritus de los parientes más cercanos, las Lemuria estaba dedicadas a todos los muertos del ámbito familiar, quienes se pensaba que subían a la superficie y vagaban por las casas durante esos días. Los espíritus más poderosos eran los que habían muerto jóvenes y por eso guardaban rencor. Un erudito antiguo llegó a definir a los lémures como «las sombras errantes y terribles de hombres que habían muerto antes de tiempo», pero la palabra es más general y significa «espíritus» en su conjunto. Lo que sí es seguro es que los romanos se los tomaban en serio. Las Lemuria eran una festividad pública de larga tradición, pero no sabemos qué tipo de sacrificios se ofrecían. Todo lo que tenemos es el relato que Ovidio hace del ritual que cada ca-

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, a ¿e familia celebraba en privado. Después de levan-rse a medianoche y lavarse las manos, caminaba descalzo

r ]a casa escupiendo nueve judías negras. Cada vez que scupía una judía, miraba hacia otra parte y decía la fórmula mágica, «con éstas me rescato a mí y a los míos». Los es-oíritus se arrastraban y comían las judías, mientras él, sin volver la cabeza, se lavaba otra vez las manos y golpeaba un ruidoso gong. A continuación, pronunciando otra fórmula nueve veces («espíritus ancestrales, alejaos»), miraba a su alrededor y los espíritus se desvanecían. (Era una práctica habitual apartar la vista cuando se ofrecía un sacrificio o se realizaba cualquier otro rito a los poderes del más allá.)

A primera vista es difícil imaginar a Livio, a Horacio o a Agripa levantándose solemnemente de la cama y llevando a cabo este ritual. Y a pesar de todo probablemente lo hicieran —aunque quizá con algunas variaciones. Una de las pocas citas que se conservan del acomodado Mecenas tiene relación con los Lémures —«a la busca de comida y bebida se aparecen en nuestras moradas y pasan su muerte a la espera»— en referencia a la necesidad que tienen los espíritus de continuo sustento. Esto, como ha ilustrado Heurgon (Daily Life ofthe Etruscans, p. 267)2, está relacionado con la curiosa y extendida costumbre de hacer mosaicos que imitaran desperdicios (huesos de pollo, raspas de pescados, etc.) como sustituto de la alimentación real de los lémures. Horacio también evoca, con toda convicción, la imagen de un niño inocente que regresa para aparecerse a quienes lo habían asesinado cruelmente (Epodos, V, 92).

La religión romana era —ya desde el siglo vi a.C.— una difícil combinación de creencias itálicas y de mitos griegos y, considerando la actitud hacia la muerte de los romanos en tiempos de Augusto, conviene que pensemos primero

Existe traducción castellana: J. Heurgon, La vida cotidiana de los bruscos, Madrid, 1991. (N. delT.)

en los mitos griegos de Estigia, Aqueronte y del reino de Hades. Esto (a pesar de su utilización por Virgilio en Eneida, VI) ciertamente no lo tomaban en serio los contemporáneos de Virgilio. Igual que Santa Claus, era una leyenda creída solamente por las viejas (Cicerón, Discusiones Tus-culanas, 1,48) y por los niños (Tuvenal, Sátiras, II, 149 y ss.). Las muchachas, actualmente, según Propercio (II 34.53-4), no se preguntan si quedará algo tras las aguas estigias. Este hecho responde al sorprendente fracaso del gran poema de Lucrecio: era arremeter contra un molino de viento, dado que sus lectores no se asustaban del proverbial castigo del Infierno, que él empezaba a ridiculizar. Algunos estaban abrumados por una sensación de nihilismo, sentimiento inexistente después de nuestra vida, «tenemos que dormir una noche sin fin» (Catulo, 5,6) o, como escribe Gcerón con tristeza, «ese largo periodo, cuando ya no exista, me preocupa más que éste, exiguo, que hasta me parece demasiado prolongado» {Cartas a Ático, XII, 18.1). Pero la mayoría de los romanos, a la vez que rechazaban la creencia griega en una vida posterior, aceptaban precavidamente la esperanza o el temor de que el espíritu, en algún sentido, efectivamente sobreviviera. Esta es la idea que movió a Tácito a rezar para que el alma de Agrícola pudiera descansar en paz, «si es verdad que las grandes almas no se extinguen con el cuerpo». Esta creencia inspiró también la conmovedora carta de consuelo que Servio Sulpicio escribió a Cicerón en el 45 a.C. con motivo de la muerte de su hija. Detrás está la máxima estoica según la cual cuando el alma ha abandonado el cuerpo, subsiste en el aire hasta que eventualmente se disuelve dentro del gran espíritu del universo. Esta creencia ha dejado su huella en miles de epitafios.

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Así, las Lemuria se correspondían todavía con la pro-funda preocupación que se sentía en la conciencia de la mayoría de los romanos, por mucho que pudieran desco-nocer los Campos Elíseos o las torturas del Tártaro. Nada

uestra esto con tanta claridad como el violento enfado i pünio el Viejo {Historia natural, VIII, 190) que ataca i estupidez de quienes renuevan la vida en la muerte; •dónde encontrarán las criaturas alguna vez descanso si fas almas en el cielo, si los espíritus en el infierno todavía tienen sentimientos?» La pregunta de Plinio se podría res-nonder: «En la celebración de las Lemuria.»

£1 sacrificio humano —el más eficaz de todos los sacri-gcjos— no se ofreció en Roma habitualmente, aunque sí en determinados momentos de tensión y de nerviosismo, por mucho que más tarde los romanos desearan encubrir la realidad. Uno de los últimos ejemplos seguros fue la in-molación de dos griegos y dos galos tras la batalla de Can-nas en el 216 a.C. Su lugar fue ocupado, bajo la influencia civilizadora de los pontífices, por sacrificios sustitutorios, uno de los cuales tenía lugar el 15 de mayo. No era una festividad oficial del Estado, aunque fuese celebrada por sacerdotes estatales, puesto que no se realizaba en nombre de la ciudad en su conjunto, sino en el de los diferentes distritos de la ciudad. Por toda Roma había distribuidos veintisiete santuarios, llamados sacra argeorum, en los que el 17 de marzo se depositaban pequeños muñecos de juncos que representaban a hombres atados de pies y manos. El 15 de mayo se celebraba una espectacular procesión, en la cual los cónsules y otros magistrados, los pontífices, las vestales y la sacerdotisa de Júpiter, quien se vestía de luto para esta ocasión en lugar de con el traje nupcial que llevaba puesto el resto del año, pasaban recogiendo los muñecos de los santuarios y, después, los tiraban al río Tí-ber desde el puente más antiguo, el Pons Sublicius. Dionisio de Halicarnaso y Ovidio fueron testigos de esta ceremonia y quedaron impresionados. Se duda del significado exacto del rito, pero la explicación más probable es que los muñecos de juncos fueran sustitutos de los ancia-nos arrojados al río como sacrificios humanos en momentos de grandes hambrunas, como el que tuvo lugar

en el 440 a.C. y dio origen a un dicho que era corriente en la época de Cicerón «[Tirar] desde el puente a los sexagenarios».

En los tiempos en que Roma todavía era una comunidad agrícola y no una agitada ciudad comercial, la principal preocupación de mayo era saber cómo resultaría la cosecha. En Italia el grano madura hacia fines de este mes y se recolecta a principios de junio, por lo que se tomaban todas las precauciones necesarias para salvaguardarlo en ese crítico momento. El ritual aceptado —que todavía pervive en Inglaterra en la costumbre de trillar las lindes en mayo durante la época de la Ascensión— consistía en llevar en procesión tres veces alrededor de los campos un buey, una oveja y un cerdo y, posteriormente, sacrificarlos a Ceres, la diosa del crecimiento, o a Marte, el dios de la fuerza. Esta ceremonia se llamaba Lustratio, y se creía que purificaba y protegía los campos de fuerzas dañinas. La idea que subyace es igual que la de un círculo mágico que se dibuja alrededor de individuos o de lugares para aislarlos de peligros externos, de la misma forma que los romanos solían proteger sus ciudades trazando un surco sagrado alrededor de ellas (pomerium). En todas las fincas y pueblos se realizaba una purificación de las tierras a lo largo del mes y Virgilio nos muestra un relato poético de tal ceremonia en sus Geórgicas (I, 343 y ss.): «Toda la juventud del campo junta debe adorar a Ceres contigo; diluye tú en su honor panales de miel con leche y vino dulce. Marche tres veces por las cosechas nuevas, la víctima propiciatoria acompañada del coro entero de tus compañeros en fiesta, que a gritos llamarán a Ceres al interior de la

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casas. Y que nadie meta la hoz a las espigas maduras hasta que, con las sienes ceñidas con una vareta retorcida de encina, ejecute unos pasos sin pretensiones en honor de Ceres, y le cante unas canciones.»

En Roma había dos ceremonias de este tipo: el Ambur-vium, cuando las víctimas iban en procesión alrededor de

I ciudad para purificarla, y las Ambarvalia, la procesión n torno a los campos. Hay muy pocos testimonios sobre 1 Amburvium, que posiblemente había caído en el abandono a fines de la República, pero se puede reconstruir o0r comparación con un ritual similar en la ciudad de Qubbio, donde el procedimiento detallado se conserva en una inscripción. Las Ambarvalia, sin embargo, sobrevivieron y son mencionadas por el geógrafo Estrabón, que escribió en época de Augusto, pero es difícil creer que, excepto en tiempos sumamente tempranos, pudieran haber llevado una procesión alrededor de los límites de la ciudad tres veces en un solo día; aunque su territorio solamente se extendiera ocho kilómetros desde el Foro, el pe-rímetro total hubiera sido de más de cincuenta kilómetros y a un buey no se le puede convencer fácilmente de que camine a más de tres kilómetros por hora. Estrabón cuenta que en las Ambarvalia los sacerdotes ofrecían sacrificios en determinadas zonas de las afueras de la ciudad, y, sin duda, esto había reemplazado a la originaria procesión circular.

Pero aunque el Amburvium y las Ambarvalia ya no tuvieran mucho significado para el romano medio, había un ritual afín, celebrado a intervalos irregulares, que destacaba notablemente en sus vidas: la lustrum conde, una ceremonia de purificación del pueblo de Roma que ponía fin a la elaboración del censo y a la revisión de la situación económica de los ciudadanos. El censo en un principio estaba destinado a hacer una lista de los ciudadanos aptos para el servicio militar y la purificación final era, por lo tanto, similar a las que normalmente se hacían en los ejércitos antes de las batallas y las campañas importantes. El Pueblo se agrupaba en las afueras de la ciudad (habitual-tnente en el Campo de Marte) y, a su alrededor, un buey, una oveja y un cerdo eran conducidos en solemne procesión tres veces antes de ser sacrificados a Marte. El censo, que se debía elaborar cada cinco años, en realidad había

mos visto (p. 64), eran indispensable en los sacrificios, ce- I lebraba esa noche una cena regada con abundante alcohol f en el tempo, de Minerva, en el monte Aventino, al final de ' la cual, enmascarados y vestidos con largas túnicas, vaga- [ ban por las calles de la ciudad. Los ciudadanos prudentes í cerraban con llave las puertas y no salían de sus casas en I toda la noche.

La otra gran fiesta de junio era la de Fors Fortuna. Se celebraba el 24 de junio a orillas del Tíber. Había, al me- i nos, dos santuarios de Fortuna situados a kilómetro y me- I dio de la ciudad río abajo, uno de los cuales se decía tradi- I cionalmente que había sido fundado por Servio Tulio, el ! sexto rey de Roma. Quizá porque la suerte no distingue ' individuos ni clases, Fortuna fue siempre una diosa popu- ¡ lar entre los sectores más pobres de Roma. En realidad, } éste fue uno de los poquísimos cultos a los que podían i asistir tanto los esclavos como los ciudadanos libres. Ge- I neralmente se pensaba que un esclavo o un prisionero I contaminaba cualquier ceremonia religiosa en la que estu- I viera presente, por lo que se tomaban las precauciones ne- | cesarías para excluirlos de ella antes de que empezaran los I rituales. Encontramos una mención en la estatua de Mar- I te: «Esta estatua no debe ser tocada por un esclavo». In- I cluso a las mujeres se les prohibía asistir a los sacrificios a I Marte y a Hércules porque, según cuenta Propercio (IV, I 9.70), una vez le negaron agua a Hércules cuando estaba sediento. Pero todos podían compartir el culto a Fortuna I y el 24 de junio la multitud salía de Roma, a pie o en bar- I co, para presenciar los sacrificios en los santuarios de- I cucados a esta diosa. La escena del río era particularmente alegre, como la describen Cicerón (Sobre los fines, V, r 70) y Ovidio (Fastos, VI, 775 y

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ss.), con flotillas de barcas I compitiendo por la rápida corriente. Las orillas estaban pobladas de alegres excursionistas, que, según Ovidio, no se avergonzaban de llegar a casa bebidos. Era una gran fiesta popular, como la de Anna Perenna el 15 de marzo, I

0 como demuestran una serie de dedicatorias, tam-u'én era una ocasi°n genuinamente religiosa. T as fiestas de julio eran, por el contrario, completamen-desconocidas. Ocasiones como las Lucaria (el 19 y el 21 i julio) y las Furrinalia (el 25 de julio) en la época clásica Alo las celebraban los sacerdotes profesionales relaciona-Jos con su culto y no afectaba a la conciencia religiosa del 0ueblo en general. El único acontecimiento que merecía la atención popular, los juegos de Apolo, celebrados del 6 ^ 13 del mes, habían perdido por completo su carácter religioso al final de la República. Se ofrecían representaciones y se organizaban combates de gladiadores, pero la co-nexión con el culto al dios era muy remota. Cuando Ático llevó a su hija a ver los Juegos de Victoria en el 45 a.C, Cicerón lo aprobó, pero su comentario es revelador cuando se refiere a que realmente servía para relajar la mente tanto por el espectáculo como por la sensación de sentimiento religioso (Cartas a Ático, XIII, 44.2).

En agosto volvemos a las fiestas más populares y frecuentadas. La más importante se celebraba el 12 de agosto cuando el pretor sacrificaba una ternera a Hércules en un antiguo templo redondo cercano a la entrada del Circo Máximo. Hércules era una antigua adaptación romana de una deidad de origen griego cuyo culto era mantenido por un cuerpo especial de esclavos. En el transcurso de una larga y ajetreada vida terrenal, Hércules protagonizó una serie de hechos importantes, muchos de ellos turbios y la mayoría dudosos. Este rasgo lo hacía atractivo a los hombres de negocios romanos, que se dirigían a él buscando ayuda e inspiración y recompensaban sus servicios depositando en su altar (el Ara Máxima) un diezmo de sus ganancias. El millonario Craso le dedicó en una ocasión la decima parte de toda su fortuna, pero su intención era simplemente mostrar a los romanos lo rico que era. Más características son las numerosas inscripciones que recuerdan dedicatorias de comerciantes y las referencias

puntuales en los poetas cómicos. A principios del sigL I i a.C, L. Munio, quien se describía a sí mismo como «cha. I pado a la antigua», dedicó a Hércules Vencedor una pe. I quena inscripción en Reate, ciudad sabina situada a unos ochenta kilómetros de Roma. En ella recuerda que ofrece I al dios la décima parte de sus beneficios, pero pide a éste 1 que le ayude con las cuentas ¡para asegurarse de que no se I ha equivocado al calcular la suma! No está claro qué pa- j saba con todos esos donativos. El mantenimiento del cul- I to a Hércules no debía de ser caro y no hay constancia de [ que sus templos guardaran grandes tesoros. Parece pro- I bable que el dinero se utilizara para proporcionar una co- I mida gratis a todo el que lo quisiera el día de la celebración. Por eso desde antiguo se prohibía que cualquier P parte del animal sacrificado fuera retirada del recinto de i Hércules, lo que significaría que se consumía allí mismo y I que las sobras se quemaban. Pronto se convirtió en una I fiesta pública.

El día siguiente (13 de agosto) se celebraba la fiesta de Diana en el monte Aventino. Originariamente el culto a I Diana estuvo estrechamente unido a la política y fue esta- I blecido por el rey Servio Tulio como un medio para unir [ los pueblos latinos a Roma, según el modelo de alguno de los grandes cultos federales de Grecia, como el que se I centraba en el santuario jonio de Ártemis en Éfeso. Esta función se olvidó una vez que los romanos y los latinos se fundieron en una única nación, aunque las normas origi- ; nales del culto, escritas en caracteres griegos, pervivieron hasta tiempos de Augusto y fueron descifradas por el his- | toriador Dionisio. En su lugar, el templo se convirtió en el centro de reunión de los esclavos (quizás ayudado por una falsa relación entre la palabra latina servus, «esclavo», y

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«Servius»): era uno de los pocos cultos a los que podían asistir sin contaminar el ritual, y la festividad de la diosa se mantenía como un día de vacaciones de verano para ellos, correspondiéndose con las Saturnalia del invierno (p. 123),

ndo los romanos tenían que darles el día libre a sus es-c, oS Pero no está del todo claro por qué las mujeres ro-C anas elegían ese día en particular para lavarse el pelo.

Diana es un buen ejemplo de deidad cuyo papel había ambiado por completo a lo largo de los cinco siglos de la República pero que todavía seguía siendo poderosa y ve-nerada. Otro era Consus. Su nombre significa «despense-r0» (cf. condere) y era el dios del grano, adorado en un silo subterráneo en el Circo Máximo. El santuario de Consus se encontraba en medio del hipódromo más frecuentado de la ciudad y su festividad, el 21 de agosto, estaba relacionada tradicionalmente con una leyenda popular, el rapto de las sabinas, cuando los sabinos estaban tan absortos en los juegos en honor de Consus que los romanos pudieron robarles sus mujeres sin hallar resistencia. Por eso Consus era identificado con las carreras de caballos (un deporte del que los romanos eran apasionados aficionados, aunque Ovidio aconsejaba que se fuera a ver a las muchachas, no a los caballos) antes que con el almacenamiento de grano. Dionisio cuenta que en su santuario se ofrecía un sacrificio antes de las carreras y ese día la costumbre era poner guirnaldas de flores a los caballos y a las muías en su honor. El Circo Máximo acogía a millares de personas; el momento más solemne de la ceremonia tenía lugar cuando la multitud enmudecía mientras el sacerdote de Quiri-no y las vestales iban en procesión a realizar los sacrificios al comienzo de los actos del día.

Septiembre se parece a julio en el sentido de que se compensaba la falta de fiestas importantes con una quincena de juegos, los ludiRomani, que al final de la República iban desde el 5 hasta el 19 de septiembre. Pero aunque los juegos en sí mismos no fueran evidentemente religiosos, había dos hechos importantes en la vida religiosa de la ciudad relacionados con ellos. El día 13 de septiembre del ano 507 a.C. había sido consagrado el templo de Júpiter Óptimo Máximo, el patrón de Roma. A pesar de que el

propio templo se había reconstruido y ampliado varias vg, ees, mantuvo su posición como centro religioso de Rorria Durante siglos se había clavado un clavo en las paredes del tempo lo como protección contra las plagas; en tiempos de Sila aún se podían ver y contar la hileras de clavos oxidados. Esta ceremonia desapareció antes del siglo ¡ a.C, y fue reemplazada por otra mucho más grandiosa Como consecuencia del oportuno sacrificio de una ternera blanca a Júpiter por el cónsul ese día, todos los senadores y magistrados se reunían en el templo y se sentaban para celebrar un banquete que representaba algo más que una comida rutinaria en la que se consumían los restos del animal sacrificado: se disponían divanes y sillas especiales en los cuales se colocaban las estatuas de Júpiter, Juno y Minerva, vestidos con elegantes ropajes y maquillados lla-mativamente, para que también compartieran con los seres humanos los manjares de la mesa.

Un banquete similar se celebraba en los Idus de noviembre durante los juegos plebeyos. Ambas ocasiones hacían que los senadores volvieran precipitadamente a Roma. En tales momentos, decía Séneca, los dioses parecen muy reales y muy cercanos. El otro gran acontecimiento, que también se producía durante los juegos plebeyos de noviembre, era la procesión desde el Capitolio hasta el Circo por el Foro, justo a través de la parte más abarrotada de la ciudad. Tenemos dos relatos de testigos oculares de esta procesión, uno de Dionisio (Antigüedades romanas, VII, 70 y ss.), y otro de Ovidio (Amores, III, 2.43 y ss.) en una amena descripción de las atracciones e incomodidades de un día en los

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juegos. Muchachos a pie o a caballo abrían paso. Después, iban los participantes, aurigas que conducían sus carros, atletas desnudos preparados para la acción y, presumiblemente, gladiadores listos para la lucha. Detrás de ellos había grupos de bailarines, jóvenes y adultos, vestidos con túnicas rojas y armados con espadas y lanzas cortas, que bailaban por las calles al

los roí

Je las flautas. A continuación iban payasos, haciendo S°'mo V bromeando con la multitud que ocupaba la calle, r ando llegaba el momento culminante de la procesión,

tridas bandas de flautistas y de tañedores de arpas y nu-u s de incienso que subían de los pebeteros de cientos de eolitos anunciaban la proximidad de los carruajes en los nales se transportaban los emblemas y las estatuas de los dioses. Cuando la procesión alcanzaba el Circo, las estatuas se colocaban cuidadosamente en divanes especiales, eme Augusto aceptó restaurar (Res Gestae, XIX, 1), desde donde podían ver los juegos cómodamente. A pesar de la estima en que las gentes de Italia tenían las procesiones de este tipo, no parece que la pompa circensis, pues así se llamaba, tuviera lugar todos los días de los juegos. Es más probable que se organizara solamente el día más importante, quizá el 15 de septiembre.

Las carreras de caballos constituían de nuevo el principal acontecimiento religioso de octubre, pero ahora tenían connotaciones más desfavorables. Octubre era el mes en el cual el agricultor limpiaba los aperos y el soldado las armas y las guardaban hasta que las volvieran a necesitar la primavera siguiente. Por eso en el antiguo calendario religioso hay semejanza entre las fiestas de marzo y las de octubre. La purificación de las armas el 19 de octubre se corresponde con una similar el 19 de marzo, pero al final de la República ambas se habían convertido en rituales puramente formales y obsoletos. La única ceremonia que mantenía su popularidad era una celebración macabra el 15 de octubre. Las competiciones de carros, de nuevo en relación con la fiesta paralela de las carreras de caballos el 14 de marzo, se disputaban ese día en el Campo de Marte. El caballo de la pareja ganadora, que corría por el interior de la pista en la carrera más importante, eera sacrificado a Marte. Se le cortaba la cola y se llevaba precipitadamente a la regia para que la sangre goteara sobre las cenizas del fuego sagrado que posteriormente se utilizaba

como ingrediente en las Varilia (p. 105). La cabeza del ca, I bailo también se cortaba y probablemente se colgaba en la I parte de afuera de la regia. En los primeros tiempos com. I petían los habitantes de dos de los principales distritos ¿t I Roma, la Vía Sacra y la Subura, pero esta práctica ya se ha- I bía extinguido antes del siglo i a.C. y la significativa acti- I tud de Julio César cuando sacrificó a dos soldados amoti- I nados y clavó sus cabezas en el exterior de la regia en oe- I tubre del 46 a.C. sugiere que esto era lo que también le I ocurría a la cabeza del caballo de octubre. En cualquier I caso, la tradición continuaba y el pueblo de Roma mante- I nía un supersticioso interés por ella.

Noviembre era el tercero de los meses anodinos, alivia- : do sólo por la quincena de los juegos plebeyos (del 4al 17 I de noviembre) y una fiesta de Júpiter (epulum Joris) en los I Idus (p. 94). Sin embargo, diciembre estaba repleto de ce- I lebraciones. A principios de mes las mujeres más distin- I guidas de Roma, incluidas las vestales, celebraban la fiesta I de la «Buena Diosa», Bona Dea, por la noche, en casa de I un magistrado. En el 63 a.C. se celebró en casa de Cice- I ron, en el 62 a.C. en la de César (quizás en

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la regia, dado I que era su residencia oficial como pontifex maximus). Esta I última ocasión dio lugar a un famoso escándalo. El culto I tenía evidentemente la intención de propiciar la fertilidad I de las mujeres —la víctima era un cerdo— y todos los I hombres quedaban rigurosamente excluidos. No obstante, un joven aristócrata llamado P. Clodio se disfrazó de mujer e intentó asistir al acto. Desgraciadamente fue descubierto y, como consecuencia, fue despiadadamente ridiculizado por Cicerón, lo que provocó una agria enemistad entre los dos. Clodio consiguió vengarse cuando promovió el exilio de Cicerón en el 58 a.C. No está clara la intención de Clodio: las malas lenguas decían que tenía una aventura con la mujer de César, pero es más probable que se tratara simplemente de una travesura. En cualquier caso, la justificada indignación que Cicerón suscitó en sus

cUrsos sobre el asunto demuestra con qué seriedad res-taban todos a la diosa. La fiesta se tuvo que celebrar de ' evo otra noche, puesto que había sido profanada por la ° esencia de un hombre (cf. instauratio). Bona Dea era P diosa popular en toda Italia durante el Imperio. Te-- al menos, dos templos en Ostia y numerosas inscrip-¡ones atestiguan su culto en Roma y en las provincias, por lo tanto, no debemos tomarnos muy en serio los violentos ataques de Juvenal (II, 83 y ss.; VI, 314 y ss.), quien Ja a entender que su culto sólo era respetado por borrachos pervertidos. Esto es pura retórica —el contenido de la sátira antigua— y Juvenal, después de todo, como hombre, difícilmente podía saber lo que realmente ocurría. La evidencia apunta a ello más como un culto decoroso y profundamente sentido.

El año terminaba, como en la actualidad, con un gran día de paz y buena voluntad. En realidad, las costumbres de los cristianos derivan directamente de la antigua festividad de las Saturnalia, limitada en su origen al 17 de diciembre, pero que después se prolongó durante varios días. Saturno, que empezó siendo un dios maligno, en época temprana era identificado con el dios griego Cro-nos, el padre de Zeus, y así permaneció en los buenos tiempos antiguos, esa Edad de Oro que había existido anteriormente pero que debía renovarse una vez más. En este sentido Virgilio habla en la Égloga IV del regreso del reino de Saturno —redeunt Saturnia regna. Un gran sacrificio abría la fiesta en el templo de Saturno en el Foro, seguido de un banquete público al que cualquiera podía asistir. Las tiendas permanecían cerradas, en las escuelas no había clases, los juzgados estaban vacíos: toda la ciudad estaba en jete. Todos se quitaban la toga convencional y en su lugar se vestían con trajes de fiesta (synthesis) y se cubrían con gorros ligeros (pileus). Las calles estaban abarrotadas de paseantes, a quienes en esta ocasión se les permitía jugar y apostar en público. Marcial dice en un poe-

ma (XTV, 1) que en las Saturnalia la gente podía jugar a l0s dados abiertamente sin temor a la policía. Dentro de la fa, milia las celebraciones eran alegres y tranquilas. A los esclavos se les daba todos los privilegios propios de los ciu. dadanos libres y sus dueños les servían la comida. Cada casa elegía a un falso rey para presidir las fiestas; Tácito cuenta cómo Nerón abusó de su condición de «rey» para humillar al joven príncipe Británico (Anales, XII, 15). Los padres regalaban juguetes a sus hijos, en particular pequeños muñecos de barro (sigilla); los amigos se intercambiaban velas (cerei) y las familias se visitaban unas a otras.

Es una agradable forma de acabar el recorrido anual de las festividades religiosas. Algunos romanos mostraban hacia ellas una actitud arrogante, como Séneca, quien argumentaba que se debían observar las Saturnalia pero por medio de una contemplación frugal y como diversión vana, o como Plinio el Joven, que se construyó una habi-tación insonorizada a la que se retiraba durante la fiesta (Epístolas, II,

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17.24), pero otros valoraban su sencillo significado. Los hombres se unían con espíritu de buena voluntad gracias al dios. Era la prueba de que los dioses podían ser concillados para colaborar y hacer que las cosas le marcharan bien a la humanidad. No hay confirmación más clara de esto que un pequeño poema de Estacio (Silvas, 1, 6) escrito en la época del emperador Domiciano. Destaca cómo las Saturnalia hacen a todos los hombres iguales: «Rico, pobre, quienquiera que sea, se jacta de ser invitado del emperador», y cómo traen la felicidad a todo el pueblo: «No palidecerá este día tan sagrado mientras permanezcan las colinas del Lacio y el padre Tíber, mientras esté en pie tu Roma y mientras el Capitolio que restauras se mantenga sobre la tierra».

Capítulo 6 La religión privada

La mayoría de las ceremonias tratadas en los capítulos anteriores eran realizadas por individuos especializados en nombre del Estado como colectividad. Lo importante era que se llevaran a cabo de la forma adecuada en el mo-mento adecuado; la asistencia de todo el pueblo romano no era necesaria para su eficacia, aunque, de hecho, muchas de ellas atrajeran grandes multitudes de espectadores interesados y devotos. Dentro del Estado había pequeñas unidades —asociaciones, tribus, regimientos, gremios, barrios, etc.— y cada una de ellas tenía sus propios patrones y sus propios ritos religiosos ideados para garantizar la continua prosperidad del grupo. Por eso parece que todos los clanes tuvieron ciertos cultos particulares propios. Los Fabios tuvieron un santuario en la colina del Quirinal que se atrevieron a mantener incluso cuando Roma fue ocupada por los galos y los Aurelios adoraron al Sol como su

dios distintivo. Cada legión del ejército romano tenía su deidad protectora a la cual se ofrecían oraciones y sacrifj. cios. Los diversos gremios de comerciantes de Ostia tenían sus propias capillas para el culto de los diferentes dioses que velaban por sus intereses.

El grupo más pequeño dentro de la comunidad era lg familia, que necesitaba la colaboración divina para el éxi-to de la vida diaria tanto como el Estado, y el cabeza de fa-milia era el responsable de dar los pasos adecuados para asegurar esa cooperación. Normalmente, como en la religión pública, era cuestión de cumplir con regularidad ciertas ceremonias recurrentes, pero siempre surgían repentinas crisis que exigían medidas especiales, dependiendo de las circunstancias. Habitualmente la persona afectada tenía que hacer un voto al dios apropiado (p. 37). La mayoría de los romanos sentía especial devoción por un dios concreto al cual pedían ayuda en momentos de dificultad. Del mismo modo que Sila siempre llevaba consigo una imagen de Apolo, Apuleyo escribió doscientos cincuenta años después que tenía la costumbre de llevar una imagen de su patrón junto con sus libros adondequiera que fuese (Apología, 63), de manera que pudiera ofrecerle incienso, vino y, a veces, sacrificarle una víctima en las ocasiones solemnes. La religión para los romanos era, en primer lugar, la creencia en la protección dada por un dios determinado. Pocos romanos tomaban una decisión importante en sus asuntos privados sin haber averiguado antes la voluntad del dios mediante alguna de las formas de adivinación (p. 83).

Sin embargo, además de esos dioses bien conocidos e identificables, cada familia romana adoraba también a dos grupos separados de poderes divinos que controlaban su destino:los lares y los penates. Los lares eran los espíritus deificados de los antepasados, quienes se tomaban interés por la familia y eran capaces, si se les movía a ello, de in-tensos sentimientos. Recientemente se ha descubierto una

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• «cripci°n junto al río Numico, cerca de Roma, dedicada i \jtr Eneas, esto es, a Eneas como ancestro deificado de todos los romanos. Los romanos se referían a estos espíritus colectivamente como di indigites. Virgilio, por ejem-j0; ruega a los di indigites de Roma, Rómulo y Vesta _^como poderes más íntimamente relacionados con la fortuna de la ciudad de Roma— que colaboren con Octavio en sus intentos de restaurar la paz en Italia tras las guerras civiles (Geórgicas, I, 498). Pero dentro de la familia eran conocidos simplemente como los lares y cada casa tenía su lararium o santuario donde se les hacían ofrendas: era una alacena que contenía pequeñas estatuillas representativas de los lares y estaba situada en un rincón de la estancia principal de la casa. Fue lo primero que llamó la atención de Encolpio cuando entró en casa de Trimalción (Petronio, Satiricón, 29). Con frecuencia también se utilizaba como relicario donde se guardaban otros objetos de valor. Trimalción, por ejemplo, guardaba allí en una caja dorada los recortes de su primera barba. Los miembros de la familia acostumbraban a rezar a los lares todos los días y probablemente les ofrecieran algunos pequeños presentes, como incienso o vino (Plauto, prólogo de Au-lularia).

El otro tipo de dioses familiares eran los penates —los poderes que velaban por la despensa y por las provisiones. De la misma manera que el pueblo romano en su conjunto tenía su hogar (Vesta) y sus penates (p. 114) simbólicos, así también todas las familias honraban a los espíritus que les aseguraban que tendrían suficiente comida para alimentarse cada día. Las familias romanas ofrecían oraciones a Vesta antes de la comida principal del día, y los días de fiesta por la mañana colocaban una guirnalda de flores Junto al hogar (Catón, Sobre la agricultura, 142). Las familias más devotas apartaban una porción de comida y la arrojaban al fuego como ofrenda a Vesta. Era buena señal S1 crepitaba al arder. Esto quizá no fuese muy común a fi-

nales de la República, dado que, según Horacio, paree* que en su época se consideraba ya una superstición propj9 de gentes incultas. En una oda ligeramente irónica (III, 23) incita a una campesina imaginaria a conciliar a los peque, ños dioses (los lares) con incienso, grano fresco y una cer-da, a ponerles guirnaldas de mirto y romero y a acercarse con manos inocentes al altar de los Penates. El propósito del poema no está claro a primera vista. En cierta manera encarna el principio de que los dioses respetan las ofrendas sencillas de las personas humildes tanto como los presentes caros y excesivos, pero esto significa hacerlo demasiado filosófico y muy poco poético. La gracia está en expresar en un lenguaje altamente sofisticado una superstición campesina nada sofisticada. No obstante, aunque hombres como Cicerón o César no siempre «bendecían la mesa antes de comer», los lares y los penates significaron para ellos emocionalmente tanto como «hogar» para nosotros.

Todas las etapas importantes de la vida familiar se cui-daban en extremo. El nacimiento, en particular, era un momento arriesgado y peligroso en el cual la colaboración de Juno Lucina resultaba esencial. En cuanto el niño nacía, los espíritus malignos eran expulsados con diligencia de la casa (p. 24) y se dejaba al niño en el suelo hasta que su padre lo levantaba en un gesto ritual. Se consideró ominoso que Nerón fuera tocado por los rayos del sol antes de que él hubiera tocado la tierra (Suetonio, Nerón, VI). Si se trataba de una niña, en la casa se colocaba un diván especial para Juno; si era un niño, se ponía una mesa a Hércules. Esta ofrenda de agradecimiento a la divinidad que había ayudado en el parto se mantenía durante ocho o nueve días hasta que el recién nacido y su madre eran purificados y se daba nombre al recién nacido. Eran días críticos en los que se necesitaba particularmente la protección divina.

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La pubertad era otra etapa importante. Aproximada-

nte a los catorce años el niño consagraba el colgante A lia) que nabía llevado como amuleto durante su infan-

• En presencia de su familia y amigos se quitaba la toga u t-dada y se ponía por primera vez la toga lisa de adulto. P acompañado al Foro y presentado en público. Su

nrribre se inscribía oficialmente en la lista de ciudadanos. T o más significativo del ritual era la connotación religiosa,

se ofrecían sacrificios por haber llegado sano y salvo a la madurez. Las Liberalia (17 de marzo) fueron en su origen una fiesta reservada para esta ceremonia, pero también se utilizaron otros días. Sabemos, por ejemplo, que Virgilio tomó la toga virilis el 15 de octubre y Nerón el 7 de judio. Hasta los romanos más escépticos mantuvieron la ceremonia y respetaron la asistencia a la misma de los hijos de sus amigos. Plinio el Joven la consideraba como algo habitual en sus obligaciones cuando estaba en Roma (Epístolas, I, 9.2).

A pesar de que en Roma no había necesidad de que el matrimonio se llevara a cabo por autoridades religiosas o civiles, como ocurre, por ejemplo, en Gran Bretaña, la práctica normal era que se celebrara siguiendo un ritual religioso. Un matrimonio era perfectamente válido si las dos partes reunían los requisitos necesarios (es decir, ciudadanos libres, mayores de edad y legalmente independientes) y consentían en casarse. Por eso, según los patrones romanos, la unión casual de Dido y Eneas era en sí misma un matrimonio legal. Sin embargo, constituye un acontecimiento de tal magnitud que la colaboración de los dioses es esencial para su éxito y los romanos desarrollaron un elaborado ritual en el que la voluntad de los dioses se averiguaba por medio de la adivinación y la ayuda divina se solicitaba por medio del sacrificio. A continuación venía la boda en sí, que culminaba con la procesión que Uevaba a la novia a la casa de su marido. Asociadas a la Procesión había diversas costumbres supersticiosas, como arrojar nueces y contar chistes soeces, que se pueden ob-

servar muy bien al leer los himnos nupciales de CatuJ0l (61; 62), aunque en cierta medida mezcle elementos grie I gos y romanos. Cada paso, sin embargo, tenía un propósj. I to religioso específico. Una costumbre, que todavía hoy I sobrevive, era que el novio pasara el umbral con la novia j en sus brazos. Lo hacía para evitar un tropiezo de mal au. j gurio: la entrada de la novia en su nueva casa indicaba [• cómo le iría su vida de casada. Por eso se tomaban todas [ las precauciones posibles para asegurarse de que todo> marcharía bien. Los marcos de las puertas eran adornados i con lana y untados con aceite a la intención de propiciar a f los espíritus que los guiarían.

El ultimo gran drama humano es la muerte. Cuando to-' das las súplicas a los dioses de la curación, Apolo, Escula-1 pió y otros, habían resultado ineficaces, sólo quedaba la posibilidad de acercarse piadosamente a la muerte. En I tiempos de Augusto, así como al final de la República, la I incineración era casi el único método de deshacerse de un cuerpo. La práctica del enterramiento, por la razón que I fuese, había desaparecido hacia el siglo II a.C. o antes y no se recuperó hasta la época de Adriano. Dado que los po-1 deres del más allá son malignos por propia naturaleza, los funerales se cuidaban mucho. El cuerpo, lavado, ungido de aceite y vestido con elegantes ropajes, era llevado en I procesión a un crematorio público (ustrinum) o a un cementerio privado donde una esquina estaba reservada para

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encender allí la pira funeraria. Un pariente, con la cara vuelta, como siempre que se estaba en la cercanía de los dioses, prendía fuego a la pira con una antorcha. Cuando se apagaba el fuego, se recogían las cenizas en [ una urna y se depositaban en la tumba familiar junto con el resto de las cosas que el espíritu pudiera necesitar después de la muerte. Mientras tanto, la casa estaba de luto hasta que, ocho días más tarde, se ofrecía un sacrificio a los lares, a los cuales, en cierto sentido, el difunto se había unido, y se realizaba una purificación ritual del edificio. Sin

rtjbarg°' no paraban ahí los deberes de los vivos para con f « difuntos. Como hemos visto, el culto a los muertos era 0a de las más resistentes supervivencias en Roma (p. 98). gn lo esencial el culto privado reproducía a pequeña es-Ja el culto público, pero en muchos aspectos siguió sien-jo más sencillo. La magia y la superstición estuvieron siempre muy cerca de la parte superficial de las ceremonias que el cabeza de familia realizaba. Esto se debía en „arte al mero hecho de que era un culto privado y no estaba tan sujeto a la influencia civilizadora que generaciones de pontífices y hombres de Estado muy instruidos habían ejercido sobre los procedimientos del culto público. Los conjuros y los hechizos, por ejemplo, dejaron de tener importancia en las ceremonias religiosas oficiales y ya en el 450 a.C. los legisladores de las Doce Tablas intentaron erradicarlos también de la vida privada A pesar de todo, se mantuvieron durante el periodo clásico como el fenómeno más común de la vida diaria. Unos eran bastante inofensivos, como el conjuro que César se repetía tres veces cada vez que se sentaba en un carruaje como medio de protegerse de accidentes (Plinio, Historia natural, XXVIII, 19), otros eran patéticos y desesperados intentos de curar o rechazar enfermedades, y otros, en cambio, revelan fuerzas ocultas de despiadada malicia, como las numerosas maldiciones (difixiones) inscritas en plomo que se han encontradas por todo el Imperio romano. También es cierto que cuando Roma pasó de ser una comunidad agrícola a convertirse en una ciudad, el ciudadano corriente perdió gran parte de su importancia y de su individualidad y se fue convirtiendo en uno más de la masa. Su prosperidad dependía menos de su propio esfuerzo —y, por lo tanto, de su habilidad para propiciarse a los dioses— y más del favor del Estado como colectividad y de sus dirigentes. Por eso no debe sorprendernos que, exceptuando determinadas ceremonias como las bodas, encontremos en los principales autores clásicos tan pocas referencias a

los actos sociales relacionados con la familia o el ámbito t familiar, porque para ellos y para sus lectores no tenían | tanta importancia como la religión de la comunidad de la que formaban parte.

Capítulo 7 Los sacerdotes

El complicado ritual de la religión romana requería una supervisión autorizada y competente; a pesar de ello los romanos es casi el único pueblo de la historia que no tuvo una profesión exclusivamente sacerdotal. Los principales cargos religiosos, a excepción del rex sacrorum y del flamen Dialis (p. 137), estaban habitualmente presididos por destacadas figuras de la vida política. Cicerón justifica este hecho diciendo que, como consecuencia, «los ciudadanos más distinguidos salvaguardan la religión mediante la buena administración del Estado y salvaguardan el Estado mediante el sabio control de la religión» (Sobre su casa, 1). De hecho ésta era la consecuencia natural de una religión que veía la prueba más evidente de la actividad divina en el correcto funcionamiento de la vida humana. El sacerdocio llegó a ser considerado una importante distinción social y un puesto influyente en la vida política. Cicerón

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estaba orgulloso de haber sido elegido augur, a pesar de su escepticismo sobre los augurios como ciencia. La relevancia de los sacerdocios en Roma, aseguraba, por tanto, que la religión nunca estaría totalmente desatendida. Todo e] que aspiraba a una carrera pública debía tener en cuenta también la religión.

Al final de la República y principios del Imperio fueron : cuatro los principales colegios de sacerdotes responsables de mantener el culto a los dioses en general. Había dieci- I seis pontífices, dieciséis augures, quince hombres designa- I dos como sacris faciendis («para hacer sacrificios») y diez I epulones. Dentro de cada colegio todos los miembros te- | nían el mismo nivel, pero los augures y el de los pontífices I eran considerados más relevantes que los otros dos colé- [ gios. Todos los sacerdocios, a diferencia de las magistratu- I ras políticas, eran vitalicios. Dado que sólo había sesenta j sacerdocios de alto rango para ser repartidos de entre I doscientas a cuatrocientas ambiciosas figuras públicas que competían por ellos a un mismo tiempo, era virtualmente f imposible para cualquiera ocupar a más de uno a lo largo de su vida. Julio César fue pontifex maximus y augur. Sólo el emperador era miembro de todos los colegios, como, por ejemplo, recuerda Augusto en sus Res Gestae (VII, 3). i También significaba que había un largo tiempo de espera antes de que uno consiguiera un sacerdocio. Cicerón, quien había sido cónsul en el 63 a.C, no llegó a augur hasta diez años más tarde. Plinio el Joven se enorgullece de | haberlo conseguirlo antes que Cicerón (Epístolas IV 8.5): : fue cónsul en el 100 d.C. y fue elegido augur en el 103 ; d.C. Es un inquietante indicio de las estrechas relaciones de Tácito con Domiciano el hecho de que llegara a quin-decimuiri sacris faciendis en el 88 d.C, casi diez años antes de que fuera cónsul.

En los primeros tiempos los miembros de los cuatro co-legios eran elegidos por votación colectiva, pero este método de selección tendía a perpetuar un círculo muy ce-

rado de candidatos. En el 103 a.C. se instituyó un sistema ¿s complicado como consecuencia de la presión popular- Los miembros existentes proponían una terna de nombres para cualquier vacante. La elección final se hacía

n una asamblea ad hoc de diecisiete de las treinta y cinco tribus. El candidato ganador era entonces admitido como ¡niembro tras las ceremonias pertinentes para asegurarse el consentimiento de los dioses. Durante el Imperio se utilizaba el mismo sistema de nombramiento, salvo que el emperador hiciera uso del privilegio de «recomendar» a un candidato en particular (cuya elección estaba, por tanto, asegurada), y la elección real la hacía el Senado en lugar de las tribus.

El colegio más antiguo era el de los pontífices. En su origen, como sugiere su nombre («constructores de puentes»), se encargaban de las obligaciones sagradas inherentes a la construcción y al mantenimiento de los puentes; poco después de la expulsión de los reyes asumieron toda la responsabilidad de la dirección de la religión en Roma y fueron reconocidos como el principal sacerdocio. Los sucesivos colegios habían recopilado a lo largo de los años un manual de precedentes religiosos, los Decretos de los Pontífices, que se invocaba para decidir en todas las discusiones sobre cuestiones de procedimiento. Aconsejaban qué hacer si un sacrificio iba mal o si aparecía un mal presagio. Tenían la autoridad suprema sobre el calendario religioso, eran quienes establecían los días festivos, quienes decidían cuándo insertar un mes complementario, etc. A su cabeza estaba el pontifex maximus, que era elegido como tal y no escogido entre los pontífices existentes. Aunque se esperaba que consultara al resto del colegio, tenía un gran ámbito de poder y de libertad de acción. Su residencia oficial era el palacio (regia)

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en el centro del Foro, donde se guardaban los archivos pontificales. También parece que tenía una jurisdicción general sobre todos los demás sacerdotes, incluidas las vestales. Cicerón cita

un caso del siglo II a.C. en que el pontifex maximus del momento multó al sacerdote de Quirino, el cual se daba la circunstancia de que era cónsul (filípicas, XI, 18). Fue en virtud de este cargo por lo que Julio César pudo instituir varias reformas notables, sobre todo la del calendario que ha permanecido prácticamente inalterado hasta los tiempos modernos.

Además de los dieciséis pontífices, el colegio pontifical incluía también para todos los fines prácticos otros tres cuerpos —las vestales, los /lamines y el rex sacrorum. Las vestales, seis, eran elegidas, presumiblemente por el pontifex maximus, cuando eran niñas, entre las antiguas familias patricias de Roma, y durante treinta años vigilaban el fuego sagrado e inmortal de Vesta. Tenían otros complicados rituales que desempeñar, como sacar agua sagrada y preparar la torta salada especial (mola salsa) utilizada en determinados sacrificios. También eran responsables de los objetos valiosos almacenados en el tesoro del templo de Vesta. Era un gran honor ser una vestal y parece que no había ninguna dificultad para conseguir candidatas, a pe-sar de que no estuvieran autorizadas a casarse hasta que no hubieran cumplido treinta años de servicio y cualquier falta fuera severamente castigada. Una vestal acusada de de haber faltado contra la castidad era enterrada viva.

Los flamines eran los sacerdotes asignados al servicio de un dios concreto. Había doce flamines menores (de Flora, Pomona, Furrina) y tres flamines mayores (de Júpiter, Marte y Quirino). Como cada uno de ellos se ocupaba de un dios y de un culto determinados, estos sacerdocios eran mucho más profesionales y técnicos que los pontífices. En consecuencia, aunque nada les impedía de-sempeñarlos a la vez que los cargos políticos, de hecho habitualmente no eran solicitados por hombres implicados en actividades políticas. Estaban más en el ámbito de piadosos amantes de las tradiciones, como el flamen de Quirino al que Ovidio se encontró un día durante un pa-

e0. Su obligación era velar porque el culto y el templo de sus respectivos dioses estuvieran atendidos. En efecto, el [¡amen Dialis, como se designaba Aflamen de Júpiter, estaba tan limitado por restricciones y tabúes de todo tipo dUe le hubiera sido difícil llevar una vida pública normal. Un solo flamen Dialis llegó a edil en el 200 a.C, pero cuando se produjo una vacante en el 87 a.C. el puesto resultó tan poco atractivo que nadie lo ocupó y permaneció vacío setenta y cinco años hasta que los esfuerzos de Augusto consiguieron un candidato. Aulo Gelio, un erudito que escribió en el siglo II d.C, nos ha transmitido una fascinante lista de restricciones que incluye las siguientes (Noches Áticas, X, 15): Aflamen Dialis no estaba autorizado a montar a caballo, a pasar más de una noche fuera de la ciudad, a tocar cabras, carne cruda, hiedra y habas, a que le cortara el pelo alguien que no fuera un ciudadano libre, a ver un ejército, a hacer un juramento. Todas ellas corresponden a supersticiones comprensibles, aunque primitivas, pero no contribuyeron a hacer su vida nada fácil.

El desconocimiento de muchas de las deidades que tenían flamines, así como la curiosa posición ¿Aflamen Dialis, indican que estos sacerdocios eran reliquias de los primeros días de Roma. También lo era el tercer miembro importante del colegio pontifical —el rex sacrorum, o rey de ceremonias. Durante la Monarquía los reyes romanos habían disfrutado de poder temporal y espiritual. Cuando fueron expulsados, la magistratura republicana asumió la mayoría de sus poderes temporales y algunos de los deberes y derechos religiosos. Lo que quedó fue asignado a un sustituto del rey, el rex sacrorum; éste,

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nominalmente al menos, tenía preferencia en todas las ceremonias religiosas. No obstante, en la práctica sus funciones fueron usur-padas por los pontífices, y antes del final de la República el Cargo ya no era significativo. Cicerón y sus contemporá-neos pocas veces se refieren a él y la supervivencia del mis-

mo se aprecia mejor en esculturas de principios del Impe I rio que muestran reuniones de los sacerdotes dirigente I en sacrificios o en otras ceremonias.

No hay mucho que decir sobre el colegio de los aug^, [ res, cuyas funciones han sido esbozadas en el capítulo cle, f. dicado a la adivinación (p. 74 ). Del mismo modo que u* I cuerpo de legislación pontifical se había desarrollado a 10 largo de los siglos, también existía una recopilación de [ precedentes para la interpretación de presagios que los I augures podían consultar. Los quindecimuiri sacris facien\ dis eran responsables principalmente de guardar y, llega-1 do el momento, consultar los Libros Sibilinos (p. 82). Sin I embargo, ésta era una circunstancia ocasional y durante el I resto de su tiempo ejercían una supervisión general de to- [ dos los cultos de origen extranjero antes que de los latí-1 nos. Por ejemplo, los quindecimuiri eran los responsables, I como dice Lucano (1.599 y ss.), de lavar cada 27 de mar-1 zo la piedra negra que representaba a la diosa frigia Mag-1 na Mater, Cibeles. Este culto había sido introducido en I Roma durante la crisis de las Guerras Púnicas siguiendo la I recomendación de los Libros Sibilinos, pero durante dos I siglos fue tratado con una cierta reserva: excepto los quin-I decimuiri, ningún otro romano estaba autorizado a parti-1 cipar en el culto.

Conforme los banquetes públicos se fueron convirtiendo cada vez más en una característica común de las gran-1 des festividades y juegos, fue surgiendo la necesidad de un I cuerpo especial de hombres que velara por que todos los I preparativos se desarrollaran sin contratiempos. El colé- I gio de los epulones («organizadores de fiestas») fue funda- I do en el 196 a.C. y el número de sus miembros se incre- I mentó hasta diez en tiempos de César, lo que indica la I relevancia de tales fiestas en la vida de la ciudad. Se ocu- | paban principalmente de las cenas del Senado que se- i guían a los sacrificios en las celebraciones de Júpiter Op- I timo Máximo y de los banquetes públicos en los Juegos I

anos y en los Plebeyos. Sin duda dejaban la detallada ^ilustración de esos preparativos a subalternos, probamente esclavos públicos. Así pues, éstos eran los cuatro principales sacerdocios se repartían entre ellos la supervisión general de la re-f6¿n romana. Además, había numerosos cuerpos parti-Lres relacionados con diferentes rituales, como los saín i 101), los luperci (p. 99) y los hermanos Arvales (p. 54).

Capítulo 8

La religión en tiempos de Augusto

Los sentimientos predominantes en las mentes romanas tras la batalla de Accio en el 31 a.C. eran de culpa y de alivio. Cuando repasaban la historia de los últimos cincuenta años, el único error claro que todos podían ver era que habían dejado de cumplir debidamente sus obligaciones religiosas. Sacerdocios como el flamen dialis habían quedado vacantes; templos como el de Júpiter Feretrio en el Capitolio, que Ático visitó sobre el 33 a.C. (Nepote, Ático, XX, 3), estaban en ruinas: las ceremonias habían dejado de celebrarse y se descuidaban; la adivinación era objeto de burla a causa de las actividades de hombres como Bí-bulo (p. 77) en el 59 a.C. Ésta era una explicación racional Y

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tranquilizadora de por qué las cosas habían ido tan mal. Cuatrocientos años después, en el 384 d.C, se utilizaron Vacíamente los mismos argumentos. El gran orador pagano Símaco abogaba por la restauración del Altar de la Victoria al quejarse de que cuando se ofende a la religión

todo el Estado sufre y sobrevienen los desastres. El man. tenimiento de ritos ancestrales era lo que había sometid0 el mundo a las armas romanas y expulsado de las fronte. I ras a los galos y a Aníbal.

Las mismas ideas se encuentran de manera espontánea ! en muchos escritores a lo largo del reinado de Augusto I Ninguno lo expresa mejor que Horacio cuando escribe I (Odas, III, 6.1): «Romano, expiarás inmerecidamente los i delitos de tus mayores, hasta que hayas reconstruido l0s templos y las moradas ruinosas de los dioses y sus imáge-1 nes ensuciadas por el negro humo». Horacio no está aqu¡ I repitiendo ninguna consigna oficial. Era una convicción I generalizada y auténtica. También aparece en Livio cuan-do, por ejemplo, se queja del abandono de los dioses que I afecta a su propia generación (III, 20.5), o cuando argu- I menta que la observancia de prácticas religiosas triviales era lo que había hecho grande a Roma (VI, 41.8). Es la I lección que se ha de aprender de la historia de Camilo, I cuya piedad obtuvo el favor de los dioses tanto para él i como para su país. También destaca en Virgilio —en las I Geórgicas, al menos, tanto como en la configuración dd I carácter de Eneas en la Eneida. Las ideas religiosas ex- I puestas en su poesía son muy complejas. El libro sexto, I por ejemplo, combina un amplio espectro de elementos I tradicionales desde Homero, Píndaro y Platón junto con la idea mítica del descenso al Hades, que encontramos t descritos en fragmentos de la poesía griega o parodiados I en las Ranas de Aristófanes, y fusiona todo ello con creen- I cias y prácticas específicamente romanas. La visión resul- [ tante hubiera desconcertado a la mayoría de los romanos, i Sin embargo, el mensaje final es claro. El triunfo de Roma l es el triunfo de la religión.

Este ambiente emocional era el que Augusto estaba de-seoso de explotar, no con cinismo como hubiera hecho l Cicerón, quien afirmó contundentemente que «los dioses I eran necesarios para prevenir el caos en la sociedad» (So- I

ye la naturaleza de las cosas, I, 3) —una idea resumida en 1 briUant:e epigrama de Ovidio expedit esse déos et, ut ex-edit> ?sse putemus («conviene que los dioses existan y, oí*10 conviene> pensemos que existen», Arte de amar, I, /A<)-—, sino desde un profundo sentido de misión religiosa Augusto no pensaba que el pueblo romano tuviera que ser drogado con el opio de la religión para que aceptara «us preceptos. La evidencia indica más bien que él valoraba que el ambiente general pudiera ser aprovechado y dirigido con el fin de dar a Roma un nuevo comienzo. Su éxito hay que medirlo por el hecho de que la religión romana sobreviviera como una fuerza más o menos vital durante otros cuatrocientos años y que los romanos recobraran su autoconfianza, lo cual nunca se podría haber conseguido mediante un «renacimiento religioso» impuesto arbitrariamente. Es mucho más importante estudiar los diferentes medios que Augusto utilizó para satisfacer el amplio deseo de compromiso religioso.

El primer objetivo fue el de la simple reconstrucción. Las propias palabras de Augusto hablan por sí mismas cuando se refiere a la reconstrucción durante su sexto consulado (28 a.C), por encima de la autoridad del Senado, de ochenta y dos templos sin pasar por alto ninguna reparación necesaria (Res Gestae, XX, 4). Pero también sabemos que hizo a los hijos de los originarios protectores de los templos o a sus descendientes, si sobrevivían, responsables de su mantenimiento y restauración (Dión, Lili, 2.4). De

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esta forma la red de edificios religiosos de Roma fue completamente renovada. Era parte del proceso de «reconstruir Roma en mármol» y fue un merecido tributo el que pagó Livio cuando describió a Augusto como «el fundador y el restaurador de todos los templos» (IV, 20.7). Como consecuencia de esta actividad se volvieron a ocupar los principales sacerdocios y se consiguió 9Ue la maquinaria religiosa estuviera en buen estado de ^ncionamiento. También sucedió que uno de sus princi-

pales rivales, Lépido, ocupó el cargo depontifex maximu I pero un escrupuloso respeto de las convenciones evir I que Augusto lo destituyera (Res Gestae, X, 2). Hasta 1 muerte de Lépido en el 12 a.C. Augusto no fue ascendi<j0 I al puesto máximo de la jerarquía.

Sin embargo, los edificios por sí mismos no resucita* I una religión; también es necesario despertar interés por ej I culto. Los viejos dioses eran demasiado familiares. Se ne. I cesitaba algo nuevo que llamara la atención de los hom. I bres. Habría sido peligroso (e impropio de Augusto) alen- I tar alguno de los nuevos cultos orientales, como el de Is¡s I o el de Mitra, que ya iban ganando popularidad entre la I mezcla de individuos de diferentes etnias de la ciudad. En I su lugar Augusto escoge para una devoción especial a ciertos dioses tradicionales que habían quedado relativa- I mente relegados hasta ese momento.

El primero de ellos fue Apolo. «Vuestro Apolo ahora I reina», cantó Virgilio en la Égloga IV, escrita en el 40 a.C, I mucho antes de la victoria final de Augusto. En efecto, el I respeto de Augusto por Apolo ya venía de lejos. Fundó un templo en el Palatino en el 36 a.C. al que posterior- I mente adosó una magnífica biblioteca (Suetonio, Augus-lo, XXIX, 3). Apolo, según Propercio (IV, 6. 29 y ss.), se le apareció en un momento crítico de la batalla de Accio I y le garantizó el triunfo. A lo largo de la vida de Augusto I se mantuvo como su dios y protector favorito. Hasta en-tonces no había tenido mucha importancia en Roma. Era I casi exclusivamente un dios de la curación, como recuer- I da Livio (IV, 25.3), y como tal era invocado por las vesta-les (p. 40). Pero Augusto lo veía como mucho más que eso. Para él era el dios de la paz y de la civilización, una divinidad apropiada para velar por el progreso de su nue- I vo mandato. Éste era el carácter del dios cuyo culto Au- I gusto intentaba alentar. Para Tibulo se convierte en el 1 «amable Apolo» (II, 5.79); para Horacio es el dios que permite al hombre disfrutar en paz de sus propiedades I

iñ&aS' 31-7). Apolo representaba todo lo que era nuevo y Lven y próspero.

Otra divinidad que podía ser promocionada era Marte. Desde tiempos inmemoriales había sido en Roma una fuerza poderosa como dios de la guerra y como dios que rotegía la agricultura. Era invocado en el himno de los hermanos Arvales, un altar suyo permaneció durante largo tiempo en el Campo de Marte, campo que había toma-Jo su nombre, y un mes llevaba su nombre. Pero Augus-t0 quería acentuar dos nuevos aspectos del dios. En primer lugar el de Marte como padre de Rómulo, el progenitor de Roma. Una inscripción erigida en el Foro durante el reinado de Augusto comienza con la orgullosa expresión: «Rómulo, hijo de Marte, fundó Roma» (I.L.S., 64). Es bien sabido que antes de adoptar el título de Augusto había acariciado la idea de llamarse «Rómulo». En segundo lugar, sin embargo, Augusto veneraba a Marte, bajo una advocación especial, como Vengador (Ultor). Había mucho que vengar —nada menos que el asesinato de su padre adoptivo, Julio César, y las ignominias que Roma había sufrido. Ya en el 42 a.C. había prometido un templo a Marte en venganza de la muerte de su padre (Suetonio, Augusto, XXIX, 2). De nuevo en el 20 a.C. ordenó que se construyera un templo de Mars Ultor para

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conmemorar la recuperación de los estandartes capturados por los partos y en las Res Gestae, XXI, recuerda que fue finalmente consagrado en el 2 a.C. El culto a Marte Vengador demuestra de forma significativa lo que Augusto pretendía corregir. Así resuena en la poesía de ese período. Horacio (Odas, 1,2, escrita probablemente en el 28 a-C.) se extiende sobre la venganza de César, y Ovidio (Fastos, V, 561 y ss.) glorifica el nuevo culto. Sin embargo, nada ilustra mejor la forma en que Augusto quería que Marte Vengador inspirara el triunfo de los romanos sobre tos errores cometidos en el pasado que las esperanzas, se-Sun Dión (LV, 10.2), expresadas en el 2 a.C. durante la ce-

remonia de dedicación: él y sus nietos visitarían regular mente el templo; cualquier joven, al alistarse por prinw vez en el ejército, le presentaría sus respetos; cualquier »e_ neral que partiera a una expedición lo haría desde allí.

Apolo y Marte, agradable paz y justa guerra. Nos en. contramos aquí con el mismo tema de la famosa profec¡a de Virgilio en la Eneida (VI): «Tú, romano, piensa en g0. bernar bajo tu poder a los pueblos (éstas serán tus artes) y a la paz ponerle normas, perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios». La Eneida también desarrolla una segunda idea augustea. Los dioses antiguos, por su propia naturaleza y función, tendían a estar muy localizados: eran dioses que residían en lugares o instituciones particulares o cuidaban de ellas (p. 43). Difícilmente podía un habitante de Florencia entusiasmarse por el patrón de Padua o de Ñapóles, del mismo modo que el dios de los comerciantes de trigo debía atraer poco a los plateros. Se necesitaba una teología más universal, una fe que captara los corazones de naciones esparcidas desde Gran Bretaña hasta el Orantes. Al final fue el cristianismo el que triunfó, aunque Augusto hizo deliberados esfuerzos para combatir esa nece- I sidad. Una de las principales consecuencias del culto a los emperadores, como veremos, fue proporcionar un punto común de lealtad y devoción. Pero, incluso antes de que fuera aceptado de forma generalizada, hubo claros signos de un intento de unlversalizar los dioses romanos. Tenían que ser dioses de Italia, no sólo de Roma o de Padua o de Florencia. En la Eneida (VIII, 715) Virgilio habla del triunfal Augusto que «consagra un voto inmortal a los dioses itálicos». Es fácil olvidar que las guerras sociales en I las que Roma tuvo que luchar contra el resto de Italia para sobrevivir (90 a.C.) todavía eran una pesadilla muy reciente y que Italia, bajo ningún concepto, era una nación uní' da y homogénea.

Muchas de las ideas de Augusto circularon gracias al* poesía. Esta articula los pensamientos de una generación

¡A necesidad de ningún programa o propaganda consiente. La Eneida y muchas de las Odas de Horacio, espe-rialmente el himno que se le encargó para los Juegos Se-rulares del 17 a.C, pusieron por escrito los pensamientos ¿e las mentes del pueblo y la interpretación de los mismos dUe Augusto deseaba fomentar. Pero existieron otros me-jjos visibles. Existía en Roma una larga tradición de utilizar las monedas para transmitir ideales políticos. Las monedas, después de todo, son algo que el pueblo maneja y ve a diario. Augusto adaptó esa tradición a sus propios propósitos imprimiendo significativas leyendas, como «Paz» y «Victoria», en las monedas que acuñó desde el 27 a,C. en adelante. De la misma manera, algunas obras de arte, como el escudo de oro dedicado en el Capitolio, se utilizaron para presentar los ideales augusteos. El Altar de la Paz Augustea, consagrado en el 13 a.C. (si, en realidad, los fragmentos conservados proceden de dicho monumento), mostraba tanto escenas de procesiones religiosas como de la llegada de Eneas a Italia y de la infancia de Ró-mulo. Éstas y otras muchas

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esculturas mantuvieron la visión de una Roma que, a partir de sus humildes inicios, había ido creciendo al atender la pax deorum constantemente ante los ojos de los ciudadanos corrientes. Algo de este ideal debió penetrar en sus conciencias.

La mejor expresión de esta nueva actitud religiosa fue la de los Juegos Seculares del 17 a.C. Había una lánguida tradición según la cual cien años era un período en la vida del mundo que se debía conmemorar con ceremonias re-%iosas especiales. Hay pruebas de que existieron tales celebraciones ya en el 363 a.C. y en el 263 a.C, pero la práctica desapareció al final de la República, junto con otras duchas cosas. Sin embargo, diversas fuerzas se pusieron entonces de acuerdo para hacer creer al pueblo que era eminente un renacimiento del mundo, que un nuevo sae-cwum estaba a punto de empezar. Por una parte esto se e°ía a la creencia en que las cosas tienen que mejorar an-

tes o después, y por otra a la influencia de ideas místicas acerca el renacimiento cíclico de las almas, popularizadas por el gran erudito Varrón, entre otros. Circulaban numerosas profecías que predecían una nueva Edad de Oro como la expresada por Vulcano cuando tras la muerte de César en julio del 44 a.C. apareció un cometa que significó el fin del noveno siglo de la historia de Roma y el inicio del décimo, el siglo del glorioso Sol. Las profecías aparecen en la Égloga IV de Virgilio (escrita en el 40 a.C) cuan- I do alude a la llegada de «la edad perdida de la profecía de Cumas». Más explícita todavía es la referencia a Augusto César que encontramos en la Eneida (VI, 789 y ss.) «que fundará los siglos de oro» (áurea saecula). Sobre este fon-do de esperanza Augusto se sintió lo suficientemente atre-vicio como para montar el grandioso espectáculo de los Juegos Seculares en el 17 a.C. y para encargar a Horacio I que escribiera el principal himno de los mismos.

El relato auténtico que describe los detalles de la cere- I monia se ha conservado en piedra, de manera que es po- I sible reconstruir pormenorizadamente lo que ocurrió. A I partir del 26 de mayo y durante tres días se repartieron entre los ciudadanos de Roma antorchas de azufre para purificarse ellos mismos y sus casas, y se ordenó que lleva-sen ofrendas florales a los quindecimuiri. Durante las tres noches sucesivas Augusto ofreció sacrificios públicos a I los Hados, en las orillas del Tíber, a Eilithyia (la diosa griega del parto) y a la Madre Tierra. Durante el día había ofrecido un sacrificio a Júpiter Óptimo Máximo en el Ca- I pitolio, a Juno y, finalmente, al tercer día, a Apolo en el I Palatino, donde un coro de veintisiete muchachos y vein- I tisiete muchachas había entonado el himno de Horacio, el cual unificaba las diferentes vertientes de sentimiento I religioso que se han tratado anteriormente. Apolo es ahora la deidad principal y la vuelta de la prosperidad se proclama confiadamente en los versos 57 y ss.: «Ahora & I Fe y la Paz y el Honor y la Moralidad antigua y la Virtud I

jeSCuidada a volver se atreven, y aparece la feliz Abun-dancia».

Los grandes sacrificios públicos en los templos nuevamente reconstruidos y redecorados, acompañados de cándeos corales y de suntuosos juegos, causaron una profunda impresión en la imaginación popular. Esto hizo mucho en favor de que la Edad de Oro pareciera una realidad. La Felicidad del Siglo (Felicitas Saeculi) es un tema recurren-ce en las inscripciones provinciales.

Paz, seguridad, properidad: éstos eran los signos de una nueva época, bendiciones cuyo directo responsable era el emperador. La etapa final en la renovación de la religión romana, con la seguridad de que realmente funcionaba, [legó cuando el emperador mismo fue aceptado como un dios más. Para las

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mentes modernas ésta es una idea absurda. En efecto, a muchos romanos les pareció ridicula: desde la risa de Cicerón provocada por la incipiente divinidad de Julio César como compañero de Quirino (Cartas a Ático, XII, 45.3) hasta la espléndida parodia que hace Séneca sobre la supuesta apoteosis del emperador Claudio. Pero, en realidad, en términos de conceptos romanos, la idea era perfectamente seria y respetable.

Los romanos concibieron a los dioses como fuerzas que llevaban a término la adecuada realización de los procesos naturales y de las actividades humanas. Lograr una gran victoria, restaurar el orden y la prosperidad en el mundo, conseguir la felicidad para la humanidad, eran tareas que ningún hombre podía llevar a cabo por sí mismo sin la asistencia divina. Muchos romanos insignes creyeron que los dioses estaban personalmente aliados con ellos. Julio César, por ejemplo, quien decía descender directamente del hijo de Eneas, Julo, y por lo tanto de Venus, fue, según **ión (XLII, 43.3), muy devoto de ella y estaba deseoso de convencer a todos de que había recibido de esta diosa una especie de resplandor juvenil. En agradecimiento por sus exitos, dedicó un templo a Venus Genetrix en el 46 a.C. y

lo colmó de tesoros. Su dependencia de ella era tan ampliamente conocida que Cicerón se refirió a él en br0 ma en el 49 a.C. como «descendiente de Venus» (Verter prognatus; Cartas a los familiares, VII, 15.2). Igualmente e] hijo de Pompeyo, Sexto Pompeyo (que fue almirante de L marina romana durante varios años a partir del 44 a.C.), Se consideraba hijo de Neptuno y se vestía por consiguiente con un manto azul oscuro (Dión, XLVIII, 48.5). El prop¡0 Augusto, como hemos visto, prometió su lealtad a Apol0 Una cosa era creer que un dios estaba junto a él y 10 ayudaba a superar todas las dificultades. Pero de ahí a creer que tenía en sí mismo poderes divinos sólo había un paso. Un dios era alguien que otorgaba bendiciones, que hacía que las cosas marcharan bien y sin sobresaltos. Si un hombre también puede hacer eso, debe de ser un dios. Ese es el razonamiento que llevó a Lucrecio a su noble alabanza de Epicuro (V, 8-12): «Él fue un dios, ínclito Mem-mio, el primero en encontrar la razón de la vida que ahora se llama sabiduría, y que con su habilidad sacó a la vida de tantas tormentas y de tan grandes tinieblas poniéndola en una luz tan clara y tan tranquila».

Es exactamente la misma idea que impulsa al escritor africano Arnobio a escribir en el siglo m d.C: «¿No tenemos, pues, que considerar a Jesucristo como un dios y darle el más alto culto rendido a una divinidad, dado que desde hace tiempo recibimos de Él grandes bendiciones y esperamos otras todavía mayores?» (Contra los paganos, I, 39). Por encima de todo, un dios es un salvador. Incluso hubo muchos hombres que legítimamente reclamaron ha-ber salvado a más seres humanos que cualquier dios. Los sucesores de Alejandro Magno eran aclamados habitual-mente como salvadores (soteres) y la idea en ningún modo fue ajena a la República romana. A Mario Graditiano, p&' tor en el 86 a.C, que llevó a cabo ciertas reformas monc tarias populares, se le recibió con una manifestación #' pontánea en la que se colocaron estatuas suyas a lo larg0

¡e Ja ciudad y se le honró con vino e incienso como a un i¡0s salvador. Lo que se toleraba para un benefactor efí-mero como Graditiano estaba mil veces más justificado en I caso de un gobernante como Augusto. Veleyo Patércu-I oficial de Tiberio que se dedicó a la historia cuando se retiró, captó elocuentemente el espíritu humano en ese momento diciendo (II, 89): «No hay nada que los hombres puedan pedir a los dioses, nada que los dioses puedan ofrecer a los hombres, nada que una oración pueda formular, nada que la felicidad suprema pueda conseguir, que no fuera concedido al Estado, al

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pueblo, al mundo por Augusto después de su regreso a Roma». En efecto, era un hombre que hacía regalos dignos de un dios, como lo resumió Propercio (IV, 6. 36) —mundi servator, Salvador del mundo. Para cualquiera que hubiera vivido du- * rante la década de los cincuenta o de los sesenta el cambio del destino que Augusto trajo consigo fue un milagro, un verdadero milagro. Y fue un hecho aceptado en el mundo antiguo que favoreció mucho la causa del cristianismo en sus primeros tiempos, y atestiguaba que los milagros eran una prueba de la divinidad. Un personaje de los Hermanos de Terencio (535 y ss.) dice: «Tengo un dios ante sus ojos: hablo de la realización de tus milagros». La lectura pública de obras populares que recordaban los milagros de héroes semidivinos era frecuente a finales del siglo n d.C, como la Vida de Apolonio de liana de Filóstrato.

Todo esto dio pie a la creencia de que los emperadores eran algo más que simples seres humanos. En Oriente tal doctrina había sido la habitual desde antiguo. Alejandro Magno exigió y aseguró el reconocimiento de su divinidad («si quiere ser un dios, dejémosle ser un dios», se afirma que comentaron los cínicos atenienses) y sus sucesores uti-üzaron esa postura como respaldo de su poder y de su Prestigio. Pero incluso en el mundo romano la idea no era a°surda desde el punto de vista filosófico. Hemos visto "üe en la superstición popular se consideraba que el alma

disfrutaba de una inmortalidad condicional (p. 110) y L filosofía popular racionalizó esta idea al considerar a cada alma como una porción del gran espíritu del mundo ¡¿ que se reintegraría con la muerte. Cuanto más grande fue. ra la persona, mayor y más puro se consideraba el elemento divino que llevaba en su interior. Incluso Cicerón, que había protestado indignado afirmando que no podía ser inducido a unir a cualquier persona que hubiera muerto con la religión de los dioses inmortales, cuando se presentó una moción para deificar a César (Filípicas, 1,13) reconoció que no había existido ningún gran hombre sin un cierto espíritu divino (Sobre la naturaleza de los dioses, Ü 167). La muerte sólo significaba que el espíritu divino abandonaba su hogar físico y volvía al mundo de los dio-ses; sería, igual que Castor y Pólux o Julio César, como una nueva estrella en la constelación del cielo. En una de sus obras más religiosas, El sueño de los Escipiones, Cicerón expresa esta idea con bastante claridad: a todos los que han salvado, ayudado o hecho avanzar su país les está asignado un lugar determinado en el cielo donde disfrutarán de una felicidad eterna.

Está claro que César, antes de su asesinato, estaba deci-dido a reclamar para sí una condición divina. Sus motivos no están completamente claros. Puede que sintiera que esto le ayudaría a autentificar y a justificar que la monarquía absoluta que imaginaba era la única respuesta a las perennes peleas y disputas de Roma. En mayo del 45 se le-vantó su estatua en el templo de Quirino con la inscripción «Al Dios Invicto». Posteriormente, se erigieron estatuas suyas en los templos de toda Italia; se celebraron juegos en su honor; el mes de Quinctilis pasó a llamarse Julio; finalmente, se instituyó un templo a César y a su Clemencia y se nombró un sacerdote especial del Divino César, el primer flamen que fue nombrado en recuerdo de la historia. Sus esfuerzos por ser divino, sin embargo, se frustraron con su muerte, pero su ejemplo fue seguido por Anto-

nio, quien posaba como el Nuevo Dionisio. Como tal hizo ü0 recorrido triunfal por Oriente a partir del año 41 a.C. gn Éfeso, señalaba, mujeres vestidas como Bacantes, y hombres y jóvenes como Sátiros y Panes, le abrían paso, mientras en la ciudad resonaba el sonido de las flautas y las arpas (Plutarco, Antonio, 24). En Atenas, se vistió c0nio Dionisio y organizó fiestas que duraron todo el día en la

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Acrópolis; cuando los atenienses inocentemente adularon su capricho, al ofrecerle a la diosa Atenea en matrimonio, aceptó con alegría y presteza y exigió una dote equivalente a 180 millones de pesetas (Dión, XLVIII, 39.2). Todo esto parece raro, pero hay que recordar que el área de influencia de Antonio fue Oriente y que Cleopatra, quien como reina era venerada igual que una diosa en Egipto, fue su cónyuge.

Augusto se mostró más prudente. Se dio cuenta de la ayuda que el reconocimiento divino proporcionaría tanto al restablecimiento de la religión antigua como a la unificación del Imperio romano, pero le frenaba el ejemplo de Julio César en su deseo de ser adorado en vida como un dios. En su lugar reafirmó la divinidad de Julio César, consagrándole un templo en el 29 a.C. como prueba de que era su legítimo sucesor y heredero, y denominándose en adelante su Diuifilius, «el hijo de Dios», y como Augustus, «el Venerable». Pero el deseo de los ciudadanos romanos de expresar su sentimiento de obligación religiosa hacia Augusto era demasiado fuerte para ser obviado y dema-siado beneficioso socialmente para ser desatendido. Au-gusto promocionó dos cultos que quedaban muy cerca de proclamar su completa divinidad, pero dejó abierta la po-sibilidad de ser divino si la posteridad lo decidía tras su muerte a la vista de sus éxitos. El primero de ellos fue la Voluntad Divina de Augusto, Numen Augusti, un culto en consonancia con la creencia común en la existencia de un espíritu divino dentro de la persona. Por primera vez alude a él de este modo Horacio hacia el 13 a.C. cuando

habla de levantar altares donde se pudieran hacer jurg_ mentos «sobre tu numen» (Epístolas, II 1.15). Igualmente Ovidio invita al lector a adorar al Humen Augusti e invo. car debidamente al dios (Tristes, III, 8.13). Se han encon-trado altares dedicados al Numen Augusti fechados a par. tir del 12 d.C. (dos años antes de su muerte) en la Galia y en África y una festividad especial se insertó en el calendario el 17 de enero. El segundo culto, el genio de Augusto es más confuso. Originalmente el genio parece que fue el poder procreador que permitía que una familia se perpetuara generación tras generación. Todas las casas tenían el lecho de su genio (lectus-genialis) en la habitación principal. Conforme fue pasando el tiempo, la idea de genio se fusionó con otra bastante diferente, la idea de un daemon personal que protegía a un individuo a lo largo de su vida, un ángel de la guarda. Así es como lo definieron, por ejemplo, los escritores tardíos Censorino y Apuleyo. El genio no fue una idea muy prometedora en la religión romana. Servía principalmente para personalizar la unidad de la familia, y por ello los esclavos juraban por el genio de su señor. Unas cuantas inscripciones sugieren que Augusto permitió que su genio fuera invocado de forma semejante.

Conclusión

El humo de los sacrificios ya no flota por encima del Foro; el augur no se sienta en el Capitolio a observar a los pájaros que revolotean por encima de su cabeza. Sin embargo, su fracaso final no debe llevarnos a menospreciar la validez de la religión romana. Durante más de mil años satisfizo las necesidades espirituales de una gran variedad de individuos, porque ofrecía una interpretación inteligente y digna de cómo funciona el mundo. La prueba fundamental para una religión es que funcione; y los romanos creyeron verdaderamente que su religión funcionaba. De otra manera la civilización romana se habría derrumbado con Augusto. Porque la recuperación social y constitucional que él encabezó no podría haber triunfado a menos que hubiera estado basada en una fe religiosa ampliamente difundida, una fe que un hombre de Estado no puede 'ograr artificialmente porque emana de una conciencia espiritual. Los dioses romanos estuvieron tan íntimamente

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involucrados en las actividades humanas que ninguno htu biera podido prosperar sin la cooperación de éstas.

Los romanos podían proclamar, por consiguiente —y de hecho, lo hicieron— que su religión estaba verificada por la historia. La verdadera religión para ellos, en oposj. ción a la superstición, consistía en «honrar convenientemente a los dioses de acuerdo con la costumbre ancestral» (Cornuto). Fue una religión amable, incluso tolerante, cu-yos seguidores cometieron muy pocos crímenes en su nombre y estuvieron saludablemente libres de neurosis. Fracasó porque cambió la visión del mundo que tenían los hombres. Surgieron nuevas necesidades espirituales con las que la filosofía y las religiones orientales, sobre todo el cristianismo, sintonizaron mejor y, sin embargo, hay algo profundamente conmovedor en el alegato formulado por Símaco, uno de sus últimos defensores. «Todo está lleno de Dios. Cualquier cosa que los hombres adoren, puede llamarse en justicia uno y lo mismo. Todos levantamos la mirada a las mismas estrellas; el mismo cielo está sobre nosotros; el mismo universo rodea a cada uno de nosotros. ¿Qué importa el sistema de conocimiento por medio del cual cada uno de nosotros busque la verdad? No es por una única senda por donde alcanzamos tan gran secreto.»

Lista de autores citados en el texto

Apuleyo: Nacido en África hacia el año 123 d.C. Filósofo pagano.

Arnobio: En el año 305 d.C. escribió un ataque contra el paganismo. Africano.

Artemidoro: Escribió es el año 180 d.C. una interpretación de los sueños. Natural de Éfeso.

Ateneo: Escribió una enciclopedia basada en las conversaciones de hombres sabios en varias cenas en común en Roma. 200 d.C. aprox.

Augusto: C. Octavius. 63 a.C.-14 d.C. Tomó el nombre de Octaviano en el año 43 a.C. y el de Augusto en el 27 a.C. Primer emperador romano. Escribió una autobiografía (Res Gestae).

Catón: M. Porcius Cato, el Viejo. 234-149 a.C. Político. Escribió un tratado de agricultura.

Catulo: C. Valerius Catullus. 84-54 a.C. Poeta.

Cicerón: M. Tullius Cicero. 106-43 a.C. Político. Escribió cartas, discursos y tratados filosóficos.

Dión: Cassio Vio Cocceianus. Aprox. 163-230 d.C. Fíisto-riador.

Dionisio de Halicarnaso: Aprox. 50-1 a.C. Historiador. Epicteto: 55-135 d.C. aprox. Filósofo estoico. Natura] Je

Frigia. Esquilo: 525/4-456 a.C. Dramaturgo griego. Estado: P. Papinius Statius. 45 d.C. aprox.-96 Poeta. Festo: Refius Festus. Escribió una historia de Roma en el

370 d.C. aprox. Festo: Sext. Pompeius Festus. Sobre el año 190 d.C. Escribió un diccionario. Filóstrato: Flavius Philostratus. 170-248 aprox. d.C. Filósofo y biógrafo. Gelio: A. Gellius. 123-163 aprox. d.C. Escribió una colección de conocimientos de la antigüedad (Noctes Atticaé). Homero: 750 a.C. aprox. Poeta épico. Horacio: Q. Horatius Flaccus. 65-8 a.C, Poeta. Escribió

Odas, Sátiras, Epístolas. Juvenal: D. lunius luvenalis. 5Q-121 aprox. d.C. Poeta satírico. Livio: T. Livius. 64 a.C.-12 d.C. Historiador. Lucano: M. Annaeus Lucanus. 39-65 d.C. Escribió un

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poema épico sobre las guerras civiles. Lucrecio: T. Lucretius Carus. 94-55 a.C. aprox. Escribió un poema didáctico, De rerum natura, sobre las teorías físicas de Epicuro. Macrobio: Macrobius Ambrosius Theodosius. Vivió sobre el 430 d.C. Escribió un comentario literario de Virgilio. Marcial: M. Valerius Martialis. 40-104 d.C. Poeta. Nepote: Cornelius Nepos. 99-24 a.C. aprox. Biógrafo. Nigidio: P. Nigidius Figulus. Contemporáneo de Cicerón.

Escribió obras sobre la antigüedad. Ovidio: P. Ovidius Naso. 43 a.C-17 d.C. Poeta. Persio: A. Persius Flaccus. 34-62 d.C. Poeta satírico. Petronio: T. (o C.) Petronius Arbiter. Murió en el 66 d.C

Novelista. Plauto: T. Maccius Plautus. 251 aprox. -180 a.C. Comediógrafo.

plinio el Viejo: C. Plinius Secundus. 23-79 d.C. Escribió una enciclopedia.

plinio el Joven: C. Plinius Caecilius Secundus, sobrino del anterior. 61-113 d.C. Político. Publicó una colección de cartas.

plutarco: C. Mestrius Plutarchus. 46-120 d.C. aprox. Natural de Queronea, Grecia. Escribió biografías y obras filosóficas.

polibio: 203-120 a.C. aprox. Historiador griego. *

propercio: Sextus Propertius. 50-10 a.C. aprox. Poeta.

5. Pablo: murió en el 66 d.C. Apóstol cristiano.

S. Agustín: 354-430 d.C. Teólogo cristiano.

Salustio: C Sallustius Crispus. 86-34 a.C. Historiador.

Séneca: L. Annaeus Séneca. 5 a.C.-65 d.C. Político y filósofo.

Servio: M. Servius Honoratus. Hacia el año 390 d.C. Escribió un comentario de Virgilio.

Símaco: Q. Aurelius Symmachus. ~!>A§A§2 d.C. aprox. Político y orador.

Suetonio: C. Suetonius Tranquillus. 69-140 d.C. aprox. Biógrafo de emperadores.

Tácito: P. (o. C.) Cornelius Tacitus. 55-117 d.C. aprox. Historiador.

Terencio: P Terentius Afer. 195-159 a.C. Comediógrafo.

Tibulo: Albius Tibullus. 48 a.C. aprox.-19 a.C. Poeta.

Valerio Máximo: sobre el año 31 d.C. escribió una historia anecdótica de Roma.

Varrón: M. Terentius Vano. 116-27 a.C. Erudito.

(C.) Veleyo Patérculo: 19 a.C. aprox.-35 d.C. Historiador.

Vettio Valente: Escribió un tratado de astronomía en el año 150 d.C.

Virgilio: P. Vergilius Maro.l'0-19 a.C. Poeta.

C.Í.L.: Corpus Inscriptionum Latinarum. LL.S.. Inscriptiones Latinae Selectae. R-I.B.: The Román Inscriptions ofBritain.

Bibliografía selecta1

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Sólo se dan obras escritas en inglés. Las obras clásicas de con-sulta sobre la religión romana están escritas en alemán: G. Wissowa, Religión undKultus derRómer, 2. "ed., Beck, Munich, 1912; K. Latte, Rom. Religionsgeschichte, 1960.

ALTHEIM, F., History of Román Religión, traducción de H. Mat-tingly, Methuen, 1938; Nueva York, Dutton, 1938. Contiene abundante especulación sobre la primitiva historia de la religión romana, pero ofrece una buena descripción de la fusión de las culturas griega y romana.

ROSE, H. J., Ancient Román Religión, Universidad de Hutchin-son; Nueva York, Hillary House Publishers, 1948. La mejor introducción general sobre el tema.

BAILEY, C, Phases in the Religión of Ancient Rome, Oxford Uni-versity Press, 1932. Ameno.

WAEDE FOWLER, W., The Román Festivals, Macmillan, 1899. El

1 En castellano, como obras de carácter general e introductorio al tema de la religión romana, se pueden consultar las siguientes: J. Bayet, ^ religión romana: historia política y psicológica, Madrid, 1984; J. M." olázquez et alii, Historia de las religiones antiguas, Madrid, 1993; J. Scheid, La religión en Roma, Madrid, 1991.

161

162 Robert M. Ogilvie

único trabajo en inglés sobre las fiestas del año romano. Anti-cuado en algunos aspectos.

WARDE FOXLER, W., Religious Experiences ofthe Román People Macmillan, 1922. Un extenso y viejo libro lleno de ideas inte-resantes.

TAYLOR, L. R., Party Politics in the Age ofCaesar, Sather Classi-cal Lectures, Berkeley, University of California Press, 1949, Buen trabajo sobre el uso y abuso de la religión con fines políticos.

NOCK, A. D., Conversión, Oxford, Clarendon Press; Nueva York, Oxford University Press, 1933. Rastrea el conflicto entre religión y filosofía en el mundo antiguo y muestra cómo la aparición del cristianismo estuvo acompañada del crecimiento de la intolerancia religiosa.

SYME, R, Román Revolution, Oxford, Clarendon Press; Nueva York, Oxford University Press, 1939. EL mejor trabajo sobre el desarrollo literario, social e histórico al final de la República romana2.

CUMONT, F., After-life in Román Paganism, New Haven, Yale University Press, 1922.

2 Existe traducción en castellano de D. Antonio Blanco Freijeiro, La revolución romana, Madrid, 1989. [N. del T.]

3401766

A

m a diferencia de lo que sucede en el cristianismo, o

donde hay una doctrina que se enseña y un credo que %■

es aceptado por sus fieles, la religión romana no R

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conocía dogmas. Por eso cualquier romano era libre de « a

pensar lo que quisiera acerca de sus dioses, con tal

de que observara estrictamente los actos religiosos que

debía llevar a cabo en público. Pocas veces se tiene «

la oportunidad de asomarse de forma tan enriquecedora

y amena a la religiosidad del pasado como en el

presente estudio de ROBERT M. OGILVIE. Basado

ampliamente en fuentes de la época y dividido en

ocho capítulos —«Los dioses», «La oración»,

«El sacrificio», «La adivinación», «El año religioso»,

«La religión privada», «Los sacerdotes» y «La religión

en tiempos de Augusto»— que contemplan por

separado las facetas más relevantes de la religiosidad

en un periodo que abarca desde la gestación del poder

imperial con las últimas guerras civiles hasta el fin

de la dinastía julio-claudia (80 a.C-69 d.C),

LOS ROMANOS Y SUS DIOSES nos proporciona

una panorámica completa y penetrante de un ámbito de

conocimiento generalmente oscurecido por la atención

prestada a la mitología clásica. Producto natural de las

necesidades espirituales de una civilización, que

satisfizo plenamente, la religión romana fue, como

afirma el autor, «una religión rigurosa, aunque

tolerante, cuyos seguidores cometieron muy pocos

crímenes en su nombre y estuvieron saludablemente

libres de neurosis».

ISBN 84-206-0766-5

El libro de bolsillo

Alianza Editorial 9 l78842rAo7665'

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