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LA PLANIFICACION URBANISTICA: CLASIFICACION DEL SUELO, «IUS VARIANDI» Y RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACION CONFERENCIA P ronunciada en la Academia M atritense del N otariado EL DÍA 15 DE ABRIL DE 1993 POR D. RAFAEL MENDIZABAL ALLENDE Magistrado del Tribunal Constitucional

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LA PLANIFICACION URBANISTICA: CLASIFICACION DEL SUELO,

«IUS VARIANDI» Y RESPONSABILIDAD DE LA ADMINISTRACION

CONFERENCIAP ro n u n cia d a en la Academia M a t r it e n se del N otariado EL DÍA 15 DE ABRIL DE 1993

POR

D. RAFAEL MENDIZABAL ALLENDEMagistrado del Tribunal Constitucional

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S U M A R I O

I. EL URBANISMO Y EL HOMBRE.

1. La d o b l e d i m e n s i ó n d e l u r b a n i s m o .

2 . E l u r b a n i s m o c o m o s í n t e s i s v i t a l .

3 . E l t i e m p o c o m o c u a r t a d i m e n s i ó n d e l u r b a n i s m o .

A) Concepto.B) Clasificación de los distintos planes.C) Naturaleza jurídica.

a) Carácter reglamentario de los planes.b) La jerarquía normativa en el ámbito de la planificación urba­

nística.

cj Publicidad, publicación y vigencia.d) La impugnación de los planes urbanísticos.

4. E l e s p a c i o c o m o e l e m e n t o d e l u r b a n i s m o .

A) La clasificación del suelo.B) El suelo urbano.C) El «ius variandi» y la responsabilidad de la Administración.

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I

EL URBANISMO Y EL HOMBRE

1. La d o ble d im e n sió n del u r b a n ism o

En la prim era m itad del siglo xix un joven ingeniero catalán con­tem plaba con reflexivo asombro la utilización de dos fuentes de ener­gía, el vapor y la electricidad, aquél om nipresente en la industria, la navegación y el transporte terrestre, y ésta aún en sus comienzos, pero potencialm ente aplicable en actividades insospechadas. Estas conquis­tas de la técnica se presentaban ante la m irada lúcida de este ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, como factores de transform ación so­cial, desde una «sociedad inmóvil» a una «civilización nueva, vigorosa y fecunda».

Fue tan profunda la im presión recibida que la reacción consiguien­te tuvo un carácter radical y decidió, como el mismo interesado dice, la suerte de su vida entera. Con una abnegada entrega, muy propia del am biente romántico de la época, don Ildefonso Cerda sacrificó su brillante carrera a esta vocación, movido por su gran fe en el hom bre y consciente de un cambio de perspectiva histórica. En efecto, su sen­sibilidad había captado la esencia de esa nueva sociedad, entrevista a veces y a veces presentida, que consiste en la movilidad masiva de los hom bres y el correlativo dinamismo de las instituciones. Frente a este ir y venir en perm anente osmosis, se le ofrecía el desfavorable con­traste del «hábitat» urbano, angosto y mezquino. Surgió así la exi­gencia de adecuarlo a las nuevas formas de vida y, en definitiva, la necesidad de inventar el urbanism o como instrum ento racional de tal adecuación.

Esta concepción no era meram ente pragm ática, de vuelo corto y fines limitados, sino que tenía como sólido fundam ento el «estudio filosófico» de toda una problem ática en su conjunto, y, por tanto, una auténtica filosofía social, dentro de cuyo contexto global se maneja-

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ban unos «principios sintéticos fundamentales», obtenidos m ediante el «método analítico», trabados coherentem ente en un sistema, configu­rados en conceptos generales y expuestos con una term inología propia. Estos principios no funcionaban en el vacío y encontraron una aplica­ción práctica inm ediata en la reform a y ensanche de Barcelona, como dem ostración tangible de su eficacia operativa.

En las postrim erías del período isabelino, el año 1867 apareció en M adrid la prim era edición de la Teoría general de la urbanización, en dos voluminosos tomos, prim er tratado sistem ático sobre la m ateria publicado en España y quizá en el resto del mundo. Con él nacía algo más que una ciencia y significativamente lo hizo de manos de un inge­niero que había sabido trascender los límites de su propia técnica para crear un nuevo humanismo. El ingeniero C e rd á concebía su Teoría desde un planteam iento pluridim ensional y se anticipó en muchos años a T h o r n s t e i n V e b le n , en su concepción del proceso tecnológico como factor de transform ación social, aun cuando le faltara la galanura li­teraria y el sentido de hum or del norteam ericano. Ahora bien, la m a­yor virtud de C e rd a en este aspecto fue su capacidad de comprensión, que le perm itió in tu ir ese cambio de perspectiva histórica al que antes aludía, provocado por la democratización del bienestar, pues —según explicaba— los nuevos descubrim ientos o «adelantos» no pertenecen como los de otros tiempos a una sola clase o a un reducido núm ero de privilegiados, no pueden ser, en consecuencia, monopolizados y es­tán al alcance de todos y de cada uno de los individuos.

El urbanism o sigue moviéndose actualm ente dentro de esas coor­denadas, aun cuando las manifestaciones tecnológicas sean distintas ahora. Así, ya en los tiempos de C e rd a había aparecido el ascensor, cuyo perfeccionam iento poco después perm itiría el urbanismo verti­cal de M anhattan, el urbanism o de los rascacielos, con una densidad demográfica máxima sobre una superficie mínima, escasa, agotada. Por entonces tam bién anuncia su aparición el automóvil, que desbanca al ferrocarril, tan querido por nuestro ingeniero, y dará lugar al ur­banismo horizontal de Los Angeles, con una red de 1.000 kilómetros de autopistas dentro de la gran corurbación sobre un área de 11.830 ki­lóm etros cuadrados y con menos densidad de población, en una orde­nación extensiva del suelo, utilizando la vivienda unifam iliar de escasa altu ra y volumen.

Ahora bien, la circunstancia de que éste haya podido ser el prim er Tratado sobre urbanism o, no es una casualidad, sino que responde a

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una causalidad histórica y profunda, ya que la urbanización reflexiva y racional, planificada, fue un invento español que floreció en los V irreinatos de ese Nuevo Mundo descubierto o encontrado, según se mire. Ahí están la joya de Oaxaca, la Antequera, donde la unión de ciudad y campo es plácida y natural, o del viejo México virreinal, la ciudad más bella del mundo según H u m b o ld t ; el prodigio de Quito, con un aire extremeño inconfundible, o el «vieux carré», el «french quarter» de Nueva Orleans, cuyo nom bre no designa, sino que oculta un barrio español, poblado de balcones donde el hierro forjado nos trasp lanta a cualquier pueblo andaluz, con sus calles cuadriculadas que se llaman Camino Real o Borbón, como el Rey bajo cuyo reinado se trazaron.

2. E l u r b a n ism o c o m o s ín t e s is vital

En definitiva, el urbanismo constituye hoy una síntesis, a la medida del hombre, de todos cuantos problem as afectan al hombre. Parafra­seando al clásico, puede afirm arse que nada humano le es ajeno al urbanism o y de ahí su carácter polimorfo, interdisciplinar, heterogé­neo, sin la uniform idad de lo artificial. El urbanism o es tram a y u r­dim bre física, palpable y palpitante, de la vida colectiva. Coloca a la persona en una situación concreta, dentro de un entorno que poten­cia y limita, a la vez, su capacidad de actuación. Por ello, al urbanism o han de reconducirse siempre, inevitablemente, las ocupaciones y las preocupaciones, las aspiraciones y las frustraciones y, en definitiva, las incógnitas que constituyen el planteam iento político de cada época.

Cada modo de urbanizar es un estilo donde se refleja toda una concepción del mundo, porque ahí confluyen —como grandes aveni­das— las tensiones, a veces dram áticas pero siempre positivas, entre individuo y sociedad, libertad y solidaridad, campo y ciudad, agricul­tu ra e industrialización, iniciativa y planificación, tradición y progre­so... cuya sublimación sólo pueda conseguirse, quizá, desde la pers­pectiva de la justicia, entendida al modo clásico de la antigua Grecia como arm onía cósmica.

Pero además el urbanism o es un concepto esencialmente, constitu­tivam ente dinámico, que lleva ínsita la idea de cambio social y opera como factor de transform ación. El urbanista resulta así incompatible con toda actitud contemplativa y ha de afrontar la realidad circun-

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dante con imaginación creadora, para perfeccionarla, sin nostalgias ni utopías. Porque la imaginación es la capacidad de crear un futuro po­sible que, con los pies en el suelo y alta la cabeza, ha de empinarse para ver más allá. Es, así, algo muy diferente de la fantasía, sin apoyo en la tierra, flotante entre las nuebes, extravagante e irreal, como Ali­cia en el País de las Maravillas, obra de una mente abstracta, m ate­m ática y en cierto modo poética. Todo urbanism o auténtico ha roto siempre los recintos am urallados, sin destru ir su belleza, para encon­tra r la belleza de su hora y ensanchar el horizonte.

Sólo dentro de tal orientación puede entenderse y adquiere signi­ficado el urbanism o. Ello implica a su vez que tanto los factores téc­nicos como los jurídicos que convergen en este ám bito de la convi­vencia hum ana han de ser utilizados siempre instrum entalm ente, como medios y nunca hipostasiados como fines, porque, en definitiva, el urbanism o constituye la infraestructura física y social de la vida co­lectiva. Cada problem a urbanístico ha de ser enfocado con esta óptica «social». En definitiva, como ha dicho S. G ie d io n , «la urbanización, como la democracia, en la auténtica acepción de la palabra, implica en el fondo una mism a actitud: establecer el equilibrio entre la liber­tad individual y los vínculos colectivos. Se tra ta de un problem a eter­no que nunca podrá ser com pletamente resuelto».

3. E l t ie m p o c o m o cuarta d im e n sió n del u r b a n ism o

Dentro de todas las comunidades políticas han existido planes con­cretos de actuación, más o menos expresos. Los aspectos de la vida colectiva más tem pranam ente desarrollados fueron los referentes a la guerra, la hacienda y la ciudad, íntim am ente entrelazados hasta el ex­trem o de que se ha llegado a decir que la historia de la Hacienda Pú­blica es la historia de las guerras. En estas tres actividades no faltaron nunca planes de actuación más o menos perfilados. La preparación de una batalla, la gestión económica de una colectividad y la erección de una población se realizaron siempre con arreglo a proyectos explí­citos. Como observa García de E n t e r r ía , el plan urbanístico ha exis­tido, más o menos desdibujado, siempre: es esto lo que distingue un poblado de vivac. Una ciudad no puede ser hecha sin un plan urba­nístico más o menos circunstancial, pero efectivo; no puede edificarse una población donde no hay agua, por ejemplo, ni cabe en modo algu­

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no reconocer a todos y cada uno de los habitantes la posibilidad de construir como y donde quieran, confiando en que de esta libre espon­taneidad se obtengan resultados no ya óptimos, sino ni siquiera po­sitivos.

Los romanos construían ya sus ciudades según planos geométri­cos, algunos de los cuales han sobrevivido en ciertas ciudades m oder­nizadas y especialmente en las británicas cuyo nom bre term ina con la partícula «chester», procedente etimológicamente del «castro» la­tino. El mismo Pekín fue así proyectado y en la Edad Media son edi­ficadas según diferentes esquemas, algunos en damero, las «villas nuevas» o «francas», tan abundantes en la toponimia española. En la América hispana se trazaron así las calles y plazas y más adelante Versalles o Washington, por ejemplo, surgieron tam bién en la reali­dad como ejecución de un previo y explícito proyecto, de la misma form a que actualm ente ha nacido Brasilia. Quizá precisam ente por todo ello el urbanism o se encierre realm ente en la idea de plan y no es casualidad, como observa García de E n t e r r ía , que sea llamado simplemente «planing» en los países anglosajones.

A) Concepto

Sin embargo, el plan im plica varias notas características que le diferencian de cualquier proyecto más o menos difuso. En prim er lu­gar, todo plan ha de ser explícito y, en consecuencia, ha de exteriori­zarse de form a inequívoca para que tenga relevancia jurídica; el mero proyecto de actuación conforme a un criterio preconcebido, po r mi­nucioso que sea, carece de trascendencia en tanto permanezca en la intim idad de quien lo concibe. Por o tra parte, un auténtico plan ha de enraizarse en la realidad y proponerse fines realizables, al alcance de las fuerzas de quienes han de ejecutarlo; o tra cosa sería una m era utopía, más peligrosa aun que la falta de previsión. Finalmente, es inherente al concepto de plan la temporalidad; el plan se hace para un plazo más o menos extenso, pero siempre determ inado o determi- nable; no pueden fijarse objetivos para ser conseguidos en cualquier momento, ahora, m añana o dentro de un milenio; todo plan, por refe­rirse a una conducta «nuestra», de quienes lo hacemos y de quienes hemos de cumplirlo, debe tener en cuenta únicam ente nuestras posi­bilidades, puesto que se tra ta de racionalizar una efectiva actuación, no de proyectar para quedarse sentado en espera de que algún futuro incauto trabaje.

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Terminológicamente se ha intentado distinguir entre los conceptos de «planear» y «planificar». Se dice que el planeam iento es una doc­trina, o una práctica referida a actividades teóricas, sobre objetivos amplios y finalidades a largo plazo, m ientras que la planificación es una técnica que se refiere a actividades prácticas y concretas sobre objetivos limitados. Sería la mism a diferencia que separa el urbanis­mo como doctrina de la urbanización como técnica. No parece que tal distinción, aunque exacta en líneas generales, pueda resu ltar fecun­da, si se observa que en cualquier actividad, y especialmente en la política, es absolutam ente imposible abstraer la teoría para dejar la práctica como ganga. La realidad es mucho más compleja. Por o tra parte, la generalidad o la individualización de los objetivos fijados, su am plitud o concreción y el plazo calculado para ser alcanzados son datos secundarios que no perm iten fundar en ellos una distinción ri­gurosa. Ocurre como en el arte bélico con los conceptos de táctica y estrategia, aún no deslindados claramente, quizá porque se opera con criterios cuantitativos.

De todos modos parece indudable que el térm ino «planificación» es bastante impreciso y en esta apreciación existe coincidencia doc­trinal. García de E n t e r r ía define el plan como «una previsión racio­nal por un tiempo más o menos extenso a la cual som eter una actua­ción determinada». Gabriel Al o m a r dice que la planificación es, en definitiva, la acción de ordenar, mediante documentos escritos y grá­ficos, previamente redactados, una operación de carácter físico-econó­mico y el desarrollo práctico de la misma. Estas definiciones deben bastar, por el momento, para una prim era delimitación del concepto. Más adelante, al exam inar y analizar la naturaleza juríd ica de los pla­nes, deberá perfilarse mucho más para constituirla en categoría ins­trum ental utilizable fructíferam ente. Los precedentes conceptos, aun­que exactos sustancialm ente e incluso dotados de cierta precisión, son en realidad prejurídicos.

B) Clasificación de los distintos planes

Se distingue ante todo entre planificación económica y física. La prim era es la ordenación de las actividades económicas de una em­presa o de un país, de acuerdo con un program a sistem ático, con­cebido previam ente y reajustado constantem ente al desarrollo de la misma. Planificación física o territo ria l es la técnica m oderna de la ordenación de los espacios geográficos. El planeam iento ecológico es

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la orientación previa y continua del desarrollo del suelo sobre bases económicas, por cuanto y en cuanto constituye el «hábitat» de la es­pecie hum ana o, mejor, la organización activa del territorio geográ­fico con el objeto final de hacer posible a los seres humanos que en él habitan, tanto la vida m aterial en condiciones de seguridad, salu­bridad y alegría, como la plena convivencia social.

Los diversos planes existentes en nuestro ordenam iento jurídico pertenecen en su mayor parte a la prim era clase. En realidad, sólo tienen carácter físico los de urbanism o, regulados sistem áticamente por prim era vez en la Ley del Suelo y Ordenación Urbana de 12 de mayo de 1956, norm a im portante y técnicamente muy perfecta, pero tam bién prolija y complicada. Los demás pertenecen al grupo de los planes económicos en sus diversas facetas. Pueden citarse, ante todo, el presupuesto o «plan económico de la Hacienda para un período de­terminado» (N a h a r r o ). Existen, o han existido, planes de estabiliza­ción monetaria, de inversiones públicas, de la vivienda, de construc­ciones escolares, de construcciones navales, de carreteras, de aprove­chamientos de agua, forestales o desocráticos, de obras y servicios provinciales, etc., sin olvidar, naturalm ente, los Planes de Desarrollo Económico, cuya finalidad era integradora y pretendieron recoger en su ám bito muchas de las facetas mencionadas.

Desde otras distintas perspectivas, menos im portantes pero que conservan cierto interés, los planes pueden ser clasificados según su contenido m aterial o su ám bito territorial. En el prim er aspecto se habla de planes generales o parciales, si bien tales térm inos sean siem­pre y esencialmente relativos. Podría afirm arse por ello que norm al­mente los planes tienen carácter parcial, aunque de cada uno de ellos quepa abstraer ciertos factores integrantes y convertirlos en objeto de planificación independiente, puesto que es difícilmente concebible un plan integral que recoja todas las actividades de una comunidad política. Con arreglo al segundo de los criterios planificadores antes enunciados, pueden existir planes nacionales, regionales, provinciales, comarcales, insulares o municipales si respetan las demarcaciones tra ­dicionales, y en consecuencia artificiales, del territorio estatal. En la actualidad existe una fuerte tendencia a planificar en función de ám ­bitos geográficos delimitados por sus características naturales (co­m arcas y regiones), planificación regional agudamente analizada por M a r t í n L o b o y de la que fueron ejemplo en nuestro país los planes20

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de Badajoz y de Jaén, y fuera de nuestras fronteras, el del Valle del Tennesse.

El planeam iento urbanístico, anunciaba la vieja Ley del Suelo, ha­bía de form alizarse en una serie de planes que enum eraba y definía. El vigente Texto Refundido no contiene una cláusula genérica, pero sí el elenco de los distintos instrum entos que luego describe uno por uno. En prim er lugar, el Plan Nacional de Ordenación, cuyo ám bito espacial es el entero territorio español, establecerá las grandes direc­trices territoriales, fijará los fines y objetivos y determ inará las priori­dades de la acción pública a escala del territorio nacional, de forma que perm ita la adopción coordinada de las decisiones estratégicas re­ferentes a la calidad de vida y el bienestar social, así como la integra­ción del espacio nacional en el europeo, en el marco de las competen­cias que constitucionalm ente corresponden al Estado (art. 66). En un segundo escalón, los Planes Directores Territoriales de Coordinación, cuya función consiste en establecer (con subordinación a los principios antes enunciados) las exigencias del desarrollo regional, las d irectri­ces correspondientes, el marco físico en que han de desarrollarse las previsiones del propio Plan y el modelo territo ria l en que han de coor­dinarse los Planes y Normas a que afecte (art. 68.1), para la totalidad o parte del territorio de una Comunidad Autónoma (art. 65.2).

Los Planes Generales Municipales, como instrum ento de ordena­ción integral, abarcarán uno o varios térm inos completos y clasificarán el suelo para el establecimiento del régimen jurídico correspondiente, definirán los elementos fundam entales de la estructura general adop­tada para la ordenación urbanística del territorio y establecerán el program a para su desarrollo y ejecución, así como el plazo mínimo de su vigencia (art. 70.1). Donde no existiere Plan General regirán las Normas Subsidiarias de Planeamiento, provinciales o municipales (ar­tículo 75). Las Complementarias tendrán por objeto regular aspectos no previstos o insuficientemente desarrollados por los planes gene­rales (art. 74).

A su vez, los Planes Parciales tienen por objeto, en el suelo urba- nizable program ado o en el apto para urbanizar, el desarrollo en de­talle del Plan General (o norm as equivalentes) en una parte de su ám ­bito territorial, y en el no program ado, el desarrollo de los program as de actuación urbanística (art. 83.1). Podrán form ularse Estudios de Detalle cuando fuere preciso para com pletar o, en su caso, adap tar las determinaciones establecidas en los niveles anteriores para el suelo

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urbano (art. 91.1), m ientras que los Proyectos de Urbanización tienen por objeto exclusivo el urbano para llevar a la práctica el planeamien­to general m ediante las correspondientes obras, sin afectar a la orde­nación ni al régimen del suelo y de la edificación (art. 92.1). Para el sue­lo urbanizable no program ado están previstos los Programas de Actua­ción Urbanística, con la finalidad de conseguir unidades urbanísticas integradas (art. 82.1). Finalmente pueden existir Planes Especiales para el desarrollo de las infraestructuras básicas relativas a las comunica­ciones terrestres, m arítim as y aéreas, al abastecimiento de aguas, sa­neamiento y sum inistro de energía, así como para la ordenación de recintos y conjuntos artísticos, protección del paisaje, de las vías de comunicación, del suelo y subsuelo, del medio urbano, ru ral y natural, para su conservación y m ejora en determinados lugares y cualesquiera otras finalidades análogas (art. 84.1).

La Ley sobre Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones del Suelo 8/1990, de 25 de julio, hoy absorbida en el Texto Refundido, había utilizado una distinta perspectiva en función de cada clase de suelo, aunque en todas ellas el instrum ento prevalente fuera siempre el Plan General, con el complemento de las modalidades adecuadas. Estas son, en el suelo urbano, el Plan Especial de Reforma Interior, m ientras en el urbanizable program ado se funciona con el Plan Par­cial, y en el no program ado, con ese mismo y el Program a de Actua­ción Urbanística (art. 12 L.R.). En tal enumeración se daba por su­puesto el concepto y contenido de los diversos tipos, cuya definición por la Ley del Suelo era aceptada implícitamente. La omisión de otras manifestaciones del fenómeno planificador, unas más genéricas (pla­nes nacional y territorial) y otras muy concretas (estudios de detalle y proyectos de urbanización), no tenía un significado excluyente, a mi entender, y así lo dije en su momento. En realidad, el silencio respecto de ellas había de conectarse al principio de especificidad del planea­m iento para configurar la adquisición del derecho a urbanizar, que más adelante se analizará. El Texto Refundido ha ratificado tal tesis.

Este escalonamiento de la planificación urbanística se expande en círculos concéntricos, como el agua tranquila de un estanque cuando en ella cae una piedra y va de lo general a lo particular, estrechando su dimensión espacial m ientras simultáneamente ensancha la concre­ción, dentro de un encadenamiento jerárquico que potencia su inten­sidad jurídica según se reduce su campo de actuación. En tal sentido, no está de más trae r a colación otro criterio clasificador de los planes,

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que pueden ser compulsivos y tam bién indicativos. La distinción, muy utilizada para la planificación económica, conviene, sin embargo, a la urbanística. La prim era de aquellas modalidades, llam ada tam bién im­perativa, vinculante o centralizada, tiene fuerza de obligar para todos los sujetos implicados y utiliza, por tanto, como instrum ento la coac­ción, constituyendo una form a de intervención adm inistrativa en el sector al que se dirige. Desde o tra perspectiva, este tipo de plan se configura con un rango supralegal, condicionando así las leyes ordi­narias. La planificación indicativa pretende que sus previsiones sean cumplidas voluntariam ente y para ello m aneja fundam entalm ente las técnicas de fomento.

Ahora bien, conviene no entender esta naturaleza indicativa como equivalente a falta de obligatoriedad. El plan, compulsivo o no, ad­quiere en ambos casos fuerza norm ativa y, por tanto, se impone coac­tivamente, lo que le separa de un mero proyecto o de un deseo. La dife­rencia radica en que los destinatarios de la planificación vinculante se encuentran en realidad individualizados, concretam ente previstos, casi con sus nom bres y apellidos, con un casuismo ya señalado ante­riorm ente, m ientras que en la planificación indicativa el destinatario aparece luego, por elección personal y espontánea, dentro del cuadro de previsiones que perfila el plan y movido norm alm ente por los estí­mulos en él ofrecidos. Finalmente, puede hablarse de un talante mixto cuando el plan vincula al sector público, pero es orientativo para el privado.

En el mundo del urbanism o, el Texto Refundido de la Ley sobre el Régimen del Suelo y Ordenación Urbana (Real Decreto Legislati­vo 1/1992, de 26 de junio, en adelante T.R.), calla sobre estas caracte­rísticas cuando describe el Plan Nacional, que parece tener naturaleza indicativa o mixta, con una función coordinadora de las actividades de las Administraciones Públicas (art. 67). Lo mismo ocurre a los Pla­nes Directores Territoriales, que, sin embargo, vincularán a los par­ticulares (art. 69.1). De ahí abajo, los demás vincularán no sólo a éstos, sino tam bién a la Administración como consecuencia inherente a su contenido, que sin tal eficacia carecería de sentido. Por o tra parte, todas las modalidades del planeam iento que se han expuesto anterior­mente «serán inm ediatam ente ejecutivas, una vez publicada su apro­bación definitiva» en el Boletín Oficial correspondiente (art. 131 en relación con el 124). Los particulares, al igual que la Administración, quedarán obligados al cum plim iento de las disposiciones sobre orde-

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nación urbana contenidas en los planes, sea cualquiera su ám bito te­rrito rial y su grado de especificidad, siendo nula cualquier reserva de dispensación (art. 134.1 y 2).

C) Naturaleza jurídica

Con ocasión de los presupuestos generales, prim era manifestación explícita del fenómeno planificador, se indagó su naturaleza desde una perspectiva científica que apenas conseguía enm ascarar una lucha po­lítica entre los poderes ejecutivo y legislativo en el escenario de la recién unificada Alemania, hace ahora más de un siglo. La polémica pretendía averiguar si el plan financiero de la Hacienda Pública era un acto adm inistrativo o una Ley, disyuntiva que carecía de sentido en países de antigua raigam bre democrática, como Inglaterra o Espa­ña, donde el oscurecimiento de la institución parlam entaria había sido un eclipse que no hizo olvidar el principio del consentimiento del pue­blo para el establecimiento de tributos y el correlativo del control del gasto público. No parece dudoso, pues, que los presupuestos generales del Estado sean una Ley no sólo en sentido formal, sino tam bién en el m aterial, y así lo ha dicho el Tribunal Supremo, conclusión que con­viene también, m utatis mutandi, a los que rigen la actividad econó­mico-financiera de las demás Administraciones del sector público.

a) Carácter reglam entario de los planes

En el ám bito del urbanism o la respuesta ha de ser análoga, pero no idéntica. En efecto, la naturaleza norm ativa de los planes parece hoy incuestionable, aun cuando no fuera obvia en el pasado. Así se desprende no sólo de su finalidad, consistente en delim itar el derecho de propiedad y su función social, sino tam bién del contenido (las facultades y los deberes inherentes, con el correlativo juego de licen­cias o autorizaciones, órdenes o m andatos y prohibiciones), sin olvidar la generalidad de sus criterios y la indeterminación de los destinata­rios, que se concretan por sus relaciones con cosas o situaciones, no en virtud de acepción de personas. En tal sentido, está claro que las previsiones del plan se incorporan al ordenam iento jurídico, elemento dinámico que el Tribunal Supremo ha venido m anejando para la ca­racterización de las disposiciones generales y que el Constitucional ha asumido respecto del planeamiento urbanístico en particular, que for­ma parte del antedicho ordenam iento (Sentencia 56/1986, de 13 de mayo).

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Ahora bien, esa prim era calificación es exacta, pero insuficiente, porque no nos indica en qué tipo de norm a han de ser encuadradas las distintas modalidades de esta planificación. En la estructura del Estado que diseña nuestra Constitución, no parece aventurado creer —dije hace años— que el Plan Nacional de Ordenación y los Planes Directores Territoriales de Coordinación habrían de adoptar la form a de ley, obra en el prim er caso de las Cortes Generales (así se ha reco­gido luego en el art. 112 T.R.) y en los otros de las Comunidades Autó­nomas respectivas (sobre lo cual guarda un curioso silencio el 113). Las demás especies han de tener como autora a una de las Adminis­traciones Públicas en sus tres «esferas» (municipal, autonóm ica y es­tatal) y, en consecuencia, es predicable de ellas el rango reglam enta­rio, como ha sido reconocido jurisprudencialm ente, al tiempo de afir­m ar su naturaleza norm ativa, desde hace un cuarto de siglo por la entonces Sala Cuarta (Sentencias de 26 de abril de 1964 y 8 de mayo de 1968). En tal sentido el plan sum inistra el complemento necesario para hacer realidad el diseño físico de cada espacio acotado al res­pecto, así como los contornos de la propiedad como derecho, cuya delimitación en un prim er plano corresponde a la Ley y en virtud de la misma, en un segundo grado, a los planes de ordenación, con arre­glo a la clasificación y calificación urbanística de los predios, según advierte el artículo 8.° del Texto Refundido vigente.

Aquí y ahora se plantea una duda inicial acerca de la constitucio- nalidad de esa norm a, anterior a la Constitución, en cuanto implica una eventual deslegalización al respecto, m ediante la correlativa in­vestidura de la potestad reglam entaria, duda metódica, pero también suscitada como arm a dialéctica procesal que ha sido solventada por el Tribunal Supremo, para el cual todos los planes urbanísticos, a pe­sar de su rango, son instrum entos aptos a la hora de determ inar el contenido del derecho de propiedad sin vulneración constitucional, ya que su función social en tal contexto ha de configurarse no por medio, sino de acuerdo con las leyes (art. 33.2 C.E.), y este es precisa­m ente el caso de la planificación urbanística (Sentencias de 2 de fe­brero de 1987 y 17 de julio de 1989).

b) La jerarquía norm ativa en el ám bito de la planificación urbanística

Una de las consecuencias prim eras de la calificación de los dis­tintos planes de ordenación urbana como reglas jurídicas y no como

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actos singulares, conlleva su encuadram iento en función del nivel ins­titucional del autor de cada uno de aquéllos, que a su vez determina su puesto en la escala gradual de las normas. Es el respeto a la je ra r­quía norm ativa, que garantiza la Constitución como una de las facetas del poliédrico principio de legalidad (art. 9.°) y cuyo enunciado con­tenía ya la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado desde 1957 (arts. 23, 26 y 28). La vigente, 30/1992, de 26 de noviembre, ratifica que las disposiciones adm inistrativas no podrán vulnerar la Constitución o las leyes, ni los preceptos de otras de rango superior (art. 51.1 y 2). La consecuencia inm ediata si lo hicieren será la nuli­dad de pleno derecho, única m odalidad que les conviene, según la doc­trina legal del Tribunal Supremo.

La jerarquía norm ativa no sólo viene predicada im plícitam ente por su escalonamiento, desde el más extenso al más específico, dentro además de una estructura piram idal invertida, adecuada a la natu ra­leza de las cosas, sino tam bién de modo explícito, en su versión posi­tiva y negativa. En el prim er aspecto, la Ley del Suelo advierte que los Planes Directores Territoriales de Coordinación se acom odarán a los principios del Plan Nacional como Ley marco, en la clasificación cons­titucional y a su vez los Planes Generales Municipales definirán los elementos fundam entales de la estructura general adoptada para la ordenación urbanística del territorio y, en su caso, respetarán las determinaciones y directrices contenidas en aquéllos (art. 70.1). Los Planes Parciales tienen como objeto desarrollar el Plan General o las Normas Complementarias, en su caso, y por ello no pueden redactarse sin aquél o éstas, ni tampoco modificar las determinaciones de uno y otras (arts. 74 y 83). Los Estudios de Detalle completan o adaptan los anteriores, sin alterar el aprovechamiento o las condiciones de la or­denación de los predios colindantes (art. 91.3). Lo mismo, en líneas esenciales, es predicable de los Proyectos de Urbanización, para llevar a la práctica los más arriba enumerados, los Program as de Actuación Urbanística y los Planes Especiales, que en ningún caso podrán susti­tu ir a los Generales como instrum entos de ordenación integral del territo rio (arts. 84.5 y 92).

c) Publicidad, publicación y vigencia

Los Planes, Normas Complementarias y Subsidiarias, Programas de Actuación Urbanística, Estudios de Detalle y Proyectos, con sus norm as, ordenanzas y catálogos, serán públicos y cualquier persona

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podrá en todo momento consultarlos e inform arse de los mismos, dice el artículo 133 del T.R., que regula exclusivamente la publicidad de estos documentos. Algo distinto es la publicación, m ediante la cual se prom ulgan las norm as jurídicas y que pone el hito inicial para de­term inar su vigencia. En tal aspecto, la Ley del Suelo ofrecía una visión restrictiva, ya que todas las modalidades del planeam iento eran inm ediatam ente ejecutivas una vez publicada su aprobación defini­tiva (art. 131). Aquí, como antes se dijo, aparece la am bigüedad de la naturaleza jurídica reflejada en la indecisión de la terminología, más propia de los actos singulares que de las disposiciones generales.

Pues bien, la Ley reguladora de las bases del régimen local 7/1985, de 2 de abril, ha rectificado este planteam iento como reconoce la Sen­tencia de 13 de noviembre de 1989 y exige que las norm as de los planes urbanísticos se publiquen recogiendo su texto completo, momento final que es el inicial del cóm puto de la vacatio legis, fijada en quince días hábiles (art. 70.2, en relación con el 65.2). El ám bito de esta nor­m a comprende no sólo los planes cuya aprobación definitiva corres­ponde exclusivamente a los municipios, sino tam bién a los demás sin distinción, por aconsejarlo así la am plia dicción literal del artícu­lo 70.2 ... referida a los planes urbanísticos sin distinción, el carácter municipal del planeam iento en alguno de sus escalones, la lógica que excluye que en los planes de mayor relevancia la publicidad sea m enor y, en últim o térm ino, el principio de interpretación conforme a la Constitución, que en su artículo 9.3 consagra el principio de publici­dad de las normas» (Sentencia de 10 de abril de 1990).

d) La impugnación de los planes urbanísticos

La naturaleza norm ativa de los planes sirve, por o tra parte, para perfilar su impugnación en sede contencioso-administrativa, de cuyo ám bito quedan excluidos los que revistan la form a de ley y se incluyen todos los emanados de la potestad reglam entaria, cuyo control le co­rresponde privativam ente (arts. 106 de la Constitución y 1.° de la Ley reguladora de la antedicha jurisdicción). A su vez, la impugnación puede ser directa o frontal e indirecta. Aquélla no ofrece peculiaridad alguna en su régimen jurídico, si bien no esté de más recordar que en tal caso la más reciente tendencia jurisprudencial ha reconocido al Ayuntamiento afectado la legitimación pasiva, en posición de auténtico dem andado y no de mero coadyuvante, aun cuando la aprobación de­finitiva correspondiera a la Comunidad Autónoma tam bién legitimada

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en el mismo concepto, por descontado, como consecuencia de existir en el Plan General un doble interés, local y supralocal (Sentencia del T.C. 170/1989, de 19 de octubre), y una competencia com partida (Sen­tencia, Sala Tercera, del T.S. de 20 de marzo de 1990).

La impugnación indirecta se ha configurado jurisprudencialm ente con una am plitud extraordinaria, no sólo con oportunidad de los ac­tos singulares de aplicación (Sentencias de 7 de febrero y 15 de junio de 1977, 14 de marzo de 1988, 14 de febrero, 20, 21 y 27 de marzo de 1990), sino tam bién en el supuesto de los planes de desarrollo a nivel inferior y más específico (Sentencia del T.S. de 22 de enero de 1988), y puede com prender el contenido completo del plan (normas sobre el uso del suelo o transform ación m aterial de la realidad), por efecto de la íntim a conexión de los distintos elementos integrantes del planeamiento (Sentencia de 17 de octubre de 1988). Finalmente, se perm ite esta m odalidad im pugnatoria con ocasión del acuerdo de sus­pender el otorgam iento de licencias de edificación, como consecuencia del carácter general de esta medida, íntimamente conectada con el planeamiento, de clara naturaleza normativa, no obstante su califica­ción como «acto» preparatorio en la Ley del Suelo y, por ello, la negativa a conceder una tal licencia en cumplimiento del acuerdo de suspensión puede ser im pugnada con fundamento en la ilegalidad de este últim o (Sentencia de la entonces Sala Cuarta del T.S. de 7 de no­viembre de 1988).

4. E l e spa c io c o m o e l e m e n t o del u r b a n ism o

El concepto de planificación lleva dentro de sí una dimensión tem ­poral que podría enunciarse sintéticam ente como la pretensión de conquistar el futuro, pero en el ám bito del urbanism o tiene por objeto el espacio, cuya m ateria prim a es la superficie del globo terráqueo, la «tierra firme» en expresión de los geógrafos y navegantes del Renaci­miento. Esta tierra se convierte a su vez en suelo, concepto ya con una notoria carga jurídica, para term inar siendo «solar», algo que —como se ha dicho— no existe en el mundo físico y es creación del hombre. En ese largo andar, la clasificación del suelo es obra de la Ley y, por tanto, artificial en sí misma.

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A) La clasificación del suelo

La prim era Ley del Suelo lo clasificaba ya el año 1956 en dos tipos comunes a todos los municipios españoles, tuvieren o no Plan de Or­denación, añadiendo un tercero interm edio para aquéllos, y así se ha­blaba de suelo urbano (de reserva urbana) y rústico (arts. 62 y 66). Este trípode fue sustituido por otro simétrico veinte años después (Texto Refundido, Real Decreto 1356/1976, de 9 de abril), aun cuando con distinta terminología: suelo urbano (urbanizable, program ado o no) y no urbanizable (arts. 77 y 81). A su vez, el Real Decreto-Ley 16/ 1981, de 16 de octubre, establece la equivalencia (en líneas generales) de esos tres círculos concéntricos, con ciertos matices respecto de los prim eros, pero con plenitud para el últim o de am bas clasificaciones (arts. 2, 3 y 4). En una y otra, la definición de ese últim o miembro se form ula por vía negativa: constituirán suelo rústico o no urbanizable «los demás» (arts. 65-66 y 80-81, respectivamente), con un talante re­sidual y un régimen jurídico ac hoc diseñado en la propia Ley. El vi­gente Texto Refundido recoge la trilogía, con la mism a nom enclatura y subespecies, añadiendo el suelo apto para urbanizar, según las nor­mas subsidiarias, como equivalente en líneas generales al urbanizable (arts. 9 al 13).

Esta regulación especial se configuraba en 1956 como un conjunto de limitaciones urbanísticas del derecho de propiedad, con un acen­tuado énfasis en la facultad de edificar (art. 69). Esa mism a concep­ción perdurará en 1976 y para el aspecto que aquí nos interesa en el ar­tículo 85, donde se incluyó el régimen jurídico del suelo no urbanizable (por remisión del siguiente, como recuerda el Real Decreto-Ley 16/ 1981, art. 4.°), veda cualquier construcción salvo las destinadas a ex­plotaciones agrícolas relacionadas con la naturaleza y destino de la finca, así como las vinculadas a la ejecución, entretenim iento y servi­cio de las obras públicas. La Ley 8/1990, de 25 de julio, sobre reform a del régimen urbanístico y valoraciones del suelo, no modifica ta l es­quema, como pone de manifiesto su artículo 5.°, donde se definen estos terrenos en función del uso o destino agrícola, forestal, ganadero o cinegético y, en general, vinculado a la utilización racional de los recursos naturales. En la m ism a línea se sitúa el vigente Texto Refun­dido (arts. 15 al 17).

En definitiva, las norm as pertinentes nos sitúan, sin pretenderlo, en un plano más profundo. Efectivamente, si el suelo rústico es obra

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de la Naturaleza, tal y corno fue creado en el principio de los tiempos, el urbano es un producto de la H istoria, m ientras que el urbanizable se encuentra a medio camino entre el deseo y la realidad. Este es el verdadero escenario del urbanism o y donde la ordenación planificada cobra todo su sentido transform ador. En los otros dos tipos de suelo sólo cabe la vigilancia atenta para conseguir su conservación. En el tercero, con vocación de crisálida, opera el hombre o, mejor, los hom ­bres, como grupo social, para hacer del campo, calle y sobre todo plaza, ágora, zoco o zócalo, lugar de encuentro de las gentes y asiento del poder, entre el templo y las oficinas de los burócratas. Ahora bien, aun así ha sido y sigue siendo cierto el proverbio medieval de que la ciudad nos hace libres.

B) El suelo urbano

Las consideraciones o reflexiones anteriores no son piruetas retó­ricas, para solaz de quien las escribe, sino que constituyen la razón profunda de muchas de las soluciones legislativas o jurisprudenciales. Vayamos, pues, al grano y para ello nada m ejor que observar la con­figuración jurídica del suelo urbano, constituido por los terrenos que cuenten con acceso rodado, abastecim iento de agua, evacuación de las mismas o sum inistro de energía eléctrica o que estén comprendidos en áreas consolidadas por la edificación al menos en dos terceras par­tes de la superficie. Así lo definieron el artículo 78 de la Ley del Suelo y el 21 del Reglamento de Planeamiento y hoy lo hace el 10 del Texto Refundido, sin olvidar la zona o fondo de influencia (el «harim» en la terminología del Derecho musulmán) de los servicios urbanísticos existentes dentro de un radio de cien metros (art. 148 del Reglamento de Gestión Urbanística). Aun cuando previsto con ocasión de las va­loraciones, no merece la pena insistir en que, por ello mismo, el cri­terio es reversible y ha de ser utilizado para la calificación del suelo.

Conviene observar que las norm as transcritas anteriorm ente no hacen sino describir la realidad y exponer los hechos determ inantes para dotar de contenido a un concepto jurídico indeterm inado, el suelo urbano. Este, en consecuencia, no puede ser creado ex nihilo por el Plan de Ordenación, que ha de constreñirse a com probar si se dan cualquiera de los dos supuestos alternativos, nunca concurrentes: la existencia de los servicios públicos o la edificación consolidada. Lo expuesto nos lleva de la mano a una doble conclusión. El suelo urbano es el que es y su inclusión como tal en el Plan no es reflejo de una

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potestad discrecional del planificador (la Administración autora del mismo), sino obligada o inexcusable. Lo indica significativamente la preposición causal utilizada y, en su virtud, la ordenación ha de cla­sificar necesariamente bajo el epígrafe de «urbanos» ciertos terrenos «por contar con...» o «por estar...».

Así lo ha entendido el Tribunal Supremo en una constelación de sentencias que, por su núm ero y coherencia, conform an la «doctrina legal» sobre el tema, con el valor norm ativo complementario que le otorga el Código civil (art. 1.°, párr. 6) y la eficacia rescisoria de las soluciones contradictorias con la cual le dota la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-adm inistrativa [art. 102, ap. b)]. En tal sen­tido, la vieja Sala Cuarta había insistido en la idea de que el suelo urbano «debe ser definido en función de la realidad de los hechos», desde el doble aspecto «de sus servicios o de su edificación», sin que «se pueda desconocer en esta m ateria la fuerza norm ativa de lo fác- tico», incluso «aunque irregular por el sistem a de formación» y «la im posibilidad de aplicar a las construcciones realizadas la norm ativa urbanística que las eliminaría».

En consecuencia, el suelo urbano «es un concepto rigurosam ente reglado» y «la actividad adm inistrativa en esta m ateria es de pura comprobación», porque «la clasificación de un terreno como tal de­pende del hecho físico de la urbanización. Esa calificación, pues, cons­tituye un im perativo legal que no queda al libre arbitrio del planifica­dor», «de suerte que la Administración queda vinculada por una rea­lidad que ha de reflejar en sus determinaciones clasificadoras», «con obligado respeto» a aquella realidad. En suma, la definición que con­tiene la Ley del Suelo para el urbano (art. 78) ha de «prevalecer... sobre lo establecido en los respectivos planes de urbanización y sus correspondientes Ordenanzas municipales» y, por ello, «constituye, pues, un límite de la potestad de planeamiento, tanto cuando ésta actúa ex novo como cuando opera por vía de revisión o modificación».

Como resum en de esa caudalosa corriente jurisprudencial, dos re­cientes sentencias de la nueva Sala Tercera del Tribunal Supremo insisten machaconam ente en los criterios expuestos. Una de ellas nos recuerda que «la clasificación del suelo urbano viene predeterm inada por la Ley y sólo pueden y deben incluirse en esta clase de suelos los terrenos que reúnan los requisitos de urbanización básica o de con­solidación edificativa». La o tra ofrece una síntesis de las muchas

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sentencias anteriorm ente seleccionadas, con invocación de ellas, y nos vuelve a decir que «la clasificación de un suelo como urbano consti­tuye un im perativo legal que no queda al arbitrio del planificador, de suerte que aquél debe ser definido en función de la realidad de los hechos». Va de suyo y no merece la pena insistir en ello, que tales circunstancias de hecho, soporte o presupuesto, contenido en suma de la noción abstracta en que consiste todo concepto jurídico indeterm i­nado, han de ser ofrecidas al Juez y adveradas con la utilización de los adecuados medios de prueba, como hacen para ratificar o recti­ficar los actos adm inistrativos impugnados todas las sentencias que hemos venido reseñando. En esa panoplia de elementos de juicio que la Ley de Enjuiciam iento y el Código civil ofrecen, tienen una rele­vancia especial y a veces concluyente la clasificación del suelo con­trovertido en los anteriores Planes, los dictámenes periciales y, sobre todo, la inspección ocular o reconocimiento del terreno por el juz­gador.

C) El «ius variandi» y la responsabilidad de la Administración

En este contexto conviene situar el ius variandi que, con ta l lati­najo, ha reconocido el Tribunal Supremo al planificador, como no podía ser menos y que significa, lisa y llanamente, en el lenguaje con el cual suele el pueblo hablar a su vecino, el reconocimiento de que la Administración autora del Plan puede modificarlo. Ahora bien, esta potestad, como todas, tiene sus límites y su ejercicio torticero o to r­cido, erróneo, conlleva unas consecuencias previstas con precisión en nuestro ordenam iento jurídico. En efecto, si se diere el binom io cuyo prim er miembro sea una actuación adm inistrativa ilegal y cuyo se­gundo fuera un daño o perjuicio a una persona o un grupo de ellas, la conclusión no puede ser o tra sino la responsabilidad patrim onial de la Administración autora del desaguisado. Esa es la respuesta que a tal desafío o reto dan nuestras leyes de expropiación forzosa (art. 121), de régimen jurídico de la Administración del Estado (art. 40) y del régimen local (art. 54 de la Ley 7/1985, de 2 de abril) con el espalda­razo de la Constitución (arts. 9.3 y 106.2). La concurrencia de ambos factores configura el concepto de «lesión», desencadenante de aquella responsabilidad, como cuida de advertir la Sala Tercera del Tribunal Supremo en una sentencia cuya tin ta apenas ha tenido tiempo de se­carse (15 de octubre de 1990).

Tal es el régimen propio del suelo urbano, precisam ente por su

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esencial inm utabilidad e intangibilidad, aun cuando perm ita obras de saneamiento o reforma. La descalificación de este tipo de suelo para degradarlo, con menoscabo del aprovechamiento por alteración de su destino, como consecuencia de la modificación del planeamiento, es causa inm ediata, sin más, del derecho de las víctimas de tal tropelía a ser indemnizados y con m ayor motivo si esa alteración ilegítima de la clasificación produce un enriquecim iento correlativo de otros. En este caso no jugaba el artículo 87.2 de la vieja Ley del Suelo, que con­tem plaba el suelo urbanizable, único donde cabe el cambio por su naturaleza transform adora. La inclusión del urbano en el Plan tiene una función m eram ente declarativa, como antes se vio, como espejo de la realidad física, y su exclusión posterior no es posible si aquélla fue correcta. Por contra, el urbanizable lo es porque así le da la real gana al planificador, que puede cam biar im punem ente de criterio, salvo si ha creado unas expectativas suficientemente sólidas para de­term inar o, al menos, condicionar la actuación de los propietarios. A la protección de la confianza, en definitiva, se reconducen los dos supuestos de responsabilidad que contiene la norm a analizada, donde aquélla sólo nace si la alteración del planeam iento se produce antes de transcurrir los plazos previstos para su ejecución o si ésta no se llevó a efecto por la desidia de la Administración. Es evidente que ambas hipótesis, posibles y más que probables en el suelo urbaniza- ble, son inimaginables en el urbano, preparado ya para construir, por disponer de la infraestructura necesaria o edificado ya y ya ordenado en la m ayor parte de la superficie.

En tal sentido se han venido pronunciando quienes han estudiado la cuestión desde cerca. Así, el profesor M in g o de M ig u e l considera que la clasificación de terrenos, discrecional para los urbanizables y reglada para los urbanos, no es en este últim o tipo sino «la delimi­tación m ediante el Plan de una realidad urbanística existente» y esto explica, una vez más, la exclusión del suelo urbano del régimen de indemnizaciones del artículo 87.2, ya que una mutación de su delimi­tación que resulte contraria a lo dispuesto en el artículo 78 del Texto Refundido constituiría más un supuesto de impugnación de la legali­dad del Plan que un caso de indemnización por reform a del planea­miento. Ahora bien, conviene aclarar que esta pretensión de resarci­miento puede ser ejercitada o esgrim ida con independencia de la ac­ción de nulidad, conjuntam ente con ésta en una impugnación directa del Plan, después de conseguir la anulación por ser incorrecta la cía-

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sificación del suelo o incluso en una fase aún posterior, al im pugnar los actos de aplicación con fundam ento en la ilegalidad del Plan. No se olvide al respecto que esta es una disposición general de rango infe­rio r a la ley y, por tanto, resulta adecuado para com batirla el arm a­m ento que sum inistra la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso- adm inistrativa.

Más explícita es, si cabe, la opinión de otro profesor, Luciano P a­r e jo , sobre el ám bito del tantas veces invocado artículo 87.2 de la Ley del Suelo, que «cubre únicam ente la fase de ejecución del planeamien­to referida a la transform ación del territorio (la urbanización) precisa para convertirlo en suelo apto para servir de soporte o aprovecha­mientos urbanos», fase necesaria cuando de este últim o suelo se trata. Es, por tanto, «perfectamente congruente» con la naturaleza respec­tiva de los terrenos excluir el urbano de la regulación contenida en la norm a que nos ocupa... En todo caso, cabría recurrir al régimen ge­neral de la responsabilidad patrim onial de la Administración (que, naturalm ente, no resulta excepcionado por las modulaciones de que es objeto en la legislación urbanística) ... Pero, además, el suelo puede ser clasificado como urbano sin estar ya en una situación de plena urbanización, como «es el caso del suelo meram ente consolidado por la edificación en las áreas periféricas de las poblaciones, lim ítrofes con suelos de d istinta clasificación», donde «puede resu ltar precisa —para su legítima edificación— la realización de obras de urbaniza­ción». «La negación en él de todo derecho a indemnización por la frus­tración adm inistrativa de la patrimonialización del ius aedificandi representa evidentemente un tra to discriminatorio.» Ahora bien, «la imprevisión» legislativa «no com porta necesariamente aquella nega­ción». En efecto, «no puede olvidarse que la regulación urbanística específica de la responsabilidad de la Administración, no enerva el pleno juego del régimen general de la misma en todo lo no previsto por aquélla, que será, por tanto, el de pertinente aplicación al caso».

La Ley de Reforma del Régimen Urbanístico y valoraciones del Suelo, 8/1990, de 25 de julio, ofrece un diseño distinto en su Títu­lo IV, bajo el epígrafe «supuestos indemnizatorios». Antes de explicar sus líneas m aestras en lo que aquí concierne, me parece oportuno poner un cierto énfasis en el recuerdo de algunas nociones obvias, para que nada quede en el tintero con riesgo de ambigüedad, dando por supuestos y sobreentendidos elementos a veces ni siquiera enten­didos y otras apenas sabidos. La experiencia enseña la necesidad de

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hacer explícito lo evidente para no dejar vacíos en el discurso, con sorpresas en su recepción. En prim er lugar, esta nueva configuración continúa encuadrada en el ám bito común de la responsabilidad patri­monial de las Administraciones Públicas, cuyo régimen es el contexto o subsuelo, background, de las hipótesis de trabajo que, en el campo urbanístico, contemplan las norm as reguladoras de tal actividad, a las que, por o tra parte, rem ite el artículo 240 del Texto Refundido en el caso de las licencias. En segundo lugar, no está de más tampoco re­cordar que la Ley de reform a, como todas, tiene vocación de futuro y en principio no puede afectar perjudicial o restrictivam ente a situa­ciones jurídicas consolidadas y, por tanto, a los derechos nacidos con arreglo a la legislación anterior, de hechos realizados bajo su régimen, aunque la actual los regule de otro modo o no los reconozca, en la defi­nición siempre viva del Código civil (disp. trans. 1.a). La colisión de ambas fuerzas, tesis y antítesis, sólo perm ite una síntesis, que es la solución indemnizatoria. Finalmente, el supuesto que viene ocupando nuestra atención, consistente en la descalificación del suelo urbano como tal, degradándole a la categoría de urbanizable, continúa sin apa­recer en la nueva regulación, quizá por su im posibilidad lógica y su talante radical. En suma, si se da este supuesto im probable, pero po­sible en la práctica, la reacción consiguiente ha de ser reconducida al sistem a general, aun cuando no dejen de ser útiles los criterios parciales para evaluar algunos de los diferentes elementos de la in­demnización.

En el esquema que diseña la Ley de Reforma conviene separar dos aspectos, el nacimiento del derecho a la indemnización y su cuantifi- cación. En la prim era de estas facetas es necesario analizar una por una las varias situaciones posibles, desde la más genérica o abstracta hasta su completa concreción o materialización. Así lo exige la confi­guración genérica de la responsabilidad patrim onial de la Administra­ción urbanística. La modificación o revisión de los planes (general, especial de reform a in terior y parcial o program a de actuación urba­nística) —advierte el art. 237 T.R.— sólo conferirá derechos indemni- zatorios (sic) si los aprovechamientos susceptibles de apropiación (ad­quisición en la Ley de Valoraciones) derivados del nuevo planeam iento fueran inferiores a los resultantes del anterior, siem pre que éstos hu­bieran sido ya patrim onializados y no pudieren materializarse, sin que las situaciones fuera de ordenación como consecuencia de tales altera­ciones sean indemnizables.

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Pues bien, en el grado de m enor desarrollo urbanístico, la adqui­sición del derecho a urbanizar requiere la aprobación definitiva del planeamiento preciso en cada clase de suelo, en su modalidad más específica para su ordenación y, a las veces, cuando lo exijan así la Ley o el Plan, del estudio de detalle, proyecto de urbanización o cual­quier otro instrum ento adecuado (art. 24 T.R.). En tanto subsista la modificación del planeamiento que desconozca o restrin ja tal facultad, dará derecho a indemnización. A su vez, el derecho al aprovechamien­to urbanístico, como una segunda etapa en este camino, se adquiere por el cumplimiento de los deberes de cesión, equidistribución y u r­banización en los plazos fijados por el planeamiento o la legislación urbanística aplicable (art. 26 T.R.). El otorgamiento de la licencia de­term inará la adquisición del derecho a edificar, m ientras que la con­clusión de esas obras de construcción perfecciona el dominio sobre lo edificado y consolida el derecho de propiedad que se incorpora así al patrim onio de su titu lar (arts. 33 y 37 T.R.).

El otro aspecto del tem a propuesto consiste en determ inar la cuantía de la indemnización, una vez reconocido el derecho a ella. Los conceptos o partidas que pueden y deben tenerse en cuenta son distintos según la calificación del suelo y el grado de adquisición o ejecución, pero en cualquier caso —como mínimo inexcusable— serán indemnizables los gastos producidos por el cumplimiento de los de­beres básicos inherentes al proceso urbanizador y edificatorio, dentro de los plazos establecidos al efecto, que como consecuencia de un cambio de planeamiento o por acordarse la expropiación devengan inútiles (art. 241 T.R.). A p a rtir de este rasero o listón, conviene re­pasar una vez más los tres supuestos más arriba analizados. Así, en el caso del derecho a urbanizar ha de ser incluida la valoración del ca­rácter urbanizable con el aprovechamiento que el plan reconozca. En tal sentido, el valor del suelo urbano, una vez adquirido tal derecho será el correspondiente a la unidad del aprovechamiento urbanístico susceptible de apropiación, m ientras que en el urbanizable el valor inicial del terreno se increm enta en el 50 por 100 del coste estimado de su urbanización (art. 51 T.R.). Una vez extinguido el derecho a u r­banizar por incumplimiento de los deberes urbanísticos, el valor del terreno urbano será el que se acaba de enunciar o el resultante del planeam iento precedente, si éste fuera inferior, y el inicial cuando se tra te de suelo urbanizable.

En el caso del aprovechamiento urbanístico, si la modificación21

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(art. 52 T.R.) del planeamiento se produce una vez adquirido el de­recho, pero antes de transcurrir los plazos para solicitar la licencia de obras, la cuantía de la indemnización com prenderá la totalidad de tal aprovechamiento, determ inada según los criterios antes expuestos y que contiene el artículo 53. No procederá indemnización alguna por la reducción del aprovechamiento si ya hubieran transcurrido tales plazos sin haberla solicitado, aun cuando no se hubiera notificado al propietario la incoación del respectivo expediente de incumplimiento. No obstante, si la reducción im pidiera la edificación del 50 por 100 del aprovechamiento ya adquirido, la diferencia será indemnizable (art. 237.3 T.R.).

El derecho a edificar, una vez patrim onializado, exige distinta res­puesta, condicionada por la situación en la cual incida el nuevo pla­neamiento. Cuando la edificación no hubiera comenzado al en trar éste en vigor, se extingue ope legis la eficacia de la licencia en la parte disconforme con la ordenación actual, debiendo indemnizarse la re­ducción del aprovechamiento lucrativo resultante de las nuevas con­diciones urbanísticas, así como el 25 por 100 del coste de ejecución del proyecto para el que se obtuvo la mism a y la totalidad de los gastos que, justificadam ente, estén motivados por la edificación pro­yectada o iniciada, según establece el artículo 55 del T.R. Si se hubie­ren iniciado ya las obras, subsisten la validez y eficacia de la licencia y, en consecuencia, puede continuar la edificación, arreglada al pro­yecto autorizado, hasta concluirla. No se sigue de ello daño o perjuicio alguno ni, en definitiva, responsabilidad patrim onial de la Adminis­tración actuante. Ahora bien, la Administración podrá m odificar o revocar la licencia, fijándose la indemnización de acuerdo con lo es­tablecido para el supuesto anterior (art. 238 T.R.). El edificio se in­corporará definitivamente al patrim onio de su dueño (art. 37 T.R.) y permanece incólume, aun cuando «fuera de ordenación», con todas sus secuelas. El mismo régimen jurídico conviene cuando se tra te del derecho a lo edificado, como es natural, por haber finalizado la cons­trucción antes de la alteración urbanística.