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Instrumentos musicales del occidente de México: las tumbas de tiro y otras evidencias 1 Otto Schöndube B. Centro Regional de Occidente INAH-SEP Siempre he dicho que a la arqueología del occidente de Méxi- co se le ha visto, por lo general, como el “patito feo” de la arqueología mexicana porque se conoce muy poco de ella. Lo que la mayoría del público conoce de la arqueología mexica- na, es la arqueología monumental, y si bien el occidente de México tiene de todo, carece de la monumentalidad de otras de las áreas mesoamericanas. En el occidente mexicano, en efecto, no tenemos una Tula, un Chichén Itzá, un Teotihua- can o un Monte Albán. Por lo demás, las fuentes escritas de fechas tempranas que nos hablan del pasado prehispánico del occidente son escasas y poco conocidas. De hecho, el término occidente de México fue acuñado más como una simple separación geográfica que como un término con connotaciones culturales. El centro de México siempre estuvo ligado a las culturas nahuas; el área sur a los mayas; la región del golfo a olmecas y totonacas y Oaxaca a zapotecas y mixtecas; mientras que el occidente se mantuvo como un área geográfica sin adscripciones étnicas determi- nadas, o a lo sumo tarascas, lo que, como veremos después, tampoco es muy adecuado. A manera de anécdota, recuerdo que hace tiempo, cuan- do trabajaba en las bodegas del Museo Nacional de Antropo- logía, se colocaban muchos materiales en la sección del occi- dente de México por la simple razón de que no eran catalogables en las otras secciones establecidas. Por todas estas carencias, en muchos casos cuando se estudiaba al occidente (si es que se le estudiaba), se hacía tomando como modelo a los otros sitios y áreas; interpretan-

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Instrumentos musicales del occidente de México: las tumbas de

tiro y otras evidencias1Otto Schöndube B.

Centro Regional de Occidente INAH-SEP

Siempre he dicho que a la arqueología del occidente de Méxi­co se le ha visto, por lo general, como el “patito feo” de la arqueología mexicana porque se conoce muy poco de ella. Lo que la mayoría del público conoce de la arqueología mexica­na, es la arqueología monumental, y si bien el occidente de México tiene de todo, carece de la monumentalidad de otras de las áreas mesoamericanas. En el occidente mexicano, en efecto, no tenemos una Tula, un Chichén Itzá, un Teotihua- can o un Monte Albán. Por lo demás, las fuentes escritas de fechas tem pranas que nos hablan del pasado prehispánico del occidente son escasas y poco conocidas.

De hecho, el término occidente de México fue acuñado más como una simple separación geográfica que como un término con connotaciones culturales. El centro de México siempre estuvo ligado a las culturas nahuas; el área sur a los mayas; la región del golfo a olmecas y totonacas y Oaxaca a zapotecas y mixtecas; mientras que el occidente se mantuvo como un área geográfica sin adscripciones étnicas determi­nadas, o a lo sumo tarascas, lo que, como veremos después, tampoco es muy adecuado.

A m anera de anécdota, recuerdo que hace tiempo, cuan­do trabajaba en las bodegas del Museo Nacional de Antropo­logía, se colocaban muchos materiales en la sección del occi­dente de México por la simple razón de que no eran catalogables en las otras secciones establecidas.

Por todas estas carencias, en muchos casos cuando se estudiaba al occidente (si es que se le estudiaba), se hacía tomando como modelo a los otros sitios y áreas; interpretan­

do el occidente a partir del centro de México; se creía, en muchos casos, que los elementos que aparecían en el occiden­te no eran fruto de esa propia área, sino un legado de las otras áreas. Esto le dio un sentido de marginación, olvidando quizás que en muchos casos y según las propias tradiciones del centro, los grandes imperios tardíos como el mexica y aun el tolteca, habían tenido su origen en el occidente y en el noroeste de México. U na posición un tanto opuesta, pero igual de dañina, fue tom ada por muchos historiadores loca­les e incluso por arqueólogos, los que tildaron a menudo como tarasco a todo el occidente, olvidando que lo tarasco en realidad es sólo un momento y una parte de su extenso territorio.

Actualmente se pretende ver al occidente en su connota­ción real, en su propio territorio; y aunque esto se está hacien­do faltan muchos estudios; es necesario reconstruir su cultu­ra prehispánica y no sólo excavar sus manifestaciones.

Si vemos un m apa de México en la época prehispánica, las áreas culturales que mencionábamos: la maya, la mixte- ca-zapoteca, etc., las encontramos más o menos definidas y abarcando, cada una de ellas, por lo general, una de las subáreas mesoamericanas. Por el contrario, el área cultural del occidente, no es un área uniforme, es un área cultural múltiple y complicada. Se decía en un tiempo (y yo seguía antes esta corriente) que el occidente era poco mesoamerica- no; ahora más bien alego lo contrario, digo que es mesoame- ricano; pero que esta mesoamericaneidad se manifiesta más bien en una faceta rural que en una de tipo urbano o de tipo estado. Estamos tratando entonces en el occidente con cultu­ras (a mi modo de ver) más simples en cuanto a su organiza­ción social, pero no por eso menos complejas en cuanto a sus conocimientos o a sus manifestaciones.

¿Por qué esta gran variedad cultural en el occidente? Se me ha acusado a menudo de ser un determinista geográfico, y en realidad has ta cierto punto lo soy. Si vemos el m apa del occidente de México, veremos que es el área cultural mesoa- mericana más grande que existe, que según algunos, va desde la desembocadura del Balsas hasta casi la frontera entre Sinaloa y Sonora. Es decir, es el territorio que más grados de diferencia tiene en sus latitudes extremas; se tie­

nen por lo mismo, climas mucho más variados. Igualmente es un área con una gran viabilidad en el paisaje debido a una topografía bastante abrupta con la Sierra Madre Occidental, parte de la Sierra Madre del Sur y el Eje Neo Volcánico. Todo esto nos da una serie de nichos ecológicos, cada uno con sus características climáticas y con sus recursos. Al mismo tiem­po, estos nichos están bastante encerrados o separados entre sí por la misma topografía; o sea, hay problemas para la comunicación, barreras aislacionistas.

Todo lo anterior según se ve, provocó una gran diversi­dad de grupos étnicos cada uno con su propia lengua y cultura; sin embargo, y contradictoriamente, el occidente funcionó también como un corredor cultural por el que olea­das migratorias penetraron al centro de México. Muchos de estos nuevos grupos desplazaron a los antiguos complicando más el panoram a y dándose el fenómeno que Aguirre Bel- trán llamó de “áreas de refugio”. El caso más típico sería el de coras y huicholes que han sobrevivido con su cultura hasta épocas recientes.

Lo que tenemos en el occidente de México, son funda­mentalmente una multitud de culturas, cada una con sus características; más parecidas entre sí las cercanas y vivien­do en medios semejantes, más diferentes conforme más sepa­radas o con diferencias en sus hábitats; culturas más sofisti­cadas y complejas según nos movamos hacia el sur o hacia el norte.

Respecto a lo mesoamericano del occidente, empecé a captar esto que para mí es una realidad, al leer a un antropó­logo bastante controvertido: el Dr. Peter Furst, quien estu­diaba los materiales de las culturas de las tumbas de tiro de Jalisco, Colima y N ayarit y las interpretaba en parte usando como modelo a la cultura cora-huichol actual. En este caso en especial, es patente la contradicción; ya que se dice por una parte que las culturas del occidente no son mesoamericanas, pero por otra parte se está usando como parámetro una cultura etnográfica totalmente mesoamericana y cuyas le­yendas y tradiciones son en mucho idénticas a las de los mexicas o aztecas.

En realidad el problema del occidente de México consis­te en que no podemos generalizar los resultados que obtene­

mos en un área, para darlos a toda la región del occidente. Cada área, cada época, tiene sus propios problemas. Con esto entramos en un aspecto de la arqueología que va a afectar el estudio de los instrumentos musicales.

P ara nosotros los arqueólogos, cualquier remanente de las culturas del pasado, sea un instrumento musical, sea un artefacto en lítica, un objeto cerámico, etc..., tratam os de entenderlo dándoles de inmediato en nuestra “pervertida” mente, tres coordenadas:

1. La coordenada tiempo. ¿Cuándo?2. La coordenada espacio. ¿Dónde? Un dónde, no sola­

mente en sentido físico de lugar, sino en su relación contextual con otra serie de objetos y con su medio ambiente.

3. La coordenada cultural. ¿Cómo?, ¿para qué?, ¿por quién?, etc. Es decir, el significado particular del ob­jeto en la cultura que lo produjo.

Normalmente se tiene facilidad para obtener las dos primeras coordenadas: el tiempo, aunque muchas veces con­sideramos periodos de 100,200,500 ó más años como fenóme­nos uniformes y estables, hecho que conlleva una serie de problemas; y el espacio, que se obtiene simplemente por la ubicación del hallazgo; en este caso también hay problemas cuando se desconoce por ejemplo la procedencia del objeto.

El arqueólogo mismo tra ta siempre de excavar el terre­no para apreciar totalmente el contexto de los objetos que encuentra. Aquí en el occidente hay una gran tragedia; en este territorio, tan poco atendido y con tan ta riqueza arqueo­lógica, el saqueo ha sido pavoroso, lo que ha causado que la mayoría de las piezas en los museos carezcan de un contexto especial adecuado. Otro problema es el de las falsificaciones, puesto que si no nos cuidamos, a veces nos dan como verda­deros objetos que son falsos. Por ello, a menudo se introducen restos no adecuados para la interpretación. Lo anterior hay que tomarlo particularmente en cuenta al estudiar e interpre­ta r muchas de las representaciones de instrumentos musica­les o de músicos (esculturas que representan a ejecutantes) en el arte del occidente.

Un buen ejemplo de este tipo de problema, se presenta en L ’Art Tarasque du Mexique de Gilbert Médioni,2 editado

por Paul H artm ann el año de 1952 en París. Más que un libro, se tra ta de un catálogo que incluye como tarascos a objetos de Jalisco, Colima y Nayarit; y como si esto fuera poco, ilu stra adem ás objetos que van desde la cultura Chupí- cuaro de Guanajuato y Michoacán y que es anterior a la era cristiana, has ta objetos de la época del contacto con los españoles. El autor que definitivamente causa confusión en los lectores no profesionales, debió tomar como unidad taras­ca, el territorio que supuestamente ocuparon los tarascos en determinado momento; pero el hecho de hallar un objeto en ese territorio no nos da la certeza de que haya sido hecho por los tarascos o que haya sido hecho en el tiempo en que éstos dominaron determinadas áreas.

Queda claro pues, que para estudiar los instrumentos musicales prehispánicos, debemos aplicarles, al igual que a todo material arqueológico, las tres coordenadas. Hay que comparar objetos de una misma área y de una misma tempo­ralidad para poder establecer la convivencia de los mismos en una cultura dada, tratando de ver también su evolución. En algunos territorios que ya han sido explorados es eviden­te por ejemplo la presencia de determinados instrumentos musicales y la ausencia de otros.

Los musicólogos que lean libros e informes de arqueólo­gos, se percatan de otro problema, que hace patente y priorita­ria la necesidad de trabajos interdisciplinarios. Normalmen­te los arqueólogos ven los instrumentos musicales y los catalogan como tales en un sentido más bien formal, es decir: ven el tipo de decoración que tienen, su técnica de manufac­tura, sus dimensiones, etc., para ubicarlos en el tiempo; para ver su estilo y adscribirlos en una de las culturas que ellos mismos o algún colega ha bautizado con algún nombre. Raro es el estudio hecho por un arqueólogo en el que se estudien los problemas propiamente musicales del instrumento descrito: qué notas da, qué posibilidades técnicas musicales tiene etc.

El primer gran trabajo que tendríamos que hacer tanto arqueólogos como etnomusicólogos, sería la formación de un catálogo de los instrumentos que se conocen del occidente de México; dándoles hasta donde fuera posible una fecha de manufactura, y por su procedencia, ubicarlos espacialmente (en caso de carecer de ésta, tra ta r de proporcionársela por

comparación con instrumentos similares obtenidos de exca­vaciones sistemáticas). Ya con estas dos coordenadas, tiem- po-espacio, se buscarla interpretar la coordenada cultural, que es la más difícil de todas.

Hay que tom ar en cuenta que las culturas del occidente de México sufren cambios a través del tiempo; sin embargo estos cambios no se adaptan totalmente al marco cronológi­co general dado para Mesoamérica. Lo anterior es sobretodo palpable en lo que concierne al llamado período u horizonte Clásico.

Si tomamos a los horizontes o las divisiones temporales como simples divisiones cronológicas, naturalm ente toda área cultural pasaría por ese tiempo; pero en arqueología, las divisiones temporales se conjugan con la presencia de deter­minados rasgos o manifestaciones y avances culturales. En Mesoamérica, por definición, el horizonte Clásico implica urbanismo y una organización religiosa muy desarrollada; la cultura teotihuacana sería el ejemplo perfecto para este horizonte. En el occidente la vida fue fundamentalmente rural; por lo mismo, no consideramos acertado hablar de una época clásica en el occidente y hacemos hincapié en que las divisiones temporales, para ver la evolución de un pueblo, no tienen sentido a menos que vayan aparejadas a característi­cas culturales dadas.

Por otra parte, el horizonte Postclásico está marcado por un fuerte militarismo y por grandes movimientos de población, entre los que sobresalen las invasiones de los pueblos nahuas que dieron lugar al imperio tolteca y después al imperio mexica. Lógicamente que si las gentes que dieron lugar a este fenomeno, vienen del occidente de México, las características del Postclásico se inician (al menos para mí) antes en el occidente que en el centro de México. U na cosa es ver el marco cronológico general de nuestra república o de Mesoamérica, y otra es ver el marco cronológico y específico de un área o sitio en particular, especialmente en el occidente de México.

El conocimiento en el aspecto temporal está también bastante limitado en el occidente: determinados períodos de tiempo, determinadas facetas de su desarrollo cultural sólo se conocen para determinadas áreas. Como ejemplo pode­

mos hablar del horizonte Prehistórico, cuando los grupos eran nómadas y cuando tenían una economía de apropia­ción basada en la caza y la recolección. De ese remoto tiempo sólo tenemos datos para una pequeña parte del estado de Guanajuato, que fueron obtenidos por una expedición cientí­fica en la época de la Intervención francesa, grupo que tam ­bién obtuvo alguna información en la región de Juchipila en Zacatecas. Otros datos más recientes se tienen para las zo­nas lacustres de Sayula y Zacoalco en Jaliso.

Curiosamente, para esa parte temprana, podemos ya hablar de algunos elementos de carácter “musicológico”; me refiero a falanges fosilizadas de animales prehistóricos, qui­zás de venado o caballo, que presentan una perforación y un ahuecamiento en su cuerpo poroso; hay que aclarar que la perforación no es completa, es decir no pasa de un lado al otro de la falange. Este tipo de objetos, de indudable m anu­factura hum ana, también han sido encontrados en Europa en niveles paleolíticos y han sido interpretados como instru ­mentos musicales.

Otros instrumentos musicales un tanto extraños pue­den igualmente tener ese origen temprano. Se tra ta princi­palmente de objetos hechos en hueso, casi siempre de forma semilunar, provistos de una incisión y a menudo también de una perforación. Se ha supuesto que estas piezas funciona­ron como silbatos, similares a las hojas de laurel que se meten en la boca algunas personas para producir sonidos. Lógicamente se cree que estos instrumentos no pueden pro­ducir mucha variabilidad en sus sonidos; también por el nivel de las culturas que los produjeron, se cree que estos instrumentos tuvieron funciones de gamitadera, es decir, de reclamos para animales. (Foto 1 y 2).

Los anteriores instrumentos son los dos únicos que se conocen para estas fechas tempranas; las “gam itaderas” se siguen en etapas posteriores y en ocasiones se m anufacturan en tiestos re trabajados; en cambio las falanges, algunas de las cuales se rem ontan a los casi 10 000 años a.C. se descono­cen en los restos de los grupos sedentarios.

Pasemos ahora a una etapa poco conocida correspon­diente al llamado horizonte Formativo inferior, del cual en el occidente sólo se tienen datos del llamado Complejo de Capa-

Foto 1Silbato con función de gamitadera, procedente de Michoacán. Material: hueso. Largo 7.34 cm. Alto 1.94 cm. Espesor 0.94 cm. Cajón 13 “E”. Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

Foto 2Silbato con función de gamitadera, zoomorfo (serpiente). Presenta una perforación que vendrían siendo los ojos y sirve para suspensión. Proceden­cia: Michoacán (aunque no hay certeza de ello). Material: hueso (costilla). Largo 15.8 cm. Espesor máximo 1.43 cm. Cajón 13 “E”. Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

cha en Colima y del sitio del Opeño en Michoacán, los que se ubican por el siglo xv a. C.

Aquí se inicia, en el occidente de México, una tradición cultural que lo distiguirá de otras áreas. Un ejemplo sería la tradición con un culto funerario muy marcado, culto que se manifiesta sobre todo en las llamadas “tumbas de tiro” que tendrán su máximo apogeo entre 200 a.C. y 400 d. C. De las ofrendas colocadas en estas tumbas, viene nuestro mayor conocimiento del pasado prehispánico de la región.

En estos estudios, estamos partiendo de la hipótesis, comúnmente aceptada en la arqueología mesoamericana, de que estos pueblos tenían un concepto de la muerte y de una “vida” en el otro mundo muy semejante a la que llevaban los vivos en esta vida, es decir, que aunque los materiales vienen de un contexto funerario, generalmente estos están recrean­do, o se están repitiendo en las ofrendas para que los muer­tos, gocen de las mismas cosas que hay en este mundo. La mayoría de los instrumentos musicales que se conocen del occidente de México, sobre todo de Jalisco, Colima y Nayarit, entre 1500 a.C y 600 d.C. (lapso enorme de tiempo) provienen de este contexto funerario.

En el occidente de México no hay códices, no hay lo que podemos llam ar un arte pictórico amplio; pero sí tenemos una amplia iconografía en cerámica que nos reproduce, no en un plano, sino tridimensionalmente las evidencias de la vida en el pasado del occidente.

Pasemos ahora al problema de los materiales en que fueron hechos los instrumentos musicales. La evidencia que tenemos es fundamentalmente en cerámica (alrededor de un 95%), el resto está manufacturado en piedra, hueso, concha o caracol. Lo anterior nos puede inclinar a aceptar una suposición falsa; en realidad no podemos creer que los instru ­mentos se hayan hecho con esos materiales, más bien cree­mos que muchas veces los instrumentos colocados en las tumbas estaban fabricados en cerámica o en otro material semejante o más durable, precisamente para que duraran más tiempo en el recinto funerario. Creemos que en la vida real, las flautas, por ejemplo, fueron más bien eleboradas en carrizo o en madera; en las tumbas están en cerámica porque querían que el muerto las gozara más tiempo.

Se tiene que tom ar en cuenta también la diversa índole de la evidencia; en ocasiones hay representaciones del ins­trumento según su tam año real; existen representaciones de los músicos o ejecutantes; pero hay representaciones no to­talmente funcionales o en m iniatura y modelos.

De hecho la variedad de instrumentos en el occidente de México prácticamente es la misma que existe en Mesoaméri- ca; sin embargo hay algunos instrumentos, propios de una época que prefieren ciertos materiales y existen estilos regio­nales que varían a través del tiempo. El arqueólogo quizás, se equivoque en estos aspectos, ya que hay que recordar que en arqueología la evidencia negativa no siempre es una prueba fehaciente. Cada cultura tiene una m anera específica de m anifestar sus inquietudes y así hasta el año 600 d.C. en las tum bas de Tiro existe una iconografía muy amplia de todas las actividades que realizaba el hombre, incluyendo en gran medida las actividades musicales. Después del año 600, esta costumbre prácticamente desaparece pero, el que no haya representaciones de determinados aspectos, no quiere decir que no hayan existido. Si simplemente nos basaram os en este aspecto, diríamos que hubo mucha música en las etapas prehispánicas tem pranas del occidente y muy poca en las etapas tardías, ya que en ésta las representaciones son muy poco abundantes.

Relacionado con el problema anterior tendríamos tam ­bién que ver si determinados instrumentos son realmente el instrumento en sí, o un modelo del mismo, e igualmente distinguir entre instrumentos propiamente musicales como flautas, tambores, caracoles usados como trompetas, etc., y otro tipo de objetos que si bien producen sonidos, se duda que hayan sido usados como instrumentos musicales en el senti­do que nosotros los usamos ahora. Nos referimos, por ejem­plo, a los vasos silbadores (dudo mucho que se usaran para producir música en un conjunto musical o en una ceremo­nia); éstos producen un sonido agradable a la hora de verter un líquido de un recipiente a otro. Nos referimos también a los soportes de muchas vasijas que tienen la forma de un cascabel, o a los mangos tubulares de los saumerios que en muchas ocasiones están llenos de bolitas de barro o de piedri- tas; todos ellos producen sonidos agradables, sonidos que

deben haber tenido cierto simbolismo; sin embargo, no creo que todos estos objetos hayan sido usados como instrum en­tos musicales. Igualmente dentro de este grupo incluiría a la mayoría de los cascabeles de cobre, aunque hay que aclarar que estos pertenecen a la etapa tardía y no a la etapa de las tumbas de tiro (foto 3).

Foto 3Collar, 165 cuentas de concha y 19 cascabeles de cobre; de los extremos al centro va aumentando el tamaño. El cascabel central es en falsa filigrana y es el de mayor tamaño. Todos los cascabeles están hechos a la cera perdida y con percutor. Procedencia: Occidente de México. Largo total 55.5 cm. aprox. Alto 6.2 a 2.37 cm. (los cascabeles). Ancho 2.86 a 1.66 cm. (los cascabeles). Cajón 12 “B”. Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

Párrafo aparte merecen los silbatos, muchos délos cua­les no sabría en que categoría incluir; si en la de instrum en­tos musicales o en otro grupo. Estos “instrum entos” son muy abundantes en las culturas del occidente y casi siempre afec­tan la forma de figurillas tanto hum anas como animales; en cambio, los instrumentos reales como tambores, güiros y otros, aunque a veces lleven adornos humanos o animales,

su forma principal y funcional no está supeditada a la forma secundaria u ornam ental de los entes representados.

P ara una sociedad como la que propone Furst (1973 y 1974),3 para la etapa de las tumbas de tiro una sociedad de tipo rural, con un tipo de religión cham anística y animista, me pregunto si el silbato en las figurillas y su sonido, no serán más bien reflejo de la intención de tra ta r de represen­ta r en ella la voz o sonido que emitiría la persona o animal modelado en la figurilla.

Fenómenos semejantes de sustitución se dan en Mesoa- mérica, donde sabemos que a determinadas figuras o inclusi­ve entierros se les cubre con un polvo o pintura roja (cinabrio o hematita), para indicar el rojo de la sangre y que el ser sigue viviendo. Igualmente en cráneos encontrados recientemente en las excavaciones del Templo Mayor, se hallaron cuchillos de obsidiana en la cavidad bucal y en el área nasal, quizás para restituir las partes carnosas ya perdidas.

La mayoría de las figurillas y de las figuras huecas de la etapa de las tumbas de tiro proceden de saqueos, por lo que en realidad poco sabemos de su contexto dentro de la tumba misma. No sabemos qué relación existe entre la ofrenda y la persona o personas inhumadas. Sería interesante saber si la persona enterrada fue un músico, o si la escultura de cerámi­ca que representa a un músico fue ubicada en la tum ba para agradar y solazar en el más allá a un personaje de alto rango, etc...

La importancia del contexto es evidente ya que induda­blemente repercutirá en la interpretación; en Chupícuaro, sabemos que aparecen multitud de silbatos en los entierros, pero curiosamente estos silbatos aparecen sobre todo en los entierros de infantes y no en los de los adultos; desconocemos la razón, pero lógicamente debe haber un motivo cultural especial para este binomio silbatos-infantes.

Otro caso interesante se ejemplifica fuera del occidente y nos lo da el hallazgo de un conjunto musical encontrado en una tumba de Oaxaca. El conjunto está formado por una serie de figurillas independientes cada una tocando un ins­trumento alrededor de otra figura que representa el bulto funerario del fallecido. Aquí en el occidente ya hemos indica­do la numerosa presencia de figurillas que representan músi-

eos; sin embargo desconocemos si fueron encontrados aisla­damente en las tumbas o si originalmente fueron colocadas en los recintos funerarios. Mi idea es que, ya que las figuri­llas representan individuos en actitudes de la vida diaria, debieron ser usadas de la misma manera que nosotros usa­mos ahora figuras para formar nuestros “nacimientos navi­deños”. Es decir que se usaron para formar verdaderas esce­nas. Esta idea se ve apoyada por el hecho de que en Nayarit, Colima y en Jalisco aparecen escenas de figuras colocadas en una plancha o base común de barro realizando activida­des complementarias. Son famosas sobre todo las escenas de danza en forma circular con músicos al centro. Estas figuras son importantes, pues nos muestran los tipos de instrum en­tos que se tocaban; hasta ahora, las evidencias no muestran mucha variabilidad y casi siempre sólo vemos el uso simultá­neo de tambor y sonajas.

En la etapa de las tumbas de tiro tenemos evidencia de los siguientes instrumentos musicales: caracoles (trompe­tas), silbatos, ocarinas, flautas simples y dobles, flautas de pan, tambores, carapachos de tortuga y los raspadores u omi- chicahuaztlis.

Los omichicahuaztlis en la etapa del Postclásico nor­malmente eran hechos en huesos humanos (fémur), pero en la etapa de las tumbas de tiro no tenemos ninguna evidencia pues nunca hemos encontrado un omichicahuaztli de esa época; sin embargo, en las representaciones de músicos que tocaban este instrumento, éste al parecer estaba hecho en otro material, posiblemente de madera; otro aspecto intere­sante de estas figuras de ejecutantes de omichicahuaztli, es que tocan el instrumento directamente y en ningún caso lo apoyan sobre una jicara u otro elemento de resonancia como se da entre los yaquis y mayos.

El estado que tiene más representaciones de instrumen­tos musicales es indudablemente el de Colima, tanto en los instrumentos mismos como en representaciones de ejecutan­tes. Como instrumentos los más abundantes son silbatos y caracoles; aquí se presenta un aspecto interesante, y es que la mayor parte de los caracoles son del género strombus no propio de la costa del Pacífico, sino del m ar Caribe. La dis­tancia del Caribe a Colima es considerable y debió ser difícil

el adquirirlos, a tal grado, de que hay muchas réplicas de estos caracoles hechas en barro; las copias son muy fieles, no sólo en la apariencia externa sino también en las circunvolu­ciones internas, lo que se ve si se toman radiografías al caracol marino y al caracol en barro.

Los caracoles presentan como única modificación unas perforaciones en su borde para suspensión y un corte en el ápice que es lo que funge como embocadura para soplar; no hay ningún caracol, que yo conozca, que tenga otras perfora­ciones con el fin de dar variaciones de tono. Muchos caraco­les que se encuentran en las tumbas, por su pequeño tamaño, se cree que sólo son simbólicos, ya que aunque también presentan el corte en la embocadura, se duda mucho que hayan podido producir sonidos adecuados (foto 4).

Foto 4Trompeta de caracol natural, rescatada en El Salto, Juanacatlän, Jalisco. Fase Grillo-Iztepete (600-900 d.C.). Largo 29.6 cm. Alto 12.2 cm. Ancho 16.1 cm. Vitrina 51, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel So­telo).

Respecto a las flautas, son escasas en Jalisco y Naya- rit, pero abundantes en Colima, donde las hay tanto dobles como sencillas; las flautas dobles pueden tener una sola em­bocadura para ambos tubos o embocaduras separadas.

Las flautas pueden tener de dos a cuatro perforaciones tonales en cada tubo. Hay personas que opinan que estas flautas están muy mal hechas musicológicamente hab lan ­do; y aquí de nuevo nos preguntamos si estos instrumentos colocados en las tumbas son modelos (no necesariamente funcionales) o si realmente es el instrumento real usado en la vida diaria. Las flautas al igual que los silbatos casi siempre tienen representaciones hum anas en las embocaduras o de animales cuyo cuerpo sigue la línea de los tubos, como serían culebras y lagartijas (fotos 5-6).

Tambores. P ara el occidente podemos hablar de tres tipos de tambores, dos de los cuales son mencionados e ilus­trados por Samuel Martí; igualmente podemos adelantar que para la etapa de las tumbas de tiro no hay evidencia para el occidente del uso del teponaztle o tambor de lengüetas.

El tambor más común es el vertical; en las representa­ciones de Jalisco, Colima y N ayarit los músicos lo tocan estando sentados, raro es el músico que está de pie. Los tambores, a menudo, presentan cortes en sus paredes, no sólo con fines ornamentales sino quizás también sonoros (foto 7).

En Colima aparece un tambor del que no se tiene evi­dencia en otras partes de Mesoamérica; me refiero a un tambor horizontal de gran tamaño, de un solo parche y que el ejecutante toca montado a horcajadas sobre él. En las piezas de museo que yo conozco, los tambores de occidente se tocan siempre con las manos y no con baqueta, por lo que yo dudaría mucho de la autenticidad de las piezas en las que se muestra a músicos tocando el tambor de otra manera.

Otro tambor que aparece en Colima es el de cerámica de pequeño tamaño; son de cuerpo cilindrico con los bordes un tanto divergentes y debieron tener dos parches. Antigua­mente fueron interpretados como bases para colocar reci­pientes debido a que en Oaxaca así se les usaba, pero en Colima estos cilindros presentan cuatro perforaciones para ser suspendidos y mantenerlos en sentido horizontal. Estas

Foto 5Flauta antropomorfa procedente de Colima, periodo clásico. La embocadu­ra es plana, con dos perforaciones (una para cada cámara). Brazos flexiona- dos hacia la boca, los dos tubos son las piernas, éstos fueron rotos y retraba- jados los bordes. Restos de pigmentos blancos. Material: barro rojizo alisado. Alto 7.4 cm. Ancho 5.6. Fondo 3.4 cm. Cajón 6 “C”, Museo Regio­nal de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

Foto 6.Flauta de dos cámaras con ocho perforaciones tonales. Procedencia: Coli­ma, Fase Cómala, Clásico. Como decoración tiene una lagartija al pastillaje con incisiones profundas en el cuerpo; se localiza próxima a la boquilla. Embocadura con dos ductos (separados). Color: negruzco pulido, pieza res­taurada. Largo 26.2 cm. Ancho 4.0 cm. Cajón 6 “D”, Museo Regional de Gua­dalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

Foto 7Vasija antropomorfa que representa un músico ejecutante de tambor verti­cal en posición sedente. Al parecer tenía incrustación en los ojos (¿concha?), porta yelmo con resplandores laterales y especie de cuerno al frente, además de collar de dos hilos con cinco colgantes zoomorfos. El tambor en la parte media inferior tiene decoración incisa a base de rombos y depresiones cónicas, post-cocción. Procedencia: Colima, Clásico. Color: rojo y café claro, manchado por sales (?). Vitrina 46 “A”, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

analogías con materiales arqueológicos de Centro y Suda- mérica me inclinan a pensar que eran tambores. También los comparo con los pequeños tamborcillos que suspendidos de flautas aún se usan en Tuxpan, Jalisco, al igual que en otros pueblos mexicanos durante ciertas festividades religio­sas. H asta ahora en el material arqueológico de Colima no han aparecido representaciones de ejecutantes de este ins­trumento, sólo se encuentra el instrumento en sí, tanto en su tamaño real, que yo supongo, como en miniatura.

Otro instrumento que tenemos representado en Jalisco y Colima es la flauta de pan; hasta ahora sólo se le reconoce en representaciones de ejecutantes, no se ha encontrado el instrumento en sí, posiblemente porque haya sido manufac­turado en un material perecedero como carrizo o madera.

Indudablemente que en Colima los instrumentos más abundantes son los silbatos, pero la mayoría de ellos en esta etapa de las tumbas de tiro proceden también de saqueos e ignoramos su contexto en el que fueron hallados para poder inferir algunas consecuencias. Generalmente tienen una ca­vidad sonora muy pequeña; en los silbatos con figurillas hum anas el cuerpo es sólido y la cabeza es hueca fungiendo como cavidad sonora del instrumento. Estas figurillas repre­sentan danzantes, guerreros, señores, etc., y nuevamente afirmo que no creo que estos objetos se hayan usado como instrumentos musicales; más bien tenían como finalidad el producir sonidos ligados a una intención de manifestar la voz o sonidos de los personajes representados.

P ara esta época, en la región del occidente, son escasos o nulos los silbatos dobles, los que por otra parte son relativa­mente comunes en el área Maya, en la del Golfo y en otros lugares. Sí es frecuente encontrar ocarinas, casi siempre con representaciones animales que tienen más o menos el cuerpo redondeado propio para estos instrumentos, como serían las ranas, camaleones, tortugas, etc. (foto 8).

En Colima es pues casi una norma que tanto silbatos como ocarinas representan siempre un ser animado, hom­bres o animales; son raros los instrumentos lisos (foto 9).

P ara la etapa de las tumbas de tiro, no existen en el occidente de México cascabeles de metal, lo más parecido a ellos son caracoles de regular tam año del género olívela (foto

Foto 8Ocarina zoomorfa (batracio?, reptil?) con elementos al pastillaje e incisión. Embocadura en la boca del animal y cuatro perforaciones tonales; perfora­ciones para suspensión en las patas delanteras. Procedencia: Colima, Fase Ortíces o Cómala. Largo 10.4 cm. Ancho 7.0 cm. Alto 4.5 cm. Cajón 6 “B”, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

Foto 9Silbato en forma de alacrán, embocadura en una de las tenazas. Proceden­cia: Colima, Fase Ortíces o Cómala. Material: barro café amarillento, alisa­do. Largo 5.72 cm. Ancho 4.86 cm. Alto 5.07 cm. Cajón 6 “B”, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

10) con un extremo cortado y perforaciones para ser colga­dos; estos objetos carecen de percutor y sólo producen sonido cuando chocan o se frotan entre sí. No tenemos ninguna evidencia arqueológica de este hecho, pero creemos que estos objetos además de servir de adorno, pudieron también usar­se como capullos de mariposas (rellenos de piedritas, como algunos indígenas actuales lo hacen), o con semillas atadas a los tobillos para remarcar el ritmo de sus pasos en danzas; baste como ejemplo la famosa danza del venado de los ya­quis.

Casi todas las sonajas que conocemos son de barro, pero la idea es que debieron ser hechas de calabazos o cual­quier fruto seco como el llamado bule cirián, jícaro o cuaste- comate. Las de barro casi siempre representan animales u hombres, es muy común que el cuerpo de la sonaja represente a una mujer em barazada (foto 11).

Un instrumento raro se puede observar en figuras de Nayarit, en las que el ejecutante parece tocar un tambor a manera de calabazo, es factible que se trate de un calabazo de gran tamaño o varios calabazos unidos (el instrumento es a veces de un tercio a dos tercios del tam año de una persona). El ejecutante está sentado con el instrumento entre las pier­nas; el “tambor” sobre la parte central de una de sus caras lleva un elemento estriado que posiblemente funcione como un raspador. Si verdaderamente se tra ta de un instrumento, yo lo interpretaría como un güiro o raspador con una enorme caja de resonancia, la que también se podría percutir con los dedos o palmas de la mano a m anera de tambor.

Las grandes figuras huecas de Jalisco, Colima y N aya­rit, sobre todo las que nos muestran músicos, son muy impor­tantes porque nos indican directamente cómo se tocaban estos instrumentos, cuál era la posición de los músicos, si sentados o de pie; cómo se sostenían los instrumentos, si con una o dos manos, si los instrumentos de percusión se tocan directamente con las manos o si hay un implemento como palos, astas de ciervo, etc. Vemos así que cada músico tocaba por lo general un solo instrumento, excepto el ejecutante de flauta y sonaja (en la mano derecha la flauta y la sonaja en la izquierda), caso que sólo conozco para el occidente de México. Un hecho significativo consiste en que siempre los

Foto 10Sartal de 75 “olívelas”, cada una de ellas tiene tres perforaciones cónicas en el cuerpo y en el extremo del ápice (?), hay otra perforación para suspensión. Al centro tiene dos cuentas tubulares de caracol (?) y una rana hecha de concha. Los ojos son dos depresiones cónicas, la cabeza señalada por tres líneas incisas horizontales, en el cuerpo hay 15 depresiones cónicas y en la cola dos perforaciones bicónicas, otra perforación más en el ápice para suspensión. Procedencia: Occidente de México. Largo total 63.5 cm. aprox. Cajón 8 “F”, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

ejecutantes son de sexo masculino; no conozco ningún caso de representación de mujeres músicas, sólo aparecen en esce­nas de danza.

Las escenas de danza casi siempre tienen un par de músicos al centro con instrumentos de percusión, tambor y sonajas; las danzas son de tipo circular y Martí las ha llam a­do “danzas fálicas” ,4 nombre que no considero adecuado aunque sí estoy acorde en que tienen cierta connotación de fertilidad; en ellas siempre se alternan hombres y mujeres que apoyan sus brazos sobre los hombros de sus vecinos (foto

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De Colima provienen también una serie de figurillas de danzantes enmascarados, éstos casi siempre llevan sonajas y tienen m áscaras o disfraces de animales; las m áscaras en muchos casos son desmontables y representan por lo general aves y peces. A mí me recuerdan un tanto a lo que vemos ahora en una danza de pescadores de Pátzcuaro o en la danza del Venado del norte de México. Posiblemente sirvie­ron para propiciar o recrear simbólicamente aspectos de cacería u otras actividades ligadas a su patrón de subsisten­

cia. En N ayarit por ejemplo, aparecen también ocasional­mente representaciones de músicos en escenas de procesio­nes funerarias, al igual que una versión del palo volador y en ceremonias de otro tipo.

Creo que es importante el comparar estas escenas que representan a músicos y danzas del pasado prehispánico de Colima y N ayarit con eventos que todavía tienen lugar en los grupos étnicos actuales vgr., ver al “cantador” huichol con su sonaja, repitiendo cantos y plegarias que nos suenan monótonas; ver, igualmente, al músico que ejecutando un instrumento va adelante de una procesión de tipo culebrean­te, etc. Estos son eventos que hacen revivir las piezas del pasado y que nos hacen comprenderlas mejor.

El estado que menos representaciones musicales tiene para esta etapa es el de Jalisco. Creo que aquí podemos aplicar el axioma de que una ausencia en el arte material no indica necesariamente una ausencia real del concepto. Creo yo, que si Jalisco comparte con N ayarit y Colima el mismo culto funerario, un arte cerámico similar, etc., los jaliscien- ses prehispánicos de la etapa de las tum bas de tiro debieron también usar la música e instrumentos ligados a esa tradi­ción, aunque rara vez hayan representado a estos últimos.

Considero adecuado, como primer paso en la elabora­ción del catálogo de datos mencionado con anterioridad, una recopilación general para este periodo de tiempo en que apa­recen las tum bas de tiro y que es la etapa más rica (hasta ahora) en el occidente de México en instrumentos musicales. Hacer una lista de cuáles aparecen en cada uno de los esta­dos, el tipo de representación, su decoración, su uso, etc., y darlo como un todo para Jalisco, Colima y Nayarit, para después afinar y asentar las peculiaridades de cada área y subárea cultural específica.

La etapa tardía

Con la llegada de los grupos nahuas, alrededor del año 600 d.C., muchas de las costumbres de la etapa anterior desapa­recen, pero en realidad se siguen usando los mismos instru ­mentos; sólo se reconocen como pertenecientes a una época distinta por tener una tecnología un tanto diferente, no en

Foto 11,Sonaja jalisciense, fase tumbas de tiro. El cuerpo es hemisférico, tiene en la parte superior un asa sencilla, en las partes donde se une ésta al cuerpo de la sonaja una cara humana, misma que porta un “gorro”, ojos grano de café y nariguera. Color: gris con manchas oscuras (la cara viene quedando en una mancha). Alto 14.7 cm. Fondo 10.6 cm. Diam. 4.9 cm. Vitrina 42 “C”. Donación Freter. Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

cuanto a producción de sonidos necesariamente, sino más bien en cuanto a técnica de m anufactura y la decoración que los ornamenta. Existen, sin embargo, ciertas indicaciones de cambio, las que se manifiestan por el hecho de que algunos instrumentos desaparecen o pierden importancia; así, las flautas dobles ya no las conocemos para la etapa tardía del occidente. Igualmente sabemos que las flautas de la etapa de las tumbas de tiro tienen su embocadura y su tubo sobre un mismo eje y, aunque en la fase tardía muchas siguen igual, en otras, el tubo de la flauta con sus perforaciones tonales está desplazado un tanto del eje de la embocadura.

Siguiendo con el mismo tema, vemos cómo el caracol pierde importancia como instrumento; sin embargo, apare­cen en esta etapa en occidente las verdaderas trompetas y el teponaztle. Otro elemento que hay que tomar en cuenta pero del cual no tenemos evidencia arqueológica, es el arco musi­cal, instrumento que, si no me equivoco, usan grupos del norte y noroeste de México, tales como los tepehuanes, ya ­quis y tarahum aras; sería interesante ver su génesis, pero dudo que se encuentren evidencias arqueológicas, dado que el material de madera y cuerda es perecedero, y por otra parte, la casi imposibilidad de representarlo plásticamente. Debemos tener cuidado con cierto tipo de evidencia y con ciertas interpretaciones, ya que el arqueólogo a menudo tra ­baja con fragmentos, más que con piezas completas; así, a menudo se han interpretado como partes de flautas o silba­tos fragmentos de pipas y de mangos de sahumerios; embo­caduras de cerbatanas se han interpretado como boquillas de trompetas, y ya hemos visto cómo cierto tipo de tambor de Colima fue interpretado hace tiempo como una especie de soporte para sostener ollas de fondo curvo.

Por último, es indudable que de la región de Michoacán proceden muchos instrumentos prehispánicos de tipo musi­cal, sin embargo, no conozco ninguno que sea propiamente tarasco, pues todos los que yo he visto son anteriores a la fundación del estado purépecha; así por el momento, creo que mientras no se obtengan este tipo de evidencias en excava­ciones de sitios netamente tarascos, la mejor aproximación a su música son las fuentes escritas del siglo xvi, entre ellas la de la estupenda Relación de Michoacán.

En cuanto a relaciones del Occidente con otras áreas no mesoamericanas, hay que recordar que siempre se ha hab la ­do de contactos o semejanzas con Sudamérica, en especial para la etapa de las tumbas de tiro; en este aspecto, quizás apoye la idea la existencia en ambas regiones de la flauta de pan y de los grandes tambores horizontales; posibles contac­tos con el norte quizás estén indicados en el omechicahuaz- tli y en el arco musical.

P ara concluir, creo que todos estamos conscientes que el estudio de la música prehispánica de México (no sólo la del occidente), avanzaría más por medio de trabajos interdisci­plinarios en los que participen prioritariamente arqueólogos y etnomusicólogos, para de esta m anera ubicar el fenómeno de la música del pasado adecuadamente con sus tres coorde­nadas de tiempo, espacio y cultura.

Foto 12Ronda de 15 individuos sobre una plataforma circular, procedente de Naya- rit, periodo clásico. Al centro están dos músicos, uno en la mano derecha tiene una sonaja, el otro se encuentra sobre un tambor horizontal, tocándo­lo; los 13 restantes están entrelazados de los brazos. Todos presentan decora­ción facial que consiste en una banda horizontal en una de las mejillas (los de la banda frontal en la mejilla derecha y los otros en la izquierda). Todos en la espalda tienen decoración geométrica diferente (camisa?). El tambori­lero tiene bandas horizontales en los brazos. Color: rojo, negro y blanco/cre­ma- amarillento, a dos de las figurillas les falta la cabeza. Cajón 4 “C”, Museo Regional de Guadalajara (foto de Miguel Angel Sotelo).

NOTAS

1. El material fotográfico que se incluye corresponde a piezas del Museo Regional de Guadalajara. Fotos de Miguel Angel Sotelo. La informa­ción contenida corresponde a piezas que proceden de la curaduría de Arqueología del Museo.

2. Medioni, Gilbert. L ’Art Tarasque du Mexique. Ed. Paul Hartmann, París, 1952.

3. Furst, Peter, “West Mexican art: secular or sacred?”, publicado en The Iconography of Middle American sculptures, New York, The Metro­politan Museum of Art, 1973, pp. 98-133, y el de “Some problems in the interpretation of West Mexican tomb art” en The Archaeology of west México. Ajijic, Jalisco, Sociedad de Estudios Avanzados del Occidente de México, A.C., 1974, pp. 132-146.

4. Martí, Samuel, Canto, danza y música precortesianos. México, Fondo de Cultura Económica, 1961. Un estudio especializado sobre instru­mentos prehispánicos es del mismo autor, bien conocido, Instrumen­tos musicales precortesianos. México, Instituto Nal. de Antropología, México, 1968.