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teorema Vol. XXVIII/2, 2009, pp. 151-172 [BIBLID 0210-1602 (2009) 28:2; pp. 151-172] 151 En torno a la ética naturalizada en Occidente: de la concepción aristotélica al naturalismo de Darwin y la fenomenología de Heidegger Carlos Castrodeza ABSTRACT An overview of ethical thought in the West is carried out from a Darwinian pers- pective. Classical Greek thought is the starting point especially in connection with Aris- totle’s Politics and above all with his Ethics. It is contended that the Christian would be ‘interference’ so as the one implied in the naturalistic revival of the 16 th and 17 th centu- ries (Descartes, Hobbes, Spinoza) and especially the one advanced by the Scottish Enlightenment in the work of David Hume and Adam Smith fit nicely in the Darwinian interpretation. The same goes for the Aristotelian view and its Kantian version so as with the supposedly novel Heideggerian ideas in themselves and in the version of his French followers (Foucault, Levinas, Derrida) so as in the one defended by his Germanic would be “irrationalist” forerunners (Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard). In a sentence, the present ethical Darwinisation of the wold would take over as well historical thought. KEYWORDS: ethics, politics, theology, naturalism,evolution, darwinism. RESUMEN Se trata de repasar el pensamiento ético de Occidente a grandes trazos desde la perspectiva darwiniana tomando como punto de origen el pensamiento griego, espe- cialmente en lo que concierne a la Política y, sobre todo, a la Ética de Aristóteles. Se contiende que tanto la ‘interferencia’ cristiana como la derivada naturalista del Rena- cimiento-Barroco (Descartes, Hobbes, Spinoza) y especialmente de la Ilustración es- cocesa en las figuras de David Hume y Adam Smith son subsumibles ontológicamente, como la propiamente aristotélica (y en la versión kantiana), en la hermenéutica darwi- niana. Lo mismo sucede con la supuestamente novedosa derivación que implica la fe- nomenología de Heidegger, así como la de sus seguidores franceses (Foucault, Levinas, Derrida) y predecesores “irracionalistas” germánicos (Schopenhauer, Nietzs- che, Kierkegaard). En una frase, la presente darwinización ética del mundo abarcaría también el pensamiento histórico. PALABRAS CLAVE: ética, política, teología, naturalismo, evolución, darwinismo.

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teoremaVol. XXVIII/2, 2009, pp. 151-172 [BIBLID 0210-1602 (2009) 28:2; pp. 151-172]

151

En torno a la ética naturalizada en Occidente: de la concepción aristotélica al naturalismo de Darwin

y la fenomenología de Heidegger

Carlos Castrodeza

ABSTRACTAn overview of ethical thought in the West is carried out from a Darwinian pers-

pective. Classical Greek thought is the starting point especially in connection with Aris-totle’s Politics and above all with his Ethics. It is contended that the Christian would be ‘interference’ so as the one implied in the naturalistic revival of the 16th and 17th centu-ries (Descartes, Hobbes, Spinoza) and especially the one advanced by the Scottish Enlightenment in the work of David Hume and Adam Smith fit nicely in the Darwinian interpretation. The same goes for the Aristotelian view and its Kantian version so as with the supposedly novel Heideggerian ideas in themselves and in the version of his French followers (Foucault, Levinas, Derrida) so as in the one defended by his Germanic would be “irrationalist” forerunners (Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard). In a sentence, the present ethical Darwinisation of the wold would take over as well historical thought.

KEYWORDS: ethics, politics, theology, naturalism,evolution, darwinism.

RESUMENSe trata de repasar el pensamiento ético de Occidente a grandes trazos desde la

perspectiva darwiniana tomando como punto de origen el pensamiento griego, espe-cialmente en lo que concierne a la Política y, sobre todo, a la Ética de Aristóteles. Se contiende que tanto la ‘interferencia’ cristiana como la derivada naturalista del Rena-cimiento-Barroco (Descartes, Hobbes, Spinoza) y especialmente de la Ilustración es-cocesa en las figuras de David Hume y Adam Smith son subsumibles ontológicamente, como la propiamente aristotélica (y en la versión kantiana), en la hermenéutica darwi-niana. Lo mismo sucede con la supuestamente novedosa derivación que implica la fe-nomenología de Heidegger, así como la de sus seguidores franceses (Foucault, Levinas, Derrida) y predecesores “irracionalistas” germánicos (Schopenhauer, Nietzs-che, Kierkegaard). En una frase, la presente darwinización ética del mundo abarcaría también el pensamiento histórico.

PALABRAS CLAVE: ética, política, teología, naturalismo, evolución, darwinismo.

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I

Desde los griegos clásicos la tradición ética de Occidente ha estado inextricablemente unida a la concepción de lo estrictamente humano, con ob-jeto de poner en práctica lo que desde el darwinismo de última hornada sería una estrategia individual óptima de supervivencia reproductora (vía los repli-cadores de turno) enmascarada por una estrategia común mínima de convi-vencia. La idea central es que el núcleo de lo estrictamente humano se asienta en un principio moral por el que se asume una responsabilidad en el bienestar del otro (siempre que el otro, al menos subrepticiamente, haga lo propio). És-ta es la de cal. Por la de arena se sería tácitamente más o menos humano se-gún la pujanza de ese principio en el propio ser individual, de manera que mientras menos humano se considere al otro, desde perspectivas concretas, menos responsabilidad se tiene por su bienestar (por ejemplo, desde san Pa-blo, la humanidad se ve disminuida por la relación sexual y desde el cristia-nismo más añejo en general se disminuye humanamente por el pecado que si es mortal nada menos que mata el alma, aunque sea por momentos). Ahí está la base de la historia moral de Occidente, sólo son iguales los que son iguales desde criterios grupales antropológicamente manifiestos (Parsifal). El católi-co viejo por devoción, luterano por obligación, y no creyente por persuasión, Heidegger, dirá que el hombre es rico en mundo, el animal pobre en mundo y el mineral no tiene mundo. Pero Heidegger no elabora directamente sobre cómo está repartida esa riqueza entre los hombres aunque uno de sus vástagos intelectuales, en parte muy a su pesar, Enmanuel Levinas, haga de su tarea pre-cisamente ese tema que Heidegger de alguna manera elude/obvia. De modo que lo moral se da por sentado desde la fenomenología del pensador alemán mientras que el debate se fragua en torno a su origen y área de aplicación.

La historia al respecto puede considerarse iniciada en Aristóteles en el sentido de que posiblemente es el autor griego quien proporciona un marco de referencia acorde en un principio con lo que se puede considerar como la concepción de realidad humana que formatea lo occidental. Concretamente, en la tan traida y llevada Ética a Nicómaco, Aristóteles hace hincapié en lo que denomina la causa final en lo que se refiere a lo humano. Los humanos tendríamos una serie de deseos cuya satisfacción racional se encamina a una más bien ‘misteriosa’ vida buena. Estos deseos se traducen en ‘pasiones mo-rales’ que nos predisponen a una actividad moral cuyo desarrollo se engrana en hacer un hábito de una vida virtuosa.

Pero prosigamos. Sería la razón la que marca la pauta, especialmente la prudencia o razón práctica. La ‘biología’ teleológica de Aristóteles plasmada desde su metafísica constituye el acuerdo marco de su concepción sobre la na-turaleza humana. Toda acción humana sería intencional, siempre habría un ob-jetivo a la vista aunque no fuera más que como medio para alcanzar otro objetivo más principal, todo ello encaminado a la consecución última como ob-

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jetivo final de la citada vida buena. La vida buena vendría constituida por bie-nes secundarios, como pueda ser la salud que sería el objetivo del arte de la medicina. Pero todo bien se dirige en última instancia a la eudaemonia o es-tado de perfección humana donde el deseo se extingue, o sea se tiene acceso al ‘nirvana’ en versión occidental donde la autosuficiencia intelectiva es completa aunque dependa para su sostén de la satisfacción de las distintas ne-cesidades pecuniarias cotidianas que otros (los esclavos, mujeres y seres afi-nes) se encargan de solventar.

De manera que Aristóteles cree que los seres humanos tienen una natu-raleza específica cuyo florecimiento por parte de su portador es análogo al del artesano que culmina su oficio con el producto final de su actividad. Compartimos fines secundarios con otros seres vivos, como la nutrición y el crecimiento con las plantas, o la percepción sensorial con los animales. Pero lo que sería inherentemente nuestro sería la racionalidad.

Después de esta primera parte más bien descriptiva, el resto de la ética nicomaquiana trata de cómo explicitar la intuición aristotélica intentando es-pecificar cuáles son las virtudes o cualidades del alma que conducen al flore-cimiento de lo humano, siendo necesarios para el alcance de la eudaemoniano sólo los aspectos morales de la virtud sino también los intelectuales perti-nentes a la razón, lo que no quita como bien se sabe que los esclavos sólo sean humanos en apariencia y que el grado de humanidad vaya parejo a la educación que se reciba y al nivel de salud mental que se posea para no que-darse estancado satisfaciendo pasiones inferiores (akrasia). El germen de lo humano y sus limitaciones quedaba así sembrado en Occidente.

II

La naturaleza humana, así en abstracto y de un modo un tanto difuso, siempre ha tenido una categorización propia, especialmente en Occidente, de manera que la realidad como plataforma (cosas, animales, plantas) habría si-do algo creado por Dios única y exclusivamente para lo que el hombre dispu-siera de la misma (el hombre en abstracto). Es más, como se sabe, desde la perspectiva cartesiana los animales son autómatas, a la manera de ingenios mecánicos que ni sienten ni padecen. Para Aristóteles, recuérdese, tenemos un alma racional que no tienen ni animales ni ningún otro ser vivo, lo que nos coloca en una situación de poder sobre el resto de lo creado, e incluso los es-clavos, que tendrían forma humana y una especie de alma racional desvirtua-da, quedarían también a nuestra merced para lo que dispusiésemos. Por añadidura, en el siglo de las luces se inicia ya con pujanza un naturalismo que hace de los hombres animales de hecho y el paso de ser animales de hecho a animales de derecho lo da tímidamente Darwin y hoy día se entra ya plena-mente en un dilema al respecto que por momentos asusta. Y asusta sobre todo

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porque el nazismo como biocracia que fue está ahí a escasos años vista. Ahí al ladito está en efecto la cultura alemana de la época, seguramente la cultura más refinada de toda la historia de Occidente, y ahí están muchos de sus pro-fesionales (médicos, juristas, antropólogos, ingenieros, intelectuales en gene-ral) en la planificación de una política de exterminio de seres que se proclamaba que sólo parecían humanos pero que no lo eran [Castrodeza (2006)]: todo ello queda plasmado en la infame conferencia de Wannsee (1942) organizada por uno de los hombres fuertes de Hitler, Reinhard Hey-drich (el ‘carnicero de Praga’), con Adolf Eichmann como secretario, en la que participaron conocidos expertos con el cometido de tratar de definir zoo-lógicamente a los judíos como plaga a exterminar.

En este contexto es asimismo bien conocido el dilema que presentaba, especialmente después del descubrimiento de América, el estatus humano de sus habitantes así como la perplejidad que causa una carta pastoral del papa Pablo III (Alejandro Farnesio, papado de 1534 a 1549) en la que se predica la naturaleza humana de los indígenas al respecto. La reacción de, por ejemplo, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557) es que por muy huma-nos que sean dichos elementos están tan degradados por el pecado que nece-sitan la mano dura y tutela del europeo para que con el tiempo, con el mucho tiempo, vayan entrando en razón. Claro, para la teología cristiana es obvio, como para todos pueda ser casi obvio, que los hombres nacen con distintas capacidades y talentos. Ahora ya, desde esa misma teología cristiana espe-cialmente, que luego se seculariza en la Ilustración, aunque el principio an-tropológico permanezca, las desigualdades con las que nacemos los humanos eran moralmente irrelevantes a los ojos de Dios (e irrelevantes ante los des-potas ilustrados y ahora ante el gobierno democrático de turno). El principio básico de la occidentalidad madura de la Reforma (y sobre todo de la Contra-rreforma) es que con respecto a Dios todos los hombres son iguales (la cons-titución americana lo manifiesta específicamente como estamento políticamente correcto); además, el laicismo, especialmente desde Francia y muy especial-mente desde Rousseau (‘liberté, egalité, fraternité’, desde su Contrato So-cial) como la pseudosecularización que es, viene a decir lo mismo. Unanimidad en las palabras, que no en los hechos.

Siguiendo la pauta teológica católica más ortodoxa, el hombre sea cual sea su capacidad está en este mundo simplemente por la gracia de Dios que no singulariza a nadie (el protestantismo con su idea de predestinación hace de es-te molde algo ambiguo, lo mismo que el jansenismo primero y el catolicismo integrista después), o simplemente, desde el laicismo occidental, por el hecho de haber nacido hombre se tienen todos los derechos humanos reconocidos. Desde la teología cristiana más generalizada cada hombre debe su existencia a Dios y su dedicación al mismo debe ser total y absoluta (el derecho divino de los reyes exige asimismo esta servidumbre en el representante de Dios en la tie-rra, aunque los monarcas absolutos, o bien prescinden del competidor más di-

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recto, el papa, como hacen Enrique VIII y descendientes —notablemente Eduardo VI e Isabel I—, en Inglaterra, o bien manipulan al mismo, como por ejemplo Felipe II desde España o Luis XIV desde Francia —independiente-mente de que éste, incidentalmente, sea excomulgado en su momento—). De manera que desde esa perspectiva todos los hombres dependen de Dios durante el transcurso de sus vidas y le deben una obediencia total a cambio de una gra-cia que siempre será inmerecida por parte del hombre (san Agustín). De nuevo la pertenencia del hombre al Estado simplemente por su integración en una so-ciedad moderna solventa las equivalencias subyacentes. Claro, con esta doctri-na básica en la historia de Occidente está el comodín del pecado (o la transgresión social en el mundo laico) para hacer distinciones entre ser más hombre o menos, todo superable en principio al menos por una penitencia repa-radora. Y desde la filosofía griega está la justificación de la esclavitud que no es más que una invitación eventual encubierta hacia la resignación social del que le toque lo peor del pastel de los beneficios de esa vida en común. De ma-nera que uniendo el ‘hambre’ (cristianismo) con las ‘ganas de comer’ (raciona-lismo aristotélico) obtenemos el mundo occidental de hace dos milenios a esta parte, donde se tipifica una ética de situación donde la haya.

III

Al respecto es pertinente volver brevemente a Aristóteles, esta vez a su Política, concretamente al capítulo 3 del Libro I donde trata específicamente de la esclavitud. Aristóteles, como buen naturalista, refleja la esencia de lo que ob-serva en su entorno, que es el mundo mediterráneo, es decir que en realidad no justifica nada porque lo que existe por el mero hecho de existir ya es suficiente justificación: el mundo no debe ser esto o lo otro sino que es esto o lo otro (nó-tese en la filosofía de la ciencia actual que la variante kuhniana, que es la que se ha impuesto, al menos historiográficamente, sobre la positivista y su alternativa falsacionista, dice exactamente que de lo que se trata es de describir el mundo y no de optimizarlo de un modo —positivista— u otro —falsacionista— porque las cosas son como son).

Los esclavos normalmente tenían en la época griega dos fuentes de pro-cedencia: o bien eran prisioneros de guerra, por lo que al haber sido vencidos eran inferiores y debían servir a sus captores, o bien eran hijos de éstos e in-feriores igualmente por ser progenie de una parentela inferior (y es que la no-bleza de carácter, desde los cánones griegos, exige el suicidio antes que ser sometido). Es más, Aristóteles proclama en la fuente indicada que es legítima la caza “de esos seres humanos naturalmente propensos a servir a pesar de su resistencia al respecto”. Al igual que en el mundo actual a pesar de sus dife-rencias más que manifiestas, así como de la existencia de una heterogeneidad patente al respecto (primero y tercer mundos), no sería muy atrevido asimis-

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mo proclamar la analogía subyacente de las economías actuales con las eco-nomías de las ciudades-estado griegas que se basaban en la esclavitud (equi-parables a los hoy día asalariados de 8 a 3, en el mejor de los casos y en el mundo occidental y occidentalizado), y sin los esclavos (y las mujeres) que se dedicaran a las actividades productivas, no podría haber existido ese ocio para que los hombres libres pudieran dedicarse a su estilo de vida de natura-leza más intelectual y refinada, cuando no desbocadamente hedonista.

Creaciones griegas como el teatro, la arquitectura, la escultura o la filo-sofía no hubieran podido existir sin la institución de la esclavitud (salvando las distancias y entrando en las sutilezas foucaultianas al respecto —Sur-veiller et Punir—, la similitud con el día de hoy como digo no puede ser más elocuente, de hecho las grandes obras de la cultura occidental se han llevado a cabo gracias a mecenas, monarcas absolutos y patrones varios sobre la base de una masa de esclavos, siervos, proletarios o asalariados varios, según la época). Aristóteles utiliza además un argumento básico que hoy día también se esgrime con frecuencia aunque sea con una terminología políticamente a tono con los tiempos (o sea políticamente correcta), y es que la esclavitud be-neficia a amo y esclavo (a empleador y empleado):

aquéllos que difieren de otros hombres como difiere el alma del cuerpo o el hombre de la bestia —y se encuentran en esta tesitura si su trabajo se basa en el uso de su cuerpo, y eso es lo mejor que pueden hacer— entonces son esclavos por naturaleza … porque es esclavo por naturaleza el que se somete a otro —que es la causa por la que pertenece al otro— y que más que tener raciocinio lo percibe [Aristóteles, Política, libro I, cap. 3].

porque el raciocinio en ejercicio es la prerrogativa del amo (el dicho tan actual de que al empleado, soldado, subalterno, no se le paga para pensar sino para obedecer y de hecho cuando a éste se le exigen resposabilidades la respuesta es ‘la de ser un mandao’, vamos, la tan traida y llevada ‘obediencia debida’).

En suma, los esclavos y derivados no son capaces de controlar sus vidas y requieren que otros lo hagan en su beneficio, esos otros que pueden razonar con plenitud y tener sus vidas bien organizadas. Aristóteles considera a los esclavos “herramientas vivientes” que como servomecanismos trabajan para el amo que así se puede dedicar a la política y a la filosofía y al objetivo final de la ‘calma total’. Por otro lado, Aristóteles admite que por detección ocular es imposible saber quién es por naturaleza esclavo y quién no. Pero para Aristóteles como para el mundo actual no hace falta ser propiamente esclavo para estar sometido a otro, ya que en el mundo de los hombres libres existen jerarquías que establecen un orden natural tipificando quién está por debajo o por encima (pensemos que Platón en su República con el tripartito, filósofos, soldados y artesanos viene a decir los mismo). El estagirita elabora sobre el tema en el capítulo 12 de ese suculento Libro I citado. Del mismo modo que el amo manda sin reservas sobre el esclavo, como la humanidad lo hace sobre

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plantas y animales, Aristóteles detecta tres escalones en términos de jerar-quías naturales dentro del mismo género humano:

El varón … es por naturaleza más dotado para el liderazgo que la mujer, y el an-ciano que es más completo que el joven … el esclavo carece totalmente de facul-tad deliberativa, la mujer tiene esta facultad pero carece de autoridad y el niño también la tiene pero es un ser incompleto [Aristóteles, Política, libro I, cap. 12].

En el contexto de esta parte del texto está claro que del mismo modo que Aristóteles cree en la superioridad del amo sobre el esclavo, la superioridad del hombre sobre la mujer está dictada por la naturaleza y no puede ser can-celada por las leyes humanas así como por sus costumbres y creencias (con-trástese con el pensamiento de Darwin sobre la mujer en el Origen del Hombre; en este sentido véase Levine (2006), cap. 6).

IV

La explicación biológica de los fenómenos sociales, especialmente en sus aspectos político-éticos, siempre se les ha antojado como un despropósito más que improcedente tanto a sociólogos como a antropólogos, por no hablar ya de filósofos tradicionales, con el argumento de que como el hombre es un ser cultural sus diferencias hay que explicarlas culturalmente. Pero claro es que la cultura no es más que el resultado de la interacción entre propensiones biológicas y medio que, por supuesto, aunque pueden ser y son enormemente variables sus expresiones se mantienen constreñidas dentro de ciertos límites por razones biológicas de supervivencia y reproducción. Y es que si esto úl-timo no ocurriera toda la estructura social, cultural o no, se iría al traste y ade-más esto ocurre por razones biológicas elementales que están ahí especialmente en un contexto cultural amplio como son las constantes que regulan nuestra di-ficultosa convivencia en un mundo en que no hay para todos y que se explota sin que importe en demasía su viabilidad en el futuro [véase Diamond (2004), así como Posner, (2004)].

Así, después del éxito de la revolución burguesa, primero en Inglaterra-Escocia, luego en Holanda seguida de Francia y luego de Alemania en un sentido amplio y más pausadamente en los demás contextos occidentales em-pezando en otra serie por los países escandinavos, siguiendo por los eslavos y concluyendo irónicamente por los países mediterráneos, el protestantismo como fuerza contestataria inicial se va debilitando, pero no a favor del catoli-cismo sino de un laicismo epicúreo en su raíz y pretendidamente ontoepisté-mico en su proceder. El burgués liberado adopta a Dios como su aliado, pero un aliado que antes ha tenido como compañero de viaje a su explotador, de modo que ese nuevo aliado no es de fiar. En un principio ese nuevo aliado más que ‘jefe’ es colaborador como muestra el ejemplo de Lord Boyle, el pa-

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dre de la química corpuscular moderna, que considera que la mejor manera de orar es experimentar para colaborar con el Creador en su Obra. El mismo Descartes con su dualismo separa los dos niveles, el extenso y el cogitativo. que en una interacción muy difícil de dilucidar daría lugar en la epífisis a lo humano. Más generalmente, en Inglaterra-Escocia se prohíja una Teología Natural que da lugar como doctrina antagónica a un naturalismo fideísta pri-mero en Hume y luego a un naturalismo eliminativo en Darwin pasando por el economicismo premalthusiano de Adam Smith. En Francia, donde la revo-lución burguesa se va haciendo mucho más paso a paso, se circunvala en par-te el protestantismo y se mantiene un catolicismo que se va pudriendo ontológicamente por así decirlo dando lugar primero al deísmo de un Voltaire y luego al ateísmo abierto de un Diderot, un Helvetius o un d’Holbach, con toda la serie de enciclopedistas que adoptan una postura generalmente intermedia (Buffon, D’Alembert, Maupertius). Mientras que en Alemania el iluminismo racio-pietista de Kant no hace más que allanarle el camino a la secuela idealista de Fichte, Hegel y Schelling, todos acusados de ateos en mayor o menor ampli-tud, ateísmo que se consolida de un modo variopinto en el irracionalismo de Schopenhauer así como de Kierkegaard y sobre todo del segundo Nietzsche (aunque el primer Nietzsche tampoco se quede corto) ¿Qué queda del antiguo orden que se salve de la quema ontoepistémica aparte de los consabidos restos de serie que en su reacción se agrupan en una derecha política más o menos heterogénea? Queda, aunque sólo en parte, la actividad artesanal dignificada con el nombre de ciencia, pero que al fin y a la postre no es más que un instru-mentalismo enmascarado de episteme, instrumentalismo que es lo que siempre fue la artesanía pero sin máscaras epistémicas innecesarias claras porque ‘pa-dres tenía la Iglesia’, instrumentalismo que en la época actual se denomina tec-nociencia y en ésas estamos [Castrodeza (2003)].

Pero claro, hay que concienciarse de que todo este movimiento múltiple no es realmente hacia la verdad (episteme) o hacia un mundo mejor (ética), como es la pretensión oficial que convence a muchos y encandila a los entu-siastas de la civilización occidental que también son más que muchos, aunque haya mucha decepción por momentos y también mucha conciencia de crisis que a todas luces paradójicamente se torna en tendencia supuestamente libe-ralizadora también por momentos. No se debe olvidar que en su base todo es-te movimiento no procede más que de una lucha por la supervivencia sempiterna y por mantener una presencia biológica potenciada por una selec-ción natural muy imperfecta (directa o soterradamente). De manera que los seres humanos nos unimos contra terceros esgrimiendo siempre como estan-darte la verdad como arma arrojadiza (antes Dios estaba con nosotros, luego estaba la verdad y por fin está un sucedáneo de la verdad, sucedáneo un tanto degradado epistémicamente, que es ‘lo razonable’) para justificar no ya el progreso tecnológico de la humanidad y ni siquiera su liberación sobre las servidumbres del pasado, sino para obtener a cualquier precio lo necesario

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para seguir en la brecha (incluyendo incluso lo superfluo que gradualmente se transforma en necesario a fuerza de crear dependencias lo que es, biológica-mente, la esencia del parasitismo). Se sigue en la brecha en efecto a expensas del otro, el competidor, que también precisa de lo mismo en lo que es inevita-blemente una situación de violencia en donde con el “proceso de la civiliza-ción” las armas obvias se transforman en armas dialécticas, irreconocibles en primera instancia como armas (como muy bien percibió Michel Foucault en su Surveiller et Punir, 1975, y mejor todavía Norbert Elias en su Proceso de la Civilización, 1939). El objetivo es defender las adquisiciones de rigor, a expen-sas de terceras partes, en lo que no puede ser de otra manera porque en la base está un reparto imposible [véase, por ejemplo, Spierenburg (2004)].

Cuando lo que llamamos modernidad empieza a adquirir un impulso se-rio, es decir, cuando ya no cabe la menor duda de que la revolución burguesa se confirma, se afianza el deseo utópico de conseguir un orden político ajeno a preocupaciones teológicas y conflictos aparejados del pasado, todo ello con la pretensión de centrarse en las supuestas realidades palpables de este mun-do. Y todo ello ocurre como si los resultados negativos multivarios de las ac-ciones humanas más íntimas (derivadas de creencias y deseos tipificados así como de su interacción) fueran algo evitable cuando en cualquier caso parti-cipan de una inevitabilidad etológica básica como inevitable es nuestra ana-tomía y nuestra fisiología como dimensiones biológicas que por otra parte no son más que la plataforma donde se asienta nuestra etología cumplimentán-dose así el todo orgánico en que nos constituimos. La respuesta tipificada en lo que a la postre se puede considerar un pesimismo ilustrado [véase Dienstag (2006)] es que después de todo el éxito del proyecto modernista se torna evi-dente cuando rememoramos edades pesadas con toda la violencia explícita aparejada, de manera que la vida hasta el éxito relativo de la modernidad en cuestión era en los términos un tanto descolocados, pero certeros, de Hobbes algo “sucio, brutal y corto”. Claro está que sigue siendo así para la mayoría de los habitantes del globo (África, Sudamérica, buena parte de Asia), máxi-me considerando que en las zonas que no ocurre así es porque en buena me-dida, y sin ánimo de entrar en la dialéctica demagógica al respecto, se vive parasíticamente de las materias primas que bastante a duras penas suminis-tran los países pobres donde además sus productos abaratados por una mano de obra explotada y miserable tienen dificultades para entrar en el mercado protegido de los que prácticamente lo tenemos todo y aún así ¿Y cómo es la vida cuando no es sucia, brutal y corta, ciertamente es relativamente más limpia, más considerada y más larga, pero aparte de esto no es una vida ‘fe-liz’ en el sentido de que la tensión por una supervivencia más desahogada es siempre alta y comprometida, y es que se exige más de todo, porque lo super-fluo lo es sólo por momentos, luego, como se ha dicho antes, ese añadido prescindible se transforma en algo cada vez más necesario de una manera

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análoga a como ocurre con los parásitos facultativos que con el tiempo se transforman en parásitos obligados.

Claro, sabemos que hay una emigración constante desde las tierras don-de la vida es sucia, brutal y corta hacia los otros lugares donde para los luga-reños más holgados no es así. Pero, igualmente de claro, para gozar de ciertos privilegios es necesario mantenerlos y para mantenerlos hay que excluir a los que no los tienen del modo que sea, y así se entra en la dinámica de defender desde un frente el propio bienestar relativo contra viento y marea y desde otro frente alternativo, donde están los que no tienen, de querer participar de ese bienestar relativo igualmente contra viento y marea, y la relación entre los ‘que tenemos’ y los ‘que no tienen’ sí es sucia, brutal y continuada en una lucha constante y sin cuartel donde la clase intermedia del tripartito social, representada por la soldadesca de la república ideal platónica extrapolable a todo otro contexto (que se tipifica en efecto como clase media), se encarga especialmente de controlar y distribuir ese trabajo sucio, brutal y prolongado para que las manos de los que sustentamos este orden sigan estando ‘limpias, llenas de consideración en un estrechar lazos continuo y prolongado’ con los que pertenecen a la misma clase y condición.

No hay para todos y somos conscientes de ello, y el que tiene suerte se aprovecha de ella y el que no tiene esa fortuna no se resigna como es de ley adaptativa. O sea que, a la postre, ¿en qué consigue la modernidad? Ampliar un reparto de recursos de la manera más amplia posible pero en una amplitud que resulta altamente restringida, además de acumular buenas intenciones irrealizables hacia los que ‘no tienen’ con la esperanza de que la tecnología vaya proporcionando un futuro mejor para cada vez para más usuarios. Pero como todos también sabemos sobradamente, a pesar de la tecnología vivi-mos, los que vivimos con cierta holgura, de prestado, porque las materias primas se acaban deprisa al consumirse cada vez más y la tecnología de posi-ble sustitución no da abasto. La ciencia ficción proporciona constantemente escenarios futuros, prácticamente todos distópicos, y la modernidad va haciendo aguas. Antes también había modernidad (siempre la ha habido), pe-ro, claro, para muchos menos; esa ampliación es lo que realmente representa la modernidad propiamente dicha que viene a ser sobre todo una modernidad de buenas intenciones que llega un momento que dejan de ser creíbles en su esencia, y entonces es cuando aparece esa posmodernidad que apenas se pue-de definir en su origen y concepción, esa posmodernidad que es una espe-cie de vivencia en una modernidad ya absurda donde la vida vuelve a ser ‘sucia, brutal y corta’ en general pero de un modo un tanto hiperreal.

Como implica Baudrillard, a su manera cinicoide, derivamos hacia una Disneylandia donde todo lo ‘feo’ se separa y se oculta (o se estetiza como “feís-mo”), con el resultado que perdemos una madurez histórica que en el fondo só-lo ha valido para contemplar nuestras propias miserias etológicas. Por todo ello nos decantamos hacia un ‘cerrar los ojos’ y pretendidamente no querer más de

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lo creemos tener; entonces se genera una oferta/demanda limitada al respecto. Pero las leyes del mercado siguen operando ofreciendo el producto que se des-ea y haciéndolo de un modo un tanto estereotipado para que el negocio sea lo más redondo posible dentro de unas limitaciones sólo en la intención, de mane-ra que no es que ‘esto es lo que hay’ sino que ‘esto es lo que puede haber’. So-bre esta base se generan expectativas falsamente halagüeñas, como por ejemplo aventura Darwin en su Origen del Hombre en donde por selección natural todo tendería a ir a mejor. Ésto es ‘wishful thinking’ donde lo haya, porque la selec-ción natural en caso de que no sea contrarrestada por el azar o por las condicio-nes deterministas del mundo físico consigue lo mejor dentro de cauces un tanto anárquicos, pero en el sentido más peyorativo del término, porque el mejor es el que mejor explota al otro, ya sea con buenas o con malas artes, y además es que esa dinámica entra en la lógica de la selección natural. Darwin dice que los grupos donde hay más cohesión son los que prosperan a expensas de los otros [D. S. Wilson (2002)], y desde la perspectiva del gen egoísta el grupo que prospera es aquel grupo donde el riesgo de autodestrucción es menor. Es decir, en todos los grupos salen adelante los relativamente más egoístas pero donde la relatividad es más proporcionada los miembros del grupo sobreviven en mayor número y al final son los que más se expanden (paradoja de Simpson). Pero es-ta dinámica lo único que refleja no es un aumento del altruismo relativo sino un aumento del “egoísmo calculado” al límite, del egoísmo del largo plazo, de manera que el grupo más que ser un grupo mejor desde un punto de vista ético tradicional es un grupo mejor gestionado para beneficio de los que mejor enga-ñan, de un modo calculado y más inteligente, y además donde el autoengaño de no estar haciendo las cosas como se están haciendo prima lo suyo (de hecho, la marea darwiniana iría en contra de falsos espejismos, como se refleja en Levi-ne, op. cit., así como en D. S. Wilson (2007)).

El gozo de Darwin con respecto al futuro en un pozo (como el de Hegel o Marx en su momento, véase Young (2003)) porque Darwin se fija en lo que respecta al hombre especialmente en lo que reluce, en los resultados desea-dos, en las apariencias, en ese simulacro de lo que se antoja como una situa-ción mejor para todos. Pero en realidad esto último es así de una manera limitada siempre que los mejores supervivientes lo hagan a expensas de los otros de la manera, en el fondo, más cínica posible porque en el ‘vale todo’ de la selección natural lo único que no tiene restricción son las malas artes, co-mo hace ya mucho tiempo se encargaron de ilustrar los sofistas de los diálogos platónicos, fueran éstos reales o ficticios (Gorgias, Trasímaco, Calicles). Y ni la doctrina cristiana avalada por un infierno eterno ha sido en sus mejores mo-mentos capaz de solventar lo que bioantropológicamente es ‘ley de vida’ como se suele decir, o sea que ‘las cosas son como son’, lo que por cierto no implica resignación de manera alguna. Y es que la resignación también es una forma de autoengaño porque lo que en realidad significa es la instauración de un compás de espera simulado cuando en apariencia no se puede hacer otra cosa.

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V

Del mismo modo que desde la teoría de la evolución se habla de teleo-nomía para tratar de cancelar la dimensión metafísica asociada a la concep-ción de teleología (en un procedimiento que se quiere semejante al de astronomía con respecto a la astrología) existe asimismo la expresión actual de teonomía como contraste con la teología. O sea, que de la misma manera que no hay una causa final, sino que todo se remite a una causa eficiente que en ciertos casos tiene apariencia de causa final, tampoco hay ningún aconte-cimiento futuro escrito en las estrellas, o sea, que desde la teonomía más que Dios habría en todo caso una apariencia del mismo diseminado en una estruc-tura cósmica que a la manera de Spinoza provee de un simulacro de sentido teológico. Pero la pregunta es que, así como la razón última bioantropológica de la teleonomía como de la astronomía están claras, ¿cómo podemos darle a la teonomía un contenido sustancial en la misma línea? Una clave intere-sante la tenemos en el best seller de los últimos años sesenta Honest to God(1963), escrito por el reverendo anglicano y en tiempos obispo de Woolwich, John Arthur Thomas Robinson (1919-1983). Robinson les propone a los cre-yentes el abandono de la noción de Dios como agente exterior ubicado fuera de nosotros del mismo modo que se ha abandonado hace mucho por los interesa-dos la noción de que Dios estaba arriba, en el cielo. En su lugar ofrece como sustitución centrarse en la Ética del Amor, con una E/A mayúsculas después de centrarse a su vez en la noción heideggeriana de Dios como raíz del ser del teó-logo germano-americano Paul Tillich y asegurar que los asertos en torno a Dios, siempre lo son en torno a la ética amorosa desde una perspectiva especí-fica cristiana. Pero claro, la teonomía de Robinson no deja de ser una manera de predicar en terreno baldío, porque no se trata de desteologizar las doctrinas vigentes manteniendo su contenido ético, de lo que realmente se trata es de re-interpretar el contenido ético se desteologice o no su marco estructural.

De hecho es pertinente traer aquí a colación que, en su famosa obra Dialéctica de la Ilustración (1947), Theodor Adorno y Max Horkheimer ase-guran que, contrariamente a lo que es una creencia extendida, la Ilustración no ha acabado ni mucho menos con la fuerza del mito, porque aunque la na-turaleza ya no esté encantada, en los términos especificados por Max Weber, los humanos siguen (seguimos) viviendo de ilusiones escatológicas. Los mis-terios que rodean el pensamiento teológico perviven, aunque no sea más que como órganos vestigiales en el cuerpo de la racionalidad científica moderna lo que para los campeones de Fráncfort en términos sartrianos no es sólo una muestra de ‘mala fe’ sino algo peor, habida cuenta que para ellos en esa per-vivencia se encontraría el germen de futuros arrebatos fascistas:

La naturaleza paradójica de la fe en última instancia degenera en una estafa y se convierte en el mito del siglo XX de manera que su irracionalidad se convierte

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en un instrumento de administración racional por los plenamente ilustrados mientras conducen la sociedad hacia la barbarie [Horkheimer y Adorno (1944), p. 15; traducción ligeramente alterada].

Sin embargo hoy día los libros sobre religión se publican como nunca des-pués del bajón de principios del siglo XIX, especialmente en el mundo anglo-parlante. De entre los publicados en la última década merece por ejemplo destacarse, en lo que respecta a este escrito, Questioning God de Caputo y otros, eds. (2001). Las contribuciones giran en torno al universo de Jacques Derrida, donde la deconstrucción complica desaforadamente la interpretación de lo que se quiere decir cuando se habla o se escribe. Desde Derrida todo discurso queda fundamentalmente reducido a retórica (autorreferencia apar-te), mientras que desde el darwinismo la idea principal al comunicarse con el otro es manipularle con inteligencia para el propio provecho, acción que mientras más inconsciente sea más efectiva es (autoengaño). El paralelismo dialéctico (o incluso complementariedad) entre Derrida y Darwin al día de hoy es evidente. De modo que a Derrida se le acusa de nihilista, esteta e inde-terminista hasta un paroxismo desesperante, mientras que en el caso de Dar-win se adivinaría el mismo panorama si no fuera porque éste idealmente permanece oculto por la capa de un conocimiento biológico que se torna a la sazón adecuadamente empírico.

Tanto en el caso de Darwin como en el de Derrida podríamos aplicar la consideración de Wittgenstein: “No soy alguien con apego alguno a lo reli-gioso, pero no puedo evitar ver cada problema desde una perspectiva teológi-ca” [Rhees (1991), p.94]. Derrida, con su deconstruccionismo a ultranza y huída de un ‘centro’ ausente (esencia del postestructuralismo), se remite de un modo incesante aunque aparentemente esporádico a una teología negativa, mientras que la alternativa dawiniana a la teoría de la selección natural es el creacionismo que en su expresión más reciente es el ‘diseño inteligente’. Y no es que como se manifiesta desde ciertos ángulos que exista una base gené-tica para la creencia en algo teológico de un modo más o menos difuso [Hamer (2004)], la situación puede que sea mucho más sencilla y es que la mente humana, como es bien sabido, cuando no tiene el suministro de ‘reali-dad’ adecuado crea sus propias alucinaciones compensatorias del mismo mo-do que ‘el hombre solo’ (un naúfrago por ejemplo) se crea un compañero de fatigas imaginario para paliar su necesidad de socialización. Alguien como Derrida, o el mismo Darwin, por no hablar de Wittgenstein, o incluso Nietzs-che, que se crían en una atmósfera donde lo teológico es un ingrediente tan necesario como omnipresente, hacen que esa dimensión mantenga una pre-sencia de un modo u otro durante toda su existencia [Stivers (2004)].

Por ejemplo, la cuestión del perdón es algo cuya connotación se subsu-me normalmente en un contexto teológico, aunque tenga derivaciones impor-tantes en el contexto penal desde una perspectiva especialmente política

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[Tavuchis (1991)]. Desde una perspectiva bioantropológica empero la clave está en la reciprocidad: si te perdono estás en deuda conmigo, es decir, el ‘perdono pero no olvido’ tiene esa connotación específica (que en realidad puede muy bien ser un ‘olvido pero no perdono’), o sea que existe una ofensa pero las circunstacias pueden aconsejar no exigir compensaciones inmediatas y/o tener almacenado una especie de activo resarcidor utilizable en su mo-mento. Igualmente, y muy perceptivamente, el perdón, mediado por su peti-ción por supuesto, es un modo de reparar un nexo social deteriorado, que es lo que interesa a ambas partes, por lo que siempre se puede representar un arreglo en el sentido de que un sentimiento de culpabilidad propiamente exte-riorizado puede ser aceptable en tanto en cuanto se pueda tomar o pueda sig-nificar una especie de garantía para que futuras acciones al respecto no se repitan: la garantía es algo que puede compensar a la parte ofendida, com-pensación que el que ofende puede suministrar como carta de pago mínimo. En el contexto evolucionista a la larga no tiene sentido que haya ganadores netos y el perdedor ocasional o bien es fruto de la mala suerte como accidente ocasional, o bien su incidencia no tiene mayor importancia en la superviven-cia de sus parientes (o sea de sus propios genes/replicadores), de modo que su ocurrencia carece de significatividad adaptativa [Dawkins (1982)].

VI

Pero maticemos el naturalismo ético de Darwin con la fenomenología heideggeriana desde la perspectiva occidental que conecta la muerte de Dios con el sentido de la vida donde la obligación hacia el otro (el mitsein heideg-geriano) está siempre en el trasfondo, pensando que ‘muerte’ en este caso es más bien un eufemismo de ‘ausencia’ así como ‘Dios’ lo sería de ‘referente último’. La pregunta es, ¿se puede prescindir realmente del naturalismo dar-wininiano desde la fenomenología ontológica del autor de Ser y Tiempo así cómo desde la fenomenología existencial adjunta de Jean Paul Sartre (disjun-ta según Heidegger)? Inevitablemente hay que considerar de antemano el triunvirato Schopenhauer-Nietszche-Heidegger enfatizando la componente claramente naturalista de los dos primeros pensadores. La constatación prin-cipal, a tono con el darwinismo, es que por muy desagradablemente sorpren-dente que parezca la vida merece la pena ser vivida a pesar de la ausencia de un referente último (que en Heidegger iría más allá de Dios y sería el ser cu-ya esencia no exige su existencia valga la aparente contradicción). El núcleo de esta idea desconcertante está tratado en el libro de Young antes citado so-bre la supuesta existencia, de un ‘mundo verdadero’ aparte del ‘mundo coti-diano’. De manera que las supuestas violaciones éticas de unos y otros, así como las desigualdades de este mundo que propiciarían en buena medida esas violaciones, se verían compensadas en el ‘mundo verdadero’. Para los

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pensadores alemanes en cuestión la idea es que una vida donde el Arte, con mayúscula, adquiere la pauta de referente principal hace que la noción de ‘mundo verdadero’ se sobreponga a la de mundo real cotidiano. Incidental-mente, pensemos que el arte desde la plataforma darwiniana tiene un papel fundamental en lo que se refiere a la supervivencia difererida (reproducción), que es la que importa. Lo mismo ocurre con la cultura en general en el senti-do de que, según las ideas del conocido psicólogo otrora de Harvard (hoy día en la Universidad de Nuevo México), Geoffrey Miller (2001), su expresión está íntimamente unida con el cortejo sexual, es decir con la reproducción, que sería la función principal de lo vivo en su faceta bisexual, y por ende de lo humano, en el sentido de que la selección natural propicia la continuación de la vida efectuando el ‘desvieje’ de rigor a la sazón (Miller está en la línea recta donde se ubican el etólogo Richard Dawkins, el filósofo Daniel Den-nett, las psicobiólogas Helena Cronin y Susan Greenfield y los psicólogos Steven Pinker y Susan Blackmore, entre bastantes otros darwinizadores en acción) ¿Cómo conecta el pensamiento darwiniano con la tesis nietzscheana, propuesta en La Gaya Ciencia (1882, año en que muere Darwin), donde tam-bién se proclama la muerte de Dios, y en donde se incita a pensar que la clave de nuestra existencia sería hacer de nuestra vida una obra de arte personal? Es más, ¿cómo conecta esa concepción con una vida moral genuina? En el caso de Darwin esa conexión está más bien clara en el sentido de que ‘llevarse bien con el otro’ garantiza hasta cierto punto la propia supervivencia y, sobre todo, la de la descendencia directa/colateral que es, biológicamente, lo que prima

¿Incluye la concepción nietzscheana en la construcción estética de mi existencia ‘compromisos y responsabilidades’ morales? (pregunta foucaultia-na donde la haya). Claro, Nietzsche, en una última parte de su obra cuya pu-blicación no estaba prevista (Der Wille zur Macht), y que Heidegger tipifica como la culminación de la obra de su antepasado alemán, trata de la ‘volun-tad de poder’ como la fuerza central que mueve el mundo de la vida en gene-ral y el del hombre en particular. Obviamente, el mundo de Darwin, como la descripción sucia de la existencia, está inmerso en esa voluntad de poder que es la que potencia la supervivencia y reproducción en un mundo de, necesa-riamente, recursos escasos (de otro modo surge el parasitismo como adapta-ción, de manera que la escasez siempre es algo recurrente). La connotación nietszcheana le daría al pragmatismo darwiniano un planteamiento dionisíaco donde la fuerza del instinto arrasa con todo. Y esto último teniendo en cuenta que la razón autoconsciente desde los patrones darwinianos actuales no sería más que un sucedáneo del instinto y propiciaría un ajuste más que estrecho entre ambas concepciones nietzscheana y darwiniana.

De manera que la concepción darwiniana estereotipada por Nietzsche adquiere una dimensión decidamente catastrofista para cualquier concepción moral tradicional y ahí entra Heidegger ‘con la rebaja’ como se verá a conti-nuación. Aunque antes no está de más señalar que Darwin cita a Schopen-

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hauer en su Origen del Hombre (2.ª edición revisada de 1874) como apoyo a su concepción naturalista. De hecho en el capítulo XX de su libro revisado, reproduce un párrafo del Journal of Anthropology (enero de 1871, p. 323) donde establece que pese a quien pese (y le pesa sobre todo a su colega A. R. Wallace, entre otros muchos, véase Dawson (2007))

el objetivo final de todo lance amoroso, sea éste cómico o trágico, es realmente más importante que cualquier objetivo humano. Porque al fin y a la postre todo se remite a lo que va a ser la generación siguiente, la intención individual no cuenta de ninguna manera, sino que incide lo que va a resultar la raza humana, de eso se trata y nada más [Darwin (1871), p. 323].

Como además contiende Joel Faflak,

Schopenhauer está instalado tanto en la tradición de Malthus y Darwin como en la de Nietzsche o Freud en su intento de explicar cómo la mente y el cuerpo, irrevocablemente implicados el uno en el otro en un concierto ciego donde los haya, coexisten en un tipo de determinismo dinámico que liga las funciones más primitivas del organismo con las más refinadas teorizaciones del intelecto [Faflak (2007), p. 248, nota 62].

El primer Heidegger (Ser y Tiempo) introduce un criterio solapadamente ético de ‘autenticidad’ que se remite, aunque sea de un modo un tanto oblicuo, al de Nietzsche en el sentido de que tener en cuenta el contexto histórico es fundamental. Esta circunstancia concurre con la concepción darwiniana de que la historia es inextricablemente parte del medio humano, porque su recuerdo y recapitulación, por muy incierto e inexacto que ése sea, influye decidamente en la estrategia que se adopta para la supervivencia y reproducción subsiguiente. Pero en Heidegger entramos en terreno metafísico pedregoso porque la autenti-cidad apela a la vida en un mundo auténtico y si dejamos de lado esa hipótesis aceptamos que nuestro mundo cotidiano es el único que hay o, al menos, el único que nos atañe, por lo que al denigrarlo como al ‘inauténtico’ volvemos a caer en la trampa del ‘mundo verdadero’ frente al ‘mundo cotidiano’.

En este momento le podemos dar entrada a Sartre y a su Ser y la Nada(1943) en donde, por un lado, nuestras vidas serían ‘absurdas’ (no tendrían sentido) porque al decidir ser lo que queremos ser, con los valores aparejados que sean menester, lo hacemos en realidad, consideraciones psicosociales aparte, ‘porque sí’ pero, por otro lado, nuestras vidas seguirían siendo absurdas si nuestra elección de lo que queremos ser la hacemos en vez en aras de un mo-delo de supuesta perfección que, a su vez, no tiene modelo. Esta problemática contradictoria sólo en apariencia se resuelve desde el darwinismo más consen-suado, porque por un lado las consideraciones psicosociales bastan y sobran y por otro la fijación es en los modelos exitosos que se encuentran entre nosotros en lo que atañe al éxito en la supervivencia y reproducción que claro es lo que

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hay que imitar. Sartre resuelve su problemática ética de un modo análogo a cómo lo hace Heidegger con su ‘mitsein’ (ser con el otro) como existenciario (básico). En efecto, Sartre en su póstumo Apuntes para una Ética (escrito en 1947-8) se decanta con entusiasmo por una concepción del hombre más que social, socialista, en el sentido de que para dar sentido a nuestra existencia se trata simple y llanamente de contribuir a la empresa colectiva de una liberación social (en lo que también concurre Albert Camus para superar la tentación del suicidio como una salida racional al problema de la existencia).

Pero la perspectiva individualista, personal, sigue ahí y está inequívo-camente tipificada precisamente en Albert Camus, así como en Michel Fou-cault y, aunque pueda parecer sorpresivo, en Jacques Derrida. Por ejemplo existe un punto de conexión manifiesto entre la ‘normalidad’ de Foucault y el ‘das Man’ heideggeriano. Claro, en Foucault no sólo tenemos ‘la muerte de Dios’ sino, como correctivo ‘católico’ subyacente, ‘la muerte del hombre’. En efecto, siempre hay que tener en cuenta que frente al trasfondo luterano que existe en Schopenhauer y Nietzsche, está el trasfondo católico de Hei-degger y los filósofos franceses en general (incluyendo el trasfondo semipro-testante de un Sartre y el judaico de un Derrida, o un Levinas, simplemente porque en su medio domina el catolicismo como fuente de inspiración sub-consciente y omnipresente). Y desde ese catolicismo, enterrado en las pro-fundidades del inconsciente colectivo galo, Dios y el hombre estarían tan inextricablemente unidos que el uno no tendría sentido sin el otro. Muere el uno y muere el otro. Desde el protestantismo empero la independencia entre ambas entidades es algo consustancial a la revolución burguesa que doctri-nalmente se plasma en una dimensión lo más ajena posible al antiguo orden que es el orden de la Iglesia de Roma. Porque aunque ‘todos los caminos conduzcan a Roma’ en el atomismo protestante no hay meta terrenal a ‘Ciu-dad de Dios’ agustiniana alguna y cada uno va por su lado aspirando a ser uno de los ‘elegidos’ y de ahí posiblemente se llega al triunfo del capitalismo por medio de una ética protestante (Weber) que igualmente es la ética que se deriva de la teología natural (Merton) que luego se decanta subrepticiamente en Darwin, en el sentido de que el mundo es lo mejor que se pueda esperar que sea teniendo en cuenta a la selección natural como fuerza aunque imper-fecta más que dominante. Desde un trasfondo católico secularizado empero como pueda ser el que radica en Heidegger, y se filtra a su vez en los pensa-dores galos de base predominantemente católico-judáica (Foucault, Lacan, Althusser, de Certeau, Badiou), el énfasis no estaría en el ‘vale todo’ de la se-lección natural que con suerte es para bien, sino por ejemplo en el concepto de justicia derridiano que sería el único concepto que no se puede decons-truir, o en la muerte del hombre cuya existencia ya no tiene objeto muerto Dios. Vemos cómo en ambos casos respectivamente se manifiesta la estrate-gia de supervivencia procedente del antiguo orden (hay que mantenerse y mantener lo que se tiene cueste lo que cueste porque más allá está el abismo)

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frente a la estrategia que apoya el nuevo orden (hay que trascender lo que existe o perecer en un abismo activo perseguidor, teniendo en cuenta que en esa trascendencia posiblemente todo irá a mejor). En ambos casos hay incer-tidumbre, como es lógico, y en ambos casos se traiciona la procedencia ideo-lógica, por muy diluida que esté, de lo que siempre ha sido una dicotomía entre los seres humanos, entre los que han gozado de privilegios sobre los demás y los que han ‘usurpado’ exitosamente esos privilegios.

VII

Claro debe estar que la ética y la política están inextricablemente unidas en el sentido que sus dimensiones respectivas de ‘saber comportarse’ y ‘saber inducir comportamientos’ desde el darwinismo tienen el común denominador de la supervivencia. Es decir, me comporto subrepticiamente para sobrevivir mejor que mi competidor e induzco en mi competidor pautas de supervivien-cia que me beneficien pero haciéndolo de tal manera que parezca que mi inte-rés está más en ‘el otro’ que en mi mismo. Otras proyecciones menos ‘egocéntricas’, que son las clásicas, desde la interpretación general darwinia-na se remitirían indefectiblemente a las mismas pautas darwinianas. Como ejemplo más notable, y ya para cerrar esta meditación sobre la ética darwi-niana y su contextualización en la fenomenología heideggeriana, acudamos a la esclarecedora obra Michael Lewis (2005).

La primera constatación es que por supuesto la ética heideggeriana no es apolítica como algunos críticos sugieren, sobre todo pensando en las derivacio-nes heideggeriano-nietzscheanas que se reflejan en numerosos seguidores galos, notablemente en Foucault. En este sentido es muy sugerente que Lewis encuen-tre similitudes importantes entre la obra de Heidegger pertinente y la crítica a las ideologías de Slavoj Zizek en el sentido que la noción de ‘cosa’ representa una especie de vacío en el orden simbólico así como en el pensamiento de Heidegger sobre la ‘cosa’. El lugar de la ética se situaría entonces en la diferencia ontológi-ca centrada en el ‘ser-con’ lo que nos habilitaría para identificar una dimensión política en la ética de la ‘cosa’. Lewis se centra en tres hitos heideggerianos el ser (Sein), el evento (Ereignis) y el ‘enmarcado’ (Gestell). Para empezar, en Sery Tiempo se asume la diferencia ontológica entre ser y seres (derivados), sin realmente entrar en su diferenciación más allá de lo nominal. Lo que sí se esta-blece empero es una conexión entre la diferencia ontológica y el ‘ser-con’. O sea, que esta relación entre ser y seres se debe considerar como una relación del ser con los seres. De momento Heidegger identifica únicamente el ‘ser-con’ con ‘ser-con-otros’ hasta que entra en la relación autenticidad-inautenticidad. Enton-ces establece que el lugar de la ética es la diferencia ontológica. Por expresarlo en lo que puede parecer un juego de palabras, el lugar de la ética en Ser y Tiem-po, como se viene diciendo, es la autenticidad, entonces en la autenticidad debe

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estar la diferencia ontológica, es decir, la diferencia ontológica se debe mostrar en la autenticidad del Dasein. Lewis intenta esclarecer la cuestión proponiendo que existe una segunda manera de ‘ser-con’ que apela a la autoconciencia, pues-to que ésta está implicada en la llamada del ser. Entonces la autoconciencia su-pone la existencia de una relación entre ser y seres o sea una relación del ser conlos seres. Y puesto que la autoconciencia tiene su papel en la autenticidad del Dasein, esta forma de ‘ser-con’ se localiza plenamente como lugar de la ética y se identifica con la diferencia ontológica aunque forzosamente el recinto sea fi-nito en la medida que lo es el Dasein. Todo se remite pues a la autoconciencia y a su autenticidad entre los que media la libertad como la verdad de la esencia que es simultáneamente la esencia de la verdad.

Posteriormente Heidegger en los Beiträge zur Philosophie (Vom Ereig-nis) (escritos en 1936-8, publicados en 1989) traza el origen de la diferencia ontológica en el Ereignis (la experiencia sublime en que el hombre ‘com-prende’ poéticamente —místicamente— lo que es el ser o sea ‘el lugar de en-cuentro’ entre el hombre y el ser), lo que conduce a la ética de la ‘cosa’ de un modo un tanto ultraterreno que no ultramontano. Entonces el hombre no es ya el lugar privilegiado donde se manifiesta el ser, sino que se transforma en el guardián de los lugares donde aparece la ‘cosa’. De manera que la ética de-ja de ser una ética de la autenticidad (que es donde llegan los franceses se-guidores de Heidegger, especialmente Foucault) a ser una ética de la Gelassenheit (serenidad). No es que se deje de lado la autenticidad, por su-puesto, sino que se va más allá de modo que la autenticidad más que cum-plimentar un deber (Kant) se decanta en una paz serena que no es más que una impotencia asumida ante una realidad aplastante.

Lo que ocurre fuera del mundo de Heidegger es que con ‘el olvido del ser’ el ser desaparece y sólo quedan los seres y del mismo modo aparece la contrapartida del Ereignis que es el Gestell. O sea, que si la ética es la rela-ción con el ser y la política la relación con los seres, con el advenimiento del Gestell viene el dominio de la política sobre la ética, o sea de los seres sobre el ser. Aquí es conveniente identificar explícitamente la ‘cosa’ con la cuater-nia (la cosa sería el lugar donde inciden ‘el cielo, la tierra, los hombres y los dioses’ en la línea del poeta Friedrich Hölderlin). De manera que en la cua-ternia (Geviert) los mortales idealmente deben permanecer en una relación especial de los unos con los otros y con los dioses o equivalentes antes de que aparezca la cosa y esta relación es política de modo que existe una dimensión política en la ética de la cosa que además sólo se puede manifestar dentro de la situación política del momento histórico que haga al caso. O sea, que la apertura de la diferencia ontológica no está ya localizada en el Dasein sino entre los mortales y entre los mortales y los ‘dioses’.

En una nota extraordinariamente aclaratoria Bret W. Davis (2007), nota 42, tomando la obra capital de Levinas Totalidad e Infinito se fija en las pa-labras siguientes del autor lituano:

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Afirmar la prioridad del Ser sobre los existentes es decidir ya la esencia de la fi-losofía; es subordinar la relación con alguien, que es un existente, (la relación ética), a una relación con el Ser de los existentes, que, por lo impersonal, permi-te la aprehensión, el dominio de los existentes (una relación de conocer), subor-dina la justicia a la libertad … Aun si opone la pasión tecnológica propuesta positivamente desde el olvido del Ser escondido por los existentes, la ontología heideggeriana, que subordina la relación con el Otro a la relación con el Ser en general, permanece obediente a lo anónimo, y conduce inevitablemente a otro poder, al dominio imperialista, a la tiranía [citado en Davis (2007), p. 357].

Pero no. Desde la profundidad de la concepción heideggeriana se puede iden-tificar la idea básicamente cristiana, desde el catolicismo, sobre el mal y su comprensión fuera de premisas cotidianas pero básicamente sentimentales de anteponer el amor a Dios (al ‘Ser’) a todo amor humano y que está sintetiza-da en el evangelio de Marcos,

Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: “¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. Él les responde: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”. Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su al-rededor, dice: “Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” [Marcos, 3, 31-35].

De manera que los males de este mundo, el sufrimiento de nuestros seres más queridos, o el propio, por causas naturales o intencionales, es algo duramente prescindible cuando nos entregamos auténticamente a Dios, algo que desde el naturalismo emanante de la teología natural anglicana y su secularización no tiene sentido. De hecho esa entrega tiene un sentido ateológico desde el es-toicismo romano e incluso desde una perspectiva darwiniana más allá de la teología natural, pero no desde el naturalismo en el sentido de que asumir que ‘todo es biología’ de alguna manera nos exonera teleológicamente al com-prender que no tiene sentido ni siquiera decir que nada tiene sentido. De hecho Jacques Derrida responde a las palabras de Levinas del siguiente modo:

No se puede hablar de la ‘subordinación’ de lo existente al Ser, o, por ejemplo, de la relación ética a la relación ontológica. Pero precomprender o explicar la relación implícita del Ser a lo existente no es someter lo existente (por ejemplo a alguien) al Ser de una manera violenta. El Ser no es otra cosa que el Ser-de este existente, y no existe fuera de el como un poder foráneo [… ], o como un elemento impersonal hostil o neutral […] Todo lo contrario. No sólo es el pen-samiento del Ser ajeno a toda violencia ética, pero parece que no hay ética, en el sentido de Levinas, que se pueda instrumentar sin el. El pensamiento —o al menos la precomprensión del Ser— condiciona (a su manera, lo que excluye todo condicionamiento óntico: principios, causas, premisas, etc.) el reconoci-miento de la esencia del existente (por ejemplo alguien, existente como otro,

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como otro sujeto, etc.). Condiciona el respeto por el otro como lo que es: otro. Sin este reconocimiento, que no es un conocimiento, o digamos sin este ‘dejar-ser’ de un existente (Otro) como algo que existe fuera de mi en la esencia de lo que es (primario en su alteridad), ninguna ética sería posible [La Escritura y la Diferencia, citado en Davis (2007), p. 358].

Se trata pues, desde el darwinismo, de contar con ‘el otro’ pero sin no sólo un compromiso total, que sólo genera la fuente de los sufrimientos habituales que todos padecemos en nuestras relaciones, sino además pensando que los intereses del ‘otro’ nunca son exactamente los nuestros y que nuestra adhe-sión al otro siempre se basa en segundas intenciones tácitas que priman la propia supervivencia. Dios y la Nada son las dos caras de una misma mone-da, como ya percibían Fichte y Hegel, que en su extremo generan una misma actitud ética: cuidar del otro en la medida que es cuidar de uno mismo. No en vano este segundo Heidegger, consciente a su manera de los espantos del na-zismo y, sobre todo, aunque cueste decirlo, del estalinismo, incita ya no a la autenticidad de una primera época, sino a la “Gelassenheit (serenidad) hacia las cosas”, esa serenidad que coincide con la falta de apego hacia las cosas desde el budismo de ocasión.

No se trata de unir ética y estética [véase por ejemplo, Oser (2007)] en el sentido de que la ética desde el darwinismo naturalista no es una dimensión in-efable que nos traslada a un mundo ajeno al cotidiano donde buscar ese refugio que antes proporcionaba el mundo encantado preweberiano. Se trata más bien de unir ética y episteme tratando de asumir una realidad que nos ahoga a todos y donde todo ‘escapismo’ (inautenticidad) siempre es existencialmente a peor. Se trata en definitiva de adoptar una autenticidad simplemente circunstancial que con suerte, con mucha suerte, conduzca a una serenidad naturalista más allá de Darwin, en la dirección que marcara Heidegger, pero sin dejar nunca la actitud naturalista más amplia que nos mantiene anclados en la realidad sucia que nos embarra y de la que formamos parte: “polvo eres…”.

Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia Universidad complutense de Madrid Ciudad Universitaria, 28040, Madrid E-mail: [email protected]

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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