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¿Cómo crítica Schumpeter la teoría de la voluntad general?
Problemas y soluciones para la realización de la voluntad general: una
perspectiva comparada con Jean Jacques Rousseau
Maria Corrales Pons
Lenguaje Político
Máster en Liderazgo Democrático y Comunicación Política
Este ensayo tiene la voluntad de comparar la crítica al concepto de voluntad general
acuñada por Schumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y democracia con la
definición propuesta por Jean Jacques Rousseau en su Contrato Social. En este sentido,
lo que pretendo argumentar es que ambos autores coinciden en ver los problemas que
imposibilitan la definición de una voluntad general, pero que, mientras que Schumpeter
se dedica simplemente a estudiar la realidad más superficial y concluye en que ésta no
es viable, Rousseau se centra en las condiciones necesarias para la realización de la
voluntad general que, plantea, deben ser acuñadas en el marco hipotético de un contrato
social inicial.
La voluntad general es un término acuñado, principalmente, por el filósofo de lengua
francesa Jean Jacques Rousseau en su célebre libro “El contrato social”. Para este autor,
el contrato social inicial en una sociedad establece una suerte de persona colectiva con
voluntad propia a la que llama voluntad general. En este sentido, vale la pena
diferenciar que, para Rousseau, la voluntad general no es lo mismo que la voluntad de
todos, es decir, no se corresponde con la suma de las voluntades individuales. De este
modo, a diferencia de los utilitaristas a quiénes Schumpeter se dirige especialmente en
su crítica, para Rousseau, lo que hace que la voluntad general sea general no es el
número de votos de los individuos, sino el interés común que les une.
En este sentido, Rousseau defiende la existencia de un interés común bajo el argumento
de que fue precisamente este reconocimiento de un interés mutuo el que llevó a los
humanos a organizarse en base a unos grupos y no en otros. Así, este autor define en el
Capítulo I del Contrato social que “si la oposición de los intereses particulares ha hecho
necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es
la que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes intereses
que forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se armonizasen todos
ellos, no hubiese podido existir ninguna sociedad” (Rousseau, 1992: 57).
Sobre esta idea de la existencia de un interés común, en la que se basa el concepto de
voluntad general, es precisamente contra la que Schumpeter desarrolla su crítica. En
primer lugar, tal como explica Joaquín Abellán en su texto “Democracia en
Schumpeter”, la idea de un interés común o un bien común para este autor debe ser
“fácilmente definible y mostrable a cualquiera con argumentos racionales” para que sea
capaz de actuar como “guía para poder responder a todas las cuestiones que se
plantearan en cada situación social y para evaluar las medidas a tomar en cada
momento”.
En base a estos criterios necesarios, Schumpeter argumenta que los hechos sobre los
cuales un individuo debe interpretar su voluntad no son “directamente accesibles de
igual forma para todos” (1999: 323) y que, por tanto, no todo el mundo va a tener claros
sus intereses. En esta definición del interés de uno, el autor norteamericano apunta a la
“gran influencia de la propaganda y otros medios de persuasión” que considera cruciales
en esta construcción de las voluntades hasta el punto en que, asegura, son los
productores de esta propaganda los que dictan la voluntad. Por si fuera poco, el autor
estadounidense establece que, aunque todos los individuos pudieran acceder de igual
forma a los hechos no habría consenso puesto que, no sólo podría haber personas que
tuvieran intereses contrapuestos al bien común, sino que, además, considera que “las
voluntades están muy divididas” y, por este motivo, “para los distintos individuos y
grupos, el bien común ha de significar necesariamente cosas diferentes” (1999: 323).
Bajo este argumento, es cuando podemos empezar a discernir cómo Rousseau veía los
mismos problemas para la realización de la voluntad general que Schumpeter y qué
condiciones se debían dar en el pacto social inicial para que su ideal fuera realizable.
Para el autor suizo, el primer criterio imprescindible para la formación de la voluntad
popular era la igualdad:
“Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se
derivan de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza del
hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto
tanto como en su esencia; que debe partir de todos, para aplicarse a todos, y que pierde
su natural rectitud cuando tiende a algún objeto individual y determinado, porque
entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de
equidad que nos guíe” (Rousseau, 1992: 63).
Aunque en el Contrato Social Rousseau no llega a definir de forma concreta qué
entiende por igualdad, sí podemos entrever a partir de sus anteriores trabajos como en
El tratado sobre el origen de la desigualdad entre los hombres que este criterio se
enmarca dentro de la igualdad económica e igualdad de información y conocimientos.
Es decir, bajo una perspectiva similar a los principios marxistas posteriores, el autor de
habla francesa entendía que la desigualdad económica provocaba grupos sociales
distintos con intereses diferentes o incluso antagónicos que imposibilitaban esa
tendencia hacia el interés colectivo. Además, en su argumentación vemos cómo
considera que para llegar a desgranar cuál era la voluntad general es necesario que
todos los ciudadanos partan de un mismo acercamiento a la información.
Asimismo, el autor francés, igual que Schumpeter, también entiende que en una
sociedad donde existan facciones y propaganda será muy difícil o imposible llegar a
concebir la voluntad popular guiada por el interés común. De este modo, en el Capítulo
III del Segundo Tratado del Contrato Social, Rousseau escribe que “nunca se corrompe
al pueblo; pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es cuando parece
querer lo malo” (1992: 60). Seguidamente, el autor concluye en el mismo capítulo que
“cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales […] la voluntad de
cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus miembros, y
en particular con relación al Estado” y afirma pues que “para poder fijar bien el
enunciado de la voluntad general” no debe haber “ninguna sociedad parcial en el
Estado” y cada ciudadano debe “opinar exclusivamente por él mismo” (Rousseau, 1992:
61).
Siguiendo con la crítica de Schumpeter al concepto de voluntad popular, tal como
describe Abellán, el autor estadounidense considera que la publicidad política “tiene
consecuencias mayores que las que se producen con la publicidad económica” ya que,
asegura, “muchas decisiones de enorme trascendencia se toman de modo que el público
no puede experimentar con ellas con tranquilidad y con un coste moderado” cosa que
provoca que “las propuestas políticas sean menos fáciles de interpretar”.
En este sentido, podemos ver cómo en Rousseau se proponen los mecanismos para
evitar esa necesidad de publicidad política. La publicidad o propaganda puede emanar,
por un lado, de una facción política, cosa que ya hemos visto que, para Rousseau, es un
principio incompatible con el de la voluntad popular y el bien común. No obstante, hay
otro principio que permite la elaboración de dicha propaganda en nuestro sistema actual
que es el de la representación ya que no puede existir una necesidad de efectuar
propaganda efectiva para asegurar votantes o seguidores sin que exista la voluntad de
representar a una facción o al todo. De este modo, para Rousseau, la representación
también resulta un principio incompatible para el ejercicio de la voluntad popular:
“Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no
puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser
representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no
la voluntad” (Rousseau, 1992: 57).
Finalmente, Schumpeter establece que, a pesar de la propaganda y de las voluntades
contrapuestas, el ciudadano individual sí es consciente de sus propios intereses en el
ámbito de su vida diaria guiada por la experiencia. En este sentido el autor afirma que el
individuo “comprende las cosas que conciernen directamente a él, a su familia, a sus
negocios, a sus aficiones, a sus amigos y enemigos, a su municipio o barrio, a su clase,
iglesia, sindicato o a cualquier otro grupo social del que sea un miembro activo, esto es,
las cosas que están bajo su observación personal, las cosas que le son familiares
independientemente de lo que le diga su periódico, las cosas en las que puede influir
directamente o puede dirigir y por las que desarrolla la especie, de responsabilidad
engendrada por toda la relación directa entre la línea de conducta seguida y sus efectos
favorables o desfavorables” (1999: 331).
Según el mismo argumento de Schumpeter por el cual el ciudadano es capaz de
discernir los efectos favorables o desfavorables de los hechos en los que “puede influir
directamente” o sobre los que tiene “una responsabilidad engendrada”, podríamos
concluir que esta capacidad podría existir respecto a los asuntos políticos más amplios si
se dieran estos dos criterios que se resolverían al darse un modelo democrático
participativo en los que todo el colectivo tuviera esa capacidad de influencia y esa
responsabilidad sobre sus opiniones o actos.
Una vez más, Rousseau coincide con Schumpeter cuando dice que “juzgando de lo que
nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe”. De
este modo, al igual que los defensores del concepto de democracia republicana, el autor
francés apunta que “lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el
interés común que los une” y apela a los valores de la “armonía admirable del interés y
de la justicia” que, en su opinión, “es lo que da a las deliberaciones comunes un carácter
de equidad” (Rousseau, 1992: 64).
De este modo, vemos cómo los dos autores plantean y describen los mismos problemas
en la realización del concepto de voluntad general. En este sentido, ambos coinciden en
que existe la división de voluntades por intereses distintos que Rousseau pretende
solucionar a través de la igualdad económica y de información y conocimientos con un
presupuesto de valores comunes que guían la deliberación hacia el interés común. Del
mismo modo, el autor de lengua francesa rechaza las facciones para el complimiento de
dicha voluntad así como la representación de ésta que son las condiciones necesarias
para que se dé la propaganda política que Schumpeter plantea como creadora real de las
voluntades. Asimismo, vemos cómo ambos coinciden en que sólo se puede llegar a
discernir entre los efectos favorables o desfavorables de una decisión o acto cuando el
ciudadano está familiarizado con éste hecho y tiene una responsabilidad sobre dicha
decisión.
Finalmente, me gustaría incluir dos vacíos a explorar en ambas exposiciones para un
debate o investigación posterior. Por un lado, la incapacidad de Rousseau para plantear
cómo se llega a los criterios que él considera imprescindibles para la realización de la
voluntad general más allá de un hipotético contrato social que nunca se dio ni se dará.
Por otro, el ver qué pasaría si los criterios de responsabilidad y conocimiento de la
experiencia que Schumpeter estima como necesarios para discernir entre los efectos
perjudiciales o positivos de una decisión se dieran también en el ámbito político a través
de una mayor capacidad de decisión de la ciudadanía en base a los asuntos públicos.
Bibliografía
ABELLÁN, J. “Democracia en Schumpter”
ROUSSEAU, Jean Jacques. Contrato Social. Madrid, Espasa Calipe, 1992.
SCHUMPETER, Joseph A.: “La teoría clásica de la democracia”. En: SCHUMPTER,
Joseph A. Capitalismo, socialismo y democracia. Barcelona, Folio, 1984, pp. 321-342