10 relatos increibles

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Por autores varios Maquetado por Joserra 10 RELA- TOS INCREI- BLES

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Por autores varios

Maquetado por Joserra

10RELA-TOSINCREI-BLES

10� Relatos� increibles

Ilustraciones DeviantArt

00.� Indice

01.� Pablito................................................................ 602. Cifras magicas............................................... 1203. Las ausencias de

tia Henriqueta.............................................. 1604. Un cuadro de Luna

para mi abuelo ............................................. 2005. Una desafinada

orquesta ......................................................... 2206. No llores por mí

Martina.......................................................... 2607.� Rosas de Damasco ...................................... 3008. La otra flor.................................................... 3209. Más vueltas que

tiovivo ............................................................ 3610.� Robo en el

Black Jack....................................................... 40

En mi barrio, en la acera de enfrente, en el45, vivía Pablo Santaolalla Martínez. Pabloera un genio; cuando estábamos en ter-cero fue el primero en aprenderse la tabla

del 7 que yo creo que es la más difícil, y era el únicoque saltaba, sin apoyar las manos, los mojones de pie-dra que estaban enfrente de Correos. Los demás lossaltábamos, sí, pero apoyando las manos, y eso, quierasque no, no es igual; Mariano el gordo, ni eso, siemprelo intentaba pero no había manera.

Yo estaba orgulloso de ser vecino y amigo de Pablo. Vol-víamos juntos del colegio; al ir por la mañana no, por-que mi madre siempre me acompañaba hasta elmercado cubierto, donde ella se quedaba a hacer lacompra diaria; entonces no había frigoríficos, buenonosotros al menos no lo teníamos.

Pablo tenía radio en casa y los domingos por la tardeoía los partidos en “Tablero deportivo” y se sabia lasalineaciones de memoria y hablaba de Iriondo, Venan-

01.� Pablito

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cio, Zarra, Panizo y Gainza, o de Olmedo, Sobrado, Pa-híño, Joseíto y Molowny como si fueran parientes oamigos de la familia, y si alguno dudaba de lo que éldecía, añadía “¿Vas a saber tú más que Matías Prats?”,y ahí se terminaba la discusión.

Era junio, a finales de curso, un lunes sin entrar a clase,cuando estábamos en filas; a los de tercero nos man-daron a casa hasta el miércoles, sin más ni más; yo volvísolo, porque Pablo no había venido, como si supieraque iba a haber fiesta.

Fueron dos días raros, mi madre me mandaba a la calle,yo bajaba con mi peonza, y cuando me aburría de bai-larla me sentaba en el peldaño del portal, esperando aver si bajaba Pablo, pero Pablo no bajó ninguno de esosdos días.

El miércoles volvimos clase, la clase olía raro; en el re-creo Domingo dijo que habían echado zotal, que supadre lo echaba en el gallinero para que no hubiera pul-

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gas, pero Daniel, que era hijo de Doña Carmen, la pro-fesora de párvulos, dijo que no era por las pulgas, queera porque Pablo Santaolalla Martínez tenía meningui-tis, que se lo había dicho su madre.

Al volver se lo conté a mi madre y ella me corrigió: ”Nose dice meninguitis, sino meningitis, y es contagioso asíque ojo con acercarte a Pablito”.

Pablo ya no volvió a clase en lo poco que quedaba decurso, ni tampoco en cuarto, ni en quinto, ni tampocole vi en la calle en esos dos años.

Después de quinto unos fuimos a la escuela profesionalde los salesianos, otros a estudiar bachillerato a los Ma-ristas y otros empezaron a trabajar de pinches en unacarpintería, o en un taller y a estos les envidiábamostodos. Mariano el gordo fue el que más suerte tuvo, secolocó de botones en el Hotel París, y cuando pasabapor delante de la puerta allí estaba siempre él con suuniforme rojo y sus botones dorados, y a veces sacaba

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una pitillera dorada, a juego con los botones y me dabaun cigarrillo “Toma”, me decía, “Es un Pall Mall kingsize” , y cuando yo le preguntaba si eran americanos deverdad, el levantaba la barbilla, echaba el humo en cir-culitos inflando sus mofletes y luego añadía “Nos hajodido”.

Fue al final del primer curso de la profesional cuandovolví a ver a Pablo: estaba junto a su portal, sentado enuna silla. Me acerqué a él, un Pablo tan distinto, claroque habían pasado tres años, pero aun así, los pies tor-cidos con las punteras hacia dentro, las manos mediocerradas sobre los muslos, la entrepierna mojada.Pablo alzó la cabeza y con dificultad dijo “Joseíto, Mar-chal, Di Stéfano, Rial y Gento”, y sus labios lograron unadifícil sonrisa. Eso era en el 56, cuando el Madrid ganóla primera copa de Europa.

A Pablo las tardes de sol su madre le bajaba junto alportal en una silla, y muchas tardes yo me sentabajunto a él en el escalón del portal y le leía el Marca que

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pedía prestado a Maribel, la del bar de la esquina.

Han pasado muchos años, mas de cincuenta. Pablosigue viviendo en la misma casa, ahora tiene ascensor,y las tardes en que el Madrid juega la copa de Europayo voy a buscarle; su hermana Marisol, que se quedósoltera y vive con él, le abriga con una bufanda del Ma-drid y nos vamos hasta la cafetería que tiene Mariano;Mariano se casó con una negra de Jamaica, Marlene,asombrosa, espectacular, por eso la cafetería se llamaJamaica y allí estamos, tan ricamente, viendo el partidopor la tele. Ahora ha puesto una de plasma de 40 pul-gadas, se ve mejor que en el campo; Mariano nos sacaalgo de picar y si puede se queda con nosotros a ver elpartido. Ayer, de vuelta a casa, mientras yo empujabasu silla, Pablo me dijo: “Este año el Madrid gana la dé-cima”. “Sí, hombre, porque tú lo digas”, le contesté. Yosiempre he sido más del Barça.

(Por cierto, no sé si lo he dicho, Marlene, la mujer deMariano, ¡increíble!).

TSB

02.� Cifras� magicas

No era matemático. Ni siquiera cursó laasignatura en el instituto y prefirió lasletras.

Sin embargo, en algún momento de su tercera décadalos números empezaron a interesarle. Al principio deforma inconsciente, sorprendiéndose de vez en cuandomientras sumaba las cifras de alguna matrícula. Des-pués de forma cada vez más patente, buscando serieslógicas en los números de sus tarjetas o acabandotodos los sudokus del periódico del bar.

Empezó a leer todo lo que encontraba sobre teoría denúmeros: números imaginarios, números irracionales,números primos, números, números, números.

Y el mundo fue desdibujándose y reconvirtiéndose encifras, longitudes, pesos, alturas…

Y fue así hasta que se encontró con un número espe-cial. Un número que en realidad eran tres: 94, 60 y 90.

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Estos tres números siempre iban juntos y de vez encuando la chica que iba con ellos hablaba y le decíacosas.

Hasta que un día, de repente, los tres números se acer-caron mucho, y la chica también. Estaban tan cerca quela distancia que los separaba se acercaba peligrosa-mente a cero. Él buscaba rápidamente en su cabezauna operación que pusiera las cifras en su sitio, pero sucabeza no respondía, y los labios de la chica se obsti-naban contra los suyos buscando formar un conjuntoúnico.

Cada nuevo embate añadía una nueva incógnita a laecuación y viéndose totalmente incapaz de resolverla,cerró los ojos y se dejó hacer.

No encontraba números para medir la intensidad deaquello. Añadía y añadía cifras, pero no conseguía lle-gar a nada que se le acercara siquiera. Y cuando des-pués de un rato abrió los ojos, ya no había cifras ni

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tallas, ahora había colores y sonidos, olores y texturas,y un rostro redondo que le miraba. Y mientras aquellosojos jugaban con él y le confundían, le vino a la cabezaun recuerdo lejano de algo llamado amor.

Julio

03.� Las� ausencias� dela� tia� Henriqueta

Es mi tía Enriqueta una mujer peculiar envarios aspectos. No solo por tener casi unsiglo y mantener un humor estupendo, opor el dulce y cariñoso trato que nos ha

dado a todos; o por el amor que ella y su marido se pro-fesan después de tantos años, o ese olor a lavanda quecomo una nube de verano siempre parece envolverla.Es peculiar por su extraña costumbre de ausentarse.

No son ausencias largas, algunas duran unos minutos,otras horas. Y mientras está ausente su cuerpo reposaplacido en su sillón de tejer. Las primeras veces nosasustamos un poco; la familia entera correteando porla casa, buscando una explicación, y las llamadas al mé-dico, pensando en lo peor, pero antes de que éste lle-gara a casa, mi tía ya había vuelto de su ausencia;sonriente y fresca, de mejor humor si cabe

Los niños, como son, intentan hacerla rabiar en sus au-sencias. Se suben encima, la pinchan suavecito con susagujas de coser e intentan hacerla cosquillas; pero mi

tía nada, ausente.

Cuando le preguntamos dónde está durante sus ausen-cias se sonroja como una colegiala y mira hacia otrolado, pero se le adivina una sonrisa pícara y un brillo enlos ojos que son orgullo de la familia. Noto a veces enmi tío, su marido, el asomo de unos celos que rápida-mente apaga con un movimiento de cabeza y una son-risa. En realidad no le importa dónde esté durante susausencias; se quieren y eso es bastante para los dos.Cuando mi tía vuelve se abrazan con ternura y se danbesitos castos, aunque en el temblor de sus manos seadivina una pasión que no se apaga, que como unfuego fatuo ilumina la salita de azul.

Ahora lleva ya tres años ausente, en una quietud algodistinta, pero no nos preocupa. Sabemos que está enese lugar al que ella va, que está bien y es feliz, y a me-nudo bromeamos sobre las cosas que no nos contarácuando vuelva.

Delf

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04. Un� cuadro� deLunaparami abuelo

Mi abuelo dice que está cansado,que ha llegado el momento deirse. Pero yo no quiero que medeje todavía.

Dice que ya no le queda nada por hacer. Pero yo creoque está equivocado.

Dice que soy demasiado pequeño para entenderlo.Pero ha olvidado que nadie es demasiado pequeño.

Por eso tengo entre las manos un marco vacío y una es-calera.

Pienso subir los peldaños hasta tocar el cielo y atraparun cuadro con la luna para mi abuelo.

Tocar la luna es algo que él no ha hecho todavía.

A lo mejor así, tal vez se quede.

Conchita

05.� Una� desafi-nada� orquesta

El ensayo debía haber empezado, pero elprimer violín y el clarinete estaban enzar-zados en una acalorada discusión. Cadauno intentaba demostrar la primacía de

su cometido en la orquesta mientras los demás prelu-diaban desaforadamente.

Tararíiiiiii, tararíiiiiiiii, hacía la trompeta. El arpa recorríasus cuerdas en veloces y endiablados arpegios. La flautaredoblaba sus esfuerzos en su tesitura más aguda. Losplatillos, relucientes, con sus terribles chasquidos cu-brían cualquier posibilidad de diálogo. Bumm, Bumm,el bombo hacía retumbar las paredes. En fin, el caosera absoluto. Entre tanto, la batuta golpeaba airada-mente en el atril para imponer su autoridad, pero nadiele hacía caso, algo que incluso en los conciertos acon-tecía con frecuencia. En un desesperado esfuerzo logróaplacar aquel guirigay, pero la discusión entre el violíny el clarinete no cesaba. A ver –decía el violín-, ¿quiénes capaz de conmover y hacer llorar de emoción como

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yo cuando interpreto una bella melodía? – ¡Pero si nose te oye! –Replicó el clarinete-. ¡Fíjate! -E hizo sonarcon todas sus fuerzas unas cuantas notas. -¡Qué horror,pura estridencia! –Dijo el violín –. Además, si algunavez cantas, necesitas el delicado envoltorio de nosotras,las cuerdas. Yo soy elegante y perfecto -Y empezó atocar un romántico pasaje sobre una sola cuerda. A lospocos compases, ¡Pas! La cuerda se rompió. Ja, ja, ja,rieron los demás -¡Toca, toca ahora, que eres perfecto!-El violín, abochornado, se dispuso a colocar una nuevacuerda. Mientras, el clarinete, no cabía en sí de gozo, ysaltaba por encima de los atriles entonando arriesgadasescalas, hasta que su lengüeta saltó por los aires y sequedó mudo. Ahora ya nadie reía, pues la disputa habíacontagiado a todos, y todos discutían entre sí inten-tando imponer su criterio. La batuta gritaba, vano em-peño. El desconcierto, nunca mejor dicho, fue a más.Los trombones encogiendo y estirando sus varas gol-peaban a los fagotes; éstos la emprendían con las vio-las, que apenas podían defenderse; el piano, con su

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reluciente dentadura, mordía a los que se acercaban;la tuba, grande y poderosa, acometía a barrigazo lim-pio; los violines, en su fragilidad, procuraban hacermutis por el foro, cosa que no les valió de mucho, puesla percusión lanzaba su batería de baquetas a diestro ysiniestro y no lograron salir ilesos. Por fin, el bombo,lanzando su potente mazo, golpeó de lleno a la batuta,que cayó hecha astillas. La autoridad estaba por los sue-los. Así acabó todo. Astillas, teclas, boquillas, lengüetas,cuerdas, trompetas y trompas abolladas e inserviblescubrían el suelo.

A la mañana siguiente, a la hora de la limpieza, la se-ñora escoba, sin sorprenderse, barría tranquilamentela sala de ensayos, mientras canturreaba su enésimamarcha fúnebre.

Manuel

En 1574 Juan Fernández tardó treinta díasen ir desde El Callao a Penco, cuando losnavíos tardaban hasta seis meses enhacer este recorrido, venciendo los fuer-

tes vientos del sur; esto le valió para ser acusado por elSanto Oficio de Lima de “navegar por arte diabólica”;fue en este viaje cuando descubrió la isla de Santa Ce-cilia, rebautizada después con el nombre, prosaico peroclaro, de “Más a tierra”, y que en 1966 pasó a llamarseRobinson Crusoe.

Durante muchos años fue refugio de piratas y presidioy tal vez por eso sea un lugar tan especial.

En esta isla nació hace doce años Martina Maturana.

Martinita nació con los ojos bien abiertos y con unacrespa mata de pelo rojo.

Martinita no lloró al nacer, tuvieron que pasar ochomeses para que llorase por primera vez y entre sollozosdijera claramente “Demetrio es malo”. Su madre, asom-

06.� No� llorespormiMartina

brada, se dirigió a la cocina y encontró a su hijo Deme-trio, de seis años, destripando con un cuchillo la mu-ñeca de Martinita.

Volvió a llorar cinco años más tarde estando en la fiestadel Rodeo de Villagra, cuando, señalando la montaña,le dijo a Angélica “Madrina, esa roca va a caer”; corrióAngélica donde los alguaciles Heriberto Chamorro y Da-nilo Brito, que ordenaron parar la fiesta y retirarse; obe-decieron todos menos el pobre Lucas Luque, queborracho, como casi siempre, no se enteró y lo encon-traron tres días más tarde al retirar los cascotes, des-pués de volar la roca que al caer había cortado elcamino del valle de Villagra.

Hace una semana, a las tres de la mañana, Martinita sedespertó llorando y les dijo a sus padres “El mar estácreciendo”, se encaminó a la plaza y golpeó el gong sincesar, consiguiendo que todos los vecinos, incluso Ber-tulio Mancilla que lleva veinticuatro años sordo, subie-ran a la montaña, desde donde vieron cómo el mar

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entraba hasta sus casas y las deshacía. Sus vecinos handecidido que harán todo lo posible porque Martinita,esa niña tan especial, no vuelva a llorar nunca más.

TSB.

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Se acabó, no hay vuelta atrás. Sentado a tulado, amada mía, me abriré las venas.

Escapándose la vida me sentiré vivo.

Me mirarás con tus ojos muertos, me mirarás sinverme.

Y yo seguiré amándote hasta la muerte.

Amor, sobre la mesa te he dejado un ramo de rosas dedamasco, las más perfumadas, nuestras favoritas

Adiós, mi amor, te odio como siempre, como nunca.

Es impensable quererte más.

Victoria

07.� Rosas� de� Damasco

Había sido su primer marido y el únicoque hubiera podido hacerla feliz, peroentonces ella no lo sabía y ahora él es-taba muerto.

Por alguna razón, cuando llegaba el día de ir a visitarle,siempre se imaginaba su tumba como si estuviera vo-lando sobre ella, describiendo grandes círculos en losque se iba acercando poco a poco, con una flor en laboca, hasta quedar inmóvil unos metros por encima dela fría piedra. Entonces soltaba la flor y, en su imagina-ción, caía despacio hasta posarse suave y solitaria en elcentro del rectángulo de mármol.

Pero eso era solo en su imaginación. En la realidad, elúnico parecido era la solitaria flor que ella le traía y que,junto a la que siempre lo acompañaba, le observabanllorar mientras la pequeña foto sobre su nombre escul-pido la miraba haciéndole la incómoda pregunta desiempre. Por qué, por qué, por qué.

08.� La� otra� flor

Fue su novio desde que iban al instituto pero en algúnmomento de su brillante carrera de abogada empezóa pensar que no era suficiente, y le dejó.

Jamás pudo encontrar a otro como él. Quince años ytres divorcios después tuvo que aceptar la penosa rea-lidad, pero ya era muy tarde. Él tenía su vida hecha ypaseaba feliz con sus hijos y su mujer mientras ella lan-guidecía lentamente en su despacho, rodeada tan solode sus propios fantasmas. Siempre le ofreció un tratocordial pero mantuvo una clara barrera invisible quenunca pudo traspasar.

Incluso ahora, después de tanto tiempo, en cada visitaa su tumba tiene la secreta esperanza de ser la únicaque mantiene vivo su recuerdo, pero su esperanza seestrella invariablemente contra una sencilla rosa quesiempre lo acompaña fresca y cuidada. Su flor se mar-chitará en pocos días y el viento la barrerá de la tumba.Incluso ahora, después de tantos años, tiene que con-formarse con ser la otra flor.

Anónimo

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Ayer me levanté temprano porque era do-mingo y no tenía que trabajar. Preparéun ligero desayuno a base de café consacarina y tortilla de patatas sin huevo,

pero no pude probarlo porque el cartero aún no habíarepartido el periódico.

Yo siempre desayuno haciendo el crucigrama del perió-dico.

Había transcurrido algo más de media hora y el rugidode mis tripas iba en aumento, así que decidí no espe-rarle y salir a la calle a comprar el periódico en el primerkiosco que encontrase abierto.

En la calle estaba lloviendo, pero como no llevaba pa-raguas, regresé a casa para coger la bicicleta; si tardabamenos tiempo en estar de vuelta, no me mojaría tanto.

Pedaleando conseguí adelantar a una furgoneta, perotuve que frenar en seco nada más girar a la derecha,porque los muñequitos del semáforo se habían decla-

09.� Mas� vueltasque� un� tiovivo

rado en huelga y ahora permanecían sentados en la cal-zada junto a una pancarta en la que podía leerse: “Sa-lario digno y descanso semanal obligatorio tambiénpara nosotros”.

Al cabo de diez minutos de infructuosos intentos porhacerles cambiar de opinión, varios conductores avisa-mos a la policía. Pero como no había ningún poli dispo-nible porque estaban disputando la final del concursode lanzamiento de porras, nos enviaron a Dolores, lalimpiadora, que era una mujer de muchos recursos. Alfinal Dolores acabó sumándose a la huelga.

Entonces me acordé de que en la calle Preciados estáel bazar de los chinos, donde también venden periódi-cos, y estaría abierto seguro.

Con el periódico enrollado asomando del bolsillo delabrigo y las manos apoyadas en el manillar de mi bici-cleta, tomé andando el camino de regreso a casa.

Tardé en llegar menos de doce minutos.

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Al salir del ascensor, que permanecía parado en laquinta planta, observé que el cartero había dejado elperiódico del día junto a la puerta de entrada a mi casa.Eso cambiaba las cosas, me había preparado un des-ayuno y tenía dos crucigramas. No quedaba otra solu-ción que un segundo desayuno.

Mientras calentaba más café, y se terminaba de haceren el fuego la otra tortilla de patatas sin huevo, me des-nudé para revestirme el pijama.

Yo siempre desayuno en pijama.

Estaba dispuesto a saborear mi breakfast, como dicenlos ingleses, cuando el reloj del salón dio las diez cam-panadas. Observé con detenimiento las dos tazas decafé, una de ellas humeante, los dos platos de comida,los dos crucigramas por completar, y con resignaciónsalí de la cocina.

Yo siempre desayuno antes de las diez.

Conchita

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El hombre de la cicatriz en la cara me habíaencontrado. Lo supe en el instante en quesentí en mi sien el frío cañón de su Colt.Quería el dinero del atraco. Yo no iba a

dárselo. No podía dárselo; no todavía.

La noche del asalto al furgón blindado que transportabala recaudación del Black Jack -uno de los casinos másfrecuentados de la ciudad-, Charlie el mudo, Johnny Dy yo quedamos en reunirnos tres días más tarde en laiglesia del Perpetuo Auxilio para repartirnos el botín.

El padre Raymond, que siempre ejerció de protectordesde mis primeros días en el orfanato, era el encar-gado de custodiar y esconder en su iglesia el dinero ro-bado hasta el día señalado. A cambio del favor, me hizoprometer que le ayudaría en la construcción de un co-medor social.

Algo salió mal. La mañana antes de nuestro encuentro,el cuerpo de Charlie el mudo fue hallado junto al del

10. Robo enel Black Jack

padre Raymond en su iglesia, a los pies del confesiona-rio. Los dos cadáveres presentaban un impacto de balaen la sien.

El clic sordo del gatillo me paralizó la sangre. Estabasudando, pero tenía frío. Su voz ronca resonó en la ha-bitación:

Parece que tienes una tarde de suerte –dijo–. Veamoscuánto tardas en suplicar como los otros tres –añadiómientras hacía girar de nuevo el tambor de su revólver.

Los otros tres. Eso quería decir que el hombre de la ci-catriz ya había visitado también al pobre Johnny. Teníala boca seca. No podía pensar.

Se escuchó un ruido al otro lado de mi apartamento.Mi vecino salía de casa; borracho, como siempre.

El cañón de su revólver dejó por un instante de ejercerpresión sobre mi sien. El hombre de la cicatriz había gi-rado alerta la cabeza en dirección a la puerta. Salté

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hacia su cuello. Clavé mis dientes en su nuca. Tiré hastadesgarrar un pedazo de carne. Un aullido de dolor hizoque se llevase una mano hasta la herida. Intenté arran-carle el revólver, pero me fue imposible. Mi adversariogolpeó mi nariz con la culata de su arma. La sangre quesalía a borbotones apenas me dejaba respirar, pero lointenté de nuevo. Esta vez tuve más suerte; en el for-cejeo el arma se disparó y el hombre de la cicatriz cayóal suelo.

Deseaba escapar de allí, pero me ace rqué al cadávery rebusqué en los bolsillos de su gabardina. Estaban va-cíos. Observé detenidamente su rostro. Nunca antes lohabía visto. Metí la mano en el bolsillo de su pantalóncon la intención de encontrar algo que me diera algunapista. Ese hombre no llevaba encima ni dinero, ni llaves,ni documento alguno que permitiese identificarlo; tansólo una caja de cerillas con el logotipo del Black Jack yalgo escrito en su interior: la dirección de la Iglesia delPerpetuo Auxilio, la iglesia del padre Raymond.

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Alguien me había traicionado, y ya había pagado porello. Mi agresor buscaba el dinero; eso significaba queel botín continuaba escondido en algún lugar de la igle-sia.

No tenía la certeza de que el hombre de la cicatriz hu-biese actuado sólo. La mejor opción sería desapareceruna temporada. Metí mi cartera en su pantalón y en-cendí una cerilla.

El fuego comenzó a propagarse por la habitación. Y pormi cadáver.

Buscaría el dinero cuando todo aquello se hubiese ol-vidado.

Conchita

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