un médico rural

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UN MÉDICO RURAL Franz Kafka Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Kafka - El medico rural

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Page 1: Un Médico Rural

UN MÉDICO

RURAL

Franz Kafka

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que nonos responsabilizamos de la fidelidad delcontenido del mismo.

1) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

2) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Estaba muy preocupado; debía em-prender un viaje urgente; un enfermo de gra-vedad me estaba esperando en un pueblo adiez millas de distancia; una violenta tempes-tad de nieve azotaba el vasto espacio que nosseparaba; yo tenía un coche, un cochecito lige-ro, de grandes ruedas, exactamente apropiadopara correr por nuestros caminos; envuelto enel abrigo de pieles, con mi maletín en la mano,esperaba en el patio, listo para marchar; perofaltaba el caballo... El mío se había muerto lanoche anterior, agotado por las fatigas de eseinvierno helado; mientras tanto, mi criada corr-ía por el pueblo, en busca de un caballo presta-do; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sab-ía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente,cada vez más envarado, bajo la nieve que mecubría con su pesado manto. En la puerta apa-reció la muchacha, sola y agitó la lámpara; na-turalmente, ¿quién habría prestado su caballopara semejante viaje? Atravesé el patio, nohallaba ninguna solución; distraído y desespe-

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rado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puer-ta de la pocilga, deshabitada desde hacía años.La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre susbisagras. de la pocilga salió una vaharanda co-mo de establo, un olor a caballos. Una polvo-rienta linterna colgaba de una cuerda.

Un individuo, acurrucado en el tabiquebajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

--¿Los engancho al coche? --preguntó,acercándose a cuatro patas.

No supe qué decirle, y me agaché paraver qué había dentro de la pocilga. La criadaestaba a mi lado.

--Uno nunca sabe lo que puede encon-trar en su propia casa --dijo ésta. Y ambos nosechamos a reír.

--¡Hola, hermano, hola, hermana! --gritóel palafrenero, y dos caballos, dos magníficasbestias de vigorosos flancos, con las piernasdobladas y apretadas contra el cuerpo, las per-fectas cabezas agachadas, como las de los came-llos, se abrieron paso una tras otra por el hueco

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de la puerta, que llenaban por completo. Perouna vez afuera se irguieron sobre sus largaspatas, despidiendo un espeso vapor.

--Ayúdalo --dije a la criada, y ella, dócil,alargó los arreos al caballerizo. Pero apenasllegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó surostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyóhacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, lasmarcas de dos hileras de dientes.

--¡Salvaje! --dije al caballerizo--. ¿Quie-res que te azote?

Pero luego pensé que se trataba de undesconocido, que yo ignoraba de dónde venía yque me ofrecía ayuda cuando todos me habíanfallado. Como si hubiera adivinado mis pen-samientos, no se mostró ofendido por mi ame-naza y, siempre atareado con los caballos, sólose volvió una vez hacia mí.

--Suba --me dijo, y, en efecto, todo esta-ba preparado.

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Advierto entonces que nunca viajé contan hermoso tronco de caballos, y subo alegre-mente.

--Yo conduciré, pues tu no conoces elcamino --dije.

--Naturalmente --replica--, yo no voycon usted: me quedo con Rosa.

--¡No! --grita Rosa, y huye hacia la casa,presintiendo su inevitable destino; aún oigo elruido de la cadena de la puerta, al correr en elcerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veoademás que Rosa apaga todas las luces delvestíbulo y, siempre huyendo, las de las habita-ciones restantes, para que no puedan encontrar-la.

--Tu vendrás conmigo --digo al mozo--;si no es así, desisto del viaje, por urgente quesea. No tengo intención de dejarte a la mucha-cha como pago del viaje.

--¡Arre! --grita él; y da una palmada; elcoche parte, arrastrado como un leño en el to-rrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae

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hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luegomis ojos y mis oídos se hunden en el remolinode la tormenta que confunde todos mis senti-dos. Pero esto dura sólo un instante; se diríaque frente a mi puerta que encontrara la puertade la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caba-llos se detienen; la nieve ha dejado de caer; cla-ro de luna en torno; los padres de mi pacientesalen ansiosos de la casa, seguidos de la her-mana; casi me arrancan del coche; no entiendonada de su confuso parloteo; en el cuarto delenfermo el aire es casi irrespirable, la estufahumea, abandonada; quiero abrir la ventana,pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sinfiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos,sin camisa, el joven se yergue bajo el edredónde plumas, se abraza a mi cuello y me susurraal oído:

--Doctor, déjeme morir.Miro en torno; nadie lo ha oído; los pa-

dres callan, inclinados hacia adelante, esperan-do mi sentencia; la hermana me ha acercado

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una silla para que coloque mi maletín de mano.Lo abro, y busco entre mis instrumentos; eljoven sigue alargándome sus manos, para re-cordarme su súplica; tomo un par de pinzas, lasexamino a la luz de la bujía y las deposito nue-vamente.

--Si --pienso indignado--; en estos casoslos dioses nos ayudan, nos mandan el caballoque necesitamos y, dada nuestra prisa, nosagregan otro. Además, nos envían un caballeri-zo...

En aquel preciso instante me acuerdo deRosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo res-catar su cuerpo del peso de aquel hombre, adiez millas de distancia, con un par de caballosimposibles de manejar? Esos caballos que no sécómo se han desatado de las riendas, que seabren paso ignoro cómo; que asoman la cabezapor la ventana y contemplan al enfermo, sindejarse impresionar por las voces de la familia.

--Regresaré en seguida --me digo comosi los caballos me invitaran al viaje. Sin embar-

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go, permito que la hermana, que me cree atur-dido por el calor, me quite el abrigo de pieles.Me sirven una copa de ron; el anciano me pal-mea amistosamente el hombro, porque el ofre-cimiento de su tesoro justifica ya esta familiari-dad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del es-trecho círculo de mis pensamientos; por eso meniego a beber. La madre permanece junto allecho y me invita a acercarme; la obedezco, ymientras un caballo relincha estridentementehacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pechodel joven, que se estremece bajo mi barba mo-jada. Se confirma lo que ya sabía: el joven estásano, quizá un poco anémico, quizá saturadode café, que su solícita madre le sirve, pero estásano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de lacama. No soy ningún reformador del mundo, ylo dejo donde está. Soy un vulgar médico deldistrito que cumple con su deber hasta dondepuede, hasta un punto que ya es una exagera-ción. Mal pagado, soy, sin embargo, generosocon los pobres. Es necesario que me ocupe de

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Rosa; al fin y al cabo el joven es posible quetenga razón, y yo también pido que me dejenmorir. ¿Qué hago aquí, en este interminableinvierno? Mi caballo se ha muerto y no haynadie en el pueblo que me preste el suyo. Meveré obligado a arrojar mi carruaje en la pocil-ga; si por casualidad no hubiese encontradoesos caballos, habría tenido que recurrir a loscerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familiacon un movimiento de cabeza. Ellos no sabennada de todo esto, y si lo supieran, no lo creer-ían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, esun trabajo difícil entenderse con la gente. Aho-ra bien, acudí junto al enfermo; una vez más mehan molestado inútilmente; estoy acostumbra-do a ello; con esa campanilla nocturna, todo eldistrito me molesta, pero que además tenga quesacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha quedurante años vivió en mi casa sin que yo mediera cuenta cabal de su presencia... Este sacri-ficio es excesivo, y tengo que encontrarle algu-na solución, cualquier cosa, para no dejarme

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arrastrar por esta familia que, a pesar de subuena voluntad, no podrían devolverme a Ro-sa. Pero he aquí que mientras cierro el maletínde mano y hago una señal para que me traiganmi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfateala copa de ron que tiene en la mano, la madre,evidentemente decepcionada conmigo --¿quéespera, pues, la gente?-- se muerde, llorosa, loslabios, y la hermana agita un pañuelo lleno desangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertascondiciones, que el joven quizá está enfermo.Me acerco a él, que me sonríe como si le trajeraun cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relin-chan a la vez; ese estrépito ha sido seguramentedispuesto para facilitar mi auscultación; y estavez descubro que el joven está enfermo. El cos-tado derecho, cerca de la cadera, tiene unaherida grande como un platillo, rosada, conmuchos matices, oscura en el fondo, más claraen los bordes, suave al tacto, con coágulos irre-gulares de sangre, abierta como una mina alaire libre. Así es como se ve a cierta distancia.

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De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contem-plar una cosa así sin que se le escape un silbi-do? Los gusanos, largos y gordos como mi de-do meñique, rosados y manchados de sangre,se mueven en el fondo de la herida, la punteancon su cabecitas blancas y sus numerosas pati-tas. Pobre muchacho, nada se puede hacer porti. He descubierto tu gran herida; esa flor abier-ta en tu costado te mata. La familia está conten-ta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a lamadre, ésta al padre, el padre a algunas visitasque entran por la puerta abierta, de puntillas, através del claro de luna.

--¿Me salvarás? --murmura entre sollo-zos el joven, deslumbrado por la vista de suherida.

Así es la gente de mi comarca. Siempreesperan que el médico haga lo imposible. Hanperdido la antigua fe; el cura se queda en sucasa y desgarra sus ornamentos sacerdotalesuno tras otro; en cambio, el médico tiene quehacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres

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dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no lespedí que me llamaran; si pretenden servirse demí para un designio sagrado, no me negaré aello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobremédico rural, despojado de su criada?

Y he aquí que empiezan a llegar los pa-rientes y todos los ancianos del pueblo, y medesvisten; un coro de escolares, con el maestroa la cabeza canta junto a la casa una tonadainfantil con estas palabras:

"Desvístanlo, para que cure,y si no cura, mátenlo.Sólo es un médico, sólo es un médico..."

Mírenme: ya estoy desvestido, y,mesándome la barba y cabizbajo, miro al pue-blo tranquilamente. Tengo un gran dominiosobre mí mismo; me siento superior a todos yaguanto, aunque no me sirve de nada, porqueahora me toman por la cabeza y los pies y mellevan a la cama del enfermo. me colocan juntoa la pared, al lado de la herida. Luego salentodos del aposento; cierran la puerta, el canto

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cesa; las nubes cubren la luna; las mantas mecalientan, las sombras de las cabezas de los ca-ballos oscilan en el vano de las ventanas.

--¿Sabes --me dice una voz al oído-- queno tengo mucha confianza en ti? No importacomo hayas llegado hasta aquí; no te han lleva-do tus pies. En vez de ayudarme, me escatimasmi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaríaarrancarte los ojos.

--En verdad --dije yo--, es una vergüen-za. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Teaseguro que mi papel nada tiene de fácil.

--¿He de darme por satisfecho con esaexcusa? Supongo que si. Siempre debo confor-marme. Vine al mundo con una hermosa heri-da. Es lo único que poseo.

--Joven amigo --digo--, tu error estribaen tu falta de empuje. Yo, que conozco todoslos cuartos de los enfermos del distrito, te ase-guro: tu herida no es muy terrible. Fue hechacon dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Sonmuchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquie-

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ra oyen el ruido del hacha en el bosque. Peromenos aún sienten que el hacha se les acerca.

--¿Es de veras así, o te aprovechas de mifiebre para engañarme?

--Es cierto, palabra de honor de unmédico juramentado. Puedes llevártela al otromundo.

Aceptó mi palabra, y guardó silencio.Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Loscaballos seguían en el mismo lugar. Recogírápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles ymi maletín; no podía perder el tiempo en ves-tirme; si los caballos corrían tanto como en elviaje de ida, saltaría de esta cama a la mía.Dócilmente, uno de los caballos se apartó de laventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayófuera, y sólo quedó retenido por una manga enun gancho. Ya era bastante. Monté de un salto aun caballo; las riendas iban sueltas, las bestias,casi desuncidas, el coche corría al azar y miabrigo de pieles se arrastraba por la nieve.

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--¡De prisa! --grité--. Pero íbamos despa-cio, como viajeros, por aquel desierto de nieve,y mientras tanto, el nuevo el canto de los esco-lares, el canto de los muchachos que se mofa-ban de mí, se dejó oír durante un buen ratodetrás de nosotros:

"Alégrense, enfermos,tienen al médico en su propia cama."

A ese paso nunca llegaría a mi casa; miclientela está perdida; un sucesor ocupará micargo, pero sin provecho, porque no puede re-emplazarme; en mi casa cunde el repugnantefuror del caballerizo; Rosa es su víctima; noquiero pensar en ello. Desnudo, medio muertode frío y a mi edad, con un coche terrenal y doscaballos sobrenaturales, voy rodando por loscaminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche,pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esosenfermos sinvergüenzas levantará un dedopara ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Bastaacudir una vez a un falso llamado de la campa-

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nilla nocturna para que lo irreparable se pro-duzca.