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Arlette Farge – Jacques Revel (1998) LÓGICA DE LAS MULTITUDES. SECUESTRO INFANTIL EN PARÍS, 1750  Prefacio a la edición japonesa de 1995 Objetivo: verificar si desplazando la mirada sobre las fuentes, y modificando en forma controlada el sitio de observación para obtener imágenes y configuraciones diferentes que hicieran posibles otras lecturas. La cuestión del secuestro de niños no era el suceso más conocido del siglo XVIII francés, pero tampoco era ignorada. Este incidente ha sido citado con frecuencia. Es un episodio relativamente bien documentado, sólidamente establecido, limitado en el espacio y el tiempo, no obstante lo cual su significado  parecía extraordinariamente ambiguo, incluso evanescente en las fuentes. La ambición de los autores en encontrar los puntos de vista que permitieran reintegrarle una coherencia a esta historia, de recuperar sus lógicas y sus significados. Quieren captar la significación de acciones que restaban opacas en su reconstrucción. Para ello tratan de captar y buscar comprender las fugitivas situaciones en las que los actores –por momentos , un actor además colectivo- dejaban saber las razone s múltiples, a veces contradi ctorias, que los impulsaban a la acción. La fuente para ellos son los archivos policiales y judiciales, pero sin esperar de ellas una interpretación del acontecimiento. Lo que buscaban era la manera en que se ligaban en una situación dada relaciones y formas de acción entre los actores, comprender cómo y porqué los individuos se reagrupaban y decidían intervenir en un suceso; como ellos se expresaban por medio de palabras, gestos actos individuales o colectivos: cómo encontraban (u ocupaban) su propio lugar. Lo que interesa son los caminos recorridos por esos individuos para asociarse a un movimiento colectivo que se compone de un encabalgamiento complejo de trayectorias, de estrategias, de reencuentros. Eligen tomar en serio las lógicas de la multitud. A partir de experiencias parciales cada uno da un sentido a lo que se desarrolla frente a sus ojos y construye su lugar en el seno del movimiento en curso. De esta forma el evento produce su propia significación. Esta elaboración progresiva tiene lugar en la acción, alimenta la dinámica y también explica su eficacia. Las multitudes no son ciegas ni consciente s. Inventan las maneras de actuar a partir de lo que captan de un estado de cosas sobre el que pretenden influir, en función de reglas de juego de las que se apropian y modifican. Las multitudes, tanto por la violencia como por el miedo, fueron quienes poco a poco inventaron la efectiva disputa de este movimiento, que finalmente sería un incidente menor en la sociedad del Antiguo Régimen. En el París del siglo XVIII el espacio urbano deviene objeto de conocimiento y de experimentación. La capital tiene una reputación  bastante buena. Memorialistas o periodistas están de acuerdo en reconocer que el pueblo es “naturalmente bueno, calmo, alejado de todo aquello que sea el tumulto”. Pero dicha calma no es pasividad. ¿Es buena? ¿Es mala? Basta un inconveniente menor para que todo se descomponga en un instante. Una falta de pan, un incendio, una inundación, el rumor y el miedo que circulan por las calles, una fiesta, una pelea y la apacible superficie se arruga. La ciudad se impone como lo que es: un tejido entrecruzado en el que los hombres están por todas partes, i ncrustados y móviles al mismo tiempo, inaprensibles. En 1750 París se levanta contra sus gobernantes y su policía a la que acusa de robar chicos y de hacerlos desaparecer. La revuelta se inscribe en el registro ordinario de las relaciones ambiguas que el pueblo mantiene con la autoridad pública. La ciudad es una realidad opaca. La revuelta le agrega su desorden, enredando todavía más la observación. Entre los testimonios desordenados que componen un relato despedazado, inaprensible del suceso, buscan sorprender las representaciones y las acciones en su estado naciente; en el momento donde todas sus posibilidades estaban abiertas, antes que la significación sea proporcionada a estos actos. Porque antes que se le impongan interpretaciones globales las conductas sugerían ya, en su aparente desorden, la existencia de una escenografía del conflicto.  El paisaje de la revuelta En mayo de 1750, París tiene fiebre. Una vez más la ciudad está enferma de sus pobres. Desde hace varios meses, los cronistas notan al aumento de la tensión día a día. En 1747-1748, la carencia ha golpeado de nuevo ciertas provincias del reino, lanzando sobre los caminos el acostumbrado cortejo de hambrientos y de mendigos, muchos de los cuales terminaron arribando a la capital. El problema no es nuevo. Las respuestas que intentan aplicar las autoridades lo son menos. Desde el fin de la Edad Media existe un arsenal represivo, que es forzado a su máxima utilización en tiempos de crisis. Entre diciembre de 1749 y abril de 1750 la represión parece hab er sido par ticularme nte ené rgi ca. La res pue sta de los par isinos no lo fue men os: dur ant e cinco meses una qui nce na de “conmociones violentas” se suceden a ritmo acelerado. Comienza a difundirse el rumor de que la policía no se contenta con arrestar a los mendigos, también hay jovenzuelos que han desaparecido no se sabe en que dirección. En esta atmósfera de temor y de sospecha es cuando la revuelta estalla en toda su dimensión, los días 22 y 23 de mayo. No se produce en un sitio, sino esparcida por sobre toda al ciudad, en lugares ordinarios, tanto de habitación como de trabajo. La violencia se halla en todas partes lista a manifestarse a la más mínima ocasión. Entre las calles y las fuerzas del orden, bruscamente sobreviene la ruptura, como en un acceso de cólera. La ciudad se amotina esporádicamente, como con incendios pasajeros, sin llegar a incendiarse completamente. El 22 de mayo seis enfrentamientos graves sacuden otros tantos barrios distintos de París. Únicas diferencias la amplitud de los agrupamientos y la gravedad de los hechos. Al día siguiente, 23 de mayo, la revuelta comienza bien temprano. Con una violencia todavía mayor, el motín dura todo el día. Un oficial, Labbé, habría intentado atrapar un niño. La multitud acudió y liberó al niño, pero para Labbé sería el inicio de una larga cacería que se acabaría a la tarde con s u muerte. 1

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Arlette Farge – Jacques Revel (1998)

LÓGICA DE LAS MULTITUDES. SECUESTRO INFANTIL EN PARÍS, 1750

 Prefacio a la edición japonesa de 1995

Objetivo: verificar si desplazando la mirada sobre las fuentes, y modificando en forma controlada el sitio de observación para obtener imágenes y configuraciones diferentes que hicieran posibles otras lecturas. La cuestión del secuestro de niños no era el suceso másconocido del siglo XVIII francés, pero tampoco era ignorada. Este incidente ha sido citado con frecuencia. Es un episodiorelativamente bien documentado, sólidamente establecido, limitado en el espacio y el tiempo, no obstante lo cual su significado parecía extraordinariamente ambiguo, incluso evanescente en las fuentes. La ambición de los autores en encontrar los puntos de vistaque permitieran reintegrarle una coherencia a esta historia, de recuperar sus lógicas y sus significados. Quieren captar la significaciónde acciones que restaban opacas en su reconstrucción. Para ello tratan de captar y buscar comprender las fugitivas situaciones en lasque los actores –por momentos, un actor además colectivo- dejaban saber las razones múltiples, a veces contradictorias, que losimpulsaban a la acción. La fuente para ellos son los archivos policiales y judiciales, pero sin esperar de ellas una interpretación delacontecimiento. Lo que buscaban era la manera en que se ligaban en una situación dada relaciones y formas de acción entre losactores, comprender cómo y porqué los individuos se reagrupaban y decidían intervenir en un suceso; como ellos se expresaban por medio de palabras, gestos actos individuales o colectivos: cómo encontraban (u ocupaban) su propio lugar. Lo que interesa son loscaminos recorridos por esos individuos para asociarse a un movimiento colectivo que se compone de un encabalgamiento complejo de

trayectorias, de estrategias, de reencuentros. Eligen tomar en serio las lógicas de la multitud. A partir de experiencias parciales cadauno da un sentido a lo que se desarrolla frente a sus ojos y construye su lugar en el seno del movimiento en curso. De esta forma elevento produce su propia significación. Esta elaboración progresiva tiene lugar en la acción, alimenta la dinámica y también explica sueficacia. Las multitudes no son ciegas ni conscientes. Inventan las maneras de actuar a partir de lo que captan de un estado de cosassobre el que pretenden influir, en función de reglas de juego de las que se apropian y modifican. Las multitudes, tanto por la violenciacomo por el miedo, fueron quienes poco a poco inventaron la efectiva disputa de este movimiento, que finalmente sería un incidentemenor en la sociedad del Antiguo Régimen.

En el París del siglo XVIII el espacio urbano deviene objeto de conocimiento y de experimentación. La capital tiene una reputación bastante buena. Memorialistas o periodistas están de acuerdo en reconocer que el pueblo es “naturalmente bueno, calmo, alejado detodo aquello que sea el tumulto”. Pero dicha calma no es pasividad. ¿Es buena? ¿Es mala? Basta un inconveniente menor para quetodo se descomponga en un instante. Una falta de pan, un incendio, una inundación, el rumor y el miedo que circulan por las calles,

una fiesta, una pelea y la apacible superficie se arruga. La ciudad se impone como lo que es: un tejido entrecruzado en el que loshombres están por todas partes, incrustados y móviles al mismo tiempo, inaprensibles. En 1750 París se levanta contra sus gobernantesy su policía a la que acusa de robar chicos y de hacerlos desaparecer. La revuelta se inscribe en el registro ordinario de las relacionesambiguas que el pueblo mantiene con la autoridad pública. La ciudad es una realidad opaca. La revuelta le agrega su desorden,enredando todavía más la observación. Entre los testimonios desordenados que componen un relato despedazado, inaprensible delsuceso, buscan sorprender las representaciones y las acciones en su estado naciente; en el momento donde todas sus posibilidadesestaban abiertas, antes que la significación sea proporcionada a estos actos. Porque antes que se le impongan interpretaciones globaleslas conductas sugerían ya, en su aparente desorden, la existencia de una escenografía del conflicto.

 El paisaje de la revuelta

En mayo de 1750, París tiene fiebre. Una vez más la ciudad está enferma de sus pobres. Desde hace varios meses, los cronistas notanal aumento de la tensión día a día. En 1747-1748, la carencia ha golpeado de nuevo ciertas provincias del reino, lanzando sobre los

caminos el acostumbrado cortejo de hambrientos y de mendigos, muchos de los cuales terminaron arribando a la capital. El problemano es nuevo. Las respuestas que intentan aplicar las autoridades lo son menos. Desde el fin de la Edad Media existe un arsenalrepresivo, que es forzado a su máxima utilización en tiempos de crisis. Entre diciembre de 1749 y abril de 1750 la represión parecehaber sido particularmente enérgica. La respuesta de los parisinos no lo fue menos: durante cinco meses una quincena de“conmociones violentas” se suceden a ritmo acelerado. Comienza a difundirse el rumor de que la policía no se contenta con arrestar alos mendigos, también hay jovenzuelos que han desaparecido no se sabe en que dirección. En esta atmósfera de temor y de sospechaes cuando la revuelta estalla en toda su dimensión, los días 22 y 23 de mayo. No se produce en un sitio, sino esparcida por sobre todaal ciudad, en lugares ordinarios, tanto de habitación como de trabajo. La violencia se halla en todas partes lista a manifestarse a la másmínima ocasión. Entre las calles y las fuerzas del orden, bruscamente sobreviene la ruptura, como en un acceso de cólera. La ciudad seamotina esporádicamente, como con incendios pasajeros, sin llegar a incendiarse completamente. El 22 de mayo seis enfrentamientosgraves sacuden otros tantos barrios distintos de París. Únicas diferencias la amplitud de los agrupamientos y la gravedad de loshechos. Al día siguiente, 23 de mayo, la revuelta comienza bien temprano. Con una violencia todavía mayor, el motín dura todo el día.Un oficial, Labbé, habría intentado atrapar un niño. La multitud acudió y liberó al niño, pero para Labbé sería el inicio de una larga

cacería que se acabaría a la tarde con su muerte.

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 Los fragmentos de la revuelta

El relato es completamente falaz, porque entre los fragmentos de esa revuelta introduce un orden, una coherencia que reúne alconjunto. A partir de una trama cronológica, se sugiere un argumento: un encadenamiento de peripecias que bien o mal, se organizanentre un principio y un fin. Ocurre que esas certidumbres son completamente extrañas a las experiencias de esas jornadas del mes demayo. Miopía de los actores: de una revuelta, como de una batalla, no se ve prácticamente nada. Pero es todavía más grave: la revueltaes en sí misma, literalmente inenarrable.La investigación judicial encargada al Parlamento tiene por objeto hacer decir a todos los que pudieron ser identificados sobre laescena de los desórdenes, qué es lo que han visto y lo que han hecho. Esta investigación es la base de otra gran narración de larevuelta: narración fragmentada al azar de las intervenciones de los testimonios, como respuesta a las preguntas planteadas por losmagistrados instructores. Los testigos se ocupan sobre todo en desaparecer ellos mismos de cualquier tipo de protagonismo. También,los testimonios recurren a variantes un poco más sutiles. El testigo puede haber estado allí, pero no reconocer a nadie. Más allá deestas elementales prudencias, el relato de los testigos lleva consigo la marca más íntima de las condiciones en que los acontecimientosfuero vividos. En conjunto, espontáneos e ingenuos, estos relatos tienen la forma del rumor de la calle; se recobra allí el eco de laciudad, el desmenuzamiento de los rumores que la habitan, de las informaciones que transportan. Entre la prensa y los testigosinmediatos de los eventos, los memorialistas se sitúan a mitad de camino. Los memorialistas se nutren del detalle auténtico, pero adiferencia de los actores de la revuelta, ellos no abandonan el gabinete. Ellos conciben el proyecto de dar una visión coherente de esas jornadas confusas y de extraer de ellas una lección. El estilo, no obstante, no alcanza para resolver todo y los cronistas, también ellos, penan por dar cuenta de la revuelta. El marqués d’Argerson ha vivido el asunto a la distancia. Distancia geográfica, pero tambiéndistancia política; este gran señor filósofo no ve en los violentos acontecimientos que inquietan a la capital, sino una ilustración de la  justicia de sus análisis. Se halla demasiado obnubilado por lo que cree presentir como un curso ineluctable, para tener éxito eninterpretar lo que pasa por delante de sus ojos. Se encuentran dudas similares en Barbier. Pero se trata de un testigo completamentedistinto. Este abogado lleva una crónica de París durante cuarenta y cinco años. Tiene la pasión de la información y mete su talento alservicio de una extraordinaria inteligencia sociológica de la ciudad. Su texto comienza a organizarse como una suerte de investigación.La búsqueda de la verdad se enriquece cada día por detalles novedosos, aunque a menudo contradictorios. Así se deshace, de un textoal otro, la imposible historia de una conmoción de la calle de la que nunca se sabe exactamente qué decir.

 Los órdenes en la ciudad 

El orden y la tranquilidad pública; sobre estos dos términos se establece una serie de consensos de amplio espectro, que alimentan undiscurso fuertemente organizado, locuaz y repetitivo. Estos valores son proclamados por todos como indispensables al buenfuncionamiento de una sociedad que se da como ejemplo. Y sin embargo, se engañan; el orden no va de sí y el desencanto lo amenazaa cada momento. Porque el acuerdo colectivo sobre esta configuración apacible no significa que las representaciones de la misma sean

unánimemente compartidas. A partir de una misma exigencia, los convivientes confrontados de la ciudad construyen figuras del ordeny del desorden a veces complementarias, aunque a menudo resultan opuestas. Son ciertamente dos versiones incompatibles del orden público las que se afirman y se combaten en las jornadas de mayo de 1750. Para las autoridades el motín es percibido como unaruptura amenazante por el solo hecho de su existencia. Para la calle, el mismo es comprendido como reparación y una tentativa deretorno al orden después que la policía ha provocado un nuevo desorden en la ciudad. Lecturas antagónicas y no obstante“verdaderas”, la una como la otra.En verdad, nada comienza en 1750. Desde fines del siglo XVII los responsables del orden público se inquietan sobre elacrecentamiento espectacular de la población errante en la capital. Frente a esta multitud incontrolable, el programa es simple. Lasrecomendaciones escritas de la policía lo indican claramente, se trata de hacer “operaciones de separación y de discernimiento”.Separar y discernir, ésta es la urgencia, pero también el equívoco. Porque una vez distinguidos y aislados los errantes, falta decidir susuerte. La expulsión es una solución a corto plazo. Las respuestas punitivas clásicas, es decir, las prisiones y las galeras, no parecenhaber sido una solución muy limitada, tal vez porque estaban mal aceptadas por una sociedad que se sentía en deuda con la pobreza.Existe una última respuesta ¿Por qué no reclutar entre esas poblaciones flotantes los colonos que partirían a probar y dar valor a las

colonias americanas? El “discernimiento” es bien pronto olvidado. Bajo la doble presión de la administración y del mundo de losnegocios, el movimiento de deportaciones comienza a acelerarse. Lo que va a provocar la alarma de la capital, se trata menos del principio de una política represiva que del celo ciego de aquellos que son encargados de ponerla en obra. En abril de 1720, la callereacciona contra los agentes que atrapan toda clase de personas sin distinción. Una situación de crisis larvada, interrumpida por brevesllamaradas de violencia, se instala ahora en París. Los datos del problema no cambiarán más durante el último siglo del “AntiguoRégimen”. La presencia de esta multitud anónima, difícilmente aceptada en tiempos normales, deviene intolerable cuando los tiemposse endurecen. Frente a esta sorda amenaza el gobierno y la policía parecen incapaces, sobrepasados. Ambos hesitan todo el tiempoentre múltiples soluciones que son simultánea y contradictoriamente puestas en obra; la asistencia y el trabajo forzoso, la deportacióny el encierro, que habitualmente termina por prevalecer. Incapaces de decidirse por una política, las autoridades dejan desarrollarseoperaciones brutales, a medias legales y que intimidan menos a los mendigos que lo que ellas exasperan a la población parisina.Y en cuanto al hombre encargado de la ejecución de estos amplios designios, hizo prevalecer el celo sobre sus escrúpulos. El TenienteGeneral de la policía, Berryer, es un hombre nuevo, hombre de poder, que se hizo detestar muy rápidamente. Berryer quiso obtener rápidamente resultados tangibles. Para ello monta en pocos días un nuevo equipo. Sin detenerse sobre las consecuencias, dirigió

recomendaciones personales a los inspectores y los oficiales encargándoles actuar con prontitud y fuerza. Tenía además facultadestodopoderosas sobre el personal a su cargo. Todos los testimonios de los participantes en la operación, dan prueba de ese

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encarnizamiento y también parecen haber sido ellos, los hombres que operaban en el terreno, los más sensibles a las consecuencias posibles de una tal política y la mayoría de ellos pretendió haber expresado sus reticencias.

 El mal corre

Desde las primeras violencias, se afrontan entonces dos interpretaciones del orden, que no obstante remiten a un mismo modelo dereferencias y explicación sistemáticas. Ciertamente, cada uno imputa al adversario la falta más grave. Para el pueblo de París, nodeben secuestrarse los niños, ni siquiera en nombre de una ordenanza; para la policía, no se puede hacer una revuelta contra laautoridad del rey, ni aunque fuere para liberar sus infantes y castigar a quienes los han arrestado. Detrás de estas acusaciones cruzadasexiste no obstante un modelo común de interpretación del desorden. Para unos y otros la ciudad es el espacio privilegiado, ycomprometido al bienestar.La policía no se contenta con actuar, intervenir, reprimir. Además ella habla, y sobre todo, escribe. Fichas, informes, memorias, notas borroneadas; lacónicos o fluviales, desganados o alertas, estos textos acaban por componer un comentario de los acontecimientos, encuyo interior cada incidente encuentra su lugar y su significación. A través de este discurso a muchas voces, los opacos fragmentos dela cotidianeidad incidental de la revuelta, pueden reunirse en una intriga argumental, lo que, a su vez, viene a legitimar esa mismaacción policial. Se trata de reconducir lo ignorado hacia lo conocido, convenciéndose al mismo tiempo de la corrección de lainterpretación realizada. No hay desorden sin culpables. Los agentes de la policía conocen perfectamente qué es lo que ha provocadola cólera de la multitud parisina, y la mayoría de ellos, no intentan ni siquiera disimularlo. Si la paz resulta puesta en causa, si laviolencia se desencadena por todas partes, es que fuerzas malignas se encuentran trabajando en París, y que estas fuerzas han infiltradoel cuerpo social. Los hombres del orden saben desde siempre reconocer a estas armadas del mal. Consecuentemente, buscan losresponsables allí donde obviamente deben buscarse. En primer lugar, entre aquellos que tenían una revancha pendiente con la policía,el costado de los vagabundos y de las prostitutas, quienes habían sido las primeras victimas de la ordenanza de 1749. Es claro entoncesque el mundo del delito está en el origen de las conmociones populares. Ellos si que saben además como sacar ventaja de estassituaciones. Súbitamente, el panorama social se ensombrece. La defensa del orden con que se identifica la policía no deja ahora lugar  para distinguir buenos y malos, los canallas de los sujetos sin rumbo. La revuelta debe ser combatida en todas partes, porque se la percibe en el modo, en sí mismo inaprensible, de la epidemia. Toda tensión social se ve así reinterpretada y puede encontrar su lugar dentro de un plan general de subversión. En este cuadro de sospechas generalizadas, los más viejos motivos recuperanespontáneamente su eficacia. Son los oficios y los barrios peligrosos, distinciones visibles, distinciones cómodas en la geografía de los peligros. También hay otros seres inatrapables que llenan el imaginario de la policía. Confortada por la memoria, la banda de ladroneses a la vez un fantasma y una realidad. Los nombres de los “ladrones famosos” forman una cadena desde comienzos del siglo XVIIIque nunca se interrumpe. ¿Por qué las bandas ocasionan tanto temor? Por su sola presencia, entonces, los ladrones revelan losantagonismos latentes que levantan la gente de la calle contra los agentes inferiores de la policía. Pero también, ramificadas, en redesinfinitamente multiplicadas, las bandas parecen ser indestructibles.

 El desorden policial 

A todo lo largo de la información judicial que se abrió al día siguiente de los motines, los interrogatorios, en principio, ponen laculpabilidad sobre la multitud por los desórdenes del mes de mayo. Sin embargo, a menudo los testimonios dejan escuchar otra verdadque, inversamente, lanza toda la responsabilidad de lo ocurrido sobre un mal uso de la policía. Allí donde los investigadores buscabanlas empresas subterráneas del crimen organizado, el pueblo denuncia la presencia de “malandrines” en las filas de as tropas del orden,y no pocas veces acierta. La policía tiene entonces sus malos héroes, con sus redes sospechosas que infiltran la ciudad. Tiene tambiénformas de exacción que son igualmente distracciones del ejercicio público de la autoridad, desde donde construye su poder. Entonces¿Para qué secuestrar niños en París? Respuestas múltiples y contradictorias. Pero si en todos los casos los hombres del orden seencuentran siendo los instrumentos de ese crimen, podría ocurrir que ellos fuesen también sus beneficiarios inmediatos. Los oficialesson pagados por “pieza” al hacer sus arrestos. Abundan los testimonios de padres que, alertados por los policías, han encontrado susniños en prisión y que para recuperar su libertad han tenido que pagar muy caro. La presunción es entonces fuerte, y los magistrados la

comparten, de que ha sido el anzuelo de la ganancia el que ha empujado a muchos de los oficiales de la policía a trabajar sindiscernimiento alguno. Con su evidente gravedad, estos desordenes no tienen nada de excepcional. Tradicionales, si no es queordinarios, estos comportamientos han devenido en 1750 el símbolo amenazador de una nueva lógica policial. La policía se componede dos grandes conjuntos cuyo equilibrio se transforma precisamente en aquellos años. Por una parte, y colocados bajo la autoridad del parlamento, los comisarios son los magistrados encargados de la administración general de una circunscripción de París. El comisarioes conocido por todos en su barrio y a él se le demanda espontáneamente intervención para arreglar los conflictos de la vida cotidiana.Su autoridad se halla fundada en una familiaridad hondamente arraigada a un espacio. Por otra parte, se opone a ellos este nuevoaparato policial que ha sido puesto en marcha desde la gestión de Teniente General de la policía por d’Argenson en los primeros añosdel siglo XVIII. Este órgano obedece a una definición de su misión completamente diferente y prioritariamente represiva. Su personaltampoco es el mismo. Su actividad se apoya sobre toda una red de colaboradores que ellos eligen a su gusto y a los que remuneran.Gracias a ellos, la escucha policial se hace enorme en el espacio de la capital, porque estas “moscas” son gentes comunes que seconfunden con el paisaje. El público soporta mal esta presencia multiplicada. Se inquieta de ver a los inspectores y sus esbirroshaciéndose cargo progresivamente de las tareas de la vieja institución policial, a la que la gente sabía distinguir, engañar, y llegado el

caso, hasta combatir. Berrier está decidido a triunfar. Él emplea a sus hombres, les da las instrucciones, los presiona para que seaneficaces. Esa misma presión deviene ahora intolerable. La vieja sociabilidad que se anudaba alrededor de la gestión del mantenimientodel orden parece definitivamente comprometida. Quedan ahora frente a frente, el pueblo y la policía, que ya no es más su policía.

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Siendo que secuestraban infantes “sin distinción” hecha entre los pequeños vagabundos y los hijos de artesanos o comerciantes,querría decir que, en adelante, todo era posible, que nada más estaba ya asegurado. La violencia de los motines es una respuesta aldesorden de la policía.

 Las reglas del motín

Resulta difícil comprender aquello que dice un amotinamiento, cuando ni siquiera su descripción es sencilla. No se encuentranauténticos bandidos sobre quienes echar el guante, como máximo algunos malos muchachos. Los otros, es decir, la enorme mayoría deestos presuntos culpables, son miembros del pueblo, de la calle. Algunos mendigos, vendedores ambulantes, empleados, etc., etc. Laelección de estos sospechosos induce de antemano una interpretación de la revuelta. Todo el mundo sabe que no estaban solos, inclusosi eran estos quienes finalmente habían quedado enganchados en la red. Los “burgueses avecindados”, los comerciantes honestos, losartesanos instalados, que con frecuencia habían sido los denunciantes, fueron también los padres de los niños que la policíasecuestraba; aquellos quienes por medio de gritos y expresando su cólera han provocado los primeros amontonamientos que dabaninicio a la secuencia de los motines. Todo este grupo social quedó fuera del procesamiento. Están protegidos por su status social, queles vale como una acreditación de respetabilidad, y la policía tiende a distinguirlos del bajo pueblo. Nunca se conoce el detalle de quienes integraron la multitud revoltosa. Como máximo, se puede entrever que en ella se han mezcladoelementos heterogéneos que se amalgamaron. Si el motín atrae a tantos participantes, venidos de horizontes tan diversos no es porquealgunos profesionales del desorden han logrado arrastrarlos. Es porque, más allá de la monótona repetición de los movimientos de lamultitud, sus gesticulaciones y gritos, la misma propone a aquellos que se reúnen cierta cosa en común, un objetivo sin dudas, perotodavía más, un lenguaje que se elabora en el corazón de los acontecimientos y que da a cada uno las razones de su propia acción. Se puede intentar leer la revuelta como un texto que los actores improvisan, aunque valiéndose de antiguos guiones. Eligiendo lugares,situaciones o deteniendo un ajuste de cuentas, los revoltosos inventan, de episodio en episodio, la significación de su revuelta.

Manifestaciones en la ciudad 

A primera vista el desorden es general, la revuelta carece de forma. Conformada por una serie de episodios discontinuos tanto en eltiempo como en el espacio, que se repiten más de lo que se encadenan. Cada una de estas explosiones esporádicas nace de unincidente que nadie ha podido prever y que tampoco nadie controla. Todos los incidentes mantienen su autonomía. Si los tumultossurgen al azar, cada episodio parece obedecer a un guión común que termina con una manifestación que se dirige a la casa de unComisario. La repetición de esta misma secuencia no es de ninguna manera el resultado del azar. Para los fugitivos que intentabansalvar la piel, era la forma de buscar abrigo en un sitio donde pudieran ponerse bajo la autoridad pública; para la multitud que losvenía siguiendo, el forzar al sospechoso a presentarse bajo un magistrado, era también el comienzo de una reparación. Los unos y losotros pensaban que allí encontrarían como saldar sus cuentas. En el espacio parisino, la residencia del comisario tiene un lugar 

excepcional. Se encuentra allí, bien visible, familiar a todos, con sus muros cubiertos de afiches y de informaciones. Lugar deinformación, donde uno intercambia y comenta las noticias, abierto a todos. Se trata de un mediador en contacto permanente con elvecindario, al mismo tiempo autoritario y protector. La figura del comisario se opone completamente a la de ese otro personal policialque los amotinados identifican simplemente como raptores de niños, a los inspectores, a sus hombres, y sobre todo, a las “moscas” ques efundían en el anonimato de la calle. Al dirigirse hacia la residencia del comisario, la multitud intenta así aclarar una situación que, asus ojos, se halla demasiado incrustada, de equívocos. El recurso esta vez falla. La línea de separación entre la buena y la mala policíase borra, y el pueblo se lanza al asalto contra el símbolo quebrado de una autoridad arbitraria que se hurta a sus tareas.Se busca distinguir en la observación más cercana de los comportamientos, los modelos de organización y de acción que sugieren unorden en el seno del desorden, que hablan de cómo el tumulto dirige la violencia de la que es portador. Se prueba con el episodio másconocido y mejor documentado, la jornada del 23 de mayo, sobre el que una lectura atenta tal vez permita comprender mejor suestructura.

 Las formas de la violencia

A la mañana el motín atraviesa el mercado de los Quinze-Vingts. Labbé, perseguido, y sus perseguidores pasan corriendo a través delmercado, donde se está trabajando desde el alba. Quienes estaban allí son interrogados durante la instrucción, fingiendo no guardar ningún recuerdo preciso. Nadie sabe nada, nadie ha reconocido a otra persona. La revuelta es en primer lugar un rumor; es literalmenteun sonido. Antes mismo de haber visto nada, los habituales del mercado saben que algo va a pasar, y hablan de ello. Reconocen laviolencia de la calle antes de que la misma haga irrupción entre ellos mismos. A un anuncio de esta clase, se responde intuitivamente.Cada uno lo hace improvisando unos gestos que dan a entender que comprende de que se trata y de los riesgos de la situación. Elrumor circula rápidamente entre los puestos del mercado, amplificándose a la manera de una caja de resonancia. A continuación laescena se desplaza tras Labbé al inmueble vecino, donde se refugia. El inmueble en sí es una ciudad en pequeña escala. Todo lo que pasa allí es conocido, todo lo que se dice viene a agregarse a aquello que se cuenta a través de los pisos. En el inmueble el espacioestá saturado y, como la calle, no deja especio para la intimidad. Por lo demás, todo comunica: los pasillos, las galerías, etc. Labbé esun hombre de recursos. Si se zambulle en este inmueble inmediato al mercado, se debe a que piensa que allí encontrará un escondite, ytiene razón. De aquí en más interesa atraparlo no sólo porque el rumor dice que había prestado su colaboración en las tareas de

secuestro de niños, sino también porque así se proporciona la ocasión de arreglar viejas cuentas con una policía abusiva y corrupta.Hasta aquí, el inmueble y los recorridos que en él son posibles dominan la acción, orientando la violencia según estilos que son los dela vida cotidiana. Todo cambia cuando aparece quien dice ser “el dueño de casa”, Louis Devaux. Mitad gerente, mitad juez de paz,

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tiene como tarea también asegurar el orden y si es posible, la armonía en el espacio bajo su responsabilidad. Devaux, en el fondosolidario con los perseguidores, elige controlar y canalizar la violencia hacia fuera del inmueble, para lo cual emplea a pleno losrecursos de sus funciones tradicionales. Lo primero que hace es clamar a la multitud, substituyendo por una autoridad reglada la cóleramúltiple que lo rodea. Devaux obtiene lo que deseaba, un arreglo más o menos tranquilo, pero sin interesarse por detener elmovimiento; impide solamente la continuación de actos irremediables en el territorio del que es responsable. Al refugiarse en su casa,Labbé podría haber hecho pensar a la gente que se metía en un sitio donde lo ampararían. Es necesario disipar las ambigüedades ycobrar las propias ofensas. Luego de haber impuesto la calma es Devaux quien se pone al mando del desorden, provocandointencionadamente violencias localizadas que manipula y controla, y que deben ser además conocidas por todos, de manera que puedan sacarse del incidente las lecciones necesarias.

 La negociación

El segundo momento de esta jornada del 23 de mayo se concentra alrededor de la casa del Comisario de la Vergée. Se trata de lasecuencia más brutal de la revuelta, porque se convierte en una batalla campal entre las fuerzas de la vigilancia y la multitud, y quetermina con el masacramiento de Labbé frente a Saint-Roch. Tanto en la memoria colectiva de los autores como en el relato escrito delos cronistas, la misma ocurre al término de una larga progresión de tensiones, al tiempo que expresa un punto de llegada cerrandoteatralmente la revuelta. Los comportamientos revoltosos parecen obedecer a un cierto número de reglas, las que a su turno, remiten avalores que la multitud parece haber deseado imponer. Entre las autoridades y el pueblo de París hay un código de buena conducta,que ha sido transgredido y que debe ser restaurado y mantenido en respeto. Se puede así ensayar la restitución de una lógica alepisodio de la calle Saint-Honoré, distinguiendo detrás de la incoherencia de gestos y palabras una serie de transacciones que lamultitud intenta negociar con la policía. En consecuencia, la violencia de la multitud no es sino un medio de obtener la puesta enmarcha de un proceso habitual. Antes que destinada a intimidar, la violencia se dirige inicialmente a restaurar una relación entreautoridades y administrados que se concibe como regular. Pero para que la confianza fuera completamente restablecida estaba faltandoque la reparación fuera pública. El comisario y su escribiente insisten ambos en que la transacción fue llevada a cabo a “puertasabiertas” y a vista de los amotinados. Esta publicidad se contrasta con el secreto que desde el comienzo rodea todas las operaciones desecuestro de niños. Para que la calma retornase era necesario que la distribución de los roles fuese clara. Porque lo que se reprocha aLabbé y sus colegas, más allá de los raptos de los que se les hace responsables, es la confusión que rodea a sus personas. En ese puntotodavía las cosas podían ser vueltas al orden. La presión de la gente parece conducir hacia buen término estas transacciones. Pero unaserie de errores frustra en ese instante el equilibrio que parecía alcanzarse. Aunque el arresto de uno de los amotinados pudiera ser irritante, la decisión de sustraer el acusado y al subsiguiente proceso verbal de la vista del público que pretendía vigilar sucumplimiento, lo era aún más. Como previsible, la acción revoltosa se desencadena una vez más atacando la casa del comisario. Peroincluso llegadas las cosas hasta el punto en que la multitud nuevamente tiene a Labbé en sus manos, todavía no están terminadas lasnegociaciones. Hay lugar para otras formas de la transacción, ensayando compromisos con nuevos interlocutores. Finalmente, Labbé

fue entregado a la multitud que podrá finalmente consumar su venganza en la calle, públicamente, colectivamente. Le negarán suúltima confesión, hecho que atestigua bien que Labbé ya no tiene manera de reconciliarse con nadie, que entre quien ha sido calificadocomo criminal y aquellos que los castigan ya no hay más espacio para mediadores, ni siquiera religiosos. Al llevar el cadáver hasta la puerta de Berryer, hace falta ver otra cosa que una multitud descontrolada, interpretando esta continuación como un desafío. Lamultitud ha llevado el servidor hasta lo de su patrón, apuntando su responsabilidad en los acontecimientos, y le hacen saber quequedan a al espera de su respuesta. Esta respuesta nunca llegará de Berryer. Dos días más tarde se abre una nueva instancia, elParlamento toma la cuestión bajo su responsabilidad. El Parlamente deviene mediador entre el rey el pueblo. Ahora entonces larevuelta puede detenerse.

 Hechos y rumores

Es difícil trazar un balance fáctico de los acontecimientos de 1750. De todos modos, en las distintas documentaciones disponibles seencuentra cierto material como para poder tener una posición al respecto. En primer lugar aparecen un gran número de declaraciones,

ya sean de niños o de sus padres que han sufrido inconvenientes. Puntos comunes: la detención se produce sorpresivamente, sin tener en cuenta ni la condición ni la edad de los niños, sin tener en cuenta sus protestas; no hay ninguna clase de proceso verbal y elsecuestro está acompañado de amenazas verbales o físicas. Estas declaraciones se confirman ampliamente por los testimonios queaportan cinco miembros del Cuerpo de Vigilancia que fueron presentados a los jueces a partir del 25 de mayo. Todos aceptan loshechos aunque tienden a restarles importancia. Al tiempo que aceptan haberse salido de sus roles habituales, dicen haberlo hecho “por que hay que vivir” dado que tenía una fuerte presión del Teniente de policía y que también les atrajeron las primas prometidas que lessignificaban un notable suplemento de recursos. Aún más, todos manifiestan haber tenido dudas sobre el carácter legítimo e incluso delegalidad del trabajo que estaban llevando a cabo. Los acusados cargan todos contra el teniente de la policía, esperando así hacerseacreedores de la indulgencia de los magistrados, presintiendo que no será desfavorable para ellos poner en causa las órdenes deBerryer. Las declaraciones tanto de las victimas como de los acusados despejan las dudas sobre la naturaleza de estos secuestros¿Quienes fueron los arrestados de 1749-1750? El vocabulario es ambiguo. Términos que cubren desde la corta edad hasta unaadolescencia prolongada que puede llegar a veinte años. Los testimonios reunidos no dejan dudas. Junto a un contingente normal de jóvenes, delincuentes o no, aparece un buen número de auténticos niños. Pero no es solamente la edad lo que se puso en juego, sino

también la situación social de los niños dio muchos motivos para la indignación. Es muy posible que el proyecto de desembrazar aParías de los niños “sin objeto” haya sido acogido de buen grado, pero la cacería ha sido bastante más amplia. Los casos más citadosson hijos de artesanos, comerciantes u obreros, muchos de los cuales ya tienen una actividad profesional. Todas las familias

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involucradas no pertenecen por cierto a esta pequeña burguesía satisfecha de su rango. También se encuentran entre los padres asimples ganapanes, zurcidoras, porteros, lavanderas; entre los niños hay aprendices, tejedores de sogas, mandaderos y limpiabotas.Además, sin importar donde se hayan situado en la sociedad parisina, todos los que se quejan tienen oficio. Han sido arrestados enmomentos en que interrumpían sus actividades normales, lo que aumenta enormemente la indignación de sus próximos. Todavía es peor tolerado el hecho de que las detenciones muchas veces fueran acompañadas de amenazas verbales o presiones físicas, cuando noel fruto de trampas organizadas.

 El rumor de los niños

Es asombroso que la amplitud de las repercusiones del caso parezca ser desproporcionada en relación a lo ocurrido. Después de todo,los procedimientos suspendidos por el Parlamento en 1750, atribuyen súbitamente una importancia excepcional a prácticas que, por arbitrarias que fueran, no eran en sí nada nuevo. Los arrestos de jóvenes, aunque no se trate de niños en el sentido actual del término,son práctica conocida desde hace un siglo. Sin embargo, ni esos antecedentes, ni la posibilidad de la reactualización de talesoperaciones, alcanzan a responder los interrogantes que suscita este acontecimiento, tan intrigante y opaco como escandaloso y que damucho que hablar. Necesidad de buscar otras interpretaciones de este misterio. La multitud no es la única puesta en causa, porque laconvicción de que había algo por detrás de las cosas se encuentra igualmente en el costado de las autoridades.Todos los expertos están de acuerdo en que el rumor es un personaje familiar de la ciudad. En 1750 hubo un rumor, o mejor una seriede rumores encajados los unos dentro de otros. En un primer nivel, es el único medio de información rápida en una ciudad enorme. Lamayor parte de los arrestos dio lugar a grandes reuniones de público, y su noticia circuló rápido dentro de París. Al principio fueronepisodios minúsculos y triviales. Esto alcanzó hasta sublevar la multitud con una eficacia fuera de lo común. ¿Por qué? En primer lugar porque cada una de estas escenas son públicas e incomprensibles. A medida que se hacen más frecuentes, los secuestros sontodavía mejor conocidos. La gente comienza a notar mejor los detalles, a conocer los nombres de los protagonistas, y probablementehasta saber cual era el modo de la operación y de las salidas. Transportada de boca a boca, la información sobre todo retiene aquelloque debe permitir fijar lo esencial, conocer las victimas y los enemigos. Los testimonios también apuntan a algunos grupos particulares más inclinados a hacer circular las noticias. En primer lugar se exponen los domésticos, que constituyen una temible redinformativa, en las calles o desde las ventanas. Pero las mujeres lo son todavía más. Claro es que se trata de niños, aunque no seansiempre los propios Niños sorprendidos en medio de sus actividades cotidianas, a vista y paciencia de todo el mundo. Lo que quieredecir que el honor de sus padres está públicamente puesto en causa. Lo que las mujeres denuncian en los secuestros es una puesta encuestión de los lazos sociales. La amenaza que pesa sobre París al mismo tiempo que desequilibra todo el juego de relaciones socialesy las redes de solidaridad y reconocimiento, fundamentalmente toca a la fuente misma de la vida. Los “niños” devienen el símboloenfático de una defensa colectiva.También durante esos años una sensibilidad insistente con respecto a los niños se encuentra un poco por todas partes. No tiene que ver con las preocupaciones pedagógicas y morales que alimentan, en el mismo momento, una literatura erudita. Esta sensibilidad se

enraíza mejor en una serie de sucesos policiales, cuya repetición ha terminado por convertirla en historias ejemplares. Estosfenómenos señalan un lugar de inquietud de la sociedad. Estas anécdotas se encuentran en muchos lugares; en los cronistas, en laliteratura barata y en la información que recoge la policía en la calle. Tomadas aisladamente cada una de estas historias no tienemucha importancia; puestas en serie, ellas no dicen tampoco una historia única. Pero ofrecen variaciones alrededor de un pequeñonúmero de temas comunes. En todas aparecen los niños sometidos a la voluntad, mala o buena, de los adultos que pretenden forzar suvida apara adecuarla a sus designios. Tal cosa ha devenido el objeto de un comentario inquieto y que prolifera.

 La fábula de sangre

En palabras del memorialista Barbier: “Se murmura que el objeto de estos secuestros infantiles era que había un príncipe leproso paracuya curación hacia falta un baño, o baños de sangre humana…”. Esta base limitada de informaciones (que repiten otros cronistas), no permite extraer sino una sola convicción, y es que mientras que se conocen otras explicaciones más inmediatas y tranquilizadoras quecorren por las calles de París, el rumor de los baños de sangre, tiene en la ciudad una medida que no se puede conocer precisamente.

El silencio relativo de las fuentes en este punto no prueba nada. Además esta fábula no está aislada, sino que se inscribe en otra cortaserie que deja ver nuevamente el modelo de las historias ejemplares, listas para ser servidas. El tema es ciertamente muy insistente para no tener ninguna significación. Estos testimonios nada indican acerca de la existencia de tales prácticas bárbaras; tampoco prueban que aquellos que hacían correr estos rumores los creían. Hay una verdad más oscura, menos articulada, que tiende a cobrar forma por medio del rumor, como fue en el caso de los comportamientos revoltosos. En principio, ¿de dónde vienen esos rumores? Noqueda sino preguntarle sus razones al rumor mismo. Éste presenta dos aspectos que conviene separar inicialmente. El primero,extensamente atestiguado, identifica los secuestros de niños con la masacre de los Inocentes (Herodes). La segunda faz de la fábula, esaquella que habla del príncipe leproso y que evoca los baños de sangre. Existe una asociación entre lepra y pecado. A todo lo largo dela tradición judeo-cristiana la lepra hace figura de enfermedad real por excelencia. Para esta enfermedad sólo hay un remedio. Latradición no lo menciona sino con horror: la sangre humana.Este saber tradicional multiforme propone los elementos de un escenario posible. ¿Para expresar qué? La lepra es una enfermedad delalma, que golpea a los que por orgullo o por falta de fe, no se han sometido a la voluntad divina. Es también una enfermedad delespíritu. El leproso es también una presa de la angustia, del abatimiento, cede a los caprichos y a la cólera, no sabe resistir a sus deseos

y sus apetitos sexuales son desenfrenados. Ahora, existe un hombre en el reino de Francia, en 1750, que pudiera corresponder a esteretrato. He aquí, entonces, a quien la fábula de la sangre deja conocer; él no es ni un príncipe ni tampoco delfín; él es Luis XV, elnuevo Herodes.

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 El mal amado

Las sanciones que imponen los magistrados hacen ver que la cuestión del secuestro infantil no ha estado prioritariamente en el centrode sus deliberaciones. Lo que intentan punir prioritariamente es la insurrección de las calles contra las autoridades, como muestra bienla asimetría de las penas infligidas. Los oficiales de vigilancia arrestados y los responsables de escuadras son condenados a penassimbólicas. Esta reparación esta desbalanceada por la severidad de las penas impuestas a tres de los revoltosos, a los que se condena ala horca. Golpeando fuerte, el Parlamento desea intimidar al público de la revuelta. Esta severidad no está exenta de prudencia. Todoslos otros son liberados. Todo está en orden, pero nada se ha arreglado.Pasa ahora al primer plano aquel cuyo nombre hasta aquí nadie pronunciaba sino para eximirlo de toda responsabilidad en el asunto

de los secuestros infantiles. Durante el verano de 1750, d’Argenson descubre con entusiasmo que el pueblo no ama más a su rey. DeLuis XV se denuncia prontamente la debilidad de su carácter. Especialmente esa indolencia a la que se denomina holgazanería. Sóloatento a sus gustos, Luis XV no cumple ni siquiera con los gestos que están tradicionalmente asociados al ejercicio de la funciónsoberana. Se rehusa a tocar las escrófulas, rápidamente dejo de hacer la Pascua. Se sustrae así a estas formas algo irrisorias, pero queson tenidas por los símbolos que tejen entre el rey de Francia y su pueblo una complicidad que Luis pretende ignorar. Indolencia,egoísmo. Pero casi a continuación se evoca también su indiferencia al sufrimiento, incluso su crueldad. Estos malos dichos sonalgunos de los que recogen las “moscas” en París desde los primeros años de su reinado. Pues contrariamente a lo que se ha dicho amenudo, esos rumores hostiles no provienen solamente de la corte ni de la alta nobleza frustrada en sus ambiciones políticas. En losaños 1740, este discurso malintencionado cambia de naturaleza y de amplitud. Los defectos de la persona privada se han acentuado, lainconducta del rey es pública. Lo que se reprocha a Luis no es tanto el dejar a la reina en beneficio de sus amantes, sino el hecho quemal use su virilidad soberana. A las queridas reales se les reprocha también el papel creciente que juegan en los asuntos del Estado. Lallegada a la escena pública, en 1745, de la marquesa Pompadour cristaliza esa hostilidad. La crítica toma durante esos años unacoloratura expresamente política, al tiempo que encuentra potentes amplificadores. Un clima de enemistad se instala en pocos años.Entre el rey y la ciudad, la desafección es recíproca. En estas condiciones, si algo sorprende durante el motín de mayo de 1750, es eltono casi moderado de las manifestaciones hostiles. Lo esencial de estas amenazas e injurias apunta preferentemente a la policía y sus jefes. El rey no aparece sino excepcionalmente. No. No es el trono el que está amenazado por la multitud furiosa contra los ladronesde niños, es la persona misma del monarca en el ejercicio de sus virtudes soberanas. La revuelta no es sin embargo una revolución. Essolamente una etapa mayor, en el camino de la enemistad que en esos años aleja al soberano del pueblo.El caso del secuestro infantil es un acontecimiento minúsculo a la escala del siglo XVIII. Pero es el signo de una transformacióndecisiva que solamente ahora se percibe. Entre la violencia y el miedo ella da la ocasión de decirse a una verdad nueva y terrible: “El pueblo no ama más sus reyes, a los que tanto amaba”.

[Arlette Farge – Jacques Revel,  Lógica de las multitudes. Secuestro infantil en París, 1750, Homo Sapiens Ediciones, Rosario,

1998. ]

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