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EL SECRETO DE MISTY BAY GIOVANNI DEL PONTE LOS INVISIBLES

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Novela juvenil que trata sobre las aventuras de tres jóvenes que debe descubrir por qué están muriendo un grupo de personas que hace muchos años, en su juventud, formaron una banda llamada "Los invisibles". Una historia apasionante donde se mezclan la magia, los poderes y las aventuras. Su autor es el italiano Giovanni del Ponte y éste es el primer libro de cinco con que ya cuenta la saga.

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EL SECRETO DE MISTY BAY

GIOVANNI DEL PONTE

LOS INVISIBLES

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EL SECRETO DE MISTY BAY

Traducción de Marinella Terzi

Giovanni Del Ponte

LOS INVISIBLES

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MN Editorial es una marca registrada de MN Editorial Limitada.

© 2009, Istituto Geografico De Agostini S.p.A.© para la edición española, San Pablo 2011 (Protasio Gómez, 11-15.28027 Madrid)© 2012, MN Editorial Limitada para todos los países de Latinoamérica hispanohablantesAvda. Eliodoro Yáñez 2416, Providencia, Santiago, Chile. Teléfono: 2335101e-mail: [email protected]: www.mneditorial.cl

Primera edición: 2012

ISBN: 978-956-294-387-1

La presentación y disposición de la obra son propiedad del editor. Reservados todos los derechos para todos los países. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea este electrónico, fotocopia o cualquier otro, sin la previa autorización escrita por parte de los titulares de los derechos.

Título original: Gli Invisibili. Il segreto di Misty BayProyecto y realización: Dreamfarm s.r.l.

Edición original: Anna LazzeriIlustración de cubierta: Alejandro Rojas Contreras

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Prólogo

Penumbra. Olor a moho y humedad. El anciano colocó el tablero de ajedrez sobre la mesa sucia de polvo. En realidad, no se trataba de un tablero auténtico. Tiempo atrás debió de ser la tapa de una caja o de un arcón. El anciano había trazado las líneas entrecruzadas y ennegrecido con fragmentos de carbón las casillas que tenían que ser negras. Comenzó a disponer los trozos de piedra en los que solo sus ojos podrían reconocer las piezas del juego. Pero esta-ban todas y le servirían perfectamente para jugar. Respiró hondo. Hacía tantos años que esperaba y, por fin, había llegado el momento. El anciano saboreó aquel breve lapso de tiempo que lo separaba del inicio de la partida. Recorrió con la mirada una vez más la angosta habitación excavada en la roca donde se encontraba. Finalmente, alargó la mano y cogió la primera pieza, el primer personaje. Y movió.

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Los Invisibles

La vieja casa de Angus Scrimm se yergue silenciosa sobre los acantilados. La noche es límpida y templada. Todo parece tranquilo. Pero no es así, porque dentro de la vivienda hay tres niños prisioneros, a la espera de un destino demasiado horrible para que puedan tan solo imaginarlo. Encerrados en su celda subterránea, primero intentaron escapar, luego gritaron. Pero nadie los oyó. Nadie puede venir en su auxilio. Ningún adulto.

—Invisibles, ¿están ahí? –susurra Damon, trece años, el jefe de la banda de los Invisibles, agazapándose tras un arbusto en la parte trasera de la casa. A su alrededor nada rebela la presencia de otras personas y, sin embargo, obtiene respuesta: una serie de susurros pro-venientes del bosque próximo a la villa. —¡Greta, lo estoy! —¡Mark, lo estoy! —¡Ken, lo estoy! —¡Devlin, lo estoy! —¡Susan, lo estoy!

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—Bien –dice Damon de nuevo–. Las cosas están así: so-mos la única esperanza para esos niños. Scrimm es un hueso duro de roer, pero si tratamos de penetrar en la casa todos a la vez no creo que pueda detenernos. Si alguno deja que le pille, peor para él, ¿entendido? El primero que consiga liberarlos sale corriendo a la comisaría de policía y lo cuenta todo. A la de tres: Uno... Dos... Damon titubea. Esta misión no es como las otras: en esta ocasión el peligro es real. Si capturan a alguno de los suyos, la suerte que correrá será peor todavía que la de los niños, y la responsabilidad toda de él. Sin embargo, no pueden echarse atrás. Scrimm no es un incauto y a esas alturas debe de haber descubierto su presencia. Sabe quiénes son y en un abrir y cerrar de ojos descubrirá dónde viven. Los irá a buscar a sus casas, uno por uno... No, no se pueden echar atrás. —¡Tres! –susurra finalmente. No puede imaginar que esa palabra cambiará el curso de sus vidas. Al instante, Greta, Mark, Ken, Devlin y Susan se lanzan hacia delante, cada uno hacia un punto diferente de la casa de Angus Scrimm. Son conscientes de que alguno de ellos tal vez no lo consiga, pero están dispuestos a arriesgarse: la suerte de los tres niños prisioneros está en sus manos.

Greta es la primera en llegar. Se aparta de la cara un mechón de su melena negra y pega el rostro a una de las ventanas. Nadie a la vista, y además solo está entornada: “Estás muy seguro de ti mismo, ¿verdad, Scrimm? –piensa la mucha-cha–. Pues a partir de esta noche, ¡perderás la confianza!”. Y al instante se desliza dentro de la casa oscura.

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Mark se dirige a la entrada de la parte trasera. El bate de béisbol que aprieta entre las manos le da cierta seguridad. Prueba a girar la manilla de la puerta y... ¡se abre! “Demasiado fácil –reflexiona–. O Scrimm es un idiota o nos estaba esperando...”. Atraviesa el vestíbulo y, mientras se sumerge en la oscuri-dad, una nueva idea se abre paso en su mente: ¿Y si Scrimm no tuviera nada que temer? Los pocos ladrones que se han dejado ver por estos contornos han acabado todos mal, unos cuantos incluso perdieron la razón. Damon teme, incluso, que Scrimm controle también a la policía. Pero no iba a pensar que una pandilla de chiquillos...

Ken había visto desde lejos una ventana larga a nivel del suelo, de esas que se emplean como entrada de aires en los só-tanos. Y precisamente en un sótano es en donde podrían estar encerrados los niños. Está cerrada pero enseguida encuentra una piedra, se desabrocha la chaqueta y se la quita. Será per-fecta para amortiguar el golpe. Un movimiento imprevisto a su espalda... Damon: solo es Damon. Evidentemente han tenido la misma idea, mejor que mejor. Poco después están dentro también ellos.

Devlin se halla indeciso: ha visto que los demás no han tenido dificultad para entrar. Qué extraño. ¿Y si fuera una trampa? De la casa no sale ningún ruido, pero sus amigos podrían ha-ber sido capturados y, de ser así, la misma suerte correría él. Tal vez sea mejor esperar unos minutos. Dejar a sus amigos el tiempo de buscar a los niños y, en el caso de que estuvieran en peligro, ir en su ayuda. Sí, mejor quedarse allí y aguardar. Es un buen plan. Y más seguro además.

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Susan se da cuenta de que Devlin se ha quedado atrás. Por un momento duda si ir a preguntarle qué le ocurre, pero enseguida cambia de idea: si no se atreve, es mejor que se quede fuera; acabaría metiéndose en un berenjenal. Lle-ga a otra ventana abierta, en el lado de la casa opuesto al lugar por donde ha entrado Greta. Es una mala señal que Scrimm haya dejado todo tan abierto... ¿Y si ha matado ya a los niños? No, no puede pensar en eso. Es necesario que se concentre. ¡Y que convenza a sus malditas piernas para que dejen de temblar de una buena vez!

Greta atraviesa a tientas la habitación iluminada por el res-plandor azulado de la luna llena, entre islas de luz pálida y pozos de profunda negrura. Por un instante le echa en cara a Damon su insistencia en no llevar ni siquiera un encendedor, pero de pronto percibe un chirrido que llega del pasillo y com-prende que Damon tenía razón: en esa oscuridad nada traicio-na su presencia. Quizá permaneciendo completamente inmóvil... —Vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿Es la voz de Scrimm? Así, a bote pronto, no sabría de-cirlo. En cualquier caso, tiene un tono burlesco, malvado. El corazón le va a mil por hora mientras los pasos del corredor se oyen cada vez más cerca. Querría regresar a la ventana abier-ta, pero está demasiado lejos: tendría que pasar por la puerta que comunica con el pasillo, y no se atreve. ¡No se atreve! —Ven, pichoncito, ven con el tío Angus. No te voy a hacer nada... Mira a su alrededor, desesperada. ¿Y si pidiera auxilio? Pero entonces sus amigos también podrían acabar apresa-dos... Su mano se desliza hacia el cuchillo que lleva en la manga. Se los ha prestado Damon, uno a ella y otro a Su-

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san. “Mejor que los lleven las chicas –ha dicho–. Se sentirán más seguras”. De repente, se da cuenta de que allí, al fondo del cuarto, hay otra puerta. Toma impulso y se precipita en esa direc-ción.

Mark está atravesando un cuarto que tiene aspecto de ser el comedor cuando cree ver una sombra que se mueve tras una mesa grande. —Niños –susurra apretando más fuerte el bate con las manos sudadas–. Niños, ¿son ustedes? Ninguna respuesta, solo un suspiro que parece un estertor. Un profundo gruñido que procede del lugar donde ha visto la sombra. El gruñido de un animal grande. —Maaaadremíaaaa... –murmura Mark. De pronto el bate que tiene en la mano ya no le da tanta seguridad. Corre hacia la puerta por la que ha entrado. Un pasillo, una habitación, otro pasillo. Los arañazos de unas garras contra el suelo de madera le hacen comprender que la bestia le está pisando los talones. “Ánimo, ya casi estás a salvo –se dice–. Tuerce por esa esquina, corre en zigzag, ¡confúndelo!”. Tiene casi a la bestia encima. Vuelca las sillas, se lleva por delante los marcos de las puertas: ¡Es tremendamente grande! ¡No! ¡Por ahí no hay ninguna salida! Debe haber tomado el corredor equivocado. Mark se pone a correr de nuevo mientras comienza a llo-rar. A su espalda, un crujido de mandíbulas que se cierran en el vacío. En su cuello, el aliento caliente de la bestia.

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—¿No has oído nada? –exclama Damon, olvidando toda cautela. —¿A qué te refieres exactamente? –replica Ken, distraído. Han acabado en un cuarto secreto habilitado como biblioteca y toda su atención está concentrada en los libros. —No sé, como alguien que corriese... —Mira esto –susurra Ken excitado. Sus dedos recorren los lomos de los libros–. Deben de tener centenares de años. Mira qué títulos: “Plenilunio mágico”, “El martillo de la bruja”, “Ritos y exorcismos”...

Damon mira a su alrededor. Las estanterías polvorientas están repletas de volúmenes del mismo género.

—“El mundo de los no muertos” –lee a su vez–. “De mas... De mast...”. —“De Masticatione Mortuorum”, es latín. La mayor parte de estos libros debe valer una fortuna, ¿cómo los habrá obtenido? —La pregunta es más bien: ¿qué hace con ellos? En ese momento se escucha un grito. —¿Lo has oído? –susurra Damon agarrando una manga de Ken. —Era la voz de Mark –responde su amigo–. Tiene pro-blemas. —¡Vayamos a ayudarlo! —No, ¡las reglas estaban claras! ¡Tenemos que conti-nuar buscando a los niños! –Ken siente vergüenza de querer abandonar a Mark, pero sabe que él y Damon podrían ser la única posibilidad para aquellos pobres inocentes. —¡Al diablo! –grita Damon empujándolo a un lado y co-rriendo hacia las escaleras–. ¡No puedo dejar que le maten! Ken lo ve desaparecer escaleras arriba. Murmura una

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palabrota y se dispone a seguirlo, pero algo llama su aten-ción: hay un libro abierto sobre un atril... Un volumen aparentemente similar a los otros, pero que ejerce sobre él una atracción casi hipnótica. Lo cierra y lee el título: “Ma-lartium”.

Un relámpago rojo. Algo golpea a Susan en pleno rostro y la manda contra una pared. Otro relámpago, un nuevo golpe y otro más. En la boca el sabor de la sangre. Su ropa arde en llamas en las zonas donde la han golpeado. Trata frené-ticamente de sofocar el fuego y se hiere en una pierna con su propio cuchillo. Lo arroja lejos con rabia, agarra un cojín de una silla y sofoca las llamas con él. A su alrededor empiezan a girar espirales de fuego, meteo-ros infernales. Escapa adentrándose cada vez más en el tétrico laberinto de la casa; las llamas la siguen, la acechan. —¡¡Aaah!! Una le ha dado en la espalda. ¡El pelo! ¡Las llamas le queman el pelo!

Desde fuera Devlin oye los ruidos y los gritos. Querría inter-venir, pero no se atreve: tiene demasiado miedo. Un rayo rasga el cielo y le sobresalta. Hasta hace poco no había ni una nube, y sin embargo ahora se ha desencadenado una tormenta. —No tienes por qué avergonzarte, pequeño. Devlin se da la vuelta y le ve. Es Scrimm. Demasiado cerca para huir. —No hay deshonor en eludir una batalla perdida desde el inicio. El hombre se agacha junto a él, sonriendo melifluo. El

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agua de la lluvia crea reflejos azulados sobre su abundante cabello negro y su barba afilada. Lleva una túnica larga y oscura, su piel tiene el color del marfil y en sus ojos brilla el fuego de los infiernos. La mano que se posa sobre el muslo de Devlin es de hielo; el frío penetra en la sangre del muchacho y alcanza su corazón. —... Y, además, ahí dentro no hay nadie que pueda hacer daño a tus amigos. Nadie más que ellos mismos. Devlin no entiende los desvaríos de ese hombre ni por qué se ríe ahora tan fuerte. —Mira, Devlin –le ordena de pronto cogiéndole de la cabeza y aproximándole la cara a sus ojos de fuego. Y Devlin mira. Ve a Greta, convencida de que Scrimm la ha apresado. Ya no sabe hacia dónde escapar y lo golpea con la mano, y luego con el cuchillo...

Hiere a Mark, que cree que la fiera lo ha agarrado. Llora, grita y trata de mantenerla lejos, pero la fiera parece insensi-ble a los golpes de su bate.

Susan imagina que está ardiendo y da puñetazos y patadas a la nada...

Pero alcanza a Damon, que intenta defenderse como puede, con lo que tiene más a mano. Porque cree que una araña enorme ha saltado sobre él y quiere envolverlo con su tela.

—¿Los ves, Devlin? –musita Scrimm sin dejar de presionar la cara del chico–. ¿Comprendes ahora por qué no podrán hacer nada contra mí? —B... bb... –los labios de Devlin se niegan a obedecer.

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—¿Qué? ¿Qué quieres decirme, mocoso insulso? —¡¡Basta!! Distante, muy distante entre el estallido de los truenos y el fragor de la tormenta resuena todavía la voz de Scrimm. —La magia no es un juego de niños, querido. —¡¡Basta!! Y Devlin pierde el sentido.

Una serie de fulgores ilumina casi con luz de día la residencia de Angus Scrimm. Greta, Mark, Damon y Susan vuelven en sí de golpe; están tirados en el suelo, tumefactos y cubiertos de sangre. Se levantan con dificultad, ayudándose unos a otros en la casa desierta. Nadie viene a decirles que se vayan, nadie sale a su encuentro. Porque eso es lo que les quiere hacer compren-der Angus Scrimm, eso es lo que ellos son para él: nada. Los deja irse porque no pueden hacerle nada. Y ellos se ponen en pie y se marchan en medio de la lluvia, sin mirarse a los ojos; sin decir una palabra. Ninguno de ellos, ni el propio Angus Scrimm, se ha dado cuenta de que falta Ken, el sexto de los Invisibles. —Perdona, eh, perdona... Douglas Macleod se volvió de perfil quitándose los auri-culares que le permitían escuchar el sonido de la película. —¿Sí? La azafata del avión parecía dudar. —Tu jugo de naranja. Perdóname, ¿estabas durmiendo? —No, no: estaba viendo la película. Gracias. Douglas bebió un sorbo largo de jugo y apoyó el vaso sobre la mesilla de su asiento, junto a la ventana. Aunque

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no tenía más que doce años, no era la primera vez que via-jaba solo en un avión: sus padres eran los directivos de una cadena de hipermercados y se trasladaban continuamente de ciudad; desde que podía recordar, Douglas se veía como una pelota yendo y viniendo de Nueva York a Boston, Memphis o Los Ángeles... Después, su madre murió de re-pente y su padre se refugió todavía más en el trabajo. Desde ese momento, el chico pasaba las vacaciones en campamen-tos o en casa de algún pariente. En esta ocasión la elección había recaído en el tío Kendred, el hermano mayor de su madre, que vivía en una bellísima localidad próxima al mar, o por lo menos eso había dicho su padre. Pero él siempre exageraba un poco. Se sacudió las migas de cracker diseminadas sobre su camisa escocesa. Era superior a sus fuerzas: siempre tenía que mordisquear algo cuando leía o iba al cine, y de hecho su peso era algo superior al de los chicos de su edad. Además, debía admitir que no hacía mucho por mante-nerse en forma. Prefería leer libros o cómics de superhéroes antes que jugar al fútbol con los amigos. En alguna ocasión, había hecho de tripas corazón y había acabado con las ro-dillas despellejadas por montar en el monopatín. Pero eso era todo. Se pasó distraídamente una mano por la pierna todavía rasguñada: despellejarse las rodillas..., ¡en eso era un fenómeno! Se puso de nuevo los auriculares y levantó la vista a la pantalla colocada sobre los asientos centrales. Se había distraído... ¿Qué tal les iría a los Invisibles? Le bastó una ojeada para comprender que algo no fun-cionaba. Poco rato antes, estaba disfrutando del principio de una aventura policiaca protagonizada por una pandilla

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de chicos y ahora se encontraba con un episodio de los Simpson. Se dio cuenta de que la azafata andaba todavía por allí y la llamó. —Por favor, señorita... —Dime. —Bueno, no es muy importante... ¿Qué ha pasado con la peli de antes? —¿A qué película te refieres? —La de la pandilla de los Invisibles... Esa que... La mujer miró la pantalla y dijo: —Antes no había ninguna película. —Sí, esa que... —Entiendo –dijo la azafata con una amplia sonrisa–. Quizá te hayas dormido y has soñado algo, ¿me equivoco? Douglas enmudeció. Estaba seguro de haber visto esa película... Y, sin embargo, si la mujer decía que solo habían proyectado los Simpson, la única explicación lógica era la del sueño. O que hubiera tenido uno de sus repentinos vacíos de memoria. En esos momentos se abstraía completamente de todo lo que sucedía a su alrededor. Se asustaba cada vez que le ocurría, pero no se había atrevido nunca a contárselo a nadie. Además, como se mudaba tanto, Douglas casi no tenía tiempo de hacer amigos en los que confiar. La azafata sonrió comprensiva. —Oh, no te preocupes, sucede a menudo. Hace unas semanas un señor se durmió... Íbamos a Canadá... Y al despertar, me preguntó cuánto faltaba todavía para llegar a ¡Roma! Tuvimos que llamar al comandante para que se tran-quilizara y recordase que quería ir a Canadá y no a Roma... Douglas le devolvió la sonrisa y la mujer se despidió para ir a atender a otro pasajero que la había llamado.

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Bueno, faltaban aún unos veinte minutos para la llegada, así que lo mejor sería dar una cabezadita. Dejó los auricu-lares sobre la mesilla y se acomodó en el asiento. La última cosa que pensó antes de dormirse fue: “Los Invisibles, ¿eh? Qué lástima, parecía una película apasio-nante...”.

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Los sueños de Douglas se llenan de pesadillas. Sus protagonistas son los miembros de una antigua banda de adolescentes, apodada “los

invisibles”. En Misty Bay, donde pasa sus vacaciones, Douglas descubre que, sesenta años atrás, su tío Ken formaba parte de la

banda y que ahora algunos de sus compañeros están muriendo de causas aparentemente

naturales. Crystal, que tiene poderes telepáticos y es nieta de una de las personas

desaparecidas, cree saber quién es el causante de las muertes. Los invisibles le derrotaron y él juró vengarse. Para desvelar el misterio y coger al culpable, es preciso que los invisibles vuelvan.

Crystal, Douglas y Peter pueden lograrlo.

La magia no es un juego de niños.