liturgia - tp 2 - el capítulo i de sacrosanctum concilium

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Reflexión sobre el Capítulo Primero de la Sacrosanctum Concilium P. Jorge Diego Blanc, sdb El valor teológico de la Liturgia es lo que la hace grande e importante. Él nos hace ver cómo la liturgia ocupa un lugar destacado en el plan de Dios sobre los hombres; cómo viene a ser, sin eufemismo, el centro de la vida de la Iglesia. De este modo la liturgia deja de ser exclusivamente un conjunto de reglas destinadas a realizar ordenadamente los actos cúlticos, ni viene a ser una mera historia de los ritos litúrgicos, ni sólo una forma de pastoral o de vida espiritual. Sin el aspecto teológico de la liturgia, como dice muy bien el P. Vagaggini, toda reforma de la liturgia carece de sentido. La Constitución Sacrosanctum Concilium, el primero de los 16 documentos del Concilio Vaticano II (4 Constituciones; 9 Decretos y 3 Declaraciones) comienza su primer capítulo tratando sobre la Naturaleza de la Sagrada liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia. Este será también el primer tema que abordaremos en nuestro encuentro de estos días. La Constitución tiene una impronta directamente pastoral. Pero parte de un concepto integral de liturgia. Un concepto en el cual el aspecto teológico de la realidad litúrgica ocupa el centro y constituye su médula y esto de tal manera que también las mismas normas prácticas generales y particulares de la pastoral litúrgica y de la reforma de la liturgia se presentan continuamente a la luz de los principios teológicos que la dirigen. Con esto el concepto de liturgia adquiere una perfección y madurez jamás alcanzadas en el pasado. De ser considerada comúnmente como el conjunto de ceremonias del culto público de la Iglesia –como una parte del derecho canónico- se pasó a estudiar el desarrollo histórico de los hechos o ritos litúrgicos: los formularios, los edificios del culto, los vasos sagrados, las insignias, el canto gregoriano, la Misa, el breviario, sacramentos y sacramentales, fiestas y año litúrgicos, es decir de todo cuanto se refiere al culto. De tal modo que si antes la ciencia litúrgica era considerada esencialmente como un conjunto de rúbricas, se pasó, en la casi totalidad de los casos, a considerarla esencialmente como simple historia. Es evidente que este modo histórico de considerar la liturgia supone un progreso notable sobre el modo meramente 1

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Page 1: Liturgia - TP 2 - El Capítulo I de Sacrosanctum Concilium

Reflexión sobre el Capítulo Primero de la Sacrosanctum Concilium

P. Jorge Diego Blanc, sdb

El valor teológico de la Liturgia es lo que la hace grande e importante. Él nos hace ver cómo la liturgia ocupa un lugar destacado en el plan de Dios sobre los hombres; cómo viene a ser, sin eufemismo, el centro de la vida de la Iglesia. De este modo la liturgia deja de ser exclusivamente un conjunto de reglas destinadas a realizar ordenadamente los actos cúlticos, ni viene a ser una mera historia de los ritos litúrgicos, ni sólo una forma de pastoral o de vida espiritual. Sin el aspecto teológico de la liturgia, como dice muy bien el P. Vagaggini, toda reforma de la liturgia carece de sentido.

La Constitución Sacrosanctum Concilium, el primero de los 16 documentos del Concilio Vaticano II (4 Constituciones; 9 Decretos y 3 Declaraciones) comienza su primer capítulo tratando sobre la Naturaleza de la Sagrada liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia. Este será también el primer tema que abordaremos en nuestro encuentro de estos días.

La Constitución tiene una impronta directamente pastoral. Pero parte de un concepto integral de liturgia. Un concepto en el cual el aspecto teológico de la realidad litúrgica ocupa el centro y constituye su médula y esto de tal manera que también las mismas normas prácticas generales y particulares de la pastoral litúrgica y de la reforma de la liturgia se presentan continuamente a la luz de los principios teológicos que la dirigen. Con esto el concepto de liturgia adquiere una perfección y madurez jamás alcanzadas en el pasado.

De ser considerada comúnmente como el conjunto de ceremonias del culto público de la Iglesia –como una parte del derecho canónico- se pasó a estudiar el desarrollo histórico de los hechos o ritos litúrgicos: los formularios, los edificios del culto, los vasos sagrados, las insignias, el canto gregoriano, la Misa, el breviario, sacramentos y sacramentales, fiestas y año litúrgicos, es decir de todo cuanto se refiere al culto. De tal modo que si antes la ciencia litúrgica era considerada esencialmente como un conjunto de rúbricas, se pasó, en la casi totalidad de los casos, a considerarla esencialmente como simple historia.

Es evidente que este modo histórico de considerar la liturgia supone un progreso notable sobre el modo meramente rubricístico. Condujo a una comprensión mucho más sustanciosa de la liturgia.

El movimiento litúrgico, con ser el mismo un poderoso fermento de la investigación histórica en la liturgia, incita justamente al mismo tiempo a superar esa fase histórica en tres direcciones: en una dirección ascética; en una dirección pastoral y en una dirección más propiamente teológica

Este interés por la penetración propiamente teológica de la liturgia comenzó a despertarse en forma notable sólo pocos años antes del concilio. En el concilio mismo, la consideración teológica de la liturgia, aparece siempre como la raíz de la cual se iluminan las normas litúrgicas y las de la reforma. En estos cuarenta años a partir de la Constitución que nos reúne en estos días, se ha avanzado ciertamente en el conocimiento del pensamiento teológico de la liturgia, no separado, naturalmente, del pensamiento bíblico y espiritual, pero debemos desear que sean muchos más los teólogos que se ocupen de la liturgia y los liturgistas que se ocupen de la teología

No tenemos como objetivo de esta exposición revisar el largo camino que preparó la Constitución conciliar. Simplemente tomaremos algunos aspectos del capítulo primero que no es un tratado de liturgia, sino que establece los “Principios Generales para la Reforma y Fomento de la Sagrada Liturgia”, como lo señala su título.

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NATURALEZA DE LA SAGRADA LITURGIA Y SU IMPORTANCIA EN LA VIDA DE LA IGLESIA.

El capítulo primero de la Constitución forma una síntesis doctrinal de cuanto se había dicho en documentos pontificios y en las exposiciones privadas de algunos especialistas en cuestiones de apostolado litúrgico. En él se ha incorporado toda la doctrina de Pío XII sobre cuestiones litúrgicas y las de otros pontífices, aunque no aparezcan en las notas.

Una de las cosas más importantes de la Constitución, es la exposición de la naturaleza de la liturgia. Muchos malentendidos sobre el movimiento litúrgico y muchas desviaciones habidas en el apostolado litúrgico se debieron a no enfocar bien esta naturaleza. La multiplicidad de nociones diferentes que se han dado de la liturgia explica que el asunto no era nada fácil. En la encíclica Mediator Dei, de Pío XII, hay elementos maravillosos para formar una definición de liturgia que expresase con toda precisión su propia naturaleza, pero el Papa no formuló una definición.

El concepto de liturgia que ofrece la SC es casi idéntico al de la Mediator Dei. Así lo podemos deducir si comparamos ambos textos. Pero esta semejanza no nos lleve a pensar que la SC haya repetido cuanto había dicho ya la MD, porque el enfoque de ambos documentos es fundamentalmente diverso.

La MD parte de una consideración del culto “privado – público” e “interno – externo”, que existe primero en el plano “natural” y llega a ser “sobrenatural” porque el hombre ha sido elevado del orden natural al sobrenatural.

La SC, descartado este fatigoso e incierto proceso basado en premisas filosóficas, arranca directamente de una perspectiva de teología bíblica: aquella del eterno designio salvífico de Dios que se va realizando gradualmente en la revelación de Dios en el hombre hasta concluirse en Cristo y continuarse en la Iglesia por medio de la Liturgia (SC 5 -7). Este plan es revelado en la historia de la salvación por medio de los profetas y por último por medio de Cristo y en Cristo, en cuya humanidad (misterio de la encarnación) se nos ha concedido a nosotros una vez para siempre el “instrumento de la salvación” (Lc 2, 30: cántico de Simeón).

Esta salvación en Cristo comprende dos realidades: la perfecta reconciliación y la plenitud del culto divino. Estos dos hechos, que fueron preparados ya en el AT y que encontraron cumplimiento en la persona de Cristo, constituyen el misterio pascual, que es la obra de la redención de Cristo de la cual nace la Iglesia. (SC 5).

Introduciendo el concepto y la realidad del misterio pascual, la SC pone el culto del NT en un “lugar” que es al mismo tiempo teológico y litúrgico. En efecto el misterio pascual no es una cierta determinación temporal que indicaría solamente un día determinado en el calendario religioso, sino que es un hecho teológico el cual tiene una modalidad litúrgica . Es en realidad aquel mismo plan de salvación, de redención, escondido en Dios, que se convierte en misterio por la revelación que alcanza en Cristo (misterio de la encarnación): en este sentido es un lugar teológico; pero no menos se encuentra bajo la modalidad litúrgica, porque la pascua, que de por sí es el “paso para proteger y liberar”, consiste en un rito: ella es la misma redención o salvación obtenida en y a través de un rito.

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Revelación y Liturgia

La primera característica de cómo el Vaticano II introduce su tratado sobre la Liturgia en la SC es el hecho de que comienza a tratar directamente de la Revelación como Historia de Salvación, de acuerdo con la forma ya usada abundantemente por la “teología bíblica” y que, llevado al plano litúrgico, comenzaba a presentarse como clave de giro de la Liturgia.

La Liturgia, centrada en “la historia de la salvación” adquiere aquel valor existencial y perenne que da el sentido vital al cristianismo no como teoría doctrinal sino como momento en el que “se realiza la obra de nuestra salvación-redención de manera que gracias a ella se expresan el misterio de Cristo y la misma naturaleza auténtica de la Iglesia en la propia vida y así todo se convierte en una “revelación” para los demás. (SC, 2).

La Revelación aparece como un sucederse de acontecimientos que, en “distintos modos y tiempos” manifiestan la verificación del misterio de la salvación que existe en la eternidad de Dios.

Los momentos sucesivos de este actuarse (revelarse) de la historia de la salvación están expuestos y presentados por la SC en los números 5 – 6.

El primer momento es el profético, momento de “anuncio” del plan de salvación, anuncio en el que se va revelando gradualmente el amor eterno con el que el Padre “que quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4), les mira y elige como hijos (Ef 1, 4); es la revelación del “misterio escondido desde la eternidad en Dios” (Col 1, 26).

El segundo momento es el de la “plenitud de los tiempos” en el que se acaba el tiempo de la preparación y “la Palabra se hace hombre”. La salvación pasa a ser “realidad dentro de los mismos hombres”. La gracia se hace manifiesta con la aparición-venida de Cristo Salvador (2 Tim 1, 10). La Salvación entra en el tiempo, para hacerse actual en él a través de la presencia de Dios en la humanidad de Cristo de manera que todos “cuantos acogen a Cristo se convierten en hijos de Dios” (Jn 1, 12).

Los hombres encuentran en Cristo la “reconciliación perfecta” con Dios y encuentran también en Cristo la siempre deseada y buscada “plenitud del culto de Dios” que son precisamente los dos elementos constitutivos de la Salvación. “Salvación” que consiste ciertamente, en estar en una total y perfecta amistad con Dios. Esta amistad permite por una parte el “diálogo” con el Padre (oración) y por otra, el poder dar a Dios el culto “verdadero y perfecto” que no se limita a signos vacíos sino que llena de “verdad” y de “espíritu” cada uno de los signos.

El tercer momento es al mismo tiempo el resultado y la continuación del segundo. Es el tiempo de la Iglesia. La Salvación ya se ha obrado “radicalmente” en todos los hombres porque por la naturaleza humana que Cristo tiene en común con todos los hombres de todos los tiempos y de todas partes, todos los hombres han sido salvados no sólo por Él sino en Él; pero esta salvación deberá ahora aplicarse a cada uno.

El plan eterno de Dios prevé una actuación de la salvación que es al mismo tiempo historia y misterio. Es historia en cuanto la salvación se hace realidad en el evento Cristo; es misterio en cuanto la misma y única realidad de la salvación continúa siendo presente y accesible en el sacramento de Cristo que es la Iglesia y, de un modo específico, en los signos sacramentales de la liturgia.

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Esto significa dos cosas: en primer lugar: las dos formas –histórica y mistérica- aunque distintas

conceptualmente, no son separables, estando el hecho histórico de salvación ordenado a perpetuarse en el acto sacramental-litúrgico, y este último a posibilitar en el tiempo y en el espacio, el acceso al don de la salvación que brotó de aquel;

en segundo lugar, el hecho litúrgico constituye a su vez un evento de salvación porque, perteneciendo al tiempo de la Iglesia, pone el hoy histórico en contacto con el tiempo de Cristo, es decir con la realidad históricamente ya cumplida de la salvación en Cristo y por Cristo, y constituye su continuación. Y es un evento sacramental porque el modo de actuación de la salvación es diverso de aquel modo propio del hecho histórico en sí. (En el rito se actualiza lo acontecido en el hecho histórico de la Cruz).

En la acción sacramental de la liturgia, la historia de la salvación alcanza su momento último de actuación: todos los que, a través de la celebración litúrgica, entran en contacto con la realidad del misterio de Cristo se vuelven gradualmente conformes a ese misterio y entran así en la historia de la salvación.

El tiempo de la Iglesia es la continuación del tiempo de Cristo, no por razón de simple sucesión temporal, porque viene después de Cristo; la línea de continuación que ligará el tiempo de la Iglesia con el tiempo de Cristo está constituida por la Liturgia.

El verdadero y propio tratado sobre la Liturgia del Vaticano II comienza de hecho con el número 6 de la SC. Después de dar una visión sintética de los momentos de actuación del misterio de salvación y haber afirmado la actuación completa en Cristo, la SC apela a la “misión de Cristo”. En esta línea se mueve el número 6 de la SC cuando afirma: “Así como Cristo fue enviado por el Padre, Él a su vez envió a los Apóstoles llenos del Espíritu Santo. No solo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la obra litúrgica”.

La Liturgia aparece aquí como “momento de la Revelación” – Historia de la Salvación en cuanto actuación del Misterio de Cristo objeto de toda la revelación. Esta actuación se refiere tanto al misterio de Cristo en sí mismo –realización en el tiempo- cuanto a su anuncio. Hoy la Liturgia es también ella –como el mismo Cristo- un acontecimiento de salvación en el cual continúa cumpliéndose aquel anuncio que en los tiempos antiguos prometía la realidad de Cristo.

La Liturgia es, por lo tanto, el momento-síntesis de la Historia de la Salvación porque engloba el “anuncio” y el “acontecimiento”, el AT y el NT; pero al mismo tiempo es el momento “último” de la Historia, porque, siendo la “continuación de la realidad”, que es Cristo, su finalidad es la de ultimar en cada uno de los individuos y en toda la humanidad la imagen acabada de Cristo.

En este sentido y por esta situación suya de síntesis y de “cumplimiento final”, la Liturgia es la que realiza el último tiempo de la Iglesia. La Iglesia, sin lugar a dudas, se va edificando en el mundo poco a poco en la medida en que se mete vitalmente el misterio de Cristo dentro de los hombres, cosa que se logra mediante el “anuncio”, como elemento predisponente, y con la “actualización del misterio, precisamente a través de la acción sacramental de la Liturgia.

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Liturgia y Sacerdocio de Cristo

El número 7 de la SC, completando, puede afirmar que la Liturgia es el “ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo”, oficio que:

a) implica la santificación de los hombres al mismo tiempo que el culto perfecto de Dios y

b) se explica por medio de “signos”.

Como puede verse, en la Liturgia se pone en primer plano “la santificación de los hombres”, porque sólo con la santidad el hombre puede dar culto a Dios. Ciertamente no es necesario confundir el “culto” con sus “expresiones” exteriores. Estas son tales (expresiones) y son válidas sólo en cuanto “expresan” un estado real de total adhesión a Dios. Esto no se puede obtener del hombre en el plano natural humano sino sólo cuando la unidad “ontológica” que existe en Cristo entre el hombre y Dios, le es comunicada al hombre: Y es precisamente esto lo que hace la Liturgia con sus “sacramentos”. Por medio de ellos el misterio de Cristo se hace una realidad que envuelve a todos los hombres.

Sacerdocio y Salvación-Redención

La vocación sacerdotal de Cristo se identifica con el motivo de su encarnación. El sacerdocio en Cristo no es un privilegio accidental, sino la prerrogativa más esencial del Verbo encarnado; toda la razón de ser ante Dios y ante los hombres. Toda la obra redentora de Cristo fue realizada por su sacerdocio, y, por lo mismo, la fundación de la Iglesia y los medios que Él quiso que operaran su crecimiento y su santificación, fueron también consecuencia de su sacerdocio.

El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros para ser el Mediador único, haciendo subir hasta el Padre, en nombre de toda la humanidad redimida, el solo culto, en espíritu y en verdad, en adelante acepto a Dios. Mediación y sacerdocio coinciden en Cristo. La consumación del sacrificio ofrecido por Cristo, sacerdote del Nuevo Testamento, es su misión más significativa.

Lo decisivo es, por tanto, el sacrificio de Cristo en la cruz, al ofrecerse a sí mismo por los pecados del mundo. Es consagrado sacerdote ya en la encarnación, en el acto en que la humanidad se une en una unión personal con el Verbo, y no en el bautismo o en la cruz, pero a la hora de su sacrificio en el Calvario es cuando cumple totalmente su misión sacerdotal y mediadora.

Toda la mediación en Cristo no es en el fondo más que un sacerdocio y el sacerdocio no es en sí otra cosa que una mediación entre Dios y los hombres. Pero el sacerdocio de Cristo es un sacerdocio enteramente extraordinario, sobrehumano y celestial; conduce a las criaturas a Dios y Dios a las criaturas en un canje sobrenatural de Dios sobre la humanidad y de un culto sobrenatural rendido a Dios por los hombres.

Este es el sentido más elevado de la mediación sacerdotal de Cristo; en el culto que Él ofrece al Padre en nombre de la criatura, Cristo merece y consigue la unión de la criatura con Dios que Él mismo ha de realizar.

Como mediador sustancial, Cristo ha establecido ya entre Dios y la criatura un lazo de unión en la gracia. Por una parte, Dios se acerca a la criatura con su poder de gracia; por otra, la criatura, por su relación con el Hombre-Dios, viene a ser digna de la unión con Dios por la gracia.

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Sacerdocio y culto a Dios

Una vez que el hombre ha sido introducido en la intimidad de Dios por la mediación de Cristo, el mediador de la gracia viene a ser también el mediador del agradecimiento. Para que este agradecimiento sea perfecto ha de tener el valor del don que se ha recibido. La criatura, por sí misma, es tan incapaz de merecer la unión sobrenatural de Dios como de agradecerla dignamente. Sólo es capaz de hacer esto el culto rendido por el Hombre-Dios, Cristo Jesús, pues sus acciones son de un valor infinito, y el Padre sólo tiene sus complacencias en Cristo y en lo que Cristo imprima su sello.

Cristo, único y perfecto sacerdote, después de haber realizado su liturgia de santificación y alabanza al Padre sobre la tierra, principalmente en el Gólgota, ahora, siempre vivo, presente y glorioso a la derecha del Padre, como único liturgo en el único santuario, continúa allí en acción intercesora la única liturgia de santificación y de alabanza que inició sobre la tierra y atrae y admite realmente en ella también a sus fieles todavía peregrinantes, y les da la firme esperanza de llegar mediante la perseverancia y la vida buena al término perfecto en el santuario celeste.

La Liturgia, presencia de Cristo,

La SC en el número 7, al presentar la Liturgia como actuación del misterio redentor de Cristo, encuentra la razón última de este hecho en la “presencia” de Cristo. Dice así: “Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente a su Iglesia sobre todo en la acción litúrgica”.

La última palabra de Cristo (Mt 28,20): “Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos” es la conclusión de las palabras con las que Jesús enviando a sus apóstoles por el mundo les da el poder de hacer de todos los hombres “discípulos” y esto por medio del anuncio (“enseñad”) y de los sacramentos (“bautizad”); es decir por medio de la Palabra y de los Sacramentos Él continuará existiendo entre y dentro de los hombres, en una presencia continuada.

Este número 7 se preocupa de hacer la lista de los momentos en que se hace patente esta “presencia” en la Liturgia:

1. en el sacrificio de la Misa y precisamente en el presbítero y en el sacramento, como presencia de víctima (sacramento) y presencia de oferente (Cristo eterno sacerdote);

2. en los sacramentos, porque en ellos es Cristo el que actúa (Nótese que no dice “por medio de” sino “en”);

3. En la Palabra que se proclama en la comunidad de la Iglesia

4. En la oración comunitaria, porque Cristo está siempre presente en una comunidad que se reúne en su nombre.

Ya Pío XII había apelado a la presencia de Cristo como componente esencial de la Liturgia al explicar su naturaleza afirmando que es “continuación del sacerdocio de Cristo” (MD: en AAS 39, 1947,528). Más intencionadamente la “presencia” adquiere valor en la SC.

Los límites de esta presencia no habían sido bien delimitados y no se sabía en qué plano de la “realidad” se situaba. Con otras palabras: De todos

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estos momentos de “presencia” ¿se puede o no se puede decir que se trata de una “presencia real” de Cristo? ¿No va contra la Eucaristía afirmar otras “presencias reales”, fuera de ella?

Sin querer resolver la cuestión en todos sus aspectos, Pablo VI, en su encíclica “Mysterium fidei”, refiriéndose al hecho afirma: “La presencia de Cristo en la Eucaristía se dice real no por exclusión como si las demás presencias no fueran reales, sino por excelencia” (AAS 57, 1965, 764).

La parte de Cristo en la Liturgia de la Iglesia, dice el Padre Vagaggini, es de tal modo real, viva, presente y preponderante que, en el fondo, no existe en el mundo sino un solo liturgo y una sola liturgia, la de Cristo. Cuando se trata de la acción y de la presencia de Cristo en su Iglesia, especialmente en la liturgia, existe un peligro y es este: que más o menos conscientemente la concebimos como una cosa acaecida una vez para siempre en la vida terrestre de Jesús desde su encarnación hasta su muerte en la cruz, y que ya no está presente sino en el campo puramente psicológico del conocimiento y de los afectos. En el fondo hay tentación de concebir a Jesús solamente como un gran maestro que nos ha dado una admirable doctrina moral para caminar hacia Dios: como un admirable modelo a quien imitar; tal vez se llegue a no olvidar que Jesús es quien aceptó expiar voluntariamente por nosotros, sobre la cruz, y así, una vez para siempre nos dio la posibilidad de obtener nuevamente de Dios todas las gracias necesarias para alcanzar la gloria, donde nos espera.

Pero si el significado de Cristo para nuestra vida se limitase sólo a estos aspectos, El, en el fondo, no sería otra cosa que un gran santo, y sólo por esto, maestro y modelo. Su presencia y acción actual entre nosotros, en la Iglesia, no se diferenciaría de la presencia y acción de un filósofo entre sus discípulos, o de un gran santo entre sus devotos, o de un gran fundador entre los miembros de su Orden.

Ahora bien, Cristo, su acción, su presencia, es para la Iglesia algo inmensamente más profundo que todo esto. Pertenece a otro orden. La acción y la presencia de los antiguos maestros es entre sus discípulos de un orden sólo psicológico, moral. La acción y presencia de Cristo en la Iglesia es, sobre todo, de un orden físico y, por lo mismo, como consecuencia, de un orden también moral.

Esto no es una doctrina nueva en la Iglesia. Toda la tradición eclesiástica lo consideró así, como bien lo demuestran las enseñanzas de los Santos Padres y la práctica de la Iglesia en sus formularios litúrgicos.

Es fundamental para vivir plenamente la liturgia y, por lo mismo, la vida cristiana de Cristo y de su Iglesia, tener esa persuasión bien arraigada en el corazón y en la mente de los hombres que la acción litúrgica es una acción de Cristo en un sentido plenamente real.

En cualquier parte que se mire a la liturgia es siempre y principalmente Cristo el que está en el primer plano: Cristo es el que sacrifica; Cristo es el que santifica y distribuye las gracias en los ritos sacramentales de la Iglesia; Cristo es el que ora y alaba al Padre en las oraciones de la Iglesia. Todo lo lleva Cristo en pos de sí; a todos nos cubre con su acción santificadora y cúltica. Por eso esas acciones litúrgicas de la Iglesia tienen una aceptación especial en el acatamiento del Padre Eterno. Son acciones de su Hijo, lleva la impronta y sello de su Unigénito y en Él tiene puestas todas sus complacencias. En la Liturgia no ve Dios a los hombres que obran, sino sólo a Cristo que obra por los hombres y los asocia a sí mismo.

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El fundamento de la realización del misterio de Cristo que obra la liturgia y en particular su eficacia se apoyan en esta presencia.

Objeto de la fe viva y espontánea de las primeras comunidades cristianas, el tema de la presencia de Cristo fue objeto de las diversas vicisitudes de los grandes temas de la cristología. Es mérito de Odo Casel el haberlo vuelto a poner sobre el tapete y que se haya vuelto un elemento decisivo del desarrollo del renacimiento litúrgico en la Iglesia. El tema fue introducido en documentos importantes del Magisterio como la encíclica MD y la misma constitución SC.

Cristo es el sujeto principal del culto que en la liturgia se tributa a Dios. El misterio de Cristo está particularmente presente y operante en la liturgia (SC,7). Cristo es la primera gran realidad litúrgica. Su persona y su acción constituyen el polo de irradiación de la sacramentalidad de la liturgia. A Cristo están ligadas, en Cristo convergen, de Cristo dependen y reciben su eficacia todas las otras realidades litúrgicas.

Todo en la liturgia está centrado en Cristo, único, sumo y eterno sacerdote. Cristo, en efecto, es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5); Cristo ha sido constituido sacerdote por la gracia sustancial de la unión hipostática; Cristo es la fuente de todo sacerdocio, siendo el sacerdocio de la antigua alianza una simple prefiguración del sacerdocio de Cristo y el de la nueva alianza una prolongación, la derivación, la participación del mismo sacerdocio de Cristo (Sto. Tomás III q. 22,a.4); Cristo ejerce su sacerdocio en la liturgia como una perfecta continuación del ejercitado durante su vida mortal, como particular y pleno reflejo del ejercido en el cielo.

De tal modo, Cristo es el ministro principal, aunque invisible, de la liturgia; Él se hace presente en los otros ministros secundarios y visibles, que, como instrumentos en sus manos, obran en dependencia suya y hacen visible su obra invisible. Es por esto que la liturgia es, sobre todo, obra de Cristo, Cabeza de la Iglesia. “...es Él quien bautiza...,absuelve, liga, ofrece, sacrifica, por medio de la Iglesia” (Pío XII: Mystici corporis). Es justamente gracias a la centralidad de Cristo en la liturgia que ésta realiza el doble efecto de santificar a los hombres y de dar a Dios el culto que se le debe.

La Iglesia apela a esta centralidad de Cristo cuando al final de cada oración interpone la mediación de Cristo: “Por nuestro Señor Jesucristo...” Del mismo modo al final de la Plegaria Eucarística alza la alabanza a Dios Padre diciendo: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo...”

La centralidad de Cristo en la liturgia queda subrayada cuando se considera a Cristo Jesús, además de sujeto del culto elevado a Dios por la Iglesia su cuerpo místico, en la liturgia, también como su término. El culto de la Iglesia tiene como término las Tres divinas Personas, si bien se atribuye por apropiación al Padre.

También a Jesucristo, Dios-Hombre, llega, en unidad con el Padre y con el Espíritu Santo, el culto de la Iglesia. Ella “invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno”.(SC 7) Jesucristo es al mismo tiempo el término del culto de la Iglesia y el camino por el cual tal culto llega a Dios. “... cuando rezando hablamos con Dios, no por esto separamos al Hijo del Padre y cuando el cuerpo del Hijo reza, no separa de sí la propia cabeza, sino que es Él mismo único salvador de su cuerpo, nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios, que reza por nosotros, reza en nosotros y es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, y es rezado por nosotros como nuestro

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Dios”. (San Agustín: comentario al salmo 85). Desde la más remota antigüedad la Iglesia ha dirigido su oración a Cristo.

Consecuencias para la naturaleza de la Liturgia

Nuestra liturgia terrestre, vista de la parte de Cristo, es, pues, bajo el velo de signos sensibles, una continua epifanía del sacerdocio de Cristo ahora glorioso ante el Padre, epifanía que Él mismo realiza continuamente entre nosotros asociando en actualidad a la Iglesia a su sacerdocio siempre en acto. Vista de la parte de la Iglesia, la liturgia no es otra cosa que una participación actual y real de los hombres al acto sacerdotal de Cristo siempre efectivo ante el Padre, continuando, por lo mismo, en la gloria la acción sacerdotal que Él comenzó en la tierra desde el primer instante de su encarnación.

En la realidad litúrgica, Cristo está siempre presente como una realidad física; en su persona (eucaristía, sacrificio) o al menos en su virtud santificadora real y físicamente operante (en los otros sacramentos, sacramentales, alabanza divina). En suma, para entender la liturgia es indispensable haber descubierto esta verdad: Cristo está en ella presente aquí y ahora, no como una idea abstracta, sino como una persona viva y como una fuerza viva que emana de una persona también viva: “y por esto puede salvar perfectamente a cuantos por Él se allegan a Dios, estando siempre vivo para interceder a su favor”. (Heb 7, 25), incluso para obrar en ellos, por medio de ellos y junto con ellos.

Así, en la realidad litúrgica, la acción actual sacerdotal de Cristo que comenzó con la encarnación, se realizó sobre el Gólgota y se prolonga ante el Padre, viene a ser una realidad que nos asalta real y presencialmente. El tiempo es allí superado y como suspendido: Cristo, su sacrificio, su virtud santificadora, su oración, su acción mediadora ante el Padre, están allí realmente, físicamente, bajo el velo de signos sensibles. Todos los hombres en el correr de los siglos, individualmente, uno por uno, participando en la realidad litúrgica, pueden llegar a ser contemporáneos de Cristo. No es que el hombre, prescindiendo del tiempo y del espacio, se transporte a los tiempos de Cristo, sino Cristo, siempre vivo y presente, quien atrae a sí a todo hombre en la órbita de su acción sacerdotal, sacrificial, mediadora, que trasciende todo espacio y todo tiempo.

“En consecuencia, como dice SC,7, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia”.

El P. Roquet comenta: “ La Iglesia no sucede a Cristo; no lo sustituye. El culto que ella rinde a Dios, los sacramentos que ella administra, no sólo fueron instituidos por Jesucristo. Cristo está allí presente por medio de su asistencia a la Iglesia, por su presencia en la comunidad, por su eficacia santificante. De aquí procede la grandeza de la liturgia: obra de la Iglesia y obra de Cristo al mismo tiempo. La liturgia es, pues, algo más que un ceremonial o un memorial”.

La celebración del misterio pascual, objeto universal de la liturgia.El misterio pascual es el misterio cristiano íntegro al cual tiende y del

cual todo se deriva: el paso de la muerte a la vida de Cristo y su comunicación al mundo. Esta comunicación se hace ante todo en la celebración eficaz de los ritos sagrados.

De este modo, el misterio pascual es al mismo tiempo algo presente, pasado y futuro, porque es algo histórico y, al mismo tiempo, que trasciende la historia, ahora siempre en acto y que se cumplirá en el futuro. Es un acontecimiento, un rito, una fiesta. Indica: un acontecimiento histórico único

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pasado, su valor soteriológico trasciende el espacio y el tiempo, y también indica la reactualización de este valor soteriológico en una celebración ritual eficaz, bajo el velo de signos sagrados, para quien toma parte en ella con las debidas disposiciones.

La liturgia no tiene otro fin ni otro objeto que celebrar en el modo predicho el misterio pascual. Por eso todo paso, o todo paso más intenso, de la muerte a la vida divina, por medio de los ritos sagrados, es celebración del misterio pascual.

No hay nada de extraño que la realidad del misterio pascual en Cristo mismo y en nosotros haya sido vigorosamente subrayada en la constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II.

La participación

No se conoce verdaderamente, con un conocimiento total, sino lo que se vive desde adentro. Como la liturgia no es un objeto de arte propuesto a nuestra contemplación abstracta, sino una realidad de vida que nos concierne en el más alto grado, no podremos comprender toda su profundidad más que en la medida en que nos comprometamos en ella.

La inteligencia que tendremos de ella no debe, pues, limitarse a un conocimiento conceptual: debe ser algo vital, experimental. Pero este mismo conocimiento vivo no puede limitarse a un contacto puramente natural, estético, o algo por el estilo; no será verdadero más que si se adquiere en el interior de la fe vivida. Se trata de penetrar por la inteligencia aquello en lo que se está sumergido por la vida de la fe.

El análisis reflexivo de este acto vital que es la liturgia tiene por objeto un compromiso más profundo en el acto y en la vida que le seguirán.

“No se puede conocer la liturgia por medio de los libros; no se puede participar en ella por medio de palabras. Es necesario realizarla, vivirla, porque es acción y vida” (H. Lubienska de Lenval).

No se entienden acciones litúrgicas sin participación. La participación, el cambio de vida es la respuesta del cristiano al misterio celebrado. La participación en la liturgia, es una vida completamente nueva por que es participación a la vida de Cristo, actualizada en la celebración. La participación es VITAL ( no sólo “ceremonial”). La respuesta del pueblo de Dios a la acción de Dios está precisamente en el plano salvífico-existencial. Toda la vida del cristiano entra en el culto. La liturgia ha de integrarse mucho más en la vida y ha de abandonar para siempre el ritualismo decadente y formalista.

“Participación” es un término que aparece muy frecuentemente en la liturgia diaria. Derivado del latín partem capere = tomar parte, es sinónimo de adhesión, intervención.

Dejando de lado lo que a participación se refiere en la MD, fijémonos en la SC que hereda una posición semejante, pero la supera y pone las bases para ulteriores clarificaciones sobre la participación (SC, 26). Trata de ella de manera repetida, vivaz y profunda, ya desde el capítulo primero que trata de los “principios generales para la reforma (SC, 5 – 46), una decena de veces este capítulo fundamental vuelve sobre el tema. Extiende la realidad de la participación a toda acción litúrgica (sacramento o no) cuando, según la mentalidad de la época se insistía solo en la participación en la misa. En el tiempo del Concilio, por ejemplo, el Oficio divino era considerado acción litúrgica (no sacramental) propia solo de quien por ordenación u otro título jurídico, estaba obligado a “recitarlo”. En cambio SC, 14 afirma: “ es deseo ardiente de la madre Iglesia que todos los fieles sean llevados a aquella

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participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1 Pe 2,9).

El principio enuncia el ideal (plena, consciente y activa), la fuente (el sacerdocio bautismal) la motivación íntima (la naturaleza misma de la liturgia) las consecuencias prácticas (el derecho y el deber de que gozan los fieles).

La participación es considerada como parte integrante y constitutiva de la misma acción litúrgica. No es algo puramente extrínseco. Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente.(Sc, 11)

Por lo tanto, la finalidad de la participación se alcanza no sólo en el momento celebrativo sino en toda la vida de los fieles que han unido la propia vida a Jesucristo sumo y eterno sacerdote.

La participación, siendo una exigencia de la naturaleza misma de la liturgia (SC, 14), permite estar presentes “activamente” en la acción mistérica de Cristo, actuada en la celebración. Esto surge de la impostación general de la constitución que, como vimos anteriormente, presenta la liturgia en clave de historia de la salvación.

De este enfoque, teológico-litúrgico de la participación, la SC deduce una imperiosa necesidad de cuidar la formación litúrgica: de los que se deben preparar para ser pastores (15-17); de los pastores (18-19) y de los fieles (19), como veremos en seguida.

La participación en la celebración, como emerge del lenguaje conciliar y postconciliar, induce a tomar la riqueza de tal concepto: como pastoral litúrgica, renovación del estilo celebrativo, de animación de la asamblea, según los diversos ministerios de los fieles que participan en la acción litúrgica. Todo esto basado en dos principios teológicos-litúrgicos relacionados entre sí: el sacerdocio común de los fieles y la eclesiología.

Debemos pensar, también, que la realidad de la participación en la liturgia, no se agota participando en la celebración, efectivamente:

- la liturgia no se agota en la sola celebración. Los documentos conciliares hablan de “vida litúrgica”.

- La misma celebración tiene un antes y un después celebrativo que reclaman una participación activa y consciente. Los pioneros del Movimiento litúrgico y los que llevaron adelante la reforma litúrgica tuvieron un concepto más amplio que el restringido a la mera celebración.

Ciertamente son innumerables los beneficios que se derivan para los fieles de un contacto, aunque limitado pero consciente y rectamente comprendido, con las grandes riquezas de la liturgia considerada como alimento de la fe.

Pero también es verdad que algunos, habiendo afrontado de manera imprudente o exagerada el problema de una adecuada participación a la acción litúrgica por parte de los fieles, han retrasado el alcance la meta propuesta.

Encontramos las raíces del movimiento litúrgico clásico en la toma de conciencia de que la mejor manera de vivir el cristianismo y de sentirse y ser iglesia es la de vivir la liturgia mediante las modalidades de la participación en distintos niveles. Esto llevará a los liturgistas a insistir en la formación del clero en esta dirección, luego del clero formado para participar conscientemente en la celebración, se llegará a preocuparse para conducir al pueblo progresivamente y de manera siempre nueva a la participación.

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Sin duda también el actual concepto de participación en el ámbito de la liturgia tiene necesidad de ser “puesto en crisis” para ponderar a fondo el alcance, la extensión, las implicaciones práctico operativas en la realidad ya sea de la participación como de la celebración. Este será el trabajo de los grupos a continuación. Trazando un diagnóstico del hoy litúrgico, se verán fácilmente las sombras y las luces: las primeras para hacerlas desaparecer; las segundas, para potenciarlas. De tal manera que llevemos a los fieles participantes a vivir lo que celebran y poder celebrar de modo auténtico, cuanto viven. El flujo y reflujo entre la vida y la celebración debería reducir y, finalmente anular, la diversidad, presente en muchos fieles entre celebración y vida.

La formación litúrgica

En el citado número 14 de la SC ya se ha subrayado: “No se puede esperar que esto ocurra (la participación plena, consciente y activa de los fieles), si antes los mismos pastores de almas no se impregnan totalmente del espíritu y de la fuerza de la Liturgia y llegan a ser maestros de la misma”. Juan Pablo II en su carta apostólica en el XXV aniversario de la SC, escribía: “ Esta misma formación, adaptada a su estado, es también indispensable para los laicos, tanto más que estos, en muchas regiones, están llamados a asumir responsabilidades cada vez mayores en la comunidad”.

A partir de la SC ha surgido toda una corriente de estudio, de investigación, y de experiencias en esta dirección , con resultados no despreciables.

Sabemos que este trabajo, si bien es muy importante, no resulta del todo fácil, ya que muchas veces nos encontramos con personas y comunidades que deben redescubrir el sentido de la fe, de su vocación bautismal, de las consecuencias que, de allí, se derivan para la vida. Situaciones que reclaman una seria formación de base, en la cual la formación litúrgica será una de las líneas, pero en relación con un contexto más amplio.

Debemos entender la formación como una acción orientada a conferir al hombre una forma vital unitaria, ayudando a la persona a explicar todas sus capacidades de manera armónica y equilibrada y haciéndole adquirir las capacidades teóricas y prácticas para obrar y asumir determinados comportamientos en relación a un proyecto unitario de vida. Referido esto a la formación litúrgica, debemos considerarla no como un sector estanco, yuxtapuesto a otros sectores, sino como un aspecto y un componente de la formación integral del hombre-cristiano. Esta formación unitaria debe entenderse referida al sujeto personal: el hombre-cristiano y a la realidad con que se entra en contacto en la celebración: el misterio de Cristo.

El problema de la formación litúrgica es algo que siempre ha existido, no es tanto un hecho de la reforma consiguiente al Vaticano II, cuanto una dimensión permanente de la formación integral del cristiano. Podemos señalar algunas características de estos tiempos: la disociación ente vida y culto. El dualismo entre religiosidad popular y liturgia. También podemos señalar algunas líneas operativas: Dar espacio a una catequesis litúrgica. Relacionar la enseñanza teórica con experiencias celebrativas. Formación progresiva y cíclica. Formación permanente.

Un modelo que puede ofrecerse es el Ritual de la Iniciación Cristiana de los Adultos. Por su riqueza de contenidos teológicos, de indicaciones pastorales y de acciones litúrgicas y por su estructura de conjunto este libro tiene una importancia que va más allá de la pura utilización celebrativa y puede ser considerado como una propuesta de itinerario de formación cristiana

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fuertemente unitario y estimulante para la vida de las comunidades y de las personas individuales.

Otra realidad que se debe tener presente en este tema de la formación litúrgica es lo referente a las diferencias de edad. Así lo advierte el número 19 de la SC: Los pastores de almas fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa...Se encuentran aquí las premisas para una reflexión sobre la formación litúrgica en las diversas fases de la edad evolutiva; y de hecho, las comunidades reales y concretas comprenden personas de toda edad.

La adaptación litúrgica

“Otro cometido importante para el futuro es el de la adaptación de la Liturgia a las diferentes culturas”, dice Juan Pablo II en la citada carta en el XXV aniversario de la SC. Y después de constatar la adaptación de las lenguas y de los ritos como algo ya logrado continúa diciendo: “Es aún arduo el esfuerzo que se debe hacer para enraizar la Liturgia en algunas culturas, tomando de éstas las expresiones que pueden armonizarse con el verdadero y auténtico espíritu de la Liturgia, respetando la unidad sustancial del Rito romano expresada en los libros litúrgicos.

En los artículos 37-40 se aborda el problema de la adaptación de la liturgia al hombre en la situación concreta en que le sitúan el temperamento, la mentalidad, las costumbres, las tradiciones, etcétera, del pueblo a que pertenece. La adaptación de la liturgia no debe verificarse sólo en el tiempo (adaptación a las tendencias de las distintas épocas), sino también en el espacio (adaptación a la diversidad de situaciones culturales).

El principio de adaptación ha sido norma constante del comportamiento de la Iglesia en todas las manifestaciones de su vida: catequesis, formas de piedad, legislación, reflexión teológica, etc. La liturgia no constituye una excepción a esta regla. La historia de la liturgia en los primeros siglos cristianos es la mejor ilustración sobre esto. Además de la razón histórica se pueden aducir también motivos de orden dogmático, pastoral, y psicológico-antropológico.

El Concilio afirma la legitimidad de la adaptación de la liturgia a las diversas culturas humanas y establece las normas y límites a que habrá de ajustarse.

El art. 37 está concebido a modo de preámbulo de toda la sección y enuncia en términos generales el principio y los criterios de la adaptación. Los demás artículos concretan el procedimiento que habrá de seguirse en la aplicación del principio general. Se distinguen claramente dos clases de adaptaciones: las que habrán sido previstas y autorizadas en los nuevos libros litúrgicos y que las conferencias episcopales podrán aplicar, sin más, en sus respectivos territorios; y adaptaciones más profundas que no estarán previstas en los libros litúrgicos, pero que las autoridades territoriales pueden juzgar necesario implantar (Art. 40); en este caso deben proponerlas a la Santa Sede. En materia de adaptación, la constitución no deja nada al arbitrio de la iniciativa privada.

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Como la adaptación litúrgica no ha sido nunca, ni debe ser, fruto de una improvisación arbitraria, el Concilio señala las condiciones que se requieren para una adaptación adecuada. Unas son negativas, otras positivas.

a) No debe ser en perjuicio de la unidad de la feb) No es admisible que haya de hacerse a expensas del bien de toda la

comunidad.c) En la liturgia no debe entrar nada “que esté indisolublemente

vinculado a supersticiones y errores.d) Las adaptaciones tienen que armonizar positivamente con los

principios del verdadero y auténtico espíritu de la liturgia.. asegurar la raigambre bíblica de todos los elementos que integran la liturgia.. que las adaptaciones expresen las realidades inmutables del misterio cristiano.. todo elemento nuevo debe contribuir a poner de relieve el contenido esencial de un determinado rito.. tener en cuenta la ley del desarrollo orgánico: las formas nuevas broten de las formas antiguas, sin rupturas ni violencias (art. 23).

A lo largo de la constitución, el Concilio señala todavía otros criterios que han de guiar también el trabajo de adaptación; por ejemplo, la referencia de los ritos al misterio pascual, la tensión escatológica, la dimensión eclesial, el carácter jerárquico, la participación activa de los fieles, la sobriedad y la inteligibilidad, la relación entre Palabra y rito, la necesidad y utilidad pastoral, etc. Se evitarán también, en cuanto sea posible, las diferencias notables de ritos entre territorios contiguos (art. 23).

Podemos cerrar este tema de la adaptación, con las palabras de Juan Pablo II en la carta de los 25 años de la SC, dice textualmente: “El esfuerzo de la renovación litúrgica debe responder además a las exigencias de nuestro tiempo. La Liturgia no está desencarnada. Durante esos veinticinco años han surgido nuevos problemas o han tomado un nuevo aspecto como, por ejemplo: el ejercicio del diaconado accesible a hombres casados; las funciones litúrgicas que en las celebraciones pueden ser confiadas a los laicos, hombres o mujeres; las celebraciones litúrgicas para niños, jóvenes y minusválidos; la modalidad de composición de los textos litúrgicos apropiados para un país determinado.

En la Constitución Sacrosanctum Concilium no se hace mención de estos problemas, pero se indican los principios generales para coordinar y promover la vida litúrgica. (Nº 17)

Bibliografía citada:C. Vagaggini, El sentido teológico de la LiturgiaM. Garrido, en AA.VV. Comentarios a la Constitución sobre la Sagrada LiturgiaAA.VV. Nuovo Dizionario di Liturgia (Voces: Gesu Cristo; Liturgia; Mistero Pasquale;Sacerdozio; Storia della Liturgia)S. Marsili, en AA.VV. Anamnesis I, Momento nella storia della salvezza

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