levin el formalismo de balanchine

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Page 1: LEVIN El Formalismo de Balanchine

¿Qué es la danza?

Copeland, Roger y Cohen, Marshall (Eds.) What is dance? Readings In Theory And Criticism. Oxford University Press. 1983. Traducción: Tambutti, Susana. Revisión: Cadús, María Eugenia y Clavin, Ayelén.

El Formalismo de Balanchine David Michael Levin

¿Cuáles son los elementos que constituyen la belleza singular del ballet clásico?

Entre otras cosas, seguramente uno podría decir la tensión entre el peso y la liviandad. George Balanchine fue uno de los primeros en reconocer esta tensión como la esencia escondida del arte del ballet, especialmente como elemento fundamental para el fenómeno de la gracia.1 Al discriminar esta esencia como el telos de una

nueva estética del ballet, Balanchine fue también uno de los primeros en demostrar cómo esta esencia participa del lenguaje del ballet clásico que, cuando se exhibe y se despliega adecuadamente y en sí mismo, puede ser totalmente expresivo. La expresividad de la danza clásica es realmente posible sin los variados recursos de la mímica y de la convención simbólica. En otras palabras, el ballet no es esencialmente mimético así como tampoco es esencialmente representacional; es más, estas funciones solamente envuelven lo que es la esencia: la belleza sensible e inmanente y la gracia del cuerpo danzante2. Balanchine ha dominado la lógica profunda de este

poder intrínseco, expresivo, del cuerpo humano; en particular, ha seguido sus sorprendentes limitaciones marcadas por el vestuario y la puesta en escena. Liberar tal esencia requiere un manejo muy delicado, dado que es mucho más fácil mantener ese ocultamiento. Como veremos, el vestuario y la puesta en escena hacen la diferencia.

En este contexto, el Modernismo es el principio estético que explicita el privilegio dado a la revelación de esta esencia. El Modernismo exige la exclusión de todo elemento que pudiera ocultar o enmudecer, o distraer de aquello que es revelado. El formalismo es una consecuencia directa de esta elección estética. Para Balanchine no es, y nunca fue, un fin en sí mismo. La apreciada esencia del ballet clásico –sus tesoros sintácticos- permanecerán profundamente sublimados a tal punto que no hay ningún elemento semántico en la presentación de la danza que pueda ser tomado, en algún sentido, como mimético o representacional.

La atemporalidad del milagro artístico de Balanchine puede resumirse del siguiente modo: encontró la posibilidad de la dramaturgia dentro de la forma del ballet 1 Hacia el principio del siglo XVI, a la teoría estética se agregó un nuevo concepto, de resonancias neoplatónicas: la

grazia. Este concepto aparece claramente formulado, en 1528, en el libro El cortesano, del conde Baltasar Castiglione (1478-1529). En ese texto, la gracia es un don divino que se ejercita con desenvoltura y cierto desapego. Las nociones de grazia y de decorum poseían también su contraparte moral: la espontaneidad debía hacerse acompañar siempre de la moderación. Esta había de ser atemperada; así, debía contener al hombre en los límites de su estado, según lo conveniente a él. Por supuesto, esto era un ideal cívico con raíces griegas. 2 Ver André Levinson, “El espíritu de la danza clásica”, Theatre Arts Monthly, IX/3 (Marzo, 1925), pp. 165-177.

Levinson no expone completamente el formalismo del ballet pero realmente repudia el concepto de que la estética del ballet deba depender de analogías. El ballet, afirma, es una forma artística distinta y autónoma; sus objetivos, principios y elementos, no pueden ser tomados en préstamo, desde otras artes, no pueden ser adecuadamente interpretados mediante las categorias que sirven a otras artes. Rayner Heppenstall, sin embargo, era también un ardiente defensor del formalismo del ballet: “El ballet no es expresivo en los sentidos literarios. Por su naturaleza solo se expresa a sí mismo, lo que quiere decir, ciertas cualidades generales de estilo”. Ver su Apología para la danza (Londres 1936), p. 195. También afirma que “el bailarín debe estar siempre comprometido, en principio con el músculo, no el alma, no la expresión, no el significado literario”. Op. Cit., p. 125. Heppenstall demanda claramente, un formalismo en la semántica del ballet. Esto no es lo mismo que desear un formalismo en la sintaxis. Realmente, él no acordó con la libertad sintáctica de la danza moderna. El ballet debe presentar “el significado del movimiento físico, en su propio derecho”. Op cit. p. 126. De este modo el ballet poseía por sí mismo, sus propias “funciones expresivas” peculiares, por lo cual debe ser considerado en un todo como diferente de las artes narrativas, especialmente del teatro. El formalismo de Heppenstall es diferente de la posición extrema de Clive Bell. Para Heppenstall “el todo vital esta unido completamente y la Danza está tan profundamente enraizada en esa totalidad que el ballet puede ser completamente entendido solo por referencia a los demás órdenes de la actividad humana” Op. Cit., p. 147. Comparar lo dicho con el capítulo de Bell “La hipótesis estética en su Arte” (Nueva York 1958) pp.15-34.

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permitiendo a las purezas semánticas del modernismo articular o elevar los tesoros sintácticos más íntimos del clasicismo, o bien, si consideramos esta atemporalidad bajo una luz diferente, podríamos resumirla como la tensión simultánea entre el peso del cuerpo y su liviandad. En ese instante sobrenatural es traída a la presencia una esencia sublime: la capacidad del bailarín de suspender la condición natural de su cuerpo en el mismo acto de su reconocimiento.

Agon (1957); Monumentum pro Gesualdo (1960); Violin Concerto, Duo Concertant, Symphony in Three Movements (1972) son trabajos muy demandantes que ofrecen no solo dificultades sino también, para muchos de nosotros, un placer incierto. Estos son ballets que preservan la sintaxis coreográfica clásica de movimientos y formas, aún desafiando una tradición respetable respecto de la puesta en escena y el uso de vestuario. Su austera producción, tan exquisitamente sobria y sin complicaciones, nos permite percibir la expresividad más esencial, inmanente, de las formas del ballet clásico y, de alguna manera, en este proceso de luminosidad, tan enigmático, la presencia fenoménica de las formas es alterada seductoramente. Me interesa señalar que hasta los ballets más famosos y más innovadores de Balanchine pueden ser expresivos a través del formalismo3.

Pero ¿qué es este formalismo? ¿En qué consiste su particular modernidad? Sabemos que la estética modernista ha desatado la articulación de ciertos recursos de la pintura y la escultura largamente suprimidos. ¿Qué significa entonces decir que los experimentos formalistas de Balanchine han demostrado, de manera similar, una de las posibilidades del ballet clásico más esencial?

El intento de modernidad de Chopiniana, podría proveer algunas pistas para dudar que el arte del ballet pueda tolerar las condiciones del formalismo. Pero debemos recordar que para el New York City Ballet, Chopiniana no es un ballet original, sino una producción “moderna”, revisada, de Les Sylphides, la obra de Fokine de 1909.

Aún así, la consideración poco feliz de su estética puede mostrarnos el camino de acceso a la secreta ambición (y clara lógica) planteada por el arte de Balanchine.

En la reseña de Chopiniana, Dale Harris4 discute, con acierto, el hecho de que esta producción intenta solamente despojar al ballet original de aquellos románticos mundos de significado que constituyen históricamente su derecho (desde un punto de vista metafísico) además de su andamiaje decorativo y “accidental” (principalmente puesta en escena y vestuario), revelando de este modo la belleza oculta de su estructura simple y esencial. En efecto, se ha desposeído al ballet del sentido más delicado y encantador5. En el caso de Les Sylphides, la decoración aparentemente superficial del ballet (aquel que Rayner Heppenstall ha inteligentemente subsumido en la categoría de “Luz de luna y Muselina”6 y en el que una textura y sentido particular son traídos a la vida), no puede ser separada de una estructura coreográfica supuestamente “oculta”, sin tocar fatalmente su esencia estética particular. La belleza oculta es solo ilusión justamente porque la estructura esencial ha sido expresada tan estricta y correctamente a través de la inteligibilidad sentimental e inmediata de esas “decoraciones”. Vestuario y puesta en escena no siempre pueden subsumirse bajo la categoría de “meros decorados”. (De manera similar, el pedestal de una escultura y el marco de una pintura no se agregan de modo invariable como “simple decoración”. El Moisés de Miguel Ángel necesita un pedestal, como también las pinturas de Van Eyck y Corot, obras construidas en el conocimiento de su condición final que requieren de un marco de manera evidente. Pero si pusiéramos un pedestal bajo los poliedros de

3 Deseo establecer una distinción entre los ballets que dieron fama a la grandeza de Balanchine y los ballets que

principalmente establecieron la originalidad de su genio. Estos últimos son aquellos producidos según los principios del formalismo, mientras que los primeros, incluyen numerosos trabajos realizados según las convenciones tradicionales de este arte. ¡De ninguna manera me propongo discutir el que los ballets formalistas son superiores a los tradicionales! 4 La reseña de Harris, cuya lectura nos brinda un placer poco común en una época de críticas descuidadas, apareció

en Ballet Review, IV/2 (1972), pp. 25-32. 5 Justamente aquello que Fokine quería lograr se expone en “Fokine´s Theories on the Art of Ballet”, en el texto de

Cyril Beaumont Michel Fokine and his ballets (Londres, 1945), pp. 135-152. 6 Ver Apology for Dancing, p.51. Notar al respecto su afirmación profética: “El ballet puede eximir de la escenografía en

su totalidad pero no de todo aquello que la luz puede proveer”.Op.cit., p.168

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Robert Morris o bajo algunas de las enormes esculturas de Henry Moore; o si pusiéramos un marco convencional alrededor del Water Lilies de Monet estaremos,

sin ninguna duda, agregando meras decoraciones, que le restarán poder estético. En el caso de las esculturas de Anthony Caro, la presencia de un pedestal iría en contra de su esencia como escultura).

Descartemos, entonces, la problemática Chopiniana, y consideremos en cambio

los numerosos ballets que muestran las innovaciones particulares de la estética de Balanchine. Mi cuestionamiento principal es que este coreógrafo magistral llegó a entender, quizás más profundamente que nadie antes que él, la posibilidad de abstraer la pura sintaxis clásica del cuerpo humano en movimiento como la condición definitoria o esencial del arte del ballet (¿aquella esencia que, según Balanchine, sus precursores predilectos intentaban alcanzar de distintos modos?). Aceptando esta posibilidad, Balanchine arriesgadamente completó el desarrollo de un formalismo modernista, que sería fenomenológicamente adecuado -como ninguna otra estética posible podría serlo- para consumar la liberación y expresión de esta sublime o implícita esencia 7 . (No estoy intentando sugerir que Balanchine no haya nunca intentado deshacerse de este formalismo. En realidad, muchas veces prefirió producir ballets en el estilo antiguo, más “teatral”. Sus ballets tradicionales, como por ejemplo el ballet narrativo La valse, también serán admirados y recordados pero simplemente porque son invenciones exquisitas y no por haber introducido otra estética posible). Más particularmente, me gustaría concentrarme en las sorprendentes afinidades que estoy habituado a percibir entre las interpretaciones originales del arte del ballet de Balanchine y la no menos original estética que define las pinturas y esculturas que deberíamos llamar, después de Clement Greenberg, “arte modernista”.

Según Greenberg, la pintura y la escultura modernistas hicieron una intrínseca progresión lógica de estas artes tradicionales, las cuales han pasado por cuatro períodos:

1. Una estética basada en la pintura (la teoría del tratado On Painting de

Alberti de 1435), comprometida con la simplicidad de la Mímesis real, la

representación fiel de la realidad humana; 2. Una estética que subordinó la exigencia de una representación exacta a la

exigencia de una figuración sensible aunque lúcida (como en La lección de piano de Matisse realizada en 1916 y La máscara del actor de Paul Klee,

realizada en 1912); 3. Una estética que mantuvo la figuración, pero la distorsionó y la volvió

enteramente abstracta de modo tal que la expresividad del arte –poderosamente acrecentada- se transformó en una función ya no de algún símbolo discriminable o tema fielmente transcripto sino más bien de las propiedades sensibles de la estructura presentada abstractamente (como en el Torero de Picasso de 1912 y en Parc Rosenberg de De Kooning, de 1957);

4. Finalmente una estética que demandó la completa aniquilación –o de alguna manera la supresión precaria- de todas las tendencias figurativas.

Podríamos resumir esta progresión diciendo que, una estética de la inmanencia

(una estética de la auto revelación de la presencia) se instaló para reemplazar la temprana estética de connotación mimética y simbolismo trascendental. Porque la

7 La deuda de Balanchine con Marius Petipa está, naturalmente bien documentada. Ver, por ejemplo, los estudios de

Lincoln Kirstein “Balanchine Musagète”, en Theater Arts (noviembre 1947) y “Balanchine and the classical revival” ibid. (Diciembre 1947). Ver también el propio comentario de Balanchine sobre su Le baiser de la fée (1928) en Stravinsky in the theater, editado por Minna Lederman (N.Y., 1949). No estoy diciendo que Balanchine inventó el formalismo estético, tampoco estoy afirmando que fue el primer maestro de ballet que se movió en la dirección del modernismo. Mi señalamiento es que Balanchine fue el primero en aceptarlo sin restricciones, y el primero en calcular los requerimientos inflexibles, la exacta lógica visual de la elección modernista. Balanchine descubrió cómo lograr las intenciones del modernismo.

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estética modernista (exhibida en distintos grados, por ejemplo, en las pinturas de Jackson Polllock, Morris Loui, Barnett Newman, Kenneth Noland, y Frank Stella; las esculturas de Anthony Caro y David Smith) desafía a la obra de arte a revelar, a hacer presente (y no digo: representar) su condición definitoria como arte. Requiere además que la obra alcance este objetivo de un modo autoreferencial o reflexivo, solamente en términos de lo abstracto, de las propiedades sensibles que residen en ella y de las que está constituída, la estructura en sí misma. De este modo, para la estética modernista, la “forma” de la obra y su “contenido” (preparado para su función formal a raíz de su pura abstracción) son uno y lo mismo; idénticos en el sentido estricto de esta palabra. Si la pintura y la escultura modernistas no representan nada, se refieren a nada por fuera de sí mismas (a nada trascendental), entonces el sentido que no obstante expresan y hacen totalmente presente puede ser apropiadamente descripto como una revelación. El arte modernista, paradójicamente, (se) revela...¡a sí mismo! Menos paradójicamente, existe solo para la revelación de sus más propias (y latentes o inmanentes) condiciones definitorias. (No es necesario decir, que estoy tratando de purgar el término “revelación” de cualquier asociación metafísica, usándolo específicamente en un sentido kantiano antimetafísico. Empleado de esta manera, el término implica el rechazo de todo simbolismo e interpretación y más bien invoca las cualidades significantes inmanentes en las estructuras puramente sensibles de la experiencia perceptual)8.

Pero ¿cuáles son las condiciones que definen su ser y este único modelo de lo dado (o presencia) fenomenológicamente? Greenberg y Michael Fried sugirieron una respuesta. También Martín Heidegger en su ensayo Holzwege titulado El origen de la obra de arte. Puede ser significativo que en este punto, sus líneas de pensamiento coincidan. Naturalmente una obra de arte es un objeto material; aunque al mismo tiempo, es también la negación de esta objetividad, entonces, ¿qué es lo que la obra de arte modernista está destinada a revelar?, lo que debe revelar es precisamente esta contradicción y si elimina una u otra de estas dos modalidades de su ser, simplemente ha fracasado en articular la verdad acerca del arte que parece lógicamente imperativa en este punto particular de su historia.

Según Fried, las dos condiciones definitorias ineluctables de la pintura son su bidimensionalidad y su forma. Ninguna pintura puede concebirse a menos que se reduzca a la bidimensionalidad y que asuma cierta forma. Pero, ya que algunos objetos materiales también tienen forma y también pueden ser planos, la pintura también puede anular o suspender su propia objetividad si, y solo si, logra aquello que un mero objeto no podría lograr: debe de alguna manera material alcanzar estas condiciones volviéndolas totalmente presentes. Al discutir la escultura modernista Greenberg escribe:

Transformar la sustancia en enteramente óptica y la forma, ya sea pictórica, escultórica o arquitectónica en una parte integral del ámbito espacial; esto nos lleva a un completo círculo antiilusionista. En lugar de la ilusión de cosas se nos ofrece la ilusión de modalidades: principalmente, que la materia sea incorpórea, sin peso y que exista solo ópticamente, como un espejismo

9.

No sorprende que la función del color haya impuesto un serio problema en la

estética modernista. Los pintores deben cuidarse para que sus colores no fabriquen una ilusión que nos impida el reconocimiento de la totalidad óptica de la bidimensionalidad de la pintura. Los escultores corren el peligro de que sus colores puedan crear una superficie que ponga en evidencia lo objetual de la masa escultórica

8 El precedente para mi uso de la discusión de la percepción de Jean-Paul Sartre en Ser y Nada (edición especial

reducida, trad. Hazel Barnes [New York, 1971] y de los análisis de Maurice Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, (Trad. Colin Smith [N.Y. 1972]) y “Ojo y mente” (en la antología The primacy of perception) (Evanston, 1964) 9 “The newest culture” en su Art and Culture (Boston, 1961), p.144. Nótese la posición afín de Heppenstall

acerca de la distancia entre el ballet y el teatro. Op. Cit., p.195

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cuyo interior simplemente oculta creando una superficie incapaz de presentarse a sí misma como mera extensión óptica. Robet Morris, como sabemos, simplemente rechazó el uso del color, mientras que aquellos escultores que se aventuraron en su uso (David Smith y Calder) de alguna manera tuvieron éxito en la negación de la superficie (material), que el color debe lógicamente también afirmar. Si la estructura en sí misma no puede poner en riesgo esa masa tácita existente detrás de la superficie de color, la obra fracasará en suspender su reducción a la mera objetividad.

De manera similar el color pone en peligro a la pintura modernista. La obra debe simultáneamente reconocer o hacer presente la bidimensionalidad y la forma que la enraizan en la tierra pero, al mismo tiempo, de alguna manera, valerse de su color puramente de un modo óptico, de tal forma que el espacio pictórico –el “mundo” creado a través del acto de pintar- será verdaderamente accesible (estéticamente inteligible) sólo a un ojo desencarnado. (A la inversa de la ilusión visual creada en la pintura mediante una representación sobre un plano que ofrece la ilusión de un acceso táctil, la ilusión modernista se ofrece a sí misma como una ilusión accesible solo al ojo, pero a un ojo que no tenga un soporte táctil y móvil).

Fried afirma, además, que la derrota absoluta o la suspensión de la objetualidad legitima que el arte modernista reprima o deje en suspenso cualquier posible “teatralidad” 10 . Desafortunadamente, Fried no establece los términos de esta afirmación con mucha claridad, sin embargo, se puede establecer esa conexión. La “teatralidad” requiere de un espectador en una cierta relación respecto al objeto teatral. De esta forma, la teatralidad del objeto solo es posible en la medida en que el espectador pueda ser orientado hacia él, dentro de una perspectiva temporal y espacial. Esto significa que la relación espectador/objeto es definida (en parte) a través de acrecentar la conciencia de las coordenadas limitantes de la corporalidad del espectador y de la objetividad del objeto. Es precisamente esta clase de relación que la opticalidad del arte modernista está destinada a vencer. Por lo tanto, Fried está en lo correcto al afirmar que la teatralidad y el formalismo modernista se contradicen mutuamente.

En la historia del ballet, podemos notar una progresión paralela hacia el modernismo. En Europa, el ballet se originó como un tipo de divertimento de la corte. Sin embargo, mucho después de haber entrado en el dominio público continuó, esencialmente, siendo un divertimento, un mero hecho espectacular. El ballet de la primera época consistió en movimientos de danza artificiales y fijos, determinados rígidamente. Gradualmente, se sometió a la aspiración de una mayor estilización y también a una mayor expresividad “natural”.11 Más allá de esta etapa, el ballet se ha desarrollado esencialmente siguiendo cuatro rumbos diferentes. Dos de ellos son bastante afines al Expresionismo Abstracto. Uno es indubitablemente teatral y, aún en su incipiente formalismo abstracto, mantiene la expresividad íntima de los símbolos gestuales inteligibles. (Estoy pensando, por ejemplo, en los trabajos de Antony Tudor, y en aquellas producciones que asociamos con Martha Graham). El otro tipo, corresponde a aquellos ballets que han intentado mezclar un formalismo abstracto en el movimiento con una teatralidad que a menudo sustituye la expresividad de la puesta en escena, de la iluminación y del vestuario en función de la expresividad de los símbolos específicos propios de los movimientos de los bailarines. (En este caso, estoy pensando en Clowns y Astarte, coreografías interpretadas por el Joffrey Ballet).

Una tercera y muy diferente opción es la que está representada por la danza de Merce Cunningham, Yvonne Rainer y, quizás, Twyla Tharp. Esta forma es completamente abstracta, el movimiento es muy expresivo, a pesar de excluir rigurosamente toda calidad expresiva que no sea totalmente inmanente a los movimientos abstractos de los bailarines, sin embargo, las producciones de estos coreógrafos consideradas en su totalidad, no excluyen la teatralidad, enmascarada en varios de los aspectos (incluyendo el vestuario) empleados en las creaciones. 10

Ver “Art and objecthood” en Art Forum (junio, 1967), pp.12-23 11

Ver “Fokine’s Theories on the Art of Ballet”, op.cit.

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Además, la sintaxis de la danza es aquí la inversa respecto de la sintaxis clásica (aunque también sea abstracta), no solo debido a algunas de sus propiedades formales, sino también por el alcance de su vocabulario. (Las creaciones de Cunnningham, Tharp, y Rainer difieren de aquellas de Balanchine, aún cuando sean apenas un poco más abstractas). La cuarta opción, naturalmente, es la que transitó y propuso George Balanchine.

Como punto de partida, nos vamos a referir a lo que Mr. Harris interpreta como la condición definitoria de aquel arte del ballet del cual trabajos como Les Sylphides podrían ser ejemplos. Harris escribe:

...Pareciera (Les Sylphides) encarnar una teoría completa acerca de cómo el ballet debiera ser, una teoría capaz de un sentimentalismo posible pero sin sus limitaciones que, de todos modos, es válida: la creencia del ballet es una experiencia poética cuyo objetivo es convocar anhelos trascendentales a través de la gracia del movimiento.[Específicamente, con respecto a Les Sylphides, observa que]… Les Sylphides de Fokine ha evolucionado en símbolos poderosos y universales.

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Cualquiera sea nuestra idea acerca del derecho a imponer una estética formalista sobre este respetable ballet podríamos decir que, desde el punto de vista de su intención (la de liberar las posibilidades latentes que “animan” el arte del ballet), el New York City Ballet se vio obligado a violar esta estética Fokiniana.

Contrapuesta a la tradición clásica, la singularidad estética de Balanchine, puede parecer extremadamente austera. Apela a una reducción “hasta la médula” de la esencia del ballet, este ascetismo está dirigido a liberar una belleza y una gracia que, la antigua esencia, supuestamente más rica, tendía como principio a ocultar. Allí donde el viejo arte buscó expresividad, tanto en la puesta en escena y vestuario como en el simbolismo familiar de gestos y posturas inmediatamente inteligibles (un simbolismo indubitablemente dirigido a evocar “anhelos trascendentales”), el nuevo arte de Balanchine, rechaza la expresividad del vestuario, de la puesta en escena y excluye también, todos aquellos recursos de la sintaxis corporal que no pueden alcanzar su expresividad sin recurrir a algún tipo de simbolismo, ya sea mimético o trascendental.

La abstracción buscada por el formalismo en la danza no excluye la expresión sensible del cuerpo. En realidad, ésta es la única expresividad verdaderamente intrínseca que es posible en la sintaxis formal; lo que el formalismo excluye son aquellos modos de expresión y significado que no revelan directamente su presencia a través de un medium sintáctico total y puramente abstracto. Una forma, como tal, puede ser representacional o abstracta, y en este último caso puede tratarse de una abstracción a partir de los materiales semánticos de una representación anterior o ser originalmente abstracta. Una forma puede ser abstracta, y no obstante sensible, en la medida que la percepción de la forma sea capaz de inducir modos de placer kinético y kinestésico. A pesar de que pueda parecer extraño, la estética de Balanchine ha adoptado un acercamiento al ballet profundamente antiteatral, demostrando ampliamente que la teatralidad de la puesta escénica y el vestuario, así como también la teatralidad del movimiento claramente alusivo no son, de hecho, las condiciones necesarias de la dramaturgia en un arte escénico. (He descripto la tendencia coreográfica de Balanchine como “antiteatral”. Pero no estoy sugiriendo, en lo absoluto, que sus ballets callen o intenten vencer las tensiones y resoluciones de la dramaturgia).

Si el fracaso de Chopiniana fue posible sólo porque el New York City Ballet

confundió lo correcto del sentimiento con lo erróneo del sentimentalismo y, en consecuencia, excluyó a ambos, aún así, en la creación de sus propios ballets, Balanchine mismo ha logrado distinguir entre la expresividad teatral (la semántica del

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Op. Cit, p. 25

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sentimiento y de la alusión) y la expresividad formal “clásicamente pura” (modos de presencia corporal que están latentes o son inmanentes a la sintaxis del vocabulario “clasicista“).

Tal expresividad formal, sin embargo, requiere que Balanchine no sólo suprima la teatralidad del vestuario y la puesta en escena, sino también que purgue la alusividad teatral propia de la sintaxis de la danza clásica; que reduzca el “contenido” mimético de los movimientos tradicionales del ballet por la presencia expresiva de una sintaxis enteramente abstracta. Estructura y contenido se hacen idénticos a tal punto que cada uno se somete al proceso de abstracción. En algunos de los ballets de Balanchine –coreografías extraordinarias tales como Agon y Violin Concerto- un “contenido” tradicionalmente expresivo coincide con una estructura expresiva. Contenido es estructura. Porque a la estrucutra se le ha permitido revelarse y referirse exclusivamente a sí misma: puede hablar su propio lenguaje, un lenguaje de ninguna manera menos agudo, menos expresivo, de aquel que sigue una dirección más convencional. Sara Leland, bailarina de Balanchine durante treinta años dijo en una entrevista:

Balanchine depende del movimiento en sí mismo para lograr la calidad que él busca en un ballet, él no trata de desarrollar “expresión” en los bailarines. Está allí, nos dice, en la coreografía –sólo tenemos que bailar la coreografía para expresarla

13.

El tipo de movimiento, entonces, que puede revelarse a sí mismo es

ontológicamente distinto del que no puede hacerlo. Los movimientos del cuerpo humano son diferentes en su esencia a los movimientos de los objetos inanimados. El cuerpo humano es por donde se lo mire, intencional; aún en reposo trasciende su real objetividad hacia un cierto estado virtual e inmanente. Por lo tanto una estética puede tomar como imperativo que, en el arte de la danza, los movimientos del cuerpo humano deban exhibir precisamente esta distinción ontológica. Si pertenece a la esencia del cuerpo humano el ser un objeto móvil solo en el modo de exceder (Por ejemplo, simultáneamente conociendo y venciendo) su propia objetividad, entonces es posible y propio de la esencia del ballet el que los movimientos desvelen en la danza esta condición esencial. Este es precisamente el principio que define al modernismo.

Para lograr una dramaturgia modernista, la sintaxis de la danza debe ser presentada de tal modo que sea comprensible estéticamente, no como movimiento

13

Dance Magazine (Agosto, 1972) p.32. En este aspecto, el método de Balanchine, recuerda los métodos reductivos de directores tales como Yasujiro Ozu y Robert Bresson. En El Ultimo Otoño y Una Tarde Otoñal, por ejemplo, el método de Ozu evoca ese vacío, ese silencio, que en Zen es denominado mu. (Ver Donald Richie, “The Later films of Yasujiro Ozu”, Film Quarterly, 13, Otoño 1959, p. 22). El método de Bresson busca en la visibilidad el ícono, el toque invisible de la gracia sobrenatural. Ambos métodos requieren que los actores sublimen la expresividad natural de la personalidad, y que aprendan cómo se elimina el drama de la actuación. Bresson afirma: “no es tanto una cuestión de ‘no hacer nada’, como algunos han dicho. Más bien, es un problema de actuar sin tener conciencia de uno mismo, de no controlarse a sí mismo. La experiencia me ha demostrado que cuanto más ‘automático’ era en mi trabajo, más conmovedor (y expresivo).” Ver James Blue, Excerpts from an Interview with Robert Bresson (Los Ángeles, 1969). Ver también Ronald Monod, “Working with Bresson”, Sight and Sound, 26 (verano, 1957) p. 31. La teoría de Bresson sobre la actuación, al igual que la de Ozu es: “Olviden el tono y el significado. No piensen en lo que están diciendo, digan simplemente las palabras automáticamente. Cuando alguien habla, no está pensando en las palabras que usa, ni siquiera en lo que quiere decir. Sólo se ocupa de lo que está diciendo, deja que las palabras fluyan...” Balanchine realmente parece haber dado instrucciones análogas a sus bailarines, considerando además el estudio de Selma Jeanne Cohen, “Antony Tudor. Part Two: The Years in America and After”, Dance Perspectives, 18 (1963). Lucía Chase dice: “Tudor no explica los sentimientos que busca; muestra la emoción a través del movimiento, demostrando el movimiento. Tienes que sentir el significado a partir de él; encontrar lo que él busca, tienes que seguir haciendo el movimiento hasta que lo sientas” (p.73). De este modo, el bailarín ‘como personaje’ puede contribuir con ideas sobre el movimiento a la coreogrfía de Tudor. Pero como bailarín no se le permite ‘interpretar’ un movimiento.” Margaret Black dice: “En la coreografía de Tudor no debes sobreactuar un sentimiento. No debes hacer que el movimiento hable; el movimiento en sí mismo habla”. Y Diana Adams comenta: “Tudor no quiere interpretación, sólo ejecución...el movimiento mismo debería ser suficiente, sin necesidad de agregarle interpretación” (p.75-75). Pero el abordaje de Tudor al movimiento de danza, aunque sea similar técnicamente en alguna medida al de Balanchine tiene una intención muy diferente. El objetivo de Balanchine es articular el máximo grado de sensorialidad en la forma; Tudor, en cambio, tiene como objetivo soltar el máximo de energía dramática contenida en la tensión entre la expresión visible de la psique y su fundamento invisible.

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puramente literal (una modificación objetiva, en un espacio euclidiano, del cuerpo “real” del bailarín), tampoco como un movimiento completamente figurativo (una calificación subjetiva del cuerpo “fenoménico” formalmente expresivo del bailarín), sino más bien debe tomar ambas posibilidades simultáneamente. Esta contingencia deriva del hecho de que el cuerpo humano desarrolla una tensión dinámica entre lo objetual real y una interioridad virtual. El formalismo puede acrecentar esta tensión hasta el punto de alcanzar un develamiento del cuerpo que demuestre la objetivación espacial del bailarín, al mismo tiempo que detiene o anula esta condición a través de la expresividad profunda y singular de una sintaxis reducida a la pura auto-referencia. La sintaxis debe utilizar y reconocer el peso tangible, el balanceo de la masa corporal, pero sólo en función de vencerlos o suspenderlos, reduciendo el cuerpo objetivo, para transformarlo en una presencia mágica sin peso, ópticamente intangible. (En realidad, como veremos, esta presencia del cuerpo danzante tiene algo de ausencia, dado que la sublimidad de la gracia, a la inversa que la belleza tangible, es elevación y liberación del cuerpo del espacio horizontal escénico.) El lector de Ada, novela de Nabokov, encontrará al comienzo, el siguiente fragmento insólito:

Rápidamente, la vegetación asumió un aspecto más sureño como la senda alrededor de Ardis Park. En la vuelta siguiente, la romántica mansión aparecía como sobre aquellas agradables lomas de las viejas novelas. Era una casa de campo espléndida, tres pisos de altura, construida con ladrillos empalidecidos y piedra púrpura

14.

Naturalmente, Nabokov, ha utilizado el lenguaje de manera tal que hace que se

incrimine a sí mismo. Las palabras crean, o afirman, un mundo de validez representacional; al mismo tiempo, lo anulan reconociéndolo como mundo creado. De manera similar, George Balanchine algunas veces, despliega la corporalidad del bailarín de un modo en el que el cuerpo humano traiciona su objetividad al mismo tiempo en que la expresa. La dramaturgia en la metamorfosis corporal (objetualidad) –dramaturgia que visualizamos en la sublimidad inmanente de la gracia- reemplaza de este modo la arcaica intención del ballet: trascendencia de la gracia a través del “anhelo”.

Muy brevemente, Sartre discute el fenómeno de la gracia.15 A él se le debe en gran

medida, el reconocimiento de la importancia de este tema para una completa fenomenología del cuerpo humano. Su análisis es realmente fascinante. Sin embargo, estoy convencido de que, además de ser incompleto, necesita una rectificación. Desde la perspectiva sartreana, la gracia...

Refiere oscuramente a un Más allá trascendental del cual nosotros solo preservamos una memoria confusa y que solo podemos alcanzar mediante una modificación radical de nuestro ser...

Llegado este punto, me gustaría desplegar, un carácter de la gracia respecto del

cual la fenomenología parece solo oscuramente sensible: la posibilidad de que en la luminosa inmanencia de una gracia, que los ballets modernistas de Balanchine detallan exquisitamente, sea el cuerpo en sí mismo el que es revelado como una presencia sublime y sagrada.

Podría ser ahora de utilidad hacer uso de la distinción kantiana realizada en la Crítica del Juicio (1790), entre los términos belleza16 y sublime. En la Crítica del juicio se inicia una nueva investigación: la de la vida del sentimiento. Para explicar el placer estético, Kant pone en juego la relación de dos facultades que intervienen en el proceso cognoscitivo: la imaginación y el entendimiento.

14

Vladimir Nabokov, Ada (Nueva York, 1969) p. 38. 15

Op., cit., pp. 376-378 16

Única categoría estética que Kant reconoce, su concepción de lo sublime no es una categoría estética. (N. del T.)

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Según Kant.17

...

...

18para decidir si algo es bello, referimos la representación no

mediante el entendimiento, sino, mediante la imaginación (unida quizá con el entendimiento). Esta referencia es al sujeto y al sentimiento de placer o de dolor del mismo. El juicio de gusto (facultad de juzgar lo bello) no es pues, un juicio de conocimiento; por lo tanto no es lógico, sino estético, entendiendo por esto aquel cuya base determinante no puede ser más que subjetiva. Toda relación de las representaciones, incluso de las sensaciones, puede, empero, ser objetiva (y ella significa entonces lo real de una representación empírica); mas no la relación con el sentimiento de placer y dolor, mediante la cual nada es designado en el objeto, sino que en ella el sujeto siente como es afectado por la representación (...)

19 Lo bello tiene de común con lo

sublime que ambos placen por sí mismos (...) Pero hay también, entre ambos diferencias considerables. Lo bello de la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, en cuanto en él, u ocasionada por él, es representada ilimitación y pensada, sin embargo una totalidad de la misma, de tal modo que parece tomarse lo bello como la exposición de un objeto intedeterminado del entendimiento y lo sublime como de un concepto semejante de la razón.

20

En el prólogo de la Crítica del Juicio, Kant señala a grandes rasgos los temas

a tratar y la articulación de tales temas entre los del entendimiento (que conoce) y los de la razón (que postula ideales).

Lo bello es aquello que a través de la satisfacción necesaria de una forma objetivamente encarnada, puede producir un placer estético desinteresado que los objetos representados suscitan en el sujeto. Implica una finalidad que no trasciende del objeto representado, una finalidad inmanente, o dicho en una frase hecha: una finalidad sin fin. Sería útil quizás recordar algo a lo cual hará mención Levin: que el entendimiento es la determinación de los singulares sobre la base de las categorías y el juicio de gusto afirma, o niega, la belleza de los objetos, no se limita a suscitar placer; es la facultad de discernir lo bello mediante la imaginación libre. Carece de contenido alguno: surge en el libre juego del entendimiento y la imaginación (facultad fundamental para cualquier reflexión estética, la imaginación proporciona el orden que la representación de las intuiciones sensibles introducen) en tanto que son las facultades del representar.

21

Continuando con el texto y ampliando a la vez algunos de sus conceptos, Levin continúa diciendo que para Kant, lo bello es aquello que, a través de la satisfacción de una forma objetivamente encarnada, puede inducir un placer cuyo

17

Kant se opone a la concepción tradicional de belleza como rasgo existente en los objetos. Si la predicamos de ellos, es porque en ellos la percibimos. La fundamentación kantiana de la belleza es doble según desde donde la miramos: 1. desde el juicio del gusto: objeto bello es aquel que obliga a reflexionar (contemplar, representar) sobre el libre juego de las facultades. Carece de contenido cognoscible alguno. No hay nada que conocer en el objeto, por eso nos impele a tal reflexión, propia del juicio reflexivo; predicamos su belleza en el placer que su percepción nos suscita; 2. desde la naturaleza: el objeto formal cumple en sí la ley de la naturaleza, pues en tanto que pura formalidad es estricto cumplimiento del principio trascendental que es condición de toda experiencia. Aquella ley que carece de contenido alguno pero es condición de todas las leyes: lo propio de tal ley es imponer su formalidad y no otro es su “contenido”. (idea del Todo romántico). Bozal, Valeriano. “Immanuel Kant” en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Vol. I.p. 187. La Balsa de la Medusa. Visor. Madrid, 1996. (N. del T.) 18

Esta cita no está en el texto original. Es introducida para ayudar a la comprensión de cómo Levin aplica los conceptos kantianos a la estética de Balanchine. Así como los párrafos siguientes (en menor márgen) referidos al tema, han sido ampliados persiguiendo el mismo objetivo. (N.del T.) 19

Kant, Crítica del Juicio, Primer Libro, “Analítica de lo Bello”. Editorial Porrúa, México 1991. (N.del T.) 20

Kant, Crítica del Juicio. Segundo Libro, “Analítica de lo Sublime”. Editorial Porrúa, México 1991. (N.del T.) 21

En el proceso de conocimiento intervienen la intuición sensible, la imaginación y el entendimiento, de tal manera que las tres facultades deben relacionarse y articularse para que el conocimiento se produzca. Son necesarios los “datos” que nos proporciona la intuición sensible, también el orden que la representación de las intuiciones introduce, tarea encomendada a la imaginación, y la determinación de los singulares sobre la base de las categorías, que es tarea del entendimiento. Bozal, Valeriano. “Immanuel Kant” en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Vol. I.p. 185. La Balsa de la Medusa. Visor. Madrid, 1996. (N. del T.)

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fundamento inmediato es la armonía entre el entendimiento (como la facultad de juzgar, canones de gusto) y la imaginación (como la facultad del libre juego de la organización de la percepción).

Lo sublime22

, por otra parte, es aquello que induce un placer mediado y más complejo: aquel que tiene su fundamento completamente dentro de las condiciones de la subjetividad, surge en relación a un sujeto, solamente perceptible en esa relación (lo sublime de las cumbres alpinas no es cualidad de las cumbres, sino de éstas vistas por un sujeto) de la conciencia productora (imaginación) en sí misma, y para la cual lo sublime es meramente una ocasión excepcional.

Lo sublime, contrariamente a lo bello, no se ofrece bajo una forma; por el contrario, se ofrece a través de algo que es manifiestamente sin forma, o que, en todo caso, rechaza la percepción de la forma sensible. De este modo, lo sublime desafía a la imaginación para que exceda sus raíces perceptivas y la emplaza a esforzarse para producir, enteramente por fuera de sus recursos más propios, la imagen de una forma que no está del todo encarnada en el mundo sensible o natural. Según Kant, lo sublime otorga a la imaginación la oportunidad de descubrir, dentro de sí misma, y más allá del “padecimiento” de su esfuerzo por alcanzar una forma más elevada, su destino trascendental. Ampliando el concepto de “padecimiento”, la referencia se dirige aquí a lo sublime como aquello que despierta la conciencia de lo suprasensible. En lo sublime se da la Idea de lo infinito. En lo sublime la Idea de magnitud se impone al hombre de tal manera que despierta en él un sentimiento de impotencia, y paralelamente de “padecimiento o dolor”; pero la conciencia de tal límite, y el saber que es la razón quien crea la Idea de lo infinito, transforma la pena en complacencia, al ser el hombre mismo quien ha imaginado la Idea de infinito, transforma su “padecimiento o dolor” en conciencia de superioridad y autonomía de su destino. Kant se refiere al sentimiento de lo sublime como aquel sentimiento que suscita la representación desmesurada de la naturaleza. En la naturaleza, empero, no hay nada de lo cual no pueda imaginarse algo más grande. Lo absolutamente grande es, únicamente, lo infinito, y lo infinito es una elaboración de la razón, una Idea. En esto se distingue lo sublime de lo bello. La belleza hecha mano de objetos, pero creados por el entendimiento, objetos limitados, de formas perceptibles. El hombre, así, puede manejarlos, jugar con ellos, gracias a su imaginación. En lo sublime, en cambio, todo es solemne, seriedad íntima y conmovedora. Sin embargo, belleza y sublimidad provocan satisfacción desinteresada.

Ahora bien, según Levin, el arte de la danza puede inducir dos modos muy diferentes de sensibilidad estética. Uno de ellos es inducido por la belleza natural

23, o inmediatamente sensible, el principio formal de la danza, mientras que

el otro es inducido por una suspensión sublime, o quizás derrota, de esa forma inmediatamente sensible formal.

La belleza de la danza es la belleza tradicional del fenómeno del peso (poise, poisen, peisen, pesar). La belleza tiene que ver con el peso, con las tensiones y

equilibrios del cuerpo en movimiento expresándose a través de esos movimientos y

22

Sublime no es en la Crítica del Juicio una categoría propiamente estética en tanto que, al poner en juego una idea de la razón, no satisface los requisitos de desinterés y carencia de conocimiento. A diferencia del empirismo, Kant no refiere lo sublime sólo, ni estrictamente a los fenómenos naturales (...) sino a la posibilidad de establecer magnitudes infinitas, por definición más allá de la capacidad de nuestra intuición sensible, limitada a lo finito. La distancia entre esas magnitudes y nuestra intuición sensible no es solamente grande, es absoluta, y nunca podría cubrirse. Bozal, Valeriano. “Immanuel Kant” en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Vol. I.p. 188. La Balsa de la Medusa. Visor. Madrid, 1996. (N. del T.) 23

La fundamentación kantiana de la belleza es doble, según se mire desde el juicio de gusto o desde la naturaleza (aunque ambas miradas finalmente confluyan). El objeto bello es aquel que obliga a reflexionar sobre el libre juego de las facultades –y aquí reflexionar quiere decir contemplar, representar- porque carece de contenido cognoscible alguno. No hay nada que conocer en el objeto y por eso nos impele a tal reflexión, propia del juicio reflexivo; predicamos su belleza al asentir, sin necesidad de formular verbalmente el juicio, en el placer que su percepción nos suscita. Pero también podemos abordar la cuestión en la perspectiva de la naturaleza: el objeto formal –o la formalidad del objeto natural (pues una flor puede ser contemplada en su belleza formal, pero también puede ser estudiada científicamente)- cumple en sí la ley de la naturaleza, pues en tanto que pura formalidad es estricto cumplimiento del principio trascendental que es condición de toda experiencia, y manifiesta ese cumplimiento. Bozal, Valeriano. “Immanuel Kant” en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Vol. I.p. 187. La Balsa de la Medusa. Visor. Madrid, 1996. (N. del T.)

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actitudes bajo la forma de vectores tensionales de fuerza, dentro del campo espacial horizontal y dentro de relaciones escénicas objetivas.24(Este campo espacial está constituido principalmente según los esquemas de derecha-izquierda, delante-atrás, y cerca-lejos). La belleza de la danza reside en la manera clásica de la relación cuerpo-espacio dentro del campo espacial horizontal escénico; reside, si se quiere, en los recorridos de la corporalidad del bailarín dentro de la densidad de un campo espacial pensado de manera arquitectónica. Este campo está tradicionalmente definido, en parte, por los objetos que lo rodean (podrían también ser otros bailarines) en el diseño escénico, es alrededor de estas entidades entre las que el bailarín circula; pero ese campo espacial es también “modificado” por todo lo escénico tradicional que, gracias a su circunstancial adecuación, refuerza la presencia del bailarín. La belleza clásica de la danza requiere del equilibrio, la presencia consciente, del cuerpo danzante.

Lo sublime de la danza es la sublimidad del fenómeno de la gracia. La sublimidad pertenece a la condición de la gracia de un cuerpo cuyos movimientos y actitudes lo

hacen aparecer no ya como inhabitado, ni como instalado en un campo espacial horizontal (un objeto dentro de coordenadas, objeto móvil de un campo espacial escénico.)25 En el momento de la gracia, el bailarín parece, estar elevándose, estar liberándose hacia un espacio puramente óptico, donde no existe la gravedad, suspendido en el campo temporal vertical de una Gracia que acontece. Es como si el cuerpo del bailarín, liberado de su condición material, estuviera siendo necesariamente recompensado por su disciplinamiento extático, revelación de la gracia.

El poeta derviche persa, Rumi, nos dice que “...Quienquiera que conozca el poder de la danza, vive en Dios...”26

En el mito de la cosmología, la Gracia es un don de la Esfera Divina. La Gracia reconoce el destino trascendental del alma, eternamente liberada de su circunstancial lazo terrenal. A través de ella, el Alma se libera de su encarnación originaria (y, por consecuencia, de su objetividad) retornando a la Esfera Divina. De este modo, al visualizar el espectáculo de la Gracia, nuestra imaginación productiva traspasa el campo sensible presenciando la unidad de lo terrenal y lo celestial.

Hemos visto que la gracia en el bailarín aparece como liviandad. Pero ahora también podemos establecer que la Gracia es la condición necesaria para esta liviandad, esa suspensión de su ser objetual. Porque es precisamente desde la Esfera Divina que el don de la Gracia, la elevación, desciende. Pero ¿por qué es este don de la Gracia otorgado al bailarín? ¿no es acaso, y paradojicamente, porque a través del adiestramiento del cuerpo, el bailarín, de una manera explícita, complace la fuerza de gravedad reconociendo su gratitud hacia la Tierra como parte de su condición corporal? ¿Y no es acaso porque en función de un completo reconocimiento de esta condición, el bailarín ha, hábilmente, perfeccionado las posibilidades de liberar el cuerpo? La Gracia en el bailarín es una presencia sublime (o, más adecuadamente una presencia/ausencia), que al mismo tiempo que pertenece al campo horizontal de aquella gratitud, de la habilidad espacializada, también pertenece total e inmortalmente al campo temporal vertical (elevación) de la Gracia, a la Esfera Divina. Finalmente podemos comprender las exigencias de la puesta en escena para la presentación modernista de la gracia, dado que los recursos escénicos son elementos

24

Estoy en deuda con mi colega, Samuel J. Todes, respecto de mi análisis sobre el territorio horizontal del peso y el territorio vertical de la gracia. Ver su “Comparative Phenomenology of Perception and Imagination”, Parte I y II, en Journal of Existentialism (Primavera y Otoño, 1966). Es un hecho asombroso, que Curt Sachs haya descripto los ejes verticales/horizontales de la danza muchos años antes en su World History of the Dance (Nueva York, 1937), pp. 25-26. 25

Para una distinción similar a aquella existente entre lo mimético y lo formal, y para un análisis paralelo de sus respectivas ilusiones, ver Sachs, op. cit., p.60 y passim. Sachs distingue la “danza con imagen” de la “danza sin imagen”. En el primer caso, el bailarín parece “ligado al cuerpo”, mientras que en la segunda, el bailarín pareciera “liberado del cuerpo”. Esto es lo mismo que decir que la danza mimética principalmente exhibe las cualidades del peso, mientras que la danza formal es especialmente apropiada para la mostración de la gracia. 26

Citado en Sachs, op. cit., p. 4. Notar que, según el Cristianismo, el cuerpo al cual se le concede la gracia se transforma en “el templo de lo Sagrado” (1 Cor. 6:19)

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que constituyen el campo espacial horizontal donde el bailarín debe moverse. Pero, si el modernismo es revelar la esencia sublime de la gracia y no solamente mostrar la bello de una pose, el espacio escénico debe estar libre de todo aquello que pudiera ubicar al bailarín dentro de las coordenadas del campo horizontal y que pudiera obstaculizar la posibilidad de la liberación en el campo vertical temporal, el Tiempo de Gracia.

El ballet modernista ciertamente preserva las fuentes más íntimas de la vieja sintaxis; e incluso deleita a través del drama de las tensiones y la gracia de la liberación y su resolución. Pero da vida a su presencia estética totalmente dentro de la sintaxis de una constante tensión entre un cuerpo fenoménico que tiende hacia la objetualidad y ese mismo cuerpo que, al mismo tiempo y a través del arte, suspende su objetualidad. En la misma entrevista citada anteriormente Sara Leland observó que “...En el plié de Balanchine, estás listo para volar...”, señalamiento agudo e importante. Incluso en el plié de Balanchine que es, después de todo un

reconocimiento irrefutable o demostración del peso objetivo del bailarín y del esfuerzo necesario; también se ha hecho presente, aunque en principio sólo en el modo rígido de una virtualidad suprimida, el arco grácil del vuelo que parece suspender la fuerza de gravedad a favor de su propio espacio fenoménico.

Conceptos tales como “simultaneidad” y “virtualidad” que son índices de temporalidad se vuelven fundamentales para la comprensión espacial del formalismo. Indudablemente, es necesario referirse a las propiedades de la categoría temporal en el formalismo;27aunque voy a limitarme a la observación que hiciera Edwin Denby en una entrevista grabada por Arlene Croce y Don Mc Donagh:

Bien, para mí, la gran diferencia (entre el gesto en la danza y el gesto en el mimo) es que el gesto en la danza es un paso de danza; tiene un límite temporal. Si se prolonga, se prolonga en relación a un tiempo definido...si distintos movimientos que el cuerpo realiza para efectuar un paso de danza (digamos que el cuerpo pasa, por ejemplo, por cuatro movimientos A-B-C-D, y B dura una vez y media más que los otros, y lo que queremos es acortarlo, ésta modificación sucede siempre dentro de una unidad musical. Lo mismo en el caso de querer extender ese tiempo. En cualquier caso, la modificación no sucede fuera de una relación temporal dentro de la cual la danza se halla inscripta. Pero en la actuación de un gesto no hay tal relación temporal. El tiempo es real, es el tiempo de la vida cotidiana. Si uno levanta una taza de café lentamente en la vida cotidiana, en lugar de hacerlo precipitadamente, esto tiene un significado. Pero en la danza puede que sea necesario levantarla lentamente, simplemente, porque ese es el tiempo coreográfico apropiado para hacerlo.

La siguiente acotación de Denby, explícitamente distingue tiempo “formal” y tiempo

“real”: Cuando observo danza, mi ojo tiene una cierta expectativa temporal que es diferente de lo habitual. Si se comienza a creer en un personaje y en una historia, dentro de uno se modifica ese valor temporal.28

27

Y, en última instancia, hay que hablar acerca de la música, ya que es en este medium en el que la temporalidad se constituye más inmediatamente en su aspecto sensible. En su ensayo sobre Igor Stravinsky (Ballet Review, III/6), Dale Harris escribe: “la importancia reducida de las formas extrínsecas de la expresividad, el énfasis paralelo puesto en la estructura, la identificación de tema y forma; estas cualidades stravinskianas han sido influencias fundamentales sobre el ballet en nuestra época” (p.6). Me gustaría agregar que son estas mismas cualidades (que llanamente constituyen un formalismo dentro de las posiblidades del medium de la música) las que explican, en parte, muchos de los aciertos que Balanchine ha tenido al hacer coreografías para las partituras de Stravinsky. El formalismo de uno complementa y acrecienta el formalismo del otro. El Concerto Barocco de Balanchine, estrenado en 1941, es, de algún modo, un ballet modernista. Pero en dos aspectos todavía conserva lo mimético: primero, el movimiento de los bailarines individuales y el trabajo de partenaire a menudo nos acercan a los gestos aristocráticos propios de la época de Bach. Segundo, y más importante, la organización de los bailarines en grandes grupos, a menudo traducen el espacio musical abstracto en su equivalente escénico corporal. Las cuerdas, por ejemplo, el contrapunto, las inversiones, y las discretas frases melódicas, así como las figuras del tiempo musical o el ritmo, tienen sus contrapuntos singulares tanto en el diseño sobre el piso como en las espacializaciones frontales de los grupos de bailarines. 28

Ballet Review, II/5, p.5. Denby parece señalar que un coreógrafo puede crear significación teatral enteramente a través de un marco temporal formal, simplemente mediante una repentina modificación en el tempo (ver p.6). En mi

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En los ballets modernistas de Balanchine, un tiempo formal (o abstracto) debe reemplazar al tiempo real, porque es un factor fundamental para la posibilidad de creación de un espacio óptico en el cual el peso y la masa corporal se suspenden al mismo tiempo que son reconocidos.

Lo que hizo posible la aparición del ballet modernista, creo, fue el descubrimiento de Balanchine acerca de la exquisita dramaturgia que se halla velada en el equilibrio de los contrarios corporales: el aspecto virtual, que casi imperceptiblemente surge a partir de un movimiento real, el pulso desafiante de una forma auto-consciente que amenaza la objetualidad de la postura perfecta; la masa, que parece –por un segundo tensamente mágico- ser quitada del cuerpo, al ser negada por el movimiento, a través de la forma, el dominio del peso. La dramaturgia no ocurre, para nosotros, en un espacio siempre tangible; más bien existe, en la revelación tensional de una modalidad sublime, precariamente óptica.

De este modo, por ejemplo, hay momentos en que percibimos la presencia de la materialidad corporal de los bailarines en el intrincado pas de deux de Violin Concerto de la misma manera en que percibimos la masa modernista de, por ejemplo, “Tanktotem IX”, el último trabajo en metal del escultor David Smith.29

En l’attitude30, la pierna levantada inscribe un plano dinámico en el espacio, que

reproduce o traduce, y de ese modo mejora, los planos conformados por ambos brazos, de manera tal que la articulación del torso junto con la pierna que está levantada y la pierna soporte que se encuentra en posición vertical se transforma en una fuerza cuyo centro está suspendido. De este modo, el peso del bailarín parece estar elevado sobre la pierna vertical (o, más adecuadamente, el peso parece alejarse de la pierna), produciendo la ilusión de que esta pierna es una línea pictórica en un puro espacio óptico. En el pas de deux de Agon, hay un adagio sostenido, en el que tiene lugar una metamorfosis similar. El bailarín, sobre sus rodillas, se inclina hacia delante mientras extiende sus brazos hacia arriba y hacia atrás, al mismo tiempo, la bailarina realiza un arabesque penchée 31 , inclinándose sobre él desde atrás y juntando sus manos con las de él. En este caso, es más bien la pierna levantada, más que la soporte, la que crea la paradoja óptica. La pierna levantada, acentuando la trayectoria de los brazos de ambos bailarines, proyecta el cuerpo hacia arriba y hasta parece levantar a los bailarines del piso. De este modo, la pierna extendida pareciera que hace desaparecer el peso de los dos cuerpos afirmados en el piso –como si su substancia se hubiera mágicamente evaporado- y los transforma en puras estructuras abstractas, que se vuelven hacia sí mismas, dentro de este fenómeno ubicado literalmente, fuera de la temporalidad.

¿Cuál es el efecto del torso? En l’attitude croisée, es una simple continuación de la línea generada por la pierna soporte, de modo tal que suprime un plano geométrico y se permite aparecer como un fenómeno espacial en dos dimensiones; un suceso en un espacio óptico. En el arabesque allongée, el torso –visualmente sin peso- toca la pierna soporte, pero la toca sin “realmente” apoyarse en ella. En algún sentido, de la misma manera en que un globo se conecta con su cuerda, el torso parece flotar, encontrando la pierna solo para proyectar una simetría óptica, plana y pictórica. Es como si la articulación pierna-torso fuese la intersección de dos líneas matemáticas.

opinión, uno de los ejemplos más memorables de esta intención –un ejemplo que también abarca un inesperado corte en las construcciones espaciales formales- sucede en la coreografía de Frederick Ashton Enigma Variations (1968). Hay un momento en la variación “Nimrod” en la que Elgar rompe el espacio formal de los arabesques y los pas de basques, duda, y luego va hacia su amigo en una demostación delicada de afecto. Este repentino cambio de tiempo que no sólo es un cambio de tiempo formal a tiempo real es también un momento en que el espcio formal del ballet ha llevado al espacio de la expresividad natural del sentimiento, lo cual crea un expectáculo de exquisita ternura y belleza. 29

Ver Rosalind E. Krauss, Terminal Iron Works: Te Sculpture of David Smith (Cambridge, 1971) 30

L’attitude es una pose en la que una pierna está levantada doblada con el cuerpo derecho. Se distinguen dos tipos: l’attitude ouverte y l’attitude croisée según la pierna soporte o de apoyo esté o no del lado del público. (N. del T.) 31

El arabesque es una pose en la cual la pierna está extendida hacia atrás, la pierna de apoyo estirada. El arabesque penchée implica una inclinación del torso hacia delante. La pierna extendida atrás sube de tal forma que la línea formada por la pierna levantada, el cuerpo y la cabeza y, eventualmente, el brazo es considerado como una continuidad. (N.del T.)

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Consideremos la elevación del soubresaut.32 Esta posición también puede probar la posibilidad modernista dentro de otra variación del cuerpo óptico, sublime. La

bailarina está ejecutando un salto y descendiendo, esto es lo que prueba su obediencia a la objetualidad; pero, al mismo tiempo, la articulación que le imprime a sus movimientos prácticamente aniquila el cuerpo como objeto de la naturaleza –lo quita de un espacio tangible, y luego lo re-crea, de forma más pura, en el éter de un territorio vertical y óptico. Los brazos definen los límites del pequeño círculo de un plano inclinado, aunque todavía horizontal; mientras la línea trazada entre los pies y la cabeza presenta el segmento de un círculo mucho más grande, cuyo plano vertical atraviesa el plano del círculo más pequeño. Pero... ¿es necesario decirlo? que nosotros no consideramos estas líneas, círculos y planos entre las entidades comunes que ocupan nuestro universo tangible.

Consideremos ahora, el sus-sous y la pirouette à la seconde. En la primera figura coreográfica, los pies del bailarín están muy juntos, sobre la punta o media punta, una pierna delante de la otra, dando la impresión de que su cuerpo es una extensión liberada del peso, una masa que de alguna manera es inmaterial: el torso y la cabeza no son algo muy diferenciado respecto del resto de la masa corporal, aparentan ser una continuidad lineal de las piernas. En el otra figura (Pirouette à la second33), el bailarín pasa alternativamente desde una segunda posición a un demi-plié (disposición del cuerpo que de manera forzada revela su peso, su objetualidad) realizando maravillosos giros que parecieran suspender su condición material. A estas figuras y modalidades corporales particulares, en las que residen las posibilidades dramáticas, tensionales del formalismo, debemos agregar los grandes saltos clásicos, la mayoría de las posiciones en puntas, las numerosas levantadas en el aire de las bailarinas, el trasportarlas (portés) y todas las otras figuras que constituyen el trabajo de partenaire.

Mi debate se centra en que mediante su coreografía (muy sutil, aún con las desafiantes innovaciones sobre sintaxis clásica), y no menos por su elección del vestuario y puesta en escena, Balanchine ha revelado estas posibilidades en toda su lúcida belleza, demostrando que la ilusión modernista es la esencia, e incluso quizás la perfección del arte del ballet clásico.

Pero, aunque sostengamos que las obras modernistas de Balanchine representan la perfección del ballet clásico, no podemos negar que, en estos trabajos coreográficos, ha aparecido una nueva manera de entender el espacio. Esto quiere decir, que debemos al menos confirmar que el ballet clásico, como una forma artística única, ha sufrido una metamorfosis, en el sentido hegeliano de aufheben (superación), y que los ballets modernistas inauguraron una nueva época en la historia del ballet. Lincoln Kirstein dividió la historia del tratamiento del espacio en el ballet en dos categorías: originalmente, el espacio escénico era planimétrico (diseñado sobre el plano chato del piso, privilegiando la mirada desde una perspectiva aérea); luego, se volvió estereométrica (diseñada para la mirada del espectador frontal). Esta es una descripción apropiada. Pero los ballets modernistas nos obligaron a reconocer el surgimiento de una tercera categoría, la cual llamaré óptica, por ser afín al espacio ilusionista de las pinturas y las esculturas que instauraron el modernismo. Los ballets realizados según los antiguos principios espaciales constituyen un campo espacial que, para el ojo del observador, parece ser corporalmente accesible. Los ballets construidos según los principios del modernismo parecen siempre existir en un territorio vedado, no terrenal, accesible sólo a un ojo desencarnado. De este modo podemos ver que los principios del modernismo realmente gobiernan y dan cuenta de las peculiaridades del decorado escénico y vestuario en muchos de los ballets de 32

Soubresaut (sobresalto). Este término se refiere a un salto con los pies juntos que se combina con una traslación, casi siempre hacia delante. (N. del T.) 33

Giro con una pierna extendida formando un ángulo de 90 grados con la pierna soporte. Esta pierna se mantiene en esta posición durante la ejecución de las piruetas. Estos giros son muy difíciles. La principal dificultad es la necesidad de mantener siempre la pierna a la misma altura. En efecto, la pierna tiende a bajar a media altura. Por otra parte, la posición misma de la pierna frena el giro. (N. del T.)

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Balanchine. En el ballet, desde el punto de vista del formalismo, la presencia del color en el

escenario junto con el vestuario solo pueden ser problemáticos. Balanchine entiende los peligros del color. (No obstante, algunos de sus críticos, han desestimado su imperturbable lógica del blanco y negro.) Los peligros, puede que no sean similares a aquellos ya discutidos respecto de la pintura y la escultura modernista, lo que significaría que a menos que el color (escenografía y vestuarios, por ejemplo) sea utilizado con una delicadeza exquisita; que sea modelado con mucha sutileza; podría llegar a sacrificarse la gracia óptica en función de la seductora diversión de la mera “teatralidad”. (Recuerdo, llegado este punto, lo que Kant exponía en su Crítica del Juicio sobre la diferencia entre Schönheit [lo bello] y das Reizende [lo agradable]). No comparto, sin embargo, la tesis kantiana de que el último sea estéticamente inferior; simplemente, creo, que es un tipo diferente de arte. Más bien, antes que el de Kant, rechazo el precepto de Fried acerca de que la “teatralidad” es una deficiencia estética, una debilidad. Me siento incapaz de encontrar un criterio final que pudiera elevar lo “formal” por sobre lo “teatral”. El color introducido de manera inadecuada, que produce un encantamiento mediante la ilusión teatral, simplemente destruirá la dramaturgia formalista del cuerpo (o bien, su materialidad [peso] necesita expresión o impone su presencia teatral como una realidad corpórea direccionada) cuando es más bien la opticalidad aquello que pide ser revelado mediante la suspensión sublime de la materialidad (peso). Entonces, si sostenemos la posibilidad del modernismo en Balanchine, debemos reconocer que su ascetismo en el color es un tema que tiene que ver con principios estéticos.

El escenario abierto familiar en las producciones de Balanchine, libre de utilería y decorados, e iluminado de manera casi uniforme con un telón de fondo cromáticamente homogéneo, es también una necesidad estética dentro del marco modernista.34 La puesta en escena debe permitir que las energías expresivas de la sintaxis de la danza se condensen y dispersen como corresponde. El decorado escénico tradicional, por el contrario, tiende tanto a atraer como a absorber (dentro de su propio espacio) esas energías, o más aún, obstruye el espacio de energías que debería mágicamente dispersar y elevar.

En resumen, trabaja con una lógica que es independiente de los imperativos internos de la sintaxis de la danza misma y que, muy fácilmente, puede contradecir la experiencia modernista. El telón de fondo cromáticamente simple, sin embargo, provee una iluminación uniforme para la danza. No hay ningún tipo de fuente de luz pictórica que constituya un espacio autónomo, poseedor de sus propias distinciones y composiciones figurativas. (Se podría ponderar aquí, el uso de la luz en las pinturas del Renacimiento flamenco y en las pinturas de Caravaggio). De este modo, los eventos de danza, en lugar de ser recubiertos y fragmentados dentro de un espacio generado externamente (real), se transforman en fuente cosntituyente dentro del interior de su espacio propio y total.

En Duo Concertant, un foco sobre los bailarines aleja un poderoso espacio

negativo –oscuridad- y los encierra dentro de una crisálida luminosa que condensa sus energías al mismo tiempo que niega al espacio fenoménico toda independencia constructiva y cualquier tipo de validez propia. Y si verdaderamente parece que los bailarines están bailando y creando un espacio existencial al que ocupan totalmente, puede casi parecer, además, que la misteriosa causalidad de esta creación es reversible, y que los movimientos de los bailarines son justamente las invenciones

34

El 25 de junio de 1973, publicación de New York, Alan Rich asegura que: “la razón principal por la cual el City Ballet está perdiendo relación con su público es que le fue permitido transformarse en una amplia pared blanca sobre la cual Balanchine dibuja sus infinitas variaciones sobre un solo tema”. Y, aunque admitamos que hay numerosas variaciones “sutiles”, que hacen que cada uno de los ballets sea único, Rich sostiene que “Hay demasiados parecidos entre todos los ballets de Balanchine” ¿Cuán ciego puede ser un crítico de ballet? Para conocer el célebre estilo Hollywoodense, del que Balanchine es capaz, basta citar su Stars and Stripes (1958). Bajo la luz de tal genio probado del ballet espectáculo, Rich debería haberse preguntado cuales serían los fundamentos estéticos para explicar porqué Balanchine no elige simplemente multiplicar el número de estos espectáculos.

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ópticas de una sobreviniente luminosidad. Un espacio de estas características –un espacio, total, abarcador, que es verdaderamente producido por la invención de los movimientos de la danza en sí mismos- aparecerá como óptico, desmaterializado mágicamente. En efecto, ese espacio no es nada en absoluto hasta el momento que llega a ser, sólo en (y sólo por) el momento en que un cuerpo humano lo atraviesa. No teniendo en sí mismo una permanencia ni sustancial ni temporal, puede ofrecer la repentina gracia de la eternidad sólo y en tanto sea atravesado y ocupado por la acción.

Tales son las necesidades de esta estética. “¡El formalismo de Balanchine!”... Sí, uno podría decir esto. Pero si hay alguna diferencia entre un artista que produce algunos ballets formalistas y un artista que simplemente es un formalista, entonces, en el arte de George Balanchine encontraremos, gracias a Dios, que su genio se remonta alto sobre los límites de cualquier posición que tomemos.

(1973)

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