la reforma en espaÑa en el siglo xvi -...

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1 PRESENTACION DEL LIBRO: LA REFORMA EN ESPAÑA EN EL SIGLO XVI (History of the Progress and Suppression of the Reform in Spain) Durante siglos, los cristianos que descubrían en la Palabra de Dios el consuelo de Su amor y Su gracia para salvación por medio del Evangelio, tuvieron que enfrentarse con la reacción de hombres impíos que por procedimientos violentos y crueles les condujeron, por medio de la persecución, a llevar existencias penosas, padeciendo injusticias y, en muchos casos, la misma muerte. Las fuerzas del mal intentan en todos los tiem- pos y con todos los medios disponibles silenciar la voz del Espíritu que grita desde las páginas de las Sagradas Escrituras las verdades del Evangelio de la gracia y de la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Pero hay otras páginas gloriosas. Son aquellas que escribie- ron con su sangre los mártires. Las biografías y mu- chas de sus penalidades han sido investigadas y recor- dadas por otros cristianos con el propósito de que tales ejemplos de fidelidad sirvan de estimulo a los nuevos creyentes para que permanezca siempre en su recuerdo la frase de Jesús: Si a mí me persiguieron también a vosotros os perseguirán (Jn. 15:20). La realidad de la persecución, en cualquiera de sus variantes, se producirá, en cualquier tiempo y lugar, cuando que la voz y las vidas de los discípulos de Jesucristo manifiesten ante el mundo los valores espirituales y morales inherentes al Evangelio. Cuando denuncian el pecado y la inmoralidad como manifestaciones de la rebeldía a reconocer a Dios y a la resistencia de los hombres para buscar la reconciliación con Él a través del único medio que Dios ha provisto, Jesucristo. No es extraño que Pablo advirtiese a Timoteo, y a todos nosotros, que cualquiera que decida vivir la vida cristiana en la forma que es propia de la piedad, padecerá persecución. Por ello no es insólito que esta máxima se haya repetido continuamente en la historia. Si el acoso comenzó desde las estructuras del judaísmo, llegando a reconciliar para este propósi- to a partidos y sectas tradicionalmente enfrentadas entre si, enseguida tomó el relevo el poder político imperante, Roma. La universalidad del mensaje cristiano conseguía penetrar sus estructuras y cambiar los presupuestos y valores que sostenían el ejercicio del poder y los hábitos sociales. Pero lejos de acallar la voz del Evangelio, la sangre de los mártires abría nuevas y más profundas grietas en el sis- tema pagano. Una alternancia entre persecución y tolerancia parecía más eficaz al instigador de las persecu- ciones, pero, a pesar de ello y durante dos siglos, el crecimiento en número de los seguidores de Jesu- cristo permanecía. Pero resultó ser mucho más efectiva la siguiente táctica: contaminar las estructuras cristianas con el cáncer de la ambición por el poder político, económico y social. De forma progresiva pero imparable se introdujo en las iglesias cristianas todo el artificio acumulado por las fuerzas de las

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PRESENTACION DEL LIBRO:

LA REFORMA EN ESPAÑA EN EL SIGLO XVI

(History of the Progress and Suppression of the Reform in Spain)

Durante siglos, los cristianos que descubrían en la Palabra de Dios el consuelo de Su amor y Su gracia para salvación por medio del Evangelio, tuvieron que enfrentarse con la reacción de hombres impíos que por procedimientos violentos y crueles les condujeron, por medio de la persecución, a llevar existencias penosas, padeciendo injusticias y, en muchos casos, la misma muerte.

Las fuerzas del mal intentan en todos los tiem-

pos y con todos los medios disponibles silenciar la voz del Espíritu que grita desde las páginas de las Sagradas Escrituras las verdades del Evangelio de la gracia y de la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Pero hay otras páginas gloriosas. Son aquellas que escribie-ron con su sangre los mártires. Las biografías y mu-chas de sus penalidades han sido investigadas y recor-dadas por otros cristianos con el propósito de que tales ejemplos de fidelidad sirvan de estimulo a los nuevos creyentes para que permanezca siempre en su recuerdo la frase de Jesús: Si a mí me persiguieron tambiéna vosotros os perseguirán (Jn. 15:20).

La realidad de la persecución, en cualquiera de sus variantes, se producirá, en cualquier tiempo

y lugar, cuando que la voz y las vidas de los discípulos de Jesucristo manifiesten ante el mundo los valores espirituales y morales inherentes al Evangelio. Cuando denuncian el pecado y la inmoralidad como manifestaciones de la rebeldía a reconocer a Dios y a la resistencia de los hombres para buscar la reconciliación con Él a través del único medio que Dios ha provisto, Jesucristo. No es extraño que Pablo advirtiese a Timoteo, y a todos nosotros, que cualquiera que decida vivir la vida cristiana en la forma que es propia de la piedad, padecerá persecución. Por ello no es insólito que esta máxima se haya repetido continuamente en la historia.

Si el acoso comenzó desde las estructuras del judaísmo, llegando a reconciliar para este propósi-

to a partidos y sectas tradicionalmente enfrentadas entre si, enseguida tomó el relevo el poder político imperante, Roma. La universalidad del mensaje cristiano conseguía penetrar sus estructuras y cambiar los presupuestos y valores que sostenían el ejercicio del poder y los hábitos sociales. Pero lejos de acallar la voz del Evangelio, la sangre de los mártires abría nuevas y más profundas grietas en el sis-tema pagano.

Una alternancia entre persecución y tolerancia parecía más eficaz al instigador de las persecu-

ciones, pero, a pesar de ello y durante dos siglos, el crecimiento en número de los seguidores de Jesu-cristo permanecía. Pero resultó ser mucho más efectiva la siguiente táctica: contaminar las estructuras cristianas con el cáncer de la ambición por el poder político, económico y social. De forma progresiva pero imparable se introdujo en las iglesias cristianas todo el artificio acumulado por las fuerzas de las

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tinieblas, en siglos de pecado y de conocimiento de la naturaleza humana, hasta conseguir que la luz del Evangelio se fuese haciendo en el mundo cada vez más tenue, hasta que prácticamente sobrevino la noche. Las tinieblas duraron varios siglos hasta que, la misericordia y fidelidad de Dios, obrando por su Espíritu, resplandeció nuevamente con una fuerza irresistible en algunos corazones de “tierra buena”, para la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el mundo.

Jonh Fox nos relata en su Libro de los Mártires algunas de las vicisitudes y penalidades por las

que tuvieron que pasar muchas de las personas a causa de su fe en Cristo. El principal y más prolonga-do ejecutor de la crueldad fue un poder satánico que se había desarrollado y exaltado a un trono falso. La impostura mayor y más original consistió en pretender que era el trono legítimo del mismo Dios establecido para los hombres. De este modo ejercieron un omnipotente poder sobre vidas, haciendas y conciencias, como si del mismo Dios se tratase, ó más textualmente como Sus vicarios. Pero sus obras eran malas. Sus frutos declaraban que eran lobos rapaces, y que no estaban dispuestos a renunciar al trono mientras dispusiesen de posibilidades para reprimir, silenciar y suprimir a cualquiera que lo pu-siese en riesgo.

Al libro de Fox hubo que seguir añadiéndole páginas, que crecían juntamente con el número

glorioso de los mártires y perseguidos por la fe. Protestantes de las más diversas condiciones y apela-tivos fueron constituidos espectáculo en el mundo, y sus ecos han llegado hasta nuestros días.

Si Fox, y las páginas que a su obra fueron añadidas, pasa de puntillas por la persecución en Es-

paña, no es menos cierto que muchos de nuestros antepasados españoles escribieron también con san-gre algunas páginas brillantes, emotivas y dramáticas de la historia de los discípulos de Jesús. El tes-timonio de sus vidas y circunstancias fue objeto de estudio y recopilación por parte de varios historia-dores, principalmente en el siglo XIX. Adolfo de Castro, escribió en inglés en 1847 el libro Historiade los protestantes españoles y su persecución por Felipe II. Más ó menos por aquellas mismas fechas, Luis de Ussoz y Río, juntamente con Benjamín Wiffen, habían logrado hacer una recopilación de las principales aportaciones literarias de los reformadores españoles, bajo el título”Reformistas”.

Una parte importante de los datos históricos relacionados con la persecución española habían

sido ya recogidos en 1567 por Reinaldo González en su obra Sanctae inquisitionis Hispanicae ar-tes… a la que se habían añadido nuevas investigaciones por autores tales como: Geddes, Gerdes, van Haemstede ó Llorente.

En España, en 1887, el historiador católico Marcelino Menéndez Pelayo publicó su exhaustiva

Historia de los Heterodoxos Españoles. A pesar de estar desarrollada desde una perspectiva ultra romanista, ni siquiera las grandes dosis de sectarismo vertido en sus páginas han podido apagar el brillo refulgente de las principales figuras de aquellos creyentes que descubrieron al verdad del Evan-gelio.

Nuestro querido y admirado hermano, Emilio Martinez, allá por 1896, recogió en su obra Re-

cuerdos de Antaño, de una forma novelada y amena, pero documentada, las biografías y vicisitudes de los principales mártires y perseguidos españoles en el siglo XVI.

Finalmente, el holandés M.F. van Lennep, publicó en 1901, su De Hervorming in Spanje in

de zestiende eeuw. Esta obra fue traducida al español por Jorge Fliedner, y publicada bajo el título de La Historia de la Reforma en España en el Siglo XVI.

Pero años antes, en 1829, el escocés Thomas M’Crie (Senior) se interesó desde su país en la re-

copilación de datos relativos a la historia de la reforma en España, lo cual plasmó en un libro titulado: History of the Progress and Suppression of the Reform in Spain. Es el libro que nos com-placemos en presentar a contginuación.

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Thomas M'Crie(Padre), nació en Dense (Escocia) en 1772, hijo de un comerciante y una granje-ra piadosos, ambos pertenecientes a la iglesia Presbiteriana, de la rama de los Antiburgher Seceders. Desde muy joven, Thomas, tuvo una notable inclinación hacia el estudio y el trabajo en la obra cristia-na.

M'Crie fue un erudito historiador, pero sobre todo fue un predicador y ministro incansable de la

causa del Evangelio. Su gran amor a la verdad y a las declaraciones de las Sagradas Escrituras le valie-ron para alcanzar una reconocida reputación como predicador, pero también se vio envuelto en nume-rosos problemas en su ministerio incluso con su misma denominación, de la cual llegó a ser expulsado por su independencia y firmeza a los principios de la reforma. Pero el incidente no redujo en lo más mínimo su dedicación a la obra y a la causa del evangelio en Escocia, sino que conservó su prestigio en medio del pueblo cristiano hasta su muerte en 1832.

Como autor literario, M’Crie, es muy conocido por su Life of John Knox, una biografía reivin-

dicativa de la figura y obra de Knox. Además escribió numerosos artículos, así como los siguientes libros: una biografía de Andrew Melvilla (Life of Andrew Melvilla); Two Discourses on the Unityof the Church, Her Divisions, and Their Removal (1821); History of the Progress andSuppression of the Reformation in Italy (1827) y la History of the Progress and Suppression ofthe Reformation in Spain, así como una biografía inconclusa de John Calvin.

Después de un relato bien escrito y documentado de los hechos acaecidos en España, el autor

concluye al final de su libro con un demoledor informe sobre la influencia que la política represiva instaurada en España por la llamada Santa Inquisición y sostenida por los diferentes gobiernos, ha tenido sobre el desarrollo económico, social, moral, académico, y religioso de la sociedad española, contemplada desde su perspectiva, que no olvidemos está situada en 1829.

Escribe M’Crie: “Pero lo que permite hacer los peores augurios para España es, más que

cualquier otra cosa, que no posee una clase animada por el espíritu de esa reforma a la cual los estados libres de Europa deben principalmente sus privilegios políticos”.

De aquellos barros, estos lodos. Dice el autor en otro lugar: “Aún más deplorables son los

efectos producidos sobre el carácter y la moral nacionales”. Y en otro: “En religión, los habitantes de España se dividen ahora en dos clases: fanáticos y simuladores, no hay clase intermedia”. Ciertamente hemos podido comprobar muchos años después que el romanismo que ejercitó su actividad represora en España, durante siglos, alimentó de forma especial unos sentimientos anticlericales que arraigaron en una importante parte de la población española. Esta animadversión en muchas etapas se “disimulada” por el temor, pero no dejaba de acumular rencor. En el silgo XIX, se vivió en España una lucha continuada entre la iglesia romana por conservar sus privilegios y las fuerzas políticas liberales por recortarselos. La desamortización de Mendizabal y la ¡por fin! supresión del Tribunal de la Santa Inquisición fueron dos hitos importantasí como, en algunas etapas, se pudo llevar una libertad religiosa a los textos constitucionales. Pero la resistencia católica ante la pérdida significativa de su poder político y económico, enconó la situación. Los liberales llegaron a ser desbordados por las fuerzas radicales de los movimientos revolucionarios y ateos que nacían en Europa. Estos movimientos consiguieron un ràpido efecto de implantación y arrastre entre las masas descreídas, que solo habían sido católicas en apariencia, y por temor. En el campo de cultivo de la intransigencia y la ignorancia de las políticas del pasado brotó rapidamente la semilla del anticlericalismo habilmente sembrada por los revolucionarios ateos. La falsa apariencia del país más católico de la tierra hizo que, una vez quitada la careta de la simulación, se produjese una feroz e implacable persecución religiosa contra el catolicismo. Una de las mayores persecuciones religiosas del siglo XX: Entre los años 1932 y 1939 fueron asesinados en España 7.800 religiosos y religiosas católicos por el hecho de serlo y fueron quemadas numerosas iglesias y conventos.

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Sin embargo, la caida de las tropas y el gobierno revolucionario del Frente Popular, en la guerra civil, a manos del llamado Frente Nacional, reavivó el fuego de los fanáticos, instaurando el nacional-catolicismo que, además de tomarse una revancha sangrienta por la persecución padecida, pretendió y consiguió durante un cierto tiempo convertir a España en el sueño de Menendez Pelayo: martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra...”, descargando nuevamente su mano, sobre un débil, pacífico e insignificante pueblo evángelico español, al que sometieron a todo tipo de tropelías, mayormente en los primeros 17 años del régimen.

Sin embargo, esta vista al pasado desde la tribuna de una sociedad democrática y del estado de

libertades y derecho en el que vivimos, por remota y lejana que nos parezca, bajo ningún modo puede hacernos perder la perspectiva de que la persecución no era un objetivo en si misma, sino un instrumento destinado a un fin: Apagar el evangelio. Y que “el principe de este mundo” (Jn. 14:30) sigue persiguiendo el mismo fin, aunque cambie de tácticas: En nuestra presente y democrática situación, la tactica consiste en dejar que la sal de la tierra se disuelva en el mundo hasta que pierda su sabor. Si lo consigue, entonces ya no valdra para otra cosa sino para ser echada fuera ypisoteada por los hombres (Mt. 5:13). La desgracia es que hay muchos llamados evangélicos ó protestantes cooperando para que así sea y, por el contrario, no parece haber, en la España actual, muchas personas que esten dispuestas a escribir nuevas páginas en el libro de los mártires… ni conten-diendo ardientemente por la fe que fue dada a los santos, ni queriendo vivir piadosamente en Cristo, hoy. (Jud. 3 con 2Tim. 3:12)

Pablo Blanco – Noviembre 2006.

N O T A D E G R A T I T U D

En enero de 2006, un querido hermano hispanoamericano al que he conocido a través de

Internet, llamado Victor Enrique Bredy, me comentó que había heredado de su padre, ya con el Señor, una extensa biblioteca entre cuyas obras encontró una que le había llamado la atención. Se trataba de un libro titulado La Reforma en España en el siglo XVI, en el que había encontrado una información verdaderamente sustanciosa y provista de muchos datos históricos sobre la historia de la Reforma en España.

Me dijo que se trataba de un ejemplar de la primera traducción al español, realizada en Buenos

Aires en 1942, de la obra escrita por el historiador, predicador y pastor escocés Thomas M’Crie (padre), en 1829. Y su corazón generoso le llevó a regalarme el ejemplar. Gracias a él, yo he decidido reeditar el libro en formato electrónico para que todo el pueblo cristiano hispano-hablante puede leerlo y compartirlo de forma gratuita. Creo que era mi deber y una parte inevitable del mandamiento de dar a otros de gracia, lo que de gracia hemos recibido (Mt. 10:8). De esta forma pasará junto con otras joyas a formar parte de la Biblioteca de nuestra Web, www.jeitoledo.com

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TOMAS M’CRIE

HISTORIA DE LA

REFORMA EN ESPAÑA EN EL

SIGLO XVI

Vertida del inglés por

ADAM F. SOSA

Título original:

History of the Progress and Suppression

of the Reformation in Spain (1829)

Imprenta Metodista – Fragata Pte. Sarmiento 1685. Buenos Aires.

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INDICE

Prólogo del traductor………………………………………. 7 BOSQUEJO DE LA HISTORIA ECLESIASTICA DE ESPAÑA ANTERIOR A LA EPOCA DE LA REFORMA,. 9 DEL ESTADO DE LA LITERATURA EN ESPAÑA AN- TES DE LA ERA DE LA REFORMA, …………………… 29 DE LA INQUISICION y OTROS OBSTACULOS A LA REFORMA EN ESPAÑA, ………………………………... 39 INTRODUCCION DE LA DOCTRINA REFORMADA EN ESPAÑA, ……………………………………………... 57 CAUSAS DEL PROGRESO DE LA DOCTRINA REFOR- MADA EN ESPAÑA, ……………………………………. 78 PROGRESO DE LA REFORMA EN ESPAÑA,…………. 90 SUPRESION DE LA REFORMA EN ESPAÑA, ………… 102 LOS PROTESTANTES EMIGRADOS DE ESPAÑA, …… 142 EFECTOS QUE PRODUJO EN ESPAÑA LA SUPRESION DE LA REFORMA, ……………………………………….. 153

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Prólogo del traductor

El prefacio de la edición original de esta obra está fechado en Edimburgo, el 23 de oc-tubre de 1829, Y ésta es la primera traducción que se hace de ella al castellano. Varias son

las consideraciones que nos han inducido a ello, y cualquiera de ellas, por sí sola, justifica ampliamente esta publicación de un libro que algunos tal vez se sintieran tentados a hacer a

un lado al conocer su antigüedad. Pero con los libros acontece, como con toda obra de arte,

que si son realmente valiosos, su valor se acrecienta con el tiempo.

Esta es una obra histórica. Abarca el infausto período en que la Inquisición dominó en España. El autor lo estudia con una sobria objetividad. a base de documentos genuinos. Para

empezar, se sirve de dos obras anteriores reconocidamente célebres: Algunas Artes de la

Inquisición Española, por Reinaldo González de Montes (Montanus), protestante, e Historia

Crítica de la Inquisición Española, del autor católico Juan Antonio Llorente, que fuera se-cretario del Santo Oficio en Madrid. Además, menciona expresamente el privilegio de haber

tenido acceso a una obra rara en sus días: De Vestigiis Lutheranismi in Hispania, por Biis-ching, existente en la Biblioteca de la Universidad de Gottinga, así como a un ejemplar de la

obra de Cipriano de Valera: Dos Tratados, del Papa y de la Misa, difícil de obtener. Cada

una de sus afirmaciones está ampliamente documentada, y el lector estudioso hallará una

gran ayuda en las copiosas notas que complementan el texto y que, con sus numerosas refe-

rencias a una enorme variedad de libros y documentos, testifican la seriedad de la labor de

investigación a que el autor se consagró. N o se ha publicado todavía otra obra sobre la Re-

forma y la Inquisición en España que pueda igualarse a ésta en erudición.

Es una obra de tesis. Contra la opinión tan difundida como falsa, de que el romanismo

es consubstancial con el hispanismo, el autor asienta sobre base rigurosamente histórica su

tesis de que, lejos de ser así, el espíritu verdaderamente español se mantuvo durante siglos en

abierta rebeldía contra las pretensiones de la sede romana.

En realidad, de los XIX siglos transcurridos desde que España fuera cristianizada, más

de la mitad los vivió prácticamente independiente de Roma, y sólo apelando a toda suerte de

recursos e instrumentos, entre los cuales destaca su negra silueta la máquina horrenda de la Inquisición, fué como consiguió el papado avasallar las libertades de los reinos ibéricos, so-

metiéndolos a esa esclavitud política al par que espiritual, que es fuente de la mayoría de los males que hoy afligen a España.

Es una obra de actualidad. Desgraciadamente las condiciones actuales de España no

son las más adecuadas para la propagación de la fe evangélica. Triunfante la reacción cléri-

co-militar que anegó en sangre fraterna el solar hispano, hace apenas un lustro, hay quienes

sueñan con una nueva Edad Media para su patria; el obscurantismo ha gritado "¡Muera la

inteligencia!", y el "dolor de España" que se llevara a la tumba a Unamuno, roe los corazo-nes de muchos españoles expatriados porque su inteligencia ofendía a la barbarie entroniza-

da. y hubieran tenido que pagar esa ofensa con la vida. Los evangélicos que en España for-man una minoría selecta desde el punto de vista moral y espiritual, padecen lo que sólo Dios

sabe, por falta de libertad para practicar su culto, y sólo el tiempo dirá cuántos fueron los

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que pagaron con su vida, como aquellos de hace cuatro siglos, el crimen de haberse permiti-do pensar libremente. Quiera Dios levantar entre los que quedan muchos Julianillos, Cons-

tantinos y Leonoras dispuestos a mantener su fe aun a costa de su vida. ¡Ojalá este libro lle-gue a ellos para alentarles con el recuerdo de sus ilustres hermanos de ayer, en cuyas huellas

están siguiendo con valor! Y ojala muchos, españoles y no españoles, se sientan inspirados

por el relato de tanto heroísmo como rebosa de estas páginas, a buscar en el evangelio puro

de Cristo el secreto de esa verdadera libertad que hace libre al hombre aunque esté en cade-

nas.

Finalmente, no es el menor de los méritos de esta obra su valor literario. Escrita en el

terso y flexible inglés de principios del siglo XIX, hemos procurado en lo posible no alterar el

estilo del autor al verter su pensamiento al idioma castellano. Válganos la intención, amigo

lector, como disculpa por las imperfecciones que se hallaren.

Agosto de 1942.

A. F. S.

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CAPITULO I

BOSQUEJO DE LA HISTORIA ECLESIASTICA DE ESPAÑA ANTERIOR A LA EPOCA DE LA

REFORMA

Casi todo pueblo abriga algunas opiniones erróneas con respecto a su historia primitiva, nacidas de la vanidad y alimentadas por la ignorancia y la credulidad. A menudo son opinio-nes inofensivas; y, aunque suministran materia para los comentarios humorísticos de los ex-tranjeros, incitan a los más investigadores y liberales de sus miembros a emplear sus talentos en tratar de separar la verdad de las fábulas, realizando pacientes investigaciones con criterio imparcial. Pero, a veces, son de carácter muy distinto, y han llegado a provocar consecuencias de la peor especie, imponiendo al pueblo una esclavitud espiritual y política, levantando obs-táculos insuperables en el 'camino de su progreso, propagando sentimientos tan opuestos a la paz doméstica como a la tranquilidad nacional. y convirtiendo su vida en una calamidad para sí mismos y un azote para los demás.

Si bien los españoles no han sostenido, con respecto a su remota antigüedad, pretensio-nes tan extravagantes como las que han puesto en ridículo a los habitantes de algunos otros países, han caído desgraciadamente bajo la influencia de prejuicios nacionales igualmente desprovistos de fundamentos válidos, y mucho más perniciosos por su tendencia. Todo verda-dero español está dispuesto a jactarse de la pureza de su sangre, o, según la frase corriente en aquel país, de ser "cristiano viejo, libre de toda mancha en su ascendencia." En España, el más ínfimo paisano o artesano considera degradante tener en sus venas el menor rastro de sangre judía o mora, aunque provenga del más remoto de sus antepasados conocidos, por la línea masculina o la femenina. Ser descendiente de la raza “de la cual, según la carne, vino el Cris-to", o de cristianos que hayan incurrido en la reprobación de un tribunal cuyo lema es el re-verso del de Aquel que "no vino para destruir las vidas de los hombres, sino para salvarlas", se considera una desgracia mayor que descender de salvajes o paganos, o de alguien a quien la justicia hubiera aplicado la última pena por el más horrendo de los crímenes. "Verdaderamen-te creo", dice un escritor español moderno que a veces sonríe tristemente ante los prejuicios de sus compatriotas- "que si San Pedro fuera español, o se negaría a admitir en el cielo a gen-tes de sangre mixta, o las enviaría a un rincón, donde no ofendieran la vista de los cristianos viejos".1

Nosotros podríamos ir más lejos y decir que, si un español estuviera a cargo de las lla-ves del cielo, el mismo San Pedro, y todos los apóstoles con él, serían confinados a un rincón. Fácil es imaginar cuán miserable se sentirán las personas y familias que, a su juicio o el de sus vecinos, estén afectadas por una deshonra debida a circunstancias tan ajenas a su voluntad; y qué amargos rencores deben haberse engendrado en los corazones de individuos y razas obli-gados a vivir juntos, tanto en tiempo de paz como de guerra.

Empero, cuando se examinan los anales de la antigüedad, se descubre la verdad de que en ningún otro país de Europa ha sido tan grande la mezcla de razas como en España: íberos, 1 Cartas de España, por Leocadio Doblado, pág. 30.

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celtas, carta, romanos, griegos, godos, judíos, sarracenos, sirios, árabes y moros. Los españo-les se esfuerzan sobre todo en negar su parentesco con los judíos y los moros; sin embargo, en los tiempos antiguos, sus reyes cristianos no tenían escrúpulos en subscribir alianzas con los soberanos moros de Granada, presentarse en sus torneos y aun bajo sus estandartes. Hacia mediados del siglo XV los poetas y romanceros españoles celebraban la hidalguía de los "ca-balleros de Granada, hidalgos aunque moros.”2 No era suceso poco común entre los cristianos de España que se unieran en matrimonio con judíos o moros; y la ascendencia de muchos de los grandes y nobles se remonta a esas "ramas carcomidas", según lo prueba el Tizón de Es-

paña, un libro que ni las influencias del gobierno ni el terror de la Inquisición pudieron hacer desaparecer por completo.3 Tampoco merece mayor crédito la opinión, que por tanto tiempo ha prevalecido en. la Península, de que sus habitantes se han mantenido limpios de toda man-cha de herejía y conservado pura e inviolada la fe desde que llegó a ellos el cristianismo.

El estado de la Iglesia en España durante las épocas antiguas es muy poco conocido. Los escritores modernos de esa nación han cuidado de ocultar o mencionar apenas aquellos pasajes de su historia que pudieran herir los sentimientos o disminuir los prejuicios de sus compatriotas. Los extranjeros, por su parte, no teniendo acceso a los documentos originales, o poco inclinados a la tarea de escudriñados, se conformaron generalmente con la información suministrada por los libros corrientes; y sabiendo que los españoles se han distinguido por su celo por la Sede de Roma y la fe católica, durante los últimos tres siglos, el público, por con-senso general, adoptó la prematura conclusión de que siempre había sido así, desde el prin-cipio. A fin de corregir tamaños errores y de suministrar datos para un juicio más exacto, pa-récenos conveniente presentar en forma más extensa de la que de otra manera hubiera sido necesaria, el estado de la religión en España antes de la Reforma.

La historia eclesiástica de España durante los tres primeros siglos puede reducirse a dos hechos ciertos: que la religión cristiana fué introducida en el país muy temprano; y que en todas partes del mismo se formaron iglesias, a pesar de las persecuciones que a intervalos debían soportar. Lo demás son fábula o conjetura. Una tradición muy popular entre los espa-ñoles es la de que Santiago, el hijo de Zebedeo, predicó el evangelio por primera vez a su an-tepasados; opinión que se ha identificado en tal forma con la fe nacional, que se han visto obligados a dar testimonio de su verdad aun escritores que estaban íntimamente convencidos de las bases precarias de la misma. La ingenuidad de los ardientes partidarios del papado se ha visto en figurillas ante la obstinación con que los habitantes de la Península han sostenido una presuposición tan peligrosa para las pretensiones de San Pedro y de Roma. Unas veces han puesto de manifiesto la futilidad de los argumentos aducidos en su apoyo; otras veces han admitido que podría admitirse como una opinión probable, basada en la tradición. Ya sostie-nen que el temprano martirio del apóstol excluye toda posibilidad de semejante viaje; ya ofre-cen su ayuda a los españoles para resolver esta dificultad y "eludir la objeción", sugiriendo, con habilidad realmente italiana, que el Espíritu pudo llevar al apóstol, de Palestina a España, y después de cumplida su misión, devolverlo con tal velocidad que llegó a Jerusalén a tiempo para recibir la corona del martirio.4 Mediante semejantes artilugios lograron por fin resolver la

2 Sismondi, Historia de la Literatura del Sud, vol. 1. 99: III, 113, 214. 3 Llorente, Historia Crítica de la Inquisición, tomo I, pref. pág. XXVI. Cartas de Doblado. 30, 31. 4 "Neque illud sileo (dice Cennius) quod Apostolis veredi non erant opus, ut terrae ambitum circumirent.

Spiritus enim Domini, a quo Philippum fuisse raptum constat post baptizatum Eunuchum, etiamsi Jacobum rapuisse in Hispaniam non dicatur, non enim omnia scripta sunt. objectionem istam eludit." En forma algo seme-jante ha contribuido el benéfico Presbítero del Vaticano a conducir el cuerpo muerto del apóstol, de Jerusalén a España. (Cajetani Cenni de Antiquitate Ecclesiae Hispanae Dissertationes, tomo I, págs. 35, 36. Romae, 1741.)

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controversia, de la siguiente manera: que de acuerdo con la unánime tradición antigua, los primeros siete obispos de España fueron ordenados por San Pedro y enviados por él a la Pe-nínsula; pero, que es probable que hubieran sido convertidos a la fe cristiana por Santiago, quien los a Roma para que recibieran las sagradas del príncipe de los apóstoles: de todo lo cual se infiere que Santiago fué el primero en predicar el evangelio a los españoles, pero San Pedro fue el fundador de la iglesia de España.5 Dejando de lado tan fabulosos relatos, que sólo sirven para mostrar la credulidad humana y la facilidad con que se la aprovecha mediante artificios y arterías, pasemos al período de la historia auténtica.

Los hechos que hemos de presentar pueden agruparse en tres divisiones: la doctrina de la Iglesia antigua de España, su gobierno y su culto.

I. Ciertas creencias que por consentimiento general han sido consideradas heréticas, tan-to dentro como fuera de aquella Iglesia que arroga el título de católica, brotaron repetidamente en España, y en algunos casos se extendieron por todo el país. En el siglo IV, Prisciliano, na-tural de Galicia, fundó una nueva secta que sostenía los principios de los maniqueos y los gnósticos. Esta secta hizo muchos prosélitos, incluso algunos obispos, y subsistió en España durante doscientos años.6 Cuando se jactan de la pureza de su sangre los españoles parecen olvidar que sus antepasados góticos eran arrianos, y que el arrianismo fué el credo dominante y reconocido en el país durante casi dos siglos.7 Aun después de adoptar la doctrina católica común durante el reinado de Recaredo, hacia finales del siglo VI, España no mantuvo incon-taminada por mucho tiempo su fe. Pasando por alto la expansión del nestorianismo y otras sectas notorias,8 allí nació, en el siglo VIII, otra herejía, llamada adopcionista porque sus dis-cípulos sostenían que Cristo era hijo adoptivo de Dios. Esta opinión fué lanzada por Elijando, arzobispo de Toledo y primado de la iglesia española: fué defendida vigorosamente por Félix, obispo de Urgel un prelado muy hábil; y se sostuvo durante un tiempo considerable, a pesar de haber sido condenada por varios concilios apoyados en la erudición de Alcuino y la autori-dad de Carlmagno.9

5 Ibid. Diss. I, cap. 2. Un curioso ejemplo de los manejos a que se refiere el texto se ve en las alteraciones

hechas al Calendario Romano. El cardenal Quignoni obtuvo que se hiciera la siguiente inserción en la Rúbrica, referente a Santiago el Mayor: "Fué a España, y predicó allí el evangelio, según la autoridad de San Isidoro." (Breviarum Pablo III). Más tarde se hizo un cambio más agradable para los españoles: "Habiendo viajado por España y predicado el evangelio allí, volvió a Jerusalén." (Brev. Pío V). Pero no satisfaciendo esto al cardenal Baronius y otros en Roma, fué cambiado en la siguiente forma: "Es tradición de las iglesias de aquella provincia que él visitó a España e hizo allí algunos discípulos." (Brev. Clemente VIII). Si la expresión anterior ofendía a Roma, esta última causó aun más ofensa en España. Todo el reino se indignó; y su Majestad Católica envió car-tas y embajadores al Papa protestando por la indignidad que se había cometido con España. Al fin se redactó de común acuerdo la fórmula siguiente, que es la que continúa en el Calendario: "Habiendo ido a España, hizo allí algunos convertidos a Cristo, siete de los cuales, siendo ordenados por San Pedro, fueron enviados a España como sus primeros obispos." (Brev. Urbano VIII)

6 Sulpitius Severus, Hist. Sacra, lib. II, cap. 60. Nicol. Antonius. Bibliotheca Hispana Vetus, curante Franc. Pérez Baleiro, tomo I, págs. 168-172. Cenni de Antiq. Eccl. Hisp. Diss., tomo I, pág. 212.

7 Gregorio de Turon, Hist. Franc., Libro VIII, cap. 46. Nic. Antonius, ut supra, pág. 294. Cenni. Diss. III, cap. 1 y 2.

8 "Neque hi tantum errores in Hispaniis pervagabantur. sed quicquid novae heresis emergebat, in easdem admittebatur." (Cenni, I, 213.)

9 Rodríguez de Castro, Bibliotheca Española, tomo Il. pág. 406-411. Nic.Antonius, ut supra, pág. 440-446. Mosheim supuso que Félix era un obispo francés, y colocó su diócesis en Septimania. (Eccl. Hist. cent., VIII, parte II, cap. V, secc. 3.) Septimania era una antigua provincia de la Galia Narbonense, llamada ahora Langue-doc: pero Urgel es una ciudad de Cataluña, y los condes de Urgel desempeñaron un papel no poco prominente en

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Tampoco faltaron, en los primeros tiempos, españoles que sostuvieran algunas de las principales opiniones que más tarde habían de abrazar los reformadores protestantes. Claudio, obispo de Turín, que floreció en el siglo IX y se distinguió por sus valiosos trabajos de exége-ta, era español. Su decidida condenación del culto de las imágenes y de la veneración de las reliquias y sepulcros de los santos, junto con su resistencia a la autoridad eclesiástica que im-ponía tales prácticas, ha expuesto la memoria de este piadoso y erudito sacerdote alodio im-placable de todos los devotos de la superstición y el despotismo espiritual.10 En apoyo de su dogma principal, Claudio podía invocar la autoridad de uno de los más venerables concilios de su iglesia nativa, que ordenó que no hubiese imágenes en los templos ni se pintara en las paredes nada que pudiera ser objeto de veneración o adoración.11

Galindo Prudencio, obispo de Troyes, fué un compatriota y contemporáneo de Claudio. Su erudición era superior a la de la época en que vivía; y la comparativa pureza de su estilo literario es un testimonio de su familiaridad con los escritos de los antiguos clásicos. Habien-do fijado su residencia en Francia, gozaba de la confianza de Carlomagno, quien le confió la visitación y reforma de los monasterios. En la controversia sobre la predestinación, que en ese entonces dividía al clero francés. Prudencio defendía a Gottschalk contra Hinemaro, arzobispo de Reims, y el renombrado escolástico Juan Escoto Erígena. Las convicciones que Prudencio sostenía sobre esta cuestión se parecen notablemente a las que la iglesia de Roma ha condena-do después en las obras de Lutero y Calvino.12

II. A principios del siglo IV, la iglesia española no reconocía otros funcionarios que los obispos, los presbíteros y los diáconos.13 Le eran ajenas tanto las órdenes superiores de me-tropolitanos y arzobispos, como las menores de subdiáconos y lectores. Su disciplina se carac-terizaba entonces por su severidad y aun rigor, que se relajaron palpablemente cuando el go-bierno de la iglesia adoptó el patrón del imperio, después que Constan tino abrazó el cristia-nismo.14 Este cambio, sin embargo, se introdujo en España más lentamente que en otros paí-ses. La iglesia de África se preocupaba por conservar la paridad del poder episcopal, contra las usurpaciones de los metropolitanos; y los obispos españoles, que desde muy antiguo ma-nifestaba una alta estima por las normas y prácticas africanas, manifestaron por mucho tiempo la misma preocupación.15 La antigua iglesia de España fué ajena en absoluto a la supremacía de los obispos de Roma, y no existe ninguna prueba fehaciente de que, durante los ocho pri- las guerras predatorias de la edad media. (Vaisette, Hist. Gen. de Languedoc, tomo III, págs. 108, 145. Preuves, p. ig. 206.)

10 Nicolás Antonio cree necesario dar una explicación formal por la inclusión de Claudio en su biografía ge-neral de escritores españoles, y lo llama "pudendum genti nostrae plusquam ce!ebrandum, hominis Hispani no-men." (Bibl. Hisp. Vet. tomo I, pág. 458.) Una lista exacta y completa de las obras de Claudio, impresas y ma-nuscritas, se encuentra en la Bibliotheca Mediae et Infimae Aetatis, por Alb. Fabricius, tomo I, pág. 388.

11 "Placuit picturas in Ecclesia esse non debere, ne quod colitur vel adoratur. in parietibus pingatur." (Concil. Illiberit. can. XXXVI, anno 305.)

12 Duchesne. Hist. Francor. Seript., tomo III, pág. 212. Barthii Adversaria, lib. XVIII, cap. 11; lib. XLIV, cap. 19. Las obras de controversia de Galindo Prudencia permanecieron en manuscrito hasta que, durante la controversia jansenista, fueron publicadas algunas de ellas por Gilberto Mauguin, en una colección de tratados valiosos e interesantes, bajo el titulo: Veterum Auctorum, qui nono seculo de praedestinatione et gratia seripse-

runt, Opera et Fragmenta, 2 tomos, París, 1650; una obra que los teólogos conocen menos de lo que debieran. 13 Concil. Illiberit. can. 18, 19; anno 305. 14 Cenni, 1. 69; cf. 142-144. 15 "Ut primae sedis Episcopus non apelletur princeps sacerdotum, aut summus sacerdos, aut aliquis

hujusmondi, sed tantum primae sedis Episcopus." (Cod. African. can. 39.) El lenguaje de los padres de Toledo concuerda con esto: "Statuimus; ut frater, et coepiscopus noster, Montanus, qui in Metropoli est, etc." (Concil. Tolet. II, can. 5.)

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meros siglos, les reconociera el derecho de inmiscuirse en sus asuntos internos.

Los títulos de papa o padre, obispo apostólico y obispo de la sede apostólica, al princi-pio se aplicaban indistintamente a todos los que estaban investidos de la dignidad episcopal.16 Y cuando su uso se restringió, continuaron todavía siendo compartidos por varios obispos.17 Los obispos de Roma adquirieron pronto una alta estimación entre sus hermanos, debido a la dignidad de la ciudad de su residencia, al número de clérigos que estaban bajo su autoridad, y al hecho de que algunos de entre ellos se hubiesen destacado por la santidad de sus vidas; a lo que debe agregarse la opinión, que pronto se generalizó, de que eran sucesores de San Pedro. En asuntos concernientes a la religión en general, o en cuestiones difíciles relacionadas; con la administración interna, era práctica común recurrir al consejo de las iglesias extranjeras, aun las de ultramar, y en tales se consultaba también a los obispos de Roma, pero sin excluir a los demás. En un concilio celebrado en Cartago, los obispos africanos convinieron en seguir el consejo de los obispos Sirinio, de Roma, y Simplicio, de Milán, sobre la cuestión de los dona-tistas; y en en concilio subsiguiente, convinieron en consultar a Anastasio y Venerio, obispos de las mismas diócesis, sobre la controversia respecto a la validez del bautismo de los here-jes.18 La iglesia española también estaba de acuerdo con esta práctica.19 En realidad, en aquel entonces los obispos de Roma repudiaban las pretensiones que más tarde habían de expresar con tanta arrogancia. El mismo Gregorio el Grande, cuando se vió en peligro de verse eclip-sado por su rival oriental, lo reconoció en las memorables palabras que tanto han molestado a sus sucesores y apologistas. Hablando del título de patriarca universal, que había asumido el obispo de Constantinopla, dice: "Lejos esté de los corazones de los cristianos este nombre de blasfemia, que priva de sus honores a todo el sacerdocio mientras se los arroga uno solo. Nin-guno de mis predecesores hubiera consentido en usar ese término profano, pues si a un pa-triarca se le llama universal, se priva a los demás del nombre de patriarcas. "20

Pero existen pruebas positivas de que la antigua iglesia de España conservó su indepen-dencia y se guardó de toda intervención de la sede romana o de cualquier otra autoridad ex-tranjera. Sea cual fuere nuestra opinión sobre el disputado canon del Concilio de Sardis, en lo que se relaciona con sus referencias al obispo de Roma,21 lo cierto es que un concilio africano, reunido en Mela en el año 416, resolvió que, si algún clérigo tenía una disputa con su obispo, podía llevada ante los obispos vecinos; pero si no juzgaba conveniente someterse a su deci-sión, no podría legalmente apelar sino a un concilio africano o a los primados de las iglesias africanas.22 De acuerdo con el espíritu de este canon, aunque con algunas diferencias de de-talle, el noveno concilio de Toledo, en el año 655, determinó que del obispo se podría apelar al metropolitano, y de éste a la real audiencia, regla que fué confirmada por un concilio poste-

16 Thomasinus, De Benefie., parte I, lib. I, cap. 4. Papa Cipriano, papa Agustin, papa Alipio, papa Atanasio, etc., son expresiones frecuentemente repetidas en los escritos de los Padres. Cenni incapaz de negar este hecho, recurre a la treta desesperada de decir que los que daban ese titulo a un obispo querían significar que sus méritos eran tantos que lo capacitaban para asumir la dignidad de supremo pontífice. (De Antiq. Eecl. Hisp., II, 53.)

17 Los nombres de catholicoi thronoi y oicomenoi thronoi, tronos católicos y tronos ecuménicos, se daban en el siglo VIII a las sedes de Roma. Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. (Theophanes, apud Salma-sii Apparat. de Primatu, pág. 278.)

18 Salmasii, Apparatus ad Libros de Prima tu Papae, pág. 277. Cenni, I, 159. 19 Concil. Tolet. I, sent. definit. Constant. Annot. in Epist. 2. Inocent. 20 Gregorri Epp. 32, 36. 21 Concil. Sard. a. 347, can. 3-5. Mosheim, Cent. IV, parte II, cap. n, § 6. Dupin, De Antiq. Discip. diss., II,

cap. 1. § 3. 22 Concil. Millevit, II, cap. 22.

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rior celebrado en la misma ciudad.23 Durante los siglos V y VI dominaba en España el arria-nismo. Durante ese período los obispos adictos a la fe ortodoxa, siendo pocos, sin apoyo de la autoridad real y privados del derecho de reunirse en concilios provinciales, se volvieron natu-ralmente hacia Roma en busca de consejo y apoyo, y los papas aprovecharon la oportunidad que las circunstancias les ofrecían, para extender su influencia sobre el país, manteniendo correspondencia con los clérigos disidentes y confiriendo a algunos de ellos el título de vica-rios apostólicos.,24 Pero, por extraño que parezca, esa correspondencia terminó tan pronto co-mo España abrazó la fe católica.

Siempre se habla de España como de un país católico desde que abjuró el arrianismo, bajo el reinado de Recaredo; y si hemos de dar fe a algunos de sus escritores, sus monarcas obtuvieron, en época tan temprana, el título de Reyes Católicos que conservan hasta hoy, co-mo expresión de su devoción a la fe y autoridad de la sede romana. Pero éste es un flagrante error, originado o sustentado por el uso equívoco de una palabra que antiguamente se entendía en un sentido muy diferente al de su connotación moderna. España se hizo católica, y sus re-yes, obispos y pueblo fueron designados así, por haber adoptado la doctrina común de la ma-yor parte de la iglesia, en oposición al arrianismo y otros errores condenados por los primeros concilios ecuménicos o universales, y no porque se conformara a los ritos de la iglesia de Roma o reconociera la autoridad de sus pontífices. Los asuntos eclesiásticos se manejaron en España, durante todo un siglo después de la supresión del arrianismo, sin ingerencia alguna de la sede romana, ni ninguna relación con ella. Esto es tan innegable, que los defensores de la autoridad pontificia que han examinado los documentos de aquella época se han visto obliga-dos a aceptado, y tratan de explicado diciendo que tal intervención y relación eran innecesa-rias durante el estado pacífico de la iglesia; concesión que no hace sino invalidar por completo todas sus pretensiones.25 El palio enviado desde Roma al obispo de Sevilla, Leandro, no es una excepción a la observación que acabamos de hacer; pues, amén de que nunca fué recibi-do, no estaba destinado a conferirle ninguna prerrogativa, sino que era simplemente un reco-nocimiento de su santidad y una señal de la estima personal del papa Gregorio, que había es-trechado lazos de amistad con él cuando se habían encontrado en Constantinopla. Era como una condecoración conferida por un príncipe a un individuo merecedor de ella, perteneciente a otro reino.26

Hay un hecho histórico que arroja mucha luz sobre el estado de la iglesia española du-rante el siglo VII, y al cual he de referirme con cierto detenimiento, pues o ha sido pasado por alto o considerado en forma muy parcial por historiadores recientes. El sexto Concilio ecumé-nico, realizado en Constantinopla en el año 680, condenó la herejía de los monoteletitas, o sea aquellos que, aunque aceptaban que Cristo tuvo dos naturalezas, le atribuían una sola voluntad y una operación. En el 683, León II, obispo de Roma, envió a España las actas del menciona-do concilio, que había recibido de Constantinopla, pidiendo a los obispos que las sancionaran y tomaran las medidas necesarias para su circulación entre las iglesias. Como inmediatamente antes de la llegada de la delegación papal se había celebrado un concilio, y una fuerte nevada impedía que los miembros volvieran a reunirse en esa oportunidad, se creyó conveniente hacer circular las actas entre los obispos, quienes autorizaron al arzobispo de Toledo, Julián, para enviar una comunicación a Roma, manifestando su aprobación en general de la reciente

23 Concil. Tolet. IX. capit. I; XIII, capit. 12: Harduiini Collect. tomo III, coll. 973, 1746. 24 Concil. Bracarense, I, passim. Cenni. I, 194, 200. 214. Obsérvese que en la mayoría de estos casos no te-

nemos las cartas de los obispos españoles, sino solamente las de los papas. 25 Cenni, II. 67, 69, 154, 155. 26 Ibid. págs. 211-230.

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decisión de Constantinopla, y declarando extensamente los sentimientos de la iglesia española sobre el punto controvertido. Un concilio, reunido en Toledo el año siguiente, se abocó a la consideración formal de este asunto, procediendo en forma tal que evidenció su determinación de preservar a la vez la pureza de la fe y la independencia de la iglesia española. Los concilia-res examinaron las actas del concilio de Constantinopla, en el cual al parecer no habían estado representados, y declararon que las hallaban en consonancia con las decisiones de los cuatro concilios canónicos precedentes, particularmente las del de Calcedonia, de las cuales parecían casi una transcripción. "Por lo cual" -dicen- "acordamos que las actas del mencionado conci-lio sean reverenciadas y recibidas por nosotros, tanto más cuanto que no difieren de los conci-lios antedichos, o más bien por cuanto aparentan coincidir con ellos. Les asignamos, por con-siguiente, el lugar en cuanto a orden al cual sus méritos las hacen acreedoras. Colóquense después del concilio de Calcedonia, cuya luz reflejan." Luego el concilio tomó en considera-ción la comunicación que el arzobispo Julián había enviado a Roma, y declaró que era "una copiosa y lúcida exposición de la verdad concerniente a la doble voluntad y operación de Cristo"; agregando: "por lo cual, en interés de la instrucción general y para beneficio de la disciplina eclesiástica, la confirmamos y sancionamos como acreedora a igual honor y reve-rencia, y a tener la misma autoridad permanente que las epístolas decretales."27

El concilio de Constantinopla había condenado al papa Honorio I como instigador de la herejía monoteletita; un estigma que a través de los siglos los defensores de la infalibilidad papal han tratado de borrar. Pero el concilio español, en esta ocasión, fué más allá y aprobó una proposición que ataca los mismos cimientos sobre los cuales los obispos de Roma fundan sus pretensiones, declarando que la roca sobre la cual está construida la Iglesia es la fe confe-sada por San Pedro, y no su persona u oficio.28

Pero esto no fué todo lo que hizo el clero español. Cuando el rescripto del arzobispo de Sevilla llegó a Roma, tropezó con la desaprobación de Benedicto II, que había sucedido en el papado a León, y formulando algunos comentarios desfavorables al mismo, Su Santidad los entregó a los delegados españoles para que comunicaran a sus mandantes que debían corregir las expresiones erradas que incautamente habían sido inducidos a emplear. Provisoriamente Julián remitió una respuesta no del todo agradable para el papa, Y nuevamente se consideró el asunto en un concilio nacional celebrado en Toledo en el 688. En lugar de retractarse de sus manifestaciones anteriores, o corregir alguna de las expresiones observadas por el papa, los prelados españoles elaboraron y sancionaron una larga defensa del escrito que había ofendido a su Santidad, de quien hablan en términos irrespetuosos y hasta despectivos, acusándolo de "haber leído descuidada y apresuradamente" su comunicación, pasando por alto algunas par-tes de la misma que eran necesarias para entender su significado. El les había reprochado el que afirmaran que en Cristo hay tres substancias,29 a lo que ellos replicaban: "Así como noso-tros no nos avergonzamos de defender la verdad, hay posiblemente otras personas que se avergonzarían de que fuera descubierta su ignorancia de la verdad. Porque, ¿quién no sabe

27 Cuncil. Tolet. XIV, capit. 5. 6, 7. II: Labbe, Collect. Concil., tomo VI, 1280-1284. Harduin. Acta Concil., tomo III, págs. 1754-1756.

28 "Scientes ignitur solam esse fidei confessionem quae vincat infernum, quae superat tartarum; de hac enim fide a Domino dictum est. Portoe inferni non praevalebunt contra eam." Ib. capit. 10: Harduin, ut supra, pág. 1756.)

29 La misma opinión se expresa en una confesión de fe redactada para uso de las iglesias españolas por un concilio anterior, celebrado en el 675: -"Item. idem Christus in duabus naturis, tribus extat substantiis." (Concil. Tolet. XI, in Harduinini Collect, tomo III, pág. 1022.) Las tres substancias, según los teólogos españoles eran: la naturaleza divina de Cristo, su alma humana y su cuerpo.

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que en todo hombre hay dos substancias, a saber: alma y cuerpo?" Después de confirmar su opinión con citas de los padres, agregan: "Pero si alguien fuera tan insolente como para no acatar estas declaraciones, y desempeñando el papel de un altanero inquisidor, preguntase de dónde sacamos tales cosas, ha de rendirse por lo menos a las palabras del evangelio, en el cual Cristo declara que él posee tres substancias." Habiendo citado y comentado varios pasajes del Nuevo Testamento, el concilio termina en estos términos: "Si, después de esta declaración, y las expresiones de los padres de donde ha sido tomada, alguien disiente de nosotros en algo, no discutiremos más con él, mas conservándonos firmes en el camino llano, y caminando en las pisadas de nuestros predecesores, estamos seguros de que nuestra respuesta se encomienda por sí misma a la aprobación de todos los amantes de la verdad que son capaces de formarse un juicio divino, aunque podamos ser acusados de obstinación por los ignorantes y envi-diosos." 30

III. La independencia de la antigua iglesia de España es más evidente en su forma de culto. Todos los entendidos que han dedicado su atención a las antigüedades eclesiásticas concuerdan ahora en que, aunque la forma de culto era substancialmente la misma en toda la iglesia cristiana, durante los siglos IV, V y VI, sin embargo, en diferentes países, y a veces en diferentes partes del mismo país, el servicio divino se celebraba con diferentes liturgias. La liturgia ambrosiana, utilizada por la iglesia de Milán, era distinta de la romana;31 y fué adop-tada en muchas partes de Francia, donde estuvo en uso hasta la época de Carlomagno, cuando fué suplantada por la romana o gregoriana.32 Tan lejos estaba al principio la iglesia romana de haber reglamentado los servicios religiosos de otras iglesias por medio de sus leyes o aun de su ejemplo, que ni ella misma conservó sus propias formas, que fueron reemplazadas en sus partes principales por el misal redactado por el papa Gelasio, corregido finalmente por Grega-rio hacia fines del siglo VI, e impuesto gradualmente, y a largos intervalos, a las varias divi-siones de la iglesia occidental.33 Hasta el año 633 se utilizaron en España varios oficios o formas de celebrar el servicio divino; y en ese año el concilio de Toledo decretó que en todas las iglesias de la Península se observara un orden común.34 Este decreto originó la adopción de la liturgia llamada gótica, y a veces isidoriana o ildefonsiana, de San Isidro y San Ildefon-so, arzobispos de Sevilla, que la revisaron y corrigieron, No cabe duda de que este ritual era completamente distinto del romano o gregoriano, según se desprende de las referencias a am-

30 Concil. Tolet. XV, post symbolum: Labbe, VI, 1296-1303. Harduin, III, 1759-1767. Cenni, exponiéndose más que a contradecirse a si mismo, trata de eliminar, o más bien de ocultar, la ofensa hecha a la sede romana, y la desconsideración demostrada hacia su autoridad por el proceder de los concilios españoles. Acepta que el XIV Concilio de Toledo "se arrogó una autoridad injusta, y se apartó abiertamente de la obediencia a la Santa Sede;" que "adoptó un nuevo e inaudito método para aprobar las decisiones de un concilio general;" y que, por tal causa, "ninguno de sus decretos fué admitido en la colección de sagrados cánones." Pero asegura que el XV Concilio de Toledo "enmendó manifiestamente su doctrina referente a las tres substancias;" que "Julián" (como si el decreto hubiera sido sólo suyo, y no de un concilio nacional) "a veces emplea palabras quizá demasiado libres, aunque un tanto obscuras, contra Roma; pero que, en total, cambia o explica sus anteriores opiniones, de acuerdo con la admonición del romano pontífice." Reconoce, sin embargo, o más bien alega, que esta "apología", como la lla-ma, no fué aprobada en Roma; se enoja con los escritores que la defienden, y concluye diciendo que "esta man-cha en la bien constituida iglesia de España debería ser un perpetuo monumento para enseñar a las iglesias de otras naciones a reverenciar el único seguro, infalible y supremo juicio de la Santa Sede, en cuestiones de fe y costumbres." (De Antiq. Eccl. Hispanae, tomo II, págs. 55-59.)

31 Durandus, Rat. Divin. Offic., libro V, cap. 11. 32 Joannes Diaconus, Vita Gregorii Magni, libro II, cap. 17, praef. Oper. Gregorii. 33 "Gregorio", (dice el diácono romano que escribió su vida) "después de quitar muchas cosas del misal de

Gelasio, alterar algunas otras y agregar otras más para la explicación de las lecciones evangélicas, hizo con todo ello un libro." (Joannes Diaconus, Vita Gregorri Magni, ut supra.)

34 Concil. Tolet. IV, capit. 2.

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bos hechas en el curso de la controversia adopcionista desatada en el siglo VIII. Los defenso-res del adopcionismo en España apelaron a su ritual nacional, "compilado por santos varones que habían pasado antes que ellos", y citaron pasajes de él que sostenían sus opiniones. A este argumento, los padres del concilio de Frankfort replicaron: "Es mejor creer al testimonio de Dios el Padre, respecto a su propio Hijo, que al de vuestro Ildefonso, que os compuso para las misas solemnes oraciones que no son conocidas en la universal y santa iglesia de Dios, y que no creemos sean escuchadas. Y sí vuestro Ildefonso en sus oraciones llamó a Cristo hijo adop-tivo de Dios, nuestro Gregario, pontífice de la sede romana y doctor amado por todo el mun-do, no hesita en llamarle siempre en sus oraciones al unigénito.",35 De la misma manera Al-cuino, después de insinuar que ellos pueden haberse tomado libertades impropias en sus citas, dice: "Pero no importa mucho que esos testimonios hayan sido citados por vosotros correcta o equivocadamente; lo que queremos es ser confirmados en la verdad de nuestra afirmación y fe, por una autoridad romana más bien que española."36

El oficio gótico o isidoriano ha sido llamado también mozárabe o mixtárabe, probable-mente debido a que era usado y tenido en gran veneración por los cristianos españoles que vivían bajo la dominación de los árabes o moros. La identidad de estas fórmulas ha sido Últi-mamente discutida por varios eruditos;37 pero es probable que fueran originalmente el mismo oficio, y que le fueran hechas alteraciones por los mozárabes y los montanos (como se llama-ba a los que se refugiaban en las montañas para escapar al yugo de los moros) durante el tiempo que vivían separados.

Podrían presentarse otras pruebas de que el culto de la antigua iglesia de España difería grandemente del moderno. Hemos mencionado ya que un concilio nacional, a principios del siglo IV, prohibió el culto de las imágenes y el uso de pinturas en las iglesias.38 Puede agre-garse que el primer concilio de Braga, celebrado en el ano 561, prohibió el uso de himnos no inspirados, que más tarde fué tolerado, y finalmente fué ordenado so pena del más severo cas-tigo.39

Presentados estos hechos respecto a las primitivas opiniones y costumbres de la iglesia española, proseguimos ahora con la explicación de la forma en que fué llevada a adoptar los ritos y someterse a la autoridad de la iglesia de Roma.

En el siglo XI España estaba dividida en tres reinos: el de Castilla y León, el de Aragón y el de Navarra, de los cuales los dos primeros eran con mucho los más poderosos. En la últi-

35 Collect. Concil. tomo VII, pág. 1034; Cenni, II. 346. 36 Alcuin, adv. Felicem Urgel, Libro VIII. pág. 395; Cenni, II, 346. A principios del siglo XVIII, el cardenal

Tomasi publicó un misal gótico, como el de la antigua iglesia española, que fué reimpreso por Mabillon de otros manuscritos. Pero se supone que no era el misal español, sino el de la Gallia Narbonnensis, o del Sud de Francia. (Lebrun, De Liturg. tomo II, diss. 4.) El Libellus Orationarius, que José Blanchini colocó al principio del primer volumen de las obras del cardenal Tomasi, tiene más derecho a ser considerado como una antigua liturgia espa-ñola.

37 Esta es la opinión de Blanchini en su prefacio y notas al Libellus Orat. Gotico-Hispanus, adjunto a las obras del cardenal Thomasi, y de Cenni. De Antiq. Eccl. Hispanae, tomo I, págs. 28-30; tomo II,. Disert. VII.

38 Véase pág. 12. 39 "Placuit, ut extra psalmos, vel canonicarum scripturarum novi et veteris testamenti, nihil poetice

compositum in Ecclesia psallatur, sicut et sancti praecipiunt canones." (Concil. Bracarense I, can. 12; Harduini Collect. tomo III, pág. 351.) Pero otro concilio, celebrado en el 633, no sólo permitió el uso de himnos tales como los de San Hilario y San Ambrosio, sino que amenazó con la excomunión a todos los que los rechazaran. (Concil. Tolet. IV, capit. 13.)

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ma parte del siglo. Alfonso VI de León, y I de Castilla, después de recobrar a Valencia por el valor del famoso Cid, Ruy Díaz de Vivar, tomó finalmente posesión de Toledo, que había estado en poder de los moros durante tres siglos y medio. La segunda esposa de Alfonso. Constancia, hija de la casa real de Francia, sea por apego al servicio religioso a que estaba acostumbrada, o por influencia de los sacerdotes que la acompañaban, instigó a su esposo a introducir en Castilla la liturgia romana. El legado papal, Ricardo, abate de Marsella, ejerció toda su influencia en favor de un cambio tan agradable para la corte que representaba. El cle-ro, la nobleza y el pueblo en general se opusieron ardientemente a la innovación, especial-mente los habitantes de Toledo y otros lugares que habían estado bajo el dominio de los mo-ros. Para terminar la controversia se recurrió, según la costumbre de tan obscuros tiempos, a un combate judicial. Dos caballeros, vestidos con una armadura completa, aparecieron ante la corte y una inmensa asamblea; y triunfó el campeón de la liturgia gótica. Pero el rey insistió en que el punto en litigio debía ser sometido a otra prueba, la del juicio de Dios. Por consi-guiente, en presencia de una gran asamblea, fueron arrojadas al fuego una copia de cada una de las liturgias. La gótica resistió a las llamas y fué retirada indemne del fuego, mientras la romana fué consumida; pero con algún pretexto -al parecer la circunstancia de que las cenizas de la liturgia romana se elevaran enroscándose en las llamas y luego saltaran afuera- el rey, con el apoyo del arzobispo Bernardo de Toledo, que era francés, dedujo que la voluntad de Dios era que se utilizaran ambos oficios; y ordenó que se continuaran celebrando los servicios públicos según el oficio gótico en las seis iglesias de Toledo que los cristianos habían mante-nido bajo la dominación mora, pero que en todas las demás iglesias del reino se adoptara el oficio romano. El pueblo quedó muy descontento con una parcialidad tan flagrante como la de esta decisión, que se dice dió origen al proverbio: "Allá van leyes, donde quieren reyes". Des-autorizada por la corte y los superiores eclesiásticos, la liturgia gótica cayó gradualmente en descrédito, hasta que fué reemplazada completamente por la romana.40

La introducción de la liturgia romana había sido emprendida quizá un poco antes en Aragón que en Castilla, pero terminó en ambos reinos más o menos al mismo tiempo. Los españoles de la época actual se complacen en la idea de que oyen la misma misa que se ha celebrado en España desde los días de los apóstoles; mas verdad es que se puede señalar el día y lugar exactos en que empezó servicio moderno; la primera misa según el rito romano, fué celebrada en Aragón, en el monasterio de San Juan de la Peña, el 21 de Marzo del 1071, y en Castilla, en la Gran Mezquita de Toledo, el 25 de octubre del 1086.41 Gregorio VII celebró este cambio como a liberación de España del engaño de la superstición toledana."42 Su Santi-dad tenía una visión más clara que la de aquellos modernos, que, considerando iguales todas las formas de culto, desprecian o miran con indiferencia los esfuerzos hechos por un pueblo para defender sus derechos religiosos contra la usurpación de las autoridades locales o la in-trusión de poderes extranjeros. Al establecimiento de la liturgia romana en España, siguió el

40 Doctor Juan Vergara. apud Quintanilla, pág. 115. De Robles. 233 - 235. Florez. Clave Historial, págs. 129. 130, 202. En España Sagrada, tomo III, hay una disertación sobre el oficio mozárabe. Sismondi, que parece haber tomado parte de su información sobre esta controversia de una pieza de Calderón titulada: "Origen, pérdi-da y restauración de la Virgen del Sagrario", no es exacto en sus declaraciones. Dice que el rey quería introducir la ceremonia ambrosiana, y considera afortunado que fuera “la política del monarca y no el celo de los sacerdo-tes", el instrumento principal para dirimir la cuestión. (Hist. de la Literatura del Sud, vol. III, págs. 196, 197.) Townsend confunde lo que hizo Alfonso a fines del siglo XI con lo que hizo el cardenal Jiménez de Cisneros a principios del XVI; y alaba la decisión porque demuestra un espíritu de ilustrada tolerancia. "Cesad de perseguir-las" -dice- "y todas las sectas con el tiempo disminuirán y decaerán." (Travels through Spain, vol. I, págs. 311. 312.)

41 Illescas, Hist. Pontifical, tomo I. pág. 269. Zurita. Annales de Aragón, tomo I, pág. 25b. 42 Zurita, Ibid., pág. 22b.

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reconocimiento de la autoridad papal; si no hubiera sido por esto último, no se habría procu-rado con tanto celo lo primero. Una vez puesto el pié en la Península, los papas forzaron sus pretensiones, hasta que al fin la nación entera, incluso sus altas autoridades, tanto civiles co-mo eclesiásticas, reconocieron la supremacía de la sede romana.

La subyugación de la corona y reino de Aragón es suficiente prueba de esta declaración. Don Ramiro I, que murió en 1063, fue, según el testimonio de Gregorio el Grande, el primer rey español que conoció al papa y acató las leyes de Roma.43

En 1204, Don Pedro II, ocho años después de haber ascendido al trono, fué a Roma y fué coronado por el papa Inocencio III. En esa oportunidad Su Santidad le ciñó la corona des-pués de que Don Pedro hubo hecho juramento de que él y todos sus sucesores serian fieles a la iglesia de Roma, conservarían en su reino la obediencia a ella, defenderían la fe católica, perseguirían la depravación herética y mantendrían invioladas las libertades e inmunidades de la santa iglesia. Luego, pasando a la capilla de San Pedro, el papa entregó la espada en manos del rey, quien, armado así caballero, dedicó todos sus dominios a San Pedro, príncipe de los apóstoles, y a Inocencio y sus sucesores, como feudo de la iglesia, comprometiéndose a pagar un tributo anual como señal de homenaje y gratitud por su coronación. En recompensa de todo esto, Su Santidad concedió, como favor especial que en adelante los reyes de Aragón, en lugar de tener que ir a Roma, fueran coronados en Zaragoza, por el arzobispo de Tarragona como vicario papal. Este acto de sumisión ofendió grandemente a la nobleza, que salió en defensa de sus derechos, y al pueblo, que se quejó de que se enajenaban sus libertades y se daba poder al papa para perturbar a su placer la paz del reino;44 temores que no tardaron mu-cho en verse realizados. Pocos años después, habiendo el rey ofendido al papa al tomar las armas en defensa de ciertos herejes, fué excomulgado por violar su juramento; y su nieto. Pe-dro el Grande, como vasallo de la iglesia, fué privado de su reino, lo cual encendió una guerra civil y facilitó la invasión de Aragón por los franceses.45 Varios monarcas hicieron la tentativa de libertarse de ese degradante vasallaje, pero todos terminaron renovando sus votos de fide-lidad a Roma, al descubrir que era demasiado tarde para sacudir un yugo que para ese tiempo había sido aceptado por todas las naciones vecinas, y que ellos mismos habían enseñado a sus súbditos a reverenciar y tener como sagrado.

La historia de España durante el período que estamos bosquejando suministra importan-tes noticias respecto a los valdenses, vaudois o albigenses a quienes encontramos anterior-mente al estudiar el progreso de la Reforma en Italia. Es bien sabido que estos primitivos re-formadores habían fijado su residencia en las provincias meridionales de Francia, donde se multiplicaron grandemente durante los siglos XI y XII.46 Varias causas contribuyeron a ello. Los habitantes del sud de Francia, aunque inferiores desde el punto de vista militar, tenían una civilización superior a los del norte. Habíanse dedicado al comercio y las artes; sus ciudades,

43 "Fué el primero de los reyes de España que hizo este reconocimiento, y encarece mucho el Papa, que como otro Moysén, fué también el primero que en su regno recibió las leyes y costumbres Romanas." (Zurita, tomo I. pág. 22a.)

44 Zurita, tomo I, págs. 90, 91. Mariana. De Rebus Hispaniae, libro XI, cap. XXI, edición Schotti Hispania II-

lustrata, tomo II, pág. 546. El mismo juramento y homenaje fueron hechos al papa por Cerdeña y Córcega, en 1316, por los embajadores de Jaime 1I de Aragón; y fué repetido en 1337 por Alfonso IV. (Zurita, lib. VI, págs. 27. 125.)

45 Zurita, lib. IV, págs. 253-262. 46 Histoire General de Languedoc, par Le Pere Vaisette, tomo III, págs. 1-4. Usserius, De Christ. Eccles.

Success., cap. X, secc. 18, pág. 154.

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que eran numerosas y florecientes, gozaban de privilegios que favorecían el espíritu de liber-tad, y que las elevaban casi a la categoría de las repúblicas italianas, con las cuales habían mantenido largas relaciones comerciales. Poseían un idioma rico y flexible que cultivaban tanto en prosa como en verso; entre ellos se levantaban academias para la promoción de la Gaya Ciencia, o arte literario; y los trovadores, como se llamaba a los poetas provenzales, eran recibidos con honor y escuchados con entusiasmo en las cortes de los numerosos princi-pillos entre los cuales estaba dividido el país. Gentes que habían llegado a una etapa tal en su progreso no estaban dispuestas a escuchar con fe implícita los dogmas religiosas que el clero les inculcaba, o a someterse mansamente a las supersticiosas y absurdas observancias que trataba de imponerles. Agréguese a esto que las costumbres del clero, tanto el alto como el bajo, en estas provincias, eran proverbialmente desordenadas y viciosas. "¡Antes me haría sacerdote que hacer tal cosa!" era una exclamación común entre el pueblo al oír mencionar alguna acción indigna. Con tales sentimientos estaban preparados para escuchar a los refor-madores, quienes exponían los errores y corrupciones que habían desfigurado la belleza de la iglesia primitiva, y cuya conducta, en punto a decencia y sobriedad, ofrecía un notable con-traste con la del clero establecido. De este último hecho dan testimonio aquellos monjes escri-tores que trataron de obscurecer sus caracteres, alegando que se entregaban en secreto a toda clase de licencias. "Relataré" -dice el abate de Puy Laurms- "lo que he oído decir al obispo Fulco, sobre una conversación que tuvo con Pons Ademar de Rodelia, un caballero prudente. 'No puedo creer -decía este último-, 'que Roma tenga motivos suficientes para proceder contra esos hombres', -'¿No son incapaces de responder a nuestros argumentos?'-preguntó el obispo. -'Lo admito' -dijo el otro. -'Bueno, entonces', -insistió el obispo- '¿por qué no los expulsáis y arrojáis de vuestros territorios?' -'Nosotros no podemos hacer tal cosa' -replicó el caballero-; 'hemos sido criados con ellos, entre ellos tenemos nuestros amigos, y los vemos vivir hones-tamente'." Después de relatar esta anécdota, que tiene la autoridad del arzobispo de Tolosa, el gran adversario de los albigenses, el historiador agrega: "Así es como la herejía, disimulada bajo la apariencia de una vida intachable, arranca de la verdad a los incautos."47

Los "barbas" o pastores albigenses, aprovechando del alivio de la persecución a princi-pios del siglo XII, se aplicaron al estudio de las Escrituras y dedicaron sus horas de descanso al cultivo de la poesía. Eran venerados por sus gentes, quienes los mencionaban en sus testa-mentos, y dejaban para el sostén del nuevo culto las sumas que anteriormente habían sido legadas a los sacerdotes o destinadas a la celebración de misas por sus propias almas y las de sus parientes fallecidos. Tenían capillas en los principales castillos; sus servicios religiosos eran frecuentados por personas de todas las categorías; y contaban entre sus conversos a mu-chos individuos de noble cuna, y a los que ocupaban algunas de las principales posiciones en el país. Entre sus protectores estaban los poderosos condes de Tolosa, Raimundo VI y VII, los condes de Foix y Comenges, los vizcondes de Beziers y Beam, Savary de Mauleon senescal de Aquitania, Guiraud de Minerve y Olivier de Termes, un caballero que se había distinguido grandemente en las guerras contra los infieles en la Tierra Santa, en África y en Mallorca. Sus opiniones eran abiertamente sostenidas por las esposas e hijas de estos grandes señores, así como por los jefes de las casas nobles de Mirepoix, Saissac, Lavour, Montreal, Sto. Michae1 de Fanjaux, Durfort, Lille-Jourdain y Montsegur.48

47 Guil. de Podio-Laur. Chronic., cap. VIII 48 Hist. Gen. de Languedoc, tomo III, págs. 129, 147, 420. Preuves, págs. 58,. 392, 435-442. Sismondi. Histo-

ria de las Cruzadas contra los Albigenses, págs. 5-8, 63, 73-77, 521, 178. Hist. de la Lit. del Sud de Europa, vol. I, págs. 217, 219. Mariana, De Rev. Hisp., lib. XII, cap. 10.

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Establecidos estos hechos, hemos dicho lo suficiente para explicar la implacable hostili-dad de los dirigentes eclesiásticos contra esta secta, y las sangrientas cruzadas predicadas co-ntra ella por los monjes y encabezadas, bajo la dirección de los papas, por Simón de Montfort y Luis VIII de Francia, durante la primera parte del siglo XIII. Por medio de ellas fué supri-mido este intento de reforma de la Iglesia, y casi exterminados sus discípulos; una de las me-jores regiones del mundo fué devastada por incontables y sucesivas hordas de bárbaros fanáti-cos -su comercio destruido, aniquiladas sus artes, extinguida su literatura; y el progreso de la civilización y el saber humano, que había comenzado tan auspiciosamente, quedó detenido y retrocedió a varias épocas atrás.49

La íntima relación que subsistía entre España y el sud de Francia tuvo gran influencia en la suerte de los reformadores albigenses. La Provenza y el Languedoc eran en ese entonces más aragoneses que franceses. Como conde de Provenza, el rey de Aragón era el soberano inmediato de los vizcondes de Narbonne, Beziers y Carcassone. Avignon y otras ciudades le reconocían autoridad de barón sobre ellas. Los principales señores, aunque rendían pleito homenaje al rey de Francia o al emperador, en realidad prestaban obediencia al monarca es-pañol, vivían bajo su protección y servían en sus ejércitos; no pocos de ellos poseían tierras en España, adquiridas por merced de la corona o por matrimonio.

Como consecuencia de esta relación entre los dos países, algunos de los valdenses habí-an cruzado los Pirineos y establecídose en España ya a mediados del siglo XII.50 Allí parece que tuvieron tranquilidad por algún tiempo; pero en el año 1194, el papa Celestino III envió como legado, para asistir a un concilio celebrado en Lérida, a1 cardenal Sant'Angelo, quien consiguió que Alfonso II, rey de Aragón, publicara un edicto ordenando a los valdenses, po-bres de Lión y otros herejes semejantes, abandonar sus territorios, bajo severas penalidades.51 No habiendo producido ningún efecto este edicto, fué renovado tres años después por Pedro II, a consecuencia de un decreto de un concilio celebrado en Gerona. Con el propósito de con-seguir la ejecución de esa medida, se procuró hacer subscribir el decreto a todos los grandes de Cataluña, y se exigió a todos los gobernadores y jueces que jurasen ante los obispos que ayudarían a descubrir y castigar a los contaminados de herejía, so pena de ser tratados ellos mismos como herejes.52 No obstante este edicto y los compromisos que había contraído a su coronación, Pedro estaba dispuesto a ser benévolo con esta secta. Desde el comienzo le había desagradado la cruzada que arrasaba el país al norte de los Pirineos; y habiendo unido final-mente su ejército a los de su hermano político Raimundo, conde de Tolosa, cayó, en el año

49 Los poetas provenzales lloraron la desolación de su país, y dieron suelta a su amargura en versos contra las cruzadas. Ellos eran, en general, amigos de los albigenses. Pero uno de ellos, Izarn, un misionero dominico, trató de azuzar la persecución con su poesía, que muestra el verdadero lenguaje de la Inquisición puesto en verso. (Sismondi Hist. de la Lit. del Sud, vol. I, pág. 227.) Dirigiéndose a un hereje, a quien no había podido convencer en una discusión, dice:

Ya que declaras que no crees, cumple que seas quemado. Y como tu amigo lo ha sido, que a tu vez seas encendido;

Como has desobedecido la ley de Dios y de San Pablo,

Que nunca tuviste en tu corazón, ni pasó para nada por tus dientes.

El fuego está encendido. La brea está caliente, lista está la estaca.

Para que, por tus pecados, pases por estas torturas 50 Guill. Neobrig., lib. II, cap. XIII; apud Hist. Gen. de I.anguedoc, tomo III, pág. 2. 51 Llorente, I. 30. 52 Ibid. págs. 31. 32. Marca Hisp. apud Hist. Gen. de Languedoc, III, 130.

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1213, luchando en defensa de los albigenses en la batalla de Muret.53

Este desastre y los que le siguieron, indujo a multitud de albigenses a refugiarse en Ara-gón, donde dieron luego mucho que hacer a la inquisición cuando se estableció en e! país. Desde la ascensión del papa Gregario IX hasta la de Alejandro IV (es decir, desde 1227 hasta 1254) se multiplicaron tanto y adquirieron tal importancia, que tenían iglesias en diversas partes de Cataluña y Aragón, atendidas por obispos que predicaban intrépidamente sus doctri-nas.54 Gregorio, en un breve dirigido al arzobispo de Tarragona y sus sufragáneos, en 1232, se lamenta del crecimiento de la herejía en sus diócesis, y les exhorta a hacer una estricta inqui-sición al respecto por medio de los monjes dominicos; y su sucesor Alejandro repitió la que-ja.55 En 1237 se encendió la llama de la persecución en los vizcondados de Cerdagne y Cas-tlebon, de la diócesis de Urgel: cuarenta y cinco personas fueron condenadas, de las cuales quince fueron quemadas vivas, y se arrojaron al fuego dieciocho cadáveres desenterrados.56 En 1267, los inquisidores de Barcelona pronunciaron sentencia contra Raimundo, conde de Forcalquier y Urgel, ordenando que fueran desenterrados sus huesos, por ser los de un hereje relapso;57 y dos años después fallaron en igual forma con respecto a Arnoldo, vizconde de Castlebon y Cerdagne, y su hija Ermesinda, esposa de Roger-Bernardo II, conde de Foix, apodado el Grande."58 Padre e hijo habían fallecido hacia más de veinte años; sin embargo, se ordenó que sus huesos fueran desenterrados, "siempre que pudieran ser hallados"; absurda y antinatural demostración de celo por la fe, que es aplaudida por los escritores de la época, pero que, en realidad, había sido dictada por el odio a la memoria del valiente y generoso conde de Foix, pues cuando, en vida, había sido citado este noble ante la inquisición de Tolo-sa, no sólo trató a esa orden con desprecio sino que, a su vez, convocó a los inquisidores del condado de Foix a comparecer ante su presencia como súbditos y vasallos. Durante su destie-rro en la corte de su suegro, fué excomulgado por el obispo de Urgel como defensor de la herejía; y aunque la sentencia fué levantada y murió en comunión con la iglesia, los inquisido-res no pudieron olvidar la resistencia firme y desinteresada que había hecho a sus bárbaros procedimientos. Torturaron a uno de sus sirvientes a fin de arrancarle alguna prueba que les pirmitiera declarar que su amo había muerto en la herejía; y, habiendo fallado su intento, tra-taban ahora de descargar su venganza sobre la memoria y las cenizas de la condesa y su pa-dre. "59

Se ha dicho que cuando recién aparecieron los pobres de Lión o valdenses, fueron con-siderados por Roma como una orden de monjes que trataban de avivar el fervor decadente de la piedad popular, y llevar una vida de santidad superior entre ellos; y que en cierto momento

53 Zurita, Annales de Aragón, tomo I. págs. 99-101. Hist. Gen. de Languedoc. III, 248-254; Sismondi. Hist.

de las Cruzadas contra los Albigenses, págs. 98-101. Perrin. II, 76-92. Usserius, De Christ. Eccl. Successione et

Statu, cap. X, secc. 37, 38. 39. 54 Mat. Paris, ad. An. 1214. Perrin, part. I, pág. 246. 55 Llorente, I. 67. Leger, II, 337. 56 Hist. de Languedoc, III, 412. Preuves, pág. 383. 57 Llorente, I, 72. 58 Hist. Gen. de Languedoc, III, 115, 382. En 1207, el obispo de Ozma y otros misioneros predicadores, sos-

tuvieron una discusión con los maestros de los valdenses en Pamiers. En esta oportunidad el conde de Foix hos-pedó alternativamente a los dos bandos en su palacio; su esposa Ermesinda y dos de sus hermanas, favorecían abiertamente a los sectarios. Habiendo una de las últimas, Esclaramonde, casada con Jourdain II, señor de Lille-Jourdain, dicho algo en favor de ellos durante la conferencia, fué reducida a silencio por uno de los misioneros, quien rudamente la envió a su rueca. (Ibid. pág. 147. Preuves. pág. 437.)

59 Hist. de Languedoc. III, 412, 419, 427. Preuves. págs. 383-385, 392, 437, 552. L1orente. I, 73, 74.

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se pensó seriamente en dar sanción pontificia a sus reglas internas.60 Sea cual fuere la verdad de esta afirmación, es curioso el hecho de que, en España, algunos individuos de esta secta obtuvieran un alivio transitorio de la persecución constituyéndose en una nueva fraternidad religiosa. A consecuencia de una disputa sostenida en Pamiers, Lanquedoc, un aragonés, Du-rando de Huesca, se sometió a los misioneros romanos, y habiendo obtenido autorización para retirarse a Cataluña, formó una comunidad religiosa con el nombre de sociedad de los Pobres Católicos. En 1207 Durando fué a Roma, donde obtuvo de Inocencio III la remisión de su anterior herejía, y la aprobación de su fraternidad, de la cual se le nombró superior. Sus miembros vivían de limosna, se dedicaban al estudio y a la enseñanza en las escuelas, guarda-ban dos cuaresmas al año, y vestían un hábito decente, blanco o gris, y zapatos abiertos arriba, pero diferentes en algunos detalles particulares de los que usaban los Pobres de Lión, quienes, por esta parte de su vestimenta, eran llamados a veces "insabatati". La nueva orden se exten-dió tan rápidamente que en pocos años contaba con numerosos conventos, tanto al sud como al norte de los Pirineos. Pero aunque los Pobres Católicos profesaban dedicarse a la conver-sión de herejes, y su superior escribió algunos libros con tal objeto, pronto suscitaron las sos-pechas de los obispos, que los acusaron de proteger a los valdenses y de esconder bajo el hábito monástico sus principios heréticos. Ellos trataron de sostenerse por un tiempo, y aun de conseguir cartas de Su Santidad exhortando a los obispos a que procurasen conquistados por la bondad en vez de alejados por completo de la iglesia tratándoles con severidad; pero final-mente prevalecieron sus enemigos, y dentro de poco tiempo no quedaban rastros de sus esta-blecimientos.61

Los albigenses no estaban confinados a Aragón y Cataluña. Podremos formarnos una idea de la medida en que se habían extendido también en los reinos de Castilla y León, por una divertida anécdota relatada, con conocimientos de causa, por el obispo de Tuy, Lucio, conocido como escritor contra los albigenses por el seudónimo de Lucas Tudensis; trataré de relatada aproximadamente en sus propias palabras, en obsequio a la claridad. Después de la muerte de Roderico, obispo de León, en el año 1237,62 se suscitó una gran disensión alrededor de la elección de su sucesor. Aprovechando esta circunstancia, los herejes acudieron de todos los puntos cardinales a aquella ciudad, en uno de cuyos suburbios, donde se arrojaba toda cla-se de inmundicias, yacían, junto con los de un asesino, los huesos de un hereje llamado Ar-naldo, que había sido sepultado dieciséis años antes. Cerca de allí había una fuente, sobre la cual levantaron un edificio, y habiendo tomado los huesos de Arnaldo, a quien exaltaban co-mo un mártir, los depositaron en él. A este lugar acudió una cantidad de personas, contratadas por los herejes; y fingiéndose ciegos, cojos y afectados por otras dolencias, bebían del agua de la fuente y salían luego diciendo que habían sido curados instantánea y milagrosamente. Habiendo divulgado esta fama, grandes multitudes afluían al lugar; y después que hubieron conseguido que un buen número de clérigos, lo mismo que de laicos, dieran crédito a las pre-tendidas curaciones, los herejes descubrieron la impostura, y empezaron a proclamar que así eran todos los milagros realizados en las tumbas de los santos. Por este medio atrajeron a mu-chos a su herejía, pese a todos los esfuerzos de los frailes dominicios y franciscanos para de-tener el torrente de defecciones, predicando contra el pecado de ofrecer oraciones sacrílegas en un lugar contaminado por huesos profanos; se les acallaba gritándoles que eran herejes e incrédulos. En vano los obispos vecinos excomulgaron a los que visitaran la fuente o adoraran

60 Muratori, Antiq. Ital. Dissert. 60, tomo V, pág. 83. Abbatis Urspergensis Chronic. ad. an. 1212; et auctt. citat. Usserio, De Christ. Eccl. Success, et Statu, cap. X. secc. 1. pág. 146.

61 Antonii, Bibl. Hisp. Vetus. tomo II, págs. 45, 46. Hist. Gen. de Languedoc, tomo III, págs. 147, 148. 62 Antonii, Bibl. Hisp. Vetus, tomo II, pág. 59.

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en el templo; el demonio se había apoderado de las mentes de la gente y fascinado sus senti-dos. Al fin, un diácono que residía en Roma, oyendo de este estado de cosas en su ciudad na-tal, volvió a León apresuradamente, y, "en una especie de frenesí", arriesgando su propia vida, vituperó a los habitantes por favorecer a los herejes e incitó a los magistrados a terminar con esa irregularidad. Durante varios meses antes de su arribo, el país se había visto afligido por una grave sequía, que él declaró ser un castigo del cielo por su pecado, prometiendo que des-aparecería dentro de los ocho días después que ellos demoliesen el templo herético. Los ma-gistrados le autorizaron a hacerla, y él arrasó el edificio hasta los cimientos. Apenas lo había hecho, cuando un incendio devoró gran parte de la ciudad, y durante siete días no apareció señal alguna de lluvia; lo que aprovecharon los herejes para insultar al diácono. Pero al octavo día se juntaron las nubes y derramaron copiosos y refrescantes aguaceros sobre todo el campo alrededor. Después de esto, el citado diácono inició la persecución de los herejes, quienes, viéndose forzados a abandonar la ciudad, fueron esparcidos miserablemente.63 Se nos asegura, lo que es muy probable, que el diácono no era otro que el mismo Lucas Tudensis, cuya mo-destia le indujo a suprimir su nombre al relatar la predicción y la persecución, en las cuales ambas parece haberse gloriado igualmente.64

A pesar de la ocupación que dió al clero la supresión de los caballeros Templarios, y el cisma de los anti-papas, la persecución le los albigenses rara vez amainó durante el siglo XIV. Apenas pasó un año en el cual no fueran bárbaramente conducidos al patíbulo muchos de ellos.65 Entre los que fueron condenados por herejes en este período estuvo Arnaldo, de Villa-nueva, en Aragón, un célebre médico y químico,66 que enseñaba que todo el pueblo cristiano, por arte del demonio, se había apartado de la verdad y no conservaba sino una semejanza del culto eclesiástico, por la fuerza de la costumbre; que los que vivían en claustros se substraían a la caridad. y que las órdenes religiosas en general falsificaban la doctrina de Cristo; que no era una obra de caridad dotar capillas para la celebración de misas por los muertos; que los que dedicaban su dinero a ese objeto, en lugar de socorrer a los pobres. y especialmente a los pobres que pertenecían a Cristo, se exponían a la condenación; que las obras de misericordia y la medicina son más aceptas a la divinidad que el sacrificio del altar, y que en la eucaristía Dios es alabado, no por las manos del sacerdote, sino por las bocas de los comulgantes.67 Siendo tales sus sentimientos declarados, no es de extrañar que fuera condenado a expiar su temeridad por medio del fuego, de lo cual se salvó huyendo de su país natal y refugiándose cerca de Fernando, rey de Sicilia.68 A Arnaldo podemos agregar un escritor del siglo siguien-te, Raimundo de Sebonde, autor de un tratado de teología natural, que fué acusado de herejía por asegurar que toda la verdad salvadora está contenida y claramente expuesta en las Sagra-

63 Mariana, de Rebus Hisp. lib. XXI. cap. I, en Schotti Hisp. Illustr. tomo II, pág. 556. 64 Florez. España Sagrada, tomo XXII, pág. 108. 65 L1orente, I. 80-85. 66 Antonii, Bibl. Hisp. Vétus, tomo II, págs. 112-119. Niceron, Mem. des Hommes Illustres, tomo XXXIV,

pág. 82. Arnaldo es celebrado entre los que se dedicaron a buscar la piedra filosofal, en las siguientes líneas del Libro del Tesoro, un antiguo poema atribuido a Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio:

Pero los modernos que le sucedieron.

Entre ellos Ranaldo da todos nombrado

Camino nos dessa, y tan alombrado

Que ascuras se veen los que no lo vieron.

Sánchez, Colección de poesías castellanas, tomo I. pág. 166 67 Bulaei, Hist. Univ. París, tomo IV, pág. 121. MSS por Amoldo en la Cottonian Library; Rodríguez de Cas-

tro, Bibl. Españ. tomo II, 743, 744. 68 Antonius, Bibl. Hisp. Vet. II, 114.

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das Escrituras.69

Desde 1412 hasta 1425, fueron entregadas a las llamas por los inquisidores, en Valen-cia, Rausillón y Mallorca, una gran cantidad de personas que sustentaban las creencias de los valdenses. Parece que los seguidores de Wickliffe habían emigrado a la Península, pues en 1441, los inquisidores de Aragón y Valencia reconciliaron a algunos con la iglesia y condena-ron a otros a las llamas por herejes obstinados.70 Si podemos confiar en los anales monásticos, en este período España fué visitada también por los begardos, una secta fanática, a la cual habían dado origen la corrupción de la iglesia y la ignorancia de la época, en Alemania y otras partes de Europa. Pero esto es inseguro, pues era corriente que el clero aplicase estos y otros nombres similares, a los valdenses, a fin de excitar el odio contra ellos y justificar sus propias crueldades. Se dice que en 1350 se inició en Valencia una cruel persecución contra los begar-dos, cuyo jefe fué condenado a prisión perpetua, siendo desenterrados los huesos de muchos de sus discípulos y arrojados al fuego; y en 1442 se descubrió que se habían multiplicado en Durango, un pueblo de Vizcaya, y en la diócesis de Calahorra. Un franciscano, Alfonso de Mella, hermano del obispo de Zamora que después llegó al cardenalato, habiendo incurrido en la sospecha de estar a la cabeza de ese partido, huyó junto con sus compañeros, a los moros, entre los cuales "murió miserablemente en Granada, atravesado por las flechas; un ejemplo digno de ser recordado, -dice el biógrafo de su hermano- de la diversidad de los negocios humanos y de las opuestas disposiciones de personas que se han alojado en el mismo seno."71 Un batallón de mosqueteros reales, facilitado por Juan II de Castilla, que fué enviado a lim-piar las montañas de Vizcaya y las alturas de Castilla la Vieja, trajo a los herejes arreándolos por delante como ganado, y los entregó a los inquisidores, quienes los arrojaron a las llamas en Santo Domingo de la Calzada y Valladolid.72 Así, después de una bárbara y despiadada persecución que duró dos siglos, fueron exterminados en España los albigenses, con excep-ción de unos pocos que, consiguiendo ocultarse en las partes más remotas e inaccesibles del país, en una época posterior suministraban ocasionalmente una víctima diferente a los familia-res de la inquisición ahítos de sangre de judíos y moros.

Durante estos procedimientos, Roma consiguió establecer por segunda vez su imperio en España, y esta vez en forma más permanente que en los días de los Escipiones y los Au-gustos. Esta conquista fué alcanzada principalmente por medio de los monjes y frailes. Anti-guamente el número de conventos y de monjes era pequeño en España; pero entre los siglos XII y XV se multiplicó considerablemente. Lo que señala el comienzo de esa época es la im-posición de ese azote de la sociedad y ultraje de toda decencia que es en la mendicidad privi-legia y meritoria. De todas las órdenes de frailes mendicantes, las más sumisas a la sede de Roma eran las fundadas por Santo Domingo y San Francisco, el más odioso aquel y el más frenético éste, de los santos modernos. A los pocos años de su institución, n todas partes de España se encontraban conventos de estas órdenes y aunque los dominicos, debido al patroci-nio de la corte de Roma, o por ser un español su fundador, gozaban de una participación ma-yor en el poder político, la recepción tributada a los franciscanos tampoco fué como para que se quejaran de la hospitalidad española. Un suceso de fines del siglo XV contribuyó al creci-miento aun más rápido de las casas de religiosos. Gran parte de la riqueza que afluía a España desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, iba a parar a a iglesia; imitando a los guerreros

69 La Theologia Naturalis de Sebonde tuvo la aprobación de Montaigne y Grotius; y, lo que no es menor mé-rito, la censura del Index Expurgatorius. (Pellicier, Ensayo, págs. 15-18. Cave, Hist. Liter., Apéndice, pág. 104.).

70 Dr. Michael Geddes, Miscellaneous Tracts, vol. I, pág. 559. L1orente I, 92. 93. 71 Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo III, pág. 286. Mariana, lib. XXI, cap. 17. 72 Mariana, lib. XXI, cap. 17. Geddes. Miscellaneous Traets, vol. I, pág. 559.

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paganos que dedicaban el botín conquistado a sus dioses, los españoles que se enriquecían saqueando y asesinando a los indios, trataban de testificar su gratitud y expiar sus crímenes adornando pródigamente las iglesias y dotando monasterios. Los ejemplos siguientes mues-tran la proporción en que creció el clero regular. Los primeros franciscanos entraron en Espa-ña en el año 1216, y en 1400 tenían en las tres provincias de Santiago, Castilla y Aragón, in-cluso Portugal, veintitrés custodias, compuestas le ciento veintiún conventos,73 pero en 1506, sólo los observantes regulares, que formaban la tercera división de esta orden, tenían en Espa-ña solamente, sin incluir a Portugal, ciento noventa conventos.74 En el año 1030 la ciudad de Salamanca no poseía un solo convento; en 1480 tenía nueve, de los cuales seis eran de frailes y tres de monas; y en 1518 se podían contar treinta y nueve, mientras el número le monjas solamente ascendía a once mil.75

La corrupción de las instituciones monásticas corría pareja con el aumento de sus miembros y riquezas. La vida licenciosa del clero regular llegó a ser notoria; quebrantaban todas las reglas prescriptas por sus fundadores, y se apartaban de la vida austera que al princ-ipio les había valido toda su reputación.76 Aun los que habían hecho voto de la más estricta pobreza, tal como los observantes o tercera orden de San Francisco, se procuraban en Roma dispensas en virtud de las cuales poseían rentas y la propiedad de casas y tierras.

Según las reglas originales de San Francisco, todos los que pertenecían a su orden se obligaban a vivir puramente de las limosnas, y les estaba estrictamente prohibido recibir nin-gún dinero, con pretexto alguno, aun como salario por trabajos realizados por ellos, "salvo por la manifiesta necesidad de hermanos enfermos."77 Los historiadores monásticos se ven en figurillas para explicar esta flagrante violación del voto de pobreza; olvidando probablemente el principio, o no queriendo recurrir a él, de que la naturaleza aborrece el vacío. A veces quie-ren explicada diciendo que una destructora pestilencia diezmó los monasterios a principios del siglo XIV, y que entonces se llenaron de novicios de extracción más mundana;78 pero se ven obligados a atribuir el mal a fuentes más remotas, e imputado al hermano Elías,79 un nativo de Cortona y vicario general de la orden de los franciscanos durante la vida de su fundador. Ya en 1223 éste empezó a insinuar a sus hermanos la idea de que la regla en cuestión era un yugo que ni ellos ni sus sucesores podrían soportar; pero la autoridad de San Francisco le impuso silencio. Después de la muerte del santo, tuvo más éxito en la conquista de adeptos a su opi-nión, y se atrajo la sentencia de excomunión, la que, sin embargo, finalmente le fué levanta-da."80

Los reyes de España intentaron en diferentes ocasiones corregir esos abusos, pero los monjes y frailes tuvieron siempre la influencia o la destreza necesarias para frustrar esos in-tentos. Cuando la naturaleza demasiado notoria del mal indujo a Fernando e Isabel a renovar

73 Wadding, Annales Minorum Ordinum, cura Jos. María Fonseca. Tomo I, págs. 247-249, conf. tomo IX, págs. 206-210.

74 Wadding, tomo XV, pág. 342-350. 75 Townsend, Journey through Spain, vol. II, pág. 84. 76 Petri Martyris Anglerii, Epistolae, ep. 163. Alvar. Gomecius, De rebus gestis Francisci Ximenii, fol. 7.

Compluti. 1569. Wadding, Minor Ord.., tomo XV, pág. 108. 77 Reg. cap. VIII, IX; apud Wadding, ut supra, I, 71. 78 Fernando del Castillo. Hist. Gen. de Santo Domingo y de su orden, Parte II, lib. II, caps. 2. 3. Quintanilla.

Vida del Cardenal Ximenes, pág. 22. 79 Quintanilla, ut supra. 80 Wadding, Annales Minor Ord., tomo I, págs. 62. 216; cf. tomo III, pág. 102.

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la tentativa, a fines del siglo XV, se vieron obligados a emplear la fuerza; con todo, su autori-dad unida no hubiera sido suficiente para lograr su propósito, de no haber contado con la sa-gacidad y firmeza del celebrado cardenal Jiménez de Cisneros, fraile él mismo, inflamado por la pasión de restituir a la orden de San Francisco, de la cual él era entonces provincial, toda su pobreza y rigor originales. Lorenzo Vacca, abate del monasterio del Espíritu Santo, en Sego-via, apoyándose en las bulas papales que se había procurado, opuso tal resistencia a los planes de su provincial, que el gobierno se vió en la necesidad de encerrarlo en una prisión, de la cual se fugó, y reapareciendo en Roma se esforzó en contrarrestar la reforma de las ordenes religiosas de España, mediante la influencia de Ascanio Sforza y otros cardenales.81 Los frai-les franciscanos de Toledo llegaron tan lejos su resistencia, que se promulgó una orden expul-sándolos del reino; ante la cual abandonaron la ciudad en solemne procesión, llevando un cru-cifijo y cantando el salmo que empieza: Cuando Israel salió de Egipto.82 Los biógrafos de Jiménez lo presentan como reformador de todas las instituciones religiosas de España; pero es evidente que su éxito fué parcial, y circunscripto principalmente a su propia orden. Por el hecho de ceñirse a los rígidos principios monásticos, las reglas que él introdujo eran anti-naturales y perniciosas, y las que de ellas eran favorables a la moral pronto fueron barridas por la creciente ola de corrupción.

Se ha dicho que Jiménez abolió una cantidad de prácticas supersticiosas que se habían introducido en el culto de la iglesia española durante las épocas obscuras; y en prueba de ello se menciona el hecho de que restauró el oficio mozárabe y lo puso en práctica en todas las iglesias de su diócesis.83 Pero los escritores que hacen esta afirmación incurren en error, tanto en cuanto a lo que hizo el cardenal como en cuanto al objeto que se proponía. Percibiendo que el servicio mozárabe había caído en desuso en las seis iglesias de Toledo, donde había sido autorizado su uso por una antigua ley,84 él deseaba conservar esa venerable reliquia de la anti-güedad, con cuyo objeto empleó a Alfonso Ortiz, uno de los canónigos de su catedral, en jun-tar todas las copias de dicha liturgia que pudiera encontrar, y cambiando las letras góticas en que estaban escritas por caracteres romanos, hizo imprimir la obra.85 Algunos años después,86 erigió una capilla en la iglesia catedral, con una dote para trece sacerdotes, cuyo deber sería celebrar el servicio según esa liturgia.87 Hay razones para creer que también ordenó que fuera empleada en ciertas festividades en las iglesias llamadas comúnmente mozárabes; pero lo cierto es que la orden no se extendió a las demás iglesias de su diócesis. Tan lejos estaba de su intención hacer alguna innovación en las formas de culto existentes, o suplantar la liturgia romana por la antigua liturgia española, que en su edición de esta última introdujo interpela-ciones destinadas a adaptarla más a aquella, destruyendo así su carácter y utilidad como do-cumento antiguo. Entre esas interpolaciones se hallan "una oración para la adoración de la

81 81Martyr y Gomecius, ut supra. 82 De Robles, Vida del Cardenal Ximenes, pág. 68. 83 Gerdesii, Hist. Reform., tomo I, pág. 15. 84 Véase pág. 16. 85 EI Missal Mozárabe fué impreso en Toledo en el año 1500. (Méndez. Tipogr. Esp., pág. 307.) El Breviario

fué impreso en el mismo lugar en 1502. (Quintanilla, pág. 116. Archivo Complutense. Nº 13.) 86 En 1512. 87 Marsollier. Histoire du Ministere du Cardinal Ximenes, tomo II, págs. 42-44. De Robles. del Cardenal

Ximenes y Officio Gótico Muzárabe. pág. 302. En el Misal Mozárabe publicado en 1550, las palabras de consa-gración en la eucaristía están tomadas exactamente de los evangelistas. Pero esa práctica se juzgó peligrosa; y por consiguiente se suministraba a los sacerdotes un trozo de papel al margen conteniendo la fórmula de consa-gración romana para que la utilizaran. (lb. págs. 287. 288.) Gradualmente la fórmula mozárabe cayó en desuso en la capilla destinada para ello; y en 1786, cuando Townsend visitó a Toledo, no había nadie presente en el servicio, salvo él y el sacerdote oficiante. (Travels, I. 311. 312.)

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cruz", y oficios para una cantidad de santos que habían vivido tanto antes como después de la compilación de la liturgia; pues los antiguos godos y mozárabes en sus servicios sólo conme-moraban a los mártires. -Fernando de Talavera, arzobispo de Granada, dotó, más o menos en el mismo tiempo, una capilla en Salamanca, en la cual el servicio continuaba siendo celebrado según este ritual a fines del siglo XVII.88

Es presumible, por lo ya expuesto y por lo que sabemos de otros países, que el clero es-pañol había caído muy hondo en punto a conocimientos, y que los absurdos que uno de sus compatriotas expuso después tan ingeniosamente en Fray Gerundio, no eran menos comunes ni menos ridículos antes del avivamiento de las letras. Pero en cuanto a esto no necesitamos entregamos a conjeturas. El mismo cardenal Jiménez, en un discurso ante la reina Isabel, reco-noce la grosera ignorancia que prevalecía entre los sacerdotes.89 Esta llevaba a la adopción de las más absurdas opiniones y a la práctica de las más extravagantes supersticiones; leyendas y vidas de santos constituían la lectura favorita de los devotos, mientras el vulgo se alimentaba de las diarias historias de milagros que los sacerdotes y frailes entregaban a su renovada cre-dulidad. La doctrina de la inmaculada concepción de María tenía algunos creyentes en otros países; pero España podía jactarse de tener una orden de monjas consagradas al culto de este nuevo misterio.90 La doctrina de la transubstanciación, que muchos aun en esa época no podí-an digerir sin dificultad, no era una prueba para la fe de un español. "¿Crees que esta hostia es el cuerpo del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?" era la pregunta que los sacerdotes de Valen-cia, en el siglo XIV, acostumbraban hacer a los agonizantes, y al recibir una respuesta afir-mativa, administrábanles la hostia. Otro intento de extender un poco más los procesos miste-riosos halló una oposición mayor; Eimerico, el autor de la célebre Guía de Inquisidores, es-cribió contra Bonet y Mairon, quienes sostenían que San Juan el evangelista se convirtió realmente en hijo de la Virgen, al ser transubstanciado su cuerpo en el de Cristo, por las pala-bras que éste pronunció en la cruz: Ecce filius tuus -Hé ahí tu hijo.91

88 Illescas, Hist. Pontifical, tomo I, pág. 269 89 QuintanilIa, pág. 21. 90 Ibid., págs. 29-32. 91Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo II, págs. 187, 188.

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CAPITULO II

DEL ESTADO DE LA LITERATURA EN ESPAÑA ANTES DE LA ERA DE LA REFORMA

Después de haber trazado a grandes rasgos un bosquejo del estado de la religión en Es-paña antes de la Reforma, volvamos un poco atrás para seguir el renacimiento literario que abrió la perspectiva de un mejor orden de cosas en aquel país. La erudición de Isidoro, arzo-bispo de Sevilla, que vivió en el siglo VII y que, junto con Santiago es venerado por los espa-ñoles como santo patrono, descansa sobre una base más sólida que el encomio de Gregorio el Grande, quien lo llamó un segundo Daniel. Además de varios tratados teológicos e históri-cos1, Isidoro compuso una obra sobre etimología, que, sin estar exenta de errores, descubre una considerable porción de conocimientos filológicos, Y contribuyó a combatir los barba-rismos que ya habían invadido todos los países de Europa. Pero siguieron épocas de obscuri-dad, durante las cuales, mientras por un lado se veneraba el nombre de San Isidoro, por otro lado sus obras eran menospreciadas por un sacerdocio ignorante en cuyas manos había caído la llave de la sabiduría.

No fué mérito del cristianismo, o, por lo menos de quienes lo profesaban, si durante la Edad Media el arte literario se salvó del exterminio y aún revivió de la declinación que pade-cía, gracias a los esfuerzos de los seguidores de Mahoma. El siglo X, que ha sido den o -minado la edad de plomo de Europa, fué la edad de oro de Asia. Los escritores modernos se han ido quizá a los extremos, tanto de un lado como del otro, en su apreciación del grado de influencia de los árabes sobre la literatura europea, pero cuando hallamos que este pueblo ha dejado tan evidentes señales de la influencia de su idioma sobre el de España, sería irrazona-ble dudar de que también tuvo gran influencia sobre su literatura. Córdoba, Granada y Sevilla rivalizaban en la magnificencia de sus escuelas y bibliotecas durante el Imperio de los sarra-cenos, que otorgaron a los cristianos españoles, a quienes habían subyugado, una protección de sus derechos religiosos que ellos estuvieron lejos de concederles cuando, a su vez, fueron ellos los conquistadores.2 Los dos idiomas se hablaban en común.3 Los cristianos empezaron a competir con sus amos en las disciplinas científicas, compusieron comentarios de las Escritu-ras en árabe, y tradujeron las joyas de la poesía oriental al idioma castellano.4 Hasta se dice que un obispo de Sevilla, ya en época tan primitiva, tradujo las Escrituras al idioma árabe.5

1 Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo I, págs. 330-336. Rodríguez de Castro, Bibl. Esp., tomo II, págs. 293-344. 2 Marc. Hisp. lib. III, cap. 2. 3 Alvaro de Córdoba, que vivió hacia el año 860, se queja de que sus compatriotas "desdeñan las abundantes

corrientes de la iglesia, que fluyen del Paraíso, y adoptando el árabe, han perdido su idioma natal, y muchos de ellos, junto con él, la fe." (Aldrede. Orígenes de la Lengua Castellana, lib. I, cap. 22.)

4 Aldrede, ut supra. Camiri, Bibl. Arábico-Hisp. Escorial, tomo I, pág. 38. Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo I, pág. 483. Un escritor español mas reciente, con evidente parcialidad nacional, dice: "En resolución, de lo bueno y malo que contenía la literatura Arabe, los Christíanos de España tomaron lo bueno y útil, y conservaron el decoro de las disciplinas que aquella no conocía... Los extranjeros, tomando lo malo del saber Árabe, pervirtién-dolo mas y mas". etc. (Juan Pablo Forner. Oración Apologética por la España, y su mérito Literario, pág. 62. Madrid, 1786.)

5 Marc. Hisp. lib. III, cap. 2.

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Si el predominio de los árabes constituía un peligro para el idioma español, aquel era contrarrestado por el cultivo de la poesía provenzal. En el siglo XII, Alfonso II de Aragón, cuyo nombre ocupa un lugar honroso entre los trovadores, patrocinó entusiastal1ente a los que escribían en los dialectos catalán o valenciano.6 En el siglo siguiente, Alfonso X de Castilla, llamado el Sabio, se mostró igualmente celoso en estimular el estudio de la lengua castellana, en la cual escribió varios poemas; al mismo tiempo extractaba los conocimientos que podían encontrarse en los libros de los árabes, como se ve, entre otras cosas, por las tablas astronómi-cas, que derivan de el su nombre de alfonsinas.7 Los escritos de Dante, Checo Dascoli y Pe-trarca dieron nuevo impulso a la literatura de España. Desde este período el estudio de los clásicos antiguos impartió una mayor pureza y elevación a las obras de imaginación; y entre la nobleza española, que hasta entonces había hallado su único pasatiempo en las armas, los tor-neos militares, empezó a difundirse el gusto por las composiciones poéticas en su lengua nati-va.8 Entre los que se distinguieron durante la primera parte del siglo XV por sus esfuerzos para mejorar el gusto de sus compatriotas, figuran dos personajes de ilustre cuna, en cuyas familias el amor por los conocimientos tenía una larga tradición. Enrique de Aragón, marqués de Villena, descendiente de las casas reales de Castilla y Aragón, revivió el Consistorio de la

Gaya Sciencia, una academia instituida en Barcelona para el estímulo de la poesía, de la que él era presidente. Sus conocimientos superiores, combinados tal vez con una porción de esa ilustrada credulidad en que incurrían frecuentemente quienes se dedicaban a la astronomía y la ciencia experimental, durante la Edad Media, le hicieron sospechoso de nigromancia, y, como consecuencia, después de su muerte sus libros fueron secuestrados por orden de Juan II, rey de Castilla, y enviados, para que los examinara, a Lope de Barrientos, un monje dominico de considerable ilustración, preceptor del príncipe de Asturias. "Barrientos" -dice un escritor contemporáneo- "más aficionado a pasear con e! príncipe que a revisar cuestiones de nigro-mancia, arrojó al fuego más de un centenar de volúmenes, sin haberlos examinado más que el rey de Marruecos, ni comprendido una jota de su contenido más que el deán de Ciudad Rodri-ga". "Hay muchos en el día de hoy" -continúa- "que aparecen como hombres sabios declaran-do insensatos y magos a los otros; y, lo que es peor, que se hacen santos a sí mismos estigma-tizando a otros como hechiceros". Este agravio hecho a la memoria del "ornamento de España y de la época", fué lamentado, tanto en prosa como en verso, por escritores de la época.9

Tan ilustrado como Villena, pero más afortunado que él, porque pudo conservar su buen nombre y sus libros, fué Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, quien, en un tratado dedicado a servir de prefacio a sus propias obras poéticas, asumió la función de historiador de sus compatriotas que le habían precedido en el cortejo de las musas.10 Los méritos de ambos marqueses han sido celebrados por la pluma de Juan de Mena, indiscutiblemente el primer poeta español de esa época.

No está de más recordar aquí que los judíos, mientras gozaron de protección en España, cooperaron con los cristianos en el cultivo de las bellas letras. El rabí Don Santo, que floreció

6 Sánchez, Colección, tomo I, pág. 74. 7 Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo III, págs. 78-87. Un relato de su poema Del Tesoro, con ejemplos, puede

verse en la Colección, de Sánchez, tomo I, págs. 148-160. Extractos de sus otros poemas se dan en la Bibl. Espa-

ñola, por Rodríguez de Castro, tomo II, págs. 625-642. 8 Zurita, Annales, ad. an. 1398 9 Sánchez, Colección, tomo I, págs. 5 -10. Ferdinandi Gomesii Epistolae, apud Antonii Bibl., ut supra, págs.

220-222. 10 Sánchez trae una vida de este noble, junto con su "Proemio al Condestable de Portugal", ilustrada con no-

tas eruditas, en el primer tomo de su colección de antiguos poetas castellanos.

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hacia el año 1360, se disculpa modestamente aunque no sin cierta elegancia, en la siguiente forma, por ocupar un lugar junto a los poetas del país en que ha nacido:

Por nascer en espino Nin vale el azor menos,

La rosa, ya non siento Porque en vil nido siga; Que pierde, ni el buen vino Nin los enxemplos buenos,

Por salir del sarmiento. Porque Judio los diga.11

Mucho después de su expulsión de España, los judíos se sentían ardientemente ligados a la lengua castellana, en la cual continuaron componiendo obras en prosa y verso.12

Revisando los escritos de los antiguos poetas españoles llegamos a la conclusión de que no acostumbraban, como los poetas de Italia y los trovadores de Provenza, tomarse libertades con la iglesia y el clero. Hay motivos, sin embargo, para creer que la ausencia de tales sátiras debe atribuirse, en no poca medida, a la prudencia de los editores de sus obras y a la vigilan-cia de los censores de prensa, después de la invención de la imprenta. Efectivamente, en los últimos años, habiéndose relajado la severidad de la Inquisición y sintiendo los españoles una pasión por hacer justicia a su antigüedad literaria, han sido dados a luz, aunque todavía con mucha cautela, poemas que hace dos siglos hubieran significado la prisión perpetua para sus ilustrados editores.13 Los poemas de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, que floreció a mediados del siglo XIV, contienen severas sátiras sobre la avaricia y la disolución de las costumbres del clero. Según él, el dinero abre las puertas del Paraíso, compra la salvación del hombre, y be-neficia a los sacerdotes; su poder es tan grande en la corte de Roma como en cualquier otra parte, con el papa y con todas las órdenes del clero, secular y regular; convierte la mentira en verdad, y la verdad en mentira.14 En otro poema condena con igual severidad las costumbres

11 Rodríguez de Castro suponía que Don Santo había sido un judío converso. (Bibl. Española, tomo I. pág. 198.) Pero su error ha sido corregido por Sánchez, quien señala su origen. (Colección de Poesías Castellanas, tomo IV, pág. XII. conf. tomo I. págs. 179-184.) Juan Alfonso Baena, un judío convertido, que floreció a princi-pios del siglo XV, hizo una curiosa colección de poemas de los Trobadores Españoles, incluyendo los suyos propios, de la cual Rodríguez de Castro nos ha dado copiosos extractos. (Bibl. Esp., tomo I, págs. 265-345.)

12 Wolfius ha dado muchos ejemplos de esto en su Biblioteca Hebraea. Véase también Escritores Rabinos

Españoles del Siglo XVII, por Rodríguez de Castro. 13 Véase las notas apologéticas de Sánchez a su colección de poemas castellanos primitivos, especialmente el

tomo IV, págs. 76. 119. 199. 14 La siguiente es la descripción. a la que Sánchez llama "una sátira falsa y extravagante:"

Si tovieres dineros, habras consolacion.

Plaser, é alegria, del Papa racion.

Comprarás paraiso, ganarás salvacion.

Dó son muchos dineros, es mucha bendicion.

Yo vi en corte de Roma, dó es la santidat.

Que todos al dinero fasen grand homilídat. Grand honra le fascian con grand solenidat.

Todos á el se homillan como a la magestat.

Fasie muchos Priores. Obispos et Abades,

Arzobispos, Doctores. Patriarcas. Potestades.

A muchos Clerigos nescios dábales dinidades.

Fasie de verdat mentiras, et de mentiras verdades.

Fasia muchos Clerigos é muchos ordenados,

Muchos monges, é monjas, religiosos sagrados,

El dinero los daba por bien exáminados,

A los pobres desian, que non eran letrados.

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del clero, al cual presenta viviendo abiertamente en concubinato; al extremo que Don Gil de Albornoz, arzobispo de Talavera habría conseguido del papa III decreto ordenando a todos los clérigos de su diócesis despedir a as esposas o concubinas que tenían en sus casas, so pena de excomunión. Cuando se les leyó este decreto en asamblea pública, suscitó una ardiente oposi-ción; se pronunciaron violen tos discursos contra el deán y otros; algunos declararon que antes renunciarían a sus dignidades, y finalmente resolvieron apelar del papa al rey de CasílIa.15

Hacia mediados del siglo XV, la literatura había progresado bajo el patrocinio de Alfon-so V de Aragón. La educación de este monarca había sido descuidada, y había pasado la pri-mera parte de su vida en armas; pero a los cincuenta años se aplicó al estudio con tal ansiedad que pronto pudo leer con facilidad los clásicos romanos que se constituyeron en sus compañe-ros constantes. Competía con la casa de los Médicis en hospedar a hombres de letras y resca-tar del olvido los escritos de la antigüedad. Cuando tomaba un pueblo, sus soldados no podían darle un placer mayor que el de traerle algún libro que hubieran descubierto entre los despo-jos; y Cosmo de Médicis consiguió concluir con él un tratado favorable a Florencia, mediante el obsequio de un manuscrito antiguo. Antonio de Palermo, denominado comúnmente "el Pa-normitano", que fué su biógrafo, residió en su corte con muchos honores; y Laurencio Valla, uno de los eruditos más profundos y elegantes de la época,16 cuando se vió perseguido por la libertad de sus opiniones, gozó de la protección de Alfonso, en Nápoles, donde abrió una es-cuela de elocuencia griega y romana.17

Visitando Italia, Alfonso de Palencia se relacionó con el cardenal Bessarion y asistió a las conferencias sobre la elocuencia y el idioma griego que daba el erudito de esta nacionali-dad Trapezuntius. A su vuelta a España fué nombrado historiógrafo de Enrique IV de Castilla, y luego de la reina Isabel; y por medio de sus traducciones del griego al idioma castellano, así como por una obra sobre gramática, excitó el gusto por las letras entre sus compatriotas.18 Este fué seguido por Antonio de Lebrija, llamado comúnmente Nebrissensis, que fué para España lo que Valla para Italia, Erasmo para Alemania y Bude para Francia. Después de una residencia de diez años en Italia, durante la cual atesoró en su mente conocimientos muy di-versos, volvió a su patria en 1473, por consejo de los jóvenes Philelphus y Hermolaus Barba-rus, con el propósito de estimular la instrucción en su país natal. Hasta entonces el renaci-miento de las letras en España había estado confinado a unos pocos individuos investigadores,

Colección, tomo IV, págs. 76-77 15 Cartas eran venidas, que disen en esta manera:

Que Clerigo nin casado de toda Talavera.

Que non toviese manceba casada nin soltera.

Qualquier que la toviese, descomulgado era.

........................................ .

Pero non alonguemos atanto las rasones,

Apellaron los Clerigos, otro si los Clerisones,

Fesieron luego de mano buenas apelaciones.

Et dende en adelante ciertas procuraciones.

Colección, tomo IV. págs. 280, 283 16 History of the Progress and Suppression of the Reformation in Italty, págs. 15. 48. 17 Ginguené, Hist. Lit. de l'Italie, tomo III, págs. 348, 349. Antonii Bibl. Hisp. Vet., tomo II, págs. 271, 272.

De la Dedicatoria de Valla, de uno de sus tratados a Alfonso, se desprende que acostumbraban mantener corres-pondencia sobre asuntos clásicos. (Laur. Vallae Opera, págs. 438-445.) Valla ensalza también el talento militar de su señor, en su obra De Rebus Ferdinandi Aragoniae Rege gestis; publicada en el segundo tomo de Rerum

Hispanicarum Scriptores, Franc. 1509. 18 Pellicer, Ensayo. págs. 7-13. Antonii, Bibl. Hisp. Vet., n. 333. Méndez, Typ. Española, págs. 173-175, 180-

182, 189.

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y no había penetrado en las escuelas y universidades, cuyos maestros continuaban enseñando, con el nombre de latín, una jerga bárbara en la cual iniciaban a los estudiantes por medio de un rudo sistema de gramática, que a veces se hacía inteligible por la mezcla arbitraria de las cuestiones más abstrusas de la metafísica.19 Por medio de sus disertaciones en las uni-versidades de Sevilla, Salamanca y Alcalá, y de los principios de gramática castellana, latina, griega y hebrea que publicó, Lebrija contribuyó en forma maravillosa a desterrar los barba-rismos de las sedes de la educación y a difundir entre sus compatriotas el gusto por los estu-dios elegantes y útiles.20 Sus reformas hallaron una fuerte oposición de parte de los monjes, que habían engrosado las filas de los maestros, y que, incapaces ellos mismos de enseñar la luz, querían impedir que alguien la viera; pero, gozando del sostén de personas de elevada autoridad. él no tomó en consideración sus egoístas e ignorantes imprecaciones.21, Lebrija fué hasta una edad avanzada, un sostén de la reputación literaria de su país natal.22 Durante su residencia en Salamanca se le unieron tres hábiles coadjutores. El primero fué Arius Barbosa, un portugués, que había estudiado bajo el refinado erudito italiano Angelo Politíano. y domi-naba el griego tanto como Lebrija el latín.23 El segundo fué Lucio Marineo, natural de Sicilia, que en 1485 acompañó a España al gran almirante de Castilla y empezó a disertar sobre poe-sía.24 El tercero fué Pedro Mártir de Anglería, a cuyos escritos debemos algunos interesantes particulares sobre el estado de la literatura en España, así como una valiosa información sobre los pactos políticos de ese país y los asuntos del Nuevo Mundo. En 1488 el conde de Tendilla, que había heredado el amor por las letras que distinguiera a su ilustre antecesor el marqués de Santillana, le persuadió a abandonar Italia. Anglería comenzó entonces su carrera literaria en España, pronunciando, con grandes aplausos, en Salamanca, una conferencia sobre una de las sátiras de Juvena1; pero pronto fué llamado de allí a un puesto de mayor responsabilidad, para el cual estaba eminentemente capacitado. Bajo el patrocinio y por ardiente pedido de la reina Isabel, quien había tomado ella misma lecciones de Lebrija, emprendió la tarea de dirigir la educación de los hijos de la nobleza principal con el propósito de desarraigar la opinión casi unánime entre las personas de esa categoría en España, de que la instrucción los incapacitaba para el ejercicio de las armas, en el cual cifraban toda su gloria. En consecuencia, se abrieron escuelas en la corte, no sin alentadoras perspectivas de éxito. Pero España estaba destinada a agotar sus energías en la satisfacción del insensato afán de conquistas de una serie de prínci-pes, para caer luego en la inactividad bajo la influencia paralizante de la superstición y el des-potismo. Hallando los prejuicios contra la educación más arraigados que lo que él había sos-

19 Mayans, Specimen Bibl. Hisp. Majansianae, pág. 39. 20 Ib. pág. 4. Méndez, pág. 233-235, 239. 243. 271. 280. Antonii, Bibl. Hisp. Nova, r. 132-138. Argensola,

Anales de Aragón, pág. 358. Entre los primeros alumnos de Lebrija estuvieron Andrés de Cerezo o Gutiérrez, autor de una Gramática latina, y Fernando Manzanares Flores, que superó a su maestro en cuanto a pureza de estilo. (Méndez, 275. 278. Ignatius de Asso, De Libr. Hisp. Rar. Disquis. pág. 23.47. Antonii, Bibl. Hisp. Nov., r. 74, 379.)

21 Lebrija se refiere a la oposición que había encontrado en la epístola dedicatoria de la segunda edición de sus Introductiones Latinae, impresas en 1482.

22 "EI cultivo de los idiomas y las bellas letras ha dado celebridad a la universidad de Alcalá, cuyo principal ornamento es ese ilustre y verdaderamente digno anciano, Antonio de Lebrija, que ha sobrepujado a muchos Néstores;" dice Erasmo en una carta a Vives. En su ancianidad se le permitió a Lebrija, en vista del estado cadu-co de su memoria, leer sus conferencias, contrariando la costumbre general de la época. Después de su muerte, ocasionada por una apoplejía, la persona que predicó el sermón fúnebre se atrevió a imitarlo, y pretendió discul-parse alegando la brevedad del tiempo que había tenido para su preparación; pero "pareció tan mal al auditorio esta maniera de predicar por escrito, y con el papel en la mano, que todo fue sonreyr y murmurar." (Huarte, Examen de Ingenios, pág. 182.)

23 Martyris Epist. ep. 68. Antón, ut supra, I, 170. Irving, Memoirs of the Life and Writings of Buchanan, pág. 77. 2ª edic.

24 Mongitore, Bibl. Sicula, II, 16-18. Martyris Epist., ep. 57.

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pechado, en las mentes de sus discípulos, Mártir aceptó un nombramiento político; y el plan de inspirar en la nobleza el amor a las letras fué abandonado a poco de haber empezado bajo tan buenos auspicios.25

Mientras tanto, la pasión por el conocimiento se extendía de Salamanca a las otras uni-versidades del reino. A principios del siglo XVI, Francisco Jiménez de Cisneros, entonces arzobispo de Toledo, restauró y amplió la universidad de Alcalá de Henares, en la cual fundó un colegio trilingüe, y para dar celebridad a su institución favorita, consiguió que sus cátedras fueran ocupadas por maestros ilustres, entre los cuales estaban dos griegos: Demetrio Ducas y Nicetas Phaustus.26 y Fernando Núñez, un descendiente de la noble casa de Guzmán. Este último, que había sacrificado una perspectiva de honores civiles por el amor al estudio, no tenía superior entre sus eruditos compatriotas. y ha dejado una bien ganada reputación en la república de las letras.27

Viviendo en medio de judíos y moros. y trabándose frecuentemente en controversias con ellos acerca de sus respectivos credos, los cristianos tenían en España mejores oportuni-dades y más estímulo para el estudio de los idiomas orientales, que sus hermanos de otras partes de Europa. Hacia mediados del siglo XIII. Raimundo de Peñaforte, general de los do-minicos, persuadió a Juan I, rey de Aragón, a que dedicara fondos para la educación de jóve-nes capacitados para entrar en discusión con los judíos y los mahometanos.28 Y en 1259, en un capítulo general de los dominicos, celebrado en Valencia, se resolvió que el prior de la orden en España debería procurar la erección de una escuela para árabes, en Barcelona u otro lugar.29 De esa escuela salieron varios individuos que se distinguieron como controversistas, tanto oralmente como por escrito. Entre estos últimos estuvo Raimundo Martini, autor de Pu-

gio Fidei o Puñal de la fe contra Judíos y Moros, obra que descubre una familiaridad no des-preciable con el idioma hebreo y con los escritos rabínicos, que cita y comenta del original.30

25 Martyris Epist., .ep. 102, 103, 113, 115, 205. 26 Gómez, Vita Ximenii, f. 37b. 81 b. Hodius. de Grarecis Illustribus, pág. 321. 27 Antonii, Bibl. Hisp. Nova, I, 382. Núñez era de la orden de San Yago, y entre sus compatriotas se le llama-

ba comúnmente "el comendador griego." (Argensola, Anales de Aragón, pág. 352.) Sus notas sobre los clásicos son alabadas por Lipsius. Gronovius y otros críticos, quienes generalmente lo citan por el nombre de Pincianus, de Valladolid, su ciudad natal. Que no se limitó a la sabiduría antigua se ve por el hecho de que publicara, en 1502, una edición de los poemas de su compatriota Juan de Mena, con notas. Cipriano de Valera cita una colec-ción de Refranes Españoles publicada por él. (Dos Tratados" pág. 288.) Marineo pone la erudición de Núñez muy por encima de la de Lebrija; pero, en primer lugar, expresa esta opinión en una carta dedicada a hacer su panegírico; y. en segundo lugar, él se había visto envuelto en una disputa con Lebrija, en la cual su compatriota. Pedro Mártir, no había estado dispuesto a tomar su defensa. (Martyris Epist., ep. 35.)

28 Carpzov, Introd. in Theologiam Judaicam, págs. 91, 97. 98; praefix. Pugioni Fidei. H. de Portha. De Liguis

Orient., pág. 60. Se dice que Juan 1 estableció dos escuelas para árabes: una en la isla de Mallorca. y la otra en Barcelona. (History of the Expulsion oi the Moriscoes from Spain, en Geddes. Misc. Tracts, vol. 1. pág. 30.)

29 Simón. Lettres Choisies, tomo III. pág. 112. Según otra autoridad, este decreto fué dado primero en un ca-pítulo celebrado en Toledo en 1250. (Diago, Cronica Domin. Aragon, lib. I. cap. 2. lib. II. cap. 28.)

30 Una obra compuesta en 1278. (Pugio Fidei. parte n. cap. 10. § 1. pág. 395. Edit. Carpzovii. Su suerte es cu-riosa. Porchet, un judío convertido en el siglo XIV, transcribió una gran parte de ella en una obra que compuso con el titulo de Victoria adversus Hebraeos, que fué publicada en 1520. Él reconoce su obligación hacia Martini; un acto de justicia que no realizó Galatinus, que usó de la misma libertad en su Arcana Catholicre Veritatis, impresa en 1513. De Porta dice que Galatinus, cuando se aparta del Pugio copia casi verbalmente del Capistrum o Lazo, (otra obra de Martini) según lo descubre consultando un ejemplar manuscrito de la última obra mencio-nada, en la biblioteca de Bologna. (De Linguis Orient., pág. 62.) El plagio de Galatinus fué descubierto primero en 1603 por José Scaliger, quien confundió, sin embargo, a Raimundo Martini con Raimundo Sebonde. El Pugio Fidei fué finalmente publicado integro en 1651, con eruditos comentarios de. José de Voisin, y reimpreso elegan-

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Es posible que fuera la atención dedicada en España a los idiomas orientales lo que determinó al concilio de Vienne, celebrado durante el papado de Clemente V, en el año 1311, a ordenar que el hebreo, el caldeo y el árabe se enseñaran en todo lugar donde hubiera una corte pontifi-cia, y en las universidades de Bolonia, París, Oxford y Salamanca.31

El entusiasmo que suscitaban estos estudios durante los siglos XIV y XV, llevó a la pu-blicación de la famosa Biblia políglota Complutense. Esta obra maestra de la erudición espa-ñola fué realizada bajo el patrocinio y a expensas del cardenal Jiménez de Cisneros, entonces arzobispo de Toledo; un prelado de escasa ilustración,32 pero cuya ambición le incitaba a con-seguir distinciones tanto en el convento, como en la academia, el gabinete o el campo. Imi-tando al célebre Orígenes, proyectó la edición de la Biblia en varios idiomas, y empleó gran-des sumas de dinero en sostener a los eruditos que se dedicaron a la tarea, comprar manuscri-tos para su uso, y pagar a los impresores y los tipos necesarios. El trabajo comenzó en el año 1502, y la impresión, realizada en la prensa de Complutum, o Alcalá de Henares, en seis vo-lúmenes en folio, terminó en 1517.33 El Antiguo Testamento contenía el texto original hebreo, la versión latina de Jerónimo, llamada Vulgata, y la versión griego de los LXX o Septuaginta, distribuidas en tres columnas; y al pie de cada página del Pentateuco se había impreso la pará-frasis caldea de Onkelos y su traducción latina, El Nuevo Testamento contenía el original griego y la versión latina Vulgata, Al conjunto se habían agregado una gramática y dicciona-rio de! idioma hebreo y un léxico o vocabulario griego, con algunos otros tratados explicato-rios. Juan Brocar, hijo del impresor, acostumbraba relatar que cuando salió de la prensa el último pliego, él, entonces un muchacho, fué enviado, vestido de fiesta, a llevar una copia al cardenal, quien dió gracias a Dios por haberle permitido ver ese día, y volviéndose a sus ayu-dantes dijo que se congratulaba más por la terminación de esa obra que por cualquiera de los actos que habían distinguido su administración.34

Los escritores hispanos han sido demasiado pródigos en elogios a la Políglota de Alcalá. Los manuscritos hebreos y griegos empleados no fueron muchos ni antiguos; y en vez de co-tejar sus diversos ejemplares para reproducir un texto más exacto de la Septuaginta, lo altera-ron para adaptarlo al texto hebreo. Algunos de los eruditos que trabajaron en esa obra han de haberse sentido avergonzados ante el siguiente ejemplo de devoción pueril a la Vulgata, que temente en 1687, bajo el cuidado de Juan Benedicto Carpzov, quien le agregó una Introducción a la teología judía.

31 Clementin, lib. V. tit. 1, De Magistris. 32 "Aiunt homines esse virum. (Ximenium), si non literis, morum tamen sanctitate, egregium." (Martyris

Epist. ep. 160.) 33 Sin embargo, sólo se publicó después del 22 de marzo de 1520, fecha del diploma de León X adherido a la

obra. Además de Demetrio Ducas, Lebrija y Núñez, ya mencionados, los eruditos que tomaron parte en esta obra fueron Diego López de Zúñiga (más conocido por el nombre de Stunica, en sus controversias con Erasmo y Faber Stapulensis), Juan de Vergara, Bartolomé de Castro (llamado el maestro de Burgos), Pablo Coronel, Al-fonso, un médico de Alcalá, y Alfonso de Zamora. Las cuatro personas mencionadas primero, tuvieron a su cargo la parte griega de la obra, y escribieron la versión latina interlineada de la Septuaginta. Vergara hizo algu-nas importantes correcciones en la versión Vulgata de los libros de Sabiduría. Los tres mencionados al final eran judíos convertidos, conocedores del hebreo. La traducción latina de la paráfrasis caldea. y la gramática y diccio-nario hebreos, fueron obra de Zamora, Se dice que el cardenal pagó 4,000 ducados por cuatro manuscritos hebreos, calculándose que el total de la obra le costó arriba de 50.000 ducados. El precio de cada ejemplar de la Políglota fué fijado por el obispo de Ávila en seis ducados y medio "no juzgando por el valor de la obra, que era infinito, sino por su utilidad." (Mandat. Franc. Episcopi Abulensis, praefix. Bibl. Complut. Alv. Gómez, ut in-fra.)

34 Alvar. Gómez, Vita Ximenii, fs. 36, 37. Quintanilla. Vida, págs. 135-139. Archivo Complutense. págs. 50-55. Le Long, Bibl. Sac. edic. Masch., parte I, cap. 3. 2. Goetz. Vertheidigung der Complutensischen Bibel.

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aparece en uno de los prólogos escritos en nombre de Jiménez. Hablando del orden en que han sido dispuestas las columnas, dice:

"Hemos puesto la versión de San Jerónimo entre la hebrea y la Septuaginta, como entre la sinagoga y la iglesia oriental, que son como dos ladrones, el uno a la derecha y el otro a la izquierda, y Jesús, esto es, la iglesia romana, en el medio; pues esta sola, estando fundada sobre una sólida roca, permanece siempre inconmovible en la verdad, mientras las otras se apartan del sentido exacto de la Escritura".35 Pero, a pesar de estos defectos, cuando conside-ramos el período en que fué realizada y el ejemplo que ofreció, podemos afirmar sin vacila-ción que esta obra habla muy en favor de sus autores y de la munificencia del prelado a cuyas expensas fué ejecutada.

El idioma árabe también era cultivado en esta época en España, por algunos indivi-duos.36 Esta rama de los estudios era patrocinada entusiastamente por Fernando de Talavera, quien, después de la destrucción del reino de los moros, fué nombrado primer arzobispo de Granada. Este pío y bondadoso prelado, deseando convertir por medios racionales y suaves a los moros residentes en su diócesis, y, por consiguiente, estimular entre ellos el conocimiento del cristianismo, incitó a los clérigos a sus órdenes a que estudiaran ellos mismos el idioma árabe, y a fin de ayudarles en esa tarea empleó, a su capellán, Pedro de Alcalá, un monje de San Jerónimo, en componer una gramática árabe, un vocabulario y un catecismo conteniendo los primeros rudimentos de doctrina cristiana, para uso de los párrocos y catequistas, que fue-ron los primeros libros jamás impresos en ese idioma.37 A fin de hacer más efectivo esos es-fuerzos, e! arzobispo ordenó, además, que para los moros que habían sido admitidos al bau-tismo o desearan ser instruidos, se celebraran los servicios religiosos en su idioma vernáculo; y, a tal efecto, se hicieron también por su orden traducciones al árabe de las colectas de los evangelios y epístolas. Su intención era conseguir la traducción a ese idioma de toda la Biblia, conforme a lo que se dice había sido hecho ya en una época anterior del dominio de los moros en España.38

Estas medidas, que fueron aplaudidas por todas las personas ilustradas, tropezaron con la acérrima oposición del cardenal Jiménez, quien, aunque deseaba ser considerado el protec-tor de la ilustración, era un enemigo declarado del progreso de los conocimientos. El arzobis-po había apelado a la autoridad de San Pablo, que dijo: 'En la iglesia más quiero hablar cinco palabras con mi sentido para que enseñe también a los otros, que diez mil palabras en lengua desconocida". Pero el cardenal alegó que los tiempos habían cambiado, y apeló a San Pedro; poner los oráculos sagrados en manos de los recién iniciados en nuestra religión, era, en su opinión, arrojar peras a los puertos. No creía tampoco que fuera más seguro confiar este teso-ro a los cristianos más viejos, pues, agregaba, cambiando la metáfora, en esta vieja edad del

35 Muchos escritores católicos romanos se avergüenzan de esta presunción (como la llaman) que si algo signi-fica es una severa censura de toda la empresa. Le Long suprimió el trozo en su relato del trabajo. No así Nicolás Ramus, obispo de Cuba, quien en un comentario de la obra nos informa de que "el original hebreo representa al mal ladrón, y la Septuaginta al buen ladrón." El padre Simón al principio se inclina a responsabilizar al obispo de ultramar por el texto y el comentario; pero después reconoce que el primero se encuentra en el prólogo al lector de la Complutense. (Hist. Crit. du Vieux Test., pág. 350; cf. pág. 577.)

36 Nicol. Clenardi, Epist.. pág. 278. Widmanstadii Epist. Dedic. ad Ferdinandum Imp. in Nov. Test. Syria-cum.

37 Schnurrer, Bibl. Arabica, págs. 16-18. Los tres tratados fueron impresos en Granada en 1505, en árabe, pe-ro con caracteres castellanos.

38 Cipriano de Valera, Exhortación al Christiano Lector; prefacio a su traducción española de la Biblia. [NT. Prefacios a las Biblias castellanas del siglo XVI, Bs. Aires, 1939; pág.152]

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mundo, cuando la religión se ha apartado tanto de la pureza que prevalecía en los días de San Pablo, el vulgo se expone a torcer las Escrituras para su destrucción. Sabiendo que las gentes vulgares se inclinan a reverenciar lo oculto y despreciar lo que conocen, las naciones más sabias las han mantenido siempre apartadas de los misterios de la religión. En cambio, libros escritos por hombres de reconocida piedad, y destinados, por los ejemplos que proponen o por el fervor de su estilo, a levantar a los caídos y elevar las mentes de los hombres de las cosas de los sentidos a la contemplación de lo divino, podrían circular con seguridad en la lengua vulgar;39 y era la intención del cardenal publicar, tan pronto como encontrara tiempo para ello, algunas obras de esa clase; pero las Sagradas Escrituras debían conservarse exclusiva-mente en los tres idiomas en que se escribió la inscripción de la cruz de nuestro Salvador; y si alguna vez se descuidaba esta norma, resultarían los más perniciosos efectos.40 Esta opinión, que es meramente un comentario sobre la máxima favorita de la iglesia de Roma, que la igno-rancia es la madre de la piedad, obtuvo la más calurosa aprobación de su biógrafo y fué citada luego junto con sus milagros, como una prueba de sus dotes proféticas, en el pedido de cano-nización que el Colegio Mayor de San Ildefonso hizo a la corte papal.41 Los argumentos de Jiménez no eran como para llevar la convicción al ánimo de los que defendían la ilustración del pueblo; pero provenían de un hombre que, desgraciadamente para los mejores intereses de España, ya entonces había conquistado gran influencia en los concilios del gobierno, y conti-nuó teniendo en sus manos, durante muchos años, la dirección de los asuntos de la nación, tanto civiles como eclesiásticos. Los libros que el cardenal había prometido para substituir a los evangelios y las epístolas, aparecieron; eran tratados de devoción mística, o más bien mo-nástica, y vidas de sus más caracterizados individuos, hombres y mujeres; tales como las Car-tas de Santa Catalina de Siena, de Santa Angela de Fulgino y de Santa Matilde, los Grados de San Juan Clímaco, las Instrucciones de San Vicente Ferrer, y de Santa Clara, las Meditaciones del cartujo Tomás Landulpho y la Vida de Santo Tomás de Becket, arzobispo de Canterbu-ry.42

La oposición de Jiménez y las medidas violentas adoptadas por el gobierno contra los judíos y los moros, contrarrestaron en tal forma el estudio de la literatura oriental, que en el año 1535, cuando un entusiasta escolástico visitó España, halló descuidado el hebreo y no pudo hallar un solo español familiarizado con el árabe, excepción hecha del venerable Núñez, que aun recordaba los caracteres de un idioma al cual había dedicado alguna atención en su juventud.43

Una traducción de las Escrituras al español, de la cual hablaré más adelante, tuvo pro-bablemente poca influencia en la preparación de la entrada de las opiniones reformistas, ya que parece que todos sus ejemplares fueron destruidos apenas salidos de las prensas. Mucha luz arrojaron sobre los escritos sagrados los que los estudiaron en sus idiomas originales, a fines del siglo XV y principios del XVI. Pablo de San María de Burgos, llamado comúnmente

39 Flechier incluye "catecismos, explicaciones sólidas y sencillas de la doctrina cristiana, y otros escritos des-tinados a ilustrar la mente del pueblo", entre los libros permitidos por el cardenal. (Histoire du Card. Ximenes, tomo I, pág. 155). Sin embargo. Gómez, que él menciona como su única autoridad, no se refiere a esa clase de obras. (Vita Ximenii, fo. 33a.)

40 Gómez, ut supra. 41 Quintanilla, Vida y prodigios del S. Card. Ximenes, pág. 225. 42 Quintanilla. pág. 141. Gómez. f. 39ª. 43 Nic. Clenardi, Epistolae. págs. 229, 278-282. Lo que dice Antonius referente a un tratado de doctrina cris-

tiana en árabe, del arzobispo Ayala impreso en Valencia en 1566, es más que dudoso. (Bibl. Hisp. Nov., tomo II, pág. 108.)

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Paulus Burgensis, judío convertido, demostró la misma familiaridad con el hebreo que se des-cubre en la Postilla, o notas sobre las Escrituras, de Nicolás de Lira, a la cual hizo agrega-dos.44 Alfonso Tostado, obispo de Ávila, que escribió comentarios sobre los libros históricos del Antiguo Testamento y sobre Mateo, había llegado a formarse una noción exacta del senti-do literal y real de las Escrituras, y del deber del intérprete de adherirse a él, en oposición al sistema de interpretación alegórica de los clérigos; pero dió a sus obras un tamaño inmodera-do, con sus digresiones a propósito de lugares comunes.45 Pedro de Osma, profesor de teolo-gía en Salamanca, empleó su talento en la corrección del texto original del Nuevo Testamen-to, mediante una recopilación crítica de diferentes manuscritos. En materia de doctrina des-plegó la misma libertad de opinión, y en 1479 fué obligado a abjurar ocho proposiciones rela-cionadas con el poder del papa y el sacramento de la penitencia, extractadas de una obra suya sobre la confesión y condenadas como erróneas por un concilio celebrado en Alcalá.46 Ade-más de sus servicios a la causa de la ilustración literaria, Antonio Lebrija escribió varias obras explicativas de las Escrituras, por lo cual debió comparecer ante el tribunal de la Inquisición, y hubiera incurrido en la misma censura que Osma si no hubiera tenido la fortuna de contar con la protección de sus Majestades Católicas.47

Por medio de los trabajos de estos hombres, juntamente con los escritos de su compa-triota Ludovico Vives, radicado en los Países Bajos, y de su amigo Erasmo, se produjo un saludable cambio en la mentalidad de los jóvenes universitarios, que se disgustaron con los barbarismos de la teología escolástica, leyeron por sí mismos las Escrituras, las consultaron en los originales, y se atrevieron, con la ayuda de esas fuentes, a corregir los errores de la Vulga-ta y a sacar a luz las interpretaciones absurdas y pueriles que por tanto tiempo habían sido aceptadas al amparo de la ignorancia y la credulidad.

Habiendo puesto así al lector en posesión del conocimiento de las circunstancias rela-cionadas con el estado de las letras y la instrucción que tendían a facilitar la introducción de la doctrina reformada en España, pasaré ahora a exponer los obstáculos con los cuales tuvo que luchar, de los cuales el más formidable fué, con mucho, la Inquisición.

44 Simon, Hist. Crit. du Vieux Test., lib. III, cap. 11. págs. 464-466. Colomesii, Hispan. Orient., págs. 212-

214. Le Long menciona "Prophetae Priores Hebraice cum Commentario R. David Kimchi, Leiriae in Lusitania, 1494, fol." (Bibl. Sac. edic. Masch., parte I. cap. 1, secc. 2. § 37. núm. 6.) Si esto es correcto, la obra a que se refiere debe haber sido el primer libro hebreo, y el único de autor judío, impreso en la Península. Ninguno de los bibliógrafos españoles parece haber visto un ejemplar de él. Méndez lo menciona incorrectamente. (Typog. Esp., pág. 339.)

45 Tostati Abulensis, Comment. in Evang. Matthaei, cap. XIII, quaest. 18; cf. cap. II, quaest. 57. Un digesto de este comentario sobre Mateo fué publicado, en dos volúmenes en folio, en Sevilla, en 1491. (Méndez. pág. 179.)

46 Illescas, Hist. Pontifical, tomo II, f. 86b. 47 Antonii Nebrissensis, Apologia pro seipso; apud Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo II, págs. 310, 311.

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CAPÍTULO III

DE LA INQUISICION y OTROS OBSTACULOS A LA REFORMA EN ESPAÑA

Poco después que el Imperio Romano adoptó el cristianismo, se dictaron leyes que cas-tigaban a los que propagaran opiniones erróneas, dictadas por la falsa idea de que la herejía, o error en materia de revelación, era un crimen y una ofensa contra el estado. Las penalidades eran, en general, moderadas, comparándolas con las que se decretaron en un período poste-rior. El maniqueísmo, considerado como subversivo de los principios de la religión natural, y peligroso para la moral, era la única herejía castigada con la pena capital; castigo que luego fué hecho extensivo a los donatistas, que eran acusados de instigar tumultos en diversas partes del Imperio. Los obispos de aquella época estaban lejos de solicitar la ejecución de esas dis-posiciones penales, aunque en muchos casos habían sido dictadas a su pedido o con su con-sentimiento; ellos se jactaban de que la publicación de leyes severas, por el terror que inspira-ban, reprimiría la audacia de los atrevidos innovadores e induciría a sus engañados seguidores a escuchar la instrucción y volver al seno de la iglesia verdadera. Cuando Prisciliano fué eje-cutado por sustentar el maniqueísmo, en Treves, en el 384. San Martín, el apóstol de Francia, reclamó ante el emperador Máximo por tal medida, que repugnaba a todos los obispos de Francia e Italia.139 San Agustín manifestó al procónsul de África que, si se aplicaba la pena de muerte a los donatistas, él y sus clérigos sufrirían la muerte a manos de esos turbulentos here-jes antes que ser instrumentos para conducidos ante los tribunales.140 Pero es más fácil sacar que envainar la espada de la persecución; y los eclesiásticos de épocas posteriores se mostra-ron celosos en estimular a los magistrados renuentes a ejecutar esas leyes, y en procurar la aplicación de las mismas a personas que sostenían opiniones que sus antecesores habían con-siderado inocentes o aun laudables. En el siglo XI se extendió la pena capital, aun en su forma más terrible, la de ser quemado vivo, a todos los que se adhirieran obstinadamente a opiniones diferentes de la fe recibida.141

Los historiadores no han señalado con precisión el período en que tuvo lugar esta exten-sión del código penal, o las causas que la determinaron. Ejemplos de esa práctica aparecen ya antes del edicto imperial de Federico II, en 1224, y aun antes del de Federico I, en 1184;142 y me parece que al principio se debió a una confusión de las diferentes sectas que surgieron con los seguidores de Manes. Aprovechando la circunstancia de que algunos individuos de las sectas denominadas de los Henricianos, Arnoldistas, Pobres de Lión y Valdenses sostenían el principio fundamental del maniqueísmo, el clero aplicó el estigma a todos ellos, e instó a los

139 Sulpitii Severi, Hist. Sac. lib. II, caps. 47, 49. 140 S. Augustini, Epist. ep. 127, ad Donatum, Procons. Africae 141 Morir en la hoguera era el castigo decretado por Constantino para los judíos y "coelicoli" que hicieran vio-

lencia "saxis aut alio furoris genere" a cualquiera que se hubiera apartado de ellos y abrazado el cristianismo. (Cod. lib. I, tít. IX, § 3.) El mismo castigo estaba destinado a los que abrieran los diques del Nilo, por un edicto de Honorio y Teodosio. (Cod. lib. IX, tít. XXXVIII.)

142 Fleury, Hist. Eccles., lib. LVIII, n. 54.

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magistrados a castigados con la pena establecida para aquella odiosa herejía. En una época de ignorancia esa acusación era fácilmente creíble. Era en vano que las víctimas de la persecu-ción protestaran contra una acusación tan gratuita, o negaran las creencias que se les imputa-ban. Para cuando conseguían probar su inocencia con hechos innegables, ya la mentalidad pública había aprendido a considerar con indiferencia, o aprobar, la severidad de su suerte; y la pena capital, bajo a expresión corriente de "entregados al brazo secular", llegó a ser consi-derada como la suerte común a todos los que abrigaran opiniones opuestas a las de la iglesia de Roma o pretendieran censurar la corrupción del sacerdocio.

Otras causas, algunas de las cuales habían estado obrando desde mucho antes, contribu-yeron a operar, durante el siglo XI, un gran cambio en los procedimientos criminales contra los herejes. La sentencia de excomunión, que al principio solamente excluía de los privilegios de la iglesia, llegó a constituir una señal pública de infamia para aquellos que incurrían en ella. De esto, a la idea de que ella los privaba de todos los derechos, naturales y civiles que antes poseían, no había más que un paso, en una época tan supersticiosa. Los infelices que eran heridos por este rayo espiritual, sentían disolverse instantáneamente todos los lazos que los habían unido a la sociedad, y eran considerados como objetos a la vez de la execración divina y del aborrecimiento humano; los súbditos rompían su obediencia a sus soberanos legí-timos; los soberanos entregaban al fuego y la espada las provincias más ricas y sosegadas; los territorios de un vasallo se convertían en la presa legal de sus vecinos, y "los enemigos de un hombre eran los de su propia casa". Los pontífices romanos, que habían extendido su autori-dad afectando un ardiente celo por el honor de la fe cristiana, hallaron un poderoso instrumen-to para la ejecución de sus ambiciosos designios, en las cruzadas emprendidas a su instigación para libertar la Tierra Santa y el sepulcro de Cristo de la profanación de los infieles. Estas insensatas expediciones, cuya influencia indirecta fué a la larga favorable para la civilización europea, produjeron los peores efectos inmediatos. Mientras debilitaban a los soberanos que se embarcaban en ellas, acrecentaban el poder de los papas y colocaban a su disposición ejér-citos inmensos, que podían dirigir contra quienes se opusieran a sus disposiciones. Pervirtie-ron los principios de religión, justicia y humanidad, alentando la falsa idea de que la guerra por el honor del cristianismo es meritoria, cubriendo con el velo de la santidad las mayores enormidades que podía cometer un soldado licencioso, confiriendo el perdón de sus pecados a todos los que se congregaran bajo el estandarte de la cruz, y concediendo la palma del marti-rio a todos los que tuvieran el honor de caer luchando contra los enemigos de la fe. Los papas no fueron lerdos ni negligentes para aprovecharse de esos prejuicios; hallando que sus violen-tas medidas para suprimir a los albigenses eran secundadas débilmente por los barones de Provenza, proclamaron una cruzada contra los herejes, lanzaron sentencia de excomunión contra superiores y vasallos, y desataron una guerra de exterminio que duró veinte años, en el sud de Francia. En medio de estas escenas de sangre y horror nació la Inquisición.

Los historiadores difieren en cuanto a la fecha exacta en que fué fundada la Inquisición. En una ley promulgada por el emperador Teodosio contra los maniqueos, se menciona a in-quisidores e informantes; pero éstos eran oficiales de justicia nombrados por los prefectos, y diferían enteramente de las personas que se hicieron famosas bajo tales denominaciones mu-chos siglos después de aquella época.143 El principio básico de esa odiosa institución induda-blemente fué reconocido en 1184, por el concilio de Verona; el cual, sin embargo, no estable-ció un tribunal separado para la persecución de los herejes, sino que dejó esta tarea librada enteramente a los obispos. Rainiers, Castelnau y Santo Domingo, que fueron enviados a Fran-

143 Cod. Theodos. lib. XVI, Tit. V, lego. 9. de haereticis.

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cia en diferencia ocasiones entre 1198 y 1206, llevaban el encargo del papa de buscar herejes, y en ese sentido pueden llamarse inquisidores; pero no estaban investidos de poder judicial para pronunciar sentencias definitivas.144 El concilio Laterano de 1218 no hizo innovaciones a la práctica antigua. El concilio celebrado en Tolosa en 1229 ordenó que los obispos nombra-sen, en cada parroquia de sus respectivas diócesis, "un sacerdote y dos o tres laicos, que se comprometieran bajo juramento a hacer una rigurosa búsqueda de todos los herejes y sus fau-tores, con cuyo objeto deberían visitar cada casa desde la boardilla hasta el sótano, lo mismo que todos los lugares subterráneos donde aquellos pudieran ocultarse."145 Pero el Tribunal de la Inquisición no fué erigido hasta el año 1233, cuando el papa Gregorio IX quitó a los obis-pos el poder de descubrir y entablar juicio a los herejes refugiados en Francia. y encomendó esa ocupación a los frailes dominicos. A consecuencia de esa medida, el tribunal se estableció inmediatamente en Tolosa y luego en las ciudades vecinas, de donde fué introducido en otros países de Europa.146

Puede considerarse por lo menos como un hecho singular, que en los procedimientos del primer concilio Español cuyas actas han llegado hasta nuestros días, hallamos que es mayor el estigma aplicado a los informantes que a los mismos herejes. El concilio de Elvira, después de limitar la duración de la penitencia de aquellos que pudieran incurrir en herejía, decretó que "si un católico se constituye en informante, y alguien es condenado a muerte o proscripto co-mo resultado de su denuncia, no recibirá la comunión, ni aun en la hora de la muerte."147 En un estudio de los procedimientos criminales en España antes del establecimiento de la Inqui-sición, se ve que, en general, los herejes eran tratados más suavemente allí que en otros países. Los judíos que reincidían después de haber sido bautizados, eran condenados a azotes y ayu-no, según su edad.148 Los que se convertían al paganismo, si eran nobles o libres eran conde-nados al destierro, y si esclavos, a azotes y cadenas.149 La ley general contra los herejes era que, los que rehusaban retractarse, si eran sacerdotes debían ser privados de todas sus digni-dades y propiedades, y si eran laicos, debían, además, ser condenados a destierro perpetuo.150 Aun después que se introdujo en otros países de Europa la bárbara costumbre de arrojar a las llamas a los herejes obstinados, España manifestó su aversión a las medidas sanguinarias. En 1194, cuando Alfonso II de Aragón, a instigación del legado del papa Celestino, publicó un edicto ordenando a los valdenses y otros sectarios abandonar sus dominios, los que permane-cieron después del término especificado fueron expresamente eximidos de sufrir la muerte o la mutilación de sus cuerpos.151

Tan pronto como la Inquisición recibió la sanción papal, se tomaron medidas para con-seguir su introducción en España, donde los dominicos habían establecido ya convenios de su orden. En el curso del siglo XIII se erigieron tribunales inquisitoriales permanentes en los

144 Hist. Gen. de Languedoc, III, 130, 134, 558-560. 145 Fué por resolución de este concilio que se prohibió por primera vez a los laicos poseer los libros del Anti-

guo y Nuevo Testamento. (Concil. Tolos. can, 14; Labbei Collect. tomo XI, pág. 427.) 146 Hist. Gen. de Languedoc, tomo III, págs. 131, 383, 394-5. Mosheim, cent. XIII, parte II, cap. V. § 4. Llo-

rente, cap. II. Parece, sin embargo, según una constitución de Federico II, que los dominicos en 1229 actuaban como inquisidores apostólicos en Italia, donde Santo Domingo había formado, bajo el nombre de Militia Christi una orden secular, cuya ocupación correspondía a la de los llamados más tarde familiares de la Inquisición. (Llorente, I, 51-54.)

147 Concil. Illiberit. can. 22, 73. 148 Concil. Tolet. IX, can. 17. Anno 655. 149 Concil. Tolet. XIII. can. 11. Anno 681. 150 Leg. Goth. líb. XII, lit. II. de haeret. lex. 2. 151 Pegna, Comment. in Direct. lnquis. Nic. Eimerici; Llorente. I, 31.

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principales pueblos del reino de Aragón, de donde se extendieron a Navarra.152 En cuanto a Castilla, aunque fué emitido un breve papal con el especial objeto de introducir el Santo Ofi-cio en este reino, y aunque se dice de Fernando III, llamado el Santo, que llevó con sus pro-pias manos la leña destinada a quemar a súbditos suyos, parece que nunca hubo allí un tribu-nal permanente, según la antigua forma de la Inquisición; sea porque la herejía hiciera pocos progresos entre los castellanos, o porque estos fueran opuestos al nuevo método para extirpar-la.153

El modo de proceder en el tribunal de la Inquisición, cuando primero se estableció, era sencillo y difería muy poco del que se seguía en los tribunales ordinarios. Particularmente los interrogatorios que se hacían a las personas acusadas y a los testigos, eran breves y directos, evidenciando simplemente el deseo de averiguar la verdad en cuanto a los cargos investiga-dos.154 Pero esa simplicidad pronto cedió ante un sistema de los más complicados e inicuos enredos. Groseramente ignorantes de los asuntos judiciales, los dominicos adoptaron para su nuevo tribunal el modelo de lo que se conoce en la iglesia romana como el tribunal de la peni-tencia. Acostumbrados a penetrar en el confesionario en el secreto de las conciencias, utiliza-ron para la destrucción de los cuerpos todas aquellas artes que un falso celo les había enseña-do a utilizar para la salvación de las almas. Inflamados por la pasión de extirpar la herejía, y persuadidos de que el fin santificaba los medios, no sólo actuaron según los principios más engañosos y artificiosos, sino que los adoptaron formalmente como reglas para su conducta, basándose en ellos para procurar por todos los medios enredar a sus víctimas y arrancarles, por medio de declaraciones falsas, promesas engañosas y en el curso de tortuosos interrogato-rios, confesiones fatales para sus vidas y fortunas.155

Cuando este tribunal tenía dos siglos y medio de existencia, experimentó lo que sus amigos han honrado con el nombre de una reforma, como consecuencia de la cual se convirtió en una máquina de persecución aun más terrible que antes. Bajo esta nueva forma se le llama comúnmente la Moderna Inquisición, aunque podría llevar con la misma propiedad el nombre de española, pues se originó en España y quedó confinada a este país, inclusive Portugal, y los dominios de ambas monarquías.

La guerra de los albigenses fué el pretexto utilizado por los papas para el establecimien-to de la antigua Inquisición; la necesidad de combatir la apostasía de los conversos del juda-ísmo se presentó como razón para la introducción de la moderna. Mientras los españoles esta-ban envueltos en continuas guerras los unos con los otros, o con los moros, los judíos, que habían estado establecidos durante siglos en la Península, dedicándose a la industria y el co-mercio, hacia el siglo XIV habían acrecentado la riqueza de la nación y conquistado gran in-fluencia en los reinos de Castilla y Aragón. Los que les debían, y los que les enviaban los car-gos civiles que desempeñaban, se unieron para excitar los prejuicios religiosos del populacho contra ellos; y en un año cayeron cinco mil judíos, sacrificados a la furia popular; muchos, por salvar sus vidas, se sometieron al bautismo, y se calcula que en el curso de pocos años fueron

152 Llorente, I, 77, 85, 97. 153 Llorente, I, 77, 85, 88, 95. 154 Véase el Interrogationes ad Haereticos, y los extractos de los procedimientos de la Inquisición de Carcas-

sone y Avignon, publicados en la Hist. Gen. de Languedoc, tomo III, Preuves, págs. 372. 435-441. 155 Véase dos antiguos tratados publicados por los padres benedictinos Martene y Durand, en Thesaur. Nov.

Anecdot., tomo V, págs. 1785-1798. Sismondi da extractos de ellos; él señala la influencia maligna que los pro-cedimientos de la Inquisición ejercieron sobre la jurisprudencia de Francia. (Hist. de las Cruzadas contra los albigenses, págs, 220-226.)

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casi un millón los que abjuraron la ley de Moisés e hicieron profesión de fe cristiana. El nú-mero de conversos, como se les llamaba, fué acrecentado a principios del siglo XV, por el celo de los misioneros dominicos, y especialmente de San Vicente Ferrer, a quien los histo-riadores españoles han atribuido más milagros y conversiones que los que fueron realizados por los apóstoles.156 Estos nuevos conversos eran llamados nuevos cristianos, y a veces ma-rranos, por una fórmula de execración en uso entre los judíos. Como su adopción de cristia-nismo obedecía al miedo a la muerte, o al deseo de conseguir prebendas seculares, más que a la persuasión interna, la mayor parte de ellos se arrepentían de haber abjurado la fe de sus padres y reasumían en secreto la práctica de sus ritos, mientras públicamente se adaptaban a los de los cristianos. Esa conformidad forzada no podía dejar de ser penosa para sus ánimos, y se fué relajando a medida que fueron desapareciendo los temores por su seguridad. El resulta-do fué que muchos de ellos fueron descubiertos por los monjes, quienes clamaron que si no se adoptaban medidas para reprimir el mal todo el cuerpo de judíos conversos pronto volvería a sus hábitos anteriores, y la fe de los cristianos viejos sería corrompida y destruida por esos apostatas ocultos entre ellos. Pero, aunque destinada más inmediatamente a guardar la fideli-dad de los nuevos cristianos la moderna Inquisición, lo mismo que la antigua, fué encargada del descubrimiento y castigo de toda clase de herejía, y cayeron bajo su jurisdicción los cris-tianos viejos tanto como los judíos y los moros convertidos.

Conviene no olvidar los nombres de los individuos a quienes España debe esta institu-ción, los más activos de los cuales fueron Felipe de Barberis, inquisidor de Sicilia, y Alfonso de Hoyeda, prior de Sevilla, ambos frailes dominicos, ayudados por Nicolás Franco Obispo de Treviso, que en esa época era nuncio del papa Sixto IV, ante la corte española.157

En este período España se unió en un solo reino por el matrimonio de Fernando, rey de Aragón e Isabel, reina de Castilla. Alfonso aceptó sin tardanza una propuesta que significaba la perspectiva de llenar sus cofres por medio de confiscaciones, y que era igualmente agrada-ble para Sixto, dada su tendencia a promover los intereses de la corte de Roma; y, con la ayu-da de los frailes, consiguieron vencer la repugnancia que excitaba en la mente humana pero supersticiosa de Isabel. La bula de establecimiento de la Inquisición en Castilla fué lanzada el 17 de septiembre de 1480; los reyes católicos nombraron los primeros inquisidores, que co-menzaron sus funciones el 2 de enero de 1481, en el convento dominico de San Pablo, en Se-villa. Sin embargo, el tribunal no asumió su forma permanente hasta dos años más tarde, cuando fué colocado a su frente el fraile Tomás Torquemada, prior de Santa Cruz, en Segovia, con la designación de inquisidor general, primero de Castilla y luego de Aragón.158 Torque-mada procedió a ejercer sin demora la elevada autoridad con que había sido investido, esco-giendo sus auxiliares y estableciendo tribunales inferiores en diferentes ciudades del reino unido, sobre los cuales estaba la Suprema, o Consejo Supremo, integrado por el inquisidor general, como presidente, y tres consejeros, dos de los cuales eran doctores en leyes. Este tri-

156 Zurita, Anales, tomo II, f. 444; cf, f. 430. Antonii, Bibl. Hisp. Vet .. torno II, 205-207, En apoyo de su opi-nión de que los sermones impresos de San Vicente Ferrer fueron tomados verbalmente y traducidos al latín por alguno de sus oyentes, Nicolás Antonio dice; "Al predicar, donde quiera que fuera, en su propio idioma natal de Valencia, a ingleses, franceses e italianos, todos los cuales, por un milagro indudable, le entendían, es imposible que los mismos sermones pudieran ser concebidos en el idioma vernáculo, y traducidos al latín por el mismo individuo, que estaba tan ocupado y predicaba al pueblo extemporáneamente e improvisando más bien que pre-meditadamente." (Ut supra. pág. 206). Con toda deferencia al ilustrado historiador, creemos que si este razona-miento prueba algo es que los oyentes de San Vicente poseían poderes más milagrosos que él mismo, y deberían haber sído canonizados ellos más bien que él.

157 L1orente, I, 143, 144. 158 Illescas, Hist. Pontifical, tomo II, f. 10,1ª. Zurita, Anales, lib. XX, secc. 49. L1orente, I, 145, 148·151.

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bunal regulaba y dirigía a los tribunales inferiores; y según su ley fundamental, los consejeros tenían voz deliberativa en todos los asuntos relacionados con la ley civil, pero sólo consultiva en aquellos que correspondían a la ley eclesiástica, de los cuales la bula papal instituía único juez a Torquemada. Estos consejeros parecen haber sido nombrados con el propósito de evitar conflictos con las autoridades seculares. En realidad, a veces surgían altercados entre el inqui-sidor general y los consejeros de la Suprema; pero como estos últimos pertenecían todos al orden clerical, y como no había una clara línea de demarcación entre los asuntos civiles y los eclesiásticos, las cuestiones que se presentaban ante el tribunal eran sometidas generalmente a la ley canónica, o en otros términos, resueltos según el arbitrio del presidente. Torquemada se aplicó enseguida a la formación de un cuerpo de leyes para el gobierno del nuevo tribunal, le cual apareció en 1484; de tiempo en tiempo se le hacían algunos agregados. y. como en los tribunales inferiores se habían introducido una diversidad de prácticas, el inquisidor general Valdés, en 1561, hizo una revisión general de todo el código, publicándolo en ochenta y un artículos que continúan rigiendo, con algunas leves alteraciones, hasta el día de hoy.159 Por estas constituciones, como lo han demostrado los documentos auténticos relacionados con la historia de la Inquisición que se han dado a conocer últimamente, se puede formar una idea exacta de las formas procesales observadas en aquel terrible tribunal. Sin embargo, en lugar de entrar aquí en detalles que son del dominio público, señalaré aquellos particulares que de-muestran que la Inquisición poseía poderes que la capacitaron para detener efectivamente el progreso de los conocimientos y aplastar toda tentativa que pudiera hacerse para la reforma de la religión y la iglesia.

Lo primero que salta a la vista, es el inmenso aparato que poseía la Inquisición para descubrir la herejía y aprehender a aquellos que habían incurrido en la sospecha de estar con-taminados de ella. Engañados por la importancia asignada a la denuncia en las instrucciones del Santo Oficio, algunos escritores quieren hacemos creer que la única forma en que podía ser iniciado un proceso ante la Inquisición era por medio de una acusación formal proferida por algún individuo; cuando, por el contrario, para tal fin bastaba una simple información, cualquiera fuera la forma en que se hubiere obtenido.160 La Inquisición no sólo es un tribunal de justicia sino también, como su nombre lo sugiere, una institución de policía, dedicada a descubrir los delitos que después ha de juzgar. Todo individua perteneciente a sus tribunales, superior o inferiores, desde el inquisidor general hasta el último alguacil o familiar, tiene esta obligación: y en los períodos en que fué puesta sobre aviso por alarmas de herejía, tuvo sus espías secretos y agentes autorizados en cada puerto y paso del reino, con la misma regulari-dad que los gobernadores tienen sus recaudadores y funcionarios aduaneros, investidos de autoridad para arrestar a todos los que incurrieren en sus sospechas. Además de sus propios recursos internos, se vale de los prejuicios y supersticiones del pueblo, al cual levanta en masa para arrojar a los pobres herejes en los aprietos legales dispuestos para ellos en todas partes del país. En cualquier oportunidad que juzgue propicia, pero reglamentariamente cada año en dos domingos de la cuaresma, se publica un edicto en todas las iglesias del reino, requiriendo a todo aquel que conozca alguna persona sospechada de herejía, que lo comunique a la Inqui-sición en el término de seis días, so pena de incurrir en pecado mortal y excomunión por su silencio. Al mismo tiempo, en el confesonario, los sacerdotes ejercen toda la influencia que

159 Las ediciones que yo he usado son las siguientes: "Copilación de las Instrucciones del Officio de la sancta

Inquisicion, hechas por el muy reverendo Señor Fray Thomas de Torquemada", etc. Madrid, 15 76. "Copilación

de las Instrucciones del Oficio de la santa Inquisición, hechas en Toledo, ano de mil y quinientos y sesenta y

uno." Ibid. 1612. 160 "Quando los Inquisidores se juntaren a ver las testificaciones que resultan de alguna visita, o de otra ma-

nera, o que por otra cualquier causa se huviere recebido," etc. (Instrucciones de 1561. art. 1.)

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poseen sobre el ánimo de sus penitentes, para persuadirles a cumplir con esa orden. De esta manera se aprovechan todas las pasiones del alma humana, las peores y las mejores, las débi-les y las fuertes, y las personas son inducidas a convertirse en informantes incitados por mali-cia personal, por escrúpulos piadosos o por un temor egoísta. A veces el padre denuncia a su propio hijo, la esposa a su esposo y la amante doncella al objeto de sus más tiernos afectos. Aunque los santos padres prefieren un proceso por denuncia a uno ex officio,161 y, a fin de alentar a los informantes, mantienen sus nombres en secreto, se reciben sin escrúpulo algunos informes anónimos, siempre que suministren algún rastro, por débil que sea, por donde se pueda llegar a probar la acusación. Un proceso es a menudo el medio para despertar sospe-chas de herejía sobre una cantidad de personas, pues es regla invariable de los inquisidores no informar a un testigo del objeto particular para que se lo cita, sino comenzar rogándole que haga memoria y diga si recuerda haber visto u oído alguna cosa que pareciera no concordar con la fe católica; con el resultado de que se le hace mencionar nombres no implicados en el proceso. Si, después de averiguaciones, los inquisidores opinan que hallarán difícil hacer que la persona sospechosa se declare convicta, no la examinan, ya que eso sólo serviría para po-nerla en guardia; ni utilizan tampoco ningún medio para hacerla retractar de los supuestos errores en que ha caído; suspenden simplemente los procedimientos hasta obtener nuevas pruebas que les permiten substanciar el cargo.162 Si la evidencia es juzgada suficiente, se emi-te orden de arresto al alguacil, quien, acompañado por el secuestrador e incautador de bienes, se presenta inmediatamente en la casa del acusado; en caso de que éste se haya ocultado, se provee a los familiares, no sólo de una minuciosa descripción de su persona sino también de su retrato, de modo que es casi imposible que se les escape la presa.163

Una vez que alguien ha tenido la desgracia de ser aprehendido, no es menos difícil que se libre de una condena. Sólo en el caso de que se declare convicto, los inquisidores tienen derecho de apoderarse de sus bienes; y como ellos tienen establecido como principio que el Santo Oficio no se equivoca, consideran una nota de censura para sus procedimientos el hecho de que un individuo apresado consiga salir libre de sospechas. Sin ponerle en conocimiento de su acusador, ni de la acusación que se le hace, tanto los jueces en los numerosos interrogato-rios a que se le somete, como el carcelero a cuyo cuidado es entregado, emplean todas sus artes para conseguir que el preso se declare culpable de alguna ofensa contra la fe. Se le inte-rroga minuciosamente acerca de sus parientes, relaciones, conocidos y manera de vivir; se ordena una investigación en los archivos de todos los tribunales del Santo Oficio; y si se halla que entre sus antepasados o parientes, o de los de su consorte, por remotos que sean, por la línea paterna o materna, hubo judíos, moros o herejes, o alguno que incurrió en la censura de la Inquisición, tal circunstancia es juzgada suficiente para considerarlo sujeto a una legítima presunción de culpa. A una falla en la repetición del Ave María o el credo exactamente en la forma de la iglesia romana, se considera de la misma manera.164

El secreto impenetrable de que se rodea a todos los procedimientos de la Inquisición. es

161 Instruc. de 1561, art. 19 162 Instrucciones de 1561, art. 4. Llorente parece haber equivocado la última parte de este articulo, que tradu-

ce así: "Cete mesure (I'interrogatoire) ne sert qu'à le rendre plus réservé et plus attentif à eviter tout ce qui pou-rrait agraver les soupçons ou les preuves acquises contre lui." (Hist. de l' Inquis., tomo II, pág. 298.) Las palabras originales son: "Semejantes examenes sirven mas de avisar los testificados, que de otro buen efecto: y assi con-viene mas aguardar que sobrevenga nueva provança, o nuevos indicios."

163 Reg. Gonsalv. Montanii, Inquis. Hisp. Artes Detectae, págs. 8, 13, 16. 164 Instrucciones de 1488, art. 9. Instruccc. de 1561, art. 13-15. Montanus, ut supra, págs. 17-24. L1orente. II.

302. 303. Relato de Frampton, en Strype's Annals, I. 240. 241.

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a la vez un instrumento de terror y un estímulo para toda clase de injusticias. Toda persona que entre por sus puertas debe jurar, antes de que se le permita salir, que guardará el más pro-fundo silencio sobre todo lo que pueda haber visto, oído o dicho.165 Los nombres de los testi-gos le son cuidadosamente ocultados al preso; y no son confrontados con él, ni siquiera, según lo que parece, entre ellos mismos.166 Nada reprime la infidelidad o ignorancia de los notarios o escribientes que reciben las declaraciones. No se le da al acusado una copia de las pruebas acumuladas, sino solamente los extractos fragmentarios que les plazca a los jueces ordenar; y, aprovechando las diversas formas de expresión empleadas por los testigos al hablar del mismo hecho, el procurador fiscal frecuentemente convierte un cargo en tres o cuatro, por cuyo me-dio el preso al defenderse se confunde, y, si es finalmente destinado a un auto de fe público, se le expone alodio popular como una persona cargada de crímenes. Todo lo que los testigos hayan declarado en su favor en los interrogatorios, o que pudiera conducir a su exculpación, es deliberadamente suprimido por completo.

El mismo procedimiento parcial e injusto se observa en la formación de los extractos, que, tanto al comienzo como a la terminación del proceso se entregan a ciertos clérigos, lla-mados calificadores del Santo Oficio, cuya misión es declarar si las proposiciones imputadas al acusado son heréticas o hasta dónde lo hacen sospechoso de herejía. Estos individuos: por otra parte, son monjes o doctores escolásticos, imbuidos de falsas nociones, y dispuestos a calificar o estigmatizar como heréticas, opiniones sancionadas por la autoridad de los más reconocidos doctores de la iglesia, meramente porque no se han encontrado con ellas en el restringido círculo de sus estudios.

No es fácil concebir una burla mayor de la justicia que la que se halla en las provisiones hechas para la defensa del preso. Los jueces señalan uno de sus abogados para que actúe de consejero, quien no tiene otro medio para la defensa de su cliente que los ya mencionados extractos truncos de las deposiciones de los testigos. Pero la verdad es que su habilidad es tanta como su inclinación; pues, aunque nominalmente es el abogado del prisionero, en reali-dad es un agente y procurador del tribunal, obedeciendo cuyas direcciones, que le son dadas en el momento de su nombramiento, trabaja en muchos casos para lograr que su cliente se confiese culpable y se entregue a merced de sus jueces.167 No menos falso e insultan te para el

165 Mr. Townsend relata que el cónsul holandés, con quien se relacionó durante sus viajes por España en

1787, jamás consintió en relatar su encarcelamiento en la Inquisición de Barcelona, que había tenido lugar treinta y cinco años antes, y demostraba la mayor agitación cuando se le instaba a decir algo sobre el tratamiento que había recibido. Su compañero de prisión, M. Falconet, que era sólo un muchacho, encaneció durante su corta reclusión, y hasta el día de su muerte, aunque estaba retirado en Montpellíer, mantenía el más tenaz de los silen-cios sobre el asunto. El había destruido una imagen de la Virgen, y su amigo, el cónsul holandés, fué considerado cómplice por no haberlo acusado, hallándose presente en el hecho. (Townsend, Joumey through Spain, tomo II, pág. 336.)

166 L1orente, en su resumen de las constituciones de Valdés, habla como si los testigos fueran creados (tomo II, pág, 306); pero no encuentro nada en el documento original que confirme esta interpretación. (Instruc. de 1561. art. 26.) El mismo historiador se contradice al interpretar otro artículo como una expresa prohibición de esa práctica (pág. 327), cuando se trata de la prohibición de carear al testigo con el preso. Su título es: "No se careen los testigos con los reos." (Instruc. de 1561. art. 72.)

167 Instruc. de 1484. art. 16. Instrucc. de 1561, art. 23. L1orente. I, 309-312. Las Instrucciones de 1484 permi-tían al acusado el beneficio de un procurador, así como de un abogado: pero las de 1561 le privaron de ese privi-legio, "porque la experiencia ha mostrado muchos inconvenientes (una palabra utilizada frecuentemente en los reglamentos de la Inquisición como excusa para las más flagrantes violaciones de la justicia) que dello suelen resultar." (Instruc. de 1561. art. 35.) Si el acusado es menor de edad, se le permite un tutor; (ib. art. 25), pero la tutela se entrega al lobo, nombrándose frecuentemente para ese oficio a alguno de los incondicionales de la In-quisición. (Montanus, págs. 34. 35.)

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acusado es el pretendido privilegio de recusar los testigos. Privado de todo medio de conocer las personas que han depuesto en su contra, sólo puede recurrir a conjeturas; la malicia es el único recurso de excepción que puede interponer; puede haber sido acusado por fanatismo, miedo o escrúpulos ignorantes; o un enemigo personal suyo puede haber utilizado como ins-trumento de su maldad a alguna persona de quien el preso jamás sospecharía; y a veces el procurador fiscal tiene la precaución de establecer secretamente de antemano la credibilidad de sus testimonios, a fin de dejar sin efecto la recusación. Los inquisidores están uniforme-mente dispuestos a favorecer los propósitos persecutorios de los testigos, y a librados de todo castigo aun en el caso de perjurio.168 Y este mal no debe ser atribuido al carácter particular de los jueces: brota del genio mismo del tribunal, que induce a todos los que están relacionados con él a desafiar los principios más elementales de la justicia por los que se rige todo otro tribunal. y aun a desechar sus propios reglamentos, con tal de estimular las denuncias, favore-ciendo los celos mórbidos. Igualmente ilusorio es el privilegio, que en ciertos casos se le da al preso, de presentar pruebas exculpatorias, ya que, en primer lugar, se le limita en la elección de testigos; mientras en su contra se acepta el testimonio de toda clase de personas -parientes, domésticos, nuevos cristianos, malhechores, malvados, niños y hasta idiotas-,169 él sólo puede nombrar, para declarar en su favor, cristianos de viejo cuño, de carácter impecable, y que no sean ni parientes suyos ni sus domésticos, y, en segundo lugar, el tribunal se reserva el dere-cho de interrogar solamente a aquellos de los testigos del acusado que considere "más ade-cuados y dignos de crédito".170

La injusticia de los procedimientos inquisitoriales sólo es igualada por su crueldad. Per-sonas de indudable veracidad, que tuvieron la felicidad de huir de las prisiones secretas de la Inquisición durante el siglo XVI, las han descripto como celdas estrechas y obscuras, ilu-minados sólo por una pequeña rendija, húmedas y más semejantes a tumbas que a calabozos, si eran subterráneas; y si estaban situadas en la parte superior del edificio, semejantes en ve-rano a hornallas encendidas.171 Las actuales se describen, en general, como cámaras above-dadas, bien iluminadas, libres de humedad y de un tamaño que permite al preso realizar algún ejercicio.172 Pero aun aquellos que hacen la descripción más favorable de tales habitáculos admiten que no puede concebirse nada más aterrador que la situación del individuo que es emparedado en ellas, librado a sus conjeturas respecto a sus acusadores y al crimen particular de que se le acusa; mantenido en la ignorancia sobre el estado de su proceso; privado de toda relación con sus amigos, y aun del consuelo de conversar confidencialmente con la persona a quien ha sido confiada su defensa; desprovisto de libros; temeroso de cambiar más que el sa-ludo con algún compañero ocasional de prisión, no sea que se confíe a un espía; amenazado si tararea una tonada, y especialmente un canto sagrado, para fortalecer su ánimo; sepultado durante quince horas diarias, en el rigor del invierno, en una celda que jamás vió el alegre resplandor del fuego; y, en fin, sabiendo que aun cuando sea puesto en libertad, entrará en el mundo perdido para siempre ante la opinión pública, y cargado con una infamia mayor que la

168 Llorente, I, 314. 315. Montanus, 54-57. Falsos testigos son los que acusan falsamente a una persona de

herejía, o los que, cuando se les interroga, declaran falsamente que ellos no saben nada contra la persona acusa-da. "En el curso de mis investigaciones" -dice L1orente- "he encontrado a menudo testigos, esta segunda clase castigados, pero rara vez, o nunca, los de la primera" (pág. 232.)

169 L1orente, II, 311. Montanus, 41. 170 Instrucciones de 1561, art. 36. 171 Montanus, 105. Relato de Frampton de su encarcelamiento, en Strype’s Annals, I, 239. 172 L1orente, I, 300. Un inteligente español que había visitado las prisiones secretas del Santo Oficio en Bar-

celona, me confirmó el relato que da Llorente agregando, sin embargo, que uno de ellos era subterráneo y res-pondía en un todo a la descripción de Montanus.

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del asesino o parricida perdonado, que pesará hasta sobre sus más remotos descendientes. ¿Qué raro es que aquellos prisioneros que no son inducidos, al principio de su confinamiento, a confesarse culpables, sean presa del desaliento y busquen en la muerte el alivio de su mise-ria, o caigan en una desesperada y mórbida insensibilidad de la cual el tormento mismo ape-nas consigue despertarlos?

La parte del proceso en que interviene el tormento es una monstruosa combinación de injusticia y barbaridad. Si, después de cerrado el sumario, el tribunal descubre que sólo hay una semiplena prueba de la culpabilidad del prisionero, sus instrucciones le autorizan a recu-rrir al tormento a fin de arrancarle nuevas pruebas en su contra.173 Es cierto que se le permite apelar ante la Suprema de la sentencia de los inquisidores condenándole al tormento; pero entonces, con una crueldad refinada, está determinado que los inquisidores juzgarán de la va-lidez de la apelación, y "si la juzgan infundada, procederán a la ejecución de su sentencia sin demora."174 En tal caso, la apelación del pobre prisionero es tan escuchada como los gritos que emite en la cueva subterránea adonde es conducido sin demora, donde se le descoyuntan todos los huesos y se le hace saltar sangre de todas las venas de su cuerpo. Pero no es mi in-tención ofender la sensibilidad de mis lectores con la descripción de tan infernal operación; y en vez de entregarme a mis propias reflexiones sobre una práctica tan vergonzosa para la na-turaleza humana, me limitaré a citar las del último historiador y ex secretario de la Inquisi-ción. "No me detendré" -dice- "a escribir cuantos géneros de tormentos habia en la Inqui-sición, pues son muchísimas las obras en que constan con verdad; y aseguro que en este punto ningún autor ha exagerado nada; pues he leído muchos procesos que me han llenado de horror, y que suponen almas inhumanas y frías en aquellos inquisidores que presenciaban la tortura. Sólo diré que llegó a ser necesario mandar muchas veces al Consejo de Inquisición que a ningún reo se diese tormento más que una vez en una causa; y que aun esto no ha basta-do, porque los inquisidores inventaron la execrable sofistería de llamar suspensión a lo que era cesación por inminente peligro de muerte próxima si se proseguía, según dictamen del médico de presos, a quien se hacía presenciar la cruel escena. En fin, este es un asunto en que no puedo proseguir, porque me hora rizo, pensando que nada he leído tan contrario al Evange-lio ni a la caridad y compasión que recomendó Jesucristo como la práctica de la Inquisición en este punto: y sin embargo aun en el siglo XVIII no se ha promulgado ley ni decreto que lo prohíba."175

De los castigos infligidos por la Inquisición, del sambenito o túnica infamante, y de los autos de fe con todo su horripilante acompañamiento, tendremos demasiadas ocasiones para hablar más adelante.

Los principios de la antigua y la moderna Inquisición eran esencialmente los mismos, pero adquirieron una forma más maligna bajo esta última que bajo la anterior. Bajo la antigua Inquisición, los obispos tenían siempre cierto grado de contralor de los procedimientos; la ley del secreto en la práctica no era tan rígidamente observada; se acordaba al acusado una mayor libertad en su defensa; y en algunas regiones, como Aragón, como consecuencia de los dere-chos civiles conquistados por el pueblo, los inquisidores no podían secuestrar los bienes de

173 Instruc. de 1484, art. 15. Por esta disposición, si el prisionero confiesa durante la tortura y ratifica su con-fesión al día siguiente, es considerado convicto, y en consecuencia es desatado, o condenado a la hoguera. La reglamentación de Valdés pretende modificar esta ley, pero dejando aún a discreción de los inquisidores el apli-carla en todo su rigor. (Instruc. de 1561. art. 53.)

174 Instrucciones de 1561, art. 50. 175 L1orente, I, 306-309.

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aquellos a quienes conseguían declarar convictos de herejía.176 Pero la principal diferencia entre ambas instituciones residía en la organización de la última como un gran tribunal inde-pendiente que, extendiéndose por todo el reino, se regía por un código de leyes y aceptaba la obediencia implícita a una sola cabeza. El inquisidor general poseía una autoridad apenas in-ferior a la del rey o el papa; cuando se unía a cualquiera de ellos, mostraba su superioridad; y cuando ambos lo apoyaban, su poder era irresistible. La antigua Inquisición era un mecanismo dedicado a arrasar y desarraigar pequeños grupos de disidentes; la moderna Inquisición estre-chó en su abrazo de hierro a toda una nación, sobre la cual yace como un monstruoso íncubo, paralizando sus esfuerzos, aplastando sus energías y extinguiendo todo otro sentimiento que no sea el de debilidad y terror.

En el curso de su primer año de vida, la Inquisición de Sevilla, que entonces se extendía también a Castilla, entregó a las llamas dos mil personas vivas, quemó otras tantas en efigie, y condenó a diecisiete mil a diferentes penas.177 Según un cómputo moderado, desde la misma fecha hasta 1517, el año en que Lutero hizo su aparición, fueron quemadas vivas trece mil personas, ocho mil setecientas fueron quemadas en efigie, y ciento sesenta y nueve mil sete-cientos veintitrés fueron condenadas a otras penas; lo que hace un total de ciento noventa y un mil cuatrocientas veintitrés personas condenadas por los diversos tribunales de España en el transcurso de treinta y seis años,178 y hay razones para creer que este cálculo está muy por debajo de la realidad; pues, desde 1481 hasta 1520, se calcula que sólo en Andalucía treinta mil personas se denunciaron a sí mismas por temor a ser acusadas por otros o con la esperanza de obtener una mitigación de la pena,179 y hasta principios del siglo diecisiete los casos de absolución eran tan raros que apenas si se encontrará uno entre mil; pues los inquisidores hacían una cuestión de honor de que nadie escapara sin llevar alguna marca de su censura, por lo menos como sospechoso de levi, o en grado ínfimo.180

Era de esperar que los inquisidores emplearan su autoridad para impedir el cultivo de los conocimientos bíblicos. Así en 1490 fueron entregados a las llamas en Sevilla, por orden de Torquemada, muchos ejemplares de la Biblia hebrea; y en un auto de fe celebrado poco después en Salamanca, seiscientos volúmenes compartieron la misma suerte, bajo el pretexto de que contenían judaísmo, magia y otras artes ilícitas.181 Deza, arzobispo de Sevilla, que había sucedido a Torquemada como inquisidor general, ordenó que fueran secuestrados los papeles de Lebrija, y pasó una sentencia contra él como sospechoso de herejía, por las correc-ciones que había hecho al texto de la Vulgata, y sus otros trabajos de explicación de las Escri-turas. "El propósito del arzobispo" -dice Lebrija en su auto defensa- "era impedirme escribir. Quería extinguir el conocimiento de los dos idiomas de los que depende nuestra religión; y fuí condenado por impielidad, porque no siendo un clérigo sino un simple gramático, presumí

176 Ibid. pág. 168. 177 Mariana, Hist. Hisp., lib. XXIV, cap. 17. 178 Llorente, IV, 251·256. Estos números están tomados del cálculo hecho por Llorente después que, con gran

cuidado e imparcialidad, redujo sus cálculos y corrigió algunos errores en que había incurrido en la primera parte de su obra por no haber tomado los años exactos en que fueron fundados algunos de los tribunales provinciales. (Tom. I, 272-281, 341, 360.)

179 Puigblanch. La Inquisición Desenmascarada, I, 158. Según este autor número de reconciliados y desterra-dos en Andalucía, entre 1480 y 1520, fué de cien mil: mientras cuarenta y cinco mil fueron quemados vivos en la arquidióces de Sevilla. (Ibid. vol. II, pág. 180.)

180 L1orente, I. 319-321. De ahí el proverbio: Devant l'Inquísition, quand on vient à jubé,

Si l'on ne sort rôtí, l'on sort au moins f1ambé 181 Ibid. I. 281, 456.

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abordar temas teológicos. Cualquier persona que trata de restaurar la pureza del texto sagrado y señale los errores que lo han viciado, a no ser que se retracte de sus opiniones será cargado de infamia, excomulgado y condenado a un castigo ignominioso. ¿No es suficiente que yo haya sometido mi juicio a la voluntad de Cristo manifestada en las Escrituras? ¿También debo rechazar como falso lo que es claro y evidente como la luz de la verdad misma? ¡Qué tiranía! ¡Impedirle a un hombre, bajo las más severas penas, decir lo que piensa, aunque se exprese con el mayor respeto por la religión; prohibirle escribir en su retiro o en la soledad de la pri-sión, hablar consigo mismo y hasta pensar! ¿En qué objeto podremos emplear nuestro pensa-miento si se nos prohíbe dirigirlo a los sagrados oráculos que han sido la delicia de los piado-sos en todas las edades, y sobre los cuales han meditado de día y de noche?"182

Arbitrario como era este tribunal en sus principios, y tiránico y cruel como demostró ser en sus procedimientos, tan ciega llegó a estar la nación española que se felicitó por el estable-cimiento de la Inquisición. Las ciudades de la antigua Grecia se disputaban entre ellas el honor de ser la cuna de Hornero. Las ciudades de la moderna Alemania se han disputado ar-dientemente el honor de haber inventado el arte de imprimir; y aun el crédito de haber adop-tado primero esta invención alemana ha dado lugar a una honrosa rivalidad entre las ciudades de Italia, habiendo tratado el monasterio de San Subiac, en la campaña de Roma, de arrebatar-les la palma a Milán y Venecia.183 Pero las ciudades españolas se han empeñado en una con-tienda vergonzosa respecto a cuál de ellas fué el primer asiento de una institución que, des-pués de fracasar en su intento de estrangular el saber en el momento de nacer, se dedicó a per-seguido con la maldad más implacable. Los habitantes de Sevilla han grabado sus pretensio-nes en un monumento levantado en aquella ciudad a la memoria de ese acontecimiento. Sego-via ha disputado ese honor con Sevilla, y sus historiadores están seriamente divididos sobre la cuestión de si el Santo Oficio tuvo su primera sede en la casa del marqués de Moya o en la del mayorazgo de Cáceres.184

Es necesario, sin embargo, hacer justicia a los españoles, declarando que ese sentimien-to pervertido y degradante fué el resultado de la misma Inquisición, y no constituye un rasgo original del carácter nacional. No cabe duda en la actualidad, de que la erección del citado tribunal fué vista por la nación entera con la mayor aversión y alarma.185 Talavera, el excelen-te arzobispo de Granada, se opuso con toda su influencia a su introducción. Los españoles más ilustres de la época hablaron de sus procedimientos con horror y vergüenza. "Las pér-didas y miseria que los malos oficios de la Inquisición han traído a mi patria nunca serán sufi-cientemente lamentados", dice el caballero de Córdoba, González de Ayora, en una carta al secretario del rey Fernando.186 "¡Oh infeliz España, madre de tantos héroes, cuán injustamente

182 Anton. Nebriss. Apologia pro seipso; Antonii, Bibl. Hisp. Nova, tomo II, 138. L1orente, I, 345. 183 Ginguené, Hist. Liter. d'ltalie, tomo III, pág. 271. 184 Llorente, I, 151. Esto es sorprendente, pero lo que sigue lo es aún más. "Durante mi residencia en Lon-

dres" -dice Llorente- "oí a algunos católicos decir que la Inquisición había sido útil en España para preservar la fe católica y que a Francia le hubiera venido bien si hubiera tenido una institución semejante." "Un sacerdote católico inglés, delante de mí, la defendió." (Ibid. Prel. pág. XXI y tomo II, pág. 288.)

185 Mariana, Hist. Hisp., lib. XXIV, cap. 17. Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos, parte II, cap. 77. Lloren-te menciona como testigos del hecho, a Galíndez de Carvajal, historiógrafo de Fernando e Isabel, y a Andrés Bernaldez, capellán del inquisidor general Deza. (Tomó I. pág. 185.) Pulgar, un escritor contemporáneo de gran criterio y gusto, no sólo era enemigo de la Inquisición, sino que se oponía al castigo corporal de los herejes, sosteniendo que debían ser restringidos sólo por medio de multas pecuniarias. (Ferdinandi de Pulgar Epistolae. a Juliano Magan. págs. 17-19.)

186 Esta carta, que se conserva en la Biblioteca Real de Madrid, no se encuentra en la edición de las Cartas de Ayora. (Llorente, I, 349.)

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castigada por semejante azote!" exclama Pedro Mártir.187 Arbúes, el primer inquisidor de Aragón, canonizado después como mártir, no fué el único individuo que cayó victima de la indignación contra la Inquisición, compartida por todas las clases de la comunidad. Torque-mada, el primer inquisidor general, se vió obligado a adoptar las mayores precauciones para su seguridad personal. En sus viajes iba infaltablemente acompañado por una guardia de cin-cuenta familiares a caballo y doscientos a pie,. y tenía siempre en su mesa un colmillo de un animal salvaje, al cual atribuía la virtud de descubrir y neutralizar los venenos.188 En Aragón, donde los habitantes habían estado acostumbrados a la antigua Inquisición durante casi dos siglos y medio, la introducción de la nueva forma suscitó tumultos en varios lugares, y encon-tró una resistencia casi nacional.189 Tan pronto como los habitantes de Castilla sintieron el yugo, trataron de sacudido; y las cortes del reino se unieron con las de Aragón y Cataluña para expresar los agravios que habían sufrido de la Inquisición y demandar la reforma radical de sus inicuas y opresivas leyes.190 No es necesario decir que estas tentativas, que durante treinta años desde el establecimiento del tribunal se renovaron periódicamente, fueron com-pletamente infructuosas.

Este infortunado suceso se debió en no poca medida al cardenal Jiménez de Cisneros, quien contribuyó, más que ningún otro individuo, a remachar las cadenas del despotismo polí-tico y espiritual en su país natal. En posesión de talentos que le capacitaban para prever los terribles efectos que la Inquisición había de producir inevitablemente, fué llamado a intervenir en los negocios públicos en una época en que esos efectos habían ya decididamente aparecido. Tenía en sus manos el poder de abolir del todo ese execrable tribunal como un daño inaguan-table, o por lo menos imponerle tales límites a su acción que lo hicieran comparativamente inocuo. Pero, no sólo se permitió colocarse a su frente, sino que empleó toda su influencia para desbaratar cualquier intento de reforma de sus peores y más evidentes abusos. En 1512, los nuevos cristianos hicieron un ofrecimiento de seiscientas mil coronas al rey Fernando, para ayudarle a llevar adelante la guerra en Navarra, a condición de que se dictara una ley estableciendo que, en los procesos ante la Inquisición, se hicieran públicas las declaraciones de los testigos. Con el fin de disuadir al rey de aceptar tal propuesta, Jiménez secundó sus demostraciones en contra de ella poniendo a disposición del rey una gran suma de dinero. Y, cuando en 1516 fué hecha una oferta similar a los ministros de Cados V, y cuando las univer-sidades y los eruditos de España y Flandes hubieron dado su opinión de que la publicación de los nombres y declaraciones de los testigos estaba de acuerdo con las leyes humanas y divi-nas, el cardenal se interpuso nuevamente y, por medio de cartas y mensajeros, instó el rechazo de la medida con el desdichado pretexto de que cierto testigo anónimo había sido asesinado, y que la persona del rey peligraba por la admisión de judíos en palacio.191 Se esforzó también con igual celo en contrarrestar las presentaciones que los nuevos cristianos hicieron a la corte de Roma con el mismo objeto.192 Durante los once años que estuvo al frente de este tribunal fueron condenadas cincuenta y un mil ciento sesenta y siete personas, dos mil quinientas treinta y seis de las cuales fueron quemadas vivas.193 No satisfecho con perpetuar la Inquisi-ción en su país natal, extendió tan precioso legado a dos continentes, estableciendo un tribunal

187 Martyris Epistolae, ep. 393. Las cartas de Pedro Mártir, por haber sido publicadas fuera de España, esca-

paron a las manos de los expurgadores. 188 Llorente, cap. VI, art. 3; cap. VIII, art. 6. 189 Ibid, cap. VI, art. 6. 190 Ibid. cap. X, art. 8; cap. XI. Art. 1. 2. 3. Martyris Epist. ep. 342, 370. Quintanilla, pág. 169 191 Quintanilla, pág. 173. Llorente, I, 365-367. 192 Quintanilla, ut supra. 193 Llorente, IV, 255.

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en Orán, África, y otro en Cuba, América. Si se exceptúan las limitaciones que, al principio de su ministerio, impuso a la locura de los procedimientos del inquisidor Luzero, quien, escu-chando falsas acusaciones había acosado al bueno del arzobispo de Granada, al marqués de Pliego y a muchas de las personas más respetables del reino,194 las reformas que el cardenal introdujo en la Inquisición se reducen a la substitución de la cruz común por la de San An-drés, en e! sambenito, y en la designación de iglesias separadas para los nuevos cristianos. Si la humanidad hubiera de ser tratada como lo merece su insensata admiración del talento, de-bería dejársela gemir bajo la vara de la opresión. Jiménez ha obtenido el título de gran hom-bre, tanto de los extranjeros como de los nativos de España.195 Pero, a pesar de los elogios que se le han hecho, no puedo dejar de compartir con un escritor moderno,196 la idea de que tenía una gran semejanza con Felipe II; con esta diferencia: que el cardenal poseía más talento, y que sus procedimientos se caracterizaban por cierta amplitud e imparcialidad, resultado de la ilimitada confianza que había depositado en su autoridad. Su carácter era esencialmente el de un monje en quien la severidad de su orden se combinaba con la impetuosidad natural de los nativos del sud.

La conducta del cardenal sería aun menos excusable si fuera realmente el autor de una obra inédita que se le ha atribuido. Se trata de una composición fantástica, por el estilo de la Utopía de Sir Tomás Moore, que se ocupa de la mejor manera de gobernar un reino. En una parte de ella se discuten libremente y con gran extensión los abusos del Santo Oficio, en pre-sencia de Prudenciano, monarca del reino de la Verdad, quien, después de escuchar a los in-quisidores, decide, previa consulta con sus consejeros, que las personas acusadas de herejía serán puestas en posesión de los nombres y declaraciones de los testigos; que tendrán la mis-ma libertad para mantener entrevistas con sus abogados, precuradores y amigos, que se con-cede a otros presos; que no serán excluidos de los beneficios del servicio divino durante su prisión; que los nuevos cristianos y los descendientes de herejes serán admisibles a todos los oficios y estarán exentos de todo estigma; que, para evitar que alguien sea declarado convicto por ignorancia, los tribunales de la Inquisición serán provistos de jueces bien instruidos en cuestiones de fe; que la confiscación de los bienes de los condenados por herejes se limitará a la propiedad que realmente posean en el momento de la condena, y no será extensiva a las porciones que ellos hayan entregado anteriormente a sus hijos casados, ni impedirá el cum-plimiento de cualquier compromiso legal que hubieren contraído; y. en general, que los proce-sos ante la Inquisición se desarrollarán según los principios que regulan a otros tribunales del fuero criminal.197 Este tratado, compuesto durante la minoría de edad de Carlos V, estaba des-tinado a la instrucción del joven príncipe, y prueba que España poseía en ese entonces perso-nas de inteligencia superior; pero podemos seguramente absolver al cardenal Jiménez de la sospecha de que él fuera el autor de una obra que contiene principios de política liberal y jus-

194 Martyris Epist. ep. 333. 334, 342. 370. 393. Quintanilla, pág. 168, 169. Llorente, I, 345-353. Véase tam-

bién la carta del arzobispo al rey católico, publicada en el Apéndice Nº XI de Llorente. Mártir habla de Luzero como condenado; pero Quintanilla dice que fué declarado inocente, y es seguro que continuó disfrutando de su obispado. Después de arreglar este asunto, Jiménez celebró un auto de fe, en el cual fueron quemados vivos cincuenta judíos; "la mejor chamusquina que se avia visto", dice Quintanilla.

195 Como ejemplo de la ilusión que un gran nombre produce sobre la mente de un escritor imparcial, puede notarse el hecho de que Llorente empieza su relato de la cantidad de víctimas que sufrieron mientras Jiménez era inquisidor general diciendo; "Jiménez permitió la condenación," cte. (Tomo I, pág. 360.)

196 Sismondi. 197 La obra se titula Del regimento de Principes, y se conserva en manuscrito en la Biblioteca de San Isidro,

en Madrid. La parte de ella que se relaciona con la Inquisición ha sido publicada por Llorente en el Apéndice N° X a su obra, y es un documento interesantísimo. Llorente no da pruebas en apoyo de su opinión de que es obra de Jiménez.

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ticia esclarecida que no hay razones para creer que aquel fantástico estadista abrigara en nin-gún momento de su vida.

La historia de la Inquisición durante los primeros treinta años desde su establecimiento descubre una serie de intrigas en las cuales es difícil decidir, entre la corte de Roma, la corte de España y el Santo Oficio, cuál de ellos desempeñó un papel más fraudulento y desprovisto de principios. Mientras se combinaban para oprimir y empobrecer al pueblo de España, cada uno de ellos trataba de engañar a los otros y hacer triunfar sus propios designios egoístas. La corte de Roma dió de buena gana su sanción al establecimiento de la Inquisición; y en una carta a la reina Isabel. Sixto IV manifiesta que "ha sentido el más vivo deseo de verla introdu-cida en el reino de Castilla."198 No obstante esto, la corte papal tanto secreta como abierta-mente estimulaba a los nuevos cristianos a apelar a Roma, anulaba las sentencias pronuncia-das contra ellos por la Inquisición de España, y los reconciliaba en secreto. Pero después de haberles extraído grandes sumas de dinero a cambio de esos favores, tan pronto como el mo-narca español, a instigación de los inquisidores, reclamaba contra tales procedimientos, revo-caba sus decisiones, suspendía la ejecución de sus bulas, y dejaba a las víctimas de su avaricia y duplicidad expuestas a la venganza de sus irritados perseguidores.199 Fué evidentemente el mismo sentimiento de avaricia lo que movió a León X. en el año 1517, a autorizar a los inqui-sidores de Roma a juzgar en denuncias de herejía contra naturales de España. En esa ocasión. Gerónimo Vich, el embajador español, recibió órdenes de su corte de protestar contra ese de-creto como ofensivo para una nación que había demostrado tal celo por la fe católica, y solici-tar que el remedio contra la herejía fuera aplicado igualmente a los naturales de otros países. A esta presentación contestó gravemente León que, lejos de querer infligir un agravio a la nación española, había intentado conferirle un honor; que los había tratado como un hombre rico trata a sus joyas, a las cuales guarda con más cuidado que al resto de sus bienes; y pensa-ba que, como los españoles tenían en tan alta estima a la Inquisición en su patria, no la me-nospreciarían en el extranjero.200

La conducta de la Inquisición presentaba la misma flagrante contradicción de los princi-pios expresos sobre los cuales estaba fundada. En medio de todas sus profesiones de celo por la pureza de la fe, los inquisidores desarrollaban un escandaloso tráfico con la conmutación de las penas canónicas por multas pecuniarias. Conservar a los cristianos dentro del sagrado re-cinto de la iglesia católica, y en la debida sujeción a su jefe supremo, era el objetivo de la ins-titución del Santo Oficio; y el ejercicio de su autoridad estaba delegado en los monjes, que eran los más devotos defensores del pontífice romano, y sostenían que sus decretos, cuando eran pronunciados ex cathedra, eran infalibles, y, sin embargo, cuando los decretos de la santa sede eran opuestos a sus intereses particulares, no tenían escrúpulos en resistirlos y compro-meter al gobierno del país en su pendencia.201

No había por qué esperar que la conducta de la corte de España fuera menos egoísta. Todos están acordes en que Fernando, al apoyar la Inquisición, no la consideraba como un medio para preservar la pureza de la fe, sino como instrumento de tiranía y extorsión, y su nieto, Carlos V, no procedió impulsado por motivos más elevados. Al empuñar las riendas del

198 Llorente, I. 64. 199 Ibid. págs. 239-256. 200 Argensola, en sus Anales de Aragón, págs. 373- 376, da el despacho de la corte española en esta oportuni-

dad y la respuesta dada al embajador. 201 Llorente, I, 240.247.392.395; II, 81.

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gobierno de España juró observar ciertas equívocas ordenanzas destinadas a corregir los abu-sos de la Inquisición; pero, al mismo tiempo, declaró en privado que esa promesa le había sido arrancada por la importunidad de los representantes de ciertas ciudades. Desesperando de toda ayuda de este sector, las cortes de Aragón enviaron diputados a Roma, y, mediante la distribución de una suma de dinero entre los cardenales, obtuvieron tres breves reformando la Inquisición, y colocando sus procedimientos en un pie de igualdad con los de la ley común. Carlos, que deseaba emplear tan formidable tribunal como una máquina para aplastar los tu-multos que sus arbitrarias medidas habían suscitado en varías partes del reino, acudió a León X en procura de una bula que anulara los odiosos breves. La negociación que siguió, y que se prolongó durante tres años, es igualmente desgraciada para ambas partes. Su Santidad dijo al Señor de Belmonte, embajador español, que había sido informado por personas dignas de cré-dito, de que la Inquisición era causa de terribles perjuicios en España; a lo cual el embajador respondió groseramente que si se había dado crédito a tal información era porque las personas que la habían suministrado eran muy liberales con su dinero; al mismo tiempo, quejándose de ese sistema de sobornos, aconsejaba a su señor que recurriera a él. "El cardenal Santiquatro" -escribe- "puede ser de mucha utilidad en este negocio, porque él extrae cuanto dinero le es posible, para su amo y para él. Sólo con esa condición el papa le autoriza a actuar, y realiza su tarea con gran habilidad. El cardenal de Ancona es un hombre ilustrado, y enemigo del ante-rior; es ministro de justicia, y puede ser útil porque está bien dispuesto para servir a vuestra majestad; pero es reconocida mente tan gran ladrón como su colega". En otra misiva dice; "Siempre estoy seguro de que, en lo que respecta a la Inquisición, el dinero es el medio para conquistar a estos cardenales." Y después de solicitar instrucciones de su corte, agrega: "Todo esto es necesario, y algo más: porque el dinero puede mucho aquí. El papa espera (de Aragón y Cataluña) cuarenta y seis o cuarenta y siete mil ducados." Los cardenales eran demasiado "sabios en su generación" para dejarse engañar por las lisonjeras afirmaciones del desinterés de su señor, que hacía el embajador; y se reían ante la idea de que los soberanos apoyasen la Inquisición "por puro celo por la religión." En vano el mismo Carlos trató de apresurar los lentos pasos de León, escribiendo que "el mundo sospechaba que Su Santidad y él se enten-dían, y querían ordeñar todo el dinero posible de la bula en cuestión"; el astuto pontífice, asumiendo un tono de juez, amenazó con anular, por medio de un decreto de la santa Rota, todas las sentencias de confiscación dictadas contra los españoles que habían confesado vo-luntariamente su herejía; "se me dice" -dice el embajador- "que si se adopta esta medida, vuestra majestad se verá obligado a restituir más de un millón de ducados habidos de esa ma-nera."202 Unas pocas personas, mediante la perversión del juicio, han quemado hombres vivos impulsados por el amor a Dios, pero, en el mayor número de los casos, estoy seguro que se descubriría que eso se hizo por el amor al dinero.

Habiendo muerto León X durante esta disputa, fué sucedido por Adriano, el preceptor de Carlos V, quien continuó ocupando la posición de inquisidor general de España, junto con la de supremo pontífice, durante casi dos años. Esta unión de oficios en la persona del conse-jero espiritual del joven monarca, determinó la adopción de medidas que extinguieron toda esperanza de conseguir la reforma del Santo Oficio. Desesperando de obtener algún alivio, la nación se sometió al yugo; luego se habituaron a él, y haciendo de la necesidad virtud, pronto se congratularon de una institución que habían considerado como un instrumento de la más intolerable y degradante servidumbre.

Otras causas, además de la Inquisición, contribuyeron a remachar las cadenas de la ser-

202 Llorente, cap. XI. Art. 5.

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vidumbre religiosa en el ánimo de los españoles, y a hacer casi imposible toda perspectiva de reforma eclesiástica entre ellos.

Una de esas causas fué la supresión de sus libertades civiles. Primitivamente las vícti-mas de la persecución habían hallado a menudo asilo en los dominios independientes de los nobles. o dentro de las murallas privilegiadas de las grandes ciudades. El cardenal Jiménez de Cisneros, adulando al pueblo común, sin aumentar para nada su verdadera influencia, había conseguido quebrantar el poder de la nobleza. Carlos continuó la política emprendida por su ministro, violando los derechos de! pueblo. Irritados los nobles con éste por la ayuda que había prestado en el ataque a sus inmunidades, se mantuvieron alejados de la disputa, o toma-ron e! partido de! rey. La consecuencia fué que el pueblo fué dominado, después de una entu-siasta resistencia; las cortes y los pueblos privilegiados fueron privados de sus privilegios, y se impuso la autoridad absoluta y despótica del soberano sobre todo el reino unido.

El gran aumento de riqueza y reputación que España había conquistado con el descu-brimiento del Nuevo Mundo resultó no menos fatal para sus libertades religiosas que para las políticas. Al parecer. Colón al principio sólo había procedido impulsado por su entusiasta pa-sión por las aventuras marinas: pero durante las épocas de desaliento con que su espíritu ar-diente e indomable tuvo que contender, surgió otro sentimiento no menos poderoso, que fué aprobado, si no infundido en él, por los monjes de La Rábida entre quienes residió durante un tiempo y que le ayudaron celosamente en sus presentaciones a la corte de Castilla y en sus esfuerzos para aparejar la flota con la cual se lanzó a su atrevida empresa. Su imaginación estaba ahora inflamada con la idea, no sólo de extender los límites del mundo conocido, sino también de ensanchar el palio de la iglesia católica, convirtiendo a la fe cristiana a los habitan-tes de aquellos ricos y populosos países con los cuales esperaba poder establecer una comuni-cación a través de las aguas del océano occidental. Propósitos semejantes, pero asociados a sentimientos menos elevados, abrigaban los sucesores de Colón. Como la sede de Roma, en virtud de la autoridad universal que se arrogaba, había concedido a España todas las tierras que pudiera descubrir más allá del Atlántico, los conquistadores de América se consideraban tan siervos de la iglesia como de los soberanos de quienes habían recibido directamente su comisión; su codicia era inflamada por el fanatismo; y la consideración de que cada batalla que ganaban contribuía a la extensión de la fe católica, expiaba y santificaba, en su concepto, las inauditas crueldades que infligían a los amedrentados e inofensivos nativos del Nuevo Mundo. Sancionados como estaban por el gobierno y el clero, estos conceptos se difundieron fácilmente entre la nación. Asombrados por las noticias que recibían de sus compatriotas que habían visitado las nuevas regiones descubiertas, envanecidos por e! espléndido éxito que había coronado sus empresas, e inflamados por las esperanzas de inagotables riquezas que refluirían sobre ellos, los españoles fueron presa de una febril embriaguez que, coincidiendo con otras causas, produjo un cambio en sus sentimientos y carácter. Nacieron en sus pechos nuevos sentimientos, y contemplaron los sucesos remotos en forma distinta de la que antes los habían considerado. Recordando que habían expulsado de sus costas a los judíos -enemigos hereditarios e inveterados del cristianismo-, derrotado el imperio mahometano que durante siglos había dominado en la Península, y plantado el estandarte de la cruz entre los paganos de un nuevo continente de extensión incalculable, empezaron a considerarse los favoritos del cielo, destinados a propagar y defender la verdadera fe, y obligados, tanto por su deber como por el honor nacional, a preservar su suelo sagrado de ser contaminado por la menor mancha de herejía.

A estas causas debe agregarse el gran aumento de, poder de la monarquía española, co-

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mo resultado de la sucesión de su joven soberano en los dominios paternos de los Países Ba-jos, Austria, Bohemia y Hungría; y por su elevación al trono de Alemania con el nombre de Carlos V. El principal obstáculo que esto representaba para la difusión en España de las opi-niones reformistas, no estaba, sin embargo, en la facilidad con que él podría aplastar el menor intento de rebelión contra la fe establecida. Independientemente de toda convicción personal, Carlos, al tratar de realizar su proyecto dominante de un imperio universal, debe haber visto que estaba en su interés cultivar la amistad de la corte de Roma; y aunque se vió envuelto en disputas con determinados pontífices, y tuvo a uno de ellos prisionero en su propio castillo durante un tiempo, continuó siempre manifestando la más ardiente consideración por la fe católica y por el honor del papado. En las medidas de fuerza a que recurrió para suprimir la Reforma en Alemania, empleó principalmente tropas llevadas de España, cuyo odio a la here-jía aumentó así por haber tenido que luchar contra sus defensores. Estos soldados transmitie-ron a sus compatriotas, que los consideraban ya como los campeones de la fe, las más odiosas descripciones de los protestantes, a quienes presentaban como la peste de la iglesia a la vez que el mayor de los obstáculos para la ejecución de los espléndidos planes de su amado mo-narca. Así se llegó a asociar la gloria de las armas españolas con la extirpación de la herejía, y cuando finalmente la causa protestante triunfó sobre la política y el poder del emperador, la mortificación que esto les produjo a los españoles determinó en ellos una mortal antipatía contra todo lo que procediera de Alemania, y un celoso terror de que la herejía con que ella estaba infectada pudiera penetrar secretamente en su país.

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CAPITULO IV

INTRODUCCION DE LA DOCTRINA REFORMADA EN ESPAÑA

La intrepidez con que Lutero atacó, primero los abusos y luego la autoridad de la sede de Roma, atrajo pronto la atención de toda la cristiandad. Sus opiniones no podían permane-cer ignoradas por mucho tiempo en España, especialmente después que se hizo frecuente el intercambio entre ambos países debido a la ascensión del monarca español al trono imperial.

Ya a principios de 1519, Juan Froben, un famoso impresor en Basilea, envió a España una cantidad de tratados, de una serie escrita por Lutero que él acababa de reimprimir.1 Estos estaban en latín y eran destinados, por consiguiente, a las personas ilustradas. Pero, en el cur-so del año siguiente, fué traducido al español el comentario de Lutero a la Epístola a los Gála-tas, una obra que presenta sus puntos de vista doctrinales sobre las cuestiones más importan-tes.2 Este fué seguido por la traducción al mismo idioma de su tratado sobre la Libertad Cris-tiana y su réplica a Erasmo en la cuestión del libre albedrío.3 Estos libros al parecer fueron traducidos e impresos en Amberes, un lugar de mucho tráfico dentro de los dominios paternos de Carlos V, desde donde los mercaderes españoles a cuyas expensas se hizo la publicación, podían hacer llegar más fácilmente los libros a su país natal.4

Alfonso Valdés, un joven talentoso que en 1520 acompañó a Carlos V como secretario, en su coronación, envió a España, a pedido de Pedro Mártir, un relato particular de la disputa religiosa de Alemania, desde la primera declaración de Lutero contra las indulgencias hasta su incineración de la bula pontificia en Wittenberg. En otra carta, escrita el año siguiente, conti-nuó su relato hasta la terminación de la dieta de Worms. Su relato es, en general, exacto; y aunque manifiesta gran horror ante el atrevimiento con que el reformador atacaba la autoridad papal, reconoce la necesidad de una reforma, y atribuye la continuación del mal a la aversión del papa a un concilio general, y a "su preferencia de sus intereses privados al bien público". "Mientras él se adhiere tenazmente a sus derechos" -dice- "y cerrando sus oídos, quizá bajo la influencia de sentimientos piadosos, quisiera ver a Lutero devorado por las llamas, toda la cristiandad va hacia la ruina, si Dios no interviene".5 Mártir, que parece haber compartido los

1 Esto se establece en una carta de Froben a Lutero, fechada el 14 de febrero de 1519. (Luther's Sämtliche

Schriften, edit. Walch, tomo XV, pág. 1631. 1632). Y en una carta de Wolfg. Fabricius Capito al mismo, fechada el 12 calend. Martii. 1519. (Fabricio, Centifolium Lutheranum, tomo I. pág. 118.) Según la carta de Froben, pa-rece que también había enviado ejemplares del libro a Inglaterra.

2 Beausobre, Hist. of the Reform, vol. I, pág. 262. 3 Gerdesii, Hist. Reform., tomo III, 168, not. G. 4 Pallavicini, Istor. Concil. Trent., pág. 33. El cardenal dice que las personas que procuraron esas obras "de-

ben ser de sangre mora; porque ¿quién podria suponer a los cristianos viejos de España capaces de tal acción?". 5 La primera carta de Valdés está fechada en Bruselas. prid. calend. Sept 1520; y la segunda en Worms. 3 id.

Maii, 1521. (Martyris Epist., ep. 689, 722.) Hay alguna razón para creer que la primera de estas cartas fué impre-sa en la época. (Ukert, Luther's Leben, II, 100.)

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sentimientos de su corresponsal, hizo circular estas cartas entre sus amigos; pero, y esto es una prueba del estado de los ánimos de España, declinó el hacerles relato alguno de las opi-niones de Lutero, instándolos a buscarlas en los escritos de sus oponentes, "que podrían con-seguir fácilmente, si lo deseaban, y en los cuales encontrarían el antídoto junto con el vene-no."6

Otro español de mucha autoridad, que estaba en Alemania en la misma época, pensaba algo diferente de Valdés. Francisco de Angelis, provincial de la orden religiosa llamada Ange-

les en España, había estado presente en la coronación del emperador, por quien había sido enviado, después de la dieta de Worms, a ayudar a apaciguar la revuelta que había estallado en Castilla. En su viaje de vuelta se detuvo en Basilea, donde mantuvo una larga conversación con Conrado Pellican, sobre las opiniones de Lutero, con quien declaró estar de acuerdo en muchos puntos.7

¿Quién hubiera creído que el embajador español en Roma escribiría a su país en favor de Lutero? Ya hemos notado la dificultad que encontró Carlos al procurar la revocación de ciertos breves que el papa había librado para la reforma de la inquisición. Y a don Juan Ma-nuel se le ocurrió, como un ardid político, que su señor debería apoyar otra especie de reforma que su Santidad temía. Por consiguiente, en una carta fechada el 10 de mayo de 1520, aconse-ja a su Majestad "emprender un viaje a Alemania y mostrarse un poco favorable a cierto frai-le. Martín Lutero, de la corte de Sajonia, que da muchos disgustos al soberano pontífice por algunas cosas que predica y publica contra la autoridad papal. Este monje" -agrega el embaja-dor- "se dice que es muy instruido, y pone en gran aprieto al papa." Esta no fué una idea pasa-jera, pues vuelve sobre el asunto en una carta subsiguiente. "En cuanto al asunto de Lieja, el papa parece mucho más descontento porque le han informado que el obispo favorece al fraile Martín Lutero, quien condena la autoridad pontificia en Alemania. También está descontento con Erasmo, de Holanda, por la misma causa. Como digo, aquí se quejan de la intervención del obispo de Lieja en el asunto de Lutero, quien ocasiona más ansiedad de lo que quisieran."8

El 20 de marzo de 1521, León X emitió dos breves, uno dirigido al condestable y el otro al almirante de Castilla, que gobernaban el reino en ausencia de Carlos V, requiriéndoles la adopción de medidas tendientes a impedir la introducción en España de los libros de Lutero y sus defensores. En el curso del mes siguiente, el cardenal Adriano encargó a los inquisidores el secuestro de todos los libros de esa clase, encargo que fué reiterado por él en el año 1523, después de su ascensión al trono papal, en cuya ocasión requirió del corregidor de Guipúzcoa la prestación a los funcionarios de la Inquisición de toda la ayuda que pudiesen necesitar para la ejecución de ese deber.9

Estas no eran meras medidas de precaución ni de pura ostentación, pues las obras de Lu-tero eran leídas y aprobadas en España. El conocimiento de este hecho arrancó a Erasmo el sarcasmo que tanto ofendió al duque de Alba, de que "los españoles favorecían a Lutero a fin que se creyera que eran cristianos".10 Tan celosos se mostraron los inquisidores en su búsque-da de discípulos de la nueva doctrina, que posaron sus sospechas sobre el venerable Juan de

6 Martyris Epist., pág. 412. 7 Vita Pellicani; Melch. Adami Vitae Germ. Theol., pág. 288. 8 Llorente, I, 398. 9 Llorente, I, 419. 457 10 Vives Erasmo, 19 enero 1522: Epistolae Thomae Mori et Lud. Vives, col. 91.

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Ávila, llamado comúnmente el apóstol de Andalucía, quien en su predicación, que era apoya-da por la piedad y caridad ejemplares de su vida, conservaba la simplicidad de las Escrituras, evitando las cuestiones tontas y abstrusas de la escolástica. Irritados por sus reproches y envi-diosos de su fama, los monjes, en 1525, denunciaron a la Inquisición algunas de sus proposi-ciones como luteranas o con sabor a luteranismo y a la doctrina de los iluminados. Fué arroja-do en la prisión, y hubiera sido condenado a no haber sido por Manrique, uno de los más mo-derados inquisidores generales, que sentía un elevado respeto por su carácter y que lo tomó bajo su poderosa protección, lo que no impidió, sin embargo, que sus obras fueran colocadas después en la lista de libros prohibidos.11

Durante un tiempo los monjes españoles abandonaron la pesquisa de los escritos de Lu-tero, ansiosos de destruir los de Erasmo, a los que consideraban un peligro más inmediato. Este erudito, a quien con justicia se considera el precursor de Lutero, tenía muchos amigos en España, quienes confiaban tanto en sus fuerzas que le escribían que esperaban salir victorio-sos en la contienda. Pero estaban equivocados; pues sus enemigos eran más numerosos que ellos, y en una junta eclesiástica realizada en Madrid en el año 1527, a consecuencia de ello sus Coloquios, su Elogio de la Locura y su Paráfrasis del Nuevo Testamento fueron condena-dos y prohibida su enseñanza en las escuelas, su venta y su lectura.12 “¡Cuán digno soy de piedad!" -exclama Erasmo- "Los luteranos me atacan como papista convicto, y los católicos me persiguen como amigo de Lutero."

Los patronos de la ignorancia resolvieron alcanzar la victoria, e inmediatamente comen-zaron procesos por herejía contra algunos de los hombres más ilustrados del reino. Pedro de Lerma, profesor de divinidades y canciller de la universidad de Alcalá, fué denunciado a la Inquisición de Toledo por sospechoso de opiniones luteranas, y huyó a París. Su sobrino y sucesor, Luis de Cadena, pronto cayó bajo las mismas sospechas, y siguió su ejemplo.13 Juan de Vergara, uno de los redactores de la Políglota. y su hermano Bernardino Tobar, fueron menos afortunados, pues. habiendo sido prendidos por orden de los inquisidores de Toledo, no pudieron abandonar los calabozos del Santo Oficio hasta no haber abjurado la herejía de Lutero, de que se habían hecho levemente sospechosos, recibiendo la absolución ad cautelam, y sometiéndose a ciertas penitencias.14

Dos acontecimientos ocurrieron en esta época que contribuyeron considerablemente a llamar la atención de los españoles a la causa de Lutero y darles una impresión más favorable de sus opiniones. El primero fué la disputa entre Carlos V y el papa Clemente VII, que llevó,

11 Llorente, II, 6. 7. 423. Vives, en una carta a Erasmo, intima que Manrique quería detener la furia de la In-

quisición. (Epistolae, ut supra, col. 109.) 12 Erasmi Epistolae, ep. 884, 907, 910. Burscheri Spicilegia Autogr. Erasm spic. V, págs. 12, 20, 24. Lloren-

te, I, 459-462. En 1517 se publicó una traducción española del Enchiridion de Erasmo, y recibió tan buena aco-gida que se pensó en publicar también su Paráfrasis. (Epistolae T. Mori et L. Vives. col 107; cf. Schlegel. Vita

Spalatini, pág. 111. not. 1.) Juan Maldonat, consejero de Carlos V, en una carta fechada en Burgos el 3 de di-ciembre de 1527, después de mencionar a cierto dominico que se había dedicado activamente a irritar a sus her-manos contra Erasmo, agrega: "El ha procedido en la misma forma con ciertas monjas entremetidas y con algu-nas mujeres nobles, que en este país tienen gran influencia sobre sus maridos en lo que respecta a la religión." (Burscheri Spicil, ut supra. pág. 24.)

13 Llorente, II, 430, 454. Antonii, Bibl. Hisp. Nova, II, 29. Gómez, mientras elogia los talentos y servicios de Lerma y Cadena, pasa por alto la causa de su desgracia. (Vita Ximenii, págs. 79, 83. 224, 225.)

14 Llorente, II, 7, 8. Vives, en una carta a Erasmo, 10 de mayo de 1534, dice: "Vivimos en tiempos difíciles, en los cuales es peligroso hablar y peligroso callar. Vergara y su hermano Tovar, con algunos otros eruditos españoles, han sido aprehendidos." (Epistolaee T. Mori et L. Vives, col. 114.)

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en 1527, al saqueo de Roma y la prisión del pontífice. Aunque en tal ocasión Carlos ordenó la suspensión de los festejos públicos por el nacimiento de su hijo Felipe, como señal de pena por tan desagradable suceso, la nación lo consideró como un triunfo y dió ocasión a baladas satíricas contra el papa y la sede de Roma.15 El otro acontecimiento fué la presentación, en 1530, de la confesión de fe protestante a la Dieta imperial de Augsburgo, en la cual estuvo presente Carlos asistido por un gran cuerpo de nobles y clérigos españoles.16 Esto contribuyó considerablemente a disipar la falsa idea sobre las opiniones de Lutero que hasta entonces había sido hábilmente propagada. En la dieta de Worms en 1521, los asistentes españoles del emperador, en vez de admirar el heroísmo desplegado por Lutero, le habían insultado cuando él se retiraba a su alojamiento.17 Pero en esta ocasión su proceder fué notoriamente diferente; personas notables, inclusive el confesor del emperador, que era español, reconocieron que habían sido engañados.18 Cuando Carlos pidió el consejo de los nobles españoles presentes, ellos contestaron, después de examinar una traducción francesa de la confesión, que si su ma-jestad la hallaba contraria a los artículos de fe, debería suprimir a los luteranos, pero que si era sólo cuestión de que exigía la abolición de algunas ceremonias y otras cosas por el estilo, él no debía adoptar medidas violentas contra ellos; y que en su opinión, los puntos en litigio de-berían ser sometidos a algunas personas piadosas que no fueran adictas a ninguna de las par-tes.19 Alfonso Valdés, el secretario del emperador de quien ya hemos hablado, tuvo varias entrevistas amistosas y confidenciales con Melanchton durante esa importante crisis; él leyó la confesión de Augsburgo antes de que fuera presentada a la dieta, y la única objeción que parece haber hecho fué la de que su lenguaje era demasiado severo con sus adversarios.20 En

15 He aquí un ejemplo de los poemas que se componían en esa época en España:

La gran sobervia de Roma

Agora España la refrena.

Por la culpa del pastor

El ganado se condena.

………….

El governalle quitado

La aguja se desgovierna, Gran agua coje la bomba.

Menester tiene carena,

Por la culpa del piloto

Que la rige y la govierna.

..................... . Depping, Sammlung der besten alter Spanischen Romanzen, pág. 447.

Ya hemos mencionado el ridículo con que los alemanes del ejército imperial trataron a Clemente VII durante su prisión. (Hist. of the Reformation in ltaly, págs. 59- 61.) Parece que los españoles tomaron parte en la escena. Ellos compusieron un nuevo padrenuestro en verso, que le cantaban a su Santidad. La siguiente es una de las coplas, que alude a sus pretensiones sobre Milán:

Padre nuestro en quanto Papa. Soys Clemeynte, sin que os quadre:

Mas reniego yo del Padre,

Que al hijo quita la capa.

Dos tratados, pág. 216 16 Buschingii, Comment. de Vestigiis Lutheranismi in Hispania, § 2. not. (d.). Goettingen, 1755. 17 Luther's, Sämtliche Schriften, tomo XV, pág. 2309. 18 Christ. Aug. Salig. Historie der Augsburgischen Confession, tomo I, pág. 225. 19 Estas son las instrucciones de que Melanchton habla con satisfacción en una carta a Lutero (Epist. Me-

lanch. lib. I, ep. 5) Y que Spalatino alaba tanto. (Anales, págs. 143. 144.) "Pero. ¿dónde se podrían encontrar esas personas piadosas e imparciales?", dice Salig. (Historie, ut supra. pág. 227.)

20 Melanchthonis Epist., lib. IV, ep. 95; cf. lib. KI. cp. 2; lib. IV. cp. 99. Valdés tradujo al español la Confe-sión de Augsburgo. (Salig. I, 224.) El mismo trabajo fué realizado después por Sandoval. (Fabricii Centif. Luth., I, 111.) Pero es probable que ninguna de estas traducciones se haya impreso. (Ukert. Luther's Leben,I. 279.)

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una de las conversaciones sostenidas por aquellos dos hombres ilustrados, en presencia de Cornelio Scepper, un representante del rey de Dinamarca, Melanchton se lamentó de los fuer-tes prejuicios que los nativos de España abrigaban contra los reformadores, y dijo que él había tratado frecuentemente, verbalmente y por medio de cartas, de convencerles de los errores de apreciación sobre los cuales se basaban, pero con muy poco éxito. Valdés reconoció que era una opinión corriente entre sus compatriotas la de que Lutero y sus seguidores no creían en Dios ni en la Trinidad, ni en Cristo ni en la Virgen y que en España se consideraba acción tan meritoria estrangular un luterano como pegarle un tiro a un turco.21 Agregó que él había em-pleado su influencia para quitar de la mente del emperador impresiones tan falsas, y que en una entrevista anterior había recibido el encargo de manifestarle que su majestad deseaba que Melanchton redactara un resumen claro de las opiniones de los luteranos, contrastadas, artícu-lo por artículo, con las de sus adversarios. El reformador atendió prontamente ese ruego, y el resultado de su trabajo fué comunicado por Valdés allegado papal, Campegio.22

Estos procedimientos no escaparon alojo vigilante de la Inquisición, y cuando Valdés volvió poco después a su país natal, fué acusado ante el Santo Oficio, y condenado como sos-pechoso de luteranismo; sospecha en que había incurrido por sus esfuerzos para estimular las bellas letras en su país natal, así como por las relaciones que había cultivado con los reforma-dores de Alemania.23 Alfonso de Virves recibió el mismo tratamiento que su amigo Valdés, y por la misma causa. Este erudito benedictino era capellán de Carlos V, quien lo había llevado consigo en sus últimas visitas a Alemania, y estaba tan entusiasmado con él que a su vuelta a España no quería oír a otro predicador. Virves había apoyado, aunque con mucha reserva, les escritos de Erasmo, y se sabía que había conversado con algunos de los principales reforma-dores.24 Por estas cansas fué vigilada su conducta y pronto se halló en poder de los inquisido-res de Sevilla. Fué en vano que apelara a una obra que estaba por dar a la imprenta, contra Melanchton; y, lo más singular, en vano intervino el emperador para detener el proceso, ex-pulsar de Sevilla al inquisidor general, y manifestar su desagrado contra los otros miembros del Consejo Supremo; Virves fué mantenido en las prisiones secretas cuatro años, durante los cuales, para usar sus propias palabras, "estuvo ocupado, sin tregua ni respiro, con acusaciones, réplicas, contra réplicas, deposiciones, defensas, argumentos, actas, palabras -cuya sola arti-culación le hacía estremecer-, errores, herejías, cismas, blasfemias, anatemas". Por fin, en

21 He aquí un ejemplo de cómo los poetas españoles acostumbraban unir a los reformadores con los peores

herejes y los más grandes enemigos de la religión: El Germano Martin la despedaza:

Arrio, Sabelio. Helvidio y Justiniano

Siguen de Cristo la homicida caza.

Calvino con Pelagio y el Nestoriano

Como tras fiera van tras El á caza: Quien toma pierna o pie, quien brazo o mano:

Denuncia guerra Acab contra Miquea,

y Malco a Dios de nuevo abofetea.

Francisco de Aldana. Obras: Floresta de Rimas Antiguas Castellanas, tomo I, pág. 180

22 Salig. I, 186, 187. Schlegel, Vita Spalatini, págs. 121, 122. Celestina ha insertado lo que él consideraba como el escrito a que se hace referencia, compuesto de 17 artículos. (Hist. Aug. Comit., tomo I, f. 94.) Pero Sec-kendorf es de opinión que no es obra de Melanchton. (Hist. Lutheranismi, lib. II, pág. 166.)

23 Llorente, II, 280. 281. Burschcri Spicil.. V. págs. 17. 20. 24 En una carta fechada Valeoleti. 13 kal. Jun. 1527. Virves acusa a Erasmo de .tomarse libertades en sus es-

critos que eran ofensivas para él y algunos de sus amigos. En otra carta, fechada Ratispona, 15 de abril 1532, le dice: "Mientras tanto, me ocupo en predicar, con el fin de que, si no puedo apartar a los alemanes del error, por lo menos pueda preservar a los españoles de la infección." (Burscheri, Spicil.. V. págs. 12-14. 16.)

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1537, se pronunció sentencia definitiva, condenándolo como sospechoso de sostener los erro-res de Lutero, a hacer una abjuración formal, a ser absuelto ad cautelam, confinado a un con-vento por- dos años y privado del derecho de predicar por otros dos años. En consecuencia, fué obligado a abjurar, el día del auto de fe en la iglesia metropolitana de Sevilla, todas las herejías de Lutero en general, y en particular aquellas de que él se había hecho sospechoso. El emperador consiguió un breve papal absolviendo a su predicador favorito de las restantes pe-nas; pero cuando después lo presentó como candidato al obispado de las Canarias, fué con extrema renuencia que Su Santidad concedió la bula confirmatoria a un hombre que había incurrido en sospechas de herejía ante los ojos de la Inquisición.25 "Muchos" -dice Virves, hablando de la manera propia de convertir herejes-, "han adoptado el principio de que es legal ultrajar a un hereje de palabra y por escrito, cuando no está a su alcance el torturado. Si cae en su poder un pobre hombre a quien pueden perseguir impunemente, lo someten a una desgra-ciada sentencia; de tal manera que, aunque consiga demostrar su inocencia y ser absuelto, queda deshonrado para toda la vida, como un criminal. Si, por otra parte, el desdichado ha caído en el error por inadvertencia o por la conversación de aquellos con quienes se reunía, sus jueces no procuran desengañarlo explicándole las doctrinas de la Escritura con suave per-suasión y consejo paternal, sino que, a pesar del carácter de padres que pretenden tener, recu-rren a la prisión, las cadenas y el hacha. ¿Y cuál es el efecto de esos horribles medios? Todos esos tormentos infligidos al cuerpo no pueden producir cambio alguno en la disposición de la mente, que sólo puede ser vuelta a la verdad por la palabra de Dios, la cual es rápida, podero-sa y aguda más que espada de dos filos."26

Estas reflexiones son tan excelentes en sí mismas, y es tal el refrigerio que producen por el hecho de proceder de la pluma de un católico español del siglo XVI, que nos sentimos dis-puestos a regocijamos, más bien que a lamentar, una prisión que, si no se las sugirió, por lo menos debe haber servido para profundizarlas en su mente. No gracias a los perseguidores, sin embargo, algunos escritores han expresado su sorpresa porque el procedimiento contra Virves no haya abierto los ojos de Carlos V respecto a la iniquidad de la Inquisición; ellos creen que fué el horror al luteranismo lo que le indujo a seguir protegiéndola.27 Pero Carlos conocía la naturaleza de ese tribunal, y le había prestado su decidido apoyo antes que el nom-bre de Lutero se hiciera formidable. Un monarca despótico puede disgustarse con los proce-dimientos de un tribunal de terror cuando acontece que toca a uno de sus favoritos, y puede decidirse a cortar sus incursiones en su propia autoridad, sin sentir el más leve deseo de debi-litar su fuerza como instrumento para esclavizar y oprimir a sus súbditos.

Mientras tanto, se habían adoptado todos los medios para evitar la difusión de los libros y opiniones luteranas. El Consejo Supremo, en 1530 dirigió una carta circular a los inquisido-res dispersos por todo el reino, informándoles de que los escritos de Lutero habían conseguido entrar en el país bajo nombres simulados, y que sus errores se introducían en forma de notas agregadas a las obras de autores católicos; y requiriéndoles por lo tanto que agregaran al edic-to anual de denunciación una cláusula relativa a tales libros y examinaran todas las bibliotecas públicas con el fin de descubrirlos. Esto determinó las visitas domiciliarias que los familiares de la Inquisición, en un período posterior, acostumbraban realizar a las casas de familia. Du-rante el año siguiente los inquisidores fueron autorizados a pronunciar sentencia de excomu-nión sobre todo aquel que les obstaculizara en el cumplimiento de su deber, y sobre todos los

25 Llorente, II, 8-14. 26 Virves, Philippieae Disputationes, apud Llorente, 11, 15. 27 Llorente, II, 13.

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que leyeran o tuvieran tales libros en su poder, o que no denunciaran a aquellos que supieran eran culpables de esa ofensa. La misma pena se hacía extensiva a los curas párrocos que no publicasen el edicto en cada ciudad, pueblo y aldea; y todos los prelados de las órdenes regu-lares, confesores y predicadores fueron colocados bajo la obligación de instar a sus oyentes y penitentes, so pena de incurrir en pecado mortal. a que informasen contra ellos mismos u otros. El edicto enumeraba los diferentes artículos de la herejía luterana, hasta las menores desviaciones de las ceremonias de la iglesia, y exigía que los informantes declarasen "si sabí-an o habían oído decir de alguna persona que enseñara, sostuviera o entretuviera en sus pen-samientos alguna de esas opiniones".28

Hasta aquí no nos hemos encontrado con un solo español que defendiera los principios reformados o que, con razones valederas, fuera obligado a declararse convicto de apoyarlos. Nos asiste toda la razón, sin embargo, para creer que había en España tales personas, aunque sus nombres no hayan llegado hasta nosotros. Si no hubiera sido así, los inquisidores hubieran incurrido en la más tonta indiscreción al exponer los oídos del pueblo al peligro de infección, publicando con tales detalles las opiniones del hereje alemán en cada parroquia del reino. Con todo, es necesario reconocer que, en su celo por descubrir lo que no existía y agravar las más leves desviaciones de la fe recibida hasta hacerlas aparecer como errores peligrosos, ellos fueran a veces instrumentos para la propagación de lo mismo que trataban de extirpar. Un simple campesino fué llevado ante los inquisidores de Sevilla acusado de haber dicho en rue-da de amigos que el no creía que hubiera más purgatorio que la sangre de Cristo. El confesó que había pensado eso, pero que, entendiendo que era ofensivo para los santos padres, se de-claraba pronto a retractarse de esa opinión. Esto no satisfizo en manera alguna a los inquisido-res, quienes le dijeron que por adoptar ese error había incurrido en multitud de ellos; pues, si no había purgatorio, el papa que había decretado lo contrario no era infalible; luego, los conci-lios generales habían errado; luego, la justificación era por la fe y así sucesivamente. En vano el pobre hombre protestó que tales ideas nunca habían pasado por su mente; fué enviado a la cárcel hasta que estuviera dispuesto a retractarse de ellas.29 El resultado fué que, viéndose obligado a pensar seriamente en esos temas, salió de la Inquisición convertido en un luterano decidido.

El estudio de las bellas letras había pasado de España a Portugal,30 y el conocimiento de las opiniones reformadas siguió el mismo camino. Ya en 1521. Manuel, el monarca portu-gués, dirigió una carta al elector de Sajonia incitándole a castigar a Lutero y extirpar sus per-niciosas doctrinas, antes que se extendieran más por Alemania y entraran en otros países cris-tianos.31 En 1534 el papa Clemente VII, informado de que las opiniones reformistas hacían progresos diariamente en Portugal, nombró inquisidor en aquel reino a Diego de Silva; y al año siguiente hallamos al rey informando a la corte de Roma de que una cantidad de judíos

28 Llorente, I, 457-459; II, 1, 2. 29 Reginaldus Gonsalvius Montanus, Inquisitionis Hispanica: Artes Detectae, págs. 31- 33. Heydelbergae,

1567, 8 vo. 30 EI Dr. Irving en sus Memoirs of Buchanan, págs. 75-88, da un relato exacto del estado de los conocimien-

tos en Portugal durante la primera parte del siglo XVI. Vasseus, en su Chronica de España dice que Diego Sigea fué el primero entre los primeros restauradores de las bellas letras en Portugal. Tuvo dos hijas eruditas, Luisa y Angela, la primera de las cuales era entendida en el hebreo, el siríaco y el árabe, tanto como en el latín y el grie-go. (Colomesii, Italia et Hispania Orientalis, págs. 236. 237. Antonii, Bibl. Hisp. Nova, tomo II, págs. 71, 72.)

31 Llorente, II, 100.

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conversos se habían hecho protestantes.32

Al parecer, los primeros convertidos a las doctrinas reformadas en España habrían per-tenecido a la fraternidad religiosa de los franciscanos, pues el papa, en 1526, concedió autori-dad al general y los provinciales de esa orden para absolver a aquellos de sus hermanos que hubieran adoptado las nuevas opiniones y estuvieran dispuestos a abjurarlas.33 Pero esto debe ser considerado más bien como un privilegio acordado a ruego de los franciscanos a fin de librarse de la jurisdicción de los inquisidores, que al principio se elegían entre la orden rival de los dominicos. Pocos de los que después abrazaron el protestantismo pertenecían a la orden de San Francisco.

Juan de Valdés, a quien hemos encontrado ya antes,34 fué, que sepamos, la primera per-sona que abrazó las opiniones reformistas y se dedicó activamente a su propagación en Espa-ña. Era de buena familia, y había recibido una educación liberal, a juzgar por los que estaban en términos de intimidad con él, había estudiado en la universidad de Alcalá. Habiendo entra-do en la corte, dejó España alrededor del año 1536, en compañía de Carlos V, quien lo envió a Nápoles como secretario del virrey.35 Es opinión corriente que se había convertido al credo luterano en Alemania, pero el hecho es que su mente estaba imbuida con sus principios fun-damentales antes de que abandonara su país natal. Esto se deduce de un tratado compuesto por él bajo el título de Advertencia a los Intérpretes de las Sagradas Escrituras, que circulaba en forma privada entre sus relaciones. Originalmente había sido enviado en forma de una car-ta a su amigo Bartolomé Carranza, quien llegó después a ser arzobispo de To1edo, pero que había antes incurrido en las sospechas del Santo Oficio por la libertad de sus opiniones.36 Este tratado se encontró entre los papeles del primado cuando fué posteriormente aprehendido por orden de la Inquisición, y constituyó uno de los artículos más graves de la acusación contra tan distinguido como perseguido prelado. La Advertencia contenía, entre otras, las siguientes proposiciones: primero, que a fin de entender las Sagradas Escrituras, no debemos confiar en las interpretaciones de los padres; segundo, que somos justificados por la fe viva en la pasión y muerte de nuestro Salvador; y tercero, que podemos alcanzar la certidumbre con respecto a nuestra justificación. La concordancia entre éstos y los principios fundamentales sostenidos por Lutero, hace altamente probable que Valdés hubiera leído los escritos de aquel reformador o de alguno de sus discípulos. Al mismo tiempo, se dice que las cosas principales de este tra-tado habían sido tomadas de la Institución Cristiana de Taulero.37 Este hecho arroja luz sobre las creencias de Valdés y el tinte peculiar de sus escritos. Juan Taulero era un distinguido pre-dicador alemán del siglo XIV, y uno de los escritores de la iglesia romana que han obtenido el nombre de místicos. Estos eran hombres disgustados con la teología intrincada y vacía de los doctores escolásticos y con la rutina de los servicios exteriores que constituían toda la práctica piadosa de los conventos; pero, por su imperfecto conocimiento de la doctrina del evangelio, al huir de los vicios de su época caían en el extremo opuesto. Para ellos, la religión se resolvía casi enteramente en la contemplación y la meditación; sus discursos, consistentes en solilo-

32 Fabricii, Centifol. Luth., tomo I, págs. 85-88. 33 Ibid. Pag. 4. 34 History of the Reformation in Italy, págs. 16, 121, 122. 35 Llorente se muestra dispuesto a identificarlo con Alfonso Valdés, a quien ya hemos mencionado, y lo lla-

ma Juan Alfonso Valdés (II, 478; III, 221). Pero evidentemente eran dos personas distintas. El último era un sacerdote (véase Burscheri Spicil., V, pág. 17), el primero era un caballero; el último era secretario de Carlos V; el primero, secretario real en Nápoles.

36 Llorente, III, 185-187. 37 Llorente, II, 478; III. 221, 244, 245.

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quios sobre el amor de Dios y los sufrimientos de Cristo, estaban calculados principalmente para estimular las pasiones; y ocasionalmente utilizaban expresiones extravagantes e hi-perbólicas que implicaban que el alma del devoto estaba absorta en la esencia divina y cuando era favorecida con visiones sobrenaturales se volvía independiente de los medios y ordenan-zas externas, y superior a ellos. Los Ejercicios o meditaciones de Taulero sobre la vida de Jesucristo, tienen un fuerte parecido con la obra más conocida de Tomás de Kempis, La Imi-

tación de Cristo. Ambas tienen las mismas excelencias y los mismos defectos; respiran el mismo rico aroma de devoción espiritual, y sufren de la misma falta de entendimiento claro y distinto de la verdad divina.38 Aquellos que estén bien fundados en las doctrinas cristianas pueden recoger gran provecho de su lectura; los candidatos al ministerio hallarán en ellas un excelente suplemento a un curso de teología sistemática; pero en mentes ardientes e indisci-plinadas pueden engendrar una disposición servil y de propia justificación, y dar lugar a no-ciones entusiastas.39

La teología mística tuvo sus devotos en España. A fines del siglo XV se publicó una traducción española de La Imitación de Cristo, y una obra anterior del mismo carácter, titula-da Escala del Paraíso.40 Juan de Ávila, Luis de Granada, confesor de la reina regente de Por-tugal, y San Francisco de Borgia, duque de Gandía y tercer general de la orden de los jesuitas, fueron autores de obras por las cuales fueron acusados ante la Inquisición como místicos e iluminados.41 Varios de los protestantes que después fueron llevados al patíbulo en Vallado-lid, apelaron a los escritos de los dos individuos mencionados en último término, que contení-an expresiones similares a las que ellos sostenían sobre la justificación.42

Valdés pudo haber entrado en contacto con los escritos de Taulero por recomendación de Lutero, quien en cierta época de su vida estuvo enamorado de ellos y reeditó, con un prefa-cio laudatorio, una obra de la misma índole, pero más expuesta a objeciones, bajo el título de Teología Alemana. En una carta a su amigo Spalatin, dice el reformador: "Si quieres leer en tu propio idioma la antigua y pura teología, procura los sermones de Tablero, de los cuales te envío ahora un extracto; pues en ninguna parte, sea en latín o en alemán, he encontrado una teología tan sana y de acuerdo con el evangelio."43 Las doctrinas de la justificación por la fe en Cristo y de la regeneración por la operación del espíritu, forman la base de los escritos de

38 Marco Antonio Flaminio, en una carta a Carlos Gualteruccio, ha dado una justa apreciación de la obra de

Thomas Kempis. Después de recomendarle efusivamente, dice: "Encuentro una falta en este libro; no apruebo el sistema de temor que preconiza. No que yo deseche toda especie de temor, sino sólo el miedo a la pena, que procede, o bien de la incredulidad, o de una fe débil" Toda la carta es excelente. El cardenal Quirini la presentó con el propósito de demostrar que el autor no era protestante, siendo así que no podría haber una prueba más fuerte de lo contrario, en cuanto concierne a doctrina. (Quirini Praefat., pág. 69. 70, ad Collct. Epist. Poli. vol. III.)

39 Los más distinguidos autores místicos de la Edad Media, además de Kempis y Tauler, fueron Ruysbrok y Harph. Los que deseen información referente a esta clase de escritores, la hallarán en la Historia Theologiae

Mysticae Veteris et Novae de Gottf. Arnoldi: en Mysticis Galliae Scriptoribus de Andr. de Saussay, y en el Pre-facio a la edición de las obras de Tauler, por Felipe Jacobo Spener.

40 Pellicer, Ensayo, págs. 124-134. 41 Llorente, III, 103-107, 123. Los iluminados de España en el siglo XVI, si hemos de juzgar por los relatos

de los inquisidores, se parecían más a los cuáqueros que a los quietistas de Francia. (lb. II, 3.) 42 Ibid. III, 106. 123. 43 Luther's, Sämtliche Schriften, tomo XXI. pág. 566. Felipe Marnix, señor de San Aldegonde, tenía una opi-

nión menos favorable sobre Tauler, a quien llama "delirus monachus". El temía a ciertos entusiastas de los Países Bajos, que trataban de ganar prestigio para su causa mediante el nombre de aquel predicador, mientras enseña-ban que Dios es el alma del universo, y deificaban, no sólo a los hombres, sino a las bestias y los vegetales. (Scrinium Antiquarium, tomo IV, págs. 544. 545.)

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Valdés. y hasta aquí su credo es luterano o protestante; pero podemos atribuidas a la influen-cia de la teología trascendental que había captado de Taulero. Más intelectual y especulativo que los teólogos místicos, en sus obras aparece más bien lo racional del credo de aquellos que su manera de escribir, y adelanta algunas declaraciones que ofendieron con justicia a algunos de los principales reformadores.44 Es curioso ver a su disposición naturalmente inquisitiva derrotando, tras contender con él, al principio de su credo que le llevaba a condenar como pecaminoso todo deseo de inquirir en materia de religión, y, prácticamente, en cualquier otro asunto.

Valdés dejó pronto su país natal, pero ayudó a difundir en él las opiniones reformadas por medio de sus escritos, varios de los cuales se publicaron en español.45 Si se hubiera que-dado, su presencia personal probablemente habría producido poco efecto: se requería una per-sona menos cauta y más arriesgada para abatir la barrera terrible que se oponía a la entrada del evangelio en España, y levantar el estandarte de la verdad a la vista de las llamas de la Inqui-sición. Tal persona se encontró en el hombre de quien voy a hablar ahora.

Rodrigo de Valera, natural de Lebrija, distante unos cincuenta kilómetros de Sevilla, se había entregado durante su juventud a le hábitos ociosos y disipados que eran comunes a la nobleza y la burguesía españolas. La elegancia personal, los caballos y los deportes ocupaban su atención; y en Sevilla, que era su residencia favorita, había brillado en primera fila entre los jóvenes a la moda, en toda diversión o proeza galante. De improviso desapareció de todos le lugares de diversión cuya vida y adorno había sido. Su salud era buena y su fortuna no había sufrido desmedro: pero su ánimo había experimentado un cambio completo; hizo a un lado su espléndido equipaje, descuidó su aspecto personal, y, encerrado en sus aposentos, se dedicó por completo a la lectura y la meditación religiosas Si, volviéndose repentinamente piadoso, se hubiera encerrado en un convento, su conducta no hubiera excitado una sorpresa muy grande entre sus compatriotas; pero retirarse del mundo y evitar al mismo tiempo aque-llos sagrados recintos, la entrada en los cuales se consideraba como la suprema y casi exclusi-va señal de una santidad superior, parecíales algo inexplicable, a no ser como resultado de un desequilibrio mental. Valera había adquirido en su juventud algunos leves conocimientos del idioma latín. Ahora se procuró un ejemplar de la Vulgata, la única traducción de la Biblia permitida en España y habiéndose aplicado día y noche hasta adquirir pleno dominio de idio-ma, en poco tiempo llegó a tener tal conocimiento del contenido de las Escrituras, que podía repetir de memoria casi cualquier pasaje de ellas y explicado con maravillosa prontitud e inte-

44 Beza estaba resentido especialmente con Valdés por llevar a sus lectores, de las Escrituras a las revelacio-

nes del Espíritu. Cualquiera que lea el capítulo sesenta y tres de las Consideraciones Divinas, convendrá en que le asistía toda la razón. Su titulo es: "Por siete demostraciones se muestra que las Sagradas Escrituras son como una bujía en un lugar obscuro, y que el Espíritu Santo es como el sol." Jorge Herbert agregó notas destacando los pasajes más excepcionales, a la traducción inglesa publicada en 1646.

45 Su comentario a la Episto1a a los Romanos fué publicado en español en Venecia, en 1556, con una dedica-toria, de su compatriota Juan Pérez, a Julia Gonzaga. (Gerdesii Italia Reformata, pág. 344). El título de otro de sus comentarios es: "Commentario breve, ó declaración compendiosa, y familiar, sobre la primera epístola de San Pablo á los Corinthios, muy útil para todos los amadores de la piedad Christiana." En el Index Expurgatorius español esta obra se menciona con y sin el nombre del autor. (Bayle, Dict. v. Valdés.) Schelhorn prometió pre-sentar "no pocos testimonios de la verdad" de una obra del mismo autor, de la cual se publicaron dos ediciones en Italia, traducida del español y titulada: "Due Dialoghi: l'uno di Mercurio et Caronte; l'altro di Lattantio et di uno Archidiacono." (Amoen. Hist. Eccl. et Lit., tomo II, pág. 51.) También le atribuye una obra titulada: "Modo di tenere, nell'insegnar et nel predicar, al principio della Religion Christiana." (Ergötzlichkeiten, tomo II, pág. 31.) Ambas obras figuran en el Index Libr. Prohib. a. 1559. Llorente presenta a Valdés como autor de otra obra, que llama Acharo. (II, 478).

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ligencia. Si tuve otros medios de instrucción, y cuáles pudieron ser, es algo que ignoraremos siempre; lo cierto es que llegó a formar un sistema de doctrina que no difería del de los refor-madores alemanes, y a fundar en Sevilla una iglesia que era luterana por lo que respecta a todos sus principales artículos de fe.

Cuando Valera hubo informado y satisfecho su mente acerca de las verdades de la reli-gión, abandonó la vida solitaria que había escogido como un medio y no como un fin en sí, y volvió al mundo; pero con muy diferente espíritu e intención. Su gran deseo era ahora impar-tir a otros las impresiones que la verdad divina había hecho en su propio ánimo. Con este pro-pósito cultivó la sociedad de los clérigos y monjes, con quienes departía, primero por medio de argumentos persuasivos y luego con el severo estilo de reprobación. Les presentaba el apartamiento general, de todas las clases, del cristianismo primitivo, tanto en su doctrina co-mo en su práctica; la corrupción de sus propias órdenes, que habían contribuido a difundir la infección por toda la comunidad cristiana; y la sagrada obligación en que ellos se hallaban de aplicar un pronto y completo remedio al mal antes de que resultara incurable. Estas represen-taciones iban uniformemente acompañadas por una apelación a las Sagradas Escrituras como la norma suprema en materia de religión, y por una exposición de las principales doctrinas que ellas enseñan. Cuando los clérigos, cansados de tan ingrato tema, rehuían su compañía, él les cortaba el paso, y no hesitaba en introducir sus temas favoritos, pero peligrosos, en los paseos públicos y otros lugares de reunión. Sus exhortaciones no dejaron de tener éxito; pero en muchos casos sus efectos fueron los que se podía esperar dada la situación y el carácter de aquellos a quienes iban dirigidas. La sorpresa producida por su primer discurso cedía el paso a la indignación y el desdén; no se podía soportar que un laico, y uno sin pretensiones de erudi-to, presumiera instruir a sus maestros y arremeter contra doctrinas e instituciones que eran tenidas en reverencia por la iglesia universal y sancionadas por su más alta autoridad. ¿De dónde tenía él su pretendido conocimiento de las Escrituras? ¿Quién le había dado el derecho de enseñar? ¿Y cuáles eran las señales y pruebas de su misión? A eso, tas preguntas Valera respondía ingenuamente, pero con firmeza: que era cierto que había sido criado en la ignoran-cia de las cosas divinas; que su conocimiento no procedía de las corrientes contaminadas de la tradición y las invenciones humanas, sino de la fuente pura de la verdad revelada, mediante la enseñanza de aquel Espíritu por cuya influencia brotan aguas vivas de los corazones de los que creen en Cristo; que no había buenas razones para creer que esas influencias estuvieran confinadas a las personas del orden eclesiástico especialmente estando éste tan depravado como en la época presente; individuos privados e iletrados habían demostrado la ceguera de todo un ilustrado sanhedrín y habían llamado al mundo entero al conocimiento de la salva-ción; él tenía la autoridad de Cristo para advertirles sus errores y sus vicios; y nadie le pediría señal alguna, a no ser una raza espuria y degenerada, cuyos ojos no podían soportar la brillan-tez de la pura luz que ponía de manifiesto y reprobaba las obras de las tinieblas.

No era de esperar que se le permitiera continuar mucho tiempo en semejante ofensiva. Fué conducido ante los inquisidores, con quienes sostuvo una sutil controversia acerca de la iglesia, las señales que deben distinguirla, la justificación y otros puntos similares. En esa oportunidad, algunos individuos de considerable autoridad, que compartían secretamente sus sentimientos, lo protegieron, y su influencia, unida a la pureza de su ascendencia, la posición que ocupaba en la sociedad, y la circunstancia de que sus jueces creían -o querían creer- que no estaba en su sano juicio, le aseguraron una sentencia más suave que las que acostumbraba pronunciar tan celoso e inexorable tribunal. Todo se redujo a confiscarle sus bienes. Pero ni la confiscación, ni el temor a un castigo más severo, pudieron inducir a Valera a modificar su conducta. Cediendo a instancias de sus amigos consintió en abstenerse de declarar pública-

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mente sus sentimientos por un corto tiempo, durante el cual les explicó en privado la epístola a los Romanos.46 Pero su celo pronto lo llevó a quebrantar esa restricción; él se consideraba como un soldado enviado a una empresa desesperada, y resolvió caer en la brecha confiando en que otros, animados por su ejemplo, continuarían el ataque hasta conseguir la victoria. Re-asumiendo sus anteriores ataques a los errores y supersticiones reinantes, fué denunciado por segunda vez al Santo Oficio, que lo condenó a usar sambenito, y a prisión perpetua. Cuando era conducido, junto con otros penitentes, a la iglesia de San Salvador, en Sevilla, para asistir al servicio público en los días festivos, en vez de exhibir las señales de pena que se exigía a las personas en su situación, no tenía escrúpulos en dirigir la palabra a la concurrencia, des-pués del sermón, y ponerles en guardia contra la doctrina errónea que habían escuchado al predicador, cada vez que la juzgaba contraria a la palabra de Dios. Esto por sí solo hubiera sido considerado como causa suficiente para condenarle a las llamas; pero las razones ya mencionadas tenían influencia para salvarle de esa suerte. Para librarse en la forma más silen-ciosa de tan molesto penitente, los inquisidores adoptaron la resolución de confinarlo a un monasterio del pueblo de San Lucar, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, donde, apartado de toda sociedad, murió cuando tenía unos cincuenta años. Su sambenito, que fué colgado en la catedral de Sevilla, atrajo durante mucho tiempo la atención por su tamaño ex-traordinario y por la inscripción que llevaba: "Rodrigo Valera, ciudadano de Lebrija y Sevilla, un apóstata y falso apóstol que pretendía ser enviado de Dios."47

La sentencia definitiva contra Valera fué pronunciada alrededor del año 1541.48 El más distinguido de sus convertidos fué Juan Gil, llamado comúnmente Doctor Egidio. Este había nacido en Olvera, en Aragón, y se había educado en la universidad de Alcalá, donde se distin-guió por su habilidad en la teología escolástica, la única ciencia que entonces tenía algún va-lor en España, excepto entre unos pocos individuos que, por dedicarse al estudio de las Escri-turas en los idiomas originales, eran llamados en son de burla "biblistas". Después de obtener los más altos honores académicos, fué designado profesor de teología en Sigüenza. Su cele-bridad era tanta, que cuando quedó vacante el cargo de canónigo magistral, o predicador, en la catedral de Sevilla, él fué elegido para ocuparlo por voto unánime del capítulo, sin que le fue-ra exigida la prueba de concurso prescripta para tales casos. Pero tan grande como su versa-ción en los escritos del Lombardo. Aquino y Escoto resultó ser su impopularidad como predi-cador; y no siéndole indiferentes su reputación y utilidad, después de varios años se sentía casi tan ansioso de renunciar su cargo como el pueblo lo estaba de verse libre de él; en cuyo estado de ánimo fué abordado por Valera, quien tuvo la habilidad de descubrir sus sentimien-tos y de percibir su buena disposición así como los talentos de que estaba dotado. El le señaló los defectos de su modo de predicar, y le exhortó, como remedio seguro, a dedicarse a un es-tudio serio y diligente de la palabra de Dios. Esta advertencia, frecuentemente repetida, pro-dujo al fin el efecto deseado; adoptó el proceder que se le indicaba, y "su aprovechamiento fué visible para todos". Pronto se convirtió en el predicador más aceptable que había apareci-

46 Montanus, pág. 268. 47 Cipriano de Valera ha dado un relato de Rodrigo de Valer en sus Dos Tratados: del Papa y de la Misa.

págs. 242-246. La segunda edición de esta obra fué impresa "En casa de Ricardo del Campo, año de 1599". De ella apareció una traducción inglesa con el título de: Two treatises: the first, of the Lives of the Popes, and their

doctrine; the second, of the Masse, etc. The second edition in Spanish, augmented by the author himselfe, M.

Cyprian Valera, and translated into English by John Golburne. London, 1600. 4to. Pero tanto Cipriano de Vale-ra como Llorente (II, 147-149), han tomado los datos del relato de Reynaldo González de Montes (o Montanus) en su lnquisitionis Híspanicae Artes Detectae, págs. 259-264. El relato de de Montes es original y auténtico, pues él conoció los detalles por boca del Dr. Juan Gil (o Egidio), discípulo de Valer, con quien había intimado en Sevilla.

48 Montanus, ut supra. pág. 259. Cipriano de Valera dice "cerca del año 1545". (Dos Tratados, pág. 246.)

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do en Sevilla. En lugar de las discusiones áridas, abstrusas y sin provecho que antes había emprendido, presentaba las grandes verdades de la Biblia; y las maneras frígidas con que había acostumbrado desempeñarse en público fueron substituídas por poderosas apelaciones a la conciencia y apasionados llamados al corazón de sus oyentes. Estos sintieron despertar su atención; en sus ánimos se producía la profunda convicción de la necesidad y conveniencia de la salvación revelada en el evangelio; y eran así preparados para recibir los nuevos conceptos sobre la verdad divina que el predicador les presentaba a medida que él mismo los iba descu-briendo gradualmente, y con una cautela que se justificaba y hacía necesaria por la debilidad del pueblo tanto como por su propia peligrosa situación."49 De esta manera, con un celo más templado por la prudencia que el de su reverenciado instructor, tuvo la honra, no sólo de con-seguir convertidos para Cristo sino de preparar mártires de la verdad. "Entre los otros dones divinamente concedidos a este santo varón", -dice alguien que le debía la salvación de su al-ma- "estaba la facultad singular que él tenía de encender en el pecho de los que escuchaban sus instrucciones, una llama sagrada que les animaba en sus ejercicios piadosos, internos y externos, y no sólo les prestaba decisión para tomar su cruz, sino que les hacía alegrarse ante la perspectiva de los sufrimientos que los acechaban a cada momento; una prueba palpable de que el Maestro a quien servía estaba presente con él, grabando por medio de su Espíritu en los corazones de sus oyentes la doctrina que él enseñaba."50

Egidio no estaba solo en el trabajo de ilustrar a los ciudadanos de Sevilla. Además de aquellos que como él habían aprovechado de las conversaciones de Valera, se le unieron el doctor Vargas y Constantino Ponce de la Fuente, que habían sido compañeros suyos de estu-dios en la universidad y eran hombres de talento e ilustración superiores. El les impartió su conocimiento de la verdad evangélica, y ellos contribuyeron, a su vez, con sus conversacio-nes, al mejoramiento de sus dones ministeriales. Los tres amigos concertaron un plan de co-operación para el progreso de la causa común. Vargas daba conferencias a los más ilustrados, en las cuales exponía la epístola a los Romanos y luego el libro de los Salmos; y Constantino, de quien tendremos ocasión de hablar más detenidamente después, ayudaba ocasionalmente a Egido en el púlpito. Su celo, aunque despertó sospechas, provocó la diligencia del clero que estaba apegado a las antiguas supersticiones; y la ciudad se dividió entre los partidarios de ambas clases de predicadores. Los de una clase insistían en la importancia de la repetición de oraciones a ciertas horas establecidas, de oír misa con frecuencia, de visitar los lugares sagra-dos y de la observancia regular del ayuno y la confesión auricular, mientras exhortaban a los que aspiraban a un grado más alto de santidad a dedicar sus bienes a obras piadosas o renun-ciar al mundo y tomar el triple voto. Los de la otra clase, o bien pasaban por alto todas estas cosas, o enseñaban su ineficacia; exhortaban a sus oyentes a confiar en los méritos de Cristo en vez de sus propias obras, y a demostrar la genuinidad de su fe obedeciendo los manda-mientos de Dios; y en lugar de recomendar rosarios y escalas de devoción, recomendaban ardientemente las ventajas de la lectura diaria y cuidadosa de las Sagradas Escrituras. La pri-mera clase arrastraba al grueso del pueblo, que profesa una religión de hábito y autoridad. Pero la elocuencia de Egidio y sus dos compañeros, su prudencia, su piedad no afectada y su moral irreprochable, y la armonía con que seguían actuando, vencieron gradualmente los pre-juicios de la multitud y aun ralearon las filas de sus adversarios clericales. Dedicados activa-mente a los deberes de sus funciones públicas durante el día, se reunían de noche con los ami-gos de la doctrina reformada, a veces en un domicilio privado, otras veces en otro; la pequeña sociedad de Sevilla crecía insensiblemente, hasta llegar a ser un árbol del cual se tomaron

49 Montanus, págs. 256-259. 265. 50 Ibid, pág. 231.

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ramas para ser plantadas en el campo adyacente.

Durante algún tiempo la Inquisición había tenido sus ojos fijos en los tres predicadores; y no faltaban personas dispuestas a acusarlos, especialmente a Egidio, que era el más peligro-so debido a su disposición más accesible y a la mayor frecuencia de sus apariciones en el púl-pito. Circulaban versiones desfavorables a su ortodoxia, se espiaba su conducta y se celebra-ban consultas secretas acerca del medio más seguro para arruinar a quien había llegado a ser popular entre todas las clases. Y mientras sucedían estas cosas, él se vió privado de sus dos compañeros: Vargas falleció y Constantino fué llamado a los Países Bajos. Pero aun después que quedo solo sus enemigos temían proceder contra é1.51

Tanta era la reputación de Egidio, que en 1550 el emperador lo designó para ocupar el episcopado vacante de Tortosa, uno de los más ricos beneficios de España, que había estado a cargo del cardenal Adrián, preceptor de Carlos V, inmediatamente antes de su elevación al papado. Esta distinguida señal del favor real agravó el resentimiento de sus adversarios, que determinaron recurrir a medios extremos. En vez de limitarse como antes, a murmurar, ahora lo acusaron abiertamente de herejía, y predijeron que su elevación al episcopado produciría la calamidad más desastrosa que España hubiera presenciado. Fué denunciado formalmente ante el Santo Oficio, y habiéndose dado los pasos preliminares, fué arrojado en sus prisiones secre-tas. Los cargos en su contra se relacionaban con la doctrina de la justificación, la seguridad de la salvación, los méritos humanos, la pluralidad de mediadores, el purgatorio, la confesión auricular y el culto de las imágenes. También se le acusaba de haber favorecido a Rodrigo de Valera en su proceso, y de haberse opuesto a la colocación de un crucifijo en lugar de uno que se había quemado accidentalmente. En su defensa él expuso ampliamente sus creencias sobre la justificación, con las razones en las que se fundaban; una demostración de sinceridad que resultó perjudicial para su causa, pues suministró pruebas al procurador fiscal para apoyar sus acusaciones, a la vez que material para nuevos cargos. Los amigos de Egidio temieron enton-ces por su seguridad. El emperador, oyendo del peligro a que se hallaba expuesto, escribió al inquisidor general intercediendo por él. El capítulo de Sevilla siguió su ejemplo. y, lo que es más extraño, el licenciado Correa, uno de los jueces más inexorables del Santo Oficio, se hizo su abogado, impulsado, según se dice, por la indignación que le causó la conducta de otro inquisidor, Pedro Díaz, que había sido discípulo de Valer junto con Egidio, a quien ahora per-seguía con bajeza vil e implacable hostilidad. Como consecuencia de tan influyentes interce-siones, los inquisidores juzgaron necesario adoptar un procedimiento moderado, y resolvie-ron, en lugar de remitir los artículos de la acusación a los calificadores ordinarios, someterlos a dos árbitros elegidos por las partes.

Egidio, después de nombrar a Bartolomé Carranza y varios otros individuos que, o esta-ban ausentes del país o fueron recusados por los inquisidores, designó por fin como su árbitro a Domingo de Soto, un dominico profesor en Salamanca. Soto vino a Sevilla y poniéndose en contacto con Egidio, con quien se había relacionado en la universidad, declaró, después de mutuas explicaciones, coincidir con él en su concepto de la justificación,52 que era el punto principal de la acusación, manifestando su convicción de que el asunto podría arreglarse en forma amistosa. Quedó arreglado entre ellos que cada uno redactaría un informe de sus creen-

51Ibid. pág. 266, 52 Soto era un discípulo de Santo Tomás, y adicto a los sentimientos de San Agustin, según se desprende de

su tratado de Natura et Gratia, dirigido a los padres de Trento, en oposición a Catharinus, y agregado a su Co-mentario a los Romanos, impreso en Amberes en 1550,

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cias sobre el punto en disputa, expresadas en sus propios términos, y que ambas declaraciones serían leídas en presencia de los inquisidores. Como la causa había excitado grandísimo inte-rés por tratarse de un obispo electo y predicador tan popular en Sevilla, se consideró con-veniente que la discusión se realizara en público, en la catedral. El día señalado para el proce-so, se asignaron púlpitos a Egidio y su árbitro Soto; pero, sea intencional o accidentalmente, estaban colocados a gran distancia uno del otro. Después de terminado el sermón. Soto leyó la declaración de sus opiniones. Egidio, debido en parte a la distancia a que estaba sentado, y en parte al murmullo de la concurrencia numerosa y ansiosa, no podía seguir al orador; pero dando por sentado que lo que se leía estaba de acuerdo con lo que ambos habían conversado, asentía con la cabeza cada vez que Soto, alzando la voz, miraba en dirección a él al final de cada proposición. Luego procedió a leer sus propias declaraciones, las que a juicio de todos los presentes, tanto amigos como enemigos, contradecían a las anteriores en todos sus puntos principales. Los inquisidores aprovecharon esa diferencia entre sus gestos y sus palabras, para levantar un tumulto contra él; las dos declaraciones se agregaron al proceso y se dictó senten-cia declarándolo altamente sospechoso de la herejía luterana, y condenándolo a abjurar las proposiciones que se le atribuían, a tres años de prisión, a abstenerse de escribir y enseñar durante diez años y a no abandonar el reino durante ese período, so pena de ser castigado co-mo hereje formal y relapso, o en otras palabras, ser quemado vivo. Confundido por el resulta-do inesperado del proceso, abatido por el regocijo de sus enemigos, y casi convencido, por la mortificación que leía en los semblantes de sus enemigos, de que debía haber cometido algún grave error, Egidio perdió su valor y asintió silenciosamente a la sentencia pronunciada contra él. Sólo algún tiempo después de regresar a la prisión supo, por uno de sus compañeros, la vil traición del amigo en quien había confiado.53

Tal es el relato del proceso que da Montes. El último historiador de la Inquisición se muestra dispuesto a discutir la verdad de este relato en cuanto concierne al artificio empleado por el profesor de Salamanca, sobre la base de que Carranza, arzobispo de Toledo, durante su proceso se vengó de Soto acusándolo de "haber sido demasiado indulgente con el doctor Egi-dio de Sevilla".54 Pero esta objeción no es en manera alguna concluyente; porque, en primer lugar, Llorente testifica de la exactitud, en general, de Montes, quien asegura expresamente que había recibido la información del mismo Egidio, en la prisión. En segundo lugar, la acu-sación de Carranza no es irreconciliable con el relato hecho, pues Montes establece que Soto reclamaba el mérito de haber conseguido para Egidio una sentencia leve.55 En fin, Llorente ha mostrado, con referencia a otro caso, que Soto era perfectamente capaz de la desdichada con-ducta que se le imputa en esta ocasión.56

Tan pronto como se supo que Egidio era condenado, se reunió una bandada de ham-brientos postulantes alrededor del apetitoso beneficio de Tortosa, como cuervos alrededor de

53 Montanus, págs. 266-272. 54 Llorente, II, 144-147. 55 Montanus. pág. 271. 56 Refiriéndose a sus cartas que fueron presentadas en el proceso de Carraza, Llorente dice: "Todos estos do-

cumentos prueban que Fray Domingo Soto fué culpable de colusión con respecto a ambas partes, a quienes en-gañó, primero a la una, después a la otra, y luego a ambas a la vez." (II, 146.)

El ex secretario de la Inquisición podría haberse ahorrado la estrechez que atribuye a los prejuicios protestan-tes de su compatriota de Montes y a su fanatismo al considerar como señal de la justicia divina el hecho de que tres de los principales perseguidores de Egidio murieran durante su encarcelamiento. El celo del amigo de Egidio puede haberlo llevado demasiado lejos en su interpretación de los designios de la Providencia; pero ¿qué signifi-ca la siguiente sentencia? "Es imposible dejar de regocijarse ante la desgracia que la Providencia ha reservado a F. Domingo Soto, para que sirva de lección a los hombres de su calaña." (Llorente, ut supra.)

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la carroña. Los santos padres reunidos en Trento no estaban tan abstraídos en la con-templación de los intereses de la iglesia católica, como para no volver la vista a España, pron-tos a discernir lo que allí sucediera que pudiera beneficiarles. Mientras se desarrollaba el pro-ceso del obispo electo, el cardenal Granville, obispo de Arrás y primer ministro de España, tenía su mesa cubierta de solicitudes en las que la más rancia avaricia aparecía abundantemen-te rociada con el incienso de la adulación. En una carta fechada en Trento el 19 de noviembre de 1551, el obispo titular Jubin, in partibus infidelium, dice: "Hasta nosotros ha llegado la inteligencia de que el obispo electo de Tortosa ha sido condenado a prisión perpetua. Yo os quedaría infinitamente obligado si quisierais pensar en mí -el último de vuestros siervos- dado que su señoría de Elna será trasladado al episcopado de Tortosa actualmente vacante por esa causa."57 El día anterior el obispo de Elna había remitido una carta a la misma dirección, en la cual sin dar la menor insinuación del objeto que tenía en vista, ruega al ministro que le ordene "como al último miembro de su servidumbre", se llama a sí mismo "su esclavo", y le asegura que las raras cualidades de su eminencia, su natural bondad y los favores que le ha conferido están tan profundamente grabados en el corazón de su siervo, que lo recuerda sin cesar, espe-cialmente en "sus pobres sacrificios", el momento más apropiado para hacer mención de "nuestros señores". Dos días después, el modesto obispo había reunido el valor necesario para definir su petición: él reconoce que el obispado de Tortosa es "una carga demasiado pesada para sus débiles hombros", pero insiste en que en un lugar tan tranquilo podría cumplir mejor sus funciones episcopales que en la provincia fronteriza de Roussillon, donde sus ejercicios piadosos eran interrumpidos por el fragor de los instrumentos de guerra, y que "sentía un fuer-te deseo de terminar sus días apacentando sus débiles ovejas en la paz de Dios,"58; El obispo de Algeri era tan desinteresado como sus otros hermanos al procurar su promoción. "No era la avaricia lo que lo inducía a solicitar el favor" de ser trasladado de la isla de Cerdeña; sólo que-ría "tener su residencia en tierra firme", para que aliviado su espíritu de la continua agitación en que lo tenían las olas inquietas que le rodeaban, pudiera estar "más libre para servir a Dios y orar por la vida del rey y su ministro,"59 El obispo de Elna, no habiendo tenido éxito en su gestión, la renovó al año siguiente, apoyándose entonces en otros nuevos argumentos. Des-pués de manifestarle al ministro que reconocía "que él lo había formado", le ruega que re-cuerde, "si tal cosa le place", que su majestad tenía ciertos derechos en Valencia, conocidos como les bayles de Morella, de los cuales se debían grandes sumas al tesoro real, como lo demostrarían las listas que él se había procurado y se tomaba la libertad de transmitir a su eminencia: que felizmente la diócesis de Tortosa comprendía ese distrito, aunque la sede epis-copal estaba en su comarca natal de Cataluña; y que, si pluguiera a su majestad gratificarle con ese obispado, él podría vigilar el pago de esos derechos sin abandonar su diócesis y "po-dría así servir a Dios y al rey al mismo tiempo".60

¡Oh, la duplicidad, el egoísmo, el servilismo del clero! ¿Cómo no habrían de arruinar toda buena causa, excepto una? Y aun ésta ¡cuánto daño ha recibido de ellos! Cuenta Bocac-cio (es sólo un cuento, pero merece ser repetido por la moraleja con contiene), que dos perso-nas, un cristiano lego y un judío, vivían juntos en un lugar apartado del norte de Italia. El cris-tiano había trabajado mucho para convertir a su compañero, y lo había conseguido; al punto de que esperaba bautizarse de un día para otro, cuando al judío se le ocurrió la idea de que antes debería visitar la capital de la cristiandad. Temiendo los efectos que podría tener ese

57 Lettres et Mémoires de François de Vargas, traduits par Mich. le Vassor, págs. 194. 195. 58 Ibid. págs. 193, 195, 196. 59 Ibid. pág. 303. 60 Ibid. págs. 514, 515, 522.

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viaje, el cristiano trató de disuadirlo; pero en vano. Después de una ausencia de varias sema-nas volvió el judío, y presentándose en casa del cristiano, que había dado por perdido a su converso, lo sorprendió con la declaración de que ahora estaba dispuesto a recibir el bautismo; "porque" -añadió- “he estado en Roma, y he visto al papa y sus adláteres, y estoy convencido de que si el cristianismo no fuera divino, hace tiempo que hubiera terminado bajo el cuidado de semejantes guardianes."

Todos los postulantes del obispado de Tortosa cuidaban de insistir en los servicios que habían prestado al emperador en el concilio de Trento. Diversos autores han hablado en tér-minos encomiásticos de los conceptos liberales y el espíritu independiente demostrado por los teólogos españoles que se sentaron en ese concilio; y el Padre Simón, en particular, afirma que ellos estaban dispuestos, al ser rechazadas las reformas eclesiásticas que proponían, a unirse con la iglesia francesa para derrocar la autoridad de la corte de Roma, si Carlos V, por razones políticas, no les hubiera retirado su apoyo, haciéndoles así desistir.61 Sin embargo, la lectura de su correspondencia y la de la embajada imperial es suficiente para disminuir en buena parte la elevada opinión que tales alabanzas tratan de producir. Si los obispos italianos eran instrumentos pasivos en mano de los legados papales, sus hermanos de España no esta-ban menos bajo la influencia de los embajadores imperiales; y es igualmente evidente que su celo por la reforma de los abusos fué al principio excitado, para ser después restringido, por la política del emperador. Varias de las reformas que exigían favorecerían a su propia orden, y hubieran redundado en el aumento de su autoridad y riqueza en la medida que disminuirían las de la sede papal; una circunstancia que no escapó a la observación de la corte de España.62 Al mismo tiempo se contentaban con murmurar en privado contra las vergonzosas artes con que era gobernado el concilio, sin tener el valor de resistir los ataques llevados contra su liber-tad ni los insultos prodigados abiertamente a sus colegas. Habiéndose referido el obispo de Verdún a algunos de los planes propuestos en el concilio, con el término pretendida reforma, el legado papal, Crescencio, le cubrió públicamente de invectivas, llamándole joven insensato y loco, y ordenándole guardar silencio. "¿Es éste un concilio libre?", dijo el elector de Colonia al obispo español de Orense que se sentaba a su lado. -"Debería serlo", contestó el obispo, con una cautela que no hubiera desdeñado un italiano. -"Pero, dígame francamente su opinión. ¿Es libre el sínodo?" -"No me obligue a contestarle ahora, mi señor", -replicó el prudente obispo- "esa es una pregunta difícil; le contestaré cuando estemos en casa."63 Se ha alegado que la influencia papal sobre el concilio se limitó a cuestiones de disciplina y política eclesiástica, y no se extendió a asuntos de doctrina, en la decisión de los cuales todos los miembros estuvie-ron de acuerdo.64 Pero esto está desmentido por documentos inobjetables. Algunos de los teó-logos más ilustrados que estuvieron en Trento estaban desconformes con ciertas partes de la doctrina del concilio y con la forma confusa y apresurada en que se manejaba una parte tan

61 Simon, Lettres Choisies, tomo I, págs. 252-254. 62 Véase su Postulata al Concilio en Schelhorn, Amoenit. Eecles., tomo II, págs. 584-590. Cf. Vargas. Lettres

et Mémoires, pág. 210. El Consejo Real de Castilla dirigió un memorial al Concilio de Trento, reclamando diver-sas reformas eclesiásticas. Pero, por deseables que algunas de ellas fueran en realidad, no podemos menos que sentirnos complacidos por el rechazo de todas, cuando hallamos entre ellas la siguiente: "Que el papa sostenga

la Inquisicion, y no intente nada en perjuicio de una institución tan necesaria para el bienestar de estos reynos -

porque el officio de la santa Inquisicion es muy necessario en estos reynos, conviene ser muy favorecido." (Var-gas, ut supra. págs. 162, 167.)

63 Vargas, págs. 235. 254. El nombre de este obispo era Francisco Blanco. En 1558 recomendó el catecismo de Carranza, pero se retractó de ello durante el proceso por herejía del autor, y fué recompensado con el arzobis-pado de Santiago. (Llorente, III, 301, 302.)

64 Simon, Lettres Choisies, tomo I, pág. 254.

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importante de los asuntos.65 Después de haber sido aprobado formalmente por el santo conci-lio universal el artículo referente a la penitencia y la extrema unción, los teólogos de Lovaina consiguieron convencer a los dirigentes de que era erróneo. ¿Qué debía hacerse? Resolvieron, en una reunión secreta, modificado, después de tomar todas las precauciones para que todo el asunto quedara enterrado a fin de no incurrir en el ridículo ante los luteranos. "Una gran des-gracia" -dice el arzobispo de Colonia-; "pero, de dos males, el menor." Las reflexiones del consejero de la embajada imperial son menos circunspectas. "Yo creo" -dice- "que Dios ha permitido que eso sucediera, para cubrirlos de vergüenza y confusión. Seguramente, después de esto, abrirán sus ojos; como dice el Salmista: Llena sus rostros de vergüenza, para que busquen tu nombre. Dios les conceda que comprendan esto; pero no me atrevo a esperar tan-to; siempre he dicho que nada menos que un milagro podría operar un cambio."66 Es imposi-ble concebir nada más deplorable que la descripción del concilio que nos presenta la corres-pondencia privada de Vargas, asesor legal, agregado a la embajada enviada a Trento por Car-los V. "El legado es siempre el mismo -dice en una carta al cardenal obispo de Arrás-; "es un hombre que ha perdido toda vergüenza. Créame, señor, que no tengo palabras para expresar la soberbia y el descaro que despliega en los asuntos del concilio. Comprendiendo que nosotros somos tímidos y que su majestad quiere evitar herir u ofender al papa, trata de aterrorizamos asumiendo aires señoriales y un tono altanero. Trata a los obispos como esclavos; los amenaza y jura que se marchará. Es inútil que su majestad continúe insistiendo por más tiempo ante el papa y sus ministros; es hablar a sordos y tratar de ablandar las piedras. Lo único que consi-gue es hacer de nosotros el hazmerreír del mundo y suministrar a los herejes motivos para sus pasquinadas. Debemos esperar hasta que llegue el tiempo cuando Dios ha de purificar a los hijos de Leví. Ese tiempo vendrá pronto; y en mi opinión, esa purificación no sé realizará sin algún castigo extraordinario. Las cosas no pueden permanecer mucho tiempo más en su esta-do actual: el mal es demasiado grande. Todos los nervios de la disciplina eclesiástica están rotos. El tráfico con las cosas sagradas es vergonzoso... La predicación de San Pablo está a punto de cumplirse en la iglesia de Roma: Aquel día no podrá venir a no ser que venga pri-

mero una gran caída. Sobre la forma en que se trata a las doctrinas ya os he escrito; todo lo precipitan, examinan pocas cuestiones y no las someten al juicio de los ilustrados teólogos que asisten. Muchos de los obispos dan su voto, y dicen placet, en puntos que no entienden ni son capaces de entender. No hay aquí uno solo que se ponga de parte de Dios, ni se atreva a hablar. Somos todos perros mudos, que no podemos ladrar." A pesar de todo esto, y mucho más, Vargas añade, como verdadero hijo de la iglesia: "En cuanto a mí, obedezco implícita-mente, y me someteré sin resistencia, sea lo que fuere lo que se determine en materia de fe. Dios conceda que todos hagan lo mismo."67

Estos hechos no dejan de tener relación con nuestro asunto. Los secretos del concilio de Trento pronto trascendieron; y algunos individuos que después subieron al patíbulo en Espa-ña, reconocieron que habían abierto por primera vez los ojos a la corrupción radical de la igle-sia de Roma, por los relatos que les habían hecho algunos de los miembros de aquel sínodo, sobre la forma escandalosa en que fe habían adoptado sus decisiones.68

Egidio apareció entre los criminales condenados a penitencia, en un auto de fe celebrado en Sevilla en 1572.69 Habiendo expirado en 1555 el término de su encarcelamiento, en el cur-

65 Vargas, págs. 43, 57, 224, 233. 66 Ibid., págs. 66, 246-248. 67 Ibid., págs. 207, 208, 211, 225, 226, 233. 68 Llorente, II, 223; III, 230, 231. 69 Ibid., II. 138.

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so del año siguiente efectuó una visita a Valladolid, donde halló un número de convertidos a la doctrina reformada. Su espíritu abatido se sintió renovado por lo que vió de la gracia de Dios en aquella ciudad, y después de pasar una breve temporada en compañía de sus herma-nos, exhortándoles a mantenerse constantes en la fe, volvió a Sevilla. Pero las fatigas del via-je, a las que durante años no había estado acostumbrado, le determinaron una fiebre que lo llevó en pocos días. Dejó detrás de sí una cantidad de escritos en su idioma natal, ninguno de los cuales parece haber sido dado a la imprenta.70 Más tarde sus huesos fueron sacados del sepulcro y arrojados al fuego, confiscados sus bienes y su memoria declarada infamante, por una sentencia de los inquisidores que descubrieron que había muerto en la fe luterana.71

La primera introducción de la doctrina reformada en Valladolid estuvo rodeada de cir-cunstancias casi tan extraordinarias como las que habían determinado su recepción en Sevilla. Francisco San Román, natural de Burgos e hijo del alcalde mayor de Bribiesca, habiéndose dedicado al comercio, se dirigió a los Países Bajos, y en el año 1540 sus empleadores lo en-viaron de Amberes a Bremen, para liquidar ciertas cuentas que tenían en esta ciudad. La reli-gión reformada había sido introducida en Bremen, y el joven español, curioso por conocer esa doctrina tan combatida en su país natal, fué a una de las iglesias, donde escuchó a Jacobo Spreng, ex prior del monasterio de los Agustinos en Amberes, y una de las personas que pri-mero abrazaron las opiniones de Lutero en Holanda.72 El sermón hizo una impresión tan pro-funda en el ánimo de San Román, que no pudo contenerse y fué a visitar al predicador, quien, complacido al ver su candor y su sed de conocimientos, lo presentó a algunos de sus piadosos e ilustrados amigos, entre los cuales se hallaba nuestro compatriota el doctor Maccabeus,73 entonces residente en Bremen, de cuya conversación sacó mucho provecho. Como algunos jóvenes convertidos, él se jactaba de que podría persuadir fácilmente a otros a abrazar las ver-dades que para él eran tan claras como la luz del día; y ardía en el deseo de volver a su patria e impartir el conocimiento que había recibido a sus parientes y compatriotas. En vano trató Spreng de refrenar un entusiasmo del cual él mismo había padecido en época más temprana de su vida; en las cartas que escribía a sus empleadores de Amberes, San Román no podía dejar de aludir al cambio que había experimentado, lamentando la ceguera de sus compatrio-tas. Como consecuencia, a su vuelta a esa ciudad fué inmediatamente aprehendido por ciertos frailes a quienes les había sido comunicado el contenido de sus cartas; y habiéndose encontra-do en su poder una cantidad de libros luteranos e impresos satíricos contra la iglesia de Roma, fué encarcelado. Después de un riguroso confinamiento de ocho meses, fué puesto en libertad a pedido de sus amigos, quienes manifestaron que su celo ya se había enfriado, y que en su país natal podría ser vigilado convenientemente. Yendo a Lovaina, se encontró con Francisco Enzinas, uno de sus concuidadanos, de quien nos ocuparemos más adelante, quien le instó a no lanzarse a un peligro cierto por una manifestación innecesaria o indiscreta de sus senti-mientos, y a limitarse a la esfera de su propia vocación, dentro de la cual podría hacer mucho bien, en vez de asumir la función de maestro público y hablar de asuntos religiosos con cada persona que encontraba en su camino. San Román le prometió ajustar su conducta a una ad-vertencia tan prudente; pero habiendo ido a Ratisbona, donde se realizaba una dieta del impe-

70 Montanus, pág. 273. Histoire des Martyrs, págs. 500. 501. De Montes alaba sus comentarios sobre Géne-

sis, algunos de los Salmos, los Cantares de Salomón y la Epístola a los Colosenses; pero especialmente un trata-do sobre llevar la cruz, que compuso en la prisión.

71 Montanus, pág. 274. Llorente, II, 139, 144, 273. 72 Erasmi Epistolae, ep. 427. Luther's, Sämtliehe Schriften, tomo XV. Anbang, pág. 192; tomo XXI. págs.

790, 806. Gerdesii, Hist. Reform., tomo II, pág. 131; tomo III, pág. 25. 73 Life of John Knox, vol. I, nota I

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rio, y habiendo llegado a sus oídos el favor con que el emperador trataba a los protestantes,74 con el fin de conseguir su ayuda contra los turcos, olvidó sus prudentes resoluciones. Ha-biendo obtenido una audiencia de Carlos, se lamentó ante él del estado de la religión en su país natal, y le rogó que utilizara su autoridad real para restringir la de los inquisidores y sa-cerdotes, que trataban por medio de todas las violencias y crueldades, de evitar la entrada en España de la Única verdadera y salvadora doctrina de Jesucristo. La benévola respuesta del emperador le dió valor para repetir su solicitud, ante la cual algunos de los asistentes españo-les se exasperaron en tal forma que lo hubieran arrojado instantáneamente al Danubio, de no haberlo impedido su señor ordenándoles reservarlo para ser juzgado por los jueces competen-tes. En consecuencia fué encadenado y conducido en el séquito del emperador, de Alemania a Italia y de Italia a África; y después del fracaso de la expedición contra Argel fué desembar-cado en España y entregado a la Inquisición de Valladolid. Su proceso fué breve. Llevado ante los inquisidores, confesó francamente su creencia en la doctrina cardinal de la Reforma de que el hombre no recibe la salvación por sus propias obras méritos o fuerza, sino única-mente por la misericordia de Dios mediante el sacrificio del único Mediador; y declaró que la misa la confesión auricular el purgatorio. la invocación de los santos y el culto de las imáge-nes son blasfemias contra el Dios viviente. Si su celo era impetuoso, lo sostuvo hasta el fin. Soportó los horrores de un dilatado encarcelamiento con la mayor fortaleza y paciencia. Re-sistió todos los medios utilizados por los frailes para inducirle a retractarse. Rehusó, ya en el lugar de la ejecución, comprar una mitigación de la pena confesándose a un sacerdote o incli-nándose a un crucifijo que le fué colocado delante. Cuando primero lo alcanzaron las llamas al ser atado a la estaca, hizo un movimiento involuntario con la cabeza, ante el cual los frailes presentes exclamaron que se arrepentía. y ordenaron sacarlo del fuego; pero al recobrar el sentido los miró tranquilamente a la cara y dijo: "¿Envidiáis mi felicidad?", ante cuyas pala-bras fué arrojado de nuevo a las llamas, que casi inmediatamente lo sofocaron. Entre gran cantidad de prisioneros presentados en ese espectáculo público, él fué el único ejecutado; la novedad de los crímenes de que era acusado, junto con la resolución que había mostrado en el estrado y en el patíbulo, produjeron una sensible impresión en los espectadores. Los inquisi-dores lanzaron una proclama prohibiendo rogar por su alma o expresar una opinión favorable a un hereje tan obstinado; no obstante lo cual, algunos de los guardias del emperador recogie-ron sus cenizas como las de un mártir, y el embajador inglés, que se encontraba en Valladolid en ese entonces, trató de conseguir una parte de sus huesos como reliquias. Los guardias fue-ron encarcelados, y al embajador se le prohibió presentarse en la corte por algún tiempo. No está de más notar que el sermón de este auto de fe fué predicado por el bien conocido Carran-za, quien fué más tarde procesado por la Inquisición y murió en la cárcel después de un confi-namiento de diecisiete años.75

Este suceso tuvo lugar en el año 1544.76 La doctrina reformada había sido ya introduci-da antes en Valladolid, pero sus discípulos se conformaban con retenerla para sí, o hablar de ella con la mayor cautela a sus amigos íntimos. Los comentarios suscitados por el martirio de San Román rompieron esa restricción; expresiones de simpatía por su suerte o de asombro

74 Sleidani, Comment., tomo II. págs. 222-236. Edit. Am Ende, 75 Pellicer, Ensayo de una Biblioteca de Traductores Españoles, pág. 78. Act. et Monim. Martyrum. f. 122-

125. 4to. Histoire des Martyrs, f. 146-148, folio. 76 Pellicer, siguiendo el Martirologio latino, presenta la conversión de San Román a la fe protestante en el año

1545; pero la gran historia de los mártires francesa la coloca en 1540, lo que es aseverado por la verdadera fecha de los hechos colaterales mencionados en el texto. Llorente no da ningún relato del martirio de San Román, pero en una alusión pasajera a él (tomo III, pág. 188) parece indicar que sucedió en 1540. La Histoire des Martyrs, cuya autoridad me inclino a preferir, fija el de 1544 como el año de su muerte.

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ante sus opiniones, llevaron a conversaciones en el curso de las cuales los partidarios de la nueva fe, como se la llamaba, pudieron reconocerse fácilmente entre sí. El celo, y aun la mag-nanimidad que había demostrado al afrontar el odio popular y desafiar una muerte tan horrible por la verdad, provocaron la emulación de los más tímidos entre ellos; y en el curso de pocos años después de su martirio, se organizaron en una iglesia que se reunía regularmente en pri-vado con propósitos de instrucción religiosa y culto.77

77 Montanus, pág. 273. Llorente, II, 144.

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CAPITULO V

CAUSAS DEL PROGRESO DE LA DOCTRINA REFORMADA EN ESPAÑA

Antes de proseguir con la narración del movimiento religioso en España, es conveniente

relatar algunos hechos que sucedieron fuera del reino, con lo cual el lector conocerá algunos datos interesantes sobre los españoles que abrazaron la Reforma en el extranjero, y cuyos pia-dosos e ilustrados esfuerzos por publicar las Escrituras y otros libros en su idioma natal tuvie-ron gran influencia en la difusión del conocimiento de la verdad entre sus compatriotas.

Hacia el año 1540, tres hermanos: Jaime. Francisco y Juan, hijos de un ciudadano respe-

table de Burgos, en Castilla la Vieja, fueron enviados a estudiar a Lovaina, celebrada ciudad universitaria a la que los jóvenes españoles hacía tiempo acostumbraban concurrir. La familia de estos jóvenes era la de Enzinas, aunque eran mejor conocidos por los eruditos de Alemania por el apellido Dryander.1 En Lovaina hacía tiempo que se cultivaban las bellas letras, y los estudiantes gozaban de una libertad de opiniones que no se toleraba en París y otros lugares donde se conservaban rígidamente las antiguas ideas y formas de enseñanza escolásticas. Jun-to con el gusto por la literatura, nuestros jóvenes estudiantes adquirieron el conocimiento de las doctrinas reformadas. Vivían en la mayor intimidad con el célebre Jorge Casandra2 quien estaba en correspondencia con los principales teólogos protestantes. y se distinguió más tarde por su infructuosa tentativa para reconciliar al papado con las iglesias reformadas. Los tres hermanos, descontentos con el proceder contemporizador de su amigo y las reformas parciales con que se satisfacía, adoptaron de todo corazón los principios de aquellos que se habían se-parado formalmente de la iglesia de Roma.

Juan Enzinas o Dryander, el más joven de los hermanos eligió la profesión médica, y

habiéndose radicado en Alemania, llegó a ser profesor en la universidad de Marburgo; fué autor de varias obras de medicina y astronomía, y se hizo famoso por el ingenio que demostró para la invención y mejoramiento del instrumental de esas ciencias.3

Jaime Enzinas, el hermano mayor, se trasladó en 1541 a París, por indicación de su pa-

dre. Durante su residencia en esta ciudad se afirmó más en sus convicciones reformadas, y consiguió comunicadas a algunos de sus compatriotas que estudiaban junto con él. Todas las ilusiones que él se había formado con respecto a la famosa universidad de la metrópoli france-sa, quedaron miserablemente deshechas, encontró que los profesores eran por lo general pe-dantes e hipócritas santulones, y los estudiantes estaban tan desprovistos de buenas maneras 1 Encina equivale al griego drys, roble. Pellicer cree que Francisco Encinas adoptó el nombre Dryander con el propósito de ocultarse, después de su fuga de la prisión de Bruselas en 1545. (Ensayo, pág. 80.) Pero lo hallamos firmando Franciscus Dryander una carta escrita en 1541. (Gerdesii, Hist. Reform., tomo III, apénd. pág. 86.) Era costumbre de la época que los hombres ilustrados cambiaran sus nombres por su equivalente griego, como Reuchlin (humo) por Capnio, Gerard (amable) por Erasmo, y Schwartzerd (tierra negra) por Melanchton. 2 Illustrium et clarorum Virorum Epistolae Selectiores, scriptae a Belgis vel ad Belgas, págs. 55, 58. Lugd. Bat. 1617. La carta de Jacobo Dryander inserta en esta obra, arroja mucha luz sobre su carácter y su familia. 3 Teissier, Eloges, tomo I. pág. 199. Melanchtonis Epistolae, col. 817. En otra carta, escrita en el curso del mis-mo año, 1543. Melanchton alaba mucho un planetario construido por Juan Dryander. (Ibid., col. 818.)

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como de amor por los estudios liberales. Allí presenció lleno de emoción el heroísmo demos-trado por los mártires protestantes bajo los crueles tratamientos que se les infligía. Había algo solemne, aunque aterrador, en la compostura con que una multitud española asistía al bárbaro espectáculo de un auto de fe; pero la lasciva ferocidad con que aullaba la turba parisina cuan-do el verdugo, con unas pinzas, arrancaba la lengua a sus víctimas y las golpeaba con ella repetidas veces en el rostro, antes de atarlas a la estaca, era algo diabólicamente horripilante.4 Incapaz de permanecer en un lugar donde no hallaba ni sabiduría ni humanidad, Jaime Enzi-nas dejó París y se volvió a Lovaina. De allí pasó a Amberes, a dirigir la impresión de un ca-tecismo que había compuesto para beneficio de sus compatriotas, en su idioma natal.5 Poco tiempo después recibió orden de su padre, que alentaba grandes esperanzas de su ingreso en la iglesia, de dirigirse a Italia y permanecer algún tiempo en la capital de la cristiandad. Nada podía ser más contrario a sus inclinaciones; pero cediendo a los dictados del deber filial, par-tió dejando su corazón en Holanda, con sus hermanos y algunos otros amigos. En Jaime el gusto delicado y la generosa independencia de espíritu se unían a una ternura y una disposi-ción generosa que le exponían a particulares peligros en Italia, en una época en que el reciente descubrimiento de la difusión de las doctrinas reformadas en el país había suscitado los celos de los sacerdotes. Después de pasar varios años en un gran desasosiego mental, sin poder con-seguir permiso de su padre para volver, resolvió al fin dirigirse a Alemania instado por los urgentes llamados de sus hermanos, y estaba preparándose para partir cuando fué traicionado por uno de sus compatriotas que lo denunció a la Inquisición como hereje. La circunstancia de que un español fuera acusado de luteranismo, junto con su reputación de estudioso, despertó mucho interés en Roma; y su proceso fué presenciado por los principales obispos y cardena-les. Sin amilanarse por la solemnidad de la corte, proclamó sus creencias y las defendió con tal presencia de ánimo que sus jueces, irritados por tanto atrevimiento, lo condenaron instan-táneamente a las llamas, sentencia que sus compatriotas que estaban presentes pedían en voz alta. Después trataron de hacerlo retractar, ofreciéndole la reconciliación con la iglesia des-pués de aparecer en público con el sambenito, según la costumbre española; pero él se negó a comprar su vida a tal precio, y murió en la estaca demostrando una constancia y valor extre-mos. Su martirio sucedió en el año 1546.6

Más o menos en la misma época que Enzinas, uno de sus compatriotas e íntimos amigos

encontraba una suerte aun más trágica, en Alemania. Juan Díaz, natural de Cuenca, después de haber estudiado varios años en Paris, se había convertido a la religión protestante mediante las enseñanzas privadas de Jaime Enzinas. Habiendo recibido una educación liberal, había concebido ya antes de esto un menosprecio por la teología escolástica que le había llevado a posesionarse del hebreo para poder estudiar la Biblia en su original. A fin de poder profesar libremente la fe que había abrazado, abandonó París en compañía de Mateo Bude y Juan Crespín, y fué a Ginebra, donde residió durante algún tiempo en la casa de su compatriota

4 Jacobus Dryander Georgio Cassandro: Epistolae Selectiores, ut supra, págs. 55-65. Eustathius a Knobelsdorf Georgio Cassandro: ibid. págs. 38-45. Si los hechos no hubieran sido atestiguados por dos testigos tan fidedig-nos, podríamos haber sospechado que el autor del Martirologio exageró en su relato de la horrible escena. La carta de Dryander está fechada "20 Februarii", y comparándola con la Histoire des Martyrs, f. 119b, se ve que fué escrita en 1541. 5 Epistolae Selectiores, pág. 66. No he visto mencionado este catecismo en ninguna otra parte. 6 Pellicer, Ensayo, págs. 78, 79. Hist. des Martyrs, f. 159. Beza coloca su martirio en 1545, por error. (Icones, sigo Kk. ij.) Gerdes (Hist. Reform., III, 165), lo llama Nicolás Ensinas, confundido probablemente por la letra N colocada antes de su nombre en las Actiones et Monim. Martyrum (f. 151a), la que únicamente indica que el autor desconocía el nombre de pila del mártir. Pellicer lo llama "el doctor Juan de Ensinas," confundiéndolo con uno de sus hermanos ya mencionado.

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Pedro Gales.7 Pasando luego a Estrasburgo, a principios de 1547, su talento y la suavidad de sus maneras le captaron las simpatías del célebre Bucero, en tal forma que consiguió que el senado nombrara al español para formar junto con él una diputación que estaba por ser envia-da a una conferencia sobre los puntos de religión en debate, que debía celebrarse en Ratisbo-na. En el viaje se encontró Díaz con su compatriota Pedro Malvenda, a quien conocía desde París, y con quien debía ahora enfrentarse como antagonista en la conferencia. Malvenda unía al orgullo y los prejuicios religiosos de sus compatriotas, la rudeza de un doctor de la Sorbona y la insolencia de un favorito de la corte.8 Cuando Díaz le informó del cambio operado en sus sentimientos, expresó la sorpresa y horror que ello le causaba, diciendo que los herejes se jac-tarían más de la conversión de un solo español que de diez mil alemanes, y después de traba-jar en vano, en varias entrevistas, para que retornara a la fe católica, expuso el caso al confe-sor del emperador. No se sabe a qué acuerdo llegaron; pero pronto apareció en Roma un espa-ñol llamado Marquina, que tenía relaciones con ellos, y comunicó los hechos a un hermano de Díaz, el doctor Alfonso9, quien desde hacía tiempo era abogado del tribunal de la sagrada Ro-ta. Este, al enterarse de la defección de su hermano, inflamado su orgullo y fanatismo, se diri-gió inmediatamente a Alemania, acompañado por un asistente adicto, determinado a borrar en una u otra forma la mancha que había caído sobre el honor hasta entonces inmaculado de su familia. Al mismo tiempo, Bucero y otros amigos de Juan Díaz, alarmados por algunas expre-siones de Malvenda, y conociendo el odio inveterado de los españoles hacia sus compatriotas que se habían hecho protestantes, habían conseguido que se retirase por una temporada a Neuburg, un pueblecito de Bavaria sobre el Danubio. Al llegar a Ratisbona, Alfonso consi-guió averiguar el escondite de su hermano, y después de consultar con Malvenda, se dirigió a Neuburg. Allí empleó todo su arte persuasivo, durante varios días, para tratar de que su her-mano volviera a la iglesia de Roma, pero desengañado, cambió de táctica: declaró que los argumentos que había oído habían sacudido su confianza, y escuchó con aparente ansiedad a su hermano mientras le explicaba las doctrinas protestantes y los pasajes de las Escrituras sobre los cuales descansaban. Viendo el entusiasmo de Juan ante este cambio inesperado, le propuso que lo acompañara a Italia, donde tendría un campo de acción para la difusión de las doctrinas del evangelio, mayor que en Alemania, donde ya había abundancia de obreros. Juan, con toda ingenuidad, le prometió considerar seriamente la propuesta, que sometió al juicio de sus amigos protestantes, que unánimemente se pronunciaron por la negativa; particularmente Ochino, que recientemente había huido de Alemania y se hallaba en Augsburgo, señaló los peligros y la naturaleza desesperada del proyecto. Alfonso no desistió; insistió en que su her-mano debería acompañarlo por lo menos hasta Augsburgo, prometiéndole aceptar la decisión que pronunciara Ochino después de que él conversara con él sobre el asunto. Esta propuesta parecía tan razonable que Juan accedió a ella; pero le impidió ir la llegada de Bucero y otros dos amigos, que habiendo terminado sus asuntos en Ratisbona, y temiendo que Juan Díaz se viera inducido a obrar de otra manera que la que ellos le habían aconsejado, se habían combi-nado para visitarlo. Ocultando el enojo que le producía el inesperado obstáculo, Alfonso se despidió afectuosamente de su hermano, después de haberle obligado privadamente a aceptar una suma de dinero, expresándole su profunda gratitud por el beneficio espiritual que le había reportado su conversación, y advirtiéndole que se guardara de Malvenda. Y partió hacía Augsburgo, en camino a Italia; pero al día siguiente, después de adoptar diversas precauciones para ocultar el cambio de ruta, desanduvo lo andado, junto con el hombre que había traído de 7 Calvini, Epist., pág. 39; Opera, tomo IX. 8 Seckendorf, Hist. Lutheranismi, lib. III. pág. 62. 9 El tenía otro hermano, llamado Esteban, que comenzó el noviciado con los jesuitas, junto con el Padre Ribade-neyra, pero dejó la orden y se dice que murió en un duelo. (Ribadeneyra, Dialogo sobre los que salen de Reli-

gion, MS; Pellicer. Ensayo, pág. 74.)

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Roma, y pasó la noche en una aldea cercana a Neuburg. Muy temprano, a la mañana siguien-te, la del 27 de marzo de 1546, llegaron a la casa donde se alojaba su hermano. Alfonso per-maneció en la puerta, mientras su asistente, llamando y anunciando que era portador de una carta para Juan Díaz, de su hermano, fué hecho subir a un departamento del piso alto. Al oír hablar de una carta de su hermano, Juan saltó de la cama, y en ropas de dormir se apresuró a presentarse en el departamento, tomó la carta de manos del portador y como era aún oscuro, se acercó a la ventana para leerla, actitud en que se encontraba cuando el rufián, acercándose cautelosamente, despachó a su desapercibida víctima de un solo golpe, con un hacha que lle-vaba oculta entre sus ropas. Enseguida se unió al verdadero asesino, que estaba al pie de la escalera para evitar toda interrupción, y dispuesto a prestar ayuda, si fuera necesario, al asesi-no que había alquilado para ejecutar su propósito.10

Alarmado por el ruido que el asesino producía en la escalera con las espuelas, al huir, el

compañero de cuarto de Juan Díaz se levantó apresuradamente, y yendo al departamento con-tiguo halló, con la impresión que es fácil comprender, a su amigo tendido en el suelo revol-cándose en su propia sangre, con las manos crispadas y con el arma asesina clavada en la ca-beza. Los asesinos habían huido, y tenían relevos de caballos para poder salir rápidamente de Alemania; pero fué tan rápida la persecución que se inició apenas cundió la alarma, que fue-ron apresados en Insbruck y encarcelados. Otto Enrique, conde palatino del Rin y duque de Bavaria, en cuyo territorio había sido cometido el crimen, no demoró en tomar las medidas necesarias para que fueran juzgados judicialmente. Se enviaron abogados desde Neuburg lle-vando el gorro de dormir del muerto, el hacha ensangrentada, la carta de Alfonso y otros do-cumentas; pero aunque los prisioneros comparecieron ante el tribunal criminal de Insbruck, el juicio fué suspendido mediante la influencia de los cardenales de Trento y Augsburgo, a quie-nes el fratricida había obtenido permiso para escribirles al principio de su encarcelamiento. Habiendo sido rechazado su recurso a las inmunidades del clero, por ser contrario a las leyes de Alemania, recurrieron a varias estratagemas legales, y al fin, presentaron a los jueces una orden del emperador prohibiéndoles proseguir el juicio y reservando la causa para ser juzgada por su hermano Fernando, rey de los romanos. Cuando los príncipes protestantes, en la subsi-guiente dieta de Ratisbona, exigieron, primero al emperador y luego a su hermano, que se castigara a los asesinos, recibieron respuestas evasivas,11 y mientras tanto, se les permitió es-capar impunemente, sin ser condenados, ultrajando toda humanidad y justicia, y para ver-güenza de la iglesia de Roma, cuyas autoridades estaban obligadas a procurar que se hiciera la más severa investigación de tan horrible hecho, so pena de ser responsables de él ante el cielo y la posteridad. El fratricida libertado apareció abiertamente en Trento, junto con su san-guinario cómplice, sin excitar un movimiento de repulsión en el pecho de los santos padres que se reunían en concilio; se le dió la bienvenida en Roma; y finalmente volvió a su país natal, donde fué admitido en la sociedad de los hombres de rango y educación, quienes escu-charon de sus propios labios el frío relato de las circunstancias de su crimen santificado.12 Diversas personas publicaron la historia,13 concordante en todos los detalles materiales, de un

10 Y si es asi, la daré

Señor á mi mismo hermano

Y en nada reparare. Lope de Vega, Estrella de Sevilla 11 Sleidani, Comment., tomo II. pág. 458. 12 Sepúlveda, Opera, tomo II, pág. 132. 13 Uno de estos relatos fué escrito por Melanchton, con el título de Historie Van Alfonso Diacio. (Sleidan, II,

440, not. l.) En Act. et Monim. Martyrum. f. 126b- I39a, aparece un amplio relato. Cf. Sleidan. II, 435 -441. Seckendorf, lib. III, pág. 653-658. Calvini. Epist., pág. 39; Opera. tomo IX.

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asesinato que, consideradas todas las circunstancias, difícilmente tendrá un paralelo en los anales del crimen, desde el primer fratricidio, y que proporciona una prueba sorprendente del grado en que el celo fanático puede embotar los más tiernos afectos del corazón humano y estimular la perpetración de los crímenes más atroces y antinaturales.

La narración que he seguido fué publicada en la época por Claudio Senarcle,14 un joven

noble saboyano, íntimo amigo de Juan Díaz, que lo había acompañado desde que él había abandonado París, y que durmió en el mismo lecho que él la noche anterior al asesinato. Su exactitud está confirmada por las declaraciones de Bucero, que conocía personalmente mu-chos de los detalles, así como el carácter del autor.15 Pero, en realidad, tan lejos estaban los católicos romanos de negar los hechos, que muchos de ellos, especialmente los compatriotas de Díaz, justificaban y aun aplaudían el crimen.16 Juan Ginés de Sepúlveda, que declara haber conocido los hechos por boca del terrible héroe de la tragedia, ha dado un relato de ellos tan completamente de acuerdo con el de Senarcle, que se diría que éste ha hecho un resumen de aquel, substituyendo la atroz moral del fanatismo por los tiernos sentimientos de amistad, ca-ridad y piedad que trascienden la narración del historiador protestante.17 Es humillante pensar que Sepúlveda fué uno de los prosistas más elegantes que florecieron en esa época en España.

Francisco Enzinas continuó residiendo en Lovaina, después de la partida de su hermano

para Italia. Pero aunque sus relaciones con los profesores de la universidad eran cordiales, hallaba que su situación era cada día más molesta y penosa. Entre los ilustrados protestantes con quienes, por estar cercanos, mantenía una correspondencia confidencial, estaban Alberto Hardenberg, predicador del monasterio cisterciense de Awert, el que, desde los días de Juan Wessel, el Wicliffe holandés, había parecido más una academia que un convento; y el célebre noble polaco Juan Lasco, quien había abandonado su país natal por causa de la fe reformada, y trabajaba con éxito en su difusión en la Frisia Oriental. Al parecer los padres de Enzinas lo habían dedicado a la carrera militar, de la cual ahora era un decidido enemigo. En una carta a Lasco, acompañando el obsequio de una espada antigua ricamente montada, que él había reci-bido de un noble, le dice: "Todo el mundo, lo sé, quisiera declararme la guerra porque, en oposición al consejo de algunos hombres dignos, he formado ahora la decisión de dedicarme a la literatura. Pero yo mismo no me toleraría si, por respeto al favor de los hombres, mantuvie-ra la verdad subyugada o tratara en forma inconveniente aquellos dones que a Dios, en su mi-

14 Calvino menciona que Díaz abandonó Ginebra "cum duobus Senarclenis." (Epistolae, pág. 39; Opera, to-

mo IX:) Maimbourg atribuye la partida de Diaz de Ginebra, a su disconformidad con el temperamento y las opiniones rudos del reformador ginebrino: una de las fantasías de ese ingenuo historiador, que es refutada por la manifestación de Senarcle (Hist. Diazii. ut infra, págs. 33, 34). y por el hecho de que Diaz mantuviera corres-pondencia confidencial con Calvino después del periodo a que se ha hecho referencia. (Lettres de Calvin à Jaque

d, Bourgogne, Seigncur de Falais et de Bredam, págs. 48, 56. Amst. 1744.) 15 Historia vera de Morte sancti uiri Joannis Diazii Hispani, quem eius frater germanus Alphonsus Diazius,

exemplum sequutus primi parricidae Cain, uelut alterum Abelem, nefariè inlerfecit: per Claudium Senarclaeum. 1546. 8vo. Agregada a la obra va una epístola de Martín Bucero al conde Otto Henry, y otra del autor a Bucero. Esta lleva adjunto un corto tratado del mártir, con el siguiente titulo: Christianae Religionis Summa: ad illustris-simum principem Dominum D. Ottonem Heinricum, Palatinum Rheni. et utriusche Bavariae Ducem. Joanne Diazio Hispano autore.

16 Senarclazus, Hist. de Morte Diazii, pág. 169: et Buceri Epist. praefix. Sig. o, 5, b. Bezae, leones, Eig. Kk. iij. Act. et Monim. Martyrum, f. 138b. 139a. Sepúlveda dice expresamente: "las noticias del asesinato no des-agradaron a ninguno de nuestros compatriotas -de patrata nece nuntius nulli nostrorum ingratus", y agrega que el emperador, protegiendo a Alfonso, mostró evidentemente que aprobaba su intención y el hecho. (Sepulvedae. Opera, tomo II, pág. 132.) Maimbourg, que escribió a fínes del siglo XVII condena el asesinato, pero su relato muestra que no lo aborrecía mucho. (Hist. du Lutheranisme, secc. 37.)

17 Joannis Genesii Sepulvedae, Opera, tomo II, págs. 127-132. Matriti, 1780, 4to.

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sericordia, le ha placido conferirme, indigno como soy. Por el contrario, me esforzaré en pro-pagar la verdad divina según mi capacidad. Para poder realizar esto por la gracia de Dios, encuentro que me sería necesario, en primer lugar, huir de la cautividad babilónica, y retirar-me a un lugar en el cual esté en libertad para cultivar la religión pura y el verdadero cristia-nismo, a la vez que los estudios liberales. Por lo tanto tengo el propósito de encaminarme a Wittemberg, ya que en esa ciudad hay numerosos profesores eruditos en todas las ciencias, y tengo en tan alta estima la ilustración, juicio y habilidad para enseñar que posee especialmente Felipe Melanchton, que iría hasta el fin del mundo por gozar de la compañía e instrucción de tales hombres. Os ruego, por lo tanto, ardientemente que, como vuestro nombre tiene mucho peso, tengáis la bondad de favorecerme con cartas de presentación para Lutero, Felipe y otros tantos hombres ilustrados de aquella ciudad."18 Consiguientemente, realizó una visita a Wit-temberg, donde fué calurosamente recibido por todos, y especialmente por aquel de quien él se había expresado con tanta veneración; pero volvió a los Países Bajos, probablemente por consejo de Melanchton, para trabajar en una obra que prometía ser del más grande beneficio para su patria: la traducción del Nuevo Testamento al idioma español.

Aunque España era en esa época la única nación que no poseía las Escrituras en lengua

vulgar, no había sido siempre así. Ya en el año 1233, Juan I de Aragón había publicado un edicto prohibiendo el uso de cualquier parte del Antiguo o del Nuevo Testamento en el idioma vernáculo, y ordenando que todos los que poseyeran tales libros, fueran legos o clérigos, los entregaran a los ordinarios para ser quemados, so pena de ser considerados sospechosos de herejía.19 Por otro lado, Alfonso X de Castilla había hecho traducir al castellano las Sagradas Escrituras, con el fin de mejorar el idioma nativo del pueblo; y todavía se conserva un ejem-plar manuscrito de esa traducción, efectuada en el año 1260.20 Otras antiguas versiones de las escrituras en los dialectos lemosín o catalán y castellano, se encuentran todavía en las biblio-tecas públicas de España y Francia.21 Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente Ferrer, prior del convento cartujo de Portacelli, en Valencia, que murió en el año 1417, tradujo toda la Es-critura al dialecto valenciano o catalán de España. Su traducción fué impresa en Valencia en 1478, a expensas de Felipe Vizlant, un comerciante de Isny, en Alemania, por Alfonso Her-nandes, un español de Córdoba, y Lamberto Philomar, alemán. Pero, aunque era obra de un autor católico y había sido sometida al examen y corrección del inquisidor Jaime Borrell, ape-nas había aparecido cuando fué suprimida por la Inquisición, que ordenó que toda la edición fuera arrojada a las llamas.22 Tan estrictamente se cumplió esta orden, que, al parecer, apenas si se salvó un ejemplar. Mucho después de la época de la Reforma, todos los verdaderos espa-ñoles daban por sentado que su idioma nunca había sido el instrumento manifiesto para expo-ner la Biblia a los ojos del pueblo; y, con excepción de dos alusiones incidentales, la traduc-

18 Franciscus Dryander Joanni a Lasco Baroni, Lovanni X die Maii 1541: Gerdesii, Hist. Reform., tomo III,

append. Nº VII. Cf. Epist. Se1ectiores, pág. 58. 19 Du Cange, Glossarium, V. Romancium. Constitutiones Jacobi regis Aragonum adversus Haereticos:

Martene et Durand, Veter. Script. et Manu. Hist. Collect., tomo VII, págs. 123, 124. 20 Rodríguez de Castro, Bibl. Española, tomo I. págs. 411-426, donde se dan extractos de las traducciones

tomados del manuscrito de la Biblioteca del Escorial. 21 Le Long, Bibl. Sacr., tomo I. pág. 361. Paris, 1723, 2 tomos. fol. Rodriguez de Castro, I. 431-440. Ocios de

Españoles Emigrados, tomo I. pág. 39. 22 Fernando e Isabel prohibieron a todos, bajo las penas más severas, traducir las Sagradas Escrituras a los

idiomas vulgares, o usar las traducciones de otros. (Alphonsus de Castro contra Haereses, lib. I, cap. 13; apud Schelhorn, Amoenit. Liter., tomo VIII, pág. 485.)

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ción de Ferrer permaneció inadvertida durante casi doscientos años después de su aparición.23 Al fin, en 1645, se descubrieron las cuatro hojas finales de un ejemplar, en la biblioteca del monasterio de Portacelli. En poco tiempo esa cantidad quedó reducida a una hoja; pero feliz-mente ésta contenía el pie de imprenta o colofón, indicando el nombre del traductor y los de los impresores, junto con el lugar y año de la impresión.24 Según algunos autores, alrededor del año 1515 se habría hecho una segunda impresión de la versión de Ferrer, la cual habría corrido la misma suerte de la primera; pero las pruebas de esta manifestación son menos com-pletas y satisfactorias.25

Ignorando, al parecer, que su país natal había poseído ya tal tesoro, y ansioso de que

pudieran disfrutar de él sus compatriotas, Francisco de Enzinas emprendió la traducción del Nuevo Testamento al idioma castellano. Terminado su trabajo, lo sometió al juicio de los teó-logos de Lovaina, quienes, aunque admitieron que ninguna ley del estado prohibía la publica-ción de traducciones de las Escrituras, expresaron sus temores de que tales obras pudieran llevar a la difusión de la herejía y a la perturbación de la paz de la iglesia, y se excusaron de sancionarla o censurarla, alegando su desconocimiento del idioma español. Los amigos parti-culares del traductor que conocían ambos idiomas, después de examinar la obra opinaron, que sería para España un gran honor a la vez que un beneficio.26 Por consiguiente, fué impresa, en Amberes, en el año 1543, bajo el siguiente título: El Nuevo Testamento, o sea el Nuevo Pacto de nuestro único, Redentor y Salvador Jesucristo, traducido del griego al idioma castellano. Los monjes miopes, a quienes fué sometida antes de su publicación, no pudieron pasar del título. Uno de ellos, cuyas pretensiones de erudición no eran las mejores entre los de su orden, olió a luteranismo en lo de "Nuevo Pacto". La hoja fué anulada y tachada la frase. Luego se-ñaló una palpable herejía en la frase "nuestro único Redentor". Vuelta a tachar y eliminar la partícula molesta. Pero el éxito de sus investigaciones sólo sirvió para excitar el órgano senso-rial del monje; de modo que el autor, desesperando de ver terminado el procedimiento, ordenó que se pusiera la obra en manos de los libreros.27

Habiendo llegado poco después el emperador a Bruselas, el autor le obsequió un ejem-

plar de la obra, y le pidió su permiso para hacerla circular entre sus compatriotas. Carlos lo recibió amablemente, y prometiéndole su patrocinio si se encontraba que no contenía nada

23 Federico Furio la menciona en un tratado titulado Bononia, publicado en 1556; (Rodriguez de Castro. Bibl.

Españ., I, 448), y también Cipriano de Valera, en su Exhortacion al Christiano Lector, añadida a la Biblia espa-ñola publicada en 1602. [NT. Prefacios a las Biblias castellanas del siglo XVI; Bs. Aires. 1939, pág. 153.]

24 El pie de imprenta ha sido copiado en la edición Bayer de Antonii, Bibl. Hisp. Vet., tomo II. pág. 214, nota (2).); en Méndez, Typogr. Españ., pág. 62; y en Ocios de Españoles Emigrados, tomo I. pág. 36. Rodriguez de Castro da, junto con el colofón, la traducción de Apoc. XX. 8 (Bibl. Española, tomo I. págs. 444-448)

25 Frederici Furii Bononia, apud Le Long. Bibl. Sacra. tomo I. pág. 362. Antes de encontrar esta autoridad, yo me inclinaba a creer que el Dr. Alejandro Geddes se refería a la impresión original de la versión de Ferrer, equi-vocando la fecha, cuando dice: "En 1516 se imprimió una traducción española de la Biblia que ha sido destruida tan completamente, que difícilmente se podrá encontrar un ejemplar." (Prospectus of a New Translation of the

Bible, pág. 109.) ¿Se encontraría alguno? Según Furio la fecha de impresión fué 1515. 26 Gerdesii, Hist. Reform., tomo III, pág. 166. 27 La obra apareció con el título siguiente: "El Nuevo Testamento de nuestro Redemptor y Salvador Jesu

Christo, traduzido de Griego en lengua Castellana, por Francisco de Enzinas, dedicado a la Cesarea Magestad. Habla Dios. Josué, I. No se aparte el libro de esta ley, etc. M.D.XLIII." En el reverso hay una cita de Deut. 17. Luego sigue la dedicatoria a Carlos V, a la cual van agregadas cuatro coplas españolas. El colofón al final del libro es: "Acabóse de imprimir este libro en la insigne cibdad de Enveres, en casa de Estevan Mierdmanno, im-pressor de libros, a 25, de Octubre, en el anno del Señor de M.D.XLIII." La obra se divide en capítulos, pero no en versículos y está hermosamente impresa en 8vo. reducido.

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contrario a la fe, lo entregó a su confesor, Pedro de Soto,28 para que lo examinara. Después de varias dilaciones, Enzinas pudo entrevistarse con el confesor, quien le echó en cara el ser un enemigo de la fe, que había empañado el honor de su país natal; y rehusando reconocerse cul-pable, fué prendido por los oficiales de justicia y arrojado en la cárcel. Junto con el crimen de traducir las Escrituras, fué acusado de haber hecho una traducción de una obra de Lutero, y de visitar a Melanchton.29 Para hacer más grande su desgracia, su padre y sus tíos, oyendo de su encarcelamiento, le hicieron una visita, y participando de los prejuicios comunes a sus compa-triotas, le reprocharon por haber atraído calamidades sobre sí y, la deshonra sobre sus parien-tes. Sin embargo, él no se abatió;30 dedicó su tiempo a traducir los Salmos, y recibió muchas muestras de simpatía de los ciudadanos de Bruselas, entre los cuales él conocía a más de cua-trocientos ardientes partidarios de la fe protestante. Después de un confinamiento de quince meses, un día halló abiertas las puertas de la prisión, y echando a andar sin encontrar la menor oposición, huyó de Bruselas y llegó con seguridad a Wittemberg; una escapatoria tanto más sorprendente cuanto en ese tiempo se había desatado en todos los Países Bajos una furiosa persecución, y en la puertas de las principales ciudades se habían fijado los retratos de los predicadores protestantes, acompañados por el ofrecimiento de una recompensa por su deten-ción.31 El siguiente extracto muestra los pasos que se dieron contra él después de su fuga. "Los inquisidores de Bélgica han citado a mi huésped, el sabio, justo y piadoso español, en su ausencia; y desde el día fijado para su comparendo, entendemos que ya ha sido dictada sen-tencia contra él. El parte para vuestra ciudad a fin de asegurarse y saber si hay allí cartas para él de aquella procedencia. Yo le he dado una carta para vos, tanto para que podáis estar al corriente las causas de su viaje, como para que conozcáis las calamidades de todos los hom-bres buenos. El demuestra una gran fortaleza, aunque evidentemente comprende que su retor-no a sus padres y a su patria es ahora imposible. El pensar en la pena que esto ocasionará a sus padres lo tortura. Estos inquisidores son tan crueles con nosotros como lo eran los treinta tira-nos de la antigüedad con sus conciudadanos de Atenas; pero Dios ha de guardar al remanente de su iglesia, y proveer en alguna parte un asilo para la verdad."32 En otra carta escrita en el año 1546, el mismo individuo dice: "Francisco, el español, ha resuelto ir a Italia, a fin de po-der mitigar la pena de su madre."33 Si realizó o no este viaje, es imposible asegurarlo; pero en 1548 fué a Inglaterra, en cuya ocasión fué ardientemente recomendado por Melanchton a Eduardo VI y al arzobispo Cranmer, como persona de excelentes dotes y erudición, ajeno a todo principio fanático o sedicioso, y distinguido por su piedad y graves maneras. Obtuvo un puesto en la universidad de Oxford; pero volviendo poco después al continente, residió a ve-

28 Soto acompañó después a Felipe II a Inglaterra, y fué incorporado a Oxford, el 14 de nov. de 1555. (Wood.

Fasti Oxon., edit. Bliss. pág. 148.) Después de tomar parte activa en la persecución de los protestantes ingleses, fué a su vez procesado, a su regreso a España, ante la Inquisición de Valladolid, por sospechas de herejía. (LIo-rente, III. 88.)

29 Una falta que se le encontró a la traducción fué que Rom. III:28 estaba en caracteres grandes, lo que había sido hecho por el impresor sin indicación del autor. Enzinas estaba en Wittemberg en febrero de 1543. (Melanch-tonis Epistolae, col. 570.)

30 "Estoy persuadido" -dice Melanchton en una carta a Camerarius, 25 de dic. de 1545- "de que sentiréis gran placer al leer la carta de Francisco, mi huésped español, escrita desde su prisión en Bélgica. Su magnanimidad os deleitará." (Epístolae., col. 842)

31 Melanchtonis Epist., col. 848. Gerdesii Hist. Reform. III, 173. En una carta a su amigo Camerarius. 16 cal. Aprilis 1545, Melanchton dice: "Nuestro amigo español Francisco ha regresado, habiendo sido puesto en libertad por la intervención divina, sin ayuda de ningún hombre, por lo menos que se sepa. Yo lo he estimulado a redac-tar un relato del asunto, que os será enviado." (Epist., col. 848.) Este relato fué impreso en Amberes en 1545. Rabus lo reproduce íntegramente en su Martirologio Germano, vol. VII, págs. 1707-2319, y Gerdes lo extracta en su Hist. Reform., tomo III, págs. 166-172.

32 Melanchton Camerario, 20 Aug. 1545: Epistolor., col. 858. 33 Ibid., col. 874.

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ces en Estrasburgo y otras veces en Basilea, donde empleó su tiempo en trabajos literarios y en cultivar la sociedad de los hombres sabios y buenos.34

En el mismo año que el Nuevo Testamento de Enzinas salió de las prensas, se imprimió

en Amberes, por Ferdinando Jarava, una traducción española de los siete Salmos penitencia-les, el Cantar de los Cantares y las Lamentaciones de Jeremías; el mismo había impreso ya tres años antes el libro de Job y los Salmos para el oficio de difuntos, en el mismo idioma y en el mismo lugar. Existe también un ejemplar de un salterio español, en caracteres góticos, sin fecha, pero al parecer muy antiguo.35

Al parecer, los judíos tuvieron traducciones tempranas del Antiguo Testamento, o partes

de él, al español. En 1497, sólo cinco años después de su expulsión de la Península, publica-ron el Pentateuco en ese idioma, en Venecia. En 1547 esa obra fué impresa en Constantinopla, en caracteres hebreos, y en 1552 fué reimpresa en el mismo lugar, en caracteres latinos.36 En 1553 publicaron en Ferrara dos ediciones del Antiguo Testamento en español; una editada por Abraham Usque y la otra por Duarte Pinel. Los bibliógrafos han sostenido generalmente que la primera de ellas estaba destinada al uso de los judíos, y la segunda a los cristianos;37 opi-nión que no tiene una base firme.38

Cuando Egidio fué encarcelado, algunos de sus amigos religiosos, temiendo por su se-

guridad, buscaron refugio en Alemania y Suiza. Entre ellos estaban Juan Pérez, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que durante su destierro estuvieron dedicados activamente a su-ministrar medios para la instrucción religiosa de sus compatriotas. Juan Pérez había nacido en Montilla, un pueblo de Andalucía. En 1527 fué enviado a Roma como encargado de negocios de Carlos V, y procuró que el papa suspendiera un decreto por el cual los teólogos españoles habían condenado los escritos de Erasmo.39 Subsiguientemente fué colocado al frente del Co-legio de Doctrina, una célebre escuela de Sevilla, donde contrajo amistad con Egidio y otros defensores de las opiniones reformistas. Recibió el grado de doctor en divinidades en su país natal, y sus talentos y probidad le conquistaron la alta estima de los extranjeros entre quienes residió, primero en Ginebra y luego en Francia.40 Las obras que escribió en su idioma nativo

34 Melanchtonis Epist., col. 494, 522, 911. Strype, Mem. of Cranmer, pág. 404. Gerdesii, Scrin. Antiquar.,

tomo III, pág. 644; IV, pág. 666. Cartas suyas se encuentran en Gabbema, Collect. Epist. Clar. Viror., pág. 40; Olympiae Moratae, Opera. pág. 331; Fox, Acts and Monuments, pág. 1628. edic. 1596; y en la Biblioteca de Corpus Christi: Catálogo de Nasmyth, Nº CXIX. 94. Enzinas era autor de una traducción española de las Vidas de Plutarco (Antonii, Bibl. Hisp. Nova., tomo I, pág. 422.) y de una "Breve Description del País Baxo, y Razón de la Religión en España", cuya última obra, según Verdes, contiene el relato de su encarcelamiento y fuga, y fué impresa en latín y francés. (Gerdesii Florilegium Librorum Rariorum, pág. 111. Pellicer, Ensayo, pág. 80.)

35 Rodriguez de Castro, Bibl. Españ., tomo I, pág. 449. 36 Ibid., pág. 448. 37 Tal es la opinión de Wolfius (Bibl. Hebr., tomo II, pág. 451), que ha sido seguida por Clement. Brunet y

Dibdin en sus AEdes Althorpianae, tomo I, pág. 86. 38 Cassiodoro de Reyna, Amonestación agregada a su traducción española de la Biblia. Rodríguez de Castro,

I, 401-408; donde se examinan las opiniones de los escritores mencionados en la nota precedente. Usque dedicó su edición a Doña Gracia Nací, y Pinel al duque de Ferrara. El último adopta la era cristiana, y en la traducción de Isa. VII:14 utiliza la palabra virgen, mientras el primero usa moza. Pero concuerdan exactamente en su tra-ducción de todos los otros pasajes sobre los cuales ha habido discusión entre judíos y cristianos, y las versiones son casi enteramente iguales.

39 Llorente (II, 280) lo llama "Jean Pérez de Pineda". Beza lo designa "Joannes Pierius.". 40 Pellicer, Ensayo de Traductores Esp., pág. 120. Bezae Icones, sig. Ii. iij.

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fueron sumamente valiosas. Su versión del Nuevo Testamento salió de la imprenta en 1556;41 la siguió la de los Salmos, en el curso del año siguiente;42 y casi al mismo tiempo aparecieron su Catecismo y el Sumario de la Doctrina Cristiana.43 Todos fueron impresos en Venecia. Además de estas obras, publicó en español algunas de las de su compatriota Juan de Valdez.44 Habiendo sido llamado a Ginebra, y oficiado como predicador en Blois y como capellán de Renée, duquesa de Ferrara, en el castillo de Montargis, murió de mal de piedra, en París, des-pués de haber dejado toda su fortuna para la publicación de la Biblia en su idioma patrio.45 La tarea que él dejó inconclusa fué continuada por Casiodoro de Reina, quien, después de diez años de trabajo, terminó la traducción de toda la Biblia, que fué publicada en 1569 en Basi-lea,46 y corregida después por Cipriano de Valera, quien publicó el Nuevo Testamento en 1596 en Londres, y ambos Testamentos en 1602, en Ámsterdam.47 Una prueba no desprecia-ble del celo con que los protestantes españoles trataban de diseminar las Escrituras entre sus compatriotas, la tenemos en el hecho de que Juan Lizzarago publicara, en 1571, una traduc-ción del Nuevo Testamento al vasco, o idioma de Vizcaya, que es muy diferente de los otros dialectos que se hablan en la Península.48 Las versiones de los tres últimos escritores mencio-nados no aparecieron hasta que la Reforma fué suprimida en España; pero fueron de gran uti-lidad para muchos individuos, y la reimpresión de la traducción de Valera en una época re-ciente ha sido el medio de incitar al clero español a hacer el peligroso experimento de traducir las Escrituras a su idioma patrio.49

41 "EI Testamento Nuevo de nuestro Señor y Salvador Jesu Christo. Nueva y fielmente traduzido del original

Griego en Romance Castellano. En Venecia. en casa de Juan Philadelpho. M. D. LVI." Está dedicado: "Al todo poderoso Rey de cielos y tierra Jesu Christo", etc. (Pellicer, Ensayo, pág. 120. 121. Riederer, Nachrichten, tomo II, pág. 145-152.) El nombre del autor no aparece en el libro, pero Le Long dice que Juan Pérez declara, en el prólogo a su versión de los Salmos, que el año anterior había publicado una versión del Nuevo Testamento. Este prólogo no estaba en el ejemplar revisado por Pellicer. Cipriano de Valera dice: "El doctor Juan Pérez, de pía memoria, año de 1556, imprimió el Testamento Nuevo." (Exhortación, adjunta a su Biblia española. Cf. Abbate Giov. Andrés, dell'Origine d'ogni Letteratura, tomo XIX, pág. 238.)

42 Los Psalmos de David, con sus sumarios, en que se declara con brevedad lo contenido en cada Psalmo,

agora nueva y fielmente traduzidos en romance Castellano, por el doctor Juan Pérez, conforme a la verdad de la Lengua Sancta. En Venecia, en casa de Pedro Daniel, M.D.LVII." La obra está dedicada "A Doña Maria de Austria, Reyna de Hungria y Bohemia." En 1550 se había impreso en Lyon una traducción castellana de los Salmos, Proverbios y Job (Riederer, Nachrichten, tomo II, pág. 146.)

43 Antonii, Bibl. Hisp. Nova, I,. 757. L1orente, II, 280. El último de los autores nombrados, por error, atribu-ye a Pérez una traducción de la Biblia.

44 Véase pág. 64 y Pellicer, Ensayo, pág. 120. 45 Bezor, Icones, sig. Ii. iij. 46 Miscellanea Groningana, tomo III, págs. 98-100. Rodríguez de Castro, tomo I, págs. 464-468. 47 Rodríguez de Castro, I, 468-470. Antonii, Bibl. Hisp. Nova, tomo I, págs. 234. 235. En 1602, el mismo año

en que se imprimió la Biblia de Valera en Ámsterdam, se imprimió otra edición de Reina, en 4to., en Frankfort. (Riederer, Nachrichten, tomo IV, págs. 265-270.)

48 El Nuevo Testamento Vasco fué impreso en La Rochelle, y dedicado a Juana de Albret, reina de Navarra (Larramendi. Diccionario Trilingüe del Castellano, Bascuence y Latín, prólogo. secc. 20. Andrés, dell'Origine d'

ogni Letteratura, tomo XIX, pág. 239.) Sería impropio no mencionar otra versión, ya que lleva el nombre de Enzinas, tan honrosamente relacionado con la traducción de las Escrituras. En 1708 se imprimió en Amsterdam una versión española del Nuevo Testamento. "corregido y revisto por D. Sebastian de la Enzina, ministro de la Yglesia Anglicana y Predicador de la illustre congregacion de los honorables señores tratantes en España." Esta traducción es igual a la de Valera, excepto en que se omiten los resúmenes de los capítulos, y tampoco lleva, o van al pie, las notas marginales. (Pellicer, En-

sayo, pág. 156. Rodriguez de Castro, I, 499-501.) 49 Dr. Alexander Geddes, Prospectus, pág. 109. Prefacio por Don Félix Torres Amat, obispo electo de Barce-

lona, a su traducción española del Nuevo Testamento, en 1823. La Biblia de Scio constaba de no menos de 19 volúmenes en 8vo. Del Nuevo Testamento de Amat, en 2 volúmenes en 4to., se imprimieron 2000 ejemplares en latín y castellano, y sólo 500 en castellano solamente.

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Todas estas versiones iban acompañadas de justificaciones de la práctica de traducir las

Escrituras a los idiomas vernáculos, y del derecho del pueblo a leerlas, que era uno de los puntos más controvertidos entre romanistas y reformados. Los teólogos españoles se distin-guieron por su fanático apoyo del lado antiliberal de la cuestión; y la declaración de Alfonso de Castro de que "la traducción de las Escrituras a los idiomas vulgares y su lectura por el vulgo es la verdadera fuente de toda herejía", continuó siendo durante mucho tiempo el estan-darte de la ortodoxia en España.50 Hubo, sin embargo, una honrosa excepción: Federico Fu-rio,51 un erudito valenciano, que defendió intrépida y hábilmente la causa de las traducciones de la Biblia, primero, en un debate académico con Juan de Bononima, rector de la universidad de Lovaina, y después por medio de la prensa.52 Esto levantó contra él una hueste de enemi-gos, y su libro fué prohibido;53 pero estaba protegido por Caros V, y lo que es raro, continuó durante su vida allegado a Felipe II, el más decidido protector de la ignorancia y de la Inquisi-ción.54

Las versiones de las Escrituras que impulsaron la Reforma en España, fueron las de En-

zinas y Pérez. A pesar de la destrucción de la primera en los Países Bajos, llegaron algunos ejemplares a a Península. En consecuencia, el papa Julio III, en una comunicación dirigida a los inquisidores, en 1550, declara haber llegado a un conocimiento que había en posesión de los libreros y personas particulares una gran cantidad de libros heréticos, inclusive Biblias en español, señalados en el catálogo de libros prohibidos que la universidad de Lovaina había preparado el año anterior a pedido del emperador. Y en época un poco posterior, Felipe, que gobernaba en España durante la ausencia de su padre, ordenó el examen de ciertas Biblias introducidas en el reino, que no se mencionaban en el citado índex; y el consejo supremo, habiéndolas declarado peligrosas, dió instrucciones a los provinciales de la Inquisición para que se requisaran todos los ejemplares, procediendo con extremo rigor contra aquellos que los retuvieran, sin exceptuar a los miembros de las universidades, colegios o monasterios.55

Al mismo tiempo se adoptaban las más estrictas precauciones para evitar la importación

de tales libros, colocando funcionarios en todos los puertos marítimos y pasos terrestres, con autoridad para revisar todo paquete, y la persona de cada viajero que entrara al reino. Podría creerse que estas medidas habrían levantado una barrera infranqueable al progreso de la ilu-minación de España. Pero la sed de conocimientos, una vez excitada, es irresistible; y la tira-nía, cuando va más allá de ciertos límites, inspira en sus víctimas osadía al par que ingenui-dad. Los libros provistos por los refugiados españoles permanecieron en Ginebra durante un tiempo, no encontrándose a nadie que se comprometiera a tentar la peligrosa y casi desespera-da aventura de hacerles cruzar los Pirineos. Pero al fin un humilde individuo tuvo el coraje de intentar y la habilidad de realizar, la tarea. Este fué Julián Hernández, natural de Villaverde en el distrito de Campos, quien por causa de su poca estatura era llamado comúnmente Julianillo.

50 Gerdesii, Hist. Reform., tomo III, págs. 169, 170. Todavia en 1747, D. Francisco Pérez del Prado. inquisi-dor general, se lamentaba de que "algunos llevan su audacia al execrable extremo de pedir permiso para leer las Sagradas Escrituras en el idioma vulgar, no temiendo hallar en ellas el veneno más mortífero." (Llorente, I, 481.)

51 Comúnmente se le llama Fredericus Furius Caerialanus, esto es, de Seriol, el nombre vulgar de Valencia. 52 El titulo de su obra es Bononia; sive de Libris Sacris in Vernaculam linguam con vertendis Libri duo. Basí-

leae a. 1556. El celebró la oposición que había hallado, en algunos elegantes versos en latín dirigidos al cardenal Mendoza. (Schelhorno, Amoenit, Literariae, tomo VIII, págs. 485. 486.) Furio escribió también versos enco-miásticos de la versión de la Biblia de Castalio. (Colomesii, Italia et Hispania Orientalis, pág. 102.)

53 Index Libr. Prohibo a. 1559. lit. F. 54 Thuani Hist. lib. CIV. cap. 7. 55 L1orente, I, 464, 465.

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Este, habiendo aceptado la doctrina reformada en Alemania, fué a Ginebra y entró al servicio de Juan Pérez, como amanuense y corrector de pruebas.56 En 1557 se entregó a la tarea de conducir por tierra dos grandes cascos repletos de traducciones de las Escrituras y otros libros protestantes en español, confiados a su cuidado; y habiendo eludido los ojos vigilantes de los familiares de la Inquisición, los descargó en seguridad en la casa de uno de los principales protestantes de Sevilla, quien se encargó de distribuir rápidamente el contenido entre sus ami-gos en diferentes partes del país.57

56 Montanus, pág. 217. Bezae Icones, sig. Ii. iij. b. Histoire des Martyrs . pág. 497. Según L1orente, Hernán-

dez emprendió un viaje de España a Ginebra con el propósito de traer consigo el contrabando de libros (II, 282) 57 Montanus. Histoire des Martyrs, ut supra.

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CAPÍTULO VI

PROGRESO DE LA REFORMA EN ESPAÑA

Las circunstancias que rodearon la condenación de Egidio, infligieron un fuerte golpe a la naciente iglesia de Sevilla. Mientras los enemigos triunfaban con su caída, sus amigos se sentí-an "como cuando flaquea un abanderado." Su liberación de la cárcel y las pruebas que dió de su decidido apego a las doctrinas que antes enseñara, fueron consoladores para ellos; pero la obs-tinación con que continuó vituperándose a sí mismo por su imbecilidad, junto con las restric-ciones que le fueron impuestas, ponían un velo de melancolía sobre sus instrucciones, que ten-dían más bien a desalentar a quienes necesitaban ser animados por el aspecto y los consejos de una persona de valor probado y alta reputación. La providencia los favoreció con el envío de la persona que necesitaban, poco antes de la muerte de Egidio, con la vuelta del individuo que había estado asociado con él en sus primeros trabajos, y que fué indiscutiblemente el mayor ornamento de la causa reformada en España.

Constantino Ponce de la Fuente era natural de San Clemente de la Mancha. en la diócesis

de Cuenca.1 Poseyendo natural buen gusto y amor por el genuino saber, demostró pronto su disgusto con la bárbara pedantería de las escuelas, y simpatía por aquellos de sus compatriotas que trataban de revivir el estudio de las bellas letras. Habiendo sido dedicado a la iglesia, aprendió el griego y el hebreo, al fin de poder interpretar las Escrituras. Al mismo tiempo hablaba y escribía su lengua natal con pureza y elegancia poco comunes. Como Erasmo, cuyos escritos le cautivaron al principio, se distinguía por su vivo ingenio, que se complacía en ejerci-tar a costa de los predicadores insensatos y monjes hipócritas; pero estaba dotado de mayor firmeza y decisión de carácter que el filósofo de Rótterdam. Durante sus años de universidad, su espíritu juvenil le había arrastrado a algunas irregularidades, de las cuales luego sus adversa-rios se aprovecharon sin recato; pero a esto siguió el mayor decoro y corrección de maneras, aunque conservó siempre su temperamento alegre, y nunca pudo pasarse sin sus bromas. Uno de sus contemporáneos ha manifestado "que nunca conoció a nadie que amara u odiara a Cons-tantino moderadamente"; trato que recibe toda persona en cuyo carácter se combinan el talento superior y la viveza de genio con la generosidad y la benevolencia. Su conocimiento de la humanidad lo hizo escrupuloso en la selección de sus amistades íntimas, pero trataba a todas sus relaciones con una familiaridad cordial y complaciente. No obstante las oportunidades que tuvo para enriquecerse, estaba tan exento de avaricia que su biblioteca, que valuaba por sobre todos sus bienes, nunca fué muy grande. Su elocuencia hacía que se buscaran asiduamente sus servicios en el púlpito; pero él estaba libre de vanidad, el pecado crónico de los oradores, y desdeñaba prostituir sus talentos en el altar de la popularidad. Declinó el cargo de predicador en la catedral de Cuenca que le fué ofrecido por voto unánime del capítulo, y cuando después le fué ofrecido el puesto más honroso y lucrativo de predicador en la iglesia metropolitana de To-ledo, después de agradecer al capítulo la buena opinión que de él tenía, declinó la aceptación, dando como razón que "no quería inquietar a los huesos de sus antepasados;" aludiendo a una disputa entre ellos y el arzobispo Siliceo, quien había insistido en que sus clérigos deberían probar la pureza de su ascendencia. No es seguro que fuera su predilección por las ideas refor-madas lo que lo llevó a fijar su residencia en Sevilla; pero hemos visto que cooperó con Egidio

1 Antonii, Bibl. Hisp. Nov., tomo I, pág. 256.

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en sus planes para la difusión del conocimiento de las Escrituras. Habiéndole oído predicar el emperador durante una visita a aquella ciudad, le agradó tanto el sermón, que inmediatamente lo nombró uno de sus capellanes, a lo cual agregó el cargo de limosnero; y poco después lo nombró para acompañar a su hijo Felipe a Flandes, "para que los flamencos vean que España no está desprovista de eruditos y oradores pulidos."2 Constantino hacía cuestión de honor de la obediencia a las órdenes de su soberano, y dejó de mala gana su residencia de Sevilla, por la cual había rechazado las más tentadoras ofertas. Su viaje le dió oportunidad de entrar en rela-ción personal con algunos de los reformadores. Entre ellos estaba Jacobo Schopper, un hombre ilustrado de Biberach, en Suavia, por medio de cuya conversación sus conceptos sobre la doc-trina evangélica se ampliaron y confirmaron.3 En 1555 regresó a Sevilla y su presencia impartió nuevo impulso a la causa protestante en aquella ciudad. Habiendo sido fundada una cátedra de divinidades en el Colegio de Doctrina, por un individuo filántropo e ilustrado, Constantino fué designado para ocupada; y por medio de sus disertaciones sobre las Escrituras, junto con las instrucciones de Fernando de San Juan, preboste de la institución, las mentes de muchos jóve-nes fueron abiertas a la verdad.4 En la primera cuaresma después de su regreso a Sevilla, fué elegido por el capítulo para predicar en la catedral, día por medio. Tan grande era su populari-dad, que aunque el servicio público no empezaba hasta las ocho de la mañana, cuando él predi-caba la iglesia estaba llena ya a las cuatro y aun a las tres. Encontrándose convaleciente de una fiebre cuando comenzó sus trabajos, se hallaba tan débil que necesitaba detenerse repetidas veces durante el sermón, en cuyas oportunidades se le permitía recobrar las fuerzas tomando un trago de vino en el púlpito; un permiso que nunca había sido concedido a ningún otro predica-dor.5

En medio de su carrera de honores y provecho, Constantino se vió de pronto envuelto en

dificultades debido a haber sido propuesto como candidato para ocupar un puesto de canónigo magistral en la catedral de Sevilla. En cada iglesia episcopal de España hay tres canonjías, que se otorgan por concurso; por lo general las ocupan los miembros de los seis colegios mayores, que forman una especie de aristocracia ilustrada, que ha ejercido siempre gran influencia en el país; no hay puesto honorífico o emolumentos en la iglesia o los departamentos judiciales del que no se beneficie alguno de estos señores. Los que tienen habilidad para ello, se reservan para las competencias literarias; los que no pueden figurar ventajosamente en tales pruebas son do-tados mediante el favor de la corte, con puestos en las catedrales más ricas; y los absolutamente romos e ignorantes son colocados en los tribunales de la Inquisición, donde sus errores, ya que quedan en secreto, no pueden ofender al colegio a que pertenecen.6 Habiendo quedado vacante el puesto de canónigo magistral en la catedral de Sevilla, por fallecimiento de Egidio, el capítu-lo, de acuerdo con el deseo general de la ciudad, fijo sus ojos en Constantino como la persona más capaz, por su talento, para ocupar ese importante oficio. Egidio había sido nombrado sin que se le sometiera al acostumbrado concurso literario; pero, debido a su impopularidad al principio de su trabajo en el púlpito, los canónigos habían adoptado la resolución de que en toda futura elección habría de realizarse el concurso acostumbrado. Constan tino siempre había ridiculizado esas competencias, considerándolas como ejercicios de escolares y exhibiciones de juglares, y obstinándose en negarse a entrar en la lista, el capítulo se inclinaba a hacer caso omiso de su resolución anterior, cuando Fernando de Valdés. el arzobispo de Sevilla e inqui-sidor general, que había concebido una fuerte antipatía por Constantino debido a una supuesta 2 Geddes, Miscell. Tracts, vol. I, pág. 556. Montanus, págs. 269, 282. 3 Jacobi Schopperi, Oratio de vita et obitu Parentis, págs. 26-28; Gerdesii, Scrin. Antiq., tomo IV, pág. 648. 4 Montanus, pág. 283; cf. pág. 214. 5 Ibid., pág. 279, 283. 6 Doblado, Cartas de España, págs. 106, 107.

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ofensa que le habría inferido cuando era predicador del emperador, interpuso su autoridad para evitar la suspensión de la ley. En consecuencia, se fijó el día para la prueba, y se publicaron edictos en las principales ciudades, citando a los candidatos. Los amigos de Constantino influ-yeron entonces ante él para que hiciera a un lado sus escrúpulos; y un individuo que tenía ante él gran ascendiente, le expuso tan convincentemente los servicios que podría prestar a la causa de la verdad desde una posición tan influyente, y los efectos desastrosos que podrían resultar si era ocupada por algún estrepitoso e ignorante declamador, que finalmente consintió en presen-tarse como candidato. El conocimiento de este hecho hizo que otros desistieran de presentarse, con excepción de dos individuos venidos de una parte distante del país, uno de los cuales, ente-rado de las circunstancias, retiró también su inscripción; pero el otro, un canónigo de Málaga, instigado por el arzobispo, que quería mortificar a su competidor, descendió a la arena. Deses-perando de vencerlo por medio de su habilidad polémica, o por simpatía del capítulo, recurrió a acusaciones e insinuaciones de orden personal, en las cuales fué apoyado por todos los que en-vidiaban la fama de Constantino, habían sentido el aguijón de sus sátiras o le odiaban por su amistad con Egidio. Fué acusado de haber estado casado antes de recibir las sagradas órdenes; se alegó que había habido irregularidades en su ordenación y en la forma en que había obtenido su título de doctor en divinidades; y hasta se intentó acusarlo de herejía. A pesar de todas estas acusaciones ganó el concurso, fué instalado en su nuevo oficio y comenzó sus tareas de predi-cador en la catedral, con gran aceptación. Pero a raíz del concurso se había formado un partido en su contra, que trató por todos los medios de coartar su acción, y finalmente halló la manera de hacerle sentir el peso de su venganza.7

Mientras instruía al pueblo de Sevilla desde el púlpito, Constantino se esforzaba en di-

fundir por medio del libro los conocimientos religiosos por toda la nación, y en el carácter de sus escritos tenemos una de las más claras indicaciones de la excelencia de su corazón, pues eran adaptados a las necesidades espirituales de sus compatriotas, y no destinados a exhibir su propio talento o adquirir reputación en el mundo de los eruditos, estando su estilo al nivel de los lectores de menor capacidad. Las especulaciones abstrusas y los adornos retóricos, en los que podía sobresalir tanto por naturaleza como por su educación, eran sacrificados rígidamente en aras del único objeto de ser entendido por todos y útil a todos. Se cuentan entre sus obras, un Catecismo, cuya mejor recomendación es su sencillez infantil; un pequeño tratado sobre la doc-trina cristiana, compuesto en la forma de un diálogo entre un maestro y su alumno; una exposi-ción del primer Salmo en cuatro sermones, que demuestra que su elocuencia, apartándose de los extremos comunes, ni estaba degradada por la vulgaridad ni disgustaba por la afectación y el esfuerzo desplegados; y la Confesión de un pecador, en la cual las doctrinas del evangelio, brotando de un espíritu humilde y contrito, asumen la forma de la piedad más edificante y de-vota.8 Su Suma de Doctrina Cristiana, sin estar desprovista de simplicidad, está calculada para interesar a las personas de mayores conocimientos. En ella se propuso tratar primeramente los artículos de fe y luego las buenas obras y los sacramentos. Pero sólo apareció la primera parte,9 habiendo reservado la segunda para publicarla en una época de mayor seguridad, período que nunca llegó. El objeto del autor no era defender las doctrinas protestantes, sino exponer las grandes verdades del evangelio, tomándolas directamente de las Escrituras, y sin mezclarlas con las disputas reinantes. La obra fué traducida al italiano y grandemente apreciada por algu-

7 Montanus, págs. 284-287. 8 Ibid., págs. 294-297. Histoire des Martyrs, f. 502b. 506a. Antonii. Bibl. Hisp. Nova, tomo I, pág. 256. 9 Fué impresa en Amberes, sin fecha, bajo el título de Suma de Doctrina Christiana, y llevaba adjunto un apéndice titulado: El Sermon de Christo nuestro Redemptor en el monte, traducido por el mismo autor, con declaraciones.

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nos escritores católico-romanos.10 Pero fué considerada con mucha suspicacia por el clero diri-gente, que aprovechó la oportunidad para hacer circular rumores desfavorables a la ortodoxia del autor, y celebraron consultas secretas sobre la conveniencia de denunciarlo a la Inquisición. Se quejaban de que no condenaba los errores luteranos, ni vindicaba la supremacía del obispo de Roma; y de que, si alguna vez mencionaba las indulgencias, el purgatorio y los méritos humanos, en lugar de exaltados, menospreciaba esas doctrinas aprobadas de la iglesia exhor-tando a sus lectores a no confiar en ellos para su salvación. Cuando estos cargos llegaron a oí-dos de Constantino, él se contentó con decir que esos temas no correspondían precisamente a la primera parte de su tratado, pero que en el segundo tomo, que tenía en preparación, explicaría sus opiniones respecto a ellos. Esta respuesta, respaldada por la popularidad de que gozaba, silenció momentáneamente a sus adversarios.11

Antes de la época a que nos hemos referido, había sucedido un hecho que casi resultó fa-

tal para los discípulos que las doctrinas reformadas tenían en Sevilla. Francisco Zafra, un doc-tor en leyes, y vicario de la parroquia de San Vicente, había alimentado durante un tiempo una marcada predilección por las creencias luteranas, y siendo llamado con frecuencia, en razón de su ilustración, a pronunciarse en carácter de calificador, respecto a los artículos de las acu-saciones de personas denunciadas al Santo Oficio, había sido el instrumento para salvar las vidas de muchos individuos que de otra manera hubieran sido condenados como herejes.12 Este había recibido en su casa a María Gómez, una viuda que era asidua asistente a las reuniones privadas de los protestantes, y conocía bien, por consiguiente, a todas las personas de la ciudad que concurrían a ellas. En 1555 esta mujer se trastornó, y habiendo concebido, como no es raro que suceda con las personas que padecen de desórdenes mentales, una violenta antipatía contra sus anteriores amigos, no hablaba de otra cosa que de venganza contra los herejes, y fué nece-sario mantenerla bajo vigilancia; pero, consiguiendo escapar de su encierro doméstico, se diri-gió directamente al castillo de Triana, donde se reunían los inquisidores, y habiendo obtenido audiencia, les dijo que la ciudad estaba llena de luteranos, mientras ellos, cuyo deber era velar contra la entrada y difusión de esa plaga, estaban durmiendo en su puesto; y les dió los nombres de más de trescientas personas a quienes acusaba. Los inquisidores no tenían noción de la difu-sión que había tenido la doctrina reformada en Sevilla, y no pudieron dejar de percibir síntomas de enajenación en la apariencia y la conversación incoherente de su informante; pero, obrando de acuerdo con la máxima de su tribunal, de que no debe despreciarse ninguna acusación, re-solvieron hacer una investigación y ordenaron el comparendo inmediato de Zafra. Si éste hubiera cedido a la primera impresión de temor, y tratado de escapar, las consecuencias hubie-ran sido fatales para él y sus amigos religiosos. Pero, por el contrario, con gran presencia de ánimo, al primer aviso del Santo Oficio se presentó, escuchó la acusación con indiferencia, manifestó los síntomas de perturbación de la mujer y la causa que le había obligado a encerra-da, y apeló al testimonio de los miembros de su familia y sus vecinos que podrían confirmar la verdad de lo declarado. Sus declaraciones, junto con el carácter de su investidura, consiguieron aplacar las sospechas de los inquisidores, quienes, convencidos de que María obraba a impulsos de una locura manifiesta, y que sus declaraciones no tenían más fundamento que las visiones de un cerebro desequilibrado, pidieron a Zafra que se llevara a la desgraciada mujer y la mantuvie-ra en un encierro más seguro que aquel del cual se había escapado. Así, pasó esa nube negra, por la bondad de la Providencia que vigilaba a su tierno rebaño, todavía no preparado para 10 Ulloa, Vita di Carlo V, pág. 237. Joan. Pineda, Comment. in Fab. Justiniani Indic. Univ., praef. cap. XIII, secc. 6. 11 Montanus, págs. 294. 295. 12 Llorente (II, 256, 257), cita a Montes en apoyo de este hecho. Yo no lo encuentro manifestado por aquel escri-tor, a quien probablemente confundió con alguna otra autoridad.

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afrontar la tormenta de una persecución.13 Mientras tanto, la iglesia protestante de Sevilla se había organizado formalmente, que-

dando bajo la inspección pastoral de un médico: el doctor Cristóbal Losada. El había cortejado a la hija de un miembro respetable de esa sociedad y había sido rechazado por razones religio-sas; pero habiendo entrado después en contacto con Egidio, abrazó las doctrinas reformadas y llegó a ser tan apreciado por los que las profesaban, por su conocimiento de las Escrituras y sus otras dotes personales, que unánimemente lo eligieron como su pastor. Su conducta posterior no los decepcionó.14 Le ayudaba un fraile llamado Casiodoro, cuyo ministerio tuvo un éxito poco común.15 La iglesia se reunía generalmente en casa de Isabel de Baena, una dama no me-nos distinguida por su piedad que por su rango y opulencia.16 Entre los miembros de la nobleza afiliados a ella, los dos más distinguidos eran Don Juan Ponce de León y Domingo de Guzmán. El primero era un hijo menor de don Rodrigo, conde de Baylén, primo hermano del duque de Arcos, y relacionado con los principales grandes de España. Tan pródigo era este noble en la práctica de la caridad, que por atender a las necesidades de los pobres comprometió su patri-monio y se vio reducido a las estrecheces en que otros de su rango se ven envueltos por su vida disipada. Igualmente impulsivo era en sus esfuerzos para la propagación de la causa reforma-da.17 Domingo de Guzmán era hijo del duque de Medina Sidonia, y habiendo sido destinado a la iglesia, había ingresado en el convento de Santo Domingo. Su nutrida biblioteca contenía las principales publicaciones luteranas, las que prestaba y recomendaba con habilidad poco comu-nes.18

La mayoría de las instituciones religiosas de Sevilla y sus alrededores estaban impregna-

das de las nuevas doctrinas. El predicador del monasterio dominico de San Pablo se esforzaba celosamente en su propagación.19 Tenían discípulos en el convento de monjas de Santa Isabel, perteneciente a la regla de San Francisco de Asís.20 Pero los mayores progresos los habían hecho en el convento jeronimita de San Isidro Labrador, situado a tres kilómetros de Sevilla. Esto se debió en gran parte a una persona cuyo singular carácter merece nuestra consideración.

García de Arias, comúnmente llamado doctor Blanco, debido a la blancura extrema de su

cabello, era un hombre de mente ágil y de extensa ilustración; pero indeciso y vacilante en su conducta, en parte por timidez y en parte por cautela y exceso de refinamiento. Pertenecía a esa clase de políticos sutiles, que sin carecer de conciencia, son precavidos para comprometerse, traicionan la buena opinión de ambas partes no apoyando plenamente a ninguna de las dos, y confiando en su capacidad y destreza para librarse de dificultades, se ven pocas veces pescados

13 Montanus, págs. 5053. Llorente (II, 267) es de opinión que los inquisidores no desatendieron del todo la infor-mación de Maria Gómez, y que ello condujo al subsiguiente descubrimiento y aprehensión de los protestantes de Sevilla. Los nombres suministrados por ella pueden haber ayudado en las pesquisas, cuando se iniciaron más tarde debido a nuevas informaciones; pero no es muy probable que hubieran permanecido inactivos dos años si hubieran dado crédito a su denuncia. 14 Cipriano de Valera, Dos Tratados, págs. 249, 251. Montanus, págs. 231, 232. 15 L1orente, II, 264 270. 16 Cipriano de Valera, ut supra, pág. 251. Montanus, págs. 210, 211. 17 Montanus, págs. 200, 201. 18 Sepúlveda dice que era "de la ilustre casa de los Guzmanes." (De Rebus gestis Caroli V, pág. 541.) Skinner, en sus agregados a Montanus, dice: "Era un hermano bastardo del duque de Medina Sidonia."(A Discovery and Play-

ne Declaration of Sundry subtill Practises of the Holy Inquisition of Spayne, sig. D d. iiij. b. 2ª edic .. Lond. 1569. 4to. 19 Ibid. 20 Montanus. pág. 229.

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con sus propias redes. No hay razón para dudar de la sinceridad de la adhesión del doctor Blan-co a los principios reformados, pero sólo era conocido por los dirigentes de la iglesia sevillana, con quienes estaba en correspondencia secretamente. El clero principal lo consideraba, no co-mo un estricto ortodoxo, sino como el mejor campeón de su causa, por lo cual lo consultaban en toda cuestión importante relativa a la fe establecida. Se ha conservado una anécdota que ilustra notablemente su carácter y modo de actuar. Gregorio Ruiz, en un sermón predicado en la catedral de Sevilla, empleó expresiones favorables a la doctrina protestante respecto a la justifi-cación y los méritos de la muerte de Cristo, a consecuencia de lo cual fué denunciado a la In-quisición, y se fijó un día para que contestara a las acusaciones que se le hacían. Con esta pers-pectiva, acudió a Arias, cuyas verdaderas creencias conocía perfectamente, y le comunicó con-fidencialmente cual sería el plan de su defensa. Pero el día de su comparendo, y después de haber pronunciado su defensa, ¡cuál no sería su sorpresa al ver que el hombre en quién había confiado, se levantaba, a pedido de los inquisidores, y en un elaborado discurso refutaba todos los argumentos que él había presentado! Cuando sus amigos reprocharon a Arias la impropie-dad de su conducta, él se defendió diciendo que había hecho lo que era más seguro para Ruiz y para él; pero, herido por los reproches que le hacían por la bajeza y duplicidad con que había actuado comenzó a amenazados con denunciados al Santo Oficio. "Y si nos vemos forzados a descender a la arena" -le dijo Constantino- "¿cree usted que le será permitido sentarse entre los espectadores?"

Con todo, este hombre fué el instrumento para introducir la luz en el convento de San Isi-

dro, cuando estaba sumergido en la más profunda ignorancia y superstición. Sin dejar de lado su característica cautela, él les enseñó a sus hermanos que la verdadera religión era algo muy diferente a lo que comúnmente se creía; que no consistía en cantar maitines y vísperas, o en realizar cualquiera de aquellos actos de servicio corporal en que ellos pasaban su tiempo; y que, si esperaban alcanzar la aprobación de Dios, les convenía recurrir a las Escrituras para conocer su voluntad. Inculcándoles estas cosas en sus sermones y conversaciones privadas, despertó en el ánimo de los monjes un sentimiento de descontento con las prácticas rutinarias y monótonas del claustro, y el deseo de procurar alcanzar una piedad más pura y edificante. Pero, ya sea por la versatilidad de su carácter, o con el propósito de cuidar su propia seguridad futura, cambió de improviso sus planes y comenzó a recomendarles, de palabra y con el ejemplo, actos de auste-ridad y mortificaciones corporales más extremas que las que indicaban las reglas monásticas de su orden. Durante la cuaresma instaba a sus hermanos a sacar de sus celdas todo el mobiliario, a acostarse en el suelo o dormir de pie y usar a flor de piel camisas de cerda y cintos de hierro. En el monasterio reinó durante un tiempo la mayor confusión, y algunos individuos se vieron reducidos a un estado mental próximo a la enajenación. Pero esta tentativa de revivir la supers-tición produjo una reacción que determinó las más felices consecuencias. Sospechando del jui-cio o la honestidad del hombre a quien hasta entonces habían considerado como un oráculo, algunos de los más activos resolvieron pedir consejo a Egidio y sus amigos de Sevilla; y, habiendo recibido instrucciones de ellos, empezaron a enseñar a sus hermanos las doctrinas del evangelio en forma sencilla y explícita, de modo que en pocos años las nuevas opiniones habí-an leudado toda la comunidad.21 La persona que más contribuyó a lograr este cambio fué Ca-siodoro de Reina, más tarde célebre traductor de la Biblia al idioma del país.22

Un cambio más radical en el estado interno de este monasterio tuvo lugar en el curso del

21 Ibid., págs. 237-247. 22 L1orente (II, 262) lo llama simplemente "F. Cassiodore", pero no me cabe duda de que era el individuo mencio-nado en el texto.

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año 1557, cuando, habiéndose recibido una buena provisión de ejemplares de las Escrituras y otros libros protestantes en español, fueron leídos con avidez por los monjes, y contribuyeron a la vez a confirmar a los que ya habían recibido la luz, y a librar a otros de los prejuicios en que aún se debatían. Como consecuencia de ellos, el prior y otros superiores, de acuerdo con la co-munidad, convinieron en reformar su institución. Sus horas de oración, como se las llamaba, que habían estado dedicadas a solemnes mojigangas, fueron dedicadas a escuchar disertaciones sobre las Escrituras; las oraciones por los muertos se omitieron, o se convirtieron en lecciones para los vivos; las indulgencias y dispensas papales, que habían constituido un negocio lucrati-vo, fueron abolidas por completo; las imágenes se conservaron, pero sin tributárseles homenaje; en vez del ayuno supersticioso se estableció la temperancia habitual; y los novicios fueron ins-truidos en los principios de la verdadera piedad, en vez de ser iniciados en las vanas y degra-dantes prácticas del monasticismo. Nada quedó del antiguo sistema, con excepción del hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podrían haber rechazado sin exponerse a un peligro inevitable.23

Los buenos efectos de este cambio se sintieron también fuera del monasterio de San Isi-

dro del Campo. Por medio de su conversación y por la circulación de libros, estos celosos mon-jes difundían el conocimiento de la verdad en toda la campaña circundante, y lo impartían aun a individuos residentes en pueblos situados a considerable distancia de Sevilla.24 Sus esfuerzos tuvieron particular éxito en las casas religiosas de la orden jeronimita; entre los convertidos a la fe reformada se contaron el prior y muchos de los hermanos de la comunidad del Valle de Eci-ja, ubicada sobre las márgenes del Xenil.25 Algunos individuos de elevada reputación dentro de la orden incurrieron en sospechas de herejía. Juan de Regla, prior de Santa Fe y provincial en España de la orden de San Jerónimo, era un teólogo muy celebrado por su talento y erudición, y había asistido al concilio de Trento en su segunda convocatoria. Siendo denunciado a la Inqui-sición de Zaragoza, fué condenado a hacer penitencia y a abjurar dieciocho proposiciones que sabían a luteranismo. Después de su retractación, demostró la verdad de la máxima referente a los apostatas, persiguiendo enconadamente a los sospechosos de aceptar las nuevas opiniones, y fué promovido al puesto de confesor de Carlos V, primero, y después, de Felipe II.26 Francisco Villalba, un monje de la misma orden, de Montamarta, se sentó en el concilio de Trento junto con Regla, y fué predicador de Carlos y Felipe. Asistió a aquel en sus últimos momentos, y pronunció su oración fúnebre con tan aterradora elocuencia, que varios de sus oyentes declara-ron que les hizo erizar los cabellos. Después de la muerte del emperador, se abrió un proceso contra Villalba ante la Inquisición de Toledo, en el cual fué acusado de enseñar ciertos errores luteranos. Al mismo tiempo se hizo la tentativa, en un capítulo de monjes de San Jerónimo, de deshonrarle demostrando que era descendiente de judíos. Este cargo fué refutado; pero no fué tan fácil detener el proceso ante la Inquisición; todo lo que se pudo conseguir, mediante la in-tervención de la corte, fué que se difiriera su encarcelamiento hasta que se consiguiesen más pruebas; y estando así las cosas, la mano de la muerte lo libró de la persecución.27

Mientras la doctrina reformada avanzaba en Sevilla y sus alrededores, no estaba tampoco

estacionaria en Valladolid. El primer pastor de los protestantes de esta ciudad fué Domingo de Rojas, un joven talentoso, relacionado con algunos de los principales grandes de España. Su padre era Don Juan, primer marqués de Poza; su madre era hija del conde de Salinas, y descen- 23 Montanus, págs. 247, 248. 24 Ibid., pág. 249. 25 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 248. 26 L1orente, II, 160,. 161; 111, 84, 85. 27 Ibid., III. 85, 86.

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diente de la familia del marqués de la Mota. Habiendo sido destinado a la iglesia, Domingo de Rojas había entrado en la orden de los dominicos, y se había educado con Bartolomé de Ca-rranza, quien le había inculcado opiniones más liberales que las que eran comunes en los cole-gios y conventos de España. Pero el discípulo no se limitó al proceder tímido de su maestro. Este último utilizaba el mismo lenguaje que los reformadores respecto a la justificación y algu-nos otros artículos de fe; pero acompañado por cautelosas explicaciones destinadas a librarse de la acusación de heterodoxia, mientras el primero era más osado en sus especulaciones, y menos reservado en manifestadas. No obstante las exhortaciones de Carranza para que no confiara en su propio juicio y se sometiera a las decisiones de la iglesia, Rojas repudiaba como opuestos a las Escrituras, la doctrina del purgatorio, la misa y otros artículos de la fe establecida. Junto con los libros de los reformadores alemanes, con los que estaba familiarizado, él hacia circular cier-tos escritos propios, especialmente un tratado titulado: Explicación de los artículos de fe, que contenía una breve declaración y defensa de las nuevas opiniones. Por sus celosos esfuerzos muchos fueron inducidos a unirse a la iglesia de Valladolid, entre los cuales varios individuos de su propia familia, lo mismo que el marqués de Alcañices y otras nobles casas de Castilla.28

Los protestantes de Valladolid tuvieron un instructor de mayor talento y reputación, aun-

que de menos coraje, en el doctor Agustín Cazalla. Este ilustrado individuo era hijo de Pedro Cazalla, funcionario principal del tesoro real, y de Leonor de Vibero; ambos descendientes de judíos. En 1526 se abrió un proceso ante la Inquisición contra Constanza Ortiz, madre de Leo-nor de Vibero, por haber muerto en estado de relapsa al judaísmo; pero su yerno, mediante su influencia ante el inquisidor Moriz, evitó que sus huesos fueran inquietados y salvó así a su familia de la deshonra que de otro modo hubiera sobrevenido sobre ella.29 Su hijo, Agustín Ca-zalla, había nacido en 1510, y a los diecisiete años Bartolomé Carranza era su confesor. Des-pués de asistir al colegio de San Gregario, en Valladolid, terminó sus estudios en Alcalá de Henares, y fué admitido como canónigo en Salamanca,30 presentándosele las más halagüeñas perspectivas de progreso en su carrera eclesiástica, tanto por la posición de su padre como por su propio talento. Siendo considerado uno de los primeros oradores sagrados de España,31 fué elegido en 1545 predicador y limosnero del emperador, a quien acompañó a Alemania en el curso del año siguiente. Durante su residencia en aquel país tuvo oportunidad de combatir a los luteranos, por medio de su predicación y en discusiones privadas.32

Los escritores españoles atribuyen la extensa difusión de las opiniones protestantes en la

Península al hecho de que, siendo enviados sus hombres ilustrados al extranjero para refutar a los luteranos, volvían trayendo en sus mentes el virus de la herejía; un reconocimiento que no hace mucho honor a la causa que defienden, ya que implica que su credo nacional se mantiene principalmente debido a la ignorancia, y que, defendiéndolo la luz de las Escrituras, sus más hábiles apologistas se convencían de su debilidad y falsedad. "Anteriormente" -dice el autor de la Historia Pontifical-, "los herejes luteranos que eran prendidos de vez en cuando, y entregados a las llamas, eran casi todos ellos extranjeros: alemanes, flamencos e ingleses, o si eran españo-les, eran gente inferior y de mala extracción; pero en estos últimos años, hemos visto las prisio-nes, cadalsos y piras, llenas de personas de noble cuna, y lo que es aún más deplorable, de per-

28 Ibid., II, 228-230; III. 202-217, 220, 221. Los hechos principales con respecto a Rojas, mencionados por Lloren-te en los pasajes a que se hace referencia, están confirmados por el Registro agregado a la traducción inglesa de la obra de Montanus sobre la Inquisición. por V. Skinner. Sig. E. ij. 29 L1orente, II, 25-27. 30 Ibid., II, 222. 31 Illescas, Historia Pontifical, tomo II, f. 337b. 32 Llorente, II, 223.

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sonas ilustres a los ojos del mundo, por su educación y piedad. La causa de éste y muchos otros males, era la inclinación que nuestros príncipes católicos sentían por Alemania, Inglaterra y otros países fuera del palio de la iglesia, que les inducía a enviar hombres eruditos y predicado-res de España a esos lugares, con la esperanza de que, por medio de sus sermones, podrían hacerlos volver al sendero de la verdad. Pero, desgraciadamente, esa medida produjo pocos frutos buenos; pues de aquellos que fueron al extranjero para llevar la luz a otros, algunos vol-vieron cegados ellos mismos, y engañados, o hinchados de ambición o del deseo de que los considerasen más preparados y mejorados por su permanencia en países extranjeros, siguieron el ejemplo de los herejes con quienes habían contendido."33 Este importante hecho es confir-mado por el testimonio de escritores protestantes contemporáneos, con referencia especialmen-te a los teólogos que Felipe II llevó consigo a Inglaterra en la ocasión de su matrimonio con la reina María. "Es mucho más notable" -dice el venerable Pilkington-, "esto que hemos visto que sucede en nuestros días: que los españoles enviados a este reino con el propósito de suprimir el evangelio, tan pronto como volvieron a su patria inundaron muchas partes de su país con la misma verdad religiosa de la cual antes eran enemigos declarados."34 Es probable que estos autores incluyeran en sus declaraciones a aquellos teólogos que eran acusados de herejía ante la Inquisición, y encarcelados, aunque eran enemigos del luteranismo, o cuando mucho, lo apoya-ban en algunos puntos relacionados con la doctrina de la justificación. Pero hay por lo menos dos casos notables de la verdad de su observación. Fué durante su servicio al emperador en Alemania, como ya lo hemos visto, cuando Constantino Ponce de la Fuente abrazó decidida-mente la fe reformada; y Agustín Cazalla se convirtió a ella en iguales circunstancias.35

Al volver a España en 1552, Cazalla se estableció en Salamanca, donde residió durante

tres años. Pero mantuvo durante ese tiempo correspondencia epistolar con los protestantes de Sevilla; y como su oficio de capellán real lo llevara ocasionalmente a Valladolid, Domingo de Rojas lo indujo a fijar su residencia en esta ciudad. Continuó, sin embargo, siendo considerado como protector de la fe establecida, y se le consultaba en la mayoría de las cuestiones eclesiás-ticas importantes. Poco después de su vuelta a España fué nombrado por el emperador para integrar una junta de teólogos y abogados, encargada de dar su opinión sobre la conducta de Julio III al trasladar el concilio general de Trento a Bolonia; en cuya oportunidad se unió a sus colegas en la declaración de que el papa había adoptado tal medida más por consideraciones personales que por el bien de la iglesia.36 También predicó varias veces ante Carlos V después de su retiro al monasterio de San Yuste, teniendo entre sus oyentes a la princesa Juana, que gobernaba en España durante la ausencia de su hermano Felipe II, junto con otros miembros de la familia real. A pesar de la cautela con que procedió en tales ocasiones, los más inteligentes entre los que frecuentaban la corte no pudieron dejar de descubrir sus verdaderos sentimientos; pero no deseaban arrojar el estigma de la herejía sobre una persona de tan gran reputación, ni se permitieron suponer que él se lanzara a un peligro cierto quebrantando la línea de prudencia que parecía haberse fijado.37 En cuanto a esto, sin embargo, se engañaban. Desde su estableci-miento en Valladolid, la casa de su madre se convirtió en el lugar en que corrientemente se re-unía la iglesia protestante para celebrar sus cultos; la mayor parte de sus relaciones estaban

33 Illescas, ut supra. 34 Sermón por Jacobo Pilkington, maestro del Sto John's Collage, de Cambridge (después obispo de Durham), en el entierro de los huesos de Martin Bucero y Paul Fagius; apud Strype, Memorials of Cranmer, pág. 246. 35 Sepúlveda de Rebus Gestis Philippi II, pág. 55: Opera, tomo III. 36 Llorente, II, 222, 223. 37 Sepúlveda, después de decir que él habia oído a Cazalla predicar en San Justo, agrega: "Animadverti, id quod ex ipso etiam áudivi, eum magná solicitudine cavere, nequod verbum excideret concionanti, quod ab aemulis et indi-vis, quos vehementer extimescebat, ad calumniam trahi posset." (De Rebus gestis Philippi II, pág. 55.)

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entre los miembros de ella, y no pudo resistir los insistentes pedidos de que se hiciera cargo de la dirección de sus intereses espirituales; y su talento y la autoridad de su nombre favorecieron el crecimiento de la iglesia, en número y espectabilidad.38

En Valladolid, como en Sevilla, la doctrina reformada penetró en los monasterios; fué

abrazada por una gran parte de las monjas de Santa Clara y de la orden cisterciana de San Be-lén;39 y ganó convertidas entre las devotas mujeres que en España llaman beatas (N, del T. En español en el original), que no obedecen a ninguna regla particular, sino que se dedican a obras de caridad.40

Las doctrinas protestantes se esparcieron en todas direcciones alrededor de Valladolid.

Había convertidos en casi todos los pueblos y en muchas de las aldeas del antiguo reino de León. En el pueblo de Toro fueron abrazadas por el licenciado Antonio Herrezuelo, un abogado de gran espíritu, y por individuos pertenecientes a las casas de los marqueses de la Mota y Al-cañices. En la ciudad de Zamora, los protestantes estaban encabezados por Don Cristóbal de Padilla.41 un caballero, que había aceptado la tarea de tutor de una familia noble del lugar, a fin de tener mejor oportunidad para la propagación de la verdad.42 También fueron introducidas las opiniones reformadas en las aldeas de Palo y Pedroso, de la diócesis de Zamora. En la segunda de ellas había numerosos convertidos, que gozaban de la instrucción de Pedro de Cazalla, su cura párroco.43 Su difusión era igualmente extensa en la diócesis de Palencia. En la ciudad episcopal eran enseñadas por el doctor Alfonso Pérez, un sacerdote, bajo el patrocinio de Don Pedro Sarmiento, un caballero de la orden de Santiago, comandante de Quintana, y un hijo del marqués de Rojas. El cura párroco de la cercana aldea de Hormigos pertenecía a la familia de Cazalla, que era enteramente protestante.44 De Valladolid, las nuevas opiniones se difundían a través de Castilla, hasta Soria en la diócesis de Osma, y Logroño, en los límites con Navarra. En el pueblo citado en último término fueron abrazadas por muchos, inclusive el encargado de la aduana, y el cura párroco de Villamediana, en las vecindades de Logroño.45

La propagación de las doctrinas reformadas en todos estos lugares se debió en gran parte

a Don Carlos de Seso. Este distinguido caballero había nacido en Verona, Italia. Habiendo prestado importantes servicios a Carlos V, había sido muy honrado por aquel monarca, por me-dio de cuya influencia obtuvo en matrimonio a Doña Isabel de Castilla, una descendiente de la familia real de Castilla y León. La dignidad de carácter, prendas intelectuales y decoro en las maneras de Seso no eran menos elevados que su cuna y su parentesco. Mientras residió en Va-lladolid se relacionó con los protestantes de aquella ciudad. En Toro, de donde era corregidor, o alcalde; en Zamora y en Palencia, impulsó la causa de la Reforma por medio de la circulación de libros y por sus instrucciones personales. Después de su matrimonio se estableció en Villa-mediana, y obtuvo mucho éxito en la difusión de los conocimientos religiosos en la ciudad de Logroño y en toda la campaña circunvecina.46

38 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 251. Llorente, II, 221, 222. 39 Llorente, II, 229, 240-243. 40 Ibid., II, 231, 242. 41 Ibid., II, 227, 229. Registro agregado a la traducción de Skinner de Montanus. Sig. E. i. b. 42 Llorente, II, 227, 241. Registro ut supra. 43 Illescas, Hist. Pontifical, tomo II, f. 337b. Llorente, II, 228, 233, 237. 44 Sepúlveda, de Rebus Gestis Philippi II, pág. 57. Llorente, II, 225, 226, 228. 45 Registro ut supra. Sig. E. i. a. E. ij. b. Llorente, II, 227, 238, 407. 46 Illescas, Hist. Pont., tomo I, f. 337b. Llorente, II, 235, 236, 407.

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En cambio, en Castilla la Nueva, la causa reformada no hizo tantos progresos, aunque fué abrazada por muchos en diferentes partes de la región, especialmente en la ciudad de Toledo.47 Tuvo también adherentes en las provincias de Granada,48 Murcia49 y Valencia.50 Pero, si se exceptúa los lugares cercanos a Sevilla y Valladolid, en ninguna parte eran tan numerosos co-mo en Aragón, habiendo formado comunidades en Zaragoza, Huesca, Barbastro y muchos otros pueblos.51 Siendo así, parecerá raro que no tengamos un relato particular de los protestan-tes en la parte oriental de España. Pero hay una razón especial que explica ambos hechos. Los habitantes del Bearn eran en su mayoría protestantes; y muchos de ellos, cruzando los Pirineos, se esparcían por Aragón, y, a la vez que realizaban sus negocios, aprovechaban la oportunidad para hacer circular sus libros y principios religiosos entre los naturales de la región. Cuando se adoptaron medidas violentas para aplastar la Reforma en España, la mayor parte de ellos consi-guieron retirarse, sin ruido ni dificultad, a su país natal, donde hallaron asilo junto con ellos los prosélitos que habían hecho; mientras sus hermanos del interior del reino cayeron en manos de sus perseguidores, o consiguiendo escapar con grandes dificultades, se dispersaron por todas partes de Europa. De esta manera, la suerte fatal de unos, y difícil y casi milagrosa huída de los otros, excitando profundo interés en la mente popular, hicieron que se investigara y registrara su historia y sus nombres.

Por los hechos que hemos presentado, el lector habrá podido apreciar la extensión que al-

canzó la propagación de la doctrina reformada en España, y la espetabilidad, tanto como el nú-mero de sus discípulos. Tal vez no hubo nunca en ningún otro país, una proporción tan grande de personas ilustres, tanto por su rango como por sus conocimientos, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a entender el hecho notable de que, un cuerpo de disidentes que no debió bajar de las dos mil personas, diseminadas sobre un extenso territorio y vagamente relacionadas entre sí, hayan podido comunicarse sus sentimientos y rea-lizar reuniones privadas, durante una cantidad de años, sin ser sorprendidos por un tribunal tan celoso y vigilante como el de la Inquisición. Al formar un juicio de la inclinación hacia las doc-trinas reformadas que existía en esta época en el ánimo de los españoles, debemos tomar en cuenta no sólo el número de los que las abrazaron, sino también las dificultades peculiares y casi sin precedentes que se oponían a su progreso. Al principio del cristianismo, los apóstoles tuvieran libertad durante un tiempo para predicar el evangelio; y cuando la persecución los obligaba a huir de una ciudad, hallaban "una puerta abierta" que los esperaba en otra. Lutero y sus coadjutores, en Alemania, pudieron proclamar sus doctrinas desde el púlpito y por medio de la imprenta, bajo la protección de príncipes y ciudades libres que poseían dentro de sus territo-rios respectivos una autoridad independiente de la del emperador. Los reformadores escoceses gozaron de una ventaja similar bajo sus jefes feudales. La ruptura de Enrique VIII con el papa, por cuestiones locales, dió al pueblo de Inglaterra la Biblia en su propio idioma, la que por lo menos les era leída desde los púlpitos a los cuales estaba encadenada. En Francia, un hugonote no podía ser aprehendido sin la concurrencia y la orden de un magistrado, y estos a veces se mostraban renuentes y dilatorios. Y en muchos de los estados italianos se oponía igual limita-ción a la violencia de un sacerdocio perseguidor. Pero los amigos de la Reforma en España no gozaban de ninguna de estas ventajas; allí la más mínima expresión de la opinión pública en favor de la verdad era evitada o castigada instantáneamente por un terrible tribunal, armado con ambas espadas y presente a la vez en todas partes del reino. Debió ser intensa y estar alimenta- 47 Illescas, ut supra. Llorente, II, 384. 386. 48 Llorente, II, 401. 49 Ibid., págs. 340-343. 50 Ibid., pág. 411. 51 Ibid., págs. 386, 389.

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da por abundante combustible, la llama que pudo mantenerse ardiendo y extenderse en todas direcciones a pesar de que se trataba de mantenerla sofocada y se ponía la mayor diligencia en descubrir cualquier abertura o grieta por donde pudiera hallar una salida, o ponerse en comuni-cación con la atmósfera exterior. Si estos impedimentos para el progreso de la doctrina re-formada en España hubieran sido quitados, aunque fuera en parte y por un breve lapso, habría surgido una llama que la resistencia sólo hubiera conseguido hacer crecer, y que, abarcando toda la Península, hubiera consumido la Inquisición, la jerarquía, el papado y el despotismo que los había alimentado y los sostenía. Estas no eran las confiadas anticipaciones de los amigos entusiastas de la Reforma, sino la opinión deliberadamente expresada por sus decididos enemi-gos:52 "Si la Inquisición no hubiera cuidado a tiempo" -dice uno de ellos-, "de poner freno a esos predicadores, la religión protestante hubiera corrido por toda España como un incendio; tan asombrosamente dispuestas a recibida estaban las personas de toda condición y de ambos sexos."53 El testimonio de otro escritor papista es igualmente terminante: "Todos los presos de la Inquisición en Valladolid, Sevilla y Toledo, eran personas bien calificadas. No mencionaré sus nombres para no manchar el honor de sus antepasados y la nobleza de las varias familias ilustres que estaban infectadas con el veneno. Y así como eran personas tan calificadas, su nú-mero eran tal que si se hubiera demorado dos o tres meses más en poner freno al mal, estoy persuadido de que toda España hubiera sido inflamada por ellos."54 Yo suscribo la reflexión de un autor protestante que residió durante un tiempo considerable en España, y que, sintiendo un profundo interés por esta parte de la historia. compuso un breve relato sobre sus mártires pro-testantes: "Tan poderosas" -dice- "eran las doctrinas de la Reforma en aquellos días, que ni los prejuicios ni los intereses eran suficientemente fuertes como para impedir a las mentes piadosas abrazarlas una vez que las habían comprendido bien. Y que la misma doctrina no tenga todavía la misma fuerza, no se debe ni a que haya envejecido, ni a que el papismo sea menos grosero, ni a ningún cambio en la disposición del pueblo, sino puramente a la falta del mismo celo en los que hoy profesan la doctrina, especialmente por lo que se refiere a las tres grandes doctrinas de la Reforma, que los mártires siguientes sellaron con su sangre, a saber: que el papa es el an-ticristo, que el culto de la iglesia de Roma es idólatra, y que el pecador es justificado ante Dios por fe, mediante Jesucristo, y no por sus propios méritos."55

52 Además de las mencionadas autoridades en que se funda esta aseveración, puede verse la Histoire du Christia-

nisme des Indes, por La Croza. págs, 256, 257. 53 Paramo. Hist. Inquisitionis: Prefacio al Spanish Martyrology, en Geddes. Misc. Tracts, vol. I, pág. 555. 54 Illescas, Hist. Pontifical, tomo II, f. 451a. Burgos, 1578. La edición de Illescas citada en la primera parte de esta obra fué impresa en Barcelona, en 1606. 55 Geddes, Miscell. Tracts, vol. I, pág. 556..

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CAPÍTULO VII

SUPRESION DE LA REFORMA EN ESPAÑA Ni los principios de la naturaleza ni los de la revelación nos permiten condenar a aque-

llos individuos que, hallándose en extremo peligro de muerte, prefirieron olvidar su país natal y buscar en el extranjero un lugar donde tuvieran libertad para adorar a Dios según sus con-ciencias. Sin embargo, este paso que dieron algunos de los protestantes españoles fué lo que condujo al descubrimiento de sus hermanos que habían quedado en el país. Su repentina des-aparición determinó la realización de pesquisas sobre sus motivos, y el conocimiento de éstos despertó las sospechas de que no fueran ellas las únicas personas desafectas a la religión de su pueblo. Los teólogos agregados a la corte de Felipe II en Bruselas vigilaban estrechamente a los refugiados españoles que se habían establecido en Ginebra y en diferentes lugares de Alemania; y, habiendo entrado en posesión de sus secretos por medio de espías, informaron a los inquisidores de que había sido enviada a España una gran cantidad de libros heréticos, y que la doctrina protestante estaba difundiéndose rápidamente en el reino. Esta noticia fué re-cibida a fines del año 1557.1

Sacudidos de su letargo, los inquisidores pusieron inmediatamente en movimiento su

extensa policía, y no tardaron mucho en descubrir al individuo que se había ocupado activa-mente de la introducción de los libros heréticos, y a consecuencia de la información suminis-trada por un herrero a quien había enseñado un ejemplar del Nuevo Testamento, fué detenido y encarcelado Julián Hernández.2 El no trató de ocultar sus sentimientos. y se gloriaba en el hecho de haber contribuido a la iluminación de sus compatriotas suministrándoles las Escritu-ras en su idioma natal; pero las esperanzas que los inquisidores se habían formado al detenerlo se vieron defraudadas. Ciertamente su vida estaba en sus manos, y podían disponer de ella a su placer; pero la sangre de un oscuro individuo les parecía enteramente inadecuada para bo-rrar las vergüenzas en que los había sumido su falta de vigilancia, o para expiar el crimen enorme que había manchado al país. Lo que querían era conseguir informes del preso acerca de sus cómplices, que los capacitaran para "aplastar de inmediato el nido de la víbora", para usar sus propias palabras, y los tranquilizaran para lo futuro. Pero todos sus esfuerzos se vie-ron mortificantemente burlados. En vano recurrieron a todas las artes engañosas en que eran maestros, a fin de arrancarle a Hernández su secreto. En vano emplearon promesas y amena-zas, interrogatorios y careos, a veces en la sala de audiencias y a veces en su celda, a la cual enviaban alternativamente a sus agentes declarados y a personas que se "fingían hombres jus-tos" y partidarios de la doctrina reformada. Cuando lo interrogaban sobre su fe, respondía francamente; y aunque desprovisto de las ventajas de una educación liberal, se defendía con valentía, silenciando a sus jueces y a los eruditos que ellos traían para refutarle, por su cono-cimiento de las Escrituras solamente. Pero cuando se le preguntaba quiénes eran sus maestros y compañeros religiosos, se negaba a proferir palabra. Tampoco tuvieron más éxito cuando apelaron a esa horrible maquinaria que a menudo había arrancado secretos a los corazones más fuertes, haciéndoles traicionar a sus amigos más amados. Hernández demostró una fir-meza muy superior a su fuerza física y a sus años. Durante los tres años completos que per-

1 Llorente, III, 191, 258. 2 Registro agregado a la traducción de Skinner de la obra de Montanus. Sig. D. d. iiij. a

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maneció en la prisión, fué sometido frecuentemente al tormento, en todas las formas y con los agravantes que podía infligirle o inventar la crueldad de sus perseguidores, exacerbada por su obstinación, pero, en cada nueva oportunidad aparecía ante ellos con una insubyugable forta-leza; y cuando lo llevaban, o mejor dicho, lo arrastraban, del lugar del tormento hasta su cel-da, volvía con aire de triunfo, cantando esta copla en su idioma natal:

Vencidos van los frailes, vencidos van: Corridos van los lobos, corridos van.3

Al fin entraron los inquisidores en posesión del secreto que tan ansiosos estaban por co-

nocer. Lo consiguieron en Sevilla, por medio de los temores supersticiosos de un miembro de la iglesia protestante y la traición de otro, que por un tiempo había actuado como emisario oculto de la Inquisición.4 En Valladolid fué conseguido mediante una de esas artes infernales a las que aquel tribunal no tenía escrúpulos en recurrir siempre que sirvieran a sus fines. Juan García, un platero, había acostumbrado citar a los protestantes para los sermones, y consciente de la influencia que la superstición ejercía en el ánimo de su esposa, le había ocultado el lugar y los días de reunión. Instigada por su confesor, este demonio en forma de mujer siguió una noche a su marido, y habiendo descubierto el lugar de reunión, lo comunicó a la Inquisición. La traidora recibió su recompensa terrenal en forma de una pensión vitalicia, pagada de los fondos públicos.5

Hechos estos descubrimientos, el consejo Supremo despachó mensajeros a los varios

tribunales de la Inquisición en todo el reino, ordenándoles hacer averiguaciones con todo sigi-lo dentro de sus respectivas jurisdicciones, y estar preparados para actuar de consuno al reci-bir nuevas instrucciones. Los familiares fueron empleados en seguir las más remotas ramifi-caciones de la herejía; y se colocaron guardias en los lugares apropiados, para interceptar el paso y prender a las personas que trataran de huir. Tomadas estas precauciones, se dió orden a los agentes de proceder, y por medio de un movimiento simultáneo, fueron apresados al mis-mo tiempo los protestantes de Sevilla, Valladolid y las comarcas circunvecinas. En Sevilla y sus alrededores cayeron en un día doscientas personas, y a raíz de los informes obtenidos en su interrogatorio, pronto el número ascendió a ochocientas. El castillo de Triana, la cárcel pública, los conventos y hasta casas particulares estaban atestados de prisioneros. En Vallado-lid se detuvo a ochenta personas, y el número de individuos aprehendidos por los demás tri-bunales estuvo en proporción.6 Cuando primero cundió la alarma muchos quedaron tan ate-rrados y horrorizados, que no atinaron a adoptar la menor medida para ponerse en salvo. Al-gunos corrieron a la casa de la Inquisición, a denunciarse a sí mismos sin saber lo que hacían; como personas que, saliendo de una casa en llamas, se precipitan en un torrente que los arras-tra. Otros fueron perseguidos y apresados al tratar de huir; y algunos, que habían conseguido refugiarse en países protestantes, cayeron en los lazos que les tendían los espías del Santo Oficio y fueron llevados a España por la fuerza. Entre los que consiguieron escapar estaba el licenciado Zafra, mencionado anteriormente, quien era particularmente odioso a los inquisido-res. El fué prendido de los primeros, pero durante la confusión que ocasionó la falta de lugar para alojar a los presos, consiguió huir y ocultarse hasta que se le presentó una oportunidad favorable para retirarse a Alemania.7

3 Hist. des Martyrs, f. 497b. Llorente, II, 282. 4 Montanus, pág. 218. 5 Registro de Skinner, ut supra, sig. E. i. a. Llorente, II, 227. 6 Montanus, 218, 219. Puigblanch, La Inquisición Desenmascarada, vol. II, pág. 183. Llorente, II, 250, 258. 7 Montanus, pág. 52.

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El lector recordará la reforma que los monjes de San Isidro habían introducido en su

convento.8 Deseable como era ese cambio en sí, y por recomendables que fueran las razones que los habían llevado a adoptarlo, él los colocaba en una situación tan delicada como penosa. No podían desechar enteramente las formas monásticas, sin exponerse a las furias de sus enemigos; ni podían conservadas sin tener conciencia de estar actuando hasta cierto punto hipócritamente, y manteniendo su apoyo a un sistema pernicioso de superstición, que engaña-ba y oprimía a la vez a su patria. En tal dilema, consultaron sobre la conveniencia de abando-nar el convento y retirarse a algún país extranjero, donde, a expensas del sacrificio de sus emolumentos mundanos, y viviendo en la pobreza, pudieran gozar de paz espiritual y libertad para su culto religioso. La tentativa era de las más arriesgadas, y cualquier plan que se propu-siera para su realización tropezaba con dificultades. ¿Cómo podían esperar realizar un viaje tan largo sin ser descubiertas, un número tan grande de personas, bien conocidas en Sevilla y sus alrededores, y después de haber dejado desierto uno de los monasterios más renombrados de España? Por otra parte, si algunos de ellos lo intentaban con éxito, ¿no pondría ello en pe-ligro las vidas de los restantes; especialmente cuando últimamente las sospechas de los inqui-sidores, que por tanto tiempo habían dormido, empezaban a despertarse? Esta última conside-ración era de tanto peso, que unánimemente resolvieron permanecer donde estaban y confiar enteramente en la gracia de la providencia todopoderosa. Pero como las cosas se volvían por momentos más obscuras y alarmantes, se celebró otro capítulo, en el cual se resolvió que con-venía, en vez de confiar en la providencia, mantener la primera resolución, y que por consi-guiente cada cual quedara en libertad de adoptar la conducta que le pareciera mejor y más razonable. En consecuencia, doce de ellos abandonaron el monasterio y tomando diferentes caminos salieron en salvo de España y se reunieron un año después en Ginebra, donde habían convenido antes de partir que se encontrarían. Hacía sólo pocos días que habían partido, cuando estalló la tempestad de la persecución, no sólo sobre sus hermanos que permanecían en San Isidro, sino sobre todos sus amigos religiosos en España.9

Fué a principios del año 1558 cuando sucedió en España este calamitoso suceso. Antes

de ese período Carlos V, renunciando a sus planes de ambición mundana, y abdicando el tro-no a favor de su hermano Fernando y legando sus dominios a su hijo Felipe, se había retirado al convento de San Yuste, situado en la provincia de Extremadura, donde pasaría el resto de sus días entregado a ejercicios devocionales en compañía de los monjes. Algunos histo-riadores de no poca reputación han asegurado que Carlos, durante su retiro, se inclinó en favor de las creencias de los protestantes de Alemania, que murió en su fe, que Felipe encargó al Santo Oficio investigar la verdad de esas informaciones, y abrigó en cierto momento serias intenciones de desenterrar los huesos de su padre como los de un hereje.10 Varias causas pue-den considerarse originarias de estos rumores. Tres años antes Carlos se había visto envuelto en una disputa con el papa Pablo IV, quien lo había amenazado con la excomunión; Constan-tino Ponce de la Fuente y Agustín Cazalla, dos de sus capellanes, habían abrazado las doc-trinas protestantes; su confesor De Regla había sido obligado a abjurarlas; y Carranza y Vi-llalba, que lo asistieron en su lecho de muerte, fueron denunciados poco después a la Inquisi-ción. A estas presunciones debe agregarse que la forma en que Felipe trató a su hijo Don Car-los, y el buen conocido hecho de que nunca tuvo escrúpulos para emplear la Inquisición como instrumento para realizar fines puramente políticos, sino domésticos, han inducido a los histo-

8 Véase pág. 128. 9 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 178. Montanus, pág. 249. 250. 10 Véase las autoridades citadas por Burnet en su Historia de la Reforma, vol. III, pág. 253.

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riadores, suponiéndole capaz de cualquier crimen, a imputarle también algunos de los cuales no fué culpable.11 Hay las mejores razones para creer que Carlos, lejos de estar más favorable-mente dispuesto, en sus últimos días fué más enemigo de los protestantes, y que, lejos de arrepentirse de la conducta que había observado con ellos, sólo lamentaba no haberlos tratado con mayor severidad. Cuando se le informó de que el luteranismo se estaba difundiendo en España, y que habían sido aprehendidas una cantidad de personas sospechosas de estar con-taminadas con él, escribió cartas, desde el monasterio de San Yuste, a su hija Juana, regente de España, a Juan de Vega, presidente del consejo de Castilla, y al inquisidor general, encar-gándoles ejercer sus respectivos poderes con todo el vigor posible, "prendiendo a toda la par-tida, y haciéndolos quemar a todos, después de emplear todos los medios para hacerlos cris-tianos antes de aplicarles el castigo; porque estaba convencido de que ninguno de ellos se convertiría en fiel católico, dada su irresistible propensión a dogmatizar." Después envió a su mayordomo Luis Quijada, para que velara por el cumplimiento de esas medidas.12 En conver-sación con el prior de los monjes del convento, se mostraba satisfecho por haber resistido las apremiantes solicitaciones de los príncipes protestantes para que leyera sus libros y recibiera en audiencia a sus teólogos; aunque le habían prometido, bajo tales condiciones, marchar con todas sus fuerzas, una vez contra el rey de Francia, y otra contra los turcos.13 Lo único de que se lamentaba era de su indulgencia para con ellos, y particularmente de haber respetado sus promesas al heresiarca. Hablando del encargo que había dado a los inquisidores respecto a los herejes de España, decía: "Si no los condenan a la hoguera, cometerán un error tan grande como el que yo cometí al perdonar la vida a Lutero. Aunque lo hice solamente por el salvo-conducto que yo le había dado, y la promesa que le había hecho en un momento en que creía poder suprimir a los herejes por otros medios, confieso que obré mal en esto, pues yo no esta-ba obligado a cumplir mi promesa a un hereje, cuando él ofendía a un señor tan grande como yo, y aun a Dios mismo. Entonces yo pude, más aún, yo debí haber olvidado mi palabra y vengado así la ofensa que había sido hecha a Dios. Si él me hubiera ofendido a mi solamente, yo debería haber guardado mi palabra fielmente; pero por no haberle quitado la vida, la here-jía continuó progresando, mientras su muerte, estoy seguro de ello, la hubiera ahogado en su nacimiento."14 Pero esto no se basa sólo en los relatos de conversaciones. En su testamento, hecho en los Países Bajos, encargaba a su hijo "ser obediente a los mandatos de la santa ma-dre iglesia, y especialmente favorecer y apoyar al santo oficio de la Inquisición contra la de-pravación y apostasía de los herejes." Y en un codicilo al mismo, redactado en San Yuste po-cas semanas antes de su muerte, después de mencionar las instrucciones dadas antes respecto a este punto, y la confianza que depositaba en su hijo respecto a la ejecución de las mismas, agrega: "Por lo tanto, le encargo y recomiendo con todo el celo posible y debido, y le ordeno además como padre y por la obediencia que me debe, que atienda a esto cuidadosamente, co-mo algo que le concierne esencialmente y muy de cerca, que los herejes sean perseguidos y castigados como lo merece su crimen, sin exceptuar a ningún culpable ni mostrar considera-ción a súplica alguna, ni a rango o calidad. Y para que mi intención pueda ser plenamente cumplida, le encargo apoyar y hacer que sea apoyada la santa Inquisición, que es el medio de prevenir y corregir tantos males, como lo he determinado en mi testamento; que así cumpla su deber de príncipe, y que nuestro Señor lo prospere en su reino y lo proteja contra sus enemi-gos, para mi mayor tranquilidad y contentamiento."15

11 Llorente, II, cap. XVIII, art. 2. 12 Sandoval, Historia de la Vida y Hechos del Emperador Carlos V, tomo II, págs. 829, 881. 13 Ibid., pág, 388. Sepulvedae Opera, tomo II, págs. 542-544. 14 Sandoval, ut supra, pág. 829. 15 Ibid., págs. 863, 881, 882.

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Pero, aunque esto permita suponer que los protestantes apresados no tenían nada que esperar de Carlos V, su situación se hizo aun más calamitosa por su retiro y la ascensión de Felipe II. El fanatismo que en su padre se vio paralizado por la incipiente chochera que lo dominaba, se unía en el hijo al vigor de la juventud y a un temperamento taciturno e implaca-ble por naturaleza. Otras circunstancias contribuyeron también a sellar la condenación de los reformados en España. Las largas guerras entre España y Francia terminaron con el tratado de Chateau Cambresis, y la paz entre ambos reinos fué ratificada por el casamiento de Felipe con la hija mayor del rey de Francia. Antes de esto se había arreglado amistosamente la disensión entre el monarca español y la corte de Roma. El trono papal estaba ocupado en esa época por Pablo IV, un perseguidor furioso, decidido sostenedor de la Inquisición; y el puesto de inqui-sidor general en España lo desempeñaba Francisco Valdés, un prelado que ya se había distin-guido de sus dos antecesores inmediatos por la severidad de su administración, y cuyas pasio-nes mundanas no habían sido mitigadas por la avanzada edad que habían alcanzado. El pontí-fice supremo, el inquisidor general y el monarca estaban igualmente dispuestos a adoptar las medidas más ilegales y sanguinarias para extirpar la herejía de la Península.

Cuando tenía sólo dieciséis años, Felipe dió una prueba de su extrema devoción a la In-

quisición, y de los principios que gobernarían la dirección de su futuro reino; fué en el año 1543, cuando el marqués de Terranova, virrey de Sicilia, ordenó que fueran procesados ante los tribunales ordinarios dos familiares del Santo Oficio, culpables de ciertos delitos. Aunque esto estaba perfectamente de acuerdo con una ley promulgada por Carlos V, a pedido de los habitantes, suspendiendo por diez años el poder de los inquisidores para juzgar en tales causas dentro de la isla, los familiares se quejaron a Felipe, que entonces actuaba como regente de los dominios españoles, y éste dirigió una carta al virrey exhortándole a dar satisfacción a los santos padres a quienes había ofendido. En consecuencia, el marqués, que era gran condesta-ble y almirante de Nápoles, uno de los primeros pares de España y descendiente de la casa real de Aragón, se sintió obligado a hacer penitencia en la iglesia del monasterio dominico, y a pagar cien ducados a los cabecillas de la Inquisición cuyos vicios había pretendido corre-gir.16 Durante la regencia del príncipe, los inquisidores españoles obtuvieron en más de un caso la devolución de poderes, ofensivos a la vez para la justicia y la libertad de los súbditos, que les habían sido retirados.17

En 1557, durante las negociaciones entre la corte de España y la de Roma, que termina-

ron en forma desastrosa para la primera, Felipe escribió a su general, el duque de Alba: "que en la época de su nacimiento Roma era presa de grandes calamidades, y sería injusto por su parte someterla a males similares al comienzo de su reinado; por lo tanto, era su voluntad que se firmara prontamente la paz, en términos que no fueran deshonrosos para su Santidad; por-que él preferiría más bien sacrificar los derechos de su corona antes que tocar en lo más mí-nimo los de la santa sede."18

"En vista de estas instrucciones, el duque, como virrey de Nápoles, se vió obligado a

caer sobre sus rodillas y, en su nombre y en el de su señor el emperador, pedir perdón al papa por las ofensas especificadas en el tratado de paz; hecho lo cual fueron absueltos de las censu-

16 Llorente, II, 84, 88. 17 Puigblanch, II, 272. 18 Este lenguaje en boca de Felipe tenía precedentes. Cuando los diputados por Aragón pidieron una reforma

de la Inquisición, Carlos V respondió "que por ningún concepto olvidaría su alma, y que prefería perder parte de sus dominios antes que permitir que en ellos se hiciera algo contrario al honor de Dios o a la autoridad del Santo Oficio." (Dormir, Anales de Aragón, lib. I, cap. 26; Puigblanch, II, 266, 267.

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ras en que habían incurrido respectivamente. Después de la ceremonia, el altanero y satisfecho pontífice se volvió a los cardenales y les dijo "que acababa de prestar a la santa sede el servi-cio más grande que jamás recibiría; y que el ejemplo que acababa de dar el monarca español enseñaría a los papas en lo sucesivo cómo abatir el orgullo de los reyes que no supieran cuán-ta era la obediencia que legítimamente debían a la cabeza de la iglesia."19 Razón tenía Carlos V para decir en su testamento, al encargar, ya moribundo, la extirpación de la herejía, "que estaba persuadido de que el rey su hijo no ahorraría esfuerzos para aplastar un mal tan grande con toda la severidad y prontitud que requería."20

Pablo IV accedió con la mejor disposición a las solicitudes que Felipe le hizo, de acuer-

do con el inquisidor general Valdés, para que aumentara la autoridad del Santo Oficio de mo-do que abarcara el poder de condenar a los herejes que estaban ya en la cárcel, y el de apre-hender y juzgar a otros. El 15 de febrero de 1558 emitió un breve renovando todas las deci-siones de concilios y soberanos pontífices contra los herejes y cismáticos, declarando que esa medida se hacia necesaria por los informes que había recibido del progreso diario y creciente de la herejía, y encargando a Valdés perseguir a los culpables e infligirles los castigos estable-cidos por las constituciones, especialmente el que los privaba de todas sus dignidades y fun-ciones, "sean ellos obispos, arzobispos, patriarcas, cardenales o legados, - barones, condes, marqueses, duques, príncipes, reyes o emperadores."21 Este arrollador breve, de cuyas sancio-nes no se salvaba nadie más que su Santidad, fué publicado en España con la aprobación del monarca, poco después que él mismo y su padre habían sido amenazados con la excomunión y el derrocamiento. Valdés, con la cooperación del Consejo Supremo, preparó instrucciones para todos los tribunales de la Inquisición, ordenándoles, entre otras cosas, pesquisar los li-bros heréticos y hacer un auto de fe con todos los que descubriesen, inclusive muchas obras no mencionadas en ninguno de los anteriores índices prohibitorios.22 Esta fué también la épo-ca de aquella terrible ley de Felipe que ordenaba la aplicación de la pena de muerte a todo el que vendiera, comprara, leyera o poseyera cualquier libro prohibido por el Santo Oficio.23 Para rastrear a los pobres herejes en sus escondites, y traerlos bajo el yugo de su sangriento estatuto, Pablo IV, el 6 de enero de 1559, lanzó una bula ordenando a todos los confesores interrogar estrechamente a sus penitentes de cualquier rango, desde el más ínfimo hasta el de rey o cardenal, e instarles a denunciar a todos los que supieran culpables de esa ofensa, so pena de excomunión mayor, de la cual nadie más que el papa o el inquisidor general podrían librados; los confesores que no cumplieran con este deber quedaban sujetos al mismo castigo con que se amenazaba a los penitentes.24 Al día siguiente el papa declaró, en pleno consisto-rio, que habiéndose propagado en España la herejía de Lutero y otros innovadores, tenía razo-nes para creer que algunos obispos la habían abrazado; por lo cual autorizaba al gran inquisi-dor a que, durante dos años desde ese día, hiciera una encuesta entre todos los obispos, arzo-bispos, patriarcas y primates de aquel reino, comenzara sus procesos, y en caso de que tuviera motivos para sospechar que intentaran huir, los prendiera y detuviera, a condición de dar avi-so inmediatamente al soberano pontífice y conducir los prisioneros a Roma lo más pronto

19 Se dice que cuando el duque de Alba, que se había retirado antes, supo de este discurso, dijo que si él

hubiera sido Felipe II, el cardenal Caraffa (Pablo IV), habría tenido que ir a Bruselas y postrarse a los pies del rey de España como él lo había hecho ante el papa. (Llorente, II, 181-183.)

20 Sandoval, Historia de la Vida y Hechos del Emp. Carlos V, tomo, II, pág. 881. 21 Llorente, II, 183, 184. 22 Ibid., I, 468. 23 Ibid., pág. 470. 24 Ibid., pág. 471.

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posible.25 Como si estas medidas no bastaran para hacer que se multiplicaran las denuncias, Felipe

las secundó renovando por medio de un edicto una ordenanza real que había caído en desuso o sido suspendida, la cual daba derecho a los denunciantes a la cuarta parte de los bienes de aquellos que fueran declarados culpables de herejía.26 Mas el código de leyes existentes, aun después de revivir aquellas que habían estado fuera de uso u olvidadas durante mucho tiempo, era demasiado suave para los gobernantes de esta época; era necesario adoptar reglamentos más bárbaros e injustos. A pedido de Felipe y Valdés, el papa, el 4 de febrero de 1559, emitió un breve autorizando al consejo Supremo, derogando las leyes existentes de la Inquisición, a entregar al brazo secular a los convictos de haber enseñado las doctrinas luteranas, aunque no fueran relapsos y estuvieran dispuestos a retractarse. Se ha observado con justicia, que si la historia no tuviera nada más que reprocharles a Felipe II y el inquisidor general Valdés, que el haber solicitado esta bula, esto sería suficiente para cubrir de infamia sus nombres. Ni Fer-nando V y Torquemada, ni Carlos V y Manrique habían llegado tan lejos. Ellos nunca pensa-ron en quemar vivos, o someter a la pena capital, a las personas convictas de herejía por pri-mera vez o que confesaban sus errores; ni se consideraron justificados en recurrir a ese extre-mo por sospechas de que tales confesiones fueran dictadas por el miedo a la muerte. Esta fué la última invención de la tiranía, llevada a la locura por el odio y el terror a la verdad. Si fuera necesario señalar agravantes a esta iniquidad, podríamos agregar que se le dió carácter re-troactivo, y fué aplicada sin rubor a aquellos que habían estado emparedados durante largo tiempo en los calabozos de la Inquisición.27

El siguiente objetivo consistía en hallar agentes aptos para poner en ejecución estas san-

guinarias medidas. Pero uno de los sabios designios de una providencia misericordiosa para desbaratar los planes perjudiciales para la sociedad humana, e inspirar en sus autores el miedo al fracaso final, es que los malvados y tiranos se inclinen a sospechar de los más esclavos e incondicionales instrumentos de su voluntad. Los individuos que estaban al frente de los tri-bunales inquisitoriales de Sevilla y Valladolid habían incurrido en las sospechas de Valdés, quien los consideraba culpables de negligencia, si no de connivencia con los protestantes, ya que estos habían podido celebrar sus conventículos en ambas ciudades, casi con las puertas abiertas. Para evitar la repetición de hechos de esa clase en lo futuro, y para atender la multi-tud de asuntos que los últimos descubrimientos habían originado, delegó sus poderes de inqui-sidor general en dos individuos de su entera confianza: González Munébrega, arzobispo de Tarragona, y Pedro de la Gasca de Palencia, quienes fijaron respectivamente sus residencias en Sevilla y Valladolid, en carácter de viceinquisidores generales.28 Ambos substitutos se mostraron dignos de la confianza depositada en ellos; pero la conducta de Munébrega satisfi-zo las más altas esperanzas de Valdés y Felipe. Mientras presenciaba los interrogatorios de los prisioneros y daba instrucciones respecto a las torturas a que debían ser sometidos, acostum-braba dar suelta a los escarnios más profanos y crueles, diciendo que los herejes tenían tan profundamente arraigado en sus corazones el mandamiento "Amarás a tu prójimo como a tí mismo", que era necesario arrancarles la carne de los huesos para hacerles declarar contra sus hermanos. Durante sus ratos de ocio se lo podía ver navegando por el río en una barca, o pa-seando por los jardines de Triana, vestido de púrpura y seda, acompañado por un séquito de

25 Ibid., III, 228. 26 Ibid., II, 216, 217. 27 Ibid., II, 215. 28 Ibid., II, 217. Montanus, pág. 90, 91.

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sirvientes, rodeado de viles poetastros, y seguido por multitudes pagadas para ello, que alter-nativamente lo aclamaban e insultaban a los protestantes a quienes percibían a través de las rejas del castillo.29 Una anécdota se cuenta de él que, aunque baladí en comparación con los horrores de la época, merece ser relatada porque ilustra su gratuita insolencia y es uno entre tantos ejemplos de la desvergüenza con que los inquisidores convertían su autoridad en ins-trumento para la gratificación de sus más bajas pasiones. Un siervo del viceinquisidor general quitó un día a un hijo del jardinero un palo con que estaba jugando; acudió el padre atraído por los gritos del niño, y después de haber tratado en vano de que el siervo devolviera el palo, se lo arrebató de la mano, con lo cual le causó una pequeña lesión. Habiéndose éste quejado inmediatamente a Munébrega, y siendo el proceder del jardinero suficiente para considerarlo sospechoso de herejía de Leví, fué puesto en el calabozo, donde estuvo nueve meses aherroja-do.30

Se equivoca el lector si cree que los santos padres emprendían todos estos servicios ex-

traordinarios por puro celo por la verdad, o con la idea de que superabundantes obras supere-rogatorias les asegurarían una recompensa futura e invisible. Si los herejes eran visitados en esta vida con castigos ejemplares por los pecados de que eran culpables, ¿por qué no habían de tener los defensores de la fe "sus bienes" en esta vida? Para afrontar los gastos de esta cru-zada nacional, el papa, a pedido de los inquisidores, los autorizó a apropiarse para su uso de algunas rentas eclesiásticas, y les concedió, además, un subsidio de cien mil ducados de oro que debían ser pagados por el clero. La bula lanzada con tal propósito establecía que la herejía de Lutero había hecho alarmantes progresos en España, donde había sido abrazada por mu-chos individuos ricos y poderosos: que, con el fin de detenerla, el inquisidor general se había visto obligado a encarcelar una multitud de personas sospechosas, a aumentar el número de jueces en los tribunales provinciales, a emplear familiares supernumerarios, y a comprar y mantener una cantidad de caballos en diferentes partes del reino, para perseguir a los fugiti-vos; y que los ingresos ordinarios del Santo Oficio eran del todo insuficientes para costear los gastos de una institución tan ampliada, y mantener al mismo tiempo a tantos prisioneros que no tenían medios para sostenerse. Por celoso que fuera el clero, en general, contra la herejía, no pudo menos que rebelarse contra esta quita en sus ingresos; y después que la Inquisición hubo exterminado a los luteranos, tuvo que descargar su ira, llamando en su ayuda en algunos casos al brazo secular, sobre algunos canónigos refractarios que se resistían a pagar las sumas que les habían sido asignadas.31

Es difícil concebir, y aun más difícil describir, la situación y los sentimientos de los pro-

testantes cautivos mientras se desarrollaban todos estos preparativos. De haber tenido la pers-pectiva de un juicio abierto, aunque fuera acompañada por la certidumbre de ser convictos y condenados a una muerte ignominiosa, hubiera significado para ellos un alivio. Pero, por el contrario, se veían condenados a un prolongado sufrimiento, durante el cual su melancólica soledad solo era interrumpida por tentativas encaminadas a despojarlos de su mayor consuelo; distraídos, por una parte, por las súplicas de sus desconsolados amigos, que trataban de con-seguir que compraran su vida a costa de una pronta retractación, y acosados, por otra parte, por los interminables interrogatorios a que eran sometidos por sus perseguidores; asegurándo-seles hoy que podrían escapar a la condenación siempre que hicieran una franca confesión de todo lo que sabían, y diciéndoseles mañana que la confesión que habían hecho len confianza

29 Montanus, págs. 92, 93. 30 Ibid., págs. 190-192. 31 Llorente, II, 218.

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sólo había servido para confirmar las dudas que se tenían sobre su sinceridad; oyendo una vez que algún otro desdichado había sido agregado a su número, y recibiendo, otra vez, la noticia aun más desalentadora, de que algún preso, envuelto por los sofismas o vencido por los tor-mentos, había consentido en abjurar la verdad. Un tribunal más benigno se hubiera conforma-do con hacer un escarmiento con los cabecillas, o hubiera procedido a ejecutar a los culpables tan pronto como terminaran sus procesos; pero la política de Felipe II y sus inquisidores era otra. Ellos querían aterrorizar a toda la nación, y mostrar a Europa un gran espectáculo de celo por la fe católica y persecución de la herejía. Llenos de los temores que siempre asaltan a los tiranos, se imaginaban que la herejía se había extendido más de lo que en realidad había suce-dido, y trataban por lo tanto de arrancar a sus prisioneros confesiones que condujeran al des-cubrimiento de los que aún permanecían ocultos o de aquellos que pudieran estar con-taminados, por poco que fuera, por las nuevas opiniones. No tenían la más remota intención de mostrar misericordia hacia aquellos que ya se habían declarado penitentes, y habían conse-guido una ley que les permitía negársela; pero deseaban asegurar el triunfo de la fe católica teniendo en su poder, para leerlas públicamente en el auto de fe, las retractaciones de los que habían abrazado la verdad. Con este propósito, la mayor parte de los protestantes eran demo-rados en la cárcel durante dos, y algunos de ellos tres años, durante los cuales su salud física se quebrantaba, o su espíritu se rendía por el rigor del confinamiento y la crueldad de los tor-mentos. Como consecuencia, la constancia de algunos de ellos se conmovía, mientras otros terminaban sus días en un lento martirio secreto.

Entre estos últimos estuvo Constantino Ponce de la Fuente. Expuesto como estaba al

odio de los que envidiaban su popularidad, y a los celos de los que lo consideraban como el más capaz de los defensores de las nuevas opiniones, no era de esperar que escapara a la tem-pestad que se desencadenó sobre la iglesia reformada de España. Así fué de los primeros aprehendidos cuando se soltó a los familiares de la Inquisición sobre los protestantes de Sevi-lla.32 Cuando llegó la información a Carlos V, en el monasterio de San Yuste, de que su cape-llán favorito había sido encarcelado, exclamó: “¡Si Constantino es hereje, lo es grande!" y cuando, más tarde, se le aseguró que había sido hallado culpable, replicó con un suspiro: “¡No podríais condenar a uno mayor!"33 La alegría que sentían los inquisidores al conseguir apode-rarse de un hombre a quien habían considerado mucho tiempo con envidia, se veía abatida en no poca medida por las dificultades con que tropezaban para conseguir que se declarara con-victo. Constantino conociendo lo peligroso de su situación, durante un tiempo había manifes-tado la mayor circunspección en sus palabras y acciones. Sus amigos intimas, como ya lo hemos manifestado, eran pocos y escogidos; su penetración lo capacitaba para descubrir con una ojeada al traidor bajo su máscara; y su conocimiento de la naturaleza humana hacía que se guardara de confiarse a los débiles aunque honrados partidarios de la fe reformada. La vene-ración y estima en que le tenían sus amigos eran tales que hubieran muerto antes que com-prometer su seguridad por medio de sus confesiones. Cuando fué llevado ante sus jueces, sos-tuvo su inocencia, desafió al acusador público a que probara que había cometido alguna ac-ción criminal, y rechazó los cargos que se le presentaron con tal habilidad y éxito, que sus adversarios se vieron perplejos. Existían todas las probabilidades de que al fin defraudaría todos sus esfuerzos para declararle convicto de herejía, cuando un suceso imprevisto le obligó a abandonar la línea de defensa que había adoptado. Doña Isabel Martinia, una dama viuda, respetable y opulenta, fué encarcelada por sospechosa de herejía; y habiendo sido informados

32 Montanus, pág. 287. 33 Sandova1, Hist. del Emp. Carlos V, tomo II, pág. 829. Cuando se le informó del encarcelamiento de Do-

mingo de Guzmán, el emperador dijo: "Deben haberlo encerrado por loco." (Ibid.)

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los inquisidores, por la infidencia de un sirviente de la familia, de que su hijo Francisco Ber-trán, había ayudado a poner en salvo ciertos cofres conteniendo valiosos efectos, antes de que se efectuara el inventario, enviaron al alguacil Luis Sotelo a exigir la entrega de los mismos. Tan pronto como el alguacil entró en la casa, Bertrán, presa de gran agitación, le dijo que sa-bía a lo que iba, y que le entregaría todo lo que quisiera a condición que lo librara de la ven-ganza de la Inquisición, y conduciendo al alguacil a una parte retirada del edificio, y abriendo un delgado tabique, le mostró una cantidad de libros que Constantino Ponce había dado a guardar a su madre, como medida de precaución, algún tiempo antes de su detención. Sotelo le manifestó que no era eso precisamente lo que él había ido a buscar, pero que se haría cargo de ellos, junto con los cofres que se le había ordenado llevar al Santo Oficio. Por centellean-tes que fueran las joyas de Doña Isabel, los ojos de los inquisidores relumbraron aun más a la vista de los libros de Constantino. Al examinarlos encontraron, además de varias obras heréti-cas, un volumen de su propio puño y letra, en el cual se discutían extensamente los puntos de la controversia entre la iglesia de Roma y los protestantes. En él el autor trataba de la verdade-ra iglesia según los principios de Lutero y Calvino, y mediante la aplicación de diferentes características que, según las Escrituras permiten distinguirla, mostraba que la iglesia papal no tenía derecho a ese título. De la misma manera decidía las cuestiones referentes a la justifica-ción, los méritos de las buenas obras, los sacramentos, las indulgencias y el purgatorio; lla-mando a este último la cabeza del lobo, e invención de los monjes para llenar sus vientres Jerezosos. Cuando se le mostró a Constantino el volumen, reconoció al instante que esa era su caligrafía, y que contenía sus creencias. "No es necesario" -agregó- "que con sigáis más prue-bas; allí tenéis una cándida y completa confesión de mis creencias. Estoy en vuestras manos; haced conmigo lo que os parezca."34

No hubo tretas ni amenazas que consiguieran arrancarle información alguna respecto a

sus asociados. Con el fin de inducir a los otros prisioneros a declararse culpables, los agentes del Santo Oficio hicieron circular el rumor de que él había declarado contra ellos cuando se le interrogaba: y se llegó a sobornar testigos que declarasen que habían oído sus gritos en el po-tro, a pesar de que no había sido sometido a tan inhumano sistema de examen, sin que se sepa qué motivos impidieron que los jueces recurrieran a él. Sólo puedo conjeturar que lo hicieron respetando los sentimientos del emperador; pues poco después de la muerte de éste. Constan-tino fué trasladado del apartamento que ocupaba hasta entonces, y arrojado en una celda baja, húmeda e infecta, donde fué sometido, más que sus otros hermanos, a la aplicación de los instrumentos de tortura. Oprimido y gastado por una manera de vivir tan diferente de aquella a que estaba acostumbrado, se le oyó exclamar: "¡Dios mío! ¿No había escitas, caníbales o paganos aun más salvajes, que has permitido que cayera en manos de estos demonios bautiza-dos?" Tal situación no podía durar mucho tiempo; el ambiente pútrido y la dieta malsana, jun-to con la pena que le causaba la ruina de la causa reformada en su patria, le causaron una di-sentería que puso fin a sus días después de un confinamiento de casi dos años.35

No satisfechos con descargar sobre él su venganza mientras vivió, sus adversarios hicie-

ron circular la versión de que se había quitado la vida abriéndose una vena con un pedazo de vidrio; y por las calles de Sevilla vociferaban indecentes baladas compuestas sobre esa histo-ria apócrifa, y llenas de otras infamias. Si esa versión hubiera tenido el menor fundamento, podemos estar seguros de que los inquisidores hubieran cuidado de verificada ordenando una investigación sobre el cadáver. Pero la calumnia fué refutada por el testimonio de un joven

34 Histoire des Martyrs, f. 502a. Montanus, pág. 289, 290. 35 Montanus, págs. 287-292. Llorente, II, 275-277.

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monje de San Isidro, llamado Fernando, que estando providencialmente confinado en la mis-ma celda que Constantino, lo asistió durante su enfermedad, y cerró sus ojos en paz.36

Las infames calumnias que en esa oportunidad se propagaron contra él, sólo sirven para

demostrar la ansiedad de los inquisidores por apagar su fama, y su temor de que las opiniones reformadas ganaran terreno por el hecho de haber sido abrazadas por una persona tan eminen-te y popular.37 En cuanto a esto, sin embargo, no consiguieron ver del todo realizados sus de-seos, según se evidenció cuando se presentaron su efigie y sus huesos en un auto de fe cele-brado en Sevilla el 22 de diciembre de 1560. Las efigies de los herejes que habían escapado de la justicia, ya sea huyendo o por la muerte, consistían generalmente en un pedazo informe de trapo con una cabeza en la parte superior: pero la de Constantino consistía en una figura humana completa, con todas sus partes, vestida en la forma que él aparecía en público, y re-presentándolo en su actitud más común al predicar, con un brazo descansando sobre el púlpito y el otro levantado. La presentación de esta figura en el espectáculo, cuando estaba por ser leída su sentencia, determinó un vívido recuerdo de predicador tan popular, y arrancó a los espectadores una manifestación de sentimientos en modo alguno agradable para los inquisido-res, a consecuencia de la cual ordenaron que fuera retirada del sitio prominente que ocupaba y fuera colocada cerca de su propia plataforma, donde comenzaron la lectura de los artículos del libelo sobre la condenación de Constantino. El pueblo, descontento con esta actitud, y no oyendo lo que se leía, empezó a murmurar; ante lo cual Calderón, que como alcalde de la ciu-dad presidía el acto, pidió al secretario actuante que fuera al púlpito preparado para esa parte de la ceremonia; siendo desoída esta intimación, se renovaron los murmullos y el alcalde, levantando la voz, ordenó la suspensión del servicio. Los inquisidores se vieron obligados a restaurar la efigie a su anterior sitio, y recomenzar la lectura de la sentencia; pero se dieron instrucciones al secretario para que, después de mencionar algunos de los errores en que el finado había incurrido, terminara diciendo que había sostenido otros más, tan horribles que no podían ser oídos por los oídos del vulgo sin mancharse; después de lo cual la efigie fué de-vuelta a la casa de la Inquisición y se colocó otra ordinaria en la pira para ser quemada junto con los huesos de Constantino. Los inquisidores se encontraron no poco perplejos respecto a qué determinación adoptar sobre sus obras, que ya habían sido impresas con autorización de ellos mismos; al fin resolvieron prohibirlas, "no porque se haya hallado en ellas nada digno de condenación" -dice la sentencia- "sino porque no conviene que ningún recuerdo honorable de un hombre condenado a la infamia sea transmitido a la posteridad."38 Pero les restaba por rea-lizar una tarea aún más delicada. En Madrid se había publicado por orden real la historia de un viaje a Flandes realizado por Felipe II siendo príncipe de Asturias, en la cual se describía a su capellán Constantino como "el más grande filósofo, el teólogo más profundo y el orador más elocuente que ha habido en España por muchos años." No sabemos si el mismo Felipe habrá informado sobre esta obra; pero podemos estar seguros de que él no habría corrido el riesgo de ser excomulgado conservándola en su biblioteca después que había sido condenada por los censores inquisitoriales de prensa, quienes ordenaron que se les entregaran todos los ejemplares, a fin de tachar el indiscreto panegírico; "y en este pasaje" -dice alguien que des-

36 Cipriano de Valera, Dos Tratados, págs. 251. 252. Montanus, págs. 291. 292. Paramo menciona la calum-

nia con vacilación (Hist. lnquis., lib. II, tít. III, cap. 5; apud Puigblanch. vol. II, pág. 210.) Illescas la menciona como un mero informe. (Hist. Pontif., tomo II, f. 451a.)

37 Las calumnias a que se hace referencia figuran en la obra de Illescas. (Hist. Pontifical, ut supra), pero ello no es prueba de que aquel autor las creyera, pues, como veremos más adelante, su historia original fué suprimida y él fué obligado a escribir otra, según las instrucciones de los inquisidores, haciendo en ella declaraciones dia-metralmente opuestas a las que había publicado anteriormente.

38 Montanus, págs. 293, 294, 297. Llorente, II, 278. 279.

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pués consiguió un ejemplar de la historia en España- "el expurgador del tomo que tengo en mis manos, fué tan pródigo con la tinta, que me ha costado mucho poder leerlo."39

Constantino Ponce no fué el único protestante que cayó vencido por los miasmas pesti-

lentes de las prisiones inquisitoriales. La misma suerte le cupo a Olmedo, un hombre distin-guido por su ilustración y piedad. que cayó en manos de los inquisidores en Sevilla, y a quien se le oyó exclamar con frecuencia que soportaría cualquier clase de torturas antes que los horrores de su situación.40 Considerando los tratos que recibían los prisioneros, maravilla que muchos de ellos no hayan caído en la locura. Sólo una mujer recurrió al remedio desesperado de acortar sus días; Juana Sánchez, una beata, después de haber pasado mucho tiempo en la cárcel de Valladolid, fué declarada culpable de herejía, y habiendo conocido su sentencia an-tes de que le fuera comunicada oficialmente, se hizo un tajo en el cuello con unas tijeras y murió a consecuencia de la herida pocos días después, durante los cuales los frailes hicieron toda clase de esfuerzos, no para que se arrepintiera del suicidio intentado, sino para que se re-tractara de los errores que había abrigado. Pero ella los rechazó indignada, como monstruos tan desprovistos de humanidad como de religión.41

Nuevamente debo remitir a mis lectores a las historias corrientes de la Inquisición, por

información sobre los diversos tormentos y otros crueles ingenios utilizados para procurar pruebas con que declarar convictos a los presos acusados de herejía. Uno o dos casos, sin em-bargo, son de tal naturaleza que sería imperdonable omitidos en este lugar. Entre los protes-tantes apresados en Sevilla estaban la viuda de Fernando Núñez, natural del pueblo de Lepe, con tres de sus hijas y una hermana casada. Como no había pruebas contra ellas, fueron some-tidas al tormento, pero se negaron a declarar unas contra otras. Entonces, el inquisidor general llamó a una de las jóvenes a la cámara de audiencias y después de conversar un rato, le decla-ró que simpatizaba con ella. Habiéndose repetido la escena en otra entrevista, le dijo que no podría ayudada si ella no le confesaba todo, pero que si lo hacía, él arreglaría las cosas de modo que ella y sus amigas salieran en libertad. Cayendo en la trampa, la inocente joven le confesó que ella había conversado en diferentes oportunidades con su madre, su tía y sus hermanas, sobre las doctrinas luteranas. El miserable la llevó entonces de inmediato ante el tribunal y la obligó a declarar judicialmente lo que le había confiado en secreto; pero eso no fué todo: bajo el pretexto de que su confesión no había sido suficientemente amplia y franca, fué sometida a las peores torturas: el potro y la rueda por medio de los cuales se le arrancaron declaraciones que no sólo llevaron a la condenación de ella y sus parientes, sino también a la captura y condenación de otros que después perecieron en las llamas.42 El otro caso se rela-ciona con un joven compatriota nuestro. Un barco inglés que había entrado en el puerto de San Lúcar, fué visitado por los familiares de la Inquisición, y varios tripulantes, que, con la franqueza de los marineros británicos, se declararon protestantes, fueron apresados antes de desembarcar. Junto con ellos los familiares llevaron preso a un muchacho de doce años, hijo de un respetable comerciante a quien pertenecía la mayor parte del cargamento del buque. El pretexto que se dió para prenderlo fué que se había hallado en su equipaje un salterio en in-glés; pero hay motivos para creer que la causa real fué el propósito de extorsionar a su padre y conseguir un buen rescate por la libertad del niño. Habiendo recibido una piadosa educación,

39 Geddes, Miscell. Tracts, vol. I, pág. 567. 40 Montanus, págs. 104, 105. Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 250. 41 Llorente, II, 240. 42 Montanus, págs. 82-85. Llorente ha corregido un error de Montanus en cuanto al grado de consanguinidad

entre estas mujeres, y al hacerlo confirma la manifestación general del historiador protestante, mientras pasa por alto las circunstancias agravantes del caso (tomo II, pág. 286)

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el muchacho observaba regularmente sus momentos devocionales, y alejaba el tedio de sus horas de encierro cantando de vez en cuando algún salmo de los que sabía de memoria. Tanto lo uno como lo otro eran graves ofensas, pues dentro de los lúgubres muros de la Inquisición están estrictamente prohibidos los actos devocionales que no se realicen bajo la dirección de sus agentes espirituales, y aun la menor demostración de alegría por parte de los prisioneros.43 Ante el informe del carcelero se hizo más severo el confinamiento del niño, como consecuen-cia de lo cual perdió el uso de ambas piernas, y fué necesario, para salvarle la vida, conducirlo al hospita1.44

Tan ignominiosas eran las medidas que se adoptaban para hacer declarar a los presos en

esa época, que personas de gran espectabilidad en la iglesia solicitaron, más tarde, una inves-tigación de los procedimientos de los tribunales inquisitoriales. En 1560 el señor Enríquez, un eclesiástico de rango en la iglesia colegiada de Valladolid, presentó a Felipe una representa-ción contra la Inquisición de aquella ciudad, acusándola de tiranía y avaricia. Entre otras co-sas, afirmaba que en la causa contra Cazalla los oficiales habían permitido que las monjas, que habían sido detenidas al mismo tiempo que él, conversaran entre ellas, a fin de que, con-firmándose mutuamente en sus errores, los jueces pudieran condenarlas y confiscar así sus bienes, y una vez cumplido el propósito deseado, cambiaron de procedimiento, encerrándolas por separado, y tratando, por medio de interrogatorios y visitas, de inducirlas por todos los medios a retractarse y morir en el seno de la iglesia.45

Habiendo pasado casi dos años en preparativos, se creyó, según las ideas españolas de

unidad de acción, llegado el momento de representar el último acto de la horrible tragedia. En consecuencia, el Consejo Superior dio ordenes para la realización de autos de de fe públicos, bajo la dirección de los varios tribunales de la Inquisición, en todo el país. Los que se realiza-ron en Sevilla y Valladolid fueron los más notables por la pompa con que fueron solemniza-dos y por el número y rango de las víctimas. Pero, antes de describirlos, es conveniente que el lector tenga una idea general de la naturaleza de estas exhibiciones y el orden en que gene-ralmente se desarrollaban.

Un auto de fe podía ser particular ó general. En el auto particular, o autillo, como se lo

llamaba, el ofensor aparecía ante los inquisidores instalados en su tribunal, ya solos o en pre-sencia de un selecto concurso de testigos, y se le leía la sentencia. El auto general, en el cual aparecía una cantidad de herejes, se realizaba con la más imponente solemnidad, y constituía una imitación combinada de los antiguos triunfos romanos y el juicio final.46 Siempre se reali-zaba en domingo o día de fiesta, en la iglesia mayor, pero con más frecuencia en la plaza más espaciosa del pueblo. Se anunciaba de antemano públicamente en todas las iglesias y casas religiosas de la vecindad; se solicitaba la asistencia de las autoridades civiles y del clero, tanto regular como secular; y con el fin de atraer a la multitud, se proclamaba una indulgencia de cuarenta días para todos los que presenciaran el acto.

43 Montanus, págs. 116. 117. 44 Ibid., págs. 119-121. 45 Proceso original de Carranza, tomado del archivo del tribunal de Valladolid: Puigblanch, II, 273. Llorente,

III, 202-217. 46 Esta semejanza la hace notar un moro de España en una carta que escribe a un amigo de África, dándole un

relato de los sufrimientos de sus paisanos a manos de la Inquisición: "Después de esto se reúnen en la plaza de Hatabin, y habiendo levantado alli un gran escenario, hacen que todo semeje el día del juicio; y al que se recon-cilia con ellos lo visten con una túnica amarilla; los demás son llevados a las llamas con efigies y horribles figu-ras." (Mármol, Historia del Rebelion del Reyno de Granada, lib. III, cap. 3.)

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La víspera del auto, los prisioneros penitentes, que por lo tanto debían sufrir un castigo

más leve que la muerte, eran reunidos, hombres y mujeres por separado, y se les leían sus respectivas sentencias. A medianoche entraba un confesor en los calabozos de los condenados a muerte, y les comunicaba por primera vez la suerte que les aguardaba, acompañando la in-timación con ardientes exhortaciones a retractarse de sus errores y morir reconciliados con la iglesia; en cuyo caso obtenían el favor de ser estrangulados antes de ser entregados sus cuer-pos a las llamas. En tales ocasiones tenían lugar a veces las escenas más desgarradoras.

Temprano a la mañana siguiente, empezaban a tañer las campanas de todas las iglesias;

los oficiales de la Inquisición se presentaban nuevamente en la prisión, y reuniendo a los pre-sos los vestían con los diferentes hábitos con que habían de aparecer en el espectáculo. Los sospechosos de haber errado levemente, eran vestidos simplemente de negro. Los otros pri-sioneros llevaban un sambenito, especie de túnica suelta, amarilla, llamada en español zama-

rra. (N.T. Así en el original) En el sambenito de los que debían ser estrangulados se pintaban lla-mas de fuego invertidas, lo que los españoles llaman fuego revolto, (N. del T. Así en el origi-nal) para indicar que habían escapado del fuego. El sambenito de los condenados a ser que-mados vivos estaban cubiertos de llamas dirigidas hacia arriba y rodeadas por diablos pinta-dos llevando haces de leña o atizando el fuego. Los mismos signos infamantes estaban pinta-dos en el bonete de cartón, llamado coroza, (N.T. Así en el original) que se les ponía en la cabeza. Después de esta ceremonia, eran invitados a participar de una suntuosa comida, que siendo rechazada, era devorada por los ministriles del oficio.

Reunidas en el patio de la prisión las personas que habían de tomar parte en la ceremo-

nia, la procesión se ponía en marcha, generalmente en el siguiente orden: Precedido por una compañía de soldados para abrirle paso, iba un grupo de sacerdotes de sobrepelliz, asistidos por una compañía de jóvenes, tales como los alumnos del Colegio de Doctrina, en Sevilla, quienes cantaban la liturgia en coros antifonales. Eran seguidos por los presos, distribuidos en varias clases según su grado de supuesta culpabilidad, siendo colocados al final los más cul-pables, llevando en las manos antorchas apagadas o cruces, y cuerdas suspendidas del cuello. Cada preso era guardado por dos familiares, y además de esto, los condenados a muerte eran asistidos por dos frailes cada uno. Después de los prisioneros iban los magistrados locales, los jueces y los funcionarios del estado, acompañados por un séquito de la nobleza, a caballo, después de los cuales seguía el clero secular y los monjes. A alguna distancia de estos avan-zaban lentamente, con toda pompa, los miembros del Santo Oficio, los personajes que com-partían principalmente el triunfo del día, precedidos por su fiscal, llevando el estandarte de la Inquisición, de damasco de seda rojo, en el cual se destacaban los nombres e insignias del papa Sixto IV y de Fernando el Católico, fundadores del tribunal, coronado por un crucifijo de plata maciza enchapado en oro, que era tenido en la más alta veneración por el populacho. Se-guían, a caballo, formando su guardia de honor los familiares, entre los cuales figuraban como miembros honorarios muchos de la nobleza del campo. La procesión terminaba con una in-mensa cantidad de pueblo común, que avanzaba sin guardar ningún orden establecido.

Una vez llegada la procesión al lugar del auto, los inquisidores subían a la plataforma

levantada para ellos, y los presos eran conducidos a otra que se levantaba enfrente de aquélla. El servicio comenzaba con un sermón, predicado comúnmente por algún prelado distinguido, después de lo cual un escribiente del tribunal leía las sentencias de los penitentes, quienes, de rodillas y con las manos colocadas sobre el misal, repetían sus confesiones. El inquisidor principal descendía del trono en que se sentaba, y avanzando hacia el altar, absolvía a los pe-

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nitentes a culpa, dejándolos bajo la obligación de sufrir los diversos castigos a que hubieran sido condenados: penitencia, destierro, azotes, trabajos forzados o prisión. Luego conjuraba a todos los presentes a vivir y morir en la comunión de la iglesia romana, Y sostener y defender contra todos sus adversarios, al tribunal de la Santa Inquisición; durante cuya ceremonia se veía a todo el pueblo de rodillas en las calles. Seguía entonces la parte más trágica de la esce-na. Habiéndose leído públicamente las sentencias de los condenados a muerte, se procedía a degradar a los que pertenecían a órdenes sagradas, arrancándoles pedazo a pedazo, sus hábitos sacerdotales, una ceremonia realizada deliberadamente en tal forma que cada uno de sus deta-lles los expusiera a la ignominia y execración de los supersticiosos testigos. Después de esto eran formalmente entregados a los jueces seculares, para sufrir el castigo que la ley civil apli-caba a los herejes. Era en esta oportunidad cuando los inquisidores realizaban esa impía farsa que ha excitado la indignación de todos aquellos en cuyo pecho el fanatismo, o algún princi-pio todavía peor, no han extinguido todo sentimiento natural. Cuando entregaban al prisionero en manos de los jueces seculares, a quienes habían citado para recibido, les encargaban que lo trataran con clemencia y compasión.47 El motivo de esto era evitar incurrir en el cargo de irre-gularidad, que los cánones de la iglesia pronunciaban contra los eclesiásticos que fueran cóm-plices en infligir algún daño corporal. Pero no sólo sabían bien cuáles serían las consecuencias de su acción, sino que habían tomado todas las precauciones necesarias para que se cumplie-ran. Cinco días antes del auto de fe informaban al juez ordinario del número de prisioneros que le serían entregados, a fin de que se preparase la cantidad necesaria de estacas, leña y todo lo demás necesario para la ejecución. Una vez que los presos eran declarados impenitentes o relapsos por los inquisidores, el magistrado no podía hacer otra cosa que pronunciar sentencia condenándolos a las llamas; si hubiera osado en algún caso cambiar la sentencia de muerte por la de prisión perpetua, así fuera en la más remota fortaleza de Asia, África o América, pronto hubiera sentido sobre sí la venganza del Santo Oficio.48 Además, los estatutos que sen-tenciaban a los herejes a las llamas habían sido confirmados por numerosas bulas papales, que ordenaban a los inquisidores velar por su estricta observancia, y por consiguiente, en cada auto de fe, ellos exigían a los magistrados el juramento de que ejecutarían fielmente las sen-tencias contra las personas de los herejes, sin demora, "en la forma y manera prescripta por los cánones sagrados y las leyes que tratan del asunto."49 Si fuera necesario decir algo más sobre este tema, podríamos agregar que la misma apariencia de los prisioneros, cuando eran presentados en el espectáculo público, proclamaba la desvergonzada hipocresía de los inqui-sidores,50 que imploraban al juez secular tratara con suavidad y compasión a personas que ellos mismos habían reducido a espectros por medio de un cruel encarcelamiento; que no de-rramaran la sangre de éste, de cuyo cuerpo ellos habían hecho brotar sangre a menudo, que no rompieran los huesos de aquella, cuyos tiernos miembros habían sido ya retorcidos y estro-

47 El historiador protestante de la Inquisición, Montes, presenta el asunto así: "Cuando la persona que es des-

atada ha confesado, los inquisidores, al entregada a los jueces civiles, "les ruegan que la traten con mucha con-miseración y no rompan ningún hueso de su cuerpo ni derramen su sangre"; pero cuando es obstinada, les "en-cargan que, si muestra algún síntoma de arrepentimiento, la traten con mucha conmiseración". etc. (Montanus. pág. 148.) No he observado tal distinción en los relatos de los historiadores papistas (Llorente, II, 250-253. Puig-blanch, I, 279-281.)

48 Llorente, II, 253. 254. Puigblanch, I, 350-353. 49 Puigblanch, I, 351, 352. 50 Con el objeto de evitar en lo posible tales apariciones, los inquisidores habían adoptado como regla general

que ningún preso fuera torturado dentro de los quince días anteriores al auto de fe. La reglamentación portuguesa a este respecto es bien clara, y da los motivos: "por naó hirem os prezos a elle mostrando os sinaes do tormento

lho daraô no potro." Con todo, su ansiedad por obtener declaraciones los induce a menudo a transgredir esta prudente disposición, en cuyo casó recurren al potro, que no deforma el cuerpo como la polea. (Puigblanch, I, 294.)

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peados por sus infernales torturas.51 Después de ser devueltos los penitentes a sus prisiones, se conducía al lugar de ejecu-

ción a los restantes prisioneros. Algunos escritores han hablado como si la ejecución se hubie-ra efectuado en el mismo lugar donde se leían las sentencias, y en presencia de todos los que habían asistido a la primera parte del espectáculo; no era así, sin embargo. Las piras se prepa-raban fuera de los muros del pueblo en que se celebraba el auto de fe; pero, aunque esta últi-ma parte del acto se consideraba demasiado horrible para ser realizada en el mismo lugar que las que acabamos de describir, con todo era también pública, y no sólo la presenciaba la turba, sino muchas personas que por su rango y posición se hubiera esperado que experimentaran disgusto ante un espectáculo tan repulsivo.

Sevilla contenía el mayor número de presos protestantes; y el largo período durante el

cual sus prisiones habían estado atestadas le daba derecho al beneficio de vaciar sus cárceles primero. Sin embargo, fué preferida Valladolid, sin ninguna otra razón aparente que la de que ello permitiría a la Inquisición presentar una mayor proporción de criminales que podía jactar-se de haber convertido de la herejía.

El primer auto de fe de protestantes se celebró, pues, en Valladolid el 21 de mayo de

1559, domingo de la Trinidad, en presencia del heredero aparente de la corona, Don Carlos, y de su tía Juana, reina regente de Portugal y gobernadora del reino durante la ausencia de su hermano Felipe II asistiendo gran cantidad de personas de todas las categorías. Se realizó en la gran plaza situada entre la Iglesia de San Francisco y la casa consistorial. En frente del Ayuntamiento, y al lado de la plataforma ocupada por los inquisidores se había erigido un palco en el cual la familia real podía entrar sin ser molestada por la multitud, y desde donde podían ver perfectamente a los prisioneros. El espectáculo duró desde la seis de la mañana hasta las dos de la tarde, sin que el pueblo diera señales de impaciencia; la misma reina no se retiró hasta que todo hubo concluido.52 El sermón fué predicado por el célebre Melchor Cano, obispo de las Canarias; el obispo de Palencia, a cuya diócesis pertenecía entonces Valladolid, realizó la ceremonia de degradar a aquellas de las víctimas que tenían órdenes sagradas. Cuando la concurrencia estuvo reunida y ocupando sus lugares, Francisco Baca, el inquisidor principal, avanzando hasta el asiento de honor donde se hallaban el príncipe y su tía, les tomó el juramento de apoyar al Santo Oficio y revelarle cualquier cosa contraria a la fe que pudiera legar a su conocimiento, sin respeto a personas. Esta era la primera vez que se exigía un jura-mento a personas de la familia real; y se dice que Don Carlos, que sólo contaba entonces ca-torce años, concibió desde ese momento un odio implacable hacia la Inquisición.

Los prisioneros esta vez llegaban a treinta, dieciséis de los cuales eran reconciliados y

catorce fueron "relajados" o entregados al brazo secular. De estos últimos, dos fueron quema-dos vivos, mientras los demás fueron estrangulados.

La mayoría de los de la primera clase eran personas distinguidas por su rango y posi-

ción. Don Pedro Sarmiento de Rojas,53 hijo del primer marqués de Poza y de una hija del con-de de Salinas y Ribadeo, fué despojado de sus insignias de caballero de San Diego, privado de

51 Las defensas de esta hipócrita deprecación, hechas no sólo por de Castro en el siglo XVI, sino por varios escritores del siglo XIX, pueden verse en Puigblanch, vol. I, págs. 354-359.

52 Registro agregado a la traducción de Montanus por Skinner, sigo E. i. b. E. ij. a. 53 Don Juan de Rojas Sarmiento, hermano del preso, era un célebre matemático, y dirigió una carta consolato-

ria a su hermana Doña Elvira de Rojas, marquesa de A1cañices, que fué impresa en Lovaina en 1544.

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su oficio de comandante de Quintana, y condenado a prisión perpetua, a vestir siempre un sambenito y a que su memoria fuera declarada infamante. Su esposa, Doña Mercia de Figue-roa, dama de honor de la reina54 fué condenada a vivir recluida durante el resto de sus días y a usar la túnica infamante. Su sobrino, Don Luis de Rojas, hijo mayor del segundo marqués de Alcañices, fué desterrado de las ciudades de Madrid, Valladolid y Palencia, con la prohibición de abandonar el reino, y declarado inhibido para heredar los honores o propiedades de su pa-dre. Doña Ana Henríquez de Rojas, hija del marqués de Alcañices, y esposa de Don Juan Alonso de Fonseca Mejía, era una dama de grandes dotes, entendía el latín perfectamente, y aunque sólo contaba veinticuatro años de edad, se había familiarizado con los escritos de los reformadores especialmente los de Calvino. Apareció vistiendo el sambenito y fué condenada a separarse de su esposo y pasar sus días en un monasterio. Su tía Doña María de Rojas, mon-ja de Santa Catalina, en Valladolid, de cuarenta años de edad, fué sentenciada a penitencia perpetua y prisión, de la cual, fué libertada, sin embargo, por una influencia que los inquisido-res no se animaron a resistir.55 Don Juan de Ulloa Pereira, hermano del marqués de la Mota, fué sometido al mismo castigo que el primer noble mencionado. Este bravo caballero se había distinguido en muchas campañas contra los turcos, tanto por mar como por tierra, y en las expediciones contra Argelia, Bugia y otras partes de África había realizado tales actos de va-lor, que Carlos V, lo promovió al grado de primer capitán, y más tarde de general. Habiendo apelado a Roma de la sentencia de los inquisidores, alegando los servicios que había prestado a la cristiandad, de Ulloa fué eventualmente restaurado a su rango de comandante de la orden de San Juan de Jerusalén. Juan de Vibero Cazalla, su esposa Doña Silva de Ribera, su herma-na Doña Constanza, Doña Francisca Zúñiga de Baeza, Marina de Saavedra, viuda de un hi-dalgo llamado Juan Cisneros de Soto, y Leonor de Cisneros, cuyo esposo, Antonio Herrezuelo estaba destinado a un castigo mayor, con otras cuatro personas de inferior condición, fueron condenados a prisión perpetua y a usar el sambenito. El encarcelamiento de Anthony Wasor, un inglés, sirviente de Don Luis de Rojas, se redujo a un año de confinamiento en un conven-to. Un artículo de la sentencia de todas estas personas era la confiscación de sus bienes.56

Entre los que fueron entregados al brazo secular, uno de los más célebres era el Doctor

Agustín Cazalla.57 Su reputación y el cargo de capellán del finado emperador que había des-empeñado, lo hacían objeto de la particular atención de los inquisidores. Durante su confina-miento fué sometido a frecuentes interrogatorios, en procura de comprobar los cargos contra él y contra sus amigos. A Cazalla le faltó coraje para afrontar la situación en que se hallaba colocado. El 4 de marzo de 1559, conducido al lugar de tortura, ante el tormento claudicó, y prometiendo someterse a sus jueces, hizo una declaración en la cual confesó que había abra-zado la doctrina luterana, pero negó que la hubiera enseñado, excepto a otras personas de los mismos sentimientos. Esto era todo lo que querían saber los inquisidores, que estaban deter-minados a hacerle expiar su delito con la muerte, aunque no le revelaron su suerte, en el deseo de obtener de él más información. La víspera del auto de fe, siendo enviado Antonio de Carre-ra, un monje jeronimiano, a notificarle su sentencia, Cazalla se manifestó ansioso por saber si podía alentar alguna esperanza de escapar a la pena capital; a lo cual Carrera replicó que los inquisidores no podían confiar en sus declaraciones, pero que si él confesaba todo lo que los testigos habían depuesto en contra suya, tal vez pudieran mostrarle misericordia. Esta pruden-

54 Skinner dice que era "una de las doncellas de honor de la reina de Bohemia." 55 "Esta Doña María (de Rojas) era muy apreciada por la hermana del rey Felipe, reina de Portugal, por cuya

intervención se la eximió de llevar el sambenito, y fué restaurada enseguida a su claustro, lo cual lamentaron grandemente los inquisidores." (Registro de Skinner, sigo E. ij. a.)

56 Llorente, II, 228-233. Registro de Skinner, sig. E. ij. a. 57 Véase pág. 132.

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te respuesta lo convenció de que su suerte estaba determinada. "Bueno, entonces" -dijo- "debo prepararme para morir en la gracia de Dios; porque me es imposible agregar nada a lo que ya he declarado sin incurrir en falsía." Se confesó con Carrera esa noche y a la mañana siguiente. En el cadalso, viendo pasar a su hermana Constanza entre los que habían sido sentenciados a prisión perpetua, dijo, señalándola, a la princesa Juana "¡Ruego a su Alteza tenga compasión de esta infeliz mujer, que tiene trece hijos huérfanos!" En el lugar de la ejecución dirigió al-gunas palabras a sus compañeros de martirio, en su calidad de penitente, en virtud de lo cual obtuvo el triste favor de ser estrangulado antes de ser entregado su cuerpo a las llamas. Su confesor estuvo tan satisfecho con su comportamiento que llegó a decir que no dudaba le que Cazalla estaba en el cielo.58 Su hermana Doña Beatriz de Vibero, el Doctor Alonso Pérez, sacerdote de Palencia, Don Cristóbal de Ocampo, caballero de la orden de San Juan de Jerusa-lén y limosnero del gran prior de Castilla, Don Cristóbal de Padilla y otros siete, compartieron la suerte de Cazalla. Entre estos se hallaba e1 esposo de la mujer que había informado sobre los conventículos protestantes de Valladolid, y cuatro mujeres, una de las cuales, Doña Cata-lina de Ortega, era nuera del fiscal del consejo real de Castila.59 Todos ellos eran protestantes, excepto un portugués, González Báez, que fué condenado como judío relapso.60

Los dos individuos que en esta ocasión tuvieron el honor de ser quemados vivos fueron

Francisco de Vibero Cazalla,61 cura párroco de Hormigos, y Antonio Herrezuelo, un abogado de Toro. Algunos escritores dicen que el primero, cuando se vió en el tormento, rogó ser ad-mitido a la reconciliación; pero lo cierto es que el día del auto de fe no dió muestras de debili-dad ni de querer retractarse; viendo a su hermano Agustín Cazalla, no en la pira, sino en el cadalso cercano, y no pudiendo hablar por la mordaza, demostró su pena con un expresivo movimiento de las manos, después de lo cual afrontó el fuego sin desmayar. Herrezuelo se condujo con la máxima intrepidez; desde el momento de su aprehensión hasta el de su muerte, no mostró jamás el menor síntoma de que quisiera salvar su vida, o mitigar sus sufrimientos traicionando sus principios. Su valor permaneció inconmovible en medio de los horrores del tormento, la ignominia del espectáculo público y los terrores de la hoguera. Lo único que lo afectó, el día del auto de fe, fué ver a su esposa con hábito de penitente; la mirada que le dió, -pues no podía hablar- cuando ella pasaba en dirección hacia el lugar de la ejecución, parecía decir: "¡Eso es difícil de soportar!" Escuchó sin alterarse a los frailes que lo atormentaban con sus importunas exhortaciones al arrepentimiento, mientras lo conducían a la hoguera; pero cuando, a instigación de ellos el doctor Cazalla, su antiguo compañero e instructor, empezó a hablarle en la misma forma, le dirigió una mirada de desdén que heló las palabras en sus la-bios apostatas. "El bachiller Herrezuelo" -dice el autor papista de la Historia Pontifical- "se dejó quemar vivo con una fortaleza sin precedentes. Yo estaba tan cerca de él que pude ver perfectamente toda su persona, y observé todos sus gestos y movimientos. No podía hablar, pues su boca estaba amordazada debido a las blasfemias que había proferido; pero toda su conducta lo mostraba como una persona resuelta y endurecida que, más bien que someterse a

58 Llorente, II, 222-225. Si podemos creer a Illescas, o mejor dicho a sus interpoladores. Cazalla confesó, con gran edificación para sus oyentes, que al abrazar las nuevas opiniones le había guiado la ambición y el deseo de que sus seguidores en España se llamaran Cazallitas, como los de las mismas ideas se llamaban luteranos en Alemania, zwinglianos en Suiza y hugonotes en Francia. (Hist. Pontif., tomo II, f. 450b.)

59 "Doña Catalina de Ortega, viuda, según voz corriente, hija del fiscal procurador del rey en el tribunal de la Inquisición, y al mismo tiempo principal consejero del inquisidor general, no obstante lo cual ella habia contra ido privadamente matrimonio con el mismo doctor Cazalla." (Registro de Skinner, sigo E. i. a.)

60 Ibid., Llorente, II, 222-228. 61 Llorente, II, 225. 226. "A Francisco de Vibero, un sacerdote, hermano del mismo doctor Cazalla, le apri-

sionaron la lengua con un palo hendido, porque se obstinaba en hacer una abierta confesión de su fe. (Registro ut supra.)

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creer como sus compañeros, estaba determinada a morir en las llamas. Aunque yo le observa-ba de cerca, no pude ver el menor síntoma de miedo o expresión de dolor; sólo había en su rostro una melancolía como nunca he visto. Daba miedo mirarle a la cara, cuando uno pensa-ba que dentro de un momento estaría en el infierno con su compañero y maestro Lutero."62 Furioso al ver tal coraje en un hereje, uno de los guardias clavó su lanza en el cuerpo de Herrezuelo, cuya sangre fué sorbida por las llamas que ya lo envolvían.63

Herrezuelo y su esposa, Leonor de Cisneros, estuvieron separados en la muerte, pero só-

lo en cuanto al tiempo y no en la forma de ella; y su recuerdo no debe estar separado en nues-tras páginas. Leonor no tenía más que veintidós años cuando fué apresada por la Inquisición; y si consideramos que durante su encarcelamiento se vio privada de toda comunicación con su esposo, ignorante de sus resoluciones, y quizá engañada con la creencia de que en el auto de fe lo encontraría entre los penitentes, no es extraño que dada su débil condición de mujer jo-ven, vacilara en el día de la prueba, se dejara ganar por los argumentos persuasivos de los monjes, o que, cediendo a los sentimientos naturales, consintiera en renunciar con la mano la verdad que continuaba creyendo con el corazón. Tales asaltos han sacudido y amenazado con derribar por tierra a columnas de a iglesia. Pero Leonor no tardó mucho en recobrarse del gol-pe. La mirada de despedida de su esposo no se apartó de sus ojos,64 el pensamiento de que ella había causado una pena a su corazón, durante el terrible conflicto que él estaba sosteniendo, avivó la llama de su apego a la religión reformada que secretamente ardía en su pecho; y habiendo resuelto, sostenida por esa fuerza que se perfecciona en la flaqueza, imitar el ejem-plo de constancia dado por aquel que le era en todo sentido tan querido, quebrantó resuelta-mente las reglas de penitencia a que se había sometido, siendo en consecuencia arrojada nue-vamente en las prisiones secretas. Allí fué mantenida en confinamiento durante ocho años, durante los cuales se hicieron en vano toda clase de esfuerzos para inducirla a renovar su re-tractación. Al fin fué presentada en un auto de fe público realizado en Valladolid; y debemos el relato de su comportamiento a la misma pluma que describió tan gráficamente el de su es-poso. "En el año 1568, el 26 de septiembre, se ejecutó la sentencia de Leonor de Cisneros, viuda del bachiller Herrezuelo. Se dejó quemar viva, no obstante los grandes y repetidos es-fuerzos realizados para conseguir que confesara sus errores. Finalmente resistió lo que era suficiente para derretir una piedra: un admirable sermón predicado en el auto de ese día por su excelencia Don Juan Manuel, obispo de Zamora, hombre cuya ilustración y elocuencia en el púlpito no desmerecían de la pureza de su abolengo. Pero nada pudo conmover el corazón im-penetrable de esa obstinada mujer."65

Hubo algo en las solemnidades del primer auto de fe de Valladolid, que, si bien no tan

chocante como algunas de las otras partes relatadas, fué en todo caso una violación de la justi-cia a la vez que de la humanidad. Doña Leonor de Vibero, madre del Doctor Cazalla y de otros cuatro hijos que aparecían como criminales en el auto de fe, había muerto algunos años antes, y había sido sepultada en un panteón de su propiedad. En el momento de su muerte no existía contra ella la menor sospecha de herejía; pero, al ser apresados sus hijos, el fiscal de la Inquisición en Valladolid inició un proceso contra ella; y habiendo declarado cierto testigo, en

62 Illescas, Hist. Pontif., tomo II, f. 450b. 63 Registro ut supra. Sig. E. i. b. Llorente. II, 227. 231. 64 Llorente acepta la calumnia de los frailes de que Herrezuelo, al descender del tablado, viendo a su esposa

con el hábito de penitente, manifestó su indignación ante su conducta dándole un puntapié. (Tomo II, pág. 231.) Illescas, que da un minucioso relato de la conducta de ambas partes, no menciona nada semejante, lo cual sería irreconciliable con todas las circunstancias del caso.

65 Illescas, Hist. Pontif., tomo II, f. 451a.

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el tormento, que los luteranos utilizaban la casa de ella como templo, se dictó sentencia decla-rando que había fallecido en estado de herejía, infamando su memoria, y confiscando sus bie-nes; se ordenó, además, desenterrar sus huesos y quemarlos públicamente, junto con su efigie; demoler su casa, sembrar con sal el suelo donde ésta se había levantado, y erigir en el mismo sitio un pilar con una inscripción estableciendo la causa de la demolición. Todo esto fué hecho, y el mencionado monumento de fanatismo y ferocidad contra los muertos se podía ver hasta el año 1809, cuando fué quitado durante la ocupación de España por los franceses.66

Quedaban todavía muchos protestantes presos en Valladolid; pero aunque los procesos

de la mayoría estaban terminados, se los mantenía recluidos para dar un halagador espectácu-lo al monarca a su vuelta de los Países Bajos. El segundo auto de fe en esta ciudad fué cele-brado, pues, el 8 de octubre de 1559. En él estuvo presente Felipe II, junto con su hijo, su hermana, el príncipe de Parma, tres embajadores de Francia y un numeroso séquito de prela-dos y notables de ambos sexos. El inquisidor general Valdés tomó el juramento al rey; en cu-ya ocasión Felipe, poniéndose de pie y desenvainando la espada en señal de su disposición para emplearla en apoyo del Santo Oficio, juró y firmó el juramento, que fué leído después al pueblo en alta voz por uno de los oficiales de la Inquisición.

Veintinueve prisioneros aparecieron en el cadalso, dieciséis de los cuales vestían el

hábito de penitentes, mientras las llamas pintadas en los sambenitos y corozas de los otros los señalaban como condenados a las llamas. Entre los primeros se hallaba Doña Isabel de Casti-lla, esposa de Don Carlos de Seso, su sobrina Doña Catalina, y tres monjas de San Belén.67 Las dos primeras, condenadas a perder todos sus bienes, a vestir el sambenito y a prisión per-petua. A los luteranos penitentes se agregaban otros dos individuos, uno de ellos convicto de haber jurado falsamente que un niño había sido circuncidado, con el propósito de que el padre de la criatura fuera llevado al cadalso; el otro, por haberse hecho pasar por alguacil del Santo Oficio. El primero estaba sentenciado a recibir doscientos azotes, perder la mitad de sus bie-nes y trabajar en galeras durante cinco años; el segundo, a recibir cuatrocientos azotes, perder todos sus bienes y trabajar toda su vida en galeras; un ejemplo notable de la gravedad compa-rativa que los inquisidores atribuían a un asesinato premeditado y a un insulto a sus prerroga-tivas.

A la cabeza de los condenados a muerte estaba Don Carlos de Seso, nombre ya familiar

al lector.68 Arrestado en Logroño, fué echado en las prisiones secretas de la Inquisición de Valladolid; y el 28 de junio de 1558 contestó el interrogatorio del fiscal. Su conducta durante todo su encarcelamiento y en la formidable escena final, fué digna de su noble carácter y de la parte activa que tomara en la causa de la reforma religiosa. En los interrogatorios siguientes no flaqueó, ni trató de excusarse culpando a aquellos que sabía que sus jueces deseaban con-denar.69 Cuando se le comunicó su sentencia la noche antes de la ejecución, pidió pluma, tinta y papel, y habiendo escrito una confesión de su fe la dió al oficial, diciendo: "Esta es la ver-dadera fe del evangelio, y no la de la iglesia romana que ha sido corrompida a través de los siglos: quiero morir en esta fe y en la memoria y fe viva en la pasión de Jesucristo, ofrecer a

66 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 251. Llorente, II, 221. 222. 67 Otra monja de la misma orden, Doña Catalina de Reynoza, hija del barón de Auzillo y hermana del obispo

de Córdoba, fué entregada al brazo secular. Tenía sólo veintiún años y estaba acusada de haber dicho a las her-manas, cuando se dedicaban a sus devociones: "Gritad, que Baal tal vez os oiga; rompeos la cabeza, a ver si él os sana." (Registro ut supra, sig. E. ij. b. Llorente, II, 241.)

68 Véase pág. 99. 69 Esto se desprende de sus respuestas en el proceso del arzobispo Carranza. (L1orente, III, 204.)

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Dios mi cuerpo ahora tan abatido." "Sería difícil" -dice alguien que leyó este documento en los archivos de la Inquisición- "dar una idea de la fortaleza de ánimo poco común con que llenó dos hojas de papel, hallándose en presencia de la muerte."70 Los frailes pasaron toda esa noche y la mañana siguiente tratando inútilmente de inducirle a retractarse. Apareció en la procesión con una mordaza en la boca, que se le dejó durante todo el auto de fe y en el camino al lugar de ejecución, le fué quitada después de estar ligado a la estaca, y los frailes comenza-ron entonces a exhortarle nuevamente para que se confesara, a lo cual replicó, con voz fuerte y gran firmeza: "Yo podría demostraros que os condenáis a vosotros mismos no imitando mi ejemplo; pero no hay tiempo. ¡Verdugos, encended la hoguera que me ha de consumir!" Ellos obedecieron, y de Seso expiró entre las llamas sin un movimiento de resistencia ni un gemido. Tenía cuarenta y tres años.71

Pedro de Cazalla, cura párroco de Pedrosa, cuando fué arrestado el 25 de abril de 1558,

confesó que había abrazado las doctrinas protestantes, y habiendo luego solicitado la reconci-liación, solo obtuvo dos votos en el tribunal de la Inquisición en favor de una sentencia más leve que la pena de muerte, y la decisión de la mayoría fué confirmada por el Consejo Supre-mo. Se negó a confesarse con el sacerdote enviado para comunicarle la sentencia, y apareció en el auto amordazado; pero, después de ser atado al poste, habiendo pedido un confesor, o queriendo los monjes hacer creer que lo pedía, fué estrangulado antes de ser arrojado al fuego. Tenía treinta y cuatro años.

Domingo de Rojas, hijo del marqués de Poza, del cual habían aparecido dos hijos en el

auto anterior, fué aprehendido, vestido de civil, en Calahorra, donde se había detenido, en su huída a los Países Bajos, para entrevistarse con su amigo de Seso. Después del 13 de mayo de 1558, cuando fué llevado ante el tribunal por primera vez, sufrió numerosos interrogatorios, y habiendo ordenado los inquisidores que se le torturase a fin de arrancarle algunos datos que ellos ansiaban conocer, prometió decirlo todo, siempre que lo libraran de los horrores de la tortura, a la que temía más que a la muerte. Engañado por las promesas de una sentencia com-pasiva que se le hicieron, hizo algunas manifestaciones de pesar, así como algunas insinua-ciones desfavorables para el arzobispo Carranza; pero tan pronto como se desengañó, pidió una audiencia a los inquisidores, en la cual hizo amplia justicia a aquel prelado, sin pedir nin-guna mitigación de su propio castigo. La noche antes de la ejecución, rechazó los servicios del sacerdote designado para auxiliarlo. Cuando terminaron las ceremonias del auto y el juez civil pronunció la sentencia sobre los prisioneros que se le entregaron, de Rojas, al pasar por el palco real, apeló a la misericordia del rey: "¿Podéis, Señor, presenciar así los tormentos de vuestros inocentes súbditos? ¡Salvadnos de una muerte tan cruel!" "¡No!" -replicó severamen-te Felipe- "yo mismo llevaría la leña para quemar a mi propio hijo, si fuera tan desventurado como vos72." De Rojas iba a decir algo en defensa propia y de sus compañeros, cuando, a una señal del déspota inexorable, los familiares colocaron de inmediato una mordaza en la boca del mártir, dejándosela, contra lo acostumbrado, mientras estuvo atado al poste; tan irritados estaban sus jueces por su osadía, o temerosos de lo que podía permitirse decir. Se dice, sin embargo, que cuando estaba por ser encendida la hoguera, le faltó valor, pidió un confesor, y habiendo recibido la absolución, fué estrangulado. Este parece ser el relato de sus últimos

70 Ibid., II, 236 71 Ibid., II, 237. 72 Colmenares, en su Historia de Segovia, citada por Puigblanch (II, 142), presenta a Don Carlos de Seso di-

rigiéndose en igual forma a Felipe II; pero, según Llorente, aquel noble llevó la mordaza durante todo el auto de fe.

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momentos insertado en los registros de la Inquisición;73 pero cartas privadas escritas desde España en esa época, los presentan de otra manera: "Lo llevaron del tablado acompañado por una cantidad de monjes, alrededor de un centenar, atropellándose a su alrededor, injuriándolo gritando contra él, y algunos de ellos instándole a retractarse; pero les contestaba con gran fortaleza de ánimo, que nunca renunciaría a la doctrina de Cristo."74

Juan Sánchez, al principio de la persecución a los protestantes de Valladolid, había es-

capado a los Países Bajos, con el nombre puesto de Juan de Vibar, y creyéndose en salvo, dirigió cartas, desde Castro Urdiales, en mayo de 1558, a Doña Catalina Hortega, en cuya casa había residido anteriormente. Habiendo sido esta dama prendida por sospechosa de here-jía, las cartas cayeron en poder de los inquisidores, quienes informaron a Felipe, entonces en Bruselas. Sánchez fué aprehendido en Turlingen, conducido a Valladolid entregado al brazo secular acusado de hereje dogmatizante e impenitente. En el lugar de la ejecución se le quitó la mordaza, pero como no pidió confesor, se encendió la hoguera; cuando el fuego consumió las cuerdas con que estaba atado, saltó fuera de la pira e inconscientemente trepó al tablado preparado para recibir las confesiones de los que se retractaban en sus últimos momentos. Inmediatamente se congregaron allí los frailes, instándole a retractarse de sus errores; pero él, recobrándose de su delirio momentáneo y mirando a su alrededor vió a un lado a algunos de sus compañeros, de rodillas, haciendo penitencia, y al otro a Don Carlos de Seso de pie, in-móvil, en medio de las llamas, en vista de lo cual se dirigió deliberadamente a la hoguera, y pidiendo que agregaran combustible, dijo: "Quiero morir como de Seso". Esto originó una competencia entre los verdugos ejecutores de la sentencia que, irritados por lo que considera-ban una prueba de audacia impía, trataron, cada uno, de ser el primero en atender el pedido. Murió a los treinta y tres años de edad.

El caso de Doña Marina Guevara, una monja de San Belén, presenta algunas caracterís-

ticas singulares que son dignas de observación. Cuando primero fué denunciada a la Inquisi-ción, admitió haber albergado algunas opiniones luteranas, pero vacilantemente e ignorando su importancia y tendencia. Su petición de reconciliación con la iglesia fué rechazada por no haber reconocido ciertas cosas que los testigos habían declarado contra ella, y debido a que persistía en su afirmación de que no había dado un pleno y cordial asentimiento a las herejías con que su mente se había contaminado. Cuando, por orden de los inquisidores se le comuni-caron las acusaciones, contestó que parecía que quisieran inculcar en su mente errores que ignoraba, más bien que inducirla a abandonar aquéllos a los que incautamente había dado oí-dos; y que el voto que ella había tomado no le permitía agregar nada a su confesión, ni reco-nocer delitos de los que no se sentía culpable, y hechos que no recordaba. Todo el procedi-miento, a la vez que presenta los honrosos sentimientos de Marina y la firmeza de su carácter, pinta con fuertes tintas la rigidez con que el Santo Oficio se adhería a sus tiránicos principios. Ella estaba relacionada con personas de alto rango, inclusive con Valdés, el inquisidor gene-ral, quien utilizó todos los medios a su alcance para conseguir su libertad. Pero los jueces or-dinarios hicieron oídos sordos a las solicitudes de su superior, resistiéndolas por considerarlas una intromisión en su jurisdicción y una prueba de parcialidad y debilidad indigna de alguien cuyo oficio le exigía ser insensible a los llamados de la sangre y la amistad. Valdés se vió obligado a conseguir una orden del Consejo Supremo, autorizando a Don Téllez Girón de Montalbán, primo de la prisionera, a tener una entrevista con ella en presencia de los principa-

73 Llorente, II, 239. 74 Registro ut supra, sig. E. ij. b. Sepúlveda menciona a Rojas entre los que fueron "arrojados vivos a las lla-

mas por perseverar en el error." (De Rebus gestis Philippi II, lib. II, cap. XXVII, pág. 60; Opera, tomo III.)

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les miembros del tribunal, a fin de tratar de inducirla a ceder a sus demandas. Pero la tentativa fué infructuosa. Doña Marina resistió todas las súplicas de su noble pariente, y se negó a sal-var la vida a costa de una falsedad. Los inquisidores, inflexibles en su anterior propósito, pro-cedieron entonces a dictar sentencia; y el día del auto fué entregada al brazo secular, y siendo estrangulada en el lugar de la ejecución, su cuerpo fué entregado a las llamas. Este acto pro-clamó, más decididamente aún que la respuesta de Felipe al hijo del marqués de Poza, que en España no estaba seguro nadie que abrigara un solo pensamiento diferente de la fe romana, o que no estuviera dispuesto a someterse a la más implícita y absoluta obediencia a los dictados de la Inquisición.75

Los autos de fe celebrados en Sevilla fueron aun más memorables que los de Valladolid,

si no por la categoría de los espectadores, al menos por la cantidad de prisioneros exhibidos en el tablado. El primero se celebró el 24 de septiembre de 1559, en la plaza de San Francisco. Asistieron a él cuatro obispos, los miembros de la corte real de justicia, el capítulo de la cate-dral y una gran cantidad de gente de la nobleza y el pueblo. Veintiuna personas fueron entre-gadas al brazo secular, y ocho fueron condenadas a penas menores.

El individuo más distinguido, por su rango, que sufrió la muerte en esta oportunidad,

fué Don Juan Ponce de León,76 hijo del conde de Bailén y pariente cercano de la duquesa de Béjar, que estuvo presente en el espectáculo. Nadie había dado pruebas más decididas de su adhesión a la causa reformista, ni nadie se había preparado más diligentemente para sufrir el martillo por ella que este noble. Durante años se había mantenido alejado de las supersticiones de su pueblo, acostumbrando visitar el sitio donde sufrían los defensores de la fe, con el fin de habituarse a sus horrores y abatir los terrores que estaba destinado a inspirar. Pero el corazón más fuerte puede a veces fallar en la hora de la prueba. El rango de Don Juan inspiró en los inquisidores el fuerte deseo de triunfar sobre su constancia, y después de arrancarle por medio del tormento la confesión de algunos de los puntos de que se le acusaba, se valieron de emisa-rios secretos para persuadirle de que debía consultar su propia seguridad y la de sus hermanos y confesado todo. Pero apenas había dado su consentimiento, cuando se arrepintió de ello. La noche antes de su ejecución se quejó amargamente del engaño de que había sido víctima, y habiendo hecho una amplia profesión de su fe, rechazó los servicios del sacerdote designado para auxiliarlo. De Montes asegura que mantuvo su constancia hasta el fin, y, en apoyo de su declaración, apela al relato oficial del auto, y al hecho de que su sambenito fuera colgado en una de las iglesias con la inscripción: "Juan Ponce de León, quemado por hereje luterano obs-tinado." Pero Llorente dice que este epíteto se aplicaba a todos los sentenciados a la pena capital, y que Don Juan, después de estar atado a la estaca y viendo que se estaba por encen-der el fuego; se confesó con uno de los sacerdotes asistentes, y fué estrangulado. Su condena-ción implicaba la infamia y privación de todos los derechos civiles a sus descendientes; pero no teniendo descendencia su hermano mayor, su hijo, Don Pedro, después de mucha oposi-ción, obtuvo de la cancillería real de Granada una decisión reconociéndole sus derechos, y fué restaurado por Felipe III al mayorazgo de Bailén.77

En cuanto a las personas que mencionaremos a continuación, no hay ninguna duda acer-

ca de su constancia. El Doctor Juan González era descendiente de moros, y a los doce años

75 Sepúlveda, de Rebus gestis Phil. II, págs. 59, 60. Registro ut supra, sig E. ij. E. iij. Llorente, tomo II, cap.

XX, art. 2. 76 Véase pág. 94. 77 Crónica de los Ponces de León, apud Llorente, II, 260.

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había estado preso por sospechas de mahometismo; después llegó a ser uno de los predica-dores más célebres de Andalucía, y protestante. En medio de los tormentos, que soportó con fortaleza inquebrantable, manifestó a los inquisidores que sus creencias, aunque opuestas a las de la iglesia de Roma, se apoyaban en declaraciones claras y expresas de la palabra de Dios, y que nada podría inducirle a declarar contra sus hermanos. La mañana del auto apareció con aire alegre e intrépido, a pesar de que lo acompañaban sus dos hermanas, condenadas como él a las llamas, mientras su madre y dos hermanos quedaban en la cárcel. A la puerta del palacio de Triana empezó a cantar el salmo ciento nueve, y ya en el tablado, dirigió algunas palabras de consuelo a una de sus hermanas, que le parecía muy abatida; ante lo cual fué amordazado inmediatamente. Imperturbable, escuchó la sentencia que lo condenaba a las llamas, y se so-metió a la humillante ceremonia de su degradación del sacerdocio. Cuando fueron llevados al lugar de la ejecución, los frailes instaron a las mujeres a que al repetir el credo, agregaran la palabra romana en la cláusula referente a la iglesia; ellas, deseando que él pudiera dar un testimonio final, manifestaron que harían lo que hiciera su hermano, por lo cual le quitaron la mordaza. Juan les dijo entonces que no agregaran nada a la buena confesión que habían hecho, e instantáneamente los verdugos recibieron orden de estrangulados y uno de los frailes, volviéndose a la multitud, exclamó que habían muerto en la fe de Roma; una falsedad que los inquisidores no se animaron a repetir en su relato de los procedimientos.

La misma constancia pusieron de manifiesto cuatro monjes del convento de San Isidro,

entre los cuales estaba el célebre García de Arias,78 cuyo carácter había experimentado una transformación completa. Desde el instante de su encarcelamiento, renunció al sistema de cautela y tergiversación a que antes había recurrido; hizo una explícita confesión de su fe, concordando en todos los puntos con los principios de los reformadores; expresó que lamen-taba haber mantenido ocultos sus sentimientos durante tanto tiempo, y ofreció probar que las opiniones contrarias eran groseros errores y supersticiones. En su proceso, se mofó de los inquisidores, que pretendían juzgar en asuntos de los cuales no entendían absolutamente nada, y les recordó algunos casos en los que, tanto ellos como los calificadores a quienes llamaban en su auxilio, se habían visto obligados a confesar su incapacidad para interpretar las Escritu-ras. Los sacerdotes, por pura fórmula, visitaban su celda, pero ninguno se atrevía a entrar en discusión con él. Siendo de edad avanzada, subió al tablado apoyándose en un bastón, pero se dirigió a la pira reflejándose en su rostro su gozo y prontitud para afrontar las llamas.

Cristóbal de Arellano, perteneciente al mismo convento, se distinguía, a juicio de los

mismos inquisidores, por su ilustración. Entre los puntos de que se le acusaba en el sumario leído en el auto, figuraba el de haber dicho que "la madre de Dios no era más virgen que él". Al oír esto, Arellano levantándose de su asiento exclamó: "Eso es falso; nunca he pronuncia-do semejante blasfemia; he sostenido siempre lo contrarío y en este mismo instante estoy dis-puesto a probar, con el evangelio en la mano, la virginidad de María." Ante esta contradicción pública, y el tono con que fué pronunciada, los inquisidores quedaron tan confundidos que no atinaron siquiera a ordenar que le fuera colocada la mordaza. Al llegar al lugar de la ejecución perdió por un momento el dominio de sí mismo al ver a uno de los monjes de su propio con-vento que había ido para burlarse de su suerte; pero pronto recobró su anterior serenidad y expiró en medio de las llamas alentando a Juan Crisóstomo, que había sido discípulo suyo y ahora era su compañero de martirio.

Suerte particularmente dura fué la de Juan de León. Este había residido durante un

78 Véase pág. 128.

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tiempo en México, como artesano, y a su vuelta a España, bajo la influencia de una idea su-persticiosa muy difundida entre sus compatriotas, había profesado en el convento de San Isi-dro, cerca de Sevilla. Esto sucedía más o menos en la época en que el conocimiento de la ver-dad empezaba a penetrar en aquel monasterio. Compenetrado de las doctrinas protestantes, Juan perdió su entusiasmo por la vida monástica y abandonó el convento, pretextando mala salud; pero el sentimiento que le causaba la pérdida de las enseñanzas religiosas de los buenos padres, le determinó a volver a él, y al hacerlo halló que los principales moradores de San Isidro se habían dirigido a Ginebra, a donde los siguió. Durante su residencia en aquella ciu-dad llegaron noticias de que Isabel había ascendido al trono de Inglaterra, y Juan de León, junto con algunos otros compatriotas resolvieron acompañar a los desterrados ingleses que estaban preparándose para volver a su patria. La corte española, de acuerdo con la Inquisición, había .colocado espías en el camino de Milán a Ginebra y en Frankfurt, Colonia y Amberes, para acechar a los italianos o españoles que abandonaran sus países natales por causa de la religión. Sabiéndolo. Juan de León y otro español tomaron un camino diferente; pero en Es-trasburgo fueron denunciados a un espía, quien los siguió hasta un puerto de Holanda, y habiendo conseguido un mandamiento, los prendió cuando se embarcaban para Inglaterra. Tan pronto como se apersonaron los oficiales, Juan, comprendiendo sus intenciones, se volvió a su compañero y le dijo: "Vamos; Dios será con nosotros." Después de torturarlos severa-mente para que descubrieran a sus compañeros de expatriación fueron enviados a España. Durante la navegación y el viaje por tierra, no sólo se los mantuvo encadenados como crimi-nales, sino con la cabeza y el rostro cubiertos con una especie de yelmo de hierro con una len-güeta del mismo metal que, introducida en la boca, les impedía hablar. Mientras su compañe-ro fué enviado a Valladolid,79 Juan fué entregado a los inquisidores de Sevilla. Los sufrimien-tos que le habían sido infligidos en la prisión, y los tormentos, le habían ocasionado una con-sunción, y su apariencia, el día del auto de fe era tal que hubiera partido el corazón de cual-quier ser humano que no fuera un inquisidor. Fué asistido en el momento de la ejecución por un monje que había sido compañero suyo de noviciado, y que perturbó sus últimas instantes con el recuerdo de las cosas de que ahora se avergonzaba. Habiéndosele quitado la mordaza, hizo una mesurada y grave declaración de su fe, breve pero enfática, y luego se entregó a las llamas que pusieron fin a sus sufrimientos, y le condujeron a la región de los espíritus de los justos hechos perfectos.80

Fernando de San Juan, maestro del Colegio de la Doctrina, y el doctor Cristóbal Losada,

pastor de la iglesia protestante de Sevilla, sufrieron con la misma fortaleza y constancia. Este último, después de llegar al lugar de la ejecución, se trabó en discusión con algunos frailes importunos que se jactaban de ser capaces de convencerlo de sus errores; pero dándose cuenta de que el pueblo escuchaba ansiosamente lo que se decía, aquellos empezaron a hablar en latín, lo que imitó Losada, quien continuó durante un tiempo considerable desarrollando la conversación con propiedad y elegancia, en un idioma extraño, al pie de la pira que en pocos momentos habría de reducirle a cenizas.81

Este auto de fe suministra ejemplos igualmente nobles de heroísmo cristiano de débiles

mujeres, varias de las cuales fueron torturadas "no aceptando el rescate para alcanzar mejor

79 Montes llama a esta persona Joannes Ferdinandus; Llorente dice que su nombre era Juan Sanches. Según la declaración de otro autor, éstos eran diferentes nombres de la misma persona. "Juan Sánchez, también llamado Juan Fernández, en un tiempo sirviente del Dr. Cazalla; el mismo que apresado en Holanda con Juan de León cuando estaban tomando pasaje para Inglaterra." (Registur ut supra, sigo E. ij. b.)

80 Montanus, págs. 223-228. 81 Ibid., págs. 214-216.

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resurrección." Entre ellas estaban Doña Isabel de Baena, María de Virves, María de Coronel y María de Bohorques. La primera era una rica matrona de Sevilla que había permitido a los protestantes celebrar reuniones de culto en su casa, la cual, por este motivo, fué sometida a la misma sentencia infamante que la de Doña Leonor de Vibero en Valladolid.82 Las otras eran jóvenes emparentadas con las familias más distinguidas de España. La historia de María de Bohorques se hizo célebre, tanto por sus interesantes circunstancias, como por haber sido la base de una novela histórica de un escritor españo1.83 Era hija natural de Don Pedro García de Jerez y Bohórquez, un grande de España de primera categoría, y no había cumplido los veintiún años cuando cayó en manos de la Inquisición. Habiendo recibido una cuidadosa edu-cación, podía leer la Biblia y comentarios de ella en latín, lo que le había dado un conocimien-to de las Escrituras que pocos poseían en su país, aun entre los clérigos. Egidio, que había sido su maestro, acostumbraba decir que siempre se sentía más sabio después de una entrevis-ta con María de Bohorques. Conducida ante los inquisidores, confesó su fe; la defendió como la antigua verdad, que Lutero y sus compañeros habían recobrado de entre los desperdicios en que había estado enterrada durante siglos; y les dijo a los jueces que su deber sería abrazar esa verdad en lugar de perseguir a los demás por sostenerla. Debido a su firme negativa a contes-tar determinadas preguntas tendientes a complicar a sus amigos, fué torturada brutalmente. Además, sea por deferencia a sus parientes que intervinieron, o por el deseo de convertir a una persona tan capaz, los inquisidores, contrariamente a su costumbre habitual, enviaron a su celda primeramente dos jesuitas, y después dos dominicos, para que trataran de persuadirla a que se retractara de sus opiniones heréticas; mas éstos se retiraron contrariados por su falta de éxito, pero también llenos de admiración por la destreza con que ella rechazaba sus argumen-tos. La noche antes del auto en el que ella había de morir, repitieron su visita en compañía de otros dos sacerdotes; ella los recibió con la mayor cortesía, pero al mismo tiempo les dijo cla-ramente que podían haberse ahorrado el trabajo que se tomaban, pues ella tenía más interés por su propia salvación del que posiblemente sentían ellos; hubiera renunciado a sus creencias si hubiera albergado la menor duda acerca de su verdad, pero estaba más convencida de ella que antes, máxime cuando los teólogos papistas, después de muchas tentativas, no le habían presentado más argumentos que los que ella ya conocía y podía confutar fácil y satisfactoria-mente. En la mañana del auto de fe apareció con semblante alegre, y mientras se formaba la procesión confortó a sus compañeras de martirio, y se disponían a cantar juntas un salmo ade-cuado a la ocasión, cuando le aplicaron la mordaza, que sólo le fué quitada después de leída la sentencia; se le preguntó entonces si estaba dispuesta a confesar los errores a los que hasta entonces se había adherido con tanta obstinación, a lo cual contestó con voz clara y audible: "Ni puedo ni quiero rectractarme." Cuando los prisioneros llegaron al lugar de la ejecución, Don Juan Ponce, que empezaba a fluctuar a la vista de los preparativos para la prueba terrible, la exhortó a no confiar demasiado en las nuevas doctrinas, y a que pesara los argumentos de los que la aconsejaban; pero sólo consiguió que Doña María le reconviniera por su debilidad y cobardía, agregando que no eran esos momentos para razonar, sino para meditar en la muerte de aquel Redentor por quien ellos estaban a punto de sufrir. Pero su constancia debía sufrir una prueba más todavía; estando ya atada al poste, los sacerdotes asistentes, habiendo conse-guido que el magistrado retardara el momento de encender la hoguera, y manifestando sentir por su juventud y talentos, le pidieron simplemente el credo, a lo cual ella accedió, empezan-

82 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 251. Montanus, pág. 223. Véase pág. 132. 83 Se titula Cornelia Bororquia, y fué impresa en Bayona. El autor asegura que es más historia que novela.

Pero Llorente dice que no es ni lo uno ni lo otro, sino un tejido de mal concebidas escenas que ultrajan a la natu-raleza y a los hechos; y se queja de que ésta y otras obras semejantes hayan contribuido a sostener la causa de la Inquisición, rodeando de un aire de ficción sus atrocidades, e imputando a sus agentes palabras y acciones ridícu-las e inverosímiles. (II, 267.)

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do inmediatamente a explicar algunos de sus artículos desde el punto de vista luterano. Pero no le permitieron terminar su comentario: el verdugo recibió orden de estrangulada y el fuego consumió su cadáver.84

En ese auto de fe se quemó la efigie del licenciado Zafra, cuya fuga providencial ya se

ha mencionado.85 Entre los penitentes que aparecieron en esta ocasión, uno merece ser men-cionado como ejemplo de la benignidad con que los inquisidores castigaban un delito que, en España, debía haber sufrido el castigo más ejemplar. El sirviente de un caballero del Puerto de Santa María, después de atar una cuerda a un crucifijo y ocultado, junto con un látigo, en el fondo de un baúl, se dirigió a Triana e informó a los santos padres que su amo tenía la cos-tumbre de azotar todos los días a la imagen. El crucifijo fué hallado en la situación descripta por el denunciante, y el caballero fué encerrado en la prisión secreta. Pero, felizmente para él, recordó que había tenido una disputa con su sirviente y consiguió probar que la acusación obedecía a una venganza personal. Según las reglas del Santo Oficio, el siervo debía haber sido ejecutado; pero fué condenado meramente a recibir cuatrocientos azotes y al confina-miento en galeras durante seis años. El cumplimiento parece haberse reducido a la primera parte de la sentencia, que, según un principio de retribución digno de la ingenuidad de la In-quisición, se consideró como suficiente expiación por la supuesta indignidad cometida con el crucifijo.86

El segundo gran auto de fe en Sevilla tuvo lugar el 22 de diciembre de 1560, después de

haber sido diferido esperando la llegada del monarca. En esta oportunidad fueron presentadas y quemadas las efigies de los doctores Egidio y Constan tino, junto con la de Juan Pérez.87 que había huido. Catorce personas fueron entregadas al brazo secular y treinta y cuatro fueron sentenciadas a penas inferiores.88

Entre los primeros estaba Julián Hernández, y la escena final de su vida no desmintió su

fortaleza y osadía anteriores. Cuando apareció ante el tribunal de Triana, en la mañana del auto, dijo a sus compañeros de prisión: “¡Valor, camaradas! Esta es la hora en que debemos mostramos valientes soldados de Jesucristo. Demos un fiel testimonio de su fe ante los hom-bres, y dentro de pocas horas recibiremos el testimonio de su aprobación ante los ángeles y triunfaremos con él en el cielo." Fué reducido a silencio por la mordaza, pero continuó alen-tando a sus compañeros por medio de sus gestos, durante todo el espectáculo. Al llegar a la pira se arrodilló y besó la piedra sobre la cual estaba erigida; luego, levantándose, introdujo su cabeza descubierta entre los haces de leña, en señal de bienvenida a una muerte que era tan temible para otros. Ya atado al poste, adoptó una actitud de oración, que el Doctor Fernando

84 Montanus, págs. 210-213. Geddes, Misc. Tracts., vol. I, pág. 574. Llorente, II, 268-271. 85 Véase pág. 126. Llorente, II, 256. Skinner menciona, entre los que fueron "quemados en Sevilla el año de

nuestro Señor 1559, a Juan de Cafra, padre del que escapó de la prisión, al cual se menciona en el f. 4, cuya efigie también fué quemada al mismo tiempo." Si este último es el individuo mencionado en el texto, debe haber estado casado secretamente, pues Skinner menciona a continuación a "Francisca López de Texeda de Mançani-lla, esposa del mismo que escapó en esa forma." (Skinner, Registro ut supra, sig. D. d. iij. b.) La misma lista contiene los nombres siguientes: "Medel de Espinosa, un bordador condenado únicamente por recibir en su casa ciertas obras luteranas que se recibian de Alemania. Luis de Abrego, un hombre que se ganaba la vida escribien-do misales y otros libros de la iglesia."

86 Llorente, II, 271. 87 Véase pág. 116. 88 Según el Relato de Juan Frampton, en esta oportunidad fueron quemadas treinta personas y cuarenta con-

denados a otras penas; pero, siendo él mismo uno de los presos, fácilmente pudo equivocarse al contarlos. (Annals, de Strype, vol. I, pág. 244.)

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Rodríguez, uno de los sacerdotes asistentes, interpretó como una señal de abatimiento, consi-guiendo que el juez le hiciera quitar la mordaza. Julián entonces. después de una sucinta con-fesión de sus creencias, empezó a acusar a Rodríguez, con quien en otra época había estado relacionado, de esconder sus verdaderos sentimientos por temor a los hombres; oyendo lo cual el irritado sacerdote, exclamó: "¿La paz de España, conquistadora y señora de naciones, ha de ser perturbada por un enano? Verdugo, ¡cumple tu misión!" Inmediatamente fué encendida la hoguera; y los guardias, envidiando la inconmovible firmeza del mártir, terminaron sus sufri-mientos hundiendo sus lanzas en su cuerpo.89

No menos de ocho mujeres, de carácter irreprochable y algunas de ellas distinguidas por

su rango y educación, sufrieron la más cruel de las muertes en este auto de fe. Entre ellas es-taba María Gómez, que habiéndose repuesto del trastorno mental que la afligiera, había sido readmitida en la comunión protestante y había caído en manos de la Inquisición.90 Ella apare-ció en el tablado junto con tres hijas y una hermana. Después de la lectura de la sentencia que las condenaba a las llamas, una de las jóvenes se dirigió a su tía, quien la había instruido en las doctrinas protestantes, y arrodillándose, le dió las gracias por todas las enseñanzas religio-sas que de ella había recibido, le pidió perdón por cualquier ofensa que hubiera podido inferir-le, y le solicitó su bendición final. Levantándola y asegurándole que no tenía nada que perdo-narle, la anciana procedió a dar ánimo a su obediente sobrina, recordándole el sostén que el divino Redentor les había prometido para la hora de la prueba, y los goces que les aguardaban al final de sus momentáneos sufrimientos. Las cinco se despidieron entonces las unas de las otras con tiernos abrazos y palabras de mutuo consuelo. La entrevista entre estas piadosas mujeres fué presenciada por los miembros del Santo Oficio con semblante adusto y aspecto severo, no alterado siquiera por un gesto de disconformidad; y tan completamente habían la superstición y el hábito acallado las emociones más fuertes del corazón humano, que no se escapó una sola expresión de simpatía de la multitud ante la vista de una escena que, en otras circunstancias, hubiera excitado en tal forma los sentimientos de los espectadores, que se hubieran amotinado.91

En este auto perecieron tres extranjeros, dos de los cuales eran ingleses. Nicolás Burton,

un comerciante de Londres, visitando España con un navío cargado de mercancías, cayó en manos de la Inquisición, y negándose a abjurar la fe protestante, fué quemado vivo.92 Las ob-servaciones de Llorente sobre este asunto son en extremo justificadas: "Convengamos, si que-réis, en que Burton cometió una imprudencia al publicar sus sentimientos religiosos en San Lúcar de Barrameda y en Sevilla, expresándose con desprecio sobre las creencias de los espa-ñoles; pero no es menos cierto que la caridad y la justicia exigían que, tratándose de un ex-tranjero que no tenía su residencia en España, se conformasen con ordenarle que se abstuviera de toda expresión irrespetuosa para la religión y las leyes del país, amenazándole con castigar-le si insistía en su actitud. El Santo Oficio no tenía nada que ver con sus sentimientos priva-dos, pues fué establecido para el pueblo de España, y no para los extranjeros."93 El hecho de que en la misma pira que él fueran quemados también un marinero de Southampton llamado Guillermo Burke y un francés de Bayona, de nombre Fabianne, a pesar de que no se les impu-taba ningún insulto contra la religión del país, demuestra que la acusación contra Burton, más

89 Montanus, págs. 220-222. Histoire des Martyrs, f. 497b. Geddes. Miscel. Tracts., vol. I, pág. 570. Llorente, II, 282.

90 Véase pág. 126. 91 Montanus, págs. 85, 86. Llorente, n. 185-187. 92 Montanus, pág. 175. Strype, Annals, vol. I pág. 238. 93 Llorente, II, 283, 284.

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que un mero pretexto, parece una deliberada invención.94 Parte de las mercancías que Burton conducía en su buque, y que fueron confiscadas por

los inquisidores, pertenecían a un comerciante de Londres, quien envió a Sevilla a Juan Frampton, de Bristol, como apoderado, para reclamar su propiedad. El Santo Oficio opuso toda clase de obstáculos a su reclamo, y después de cuatro meses de esfuerzos infructuosos, juzgó conveniente volver a Inglaterra para obtener amplios poderes. Pero, al desembarcar por segunda vez en España, fué prendido por dos familiares y conducido en cadenas a Sevilla, donde fué arrojado en la prisión secreta de Triana. El único pretexto para su arresto fué que en su equipaje se había hallado un libro de Catón en inglés; pero no pudiendo substanciar un cargo sobre esa base, los inquisidores lo interrogaron sobre sus ideas religiosas, e insistieron en que, para librarse de sospechas de herejía, debía repetir el Ave María. Al hacerla, él omitió las palabras "madre de Dios, ruega por nosotros", por lo cual fué sometido al tormento. Des-pués de soportar tres aplicaciones de la rueda, y mientras "yacía estirado en tierra, ni muerto ni vivo", consintió en confesar lo que sus atormentadores quisieran dictarle. A consecuencia de lo cual fué hallado sospechoso de luteranismo, y se confiscaron los bienes que él había ido a rescatar. El apareció entre los penitentes en el auto en el cual murió Burton, y después de mantenérsele en la cárcel más de dos años, fué puesto en libertad.95

Entre los penitentes en este auto, estaban varias señoras respetables y monjes de diferen-

tes órdenes. Otros fueron castigados severamente por los motivos más triviales. Diego de Vir-ves, miembro de la municipalidad de Sevilla, fué multado en cien ducados por haber dicho, en ocasión de la preparación para el jueves santo: "¿No sería más acepto a Dios si se empleara el dinero desperdiciado en estas ceremonias en socorrer a familias pobres?" Bartolomé Fuentes, habiendo sido injuriado por un sacerdote, exclamó: "Yo no puedo creer que Dios descienda del cielo a las manos de una persona tan indigna"; por cuya ofensa apareció en el tablado con una mordaza en la boca. Dos jóvenes estudiantes fueron castigados por "actos luteranos", por haber copiado en sus cuadernos unos versos anónimos que contenían, según cómo se leyeran, un elogio o una sátira de Lutero.96

Gaspar de Benavídez, alcaide o carcelero jefe de la Inquisición de Sevilla, fué convicto

de mal comportamiento en su cargo. No había clase de opresión que el infame no hubiera em-pleado en el trato de sus prisioneros, hasta que un motín provocado por sus insufribles cruel-dades condujo al descubrimiento de su culpa. Se le declaró meramente culpable de "descuido en la atención de su cargo", y fué condenado a perder su puesto, comparecer en el auto con una antorcha en la mano y ser expulsado de Sevilla. Compárese esta sentencia con los casti-gos infligidos a aquellos que fueron los instrumentos para que se descubriera su felonía. Por conspirar contra él e infligir a uno de sus ayudantes una herida que resultó mortal. fué quema-do vivo Melchor del Salto; un mulato de catorce años de edad, llamado Luis, sospechoso de complicidad en el motín, recibió doscientos azotes y fué enviado a galeras por toda su vida; mientras María González y Pedro Herrera, sirvientes del alcaide, fueron sentenciados a la misma cantidad de azotes, ya confinamiento en galeras durante diez años, simplemente por haber tratado con bondad a los presos y haber permitido que algunos de ellos, que eran parien-

94 Strype, Annals, I, 238. Llorente, II. 285. 95 Relato de Frampton en Annals ut supra, I, 239-245. Este relato concuerda substancialmente con los que dan

Montanus, págs. 175-179, y Llorente, II, 287-289. 96 Montanus, págs. 192-196. Llorente, II, 289-291.

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tes, se vieran ocasionalmente durante algunos minutos.97 El tratamiento aplicado a una persona que fué declarada inocente en este auto de fe, su-

ministra más pruebas contra los inquisidores que todo lo que pudieran haber hecho a los que entregaban a las llamas. Doña Juana de Bohorques era hija de Don Pedro García de Jerez y Bohorques, y esposa de Don Francisco de Vargas. barón de Higuera. Esta había sido detenida en virtud de la confesión arrancada en el potro a su hermana María de Bohorques, quien admi-tió que había conversado con ella sobre las doctrinas luteranas sin que diera señales de des-aprobación. Estando encinta de seis meses, se le permitió ocupar una de las prisiones públicas hasta el momento del alumbramiento; pero ocho días después del parto, se le arrebató la cria-tura y ella fué arrojada en un calabozo secreto. Una joven, que luego fué llevada a la estaca como luterana, fué recluida junto con ella, e hizo todo lo que pudo para ayudar a su restable-cimiento. Doña Juana tuvo pronto oportunidad de retribuir las bondadosas atenciones de su compañera de prisión, pues habiendo sido ésta llamada ante los inquisidores, fué conducida de vuelta a la celda desfalleciente y destrozada, y cuando apenas había adquirido fuerzas sufi-cientes para levantarse de su lecho de baldosas, Doña Juana fué conducida a su vez a la sala del tormento, donde, negándose a confesar, fué colocada en el aparato llamado del burro:

(N.T. En español en el original) que le fué aplicado con tal violencia que las cuerdas penetraron hasta el hueso en sus brazos y piernas, y habiendo estallado algunos de los vasos, fluyó la sangre a torrentes de su boca y narices. Fué conducida insensible al calabozo, y expiró a los pocos días. Los inquisidores hubieran querido mantener oculta la causa de su muerte, pero les fué imposible; y trataron de expiar el crimen de este execrable asesinato, por lo menos a los ojos de los hombres, declarando a Juana inocente el día del auto de fe, reivindicando su repu-tación y restituyendo sus bienes a sus herederos. “¡Cuán abrumadora será la responsabilidad de estos caníbales cuando un día aparezcan ante el tribunal de Dios!" -exclama uno de sus compatriotas. Mas no podemos vacilar en plantear la pregunta: ¿De quién es la responsabili-dad mayor? ¿de los caníbales o de quienes les permiten regodearse con sangre humana?" In-dudablemente, el espíritu caballeresco había huido de los corazones de la nobleza española; de otro modo, no hubieran permitido que una innoble junta de curas y frailes abusaran de esa manera de sus esposas e hijas, apoyados por un monarca igualmente vil y desprovisto de prin-cipios.98

Terminada la penosa tarea de describir los cuatro grandes autos de Valladolid y Sevilla,

es conveniente, antes de proseguir con el relato del exterminio de los protestantes, mencionar las severas medidas adoptadas contra algunos dignatarios eclesiásticos que se hicieron sospe-chosos de favorecer la herejía.

Hemos tenido ocasión de mencionar repetidas veces el nombre. y aludir al proceso, de

Bartolomé de Carranza y Miranda, arzobispo de Toledo. Después de asistir al concilio de

97 Montanus, págs. 108-114. Llorente, II, 289, 291-293. Herrera, ante los ardientes ruegos de una madre y su

hija, recluídas en celdas separadas, les había permitido bondadosamente conversar durante media hora. Cuando más tarde fueron llevadas al tormento, tuvo miedo de que mencionaran su gesto indulgente, y yendo a los inqui-sidores les confesó lo que había hecho. Inmediatamente fué severamente recluido, lo cual le produjo tal estado de ánimo que provocó un desequilibrio mental. Habiéndose mejorado, apareció en el auto de fe con una soga al cuello, y al día siguiente, siendo llevado para ser azotado, le dió un ataque de locura y, arrojándose del asno en que se le conducía, arrebató una espada al alguacil y lo hubiera muerto a no haberlo impedido la multitud. Por esta ofensa se agregaron cuatro años a su confinamiento en galeras. "Los santos padres -dice el historiador que relata estos hechos- no permiten a la gente enloquecerse impunemente." (Montanus, pág. 111).

98 Montanus, págs. 181-184. Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 250. Llorente, II, 293-295.

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Trento y acompañar a Felipe II a Inglaterra, donde tomó parte activa en el examen de los pro-testantes que fueron ajusticiados, este ilustre individuo fué recompensado en 1558 con el pri-mado; pero no había estado muchos meses ocupando la diócesis, cuando fué denunciado a la Inquisición y encarcelado en Valladolid. Algunos historiadores han atribuido esa persecución a la envidia y el odio personal de sus hermanos, especialmente de Melchor Cano, obispo de las Canarias, y el inquisidor general, Valdés;99 e indiscutiblemente tan bajos motivos tuvieron algo que ver en los procedimientos; pero había otras causas que suscitaban los celos contra el primado. Varios de los principales entre los protestantes españoles habían tenido como maes-tro a Carranza, quien continuaba manteniendo con ellos una amistosa correspondencia, y aun-que privadamente les reprochaba sus opiniones, no los denunció al Santo Oficio, y al parecer, siendo sus ideas teológicas más amplias que las de sus hermanos, concordaba con los refor-madores en doctrinas como la de la justificación y algunas otras relacionadas con ella. En estas cuestiones su manera de pensar se asemejaba a la de Marco Antonio Flaminio, los car-denales Pole y Morone, y algunos otros eruditos italianos.100 De hecho, una de las cosas de que se le acusaba era precisamente su intimidad con estos distinguidos personajes.101 Su Ca-

tecismo, que fué convertido en el principal cuerpo del delito por la acusación, además de ser sospechoso de cierta inclinación hacia el luteranismo, era ofensivo para la Inquisición, pues estaba en el idioma vulgar e inculcaba más las doctrinas de la Biblia que las tradiciones de la iglesia. Después de siete años la causa fué transferida a Roma, adonde fué conducido el pri-mado; y después de numerosas intrigas y demoras, el papa Gregorio XIII pronunció sentencia definitiva el 14 de abril de 1576, declarando a Carranza fuertemente sospechoso de herejía, ordenando la prohibición de su catecismo y ordenándole abjurar dieciséis proposiciones lute-ranas, y suspendiéndolo por cinco años del ejercicio de sus funciones arzobispales. Apenas había sido dictada la sentencia cuando el primado enfermó y murió, después de esperar duran-te dieciocho años de reclusión que se fallara el proceso.102

El proceso del primado dió lugar a otros. Ocho obispos, la mayoría de los cuales habían

asistido al concilio de Trento. y veinticinco doctores en teología, inclusive los hombres más ilustrados de España, fueron denunciados al Santo Oficio; y pocos de ellos escaparon sin hacer algún humillante reconocimiento o retractación.103 Mancio de Corpus Christi, profesor de teología en Alcalá, había emitido una opinión favorable al catecismo de Carranza, consi-guiendo que la subscribieran los demás teólogos de la universidad; pero oyendo que se había iniciado causa contra él, se salvó de ser arrojado en las prisiones secretas, entregando a los inquisidores otra relación, en la cual condenaba trescientas treinta y una proposiciones extraí-das de las obras de aquel prelado, a quien poco antes había declarado enteramente orto-doxo.104 Luis de la Cruz, discípulo favorito de Carranza, fué encarcelado en la prisión secreta por haberse encontrado en su poder algunos papeles de su maestro y la correspondencia que aquél había mantenido con el Doctor Cazalla y otros reformadores. La reclusión y la ansiedad le determinaron una tendencia a la congestión cerebral, acompañada por ataques de delirio, que hicieron necesario su traslado a la prisión episcopal, para salvarle la vida. No obstante esto y la falta de pruebas en su contra, fué mantenido en confinamiento durante cinco años, con la esperanza de que se determinara a adquirir su libertad minando la reputación de su

99 Llorente, III, 195. 100 History of the Progr. and Supress. of the Reform. in Italy, pág. 166-188. 101 Llorente, III, 246. 102 Ibid., cap. XXXII. Bayle, Dic. art. "Carranza". 103 Ibid., II, 427-480. III, 62-90. 104 Ibid., II, 442.

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maestro y poniendo en peligro su vida.105 Antes de que Carranza fuera formalmente acusado, los inquisidores habían extraído una cantidad de proposiciones de su catecismo, y sin mencio-nar el autor, las habían sometido al juicio de Juan de Peña, profesor en Salamanca, quien de-claró que todas eran católicas, o por lo menos susceptibles de ser interpretadas con buen sen-tido. Después de la detención del primado, Peña se alarmó y envió una defensa al Santo Ofi-cio, en la cual se reconocía culpable de haber ocultado la buena opinión que Carranza tenía de Don Carlos de Seso; pero esto no apaciguó a los santos padres, quienes lo condenaron a reali-zar diferentes penitencias por sus faltas, entre las cuales estaban las siguientes: no haber cen-surado la proposición "que no podemos decir que una persona caiga del estado de gracia por cometer pecado mortal"; y haber manifestado como su opinión personal, "que aunque el pri-mado fuera hereje, el Santo Oficio debiera disimulado, a fin de que los luteranos de Alemania no fueran a canonizarlo como mártir, como habían hecho con otros castigados por ellos."106

Mientras tanto la persecución contra los luteranos en Valladolid y Sevilla no amainaba.

Se recurría a todos los medios para excitar contra ellos el odio popular. Se revivieron las ca-lumnias abominables propagadas por los paganos de Roma contra los primitivos cristianos; y el vulgo crédulo creía que los protestantes, en sus asambleas nocturnas, apagaban las luces y se entregaban a los vicios más viles.107 El día de San Mateo del año 1561, estalló un incendio en Valladolid, que consumió más de cuatrocientas casas, inclusive algunos de los más impor-tantes talleres y casas de comercio, y fué atribuido a una conspiración de los luteranos; y to-dos los años subsiguientes, el día de San Mateo, los habitantes realizaban una solemne profe-sión acompañada de súplicas a nuestro Señor, por medio de su apóstol, para que los guardara de esa plaga y calamidad.108 En el curso del mismo año, el papa envió a España una bula, au-torizando un jubileo con indulgencias plenarias. Entre otras cosas, la mencionada bula auto-rizaba a los confesores a absolver a los que se hubieran complicado con la herejía luterana y manifestaran pesar por sus errores. Aunque el objeto de la corte de Roma era reunir dinero, esta medida tendía a mitigar la persecución que había rugido durante algunos; años; pero los inquisidores, determinados como estaban a no dejar escapar su presa, prohibieron la publica-ción de la bula dentro del reino.109

Los cuatro autos de fe ya descriptos, aunque son los más famosos, no fueron los únicos

espectáculos en los que sufrieron los protestantes de Valladolid y Sevilla. Fueron necesarios muchos años para vaciar las prisiones, desde donde, a intervalos no muy largos, continuaban siendo conducidos adherentes a la fe reformada al tablado y la hoguera. El 10 de julio de 1563 se celebró un auto público en Sevilla, en el cual fueron entregadas a las llamas seis personas, por luteranas. En esta oportunidad apareció entre los penitentes Domingo de Guzmán.110 Se había conseguido hacerlo retractar mediante la promesa de un arzobispado; y su hermano, el duque de Medina Sidonia, se había esforzado por conseguir su libertad mediante alguna pena que no constituyera un impedimento para su carrera futura. Pero los inquisidores estaban de-cididos a interrumpir la carrera de quien había abrazado los principios reformistas; de modo que, después de haber quemado ante su vista sus libros, que pasaban de mil volúmenes, lo condenaron a prisión perpetua.111

105 Ibid., II, 443, 444. 106 Ibid., II, 463, 464. 107 Cipriano de Valera, Dos Tratados, pág. 252. 108 Illescas, Hist. Pontif., tomo II, f. 451 b, 452a. 109 Montanus, págs. 188, 189. 110 Véase pág. 128. 111 Registro ut supra, sig. D d. iiij. b. E.i.a.

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Un suceso ocurrido en Sevilla en 1564 distrajo por un poco de tiempo la atención del

público, y aun de los inquisidores, de los adherentes a la doctrina reformada. A raíz de que se abusaba del confesonario para fines deshonestos, se consiguieron en Roma edictos tendientes a corregir ese mal, y habiéndose efectuado varias comprobaciones escandalosas por medio de investigaciones privadas, creciendo el clamor público, la inquisición de Sevilla adoptó la re-solución, de la cual tuvieron luego que arrepentirse una y mil veces, de que se publicara un edicto de denunciación en todas las iglesias de la provincia, ordenando, bajo severas penali-dades, se pusieran en conocimiento del Santo Oficio, dentro del término de treinta días, todas las solicitaciones de relaciones delictuosas que se hubieran recibido de sacerdotes en el confe-sionario, ya sea por las propias interesadas, o las de que se tuviera conocimiento. A conse-cuencia de esta publicación acudieron tales multitudes a Triana, que los inquisidores se vieron obligados a prolongar varias veces el período fijado, con lo que se extendió hasta ciento vein-te días. Entre las denunciantes se presentaban mujeres de ilustre cuna, que aparecían veladas y embozadas, por temor a encontrarse con sus esposos y ser reconocidas. Los sacerdotes se alarmaron,112 la paz de las familias se quebrantó, y toda la ciudad estaba escandalizada. Por fin el Consejo Supremo, percibiendo el odio que esto atraía contra la iglesia, y los prejuicios contra la confesión auricular que se difundirían entre el pueblo, interpuso su autoridad, anu-lando la investigación y prohibiendo la repetición del edicto de denunciación.113

Valladolid y Sevilla no fueron las únicas ciudades donde las cárceles se llenaron de

amigos de la doctrina reformada. Desde 1560 hasta 1570 se celebró anualmente por lo menos un auto de fe en cada una de las doce ciudades donde había un tribunal de la Inquisición, y en cada uno de ellos aparecieron adherentes a la nueva fe. El 8 de septiembre de 1560 los inqui-sidores de Murcia solemnizaron un auto en el cual cinco personas fueron condenadas a distin-tos castigos por profesar el luteranismo; y tres años después, once personas acusadas de lo mismo aparecieron como penitentes en la misma ciudad.114 En este último auto mencionado un hijo del emperador de Marruecos, que había recibido el bautismo en su juventud, subió al tablado acusado de haber vuelto al mahometismo, y fué condenado a tres años de reclusión, y a ser desterrado de los reinos de Valencia, Aragón, Murcia y Granada. El 25 de febrero de 1560 la inquisición de Toledo preparó un gran auto de fe para solaz de la joven reina Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia. Para darle mayor solemnidad, se celebró al mismo tiem-po una asamblea general de las cortes del reino, para tomar el juramento de fidelidad a Don Carlos, el heredero aparente del trono. Entre los condenados a las llamas y otros castigos apa-recieron varios luteranos. En esta oportunidad el duque de Brunswick entregó a la hoguera a uno de su comitiva, para testificar su odio a la causa reformista y para aterrorizar a los alema-

112 "Por otra parte, era divertido ver a los monjes y frailes y curas ir de aeá para allá, con las cabezas gachas,

tristes y melancólicos, redargüidos por sus conciencias culpables, agitados y temblorosos, y atentos a que alguno de los familiares los tomara por la manga y los llamara a declarar en estos asuntos. Tanto que muchos de ellos temían que les hubiera llegado una plaga tan ardiente como la persecución desatada en ese entonces contra los luteranos." (Skinner, Registro ut supra, sig. R. iij.)

113 Montanus, pág. 184-188. Llorente no niega los hechos mencionados por el historiador protestante; se limi-ta a decir que él ha confundido el año 1563 por 1564, y que "las denuncias fueron muchas menos de las que él pretende." (Tomo III, pág. 29.) Pero los documentos que permitieron al ex-secretario de la Inquisición corregir la exageración deberían haberle capacitado para dar el número exacto. El tiene razón al decir que, aunque en algu-nos casos los sacerdotes eran culpables, en otros pueden haber sido falsamente acusados por maldad o por error de parte de los penitentes; pero no se le ocurrió que, sea como fuere, la confesión auricular y el celibato del clero estaban destinados a tener la más perniciosa influencia sobre la moral pública.

114.Llorente, II, 338, 340, 344.

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nes, flamencos y franceses que estaban presentes y que eran sospechosos de herejía.115 En el mismo lugar, el año siguiente, fueron quemados vivos por luteranos cuatro sacerdotes, espa-ñoles y franceses, y fueron reconciliadas diecinueve personas de las mismas convicciones. Entre estas últimas se hallaba un paje real, cuya libertad había sido concedida por Felipe y Valdés a instancias de la reina. En 1565 la misma Inquisición celebró otro auto en el cual fue-ron condenados a las llamas y a otras penas una cantidad de protestantes, bajo las diversas denominaciones de luteranos, fieles y huguenaos o hugonotes. La ciudad metropolitana de España estaba tan ansiosa por destacar su celo contra la herejía, que en 1571, para no mencio-nar otros casos, se realizó allí un auto en el cual dos personas fueron quemadas vivas y una en efigie, mientras no menos de treinta y una fueron sentenciadas a otras penas menores, por luteranas. Uno de los dos que perecieron en las llamas fué el Doctor Segismundo Archel, na-tural de Cagliari, en Cerdeña. Este había sido arrestado en Madrid en 1562, y después de va-rios años de encierro en las prisiones de Toledo, había conseguido huir; pero habiéndose en-viado su retrato a los principales pasos de la frontera, fué recapturado antes de que abandona-ra el país, y entregado de nuevo en manos de sus jueces. Cuando se le comunicaron las decla-raciones de los testigos, Segismundo aceptó todos los cargos que se le hacían; pero alegó que, lejos de ser hereje, era mejor católico que los papistas, en prueba de lo cual leyó, para gran mortificación del tribunal, una larga defensa que había redactado en la prisión. Como se bur-lara de la ignorancia de los sacerdotes enviados para convertirle, se le condenó a llevar la mordaza en el tablado y en la pira; y los guardias, envidiándole la gloria de un prolongado martirio, lo atravesaron con sus lanzas mientras los verdugos estaban encendiendo la hoguera, de modo que pereció al mismo tiempo por el fuego y el hierro.116 Aunque la mayor parte de los presos exhibidos en los autos de fe de Granada y Valencia eran judíos y mahometanos, de vez en cuando, sin embargo, aparecían junto con ellos algunos protestantes, entre los cuales llama especialmente la atención Don Miguel de Vera y Santángel, monje cartujo de Portaceli, por pertenecer al convento donde se hizo la primera traducción de la Biblia al español.117

Ninguno de los tribunales provinciales tuvo tanto que hacer con la supresión de la Re-

forma, como los de Logroño, Zaragoza y Barcelona. En los numerosos autos celebrados en estas ciudades, gran parte de los que aparecían en el tablado eran protestantes. Pero el trabajo más importante de los inquisidores en las provincias orientales era el de buscar y requisar los libros heréticos que eran introducidos por la frontera francesa o por mar. En 1568 el Consejo Supremo se dirigió a ellos por carta, comunicándoles informes alarmantes que habían sido recibidos de Inglaterra y Francia. Don Diego de Guzmán, embajador español en Londres, había escrito que los ingleses se jactaban de los conversos que sus doctrinas estaban haciendo en España, particularmente en Navarra. Al mismo tiempo el embajador en Vienne comunica-ba que los calvinistas de Francia se felicitaban por la firma del tratado de paz entre los monar-cas francés y español, y abrigaban esperanzas de que su religión haría tantos progresos en España como los había hecho en Flandes, Inglaterra y otros países, pues los españoles que ya la habían abrazado en secreto tendrían ahora una fácil comunicación con los protestantes del Bearn, a través de Aragón. El inquisidor general había recibido informaciones de Castres y París referentes a grandes cantidades de libros en idioma castellano, destinados a España. En

115 Cabrera, Crónica de Don Felipe Segundo, Rey de España, pág. 248. Madrid 1619, folio. La casa de

Brunswick-Lunenburg estaba en esta época dividida en tres ramas. La persona que se menciona en el texto, En-rique X, duque de Brunswick, era un enemigo declarado de la Reforma. Por otro lado, Ernesto, duque de Lunen-burgo-Zell, cuyos descendientes llegaron después a electores de Hanover y reyes de Inglaterra, era un ardiente reformista.

116 Llorente II, 384, 386, 389. 117 Ibid., II, 401, 411. Véase pág. 112.

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algunos casos, éstos se colocaban en cascos de vino de Champaña y Borgoña, rotulados en tal forma que pasaban por las aduanas sin ser descubiertos por los aduaneros. De esta manera penetraron en España muchos ejemplares de la Biblia en español publicada por Casiodoro de Reina en Basilea en 1569, a pesar de las severas denuncias del Santo Oficio y la extremada vigilancia de sus familiares.118

Pero la Inquisición no se conformaba con evitar la introducción de individuos y libros

herejes en España; también se esforzó con igual celo en impedir que salieran de España caba-llos sobre cuya ortodoxia no había duda alguna. Por increíble o ridículo que le parezca al lec-tor, éste es un hecho indiscutible y que demuestra más que nada el carácter venal de los inqui-sidores tanto como de quienes recurrían a ellos para que secundaran sus planes políticos. Ya en el siglo catorce se había declarado ilegal el transporte de caballos de España a Francia. Esta prohibición se basaba exclusivamente en razones de política económica, y los guardas aduaneros tenían a su cargo impedir el contrabando de ellos. Pero en ocasión de las guerras que surgieron en Francia entre papistas y hugonotes, y debido al aumento de estos últimos en la frontera española, se le ocurrió a Felipe, como un expediente excelente para poner fin al tráfico prohibido, encomendar esa tarea a la Inquisición, cuyos servicios serían más efectivos que los de cien mil guardas aduaneros. Con este propósito obtuvo del papa una bula en la cual, con referencia especialmente a los hugonotes de Francia y en particular a los del Bearn, se declaraba sospechoso de herejía a todo el que suministrara armas, municiones u otros ins-trumentos de guerra a los herejes. A consecuencia de esto, el Consejo Supremo en 1569 agre-gó al edicto anual de denunciación una cláusula obligando a todos, so pena de excomunión, a denunciar a cualquiera que hubiera comprado o transportado caballos para los protestantes franceses; lo que después se extendió a todos los que cruzaran los Pirineos. Muchos fueron los castigados por esta causa con multas, azotes y condenas a galeras por los tribunales inquisito-riales de la frontera. Siempre atentos a extender su jurisdicción, los inquisidores procuraron entender en todas las cuestiones relacionadas con el contrabando de salitre, azufre y pólvo-ra.119 Felipe, sin embargo, distrajo su atención de estas intromisiones en la administración civil, utilizándolos en la persecución de las presas reales. Fernando el Católico, aprovechando las circunstancias favorables, había agregado a sus dominios la mayor parte del reino de Na-varra, y Carlos V, en un ataque de devoción, había establecido en su testamento que su hijo debía examinar los derechos de la monarquía española a esos territorios, y en caso de hallados infundados, restituirlos a su propietario original.120 Pero Felipe, lejos de realizar ese acto de justicia, dispuso anexar a su corona todo el territorio de aquel reino. Por instigación suya el papa Pío IV en 1536 lanzó una bula excomulgando a Juana d'Albret, reina hereditaria de Na-varra, y ofreciendo sus dominios al primer príncipe católico que emprendiera la tarea de lim-piados de herejes. Felipe, con su característica doblez manifestó a la corte de Francia su des-aprobación de la medida adoptada por su Santidad, mientras, de acuerdo con el inquisidor general Espinosa y la casa de Guisa estaba planeando apoderarse de la persona de la reina y de su hijo, que después fué Enrique IV de Francia, para conducirlos por fuerza a España y en-tregarlos a la Inquisición. Esta desgraciada conspiración, tramada en 1565, fué frustrada sólo por la súbita enfermedad del oficial encargado de su ejecución.121

El público ignora las crueldades perpetradas por la Inquisición en Goa, situada en los

118 Ibid., I, 477; II, 392-394, 407. 119 lbid., II, 394-400. 120 Sandoval, Vida del Emp. Carlos V., tomo II, pág. 876. 121 Recueil des choses mémorables avenues en France, depuis l'an 1547, jusques à 1597, pág. 292. Mémoires

Secrets de M. de Villeroi, Llorente, cap. XXVII. Art. 4.

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establecimientos portugueses de las Indias Orientales.122 Atrocidades similares fueron come-tidas por los españoles en el Nuevo Mundo, donde se establecieron tribunales de la Inquisi-ción en México, Lima y Cartagena. En México, en 1574, fueron quemados vivos por lutera-nos impenitentes, un inglés y un francés, mientras otros fueron condenados a diversas penas por abrazar las opiniones de Lutero y Calvino.123 A fines del siglo XVII los inquisidores de México tuvieron detenido durante cuatro años a Luis Ramé, un protestante francés; y varios naturales de Inglaterra y sus colonias fueron obligados a abjurar su religión y rebautizarse.124 En el mismo lugar se celebró en 1659 un espléndido auto de fe, en el cual fué condenado a la hoguera un irlandés, Guillermo Lamport, "por estar contaminado con los errores de Lutero, Calvino, Wicliff y Juan Huss; en una palabra, por ser culpable de todas las herejías imagina-bles." El era autor de dos escritos, en uno de los cuales, para usar el lenguaje de la condena: "se decían cosas contra el Santo Oficio, su establecimiento, estilo, procedimientos, etc., de tal manera que en todo él no se hallaba una palabra que no mereciera reprensión, no sólo por ser perjudicial, sino también insultante para nuestra santa fe católica." Del otro escrito dice el procurador fiscal que "contenía un lenguaje tan detestable e insultos tan llenos de veneno, que demostraban claramente el espíritu herético del autor y su profundo odio hacia el Santo Ofi-cio." El día de la ejecución, deseando testificar su disposición para afrontar la muerte, apenas estuvo sentado al pie del poste, con el cuello colocado en la argolla, se dejó caer, quebrándose el cuello. Según el informe oficial del auto, Lamport esperaba "que su amigo el diablo viniera en su auxilio", y mientras caminaba en dirección al lugar de ejecución/miraba continuamente hacia las nubes esperando que apareciera el poder superior que esperaba; pero descubriendo lo inútil de sus esperanzas, se estranguló.125

El año 1570 puede fijarse como el fin del período de supresión de la religión reformada

en España. Después de esa fecha la Inquisición descubría de vez en cuando algunos protestan-tes y los llevaba a los autos de fe; pero eran como "el rebusco de las viñas después de la ven-dimia." Varios de éstos fueron extranjeros, especialmente ingleses. El castigo de Burton y otros había determinado protestas de potencias extranjeras, que durante mucho tiempo el go-bierno español no tomó en consideración. Todo lo que pudo conseguir el embajador inglés en Madrid, Mann, fué una protección personal en cuestión religiosa; los miembros de su séquito se vieron obligados a asistir a misa,126 y habiendo hecho celebrar un servicio anglicano en su casa, fué excluido por un tiempo de la corte y obligado a abandonar Madrid. Las circunstan-cias en que Isabel se encontraba entonces la obligaban a obrar con cautela; pero escribió a Mann dándole instrucciones para que protestara ante su majestad católica contra tratamiento tan deshonroso para su corona y tan opuesto al que se daba en Londres al embajador español, y amenazándole con su retiro si no se le concedía al personal de la embajada el derecho de celebrar en privado el culto religioso según los ritos de su país.127 Más adelante, los perjuicios que sufrió el comercio por la persecución obligaron al gobierno a ordenar que los extranjeros que visitaran España con propósitos comerciales no fueran molestados por motivos religiosos. Los inquisidores, sin embargo, no tenían escrúpulos para transgredir las ordenanzas de la cor-te a este respecto, procediendo ocasionalmente contra algunos extranjeros, con el pretexto de que propagaban herejías por medio de libros o de conversaciones. Entre muchos otros, el co-

122 Dellon, Account of the lnquisition at Goa. Lond. 1815. Buchanan, Christian Researches in Asia, págs.

140-165. 123 Llorente, II, 199. 124 Relation de Mons. Louis Ramé: Baber, History of the lnquisition, págs. 363-394. 125 Auto General de la Fe celebrado en México, en 1659: Puigblanch, tomo I, págs. 85-87, 190-192. 126 Epistola Jo. Manni, Madrid, 4 nov. 1566: MSS. Bibl. Corpus Christi, Nº CXIV, 252. 127 Strype, Annals, vol. I, págs. 543, 544.

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nocido comerciante Guillermo Lithgow, fué apresado en 1620 en Málaga, y sometido al tor-mento,128 y en 1714 Isaac Martin sufrió el mismo tratamiento en Granada.129

De cincuenta y siete personas cuyas sentencias se leyeron en un auto celebrado en

Cuenca en 1654, sólo una estaba acusada de luteranismo.130 En 1680 se celebró un auto en Madrid, celebrando el matrimonio del monarca español. Don Carlos II con María Luisa de Borbón, sobrina de Luis XVI de Francia; y como prueba del buen gusto de la nación, se pu-blicó un minucioso relato de los procedimientos, con la aprobación de todas las autoridades, civiles y eclesiásticas. Entre las ciento dieciocho víctimas presentadas en el tablado, hallamos el nombre de un solo protestante, cuya efigie y huesos fueron entregados a las llamas. Este era Marcos de Segura, natural de Villa de Ubrique, en Granada, cuya sentencia indica que había sido anteriormente "reconciliado" por la Inquisición de Llerena, como hereje que negaba el purgatorio, pero que, habiendo reincidido en ese y otros errores, había sido echado nuevamen-te en la cárcel, donde murió en estado de impenitencia y contumacia.131

Aunque durante el siglo XVIII fueron quemadas vivas más de mil seiscientas personas,

no encontramos entre ellas ningún protestante.132 Pero la fe reformada puede contar entre sus confesores a un español que padeció el martirio en el siglo XIX. Don Miguel Juan Antonio Solano, natural de Verdún, en Aragón, era vicario de Esco, en la diócesis de Jaca. Había sido educado según el sistema aristotélico de filosofía y teología escolástica, pero su capacidad natural le había hecho despojarse de sus prejuicios y había hecho grandes progresos en las matemáticas y la mecánica. Su natural bondadoso le llevó a emplear su capacidad inventiva para bien de sus feligreses, fertilizando sus tierras y mejorando sus utensilios domésticos, hasta que una enfermedad que lo dejó paralítico por el resto de sus días le impidió continuar dedicándose a esas actividades; el buen vicario de Eso decidió entonces aplicarse a los estu-dios teológicos con más asiduidad de lo que hasta entonces lo había hecho. Sucedió que en su pequeña biblioteca tenía una Biblia, y estudiándola con atención e imparcialidad, gradualmen-te fué formándose un sistema propio de doctrina que concordaba en lo esencial con las princi-pales doctrinas de las iglesias protestantes. El espíritu cándido y honrado de Solano no podía esconder sus sentimientos, ni diseminados entre su pueblo en forma encubierta; redactó, pues, una declaración de sus nuevas opiniones, y la envió al obispo de la diócesis para su examen; pero no recibiendo respuesta de él, la sometió a la facultad teológica de la universidad de Za-ragoza. Como resultado, fué tomado y encerrado en la prisión del santo tribunal en Zaragoza, lo cual, en el estado en que él se hallaba era lo mismo que llevado al sepulcro. Consiguió, sin embargo, con la ayuda de algunos amigos bondadosos, huir y llegar a Oleron, el pueblo fran-cés más cercano; pero, después de deliberar seriamente acerca de la actitud que debía asumir,

128 Lightgow, Travels, parte X. 129 El relato de los sufrimientos de Martin fué publicado en inglés y traducido al francés, bajo el titulo de Le

Proces et les Souffrances de Mons. lsaac Martin. Londres, 1723. 130 Llorente, III, 470. 131 Joseph del Olmo, Relación Histórica del Auto General de fe, que se celebró en Madrid este año de 1680,

pág. 248. 132 La última persona condenada a la hoguera fué una beata, quemada viva en SevIlla, el 7 de noviembre de

1781. (Llorente, IV. 270.) "Yo mismo" -dice Blanco White- "vi la pira en la cual fué sacrificada la última victi-ma de la infalibiIidad humana. Fué una desdichada mujer a quien la Inquisición de Sevilla condenó a la hoguera, acusada de herejia, hace unos cuarenta años. Pereció en un lugar donde miles habian hallado la misma suerte. Lamento de corazón que la armazón que sostuvo sus miembros al quemarse fuera destruida en las últimas con-vulsiones. Debería haberse conservado, colocando sobre ella el infalible e inmutable canon del Concilio de Tren-to, para escarnio de las generaciones futuras (Practical and Innternal Evidence against Catholicism, pág. 122. 123.)

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resolvió declarar la verdad afrontando la misma muerte, y por su propia voluntad se presentó nuevamente en la prisión inquisitorial. Al aparecer ante el tribunal, reconoció las opiniones de que se le acusaba; pero alegó en su descargo que había llegado a adoptadas después de largas meditaciones con el sincero deseo de descubrir la verdad, y sin más ayuda que la Biblia. Ex-presó su convicción de que las Sagradas Escrituras contienen toda la verdad salvadora; que todo lo que la iglesia de Roma había decretado en contrario, apartándose del sentido liberal y propio del texto sagrado, era falso; que la idea de un purgatorio y un limbus patrum era una mera invención humana; que era un pecado recibir dinero por decir misas; que los diezmos habían sido introducidos fraudulentamente en la iglesia cristiana por los sacerdotes; que su exacción era tan deshonrosa para ellos como perjudicial e imprudente para los labradores, y que los ministros de la religión deberían ser remunerados por el estado por su trabajo, de la misma manera que lo eran los jueces. El tribunal, previas las formalidades corrientes, resolvió entregado al brazo secular. El inquisidor general en esa época era Arce, obispo de Zaragoza, amigo íntimo del príncipe de Peace y sospechoso de infidelidad secreta. Contrario a las ejecu-ciones por medio del fuego durante su administración, consiguió que el Consejo Supremo ordenase una revisión del proceso, la que se realizó, confirmando los inquisidores su senten-cia anterior. Entonces Arce ordenó el examen general del prisionero, y se encontró un médico dispuesto a dar un informe de acuerdo con los deseos del gran inquisidor; aunque basado so-lamente en que el preso había manifestado opiniones diferentes a las de sus hermanos. Lo único que faltaba era conseguir que Solano se retractara de opiniones que habían sido conde-nadas por tantos papas y concilios. Pero ese intento fué enteramente infructuoso. A todos los argumentos que se le presentaban, él contestaba que el dios que se adoraba en Roma era el dinero, y que en todos los concilios realizados últimamente las cuestiones teológicas se habí-an decidido según los deseos papales, sin tomar en cuenta las buenas intenciones de algunos hombres respetables. Mientras tanto, su reclusión le ocasionó una fiebre, durante la cual los inquisidores redoblaron sus esfuerzos para convertido. El les dió las gracias por su atención, pero les dijo que no podía retractarse de sus creencias sir ofender a Dios y traicionar la ver-dad. En el vigésimo día de su enfermedad, el médico le comunicó el peligro en que se hallaba y le exhortó a aprovechar los pocos momentos de vida que le quedaban. "Estoy en las manos de Dios" -dijo Solano-, "y no tengo nada más que hacer." Así murió, en 1805, el vicario de Esco. Le fué negada sepultura eclesiástica, siendo su cuerpo enterrado privadamente dentro de recinto de la Inquisición, cerca de la puerta trasera, hacia el Ebro. Informado el consejo Su-premo de su muerte, puso fin a todo otro procedimiento, para evitar la necesidad de quemado en efigie.133

Tales son los detalles de los interesantes, aunque infructuosos esfuerzos para la reforma

religiosa de España durante el siglo XVI Los resultados, tristes como fueron, no arrojan des-crédito sobre la causa ni sobre aquellos que la abrazaron. Su frustración no fué el resultado de la imprudencia o infidelidad de sus dirigentes; por el contrario, hemos encontrado ejemplos del poder de la religión, de esclarecido y puro amor a la verdad y de fortaleza invencible, jun-te con una mansedumbre, que en nada desmerecen de cualesquiera otro que podamos hallar en los anales del cristianismo. Ser abatido por las armas que hemos descrito no significa un desmedro para ninguna causa. La suerte de la Reforma en España, lo mismo que en Italia, nos enseña a no adoptar conclusiones apresuradas y temerarias respecto a movimientos a los cua-les la Providencia, por razones inescrutables, pueda a veces no haberles sonreído.134 La cono-

133 Llorente, IV, 127-133. Blanco White, Practical and lnternal Evid. against. Cath., págs. 239-242. 134 Las siguientes palabras de un escritor, cuyo conocimiento de los hechos no equivalía a su natural sentido,

expresan una opinión que no deja de ser común: "Creo que se descubrirá que, cuando los cristianos han recurrido

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cida expresión "la sangre de los mártires es la semilla de la iglesia", fué notablemente confir-mada en la época primitiva del cristianismo; pero debemos distinguir lo que se realiza por intervención especial y bendición extraordinaria del cielo, de lo que sucede según el curso ordinario de los acontecimientos. Por la misma naturaleza de las cosas tienen que ser un obs-táculo enorme para la recepción de la verdad, obstáculo insuperable en el caso de las multitu-des, el que, por seguir los dictados de su conciencia deben exponerse a toda clase de males; y la persecución puede llegar a un paroxismo tal que, a no ser por un milagro, aplaste la mejor de las causas; pues aunque no pueda desarraigar la verdad de las mentes de quienes la han abrazado de todo corazón, puede cortar todos los medios comunes de comunicación, evitando su propagación. Es así como la historia testifica que la verdadera religión no sólo ha sido ex-cluida, sino desterrada, durante largas épocas, de grandes regiones del globo, por medio de leyes opresivas y gobiernos tiránicos.

Pero no por eso hemos de sacar en consecuencia que los mártires españoles dieron sus

vidas y derramaron su sangre en vano. Ellos ofrecieron un sacrificio acepto a Dios; su sangre es preciosa para él; él la ha vengado, y puede aún vengarla más palpablemente. Dieron testi-monio a la verdad en un país en que ésta había sido combatida y ultrajada; y ese testimonio no ha muerto del todo. ¿Quién sabe qué efectos puede producir todavía el relato de lo que ellos osaron y sufrieron, sobre la nación infeliz que los consideró como escoria e inmundicia, no siendo ella digna de ellos? Lo que se perdió en España no dejó de dar frutos en otras partes. El conocimiento del heroísmo de los mártires españoles ante las bárbaras medidas adoptadas contra ellos, incitó a muchos, en otros países, a sacudir el yugo de Roma y salvarse de seme-jantes crueldades. Inspiró especialmente a los súbditos imperiales de los Países Bajos la de-terminación de no permitir que su suelo fuera manchado por el odioso tribunal de la Inquisi-ción, y consolidó la resistencia que terminó con el establecimiento de la libertad política junto con la reforma religiosa, en las Provincias Unidas. Mientras nos inclinamos reverentes ante los designios providenciales que permitieron que en una parte del mundo fuera abatida el es-tandarte de la libertad, no podemos menos que reflexionar con gratitud sobre el notorio éxito que alcanzó en otras partes. Fué durante los años 1559 y 1560 cuando se dió el golpe de gra-cia a la religión reformada en España; y durante el mismo período los protestantes de Alema-

a la espada a fin de resistir la persecución por el evangelio, como lo hicieron los albigenses, los bohemios, los protestantes franceses, y algunos otros, durante los últimos 600 años, el resultado ha sido, generalmente, que han perecido por ella, esto es, que han sido derrotados por sus enemigos y exterminados: mientras en los casos en que sus armas han sido "la sangre del Cordero y su testimonio, no amando sus vidas hasta la muerte," han triun-fado." (Christian Patriotism, por Andrés Fuller.) Los hechos que han sido puestos en conocimiento del lector le capacitarán para juzgar de la verdad de la última parte de esta afirmación, sin que por eso la primera parte sea menos incorrecta y objetable. La verdad es que los albigenses, etc., que resistieron, no fueron exterminados, mientras los protestantes italianos y españoles, que no resistieron, tuvieron ese fin. Si las guerras defensivas de los albigenses, etc., no tuvieron éxito, debe recordarse que las de los protestantes de Alemania, Suiza, Escocia y los Países Bajos sí lo tuvieron. Los protestantes franceses fueron exterminados, no mientras estuvieron con las armas en la mano, sino cuando vivían pacíficamente bajo la protección de la fe pública que les aseguraban los edictos repetida y solemnemente ratificados. Es de esperar que la opinión pública en Gran Bretaña, por más que haya sido extraviada, no esté todavía decidida a adoptar principios que la llevarían a la condenación de los famo-sos valdenses y bohemios, por haber defendido sus vidas cuando se les proscribía y atacaba violentamente por causa de su religión. Ellos vivieron durante el período del Anticristo, y según el adorable plan de la Providencia, se les permitió caer en sacrificio a su ira: pero, si bien las Escrituras predicen esto, lo mencionan en su honor y, no para vergüenza de ellos, "Y le fué dado a la bestia hacer guerra contra los santos, y vencerlos." En lugar de ser contados con los que perecieron por causa de haber tomado la espada sin razón justa, estos patriotas cristia-

nos merecen mejor ser contados con los que "por fe fueron hechos fuertes en batallas, trastornaron campos de extraños, y fueron muertos a cuchillo", todos los cuales. "aprobados por testimonio de la fe, no recibieron la promesa: proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros."

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nia conseguían definitivamente su libertad religiosa, la iglesia reformada se organizaba regu-larmente en Francia, Inglaterra se libertaba del papado mediante la ascensión de Isabel al tro-no y la causa de la Reforma, después de una larga lucha por su existencia, se afianzaba feliz y permanentemente en Escocia.

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CAPITULO VIII

LOS PROTESTANTES EMIGRADOS DE ESPAÑA

Los que se hayan interesado por los relatos anteriores sentirán indudablemente el deseo

de saber algo de aquellos españoles que escaparon a los horrores del calabozo y de la hoguera abandonando su país natal.

Cuando se empezaron a adoptar medidas violentas para contrarrestar las nuevas opinio-

nes, algunos individuos que habían incurrido en las sospechas del clero, o cuyo amor al terru-ño cedía ante el miedo o la pasión por la libertad religiosa, empezaron a abandonar la Penín-sula, y a medida que la persecución se hizo más enconada, se acrecentó la emigración, que no había cesado todavía a fines del siglo XVI. Algunos de los emigrados cruzaban los Pirineos, refugiándose en Francia y Suiza; otros, haciéndose a la mar, buscaron refugio en los Países Bajos e Inglaterra.

Amberes fué el primer lugar donde se formó una iglesia de refugiados. Las opiniones

reformadas habían sido introducidas pronto en aquella feria de Europa, como consecuencia de la multitud de extranjeros que acudían continuamente a ella, y de la mayor libertad que se disfruta donde el comercio es floreciente. Fué a los mercaderes de Amberes a quienes los es-pañoles debieron en primer lugar su iluminación;1 y ellos continuaron durante mucho tiempo fomentando la buena obra que habían empezado, estimulando la traducción de las Escrituras y otros libros al idioma español.2 Antonio de Corran o Corranus, un ilustrado natural de Sevilla, era pastor de la iglesia española de Amberes antes del año 1568, cuando dicha ciudad cayó en poder del duque de Alba, de sangrienta memoria.3 Cuando la ciudad recobró su libertad, los desterrados volvieron a su primer asilo y disfrutaron del cuidado pastoral de otro sevillano Casiodoro de Reina, el traductor de la Biblia, quien parece haber continuado con ellos hasta 1585, cuando la ciudad cayó nuevamente en poder de los españoles encabezados por el duque de Parma, después de un sitio memorable. Durante su residencia allí, él compuso, para uso de sus oyentes, el Catecismo de Amberes, que fué publicado simultáneamente en español y en francés.4

Previamente a su establecimiento en Amberes, de Reina había residido en Estrasburgo,

Francfort y otras ciudades imperiales, donde había hallado una cantidad de compatriotas a quienes había servido voluntariamente de predicador. Pero los teólogos alemanes lo habían recibido fríamente, debido a su inclinación hacia las doctrinas de Calvino y de las iglesias

1 Véase pág. 57. 2 Tanto Reina como Valera, dan testimonio de la celosa liberalidad de los mercaderes de Amberes, en los pre-

facios a sus traducciones al español. 3 Mss. del Arzobispo Parker en la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, N9 CXIV, 334. Strype, Life of

Grindal, pág. 148. 4 Walchii, Bibliotheca Theologica, tomo I, págs. 463, 464. Reina también publicó en Amberes una traducción

francesa de la Historia de la Confesión de Augsburgo por Chytraeus. (Ib., pág. 328. Ukert, Luther's Leben, tomo I, pág. 282.)

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suizas, respecto a la eucaristía.5 Por consiguiente, se retiró a Basilea, encontrando un amable recibimiento en aquella sede de la literatura, donde terminó su traducción de la Biblia, a la cual se había dedicado con preferencia durante varios años.6

El Palatinado y los dominios del landgrave de Hesse-Cassel constituían el retiro más

hospitalario de toda Alemania para los refugiados. Fué en Heidelberg donde de Montes publi-có su obra que descubrió por primera vez a los ojos de Europa los misterios de la Inquisición española y los sufrimientos que sus compatriotas protestantes habían experimentado a manos de tan inhumano tribunal,7 a la vez que se imprimía en Cassel una confesión de fe en nombre de los emigrados de España, junto con un relato de sus persecuciones.8

Felizmente el estado de Francia permitió a esta nación ofrecer un refugio a los protes-

tantes españoles, cuando se vieron obligados a abandonar su país. Muchos de ellos aparecie-ron en la ciudad de Lión, donde se habían provisto los medios para su instrucción religiosa, lo mismo que para sus hermanos emigrados de Italia,9 Los protestantes franceses se mostraron uniformemente dispuestos a simpatizar con los refugiados españoles, contribuyeron a su sos-tén, compartieron el grado de libertad religiosa de que acontecía que disfrutaran en ese enton-ces, y admitieron a varios de ellos como pastores en sus iglesias.10 Es reconfortante ver a los sínodos franceses recibiendo también en su comunión a moros que habían huido junto con los protestantes de la Inquisición de España, y que abjuraban el mahometismo ahora en circuns-tancias que hacían menos sujeto a sospechas su cambio de religión.11

Pero fué en Ginebra y en Inglaterra donde hallaron un puerto seguro y un asilo perma-

nente la mayor parte de los refugiados españoles. Y como allí se relacionaron íntimamente

5 Fechtii, Apparatus ad Hist. Eccles., Secc. XVI, pág. 305. En 1573 Reina publicó en Frankfurt el texto grie-go, del evangelio según San Juan, con la traducción latina del mismo hecha por Tremellius, del siriaco; a la cual agregó notas propias. (Le Long. Bibl. Sacra, parte II, vol. III, cap. IV. secc. IV. § II. Edit. Masch.)

6 Un ejemplar de esta Biblia, conservado en la biblioteca pública de Basilea, tiene la siguiente inscripción de puño y letra del traductor: "Cassiodorus Reinius Hispalenses, inclytae hujus Academiae alumnus, hujus sacro-rum librorum versionis Hispanicae autor, quam per integrum decennium elaboravit, et auxilio pientissimorum ministrorum hujus Ecclesiae Basileensis ex decreto prudentissimi Senatus typis ab honesto viro Thoma Guarino cive Basileensi excusam demum emisit in lucem, in perpetuum gratitudinis et observantiae monumentum hunc librum inclytae huic Academiae supplex dicabat A. 1570, mense Junio." Miscellanea Groningana, tomo III, págs. 99, 100.)

7 El Catecismo de Heidelberg también fué traducido al español. (Gerdesii Florilegium Libr. Rar. pág. 77, edic. 1763.)

8 La confesión de los emigrados españoles fué publicada en español y alemán, en Cassel, en 160l. Y al mismo tiempo se imprimió una Breve Historia de la Inquisición Española, con un relato del Spectackel (auto de fe) de Valladolid, del 21 de mayo de 1558. (Freytag, Adparatus Litterarius, tomo III, págs. 196-200.) La Confesión fué publicada en alemán en Amberg en 1611, por Joaquín Ursin, quien publicó al mismo tiempo Hispanicae Inquisi-tionis et Carnificinae Secretiora. (Gerdesíi Florileg. Libr. Rar., págs. 86. 87.) Los eruditos dífieren en cuanto al verdadero autor que se oculta bajo ese nombre supuesto; algunos los atribuyen a Inocente Gentillet, el autor de Anti-Machiavel, y otros a Miguel Berínger. Los materiales de la obra son tomados principalmente de la de Mon-tanus.

9 History of the Ref. in Italy, pág. 405, 406. 10 Gaspar Olaxa, un español, era ministro de Castres, pero fué depuesto por fomentar disensiones en aquella

iglesia, antes del año 1594. (Quick. Synodicon, vol. I. págs. 172. 188.) En un periodo posterior Vicente Solera era ministro de St. Lo. en Normandia. (lbid. I. 509; II, 241.) En 1614, Juan de Luna y Lorenzo Fernández, espa-ñoles que habían abjurado el monacato y el papismo, obtuvieron, por recomendación de la iglesia de Montauban, ayuda pecuniaria del sínodo nacional de Tonneins. (Ibid. I, 413, 414.) Y, en 1620, Gerónimo Quevedo, que habia huido de la Inquisición, recibió una pensión del sínodo de Alez, para ser continuada a discreción de la iglesia de Montpellier. (Ibid. II, 43.)

11 Ibid. I, 491. 492.

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con los refugiados italianos establecidos en los mismos lugares, según nuestra promesa ante-rior,12 consideraremos juntos sus asuntos en lo que sigue del relato.

Ya en 1542 se había formado en Ginebra una congregación de refugiados italianos, a la

cual le había sido asignada la capilla del cardenal de Ostia, y estaba bajo el cuidado pastoral de Bernardino de Sesvaz.13 Sus reuniones fueron suspendidas pronto, sin embargo; posible-mente por haberse ausentado algunos de sus principales miembros, y sólo fueron recomenza-das en 1551.

La persona a quien se debió principalmente su avivamiento fué Galeazzo Caraccioli,

cuya vida está llena de incidentes novelescos.14 Era el hijo mayor de Nicol-Antonio Caraccio-li, marqués de Vico, uno de los grandes de Nápoles. Su madre pertenecía a la noble familia de los Caraffi, y era hermana del Cardenal del mismo nombre que escaló el solio pontificio. A los veinte años contrajo matrimonio con una hija del duque de Nuceria. Victoria, quien le aportó una gran fortuna y le dió seis hijos. El emperador Carlos V, que debía favores al mar-qués, confirió a su hijo el oficio de gentilhombre de manga, y el desempeño de Galeazzo, la uniforme corrección de sus maneras, su afabilidad y el talento que demostró para los negocios públicos, hicieron que todos los que le conocían anticiparan su gradual y seguro adelanto en su honorífica carrera. Valdés y Mártir, en la época en que muchos napolitanos abrazaban se-cretamente las doctrinas protestantes, hicieron sobre su mente una gran impresión que deter-minó en él el convencimiento de los errores de la iglesia de Roma, siendo además estimuladas sus disposiciones religiosas por los consejos del piadoso y elegante erudito Marco Antonio Flaminio.15 Habiendo acompañado al emperador a Alemania. su relación con la doctrina re-formada se amplió por medio de conversaciones con algunos de los principales protestantes y la lectura de sus escritos; y su simpatía por ella fué confirmada en una entrevista que tuvo, en el viaje de regreso, en Estrasburgo, con Mártir, quien últimamente había abandonado su país natal por causa de la religión. Después de su vuelta a Nápoles, trató de decidir a sus compa-triotas que abrigaban sus mismas ideas a reunirse en secreto para su mutua edificación; pero encontró que las severas medidas recientemente aplicadas, los habían aterrorizado en tal for-ma que no sólo habían decidido ocultar sus sentimientos, sino conformarse ocasionalmente a los ritos del culto papista. Se le presentó entonces una de las cuestiones más delicadas y peno-sas que se pueden plantear a una persona en tales circunstancias. ¿Qué debía hacer? ¿Debía permanecer toda su vida en medio de la idolatría, tratando de ocultar la fe que le era más que-rida que la vida misma, e incurriendo en la amenaza: "El que me negare delante de los hom-bres, yo también le negaré delante de los ángeles de Dios"? ¿O debía dejar padre, madre, mu-jer e hijos, casas y tierras, por amor de Cristo y de su evangelio? El sacrificio de sus honores y posesiones seculares no le causaba pena; pero cuando reflexionaba sobre el dolor que su par-tida ocasionaría a su anciano padre, que con paternal orgullo lo consideraba el heredero de sus títulos y el sostén de la familia; a su esposa que le amaba tiernamente y a quien correspondía

12 Hist. of the Progr. etc. in Italy, pág. 408. 13 Spon, Histoire de Genève, tomo I. pág. 290, nota; edición en 4to. No he encontrado el nombre de Sesvaz

entre los reformadores italianos, y me inclino a suponer que Ochino, que llegó a Ginebra en el curso del año 1542, adoptaría ese nombre a fin de ocultarse al principio de su destierro.

14 La vida de Caraccíoli fué escrita en su idioma natal, por Nicola Balbiani, ministro de la iglesia italiana de Ginebra. Fué traducida al latín por Beza, al francés por Minutoli y por Sieur de Lestan, y al inglés por William Crashaw.

15 Giannone dice que Flaminio escribió una carta a Caraccioli exhortándole a adherirse a la Reforma, que había sido abrazada por la marquesa de Pescara y otros. La carta, llena de la uncíón de la verdadera piedad, está incluida en la Vida de Caraccioli, cap. V, y en las Amoenitates Eclesiastice de Schelhorn, tomo II. págs. 122 -132; pero no menciona la Reforma.

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en la misma forma, y en los queridos frutos de su unión, caía en un estado de angustia inena-rrable y se apartaba horrorizado de la resolución a que su conciencia le había llevado. Al fin, por un heroico esfuerzo, que pocos pueden imitar y muchos condenarían, adoptó la determi-nación de romper los lazos más tiernos que quizá ataron jamás a un hombre a su país y a su parentela. Sus parientes más cercanos, lejos de reconciliarse con la idea de que abandonara la iglesia romana, habían manifestado su disgusto por la vida piadosa que él había llevado du-rante algunos años, y por su evidente aversión a los placeres de la corte; desesperando, pues, de conseguir su consentimiento, y pretextando asuntos que debía tratar con el emperador, se dirigió a Augsburgo, de donde rápidamente se trasladó a Ginebra.16 La noticia de su llegada a esta ciudad y su abjuración de la religión romana, que llenó de asombro a la corte imperial, sumió a su familia en la aflicción más profunda. Uno de sus primos, que había sido amigo íntimo suyo, fué enviado desde Nápoles para manifestarle el pesar que había ocasionado su conducta e instarlo a retornar. Tan pronto como se conoció su negativa, se dictó sentencia contra él, privándolo de todas las propiedades heredadas de su madre; él entonces, arriesgan-do su vida, se trasladó a Italia y se entrevistó con su padre en Verona, donde permaneció hasta que el marqués vio al emperador y obtuvo, como favor especial, que la sentencia pronunciada contra su hijo no se hiciera extensiva a su nieto. Durante la ausencia de su padre, Galeazzo fué atendido por el célebre Fracastoro, quien empleó su gran elocuencia para persuadirle a cumplir con los deseos de sus amigos. Al año siguiente se encontró nuevamente con su padre, en Mantua, recibiendo entonces el ofrecimiento, de parte del entonces papa Pablo IV, tío su-yo, de protegerle contra la Inquisición si establecía su residencia en los estados venecianos; propuesta a la cual ni su seguridad ni los dictados de su conciencia le permitieron acceder. Durante todo ese tiempo le había sido negado el privilegio de ver a su familia; y sólo a fines del año 1557 recibió una carta de su esposa Victoria, solicitándole ardientemente una entre-vista y fijando el lugar de la misma. Habiendo obtenido un salvoconducto del gobierno de los Grisons, se dirigió inmediatamente a Lesina, una isla de la costa de Dalmacia, frente a su cas-tillo paterno de Vico; pero, a su llegada al lugar señalado, Victoria, en vez de presentarse, envió a dos de sus hijos a entrevistarse con su padre. Apenas había regresado a Ginebra de este fatigoso y arriesgado viaje, cuando recibió otro recado de su esposa, disculpándose por haber faltado a la cita y rogándole que acudiera sin demora al mismo lugar, donde no dejaría de presentarse, acompañada de su padre de él y sus hijos. A su llegada a Lesina la segunda vez, no había llegado aún ninguno de sus parientes; e incapaz de soportar una nueva demora, cruzó el golfo de Venecia y se presentó a las puertas de la casa paterna. Fué recibido con grandes demostraciones de alegría, y durante algunos días el castillo se vió invadido por sus amigos que se llegaban a darle la bienvenida; pero era necesario que las partes se entendieran. Así, tomando aparte a Victoria, Galeazzo se excusó con ella por no haberle comunicado su partida, le dió amplias explicaciones del motivo de su conducta, y le rogó que lo acompañase a Ginebra, prometiéndole que no trataría en ninguna formar de violentar su conciencia, y que bajo su techo quedaría en plena libertad para practicar su religión. Ella, después de muchas protestas de afecto, contestó finalmente que le sería imposible residir fuera de Italia ni en lu-gar alguno donde se practicara otra religión que la de Roma; y además, que no podría vivir con él como su esposa, puesto que él estaba contaminado con la herejía. Su confesor le había hecho creer que era un pecado mortal cohabitar con un hereje, y temiendo la influencia que su esposo pudiera ejercer sobre su ánimo, le había prohibido acudir a la primera cita. Cuando llegó el día fijado para la partida, Galeazzo fué a despedirse de su padre, quien abandonando el afecto con que hasta entonces le había tratado, lo abrumó de reproches y maldiciones; pero

16 Su llegada a aquella ciudad, en junio de 1551, provocó tal sorpresa que muchos al principio lo creyeron un

espia (Spon, I, 290.)

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al abandonar los apartamentos de su padre esperaba a sus sentimientos una prueba aun más difícil. Su esposa y sus hijos le esperaban, con un grupo de amigos. Victoria, desecha en lá-grimas y abrazando a su esposo le rogaba que no la dejara viuda y huérfanos a sus hijos; los niños unían sus ruegos a los de su madre, y la hija mayor, una bella jovencita de trece años, abrazándose a sus rodillas no quería separarse de él. Nunca supo cómo logró desasirse; lo primero de que tuvo conciencia fué el ruido del barco al arribar a la orilla opuesta, y con fre-cuencia les decía a sus amigos que la escena de la despedida no se apartaba de su mente, y que no sólo en sueños, sino también en momentos de abstracción durante el día, creía escu-char la voz colérica de su padre, ver a Victoria deshecha en lágrimas y a su hija arrastrándose a sus pies. Su regreso llenó le alegría a sus amigos de Ginebra, quienes tenían tanta confianza en su fidelidad como temor por su seguridad personal.

Penosa como fué para sus sentimientos la visita narrada, contribuyó a restablecer su

tranquilidad mental, al convencerle de que no podía abrigar esperanzas de vivir con su fami-lia a no ser renunciando a su religión. Después de vivir nueve años en el destierro, consultó con Calvino sobre la posibilidad de contraer nuevo matrimonio. Cal vino, que se interesaba grandemente por el carácter de su noble amigo, manifestó sus escrúpulos respecto a la conve-niencia de ese paso, pero finalmente dió su aprobación, después de consultar a los teólogos de Suiza y los Grisones. En consecuencia, habiendo los tribunales de Ginebra decretado el di-vorcio contra Victoria, por causa de sus obstinadas negativas a vivir con su esposo, contrajo matrimonio con Ana Fremejere, viuda de un refugiado francés de Rouen, con quien continuó viviendo felizmente en un estado de digna modestia. El conocimiento de este aspecto de su conducta nos hace perder algo del aprecio en que teníamos hasta ahora la elevada virtud de Galeazzo; sus segundas nupcias, aunque contraídas de acuerdo con la ley canónica, dieron ocasión a los ataques de los enemigos de la Reforma; pero no disminuyeron la estimación de sus amigos de cualquier filiación religiosa. Los ciudadanos de Ginebra continuaron teniéndo-lo en la más alta consideración; poco tiempo después de su llegada le habían sido conferidos los derechos de ciudadano; el público le asignó una casa, y fué admitido como miembro del Gran Consejo y del Pequeño. Príncipes, embajadores y hombres ilustres, tanto papistas como protestantes, que visitaban la ciudad, generalmente presentaban sus respetos al marqués, títu-lo que siempre se le daba, aunque él se negó a utilizarlo aun después de la muerte de su pa-dre. Nada había causado más desagrado en la corte papal y el gobierno de Nápoles, que el que él escogiera como lugar de residencia la sede de la herejía; y fué probablemente con el fin de hacer desaparecer esos prejuicios y poder obtener su herencia paterna, que consintió en la primavera de 1572, en aceptar la propuesta del almirante Coligni de que se radicara con él en París;17 pero le fué providencialmente impedido trasladarse a Francia tan pronto como esperaba hacerlo, y escapó así a la masacre de San Bartolomé, que tuvo lugar en agosto del mismo año. Después de vivir, por economía, en Nion y Lausana durante cinco años, volvió a Ginebra, ciudad que ya no abandonó hasta su muerte, que acaeció en 1586, cuando tenía se-senta y ocho años.18

Lo primero a que Caraccioli dedicó su atención después de su establecimiento en Gine-

bra, fué la reorganización de la congregación italiana. Habiendo llegado pocos días después que él Lattanzio Ragnoni, un gentilhombre de Sienna a quien había conocido en Nápo1es, y

17 En esa ocasión el Consejo de Ginebra manifestó pocos deseos de dejarlo partir. Le prometieron librarlo de todas las cargas públicas y darle todo lo que necesitara, mientras los señores Roset y Franc le ofrecieron sus casas de campo (Fragmens, extraits des Registres de Geneve. pág. 44)

18 Vida de Galeatius Caracciolus, Marquis de Vico. Giannone, Hist. de Nápoles, Liv. XXXII, cap. 5. Gerde-sii Italia Reformata, págs. 104-112. Spon. I, 29C Fragmens, ut supra, págs. 16. 22. 24. 50.

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dando éste pruebas de ortodoxia y condiciones para la enseñanza pública, lo persuadió a que aceptara el cargo de pastor de sus compatriotas.19 En consecuencia, recomenzaron sus servi-cios públicos en la iglesia de la Magdalena, que el Consejo les había asignado.20 Caraccioli mismo era uno de los ancianos, y por la espectabilidad de su carácter y la sabiduría de sus consejos, contribuyó más que ningún otro a la prosperidad permanente de la iglesia. A fines del año 1553 consiguieron un predicador de más capacidad en Celso Massimiliano, general-mente llamado Martinengo porque era hijo de un conde de ese nombre, de los territorios de Brescia. Este había entrado en la orden de canónigos regulares, y habiendo recibido la doctri-na reformada de Pedro Mártir, la predicó por algún tiempo con gran osadía y elocuencia; pero habiendo sabido que se le acechaba, huyo a la Valtelina, de donde pasó a Basilea con inten-ción de proseguir a Inglaterra; la insistencia de Caraccioli le hizo desistir de su proyectado viaje y hacerse cargo del pastorado de la iglesia italiana de Ginebra.21 A su muerte, en 1557, Calvino mismo se esforzó por conseguirles los servicios de Mártir y Zanchi, quienes se excu-saron por razón de sus compromisos; y la iglesia parece haber quedado bajo la única direc-ción de Ragnoni22 hasta 1559, cuando consiguieron a Nicolás Balbani, quien continuó sir-viéndoles con el beneplácito general hasta cerca de fines del siglo XVI.23 Al parecer también ocupó ese puesto Juan Bautista Rotan, un hombre ilustrado, que al trasladarse a Francia incu-rrió en sospechas de que trataba de traicionar a la iglesia reformada reconciliándola con Ro-ma.24

Durante un tiempo la paz de la iglesia italiana se vio turbada por la controversia antitri-

nitaria. Alciati, un oficial militar de Milán, y Blandrata, un médico del Piemonte, en visitas que efectuaron a Ginebra diseminaron privadamente sus opiniones, las que fueron adoptadas por un calabrés de Cosenza, Valentín Gentilis, que se había unido a la congregación italiana. El célebre abogado Gribaldo, después de separarse de Calvino había establecido su residencia en Fargias, una villa que adquirió en el vecino distrito de Gex, dentro de la jurisdicción de Berna, desde donde mantenía correspondencia con los agitadores secretos de Ginebra. Estos habían molestado mucho a Martinengo, quien al encomendar su iglesia al cuidado de Cal vi-no, en su lecho de muerte, conjuró al reformador a guardarla de las artes de aquellos espíritus inquietos.25 Calvino, de acuerdo con el pastor Ragnona, se esforzó por terminar con esa disen-sión, y en 1558 redactó una confesión de fe para uso de la congregación italiana, la que fué suscripta por Gentilis, so pena de incurrir en perjurio si luego la contradecía; pero, estimulado por Gribaldo, volvió a difundir las ideas a que había renunciado, por lo cual se le inició un proceso que terminó con su expulsión de la ciudad.26

Restaurada la tranquilidad interna de la iglesia italiana, ésta se mantuvo floreciente,

consiguiendo cada año nuevos contingentes de miembros con la llegada de personas que acu-

19 Vida de Caracciolo, cap. XI. 20 Spon, Hist. de Geneve, tomo I, pág. 290. 21 Zanchii, Epist. ad Landgravium: Opera, tomo VII, pág. 3. Spon, I, 299, 300. Vida de Caracciolo, cap.

XVII. 22 Según una carta de Calvino. Lattantio Ragnoni sobrevivió a Martinengo. (Calvini Epist. pág. 128: Opera,

tomo IX) 23 Senebier, Hist. Lit. de Geneve, tomo I, pág. 115. 116. "El ministro italiano de Ginebra, Balbani" -dice Jo-

seph Scaliger- "llevaba una barrette (léase gorra o birrete) en el seno, que usaba en el púlpito, y se ponía encima de ella el sombrero cuando predicaba; ya que todos los otros pastores de Ginebra usaban pequeños gorros cha-tos." (Secunda Scaligerana voc. Barrette.)

24 Bock, Hist. Antitr., tomo II. pág. 665. Cf. Gerdesii, Ital. Ref. pág. 327, 329, Senebier, tomo I, 395. 25 Calvini Epist., pág. 128: Opera, tomo IX. 26 Bock, Hist. Antitr., tomo II. págs. 427-443. 466-472. Calvini Epist Pág. 160-162. Spon. I. 301-304.

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dían de las diferentes partes de Italia. Todas las clases en Ginebra, los magistrados, los minis-tros y los ciudadanos, rivalizaban en la atención de los emigrados italianos, a quienes se les concedían derechos y se les asignaban puestos en común con los habitantes nativos de la ciu-dad. La república no tuvo motivos para arrepentirse de su liberalidad; los extranjeros adopta-dos transfirieron a Ginebra sus afectos y lealtad; y entre los que la sirvieron más honrosamen-te en el senado, la academia y el campo, desde entonces hasta la época presente, reconocemos con placer a los emigrados italianos y sus descendientes. Es suficiente mencionar aquí los nombres de Diodati, Turretini, Calandrini, Burlamacchi, Micheli, Minutoli, Butini y Offredi.

Desde la época en que Egidio fué encarcelado en Sevilla, se habían refugiado en Gine-

bra españoles que tenían que huir de la Inquisición. En 1557 aumentó su número;27 y recrude-ciendo la persecución durante los dos años siguientes, acudieron emigrados de todas partes de la Península,28 a los cuales el Consejo extendió los privilegios que había ya acordado a los emigrados de Italia. Juan Pérez, a quien ya debían tanto sus compatriotas, fué quien primero formó una iglesia española en Ginebra.29 Después de su partida para Francia disfrutaron del cuidado pastoral de de Reina y otros de sus ilustrados compatriotas; pero, como quiera que muchos de sus miembros se trasladaran a Inglaterra y otros lugares, y como la mayoría de ellos entendían el italiano, se unieron antes del fin del siglo a la iglesia que había quedado a cargo de Balbiani.30 Uno de los más distinguidos entre ellos, tanto por su piedad como por su saber, fué Pedro Gales, quien, mientras enseñaba griego y jurisprudencia en Italia, había incu-rrido en sospechas de herejía y siendo martirizado en Roma había perdido un ojo. Habiendo huido de la prisión, llegó a Ginebra alrededor del año 1580 y fué nombrado profesor adjunto de filosofía, con Julio Paci, un abogado italiano.31 Durante una interrupción de los ejercicios académicos debida a los ataques del duque de Saboya a Ginebra, Gales fué persuadido a acep-tar el rectorado del colegio de Guienne en Burdeos. Pero hallando incómoda esa posición por causa de las guerras civiles que entonces se libraban en Francia, y por la envidia de uno de sus colegas, la abandonó con intención de dirigirse a Holanda. En su viaje fué aprehendido por algunos partidarios de la Liga, y entregado primero a sus compatriotas y después a la Inqui-sición de España, murió en la hoguera después de una intrépida profesión de fe:32 Había re-unido una gran colección de manuscritos antiguos, con anotaciones propias, parte de la cual se salvó y ha merecido el alto aprecio de los entendidos.33

Inglaterra tuvo el honor de ser un puerto seguro para los protestantes de todos los países que huyeron de la persecución al principio de la Reforma. La primera congregación de ex-tranjeros que se formó en Londres, fué la holandesa o alemana, que se reunía en la iglesia de

27 "Oct. 14, 1557. On reçoit 300 habitans le même matin; savoir. 20C François, 50 Anglois, 25 ltaliens, 4 Es-pagnols, etc.; tellement que l'artichambre du conseil ne les pouvoit tous contenir." (Fragm. Biograph. et Histor.,

extraits des Registres de Geneve, pág. 24.) 28 En una carta fechada en Zurich, 10 de junio de 1558, Martyr escribe a Utemhovius: "Quin et Hispani, ac ii

docti et probi viri, turmatim Genevam confluunt." (Gerdesii Scrinium Antiq., tomo I1, pág. 673.) 29 Beza: Icones, sig. li. iij.; Comp. Spon. I, 299. 30 En la epístola dedicatoria de su edición de la confesión española de fe, Eberhardt van Retrodt dice que, es-

tando en Ginebra en 1581, oyó al "Sign. Balbado (Balbani) predicando a una gran congregación de italianos y españoles "en su propia iglesia."

31 Paci era amigo íntimo del ilustre Peiresc. Tiraboschí se esfuerza por demostrar que volvió a la fe romana en sus últimos días; pero sus argumentos no son concluyentes.

32 Meursii, Athenoe Batayoe, pág. 333. El jesuita Andreas Schottus,desease de que no se pensara que la In-quisición había dado muerte a persona tan erudita, díce: "Se informa que fué aprehendido, junto con su esposa, por una partida militar, y expiró en los Pirineos." (Schotti Bibl. Hispanica, pág. 612.)

33 Cujas, Casauban y el padre Labbe han alabado los conocimientos de Galés (Colomesiana, Collection par

Des Maizeaux, tomo I, págs. 612, 613. Bayle. Dict. Art. Gales, Pierre.) La persona a quien yo he llamado Pedro Gales en la pág. 107 era, estoy convencido ahora, Nicolaus Gallasius, o Gallars, uno de los ministros de Ginebra.

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los frailes agustinos, bajo la dirección del ilustrado noble polaco Juan Lasco. A continuación fueron creadas las congregaciones francesa e italiana. Ya en 1551 había en Londres una con-gregación italiana, cuyo pastor era Miguel Angel Florio.34 Restaurada la congregación des-pués de la muerte de la reina María, Florio volvió; pero debido a cierta irregularidad en su conducta, no fué admitido en su puesto anterior, el cual fué conferido a Jerónimo Jedito.35 Los más distinguidos de sus miembros fueron Jacobo Contio, más conocido por su seudóni-mo de autor, Acontius, quien fué privado de la comunión durante algún tiempo por suponér-sele contaminado con las doctrinas de Arrio y Pelagio,36 su amigo Bautista Castiglioni, que tenía un puesto en la corte y enseñaba italiano a la reina Isabel;37 Julio Borgarusci, médico de Leicester;38 Camilo Cordoini, un noble napolitano, cuyo hijo fué hecho gobernador de Cala-bria como recompensa por haber abjurado la religión protestante,39 y Alberico Gentilis, que llegó a ser profesor de derecho civil en Oxford.40 La congregación italiana parece haber esta-do unida a la francesa en el siglo XVI; pero en 1618 el notable Antonio de Dominis, arzobis-po de Spalatro, predicó en italiano en Londres, y tenía como colega a un miembro de la fami-lia Calandrini.41

Desde el tiempo de Enrique VIII había habido españoles en Inglaterra, cuya primera re-

ina pertenecía a esa nacionalidad. Su hija María se rodeó de ellos, y después de su matrimonio con Felipe II de España su número aumentó considerablemente. Como quiera que algunos de ellos fueran convertidos al protestantismo, algunos autores opinan que el evangelio debe haber sido predicado en su idioma natal durante el reinado de Eduardo VI.42 Pero no parece que haya habido una congregación protestante española hasta la época de Isabel. Durante el año 1559 celebraban sus cultos en una residencia particular en Londres, y tenían como predi-cador a un tal Casiodoro. En el curso del año siguiente elevaron un petitorio al secretario Ce-cil y a Grindal, obispo de Londres, para que se les permitiera reunirse en público. Hasta en-tonces no lo habían hecho, dicen, por consejo de personas que les merecían gran respeto, y por temor de ofender; pero abrigaban el convencimiento de que continuar en esa forma era tan indigno de la religión que profesaban como incómodo para ellos mismos. Sus adversarios aprovecharon para decir que seguramente abrigarían algunas opiniones monstruosas, detesta-das por los mismos luteranos, cuando no se les permitía reunirse públicamente, o no se ani-maban a ello, en una ciudad donde los protestantes de todos los países gozaban de ese privile-gio. Algunos de sus compatriotas se habían retirado de sus asambleas, y otros se habían nega-do a unírseles, a fin de no verse perjudicados en el comercio que mantenían con España por el hecho de asistir a conventículos secretos y no autorizados. Agregaban que si el rey de España

34 Scrinium Antiquarium, tomo II, pág. 674; tomo IV, pág. 478. Florio es autor de una obra sumamente rara: Historia de la Vita e de la Morte de l'illustriss. Signora Giovanna Graia, gia Regina eletta e publicata d' Inghil-

terra. Con l' aggiunto d'una doctiss. disputa... e nel' Proemio de l'Authore, M. Michelangelo Florio Fiorentino, gia Predicatore famoso del'Sant'Evangelo in piu cita d'Italia, et in Londra. Stampato appresso Richardo Pittore, ne l'anno di Christo 1607,"

35 Strype, Life of Grindal, pág. 108, 135. Hist. of the Ref. in Italy, pág. 374. 36 Bayle, Dict. Art. "Acontius"; agregado en Eng. Trans. Gerdesii Hist. Ref. tomo III, Append. Nº XVI. Scrin.

Antiq. tomo VII, pág. 123. Strype, Life of Grindal, pág. 45. 37 Bayle, ut supra. Gerdesii Italia Reformata, pág. 166. 38 Strype, ut supra, pág. 225. 39 Wood, Fasti Oxon. col. 228. edit. Bliss. Senebier, Hist. Lit. de Geneve, tomo II, pág. 181. 40 Matteo Gentile, un médico de Ancona, dejó su pais natal por causa de la religión acompañado por sus dos

hijos: Alberico y Scipio. Este último se estableció con su padre en Alemania y llegó a ser un jurisconsulto tan famoso como su hermano. (Wood, Athenae Oxon, vol. II, pág. 90. Fasti Oxon, pág. 217, edit. Bliss. Gerdesii Ital.

Reformata, págs. 271-274.) 41 Wodrow, Life of Robert Boyd of Trochrig, pág. 260; MS. en la Biblioteca del Colegio de Glasgow. 42 Strype, Life of Cranmer, pág. 246.

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protestaba por la libertad que se les concedía, desistirían de su ejercicio y abandonarían el país, antes que verlo envuelto por su culpa en una disputa con estados extranjeros.43 El go-bierno accedió a su pedido, y al parecer poco después se reunieron en una de las iglesias de la ciudad, cuyos ministros, según lo habían establecido en su solicitud, se manifestaron dispues-tos a acomodados. Londres no fué el único lugar que les dió asilo; también en otras ciudades se reunían para celebrar su culto. Por lo general junto con los emigrados italianos y france-ses.44 Con el fin de contrarrestar los informes infundados e insidiosos que circulaban contra su ortodoxia, los protestantes españoles refugiados en Inglaterra redactaron y publicaron una confesión de fe, que fué adoptada por sus hermanos diseminados en otros países.45 Este do-cumento prueba que los desterrados españoles, aunque mantenían las doctrinas comunes a todos los protestantes, en lo que respecta a la eucaristía se inclinaban a apoyar las opiniones de las iglesias reformadas en su controversia con los luteranos.46

El apoyo que el gobierno de Inglaterra concedió a los desterrados protestantes, y parti-

cularmente a los españoles, disgustó grandemente al papa y al rey de España. Así se especifi-có en uno de los cargos contra Isabel, en la bula de excomunión contra ella lanzada por Pío V, lo cual provocó la triunfante respuesta del obispo Jewel, en la cual después de referirse a que ellos lo habían perdido o abandonado todo; bienes, tierras y casas, prosigue diciendo; "No por causa de adulterio, o robo o traición, sino por profesar el evangelio, ha placido a Dios arrojar-los de su tierra. La reina, por su graciosa piedad, les ha concedido asilo. ¿Ha llegado a ser cosa detestable el mostrar piedad? Dios quiso que los hijos de Israel amaran al extranjero por-que ellos fueron extranjeros en tierra de Egipto. El misericordioso hallará misericordia. ¿Pero, cuántos son los que se han llegado a nosotros? Tres o cuatro mil. Gracias a Dios este reino puede recibirlos, aunque fueran más. ¿Y por qué no puede la reina Isabel recibir a unos pocos miembros de Cristo afligidos, que se ven obligados a llevar su cruz? Cuando a él le ha placido guardarlos en seguridad a través de los peligros del mar, y establecerlos en nuestros puertos, ¿debíamos nosotros haberlos expulsado cruelmente, o ahogarlos, o ahorcarlos, o dejarlos mo-rir de hambre? ¿Nos aconsejaría eso el vicario de Cristo? ¿Y si un rey los recibe y los socorre, debe por eso ser privado de su honra? Ellos son nuestros hermanos; no viven de balde. Si ocupan nuestras casas, pagan su renta; no se apoderan de nuestros terrenos sin la debida com-pensación. No mendigan en nuestras calles, ni piden de nosotros nada, como no sea respirar nuestro aire y ver nuestro sol. Saben trabajar y viven moderadamente; son dechados de virtud, trabajo, fe y paciencia. Los pueblos donde viven son felices, pues Dios los sigue con sus ben-

43 Strype, Life of Grindal, págs. 47, 48. Strype, Annals of the Reform vol. I. 237. 44 Además de en la capital, los emigrados franceses y holandeses se establecieron y tuvieron iglesias durante

algún tiempo en Southwark, Canterbury, Norwich, Colchester, Maidstone, Sandwich y Southampton. (Strype, Annals. I, 544.) En 1575 Juan Migrode era pastor de la iglesia holandesa de Norwich. (Bibl. Bremensis, das. VI. pág. 518.) Y en 1583, Mons. Mary era pastor de la iglesia francesa de aquella ciudad. (Aymon, Synodes Natio-naux des Eglises Reformées de France, tomo I. pág. 169.)

45 Gerdesius dice que fué publicada en Londres en 1559. (Florilegium Libr. Rar., pág. 87. edit. An. 1763. Scrinium Antiq., tomo I. pág. 151.) El siguiente es el titulo. como aparece en una edición con una traducción alemana; "Confesion de Fe Christiana hecha por ciertos Fieles Españoles, los quales huyendo los abusos de la Iglesia Romana. y la crueldad de la Inquisition de Espanna, dexaron su patria para ser recibidos de la Iglesia de los Fieles por hermanos in Christo. Anfenglich in Hispanischer Sprachen beschrieben jetzt aber allen frommen Christen zu Nutz und Trost verteuchet, durch Eberhardten van Redrodt Fürstl. Hessischen bestalten Hauptman über I.F.G. Leibguardia in Schlos und Vestung Cassel. Gedruckt zu Cassel durch Willem Wessel. 1601." 8vo. folior. 69. (Freytag. Adparatus Litter. tomo III. págs. 196-200)

46 Véase los extractos de la confesión española dados por Gerdesius, en su Scrinium Antiquarium, tomo I. págs. 149, 150. El mismo hecho está confirmado por otra publicación: "Anton. Corrani, dicti Bellerive. Epistola ad Fratres Augustanae Confessionis, data Antwerpiae, d, 21 Januarii 1567"; que fué impresa e latín, francés, alemán e inglés.

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diciones." Refiriéndose a los españoles que llegaron a Inglaterra durante el reinado de la reina María, el obispo los contrasta con sus compatriotas protestantes en esta forma; "Estos son pocos, aquellos eran muchos estos son pobres y miserables, aquellos eran altivos y orgullosos; estos están desnudos, aquellos estaban armados; estos son despojados por otros, aquellos ve-nían a despojarnos a nosotros; estos son arrojados de su país, aquellos venían a expulsarnos de nuestro país; estos vienen por salvar su vida, aquellos venían a quitarnos las nuestras. Si entonces nos conformamos con soportar a aquellos, no se nos agravie ahora por recibir a és-tos."47

El monarca español no estaba menos indignado que su Santidad por el asilo concedido a

sus súbditos protestantes. No contentos con perseguirlos en su patria, les daba caza en todos los países donde se refugiaban. Se destinaban grandes sumas de dinero al mantenimiento de espías y a costear otros gastos originados por ese desgraciado tráfico. En Francia y Alemania de tiempo en tiempo se capturaba a algunos individuos y eran entregados a la Inquisición de España. En Inglaterra, no atreviéndose a tanto, los emisarios de España recurrían a métodos igualmente infames, solicitando al gobierno inglés la entrega de los refugiados como traidores y criminales fugados de la justicia. Francisco Farías y Nicolás Molino, dos respetables miem-bros de la congregación española, con ocho años de residencia en este país, fueron denuncia-dos por uno de sus compatriotas que actuaba como espía en Londres. A consecuencia de ello, el embajador español recibió instrucciones de su gobierno para solicitar su entrega a la reina Isabel, a fin de que fueran enviados a España para ser juzgados por crímenes de que se les acusaba, y para inducirla a acceder al pedido, sus nombres se asociaron con los de un notorio delincuente que últimamente había huido de Flandes. Si aquellos inocentes no hubieran tenido amigos en la corte que simpatizaban con los desterrados, hubieran sido entregados a una muerte crue1.48 Para poder saber a qué atenerse en cualquiera futura demanda de esa natu-raleza, el gobierno inglés tomó medidas para obtener una nómina exacta de todos los miem-bros de las congregaciones extranjeras que hubieran llegado de cualquier parte de los domi-nios del rey de España.49

En el año 1568 llegó Corranus, de Amberes, y se hizo cargo del pastorado de la congre-

gación española de Londres; habiéndose envuelto en una disputa con Jerlito y Cousin, minis-tros de las congregaciones italiana y francesa, quienes le acusaban de error y difamación, las partes apelaron a Beza, quien refirió la controversia al obispo Grindal. Los comisionados nombrados por el obispo para entender en la causa, suspendieron a Corranus de su cargo de predicador.50 Este parece haber sido un hombre de temperamento impulsivo;51 pero el secre-tario Cecil, apreciando su erudición, consiguió que le fuera levantada la suspensión y fué hecho disertan te en teología en el Temple. Cuando más tarde fué a Oxford, algunos de los principales de los colegios manifestaron escrúpulos para recibirle, en vista de las sospechas anteriores sobre su ortodoxia; pero sus objeciones fueron rebatidas, y fué admitido como con-

47 View of a Seditious Bull, en las obras del obispo Jewel. 48 Strype, Life of Grindal, pág. 109; Append. N° XIII. 49 Ibid. págs. 110, 111. En el año 1568, los españoles y los súbditos italianos del rey de España, ascendían a

57 en Londres solamente. (Ibid. pág. 135.) 50 Ibid. págs. 125-127, 147-149. 51 Cuando le fué comunicada la sentencia, exclamó: "Parece que vosotros lo ingleses estáis decididos a librar

una guerra civil y eclesiástica contra los españoles; una guerra civil tomándoles sus barcos, y eclesiástica en mi persona."

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ferenciante sobre teología en la universidad, y miembro del clero de la iglesia de Inglaterra.52 Aunque no hay pruebas de que Cipriano de Valera actuara alguna vez como predicador en Inglaterra, tuvo, sin embargo, una participación activa en los asuntos de las iglesias extranje-ras.53 Pero realizó su trabajo principal por medio de la pluma, campo en el cual fué de más utilidad a sus compatriotas que cualquier otro de los desterrados. Llegó a Inglaterra poco des-pués de la ascensión de Isabel y parece haber pasado mayormente el resto de su vida en ese país. Después de estudiar por algún tiempo en ambas universidades,54 se dedicó a escribir obras originales en español y a traducir otras a este idioma. La mayoría de ellas fueron publi-cadas en Inglaterra, donde también fué hecha la composición tipográfica de su traducción de la Biblia, aunque se imprimió en el extranjero. Al parecer, la circulación de esta última obra en España fué más extensa de lo que se podría suponer.55

La afluencia de refugiados españoles a Inglaterra cesó después del siglo XVI, si bien

después de esa época llegó ocasionalmente a sus hospitalarias orillas, huyendo de las sospe-chas de los inquisidores, algún individuo que había hallado la luz en su país natal.56

52 Strype, Life of Grindal, pág. 149. Wood, Athenoe Oxon, vol., l. págs. 578-581; Fasti, vol. I, pág. 203. edit.

Bliss. Murió en 1591, a la edad de 64 años. 53 Riederer, Nachrichten, tomo III, pág. 482. 54 El acta de su incorporación a Oxford, 21 febr. 1565. dice que era M. A. de Cambridge, con tres años de an-

tigüedad. Había obtenido el grado de B. A. Cantab. en 1559-60. (Wood, Fasti Oxon., vol. I, pág. 169.) 55 A las obras ya mencionadas pueden agregarse las siguientes: "El Catholicc Reformado" (Antonii Bibl.

Hisp. Nova, tomo I. pág. 261.), "Catecismo, que significa, forma de instrucción, etc. En casa de Ricardo del Campo, 1596." Esta es una traducción del catecismo de Calvino y fué impreso en la misma imprenta, y el mismo año, que el Nuevo Testamento en español de Valera (Riederer. Nachrichten, tomo III, págs. 475-484.) Su traduc-ción española de la Institución de Cal vino apareció en 1597 (Gerdesii. Florilegium Libr. Rar., pág. 55). El céle-bre Diodati, en una carta al sínodo de Alençón, fechada el 10 de mayo de 1637, dice: "La nueva traducción espa-ñola de Cipriano de Valera ha producido efectos increíbles en España; habiendo penetrado no menos de tres mil ejemplares, por medios y conductos secretos, en las mismas entrañas de aquel reino. Publiquen otros el fruto de mi versión italiana, tanto en Italia como en otras partes." (Quick. Synodicon, vol. 11. pág. 418.)

56 Fernando Tejeda. B. D. de la universidad de Salamanca, habiendo abrazado la religión protestante, vino a Inglaterra alrededor del año 1623. (Wood. Fasti. pág. 413.)

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CAPITULO IX

EFECTOS QUE PRODUJO EN ESPAÑA LA SUPRESION DE LA REFORMA

La tiranía, a la vez que somete a grandes sufrimientos a aquellos contra quienes se ejer-

ce directamente, sujeta a males aun mayores a aquellos que son instrumentos voluntarios de sus venganzas. España se jacta de haber extirpado de su territorio las doctrinas reformadas; pero en realidad tiene pocos motivos para congratularse de las consecuencias de su ciego y fatuo proceder. Ha pagado, y todavía está pagando, su locura y sus crímenes, en la pérdida de las libertades civil y religiosa, y en la degradación en que ha caído entre las demás naciones.

Otras causas han contribuido, indudablemente, a producir tan tristes resultados; pero

una comparación general de las condiciones de España con las de otras naciones europeas, así como el examen de su situación interna, demostrarán que ellos se deben principalmente a su corrompida religión.

Es un hecho ahora generalmente aceptado, que la Reforma mejoró las condiciones del

gobierno y la sociedad en todos los países en los cuales fué recibida. Estimulando las investi-gaciones y la difusión de los conocimientos, llevó al descubrimiento y corrección de abusos; impuso un contralor a la voluntad arbitraria de los príncipes, si no mediante leyes, por la opi-nión pública; engendró un espíritu de libertad entre el pueblo; dió un tono más elevado a las costumbres, e impartió un fuerte impulso a la mente humana en la carrera de invenciones y mejoramientos. Estos beneficios se extendieron en cierto grado a países en los cuales la reli-gión reformada fué introducida parcialmente, o cuyos habitantes, por su situación local y otras causas, entraron en estrecho contacto con los protestantes. Pero mientras esas naciones progresaban más o menos rápidamente en su desarrollo, -adquiriendo gobiernos libres, culti-vando la literatura y las ciencias, o extendiendo su comercio y acrecentando sus recursos-, España, aunque poseedora de ventajas iguales o superiores; quedó estacionaria y pronto em-pezó a retroceder. Es imposible explicar este fenómeno por ninguna peculiaridad de su condi-ción política a mediados del siglo XVI. Italia estaba en muy diferentes condiciones, y sin em-bargo, hallamos a los dos países casi en la misma situación, debido a haber adoptado ambos las mismas medidas con respecto a la religión. Por otro lado, el estado político de Francia en la época mencionada era muy semejante al de España; en ambos países los nobles habían sido despojados de su autoridad feudal; el parlamento francés se había convertido en un instru-mento tan pasivo en manos de los soberanos, como las cortes españolas; y ambos países habí-an quedado igualmente exhaustos por las guerras que durante más de medio siglo había libra-do el uno contra el otro. Pero las bulas del Vaticano no tenían el mismo libre curso en Francia que en la Península. La Reforma depositó en aquel país una semilla que toda la violencia y astucia de Luis XIV, un déspota tan poderoso como Felipe II, no podrían extirpar; y aunque la persecución arrojó del país a miles de sus ciudadanos más industriosos, como allí no existía la Inquisición, la literatura y las artes sobrevivieron al golpe. El resultado ha sido que, después de salir de las convulsiones de una revolución que ha bramado con furia destructora durante mucho tiempo, y de haber estado sometida a un gobierno militar de fuerza sin paralelo, Fran-

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cia conserva aún su puesto entre las grandes potencias de Europa, no ha sido despojada ente-ramente de sus libertades, aunque ha recibido de nuevo a la familia que antes reinaba sobre ella con autoridad ilimitada; mientras España, después de haber estado durante mucho tiempo sujeta a una rama de la misma familia y participado de todos los efectos del período revo-lucionario, yace ahora postrada a los pies de un déspota y sus ministros espirituales.

Pero los males que España se ha acarreado con su fanático e intolerante celo por la reli-

gión católica romana, se ven mejor examinando su situación interna. Los fallidos intentos de reforma de la religión en España llevaron a la perpetuación del

tribunal de la Inquisición, no sólo constituyendo un pretexto para armario de nuevos poderes, sino aumentando la influencia que ya ejercía sobre la mentalidad pública. El tribunal se jacta-ba de haber extirpado la herejía del norte, y por consiguiente se enseñó a todos los verdaderos españoles a considerarlo como el paladín, de su religión. Esto, si no sujetó a España a las mi-serias de la tiranía y la ignorancia, por lo menos selló el vínculo de sujeción. A la filosofía egotista y superficial que es fácil encontrar en nuestros días, debemos el descubrimiento de que la decadencia de la nación española no se debe a la Inquisición, desde que ésta sólo era un órgano del gobierno. Hemos visto que los monarcas españoles la utilizaron como instrumento de estado, y es evidente que no podría haber torturado los cuerpos ni invadido las propiedades de los súbditos sin el poder que el estado le confirió; pero es igualmente cierto que ella era en sí misma una autoridad moral, que ejercía su poder sobre las mentes de príncipes y súbditos. Cuando Macanaz persuadió a Felipe V a imponer restricciones a los envíos de dinero a Roma, Su Santidad, por medio de la Inquisición, no sólo consiguió el destierro del ministro, sino que obligó al rey a abolir la ley que había promulgado y confesar, en una carta que dirigió al Con-sejo Supremo, que arrastrado por malos consejos, había puesto temerariamente las manos en el santuario. Y para completar su triunfo, el ilustre Macanaz, mientras permaneció en Francia, fué inducido a escribir una defensa del Santo Oficio, a la cual apelan hasta el día de hoy sus apologistas en España.1 Cuando en época reciente las Cortes quisieron abolir ese tribunal, se les hizo sentir que tenía una existencia completamente independiente de su autoridad y una base más profunda que la que le daban las meras leyes.

Pero el despotismo civil y el religioso son aliados naturales. Aunque la Inquisición exal-

tara el poder del papa sobre el del rey, y sus abogados han recurrido a veces a los principios de la libertad civil para vindicar la oposición a algunos príncipes refractarios a la iglesia y su destronamiento,2 con todo, siempre dió un efectivo apoyo a las medidas de gobierno más arbi-trarias, y empleó toda su influencia para aplastar todo intento de corrección de los abusos del estado, y en apagar las voces de protesta. Bajo otras formas de despotismo, las acciones o manifestaciones de opinión liberales han sido castigadas; pero en España toda reflexión de carácter político era denunciada por los monjes como herejía condenable y proscripta en el santuario de la conciencia.

1 Puigblanch, II, 12-2 I. 2 El tratado del jesuita Mariana, De Rege, et Regis lnstitutione, que fué quemado en París por mano del ver-

dugo público, es bien conocido por los eruditos. En la Biblioteca de Lambeth hay un ejemplar de las Obras de Carlos I, con las correcciones introducidas en ellas por orden de los inquisidores de Lisboa. En sus páginas apa-recen furiosos plumazos cruzando las oraciones que se refieren a la religión protestante. Describiendo una "mo-narquía justa", el monarca había dicho: "donde el consejo puede estar en muchos, como los sentidos, pero el poder supremo sólo puede estar en uno, como la cabeza." Los inquisidores dejaron este pasaje; pero escribieron al margen: "Si rey, falso; si papa, cierto." (Catal. of Archiepiscopal Library at Lambeth, Nº CCCXXII.)

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Después de la supresión de la Reforma, el gran objeto de los inquisidores y del clero dominante ha sido detener el progreso de los conocimientos. Con ese objeto han ejercido la más rígida y vigilante inspección de la prensa y las instituciones educacionales. De tiempo en tiempo han sido publicadas listas de libros prohibidos, incluyendo en ellas las traducciones vernáculas de la Biblia,3 y los escritos, no sólo de los reformadores, sino también de católicos romanos que mostraran la más leve inclinación al liberalismo en sus opiniones, o que trataran sus temas en forma tal que indujera a la investigación. Un comentario del Pentateuco por Oleaster, un miembro del concilio de Trento e inquisidor portugués, que había estado varios años en circulación, fué requisado y corregido porque el autor se había permitido apartarse de la Vulgata y de las interpretaciones de los padres.4 Los comentarios de Juan Ferus, un monje francés que había aprovechado de la erudición de los protestantes, fueron condenados por contener "los principios heréticos de Lutero"; y por reimprimirlos en España, Miguel de Me-dina, guardián de los franciscanos de Toledo, fué echado en las prisiones secretas de la Inqui-sición, de donde lo sacó su muerte prematura, librándolo de una retractación pública.5 Arias Montano se vio en la necesidad de defenderse contra los cargos que los censores inquisitoria-les hacían a su Biblia políglota, publicada bajo el patrocinio de Felipe II.6 Luis de León, pro-fesor de teología en Salamanca, fué recluido durante cinco años en los calabozos de la Inqui-sición por haber publicado una traducción al español del Cantar de los Cantares, agregándole algunas breves notas explicativas; sus paráfrasis poéticas del libro de Job y otros pasajes de las Escrituras, notables por su elegancia y pureza, fueron prohibidas.7

El gusto por los estudios teológicos que había sido despertado en España por el renaci-miento de las letras, sobrevivió durante algún tiempo a la supresión de la Reforma. Era alen-tado en secreto por individuos que, convencidos de que los protestantes sobresalían en la in-terpretación de las Escrituras, se apropiaban de sus escritos, partes de ellos, y los publicaban como propios. La Biblia latina con notas, por Leo Juda y otros teólogos suizos, después de sufrir ciertas correcciones fué impresa en Salamanca con la aprobación de los censores de la prensa; pero habiéndose descubierto luego los verdaderos autores fué puesta en el índex de libros prohibidos.8 Hyperius, un teólogo reformado, era autor de un excelente libro sobre el método de interpretación de las Escrituras; Lorenzo de Víllavicencia, un monje agustino de Jerez, en Andalucía, después de expurgar dicha obra de todo lo que pareciera contradecir las doctrinas de la iglesia de Roma, la publicó como suya, sin exceptuar ni el prefacio; a conse-cuencia del poco intercambio que subsistía entre España y el norte de Europa, pasó casi medio siglo antes de que se descubriera el plagio.9 Martín Martínez fué menos afortunado; por publi-car una obra en la cual exaltaba los originales por sobre la Vulgata, fué sometido a penitencia, y se le prohibió escribir en lo sucesivo.10 Excluida toda posibilidad de investigación o discu-

3 La prohibición de la Biblia en el idioma español fué borrada del Index por un edicto publicado el 20 de di-

ciembre de 1782, y. sin embargo, la inquisición de Sevilla, por un edicto general promulgado el 19 de febrero de 1790, ordenaba que fueran denunciadas todas las Biblias mencionadas. Esta puede ser una inadvertencia; pero lo cierto es que el Index contiene todavía la prohibición de dos libros porque señalan las ventajas de la lectura de las escrituras. No fué la intención de la Inquisición dar la Biblia al pueblo común; por consiguiente se la imprime en tal forma que queda limitada sólo a los pudientes,

4 Simon, Lettres Choisies, tomo I., págs. 193-197, 5 Ibid. págs. 148-152. Llorente, III, 86-88, 6 Rodríguez de Castro, Biblioteca Española, tomo I, págs. 649-666, 7 Antonii, Bibl. Hisp. Nov. tomo II, págs. 45-47. Geddes, Prospectus, pág. 87, 8 Le Long, Bibl. Sacra, tom III, págs. 439-448, edit. Masch. Carpzovií Critica Sacra. pág. 739, 9 Carl. Fríedric Staudlin, Geschichte der theologischen Wissenschaften, tomo I, pág. 145. Rívetí Opera, tomo

II, pág. 948, 10 Antonii, Bibl. Hisp. Nov. tomo II, pág. 105,

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sión, los teólogos españoles se dedicaron exclusivamente al estudio de la teología escolástica y la casuística.

La misma tiranía se extendió a otras ramas de la ciencia, aun las más remotamente rela-

cionadas con la religión. Fueron estrictamente prohibidos todos los libros sobre temas genera-les escritos, traducidos o anotados por protestantes. Una bula papal fechada el 17 de agosto de 1627 quitó a los metropolitanos, patriarcas, y a todos, salvo el inquisidor general, el privilegio de leer libros prohibidos. Nicolás Antonio, el historiador literario de España, se vio obligado a permanecer cinco años en Roma antes de obtener el permiso de hacerlo a fin de conseguir materiales para su obra nacional.11 La Historia Pontifical de Illescas fué suprimida repetida-mente, y al fin el autor fué obligado a poner su nombre a una obra conteniendo declaraciones y opiniones que le habían sido dictadas por otros, y diametralmente opuestas a las que ante-riormente había dado a luz.12 Mientras a los historiadores nativos de España se les impedía decir la verdad, las historias escritas por extranjeros eran prohibidas bajo las más severas pe-nalidades, como sátiras sobre la política y la religión de la Península. El resultado ha sido que los españoles abrigan los más erróneos conceptos sobre su propia historia, y desconocen fun-damentalmente los asuntos de los demás países.13

No satisfechos con ejercer una rígida censura sobre la prensa, los inquisidores penetra-

ron en los domicilios privados, saquearon las bibliotecas de los eruditos y curiosos, y se apo-deraron, manteniéndolos en su poder, de cuanto libro creyeron, en su ignorancia, de carácter peligroso. Todavía a principios del siglo XVIII hallamos a Manuel Martini, deán de Alicante y uno de los más eruditos entre sus compatriotas de la época, quejándose amargamente en su correspondencia confidencial, de lo mucho que había sufrido por tales procedimientos.14

Las universidades y otras instituciones educacionales eran vigiladas con el celo más es-

crupuloso. A los profesores de la universidad de Salamanca que parecían haber mostrado ma-yor predilección que sus colegas por las ciencias liberales, se les prohibía dictar sus clases; y Felipe II impartió órdenes semejantes a los del Escorial, a quienes se les ordenó limitarse al dictar sus clases, a leer de un libro impreso.15 La ética está demasiado íntimamente ligada con la religión y la política para no excitar el miedo de los defensores de la religión y el des-potismo; y en efecto, los débiles intentos hechos en España para quebrantar el yugo ominoso habían procedido principalmente de los maestros de esa ciencia. Esto dió ocasión a repetidos interdictos, además de procesos contra individuos. Durante el reinado de don Carlos IV, el primer ministro Caballero envió una circular a todas las universidades prohibiendo el estudio de la filosofía moral. "porque lo que su majestad necesitaba era, no filósofos, sino súbditos leales."16 Aun las varias ramas de la filosofía natural fueron sometidas a las mismas trabas, y el sistema de Copérnico se enseña todavía en aquel país como una hipótesis. La ciencia médi-ca está descuidada; y los médicos, antes de entrar en la profesión, están obligados a jurar, no que ejercerán fielmente el arte de curar, sirio que defenderán la inmaculada concepción de la bienaventurada Virgen.17

11 Puigblanch, II, 366, 434, 12 Llorente, I, 475, 476, 13 Sismondi, Hist. de la Lit. del Sud, vol. IV, pág. 124. 14 Martini Epist. págs. 42, 36: Schelhorn, Ergötzlichkeiten, tomo I. págs. 685-690. 15 Simon, Lettres Choisies, tomo I, pág. 365. 16 Doblado. Cartas, págs. 115, 358. 17 Townsend. Travels, n. 283.

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Los grandes acontecimientos que distinguieron el reinado del emperador Carlos V, despertando el entusiasmo, contribuyeron a desarrollar el genio de la nación española; y el impulso que se dió así al intelecto continuó obrando, mucho después que cesó la causa que lo determinara. Pero el carácter de la época degradada en que vivieron está impreso aun en los talentos sobresalientes de Cervantes, Lope de Vega y Calderón, y puede ser descubierto fá-cilmente en las falsas ideas, prejuicios infantiles y grosera ignorancia de los hechos que des-figuran sus escritos. Con estos espíritus señoriales de la literatura se eclipsó el genio de Es-paña; y cuando empezó a recobrarse del letargo en que había estado sumido durante largo tiempo, asumió las formas más artificiales. Siendo el de la imaginación el único campo que tenían abierto, los escritores españoles, como si quisieran compensar las restricciones a que estaban sujetos, hicieron a un lado las reglas del buen gusto y se entregaron a todas las extra-vagancias de la fantasía, utilizando en sus creaciones el lenguaje más inflado y pedante. Aunque los talentos naturales de los habitantes son excelentes, en la actualidad no existe en España gusto por la literatura. Las conferencias sobre filosofía experimental que Solano em-pezó a dar gratis en la capital hacia fines del siglo pasado, aunque notables por su sencillez y elegancia, fueron suspendidas por falta de auditorio. La lectura es desconocida, salvo entre una clase muy limitada. Todas las tentativas para establecer una revista literaria han fracasa-do por la indiferencia del público y el contralor de la censura,18 y los espías de la policía y la Inquisición han desterrado hace tiempo de los lugares donde se reúne el pueblo en sus horas de ocio, todo lo que se parezca a conversación inteligente.19

En Italia las mismas causas produjeron los mismos efectos. El genio, el gusto y la ilus-

tración fueron aplastados por la mano férrea del despotismo inquisitorial. La prisión de Gali-leo en el siglo XVII y la incineración de las obras de Giannone en el siglo XVIII,20 son sufi-cientes indicaciones de la deplorable situación de los italianos en una época en que los cono-cimientos progresaban tan rápidamente en países que antes ellos consideraban como bárbaros. Cuando sus energías intelectuales comenzaron a recobrarse, se orientaron hacia una especie de composición en la cual el sentimiento y la poesía son meramente accesorios a la armonía sensual. y el amor nacional por los placeres puede ser gratificado sin poner en peligro la auto-ridad de los gobernantes. Ennoblecer el placer y hacerlo en cierto modo sagrado; ocultar al príncipe la vergüenza de su propia indolencia y afeminación; cegar al pueblo a toda otra con-sideración que la del momento presente, y dar oportunidad al autor para ejercitar sus talentos sin incurrir en la venganza de la Inquisición -tal es el propósito y el espíritu de la ópera italia-na.21 Los escritores recientes de Italia, cuyas producciones respiran un fiero espíritu de liber-tad, Son de la escuela francesa, o mejor dicho revolucionaria, y no suministran un criterio para juzgar los sentimientos y gustos nacionales.

En España, el aumento de la superstición, y del número y opulencia del clero, ha corri-

do parejo con el crecimiento de la ignorancia. El país está saturado de clérigos, regulares y seculares. Hacia fines del siglo pasado contenía cerca de nueve mil conventos, y el número

18 Se ha dicho ingeniosamente que en Madrid, siempre que no se diga nada del gobierno, de la religión, de la

política, de la moral, de los estadistas, de las instituciones de fama, de la ópera o cualquier otra diversión pública, o de alguien que se dedique a cualquier asunto, se puede publicar lo que se quiera, previa corrección de dos o tres censores.

19 Townsend, Travels, II, 154. 275. Doblado, Cartas. págs. 377, 380. 20 Anecdotes Ecclésiastiques de l'Histoire du Royaume de Naples brulée à Rome en 1726, pref. pág. VIII.

Amst. 1738. 21 Sismondi. Hist. de la Lit. del Sud. vol. II. pág. 290.

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de personas que habían hecho voto de celibato se acercaba a las doscientas mil.22 La riqueza de la iglesia guardaba tan poca proporción con la de la nación como el número de clérigos con la población. La catedral de Toledo, por ejemplo, además de otros valiosos ornamentos, contenía cuatro grandes imágenes de plata, colocadas sobre globos del mismo metal; un gran trono de plata maciza, en el cual se colocaba una imagen de la Virgen llevando una corona valuada en más de mil libras, y una estatua del niño Jesús adornada con ochocientas piedras preciosas. El personal ascendía a seiscientos sacerdotes, ricamente remunerados; y los ingre-sos del arzobispo se estimaban en cien mil libras aproximadamente.23 Las sumas que colec-tan los frailes mendicantes, y las que se pagan por misas e indulgencias, no pueden ser calcu-ladas; pero solamente las bulas de cruzada dan una entrada neta anual de doscientas mil li-bras a Su Majestad Católica, quien las compra al papa y las revende a sus amantes súbdi-tos.24 Enormes son también las demandas que la superstición hace del tiempo de los habitan-tes. Benedicto XIV redujo la cantidad de festividades en los estados de la iglesia, y recomen-dó una reducción semejante en otros reinos. Pero en España hay todavía noventa y tres festi-vidades generales, además de las fiestas particulares de las provincias, parroquias y conven-tos; a las cuales deben agregarse las corridas de toros,25 y los lunes, reclamados por los aprendices y los jornaleros.26

El comercio y todas las fuentes de la riqueza nacional están obstaculizados por la perse-

cución y la intolerancia. Pero el mal se agrava en forma indecible cuando la mayor parte de la propiedad de la nación está encerrada, y una gran proporción de sus habitantes y de su tiempo se substraen al trabajo útil. Holanda, sin más terreno que el que le quitó al océano, se hizo rica e independiente; mientras España, con la tercera parte del mundo en su poder, cayó en la po-breza. La ciudad de Toledo está reducida a la octava parte de su población anterior; los mon-jes quedan, pero los ciudadanos han huido. Por todas las calles de Salamanca pululan sórdidos mendigos y vagabundos aptos para el trabajo; y lo mismo sucede en todas partes donde abun-dan el clero, los conventos y los hospicios. Con un suelo que, por su extensión y fertilidad puede sostener una población igual a la de Francia, la de España no alcanza a la mitad.

Aún más deplorables son los efectos producidos sobre el carácter y la moral nacionales.

Poseyendo naturalmente algunas de las cualidades más bellas que pueden distinguir a un pue-blo -generosos, sensibles, devotos, constantes- los españoles se volvieron crueles, orgullosos, reservados y celosos. Los repulsivos espectáculos de los autos de fe, continuados durante tan-to tiempo, no podían sino ejercer una influencia endurecedora sobre sus sentimientos.27 En

22 Townsend. Travels. vol. II, pág. 233. La ciudad de Toledo, que tiene 25.000 habitantes, tiene 26 iglesias parroquiales. 38 conventos, 17 hospitales, 4 colegios, 12 capillas y 19 ermitas. Medina del Campo consta de 1.000 casas, y tiene 9 iglesias parroquiales, 70 sacerdotes, 17 conventos, y 2 hospitales. Salamanca contiene 3.000 casas, y tiene 27 iglesias, 15 capillas, 580 sacerdotes y 1.509 personas bajo votos. (Ibid. vol. I. págs. 309-362; II, 84.)

23 Townsend, I, 309-311. Cf. Scaligerana Secunda, voc. Espagnols. 24 Por esta bula los nobles pagaban alrededor de 6 chelines y 4 peniques y, el pueblo común unos 2 chelines y

4 peniques, en Aragón. En Castilla era un poco más barata. Ningún confesor podía dar la absolución al que no la poseyera. (Townsend, II, 171, 172. Doblado, Cartas, pág. 214.) El doctor Colbach ha dado un relato sobre este tráfico. En 1709 un buque corsario de Bristol tomó un galeón, en el cual se hallaron 500 bultos dé esta preciosa mercancía, conteniendo 16 resmas cada uno, y sumando en conjunto 384,000 bulas. El capitán Dampier dice que las utilizó para carenar su barco.

25 Estos desdichados espectáculos son presenciados por el clero, y siempre está presente un sacerdote para administrar los sacramentos a los matadores que pudieran resultar heridos mortalmente.

26 Townsend, I, 350; II, 233-235. 27 Cogan menciona que se hallaba un día caminando por las calles de Londres con una niña portuguesa, de

unos nueve años de edad, protestante, de disposición compasiva y tierna. Viendo una multitud congregada alre-

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España, como en Italia, la religión está asociada con el crimen, y protegida por sus sanciones. Ladrones y prostitutas tienen sus imágenes de la Virgen, sus preces, su agua bendita y sus confesores. Los asesinos encuentran un santuario en iglesias y conventos. Crímenes de la peor especie quedan impunes a consecuencia de las inmunidades acordadas al clero.28 El adulterio es común, y los que viven habitualmente en ese vicio no encuentran dificultad para obtener la absolución. Los cortejos,(NT. Así en el original) o amantes masculinos, como los ci-

cisbei en Italia, se presentan comúnmente en el círculo familiar. En las grandes ciudades los canónigos de las catedrales desempeñan ese papel, y en las aldeas los monjes. Los curas pá-rrocos viven casi universalmente en concubinato, y todo lo que los más correctos obispos les exigen es que no tengan a sus hijos en su propia casa. Pocos clérigos se ocupan de guardar el decoro en cuanto a esto, mientras no empiezan a aspirar a una mitra.29

Las piezas dramáticas compuestas por los más celebrados autores, y llevadas a escena

con grandes aplausos, demuestran hasta dónde han sido dañados los principios morales por el fanatismo y la mojigatería. En una de ellas,30 después que el protagonista ha dado muerte a sus padres y tramado la muerte de su esposa, Jesucristo desciende del cielo a realizar su salva-ción mediante un milagro. En otra,31 un brigante incestuoso y asesino confeso, conserva, en medio de sus crímenes, su devoción por la cruz al pie de la cual ha nacido y cuya estampa lleva grabada en el pecho. Levanta una cruz sobre cada una de sus víctimas; y siendo al fin asesinado, Dios lo resucita para que un santo pueda recibir su confesión y sea así admitido en el cielo. En otra pieza,32 Alfonso VI recibe la capitulación de los moros de Toledo, y rodeado de su corte y sus caballeros jura respetar su libertad religiosa y dejarles la mayor mezquita de la ciudad para que celebren su culto. Pero, durante su ausencia, su esposa, viola el tratado y coloca en la mezquita una imagen milagrosa de la Virgen. Alfonso se llena de indignación ante esa violación de la promesa, pero la Virgen rodea a Constancia de una corona de gloria y convence al rey, con gran deleite de los espectadores, de que es un pecado imperdonable guardar la palabra empeñada a los herejes. Para dar un ejemplo más: en otra pieza,33 el prota-gonista, aunque lleva la vida más descarriada, conserva la verdadera fe y merece por tanto la protección de San Patricio, quien lo sigue como su genio protector, a fin de inspirarle el arre-pentimiento. Cuando está por agregar un asesinato más a los tantos ya cometidos, es converti-do por una aparición de sí mismo, y exclama: "¿Cómo puede expiarse una vida dedicada al crimen?", a lo cual una voz celestial responde: "Purgatorio". Es enviado entonces al Purgato-rio de San Patricio, de donde sale al cabo de algunos días perdonado y purificado. Ejemplos aun más precisos de fanatismo y absurdos religiosos se podrían haber sacado de los autos sa-cramentales, género de composiciones que continuaba siendo popular hasta una época recien-te, y que tentó las plumas de los escritores más célebres de España.

Los italianos están ligados a la religión principalmente por el interés y el placer. Los

españoles son un pueblo grave por naturaleza; sus sentimientos piadosos son fuertes, y de haber vivido bajo un gobierno libre hubieran aceptado un culto más puro, cuando les fué re-

dedor de un montón de leños, él se mostró ansioso por conocer la causa, a lo que la niña contestó sin ninguna emoción: "Son sólo algunos que están por quemar a un judio." (Philosophical Treatise on the Passions, nota L.)

28 Sismondi, Hist. de la Lit. del Sud., vol. III, 404; IV. 6, 7, 18. Townsend, Travels, I, 223, 398. Doblado, Cartas, pág. 222.

29 Townsend, Travels, II, 147-151. Doblado, Cartas, pág. 220. 30 El Animal Profeta, por Lope de Vega. 31 La Devoción de la Cruz, por Calderón. 32 La Virgen del Sagrario, por el mismo. 33 El Purgatorio de San Patricio, por el mismo.

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velado, después de un largo período de ignorancia, y se hubieran mostrado sus más entusias-tas y constantes admiradores.34 Pero sus mentes han sido sojuzgadas y pervertidos sus senti-mientos por un largo lapso de esclavitud denigrante. En religión, los habitantes de España se dividen ahora en dos clases: fanáticos y simuladores; no hay una clase intermedia. Bajo un sistema religioso tan inclusivo como el de la iglesia de Roma, que reclama el derecho de in-tervenir en casi todas las operaciones de la mente humana, la prohibición de todo disenti-miento con la religión establecida es ya una restricción suficientemente penosa. Pero no es el mayor mal. Todo español que repudia el credo público está obligado a aparentar ser lo que no es, so pena de perder todo lo que más quiera sobre la tierra. Ya sea con misas, confesiones, festivales, procesiones, humillación ante cruces e imágenes, compra de perdones o, contribu-ciones para librar las almas del purgatorio, se ve todos los días, y todas las horas de cada día, en la necesidad de prestar su asentimiento a lo que como cristiano detesta u odia como causa de la degradación de su pueblo. No es suficiente que consiga evitar ir a la iglesia o capilla: el ídolo se le presenta afuera y en su hogar, en la taberna y en el teatro. No puede dar vuelta una esquina sin estar en peligro de oír el sonido de la campanilla que le obliga a arrodillarse en el barro, hasta que ha pasado lentamente en su palanquín desde un extremo de la calle hasta el otro, un sacerdote que lleva la hostia consagrada a algún moribundo. Si almuerza con un amigo, tan pronto se oye el paso de la campanilla todos los comensales se levantan de la me-sa y adoran. Si va al teatro, los soldados que hacen guardia en la puerta, anuncian con un bien conocido toque de tambor la aproximación de la procesión, a lo cual resuenan en el recinto las exclamaciones: "¡Su Majestad! ¡Dios! ¡Dios!": la representación se suspende instantá-neamente, y todos, actores y espectadores, caen sobre sus rodillas, permaneciendo en esa actitud hasta que el sonido de la campanilla se pierde a lo lejos; entonces prosigue la diver-sión con renovado entusiasmo. Ni bien ha regresado a su posada, cuando entra un fraile por-tador de un gran fanal con vidrios pintados representando dos personas rodeadas de llamas, y dirigiéndose a él le dice: "¡Las santas ánimas, hermano! Recuerda las santas ánimas."35

La religión en su pureza está destinada a aliviar y fortalecer el ánimo sometido a las in-

evitables calamidades de la vida: pero cuando está pervertida por la superstición, agrava todos los males a que están expuestos los hombres, alimentando una confianza engañosa, y llevando al descuido de aquellos medios naturales que tienden a evitar el peligro o aliviar la desgracia. En España cada ciudad, cada profesión y cada compañía de artesanos tiene su santo tutelar, en cuya milagrosa interposición se cifra la mayor esperanza. El mercader, cuando embarca sus mercancías para un país extranjero, en vez de aseguradas como es corriente contra los riesgos marítimos, busca la seguridad cumpliendo sus devociones en el altar del santo bajo cuya pro-tección zarpa el barco. Apenas si habrá alguna enfermedad que pueda afectar al cuerpo humano que no esté sometida al poder curativo de algún miembro del santoral. Recientemen-te, en 1801, cuando la fiebre amarilla invadió a Sevilla, las autoridades, en vez de adoptar medidas de precaución para abatir la violencia de la peste, se dirigieron al arzobispo para que hiciera solemnes rogativas; y no confiando en éstas, resolvieron sacar en procesión un frag-mento de la vera cruz, conservado en la catedral de Sevilla, que anteriormente había destruido una manga de langostas, junto con un gran crucifijo de madera, que en 1649 había detenido el avance de la plaga. Los habitantes colmaron la iglesia; y la consecuencia fué que el calor, la fatiga y la ansiedad de un día entero dedicado a tan ridícula ceremonia, acrecentaron la en-

34 "Si l'Espagnol estoit libre, il embreasseroit fort la Religión, au prix de l'Italien." (Scaligerana Secunda. voc.

Ltaliens) 35 Doblado, Cartas, págs. 8-14, 169. Townsend, Travels, I, 336.

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fermedad en una proporción de diez a uno.36 El papado, por el falso aspecto y la forma repulsiva que da al cristianismo, tiende natu-

ralmente a producir el deísmo y la irreligión. En Francia, donde se ha gozado de cierto grado de libertad, llevó primero a la diseminación encubierta y después a la atrevida proclamación de opiniones infieles, por parte de quienes más influencia tienen sobre la mentalidad pública. En países donde se ha mantenido un rígido sistema de policía, civil y eclesiástica, su opera-ción ha sido diferente, pero no menos destructora del carácter nacional y de los verdaderos intereses de la religión. La mayoría de los no creyentes, ansiosos sólo del goce presente y considerando a la religión sólo como un instrumento del estado, no han tenido escrúpulos en alimentar la credulidad popular, a fin de participar de sus frutos; mientras los de espíritu más generoso e independiente, retorciéndose bajo el yugo degradante, han dado paso a la irritación de sus sentimientos, y confundiendo el cristianismo con una superstición intolerante, aca-rician la desesperada esperanza de que la religión, en todas su: formas, será un día barrida de la tierra como sostén de la tiranía y veneno de la felicidad humana. Es bien sabido que el cle-ro italiano hace tiempo que ha dado las pruebas más inequívocas de que no cree en las doctri-nas, y permanece indiferente ante los ritos, de los cuales deriva su sostén y su riqueza.37 No-sotros conocíamos ya la circunstancia de que los principios de la irreligión estaban muy di-fundidos entre la clase culta de España; pero una información más amplia, que nos proporcio-nan recientes acontecimientos, han descubierto que este mal no está limitado a los laicos, y que la infidelidad es tan común entre el docto clero español como lo es el vicio entre la turba de sacerdotes vulgares. El carácter de los italianos tiene cierta ligereza que, junto con el re-cuerdo de que ellos han sido los principales instrumentos para esclavizar al mundo cristiano, nos predispone a apartamos de sus manifestaciones de irreligión con un sentimiento de des-precio. Pero la dignidad propia del carácter español y la profundidad de sus sentimientos son tales, que nos asalta una emoción mezcla de lástima y asombro ante los estragos que la infide-lidad está haciendo en tan noble estructura. ¿Quién puede leer la siguiente descripción que hace un español, sin sentir la más profunda simpatía por aquellos de sus compatriotas que aún permanecen en esa "hiel de amargura y lazo de iniquidad" de que él ha sido tan felizmente rescatado? "Donde no hay libertad no puede haber discriminación. El voraz apetito, estimula-do por una forzosa abstinencia, hace que la mente se harte con toda suerte de alimentos. Sos-pecho que yo he asimilado así algunas nociones falsas, y muchas cínicas, de mis maestros franceses. Pero mis circunstancias no permiten el examen tranquilo y desapasionado que me-rece el asunto. Exasperado por la diaria necesidad de sumisión externa a doctrinas y personas que detesto y desprecio, mi alma desborda de amargura. Aunque reconozco las ventajas de la moderación, como no se usa para conmigo, yo tampoco la practico, y a pesar de mi mejor juicio, aprendo a ser fanático por mi parte. Pretendiendo un retiro para el estudio, he arregla-do un cuartito al cual no admito sino a mis amigos íntimos; allí están perfectamente ocultos mis libros prohibidos, en un bien dispuesto rincón debajo de una escalera. Sólo el breviario, encuadernado en negro, con su broche y sus cantos dorados, permanece sobre la mesa, para

36 Townsend, ut supra. I, 152-154. Doblado, págs. 195-199, 316-318. 37 Un caballero inglés que ha residido mucho tiempo en Italia, y ha sido alojado en un convento, frecuente-

mente se trababa en discusión amistosa con los más inteligentes individuos de la casa, sobre las diferencias entre la iglesia de Roma y la de Inglaterra. A la terminación de una de esas disputas, después que la mayor parte de la compañía se hubo retirado, un joven monje, que había sostenido con gran habilidad las doctrinas de su iglesia, volviéndose a su huésped inglés, le preguntó si él creía realmente lo que había estado defendiendo, y ante su seria respuesta afirmativa, exclamó: Allor, lei crede piu che tutto il convento (Entonces. usted cree más que todo el convento). (Doblado, Cartas, pág. 476.)

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disipar las dudas de cualquier intruso ocasional."38 La misma persona escribe más tarde: "Es ciertamente una confesión penosa, pero la debo a la misma religión; yo estuve al borde del ateísmo. Si mi caso fuera singular, si mi conocimiento de las clases más ilustradas de España no me proporcionara una multitud de súbitas transiciones de la fe y la piedad sinceras a la más ultrajante infidelidad, me hubiera sometido a la humilde convicción de que la debilidad de mi juicio o la volubilidad de mi carácter habían sido la única fuente de mis errores. Pero aunque no me está permitido mencionar nombres, afirmo, con el más seguro conocimiento de causa, que la historia de mi propia mente es, con poca diferencia, la de una gran parte del cle-ro español. Es un hecho cierto; yo no acuso a nadie; aquellos a quienes les viene bien la des-cripción pueden seguir usando la máscara, de la cual ningún español puede desprenderse sin dar un adiós definitivo a su patria."39

De este ligero bosquejo se desprende que son muchos y poderosos los obstáculos para la

regeneración de España. La superstición está entretejida en sus hábitos y sentimientos nacio-nales; y el despotismo civil y espiritual se hallan unidos por una alianza indisoluble, contando con un poderoso aliado en la moral depravada del pueblo; porque la libertad no tiene enemigo mayor que el libertinaje, y un pueblo inmoral no puede conservar su libertad cuando la tiene ni reconquistada cuando la ha perdido. Pero lo que permite hacer los peores augurios para España es, más que cualquier otra cosa, que no posee una clase animada por el espíritu de esa reforma a la cual los estados libres de Europa deben principalmente sus privilegios políticos. La infidelidad y el escepticismo, además de debilitar las energías morales de la mente huma-na, tienen la tendencia a romper la alianza natural que subsiste entre la libertad civil y la reli-giosa. Los que son hostiles o indiferentes a la religión no puede esperarse que se muestren amigos firmes y decididos de esa libertad que tiene como objeto la religión. No la aman por sí misma, y no pueden estar dispuestos a hacer cualquier sacrificio por ella. De modo que, cuando aparece la tiranía blandiendo sus dos espadas, la diestra de la libertad se encuentra paralizada. Los principios irreligiosos o escépticos de los que se ha dado en llamar liberales deben excitar siempre una fuerte y bien fundada prevención contra sus planes. Si ellos de-mandan una reforma en el estado, los defensores de los abusos no tienen más que levantar contra ellos la acusación de impiedad, y los fanáticos hipócritas tienen entonces un pretexto plausible para derrotados, y los hombres buenos, convencidos de la corrupción tanto de la iglesia como del estado, que quisieran ayudar a desterrada, se ven inhibidos de unirse a sus tentativas, por el temor de que ellas puedan llevar al derrocamiento completo de la religión. No es difícil percibir la influencia de todas estas causas en el fracaso de las luchas por la li-bertad que han tenido lugar durante estos últimos años en Italia y la Península.

Mas ¿no podremos acariciar mejores esperanzas como resultado de los acontecimientos

que han inducido a la porción más ilustrada de la nación española a volver su vista a Inglate-rra en vez de Francia, donde anteriormente buscaban instrucción y ayuda? Esperemos que los individuos que han buscado refugio en este país,40 y cuya conducta ha demostrado que no son indignos de la recepción que se les ha hecho, aprovecharán de su residencia entre nosotros; que los de entre ellos que, debido a las circunstancias poco propicias en que estaban coloca-dos, se hubieran formado una opinión desfavorable del cristianismo, vean disiparse sus pre-juicios en el aire libre que ahora respiran; que las excelencias de nuestra religión, como las de

38 Doblado, Cartas, pág. 134: comp. pág. 112, 113. 39 Blanco White, Practical and Internal Evidence against Catholicism, pág 7-12: cf. pág. 129-134. 40 [NT, El autor alude a los emigrados a raíz de la difícil situación creada en España por la invasión napoleó-

nica y la subsiguiente guerra de independencia, en la primera parte del siglo XIX ]

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nuestra política, se recomienden por sí solas a su estimación; y que, cuando la providencia les abra un camino honroso para el regreso a su país natal, ayuden a darle una constitución fun-dada sobre las bases de la libertad racional, en relación con una religión purificada de los erro-res y corrupciones que tanto mal han causado en España –que han consumido sus recursos, obstaculizado y abatido su genio, degradado la natural dignidad de su carácter y, envenenado las fuentes de su felicidad doméstica y social.