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La Leyenda de Sleepy Hollow Washington Irving Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La Leyenda deSleepy Hollow

Washington Irving

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Encontrada entre los papeles del difuntoDiedrich Knickerbocker1

1 Seudónimo con el que Irving publicó su primer libro,The Sketch Book, de sátiras neoyorkinos, auténticaescuela de los grandes periodistas norteamericanos delxix y el xx, y obra que granjeó fama a nuestro autor entoda Europa. Knickerbocker es el nombre neerlandésde los típicos pantalones holandeses de loscampesinos, cortos, anchos v ceñidos bajo las rodillas,y sirvió para designar a los neoyorkinos oriundos deHolanda, una de las comunidades más influyentes enlos siglos xviii y xix; fue igualmente el nombre de ungrupo literario muy, activo, fundado por el periodista ynarrador Fitz Greene Halleck (1790-1867), y de ahí seorigina, además, el nombre del equipo de baloncestode los Knick's de Nueva York, o New YorkKnickerbockers, favorito tradicional de los artistas vde los intelectuales de la ciudad. Del pantalónKnickerbocker, por lo demás, deriva el términoknickers, una de las maneras de llamar a las bragas demujer en slang...

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Era una tierra plácida de inquieta y dulcefantasía,

en la que brotaban sueños ante los ojosentornados

y fantásticos castillos en las nubes que pasaban,las que jamás huyen de un cielo de verano.

Castillo de la Indolencia2

En lo más profundo de una de las in-mensas ensenadas de playas que el Hudsonacaricia en sus orillas orientales, se produceun enorme ensanchamiento al que los viejosmarinos holandeses llamaron en tiemposTappan Zee; para navegarlo, recogían las ve-

2 Castle of Indolence, poema del escocés JamesThomson (1700-1748), una de las glorias de laliteratura inglesa del XVIII.

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las prudentemente mientras invocaban a SanNicolás. Justo allí se alza una pequeña aldeacon su puerto recoleto, a la que algunos danel nombre de Greensburg, pero a la que lamayoría de la gente llama Tarry3 Town. Reci-bió este nombre, por lo que sabemos, entiempos antiguos; se lo dieron las buenas mu-jeres de un villorrio vecino, pues era en lastabernas de Tarry Town donde sus maridosse demoraban muy largamente en los días demercado. Eso es lo que dicen; yo no puedodar fe de ello, pero aquí lo hago constar enaras de la autenticidad de los hechos que senarran.

No muy lejos de esta villa, acaso a unpar de millas, se abre un valle pequeño, alque acaso haya que llamar simplemente unalengua de tierra entre las altas colinas, quedesde luego no tiene igual en todo el mundo

3 To Tarry, verbo: tardar, demorar, ralentizar. Seutiliza también como adjetivo sinónimo de lento.

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por la tranquilidad que allí se respira. Unarroyuelo cruza el valle con su rumor delicio-so que le obliga a uno a descansar. Allí, nin-gún ruido turba tu paz, salvo, acaso, el cantosúbito de una codorniz o el repiqueteo de unpájaro carpintero en cualquier árbol, nadamás; el resto, tranquilidad plena.

Recuerdo que, siendo yo niño, hice miprimera cacería de ardillas en un bosque pre-ñado de nogales no muy altos que derrama-ban su sombra a uno de los lados de aquelpequeño valle. Vagabundeaba por allí al me-diodía, en esas horas en las que la naturalezase muestra particularmente inmóvil, y mesobresaltó el estruendo que hizo mi propiaescopeta al disparar, pues en la profanaciónde aquel silencio sabático el disparo se eterni-zó en el aire hasta que al fin el eco me lo de-volvió con furia. Si alguna vez deseara reti-rarme del mundo y todas sus tentaciones bus-cando el solaz de los lugares más encantado-ramente apacibles y gratos, no dudaría en

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dirigirme a este pequeño valle, pues ningúnotro lugar conozco que tanta paz ofrezca.

Este lugar, desde tiempos remotos, des-de que se asentaron aquí los primeros colonosholandeses, se conoce como Sleepy Hollow,sin duda por las características tan peculiaresde los descendientes de los colonos holande-ses, gente apacible, serena, acaso indolente...También desde antiguo se llama a los mozosdel lugar, en los pueblos vecinos, los mucha-chos del valle soñoliento4. Realmente, es co-mo si esta tierra estuviera envuelta en unaatmósfera de ensoñación y calma densa. Al-gunos cuentan que fue hechizada por ciertodoctor alemán en los primeros tiempos de losasentamientos de colonos; para otros, fue unantiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu,el que encantó la región antes de que la des-

4 En el original, Sleepy Hollow Boys. Sleepy: sonolien-to; Hollow. valle, hondonada.

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cubriese Hendrick Hudson5. Y ciertamenteparece este lugar, aún hoy, envuelto en unpoderoso hechizo que llena de extrañas fan-tasmagorías las cabezas de esas buenas gentesque lo habitan, haciéndoles caminar de conti-nuo en una especie de duermevela. Creen,por supuesto, en los más raros poderes; sue-len caer a menudo en trance y tienen visiones;escuchan en el aire voces y músicas indesci-frables... No hay vecino que no tenga noticiade algún hecho extraordinario o que no sesepa alguna historia maravillosa, o que nopueda señalar qué paraje alberga entre susprofusas sombras algún espectro acechante;

5 O Henry Hudson (1565-1611) marino inglés de laCompañía de las Indias Holandesas. En aguas deNueva Zembla (en la costa septentrional de Rusia)se amotinó su tripulación, cuando se disponía apartir hacia China, por lo que hubo de llevar susbarcos, el Buena Esperanza y el Media luna, hastaNorteamérica, donde descubrió el río que lleva sunombre desde 1609.

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las estrellas fugaces y los meteoritos de fuegoa menudo cruzan el valle, acaso por todo ello,con más frecuencia que en cualquier otra par-te de la región; podría decirse, pues, que aquíel demonio de la pesadilla y sus figuras dia-bólicas tienen el mejor escenario posible paraejecutar sus danzas y morisquetas.

El espíritu dominante, sin embargo, elque más influjo tiene sobre la imaginación delas gentes, el que parece someter a todos losespíritus que habitan los aires, es un fantas-ma, auténtico rey de esta región encantada;un fantasma decapitado que se aparece a lo-mos de un caballo... Para algunos, no es otroque el espectro de un soldado que sirvió en lacaballería de Hesse6; un soldado al que una

6 Duque alemán que alquiló parte de sus tropas alos ingleses en su lucha contra los norteamerica-nos. El gran ducado de Hesse se conformó en1567; en la Guerra de Independencia (1776-1786),y del lado de los ingleses, participaron como mer-

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bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza enuna batalla de la Guerra Revolucionaria7 yque aún galopa, como llevado por el viento,en las noches más oscuras. Sus dominios,empero, no son únicamente los del valle, ymuchos aseguran haberlo visto por caminosmás alejados y especialmente en las cercaníasde una iglesia apartada del pueblo. Los histo-riadores de la región más dignos de aprecioaseguran que, tras haber estudiado en detalletodas las versiones que se dan sobre el jinetedecapitado, y tras haberlas contrastado, hanllegado a la conclusión de que el cuerpo deaquel soldado recibió sepultura en el campo-santo de aquella iglesia junto a la que se apa-rece, sí, pero que su fantasma vaga por lasnoches y pena en busca de su cabeza en lo

cenarios unos 17.000 soldados alemanes bajo labandera del gran ducado de Hesse.7 Guerra de la Independencia o Revolución Ameri-cana.

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que fue campo de batalla; después, antes deque amanezca, ha de regresar a su tumba...Por eso atraviesa a galope tendido el vallepoco antes de que comience a clarear el día.

Así es como se interpreta, de común, es-ta superstición legendaria, que tanto alientalas historias que se dicen unos a otros loshabitantes de esta región en sombras; así escomo se dio al espectro el nombre de El Jinetesin cabeza de Sleepy Hollow.

Reseñemos, sin embargo, un hecho cla-ro, cual lo es que la propensión a tener visio-nes espectrales no es sólo cosa de estas bue-nas gentes que habitan el valle; aseguro quequien resida aquí por un tiempo también lastendrá. No importa cuán despierto hayas si-do, una vez te adentras en las sombras de estaregión ya no puedes permanecer ajeno a suinflujo; la ensoñación mágica de su atmósferase apodera de ti al instante; no tardarás mu-cho en tener visiones, en soñar con los ojosabiertos.

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Tengo mucho cariño a este pacífico lu-gar, sin embargo, pues fue aquí, al igual queen otros valles próximos, donde los holande-ses que buscaron refugio en el gran Estado deNueva York dejaron costumbres, usos y tra-diciones que aún se conservan, en contra delo ocurrido en otros lugares, donde han sidoarrastradas por la marea inmigratoria y por elprogreso que transforma día a día nuestraemprendedora nación, de manera imparable.Por eso digo que un lugar como SleepyHollow es un remanso de paz en el que lascorrientes migratorias no se llevan ni la hier-ba ni el cauce de los arroyos con sus aguassaltarinas y burbujeantes; tienen aquí unasuerte de puerto en el que remansarse mien-tras más allá se producen los torrentes quearrasan. Ya han pasado muchos años desdeque logré despojarme, además, del velo desombras de Sleepy Hollow, pero aún me pre-gunto si no seguirán en el valle los mismosárboles y en el pueblo las mismas familias

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vegetando en este confín que les da protec-ción.

En este apartado rincón de la naturalezavivía en una época ya remota de la historiaamericana, esto es, hace unos treinta años,una bellísima persona llamada Ichabod Cra-ne, que se «aletargaba», cual gustaba decir, enSleepy Hollow, para instruir conveniente-mente a los niños del pueblo. Era natural deConnecticut, un Estado que abastece a laUnión de aventureros de obra y de pensa-miento y del que cada año parten miles dehombres para trabajar como leñadores en lasfronteras con los otros estados o como maes-tros de escuela en los mismos.

El apellido Crane8 le iba de maravilla.Era alto, extremadamente flaco, de largosbrazos, de piernas no menos desmesuradas,con los hombros muy estrechos, con las ma-nos que parecían írsele casi una milla de las

8 Grulla.

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mangas, con los pies que podían haberse uti-lizado como si fueran palas, con toda su es-tampa, en fin, como desmadejada, como si sucuerpo se mantuviese unido, extrañamente,en todas sus partes. De su cabeza pequeña yaplanada salían dos orejas gigantescas y pa-recían habérsele incrustado bajo la frente cha-ta aquellos dos ojos verdes, como de vidrio;su nariz, de tan larga, parecía buscar de con-tinuo algo en el suelo; digamos que su cabe-za, de perfil, parecía una veleta con silueta degallo, que hubiera sido puesta en la fina vari-lla de hierro de su cuello para indicar la di-rección de los vientos. Quien lo viera en undía de viento, a zancadas por la ladera de unacolina, con sus ropas que parecían bailarle enel cuerpo, bien podría pensar en una llegadaa la tierra del espíritu del hambre... O que unespantapájaros se largaba de su campo detrigo...

Su escuela estaba en una casa de unaplanta y de una sola estancia, una casa hecha

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de troncos, tosca y rural; en los cristales de laúnica ventana, varios de ellos parcialmenterotos, parches de hojas arrancadas de cuader-nos escolares. No sin bastante ingenio prote-gía la casa, sin embargo, con un picaportehecho de mimbre durante sus ratos de ocio,en la puerta, y unas estacas que apuntalabanla contraventana, de forma tal que el curiosoarquitecto tenía por seguro que, de entraralgún ladrón, y aunque tuviera fácil el acceso,salir de allí le resultaría de veras difícil. Eracomo si se hubiese inspirado en una trampapara pescar anguilas creada por un Yost VonHouten9 cualquiera. La escuela, en fin, se al-zaba en un paraje solitario, a las afueras delpueblo, en un pequeño bosque que crecía alos pies de una colina; un enorme abedul ledaba sombra y un sinuoso riachuelo pasabamuy cerca. El murmullo de las voces de sus

9 Nombre popular para designar a un holandéscualquiera.

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discípulos, como el rumor de una colmena, loarrullaba en los pesados días del verano,aunque en ocasiones, al hacerse escandaloso,le obligaba a levantar la voz en tono de ame-naza y reprobación, e incluso a aguijonearcon un palmetazo la mano de uno de aquellosholgazanes jaraneros que tan escandalosa-mente se desviaban de la senda del conoci-miento... A decir verdad, era un maestro con-cienzudo; siempre tenía en mente esa máximade oro que dice así: «La letra con sangre en-tra»10. Desde luego, no mimaba mucho a susalumnos el viejo Ichabod Crane...

No quisiera que se le tuviese, sin em-bargo, por uno de esos maestros crueles yprepotentes que disfrutan haciendo sufrir y

10 Así se traduce de común, aunque es, evidente-mente, lo más aproximado. En realidad dice Sparethe rod and spoil the child, que vendría a ser algo asícomo «Ahórrate la vara y mima al niño», en un jue-go de palabras de manifiesta y sarcástica doble in-tención.

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denigrando a sus discípulos; por el contrario,administraba justicia con claro discernimientoentre el bien y el mal, más que con severidad;exoneraba de peso las espaldas del más débilpara hacerlo recaer en el más fuerte; castigabacon indulgencia al que se estremecía con losgolpes de su vara, pero brillaba clamorosamen-te la llama de ¡ajusticia cuando sacudía sin con-templaciones a un muchacho holandés cabezo-ta y terco, a un pilluelo que, aun soportando elcastigo, se le volviera contumaz y altivo, gru-ñón y despectivo ante cada golpe de su vara.Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber»encargado por los padres de sus alumnos; cabeseñalar, además, que nunca infligió castigo al-guno a cualquiera de los muchachos sin antesasegurarle, para dar el necesario consuelo alinsolente, que lo hacía por su bien, añadiendo:«Me estarás por ello agradecido de por vida».

Cuando acababan las clases, empero, erasiempre el mejor compañero de juegos de losniños; las tardes de los días festivos acompaña-

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ba a los más pequeños hasta sus casas, muyespecialmente a los que tenían alguna hermanamayor hermosa, o por madre a una buena amade casa famosa en el vecindario por su excelen-te despensa. Por eso, sobre todo, hacía cuantoestaba en su mano para ser querido y apreciadopor sus pupilos. Lo que cobraba en la escuelaera poco, apenas le llegaba para comprarse elpan de cada día, y ha de hacerse notar que erahombre muy comilón y con unas tragaderascapaces de dilatarse como una anaconda, por loque, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo lacostumbre de entonces para con los maestros,se alojaba y comía en las granjas de los padresde sus alumnos. Vivía una semana en cadagranja; iba de granja en granja, pues, con susescasas pertenencias mundanas metidas en unpañuelo de algodón.

Aquello, empero, no debía de resultarlesen exceso gravoso a sus rústicos patrones,quienes de común consideran una carga exce-siva alimentar a cualquier maestro y todo un

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derroche mantener una escuela, por lo que pro-curaba hacerse grato y útil a quienes le dabancomida y techo. Así, y como no era cosa deexagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareasmás sencillas, apilaba el heno, reparaba unavalla, iba a la pradera a buscar el ganado quepastaba, cortaba leña cuando comenzaba a de-jarse sentir el frío del invierno... No se mostrabaentonces, en fin, con la dignidad arrogante deque hacía gala en la escuela, su pequeño impe-rio, y se comportaba no ya educado y cortés,sino decididamente obsequioso; era la admira-ción de las madres por el cariño con que tratabaentonces a sus hijos, sobre todo a los más chi-cos, y como el león que acaricia con sus garrasal cordero que se va a comer, ponía en sus rodi-llas a cualquiera de los pequeños mientras conel pie de la otra pierna mecía la cuna de otroaún más chico durante horas.

Además de vocación semejante, hacíademostración de otras no menos reseñables; erael maestro de canto del pueblo y buenas y muy

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relucientes monedas le caían por enseñar a en-tonar debidamente los salmos a los jóvenesvecinos. No hay ni que decir cuánto se pavo-neaba y gozaba los domingos en la iglesia, consu coro compuesto por cantores bien seleccio-nados, allí, en lugar preeminente, robando pro-tagonismo, lo sabía bien el maestro, al viejopastor oficiante. Es verdad que su voz, al can-tar, se dejaba sentir por encima del susurro delas oraciones; todavía hoy se oyen en la iglesialos domingos por la mañana, durante la cele-bración de los oficios, unos trinos que, dicen loslugareños, son los legítimos descendientes de lanariz de Ichabod Crane, trinos que pueden es-cucharse hasta más allá de una milla, a travésdel aire, por donde está la alberca... Así, pillan-do por aquí, trampeando por allá, como se dicevulgarmente11 de un modo u otro hacía másllevadera su vida el modesto pedagogo, inclusomedianamente regalada, aunque eran no pocos,

11 By book and by crook, en el original.

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esos que en nada aprecian el trabajo intelectual,los que creían que llevaba una vida muy fácil,maravillosamente apacible, a cambio de nada,de ningún esfuerzo.

Un maestro de escuela es por lo generalun hombre, sin embargo, tenido por importanteen el círculo femenino de las comunidades ru-rales. Se le tiene por una especie de ídolo, porun caballero tan ocioso como culto, superior,por ello, a los hombres gárrulos que componenel elemento masculino de los pueblos; acasoúnicamente se le considere inferior en saberescon respecto al pastor de la iglesia... Su presen-cia, así las cosas, causa siempre cierta expecta-tiva cuando está a la mesa en cualquier casa,dispuesto a dar buena cuenta de lo que va aservirse; es su presencia, nada más, lo que haceque las buenas amas de casa se afanen espe-cialmente en preparar platillos exquisitos ydulces suculentos en abundancia; algunas hastaaprovechan la ocasión para sacar a relucir susjuegos de té de plata... Nuestro hombre de le-

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tras, en suma, estaba particularmente feliz entrelas damas sonrientes del pueblo y aledaños. Eradigno de verse cuánto gozaba de su compañía,cómo se lucía ante ellas en el jardín de la iglesiay en el camposanto próximo los domingos, unavez concluido el oficio, descifrándoles las críp-ticas inscripciones de las tumbas, ofreciéndolesracimos de uvas silvestres de los árboles del jar-dín, paseando con toda aquella grey femeninapor las márgenes de la presa del molino... Nique decir tiene que los gárrulos hombres dellugar, tan menoscabados como envidiosos, nise atrevían a intervenir; se limitaban a mirarledesde lejos, envidiosos de su sabiduría y supe-rior elegancia.

De aquella su vida en cierto modo erra-bunda, le venía además otra condición, la deser una especie de gacetilla rodante, pues lleva-ba de casa en casa noticias, rumores y chismo-rreos en general de toda la comarca; eso, porsupuesto, hacía que su presencia fuera acogidacon especial interés, sobre todo por parte de las

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mujeres de las casas, quienes además gozabanespecialmente de su erudición por cuanto teníahechas una cuantas y al parecer buenas lectu-ras, tales como la de la obra de Cotton Mather12

Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, unasunto, el de la brujería, en el que, dicho sea depaso, creía firme y fervorosamente el maestro.

Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz ycrédulo, incluso simplón en estos aspectos... Suapetencia de saberes acerca de lo maravilloso,su afán de conocer cosas acerca de lo sobrena-tural, eran tan extraordinarios como su capaci-dad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia,algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto

12 Cotton Mather (1663-1728), religioso bostoniano ypredicador vehemente, uno de los más renombrados ytemibles puritanos de Nueva Inglaterra, responsableúltimo de la caza y quema de brujas de Salem, cerca deBoston, en 1692. Publicó la obra a la que alude Irving,History of New England Witchcraft, en 1720, un añoantes de que apareciera su obra más conocida, Chris-tian Philosopher.

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tiempo de estancia en Sleepy Hollow. Ni lanarración terrorífica más infame o monstruosale revolvía las tripas o le parecía increíble.Cuando cerraba su escuela a la caída de la tar-de, solía ir a tumbarse plácidamente sobre lostréboles arracimados que le ofrecían un dulcelecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lec-tura de las truculentas historietas narradas porel viejo Mather, hasta que la oscuridad hacíaque las líneas de las páginas aparecieran borro-sas ante sus ojos. Era entonces cuando, de ca-mino a la granja en la que se hospedara poraquellos días, evitando tierras de légamo yatravesando bosques tan frondosos como oscu-ros, su imaginación, con cada crujido de unarama, con cada rumor de hojas o de plantassilvestres, se impresionaba sin duda por lo quehabía leído antes, llenándose el maestro de unpavoroso escalofrío tan fuerte como constante.El graznido de un ave nocturna, el croar de unarana, el canto hiriente de una lechuza, un aleteode pájaros asustados ante sus pisadas, lo estre-

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mecían; se asustaba incluso de las luciérnagas,que tanto brillan en la oscuridad y que tan amenudo le salían al paso; y si una cucarachavoladora se estrellaba contra su cabeza, creíaestar poseído al momento por un maleficio fa-tal. Así, no era capaz de hallar paz más queentonando alguno de los salmos, lo que ademásle ayudaba a evitar tan turbadores pensamien-tos, pero con ello no hacía sino llevar el pánicoa las pobres gentes de Sleepy Hollow, que enmitad de aquella hora crepuscular, sentadas alas puertas de sus casas, al escuchar aquella suvoz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdu-rable»13, se horrorizaban ante eso que les llega-ba desde más allá del camino polvoriento quetenían ante sí.

Otra de las fuentes de su gozo, gozo aca-so un tanto doloroso, era el que le procuraba lacompañía de aquellas mujeres holandesas en

13 De un verso de John Milton, del poema L' allegro,de 1632.

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las noches de invierno, ante el hogar de cual-quier casa, las cuales relataban historias de de-monios y aparecidos mientras cosían y se asa-ban las manzanas al fuego, o historias de bos-ques y de ríos encantados, o de caminos y hastade casas hechizados... Mas, por sobre todas, lahistoria que lo dejaba sobrecogido era la deljinete decapitado, la de aquel soldado sin cabe-za que galopaba de noche por el valle... En justacorrespondencia, él les refería casos de brujería,augurios terribles, apariciones portentosas, ex-traños sonidos que llevaba el aire, con sus res-pectivas significaciones; cosas que, según latradición, habían acontecido en tiempos enConnecticut; y disfrutaba entonces asustando alas crédulas mujeres con sus especulacionesacerca de cometas y estrellas fugaces que traza-ban círculos en el cielo, lo que según su decirsuponía la llegada de cambios terribles para elmundo, por no hablar de las cabriolas que se-gún él hacía nuestra propia tierra en sus rota-

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ciones, obligándolas a estar más de media vidacabeza abajo...

Aquel placer, sin embargo, se trocaba enterror cuando quienes participaban en esasreuniones junto al fuego del hogar salían de laacogedora estancia. Figuras esquivas, de pre-sencia inexplicable; sombras por los senderos,amenazantes como una presencia real; nieveque brillaba como una sepultura marmórea,entre más sombras; haces de luz a lo lejos,vibrantes, en una ventana; un arbusto nevadoque, cual una fantasmagoría, aparece depronto en el camino; pisadas lentas, temibles,sobre la tierra... ¡Cuántas veces estuvo a pun-to de morir de angustia el maestro cuandocreyó oír en el soplo del viento entre los árbo-les el paso de un jinete sin cabeza que cabal-gaba por el bosque!

No eran, sin embargo, más que los lógi-cos terrores nocturnos, los propios de cuandouno regresa de noche a su casa a través de lassombras; no eran, pues, otra cosa que los fan-

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tasmas de la mente; aunque estaba seguro deavistar espectros, incluso al mismísimo Satánen cualquiera de sus formas, siempre la luzdel día ponía fin a sus demoníacos terrores...Digamos que el pobre maestro hubiera podi-do disfrutar por mucho tiempo de una exis-tencia plácida y feliz, sólo alterada por estasminucias, obra del maligno, de no habersecruzado en su camino la criatura que másturbaciones causa en la existencia del hom-bre, mayores aún que cualesquiera espectros,demonios y brujos juntos: una mujer.

Entre los alumnos de canto que se re-unían en torno al maestro una vez a la sema-na para entonar salmos estaba Katrina VanTassel, la hija única de un granjero holandésmuy rico. Bellísima, estaba en la flor de susespléndidos dieciocho años, lustrosa comouna perdiz, suave y delicada, de rosadas me-jillas; apetecible, en fin, como los melocotonesque cosechaba su padre, y famosa y deseada,no sólo por su hermosura, sino precisamente

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por ser la heredera única de la riqueza quehabía hecho su padre, lo que aumentaba lasexpectativas con respecto a tan notable dami-sela. Era un tanto coqueta; vestía combinandosabiamente lo tradicional y lo moderno,siempre en aras del realzamiento de su belle-za; lucía, por ejemplo, las viejas joyas que suabuela trajera de Saardam14, sobre su tentadorescote, cuando se ponía aquel corto vestidoque descubría las pantorrillas más apeteciblesde la región y unos pies lindísimos.

Ichabod Crane era hombre de corazónenternecido y bien dispuesto hacia las muje-res; no debe maravillarnos, en consecuencia,que sucumbiera pronto ante los exquisitosencantos de la muchacha, y más si se tiene encuenta que poco ha fuera invitado en la muypróspera casa del granjero holandés, padre deKatrina.

14 Ciudad al norte de Ámsterdam.

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El viejo Baltus Van Tassel era la mejorrepresentación de un granjero próspero yfeliz, además de muy liberal en su generosi-dad. Le importaba poco cuanto acontecía másallá de las lindes de sus propiedades, pero enéstas todo era detalle, lujo, bonanza... Tampo-co hacía ostentación de su riqueza, pues pre-fería disfrutar de cuanto tenía en vez de pre-sumir de lo logrado. Su granja estaba en lasorillas del Hudson, en un rincón natural her-moso, muy verde y fértil, a salvo de los malosvientos; en el sitio, pues, donde más les gustóechar raíces a los colonos llegados de Holan-da.

Un gran olmo daba amparo a la casa, yjunto al árbol imponente una fuente de aguaslímpidas y frescas vertía en un barril, el cual,a su vez, las derramaba entre la hierba hastaunirlas a un arroyo próximo que parecía mu-sitar su arrullo permanente a los alisos y sau-ces enanos que tenía por vecinos. El graneropróximo a la mansión del holandés era tan

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enorme que podía haber sido habilitado comoiglesia; enorme y próspero; tan atiborradoestaba de los tesoros que la tierra daba gene-rosamente a su propietario, que parecía ir areventar en cualquier momento por sus ven-tanas y la puerta... Por doquier se dejaba sen-tir el canto de las golondrinas y de los vence-jos que volaban casi a ras de los aleros deltejado en donde dormitaban bajo el sol ban-dadas de palomas, alguna con un ojo escru-tando siempre los cielos como para cerciorar-se de la bondad del tiempo, mientras las de-más metían la cabeza bajo un ala, en reposoprofundo, y otras ahuecaban sus plumas es-perando el cortejo de los palomos. Abajo,enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hoci-caban en la abundancia y se refocilaban en lapaz de sus zahúrdas mientras los lechonesasomaban el hocico entre las tablas que losguardaban como para deleitarse con el aire ylos aromas de la cochiquera. Un escuadrón degansos, en el estanque, parecía maniobrar

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ofreciendo escolta a varias flotillas de patosmientras todo un regimiento de pavos se lu-cía ante las gallinas, que parecían protestarante tamaña exhibición, cloqueando de mane-ra desafinada y malhumorada, como las amasde casa... Ajeno a todo esto, sin embargo, elgallo, como un digno caballero, como unejemplo de esposo o de guerrero, batía altivosus alas como de acero y lanzaba su alegrecanto, mientras escarbaba con sus patas, parallamar a sus hijos y a sus esposas a compartircon él un suculento manjar que acababa dedescubrir.

Salivaba de gusto el pedagogo mientrascontemplaba todo aquello, la mejor provisiónpara un duro invierno. Su imaginación vorazle hacía ver a su alrededor a los lechones re-llenos de pudin y prestos a ser asados conuna manzana en la boca; a los pichones, en unlecho de hojaldre y arropados por una sábanade crujiente y bien tostada corteza; a los gan-sos, nadando ahora en su propia salsa, igual

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que los patos, que lo hacían en parejas, cualmatrimonios perfectos, pero sobre una salsade cebollas, como compitiendo con los gansosen galanura... En los cerdos veía ya las pla-teadas vetas del tocino brillando entre el sa-broso jamón y ni uno solo de los pavos que-daba libre de aquellas ensoñaciones del maes-tro, que se los presentaba trufados, con lamolleja bajo un ala y con un collar de jugosassalchichas. En cuanto al muy altanero cantorde las granjas, es suficiente decir que lo veíaya patas arriba, en una bandeja, implorandouna suerte de clemencia que en vida jamáshubiera recabado.

Todas estas fantasías arrebatadas teníael fervoroso Ichabod; y cuanto más mirabansus ojos verdes hacia cualquier lugar de aque-lla feraz tierra con sus trigales, con su cente-no, con su maíz, con su cebada, o a los árbolesque rendían sus ramas de tanto fruto como enellas había, o hacia los huertos que rodeabanla mansión de Van Tassel, más acelera-

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damente le latía el corazón, sobre todo por-que lo hacía pensando en la damisela queheredaría aquellos dominios. También, comoes natural, pensaba en el dinero contante ysonante que debía de dar todo aquello, undinero que su imaginación le decía que po-dría gastarse en palacios de madera, levanta-dos en parajes tan idílicos como recónditos, yen la compra de tierras vírgenes pero tan ge-nerosas como las del holandés. Aún iban máslejos sus fantasías; se imaginaba ya a la gentilKatrina rodeada de un montón de niños, enuna carreta cargada con ollas y pucheros, contoda clase de cacharros de cocina entrecho-cándose, y montado él mismo a lomos de unayegua mansa a cuyo lado iba al paso un potri-llo, camino de Tennessee, camino de Kentuc-ky o camino de sólo Dios sabía dónde...

Cuando entró en la casa propiamentedicha, en aquella mansión, su corazón quedódefinitivamente cautivo. Era una de esas ca-sas de granja espaciosas, de tejado a dos

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aguas que llegaban casi hasta el suelo, segúnel tipo de construcción de los primeros colo-nos holandeses; unos tejados cuyos aleros,hacia afuera, al caer formaban pórticos en losque guarecerse en los días de lluvia, y de cu-yas traviesas de madera colgaban arneses decaballerías, aperos de labranza y redes parapescar en el río cercano. Junto a los muros dela casa había bancos en los que sentarse adescansar en verano; una rueda de hilar enun extremo, y una mantequera en el otro, nohacían sino demostrar las posibilidades dehacer cosas diferentes y de provecho quebrindaba tan espléndido porche.

El maestro, encantado con lo que veía,entró en la casa; lo primero que vio fue unmagnífico aparador acristalado que guardabala reluciente vajilla. En un rincón de la salavieron sus ojos un gran saco lleno de lanapresta para ser hilada; en otro, una pila delino recién sacada del telar. Había en las pa-redes mazorcas de maíz, manzanas y meloco-

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tones secos en ristras, contrastando con elrojo fuerte de los pimientos igualmente col-gados en ristras. Una puerta a medio abrirpermitía ver el gran salón de la casa, en elque unas mesas de caoba purísima refulgíancomo espejos y las sillas que había en torno aellas se aferraban al suelo sólidamente, consus patas labradas. Ante el hogar, un morillocon pequeñas palas y tenazas y atizadoresparecía un mazo de espárragos de hierro; so-bre la repisa de la chimenea, macetas y con-chas marinas; más arriba, en la pared, unacadena hecha con pequeños huevos de pájarocoloreados, y más abajo aun, pendía un tre-mendo huevo de avestruz. En una esquina,un anaquel descubierto, para que se vierabien, mostraba todo un tesoro de plata anti-gua y de piezas de porcelana de la China.

Desde el primer momento en que Icha-bod paseó su mirada por aquellas maravillasquedó turbada su paz interior de siempre; apartir de aquel instante no hizo sino concen-

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trarse y estudiar cómo ganarse los favoresmás afectuosos de aquella perla tan valiosaque era la hija de Van Tassel. Una empresa,sin embargo, que presentaba no pocas dificul-tades, muchas más de las que en otros tiem-pos se veían obligados a superar los caballe-ros andantes que sólo tenían que luchar co-ntra gigantes, magos, dragones que expulsa-ban fuego por sus fauces y otras criaturassemejantes, fáciles de vencer con sólo echarabajo una puerta de hierro o de bronce, yunos cuantos muros de diamante; así accedí-an al castillo encantado donde presa lesaguardaba la dama de sus amores, cosa tansimple como abrirse paso con un cuchillo através de un pastel de Navidades. Allí la da-ma se arrojaba en brazos del caballero comola cosa más natural del mundo. Ichabod, porel contrario, tenía que luchar duro para con-quistar el corazón de aquella damisela coque-ta y caprichosa; un corazón que le latía comosi se hubiese perdido en un laberinto de ex-

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travagancias y caprichosos, querencioso deuna cosa ahora y de la contraria poco des-pués; algo, en fin, que ofrece incontables que-braderos de cabeza si se trata de lograr unaconquista amorosa, asunto para el que, enci-ma, habría de hacer frente a los impedimen-tos que le opusieran aquellos rudos mozosdel pueblo que en legión también pretendíana la hija del próspero holandés. Eran muchos,pues, los fantasmas, de carne y hueso éstos,que se apostaban en los caminos del corazónde la muchacha a la espera de que ella losllamase; además, recelaban los unos de losotros, se dirigían terribles miradas de odio...Se mostraban, en fin, dispuestos a combatirsesin piedad en aras de la pieza ansiada; dis-puestos también, además, a unirse para es-pantar a quien osara convertirse en el nuevopretendiente de la heredera.

El peor y más peligroso de todos era unmuchacho vocinglero y engallado que se lla-maba Abraham, o Brom Van Brunt, por decir-

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lo a la holandesa; un tipo achulado, de mira-da pícara, que era en la región todo un héroemerced a su fuerza y a sus baladronadas amenudo temerarias. Era muy ancho de espal-das y tenía macizos y musculados los brazos;llevaba sus cabellos rizados y negros muycortos y tenía de continuo en la cara un aireque si no era jovial del todo tampoco lo erade ruda arrogancia; no era, en general, unmuchacho de aspecto desagradable; lo llama-ban Brom el Huesos, por la dureza de susmúsculos relucientes y su aspecto hercúleo, yera harto elogiada su destreza en la monta decaballos; de hecho, viéndole cabalgar parecíatan imponente como un jinete tártaro. Erasiempre el primero en las carreras y en laspeleas de gallos; como en el medio rural seaprecia tanto la fuerza, que es cuanto más serespeta, por otra parte, mediaba en todas lasdisputas y emitía sentencia con un tono devoz y un aire todo que cohibía a quien fuera yevitaba cualquier apelación. Por otro lado, no

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volvía la cara ante cualquier bronca y gustabade la broma y de la fiesta, pero su tempera-mento era hijo, no de la mala sangre, sino deun cierto carácter travieso e infantil, pues trassu aparente brutalidad se descubría fácilmen-te un poso de alegría espontánea y de buenhumor. Tenía tres o cuatro buenos amigosque lo habían tomado por el modelo a seguir;con ellos iba por toda la comarca de franca-chelas o en busca de pelea y bronca, si se ter-ciaba, aquí y allá, incluso muchas millas a laredonda. En el invierno destacaba entre todoslos demás hombres de su edad por su grangorro de piel del que pendía una muy llama-tiva cola de zorro cazado por él mismo, ycuando quienes en algún lugar estaban defiesta, veían a lo lejos ese gorro galopando alfrente de una partida de diestros jinetes, sabí-an de inmediato que habría pelea... A menu-do cabalgaba por la noche Brom junto a susamigos, ante las granjas, lanzando salvajesgritos a la manera de los cosacos en tropel, y

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las viejas de la casa, al despertar alteradas poraquel clamor insolente, no podían sino ex-clamar tranquilizadas una vez oían alejarselos cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vezBrom el Huesos con su banda!» Ni que decirtiene que los lugareños le contemplaban conuna mezcla de miedo, respeto y gracia, ysiempre que en el pueblo sucedía alguna pe-lea, alguna bronca sin mayor importancia,movían la cabeza de un lado a otro como dis-culpando aquella maldad venial del Brom elHuesos, al que tenían de seguro por el autorde la misma, aun sin verlo.

Ya hacía tiempo que tan rudo héroehabía escogido a la hermosa Katrina como lamujer de su vida, como aquella a la que dedi-car sus gárrulas galanterías, muy parecidas,por poner un ejemplo, a las que haría un osoen un situación de cortejo parecida; aquello,por lo que se sabía en el pueblo, no habíahecho mella alguna, sin embargo, en la mu-chacha. Eso no era obstáculo, en cualquier

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caso, para que el gigantón hiciera poner piesen polvorosa a muchos de sus otros competi-dores en el amor de la damisela, que huíantemerosos de despertar su furia; bastaba conque vieran su caballo en las proximidades dela casa de Van Tassel un domingo por la no-che para que escaparan deprisa de allí,echando chispas y dispuestos a buscar guerraante otros cuarteles.

Tal era, pues, el formidable rival conquien habría de vérselas el bueno de IchabodCrane; bien contemplado el asunto, es dignode tenerse en cuenta que otros aspirantes alamor de la damisela, hombres mucho másfuertes y arrojados que él, habrían desistidopronto por temor a Brom, largándose sinofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba elcarácter del maestro era una feliz mixtura detozudez y capacidad de adaptación a las cir-cunstancias de cada momento; era, pues, unhombre de nervios bien templados, cabe de-cirlo así, como la urdimbre de un florete;

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flexible pero acerado; uno de esos hombresque pueden ceder, incluso doblarse, peronunca doblegarse ni troncharse; y aunque enun momento dado una leve presión parecierahacerlo encorvar, apenas estaba a punto dellegar al límite de su resistencia, ¡arriba!, yaestaba de nuevo tieso y firme, con la cabezaaún más alta que antes.

Sabía que enfrentarse abiertamente a surival en el amor era una necedad, más que unalocura, pues tendría que batirse contra un hom-bre más joven y mucho más fuerte que él; unhombre tan fogoso y arrojado como Aquiles; unhombre, en suma, que jamás cedería un paso enel trance de disputarse el amor de una mujer.Ichabod, empero, constante y como quien noquiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insi-nuaba a la rica y bella heredera siempre congalantería exquisita. En su calidad de maestrode canto iba cada vez más frecuentemente a lacasa del holandés, un pretexto que en este casono lo era para superar las suspicacias de los

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padres de las muchachas en situaciones seme-jantes, eso que tan a menudo se convierte enuna gran piedra puesta en mitad del senderopor el que pretenden caminar de la mano losamantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno,de alma apacible e indulgente; adoraba a suhija aún más que a su pipa, y como hombrerazonable que era, además del mejor de lospadres, permitía sin oposición alguna que lamuchacha tomase los caminos que mejor levinieran en gana. Su esposa, una mujer igual-mente digna de mención, bastante tenía conmantener la casa en perfecta disposición siem-pre y atender a las aves del corral, ya que, comoobservaba con perspicacia no exenta de sabidu-ría, los gansos y los patos son criaturas tan in-creíblemente estúpidas que no queda otro re-medio que cuidar de ellas de continuo, en tantoque una muchacha casadera sabe cuidar de símisma... Tal era la razón de que la muy ata-reada ama de casa no parase un momento, bienhaciendo la casa, bien haciendo girar la rueca

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de hilar sin pausa... Balt, cuando a semejantestareas se entregaba su hacendosa mujercita,fumaba tranquilamente su pipa, en el otro ex-tremo del salón, mirando a través de la ventanalas furiosas acometidas de aquel espantapájarosde madera, con las manos armadas con sendasespadas igualmente de madera, que parecíadesafiar al viento tanto como a los pájaros.Mientras, hay que decirlo así, Ichabod atacabalas resistencias últimas de la hija de los granje-ros, en defensa de su nobilísima causa, bajo elgran olmo de la fuente, o paseando hacia elcrepúsculo cuando el día comenzaba a declinar,la mejor hora para que los enamorados hagangala de su elocuencia.

No puedo presumir acerca de cómo seconquistan los corazones femeninos. Eso esalgo que siempre ha constituido para mí unasunto tan digno de admiración como enigmá-tico; algunos de esos corazones parecen tenerun único punto vulnerable por el que acceder, yotros, por el contrario, pueden ser conquistados

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de mil maneras distintas. Supone eso que hande ponerse en práctica, pues, miles de artima-ñas para hacerse con el favor de una damisela;mas si hemos de convenir en que es todo untriunfo hacerse con el favor de uno de esos co-razones citados en primer lugar, los que nadamás tienen una vía de acceso, mantener cauti-vos a los citados en segundo lugar exige aúnmayor destreza, mayor lucha del hombre en latarea, ardua cual batalla, de mantener bien vigi-ladas todas sus vías de acceso; es como defen-der una fortaleza, para lo cual no ha de olvidar-se una sola ventana, una sola puerta. Así, el quesea capaz de alzarse con la conquista de unmillar de corazones podrá hacer alarde, altiempo, de su derecho a la fama y al reconoci-miento, si bien sólo podremos considerar unhéroe de verdad a quien logre mantener sudominio, por mucho tiempo, sobre el corazónde una dama coqueta.

En este supuesto acerca de las artes delgalanteo no se contempla, como es lógico pen-

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sarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde elinicio de la corte que hiciera Ichabod Crane,para ganarse el favor de la hija del rico granje-ro, pareció ceder en la intensidad de su asedio;apenas se veía ya su caballo los domingos porla tarde cerca de los establos de la granja, lo queno quiere decir, sin embargo, que no se hicieramás ostensible que nunca antes la enemistadentre él y el maestro de escuela de SleepyHollow.

Brom, a quien adornaba una suerte deruda, por no decir brutal, caballerosidad,hubiera preferido dirimir tal disputa en unasuerte de campo de batalla abierto, ante los ojosde todos, lo que equivale a decir que librandoun combate que sirviera para calibrar ante ladama querida las posibilidades de cada uno, almodo y manera de los caballeros de antaño, loscuales así de simplemente establecían su dere-cho sobre el corazón de una mujer. Mas, Icha-bod, sin embargo, sabía bien que su oponenteera mucho más fuerte, que nada lograría en un

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enfrentamiento directo contra él, así que eludíacualquier cosa que se pareciera a una disputafrontal. Para colmo, hasta sus oídos alguienhabía llevado una baladronada de Brom elHuesos, quien, según aquellas noticias que re-cibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al maes-tro para meterlo así partido en el armario de laescuela». Si por algo se caracterizaba Ichabodera por su cautela; no iba a darle, pues, la opor-tunidad de partirle en dos, y hay que reconocerque había bastante de provocación hacia el rivalen su actitud pacífica, en sus afanes de no con-cederle el combate ansiado. Tanta obstinaciónpor parte de su rival hacía que Brom el Huesosno cejara en su empeño de urdir tretas y mástretas, algunas de una bellaquería indecible,para llevar a su terreno a aquel increíble y apa-rentemente inabordable rival, lo que no quieredecir sino que, al cabo, el pobre maestro pasó aser la víctima favorita de las maldades trama-das por la banda de Brom el Huesos, dispuestaa dar todo su apoyo al jefe.

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La banda, en su tropel de caballos, co-menzó pues a hacer una incursión y otra en loshasta entonces tranquilos dominios del maes-tro; unas veces taponaban la chimenea del teja-do, con lo cual la escuela se llenaba de humo;otras, ya de noche, entraban en la escuela yvolcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelolos papeles y los libros... Hacían así, en fin, in-útiles las defensas de mimbre y estacas quepusiera el maestro, quien hubo de admitir quesu escuela no era la trampa para pescar angui-las que había supuesto... El pobre llegó a pensarque las brujas todas de la región habían decidi-do tomar posesión de su escuela para celebraren ella los akelarres15. Aun con todo, esto no eralo peor; Brom el Huesos no dejaba escapar lamínima ocasión que se le presentara, a fin deridiculizarlo ante la damisela; para colmo,había adiestrado a un perro vagabundo para

15 Valga esta significativa voz vasca, aunque Irvinghabla sólo de meetings, encuentros, reuniones.

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que aullara de manera terrible y ridícula, enuna especie de lúbrico lamento; cuando se pro-ducía, aseguraba Brom que aquel escándalo noera debido sino al pobre maestro, que daba asísus clases de canto a la impar Katrina. Así estu-vieron las cosas durante un tiempo, sin que seprodujera ningún cambio digno de mención enla estrategia guerrera de los contendientes.

Una tarde de otoño, muy hermosa, sehallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, conlas posaderas descansadas en el alto taburetedesde el que dominaba su pequeño imperioescolar y cuanto hacían sus alumnos, blandien-do en su mano la vara de castigar, aquella espe-cie de representación un tanto espectral de lajusticia con que ejercía su poder. Tenía detrás,colgada en la pared de tres clavos roñosos, otravara, por si se le rompía la primera, y delante,sobre su mesa, alguna que otra arma y unascuantas cosas de contrabando que había deco-misado a sus alumnos, tales como una manza-na herida por unos cuantos mordiscos, varias

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cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y gri-llos y un montón de pajaritas de papel, lo quedenotaba que no mucho antes habíase vistoobligado a impartir justicia, haciendo víctimade ella a cualquiera de los pilluelos que acudíana oír su sabia palabra; de hecho, los muchachospermanecían ahora en silencio, fijos los ojos ensus libros; todo lo más, algunos cuchicheabanmuy bajito sin perder de vista al maestro, por sise les acercaba vara en ristre... Un murmullosutil, de expectativa temerosa, flotaba en el am-biente de la clase... De súbito se rompió aquelsilencio, empero, con la entrada en la escuela deun negro que vestía chaqueta y pantalones deestopa y que se tocaba con un viejo y mugrientosombrero de copa, como un Mercurio con som-brero... Había llegado montando un penco fla-co, medio salvaje y cojo, al que guiaba no másque con una soguilla atada a los belfos. Natu-ralmente, su presencia en la puerta de la escue-la no pudo pasar inadvertida, al contrario; ymucho menos para el maestro, puesto que le

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llevaba un recado según el cual aquella mismanoche el matrimonio Van Tassel y su hija ofre-cían una recepción a la que estaba invitadomuy especialmente. El negro declamó, más quedecirlo, su mensaje de manera harto elocuente,haciendo un gran esfuerzo por decirlo con laspalabras más a propósito para tan magno even-to, cual solían hacerlo los negros de aquellosdías, habitualmente utilizados como embajado-res para llevar todo tipo de recados y enco-miendas. Después volvió a subirse a su penco ypronto se le perdió de vista, galopando, no tanceremoniosamente como veloz, hasta perderseen lo más oculto de la hondonada, cual debehacerlo un buen mensajero. No cesó con su idael follón que entre el alumnado provocó aque-llo, perdida ya la paz que dominaba la claseuna vez consumado el último castigo. Con laanuencia del maestro dieron cuenta los alum-nos de sus lecciones a toda prisa, sin pararmientes en la observación de esos aspectos quede común, minucioso, les exigía el bueno de

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Crane; más aún, los más pillos se saltaban degolpe hasta media página, sin que el digno pe-dagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sinembargo, para que los más torpes se llevaranalgún que otro coscorrón, y algún que otro va-retazo, sólo porque titubearon ante una pala-bra, o se trabaron en otra, considerando elmaestro que ocurría así porque no prestaban lanecesaria atención... Crane, por su parte, noreparó en el hecho de que sus alumnos, una vezdiera él por concluida la clase, salieran casi deestampida, olvidándose de ordenar los libros,cual solían hacerlo, en las baldas dispuestaspara ello; volaron además unos cuantos tinte-ros, se volcó algún pupitre, y una hora antes delo que era normal la escuela quedó vacía...Aquel tropel de pequeños diablos se iba pe-gando gritos, saltando y revolcándose en lahierba para celebrar una liberación tan insólitacomo anticipada.

El galante Ichabod tardó más de mediahora en arreglarse para acudir a la recepción,

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algo raro en él; cepilló con mimo el mejor desus trajes, un terno negro muy sobrio, aunquealgo resobado, empero, y con tanto o mayorcuidado se peinó los rizos ante un trozo de es-pejo que aún le quedaba sano en una pared.Luego fue a pedir prestado un caballo a un vie-jo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipogruñón y malencarado, a fin de presentarseante la amada de la manera más elegante posi-ble, y así, cabalgando como todo un caballerocapaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras oal más arrebatador de los lances amorosos, pu-so tierra de por medio entre la escuela y lagranja de Van Tassel. Por supuesto, y por se-guir en lo que era común a las novelas de caba-lleros andantes, hay que hacer una descripcióntan detenida como minuciosa de las trazas eimpedimenta del caballero a lomos de su caba-llo. De éste, no obstante, hay que decir que erauna bestia usada de común para el tiro de la-branza, lleno de mataduras y perdida, por vie-jo, su arrogancia y hermosura de otros días; por

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lo demás, y como caballo viejo y resabiado queera, no resultaban pocos sus defectos, todo locontrario; flaco, peludo, sucio, con cuello másde carnero que de corcel y con la cabeza dignade un martillo; le amarilleaban las crines, deviejura y mugre, al igual que la cola llena denudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila,por lo que parecía de cristal, y en el otro le bri-llaba una especie de luz demoníaca, que sinduda era reflejo de su maldad resabiada; puedeque aquel pobre penco hubiera sido en tiemposun brioso corcel que aún hacía honor a su nom-bre, Pólvora... No en vano había sido el caballofavorito del colérico Van Ripper, cuando aúnmontaba y galopaba furiosamente, antes dedestinarlo a la labranza; y no en vano, con todacerteza, el amo había contagiado a su caballoaquel su iracundo carácter; aun viejo y muycastigado, el bruto albergaba tanta maldad co-mo para superar a la que pudieran demostrartodos los jóvenes potros de la región juntos.

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Ichabod componía una figura idónea parasemejante montura. Montaba con estribos cor-tos, por lo que llevaba las rodillas a la altura dela silla; sus codos, visto desde atrás, parecíanlas patas de un saltamontes por lo mucho quelos sacaba; llevaba la fusta en perpendicular,como si fuera un cetro; al trotar el caballo, enfin, sus brazos parecían las alas abiertas de unpájaro... Se tocaba además con un pequeñosombrero de lana inglesa que casi le caía hastala nariz prominente, pues cabe recordar que sufrente no era más que una franja estrecha entreel pelo y aquélla; los faldones de su levita ne-gra, además, parecían flotar sobre las ancas delcaballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Consemejante porte salió el maestro de la granja deVan Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión dever algo semejante a plena luz del día. Era, co-mo ya he dicho, una hermosa tarde de otoño,de cielo despejado, azul y apacible, así que lanaturaleza mostraba esa su librea dorada quenos sugiere abundancia, cuando los bosques

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parecen poner en el ambiente pinceladas deprofusos ocres y amarillos; la helada de la no-che anterior había dejado, además, una hermo-sa capa púrpura sobre los árboles más tiernos yfrágiles, y otras de naranja y de escarlata en losmás firmes y grandes. Atravesaban los patossalvajes el horizonte en bandadas intermina-bles; hasta podía oírse latir el corazón de lasvivaces ardillas, incesantes en su corretear porentre los bosques de hayas y de nogales, mien-tras los rastrojos de las veredas parecían abrirsecual telones de teatro para que se dejara oír elcanto largo y solitario de una codorniz. Lospajarillos del bosque se despedían ya del díaregalándose con un banquete en lo alto de lasramas tremolantes, y piaban y saltaban pordoquier de árbol en árbol, gozosos en su liber-tad de escoger uno u otro, esta o aquella rama,felices entre tantos árboles como tenían. Habíapetirrojos, ese pájaro que suele ser la diana pre-ferida de los cazadores más jóvenes, revolo-teando mientras sin desmayo soltaban sus no-

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tas siempre altas como en un lamento; habíatambién mirlos cantores que en algunos clarosparecían haberse puesto de acuerdo para for-mar una sola nube negra; y pájaros carpinterosde alas relucientes como los chorros del oro ycon el penacho de fuego, hermosos con su am-plia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alasrematadas en puntas rojas, la cola en amarillo ysu pequeño sombrero de plumas; y el arrenda-jo, esa especie de barbián vocinglero que parecelucir un chaquetón de espejos azules y debajoun traje blanco, pájaro chillón y zalamero, co-bista en sus continuas reverencias, como si de-seara congraciarse con todos los demás pájaroscantores del bosque para que le perdonaran susgritos y desafinaciones.

Ichabod, a paso lento ahora, continuaba acaballo mientras sus ojos, atentos en toda cir-cunstancia a cualquier cosa que sugirieseabundancia en la cocina, hacían una suerte dedeleitoso inventario de las maravillas que ofre-cía tan pródigo otoño. A cada lado del camino

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veía, pues, ora un almacén hasta arriba demanzanas, las unas venciendo con su maduropeso las ramas de los árboles, las otras ya reco-gidas en cestos incontables y prestas a ser lle-vadas a los mercados, las de más allá apiladaspara ser en breve pasto gozoso de la prensa quehabría de convertirlas en sidra excelente. Másallá, en los apartados campos de maíz, se alza-ban magníficas las doradas mazorcas comoescapando del abrigo de sus hojas, como ofre-ciéndose gustosas a las diestras manos queharían de su sabrosura no menos apeteciblespasteles; y en la misma tierra, las calabazas res-tallantes de brillo ofreciendo a sus ojos esos susprominentes vientres dignos de los mejoresplatos.

Atrás los trigales, atravesaba ahora Icha-bod campos en los que se disfrutaba del olordulce de las colmenas, lo que hacía que unasilusiones no menos dulces comenzaran a cobrarforma en su mente ensoñecida de tanta paz ymaravilla; así, degustaba ya una tarta de man-

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tequilla espesa y miel en capas no menos den-sas... Una tarta que, naturalmente, le había pre-parado, para darle la bienvenida, la impar Ka-rina Van Tassel con sus propias y lindísimasmanos.

Así, con tan amelcochadas imaginaciones,alimentaba sus sueños cuando iba por las fal-das de unos cerros desde los que se avistabauno de los más hermosos paisajes del Hudson.El sol, como una gran rueda, se iba deslizandopoco a poco hacia los abismos del oeste. El am-plio seno del Tappan Zee se mostraba ahoraremansado como un cristal impoluto; sólo al-gún leve salto del agua alteraba el reflejo de lainmensa sombra azulada de las montañas. Allá,en el horizonte, una hermosa luz dorada se ibamudando lentamente al verde propio de lasmanzanas de sidra, y aún más allá, en un azulque inequívocamente pertenecía al cielo. Lasúltimas luces caían en oblicuo y alargadas so-bre el río, dando un brillo de plata a las grandespiedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a

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las orillas. A lo lejos, una barca parecía mecerselentamente en el agua, confiada en aquellatranquila corriente, con la vela acariciando laciay voluptuosa el mástil; parecía la barca suspen-dida entre dos cielos, pues el agua aquella tardeno era más que el propio cielo reflejado.

Estaba a punto de caer la noche, tambiéninfinitamente apacible, cuando llegó Ichabod alos dominios de Heer16 Von Tassel. Ya estaba lacasa llena con la flor y nata de la región. Habíaallí viejos granjeros de rostros enjutos y con lasarrugas curtidas por el paso de todas las esta-ciones durante muchísimos años, vestidos conchaquetas sencillas, sus medias azules limpias,y relucientes las grandes hebillas de sus cintu-rones; sus esposas, tan ajadas como parlanchi-nas y vivaces, con la cofia bien ajustada, el cor-piño largo y firme, la enagua humilde perolimpia, y tijeras, acericos y un bolso grande depercal colgando de sus cinturones. Había tam-

16 Señor, en holandés.

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bién alegres muchachas, vestidas tal cual lohacían sus madres, salvo en algún que otro casoen que lucían un sombrero de paja, el pelo alaire con una cinta, o algún que otro vestidoimpolutamente blanco, por afán de seguir lamoda de la ciudad. Los hombres más jóvenesllevaban levitas de corte rectangular en el fal-dón, dos filas de botones metálicos y relu-cientes en ellas, y el cabello largo recogido enuna cola de caballo, según era moda entonces;brillantes colas de caballo, sobre todo las dequienes se las frotaban con piel de anguila, cosaque se consideraba en aquellos días el mejortónico capilar.

Brom el Huesos, como no podía ser me-nos, era el héroe principal de aquella escena;había llegado a la fiesta montando su caballoTemerario, el favorito de cuantos tenía, tan brio-so y valiente como su amo, que pudo hacersecon él, cuando lo quiso, por ser el único hombrede la comarca capaz de domarlo; además,siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resa-

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biados, o los que se sabían todos los trucos delos jinetes expertos en doma; esos caballos, enfin, con los que hay que ser muy diestro si noquieres acabar partiéndote el cuello. DecíaBrom el Huesos que un caballo dócil sólo erapropio de cobardes.

Me encantaría llenar estas páginas con elrelato pormenorizado del montón de placeresque se mostraron a los ojos de mi héroe apenasentró en el salón principal de la casa de VanTassel, aunque quede claro que no hablo de lasencantadoras muchachas que allí había, jóvenesen la flor de la vida llenándolo todo con el ir yvenir de sus ropas en rojo y en blanco. Ese uni-verso de placeres era, por el contrario, cuantose ofrece a la degustación de un buen paladar yde un estómago de enormes tragaderas en lasfiestas de los granjeros prósperos, más si sonholandeses y celebran las bondades del otoño.¡Qué enorme cantidad de fuentes llenas de to-dos los pasteles habidos y por haber, y de pas-tas, y de otros dulces cuya relación sería inaca-

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bable, delicias cuyas recetas se cuidaban muymucho de decir a las otras aquellas hacendosasamas de casa holandesas! Y el muy ilustrísimodoughnut, y el oly koek tan esponjoso, y el cru-ller17 crocante y de sabor tenue, delicadísimo...Y bizcochos, y una exquisita tarta de jengibre, eincontables pastelitos de miel... Y tartas demanzana, de melocotón... Y jamón cortado enlonchas, y carne ahumada, y conservas y confi-turas de ciruelas, de pera y de membrillos... Yenormes parrilladas de pescado, y pollos asa-dos por docenas... Y cuencos rebosantes de le-che recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arri-ba de crema dulce... Todo, arbitrariamentepuesto sobre las mesas; tan arbitrariamentecomo mi propia enumeración de las viandas,

17 El doughnuty el oly koek son pasteles hechos concalabaza, mantequilla y miel, el primero fresco y elsegundo al horno; el cruller es una especie de hojaldreque se rellena de masa dulce o de carne picada y fritacon mantequilla y especias.

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pero, eso sí, todo parecía girar alrededor de unaenorme tetera que de continuo silbaba anun-ciando que ya tenía la infusión presta. ¡QueDios los bendiga! Me faltan el tiempo y la capa-cidad necesarios para describir convenien-temente aquel banquete cual sería debido yjusto hacerlo, y pues tengo que apresurarme enla conclusión de la historia, sigamos a otra cosa.

Ichabod Crane, felizmente, no tenía tantaprisa como yo, el que relata su historia, y sedeleitó como cabe imaginar que lo hizo contodas aquellas y muy auténticas delicias, esverdad que con cierta pausa y hasta con cere-monia, pero sin despreciar nada de ningún pla-to... Era un hombre bondadoso y agradecido,de buen conformar y con un corazón tan gran-de como capaz era su cuerpo flaco, sin embar-go, de ensancharse increíblemente para darcabida a todo lo que engullía. Parecía unido enextática unción a las divinidades, merced a lacomida, como otros parecen estarlo merced a labebida... Por lo demás, no entornaba los ojos

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mientras degustaba tanta exquisitez, sino quelos mantenía bien abiertos, desplazándolos deun lado a otro a la par que comía a dos carri-llos, acariciando la ilusión de que todo aquello,algún día no muy lejano, bien podía ser suyogracias a su matrimonio con la rica heredera delanfitrión. Si tal ventura le acontecía, pensabasin dejar de masticar, sin dejar de mirar, aban-donaría la escuela sin volverse para echarle unaúltima mirada, haría una higa con su dedo atodos los Van Ripper de la comarca, y a todoslos miserables que de mala gana lo acogían ensus casas, y pobre del maestro de escuela que seatreviera a llamarle compañero...

El viejo Baltus Van Tassel iba de un gru-po a otro de invitados, con el semblante alegre,rojo de contento y buen humor, orondo y gratocomo una luna nueva de aquel otoño dadivoso.Era un excelente anfitrión, sin exageraciones;expresivo pero sin hacer notar a los otros sumunificencia; daba a uno un fuerte apretón demanos, a otro una cariñosa palmada en la es-

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palda, soltaba una carcajada limpia cuando lecontaban alguna historia graciosa, y para todossus invitados tenía frases de ánimo y aliento:«Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismoscuanto quieran, que no tiene que quedar nadaen las fuentes».

No pasó mucho rato hasta que desde elsalón contiguo se dejara sentir una música queinvitaba al baile. El músico era un viejo negrode cabello plateado, toda una orquesta ambu-lante él solo, durante más de medio siglo, de unlado a otro por los pueblos, villas y aldeas de laregión. Tocaba un violín tan viejo y averiadocomo él mismo, del que sin embargo extraíaalegres melodías, acompañando los rápidosmovimientos de su arco con unos no menosrítmicos movimientos de su cabeza; cada vezque una nueva pareja se lanzaba a bailar, salu-daba su presencia inclinándose hasta casi tocarel suelo y pegaba un fuerte zapatazo para ani-marles.

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En lo que a Ichabod de refiere, baste decirque se consideraba tan buen bailarín como can-tante de salmos... Ni una sola de sus fibras, niuno solo de sus miembros, era ajeno a la músicacuando se lanzaba a bailar; su figura tan pocográcil, bailando hasta casi desmadejarse, podríahaber hecho pensar a cualquier que el mismí-simo San Vito, el bendito patrón del baile, comoes bien sabido, había bajado a la tierra desde loscielos para danzar sin descanso entre los hom-bres. Tanto se movía el maestro, que despertabala admiración entre los negros de todas las eda-des y estaturas, los cuales, llegados de las gran-jas vecinas, se apiñaban en las ventanas delsalón, por fuera, para contemplar aquel jolgo-rio. Las blancas bolas de sus ojos giraban diver-tidas al verle y una sonrisa de dientes de marfilles llenaba la cara, pues nadie como ellos paraapreciar la excelencia de aquellos movimientos,realmente difíciles... ¿Cómo era posible queaquel maestro tan terrible, martillo de niñosherejes y holgazanes, fuese así de divertido?

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Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de sucorazón, la hija del buen Van Tassel, y respon-día con sonrisas a los guiños de ojos y otrasmorisquetas que él le hacía mientras se daba sinfreno a las más diversas e imposibles contor-siones; a Brom, espectador impaciente de todoaquello, le hervían los huesos de rabia en elpuchero de los rencores, mientras tanto; senta-do en una esquina, ahora solo, sin nadie que lediera conversación ni le riese cualquier gracia, olo alentara a una bravuconada, o a una apuesta,se mordía los puños por culpa de los celos.

Acabado el baile, Ichabod mostró interésen la conversación que mantenían Balt VanTassen y un grupo de hombres ya de edad pro-vecta y al parecer muy enterados. Fumabanplácidamente, mientras conversaban sentadosen el porche, y yéndose a otros tiempos habla-ban de viejas historias de la guerra.

La región toda había sido el escenario enque se libraran grandes e importantes batallas;había sido testigo, pues, de hechos cruciales y

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de las hazañas de muchos hombres. No muylejos de donde se hallaba el grupo de granjeroshabían librado duros combates las tropas ingle-sas contra las americanas, lo que hizo que vie-ran aquellas tierras, en tiempos, llegar a gentesprocedentes de innumerables fronteras; lashabía de toda condición: emigrados que huíano que buscaban empleo, vaqueros, aventureros,soldados de fortuna... Tanto tiempo había pa-sado ya de aquello, sin embargo, que cada unode los hombres reunidos en el porche del gran-jero holandés contaba su historia con un halode leyenda; en lo incierto y vago de la memoria,evitar un toque de ilusión en lo que se cuenta,evitar narrar los hechos pretendidos sin tenerseuno por su máximo protagonista, resulta cosapoco menos que imposible, por lo que cada unotenía su historia que contar, a cada cual másextraordinaria.

Así de emocionadamente, por ejemplo,hizo uno de aquellos hombres el relato de lasaventuras de Doffue Martling, un holandés de

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barbas azuladas, según era fama, que hubierapodido hacerse con el control de una fragatainglesa él solo, no más que con un pequeñocañón del calibre noveno, viejo y oxidado,además, de no haberle explotado cuando dispa-ró el cuarto proyectil. Otro habló de un ancianocaballero, cuyo nombre no diremos aquí pueses el de alguien con mucho poder y no debepronunciarse ni escribirse a la ligera, un hom-bre tan diestro en las artes de la esgrima, que enla batalla de White Plains18 evitó que una balade mosquetón lo hiriese, desviándola como sinada con la punta de su sable, y que oyó per-fectamente, y tan tranquilo, cómo el proyectiliba lamiendo poco a poco la hoja de su sablehasta detenerse contra la empuñadura. Aquelcaballero, según el que decía la historia, estabadispuesto a enseñar su sable a quien dudara,

18 El 28 de octubre de 1776, en el Estado de NuevaYork, donde los ingleses lograron una victoria impor-tante sobre los norteamericanos.

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para demostrar la veracidad de su historia, o loque era lo mismo, la veracidad de sus legenda-rias hazañas blandiendo la espada. Otros de losallí reunidos hablaron de sí mismos, refirieronsus hazañas guerreras, tan importantes muchasde ellas que podría decirse que sin su participa-ción en los combates librados la guerra nohabría llegado a buen término.

Ninguna de aquellas historias, sin em-bargo, tuvo parangón con las de aparecidos quese relataron una vez agostadas las guerreras...Ya se ha dicho que hablamos de una región ricaen leyendas y otros tesoros semejantes. La su-perstición, pues, se da tanto en las más recóndi-tas aldeas como en los pueblos más prósperos,aunque el continuo flujo inmigratorio vaya ba-rriendo poco a poco tal sentir. Por otra parte, notienen los muertos mucho predicamento, que sediga, en las modernas ciudades que habitamosen nuestros días, pues apenas se quedan dor-midos en su lecho de gusanos, ya abandonan laciudad quienes los conocieron, llevados de ava-

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tares diversos y de afanes no menos distintos,por lo que, cuando los muertos salen de sustumbas para iniciar sus nocturnas rondas, na-die a quien cursar una visita les queda... Poreso, seguramente, apenas oímos ya contar acualquiera que se le ha aparecido el espectro deun difunto. Sólo en las antiguas comunidadesholandesas siguen siendo sensibles a estos ca-sos, lo que es como decir que a los fantasmas.

La causa que explica la prevalencia de es-tos asuntos en regiones como Sleepy Hollow,pues, se debe a la formidable presencia en elvalle de gentes de raigambre holandesa... Yquizás a ese ambiente, a ese aire pleno de mis-terio y ensoñaciones que todo lo presidía. Losque conversaban en el porche de Van Tassel, asílas cosas, comenzaron a competir por ver quiénse sabía la leyenda más brutal, quién había pre-senciado los hechos más tremebundos... Natu-ralmente, se oyeron cuentos de fantasmas, de-cidida y claramente espantosos; fantasmas, porejemplo, que impertérritos, sin mover ni los

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labios, sin parpadear siquiera, lanzaban gemi-dos y lloros que helaban la sangre a quien losoía; otros, fantasmas también, como es claro,vagaban de un lado a otro, siempre según losnarradores,. en procesiones inacabables; aotros, igualmente fantasmas, como es de rigor,los habían visto en una suerte de asambleabajo un gran árbol... Éstos, por cierto, fueronlos que, según era fama, dieron captura alinfortunado mayor André19, del que nuncamás se volvió a tener noticia.

19 ) John André (1751-1780), víctima de uno delos episodios más controvertidos de la Guerra de In-dependencia norteamericana. Mayor de los ejércitosbritánicos, un general norteamericano quiso sobornar-le a cambio de información militar para rendir algunospuntos bajo dominio inglés. Puso los hechos en cono-cimiento de sus superiores, que le ordenaron entoncesacudir a la cita vestido de paisano y ofrecer informa-ción falsa al enemigo, para así, dirigiendo sus tropas adeterminados puntos, poder batirlas sin mayores pro-

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Tampoco faltaban las leyendas protago-nizadas por mujeres, como aquella de la da-ma apenas cubierta con un velo vaporoso yblanco que se dejaba ver en la siempre tene-brosa Cañada de la Roca del Cuervo, dondehabía muerto en medio de una nevada...

blemas. Cumplió el mayor André la orden de sus su-periores, pero un infiltrado en las líneas inglesas in-formó de la trama al general norteamericano. CuandoAndré se dirigía al lugar escogido para la reunión fuecapturado por una partida de holandeses enrolados enel ejército norteamericano. Se le juzgó en secreto co-mo espía y fue fusilado. Hasta 1820 no pudieron sertrasladados a Inglaterra sus restos, que descansan des-de entonces, con honores de héroe, en la abadía deWestminster. Acaso la leyenda venga de que, cuandose hablaba de su desaparición, las gentes de SleepyHollow decían, primero en broma, luego convencidas,que no había sido capturado, sino raptado por losfantasmas. Las autoridades norteamericanas tardaronademás mucho tiempo en admitir que lo habían fusi-lado.

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Cuando se aparecía, la pobre gritaba sus la-mentos de manera tal que no podía por me-nos que poner de punta, los pelos de quienesla oían, sobre todo en mitad de las más in-clementes y tormentosas noches de invierno.Mas, ni que decirlo tiene, estas historias jun-tas eran apenas nada en comparación con laque a todos emocionaba muy especialmente:la del jinete decapitado de Sleepy Hollow, alque, según decían varios de aquellos hombresque hacían su tertulia en el porche de VanTassel, se había visto de nuevo, muy recien-temente, recorriendo la comarca tan a menu-do como en sus mejores tiempos, amarrandosu caballo, cada noche, en cualquiera de lastumbas del camposanto de la iglesia del pue-blo.

Ha sido a buen seguro lo apartado enque se alza esta iglesia cuanto, por lo que pa-rece, hizo del recinto sagrado un punto dereunión ineludible de espectros y espíritus detoda laya. La iglesia se levanta, a fin de cuen-

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tas, sobre una loma rodeada de olmos y dealgarrobos centenarios, entre los cuales desta-can sobremanera los muros blancos del tem-plo, que son como relámpagos de la purezacristiana que pugna por lucir incluso en losmás negros parajes. Una leve depresión delterreno conduce de la iglesia a un remanso deagua como de plata rodeado de árboles dealtas copas a través de los cuales se observana lo lejos las azules colinas del Hudson.Cuando se contempla el camposanto anejo ala iglesia, cubierto de hierba muy verde sobrela que parecen echarse a dormir los rayos delsol, embargados de tanta paz como rezuma,tienes la impresión de que en semejante lugarlos muertos no pueden hacer otra cosa que nosea reposar eternamente, cual les correspon-de... A uno de los lados de la iglesia se abreun hondo barranco por el que arrastra la co-rriente, sobre todo en los días de lluvia fuerte,troncos de árboles caídos, pedruscos arranca-dos de cuajo, ramas...; en el punto más negro

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y denso y hondo del torrente, no lejos deltemplo, hubo en tiempos un puente de made-ra; el sendero que llevaba hasta el mismopuente, el puente también, quedaba prácti-camente cubierto por la densa sombra de losfrondosos árboles cuyas ramas parecían no yano dejar pasar el aire, sino estrangularlo; poreso, aun de día, era un lugar en el que sólomoraban las sombras; y de noche, la oscuri-dad más plena.

Tal era, al parecer, uno de los caminosque con mayor constancia frecuentaba el jine-te decapitado de Sleepy Hollow. Y una de lashistorias que corría de boca en boca de todoslos moradores de la región hablaba de quecierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algoinsolente, incrédulo y hasta hereje en lo queconcierne a los fantasmas, al volver de SleepyHollow y antes de abandonar el valle poraquel camino se topó de golpe con el jinete,no ocurriéndosele otra cosa que hacer la ton-tería de seguirlo... Así, a galope tendido, fue-

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ron ambos, uno delante, otro detrás, a travésde bosques, de malezas, entre las colinas, porlas ciénagas... hasta llegar al puente... Allí, desúbito, el jinete se convirtió en un esqueletoreluciente, que se abalanzó sobre el viejoBrouwer para empujarlo con furia y hacerlocaer al torrente mortal, mientras rugían lascopas de los árboles como si de ellas, y no delcielo, emanara la tormenta preñada de relám-pagos y de truenos.

El relato de esta historia que se dabapor verídica, halló parangón más que conve-niente en la aventura que narró a continua-ción el propio Brom el Huesos, que se habíasumado a la tertulia, no sin antes decir que él,como se vería de inmediato, superaba comocaballista al jinete sin cabeza... Ocurrió, segúndijo Brom, que regresando del pueblo pró-ximo de Sing Sing, se le plantó de golpe en elcamino aquel legendario caballero sin cabezapara apostarse con él lo siguiente: una carrerapor una jarra de ponche. Aceptó valientemente

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Brom el Huesos; la cabeza de su caballo Temera-rio fue durante toda la carrera a la par que la dela montura del fantasma decapitado, sin queéste pudiera superarle por mucho que lo inten-tara, y hubiera ganado la apuesta, y la carrera,que era cuanto más interesaba al joven fanfa-rrón, de no ser porque, al llegar al puente, eljinete decapitado dio un salto increíble parasalvarlo, perdiéndose a continuación en unallamarada que se extinguió lentamente, en lalejanía...

Todos estos relatos, hechos en ese tono devoz con que se suelen contar en la oscuridadhistorias tales, historias de terror y de misterio,con los rostros de los allí reunidos apenas ilu-minados por el resplandor de una pipa quequema tabaco ávidamente, impresionaron muyde veras al bueno de Ichabod Crane. Él mismo,además, puso su granito de arena citando lar-gas parrafadas de su muy estimado CottonMather y refiriendo algún caso que, según él,pudo observar en el Estado donde naciera,

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Connecticut, e incluso allí mismo, en SleepyHollow, durante sus paseos nocturnos...

Estaba a punto de acabar la fiesta, puesmuchos de aquellos granjeros comenzaban amontar en sus carretas para irse, tras reunir a lafamilia, y se iban de hecho poco a poco, llenan-do ahora el silencio de la noche con el choquede las ruedas contra los pedruscos del camino.Varias muchachas montaban a la jineta en lagrupa del caballo, tal y como se lo ofrecieraalgún pretendiente; reían alegres y sus risas seiban alejando lentamente entre el trote rítmicode los cascos de los caballos, para ser devueltaspor el eco de los bosques dormidos... Al cabodesaparecían voces, carcajadas, trotes y ecos,como si un desierto ignoto se lo hubiera traga-do todo tras brotar en el mismo sitio dondeantes hubo jarana y contento... Ichabod, sinembargo, seguía allí, como hubiera hecho cual-quier otro enamorado de aquella región, en laesperanza de poder conversar a solas con suamada, y en adorable tête-á-tête, siquiera unos

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minutos, antes de partir. Tenía la cara ilumina-da de dicha, pues no albergaba más convicciónque la de hallarse a las puertas del éxito. Masno pretendo decir qué ocurrió en la entrevistaque mantuvieron, pues debo señalar, en aras dela mayor sinceridad, que lo ignoro por com-pleto... Algo, no obstante, debió de ir mal, puesal cabo de muy pocos minutos de conversaciónel pobre maestro mostró un amargo y desoladorictus en su antes feliz y satisfecho semblante.¡Oh, estas mujeres! ¡Cómo son! ¿Sería posibleque aquella muchacha no hubiera hecho másque coquetear con él, para divertirse, o acasopara burlarse, un rato? ¿Sería posible quehubiera alentado arteramente las esperanzasdel pobre pedagogo, para dar celos a quien erael peor enemigo del bueno de Ichabod, nadamás? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el cielo...Limitémonos a decir que Ichabod salió de lagranja de Van Tassel, más que como un dignoinvitado, como un granuja que hubiera ido allípara robar un par de gallinas y no para hacerse

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con los favores del corazón de una damisela...Así, ahora, sin reparar ya en la bondad y rique-za de cuanto allí había, se dirigió a toda prisa alos establos, pegó un puntapié al penco que lollevara, para que se levantase del suelo sobrecuyas pajas se había tirado a dormir puede quesoñando con auténticas montañas de maíz, ocon unas praderas repletas de tréboles, o coninterminables valles de alfalfa y forraje; unossueños, pobre bruto, que se le desvanecieron degolpe.

Fue a la hora de las brujas, en lo más ne-gro ya de la noche, cuando Ichabod, con sucresta de gallo orgulloso ahora caída, medita-bundo y con mucho dolor en su amargado co-razón, tomó el camino de vuelta por las laderasde los cerros desde los que se dominaba TarryTown... Aquellos lugares que de manera tandistinta había contemplado, y con el ánimo nomenos distinto, pocas horas antes, cuando aúnel día era hermoso. La noche, ahora, se mostra-ba tan triste como él; acaso, igual de dolorida.

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Abajo y a lo lejos, el Tappan Zee, profunda-mente negro, albergaba una luz que en la leja-nía se mostraba siniestra, la lámpara que semecía en el mástil de una embarcación pequeñaallí anclada, a merced del vaivén moroso de lasaguas. Puede que fuese aquella pequeña em-barcación que había contemplado con deleitepor la tarde, pero ahora le pareció totalmentedistinta, incluso infame. A las doce de la noche,en aquel aterrador silencio que todo lo presidía,oyó el maestro poco después el ladrido largo yagudo, pero muy débil, como lastimero, de unperro guardián; lo sintió tan lejos que se dijoque ni los perros querrían ya acercarse a él.También le parecía sentir, de tarde en tarde, elcanto de un gallo, pero lo tenía por un simpleeco como escapado de sus sueños; o como lle-gado de una granja en la que nadie querría yadarle alojamiento ni comida. Por donde pasabanada vivo se veía, ni se percibía; acaso, única-mente, el canto monocorde y melancólico de losgrillos, el croar impertinente de una rana de las

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ciénagas, quejumbrosa, como si no pudieradormir bien en aquella tan propicia humedad ocomo si la hubiese despertado él mismo al pa-sar por allí con su caballo.

Todas las historias de aparecidos, demuertos y de fantasmas, que había oído contaraquella noche, comenzaron a agitarse entoncesen su cabeza, cual si se le hubiera metido untorbellino en ella... La noche, encima, era cadavez más negra, según se adentraba en el bos-que; las estrellas del cielo parecían haberse cla-vado en la bóveda celeste como sin brillo, ocul-tas a cada poco por algunas nubes que pasaban.

jamás se había sentido el bueno de Icha-bod ni tan solo ni tan desgraciado como aquellanoche; llegaba ya a uno de esos puntos tenidospor malditos en todas las leyendas de la región,un lugar, al parecer, favorito de los espectros,cuando de pronto se topó con un árbol enorme,un tulipero que se alzaba por encima de todoslos demás, como un mojón gigantesco animadopor la savia; un mojón tan poderoso de ramas

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como otros árboles lo son de tronco... Aquellasramas del tulipero ofrecían, en su retorcimien-tos, figuras tan fantásticas como incontablesque tocaban el suelo para remontarse despuéshasta el aire; era el árbol, por cierto, en el quecayó cautivo de los seres de la noche, según laleyenda, el pobre y malogrado mayor André,que así, perdiendo allí la vida, le dio nombre, alpunto de que todos en la región se referían a élcomo el árbol del mayor André. Las gentes dellugar, cuando lo mentaban, lo hacían con unamezcla de temor y de reverencia supersticiosa,y acto seguido se lamentaban de la suerte trági-ca del mayor, un héroe desventurado, como sicon su evocación cariñosa quisieran espantarlopara que no se les apareciera entre lamentos ygritos desgarradores.

Cuando más se iba aproximando Ichaboda tan terrorífico árbol, y para quitarse de enci-ma el miedo, comenzó a silbar inopinadamen-te... Mas oyó entonces que era respondido conun silbido idéntico... Se dijo, empero, que no

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era más que una ráfaga de viento súbito que lellegó a través de las retorcidas ramas del tulipe-ro... No obstante, cuando ya estuvo práctica-mente bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo sucabalgadura. Algo informe, de lo que sólo per-cibía un color blanco, pendía de una de las fuer-tes ramas; urgió de nuevo a su caballo, paraacercarse, y comprobó entonces que no colgabade rama alguna cualquier cosa, sino que eltronco mostraba una herida en su corteza, co-mo si hubiera sido alcanzada por un rayo. Notuvo apenas tiempo de respirar en paz, sin em-bargo, pues al punto escuchó un gemido largoy sentido... Se puso a temblar; apenas podíacontrolar ahora la mandíbula y sus piernas; asíy todo, armándose de valor de nuevo, siguió unpoco más allá, y otra vez aliviado comprobóque aquello no había sido más que el sonidohecho por dos ramas que se rozaban a mercedde la brisa... Salió Ichabod de los dominios delárbol, pues, pero no había escapado con ello alpeligro que se cernía sobre él.

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A unas doscientas yardas del árbol cru-zaba el camino un arroyuelo que se precipitabahacia una zona de légamos conocida como elpantano de Wiley. Para cruzarlo, unos troncoshábilmente dispuestos ofrecían el paso propiode un puente, y del lado de la corriente delarroyuelo varios castaños y robles, por cuyostroncos trepaba la hierba, se cerraban como unabóveda sobre aquel paso tan improvisado comoeficaz. Algo en su interior, entonces, le hizosentir una cierta aprensión, como si unos pasosmás allá no hubiese otra cosa que una grutaoscura y sin salida... Atravesar aquello, pues, lesupondría la prueba más difícil de superar.Sabía bien el maestro, además, que fue entreaquellos árboles, robles y castaños, donde seescondieron los soldados que, más allá de laleyenda, tendieron la emboscada al mayor An-dré; eso, y la leyenda en sí misma, hicieron queel puente fuera tenido por todos como un lugarmaldito, que sólo debía cruzarse de noche y encompañía... Y él iba solo... Ahora comprendía

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bien el terror de sus alumnos cuando, con laoscuridad de los días de invierno, tenían queatravesarlo para regresar a sus casas una vezconcluidas las lecciones.

Cuanto más se aproximaba su montura alriachuelo, más fuerte le latía en el pecho el co-razón a Ichabod, como si le fuera a hacer saltarlas costillas. Pero, respirando hondo, haciendoacopio de todo el valor y de toda la fuerza devoluntad que hubo de requerirse para no darmarcha atrás, fustigó violentamente a su caba-llo, le clavó los tacones de sus botas en los ija-res, en la esperanza de que el penco saliese caside estampida para cruzar aquello cuanto antes,pero el mal bicho que era aquel caballo, resa-biado e indolente, no hizo más que un violentoescorzo hacia su derecha, para que su jinete segolpeara de manera brutal contra un árbol... Elmaestro, ahora tan enfadado como preso delpánico, y que a cada segundo que pasaba enaquel lugar sentía aún más miedo, tiró de lasriendas, sin embargo, hacia el lado contrario,

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para herir en los belfos al caballo con el bocadoy obligarlo así a seguir el rumbo que quería...Más fue inútil; el penco se echó a galope, sí,pero no para cruzar lo que su jinete le indica-ba, sino para tirarse de costado, violen-tamente, como si hubiera sido abatido por undisparo, contra unas zarzas repletas de espi-nas que había a la izquierda del camino. Aunmaltrecho, se levantó Ichabod, volvió a mon-tar y castigó con una dureza inimaginable albruto, sacudiéndole con la fusta aún másfuerte que antes y clavándole los tacones desus botas en los ijares con auténtica saña... Elviejo Pólvora relinchó, se puso de manos ysalió otra vez a galope... Mas justo cuandollegaba a la embocadura del puente se paróen seco, como las mulas... A punto estuvo desalir lanzado el maestro por encima de lasorejas del penco, y si no lo hizo fue porque seagarró con fuerza al cuello de la bestia mal-vada... Iba a castigarlo de nuevo con otra ra-ción de fustazos, pero entonces percibió unas

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pisadas en el agua... Al tétrico amparo ofreci-do por la bóveda de los árboles apenas viouna sombra informe, erguida, alargada y an-cha, quieta, como abrigada en la oscuridadcual fiera dispuesta a lanzarse sobre el viajeroque osara entrar en sus dominios.

El vello del pobre pedagogo se erizaba aimpulsos del terror que lo embargaba. ¿Quépodía hacer o decir? Era demasiado tardepara girar la grupa de su caballo y escaparpor donde había venido; además, podía tra-tarse de un espectro, de un fantasma, de unespíritu, seres del aire capaces de atravesarloincluso de cara al viento. Así que, haciendoacopio de los últimos rescoldos de valor y decordura que ardían en su pecho y en su cabe-za, y a despecho de su voz en un hilo, escu-chó no sin sorpresa que de su boca salía unapregunta: «Quién eres?» Como la sombra norespondiera repitió la pregunta. Y tampocoobtuvo respuesta. Así que no le quedó otraque atizar con la fusta de nuevo al maldito

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Pólvora, clavándole con saña los tacones unavez más, cantar con voz temblorosa y en unpuro grito uno de sus salmos y galopar pordonde había llegado... Mas justo entonces lasombra se interpuso en su camino, abando-nando su anterior escondite, para cerrarle elpaso. Ahora, a corta distancia, podía distin-guir mejor la sombra, que adquiría forma: apesar de la lobreguez de la noche vio a unjinete corpulento que montaba un altísimo ymuy fuerte caballo negro. No parecía ni mo-lesto ni amigable. Ichabod, no obstante, hizoque su caballo siguiera, al paso ahora, ycuando llegó a su altura el jinete se apartó, lodejó pasar, y luego siguió junto al maestro,situando su caballo del lado por el que noveía su penco, que ahora parecía tranquilo ymanso, manejable.

Concluyó Ichabod su salmo y se decidióentonces a mirar a su nocturno compañero, apesar del miedo, recordando de golpe aquellaaventura de la apuesta que narrara Brom el

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Huesos... Eso fue lo que le hizo fustigar denuevo a su penco, en la esperanza de dejaratrás al fantasma... Mas picó espuelas el jinetemaldito para alcanzarlo de nuevo, sin mayoresfuerzo de su montura. Al maestro no se leocurrió otra cosa que tirar atrás de las bridas,para hacer más lento el paso de su jamelgo.Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod lelatía entonces el corazón de manera que casise le oía, más aún que el retumbar de los cas-cos de los caballos en el silencio de la noche.Se puso a cantar otro salmo, que ahora, em-pero, no le salió; tenía la boca seca por el pá-nico, la lengua se le pegaba al paladar y no lesalían ni una nota, ni una palabra de la pri-mera estrofa... Su compañero nocturno pare-cía obstinado en su silencio, algo que aún leresultaba más temible al maestro. Pronto,empero, sabría el porqué.

Descendían ambos, emparejadas susmonturas, por la ladera de una leve colina, enla claridad que auspiciaba el fondo del fir-

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mamento y la ausencia en aquella zona debosque, cuando se percató, aun mirándole dereojo, de que aquel ser era aún más corpulen-to de lo que ya de por sí le había parecidoantes; y que no tenía cabeza, lo que harácomprender a cualquiera la clase de pánicoque, sobre los ya padecidos, embargó ahora alpobre pedagogo... Mucho más, ni habría quedecirlo, cuando comprobó cómo el jineteapoyaba su propia cabeza, que llevaba hastaentonces bajo un brazo, en el arzón de la sillade su caballo. Mil escalofríos, como latigazos,sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Icha-bod, empavorecido. No pudo pensar nada, niconsiderar por más tiempo su situación; co-menzó a pegar a su caballo con manos ypies... Pólvora, al menos, obedeció esta vez,lanzándose a galope tendido... Pero fue envano, porque de inmediato tuvo de nuevo asu altura al jinete sin cabeza; galopaban enuna enloquecida carrera, sacando chispas delas piedras los cascos de sus caballos; inclina-

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do sobre el cuello de su penco, Ichabod sentíaque su traje flotaba en el aire, lo que le com-placía pues le daba la sensación de que po-dría dejar atrás al fantasma... Pero llegaronjuntos hasta el cruce de caminos en el que setomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow;entonces, Pólvora, que parecía poseído porun demonio, cambió inopinadamente derumbo, y en vez de girar a la derecha, comoprocedía, se tiró en su loca carrera por lacuesta de un sendero arenoso que llevabadesde los árboles al puente, ese otro puentefamoso de las historias de aparecidos, elgrande que lleva a la colina frondosa en laque se alzan la iglesia encalada que tiene a suvera el camposanto.

Hasta ese preciso momento, el pánicoque también sentía el pobre penco parecíaotorgarle cierta ventaja sobre el fantasma, auncuando, desde luego, no fuera tan buen jinetecomo el decapitado... Pero cuando llevabarecorrida no más de la mitad del sendero,

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sintió que se le aflojaban las cinchas de la sillade montar y algo así como si su penco se leescurriera entre las piernas. Trató de equili-brarse y de asir la silla de montar con laspiernas, para que no se le fuera, pero nada; sesalvó de una terrible caída, y del consiguientebatacazo, aferrándose con todas sus fuerzas alcuello y a las crines del penco, mientras susilla caía irremediablemente al suelo y erapisoteada, lo oyó perfectamente, por los cas-cos del caballo del fantasma que estaba apunto de darle alcance. Así y todo, pensó enla ira de Hans Van Ripper cuando le contaraque había destrozado su silla de montar pre-ferida, la que solía poner los domingos a sumontura... Pero fue sólo un instante; lo quesufría ahora era insuperable; los enfados deVan Ripper resultaban una tontería compara-do con aquello... Sentía cada vez más cercanoal fantasma; Ichabod, que no era precisamen-te un jinete indio, iba peor que mal montandoa pelo y a todo galope, y a punto estaba de

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caerse por un lado, cuando lograba rehacersey a punto estaba de caer por el otro lado;además, golpeaban tan brutalmente sus nal-gas contra los huesos del penco, que le pare-cía inminente el batacazo; al menos así, sedecía, si se tronchaba el cuello acabaría deuna vez por todas aquella pesadilla...

Un claro entre los árboles le hizo cobrarmayor confianza, sin embargo, y ansió embo-car el puente que conducía a la iglesia cuantoantes, ya que era aquél el camino que habíatomado inopinadamente su caballo. La luz dela luna, que caía trémula sobre las aguas, lehizo saber que no erraba en sus pronósticos.Vio casi acto seguido el encalado de la iglesia,que refulgía en la oscuridad a través de losárboles; recordar que allí, en el puente, sehabía esfumado el fantasma cuando compitiócontra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio.«Si llego en cabeza al puente estaré a salvo»,pensó; y justo en ese momento oyó a sus es-paldas el resoplido del caballo del fantasma,

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un caballo igualmente fantasmagórico, quecasi le quemaba; volvió a fustigar al viejoPólvora y cruzó en cabeza el puente, levan-tando un estrépito de tablas bajo su galope.Ya del otro lado, no pudo evitar volverse conla esperanza de que, al igual que en el relatodel fanfarrón, y cual parecía norma en losfantasmas, se hubiera hecho una llamaradade fuego su perseguidor, esfumándose deinmediato... Pero lo que vio, empero, fue mu-cho más aterrador; se irguió el jinete en sumontura sobre los estribos, tomó su cabezacon una mano y la lanzó con fuerza haciaIchabod, que no pudo esquivar tan espantosoproyectil... La cabeza del fantasma se estrellócontra la suya con un sonido de piedras quese entrechocaran... Cayó a tierra; Pólvora, eljinete decapitado y su caballo negro pasaronpor encima de aquel cuerpo yaciente comouna simple brisa.

A la mañana siguiente el malencaradoVan Ripper encontró su viejo caballo a las

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puertas de su casa, sin montura, claro, yarrastrando la brida... El pobre penco, sabio afin de cuentas, saciaba su hambre y trataba deolvidarse de la noche anterior arrancando amordiscos puñados de hierba. Ichabod, por elcontrario, no hizo acto de presencia, a pesarde que era la hora del desayuno. Llegó lahora del almuerzo, y por muy raro que le pa-reciera al granjero, tampoco apareció. Sin élen la escuela, los alumnos pasaban el ratojunto al riachuelo; nadie sabía nada acerca desu maestro... Comenzó a temer Van Ripper,ya avanzada la tarde, que algo malo le hubie-ra ocurrido; además albergaba aún la espe-ranza de que, con la aparición de Ichabod, lohiciera también su silla de montar. Variasaveriguaciones dieron pronto su fruto... En-contraron sus huellas, y a un lado del camino,aunque enterrada casi por completo en el sue-lo arenoso y un tanto destrozada, hallarontambién la silla de montar del viejo holandés.Las huellas conducían hasta el puente; desde

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allí vieron flotar el sombrero del infortunadoIchabod en la parte donde las aguas eran másnegras y profundas; no muy lejos, cerca de laorilla, vieron también una calabaza partida.

Pronto se organizó una partida para ras-trear el curso del riachuelo, pero fue en vano;nadie albergó al final duda alguna sobre loque más evidente era, esto es, que Ichabod noestaba por allí, ni vivo ni muerto. Luego,Hans Van Ripper, que se instituyó en unaespecie de albacea testamentario del maestro,examinó sus pertenencias... Apenas nada; doscamisas y otra medio rota; un par de corbatasde lazo, dos pares, o acaso sólo uno, de me-dias, unos viejos pantalones de pana, unanavaja mohosa, un libro de salmos con grancantidad de marcas en cada página, un diapa-són roto... Los libros y el mobiliario de la es-cuela, por otra parte, pertenecían a la comuni-dad, salvo la Historia de la brujería, de CottonMather, y un Almanaque de Nueva Inglaterra,además de un volumen que trataba de los orá-

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culos y otro sobre los sueños... Entre las pági-nas del libro sobre los sueños había una hoja depapel llena de tachaduras y borrones de tinta,el resultado de un intento que hiciera el pobremaestro por dedicar unos sentidos versos a lajoven heredera de los Van Tassel. Aquellos li-bros tan mágicos y el poema frustrado fueron aparar al fuego, de la mano del propio Van Rip-per, quien decidió en el preciso instante dearrojarlos a las llamas, y después de haberlesechado un vistazo somero, que sus hijos jamásvolverían a pisar una escuela, harto convencidocomo lo estaba de que nada bueno podía obte-nerse de la lectura ni de la escritura... Por lodemás, se dijo el granjero, parecía evidente quesi Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al mar-gen del que había recibido un par de días atráscomo paga por su trabajo, había desaparecidocon él mismo.

El caso de la desaparición del maestro fuela comidilla de todos en la iglesia, el domingosiguiente. Grupos de chismosos, aquí y allá, en

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el jardín de la iglesia y hasta entre las tumbasdel camposanto, hablaban largamente de ello,especulando sobre mil posibilidades a cual másdescabellada; después, como de paseo, y sindejar de hablar del caso, cruzaron el puente ycaminaron por la orilla, deteniéndose especial-mente en los puntos donde se hallaron el som-brero del maestro y la calabaza partida. Lashistorias de Brouwer, de Brom el Huesos, ymuchas otras más, dieron mucho que pensar yopinar a todo el mundo... Así que, después desopesar estas y aquellas posibilidades, mientrasfumaban plácidamente sus pipas de aromáticotabaco, los hombres de Sleepy Hollow conclu-yeron que la única solución al enigma la ofrecíael hecho inequívoco de que el pobre maestrohabía sido raptado por el fantasma del jinetesin cabeza. Como Ichabod era soltero y no teníadeudas, la gente dejó de pensar en él y en sudesaparición muy pronto, no tenían por quéestrujarse por más tiempo la sesera... Se habilitó

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otra casa como escuela y pronto hubo en elpueblo un nuevo maestro.

Es verdad, en cualquier caso, que un viejogranjero que ha estado recientemente en NuevaYork, ahora que han transcurrido ya unos cuan-tos años desde que desapareció Ichabod Crane,añade nuevos elementos de misterio a la histo-ria, lo que sin duda encantará a todos en SleepyHollow, pues cuenta que Ichabod Crane siguevivo. Asegura que huyó del valle por miedo auna nueva aparición del fantasma y tambiénpor el dolor que le causó el rechazo de la hija deVan Tassel. Dice también que vive en un lugarmuy apartado, donde poco después de su lle-gada siguió ejerciendo la docencia mientrasestudiaba leyes, lo que le facultó para desem-peñarse como abogado y entrar con éxito enpolítica, apareciendo en los periódicos variasveces cuando se presentó en una candidatura...Dice también este hombre que no hace mucho

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ha sido nombrado juez del Ten Pound Court20.En lo que a Brom el Huesos respecta, sólo cabedecir que, poco después de la desaparición dequien fuera su rival en amores, condujo triun-fante a la bella Katrina al altar... Y como no po-día ser de otra manera, cada vez que Brom elHuesos oía decir algo sobre la calabaza partidaque se halló en el río, un poco más allá de don-de flotaba el sombrero del maestro, se moría derisa... Eso hizo pensar a más de uno que a buenseguro sabía bastante más de lo que decía sobrela desaparición de Ichabod, pero no creo dignade ser tenida en cuenta tal opinión, pues segúnlas viejas comadres de Sleepy Hollow, tan sa-bias ellas para emitir juicios sobre asuntos asíde escabrosos, Ichabod fue apartado de este

20 Tribunal de las Diez Libras: una especie de tribunalde lo contencioso administrativo, de muy poca impor-tancia pues sólo se ocupaba de casos en los que lademanda no excediera de esa cantidad, diez libras.

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mundo por medios perfectamente sobrenatura-les.

Como era de esperar, tan abracadabrantesuceso se ha convertido ya en una de las histo-rias favoritas de las gentes de la región, que lonarran en las noches de invierno al calor de lalumbre. El puente maldito, así las cosas, se haconvertido en uno de los lugares que más cui-dadosamente evitan quienes en este valle mo-ran, presos de un terror supersticioso a tan ino-cente lugar... Acaso tal sea la razón de que haceunos pocos años se decidiera desviar el caminoque llevaba a la iglesia, y que hacía obligatorioel paso por el puente, por la orilla de la presadel molino. La que fue escuela en donde impar-tió sus enseñanzas Ichabod Crane no es másque una casa en ruinas lamentables; quienes seatreven a pasar relativamente cerca de sus pa-redes desconchadas y húmedas de moho, lohacen con bastante aprensión, despacio para nopisar fuerte, pues cuentan que allí vive, nadamenos, el fantasma del pobre Ichabod. Los mo-

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zos que labran la tierra, por su parte, cuandoregresan agotados a sus casas, tras una larga ydura jornada, sobre todo en el verano, cuandoempieza a anochecer, aseguran que se oye enla lejanía la voz de quien fuera el maestro deSleepy Hollow entonando uno de sus salmostan melancólicamente que se les parte el co-razón de pena.

POST SCRIPTUM

Por. Mr. Knickerbocker, de su puño y letra

La historia precedente va escrita, en sumayor parte, con las mismas palabras que

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escuché en una reunión celebrada en el Ayun-tamiento de la antañona ciudad de Manhat-toes21, lleno aquel día de muchas y muy im-portantes gentes del lugar. El narrador de lahistoria era un anciano venerable y de tratoexquisito, todo un caballero a pesar de suraído traje que a primera vista hacía que se letomara por un pordiosero.

Tenía aquel hombre un rostro en el queeran perceptibles, a la vez, la tristeza y unacierta jovialidad, lo que hacía pensar inevita-blemente en que hacía muchos esfuerzos para

21 Una de las islas de Nueva York, lugar en el que seasentaron muchos colonos holandeses llegados a Nor-teamérica. Al parecer, y según lo admite también elpropio Irving en su History ofNew York (1809), leviene el nombre a la isla de man's hat (sombrero dehombre), según la costumbre de lucir sombreros dehombre que tenían las mujeres indias del lugar. Ni quedecir tiene que de ahí deriva, a su vez, el topónimoManhattan.

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desviar nuestra atención de sus trazas másque menesterosas.

En cuanto concluyó su narración, esta-llaron los presentes en risas, si no en carcaja-das, sobre todo un par de concejales que allíhabía, hombres un tanto groseros, por lo de-más, de esos que suelen dormir durante lassesiones del Ayuntamiento... No obstante,había también entre la concurrencia otro an-ciano, alto, seco, adusto, de pobladas cejas,que miraba a todos con bastante severidad,incluso con desprecio. Con las manos sobre lamesa unas veces, y cruzado de brazos otras,inclinaba a menudo la cabeza y parecía pre-ocupado, como si una espantosa carga loabrumase. Era uno de esos caballeros deedad, circunspectos y severos, que sólo ríencuando de veras tienen motivos para hacerlo.O cuando la ley se les muestra favorable trasuna dura querella.

Una vez cesaron las risas destempladasde los demás y se hizo de nuevo el silencio en

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la sala, apoyó un brazo en el reposabrazos delsillón, se puso el otro a la cadera, preguntóalzando las cejas elocuentemente, como ensorpresa burlona, cuál era la moraleja deaquella historia y qué se pretendía demostrara través de la misma. Entonces, el narrador,que justo en ese preciso momento bebía unbuen vaso de vino para refrescarse la gargan-ta y los labios, secos por la vehemencia deque hizo gala al contar la historia, se quedócon el vaso a medio camino unos segundos,miró a quien lo interpelaba tan sarcástica-mente, aunque con un aire, sin embargo, debondad y hasta de gran deferencia e inclusoaceptación de sus palabras, depositó despuésel vaso en la mesa, lentamente, mientras to-maba aire, y observó que la historia, aten-diendo a la más inequívoca lógica de los pro-pios hechos, no pretendía más que demostrarlo que a continuación se expone:

«Que no hay situación en la vida de laque no se pueda extraer ventaja, e incluso

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obtener placer, siempre y cuando sepamosaprovecharnos de ella.

»Que, en lógica consecuencia, pues,quien se atreva a echar una carrera a un jinetemuerto, tendrá muchas posibilidades de su-frir un accidente.

»Ergo, si un maestro de escuela pueble-rina resulta rotundamente rechazado por unajoven y hermosa holandesa a la que pretende,de inmediato obtendrá dicho maestro el bene-ficio de una buena carrera profesional en laabogacía y hasta en la política».

El caballero de las pobladas cejas frun-ció y alzó éstas una y otra vez, sorprendidopor tan apabullante silogismo; mientras, elviejecito del traje raído le contemplaba, o esome pareció, con un inmenso y no menor sar-cástico aire de triunfo. El adusto caballero, alfin, no tuvo sino que reconocer que todoaquello estaba muy bien, que el argumentohabía sido bien defendido, aunque mostróuna leve objeción: en cualquier caso, tal histo-

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ria, para su gusto y para sus entendederas,resultaba un tanto extravagante, añadiendoque, encima, le habían quedado sin aclaraciónun par de puntos.

«Le aseguro, caballero, que ni yo mismome creo la mitad de ese cuento», le respondióentonces el narrador.