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TEXTOSG. K. CHESTERTON

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Recopilación y revisión de los textos: Miguel Zavalaga Flórez

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ÍNDICECÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIAL....................................4

LA AUSENCIA DEL SEÑOR GLASS...............................................8DOCE HOMBRES.............................................................................18EL FUNCIONARIO LOCO...............................................................20LA PESADILLA................................................................................22TOLSTOY..........................................................................................25LA PAGODA DE BABEL.................................................................28UNA ANÉCDOTA MÁS BIEN IMPROBABLE..............................29UNA DEFENSA DE LAS NOVELITAS DE A PENIQUE..............32DEFENSA DEL DESATINO.............................................................36EL ÁRBOL DEL ORGULLO............................................................39

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CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO POLICIALQue quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he

fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces.Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un

estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. Notengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante;soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo queexisten ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad dignade ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en laliteratura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas deefectuarse.

Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. Se publican panfletos de todotipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener

personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetasdel periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden seraprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencillaartesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta ciertopunto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde,creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la ofertaresponde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo está frustrado al nopoder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólolibros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también librosde texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financieravigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos

vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidaddemostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en díademostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que lausura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoytenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La

falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio? ,con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación deldivorcio o los anticonceptivos.

Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada deuna humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejossobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre lamanera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón esque el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripciónrequieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir unlibro sobre ello, no.

Primero

Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquierotro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribepara el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, nosimplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura siluetade una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y lamayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los

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escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores yque, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hacefalta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímaxno debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile paraabandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un

amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística,por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemosde nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitadosojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en laoscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tantoacentúa dicha gran luz en la mente.

Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de SherlockHolmes tiene un título que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentidocompletamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencialclarear: el título es “Resplandor plateado”.

SegundoEl segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la

complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple.Esto también señala las historias de más calidad. El escritor está ahí para explicar elmisterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto)en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por laimpresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectivesliterarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejoaun que su solución.

Tercero

En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explicantodo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero nocomo criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgueel derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya hemencionado, “Resplandor plateado”. Sherlock Holmes es tan conocidocomoShakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto deuno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso

caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por elladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentraen el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. Lapura verdad es que el caballo lo asesinó.

Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. Laverdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata delcaballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siemprehaciendo otra cosa.

Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como elcriminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joyahasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.

Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, ésta es la primera quesugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar

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actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y queesté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple originalidad.Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible poralguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribircuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste

al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo decometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto enla historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestrosistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantesmucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamosde estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por logeneral, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consisteen convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegadoal lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Yel lector no juega contra el criminal sino contra el autor.

El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces haceen una obra seria o realista: “¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol paravigilar el jardín del médico?” Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: “¿Por qué el autorhizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a unagrimensor?”. El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sinreconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en elcuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicandopor qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de lahistoria debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como unamiserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al esconditecon su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensorpuede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué estáhaciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a esteárbol en particular, hombre astuto y malvado?

Cuarto

Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerácomo práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacenparecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosospertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un

vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que esuna forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algoa lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lotanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisibleque fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes yalgo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener enmente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener underecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo.No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de latrama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de losmotivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel

en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar lahistoria en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la

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razón obvia y suficiente sino por la segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, apesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor dela tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame unaburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.

QuintoPor último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma

literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicasy a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entredesde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipoempieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que elescritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historiadebe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplementeuna alucinación.

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LA AUSENCIA DEL SEÑOR GLASSLa sala de consulta del doctor Orion Hood, el eminente criminólogo y especialista en

ciertos trastornos morales, estaba frente al mar, en Scarborough, y tenía una serie depuertas-ventana, amplias y luminosas, por las que se veía el mar del Norte como unainfinita muralla exterior de mármol azul verdoso. En esa zona, el mar tenía algo de lamonotonía de un friso de ese color. Y la propia sala estaba organizada según un ordeninflexible, semejante, en cierto modo, al orden inflexible del mar. No debe deducirse deello que excluyera del lugar el lujo o incluso la poesía. Ambos estaban presentes, en elsitio que les correspondía. Pero uno sentía que nunca se les permitía dejar su lugar. Ellujo estaba presente: en una mesa especial había ocho o diez cajas de cigarros de lamejor calidad, pero colocados con deliberación, de manera que los más fuertes estabansiempre más próximos a la pared y los más suaves más cerca de la ventana. Tres frascoscon tres clases diferentes de licor, todos ellos excelentes, permanecían siempre en esa

mesa representativa del lujo. Pero las personas imaginativas sostienen que el whisky, elcoñac y el ron parecían estar siempre a la misma altura. La poesía estaba presente: elrincón izquierdo de la habitación estaba cubierto con estantes en los que se alojaba unacolección tan completa de los clásicos ingleses como la que, en el rincón derecho de lahabitación, representaba a los fisiólogos ingleses y extranjeros. Pero si uno sacaba de sufila, un volumen de Chaucer o de Shelley, su ausencia producía un efecto irritante,como una mella en los incisivos de una persona. Uno no podría decir que los libros nose leían nunca; probablemente sí se leían, pero daban la sensación de estar encadenadosa sus lugares, como las biblias en las viejas iglesias. El doctor Hood trataba subiblioteca privada como si fuera una biblioteca pública. Y si esta estricta rigidezcientífica alcanzaba incluso a los estantes cargados de poemas y de baladas y a las

mesas colmadas de bebida y tabaco, no hace falta decir que esa santidad paganaprotegía aún más los otros estantes que contenían la biblioteca del especialista y lasotras mesas que sostenían los frágiles e incluso etéreos instrumentos químicos omecánicos.

El doctor Orion Hood paseaba arriba y abajo por su consulta, limitado—como dicenlas geografías escolares— al este por el mar del Norte y al oeste por las apretadashileras de su biblioteca sociológica y criminológica. Iba vestido de terciopelo, como unartista, pero sin nada del descuido propio de los artistas. Tenía muchas canas, pero supelo era espeso y saludable: su rostro, aunque delgado, era de expresión optimista yalerta.

Todo lo que se refería a él y a su habitación indicaba algo a la vez rígido e inquieto,como ese gran mar nórdico junto al cual (por puras razones higiénicas) había construidosu hogar.

El destino, que estaba de ánimo jocoso, empujó la puerta e introdujo en ese largo yestricto aposento, flanqueado por el mar, a alguien que era quizá lo más violentamenteopuesto a él y a su dueño. En respuesta a una invitación breve pero educada, la puerta seabrió hacia dentro y apareció, con torpe caminar, una figurita informe, que parecíaencontrar su propio sombrero y su propio paraguas tan inmanejables como una enormecantidad de equipaje. El paraguas era un bulto negro, vulgar y en pésimo estado; elsombrero era de ala ancha y curva, clerical, pero de un tipo poco frecuente en Inglaterra.El hombre, era la encarnación misma de la humildad y el desvalimiento.

El médico contempló al recién llegado con sorpresa contenida, parecida a la quehabría mostrado si algún animal marino de gran tamaño, pero inofensivo, se hubieraarrastrado hasta su habitación. El recién llegado contempló al médico con esa expresión

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sonriente, pero jadeante, que caracteriza a una corpulenta mujer de la limpieza queacaba de lograr meterse en un ómnibus. Es una espléndida combinación de satisfacciónsocial propia y de apariencia física desordenada. Se le cayó el sombrero a la alfombra yel pesado paraguas se le escurrió entre las rodillas, con un golpe sordo. El hombrecillose lanzó a recoger el primero y se agachó para recuperar el segundo, mientras con una

sonrisa inocente en su redonda faz decía lo siguiente:—Me llamo Brown. Le ruego que me disculpe. He venido por el asunto de losMacNab. Me he enterado de que usted ayuda a menudo a gente con problemassemejantes. Discúlpeme si me equivoco.

Para entonces, ya había recuperado desmañadamente el sombrero e hizo una breveinclinación de cabeza sobre él, a modo de saludo, como si así todo quedaraperfectamente en orden.

—Creo que no le comprendo—replicó el científico, con frialdad—. Me temo que seha equivocado usted de despacho. Yo soy el doctor Hood y mi trabajo es casi en-teramente literario y educativo. Es cierto que algunas veces la policía me ha consultadoen casos de especial dificultad e. importancia, pero...

—Oh, esto es algo de la mayor importancia—interrumpió el hombrecito llamadoBrown—. Imagínese, su madre no deja que se prometan en matrimonio.—Y se echóhacia atrás en la butaca con la más radiante expresión de racionalidad.

Las cejas del doctor Hood estaban fruncidas sombríamente, pero, bajo ellas, los ojosbrillaban con un fulgor que podía ser fruto de la ira o de la diversión.

—Pues sigo sin entender del todo—dijo.—Mire usted: quieren casarse—aclaró el hombre del sombrero clerical—. Maggie

MacNab y el joven Todhunter quieren casarse. ¿Y qué puede haber más importante queeso?

Los triunfos científicos del gran Orion Hood lo habían privado de muchas cosas, unosdecían que de la salud, otros que de Dios; pero no le habían despojado totalmente delsentido del absurdo. Y ante la última apelación del ingenuo cura, se le escapó una risaahogada y se dejó caer en una silla, adoptando una actitud irónica, de médico llamado aconsulta.

—Señor Brown—dijo gravemente—: hace catorce años y medio que se me pidió queatendiera personalmente un problema particular. Y entonces el caso era un intento deenvenenar al presidente francés en un banquete ofrecido por un alcalde. Entiendo queahora se trata de si una amiga de usted, llamada Maggie, es la prometida adecuada paraun amigo de ella llamado Todhunter. Pues bien, señor Brown, soy un deportista. Meharé cargo del caso. Daré a la familia MacNab el mejor consejo que pueda, tan buenocomo el que di a la República francesa y al Rey de Inglaterra; no, mejor: catorce años

mejor. No tengo nada más que hacer esta tarde. Cuénteme su historia.El curita llamado Brown le dio las gracias calurosamente, pero con la misma ypeculiar sencillez. Era más bien como si diera las gracias a un desconocido, en un salónpara fumadores, por haberse tomado la molestia de pasarle las cerillas en vez de estardando las gracias (y a los efectos, así era) al conservador de los Kew Gardens poracompañarle a un prado a encontrar un trébol de cuatro hojas. Sin apenas una pausa trassu cálido agradecimiento, el hombreciIlo empezó su relato:

—Le dije que mi nombre era Brown y así es, en efecto. Soy el cura de la Iglesiacatólica que me imagino habrá usted visto al otro lado de esas calles dispersas que hay alas afueras de la ciudad, hacia el norte. En la última y más apartada de esas calles quecorre paralela al mar como un muelle, hay un miembro de mi parroquia, una viuda

llamada MacNab, una mujer muy honrada pero de genio bastante vivo. Tiene una hija yalquila habitaciones, y entre ella y los huéspedes... bueno, me imagino que habría

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mucho que decir de ambas partes. En estos momentos tiene sólo un huésped, el jovenllamado Todhunter. Pero ha dado bastante más que hacer que todos los anteriores,porque quiere casarse con la hija.

—Y la hija—preguntó el doctor Hood, enormemente divertido, aunque lo ocultara—,¿qué es lo que quiere?

—¡Pues casarse con él!—exclamó el padre Brown, enderezándose en el asiento, convehemencia—. Esa es la horrible complicación.—Es, en verdad, un enigma espantoso—dijo el doctor Hood.—El joven James Todhunter—continuó el clérigo— es un muchacho muy serio, por

lo que yo sé. Pero el caso es que nadie conoce mucho de él. Es un tipo bajito, de tezoscura, alegre, ágil como un mono, completamente afeitado como un actor y servicialcomo un cortesano fiel. Parece tener una buena cantidad de dinero, pero nadie sabe enqué trabaja. Por lo tanto, la señora MacNab, que es dada al pesimismo, estácompletamente segura de que se trata de algo horrible y probablemente relacionado conla dinamita. La dinamita debe ser de no muy buena clase y no ruidosa, porque el pobremuchacho se limita a encerrarse varias horas al día y estudiar algo, tras la puerta cerradacon llave. El afirma que su encierro es temporal y está justificado y promete explicarlotodo antes de la boda. Eso es todo lo que se sabe con certeza, pero la señora MacNab lecontará muchas cosas de las que ella está segura. Ya sabe usted cómo surgen lashistorias cuando sólo hay ignorancia. Hay historias de dos voces a las que se oye hablaren la habitación, aunque, cuando se abre la puerta, Todhunter está siempre solo. Hayhistorias de un misterioso hombre alto con sombrero de copa, que una vez salió de entrela bruma marina procedente, al parecer, del propio mar, caminando sin ruido a través dela arena, y que atravesó el pequeño jardín trasero, al crepúsculo, hasta que se le oyóhablando con el huésped, por la ventana abierta. La conversación parece que terminó enpelea. Todhunter cerró violentamente la ventana, y el hombre del sombrero de copadesapareció de nuevo entre la bruma del mar. La familia cuenta esta historia con lamayor de las perplejidades. Pero yo creo, en realidad, que la señora MacNab prefiere supropia versión original: que el Otro Hombre (o lo que sea) sale todas las noches delarcón de la esquina, que siempre está cerrado con llave; por lo tanto, ya ve usted cómoesta puerta cerrada de Todhunter se convierte en la puerta de todas las fantasías ymonstruosidades de “Las mil y una noches”. Y, sin embargo, ahí está el muchacho, consu respetable chaqueta negra, tan exacto e inocente como un reloj de salón. Paga surenta con puntualidad y es prácticamente abstemio. No se cansa nunca de entretener alos niños durante horas y horas, del modo más amable. Además, y eso es lo másimportante de todo, goza de todas las simpatías de la hija mayor, que está dispuesta acasarse con él mañana mismo.

El hombre que se ocupa de teorías de largo alcance siente siempre un placer especialen aplicarlas a cualquier asunto trivial. El gran especialista, una vez que hubo decididomostrarse bondadoso con la simplicidad del sacerdote, lo hizo de la manera másgenerosa. Se acomodó en su sillón y empezó a hablar con el tono de un profesor algodistraído:

—Incluso en un asunto mínimo, lo mejor es buscar las principales tendencias de laNaturaleza. Una flor concreta puede no estar muerta al principio del invierno, pero lasflores mueren en general en esas fechas; un guijarro concreto puede no mojarse con lamarea, pero la marea sube. Para el ojo científico, toda la historia humana es una serie demovimientos colectivos, destrucciones o migraciones, como la matanza de moscas eninvierno o el regreso de los pájaros en la primavera. Ahora bien, el hecho básico de toda

la historia es la Raza. La Raza produce la religión, la Raza genera guerras legales yéticas. No hay ejemplo más fuerte que el del absurdo e ingenuo linaje, en camino de

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desaparición, al que comúnmente llamamos linaje celta, al cual pertenecen sus amigoslos MacNab. Pequeños, morenos, soñadores e inestables, aceptan fácilmente lasexplicaciones supersticiosas de cualquier hecho, igual que todavía aceptan (discúlpemepor decirlo), la supersticiosa explicación de todos los incidentes que usted y su iglesiarepresentan. No es nada extraordinario que esa gente, con el mar lamentándose detrás de

ellos y la Iglesia (perdóneme de nuevo) zumbando delante, den rasgos fantásticos a losque probablemente no son más que hechos normales. Usted, con sus pequeñasresponsabilidades parroquiales, sólo ve a esta señora MacNab en concreto, aterrada conla historia de las dos voces y el hombre alto que viene del mar. Pero el hombre dotadode imaginación científica ve, por así decir, los clanes enteros de los MacNab, esparcidospor todo el mundo, tan iguales en su manifestación última como una bandada depájaros. Ve miles de señoras MacNab en miles de casas, dejando caer su gotita demorbosidad en las tazas de té de sus amigas; ve...

Antes de que el científico pudiera terminar su frase, se oyó llamar fuera de nuevo, másimpacientemente que la primera vez. Alguien con faldas crujientes caminaba conprecipitación por el pasillo y la puerta se abrió dejando ver a una joven, decorosamentevestida pero con aspecto nervioso y el rostro rojo por la prisa. Tenía el pelo rubio,alborotado por el viento marino, y habría sido realmente hermosa si sus pómulos, comoes típico de los escoceses, no hubieran sido un poquito demasiado altos y sonrosados.Su disculpa fue casi tan brusca como una orden.

—Lamento interrumpirle—dijo—, pero tenía que seguir al padre Brown, sin falta; setrata de un asunto de vida o muerte.

El padre Brown empezó a ponerse en pie con cierta agitación.—Pero ¿qué ha ocurrido, Maggie?—dijo.—Han asesinado a James, por lo que puedo deducir—respondió la joven, respirando

todavía agitadamente tras la carrera—. Ese individuo, Glass, ha estado otra vez con él.Los oí hablando a través de la puerta, con toda claridad. Dos voces distintas, porqueJames habla bajo, con un tono gutural y la otra voz era aguda y temblorosa.

—¿Ese individuo Glass?—repitió perplejo el cura.—Sé que se llama Glass—respondió la joven con tono muy impaciente—, lo oí a

través de la puerta. Estaban peleándose, por cuestiones de dinero, creo, porque oí aJames decir una y otra vez: “Muy bien, señor Glass” o “No, señor Glass” y luego “Doso tres, señor Glass”. Pero estamos hablando demasiado. Debe usted venirinmediatamente y quizá lleguemos a tiempo.

—Pero ¿a tiempo para qué?—preguntó el doctor Hood, que había estado observandoa la joven con gran interés—. ¿Qué pasa con ese señor Glass y sus problemas mone-tarios que impulsan a tal urgencia?

—Traté de echar la puerta abajo y no pude—respondió bruscamente la joven—.Entonces corrí al patio trasero y logré subir al alféizar de la ventana de la habitación.Estaba bastante oscuro y parecía no haber nadie, pero juro que vi a James tirado en unrincón, como si estuviera drogado o lo hubieran estrangulado.

—Esto es algo muy serio—dijo el padre Brown, recogiendo sus escurridizos paraguasy sombrero y poniéndose en pie—. De hecho yo estaba exponiendo sus problemas a estecaballero y su opinión...

—Ha sufrido un cambio considerable—dijo con preocupación el científico—. Nocreo que esta joven sea tan céltica como había supuesto. Como no tengo otra cosa quehacer, me pondré el sombrero y los acompañaré.

Unos minutos después, los tres se acercaban al final de la triste calle de los MacNab,

la joven con paso firme y sin aliento como un montañero, el criminólogo con pasoslargos y elegantes que recordaban la agilidad de un leopardo y el cura con un trote

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enérgico, totalmente carente de elegancia. El aspecto de esta zona de las afueras de laciudad no dejaba de justificar las alusiones del médico a actitudes y ambientesdesolados. Las casas dispersas estaban cada vez más alejadas unas de otras, en una líneainterrumpida a lo largo de la costa; la tarde iba cayendo con una penumbra prematura yparcialmente lívida; el mar era de un púrpura turbio y producía un murmullo

amenazador. En el descuidado jardín trasero de los MacNab, que bajaba hacia la arena,había dos árboles negros con aspecto de no brotar nunca, que parecían manos dedemonios levantadas con expresión de asombro. Al correr calle abajo para recibirloscon las delgadas manos en alto, en un gesto similar, y su rostro impetuoso en la sombra,la señora MacNab se parecía también un poco a un demonio. El médico y el sacerdoteapenas replicaron a su estridente reiteración del relato de la joven, con detalles másperturbadores de su propia cosecha, a las promesas de venganza alternativamentedirigidas contra el señor Glass por asesinato y contra el señor Todhunter por haber sidoasesinado, o contra este último por haberse atrevido a querer casarse con su hija y nohaber vivido para hacerlo. Atravesaron el estrecho pasillo de la parte delantera de lacasa hasta llegar a la puerta del huésped en la parte trasera y allí, el doctor Hood, con lahabilidad de un viejo detective, dio un golpe seco y logró abrir la puerta.Se encontraron con una catástrofe silenciosa. Nadie que la viera, aunque sólo fuese unsegundo, podría dudar de que la habitación había sido el escenario de alguna impactantepelea entre dos personas o quizá más. Había naipes dispersos sobre la mesa odesparramados por el suelo, como si se hubiera interrumpido una partida. Copas de vinoen una mesita auxiliar y una tercera, hecha trizas, como una estrella de cristal, sobre laalfombra. A pocos pies de ella había lo que parecía un cuchillo largo o una espada corta,recta, pero con un puño muy adornado y pintado. Su hoja apagada recibía un brillogrisáceo de la deprimente ventana que había detrás, por la que se veían los negrosárboles contra la plomiza línea del mar. Un sombrero de copa había rodado hacia elextremo opuesto de la habitación, como si alguien se lo acabara justo de quitar, tantoque uno tenía casi la impresión de que seguía rodando. Y detrás de él, en la esquina,tirado como una bolsa de patatas, pero atado como un baúl facturado, yacía el señorJames Todhunter, con una bufanda tapándole la boca y seis o siete cuerdas anudadas entorno a los codos y los tobillos. Sus ojos castaños estaban llenos de vida y se volvieronhacia ellos con expresión alerta.

El doctor Orion Hood se detuvo un instante sobre el felpudo y se empapó de toda laescena de silenciosa violencia. Luego atravesó con rapidez la alfombra, recogió elsombrero de copa y lo puso gravemente sobre la cabeza del todavía cautivo Todhunter.Era demasiado ancho para él, tanto, que casi se deslizó hasta los hombros.

—El sombrero del señor Glass—dijo el médico, volviendo con él y observando el

interior con una lupa de bolsillo—. ¿Cómo explicar la ausencia del señor Glass y lapresencia del sombrero del señor Glass? Porque el señor Glass no es una personadescuidada con su ropa. Este sombrero tiene estilo y ha sido cepillado y lustradosistemáticamente, aunque no es muy nuevo. Un viejo dandy, diría yo.

—Pero ¡por Dios!—exclamó la señorita MacNab—. ¿Por qué no lo desata usted antesque nada?

—Digo “viejo” con intención, aunque no con certeza —continuó el comentarista—.Es posible que mi razón para usar esa palabra pueda parecer algo atrevida. El pelo delos seres humanos empieza a caer en diversos grados, pero casi siempre cae en pequeñacantidad y con la lupa debería ver los pocos pelos que se depositan en un sombrero quese ha usado recientemente. Este sombrero no tiene ningún pelo, lo que me hace pensar

que el señor Glass es calvo. Ahora bien, cuando este dato se une a la voz aguda ytemblorosa que la señorita MacNab describió tan atinadamente (paciencia, señorita,

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—Dado que hemos encontrado al señor Todhunter atado, ustedes llegan a laconclusión de que el señor Glass lo ha atado y luego, me imagino, ha huido. Hay cuatroobjeciones a esta tesis: la primera, ¿por qué un caballero tan presumido como nuestroamigo Glass olvidaría su sombrero, si se fue por propia voluntad? Segunda—continuó,dirigiéndose hacia la ventana—, ésta es la única salida y está cerrada por dentro.

Tercera, esta hoja tiene una diminuta mancha de sangre en la punta, pero el señorTodhunter no presenta ninguna herida. El señor Glass se fue herido, vivo o muerto.Agreguemos a todo ello esta probabilidad fundamental: es mucho más probable que lapersona chantajeada trate de matar a su víctima y no que el chantajista trate de matar lagallina de los huevos de oro. Esta es, creo yo, una relación bastante compleja del caso.

—Pero ¿y las cuerdas?—preguntó el cura, cuyos ojos muy abiertos expresaban unaadmiración bastante vacua.

—Ah, las cuerdas—dijo el experto con un tono curioso—. La señorita MacNabinsistía en saber por qué no liberé al señor Todhunter de sus ataduras. Pues bien, se lodiré. No lo hice porque el señor Todhunter puede librarse de ellas en el momento en quequiera hacerlo.

—¿Qué?—exclamó su auditorio con diferentes tonos de asombro.—He observado los nudos del señor Todhunter—reiteró con calma Hood—. Da lacasualidad de que entiendo algo de nudos; son toda una rama de la ciencia criminal.Cada uno de esos nudos lo ha hecho él mismo y podría deshacerlos; ninguno de ellospodría haber sido hecho por un enemigo que de verdad quisiera inmovilizarlo. Todoeste asunto de las cuerdas es una astuta maniobra para hacernos creer que es víctima deuna pelea, en vez del desdichado Glass, cuyo cadáver bien puede estar oculto en el jardín o escondido en la chimenea.

Se produjo un silencio más bien deprimente; la habitación iba oscureciéndose, lasramas de los árboles del jardín, castigadas por el mar, parecían más delgadas y másoscuras que nunca; sin embargo, semejaban estar más cerca de la ventana. Uno podíacasi imaginar que esos monstruos marinos como los kraken o las saepias, póliposserpenteantes que se habían arrastrado fuera del mar para ver el fin de esta tragedia, delmismo modo que él, el malvado y la víctima de ella—el terrible hombre del sombrerode copa— se había arrastrado un día desde el mar. Todo el aire estaba cargado de unclima de chantaje, que es la cosa humana más morbosa, porque es un delito que encubreotro delito. Un esparadrapo negro sobre una herida negra.

El rostro del curita católico que, generalmente, tenía una expresión agradable eincluso cómica, se había fruncido de pronto, en forma curiosa. No era la curiosidadinexpresiva de su primer candor. Era más bien la curiosidad creadora que acomete a unhombre que empieza a descubrir algo.

—Repítalo, por favor—dijo con tono sencillo y preocupado— ¿quiere usted decir queTodhunter puede atarse y desatarse él solo?—Eso es lo que quiero decir—dijo el médico.—¡Dios mío!—exclamó Brown de repente—. ¿Podría tratarse de eso?Cruzó la habitación como un conejo y miró con nuevo interés la cara parcialmente

cubierta del cautivo. Luego volvió su propio rostro, bastante tonto, hacia los otros yexclamó con cierta excitación:

—¡Pues sí, es eso! ¿No lo ven ustedes en su cara? ¡Pero mírenle los ojos!Tanto el profesor como la joven siguieron la dirección de su mirada. Y aunque la

amplia bufanda negra cubría completamente la mitad inferior del rostro de Todhunter, sí se dieron cuenta de que había algo inquieto e intenso en la parte superior.

—La verdad es que los ojos tienen algo raro—exclamó la joven, muy conmovida.¡Son ustedes unos brutos! ¡Estoy convencida de que le duele algo!

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lengua común, hay una diferencia entre el sombrero de un hombre y los sombreros queson de su propiedad.

—Pero un sombrerero—protestó Hood— puede sacar dinero de sus existencias desombreros nuevos. ¿Qué podría sacar Todhunter de este único sombrero viejo?

—Conejos—replicó inmediatamente el padre Brown.

—¿Qué?—exclamó el doctor Hood.—Conejos, cintas, caramelos, peces de colores, serpentinas—dijo el reverendo señor,con rapidez—. ¿No se dio usted cuenta de todo cuando vio las cuerdas falsas? Igualocurre con la espada. El señor Todhunter no tiene ni un rasguño sobre él, como usteddice; pero tiene un rasguño dentro de él, si no me explico mal.

—¿Quiere usted decir dentro de la ropa? -preguntó severamente la señora MacNab.—No quiero decir dentro de la ropa del señor Todhunter—respondió el padre

Brown—. Quiero decir dentro del señor Todhunter.—Pero ¿qué demonios quiere usted decir?—El señor Todhunter—explicó plácidamente el padre Brown— está aprendiendo a

ser un mago profesional, así como un prestidigitador, un ventrílocuo y un experto en lostrucos con cuerdas. Lo de la magia explica el sombrero. No tiene rastros de pelo, noporque haya sido usado por el prematuramente calvo señor Glass sino porque nunca hasido usado. La prestidigitación explica las tres copas, que Todhunter estaba aprendiendoa tirar al aire y recogerlas en rotación. Pero, como aún no es un experto, estrelló una deellas contra el techo. Y la prestidigitación explica también la espada, que el señorTodhunter, por deber profesional, debía tragar. Pero nuevamente, mientras practicaba,se arañó ligeramente la garganta por dentro, con el arma. De ahí que tenga una heridadentro de él, aunque estoy seguro (por su expresión) de que no es grave. Estabaensayando también el truco de soltarse de las cuerdas, como los hermanos Davenport, yestaba justo a punto de liberarse cuando todos irrumpimos en la habitación. Los naipes,por supuesto, son para juegos malabares también, y están dispersos por el suelo porqueacababa de practicar uno de esos trucos que consiste en lanzarlos por los aires. Selimitaba a guardar en secreto su oficio porque tenía que encubrir sus trucos, comocualquier otro mago. Pero el mero hecho de que algún paseante ocioso con sombrero decopa hubiera observado una vez por la ventana y hubiera sido alejado con granindignación bastó para ponernos a todos sobre una falsa pista de fantasía y hacernospensar que toda su vida estaba dominada por el fantasma del señor Glass, con susombrero de copa.

—Pero ¿y lo de las dos voces?—preguntó sorprendida Maggie.—¿No ha oído usted nunca a un ventrílocuo?—preguntó el padre Brown—. ¿No sabe

usted que primero hablan con su voz natural y luego se contestan a sí mismos con esa

voz estridente, temblorosa y artificial que oyó usted?Hubo un largo silencio y el doctor Hood contempló al hombrecito que había hablado,con una sonrisa cínica y atenta.

—Es usted ciertamente muy ingenioso—dijo—. No podía haberse hecho mejor en unlibro. Pero hay una parte del señor Glass que no ha logrado usted explicar y es su

nombre. La señorita MacNab oyó claramente cómo lo llamaba así el señor Todhunter.El reverendo padre Brown se echó a reír puerilmente.—¡Ah, bueno!—dijo—. Eso es lo más tonto de esta historia absurda. Cuando nuestro

amigo malabarista tiraba tres copas a un tiempo, las contaba a medida que las recogía ytambién comentaba en voz alta si no lograba asirlas. Lo que en realidad decía es: “Uno,dos y tres, fallé; uno, dos: fallé”1. Y así sucesivamente.

1 El autor hace un juego de palabras entre "missed a glass" ("se me escapó una copa", en castellano) y"Mister Glass" (Señor Glass). La pronunciación en inglés resulta parecida. (N. del T.)

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Hubo un segundo de inmovilidad en la habitación y luego, todos a una, se echaron areír, mientras la figura que yacía en el rincón se desataba alegremente de las cuerdas ylas dejaba caer con elegancia. Luego, avanzando hasta el centro de la habitación, conuna reverencia sacó del bolsillo un gran cartel impreso en azul y rojo, que anunciabaque Zaladin, el Mejor Mago, Contorsionista, Ventrílocuo y Canguro Humano del

Mundo presentaría una serie completamente nueva de Números en el Pabellón Imperial,Scarborough, el lunes próximo, a las ocho en punto.

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DOCE HOMBRESEl otro día, mientras estaba pensando en cuestiones de moral y en el Sr. H. Pitt, fui,

por así decirlo, secuestrado e introducido en un banco de jurado para juzgar a alguien.El secuestro duró unas semanas pero no dejo de parecerme algo repentino y arbitrario.Me sentaron ahí porque vivo en el barrio de Battersea y mi apellido empieza por la letraC. Mirando por el tribunal, vi una autentica multitud que había acudido a la citación del juzgado. Toda esta procesión vivía en Battersea y su nombre empezaba por C.

Parece ser que siempre citan al jurado haciendo estos barridos alfabéticos. De unplumazo oficial, por así decirlo, Battersea queda desnudo de sus C y se tiene que apañarcomo pueda con el resto de alfabeto. De una calle falta un tal Cumberpath, de otra unChizzolpop, tres Chucksterfields de la mansión Chucksterfield, los niños lloran laausencia de Cadgerboy, la comadre de la esquina llora por su Coffintop y no admiteconsuelo. Nos acomodamos juguetones en nuestros asientos, (somos una especie

temeraria los C de Battersea, no nos preocupan las consecuencias) y nos toma juramentode forma totalmente inaudible un sujeto que parece un cirujano militar que hubieseentrado en su segunda infancia. Entendemos sin embargo que debemos juzgar bien yfielmente el asunto que enfrenta al Tribunal, la Corona y el prisionero. Los tres están,de momento, por aparecer.

***

Justo cuando daba por hecho que la corona y el acusado estaban seguramente llegandoa un acuerdo amistoso en otra sala, apareció la cabeza del acusado por encima delbanquillo. El cargo es robo de bicicletas y es la viva imagen de un amigo mío. Nos

metemos con detenimiento en el asunto de robo de bicicletas. Juzgamos bien yfielmente el asunto de las bicicletas que enfrentan a la corona y al acusado. Acordamos,tras una discusión breve pero profunda, que la corona no está implicada en modoalguno. Después nos ocupamos de una mujer acusada de descuidar a sus hijos. Parececomo si algo o alguien hubiese sido descuidado con ella. Soy uno de los que están másbien convencidos de ello.

Durante el tiempo en que el ojo observó estas apariciones y la mente formuló estosfrívolos comentarios, el corazón sintió una pena primitiva y un miedo que el ser humanoha sido incapaz de formular desde el principio. Pero es lo que da su fuerza a la mitad delos poemas del mundo. Este estado de animo no puede ni sugerirse a no ser diciendoque la tragedia es la máxima expresión del valor de una vida humana. Nunca me habíaencontrado tan próximo al dolor y nunca tan lejos del pesimismo. Por lo general, nodiría palabra de estas emociones oscuras, hablar de ellas es demasiado difícil. Lasmenciono ahora a cuento de una razón, concreta y especifica, que inmediatamenteexpondré. Las menciono porque con su calor encontré, de forma curiosa, laconfirmación de una verdad política o social. Vi con una claridad rara e indescriptibleen qué consiste realmente el jurado y por qué nunca debemos abandonarlo.

Hasta la fecha, nuestra época se ha orientado de manera consistente hacia laespecialización y la profesionalidad. Tenemos ejércitos profesionales porque luchanmejor, cantantes profesionales porque cantan mejor, cómicos profesionales porque seríen mejor, etcétera. Numerosos escritores modernos han planteado esta idea para elderecho y la política. Muchos socialistas fabianos han insistido en que la mayor partede nuestra actividad política debería realizarse por expertos. Muchos juristas hanplanteado que el jurado lego debe ser suplantado por el juez profesional.

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***

Bueno, si éste fuese un mundo realmente razonable, no creo que hubiese nada queobjetar. Pero lo que realmente aprendemos de la experiencia, la verdadera base de toda

religión, es que la cuatro o cinco cosas más esenciales que debe conocer un hombre, sontodas ellas lo que llamamos paradojas. Es decir que por más que resulten evidentes enla vida diaria, difícilmente podemos formularlas sin parecer culpables decontradicciones verbales. Una de ellas es, por ejemplo, el indiscutible tópico de que lapersona que más disfruta consigo misma es la que menos lo pretende. Otra es laparadoja del valor que consiste en que la forma de evitar morir es no temiéndolo enexceso. Al que le importa tan poco partirse un hueso que trepa a una roca sobre las olas,puede que salve su vida con ese descuido. El que pierda su vida la salvará. Como ven uncomentario totalmente prosaico y práctico.

Pues bien, entre estas cuatro o cinco paradojas que deberían enseñarse a cada bebé que juega en las rodillas de su madre, se encuentra la siguiente: a más mira una persona algomenos la ve, a más la estudia menos sabe de ello. El argumento fabiano a favor delexperto, que debemos confiar en personas entrenadas, sería totalmente inexpugnable sifuese cierto que la gente que estudia algo y lo práctica cada día, entiende el significadoy la importancia de ese algo cada vez mejor. No lo hace. Cada vez ve menos de susentido e importancia. De la misma manera en que nosotros, a no ser que nosrecordemos que debemos ser humildes y agradecidos, vemos cada día menos el sentidoy la importancia del cielo y las montañas, lo que es una pena.

***Es un asunto tremendo señalar a alguien para que reciba la venganza de los demás.

Pero es algo a lo que se puede uno acostumbrar. Uno se acostumbra a cosas terribles,como el sol. Lo verdaderamente horrible de toda la administración de justicia, inclusode los mejores de entre jueces, magistrados, abogados, detectives y agentes de policía,no es que sean malos (algunos son buenas personas) ni que sean idiotas (un puñado esmuy inteligente), es sencillamente que se han acostumbrado.

Hablando con propiedad, no ven al acusado en el banquillo. Solamente pueden ver alhombre de siempre en su lugar habitual. No contemplan el imponente tribunal donde seimparte justicia, sólo su lugar de trabajo. Por lo tanto, la civilización cristiana hadecidido muy sabiamente que en cada nueva ocasión reciban una transfusión de sangree ideas nuevas procedente de las calles. Que lleguen personas capaces de ver el tribunaly la multitud, los rostros vulgares de agentes y rateros, los rostros consumidos de los

viciosos, el rostro inverosímil de los abogados mientras gesticulan. Y ver todo estocomo uno mira un cuadro nuevo o el estreno de una obra de teatro.Nuestra civilización ha decidido, con toda razón, que determinar la inocencia o

culpabilidad de alguien es un asunto demasiado trascendental como para confiárselo alos profesionales. Si desea iluminar un asunto tan terrible, solicita doce hombres de lacalle tan ignorantes del derecho como yo mismo, pero capaces de sentir lo que yo sentí en el banco del jurado. Cuando lo que quiere es que se catalogué correctamente unabiblioteca, conocer las dimensiones del sistema solar o cualquier otra cosa irrelevantes,utiliza a especialistas. Pero cuando quiere hacer algo realmente importante coge a docehombres corrientes que andaban por ahí. Si no recuerdo mal, el fundador delcristianismo, no hizo otra cosa.

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EL FUNCIONARIO LOCOPerder la razón es la cosa más lenta y más aburrida del mundo. Desde mi infancia, he

estado a punto de hacerlo más de una vez. Al igual que casi todos mis amigos, al habernacido bajo la maldición que aflige a todos los mortales, pero especialmente a losmodernos. Me refiero a la maldición que hace que un hombre tenga que forzar suinteligencia casi hasta el límite antes de tener la oportunidad de vivir.

Pero el proceso de enloquecer es aburrido por la sencilla razón de que nadie esconsciente de que sucede. La rutina, el tomarse las cosas al pie de la letra, una seriedadseca, un hambre mental, componen el ambiente de la enfermedad. Si alguien pudieseser consciente de su locura, dejaría de estar loco.

Una persona estudia algunos textos del libro de Daniel o criptogramas en las obras deShakespeare, con unas lupas monstruosas que siempre tiene puestas sobre la nariz. Si selas pudiese quitar una sola vez, las haría añicos. Una persona deduce sus fantasías, sobre

la raza anglosajona o sobre el sexto sello, de un primer axioma que no puede ver. Sipudiera estudiarlo, se daría cuenta de que no está allí.Este lento y temible proceso de autohipnosis mediante el error puede ocurrirle no

solamente a individuos sino a sociedades enteras. Es difícil detectarlo y demostrar queocurre, por lo tanto es difícil de curar. Pero esta degradación mental puede ser detectadamediante un examen que considero eficaz. Una nación no enloquece por hacer cosasextravagantes, mientras las emprenda con un espíritu extravagante: Los cruzados que nose arreglaban la barba hasta no contemplar Jerusalén, los jacobinos llamándose los unosa los otros Harmondius o Epaminondas cuando sus nombres eran Jacques y Jules. Sonexcentricidades, pero fueron obra de almas turbulentas durante tiempos alborotados.

Pero cuando vemos una excentricidad encajada con mansedumbre, el Estado ha

enloquecido. Por ejemplo, tengo licencia de armas. Por todo lo que yo sé, esto,lógicamente, me permite disparar cincuenta y nueve cañones día y noche, en mi jardín.No me sorprendería que alguien lo hiciese porque se lo pasaría muy bien. Pero mesorprendería que los vecinos lo aceptasen como algo normal solamente por serconforme a la letra de la ley.

O otro ejemplo: Tengo licencia para perros y puede que tenga derecho (por lo pocoque sé) a soltar diez mil perros salvajes en Buckinghamshire. No me sorprendería antesemejante ley, porque en la moderna Inglaterra prácticamente no hay ley de la que noasombrarse. Ni siquiera me sorprendería ante el hombre que lo hiciese, porque ciertaclase de persona, si vive lo bastante sometido al sistema de terratenientes inglés, seríacapaz de cualquier cosa. Pero me alarmaría ante gente capaz de aceptarlo. En otraspalabras, pensaría que el mundo ha perdido la razón si el incidente fuese aceptado ensilencio.

Ahora bien, cosas como éstas suceden cada día y son aceptadas en silencio. Todos losgolpes se deslizan por la suavidad de un muro esmaltado. Los golpes no se escuchancontra la blandura de una celda acolchada. Y es que la locura es un estado tan pasivocomo activo. Es una parálisis, una negativa de los nervios a responder ante un estímulonormal tanto como una respuesta anómala. Hay colectivos, a los que se puede distinguirclaramente en algunos lugares de la historia, que pasan de la riqueza a la miseria, de lagloria a la insignificancia de la libertad a la esclavitud, no ya en silencio si no inclusocon serenidad. Han perdido el poder de asombrarse de sus propias acciones. El rostroaún sonríe por más que los miembros de forma repugnante se están desprendiendo delcuerpo. Cuando adoptan una moda descabellada o promulgan una ley absurda, no seasombran del monstruo que han parido. Se han acostumbrado a su propia sinrazón. Su

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cosmos es el caos, el remolino su aliento. Estas naciones se arriesgan, en verdad, aperder colectivamente la cabeza; de convertirse en un vasto teatro de la estupidez, conciudades en ruinas y locos campos salpicados de industriosos lunáticos. Uno de estospaíses es la moderna Inglaterra.

He aquí un ejemplo sacado de la realidad, una pequeña muestra de cómo funciona

realmente nuestra conciencia social: de espíritu domesticado, descabellado en elresultado, recibido en silencio. Algo sin la luz del entendimiento. Tomo este párrafo deun diario.

“Ayer en Epping, Thomas Woolbourne, un obrero de Lambourne, fue citadoa juicio junto a su esposa por negligencia de sus cinco hijos. El Dr. Alpindeclaró que fue invitado a visitar el hogar del acusado por inspectores de lasociedad nacional para la prevención de la crueldad contra la infancia. Tantola casita como los niños estaban muy sucios. Comprobó que la salud de losniños era extraordinariamente buena, aunque la situación sería grave en casode enfermedad. Se comprobó que los acusados estaban sobrios. El hombrequedo en libertad. La mujer, que alegó en su defensa que no podía limpiar quela casita porque no tenía agua corriente y estaba enferma, fue sentenciada aseis semanas de cárcel. La sentencia sorprendió a los acusados. La mujer fuearrastrada fuera de la sala llorando y gritando ‘¡Qué Dios me ayude!’”.

No sé como llamar esto si no es chino. Invoca la imagen mental de una arcaica einmutable corte oriental en que hombres de rostro reseco ejecutan alguna atroz crueldadacompañándose de proverbios y epigramas cuyo sentido han olvidado. En ambos casoslo único que podemos considerar real es la injusticia. Si aplicamos el menor toque derazón, todas las acusaciones de Epping se disuelve hasta la nada.

Desafío aquí a cualquier persona cuerda a explicarme porque metieron en la cárcel aesa mujer. O por ser pobre o por estar enferma. Nadie ha sugerido, nadie puede sugerir,de hecho nadie ha dicho, que cometió algún otro crimen. Al médico le llamaron de unasociedad para la prevención de la crueldad hacia los niños. ¿Era culpable esta mujer decrueldad hacia los niños? En absoluto. ¿Dijo el médico que fuese culpable? En absoluto.¿Había alguna prueba, por remota que fuese, que delataba el pecado de crueldad? Ni unápice. Lo peor que el doctor se decidió a decir es que aunque la salud de los niños eraextraordinariamente buena, la situación sería grave en caso de enfermedad. Si el médicome indicase una situación que resultase cómica en caso de enfermedad, tomaría enconsideración su argumento.

Esto es lo peor de las preocupaciones modernas. El doctor loco está efectivamente

loco. Es, en el sentido literal y práctico, un demente pero sigue siendo, en el sentidoliteral y práctico, médico. La única cuestión es la antigua “Quis docebit ipsumdoctorem? ”. Pues la crueldad hacia los niños es algo por completo antinatural,instintivamente maldita en el cielo y la tierra pero el abandonar los niños es algo natural,como el abandonar cualquier otro deber. Sólo una ligera diferencia separa el estirarbrazos y piernas haciendo gimnasia a estirarlos en el potro de tortura. Sólo una ligeradiferencia separa la cirugía de la tortura. A retorcerle a alguien los pulgares se le puedellamar manicura con facilidad. A que te arranquen los miembros potros salvajes,masaje. El problema moderno no es tanto lo que la gente soportará como lo que nosoportará. Pero me temo que estoy interrumpiendo... ya hierve el agua y el décimomandarín está recitando los diecisiete principios fundamentales y las cincuenta y tres

virtudes del sagrado emperador.

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LA PESADILLAUn crepúsculo de cobre y oro había culminado desmenuzándose en el poniente, los

colores grises se extendían sobre todas las cosas del cielo y la tierra; además un vientofrió soplaba con fuerza creciente, un viento que tocaba con su frió dedo la carne y elalma. En la parte de atrás de mi jardín, los arbustos empezaron a susurrar comoconspiradores y después a agitar las manos haciendo una señal. Yo intentaba leer, bajolas ultimas luces que se apagaban sobre el jardín, un largo poema del periodo decadente.Un poema sobre los viejos dioses de Babilonia y Egipto, sobre sus templos, brillantes yobscenos, sobre sus rostros, crueles y colosales.

¿Es que el Señor de las moscas por ti fue amadoquien hasta la cintura de vino salpicado

persiguió a los judíos?

¿O amaste a Pasht que miraba por ojos de verdes berilos?Estaba leyendo este poema porque tenía que criticarlo para el Daily News pero, a su

manera, es verdadera poesía. Exhalaba autentica atmósfera. Un humo dulce y sofocanteque realmente parecía proceder del cautiverio de Babilonia y la servidumbre de Tiro.Gracias a Dios, mi jardín, con su horizonte inglés verdiazul como telón, no tiene muchoque ver con esas visiones demenciales de palacios decorados con frescos, enormesídolos decapitados y monstruosas soledades de arena dorada o carmesí. Pero, como mereconocí a mí mismo, durante una puesta de sol tormentosa como ésta, puedoimaginarme un olor de muerte y miedo como aquel. El ocaso asolado parece, de verdad,uno de sus templos: un montón de destrozado mármol, dorado y verde.

Algo negro y aleteante se aparta de la copa de uno de los oscuros árboles y revoloteahasta otra. No sé si es un búho o un murciélago pero puedo imaginarme que es unquerubín negro, un infernal querubín de las tinieblas. No con las alas de un pájaro y lacabeza de un bebe sino con las alas de un murciélago y la cabeza de un duende.Supongo que, si hubiera luz, podría quedarme aquí sentado y escribir un cuento demiedo bastante aceptable: trataría de como fui por el camino tortuoso que va mas allá dela iglesia y allí me encontré con algo. Digamos un perro, un perro tuerto. Después meencontraría con un caballo, un caballo sin jinete. El caballo también estaría tuerto.Entonces, el silencio inhumano se rompería, me encontraría con un hombre (¿Tengo queespecificar que tuerto?) quien me preguntaría por el camino hasta mi propia puerta. Otal vez me dijese que ésta había ardido hasta los cimientos. Creo que podría contar uncuentecillo encantador con este esquema.O podría soñar con trepar para siempre por los árboles oscuros que se yerguen sobremí. Son tan altos que siento que en sus copas encontraría el nido de los ángeles. Pero, eneste ambiente, seria ángeles oscuros y temibles: ángeles de la muerte.

*****

Pero dese cuenta que este ambiente es pura tontería. No me lo creo en lo mas mínimo.Este universo de un solo ojo, con sus hombres y bestias tuertas, fue creado por un guiñouniversal. En la cima de esa trágica floresta, no encontraría el nido de los ángeles,solamente el cubil de las pesadillas. El nido, onírico y celestial, no está ahí. En el cubilde las pesadillas hallaría el enorme huevo, turbio y opalescente, de cuyo roto cascarón

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asomarse al borde del abismo para contemplar el infierno. Cuando nos postramos anteel infierno, se comete probablemente un error grave.

***

Por lo tanto no veo nada malo en cabalgar sobre la pesadilla esta noche. Me llamarelinchando desde las copas de los árboles que se mecen, desde el viento que aúlla. Laatraparé y cabalgaré sobre ella en este aire terrible. Árboles y arbustos por igual tiran desus raíces, como si deseasen volar con nosotros hasta la luna, como aquel toro salvaje yenamorado cuya cría es el cuarto creciente. Nos alzaremos hasta ese loco infinito dondeno existe arriba ni abajo, la elevada confusión de los cielos. Cabalgare sobre la pesadillapero llevare las riendas.

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TOLSTOYQuien desee comprender lo profundo de la influencia del gran hombre que encabeza

este artículo y la autentica naturaleza de dicha influencia, no debe dirigirse a susnovelas, por más que sean espléndidas, ni a sus puntos de vista éticos, aun estando tanbien concebidos y claramente explicados. Debe fijarse en la noticia, que acaba dellegarnos de Canadá, sobre un grupo de anarquistas cristianos rusos que han dejado enlibertad a sus animales domésticos por considerar inmoral poseerlos o controlarlos. Hayalgo en un incidente así que es totalmente independiente la idea puesta en práctica. Deque sea correcta o equivocada, cuerda o demencial,. Nos hace ver que el mundo siguesiendo joven. Aún quedan formas de pensar tan locamente cuerdas como las que sedebatieron bajo el cielo azul de Atenas. Aun hay muestras de una fe tan fuerte y prácticacomo la de los musulmanes que conquistaron toda África y Europa al grito de una únicapalabra. A nuestros políticos y filósofos contemporáneos, en su languidez, les parecerá

algo sacado de un sueño que en nuestra época mecánica, homogénea, sujeta con cadenasde hierro, un grupo de europeos, vestidos con chalecos y botas, se dedique a soltar alpercherón del trolebús, al cerdo de la cochiquera y al perro de su caseta; solamente poruna teoría o un escrúpulo moral. Es como una página arrancada de un cuento de hadas,los miembros de la secta Doukhabor acompañando solemnes a su gallina hasta lapuerta del corral y deseándola benévolos la mejor de las fortunas al inicio de sus viajes.Todo esto le debe parecer absurdo y confuso al típico líder de nuestra sociedad en estadécada, a hombres como el Sr. Balfour o el Sr. Wyndham. Pero hay algo que añadir. Siel Sr. Balfour se convirtiese a una religión que le indicase la obligación moral de entraren la Cámara de los Comunes haciendo el pino, y entrase haciendo el pino y si el Sr.Wyndham aceptase una creencia que le impusiese teñirse el pelo de azul, y se lo tiñese;

ambos serían casi indescriptiblemente mejores y más felices de lo que lo son ahora.Pues solo hay una felicidad que sea posible o imaginable bajo el sol y es el entusiasmo.Esa palabra, rara y espléndida, que ha sufrido tantas vicisitudes. En el siglo XVIII seequiparaba a la locura, en la Grecia clásica a la presencia de un dios.

Este gran acto de coherencia llevada a extremos heroicos que ha sucedido en Canadá,es el mejor ejemplo de la obra de Tolstoy. Tengo por algo cierto que la secta Doukhabores de un origen totalmente independiente del gran moralista ruso. Sin embargo, apenascabe duda de que su actual notoriedad y su desarrollo, han sido influenciados por eladmirable resumen y defensa que ha efectuado el novelista de sus perspectivas éticas.Tolstoy, además de ser un gran novelista, es uno de los pocos hombres vivos que tienenun punto de vista sólido, autentico y serio sobre la vida. Es una iglesia católicacompuesta de un solo miembro que es, a la vez, un Papa algo arrogante y un lego algosumiso. Es uno de los dos o tres hombres que hay en Europa, con un punto de vista tanpropio, que inevitablemente pueden dar su opinión sobre cualquier cosa: la ley deautonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca de tabaco. Hay tres hombresvivos semejantes: Tolstoy, el Sr. Bernard Shaw y mi amigo el Sr. Hillarie Belloc. Sondiametralmente opuestos pero tienen eso en común, que considerando el abono de susideas y el suelo de sus convicciones, las opiniones sobre cualquier tema terrenal nacencomo flores en un prado. Hay ciertos puntos de vista que deben adoptar. No se formanuna opinión, más bien sus opiniones les dan forma a ellos. Tomemos la lista que escribí al azar antes: la ley de autonomía de las colonias, un poema hindú o una pizca detabaco. Tolstoy diría: “Creo que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible.Por lo tanto, esa chistera es una monstruosidad negra.” Él diría: “Creo que nuestro estilode vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, la ley de autonomía de las colonias

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se queda a medio camino de forma mezquina. De nada sirve dividir un imperio ennaciones si no divide las naciones en personas individuales”. Él diría: “Creo que nuestroestilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto, este poema hindú meinteresa. Con todo su aparente barroquismo, los puntos de vista de la ética oriental sonmás sencillos que los de occidente y por lo tanto me son más próximos”. Él diría: “Creo

que nuestro estilo de vida debe ser lo más simple posible. Por lo tanto esta pizca detabaco es algo maligno. Lleváosla.”. Todo en este mundo, desde la Biblia hasta un parde botas, puede ser eliminado, y lo es, aplicando este principio fundamental de las ideasde Tolstoy: la simplificación de la vida. Cuando tratamos una doctrina semejante nosencontramos ante un incidente infinitamente más importante dentro de la historiaeuropea que la ascensión de Napoleón Bonaparte.

La aparición de Tolstoy, con su ética tan sencilla y tan terrible, es importante demuchas maneras. Entre otras cosas, es un comentario muy interesante a la opinión queviene siendo adoptada desde hace medio siglo por los oponentes de lo religioso. Elpensador laico y el escéptico han atacado el cristianismo ante todo por fomentar elfanatismo, porque el fervor religioso hace que la gente queme a sus vecinos y dancedesnuda por las calles. Parece raro. La religión podría desaparecer y quedarían sistemaséticos y filosóficos capaces de producir suficiente fanatismo como para llenar el mundo.El fanatismo no tiene nada que ver con la religión. Hay teorías científicas serias que,llevadas hasta la última consecuencia, producirían idénticas hogueras en los mercados eidéntica desnudez. Hay partidarios de la moda que se pasearían como Adán y Eva sipudiesen hacerlo de forma elegante. Hay modernos estudiosos científicos de la moralque quemarían vivos a sus oponentes. Y lo harían tan contentos si pudiesen quemarlosempleando algún producto químico nuevo. Si alguien duda de esto, de que el fanatismoes ajeno a la religión pero propio de la naturaleza humana, sólo tiene que fijarse en elcaso de Tolstoy y la secta Doukhabor. Una secta que empezó sin teología alguna, sólocon la sencilla idea de que debemos amar al prójimo y nunca jamás emplear la fuerzafísica contra él, y terminaron considerando algo malvado llevar una maleta de cuero o irmontado en un carro. Un gran escritor contemporáneo borra por completo la teología,niega de un plumazo la validez de las escrituras y de las iglesias, desarrolla un sistemaético en que el amor será el instrumento para la reforma y termina diciendo que notenemos derecho de golpear a un hombre que está torturando a un niño en nuestrasnarices. Continua desarrollando una teoría de la mente y las emociones que podría seraceptada por el ateo más rígido y termina proclamando que las relaciones sexuales, dedonde procede la humanidad, son, no ya inmorales, sino antinaturales. Esto es elfanatismo como siempre ha sido y siempre lo será. Destruid hasta el último ejemplar dela Biblia, habrá persecuciones y orgías salvajes basadas en “Filosofía Sintética” del Sr.

Herbert Spencer. Algunos de los pensadores más abiertos de miras de la edad mediacreían en apilar las gavillas junto a la estaca, y algunos de los pensadores del siglo XIXmás abiertos de miras creen en la dinamita.

La realidad es que a Tolstoy con toda su genialidad, con su fe de coloso, con su granvalor y amplios conocimientos de la vida, le falta una sola cosa: no es un místico. Tienepor lo tanto, tendencia a perder la razón. La gente habla de las extravagancias y losfrenesís provocados por el misticismo. No es más que una gota de agua en el mar.Desde el comienzo de los tiempos, el misticismo nos ha mantenido cuerdos. Lo quehace enloquecer es la lógica.

Es significativo que con todo lo que se ha dicho sobre la fragilidad mental de los

poetas, sólo un poeta inglés se ha vuelto loco. Y perdió la razón a consecuencia de unsistema lógico de teología. Se trata de Cowper y su poesía frenó el avance de la

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enfermedad durante muchos años. La poesía, lo que le falta a Tolstoy, siempre ha sidoalgo curativo. Lo único que ha frenado a la raza humana de los desvaríos del convento,la galera pirata, el cabaret y la cámara de gas, ha sido el misticismo y la idea de que lalógica puede resultar engañosa y algo no ser siempre lo que parece.

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LA PAGODA DE BABELEse cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha

fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anteriora Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero tambiénrelacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieranuna especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo comola Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica ymodesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara alcielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguieraelevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendointerminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sintecho. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma del soberbio Sultán se desmoronapara siempre.

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UNA ANÉCDOTA MÁS BIEN IMPROBABLENo recuerdo si esta historia es verdad o no. Si la leyese con cuidado, sospecho que

decidiría que no. Pero por desgracia no puedo leerla con cuidado porque aún no la heescrito. Durante gran parte de mi infancia, la idea y la imagen de la mismapermanecieron conmigo. Puede que lo soñase antes de aprender a hablar, o que me lacontase a mí mismo antes de saber leer, o que la leyese antes de tener recuerdosconscientes. Sin embargo, estoy completamente seguro de no haberla leído ya que losniños tienen memorias muy claras de cosas semejantes. Y, de los libros que meencantaban, recuerdo no sólo la forma, el volumen y la encuadernación sino incluso laposición de las palabras impresas en muchas de las páginas. Teniéndolo todo en cuenta,me inclino a creer que me aconteció antes de mi nacimiento.

***

En cualquier caso, contemos el cuento con todas las ventajas de la atmósfera que lo haido empapando. Pueden ustedes imaginarme, por así decirlo, sentado comiendo en unode esos restaurantes de comida rápida donde la gente come tan rápido que lo queingieren pierde la categoría de comida, y donde pasan su media hora libre tan deprisaque pierde la categoría de descanso, aunque apresurarse en el descanso es la actitudmenos profesional que uno puede adoptar. Todos tenían puestos sus sombreros de copa,como si no pudiesen perder ni un instante en colgarlos de una percha. Todos tenían unojo ligeramente hipnotizado por el enorme ojo del reloj. En resumen, eran esclavos de lamoderna cautividad y podía escucharse rechinar sus grilletes. Cada uno estaba de hecho,sujeto por una cadena, la más pesada que nunca ató a un hombre: la cadena de su reloj

de chaleco.Ahora bien, entre los que entraban y se sentaban frente a mí, hubo uno que, casiinmediatamente, inició un monologo que nadie interrumpió. Estaba vestido como todoslos demás hombres, sin embargo su conducta era sorprendentemente distinta. Teníapuestas la chistera y el frac pero los llevaba de la manera en que objetos tan solemnesdeben llevarse. Llevaba el sombrero de seda como si fuese una mitra y el frac como sifuese la túnica de un gran sacerdote. No sólo había colgado su sombrero si no que, eratal su decoro, que casi pareció pedirle permiso y pedir disculpas de la percha porutilizarla. Cuando se sentó en la silla, lo hizo en la manera que lo haría alguien quetuviese en cuenta los sentimientos de la silla y haciendo una pequeña reverencia a lamesa de madera, como si fuese un altar. No pude evitar hacer un comentario porqueaquel era un hombre robusto, vigoro y de aspecto próspero y, aún así, trataba las cosascon un cuidado que parecía nerviosismo.

Por decir algo para demostrar mi interés, dije:—Estos muebles parecen sólidos pero, desde luego, la gente los trata demasiado

descuidadamente.Mientras le observaba dubitativo me fije en sus ojos, no pude apartarlos de su mirada

apocalíptica. Le había tomado por un hombre corriente al entrar, excepto por su manerade comportarse extraña y cautelosa. Pero si los demás se hubiesen fijado en él, habríanescapado gritando de la habitación. No se fijaron y siguieron haciendo ruido, con elresonar de sus tenedores y el murmullo de su conversación. Pero el rostro de aquelhombre era el de un demente.

—¿Quiere Vd. decir algo con eso?—Contestó al rato y su cara recuperó el color.

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—Nada en absoluto—repliqué—. Aquí nadie dice nada coherente. Amarga ladigestión...

Se reclinó en su silla y se enjuagó el sudor de su ancha frente con un gran pañuelo,sin embargo parecía haber una nota de decepción en su alivio.

—Supuse que quizá—susurró— otra se había estropeado.

—Si se refiere a otra digestión defectuosa—dije— nunca oí que ninguna fuese buena.Este es el corazón del imperio y los demás órganos están iguales de deteriorados.—No, quise decir otra calle estropeada—dijo lenta y claramente— pero, como

supongo que esto no le aclara nada, tendré que contarle la historia. Lo hago con todatranquilidad al ser consciente de que usted no me creerá. Durante cuarenta años de mivida, invariablemente me he marchado de mi oficina, que se encuentra en la calleLeadenhall, a las cinco y media de la tarde, llevando en la mano derecha un paraguas yen la izquierda un maletín. Durante cuarenta años, dos meses y cuatro días abandoné laoficina por la puerta lateral, anduve por la acera izquierda, tomé el primer giro a laizquierda y el tercero a la derecha, compré el periódico de la tarde, seguí por la acera dela derecha rodeando dos ángulos obtusos y terminé saliendo justo al lado de la estación,donde cogí el tren hasta casa. Durante cuarenta años, dos meses y cuatro días, hice estopor la fuerza de la costumbre. No era una calle larga, tardaba en hacer el recorridocuatro minutos y medio. Después de cuarenta años, dos meses y cuatro días, al quintodía, comencé a hacer lo mismo hasta que noté que andar por la calle de siempre mecansaba más que de costumbre. Cuando doblé la esquina, pensé que me habíaequivocado. Ahora la calle se levantaba en cuesta, como las que se ven en la parte deLondres que se levanta sobre colinas, y en esa parte de Londres no había colinas. Sinembargo no me había equivocado, el nombre escrito en la pared era el mismo, lastiendas cerradas, las farolas, toda la perspectiva era idéntica. Pero ahora se inclinabahacia arriba como un borracho. Olvidándome del agotamiento y la fatiga, eché a correrrápidamente hasta que alcancé la segunda de las esquinas que yo habitualmentedoblaba, desde la cual debería poder ver la estación. Cuando giré en la esquina, casi mecaigo al suelo. Porque ahora la calle se elevaba como una escalera escarpada, como lasde los costados de una pirámide. En millas a la redonda, no existen cuestas como las deLudgate Hill. Y ésta era como el Matterhorn. Toda la calle se elevaba como en unaúnica ola, pero cada mota y cada detalle eran idénticos. Identifiqué en las alturas, comosi estuviesen en un pasaje alpino, las letras rosas del cartel de mi papelería.

”Entonces corrí como loco, dejando atrás las tiendas, y llegue a una parte de la calleen que hay una larga fila de chalets grises. Tuve, no sé por qué, el presentimientoirracional, de que era un largo puente de hierro extendiéndose sobre el vació. Me dejéllevar y alcé la tapa de una carbonera. Al mirar hacia abajo, vi el espacio vació y las

estrellas.”Cuando levante la vista, habíaun hombre de pie en el jardín de la puerta de su casa.Estaba mirándome apoyado en la verja. Nos encontrábamos solos en esa calle depesadilla. Su rostro estaba en penumbras, su ropa era corriente y de un color discreto,pero de alguna manera supe que no pertenecía a este mundo. Las estrellas que habíadetrás de su cabeza, eran mayores y más brillantes de lo que deberían soportar los ojosde los hombres.

”—Si es usted un ángel amable—dije— o un sabio demonio o si tiene algún vínculocon la humanidad dígame que sucede en esta calle poseída.

”Tras un largo silencio replicó diciendo”—¿Qué calle cree que es?

”—Es la calle Bumpton, por supuesto—le contesté en el acto—, va a la estaciónOldgate.

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”—Sí, a veces va allí —reconoció muy serio—, pero en este preciso momento, va alparaíso.

”—¿Al paraíso? ¿Porqué?—dije yo.”—Porque busca justicia. La debéis haber maltratado. Recuerda siempre que hay algo

que no puede ser soportado por nada ni por nadie. Esa cosa insoportable es ser

explotado y despreciado. Por ejemplo, se puede explotar a las mujeres. Todo el mundolo hace. Pero te desafió a que encima las desprecies. Puedes despreciar a losvagabundos, a los gitanos y a todos los demás marginados mientras no los explotes. Niuna bestia del campo, ni un caballo, ni un perro pueden soportar por mucho tiempo queles exijan que hagan más trabajo del que les corresponde pero que, al mismo tiempo,tengan algo menos que su honor. Es lo mismo con las calles. Debéis haber agotado aesta calle hasta la muerte, sin recordar nunca su existencia. Si tuvieseis una democraciasaludable, aunque fuese pagana, habríais decorado esta calle con guirnaldas y la habríaisalabado como una diosa. Entonces se habría quedado tranquila. Pero al fin se hacansado de vuestra incansable arrogancia. Corcovea y levanta la cabeza hacia el cielo.¿Haz montado alguna vez en un caballo que corcovea?

”Miré la larga calle gris; durante un instante tuvo el aspecto del largo cuello de uncaballo alzado hacia el cielo. Pero al instante, mi cordura regresó.”—Pero todo esto no es más que tonterías—dije—. Las calles van a donde deben ir.

Toda calle debe llegar a su fin.”—¿Porqué piensa eso de las calles?—preguntó, muy quieto.”—Porque siempre la he visto hacer la misma cosa—contesté razonablemente

enfadado—. Día tras día, año tras año, siempre ha conducido a la estación Oldgate. Díatras...

”Paré al notar que había erguido su cabeza con la furia de la calle rebelde.”—¿Y usted?—dijo con un grito terrible—. ¿Qué piensa de usted la calle? ¿Cree que

está vivo? ¿Estás vivo? Día tras día, año tras año, siempre te has dirigido a la estaciónOldgate...

”Desde entonces he respetado los objetos a los que llaman inanimados.

Y haciendo una leve reverencia al bote de mostaza, el hombre se fue del restaurante.

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UNA DEFENSA DE LAS NOVELITASDE A PENIQUE

Uno de los ejemplos más raros de la manera en que se desprecia la vida corriente estáen la literatura popular, la gran mayoría de la cual nos conformamos con considerarvulgar. Las novelitas para adolescentes pueden carecer de merito literario. Lo queequivale a decir que la novela moderna es pobre en un sentido químico, económico oastronómico. Pero no son intrínsecamente vulgares. En la practica, son el centro de unmillón de imaginaciones ardientes.

En siglos pasados, las personas cultivadas ignoraban en bloque la literatura del vulgo.La ignoraban y, por lo tanto, hablando con propiedad, no la despreciaban. Pasar algo poralto sintiendo indiferencia no infla de orgullo a la persona. Uno no se pasea por la calle,retorciéndose arrogante los mostachos, pensando en su superioridad sobre cierta clasede peces avísales. Los antiguos sabios dejaron todo el averno de la literatura popularen una oscuridad semejante.Hoy en día, sin embargo, aplicamos el principio opuesto. Despreciamos las obrasvulgares sin ignorarlas. Corremos cierto peligro de volvernos mezquinos en nuestroestudio de la mezquindad. Actúa de fondo un axioma temible, semejante a la magia deCirce, que dice que si el alma se acerca demasiado al suelo para estudiar algo puede novolver a levantarse jamás. Creo que no hay categoría de la literatura popular sobre laque existan mayor número de errores y exageraciones, el colmo de ridículos, que elestrato mas bajo de la literatura popular para muchachos.

Es un tipo de composición que puede suponerse que siempre ha existido y siempreexistirá. Carece de cualquier pretensión de ser buena literatura. Al igual que lasconversaciones de sus lectores tampoco pretenden ser oratoria elevada ni los pisos ypensiones que habitan arquitectura sublime. Pero las personas tienen que conversar,estar bajo techo y escuchar cuentos. La necesidad básica de un mundo ideal en quepersonajes de ficción representan libremente su papel, es infinitamente más antigua ymás profunda que las reglas del buen arte. Y es mucho más importante. Durante lainfancia, cada uno de nosotros construye un reparto semejante con actores invisibles,pero nunca se le ocurrió a nuestras niñeras corregir su composición mediante unacuidadosa comparación con Balzac. En el oriente, el cuentacuentos profesional viaja depueblo en pueblo con su pequeña alfombra y de verdad me gustaría que alguien tuvieseel valor moral de extender esa alfombra en la plaza Ludgate. Pero no es probable quetodos los cuentos del portador de la alfombra sean pequeñas joyas originales. La

literatura y la ficción son cosas por completo diferentes. La literatura es un lujo pero laficción es una necesidad vital. Es dudoso que una obra de arte pueda ser demasiadobreve porque su mérito reside en alcanzar una cima de intensidad. Un cuento nuncapuede ser demasiado largo, porque su conclusión es simplemente algo lamentable comolas ultimas monedas o la ultima cerilla. Y así, al igual que el aumento de la concienciaartística guía las obras más ambiciosas hacia la brevedad, la extensión fruto de lalaboriosidad, aun marca al autentico fabricante de basura romántica. No hay fin a lasbaladas de Robín Hood, no hay fin a los libros sobre el infalible Dick o los nuevevengadores. Ambos héroes, conscientemente, han sido creados inmortales.

Pero en lugar de basar nuestro debate en reconocer, lo que es de sentido común, que

los jóvenes de las clases trabajadoras siempre han tenido, y siempre tendrán, algún tipode literatura romántica, infinita y desgarbada, para después hacer algún tipo de arreglo

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para que la misma sea sana; empezamos, por lo general, atacando este tipo de lecturasen su conjunto de una manera exagerada, sorprendidos e indignados porque losrecaderos no leen “ El egoísta ” ni “E l arquitecto ”. Es costumbre, sobre todo entre jueces, echar la culpa de la mitad de los crímenes que se cometen en la metrópoli a lasnovelitas baratas. Si un niño de la calle se escapa con una manzana, el magistrado hace

notar astutamente que el niño sabía que las manzanas quitan el hambre gracias a suslecturas. Los propios chavales, cuando les pillan, acusan frecuentemente a las novelitashaciendo gala de gran resentimiento. Es lo mínimo que debemos esperar de gente jovenposeedora de un nada despreciable sentido del humor. Si yo hubiera falsificado untestamento, y pudiese despertar compasión echando la culpa del incidente a las novelasdel Sr. George Moore, disfrutaría en grado sumo en el empeño.

En cualquier caso, parece ser una idea firmemente asentada en la mente de la mayoríaque los chicos de barrio, al contrario que el resto de su comunidad, encuentran losprincipios rectores de su conducta en los libros.

Sin embargo está claro que esta objeción, la objeción de los magistrados, nada tieneque ver con la calidad literaria. El Sr. Hall Caine pasea libremente por las calles y no sele puede detener por un anticlímax. La objeción descansa en la teoría de que la mayoríade estas novelitas para adolescentes tiene un tono criminal y envilecido, su mezquinoatractivo reside en su codicia y su crueldad. Esta es la teoría de los magistrados y esbasura.

Hasta el punto en que he podido comprobarla, en los tenderetes más sucios de losbarrios más pobres, ésta es la realidad: todo el desconcertante conjunto de la literatura juvenil trata de aventuras, enmarañadas, inconexas e infinitas. No expresa pasión deningún tipo al no contener personalidad humana alguna. Recorre eternamente losmismos carriles, situados en ciertos tiempos y lugares. El caballero medieval, el duelistadieciochesco y el vaquero aparecen una y otra vez con la misma rígida simplicidad quelas figuras humanas estilizadas en el dibujo de una alfombra oriental. Tan posible meresulta imaginar que a un ser humano se le despierten apetitos desenfrenadoscontemplando una alfombra turca de ese tipo como por la lectura de una narrativa tanaustera y deshumanizada como ésta.

Algunas de estas historias tratan con simpatía las aventuras de ladrones, forajidos ypiratas. Presentan a ladrones y piratas como Dick Turpin o Claude Duval, bajo una luzfavorecedora y romántica. Es decir que hacen exactamente lo mismo que Ivanhoe deScott, Rob Roy de Scott, La dama del lago de Scott, El Corsario de Byron, La tumba de

Rob Roy de Wodsworth, Macaire de Stevenson, El pirata de hierro del Sr. MaxPemberton y otras mil obras que se reparten por sistema como regalo de Navidad opremio. A nadie se le ocurre que admirar a Locksey en Ivanhoe llevara a un chico a

dispararle flechas japonesas a los ciervos de Richmond Park, a nadie se pasa por laimaginación que el imprudente principio del poema de Wodsworth sobre Rob Roy leconvertirá de por vida en chantajista. En nuestra propia clase social, somos conscientesde que esta vida salvaje es contemplada con placer por los jóvenes no por su parecidocon la suya propia, sino por sus diferencias. Podemos suponer que, sea cual sea la razón,por la que el joven recadero está leyendo La roja venganza , seguro que no es porqueesté empapado con la sangre de amigos y parientes.

En este asunto, como en todos los semejantes, nos perdemos al utilizar la expresiónclases trabajadoras cuando lo que queremos decir es toda la humanidad menos nosotrosmismos. Esta literatura romántica sin importancia no es especialmente plebeya:sencillamente es humana. El filántropo jamás olvida la clase social y la profesión. Dirá,

presumiendo un poco, que ha invitado a veinticinco obreros a tomar el te. Si dijese queha invitado a veinticinco contables, es evidente lo ridículo de clasificar de forma tan

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burda a la gente. Pero eso es lo que hemos hecho con ese bosque de tontos cuentos: lohemos estudiado como si fuese una nueva y monstruosa enfermedad cuando, de hecho,no es otra cosa que el corazón, tonto y valiente, del ser humano. Los hombrescorrientes siempre serán sentimentales porque el sentimental no es otra cosa que unhombre con sentimientos que no se preocupa de inventar una nueva manera de

expresarlos. A estas publicaciones, comunes y corrientes, les falta en lo fundamentalcualquier maldad. Expresan los tópicos, vigorosos y heroicos, en los que se apoya lacivilización. Está claro que la civilización o se apoya en tópicos o carece defundamento. Es evidente que no habría seguridad en una sociedad en la que elcomentario del presidente del Tribunal Supremo diciendo que matar a la gente está mal,fuese considerado un epigrama deslumbrante por su originalidad.

Si los autores y editores del infalible Dick, y otras obras igual de distinguidas, derepente decidiesen atacar a la clase culta, hacer listas con el nombre de todas laspersonas, por importantes que fuesen, vistas en una conferencia de postrado, confiscartodas nuestras novelas y advertirnos que debíamos enmendar nuestras vidas, nosenfadaríamos muchísimo. Sin embargo, tendrían más derecho a hacerlo que nosotros yaque ellos, con toda su estupidez, son los normales y nosotros los anormales. Es lamoderna literatura culta, no la inculta, la que es clara y agresivamente criminal. Librosque recomiendan el pesimismo y el libertinaje, que harían temblar a cualquier recadero,descansan en las mesas de todos nuestros salones. Si él más ruin propietario deltenderete más sucio de Whitechapel se atreviese a mostrar obras que realmenterecomendasen la poligamia o el suicidio, los ejemplares seria secuestradosinmediatamente por la policía. Esos son nuestros lujos. Y con una hipocresía tanridícula que no tiene paralelo en la historia, al mismo tiempo que despreciamos loschicos barriobajeros por inmorales, discutimos junto a ambiguos profesores deuniversidad alemanes, si la moral tiene algún valor real. En el mismo instante en quemaldecimos las novelitas por promover los robos, estudiamos la idea que la propiedades un robo. En el mismo momento en que las acusamos muy injustamente de lubricidade indecencia, leemos alegremente a filósofos que se enorgullecen de su lubricidad eindecencia. A la vez que las acusamos de incitar a los jóvenes a destruir la vida,discutimos tranquilamente si la vida es digna de ser salvada.

Pero somos nosotros la excepción enfermiza, nosotros somos los criminales. Ese debeser nuestro gran consuelo. La mayoría de la humanidad, con su mayoría de libros vanosy palabras vanas, nunca ha dudado ni dudara que el valor es algo espléndido, lafidelidad digna de alabanza, las damas en peligro deben ser rescatadas y los enemigosvencidos perdonados.

Hay una gran cantidad de personas educadas que dudan de estas normas para la vida

diaria, también hay mucha gente que cree ser el Príncipe de Gales. Y tengo entendidoque ambas categorías de personas son capaces de mantener conversaciones muyinteresantes. Pero el hombre o muchacho corriente escribe cada día en ese diario de sualma que llamamos las novelitas de a penique, un evangelio más claro y mejor que lasiridiscentes paradojas éticas que las personas a la moda cambian tan a menudo como decorbata. Puede que disparar a un traidor voluble y falso sea un objetivo moralsumamente limitado. Pero es mejor que ser un traidor voluble y falso, lo que me pareceun buen resumen de muchosmodelos modernos de conducta, del Sr. D’Annunzio enadelante.

Mientras la sustancia, vulgar y débil, de la simple literatura popular permanezca ajenaa una cultura mezquina nunca será sustancialmente inmoral. Siempre está de lado de la

vida. Los pobres, los esclavos que realmente han gemido bajo el yugo de la vida, amenudo han estado locos, han sido estúpidos y crueles. Pero nunca les ha faltado la

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esperanza. Eso es un privilegio de clase social, como los cigarros puros. Su pésimaliteratura será siempreuna literatura “a sangre y fuego”, como en el fuego del cielo y lasangre de los hombres.

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DEFENSA DEL DESATINOHay dos iguales y eternas maneras de mirar este crepuscular mundo nuestro: podemos

verlo como el crepúsculo de la tarde o como el crepúsculo de la mañana; podemospensar en cualquier cosa, hasta en una bellota caída, como descendiente o comoantecesor. Hay veces en que estamos casi abrumados, no tanto con la carga de la maldadcomo con la de la bondad de la humanidad, cuando sentimos que no somos más que losherederos de un esplendor humillante. Pero hay otras ocasiones en que todo pareceprimitivo, cuando las antiguas estrellas no son más que chispas salidas de una fogata demuchacho, cuando toda la tierra parece tan joven y experimental que hasta el peloblanco del anciano, en la exquisita frase bíblica, es como almendros en flor, como elalbo espino dado en mayo. Que es bueno para un hombre comprender que él es “elheredero de todo el pasado”, suele decirse; punto menos popular, pero de parejaimportancia, es que a veces le resulta bueno comprender que no es solamente antecesor,

sino también antecesor de prístina antigüedad; resultaba bueno para él preguntarse si noes acaso héroe, y experimentar ennoblecedoras dudas sobre si no es acaso mito solar.Los asuntos que más cabalmente evocan este sentido de la perdurable infancia del

mundo son los realmente nuevos, bruscos y originales de cada edad; y si nospreguntasen cuál fue la mejor prueba de esta intrépida juventud en el siglo XIX,diríamos, con el mayor respeto por sus portentosas ciencia y filosofía, que ella habría deencontrarse en los versos de Mr. Edward Lear en la literatura del desatino. El dong denariz luminosa, por menos, es original, como fueron originales el primer buque y elprimer arado.

Es verdad en cierto sentido que algunos de los más grandes escritores que el mundoha visto—Aristófanes, Rabelais y Sterne— han escrito desatinos; pero, a menos que

nos equivoquemos, es en sentido muy diferente.El desatino de esos hombres era satírico, es decir, simbólico; una especie deexuberante cabrioleo alrededor de una verdad descubierta. Existe la mayor diferenciadel mundo entre el instinto de la sátira, que, viendo en los mostachos del káiser algotípico de él, se los dibuja cada vez más grandes, y el instinto del desatino, el cual, porninguna razón absolutamente, imagina cómo le quedarían esos mostachos al actualarzobispo de Canterbury si se los dejara en un acceso de abstracción. Nos inclinamos apensar que ninguna edad que no fuera la nuestra podría haber comprendido que elQuangle-Wangle no significaba absolutamente nada, y que las Tierras de los Bollitos noestaban en ninguna parte. Nos imaginamos que si la narración del juicio de la Sota enAlicia en el país de las maravillas se hubiera publicado en el siglo XVII, habríaseigualado al Juicio del fiel de Bunyan, como parodia de las persecuciones del Estado enesa época. Nos imaginamos que si El dong de la nariz luminosa hubiera aparecido en elmismo periodo, todos la habrían supuesto una insípida sátira sobre Oliverio Cromwell.

Es del todo deliberado que citemos principalmente los Versos desatinados de Mr.Lear. A nuestro parecer Mr Lear es cronológica y esencialmente el padre del desatino;lo consideramos superior a Lewis Carroll. En un sentido, por cierto, Lewis Carroll llevagran ventaja. Nosotros sabemos qué era Lewis Carroll en la vida cotidiana: un caballerosingularmente serio y convencional, universalmente respetado, pero con mucho depedante y algo de filisteo. Así, su extraña doble vida en la tierra y en la región de lossueños acentúa la idea que está en el fondo del desatino: la idea de evasión, de evasiónhacia un mundo donde las cosas no se hallan horriblemente fijadas en una eterna justeza, donde los perales dan manzanas y cualquier hombre raro con que uno se crucepuede tener tres piernas. Lewis Carroll, viviendo una vida en la cual habría tronado

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moralmente contra cualquiera que caminara sobre la parcela de hierba que no lecorrespondía, y otra vida en la cual habría llamado con alegría verde al sol y azul a laluna, era, por su misma índole dividida, con un pie en cada uno de los dos mundos, untipo perfecto de la posición del desatino moderno. Su país de las maravillas es unaregión poblada por matemáticos locos. Sentimos que todo es evasión hacia un mundo de

mascarada; sentimos que si pudiéramos penetrar sus disfraces, habríamos de descubrirque Humpty Dumpty y la Liebre de Marzo eran profesores y doctores en teologíadisfrutando de un feriado mental. Este sentido de la evasión resulta sin duda menosenfático en Edward Lear, a causa de lo completo de su ciudadanía en el mundo de lasinrazón. No conocemos su prosaica biografía como conocemos la de Lewis Carroll. Loaceptamos como figura puramente fabulosa, según la descripción que hace de sí:

Su cuerpo es perfectamente esférico y lleva un sombrero de tres cuernos.

Mientras que el país de las maravillas de Lewis Carroll es puramente intelectual, Learintroduce otro elemento del todo diferente: el elemento de lo poético y hasta emocional.Carroll trabaja con la razón pura, pero éste no es contraste tan fuerte; porque después detodo la humanidad, en general, siempre ha considerado la razón como un poco dechanza. Lear introduce sus palabras faltas de sentido y sus criaturas amorfas no con lapompa de la razón, sino con el romántico preludio de ricos matices y obsesionantesritmos.

Lejanas y escasas, lejanas y escasas,son las tierras donde moran los jumblies,

es un tipo de poesía por entero diferente al exhibido en Jabberwocky. Carroll, consentido de pulcritud matemática, hace de todo su poema un mosaico de palabras nuevasy misteriosas. Pero Edward Lear, con sutil y plácida desfachatez, está siempreintroduciendo migajas de su dialecto de duendes en medio de relatos simples yracionales, hasta que quedamos poco menos que pasmados al comprobar que sabemossu significado. Hay un genial campanilleo de sentido común en versos como éstos:

Porque su tía Johiska decía:"Todos saben que es mejor un Pobble cuando le faltanlos dedos de los pies..

lo cual está más allá del alcance de Carroll. El poeta parece tan natural en el asunto,que casi nos mueve a pretender que comprendemos lo que quiere decir, que conocemoslas peculiares dificultades de un Pobble, que viajamos hace tanto tiempo como él por la“llanura grombooliana”.

Nuestra pretensión de que el desatino es una nueva literatura (casi podríamos decir unnuevo sentido) sería por completo indefendible si el desatino no fuese nada más quesimple capricho estético. Nada sublimemente artístico ha surgido nunca del mero arte,nada más que algo en esencia racional ha surgido nunca de la pura razón. Siempre debehaber un rico terreno moral para cualquier gran producción estética. El principio del artepor el arte es muy buen principio si significa que existe una vital diferencia entre latierra y el árbol que tiene sus raíces en la tierra; pero es muy mal principio si significa

que el árbol puede crecer también con las raíces en el aire. Toda gran literatura ha sidosiempre alegórica de una visión del universo entero. La Ilíada es grande sólo porque

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EL ÁRBOL DEL ORGULLOSi bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre

el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de lossiglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglososcuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquilaciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de laleyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscurodesierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererloscomo a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seresmás inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a lasaves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otrascriaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el cantode Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y

de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo unaestricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitarde los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de losárboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de unatarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otravez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurrode las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y dehacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompaestelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éstedesgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de losárboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo

éste que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, elpecado se reveló.

FIN