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JOSÉ LUIS MOLINUEVO FENOMENOLOGÍA DE LA ALIENACIÓN (The Act of Killing) ARCHIPIÉLAGOS 7

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Jose Luís Molinuevo

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JOSÉ LUIS MOLINUEVO

FENOMENOLOGÍA

DE LA

ALIENACIÓN

(The Act of Killing)

ARCHIPIÉLAGOS 7

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José Luis Molinuevo

Salamanca, 2014

Archipiélagos 7

Distribuido bajo licencia

Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported

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Sin obras derivadas: No se puede alterar, trasformar o generar una obra derivada a partir de esta obra.

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Joshua Oppenheimer: And we in the West de-pend for our everyday lives on exactly those regi-mes to make everything we buy cheap, by using a terrifying history to intimidate the people who make it so that the human cost of its production is not included in the price tag. So on the one hand it seems like an alternative reality; on the other hand it’s an integral part of our reality – the un-derbelly of it.

And at the same time we tell ourselves stories about how the Nazis were defeated and the killers got their comeuppance – which I think primarily serve as escape from the reality that behind everything we consume there’s been mass politi-cal violence, and the perpetrators have won and have built a regime of terror on the basis of that victory, [with] men like Anwar and his friends keeping people afraid.

And for viewers who have the courage to identify even a tiny bit with Anwar at some point during the movie, the cold dichotomy between good guy and bad guy inevitably collapses, and the film be-comes a dark mirror held up to all of us, not just the Indonesian regime. We see ourselves in the film, and how it’s not just Anwar who is damaged by what he’s done, but that we are also damaged by the way that we are perpetrators.

It’s what philosophers call alienation. This may sound abstract, but what the film tries to do is a kind of phenomenology of alienation: what is the experience of alienation? And I think that’s where the film is most devastating for viewers who aren’t coming at it as a big political documentary, but just as ordinary viewers.

http://www.bfi.org.uk/news-opinion/sight-sound-magazine/interviews/build-my-gallows-high-joshua-oppenheimer-act-killing

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ÍNDICE

Introducción .................................................................................................................................. 5

SIMULACIONES: LOS NAZIS HAN GANADO ........................................................................ 8

HABLAN LOS PRODUCTORES: UN ESPANTO MUY INTERESANTE ...................................... 13

ANÁLISIS DE ESTRATEGIAS ICÓNICAS .............................................................................. 20

HIPOCRESÍAS ICÓNICAS: A SERBIAN FILM ....................................................................... 35

EL TÚNEL DE LAS IMÁGENES ........................................................................................... 40

LA VERSIÓN EXPANDIDA ................................................................................................ 50

SOY CINE ....................................................................................................................... 57

¿LA HUMANIDAD DEL MAL? ........................................................................................... 61

EL TRISTE ABISMO DEL SER HUMANO ............................................................................. 74

EL MÉTODO DE LA EMPATÍA ........................................................................................... 82

LA PODEROSA BANALIDAD DEL BIEN .............................................................................. 90

LA PANTALLA COMO ESPEJO OSCURO .......................................................................... 103

EL CINE COMO PHÁRMACON ........................................................................................ 110

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Introducción

Según Joshua Oppenheimer The Act of Killing es un espejo negro en el que nos vemos reflejados como coautores de lo que allí se na-rra: un genocidio continuado hasta ahora. Se trata, pues, de un do-cumental “personalizado”, como gusta decirse, que busca ante todo (al menos en una de sus versiones) la complicidad del espectador im-plicándolo emocionalmente. Lo hace utilizando un método de “artista” (no juzga, dice, solo comprende) pero para obtener un resultado ejemplar, cambiar el mundo. Una fórmula paradójica de marketing inverso que asume riesgos innovando el género fílmico. El documen-tal es así una “fenomenología de la alienación”, expresión que tomo prestada como título de este libro, sin “apropiarme” de ella, pues lo que pretendo es analizar la validez del método empleado en su utili-zación política de la imagen.

Joshua Oppenheimer pretende que el espectador llegue a empa-tizar con los verdugos (se divierta y sufra con ellos) y descubra en ese momento que no es diferente, que no basta con condenarles para apartarles, sino que es preciso comprenderles para descubrirse a sí mismo. Se trataría, pues, de una ficción dentro de la realidad que pretende al modo inverso, indirecto, el clásico de te fabula narratur, es decir, que en apariencia se expone una cosa, la historia de otros, pero realmente de lo que se habla es de ti mismo. Si el documental clásico busca la “objetividad” aquí, se nos dice, la ficción pretende no tanto que el espectador sepa lo que está viendo sino que acepte su implicación sentimental en ello. De ahí este juego de cercanía y dis-tancia que transita en el lenguaje del “ellos” al “nosotros”, del bienes-tar inicial por la empatía al malestar final por el descubrimiento de sus consecuencias.

Bajo la afirmación de haber encontrado un nuevo género de do-cumental se esconde un proyecto más ambicioso y es el intento de Joshua Oppenheimer de redefinir las relaciones entre ética y estética priorizando la mirada del artista que comprende y empatiza sobre la del ético que juzga y condena. Esto último sería una hipocresía desti-nada a anestesiar la conciencia. La razón es que el proceder de la condena global (es “malo”) del ser humano por unos hechos concre-tos en el pasado parece eximirnos de la responsabilidad histórica en el presente: no somos como ellos. Joshua Oppenheimer insiste en

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que no habremos hecho exactamente lo que hicieron los verdugos pero somos como ellos y seguimos haciendo cosas equivalentes que permiten que ellos sigan haciendo (de) las suyas. Desde unas premi-sas estéticas del placer del comprender se llega a unas consecuencias éticas fuertes de juicio y condena de actitudes que buscan provocar un cambio personal, social y político.

Todo esto lo acabamos sabiendo quizá no tanto por el visionado inmediato de la película (ya sea en su versión corta o más larga) co-mo por la versión expandida de la misma. Esta no se refiere solo o primariamente a las diferentes longitudes de la misma exhibidas que introducen, sin duda, matices interesantes sino, más bien, a su re-creación por parte del director en los medios sociales. Es tan extensa que cabría calificarla de una hiperimagen. En ella asistimos al proceso (ya que asegura nadie sale indemne, el primero él) de su propia alie-nación como director. Y esta consiste, desde el punto de vista del ar-tista, no en un juicio ético, sino en las consecuencias del método ele-gido como documental: los verdugos son también (hacen de) vícti-mas. En el “túnel de las imágenes” víctimas y verdugos son lo mismo. Si en la versión expandida de los medios habla Oppenheimer de nuestra complicidad como espectadores (en la que quizá no habíamos caído al visionarla) ahora se pone de manifiesto su propia complicidad en el momento mismo de querer denunciarla. El acento no recae en sus intenciones, cualesquiera que hayan sido, sino en el método mismo elegido, en el que cifra precisamente toda la originalidad de la propuesta. Una vez más, la forma, el medio, determina el contenido, el mensaje. De la película y su versión expandida en los medios salen dos discursos diferentes. Y ello, la paradoja, ambigüedad y contradic-ción, lejos de ser un problema, explica en buena medida tanto su éxi-to comercial como que lleve camino de convertirse en una obra de culto.

Joshua Oppenheimer, al igual que su mentor Herzog, piden un espectador ideal no mediatizado que reaccione a lo que ve, desacre-ditando a los intermediarios culturales. Esta es la razón de su negati-va a que el documental tenga que ver con los “hechos”, la historia, la política o cualquier otro enfoque ilustrado que no sea laudatorio. Sin embargo, ellos mismos se erigen en mediadores en los medios, voces en off, para elaborar el discurso culto que convierta al documental o la película en obra de culto. Y es entonces cuando todo lo que Joshua Oppenheimer negaba antes al espectador adánico se reivindica ahora

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para el espectador culto: ética, historia, política, compromiso social, deseo de cambiar el mundo, como motivos últimos del documental.

La vieja antítesis entre concepto e imagen queda sobrepasada por los nuevos formatos de la industria cultural pero aún se mantiene como referencia arcaica de prestigio en las nuevas fórmulas de mar-keting. Con ello se halaga y contenta a todos los públicos. La manera de filmar las recreaciones del acto de matar por Oppenheimer parece estar dirigida, más que a mostrar que los verdugos son como noso-tros, a que nosotros somos como ellos. Aparentemente es lo mismo pero hay una diferencia: en las democracias se opera algunas veces como en las dictaduras pero no siempre en las dictaduras se opera como en las democracias. Oppenheimer desplaza el acento de lo polí-tico a lo económico para extraer las mismas consecuencias: el bie-nestar a costa del sufrimiento de los demás.

En esta “lógica cultural del capitalismo tardío” posmoderna el ca-pitalismo es equiparado a totalitarismo como ya lo hizo la “nueva iz-quierda”. De ahí que la ficción en el documental se mueva, según Oppenheimer, por una parte, en el horizonte de la historia contrafac-tual de que los nazis han ganado y, por otra, que es preciso como en los años sesenta del siglo pasado, mostrarles a los descendientes las mentiras de los padres para que no estén condenados a repetirlas. Un genocidio se explica en el marco de otro genocidio. Sin embargo, y más allá de la pertinencia del cruce de las referencias históricas, el método utilizado en lo que se pretende como una nueva estética del documental resulta cuando menos problemático hasta el punto de poner en cuestión no solo las intenciones sino también los resultados del mismo.

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SIMULACIONES: LOS NAZIS HAN GANADO

─ Han pasado años, pero gusta recordarlo, especialmente para que la ju-ventud sepa lo que hicimos y nos llena de orgullo: 6 millones de judíos eli-minados. Seis millones, ahí es nada, eso no lo hace cualquiera. Éramos unos técnicos indispensables, los mejores, unos artistas. Nosotros salvamos del comunismo a Europa. Aquí todos tenían una habilidad: aprovechamiento de los hornos crematorios, optimización de los trabajos forzados, manteni-miento de una disciplina eficaz. Mi especialidad era el estrangulamiento con alambre, un método de creación propia que no dejaba apenas sangre. Todo funcionaba gracias a nosotros. Teníamos el poder de matar y lo ejercíamos, con total impunidad, antes y ahora.

─ ¡Qué interesante! ¿Y no nos podrían enseñar cómo lo hi-cieron, recrearlo en una visita guiada por esos lugares de tortura y de muerte? Queremos hacer un documental de to-do aquello con ustedes de protagonistas, como actores es-trellas. Más que nada para que no se olvide. En vivo, que todavía impacta más. Algo así como un docudrama, ya sa-ben.

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─ Encantados. Dice que como en las películas. Gran idea. Nos inspiramos mucho en ellas para nuestro trabajo. Cuando queráis chicos, nos divertire-mos y los que lo vean también. Aquello, no me canso de repetirlo, fue muy divertido. [Ensaya feliz unos pasos de baile con una música que solo él oye]

But once it’s pointed out so emotionally, and by the perpetrators themselves, there’s no going back and pretending that this isn’t the case. So the talk show really is shocking for Indonesians, too. And to understand why, I think we can go back to this analogy of what if the Nazis had won. When Himmler was talking about the Final Solu-tion to fellow SS officers, he said, “This is a page in our history that will never be writ-ten, and yes, we should also be proud of it”.

In Indonesia, there’s an official history that doesn’t talk about the slaughter. You can imagine that there would be an official history which didn’t talk about the Holo-caust, which made no mention of it, and yet the aging SS officers who carried out the Final Solution would have gone back to their communities and been encouraged — you can imagine them being allowed to boast, encouraged to boast, and being the fea-red proxies of the state. Also, perhaps it was so that they could live with the crime they were encouraged to commit.” Joshua Oppenheimer en http://www.theverge.com/2013/7/23/4546638/how-murderers-tell-stories-director-joshua-oppenheimer-on-the-act-of.

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Quienes así han hablado en ese diálogo imaginario son un grupo de apacibles nazis jubilados, algo aburridos, entre extorsión y extor-sión, que repiten una y otra vez anécdotas de otros tiempos ante unas jarras de cerveza y un público interesado en saber cómo se ha-cían antes las cosas de hoy, y un joven director de cine deseoso de realizar también un documental que se convierta en una obra de culto para una inmensa minoría.

Imagínense esa escena con ese diálogo. No es posible. ¿O sí?

So, I started filming the perpetrators: they were boastful, they were open. Meanwhile, the survivors were oppressed and silenced. I had this feeling that I had wandered into Germa-ny 40 years after the Holocaust, only to find the Nazis still in power. I felt that this was an in-credibly grave, but not extraordinary, situation that demanded everything I could give to it. I would film these perpetrators boasting. They would tell me how they killed, they would show me how they killed. They would then invite me to the places where they killed and they would launch into these spontaneous demonstrations of how they killed. (Declaraciones de Joshua Oppenheimer en http://lareviewofbooks.org/interview/joshua-oppenheimer-and-the-act-of-killing)

Al animoso director que intentara ahora filmar a los nazis le cae-rían palos de indignación por todos los lados. A este le están ente-rrando a premios. Entonces, ¿Cómo se ha atrevido a rodar The Act of Killing? ¿Dónde están los límites estéticos (no los éticos o legales) que permiten esto y, sin embargo, se escandalizan ante tratamientos

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similares en temas igualmente considerados tabú? Son las hipocre-sías icónicas ¿No hay un paralelismo en su referente histórico con el genocidio de Auschwitz? ¿Cómo es que ahora los verdugos hacen el papel de víctimas y estas, además, se lo agradecen? ¿Acaso trata de comprenderlo? ¿No es un escarnio a las víctimas? Pero las preguntas no afectan solo, ni siquiera especialmente, a lo que se ha hecho, sino de modo particular a cómo se ha recibido, a cómo se está (re)construyendo, (re) creando la realidad a la que alude. Más aún, el verdadero problema no es la ficción de realidad que muestra sino la ficción de espectador que crea; no la simulación de la primera sino la manipulación del segundo.

La gente, aseguran, sale pero que muy, muy tocada después de ver la película, los pobres se sienten mal y hasta dicen que ha cam-biado su vida. El visionado de la película ha suscitado profundos sen-timientos pero, según dice Joshua Oppenheimer, lo mismo le sucedió a Anwar Congo. Este tenía pesadillas y los asesinados se le aparecían y le miraban con los ojos que se olvidó de cerrar, aquél las tuvo du-rante meses durante la filmación por la convivencia con los asesinos ¿Hasta dónde llegan los límites del comprender? ¿O no tiene límites? ¿Es una garantía ética la autenticidad estética de los sentimientos?

¿Qué sucedió con Anwar y los demás después de la película? Creo que Anwar cambió en cierta medida, pero no tiene la fuerza para reconocer que lo que hizo estaba mal. Vio la película el 1 de noviembre de 2012 y estaba profunda-mente conmovido, lloró por un momento, fue al baño y, al volver, me dijo: “Josh, esta película muestra lo que se siente ser yo y estoy muy contento y agradecido por haber tenido la oportunidad de mostrar estos sentimientos que he sido incapaz de mostrar por décadas”. Él y yo seguimos en contacto y creo que así seguirá siendo porque el rodaje de la película ha sido como hacer un viaje juntos y lo ocurrido durante el proce-so nos afectará por siempre. http://yovivodepreguntar.wordpress.com/tag/hannah-arendt/

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Quizá estemos exagerando pero en las reseñas de prensa se subraya que el director Joshua Oppenheimer es descendiente de víc-timas del Holocausto. Aspecto este importante en la constelación emocional. Los blogueros y críticos avezados no han dejado pasar la conexión con Hanna Arendt y la banalidad del mal. Hasta subrayan el parecido (no físico, claro) entre Anwar Congo, la estrella de la pelícu-la, y Adolf Eichmann. Pero los sentimientos edificantes parecen sofo-car la actitud crítica. ¿Cómo gente tan lince en la hermenéutica puede ser tan insensible socialmente ante este genocidio? Cabe también otra posibilidad, y es que las cosas no sean tan simples, que las cir-cunstancias (ese contexto olvidado en el rincón del vago de los apro-piacionistas) sean hoy distintas. Hace falta escuchar, como suele de-cirse, a las partes implicadas. Para comenzar, oigamos los testimo-nios de los productores ejecutivos en el vídeo sobre el sentido de la película. Son solo unas primeras aproximaciones, más adelante vol-veremos sobre ello.

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HABLAN LOS PRODUCTORES: UN ESPANTO MUY INTERESANTE

http://youtu.be/LLQxVy7R9qo

Sugiero una clave estética para relacionar la película y el vídeo. La menciona Morris cuando afirma que lo distintivo de la película es que es “muy, muy interesante” porque lo que muestra es outra-geous, atroz, monstruoso, escandaloso. Lo interesante es la clave en estética para conocer lo contradictorio en los imaginarios sociales, tanto en la forma como en el contenido. Aquí tiene un largo alcance pues se refiere a lo que se muestra en la película, también a la forma, a las imágenes elegidas para la película misma y, finalmente, al vídeo de los productores que la apadrinan. Pues, como bien resume Morris, en una palabra que se le escapa, ha sido una suerte que los verdugos aceptaran recrear los crímenes cometidos para la película. Lo impor-tante para el documental, según los productores, no es tanto lo que se recrea como el acto en sí mismo de la recreación. Y quizá sea pre-cisamente esto lo que no deja de ser realmente outrageous. Lo atroz no es tanto lo que se muestra, al fin y al cabo un simulacro, como el acto de mostrar mismo convertido así en auténtico acto de matar al haber reducido los crímenes a un simulacro. Toda posible ambigüe-dad desaparece por las declaraciones de los asesinos en pantalla: si

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hacen la película es señal de que no son culpables. Y es que la pelícu-la es de ellos, como veremos por muchos detalles, y no de Joshua Oppenheimer: para sacar adelante su película ha dejado que los otros hagan la suya. La polémica posterior sobre este aspecto de la autoría no deja de arrojar una cierta ambigüedad sobre el proceso mismo. Este es el punto, como veremos, que separa su método de hacer do-cumental con el de autores cercanos a los que se remite como Rithy Panh.

En el vídeo ambos productores, directores ellos mismos de do-cumentales, explican su teoría de lo que debe ser un documental y la razón de que este sea uno modélico hasta el punto de resultar el me-jor, en opinión de Herzog, décadas adelante y atrás. La virtud que ambos le atribuyen (muy posiblemente también la causa de su gran éxito) es que Josh sabe situarse en el entre. ¿Qué quiere decir esto?

Morris precisa que la película está en el limbo entre la fantasía y la realidad, y Herzog apunta que entre el documento y la ficción, quedándole la duda a Morris de si es una performance o es real. Lo que importa en definitiva es que es “grande” para Herzog porque es poderosa, terrible y surreal. Los dos están de acuerdo en que los he-chos no son la verdad y que no deben ser el objeto de un documen-tal. Más aún, para Morris un documental no tiene por objetivo la edu-cación de adultos sino el intento de comunicar algo sobre el mundo real. La razón última es que no aprendemos nada de la experiencia, menos optimista en este sentido que Joshua Oppenheimer.

Se han deslizado algunas palabras. Morris no está muy de acuerdo con la caracterización de la película como “surreal” que hace Herzog. Pero este sabe muy bien lo que dice, y es quizá la razón úl-tima de que haya decidido apadrinarlo. La puesta en escena no es baladí: con una cara de Buda satisfecho Herzog asegura que en 8 mi-nutos y en un ordenador él, un genio consagrado, ha sido capaz de reconocer y dar su bendición a otro en ciernes que ha venido a supli-cársela. Esto rebasa la ironía e ilumina retrospectivamente ambas obras. De manera contundente desaconseja Herzog ver la película desde un punto de vista histórico, social y político o al menos no solo desde ello. Porque los hechos, como ha mantenido siempre, no son la verdad. Por el contrario cifra su aportación en haber logrado que Josh mantuviera el largo final. Pero en el vídeo no sale la escena del su-puesto arrepentimiento de Anwar por sus crímenes sino la surrealista

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de su glorificación por los mismos ofrecida por sus víctimas. Planos largos que hielan la sangre.

Solo comparables en una fórmula inversa a los minutos en que Herzog desliza una pregunta clave que provocará la respuesta casi inarticulada del niño en su documental La balada del pequeño solda-do. En unos segundos, con unas pocas imágenes primarias, se ofrece la evidencia más brutal de la manipulación infantil de los niños solda-dos. No hay lugar a la ambigüedad, no se introduce ninguna ficción,

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ni se construye la realidad mediante una historia, simplemente se de-ja hablar y se reproduce, se hace visible esta imagen, que no provo-ca, sino todo lo contario, ningún momento de empatía o de complici-dad del espectador.

Obsesionado a lo largo de toda su carrera con la búsqueda de imágenes auténticas las ha encontrado en el lado oscuro, abisal, del ser humano. Ha filmado en su borde y con alguna frecuencia dentro de él, siguiendo a Woyzeck y a Aguirre, en la espera infructuosa del volcán que no acaba de entrar en erupción, privándole de auténticas imágenes en La Sufrière, aunque peligre su equipo. Le acaba salvan-do el elemento surreal que cultiva desde hace décadas, su faceta de “payaso”. Así el tercer momento “Época dorada” de Fata morgana. Así lo apunta en otro vídeo de apadrinamiento de documental, esta vez de Morris por Herzog, en un lejano tiempo en que para celebrarlo Herzog se comió (uno de) sus zapatos (http://youtu.be/O6e-1aZ8yj4) reservándose el otro por si tenía una buena distribución.

No ha hecho falta en esta ocasión y el documental no solo ha podido realizarse sino que ha tenido una excelente promoción y nu-merosos premios. Morris y Herzog no solo han confiado en los buenos resultados sino que se han visto reflejados en lo que es más impor-tante, en la forma de hacer documentales y el sentido de los mismos. En el documental de Les Blanks sobre el happening de Herzog este se revuelve incómodo cuando se le pregunta sobre el uso social de las imágenes, de las películas, ya que para él lo que proporcionan no son transformaciones o revoluciones sino cambios en la percepción de las cosas por la gente. Esta palabra “percepción” es clave en la época y significa una alternativa: si no podemos cambiar el mundo cambie-mos al menos nuestra forma de ver el mundo. Al final de la época del “compromiso” político el documental ensaya nuevas fórmulas de compromiso con el conocimiento. Lo que buscaría ante todo un do-cumental es “entender”, y por ello un ingrediente indispensable es el absurdo de la vida que se traslada al documental mismo.

Morris ha ido a buscar a Herzog y este le ha empujado a hacer el documental, de lo que se siente particularmente orgulloso. El resulta-do es un “film auténtico”. Para Herzog esta es la palabra clave ya que se trata de dar imágenes adecuadas de nuestra civilización. En eso consiste su autenticidad, y por ello está embarcado en una “nueva gramática de las imágenes”. Lo que, a su juicio habría proporcionado el film de Errol Morris es expresar el “vacío emocional, la distorsión y

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degeneración de los sentimientos en el capitalismo tardío”. Esa mis-ma es la autointerpretación que hace Joshua Oppenheimer de The Act of Killing en su versión expandida, es decir, en los medios. El film de Erroll Morris Gates of heaven (1978) trata sobre los cementerios de mascotas.

Gates of heaven es un docu-mental extraordinario. Con un tema que se presta al kitsch muestra todo un abanico de sentimientos en las entrevistas a los dueños de los animales y los propietarios del negocio. Todo se expone mezclándose en un montaje de planos inter-calados: los sentimientos de los dueños de las mascotas que

entierran los cuerpos para que les siga acompañando su espíritu, la visión de la vida en forma de manual de autoayuda de uno de los hi-jos del propietario, la música rock del otro que vive pacíficamente atronando el valle de las tumbas. Los planos intercalados son otra de las claves del método documental de Oppenheimer.

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Nada de cinéma vérité, dice, sino lo que va a ser una constante en este tipo de documental: en vez de cámara al hombro, toda una serie de entrevistas que reconstruyen lo que no dan los hechos y son los sentimientos a veces convergentes, otros contrapuestos, de los entrevistados en torno a lo que para unos es una drama, otros una tragedia, finalmente la comedia montada en torno a la pérdida de un animal. Son puntos de vista diversos a través de los cuales el espec-tador se forma un punto de vista. Lo que percibe tras la empresa frustrada del primer cementerio, del brutal reciclaje de animales co-mo contraste, del negocio bien llevado por el padre, es la soledad y el amor que se esconde en la amputación de un miembro que todavía duele. Es la diferencia entre que muera un animal y se pierda una mascota. Son irremplazables, no porque sean mejores que los seres humanos, sino precisamente porque no son humanos, es decir, fieles, que cumplen su misión en la vida de amar y ser amados. Pueden dar pena los personajes, una cierta melancolía el entorno del mínimo ce-menterio, pero toda mantiene una cierta dignidad. En este sentido el documental queda abierto, sin moralina. Hemos entendido las razo-nes de un servicio que no parece estar muy al servicio de la razón. En este sentido, hay que dar por bien empleada la ingesta cueril de Herzog si, como él dice, propicia y llama la atención sobre este tipo de trabajos.

Gates of heaven ha sido reconocido como una obra maestra pero The thin blue line (1988) es quizás el mejor ejemplo en Errol Morris de cómo la ficción, un elaborado montaje, puede servir para recons-

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truir lo que es imposible ver detrás de un hecho, el asesinato de un oficial de policía, a través de una sola versión, la de la justicia. El ca-leidoscopio de los diversos testimonios es lo que ayuda a formar una imagen, ciertamente distorsionada. Resulta muy llamativo que tengan un protagonismo los primeros planos de los objetos como hilo con-ductor en una atmósfera en la que no se sabe a ciencia cierta qué hi-cieron los sujetos. Todos pueden expresarse y en vez de pronunciar un veredicto ellos mismo se absuelven o condenan. Lo que no implica una neutralidad ética pero sí un deseo de entender en esa madeja de los hilos que confluyen en la acción del crimen que se reconstruye.

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ANÁLISIS DE ESTRATEGIAS ICÓNICAS

El comienzo idílico de la película The Act of Killing refleja un mundo en que la mierda es negada y, en términos de Kundera, ex-presa el acuerdo categórico con el ser. Los dos elementos clave son las túnicas de las figuras con una sonrisa beatífica, las bailarinas dan-zando con el fondo de la cascada y el fino polvo de lluvia que se es-parce sobre ellas, la verde clara, tranquilizante vegetación. Es una belleza natural. Lo bello, no lo sublime, es la categoría estética de la película desde el punto de vista de Anwar. El conjunto no es sublime por la grandiosidad de la catarata sino bello en el colorido contraste

del rojo y verde cla-ro. Como la secuen-cia de la carcasa del pez gigante esta es una escena bucle, que vuelve al final de la película, trenzán-dola y dando un ca-rácter a la misma. Las palabras paz, fe-

licidad, sonrisa son la clave de esa belleza. Se insiste en que no es un fake, cuando la evidencia es que se trata de un montaje, de un simu-

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lacro del que todos son conscientes. Esa estructura de anuncio es im-portante como anunciación de lo que viene: una belleza, que une bondad y verdad. En el mensaje estético explícito late otro subliminal ideológico. Los sanguinarios gánsteres, en particular Anwar, conciben su oficio como una de las bellas artes. Excepto el prosaico Adi. De hecho, cuando reaparezca esta secuencia ampliada al final, la palabra bondad lo hará también, en el sarcasmo de las víctimas agradeciendo a Anwar la bondad de haber sido ser ejecutadas por él y así poder ir al cielo. Es un acto de legitimación de estética política a través de una fórmula de estética idealista de unir las demás ideas (verdad, bon-dad) en la de belleza. Lo extraño de que se haga ahora así subraya su carácter irreal en una estética devenida kitsch. Es la estética de los gánsteres, de los “hombres libres” que llegan a la libertad a través de la belleza.

Anwar se proclama un “artista” en un doble sentido, como prota-gonista del film y en la vida diaria, revelando sus gustos en el vestir y la decoración, más que dudosos en su ostentación, como el sillón do-rado, estilo Idi Amin, en que repasa lo filmado, o el atildamiento de-modé del vestuario. Se considera, pues, una persona de gusto (lo que le niega a Herman Koto) y, lo que es más importante para entender el enfoque de la película, de sentimientos. En la vida esto le ha lleva-do a empatizar involuntariamente con las víctimas a través de la mi-rada que se olvidó de apagar cerrando los ojos de las por él ejecuta-das, esos ojos le miran en las pesadillas. Pero también a interiorizar demasiado su personaje, no tanto en el papel de verdugo, sino en el de las víctimas, de ahí que acabe sintiendo lo que ellas sintieron cuando las mataba y él lo recrea ahora. Cuando Joshua Oppenheimer le puntualice como voz en off que no es equiparable su sentimiento al de las víctimas (estas saben que van a morir de verdad, no es una historia, ficción) él vuelve a legitimarse con que siente, es decir, lo siente, pero no se arrepiente, como suele ir implícito a esa expresión en el lenguaje cotidiano.

Pero hay otro elemento y es el de Anwar como artista codirector de la película ya que se trata de un documental en el que hay una película dentro de otra película. Es el que dice cómo debe ser, qué papel debe jugar la película, la importancia del humor dentro de ella, y cómo debe ser un elemento de legitimación, ya que si la hace, es decir, se la dejan hacer y, más aún la codirige con Joshua, su amigo, no puede ser culpable. En ningún momento se abre la película con

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una declaración taxativa como la de Herzog contra la pena de muerte en el documental Encuentros en el corredor de la muerte. Lo que hay es otra cosa, como veremos.

La imagen de portada de este libro no es casual: Anwar con casco de combate filmando. Se trata de una metonimia icónica: el acto de filmar es el acto de matar. La cabeza de Anwar es simultá-neamente la cabeza de un verdugo y una víctima. En el sentimiento se funden metafóricamente, confundiéndose, víctima y verdugo. El verdugo es la víctima y viceversa. Icónicamente la expresión es de una cámara como arma, de acción, y no mero instrumento de repre-sentación. Es la imagen de lo que representa para el gánster: la obra de arte total, aunando filmación y vida. Si Anwar acaba tan satisfecho es porque ha filmado la obra de arte total, esa que funde y confunde arte y vida.

Solo hay un momento en la película en el que el “artista” baja la guardia y dejar de ser la persona anciana sonriente, un po-co achacosa y rendida a la memoria. Es el momento en que Anwar está con Koto en la terraza de su

casa y escucha con impaciencia creciente la prolongada llamada del muecín a la oración. Afirma con displicencia que era un comunista. A la pregunta de Koto precisa que afortunadamente no cayó en sus manos pues le hubiera matado. Al decir esto por unos segundos le cambia el rostro pareciendo otra persona, aflorando toda la crueldad gratuita de otros tiempos, bosteza, mueve las piernas, aburrido, irri-tado. Por un momento la máscara del simulacro ha caído. Nada ha cambiado

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Este mosaico de fotografías es la clave, en el sentido de que faci-lita y condiciona la entrada a la película. Se trata de dos lenguajes, el textual e icónico en una dialéctica que resuelve la percepción del con-junto. El contenido de la imagen parece ser el texto, pero la forma dice algo diferente. Es importante para entender la película seguir pa-so a paso ese contraste pues es el método general utilizado en ella y la razón última de su éxito y de la polémica que ha podido crear.

Después de la secuencia idílica con que abre la película viene el contraplano de lo que parece ser un suburbio de ciudad y el título del filme. Dando paso a la secuencia del mensaje de texto sobreimpreso

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en las paredes de cristal del centro de ocio Yuki Sampang Raya de Medan en Sumatra. El mensaje no aparece de una vez en la secuen-cia sino fragmentado en pequeños textos que en su conjunto no lle-nan la pantalla. Su aparición cobra la forma de un añadido iluminado al ritmo del giro del anuncio luminoso estableciendo un vínculo óptico que todavía se refuerza más cuando de un plano general la cámara se va acercando a un plano medio. Es preciso fijar la vista ya que la mi-rada se distrae, queda atrapada en el fondo oscuro sereno con las luces verticales multicolores que atraviesan el mensaje y, especial-mente, por el anuncio luminoso que no deja de girar y de crecer, di-vidiendo y atrayendo la atención de la mirada según se van añadien-do nuevos fragmentos al texto. Hay una contradicción estética entre lo trágico que narra el mensaje y la placidez del medio. Este es más potente icónicamente para la mirada, y el medio, este medio, acaba siendo el mensaje: la publicidad y propaganda de algo que se mues-tra, no tanto o solo su documentación, se está vendiendo algo. Esa contradicción arroja una ambigüedad sobre el significado de la pelícu-la (en la que no van a aparecer ya mensajes semejantes) que es una de las claves de su éxito.

Esta contradicción así expuesta es una clave de la película. No hay a lo largo de ella imágenes de ese texto, de 1965, de los asesina-tos que menciona, pero sí un mensaje claro de las imágenes que apa-recen y que van en consonancia con el fondo sereno, de ocio, diver-sión, y la publicidad: una recreación divertida, y pretendidamente be-lla, de lo que ocurrió a cargo de los asesinos. La mirada no percibe una imagen “irónica”. Los dos elementos son explícitos y no se trata de lo explícito dando a entender algo distinto e implícito. El documen-tal no introduce en este sentido (en otros sí como veremos) la ficción borrando fronteras. Por el contrario, desde las primeras imágenes tiene el máximo interés en mostrar que es un fake, exhibiendo a la menor ocasión sus costuras. Todo ello sin dejar de afirmar que tanto lo que se expone como la forma es “verdad”. El contraste sería el ori-gen de ese humor que le hace pretendidamente divertido.

La atmósfera estética de futurismo retro hace que en el mensaje se hable desde un presente en el que se da cuenta de un pasado y la apariencia estética del medio en el que aparece sobreexpuesto sugie-re que ese pasado ya no pasa. El aura luminosa de felicidad que des-prende el anuncio y la serenidad basada en el progreso tecnológico de la que gozan los usuarios del centro comercial apunta a que eso

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de lo que habla el mensaje debió ocurrir en un tiempo lejano, y ya no está sucediendo, que lo que se dice ahí, y se va a contar, a recrear luego, es ficción.

Al final, el mensaje se detiene, pero el anuncio sigue girando, ocupando más y más la pantalla. Es la imagen en solitario: un anun-cio de refresco Blueberry. Cuando la cámara se retira sobreimpri-miendo el mensaje ya no es en la superficie sino en la profundidad del plano. Si antes se refería a hechos, con un lenguaje neutral, aho-ra se trata de dos instancias más: a la película dentro de la película. La de los gánsteres sobre la recreación orgullosa de esos hechos y la del director que “sigue” el proceso y “documenta” sus consecuencias. De lo primero hay constancia por la existencia misma de la película, la segundo en más problemático. ¿Cuáles son las consecuencias? ¿Las que extraen ellos o el director? ¿O son las mismas? Se emplea la palabra killers, no murders, ajusticiamientos más que asesinatos, lle-vados a cabo con placer y recreados con orgullo. La suma es una nueva metonimia de los anteriores títulos: el placer de matar. Esto predomina cuantitativa y cualitativamente en la película sobre alguna de las consecuencias en alguien, como es el regusto amargo de la re-creación del acto de matar sin que ello afecte a la necesidad del acto mismo sino a su componente estético, a la necesidad de seguir avan-zando en la búsqueda de un acto de matar más “humanitario”.

Esta forma de presentación es toda una técnica de montaje a lo largo de la película: plano, recreación del hecho trágico por los gáns-teres, contraplano, introducción del elemento surrealista que rompe su continuidad. Así hasta el final, hasta el último plano surrealista que hace bucle con el primer plano también surrealista. Esta disposición estética condiciona, es, el supuesto mensaje de la película. El conjun-to, película de los gánsteres dentro de la del director y viceversa, se entiende desde los postulados de la llamada “nueva estética”. Esta consiste en el documento estético que muestra la pixelización de lo real. El resultado no es un híbrido, ni una integración, como se supo-ne, sino la creación de agujeros de realidad, es decir, el olvido de lo real bajo la forma del olvido de los hechos físicos vividos, mediante su reviviscencia, el placer de revivirlos en la memoria selectiva. Es decir, una memoria borrosa en la que, sin apenas contratiempos, el verdugo es víctima y viceversa.

El pixelado que de manera realista, documental, manipula al es-pectador tradicional, confundiendo, confundiéndole en la creación exi-

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tosa de sentimientos ambiguos se logra mediante la sobreimpresión de tres niveles de ficción: una presencia ausente que sirve de modelo como son los filmes americanos de violencia (gánsteres, mafia) para los gánsteres, tanto en la comisión de los hechos pasados como de la recreación de los presentes. El segundo es la película que está rodan-do los gánsteres sobre sí mismos; el tercero la película de Oppenhei-mer sobre todo ello. Analicemos icónicamente cada uno de estos as-pectos con mayor detenimiento.

Si para el director se trata de una película como documental para Anwar es un documental como película. La diferencia es importante: En ese sentido hay una contraposición entre la leyenda al comienzo y el rodaje. Se trata para ellos de actuar como en las películas ameri-canas, pero con un elemento nuevo: el humor. Es una tragedia pre-sentada como una comedia. Es fruto del compromiso entre el director y los gánsteres. Es un recordar como recrear, pero sobre la memoria involuntaria del siglo XX ahora se aplica la voluntaria y de ahí el hu-mor, es la reescritura de ella con humor, que no tiene una forma de olvido sino lo contrario: recordar lo que hicieron en la juventud y lo felices que eran. No hay nostalgia en el sentido de añorar lo que pasó ya que sigue pasando en el presente, aunque de una forma todavía más “humanitaria”. Siguen haciendo todo por dinero y continúan las formas de extorsión como la que ejercen sobre el comerciante chino, con una expresión que es todo un poema, delante de la cámara, ca-ras sudorosas recogiendo el dinero como regalo, con una falsa corte-sía. Pero, están al servicio de una dictadura que se legitima en los discursos de los políticos como revolución permanente hablando de los enemigos y dado que no tienen elementos suficientes se apoya en los gánsteres para mantener la seguridad. El punto de vista de estos encaja: esta es una nación de burócratas, necesitamos gánsteres que hagan las cosas, son las gente de acción se supone que sin ideología.

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Las continuas referencias a las películas americanas hacen impo-sible considerar, que se consideren a sí mismos, como gente corrien-te; es un profundo error emplear aquí la categoría de la banalidad del mal. No la aceptarían. Esas referencias fílmicas no significan que ac-túan como si fueran ellos sino que son ellos. Estos gánsteres son aquellos. Les prestan así una particular épica a actos en principio desprovistos de ello. Les elevan de vulgares chorizos a la categoría de “grandes criminales”, no por los ideales defendidos (que no los tie-nen), ni por la obediencia debida (“gánster”, lo recuerdan una y otra vez significa “hombre libre”) sino por la cantidad (Anwar Congo cerca de 1000) de crímenes cometidos. La imagen que transmiten es la de fuerza y poder, de decidir quien vive o no, de la manera más cruel de

todas: el poder arbitrario.

Esta épica del gánster se sitúa en la órbita de Los bandidos de Schiller, una obra tan amoral como llena de fuerza estética. También aquí fuerza, libertad y un cierto sentido de la belleza están unidos. La épica del bandido, del gánster, con-

siste en hacer cualquier cosa por dinero. Es la palabra sagrada, que justifica todo. Son mercenarios al servicio del gobierno que no da abasto en la aniquilación de los comunistas. A cambio de ello están

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metidos y se benefician de todo tipo de ilegalidades, que no tienen rubor en detallar. Ese pasado sigue pasando ya que una de las esce-nas más bochornosas de la película es la extorsión a la que siguen sometiendo a los comerciantes chinos, antes como ahora.

Se identifican con el móvil, el dinero, copian su vestimenta e imi-tan sus métodos de tortura. Anwar relata cómo salían de esas pelícu-las, cruzaban la calle, entraban en el lugar de tortura sin solución de continuidad, practicando lo que allí habían visto. Las dos eran violen-cia con clase. Las películas de Hollywood tienen para ellos ese doble carácter de predilección estética y forma de negocio. Ambas se unen: es la forma como ven, viven la vida. Si en ningún momento sale la cuestión ideológica de por qué mataron a tantos comunistas, sí apa-rece claramente la motivación económica: les arruinaban el negocio. Anwar explica que los comunistas, al ser enemigos de este tipo de cine, restringieron el número de películas, por lo que sintieron peli-grar su negocio de administradores de salas de cine. No les fue, pues, difícil aceptar el papel de sicarios al servicio del gobierno: servían a su país y protegían su negocio. Extorsionaban a los chinos bajo el pretexto, decían, que eran casi todos comunistas, pero si pagaban no los mataban.

Cine y vida se confunden en la propia ficción política de las dic-taduras que se declaran como revolución permanente en vista de que el enemigo real o potencial todavía sigue existiendo haciendo necesa-ria su existencia y su ejercicio del poder. Así lo declara el patibulario gobernador de Sumatra en coloquio distendido con Anwar. Así el mi-nistro del gobierno que dirige la escenificación de la quema del po-blado: no es lo que ellos hacen ahora pero podrían hacerlo si vuelven a darse las circunstancias. En la medida en que todos están implica-dos en la recreación del filme, este va más allá de un ejercicio de nostalgia y tiene el carácter de una advertencia: se está haciendo como señal y vínculo con lo que ya se hizo y se puede volver a hacer. Es decir, se convierte en un acto de propaganda política.

Las fronteras entre los modelos políticos y los gansteriles se dilu-yen. Las campañas de políticos a las que acuden, el reventar las de la oposición, el reclutamiento de palmeros en las presentaciones…todo es por dinero, como reconocen sin rasgo de cinismo, al fin y al cabo ese ha sido su oficio y sigue siendo. Todos actúan en los mítines con una naturalidad falsa, un entusiasmo calculado, como si fueran acto-res de telenovela, aseguran sin lamentarlo ya que ese es el juego.

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Cuando a Herman Koto le ofrecen presentarse como candidato al Par-lamento inicia todo animoso una campaña de imagen, con fotos de familia feliz, diplomas académicos, pose de obrero y recorrido de los barrios prometiendo dinero si le votan y gana, detallando como un niño las comisiones ilegales que espera conseguir con ello. Ante su manifiesta torpeza en estos asuntos busca modelos a los que imitar en el espejo como es el caso de Obama en uno de sus discursos. Al parecer en el caso de lo americano dan igual los contenidos y lo que cuentan son las formas

Anwar señala que Koto no tiene suficiente dinero para la compra de votos, por lo que no ganará, y siente pena por él. Así sucede y en un momento de melancolía Koto regala a su pequeña hija toda una serie de consejos sobre cómo comportarse en la vida cuando él falte.

El segundo elemento es la película que los gánsteres ruedan so-bre sí mismos con la cámara de Joshua, pero teniendo como director a Anwar. Es el más importante y su fotografía es la portada de este libro. Consta de dos partes: el rodaje en sí mismo y, lo que es más importante, su visionado para apreciar cómo queda en el montaje. El resultado puede ofrecerse bajo un doble rótulo: el placer de matar y el arte de no sentirse culpable.

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Anwar revisa esta escena y tuerce el gesto: no lo ha hecho bien. Estaba disfrutando tanto, se le ve tan feliz, que no puede por menos de mirar a la cámara en un gesto de complicidad y rompe la magia de un momento que tenía que ser trágico o épico, según se mire. Una cosa es introducir el humor para que la gente no se aburra ni se asuste entre tanta sangre y otra acabar en una parodia que apunta a que lo filmado no es “verdadero”, que es un fake. Anwar como direc-tor de escena quiere encontrar un término medio entre el cine de an-tes, como el truculento filme sobre los malvados comunistas que ela-boró el gobierno en aquellos años sesenta, de visionado obligado, y algo que se adapte más al cine de hoy día para lo que es necesario enseñar pero divirtiendo. Sin pasarse como en esa escena en la que advierte con pesar que se le ha ido la mano.

Si no han podido contener la hilaridad haciendo de verdugos tampoco logran hacerlo como víctimas. Y de manera espeluznante hacen jugar a su juego a las verdaderas víctimas. Un vecino de An-war quiere hacer un aporte a la película para reforzar su “veracidad”. Narra queriendo desdramatizar y parecer divertido cómo ellos mata-ron a su padrastro y les obligaron a exilarse sin recibir ayuda de na-die; explica minuciosa y gráficamente cómo encontraron el cuerpo torturado. Anwar y los otros le escuchan curiosos y sonrientes, recor-dando. El vecino asegura que lo hace sin ánimo de crítica, solo para contribuir. Pero es rechazado, ya que el guion está ya lleno, es dema-siado complicado, quizá, conceden, sirva conocerlo para motivar a los actores. Las víctimas reales no interesan y menos sus historias, úni-

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camente si acceden a representar su papel pero según el guion que han escrito ellos.

En esta serie los 4 últimos fotogramas no difieren mucho entre sí. Únicamente el texto. Nuevamente se establece una dialéctica en-tre imagen y diálogo verbal, favorecida por el uso de subtítulos. Des-de el punto de vista de la imagen se produce una repetición, desde el texto un error, ya que no se lee, si no se aumenta el zoom de la pan-talla. El posible defecto, achacable en principio a quien traslada el método de la cita textual repitiendo imágenes, es decir, que lee imá-genes, no es tal en este caso sino que ha sido buscado. Interesa mostrar cómo se repite una imagen mientras se desarrolla un texto que no se lee. Es la imagen de la acción de maquillar que convierte a los verdugos en víctimas. Es la acción de maquillar la excusa icónica de no culpabilidad, es la “excusa adecuada” para Anwar, pero no para Adi Zulkadry su compinche de asesinatos en otro tiempo. Mientras que para el primero es un medio para recrear la verdad, no un fake, para el segundo lo es completamente: matar se hacía rápido sin ce-remonias y ellos eran más crueles que los comunistas. Es decir que

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para Adi (en el fondo también para Anwar) la respuesta a por qué mataban a los comunistas es “porque” los mataban. No hay “una” razón como hemos visto ya, sino motivos gansteriles de oportunidad. Podían haber sido estos u otros. La legitimación viene para ellos no de por qué lo han hecho sino de que han ganado. Lo importante no es el qué ni el por qué sino el cómo: “cada uno tiene su método como en las películas de la mafia”, precisa Anwar. Adi responde indignado a la observación del periodista de que no se dio cuenta de nada, a pe-sar de que estaban en el mismo edificio, debido a lo silenciosos que eran, señalando que todo lo hacían a plena luz, sin ocultar nada, y desde luego lo conocían los vecinos.

A lo largo de la película hay una dialéctica entre Adi y Anwar, que se traslada al director mismo Joshua Oppenheimer. Buena parte de la ambigüedad respecto a las intenciones del director viene provo-cada por su interés en mostrar el posible arrepentimiento, o al me-nos, pesar, de Anwar por los crímenes cometidos. Lo intenta con Adi en la memorable escena del coche donde aduce el derecho de las víc-timas a conocer la verdad y el rechazo de Adi a entrar en el juego. ¿Por qué investigar la violencia con los comunistas y no la de Caín con Abel? ¿Por qué no la de los indios americanos masacrados en USA? Si quieren reabrir heridas está preparado y será la guerra. De una manera u otra le está echando a Joshua Oppenheimer en cara la hipocresía de lavar la conciencia y ser valiente en lugares distintos a los que uno vive. Y, además, con los diversos ejemplos que pone no cesa de subrayar la relatividad de las leyes y de la moral según el es-pacio y el tiempo. Él no se siente culpable, ha ganado, y desde esa posición puede decidir lo que es moral, legal, o no, como hacen los demás. No la Corte Internacional de la Haya con su definición de “crímenes de guerra”. El mimetismo con la situación del país conlleva que tanto él, como el resto de los gánsteres, e incluso miembros del gobierno, tomen la crítica como un ataque del enemigo exterior. Bien es cierto que Oppeneheimer tiene la precaución de no excederse. Hay una estrategia compensatoria.

Una de las lecciones de The Act of Killing es que a la estética de la vio-lencia de los fascistas clásicos, modernos, responden con la violencia esteti-zada los fascistas posmodernos y con la violencia de la estética los posfascis-tas posmodernos.

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Desde el comienzo las posibles escenas de tortura aludidas tex-tual y verbalmente, recreadas por los verdugos-víctimas, no guardan una continuidad narrativa y argumental sino que están intercaladas estéticamente con las surrealistas y de publicidad. La secuencia del coche con Adi está entre las del centro comercial y el ensayo de las bailarinas con Koto travestido al lado de la carcasa del gran pez. A continuación Anwar departiendo amigablemente con Koto asegura que si la gente va a ver películas de James Bond por la acción, de los nazis por ver sadismo y poder, ellos pueden hacerlo también. Resta por añadir que mejor, ya que no se trata de una película, como pun-tualiza Anwar, sino que ellos han hecho realmente eso. Es decir, en esa metonimia de verdugo-víctima la película alcanza el nivel de una snuff movie.

Mediante la introducción del humor Anwar asegura que esa pelí-cula se convierte en “una película familiar” aunque sea una “película de muerte”. Está orgulloso de que nadie hay usado su método para hacer películas. A la pregunta de si los hijos de los comunistas disfru-

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tarán con la película afirma que sí, siempre que no sepan de qué va. Es decir, lo que está planteando Anwar es su necesaria descontextua-lización. Anwar es un “apropiacionista” nato. La película de Oppen-heimer parte de un texto pero, al ser también la película de los gáns-teres, crea una desconexión apta para todos los públicos.

El picado del centro comercial muestra una perfecta transparen-cia, limpieza, excepto por una pequeña basura que recoge la emplea-da. La familia de Adi se hace una foto de familia feliz. Como en Tif-fany´s nada malo puede suceder ahí y esa belleza lleva aparejada estéticamente una cierta bondad. En la película esa forma de mostrar acaba siendo la alfombra tras la que se mete la basura. Con el humor se apunta a que es inevitable y se esconde después de haber mostra-do precisamente que se esconde.

El contraste entre ese planteamiento en que se recrean con hu-mor hechos monstruosos y aquellos en los que se muestran en forma directa es tanto mayor cuanto que lo segundo no es aceptado, se lo condena éticamente y persigue penalmente.

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HIPOCRESÍAS ICÓNICAS: A SERBIAN FILM

Plano de Milos en A serbian film (2010) (dirigido por Srdjan Spa-sojevic) con el rostro distorsionado por el ansia de violación provoca-da por las enormes dosis de viagra de toro que le han sido suminis-tradas sin su conocimiento. El rostro, habitualmente tranquilo, pacífi-co y agradable se retuerce como en los cuadros de Bacon que apare-cen en los fotogramas de la película. En los 30 primeros minutos de la película Milos se asemeja a uno de los personajes tristes, amables, desarraigados, y en busca de hogar, de los filmes de Aki Kaurismaki. El final suele ser feliz, encuentran pareja y ahí acaba la película. Aquí no. La película es, en realidad, un autorretrato, en el que se muestra con frecuencia el ojo de la cámara, resultando la película dentro de la película, y que refleja ante todo la impotencia de los individuos, la metamorfosis de la familia feliz al comienzo (aunque ya se percibe la envidia del hermano) y el sarcasmo de la familia serbia feliz al final, en que los dos hermanos violan al hijo y a la cuñada.

Este film podría encuadrarse en los crepusculares de días des-pués, como aquellos de los violentos pistoleros del Oeste reconverti-dos en pacíficos ciudadanos, que no acaban de encontrar su acomodo en la sociedad. El antiguo actor porno, ya retirado, (famoso por ser capaz de mantener una erección sin contacto visual o físico, excelente compañero, artista más que actor) tiene problemas económicos que le impulsan a aceptar una oferta irresistible por parte de un ambiguo personaje, psiquiatra infantil. La motivación es económica, pero el reclamo es el del arte: un artista para un nuevo proyecto artístico.

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Solo que aquí el director pretende resolver la antinomia entre arte y vida, mostrando lo que es una “feliz familia serbia”. Sin humor, a di-ferencia de Makavejev, como veremos. Todo el guión de la película tiene el trasfondo de lo que, a juicio del director Vukmir, es la vida serbia, y que en frase schopenhaueriana se puede resumir así: vícti-ma y verdugo son lo mismo. Ya no solo se trata de la fácil asociación entre eros y thanatos, sino de esa “justicia cósmica” que acompaña a la absurda voluntad de vivir, que hace que hinque los dientes en la propia carne, siendo alternativamente víctima y verdugo de sí misma.

Lo que aquí se plantea es un arte de los límites como límite de las artes. Parece que hay un tipo de realidad que se resis-te a ser ficcionalizada o, más bien, que no se

permite sea ficcionalizadda, pero que se consume clandestinamente como pornografía de la violencia. Tal es el empeño del director de la película que, a su vez, no es más que un actor marioneta, víctima de otros más poderosos que él. Lo que se presenta en esta película, a diferencia de otras más abundantes, es la violencia no estetizada, que provoca auténtico rechazo, en vez de “horror delicioso”, que es como desde Burke se definía al lado oscuro de lo sublime. Es decir, en su pura desnudez, sin la ironía como es consumida de manera abundante por la sociedad. El problema aquí son los límites de la re-presentación, de hacer visible lo visible, lo que no debe ser mostrado, porque hiere la sensibilidad, porque entra de lleno destrozándolo en el gran negocio del mercado: la mostración de la violencia no esteti-zada, tal como realmente se da.

La película narra la metamorfosis causada en el personaje no por él mismo, por lo que hace, sino como consecuencia de la sociedad desgarrada en la que vive. Como en el cuadro de Munch, El grito, la tensión social acumulada, introyectada, se hace insoportable. Se tra-ta de la sociedad serbia. Y precisamente allí donde está su núcleo, la familia, una familia feliz y envidiada. Ya no se trata de lo que hace un individuo por dinero sino de lo que hacen con el individuo por dinero: una persona no violenta es drogada para que cometa los mayores y más execrables actos de violencia. Y de un modo, con una estética

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cutre, que se resiste, como en la mayor parte de las películas de ese tipo, a una sublimación. Este es el elemento clave: muestra, no con-dena verbalmente, no sublima. Culturalmente, son mucho más obs-cenas las primeras secuencias de Malditos bastardos de Tarantino. Pero al actor que encarna el personaje del divertido y pervertido ca-zajudíos le han dado un Oscar. Todo se permite si es irónico, no di-recto.

El problema está en la imagen. Al ser concreta no tiene término medio: o muestra o encubre. Muestra cuando hace visible lo visible, encubre cuando pretende hacer visible lo invisible. En esta película, que trata de arte, pretende ser artística, pero no quiere decir que lo sea, no hay lugar para almas bellas ni profundos sentimientos, pero su visionado no ejemplar constituye una muestra de la mayor tarea política que el arte puede ofrecer: mostrar lo real. El resultado, espe-cialmente en esos primeros 30 minutos, es el de una película triste, que narra una violencia triste. Es la otra cara de una nación que ha sido vista desde 1914 como el cáncer político de Europa, la generado-ra de conflictos. Una sociedad violenta engendra violencia: A serbian film desde la óptica adorniana es la muestra en un arte enfermo de una sociedad enferma. Si Adorno afirmaba que lo terrible de Auschwitz es que se siguiera produciendo en forma de violencia de una sociedad que la consume en dosis convenientemente administra-das, este es el tipo de violencia que la sociedad se niega a consumir porque no se sirve estetizada.

Ciertamente, puede verse como un producto de la industria cul-tural, y de ahí las quejas de cómo se han atrevido a mostrarla, pero lo cierto y lamentable es que numerosos libros y escritos sobre Auschwitz son fácilmente digeribles, excepto las imágenes y testimo-nios de las víctimas en directo, sin mediación, sin comentario edifi-cante. Ninguna ficción igualará la terrible experiencia de los primeros que entraron en los campos de concentración nazis. La mercantiliza-ción de Auschwitz a causa de los desaprensivos sigue existiendo en la frase de Vukmir: “las víctimas venden, Milos”; es terrible, por cierta en muchos sentidos, bajo la forma de una industrial cultural de la víc-tima, que pervierte la demanda de Benjamin cuando pedía la escritu-ra de una historia de los vencidos…por ellos mismos, esta vez, por una vez. El problema es que cuando se escribe esa historia no tiene por qué ser edificante, como pretenden algunos autoerigidos como representantes de los vencidos. Aquí se trata, en términos adornia-

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nos, de una película enferma expresión de una sociedad enferma. Es-téticamente es, por eso, relevante. Otra cosa es su calidad artística, más que discutible.

Lo importante de una Teoría Crítica de la imagen no es que las imágenes sean críticas en sentido verbal o escrito, que nunca lo son en sí mismas, sino que sean capaces de mostrar todas las caras posi-bles de lo real, incluso aquellas que no deben ser mostradas en el discurso verbal. Ya Platón pensaba (y sigue siendo el problema de la tradición idealista) que determinadas cosas bajas no podían alcanzar la dignidad de la Idea, no eran susceptibles de llegar a ser eidos, as-pectos visibles de las cosas. Lo que demuestra la reacción defensiva ante determinados aspectos, que “pueden herir la sensibilidad del es-pectador”, es que estamos preparados para los discursos verbales de la violencia, pero no para los icónicos, si no están estetizados.

Y este es el verdadero problema. De ahí la necesidad de una teo-ría de la imagen impura, sabiendo que el arte que la refleja es enfer-mo, como la sociedad misma. Se admite la violencia estetizada, que no hiera la sensibilidad, aunque sea fuerte, pero no se admite la mos-tración desestetizada de la violencia, en su plena desnudez. La pe-dofilia y la violación son ahora tema de un arte político que, antes de decidir simplemente que no debiera ser, habría que pensar cómo de-bería ser. En esta película, las cloacas han rebosado, y de ahí el grito, esa violencia que se introyecta en el sujeto, lo descoyunta y lleva a su aniquilación. Las cloacas han rebosado, es el caos y el mal que aparecen también en la novela en la que basa Bela Tarr su película Las armonías del Werckmeister, mostrando las falsas armonías de la tradición del ideal armónico. Pero basta la mostración del anciano desnudo y esquelético en la bañera para que acabe de golpe la vio-lencia: aquí, en A serbian film, la familia que acaba de destruir a la mujer y al niño es proclamada como una familia feliz. Cuando Milos es consciente de lo que ha hecho inconscientemente se suicida.

Un actor porno se convierte de sujeto agente en sujeto paciente. Es una metamorfosis de factura kantiana. El escarabajo kafkiano emerge desde dentro del sujeto mismo. A quien le ha sucedido era un sujeto normal, Milos, que se resiste a ello y que es abducido por ello. La violencia tiene nombre y rostro. No se trata de algo abstracto, si fuera un discurso sobre el MAL, con mayúsculas, en abstracto, la pelí-cula habría sido subvencionada, en vez de censurada. Si, en vez de mugre y sangre, pedofilia y violación, expuestas de forma horrorosa,

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y no vendidas como “horror delicioso” intelectualizado, se hubiera procedido a una descuartice artístico de las víctimas, como en la tele-serie Dexter, entonces se hablaría de una obra de culto. Y, sin em-bargo, este tipo de discursos estéticos (esteticistas) son más dañinos e irresponsables que los de A serbian film.

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EL TÚNEL DE LAS IMÁGENES

Anwar ya ha encontrado “la excusa adecuada” a través de la fil-mación de la película para no sentirse culpable. La escena está roda-da en un “túnel en el tiempo”, le dice a Koto. Es un bucle: está al fi-nal cronológicamente pero ontológicamente al comienzo de la pelícu-la. El sadismo que ejercieron con él al (re)crearlo justifica y legitima el que ha ejercido con los otros después como represalia y venganza. El rodaje no es, por tanto, la recreación de algo que pasó sino lo an-terior a ello y desencadenante de lo que ocurrió después. Al maqui-llarse, disfrazarse de víctimas, eran realmente víctimas, que luego se vengaron matando a los otros comunistas que les habían matado. El bucle suprime las distancias espacio-temporales. Por eso es “verda-dera” la película para él, a diferencia del montaje obvio para el espec-tador. A continuación tiene lugar la escena del muecín en que cae la máscara y muestra su rostro sádico.

A pesar del sadismo real la recreación no pretende serlo…tanto. A Anwar le recomiendan los amigos que haga más sádica la quema del poblado, pero él dice tener en cuenta a las mujeres y los niños. La filmación de la filmación introduce todavía más distancia. La simula-ción del ayer se traslada al ahora. En un momento dado el ministro del gobierno que asiste al acto y les arenga a los miembros de la ju-ventud Pancasila, se dirige directamente a Joshua y le advierte que ellos no son tan brutales, que esto puede dañar a la imagen de su

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organización. Pero, efectivamente, se trata de una cuestión de ima-gen de cara al presente, no al pasado y todavía menos al porvenir: “es una simulación de nuestra rabia”, advierte. Por ello no le pide que borre lo filmado sino que sirva como advertencia de que pueden ser peores todavía si alguien ataca su país. El objetivo, antes como ahora y luego, es el de exterminar a los comunistas, solo que por una cues-tión de imagen hay que hacerlo ahora de una manera más humanita-ria.

Los dos primeros fotogramas corresponden a la meditación de Anwar después del simulacro de incendio de la aldea. De golpe se si-túa con su sensibilidad de “artista” en el prestigioso corazón de los discursos estéticos sobre la oscuridad. Anwar encuentra horrible el incendio con tan vivas llamas que inflaman la pantalla y luego viene esa oscuridad. La antítesis entre Adi y Anwar se despliega en toda su intensidad textual e icónica. La oscuridad se vuelve luminosa en la descripción rápida, precisa de la voz en off de Adi, mientras dan vuel-tas por el centro comercial, comentando los diversos tipos de tortura

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que había ejercido: palos por el ano, colgando, estrangulando, deca-pitando. Les estaba permitido hacerlo porque nadie les castigó y no se siente culpable; las víctimas no tienen nada que hacer y deben aceptarlo. A diferencia de Anwar recalca que no tiene depresiones ni pesadillas por ello. Hay una auténtica pixelización de la tortura en ese marco y entraña luminosa de la oscuridad. Nuevamente se aprecia otro ejemplo de aquella “nueva estética” ya mentada: la imagen pi-xeliza a la palabra en forma de agujero negro que despoja de toda sustancia. La secuencia es sumamente interesante por contradictoria entre lo que se dice y la situación en que se dice: un paseo familiar por las tiendas y atracciones del centro que muestra como en Tif-fany´s (et in Arcadia ego) puede haber esas cosas. Señalar esto es entrar en todo un ejercicio de crítica a la crítica política posmoderna.

Anwar tiene, a diferencia de Adi, pesadillas que su compañero atribuye a una debilidad nerviosa fácilmente curable con pastillas que le recete el psiquiatra. Nada de locura, le tranquiliza. Además, la fil-mación de las pesadillas tiene lugar con Anwar como asesor de atrez-zo y son atribuidas por él a haber mirado a los ojos de sus víctimas que le miraban cuando morían. Es una muestra más de la sensibilidad de Anwar como artista, de su ponerse en lugar de las víctimas en todos los sentidos de la palabra. Ello le permite un desdoblamiento con secuelas, daños colaterales, que conjura en esa recreación barro-ca y kitsch de las pesadillas a cargo de figurantes con disfraces es-perpénticos.

El ejercicio de crítica inversa funde confundiendo el malestar con el arrepentimiento, con el sentimiento de culpabilidad. El propio mon-taje de la película, como he señalado en otras ocasiones, en la técni-ca de plano contraplano y secuencia contrasecuencia, imposibilitan el establecimiento de una tesis, que si es pretendida por lo verbal es desmentida por lo icónico. Por ello, y sin que el motivo sea la narrati-

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vidad, irrelevante en ese bucle, túnel del tiempo, es conveniente se-guir ese movimiento de intercalación de secuencias hasta el final.

En el 2.5 del corte final del director los gánsteres, vestidos de gánsteres, ac-tuando como los de las películas, con Anwar como estrella, van a ejemplificar esa confusión de verdugo víctima en la que él pasa de estrangular a ser es-

trangulado, con el método de su propia invención, sin cambiarse de traje. La secuencia es larga y sórdida. Al término de la misma Anwar se siente mal, la interrumpe, y Koto le dice que se lo tome con calma y no interiorice tanto a su personaje. Él no lo ha hecho y al comienzo hemos asistido a una burda parodia del asesinato de un bebé que se percibe claramente es un oso de peluche. Pero el estrangular lleva, al parecer, más tiempo y Anwar ha tenido dificultades para mostrarlo desde la incómoda postura situado debajo de la mesa, y el alambre ahoga a poco que se apriete cuando se ha sentado en la silla para hacer de víctima. En las pesadillas unos monos se comen trozos de su cuerpo y él ve como lo hacen. Pero ese malestar se ve ampliamente compensado, al menos de momento, con la próxima escena. Un esta-llido de luz y sonido con la canción Born free: “aquí no hay necesidad de esconderse”. El lema de los hombres libres, de los gánsteres.

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http://www.youtube.com/watch?v=o-ta9To14yw

Toda la atmósfera opresiva del sótano de tortura ha desapareci-do. Si en ella es como si hubiera muerto (muerto en el túnel del tiempo) aquí en la recreación ha renacido en la escena de la catarata propiciando una suerte de bautismo de inocencia. Las víctimas se sa-can los alambres y le (se) agradecen haber sido torturados y muertos para así ir al cielo. El proceso de renacimiento, recreación y legitima-ción ha acabado.

Un miembro de los líderes paramilitares declara en el programa de televisión (en el talk show cuya imagen se puso al comienzo de este libro) que no hay posibilidad de reconciliación, otro apostilla (con el regocijo de todos) que no ha hay que temer la venganza de los hi-jos de los comunistas porque los mataron a todos. Adi concluye en su paseo por las maravillas del centro comercial que tienen que aceptar lo que pasó y no darle más vueltas. Anwar es más sensible como “ar-tista” y, cual nuevo dios verdugo y víctima, escenifica en nombre del

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arte el reconocimiento, el agradecimiento de las víctimas vestidas con algo que recuerda a los uniformes de los campos de exterminio.

Anwar en el visio-nado de esta secuencia se emociona profunda-mente y dirigiéndose a Oppenheimer le dice: “This is great, Joshua. This is very good”. Aña-de: “nunca imaginé que podría hacer algo tan grande”. Y concluye que

está particularmente orgulloso de que la cascada exprese “sentimien-tos tan profundos”. De hecho, siempre los ha inspirado.

La escena de la cascada que expresa “sentimientos tan profun-dos” es una imagen recurrente de las estéticas de lo originario. De la misma forma que existe una legi-timación a través de la argumen-tación racional la hay también co-mo argumentación emotiva a tra-vés de lo elemental, de la apela-ción estética a lo originario encar-nado en la naturaleza. Inspira sen-timientos sublimes y/o bellos. Co-mo en la secuencia de la catarata que está al comienzo y al final de la película, al comienzo y al final

del túnel del tiempo, convertido en un espacio sincrónico. En esta se-cuencia de belleza (la “belleza te rodea” es la letra de “Nacida(o) li-bre”) la naturaleza embellecida por el montaje de los seres humanos embellece también sus actos allí escenificados. Belleza natural aquí y belleza artificial del centro comercial se corresponden, despertando y expresando profundos sentimientos, edificantes, que hacen sentir bien. En ellos se manifiesta lo originario, la fuerza ciega de la natura-leza, bella y cruel a la vez, a través de los seres humanos. Esa pro-fundidad abisal de fuerza, poder, violencia, pero también de ingenui-

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dad, nobleza, valentía, espiritualidad se manifiesta en una naturaleza embellecida en el montaje de imágenes. De esta manera, y para los que sienten así, esta naturaleza en las estéticas de lo originario se metamorfosea en una profunda idea moral. Lo originario, elemental, puede ser espantoso, duro, pero carece de maldad intrínseca. A esta conclusión llega Anwar cuando recrea sus actos en la quema del po-blado donde las llamas arrasan finalmente con todo, convirtiéndose icónicamente el fuego, más que lo que quema, en el primer plano de la pantalla. En todo caso pertenece a esa clase de héroes del mal que están más allá del bien y del mal, pues expresan con toda intensidad un sentimiento. Son “lecciones de la oscuridad”.

La película podría haber acabado aquí. Pero hace falta otra con-trasecuencia cuyo análisis es el elemento último en esta primera fase de la crítica icónica a la crítica posmoderna de la violencia que su-puestamente lleva a cabo Joshua Oppenheimer con la película. Esta consiste, freudianamente hablando, en la ambigüedad de la cultu-ra del malestar. Tampoco es una tesis sino la expresión de un sen-timiento difuso en la técnica usada hasta el final de intercalar secuen-cias de ficción de tortura y secuencias surrealistas de felicidad. A con-tinuación de la secuencia de la catarata Anwar le pide a Joshua que le ponga la escena de su tortura para que la vean sus nietos. A la pre-gunta de este de si es apropiada para los niños responde que, al fin y al cabo, se trata de una película y así se lo repite a sus nietos cuando contemplan cohibidos las escenas de decapitación y estrangulamien-to.

Lo que viene a continuación es la experiencia que cierra el túnel del tiempo que es la película. Es el final de la reviviscencia. Anwar quiere saber si ellos sintieron cuando les torturó como sentía él ahí mientras revivía la escena. Es un momento decisivo en el montaje de la película, porque si el espectador se deja llevar, no contextualiza la escena en lo que ha visto anteriormente, no guarda distancia, se queda solo con una frase, entonces cae en la trampa icónica de la hi-pocresía compartida y pactada entre Joshua y Anwar. Joshua le con-testa que las víctimas se sentían peor porque sabían que su muerte era real y no una película. Pero yo puedo sentirlo, Joshua (dice An-war), realmente puedo sentirlo. Es esa capacidad de sentir como si fuera él (en el túnel del tiempo es él) lo que transfigura estéticamen-te una prosaica tortura en una sublime. El sentimiento de lo sublime es el sentimiento del como si le estuviera pasando a uno pero a con-

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dición de que no le pase. Anwar da un paso más haciéndolo obra de arte total: abarca su existencia, le sucedió a él y por ello ese malestar de artista es, lo hemos visto ya, su excusa adecuada, para hablar en términos de Adi. La intensidad del sentimiento es una garantía para él de veracidad. Es necesario que el público se sienta mal como él se siente para comprenderle.

Llora, y el mensaje equívoco que recibe el espectador al que ha transmitido su malestar es que se trata de arrepentimiento. Nada más lejos de la realidad, pues sigue la técnica de montaje empleada hasta ahora. Es una técnica ya muy conocida desde las Confesiones de Rousseau: ser aparentemente sincero haciendo que el lec-tor/espectador, en una obra verdadera de ficción, sienta como él. Si fuera insensible sería un monstruo culpable, pero siente, lo siente, ¿Qué? Eso, el sentir, y por ello, ahora, como en la recreación de la tortura dice que no quiere volver a hacerlo. En contrasecuencia Adi sigue cómodamente en el centro comercial y Koto se desahoga con la batería.

Anwar vuelve a la terraza donde se filmó la escena feliz de tortu-ra expuesta al comienzo del libro. Ahora, después del proceso, se le revuelve el estómago. Hay sonidos roncos, pero en ningún momento se le ve vomitar, sino el acto de vomitar. Un anciano asesino tiene un decaimiento, pero el suficiente estado de ánimo para responder a la pregunta anterior, ¿qué siente? Siente el sentimiento. Pero, y es lo importante, tiene la suficiente presencia de ánimo, distancia, como para añadir que sabe que estaba mal, pero “tenía que hacerlo”. Más aún, que su conciencia le decía que tenía que matar. Era, pues, una cuestión de conciencia. No hay pues arrepentimiento sino el malestar por el sentimiento de lo mal que lo estarían pasando las víctimas a partir de su propia experiencia, no lo olvidemos, de él como víctima. Y vuelve a repasar los instrumentos de tortura sin el entusiasmo de antes.

Tras ese proceso catártico viene la escena final de Anwar en smoking y ensayando otra vez pasos de baile. Para Joshua Oppen-heimer se trata de una danza de la muerte al borde del abismo en la pasarela de ese gigantesco restaurante en forma de pez dorado. El término danza de la muerte suele ser sinónimo de algo espantoso acentuado por la imaginería barroca, pero la muerte es presentada como una muerte “feliz” a lo largo de la película, fantástica para An-war, no a pesar de, sino precisamente por ser una “película de muer-

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te”. Esta felicidad se extiende al modo de matar a las víctimas a las que ofrecía un cigarrillo para que la tortura fuera feliz, para que dis-frutaran como ellos lo habían hecho al presenciarlo en la película que acababan de ver. Es un hombre feliz exclama su acompañante des-pués de haber tenido lugar la primera escena de reconstrucción de los espacios de la tortura.

Si hubiera que elegir una imagen que expresara la película como montaje compartido de Joshua Oppenheimer y Anwar Congo podría esta.

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Anwar Congo, en la intimidad de su dormitorio, rodeado de sus trajes de fantasía, hace unos ajustes a su dentadura. Maneja unos alicates, no precisamente de odontólogo, para poner a punto los im-plantes en los que va engarzada la dentadura postiza. Cada vez que sale a un acto público o filma se pone con ceremonia la dentadura que lleva guardada y comienza actuar. No es casual. Anwar es un an-ciano desdentado, la película es su verdadera prótesis.

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LA VERSIÓN EXPANDIDA

Una película del género documental no acaba hoy día simple-mente con la filmación. Su versión expandida tiene lugar en los me-dios de comunicación, en las redes sociales. Máxime cuando su obje-tivo es, según el director, plantear preguntas de tal calado como las anteriores. La llamada antes “estética de la recepción” cambia así ra-dicalmente por la diversidad y abundancia de los medios de comuni-cación de modo que apenas puede mantener ese nombre hoy día.

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Junto a la tesis del lector o espectador implícitos presentes en la mente del autor cuando creaba la obra, ahora están las reacciones de los espectadores “en tiempo real” y las declaraciones del autor sobre el sentido de su trabajo, analizándolo, ampliándolo, precisándolo (en forma de incorporación o rechazo) de modo que ya se puede apreciar con ojos ilustrados, más allá del primer contacto adánico al uso. Si antes, contra menos testimonios del autor y de los comentaristas uti-lizaba, más pretendía ser “objetivo” el intérprete, ahora la abundan-cia de documentos en los medios que funcionan como fuentes le obli-ga necesariamente a ser “subjetivo” (todavía más) ya que la suma de los mismos tiene el carácter de una decisión en su búsqueda, ordena-ción y filtrado para formarse un criterio. Lo dramático para los histo-riadores de épocas posteriores es que la obsolescencia del software acabará haciéndolos perder como lágrimas en la lluvia del tiempo de las tecnologías. Siguiendo con esa terminología de imaginarios estéti-cos pasados esa pérdida de hipertextos no solo privará de una con-textualización sino que amputará buena parte de la obra que despro-vista de su “estar” quedará a mereced de las interpretaciones del “ser”, es decir como pasto de “apropiacionismos”.

Porque lo que explica Oppenheimer en las entrevistas es aquello de lo que no trata en la película, es decir, la situación histórica y polí-tica de Indonesia en los años 60. Con abundancia de datos. No es un documental histórico sino sobre la memoria histórica de unos asesi-nos. En él no aparecen los hechos sino la recreación de los mismos a través de la memoria de ellos. Pero no se trata de una memoria del

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pasado sino del presente. El resultado es que ficcionalizando los he-chos a través de una mirada irónica (del director) y divertida (de ellos) aquello, sea lo que fuere, ya no parece tan malo y se pierde en la bruma de los recuerdos. Anwar es una persona de sentimientos y una persona así no puede ser mala, aunque haya hecho cosas malas, que tampoco se especifican mucho, todo lo más se cuantifican, que-dando siempre la duda de si la vanidad no exagera. Pero es que, además, no solo son capaces de sentimientos sino de buenos senti-mientos. Incluso Adi reconoce que quitar la vida a un ser humano es lo peor que puede haber, pero tenían que hacerlo, por conciencia y por negocio, ambos indisolubles. Además, la cita de Voltaire al co-mienzo de la película es oportuna: la cantidad se muta en calidad, ya no son vulgares delincuentes sino “grandes criminales”. Cada vez la cita de la “banalidad del mal” se vuelve más ineludible.

En las entrevistas y los artículos Oppenheimer se hace todas las preguntas de la película que no plantea en ella. La versión allí expan-dida de la misma no coincide, es ya otra película. En un acto de gene-rosidad (pero sin muchas esperanzas en cuanto a sus resultados) Errol Morris ve todo el proceso como un nuevo acto de Hamlet, de la película que exorciza a la película. ¿También a la decisiva interven-ción USA proporcionando dinero, armas y listas de comunistas indo-nesios en el contexto de la guerra al comunismo en el mundo? ¿Apa-rece la guerra del Vietnam como pieza fundamental de ella y que ex-plicaría el movimiento de ajedrez político en Indonesia? No se trata de una crítica fácil, de pedir la película que no ha hecho, sino de in-tentar ver la película que dice ha hecho. Insistimos, se trata de anali-zar lo que ha hecho, no lo que no ha hecho o debería haber hecho.

Entramos, pues, no en contenidos, sino en algo previo, en la me-todología. Morris reconoce que hay una “insania” en el procedimiento de Oppenheimer, juzgándole demasiado optimista por creer que va a conectar a los verdugos con la historia. La hipótesis que planteo es que ese método sirve más bien para desconectar con aquella historia o para hacerlo de modo perverso intentando (y lo consigue a juzgar por las críticas y los premios) hacer cómplice al espectador. Pertene-ce a toda una serie de documentales, películas que se mueven hábil-mente entre tiempos y espacios, el de ayer y hoy, el real y surreal. Están hechos de capas, de ahí la intercalación como método, el con-traste, lo que le hace interesante, y no una película de tesis, sino de

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preguntas. Preguntas que se escapan al espectador pero que consti-tuyen la hermenéutica de la película expandida.

Esa búsqueda de complicidad con el espectador no es casual. En la fotografía de arriba Joshua Oppeheimer departe amigablemente con los gánsteres durante el rodaje de una de las escenas más nota-bles en las que los amigos celebran su reencuentro recordando con agrado algunas de sus fechorías: lugares de tortura y cómo se desha-cían de los cuerpos. Hay una continuidad metodológica en la risa de los protagonistas y del director. Una de las cosas que más debió cho-car a los espectadores al comienzo de la proyección de la película en Alamo Drafthouse de Austin fue la alocución de Oppenheimer en la que daba permiso a los espectadores para reír cuando lo pidiera el cuerpo, sin censuras (http://www.rtve.es/noticias/20130829/the-act-of-killing-joshua-oppenheimer/743682.shtml).

Es algo más que una boutade. De hecho la risa es el temple de ánimo que explica el planteamiento, condiciona el contenido y deter-mina su recepción. Es la risa del comprender que despierta todo tipo de complicidades pero también desencuentros. Así a la protesta de Anwar, de que estaban haciendo la historia de Aminah y Arsan, y no lo que finalmente se proyectó, aunque Oppenheimer subraya que los gánsteres siempre supieron que estaba(n) haciendo su película. Las precisiones de Oppeheimer son de una calculada ambigüedad ba-sada en la ironía, según la cual los gánsteres creían que estaban ha-ciendo su (nuestra) película, es decir, que había una complicidad, sin la cual no hubiera podido realizarse y, por otra parte, existía otra complicidad con el espectador en virtud de la cual iba a percibir jus-tamente lo contrario de lo que los gánsteres creían y allí aparente-mente se mostraba. Un juego, pues, de espejos y de muñecas rusas.

Lo propio de los imaginarios estéticos es que actúan, más allá de que sean verdaderos o falsos. Las chocantes escenas de antropofagia entre Koto (disfrazado de mujer comunista) y Anwar (de héroe) son el núcleo de ese túnel del tiempo legitimador. Esta película dentro de la película juega el mismo papel legitimador que la de Arifin Noor de la dictadura de Suharto y de la que se reproducen algunas escenas tremendistas en el film de Oppenheimer. Al volver a verlas Anwar comenta que se siente inocente, aunque deplore su estética que hace llorar a los niños. Ahora se trata de mostrar, no solo lo que pasó, sino lo que está pasando de una forma más “humana”. La, su, nuestra,

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película, es percibida como una continuidad basada en una complici-dad: todo es (como) una película.

La primera imagen es de la película de Arifin Noor en 1983 sobre la traición de los comunistas el 30 de septiembre de 1965, de obliga-do visionado por los indonesios en la fecha conmemorativa. Las dos siguientes son de la historia de Aminah y Arsan insertas en la película The Act of Killing, y que constituyen un pendant de la anterior. Lo in-teresante de ellas es el proceso de ficcionalización de lo real por el que lo real se convierte en ficción: los verdugos en víctimas a los que les está permitida la venganza. Al propiciar esa identidad en el túnel del tiempo The Act of Killing es una película, ciertamente, una ficción, pero real, convirtiéndose en un snuff film para los gánsteres, y quién sabe si también para los espectadores. Lo que explicaría tanto su atractivo como su repulsa en un presente circular que opera en pasa-do: es pasado presente pero porque el presente es ya pasado ya que este es legitimado por aquél.

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En esta autoría compartida de la película que encierra varias pe-lículas Anwar Congo (ya lo hemos visto) y Joshua Oppenheimer coin-ciden en algo fundamental: se trata de una película de artistas. ¿Qué significa esto? En la importante entrevista que le hacen a él y a Herzog, Oppenheimer precisa: “Anwar era absolutamente humano y también toda su banda. Lo que no significa que no fuera responsable por lo que hizo. Yo no soy un juez. El papel del artista es no ser un juez”(http://www.avclub.com/articles/joshua-oppenheimer-and-werner-herzog-on-the-act-of,100900/). La formulación es importante ya que se trata de un no ser que pertenece al ser, o de un ser que consiste intencionalmente en no ser otra cosa. No se refiere pues a una carencia sino a algo busca-do conscientemente. Y es precisamente en lo que se basa la complici-dad entre ambos: Anwar no se siente juzgado sino comprendido, él se limita a actuar no a disculparse. Pero la ausencia de disculpa es precisamente el sentido de la actuación misma. Lo que tienen en co-mún el actor-autor y el director-coautor es que son artistas. Es decir, comprenden, no juzgan.

¿Qué significa aquí “comprender”? Algo muy importante y que marca una línea nítida de diferencia con otro proceso, al que le van a asociar tanto Oppeheimer como los artículos de la web, y al que nos vamos a referir a continuación. En esa versión extendida insisten en que no se trata de un documental sobre hechos sino un intento de sensibilizar, de llamar la atención sobre esos hechos. Esa es la ver-tiente artística (con más propiedad estética) del planteamiento. La

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óptica ya no es la verdad, sino lo “interesante” del proceso con todas sus ambigüedades y contradicciones. Es la violencia de la estética.

La actitud del artista al intentar solo comprender implica, lo repi-te una y otra vez Oppenheimer, no juzgar a un ser humano si es bueno o malo, aunque sus hechos lo sean. Esto implica una empatía con el ser aunque se condenen (fuera de la película) sus acciones. El método, el planteamiento, entra en una nueva dimensión que vamos a seguir: la risa al haber comprendido la humanidad del mal.

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SOY CINE

Belvaux, Poelvoorde and Bonzel son los escritores, directores y actores del documental C'est arrivé près de chez vous (Man bites dog) de 1992. En la web lo han relacionado frecuentemente con The Act of Killing. Y, en efecto, se puede establecer todo un hilo de conti-nuidad en las difusas fronteras del género respecto a planteamientos metodológicos y recursos estéticos. Uno de los ejemplos más claros de influencia es Truth in Journalism de Joe Lynch en 2013. Lo que intentan este tipo de planteamientos a través del docuficción y mo-ckdocumentary es mostrar una metamorfosis como consecuencia del viaje en común entre el director y el protagonista. Es en el paso de la curiosidad estética a la complicidad ética donde se plantean los lími-tes del comprender en este tipo de productos. Un planteamiento des-de afuera que pone en riesgo la comprensión de la propia obra, como obra de artista en que se pretende (en la obra, no en su versión ex-tendida) separar el arte de la ética.

A la filmación como un viaje conjunto alude también Joshua Op-penheimer en las entrevistas. Un viaje al corazón de la oscuridad donde se encuentra el horror, pero divertido. Lo que el documental belga muestra de una manera directa, sin recreaciones, es a un gáns-ter ilustrado, sensible, artista, homófobo, racista y, ante todo, diver-tido y con carisma, que mata por dinero y placer, por robo planificado

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e indiscriminado, a ancianas, hombres adultos, niños y hasta un be-bé. La cámara le sigue interesada y curiosa al principio y plenamente entregada después, siendo tanto el director como el cámara cómplice de los asesinatos y partícipes de violaciones. ¿Puedes hacer un zoom con la cámara para ver dónde está?, pregunta Ben. A partir de ahora, de este ejercicio estético Ben, el asesino, no para de gesticular, reír y

teorizar sobre todo tipo de temas relacionados con la estética degra-dada de los suburbios, para lo que tiene originales soluciones; las nue-vas corrientes en pintura y su amor por la arquitectura de Gaudí; y toca música en casa con su amiga. La apelación al cine es constante: soy

cine, de pantalla en pantalla, de cine en cine, ¡te he dado mi vida! Es algo más, pues, el cine más que un género audiovisual, es una forma, género, de vida. El cine funde, confunde todo, permitiendo llevar una existencia metafórica allí donde existen las contradicciones.

Lo que llama la atención son documentos como el cuerpo de la violada y posteriormente destripada con un cuchillo tal como se muestra al día siguiente, encima de la mesa, con los inicios de la des-composición. Si en el martirio de Anwar se apreciaban los chorretones de dulce rojo lamidos con placer por el gordo Herman aquí no hay lugar a lo kitsch: es ficción, pero no de recreación, sino de directo. El método de documental Fly on the Wall deriva en snuff film.

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Este modelo de documental ha resultado ser un paradigma de la

pérdida de objetividad de la cámara cuando por simpatizar, empati-zar, demasiado con el asesino, humano, demasiado humano, se con-vierte en su cómplice. ¿Ha sido el caso de Joshua Oppenheimer? Pero quizá este, por manido, no sea el aspecto más relevante, la simpatía por el diablo, sino el de la simpatía por el vecino. Para sorpresa de Oppenheimer, cuando decide buscar a los verdugos, descubre que son vecinos. El título de este documental alude a sucesos en la vecin-dad. De hecho, la escena más aterradora es la del cumpleaños de Ben, en que mata inopinadamente a uno de los invitados que estaba incordiando y los otros, como si nada hubiera ocurrido, con las caras manchadas de sangre, continúan ofreciéndole los regalos.

En este tipo de películas la violencia siempre está en otra parte: comete actos violentos, pero Ben no es violento. Hay una separación, como en Herzog, como en Oppenheimer, entre ser y actos. Reacciona contra un mundo injusto, irracional, sin gusto, especialmente sin gus-to, sin sentido de la belleza. Por esa separación entre ser y hacer sus amigos le aprecian y no se extrañan de nada, y los otros se sienten atraídos por su bonhomía, lucidez, oratoria, carisma con un punto de histrionismo y de locura propio de los personajes interesantes. Sus razonamientos pueden resultar chocantes de puro lógicos. Ben es un personaje pintoresco, pero profundamente humano, harto de la so-ciedad nihilista en la que vive. El encuentro con el cine no es casual,

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responde a la necesidad de ser él mismo, de resolver el hiato entre la apariencia y la realidad. Su preocupación máxima no es tanto el obrar bien como el ser auténtico. De ahí que practique el asesinato como una de las bellas artes. Es un monstruo, pero es un vecino encanta-dor, del que no desconfían las siempre temerosas viejecitas, a las que mata, para qué desperdiciar una bala, con un susto que provoca un ataque al corazón.

Es imposible guardar las distancias. Si hubiera percibido la más mínima animosidad o reticencia hubiera eliminado, sin dudarlo, al equipo de cine. Al contrario, los ve como sus semejantes y amigos (pues cómo pueden interesarse por alguien así si no fueran de alguna manera, aunque quizá todavía no lo sepan, así), incluso tiene que contenerlos aconsejando administrar la violencia, ya que si empie-zas…La separación entre el ser y el hacer se vuelve imposible. Por ello se ponen en marcha las mal llamadas afinidades electivas, no siempre selectivas.

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¿LA HUMANIDAD DEL MAL?

La violencia cotidiana no estetizada es prosaica, cotidiana, no di-vertida. Just the wind (2012) de Fliegauf es un ejemplo de ello. Aquí la diferencia entre ser y acto no cuenta. La exclusión tiene lugar no tanto por lo que se ha hecho sino por lo que se es, no de manera abstracta sino encarnada: un color de pelo negro ensortijado, una tez cetrina de ojos oscuros, vestidos desvaídos rayanos en la pobreza a diario o un revoltijo imposible de retales coloridos en las fiestas. Todo apesta a diferencia de siglos. El andar ligeramente encorvado miran-do al suelo, encogiéndose preventivamente del palo que no se sabe de dónde, pero llegará, la mirada ladeada, mezcla de miedo, descon-fianza, rencor, un orgullo sacado desde muy hondo de quien no re-nuncia a pesar del maltrato a su condición humana, que todavía tiene esperanzas, de irse, de poder escapar.

Solo les trataron como seres humanos al amortajarlos.

En medio de la amenaza, la madre, Mari, sostiene como puede a la familia, antes de que llegue lo inevitable. Traba-jando como una mula en dos trabajos, los escasos momen-tos de pausa en ellos, de ca-mino a ellos, van acumulando

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un sudor de esfuerzo por mantener la dignidad en medio de las humi-llaciones, de un endurecimiento que no le impide agradecer la ayuda en ropa, atender a su padre enfermo y con demencia, a unos hijos no contaminados en esa comunidad en la que los gitanos más que una amenaza para otros parecen serlo para sí mismos.

Rio golpea con un palo otras ramas del bosque, con furia, sin un porqué, sacando afuera algo que le atenaza dentro: con pequeñas cosas hurtadas va haciéndose un refugio más seguro que el pe-queño cobertizo donde duerme hacinada la familia, pero allí también es localizado. El dilema es si comenzar ya una carrera

de delincuente o esperar la llamada del padre desde Canadá. Su deambular de un sitio para otro, olfateando la amenaza, oyendo de

los policías que su familia será la próxima en ser asesinada, va golpeando su cuerpo semides-nudo. La cámara le(s) sigue de manera discreta. Cuando todo se acabe saldrá huyendo como un animal por el bosque, perse-guido por esa violencia anónima

y letal, sin rostro ni nombre.

Los sueños están hechos de cosas rotas, de ropa usada recibida en caridad. La cámara administra espacios y silencios, yendo de una menor a una mayor definición. No sigue tanto la acción como los mo-vimientos apenas distinguibles en la penumbra: el desperezarse del sueño, los someros lavatorios, el vestirse a tientas. Más tarde, el ca-mino a la espera del autobús para el trabajo, del instituto, del vaga-

bundear de Rio, el que percibe en su cuerpo el sinsentido de todo.

Anna habla con su padre por Skype y le apremia a sacarlos de allí. Su voz casi inaudible ya no muestra apenas decepción

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ante un retraso que se adivina fatal. La película comienza en las ti-nieblas previas al amanecer y acaba en las sombras de la noche. Los primeros documentales ficcionalizaban un día en la gran ciudad. Aquí la miseria en medio de la naturaleza, prolongada en el pueblo cer-cano. Anna aprovecha la madrugada para ir al instituto y cargar el móvil. Sueña sobre la mesa en una clase absurda en la que la mayo-ría dormita. Al salir se aparta sin decir nada de unos compañeros de pupitre que están violando a otra compañera en los servicios. La ma-dre también tiene que aguantar esas amenazas en la calle, humilla-ciones en el trabajo. No es solo que lo hagan sino que, por una oscu-ra razón, se creen con derecho a hacerlo. Lo racial es la excusa de esa violencia difusa siempre presta a estallar en las minucias cotidia-nas. No se nota de puro habitual, tampoco es noticia. La película no criminaliza a nadie y muestra unos niños en un mundo en el que unos adultos se autodestruyen pero otros trabajan, unos ayudan y otros asesinan. Con pequeños oasis en los que el mal no forma parte de la condición humana capaz todavía de belleza.

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Uno de los aspectos más interesantes de El Acto de Matar es que, sin ser apologética, inten-ta mostrar que los perpetradores son seres humanos como cualquiera de nosotros. Si par-timos del principio de que todos los seres humanos –incluyendo a Anwar y sus amigos- están hechos del bien y del mal, ¿podría decirse que cualquier persona en cualquier parte del mundo podría haber hecho lo mismo? Hannah Arendt dijo que Adolf Eichmann, el teniente coronel de la SS encargado de transportar judíos a los campos de concentración nazi, era una persona común y corriente; fue terriblemente malinterpretada al darse a entender que cualquier persona podría ser como él y hacer lo que él hizo. Esa malinterpretación tiene su origen en un error lógico: toda silla es un mueble, pero no todo mueble es una silla. Creo que todos estamos en la capacidad de pensar: “tengo suerte de no tener que averiguar si yo sería capaz de cometer crímenes como los que ellos cometieron”. ( Joshua Oppenheimer en http://yovivodepreguntar.wordpress.com/tag/hannah-arendt/)

La referencia de Oppenheimer a Hanna Arendt no es casual y forma parte también de la recepción de la película en las webs. Quizá el punto decisivo es la afirmación de que “fue terriblemente malinter-pretada al darse a entender que cualquier persona podría ser como él y hacer lo que él hizo”. ¿Se trata efectivamente de una mala interpre-tación? ¿En qué sentido? Con el silogismo abreviado de la silla y el mueble viene a decir que todo asesino es un ser humano pero no to-do ser humano es un asesino. Y añade una importante precisión: “no creo que sea el mal el que controla el mundo sino los seres huma-nos”. Pero ¿es posible de los planteamientos de Joshua Oppenheimer “averiguar si yo sería capaz de cometer crímenes como los que ellos cometieron”? Si, y en ello se basa en gran medida el éxito de la pelí-cula.

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The Act of Killing asks hard questions about what it means to be a human being. What does it mean to have a past? How do we make our reality through storytelling? And how, as a crucial part of this, do we use storytelling to escape from our most bitter and indigestible truths? (The Act of Killing by director Joshua Oppenheimer) http://www.sculptingthepast.dk/Subsites/ipad/Good-guys-and-bad-guys.aspx

La película construye una realidad escapando de verdades indi-geribles. En ese juego de espejos y de muñecas rusas, de versiones expandidas, se convierte en una metapelícula y una metanarración. El making of de la película no es, como de costumbre, algo externo a ella, sino que ha sido introducido por los codirectores dentro y fuera de la misma. Y esta forma de narrar determina sustancialmente lo narrado en un juego aparente de diferencias que se funden en una identidad real que es, no lo olvidemos, la de verdugo y víctima. Si es así, nos encontramos ante una nueva versión de las justicias cósmi-cas (basadas en la identidad real de lo real bajo sus apariencias de diversidad) en las que no es posible exigir ninguna responsabilidad ya que tampoco hay una conciencia de la culpabilidad. ¿Cómo puede ha-berlas si no existe una real alteridad? Más aún, esos conceptos son absolutamente ajenos a una filosofía de la identidad.

Desde este punto de vista, el mundo no se “divide entre buenos y malos” pues las acciones, no es solo que se separen del ser, sino que son meramente aparentes. La postura del director como artista que no juzga sobre buenos y malos sino que “comprende” no es un punto de vista parcial sino el único posible, pues no solo se trata de que no haya buenos y malos sino que las acciones buenas y malas son también aparentes, de ficción, construidas en una película. Al es-pectador se le da la posibilidad (esencialismo blockbuster) de sentirse estremecido como si fuera él capaz, en cuanto ser humano, de haber cometido esos asesinatos para salir del cine edificado sabiendo que no es él, que no los ha cometido, por supuesto, pero ni siquiera sería capaz de cometerlos, porque en el fondo es metafísicamente imposi-ble debido a la siempre oportuna filosofía de la identidad. No hay al-teridad y si se le acusara de verdugo lo sería del mismo crimen del que él ha sido la auténtica víctima. La película resulta así muy intere-sante al aplicar un método complejo de producción (no directo) basa-do en una estética de la ambigüedad para ser recibido en sociedades culturalmente ya complejas. Es impensable ahora un documental en directo de una Shoá como blockbuster a menos de ser pervertido en

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una snuff movie. Recientemente calificaba Claude Lanzmann a “la ba-nalidad del mal” de Hanna Arendt como “una soberana tontería”.

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LA RISA DE HANNA ARENDT

Comprender esto proporciona un alivio más, motivo de risa. Qui-zá desde esta perspectiva podemos entrar a analizar más detenida-mente el planteamiento de Oppenheimer y los comentaristas en la web sobre la analogía con el de Hanna Arendt. Comencemos por la pregunta más obvia ¿por qué se ríe Hanna Arendt?

Ella distingue en el documental Zur Person (1964) entre el tono y el contenido de su libro. El primero se refiere a la persona y el se-gundo al tema del judaísmo, el nazismo y Eichmann. La distinción es importante pues lo que parece haber molestado es lo primero que se extiende también a lo segundo. El paralelismo con la película de Op-penheimer y su invitación a la risa es llamativo, aunque por distintas razones: que todavía puedan reírse con esos crímenes. La raíz está, reconoce Arendt, en el tono irónico, que no abandona en el documen-tal. Eichmann le pareció un “payaso” y no pudo evitar reírse y se re-afirma diciendo que lo volvería a hacer en los últimos momentos de su vida. Otra cosa es la afirmación de haber acusado de complicidad con la catástrofe al propio pueblo judío, lo que rechaza con rotundi-dad. La incomodidad de Arendt con este tema se pone de manifiesto en el lenguaje corporal crispado que no reprime en sus respuestas. A la gente le hubiera gustado un tono patético, pero yo soy así, viene a decir.

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¿Es posible que en alguna medida las críticas a Oppenheimer provengan también del tono irónico que sugiere una cierta complici-dad con los gánsteres a los que se ha acercado tan empáticamente? El paralelismo es tentador. Pero cabe la posibilidad de ficcionalizar (¿por qué no?) cuál sería la razón de la risa de Arendt ante la película de Joshua Oppeheimer y asociarlo en paralelismo al juicio de Eich-mann.

“En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa.» ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en caer víctima de la propia modestia”.

Estas son las palabras de Eichmann después de ser testigo de la conferencia en la que se adoptó la Solución Final, es decir, el exter-minio físico y sistemático del pueblo judío. Los procesos por los que los gánsteres se han confesado libres de culpa han sido documenta-dos en la película. Pero hay algo más: lo que resulta cómico y hace a la película cómica no es solo la actuación de Anwar como un gánster insignificante autor de hechos horrorosos sino que busque y, al pare-cer obtenga, la empatía (como dice Arendt intentó Eichmann con su narración autobiográfica) de Joshua Oppenheimer, ratificada por este en numerosas declaraciones. Además, el texto apunta a si no cae “víctima de la propia modestia” Oppenheimer al separar como artista el comprender del juzgar, si es posible esta separación, como otras que vamos a examinar.

Si algo resulta claro de la lectura de Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal es que Arendt cree haber com-prendido pero no por ello siente la más mínima empatía por Eich-mann ni como ser humano ni por lo que hizo, evidentemente. Muy al contrario, el tono se refiere a que toma casi como un insulto personal a la (su) inteligencia el planteamiento de la situación en su conjunto. Tiene que modificar su tesis de la radicalidad del mal expuesta en su trabajo sobre el totalitarismo por la de la banalidad del mal. En vez de encontrarse con un demonio y un monstruo como explicación de hechos diabólicos y monstruosos contempla a individuo física e inte-lectualmente insignificante pero que se crece en los momentos finales antes de morir actuando como un héroe con unas frases melodramá-ticas. Un individuo que “para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía”. Y a pesar de todo:

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“Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profun-didad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la reali-dad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo”.

Se podría contraponer el supuesto arrepentimiento, al menos malestar, final de Anwar en forma de intento de ruidosa vomitona al saber cómo sentían las víctimas. Pero forma parte de la ficción “do-cumental” y no borra sus manifestaciones de que actuó en conciencia y de que lo volvería a hacer. No tan ilustrado, pero en línea del “in-significante” Eichmann que declaraba (según Arendt) haber leído la Critica de la razón práctica de Kant y haber actuado en conciencia se-gún el imperativo categórico, naturalmente adaptado al uso del Ter-cer Reich. Es posible, entonces, que la conclusión de Arendt no sea una explicación muy ajustada y quizá forme parte de esa indignación por haber utilizado el nombre del filósofo que ella leyó por primera vez en su vida: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensa-miento se sienten impotentes”.

Pero esa terrible banalidad del mal no viene experimentada por (o al menos exclusivamente por) el personaje de Eichmann. Hay más elementos, quizás los más decisivos. El juicio, en su apreciación, fue un espectáculo mal montado, rozando el absurdo y en ocasiones la ilegalidad. Su objetivo debería haber sido lo que hizo Eichmann pero se trataba de juzgar el totalitarismo, el antisemitismo y los crímenes contra la humanidad personificados en el figura de Eichmann al que se dotaba así de una dimensión y papel histórico que no había tenido. Por el contrario el libro se propuso:

“Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer Reich, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal. Todo proceso se centra en la persona del acusado, en una persona

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de carne y hueso, con una historia suya, individual, con sus propias formas de compor-tamiento, y con sus propias circunstancias”.

El texto es muy importante porque Arendt hace justamente todo lo contrario (cabría apresurarse a decir que afortunadamente) de lo que dice en él. No es un tratado pero trata de la banalidad del mal, de un modo que no se había hecho antes; es cierto que se ocupa de la persona del acusado en un doble sentido, personal, es decir, to-mándolo como un asunto personal, no exento de prejuicio, y de ahí el tono en parte, e impersonal, es decir, mostrando, lo que se evitó ha-cer en el juicio, que era un eslabón en una cadena de montaje tejida de complicidades en la que participaron los nazis, pero también el pueblo alemán y los propios judíos a una escala tal que puede expli-car el genocidio, inexplicable solo por la actuación del sujeto Eich-mann. Lo interesante del planteamiento de Arendt es que la banali-dad del mal pone fin a la teoría de los sujetos individuales y abre la puerta a la de los sujetos colectivos como responsables de la catás-trofe. Las “propias formas de comportamiento” de Eichmann no se entienden así sin “sus propias circunstancias”. Y es esto, quizá, lo que explica esa impotencia de las palabras y del pensamiento. No solo por la magnitud en ese cambio de sujeto sino porque ya no es posible pensarla desde las categorías del mal mismo. No se trata del mal ra-dical, tampoco de la banalidad del mal, sino de la humanidad del mal, y tampoco esto, que apunta al mal de la humanidad, como veremos. En realidad, de lo que se trata es de la imposibilidad de un plantea-miento abstracto de un hecho que, por monstruoso, no deja de ser muy concreto en la aniquilación de millones de individuos.

El libro es de una extraordinaria valentía que proviene precisa-mente de su afán por comprender. De ahí su multilateralidad en que la que procura que, junto al suyo, aparezcan el máximo de puntos de vista posibles sobre el genocidio, predominando la formación de crite-rio, plasmada en crítica, antes que el mero juicio a alineamiento. La sensación que transmite el libro sobre el juicio desde las primeras páginas es que se trata de una farsa, que la decisión está ya tomada y la sentencia pronunciada de antemano, teniendo el gobierno el má-ximo interés en el carácter ejemplarizante del mismo. Las citas de Goebbels y del abogado defensor arrojan una sombra particularmente alargada en The Act of Killing: todo depende de si se ha ganado o no para ser condenado o absuelto. Es el mismo argumento que maneja Adi en la película y su pretensión, como Eichmann, de haber actuado

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siempre en el ámbito de la legalidad, más aún, de haber actuado en conciencia, es decir, no era nada personal actuando como una perso-na.

En la película de Margarethe von Trotta, Hanna Arendt, centrada en el juicio, se plantea el tema del posible conflicto de conciencia en Eichmann y se concluye que no existía por su estrategia de desdo-blamiento que le hacía pasar indiferentemente de un estado a otro, llegando a presentarse, él también, como una víctima. La persona como máscara de un doble. En el libro de Arendt se reproduce este fragmento de las memorias de Eichmann: «Hoy, quince años y un día después del 8 de mayo de 1945, mis pensamientos se dirigen a aquel 19 de marzo de 1906, en que, a las cinco de la madrugada, entré en la vida terrestre, bajo el aspecto de ser humano».

El desdoblamiento es una estrategia de los planteamientos esen-cialistas. Uno de ellos es la separación entre comprender y juzgar. El juicio puede expresar gramaticalmente el resultado de una compren-sión y de una condena. Otro la separación entre el ser humano, su esencia, su dignidad, y sus actos. De modo que pueda sentirse simul-táneamente simpatía por lo primero y rechazo por lo segundo. Lo que constata con horror el lector del libro, pero no tanto el espectador de la película de Oppenheimer, son las consecuencias de ese desdobla-miento metodológico y ontológico. Los nazis (y sus sucesores) fueron más perspicaces: antes de su aniquilación física las víctimas ya esta-ban aniquiladas como seres humanos cuando se les hizo comprender y convenció de que eran “innecesarios”, desde el momento del trans-porte camino a los hornos crematorios donde iban como “muñecos”. Lo que espanta es la abyección de verdugos y víctimas tanto en el libro como en la película, pero con diferencias sustanciales entre am-bos medios que hacen muy problemática, más allá de la asociación circunstancial y la cita oportunista, el paralelismo efectivo entre libro y película. En la película la abyección de las víctimas se pone de ma-nifiesto en la escalofriante escena, ya mencionada, en que el hijo quiere incluir en la historia de Anwar las “divertidas” torturas que in-fligieron a su padre. Pero esta abyección proviene de aquella que permite el desdoblamiento de los verdugos en víctimas en nombre de una identidad como seres humanos.

No hay una causalidad del mal en forma de radicalidad o de ba-nalidad sino de seres humanos (el propio Oppenheimer lo reconoce) que actúan mal deshumanizando a otros. La condición humana no es

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ontológica sino social y no puede haber la separación, desdoblamien-to, en ser y actos. La externalización del sujeto, con todas las buenas intenciones, no deja de ser una forma de complicidad con la deshu-manización. No se puede pedir responsabilidades al mal radical o ba-nal pero sí a seres humanos “de carne y hueso”, como se refiere Arendt a Eichmann.

Este desdoblamiento tiene uno de sus puntos de apoyo en el dis-curso del humanismo de la dignidad humana. Pero quizá fuera más consecuente radicarle, si procede, en el humanismo de la indignidad humana, tanto por su origen como por los hechos: «la venta de bra-zaletes con la estrella llegó a ser un negocio de seguros beneficios; había brazaletes de tela ordinaria y brazaletes de lujo, de material plástico, lavable».

La categoría estética que expresa esa indignidad de los seres humanos es la de lo grotesco. Envuelve a todos como seres biológi-cos por su origen devenido en cada momento circunstancia. La comi-cidad dimana de ella. Arendt explica que la gente hubiera querido un tono patético en vez de irónico para su análisis del juicio. Pero, por los motivos aducidos, personales y de contenido, le era imposible.

De ahí que la risa tiene una doble dirección: por lo que hacen y por lo que hacemos o dejamos de hacer.

“El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aproba-das por Eichmann, constituye una verdadera mina para un psicólogo, a condición de que sea lo bastante sensato para comprender que lo horrible puede ser no solo gro-tesco, sino completamente cómico”.

En la película uno de los momentos grotescos es el programa de televisión, el talk show, en que los gánsteres cuentan sus felonías pa-ra entusiasmo de la juventud presente, espoleados por la entusiasta presentadora. Los técnicos del programa que lo observan se pregun-tan si Anwar mató a tanta gente como dice, extrañados por la des-proporción entre la tragedia y el autor-actor de ópera bufa. Por no hablar del carácter simiesco de algunas de sus recreaciones siguiendo modelos de Hollywood. Cuando en ellas, ya sea por boca de los gáns-teres o de los políticos, se insiste en la necesidad de muertes más humanas, viene a la memoria otro texto del libro:

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Ninguna de las diversas «normas idiomáticas», cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra «asesi-nato» fue sustituida por «el derecho a una muerte sin dolor».

El tono de Arendt respecto a Eichmann no se sostiene ante algu-nas respuestas del interrogatorio. Así cuando el fiscal le señala que con un poco de valentía cívica se podían haber evitado muchas muer-tes Eichmann responde que sin duda pero “estructurada jerárquica-mente”. Con ello señala que la valentía no es solo una cuestión indi-vidual sino que su eficacia depende de la suma de voluntades, como también la complicidad difusa ayuda a la represión ¿Cuántos indone-sios simpatizaban y estaban de acuerdo con el genocidio? ¿Cuántos lo siguen estando? ¿En qué medida desactiva su percepción The Act of Killing buscando un malestar estético después de haber reído?

El libro y el documental de Arendt, más que de la banalidad del mal hablan de la banalidad de la (una) filosofía que pretende explicar situaciones políticas concretas apelando a radicales abstractos, exter-nalizando el sujeto de los actos humanos, y quizá por ello la misma Arendt rechaza el calificativo de “filósofa” en favor de la teoría políti-ca. La misma banalidad se extiende al análisis de la película que hace Zizek desde la perspectiva del “capitalismo global”, aplicando la Fe-nomenología del Espíritu de Hegel sin olvidar, por supuesto, a Walter Benjamin. La demonización deja de funcionar cuando se conocen a los seres de “carne y hueso” que la encarnan. Hanna Arendt no traza un relato divertido del juicio, tampoco empatiza con Eichmann para comprenderle. Lo que no obsta para que haga un análisis político de gran altura de los ingredientes conocidos hasta ese momento para explicar el genocidio. Es una metodología válida. Una frase afortuna-da o desafortunada, en todo caso banalizada a su vez, que plantea la cuestión de si es válido el método de Oppenheimer cuando en la ver-sión expandida, en los medios, plantea una visión política de la pelí-cula como clave de la mirada irónica, divertida, de la versión reduci-da. Y, yendo al fondo del planteamiento, de si es válida la distinción entre el ser humano y sus actos, como fundamento de la empatía por el primero y la condena a los segundos.

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EL TRISTE ABISMO DEL SER HUMANO

Con frecuencia en la obra de Herzog hay una figura mínima per-dida en la inmensidad de un plano general, apenas reducida a un punto negro y que, sin embargo, imanta la mirada y, según la técnica empleada en sus documentales, es la que queda después. Es la ima-gen extraña, aislada, perdida en el resto pero que, curiosamente, es la única que no se pierde. Cuando Herzog comenta este procedimien-to lo enmarca en su experiencia de la vida, su conocimiento de la psi-cología del alma humana, el momento en que conspira con el entre-vistado y logra la complicidad del espectador. Así en la imagen final de la cumbre helada en Grito de piedra o el espejismo moteado ape-nas perceptible de Fata Morgana. De Encuentros en el fin del mundo (“No hay nada más al Sur que el Polo Sur”) en medio de imágenes de una belleza sobrecogedora queda esta, la de la anomalía, el pingüino que abandona la bandada y, en vez de dirigirse con el resto hacia el mar, se vuelve hacia el interior, en dirección a las montañas, donde encontrará una muerte segura. No hace caso de los llamamientos de sus congéneres y si se le devuelve a la bandada volverá a escaparse de ella en un proceder que acarrea su muerte empujado por un des-tino ciego. Son los pingüinos, escasos ciertamente, del corredor hu-mano de la muerte.

El proceder del pingüino guarda correspondencia con la galería de extranjeros entrevistados, de esos outsiders del mundo que se

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han apartado de la sociedad para ir a vivir/morir allí. El científico hu-raño que observa aislado de todo y de todos a los pingüinos desde hace años es uno de ellos. Con él emplea su reconocido método de entrevistas Herzog: en vez de una conversación razonable, dada la ocasión excepcional, se interesa por la homosexualidad de los pingüi-nos, sus rarezas, la excepción del ejemplar enloquecido en la inmen-sidad del hielo. En vez de interesarse por sus patrones de conducta solo busca al que se aparta de ellos como medio de llegar a conocer-los a todos mejor. A través de lo surreal ha intentado ir al corazón de lo real. Esas imágenes son de una naturaleza poética, no de observa-ción, sino de fino bisturí que diseccionan, sin apercibirse el sujeto, buscando conocimiento, no ejemplaridad. Es su procedimiento para-dójico de ir a lo “esencial” a través de imágenes sueltas e incoheren-tes, de preguntas insustanciales que bajan la guardia y hacen que emerja la otra parte del ser humano. Son imágenes y preguntas de la complicidad en pantalla. Con frecuencia no gusta lo que se ve y oye, pero son del máximo interés en la adquisición de conocimiento. No están preparadas de antemano sino que surgen en el transcurso de la conversación en que deja explayarse sin interrumpir al interlocutor, en un tono no divertido, más bien distraído, en todo caso distendido, casi de confesor, esperando el momento en que se olvidan que están frente a la cámara. Si Herzog reacciona con tanta violencia contra la Academia es por llamar la atención sobre la importancia de las expe-riencia audiovisuales, cierto, pero itinerantes, esta es su marca de diferencia. La filmación es un camino a pie donde lo importante son los imprevistos aprovechados con la máxima técnica posible.

Lo que ha aportado el documental son imágenes de una belleza absoluta, de las anémonas rojas, blancas, flotando en la paz de los silencios. Pero se trata de una belleza en conjunto desolada, antes sublime, pero ahora frágil en su grandeza, de un hielo límpido que-brado por el barro del asentamiento de outsiders. Una belleza admi-rable pero loca, enferma, inquietante, de una violencia en forma de insania instalada en el paisaje de vacíos, ya dentro o fuera del cora-zón humano: “ya desde el primer día querrías salir de ahí”. Herzog está fascinado por esos extranjeros civilizados que enseguida se re-conocen por la marca tribal del vacío. La Antártida está paradójica-mente llena de “soñadores profesionales”. En sus conversaciones, perfectamente razonables, queda la sensación de que alguna pieza del mecanismo no funciona bien. Herzog está fascinado por el regreso de lo civilizado a lo elemental tanto como por la eclosión de lo ele-

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mental en lo civilizado. En ambos casos se trata de un volcán con ac-tividad bajo la superficie tranquila. Ese momento intermedio de ex-trañeza, antes del miedo o del terror, es lo que importa. No es la re-gularidad de la naturaleza sujeta a leyes sino la belleza triste de las anomalías lo que le fascina.

Del ser para la muerte, pero que no sabe cuándo va a morir, le interesan esos casos raros que sí saben la fecha de su muerte, lo que marca una diferencia entre el dentro y el afuera de la cárcel. Ahí tie-nen lugar los encuentros en el otro fin del mundo como es el corredor de la muerte. Lo que separa no es una pantalla, más bien permite el encuadre, sino el cristal del locutorio que hace falta limpiar para que se pueda grabar. Hans Skinner cita a Leonardo da Vinci, sapere vede-re, atrévete a ver, en medio de esas risas nerviosas que traicionan al que ha estado a 20 minutos de su ejecución, aplazada en el último momento. Se refiere a algo muy prosaico pero frustrante como es que la ventana de su celda y de la prisión está sucia ya que nadie la limpia. Su profunda frase, “no es lo que ves, sino la forma en que lo ves” tiene esta referencia inmediata, pero también en el contexto del documental a la necesidad de limpiar algo más que “las puertas de la percepción”, subjetivas, a limpiar el cristal que separa a dos seres humanos, objetivo, el objetivo. Los documentales de Herzog quieren ser ese paño que limpia el cristal de los hechos para dar lugar al “éx-tasis de la verdad”.

A Herzog no se le ve, es el sujeto ausente, pero se le oye como voz en off desde el comienzo, haciendo una respetuosa declaración contra la pena de muerte, que más adelante identificará como el ojo por ojo bíblico contrario a las enseñanzas de Jesús. El “no matarás” vale en una doble dirección: hacia los asesinos y hacia los que conde-nan y ejecutan a los asesinos. Los propios condenados en el corredor de la muerte sienten el deseo y la prisa por su ejecución de las insti-tuciones con una mezcla de sorpresa y de sentimiento; intuyen que llevándolo a cabo en cierto modo se ponen a su altura, cometen otro crimen. Inútil, en la medida en que tiene socialmente escaso efecto disuasorio y parece más bien una venganza.

Desde esta perspectiva se entiende la separación que establece Herzog (y comparte Oppenheimer) entre ser y actos humanos; el re-chazo por los segundos en la empatía por el primero. Sobre este te-ma de la empatía como sentimiento y como método volveremos más adelante. Lo interesante ahora es que se observa un paralelismo en-

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tre estos asesinos y los que aparecen en la película de Oppenheimer, especialmente en el caso de Anwar. La cuestión de la culpa y el arre-pentimiento queda desplazada hacia la responsabilidad. Este es un punto de extraordinaria importancia porque marca el desencuentro tanto en el caso de Herzog, como Morris y Oppenheimer entre el en-trevistador y los entrevistados. Si fueran consecuentes con su sepa-ración entre ser y hacer no tendría sentido la pregunta por la culpabi-lidad que todos ellos introducen en los documentales. No son culpa-bles los asesinos al no poder cambiar los hechos. Si pudieran lo ha-rían. Por ello tampoco tiene sentido, en esa clave, la pena de muerte, ya que elimina a un ser humano por sus hechos, sin hacer caso de la separación. Los asesinos se responsabilizan de lo que han hecho, lo sienten, no era nada personal, pero no hay reconocimiento de culpa y menos arrepentimiento. La razón es que entienden que esto segundo no cambiaría nada de lo que hicieron y ante la evidencia de la ejecu-ción o la retrasan con argucias legales como Barnes, se escapan to-dos con sueños de libertad y renacimiento (que interesan sobremane-ra a Herzog) o la ven como la liberación final.

Esa responsabilidad separada de la culpa y del arrepentimiento plantea la filmación desde una perspectiva distinta. Haciendo toda una declaración de principios con su voz más suave Herzog les indica que le interesan “los pequeños detalles que llevan a una catástrofe”. Lo que implica “recreaciones” como rememoraciones, pero también el contraste, que no se da en Oppenheimer, de las víctimas, familiares, policías y abogados implicados en los casos. Esa es la perspectiva. Herzog rastrea y entrevista a esas familias “desestructuradas”, no quedándose meramente en el tópico explicativo. Tampoco ellos ape-lan a este hecho como eximente, es más, todavía se emocionan, o aparentan hacerlo, ante el recado del padre maltratador que dice les quiere aunque odie lo que hicieron. Son los detalles del contexto, no solo la normalidad de las entrevistas, lo que hace que Herzog no pueda ver en ellos monstruos sino seres humanos que han cometido actos monstruosos. En otras palabras: los hechos monstruosos no siempre los cometen monstruos sino, más a menudo, seres humanos que no por ello dejan de serlo. No es solo una cuestión de principios la que fundamenta esa escisión entre ser y hacer sino, a diferencia del caso Eichmann, la aleatoriedad de los crímenes, la asimetría entre el ser y el hacer. Dicho esto, el espectador, coautor, se siente cómpli-ce de una “conspiración” (es terminología de Herzog) del director con el asesino. Las entrevistas, realizadas en períodos largos de tiempo,

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solo pueden realizarse a invitación del recluso, que actúa, recrea la, su, situación ante un Herzog volteriano “curioso y sensible”.

Una profunda tristeza queda al final del visionado de Into the Abyss porque ese abismo consiste más bien, como dice Herzog, en que el destino les ha dado malas cartas a esos reclusos. Por favor, dice el padre de Burkett, preso también, no maten a mi hijo, nunca tuvo una oportunidad. La alegría triste de la celebración en prisión del día de Acción de Gracias con sus otros dos hijos presos, rememoran-do su condición de padre ausente. O, como apunta Michael Perry la mala suerte de haber estado en el mal momento en el lugar equivo-cado.

De los entrevistados es este el que parece concentrar más los ingredientes del proceso analizado hasta ahora. Comienza Herzog con el testimonio de cercanía y distancia expresado en su respeto hacia él como ser humano. Es importante porque aquí aparecen desprovistos de lo que caracteriza el ser humano en su trayectoria: ser tiempo porque tienen tiempo. Aquí ya no cuenta, es un vacío, hecho de su propia muerte para ellos, de la muerte de aquellos a los que han ase-sinado para las familias, de una posible liberación en cuya fecha se confunde el padre de Burkett en más de un siglo. Michael será ejecu-tado en el intermedio, ya no tiene/es tiempo. La hija de una asesina-

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da, Sandra Stotler, presencia su ejecución en julio de 2010 y comen-ta extrañada luego después de haberle contemplado tendido en la camilla: “había creado un monstruo enorme, malvado y asesino en mi cabeza y era solo un chico”. Este chico ha experimentado una conver-sión religiosa en la cárcel. Ante su muerte inminente exclama: ¡voy a casa! ¡voy a casa! Y aún más, ante la incredulidad de la hija, afirma que les perdonaba por la atrocidad que estaban cometiendo con él, es decir, otro asesinato.

En realidad todo el documental es un alegato en imágenes contra la pena de muerte, no solo por los argumentos aducidos (poco cris-tiana, bíblica, motivada por afán de venganza, socialmente inútil) sino también por el proceso de conversión que propicia el haber asis-tido o formado parte de ella. Llegando al absurdo de hacer pasar exámenes médicos para ver si se está en buenas condiciones físicas para ser ejecutado. Herzog recordará más tarde la primera escena con el capellán del corredor de la muerte, en medio de un cementerio de cruces anónimas, apresurado, con respuestas de telepredicador y que cortocircuitado por la típica pregunta extemporánea de Herzog, en este caso sobre una ardilla, se rompe, echa a llorar, y reconoce que le gustaría pararlo, que nadie tiene derecho a cortar una vida. Reconoce su pena y lamenta su impotencia.

El testimonio más radical (en contraste con la reacción final de Anwar) es el de capitán de guardias del corredor de la muerte en Huntsville, Texas. Cuando una de las reclusas, Karla Faye, la primera

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mujer en ser ejecutada, le agradece lo que ha hecho por ella, algo se rompe definitivamente en el ejecutor impasible. Describe con detalle el malestar físico que experimenta al revivir lo que ha sentido ella, los otros…ya no puedo hacerlo más, concluye. Si antes era partidario ahora está decidi-damente contra la pena de

muerte. Es la ley, piensa, pero las leyes pueden cambiarse. Fred Allen renuncia a su puesto en febrero de 2000 a costa de perder su pen-sión. Aquí no se trata como en el Eichmann de Arendt de la capacidad de pensar en lugar de otro, sino que lo más importante es la capaci-dad de sentir en lugar de otro. Pero de sentir responsablemente. No es el malestar físico que en Anwar le lleva a reafirmarse en lo que hi-zo en conciencia; tampoco el obrar por deber. No es el surrealismo de los fantasmas de las víctimas que le agradecen a Anwar el haberles asesinado. A partir del momento de la renuncia empieza a disfrutar de la vida.

El alegato contra la pena de muerte se vuelve a favor de la vida. Los habitantes del corredor de la muerte tienen sus groupies y Melis-sa muestra la ecografía del hijo concebido por inseminación artificial de un recluso. La extraña imagen del móvil es la foto de una ecogra-fía, del niño que acaricia en su vientre y que hace soñar al preso co-

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mo una herencia de vida que le espera. El documental acaba con la dedicatoria de Herzog a las familias de las víctimas de los crímenes. Lo que le ha interesado es el crimen, lo absurdo que hay que detrás de él y su castigo con la pena capital, no la reclusión de por vida.

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EL MÉTODO DE LA EMPATÍA

El primer fotograma corresponde al epílogo, el segundo a la pri-mera de las lecciones a las que se refiere el subtítulo del documental The Fog of War de Errol Morris que en 2003 gana el premio de la Academia USA. Con el primero se ha acabado la práctica del segundo. Decía Kierkegaard que la vida se vive hacia adelante pero se com-prende hacia atrás. Hasta el epílogo Morris ha usado el método em-pático dejándole explayarse a Robert McNamara (antiguo Secretario de Defensa en USA en 1961-68) sobre su vida con delectación por los acontecimientos vividos sin obviar los “errores” cometidos. Ha usado

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el interrotron para que el entrevistado mire siempre, dialogue con el espectador, no con el entrevistador. La complicidad icónica se ve al-tamente favorecida por este método. Morris conspira con el entrevis-tado y McNamara con el espectador, el círculo se cierra. Morris inter-cala imágenes, datos, pero no como “hechos” sino dentro de la ficción que propicia el tratamiento estético de los mismos. Van más allá de la ilustración, apoyo o contradicción al discurso de McNamara. Es un discurso en imágenes paralelo como testimonio de época pero desde la perspectiva del presente. No es un ejercicio de historia sino de “memoria” histórica. Al seguir el método de la empatía, McNamara se le escapa al final a Morris, o quizá esto era parte del trato de la per-formance en que se convierte el documental.

La empatía se acaba en el epílogo cuando Morris le hace unas preguntas directas sobre la responsabilidad y culpa en la guerra que el antiguo Secretario de Defensa se niega a contestar, justamente por sus implicaciones, no de cara al pasado, sino al presente. Prefiere no decir nada por las consecuencias indeseadas y los malentendidos. El interrotron ha dejado de funcionar y la cámara enfoca escorzos de McNamara que conduce hacia adelante su propio coche, ya no mira hacia atrás. La energía autocomplaciente, impropia de un hombre de 85 años, que ha desplegado en los recuerdos se torna ahora en con-tención y gesto adusto. Ya no se trata de una petición de memorias sino de responsabilidades.

La conjunción de ambos elementos hace que estos documentales cultiven conscientemente una ambigüedad elevada a categoría estéti-ca. Como ya hemos visto en otros ejemplos, la mayor parte se dedica a exponer el punto de vista de los entrevistados y solo de manera episódica se introduce la pregunta incómoda que generalmente es obviada sin muchas contemplaciones, y sin que el entrevistador insis-ta en aras de conseguir el permiso y la cooperación para sacar ade-lante la obra. La crítica mínima es el ingrediente que sazona obras a gusto de casi todos. Forma parte del método indirecto en este tipo de documentales.

Se trata de un estilo de documental contrafáctico: es como si se escribiera una historia alternativa, desde las víctimas, que no apare-cen, pero quienes hablan son los vencedores, convertidos en víctimas de la historia que llevaron a cabo porque las simpatías están del lado de las víctimas, no contando ahora lo que se realizó sino los costes humanos de su realización. A los vencedores les queda en el presente

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la última jugada, convertirse en víctimas incomprendidas, que salen indemnes (aunque algo molestas) por la empatía mostrada en el do-cumental. Hicieron lo que debían hacer en “tiempos oscuros”. McNa-mara alude a cómo se siente ahora al comienzo de todo aquello, des-de el presente, comprendiéndolo, en todos los sentidos de la palabra. McNamara, es importante recordarlo, afirma a lo largo del documen-tal que era, es, (casi todos confiesan serlo) una persona sensible.

El título La niebla de la guerra es perfecto y constituye toda una declaración de principios. Alude a la complejidad en tiempos de gue-rra consistente en la dificultad de conocer todas las variables de la misma, de tomar decisiones y que se cometan inevitablemente erro-res. Lo propio de la situación de guerra, enfatiza McNamara, es que no hay reglas (previas) para ello; que hay una crueldad en la que es preciso obrar mal para conseguir el bien, siendo todo una cuestión de cálculo; que impera un relativismo moral según el cual (Le May) todo depende de haber ganado o no para ser considerado o no un criminal de guerra. Pero por todo ello McNamara no se siente en ningún mo-mento culpable. Hizo lo que creía que tenía que hacer al servicio del Presidente de turno. La responsabilidad era, por elevación, limitada, cuando no inexistente. Observamos el mismo problema de enfoque en esta como en las entrevistas anteriores: el entrevistado tiene siempre presente la diferencia entre responsabilidad, culpa y error que el entrevistador con frecuencia confunde. McNamara lo resuelve con estas palabras: él no hizo nunca nada que fuera ilegal. Reconoce, ¡cómo no!, errores, inevitables en la “niebla” de aquella guerra de Vietnam. Responsabilidad, no en el sentido de culpa, sino de que “respondía” ante el Presidente (Kennedy, Johnson) pero no ante quien tiene en mente Morris, el pueblo americano, una abstracción inconcebible en política. De ahí que responda no le conmovieron e hicieron cambiar de opinión las manifestaciones contra la guerra. Y todo ello no tiene nada que ver con la culpa, ya que no vulneró ni la propia conciencia ni la legalidad. La culpa es algo relativo en esos tiempos grises de niebla, relativo a si se gana o se pierde. Uno de los ejemplos más flagrantes es el del empleo del gas naranja con costes terribles en vidas humanas y medio ambiente.

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McNamara, en referencia a las apreciaciones de Le May sobre los comportamientos criminales de los mandos supremos reconoce que sí, ellos, él también, se comportaron como (si fueran) criminales.

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En tiempos de niebla (no solo de guerra) la cuestión ética pasa a tener un carácter cuantitativo: ¿cuánto mal hay que hacer para hacer el bien? se pregunta McNamara. Los admitidos errores de perspectiva se mezclan con las consideraciones sobre el mal menor a la vista del bien mayor (las vidas americanas). La presentación estética que hace Morris de estos diálogos es muy significativa: fotografías de época de Le May con planos medios de McNamara en el presente. Es toda una línea de argumentación icónica: lo que fue necesario con el bombar-deo de Tokyo también lo fue con el incidente del Golfo de Tonkin, Hi-roshima y la guerra del Vietnam. La guerra preventiva en el marco de la Guerra Fría para mantener la supremacía americana (la libertad frente al comunismo mundial) era el mal menor a pagar por la se-gunda. La secuencia icónica que enlaza tiempos diferentes pretende establecer una línea continua de argumentación icónica, emocional. Porque, en definitiva, la gran pregunta antes y ahora la formula McNamara así: ¿qué es moralmente apropiado en tiempos de guerra?

En el documental asistimos también aquí a dos formas de re-creación, la de Morris y la de McNamara. La del primero es icónica y no siempre ilustra la del segundo, de naturaleza verbal. Este insiste en algo que es importante para comprender su planteamiento: ahora se ve (relativamente) claro (sería la postura de Morris) lo que enton-ces no lo era (la niebla) pero que obligaba a tomar decisiones siem-pre en interés del pueblo americano. No se deberían, según esto, juzgar decisiones de entonces con parámetros de ahora, sean éticos o legales, que no existían entonces o que eran distintos. ¿Por qué es inmoral si pierdes y moral si ganas? pregunta retóricamente McNa-mara. Habría que juzgar, pues, en perspectiva de la situación de cada momento. El posible acuerdo como punto de partida del documental es que se trataría entonces de “comprenderlos”, lo que implica una empatía, método que obviamente se puede juzgar como adecuado pero que también se presta a toda clase de equívocos.

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Desde esta perspectiva la puntualización de la negrita, como si fueran criminales, es decisiva ya que se trata del terreno en el que la ficción se funde, confunde con la realidad, distanciándose de ella. La técnica de la empatía separa (lo hemos visto) el ser de la acción, para al final volver a confundirlos cuando pide responsabilidad y culpabili-dad, petición que no tiene sentido en el planteamiento anterior, ni se espera del procedimiento de la empatía, dirigido a “comprender”. De hecho la fórmula inquisitiva pregunta por si es culpable o inocente no si ha actuado culpable e inocentemente. Es decir, que presupone la unidad de ser y actuar. Solo desde un discutible enfoque ontológico y trascendental se establece una escisión entre el ser ontológico y el actuar óntico que, desde luego, no vale en el terreno legal. Tratándo-se de la misma persona no se le confina en una celda por haber ac-tuado culpablemente y se le deja en libertad en su casa por ser un ser humano.

Aquellos que actuaron de acuerdo con su ser, conciencia o lega-lidad, no se esperan esa pregunta final de si son culpables, ya sean Eichmann, Adi o McNamara. Los actos podían parecer ser criminales (dependía de la ética y legalidad del ganador coinciden todos) pero no desde luego el ser, es decir, seguir la conciencia y la legalidad. Para ellos sí que era el obrar una consecuencia del ser y viceversa, sin escisiones. Se entiende ahora mejor la postura de Herzog contra-ria a la pena capital del ser pero sí favorable a la cadena perpetua por los hechos. Se entiende pero no se “comprende” ya que reducidos a una vida vegetativa se les priva de lo que les constituye como huma-nos, su dimensión social.

Por ello, tampoco se “comprende” que, a pesar del escrito, Arendt estuviera de acuerdo con la sentencia de muerte de Eich-mann. Se trata de un planteamiento no humanista, en el que ni el ser sigue a la acción ni la acción al ser. Ambos están disociados Es un planteamiento trascendental separado de lo empírico pero con gran efecto en él. La argumentación al estilo de Arendt (la incapacidad de Eichmann de pensar y ponerse en lugar del otro) falla ya que pasa por alto el fundamento de todo el procedimiento: los nazis negaban a los judíos la condición de seres humanos, lo otro, el desprecio a sus acciones, era ya una consecuencia de ello. En todo este procedimien-to hay una argumentación emocional icónica (en toda la amplitud de la palabra) que si pone algo de manifiesto no es la banalidad del mal sino la banalidad de los conceptos emocionales como ese mismo,

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como la fenomenología de la alienación en general, no de una aliena-ción.

Si ellos (Le May y él) actuaron como criminales, entonces ¿eran criminales los que ordenaron el uso del gas naranja? se pregunta re-tóricamente McNamara. La imagen de un Kennedy en Camelot parece contestar ya a la pregunta.

Si la escalada de la guerra de Vietnam tuvo lugar por una menti-ra, el ataque del Golfo de Tonkin, la guerra misma pudo haberse evi-tado, sabemos ahora, ya que fue consecuencia de un “malentendido”. No hubo empatía con el enemigo. McNamara narra de forma surrea-lista su conversación muchos años después con el ministro de Asun-tos Exteriores de Vietnam, Thach. Mientras que este veía en la inva-sión americana una nueva forma de esclavitud imperialista que aca-baría con la independencia, los americanos no estarían pensando en eso sino en todo lo contrario, en parar la expansión del comunismo. No hubo entendimiento porque no fueron capaces, a diferencia de con los japoneses, de ponerse en su lugar, de empatizar con ellos, con-

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cluye McNamara. Más allá de la culpabilidad quedarían los sentimien-tos porque él es una persona “sensible”. Comparte con la esposa del cuáquero inmolado como protesta a la guerra que “los seres humanos deben dejar de matar a otros seres humanos”, antes y ahora todavía más, añade. Y sin embargo…

La empatía es el método de Joshua Oppenheimer basada en la distinción que mantienen todos ellos entre ser y acto humano. Califi-can lo segundo pero no lo primero ya que, piensan, entonces se esta-blece una separación entre ellos y nosotros que es justamente lo que quiere evitar la pantalla como espejo oscuro. De lo que se trata mi-rándoles a ellos, empatizando con ellos, es que nos miremos a noso-tros mismos. No hemos hecho lo mismo que ellos pero somos como ellos y cometimos y cometemos actos semejantes a ellos. Si no se puede evitar el genocidio político pasado, se puede evitar el “genoci-dio” económico presente. Morris y Herzog, más escépticos, piensan que no cambia nada socialmente excepto nuestra forma de percibirlo. Oppenheimer en las entrevistas cree que todavía es posible cambiar el mundo. La empatía con los verdugos no disminuye ─enfatiza─ la empatía con las víctimas. Pero ¿a qué precio?

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LA PODEROSA BANALIDAD DEL BIEN

Es la imagen final y es la que queda en la retina. Lleva impresa una leyenda con puntos suspensivos que quedan flotando: en memo-ria… , falta algo y son unas pequeñas nubes de polvo agitadas por un viento que se cuela por la puerta y ventanas sin madera y cristales que las protejan. La habitación forma parte del museo del genocidio en Phnom Penh, Camboya, las nubes de polvo de un intento de me-moria histórica del mismo llevado a cabo en el documental de Rithy Panh S21. La máquina de matar de los jemeres rojos (2003). Puede decirse que este documental es la contrafigura del de Joshua Oppen-heimer: temáticas afines de genocidios, pero métodos completamen-te distintos. De hecho, cuando le preguntan por él da la impresión de no sentirse muy cómodo. Si en un caso se trata del acto de matar aquí se documenta más bien el acto de la eliminación; a la humaniza-ción de los verdugos se opone la deshumanización de las víctimas. Si en el primero cabe una dudosa empatía en el segundo es imposible. Tienen en común el deseo de comprender pero, a diferencia de Op-

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penheimer, el personaje de Vann Nath, el pintor antiguo prisionero del campo S21, se ve incapaz de entender y mucho menos compren-der tamaños actos de “salvajismo” narrados por antiguos guardianes de 12 y 13 o 22 y 23 años entonces, que apelan ahora a la obedien-cia debida, al miedo a ser ejecutados si no colaboraban, a las “urgen-cias sexuales” propias de la edad para explicar las violaciones de mu-jeres con niños pequeños. Escucha los relatos, pero en sus preguntas por si como seres humanos no se veían concernidos por lo que ha-cían, no obtiene respuestas que, no ya justifiquen, sino que expliquen meramente los actos. La apelación a la circunstancia es decisiva: ella, no ellos, era la culpable.

Vann Nath sobrevivió porque los retratos que hacía de los verdu-gos gustaban a estos a diferencia de otros pintores, incluso mejores que él, y no deja de experimentar una sorpresa no exenta de culpa por esa supervivencia. Esta es la palabra que parece fundir en vista de las circunstancias a verdugos y víctimas en una viscosidad que no hace ambiguo al documental en el sentido, no de ficcionalizar lo que pasó, pero sí de volverlo más gris. La memoria aventa el polvo de los recuerdos del otro superviviente del campo, incapaz de entrar en él por los recuerdos de la familia muerta durante su detención. Recono-ce ante la lectura de su confesión por el pintor en un pulcrísimo cua-derno escolar de letra ordenada que delató a muchas personas inocentes para librarse de los golpes. Esto rompe el momento de em-patía con él como víctima y el pintor añade, en quizá la única ironía del documental, que si todos hubieran denunciado a 50 0 60 como él hizo, todos, todos, en el país habrían acabado siendo enemigos. Pero el pintor no fue interrogado en ese campo, no sabemos lo que hubie-ra pasado.

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El antiguo guardián traza con el dedo en el polvo de la fotografía del lugar de aniquilación la casa de la memoria: allí, diciéndoles que les llevaban a una nueva casa, conducían a los que iban a ejecutar. Ese polvo no se va, memoria tejida de olvido, cuando en el último fo-tograma se sobreimprime la palabra memoria. Es el polvo de la ani-quilación. Verdugos y víctimas quedaron aniquilados como seres hu-manos por diferentes motivos. Uno se avergüenza, otros alegan mie-do, obediencia, no hay conciencia de responsabilidad y menos de cul-pa. Ante las vejaciones constantes, la ley que justifica la tortura cien-tíficamente ejecutada, no pasionalmente ni por venganza, el pintor observa que “cuando los matabais hace tiempo que ya no eran seres humanos”. Ya no hace falta recrear o simular torturas, basta con na-rrar el sentido del procedimiento: el objetivo era obtener pruebas pues, ante todo, se trataba de ser justos, ahora bien el modo de ob-tenerlas era “rompiéndole” como persona (memoria, familia, historia) para inducirle a confesar una traición, para que delatara a otros, y cuando lo hacía ya tenían la prueba y, naturalmente, le ejecutaban. En otro momento de las entrevistas con los “médicos” del campo de prisioneros narran cómo se les hacían extracciones de sangre a estos para hospitales con demanda de ella hasta el punto de dejarles sin

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ella a las víctimas. Es una metáfora de la extracción brutal de la per-sonalidad hasta convertirles en un despojo.

Este procedimiento no era el acto de matar sino de destruir co-mo observa el pintor. Con la destrucción no queda nada, solo polvo. O ese botón de ropa que el pintor rescata hurgando en un montón de residuos.

La fenomenología de la alienación es aquí sin paliativos ni distin-ciones una fenomenología de la aniquilación de todos como seres humanos por ese despojamiento absurdo y salvaje de su condición, de los verdugos supervivientes y de las víctimas muertas cuyos retra-tos llenan las paredes del museo. Las imágenes han sido conservadas celosamente como documento mientras que se aniquilaban sus cuer-pos y, a veces, también su alma. Parece como si el desprecio hacia el ser humano estuviera en relación directa con la burocracia desplega-da para documentar sus vejaciones destinadas a desposeerle de tal condición.

El límite de la comprensión se alcanza cuando ante la pregunta del pintor de si se consideran víctimas uno de los carceleros no vacila en contestar: “en una palabra todos somos víctimas, sin excepción”.

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Y a la subsiguiente pregunta de qué eran entonces los prisioneros como él obtiene la espeluznante respuesta: “víctimas secundarias”. Esto es decir en modo directo lo que en la película de Oppenheimer queda como reflexión de Anwar y su túnel de las imágenes. Prevalece el discurso más brutal y potente de las imágenes de que todos fueron víctimas sobre el que Oppenheimer quiere difundir en la versión ex-pandida de que todo somos verdugos. Ante esta situación le pregun-tan a Vann Nath qué opina del perdón y de la reconciliación. La res-puesta no puede ser más reveladora: nadie ha reconocido que hizo mal y no han pedido perdón, ni por parte de los dirigentes ni de los ejecutantes. Entonces, concluye con una ironía amarga, “no hay nada que perdonarles si ellos no han tenido la culpa”. Una imagen despide el documental, la de un charco de ejecución, un cenote en el que se ofrecían sacrificios humanos a los dioses del absurdo.

La casa de tortura y exterminio dibujada en el polvo por el anti-guo carcelero es el encuadre de un vacío oscuro. El contenido del do-cumental es ese vacío de sentido que imposibilita la comprensión del pintor que exorciza el absurdo a través de sus cuadros, que imposibi-lita la empatía del espectador cuando los carceleros recrean una y otra vez el mismo gesto de intimidación en las celdas ahora vacías de seres humanos pero llenas de presencias angustiosas.

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“Sádico no…más bien estoico”, precisa. Y recita con placer el poema de Alfred de Vigny, en perfecto francés, deteniéndose en las últimas palabras: “sufre y muere sin hablar”. A lo largo de las 300 horas de grabación que le ha hecho Rithy Panh, Duch no ha dejado de hablar en Duch, le maître des forges de l´enfer (2011). El director

Hélas! ai-je pensé, malgré ce grand nom d'Hommes, Que j'ai honte de nous, débiles que nous sommes! Comment on doit quitter la vie et tous ses maux, C'est vous qui le savez sublimes animaux. A voir ce que l'on fut sur terre et ce qu'on laisse, Seul le silence est grand; tout le reste est faiblesse. --Ah! je t'ai bien compris, sauvage voyageur, Et ton dernier regard m'est allé jusqu'au coeur. Il disait: " Si tu peux, fais que ton âme arrive, A force de rester studieuse et pensive, Jusqu'à ce haut degré de stoïque fierté Où, naissant dans les bois, j'ai tout d'abord monté. Gémir, pleurer prier est également lâche. Fais énergiquement ta longue et lourde tâche Dans la voie où le sort a voulu t'appeler, Puis, après, comme moi, souffre et meurs sans parler." La mort du loup. Alfred de Vigny

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le ha dejado hablar sin interrupción, únicamente con algunas imáge-nes de época intercaladas donde se ven hormigueros humanos afa-nándose en trabajos forzados y túneles de imágenes a su anterior documental S21. Parece ser una constante en los responsables de guerras a gran escala o de técnicos en genocidios el hablar de buen grado de tiempos pasados para exculparse o contar su verdad y, lle-gados a un punto incómodo, parar y adoptar la pose del sufridor que prefiere morir sin hablar. Otra vez mártir de las circunstancias a tra-vés de los tiempos.

Del mismo modo que en el caso de Oppenheimer hay una ver-sión expandida en los medios, aquí hay otra reflexión ampliada sobre el making of de la película en el libro La eliminación de Rithy Panh. Igualmente encontramos toda una serie de túneles de imágenes que van y vienen de S21. La filmación de la película sobre el verdugo di-rector, máximo responsable del S21, está entretejida con la autobio-grafía de los cuatro años (1975-79) que Rithy Panh pasa en los cam-pos de trabajo de los jemeres rojos hasta su huida a Tailandia. Du-rante ellos es testigo de primera mano de una aniquilación a la que sobrevivió de milagro, perdiendo a sus padres y parte de la familia. Ese montaje de autobiografía y entrevista tiene por objetivo, precisa, no conocer la verdad, sino comprender lo que pasó. Después de ver la película y leer el libro la impresión es que sigue sin conseguirlo, pero cada intento es proseguido como una acción de “contratacar” en el doble objetivo de que la memoria de lo que pasó ayude a entender lo que está pasando. El pasado se le escapa en el presente en la falta de imágenes a las que dar voz a través de la palabra y rostro en el montaje.

El método, al comienzo de S21 y en Duch, es la recreación como forma de reconstrucción y de memoria. Pero hay algo que le diferen-cia de Oppenheimer (quien parecer haber tomado este método suyo) y es su negativa a dejar la cámara a los verdugos. Ahí está la clave. En S21, a pesar de las recreaciones, el papel de Nath restablece en todo momento las distancias, no así en Duch. En el libro vemos a un Panh atormentado por la sospecha, casi convertida en certeza, de que la película se le va de las manos, que ha acabado siendo un pri-sionero de Duch, fascinado por ese personaje que le utiliza como spa-rring de los interrogatorios que está realizando el tribunal para escla-recer su culpabilidad. La verdadera especialidad de Duch es encontrar el punto de debilidad que todo ser humano tiene y Panh siente que ha

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encontrado el suyo: Duch m’a fixé : « Monsieur Rithy, les Khmers rouges, c’est l’élimination. L’homme n’a droit à rien. » El fantasma del suicidio de Primo Levi le angustia, la culpa de haber sobrevivido tam-bién.

Comprende que toda la barbarie del régimen de Pol Pot no era fruto de aquellos guardas iletrados, campesinos semianalfabetos, que se trataba de un caos planificado, tan planificado que la misma obse-sión por la planificación, por las cifras, los objetivos se convertía en caos que hacía que el pueblo muriera de hambre. Era un régimen de unos pocos intelectuales, formados muchos de ellos en Francia, lo que le lleva a Rithy Panh a la vieja teoría frankfurtiana de la barbarie como producto de la Ilustración. Unos intelectuales que se despojan de ese nombre para convertirse en “técnicos de la revolución”. Es el nombre que el antiguo profesor de matemáticas, Duch, se da a sí mismo: “soy un intelectual, un hombre educado”. Educador, a su vez, en la ideología del partido y en los métodos de tortura. Pero él, enfa-tiza, “nunca torturó a nadie”. Era, seguía siendo, un “educador”, un garante, un policía encargado de la seguridad en un Estado (le res-triega a Panh) reconocido por los organismos internacionales. Los po-licías son funcionarios y siempre tendrá que haberlos cuando pasen los gobiernos y los partidos, puntualiza neutral. Su trabajo como di-rector implicaba no tener contacto directo con la tortura y los tortura-dores. Todo a través de informes anotados con su letra de distintos colores, verdaderas obras de arte de la caligrafía. Y es que, tan im-portante como la tortura, eran los informes. Una pared acolchada de expedientes le aislaba de los gritos de los torturados que decía no haber oído. La pasión por la burocracia, la educación en el torturar siempre como era debido, no de manera emocional o personal, se plasma en esos impolutos expedientes que son su orgullo, con los márgenes reservados para él. Que siempre estaba al margen. Se considera(ba) un rehén del partido, del Gran Hermano Angkar, que le había puesto ahí, una víctima por tanto. Sin capacidad de decisión real, pues todo debía luego ser tramitado a su superior.

Su única posibilidad de sobrevivir estaba en desempeñar bien su trabajo. El esquema en los entrevistados e interrogados por los geno-cidios sigue un mismo patrón: 1. La verdad es según la época, enton-ces no había ni ética ni ley. 2. Ahora las hay y se juzga de acuerdo con ellas, pero la responsabilidad es del gobierno, no de ellos. 3. Ellos eran víctimas, no verdugos, de ese régimen de cosas ya que, o cola-

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boraban o morían. 4. En definitiva, todo se reduce como explicación a haber ganado o perdido.

El documental se va de las manos icónicamente, desmoraliza a Panh cuando Duch a los testimonios de los guardianes, a sus propias objeciones, ante tamaña desfachatez responde con una risa condes-cendiente y satisfecha. Una persona tan frágil, de grandes ojos, voz suave y seductora, que no se enfada en pantalla ante lo que ve y le dicen, convertido al cristianismo y que pide respeto a Dios y la reli-gión…tiene que tener la conciencia tranquila. No le comprende el di-rector pero se gana a los espectadores: una vez más “no todo fue tan malo”. Si los actos podían ser juzgados ahora como criminales lo eran en el marco de una ideología, que él no elaboró, pero que no deja de compartir y hasta de explicar en su verdadero sentido en el docu-mental. El objetivo no podía ser más idealista: destruir un mundo pa-ra construir uno nuevo. La palabra clave es la de “destrucción” y ese el proceso de la máquina: interrogar, torturar, destruir. En el docu-mental se explica detenidamente el significado pero, sobre todo, el alcance de la palabra: es reducir a polvo, no dejar rastro…de humani-dad. La palabra “kamtech” es la destrucción sin restos, que no deja rastro, que no ha existido, no hubo vida y tampoco muerte.

Se emplean con frecuencia las palabras “oscuridad” y “abismo”, pero si es cierto que en el libro la palabra “humanismo” sale con mu-cha frecuencia como antítesis a todo el absurdo de la aniquilación, no menos cierto es que el resultado icónico es una cierta humanización

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de esa oscuridad y abismo. Las imágenes tienen el efecto viral del icneumón: han inoculado en Panh y en el espectador un virus de la comprensión en forma de incomprensión que siembra la duda ante la contradicción que, como en anteriores documentales, provoca la sen-sación de que el entrevistado se le escapa. Los hechos que muestra Panh en forma de testimonios, fotografías, quedan sepultados en la manipulación sentimental de la imagen ficcional, no del director, sino del otro, que está actuando ante la cámara. Esa actuación introduce un elemento de ficción, de irrealidad, que apenas contrarresta el montaje del director que no interviene en la película, reservándose para el libro.

A ese proceso de vaciado se le puede denominar corrupción icónica. Duch fascinante, mentiro-so, creíble icónicamente en lo in-creíble factualmente. Programa la tortura pero va con “la cabeza ga-cha” para no ver las torturas ya que es un ser sensible que no so-

porta el sufrimiento, limitándose a escribir en el margen del expe-diente perfectamente instruido: destruir. Dicen los jemeres rojos, y es la imagen más fuerte que impide la sobreimpresión de la palabra “en memoria”: “el capitalismo es el polvo entre cuatro muros”. En un momento dado cae la máscara de la mirada atenta, condescendiente, bosteza, se estira y reflexiona más que pregunta: “¿qué era la verdad entonces?”. La poesía del terror en los eslóganes y directrices del Angkar se mezcla con la narración sincopada de las penalidades del niño Rithy Panh, herido en todos los sentidos, que van perdiendo su mundo y su familia. Duch, a diferencia de Anwar, no tiene como mo-delo a los actores americanos sino a los clásicos franceses. Pero am-bos tienen en común una actuación frente a la cámara que brinda de algún modo una cierta catarsis.

Todo esto forma parte del proceso más general de desdobla-miento que, como hemos visto, afecta a todos los casos examinados o a casi todos. La diferencia en el libro es que Panh dice luchar contra ello. Si Duch ríe constantemente es porque “ríe para que yo sea él”. Busca una complicidad nacida del ser circunstancial. Duch va más le-jos afirmando que de haber estado en su situación Panh se hubiera convertido en verdugo y un magnífico director del S21. La respuesta

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de este es NO, en todos los sentidos. No a caer en la trampa del em-patizar, a prolongar lo que más le aterra en el libro y es el formar parte de una u otra manera de la “máquina de deshumanización” que se encierra como una trampa en comprender el “proceso de deshu-manización”. Ese proceso es básicamente la reescritura de la identi-dad en la historia de los hechos: a la víctima se le exige en los inte-rrogatorios y mediante la tortura que confiese, no lo que ha hecho, sino que invente una historia de lo que no ha hecho y en virtud de ella se le condena, pues reconoce que es culpable y destruye a los demás. Se roba uno a sí mismo la identidad y a los otros en la dela-ción. Ese proceso de vaciado de identidad tiene su manifestación más tangible en las extracciones salvajes de sangre a las que se sometía a los prisioneros, reducidos a un “saco de sangre”, y que una vez ex-primidos se les abandonaba exangües para luego enterrarles.

La separación entre el ser humano y sus actos, central en los otros documentales, tiene aquí una inflexión muy importante. Veía-mos como se daba la paradoja de un respeto al ser humano cuyos actos se rechazaban y, al mismo tiempo, se apuntaba que todos so-mos seres humanos, luego todos somos verdugos en potencia e in-cluso de modo indirecto en acto, como juzga Oppenheimer. A eso opone con mucha agudeza Panh: “Je reviendrai sur le sentiment con-temporain que nous sommes tous des bourreaux en puissance. Ce fatalisme empreint de complaisance travaille la littérature, le cinéma et certains intellectuels. Après tout, quoi de plus excitant qu’un grand criminel?”. Texto muy luminoso para entender la situación cultural de hoy día sobre la violencia: ese sentimiento forma parte del esteticis-mo fascista y posfascista posmoderno. Es una nueva forma de totali-tarismo basado en sentimientos edificantes.

La mención que hace a este propósito de la “banalidad del mal” de Arendt es muy lúcida: una fórmula seductora pero que genera desconfianza. Llama la atención que en esa funcionarización del mal sean ahora los verdugos los más entusiastas en acogerse a ella, como es el caso de Duch. De ese modo los responsables son siempre los otros. Pero la situación no define al ser humano, que puede decir no. Por eso concluye: “Je reviens à ma formule: ni sacralisation ni banali-sation. Duch n’est pas un monstre ou un bourreau fascinant. Duch n’est pas un criminel ordinaire. Duch est un homme qui pense. Il est un des responsables de l’extermination”.

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Frente a esa banalidad del mal Panh cree que hay una “poderosa banalidad del bien”, y es bajo ese lema, y ante del retrato de su pa-dre, ejemplo de decir no, de dignidad, como expone su propuesta de lo que debe ser su trabajo como director de cine. Es importante sub-rayar la importancia de este nuevo tipo de banalidad ciudadana, sin glamour, que es la propia de las sociedades democráticas muy dife-rente del guiño irónico posmoderno que “comprende” a las dictadu-ras, aunque afirme criticarlas, naturalmente con humor. Resume su postura diciendo que “la única moral es el montaje”. Y que en el mo-mento en que descubre esa fascinación por Duch, que parece tener un “contrato” con él, decide que “monta contra Duch”.

Como ya he señalado antes este montaje a la contra no se perci-be muy bien en el documental que no quiere comprender, tampoco juzgar, sino dejarle explicarse sobre lo que pasó, aunque no puede por menos de reconocer que Duch inventa su propia historia y, esa es también la que llega al espectador, a diferencia de S21. Con todo, su actitud respecto a propuestas como las de Oppenheimer se pone de manifiesto de modo meridiano tanto en el libro como en las entrevis-tas (http://vimeo.com/81557377): no al documento ficción, a que los verdugos hagan de víctimas, los figurantes de prisioneros, en definiti-va, a la ficcionalización de esa la realidad en el documental. Se im-pone como alternativa la búsqueda de la “imagen justa”, es decir, de la verdad establecida, documentada, contextualizada; la búsqueda de los “detalles” en forma de “imágenes perdidas”, de imágenes del va-cío en las que solo flota algo de polvo.

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A diferencia de los intelectuales clásicos aficionados a las gran-des frases, metáforas, que explican todo y nada en concreto, en el libro se advierte un cierto pánico a lo abstracto, al idealismo letal en conjunto y corrupto en concreto, ya que los cuadros jemeres vivían mejor que el resto. Como en 1984 Duch ha mostrado a Panh su habi-tación de artista, ese refugio secreto de intelectual. En ella guarda un lugar especial para la Gioconda de Leonardo, según él una jemer ro-ja: sonrisa ambigua que esconde un enigma. Ha salvado la vida a Nath quien ha sobrevivido pintando retratos idealizados de Pol Pot, bajo la supervisión de Duch. Esta supervivencia mezclada de compli-cidad contamina todo, pero no hace igual a todos. Entre la ironía (de-cir algo y dar a entender otra cosa) y la hipocresía (ser algo y apa-rentar otra cosa) la distancia es corta y se confunden con frecuencia en la ficción del verdugo y de la víctima.

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LA PANTALLA COMO ESPEJO OSCURO

El paralelismo con Arendt empieza y acaba con esta confesión de Oppenheimer: “no sé filmar sin intimar”. Este principio de la empatía como condición de la comprensión es quizá lo que no permitió para-dójicamente comprender a Arendt el sentido y lugar de Eichmann en la máquina de exterminio. No se trataba de hombres banales sino de todo un engranaje desde lo más alto a lo más cotidiano pasando por esos seres intermedios. En el caso de Oppenheimer la comprensión a través de la empatía tiene un precio. Dice que después de esa expe-riencia no se puede salir “puro y limpio”. Ha mirado en el espejo os-curo y durante meses ha padecido pesadillas.

Se ha producido una transformación que parece ser el resultado de esas experiencias de la oscuridad y mirando dentro experimentar un “horror” más o menos delicioso. Es sintomático su empleo de la palabra “amigos” para referirse tanto a los verdugos como a las víc-timas, quizá por la condición de seres humanos de todos ellos. Son las víctimas las que, al parecer, le pidieron que hiciera este documen-tal contando con los verdugos y estos son los que gustosamente se prestaron a ello.

Fueron cientos de horas de rodaje, quedan sorpresas, pero la versión expandida en tiempo y en los medios parece ser hasta ahora la película de Oppenheimer frente a la más corta estrenada en los ci-nes. También obedecería a un giro en sus objetivos: de estar intere-sado en mostrar los acontecimientos de los años sesenta habría pa-sado a indagar lo que está pasando ahora. En principio no serían dos cosas diferentes ya que la historia del pasado siempre es una cons-trucción del presente. El problema es si desde esta perspectiva las miradas a uno y otro no quedan sesgadas. Este giro es un cambio de método ya que El acto de matar es simultáneamente la filmación de un proceso y el proceso de la filmación. No intenta hacer una historia de hechos sino recrear el proceso de contar historias sobre lo que su-cedió como modo de entender lo que está sucediendo. La relación con el pasado ya no es con la historia sino con el contar historias, es de-cir, a través de la ficción.

Un documental, pues, de la imaginación en el que la recreación es inseparable del making of. Así, frente al moderno hacer historia, estaría el posmoderno contar historias, más exactamente, el contar

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que se cuentan historias que sería ese making of. Todo el fenómeno expandido de la alienación como fenómeno fílmico. Identidad, pues, de los seres humanos alienados en la diferencia de los actores que recogen varias cámaras. Se rueda con varias cámaras y cada una da una versión diferente porque todos estamos dentro. Con la cámara como espejo oscuro la cámara se vuelve una webcam siempre encen-dida.

Es decir, que de ese modo el espectador desaparece y queda embarcado como coautor. Antes y ahora. Antes por la indiferencia occidental cuando no la complicidad USA en el genocidio indonesio proporcionando listas, armas, ayuda económica, cobertura interna-cional al régimen de Suharto; ahora comprando sus productos fruto de una explotación económica del pueblo que prolonga la opresión de la dictadura política. La analogía, más aún, la historia contrafactual de un nazismo triunfante tendría su continuidad en este totalitarismo económico.

En la coautoría el discurso de Oppenheimer se modifica: “This is really about all of us, and it’s not just about the impunity and the ba-nality of evil; it’s also about the insistent fascination of evil, in which we also all implicated”. Se trata ya de otra forma de alienación: la “fascinación del mal” que se plantea en la órbita de lo que llamó Su-san Sontag como “fascismo fascinante”. Y así menciona Openheimer como ejemplos de ello a los soldados americanos fotografiándose tor-turando en Irak mientras hacían la V de la victoria; los procedimien-tos de Anwar, apunta, tendrían su contrapunto en las torturas de Guantánamo inspirándose en el Jack Bauer de 24h. Pero ¿también The Act of Killing?

A pesar de que Oppenheimer promueve la “risa catártica” en la película, lo cierto es que parece no estar muy alejada de esa fascina-ción del mal a través de la cual se manipulan con el método elegido los sentimientos. Para conseguir esto último es preciso ese especta-dor adánico que dicen preferir los directores, aunque es cierto que la película no se convierte en obra de culto si no es a través de los es-pectadores ilustrados. El fenómeno de la alienación está basado así también en la manipulación. El espectador normal no sabe ni diferen-cia bien entre los diversos niveles de la ficción y la realidad, hasta tal punto la ficción está dentro del documental y este es una ficción. El propio Joran lo confirma http://www.youtube.com/watch?v=-TUb5ezEkt8.

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Todo ello genera un doble discurso en el que (por ejemplo Adi) los discursos de los verdugos son mucho más potentes que la posible objeción ocasional de Oppenheimer en forma de pregunta. Y esto es lo que cuenta de modo que la estética de la recepción se convierte por la manipulación emocional en ética de la complicidad. Por ello, y a modo de phármacon, es necesaria la visión expandida en los medios y toda la campaña deviene en una estrategia política de la imagen. El resultado es que no solo no hay imágenes del pasado sino que ape-nas hay de la política contemporánea pero sí una intensa politiza-ción de la imagen. Y si no alcanza a ver en la película esa perspec-tiva política lo que el espectador percibe, no es tanto el intento de legitimación o la señal de arrepentimiento de Anwar, como la culmi-nación de un sueño: no solo actuar como en las películas, sino en una película, más aún, en su película. Ya no necesita imitar a Elvis, vestir-se como vaquero, tan solo elegir como un artista sus trajes. Es lo que le preocupa, su atuendo, a la par que se duele por las torturas, cuan-do revisa el playback. Al fin y al cabo lo que Anwar quiere es realizar una “película familiar” para lo que es necesario el humor y el buen gusto que elimine lo explícito.

Para Oppenheimer hay, pues, dos proyectos contradictorios que constituyen, según dice, el motor de su película: el suyo que muestra la impunidad de los verdugos para ayudar a las víctimas y el de An-war que buscaría exculparse. Ahora bien ¿la celebración de la impu-nidad hace justicia a las víctimas, llama la atención sobre ellas? Si es así estaríamos ante una fórmula de marketing político inverso, de

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llamar la atención sobre algo a través de su contrario, ante una ironía política. Para entenderlo es preciso acudir a su anterior documental germen de todo el proyecto.

The Globalisation Tapes (2003) es el documental matriz de Op-penheimer que mejor se ajusta a la necesidad de elaborar imagina-rios estéticos políticos de los ciudadanos por ellos mismos. Pretende ser un intento de resistencia a la globalización como algo inevitable y violento. En ese sentido sí que funciona como un espejo oscuro ya que de manera directa no solo se muestra la responsabilidad de las multinacionales en el expolio, la connivencia del régimen político, sino también del mundo occidental que se beneficia de ello. Se trata de “una película de trabajadores hecha por trabajadores”. Así rezan los créditos y resuena como una contrafigura de lo que debería haber si-do la otra: una película de las víctimas y para las víctimas. Si Tapes le llevó a la otra ¿por qué cambió de método?

Tapes es un documental filmado en modo directo, con dosis de ironía y humor, pero sin rastro de ambigüedad. Muestra las conexio-nes entre dictadura económica y política, que si hay una multinacio-nal de la explotación también debe haber una multinacional obrera, apelando a una solidaridad internacional. Hay un espacio para las víc-timas de la dictadura y también para un verdugo que no actuaba se-gún modelos cinematográficos. Aparecen imágenes de época y las leyendas sobreimpresas en la pantalla ponen el contrapunto a la ac-tuación alborotada de los filmados. Hay información, el espectador se puede formar una opinión sobre lo que pasó y está pasando.

La historia de los trabajadores de Indonesia es la historia de la globalización y Oppenheimer pone imágenes de archivo, de la época de Indonesia como colonia holandesa y suministradora de materias primas. Exclusivamente de aceite de palma en detrimento de planta-ciones como el arroz, lo que provoca cíclicamente crisis de precios y un endeudamiento imposible de resolver que se traduce en la vuelta a los antepasados, a la esclavitud económica. Se dan precios de los productos y lo que cobra el trabajador: si una tonelada de palma cuesta 32,38 él percibe 1,14. Pero no puede llegar a esa cuota si tra-baja solo por lo que tiene que ayudarle su hijo que no gana nada por ello. El resultado es que con ese salario no puede alimentar a su fa-milia: solo podemos comer pescado o carne una vez al mes, conclu-ye.

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En 1965 USA orquesta un golpe de Estado contra Sukarno que pone a Suharto en el poder durante 33 años. Violencia política y eco-nómica se unen, no solo en Indonesia sino en otros países: “¿cuánta gente fue asesinada en nombre del dinero?”. Se cuestiona el desarro-llo depredador de hábitats como la secuencia de los elefantes izando banderas en nombre de la amistad, jugando al futbol, en un surrea-lismo que ya no es surrealista, sino una faceta más de la explotación. Pero la explotación ha calado de modo que cuando enviados de Op-penheimer, que se hacen pasar por inversores, se ofrecen a ayudar a pequeños comerciantes en condiciones brutales las respuestas son llamativas. O cuando el joven, al que le indican que determinados productos más baratos han sido realizados en condiciones de explota-ción, afirma que los seguirá comprando porque la sociedad ha evolu-cionado hacia otros parámetros morales y él debe acomodarse a ello.

En este contexto la presencia de anuncios en las televisiones americanas de productos que tienen su origen en la explotación hu-mana en otros países tiene su continuidad lógica en el marketing in-vertido de crítica a los pesticidas que envenenan a la gente. Unas mujeres cuentan como mueren jóvenes por culpa de ellos mientras se ríen alborotadas delante de la cámara y la voz en off desgrana datos escalofriantes. Al final irónicamente, como si fuera un anuncio, se re-comienda la compra y consumo humano del pesticida asesino.

Estos son ejemplos de ironía directa en un doble discurso que no deja ninguna duda en la parodia de lo que son los anuncios de pro-

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ductos saludables en Occidente logrados a costa de la salud de los trabajadores de Oriente. El contraste entre la risa de las trabajadoras y los datos de los millones muertos por envenenamiento es siniestro. La cámara filma una actuación que provoca rechazo pues corre a car-go de las víctimas que narran de forma supuestamente divertida la explotación y violencia que se ejerce sobre ellas. Incluida la de la cla-se médica que rechaza medicar a las envenenadas quitándole impor-tancia. Ese elemento de inconsciencia que parece ayudar a sobrevivir se repite en las escenas del poblado con las declaraciones de las mu-jeres sobre sus pensiones de supervivencia: sus risas nerviosas, los niños saltando y reclamando la atención de la cámara a la que sacan la lengua. Es un adanismo envenenado. La cámara filma juegos mientras el discurso verbal va desgranando los detalles de la esclavi-tud. Nada de esto se percibe en The Act of Killing, excepto por deta-lles aislados, es como si fuera el documental de otro director, como puede comprobarse por el análisis de los textos y anuncio hechos la hablar de las estrategias icónicas.

Oppenheimer hace una referencia histórica e icónica a lo que pa-só en los años 60, a las víctimas de entonces y a los supervivientes de ahora. También a ese vecino verdugo que vive al lado de ellos y que ha mencionado en varias entrevistas. La diferencia con The Act of Killing es tanto más llamativa si se tiene en cuenta la forma como se presenta en toda su desnudez exenta de ficción. Y entonces no se produce esa fascinación del mal en el espectador sino todo lo contra-rio. Su mujer la anima entre risas a que cuente cómo mataba comu-

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nistas, cosa que él hace de una manera torpe, indicando que cortaba cuellos y los echaba a esos regatos de las plantaciones. Pero, de eso no se olvida, indicando que las órdenes venían de Suharto. La pinta que tiene el pájaro mientras se fuma el cigarro, echando de menos el vigor de la juventud perdida, no tiene nada que ver con el atildamien-to de Anwar.

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EL CINE COMO PHÁRMACON

“Creo que el cine ha sido parte de nuestra alienación. Pero creo que también lo pue-de ser de nuestro despertar”.

Quizá esta frase de Oppenheimer encierra la clave de todo su proceder en el arco de las contradicciones extremas: el cine como phármacon. Con todos sus riesgos y ambigüedades propias de los procesos de alienación. De hecho el propio Oppenheimer reconoce que la película se nutre en buena medida de las tensiones entre An-war y él: deseo de intimar pero sin traicionar a las víctimas. De acuerdo con la etimología de documental ─docere─ hay un propósito educativo en su proyecto, y ha aludido en varias ocasiones a la nece-sidad de que los jóvenes indonesios sepan lo que pasó entonces, así como los jóvenes de los años 60 del siglo pasado necesitaron que se les hablara del nazismo. Aunque el método es distinto, tan distinto que acaba incidiendo sobre los resultados de modo que surge la sos-pecha de si la fenomenología (fascinada) de la alienación no acaba siendo una prolongación de la misma. Una razón de ello quizá esté en la mezcla de estilos metódicos a los que se acoge, como son los de Resnais y Rouch y el líder de la Black Wave y mentor suyo Makave-jev.

Si Tapes es de 2003 Oppenheimer, en principio, no engaño a na-die después respecto a quién era y sus propósitos al ponerse a rodar a continuación las entrevistas a los ejecutores, y si no lo sabían los gánsteres sí que debían saberlo los políticos. Ya en la recreación de Sharman Sinaga hay un elemento llamativo y es el aburrimiento de la nieta ante tales performances, probablemente escuchadas muchas veces. Lo mismo pasa con los nietos de Anwar, no les atrae lo que ven en la pantalla, como tampoco les divierten los cuentos del pasa-do. Por otra parte, los políticos recalcan una y otra vez la diferencia entre la Indonesia de los años 60 y la de los 90 que según sus testi-monios sería ahora un paradigma reconocido en Occidente de defensa de los derechos humanos y, en ese contexto, recomienda prudencia el embajador ante los intentos de revisionismo histórico y depuración de responsabilidades (http://www.youtube.com/watch?v=1k9ae7yphTs).

El mismo Oppenheimer se ha mostrado cauto sobre el alcance de las consecuencias de la revisión histórica. Parece que, nuevamente, prevalece el deseo de comprender sobre el de juzgar. El ya mencio-

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nado vídeo del profesor Joram ten Brink enmarca The Act of Killing en un proyecto de renovación académica, universitaria, social y política. Según él, lo que les interesa es lo que pasará luego en Indonesia y, participando del optimismo de Oppenheimer, dice que después de la película nada ha sido igual. Por ello tienen proyectado entregar cáma-ras a los supervivientes para que hagan sus propias películas. Habrá, pues, una segunda película titulada The Look of Silence.

Si antes hemos visto contrastes por la temática y el método aho-ra se trataría de subrayar las filiaciones que ayuden a explicar la sin-gularidad del proyecto y su propósito de actuar como phármacon. Tanto por las declaraciones de Joran como de Oppenheimer se trata-ría de una nueva forma de hacer documental en el contexto de una trayectoria muy concreta con nombres propios y en oposición a otros modos de concebirlo. Concretamente la matriz estaría según él en Jean Rouch y su método de la recreación en el que, junto a los he-chos, se introducen los sueños y los testimonios de los entrevistados. Así, haciendo el papel de víctimas, se obtendría una mayor informa-ción que narrando la tortura de alguien. Al no haber límites entre fic-ción y documental todo ello se inscribe en el proceso de una “investi-gación”. No habría una línea separadora entre realidad y ficción como tampoco (asegura Oppenheimer) la hay en los pueblos en los que conviven asesinos y víctimas. Este es un aspecto que resulta muy problemático, ya que la convivencia física no por eso borra las distan-cias, y la asimilación a la posmoderna eliminación de fronteras entre la ficción y la realidad es más que cuestionable.

Se ha mencionado el antecedente de Rouch lo que obliga a mati-zar los tópicos en torno al cinéma vérité. Herzog es enemigo de él, Openheimer matiza. Herzog prefiere hablar del “éxtasis de la verdad” cuando estallan los hechos en la ficción mostrando una verdad más profunda, pregnante, en la imagen. A ese introducir la ficción en los hechos para lograr una verdad más profunda lo denomina “contar historias”. Sin embargo, esto no significa una narrativa lineal. Y es aquí donde interviene el montaje. En él la primera y última imagen son decisivas para lograr la complicidad del espectador, pero no se trata de una narración para comprender los hechos, lo que sucedió, sino que es preciso introducir la poesía, la imagen poética, entre los hechos y la verdad, lo que sucedió y podía haber sucedido, los dife-rentes puntos de vista en suma.

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Esto, ya sea en forma de pregunta que descoloca al entrevista-do, o una imagen surreal y absurda tiene algo más que el carácter de una interrupción, es la posibilidad de articular la historia, la narración de otra manera. Es lo que impide, no una experiencia de la película, pero sí su conceptualización. Al final, parece que la película gravita precisamente en la creación de contextos icónicos para la imagen su-rreal y absurda, fuera de texto. Desde esta perspectiva no es Kinski el abismo sino Bruno en Stroszek, en esas imágenes de los animales músicos, la gallina que baila incansable y se convierte en la imagen de lo siniestro mientras tiene lugar el suicidio de Bruno en fuera de campo. Oppenheimer menciona esa película entre sus preferidas y la inclasificable También los enanos empezaron pequeños. El compendio podría ser Lessons of Darkness, pero no tanto por la temática sino porque ahí se agudiza el método de Herzog, que es el de la empatía plasmada en una complicidad sin emoción, aspecto que le diferencia de Oppenheimer.

Documentaries are kind of a misnomer. When we say documen-tary, at the heart of the word documentary is the term “document.” We think we’re documenting a preexisting reality. But in fact, we’re not. It’s been said again and again, but the moment we bring a camera, the reality changes and if the reality is changing, what are observational documentarians of the direct cinema school — the Wisemans and the Maysles —really doing? They’re simulating — maybe by becoming incredibly intimate with their subjects or by standing back or both – a reality in which they’re not there. That can be extremely effective and gives you an illusion of an authentic reality where there’s no filmmaker and the authenticity can be genuinely authentic and that the characters interactions can be authentic, but it’s nevertheless a rather arbitrary thing to do, given that the moment you point a camera at someone, they start imagining themselves and staging themselves for your came-ra.http://moveablefest.com/moveable_fest/2013/07/act-of-killing-joshua-oppenheimer.html

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Las diferencias entre cine directo y cine ficción reviven en su ar-co más extremo las viejas disputas en torno a la cosa en sí y la apa-riencia. Parece ─dice Oppenheimer en el texto─ como si la realidad solo es auténtica (un concepto moral que pasa por ontológico) si no hay un director y que, por el contrario, la cámara y el montaje redu-cen todo a ficción y pura apariencia, convirtiéndose en simulacro, en ausencia de realidad, sustituyéndola por la historia que cuentan. He-mos visto como para Oppenheimer en la película (no en la versión expandida de los medios) la realidad en sí no existe, como tampoco los hechos, ni la historia, sino que se construye a través de las dife-rentes historias que son fragmentos, no ya de aquella como totalidad, sino de otros, es decir, de sí mismos. La empatía por la totalidad fun-ciona ahora como empatía por el fragmento. De este modo, como conceptos límite, tanto la realidad en sí como la ficción y la pura apa-riencia son poco operativos pero ineludibles cuando se trabaja con magnitudes inconmensurables como son el concepto y la imagen. Lo cierto es que los seres humanos se mueven de manera pendular, no en uno u otro, sino en los intermedios de los dos.

Cuando establece sus filiaciones Oppenheimer se refiere más a las obras de los años 60 y 70 del siglo pasado que a las de ahora. Co-rresponden a cine moderno con técnicas de las que luego se apropian los posmodernos: crítica a la ideología que destruye al individuo en nombre del ideal introduciendo la ficción en los hechos históricos. Es decir, se trataría de una crítica directa con medios indirectos. Lo que ahora se conoce como “nueva estética” aplicada a las imágenes de la historia.

La expresión de Oppenheimer de que The Act of Killing es un “documental de la imaginación”, frente al documental de hechos, no es muy correcta ya que se trataría más bien de la fantasía. En este sentido es un ejemplo de la nueva estética que introduce la ficción en el sentido de fantasía en lo real distorsionándolo, de ahí el contraste analizado con las imágenes surreales impactando en lo real, rom-piendo la continuidad de la historia con las historias. Frente a la na-rrativa continua de la ficción aquí se trata de alternar material de ar-chivo con imágenes de ficción. En ese sentido, pretende Oppenhei-mer, la ficción hace saltar lo real con una gran potencia alegórica. Ya no es cine directo sino indirecto mezclando la ironía.

El nexo de unión entre esta forma posmoderna de hacer docu-mental y la moderna de las “nuevas olas”, de las que se reconoce he-

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redera, es la imagen poética de la que derivan conceptualmente, la de la verdad poética. En el romántico juego de luz y oscuridad no se trata ya de la luz que penetra las tinieblas sino de la que surge de ellas. Son imágenes del abismo humano distorsionadas, absurdas, surrealistas, kitsch, de lo bello cercano a lo terrible, pero no a lo su-blime. El director presta su cámara al abismo para que cuente sus historias desde el punto de vista de los verdugos (que somos todos) no de las víctimas, que también somos todos. Que estas imágenes sean un phármacon, es decir, fuente de alienación y su corrección es algo que pertenece a la nueva dimensión ética y política de esa esté-tica que promueve Oppenheimer en las versiones expandidas. Y que tiene su mejor expresión en la parodia del anuncio tradicional de los productos del consumo éticamente envenenados que refleja y denun-cia a la sociedad de consumo y explotadora capitalista. En este senti-do la mención a Makavejev se hace ineludible por contraste con las de Resnais y Rouch.

Más allá de motivos concretos tomados de la obra de otros auto-res de quien se observa una influencia metódica más acusada en The Act of killing es de su “mentor” Dusan Makavejev. En particular de W.

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R. Los misterios del organismo (1971). Un montaje enloquecido in-troduce el humor y el sexo, el impacto de las teorías sobre el efecto liberador del orgasmo de Reich en las utopías totalitarias. Milena Dravic es una comunista ferviente defensora y practicante de sexo libre. El patinador ruso que ama a la humanidad es incapaz de amar al individuo, de entenderla y corresponderla, acabando decapitándola, lamentándose luego con una bella canción lírica. Tiene las manos manchadas de sangre y solo es consciente de su dolor por un asesi-

nato que no ha podido evitar.

Lo real, lo pequeño, debe ser sa-crificado al ideal. Esta película se-ría para Oppenheimer, en vez de una luz blanca, como un arcoíris que muestra la distopía de la uto-pía. La metáfora visual es toda una clave metódica. Y constituye el núcleo de la obra de Dusan Ma-kavejev tanto en su crítica al na-zismo como al estalinismo, al na-

cionalismo serbio y al capitalismo americano.

Dusan Makavejev hace en Montenegro (1985) una crítica buñue-lesca a la burguesía en la figura de una mujer que se aburre, vive una aventura con unos serbios partidarios del amor libre y la vida sin ataduras, pero acaba matando a su amante ocasional y envenenando a su familia, sin un porqué. La música pone a la película en la órbita posterior de un Kusturica de vodevil. En The Coca-Cola Kid (1981) la figura del patinador ruso es ahora la del experto americano en mar-keting de Coca Cola que trata de introducir nuevas tácticas de venta en Australia. Su rigidez se deshace en la espontaneidad de su secre-taria por la que abandona todo. Estas dos películas carecen de interés y suponen un cierto manierismo en el ejercicio del humor crítico res-pecto a las de su época de la Black Wave. Su icono Eva Ras protago-niza una de las películas más singulares de la época, Love Affair (1967). El túnel icónico con la otra “ola” se hace patente.

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Hay una secuencia antológica en la que la mujer actúa del modo más convencional como amante y cocinera sometida al hombre. Cuando se ve embarazada y le rechaza sobreviene la tragedia. Nadie lo esperaba, pero entra dentro de la lógica de una liberación política. Son historias en paralelo y al lado de imágenes de archivo asaltando iglesias aparecen las de los amantes, pero como en los Misterios del organismo, comunismo y sexo tienen poco que ver y por ello acaban mal.

En 1963 se estrena Le mépris de Godard y, más allá de juegos icónicos con desnu-dos, sí que se pone de mani-

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fiesto antes de mayo del 68 cómo hay toda una revisión del pasado desde el presente, una crítica social en las “nuevas olas” del cine muy diferente de la que se va a llevar a cabo en otras instancias desde la perspectiva del “compromiso”.

Si hay una película “moderna” que concentra todo ese espíritu hasta límites increíbles es el film maldito de Dusan Makavejev Sweet movie (1974). Aún hoy queda mucho por explorar después del “im-pacto” que produce. Es una película del exceso quizá porque es una película, como no se había visto antes, del cuerpo. Pero no de la su-perficie del cuerpo, de la mirada espiritual, sino del cuerpo desde dentro y que sale afuera provocando con todo tipo de secreciones el rechazo y disgusto del espectador. En este sentido funciona como un auténtico espejo oscuro de lo grotesco del ser humano cada vez que destruye, afirmando que construye, en nombre de un ideal llámese nazismo, comunismo, capitalismo y….el espíritu de mayo del 68. To-das las revoluciones “permanentes” quedan así estigmatizadas. En medio de los escarceos sexuales el marinero Potenkim exclama festi-vamente: “seamos realistas (camaradas), pidamos lo imposible”. Como phármacon irreverente intercala imágenes brutales de la ma-tanza del bosque de Katyn en 1940.

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Si Anwar en la película de Oppenheimer caracterizaba su película como de “muerte”, aunque, o precisamente por ello, de humor y di-vertida, aquí estamos ante uno de los antecedentes más claros y ex-tremos de ello. Es un elogio de la locura en forma de danza de la muerte que expone la insania de todas las revoluciones devoradoras de los seres humanos.

En este contexto Dusan Makavejev logra en Inocencia desprote-gida (1968) todo un compendio de estrategias de resistencia, origina-les e insólitas para la época, cuya huella no es difícil de apreciar en Oppenheimer.

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Es un documental que incorpora fragmentos de una película de igual nombre rodada en 1941 durante la ocupación alemana por el gimnasta Dragoljub Alesic, prohibida por los nazis y luego por las au-toridades yugoslavas por colaboracionista. Hay una indefinición de géneros, ya que mezcla documental y película (destacables las foto-grafías coloreadas por Makavejek), en una recreación que incorpora los testimonios de los actores supervivientes, la situación de Serbia, mezclada con documentos de archivos sobre las perfomances gim-násticas de Alesic y la propaganda nazi del momento. La estrategia del túnel de las imágenes está ya aquí pero, a diferencia de lo que ocurre en Angelopoulos con La mirada de Ulises, no hay nostalgia de lo originario al buscar y encontrar la primera película serbia moderna. Simplemente la incorpora, como hicieron las “nuevas olas” con el cine anterior, creando su propia mitología. Ese túnel de imágenes se lleva a cabo mediante el método de las entrevistas al director y a los acto-res que constatan que todo ha cambiado, menos ellos.

La influencia de Makavejek es perceptible en la versión corta y larga de la película de Oppenheimer, sin embargo parecería como si Rouch y Resnais se acomodaran mejor a lo que dice haber hecho en la expandida de las redes sociales. Explícitamente se refiere al docu-mental de Rouch Moi, un noir (1958), película seminal de la Nouvelle vague, en particular de Godard y su À bout de souffle (1960).

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Aquí está la metáfora del cine como un espejo oscuro de la reali-dad, de los personajes, del espectador. Es una auténtica “guía de complejos” por la pasión de comprender en el pleno sentido de la pa-labra, no solo por los destinatarios, sino porque entra en juego el sentimiento y el entendimiento, pero manteniendo las distancias de la voz en off omnipresente. Que esta película propicie un autodescubri-miento de Oumarou resulta paradójico, manteniendo hasta el final, a pesar de constatar una y otra vez que “la vida es complicada”, su desdoblamiento como Eduard G. Robinson, el paradigma de los gáns-teres hollywoodienses. Durante el día trabaja en lo que sale para conseguir los 20 francos que cuesta su comida. Llegado el fin de se-mana, el baile, la obsesión con las mujeres y la bebida consumen el tiempo hasta que llega la amarga realidad del lunes en el que nada ha cambiado. Rouch mete al final una reflexión del protagonista sobre su participación ─real o fingida─ en las guerras de Indochina para concluir, en medio de una performance de sus hazañas guerreras, que todo ha sido por nada, que mejor sería volverse a casa. Aunque, quizá, las cosas puedan cambiar y siempre queda la amistad del Petit Touré, Eddie Constantine y Tarzán, nombres de sueños, esperanzas, realidades. Rouch les ha propuesto hacer una película donde ellos sean los protagonistas explicando su vida. Evidentemente actúan an-

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te la cámara hasta el final pero, a través de ese viaje de la vida de otros, el espectador de entonces y ahora tiene una mirada privilegia-da sobre el momento colonial de Francia en Costa de Marfil.

La alienación tiene una forma biológica plasmada culturalmente: ser uno mismo significa pasarse la vida queriendo ser otro. La ficción y el ideal son parte del mecanismo compensatorio de la vida, modos de supervivencia y de excelencia. Ponemos continuamente ejemplos porque nos pasamos la vida buscándolos en una mezcla, a veces le-tal, entre el ejemplo y lo ejemplar, en la confusión entre estética y ética. Son los riesgos del comprender.

Oppenheimer ha tomado de Rouch, no tanto o solo la mezcla de realidad y ficción de la última parte, como el método de convertir en el pleno sentido de la palabra en actores, en máscaras, a los prota-

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gonistas encontrados y elegidos, que hacen de sí mismos. Creen am-bos que se llega mucho mejor a sus vidas permitiéndoles que se diri-jan a la cámara y muestren una vida hecha de amargas realidades de pobreza y trabajo explotado y dulces sueños del amor de las mujeres, una mezcla de realidad y ficción cuya única salida de libertad está en los gánsteres de la pantalla en los que se proyectan. La complicidad de Rouch con los jóvenes nigerianos desempleados es la base del do-cumental, como lo será la de Oppenheimer con Anwar: están reali-zando su película. Pero ambos saben en la de Rouch (no así tanto en la de Oppenheimer) que es la película del director que actúa y teoriza como si fuera la de ellos, destacando la “espontaneidad” y su iniciati-va frente a la cámara (no con la cámara, como en la de Oppenhei-mer)

Sin embargo, este método requiere algunos matices especial-mente cuando se analiza el programa expuesto por Rouch al comien-zo de La pirámide humana (1961). La película es una muestra es-pléndida de la verdadera “gran belleza”, de la belleza imperfecta. Una ficción fantástica de Rouch sobre el drama y la tragedia que provoca inconscientemente el “alma bella”, amorosa de todos e incapaz de amar a nadie, de experimentar lo que es el amor. Nadine es la ficción del “alma bella” caleidoscopio de todos los conflictos.

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La película se abre con una palabra que es una definición: expe-rimento. No se trata de reproducir, cámara de 16 en ristre, lo que se ve sino de experimentar para lograr unas experiencias que consisten, no solo en saber más, sino en ser más, al menos de otra manera. Es-tas dos palabras, experiencia a través del experimento, son el núcleo de las diversas modernidades. Un tipo de “cine verdad” en el que de tal modo se introduce la ficción en la realidad que ya no se sabe lo que se ve ya que las vidas mismas están hechas de los dos. Con una diferencia, y es la cuestión de los límites: la modernidad funde, la posmodernidad confunde.

En el documental se vuelve sobre ello poniendo otra vez en cuestión la pertinencia de las disquisiciones conceptuales en torno a estos temas. La película, declara Rouch, no refleja una realidad sino que la construye y, en ese sentido, es un experimento. Frente a lo que podrían ser críticas de fake al estilo Escuela de Frankfurt, Rouch no tiene reparo en parar, dirigirse él mismo al espectador, y plantear-se lo que podría una continuación de la película si se introduce la va-riable de la tragedia. A partir de entonces tiene lugar el como si del experimento que en última secuencia sedimenta la experiencia. Las

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imágenes primeras y finales de The Act of Killing confunden sobre la naturaleza del experimento y el resultado de la experiencia.

El experimento de las relaciones entre jóvenes europeos y afri-canos parece peligrar y, sin embargo, es reconducido hacia un final que puede resultar edificante pero congruente en las películas-novelas de formación. Cuando los jóvenes se ven en el playback de la película descubren aspectos que ignoraban, obtienen imágenes des-conocidas de sí mismos a través de los ojos de los otros. Hay una ca-pacidad de contraste y, por tanto, de decisión. No se queda en un mero espejo oscuro narcisista que refleja el supuesto malestar de los espectadores. Y así la ficción se convierte en realidad. Concluido el experimento se hacen amigos paseando por Paris como si fueran per-sonajes de las películas de la Nouvelle Vague. Rouch, al construir con ellos una historia, ha intentado mostrar que la historia está por hacer y que depende de ellos (nosotros). Se trata, pues, de contar historias para hacer historia, no solo para apropiársela en un incesante discur-so sobre la historia sin haber pasado por ella.

Rouch concluye que lo importante es lo que hay en torno a la cámara, no el director ni la película en sí misma. Esta afirmación de-

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be tomarse en el contexto aludido. No solo el director no desaparece sino que es la pieza fundamental, ya que es él quien elige el tema, los personajes, instruye a Nadine sobre los procedimientos y objeti-vos, está presente conduciendo la acción en figura y voz en off y aca-ba planteando un final alternativo.

Desde Vertov el cine ojo es un cine de edición en nombre del ob-jetivo, del rodaje, de la objetividad. El hombre de la cámara es el hombre con la cámara devenido el hombre del montaje pues el de-mostrar del mostrar es siempre el montaje. Pero, nuevamente, está el gran tema moderno de los límites, ese punto en el que la estética de la violencia se convierte, confunde, en violencia estetizada. Y este es el problema del método de las recreaciones, el del documental y/o película como historia contrafactual en el que se ficcionaliza y virtuali-

"Tenemos un tópico sobre Hitler, siempre el mismo: el monstruo que permite que nos sintamos seguros. Yo mismo he admitido esa imagen de Hitler demasiado tiempo. Pero no basta con ella. Hitler ejercía una verdadera fascinación. Si tantos le ayudaron a cometer sus crímenes fue porque él les gustaba. No se elige a un loco. Se elige a uno que atrae o al que se encuentra admirable. Presentarlo como un monstruo equivale a tomar a sus electores por idiotas. Y eso hace que nos sinta-mos seguros. Se dice que hoy somos más espabilados. Nunca se elegiría a un loco o a un payaso. ¡Pero en aquella época la gente era tan espabi-lada como nosotros! Eso es lo doloroso...Se dice a menudo que si vol-viese un nuevo Hitler sería fácil pararle los pies. He intentado mostrar, por el contrario, que incluso hoy en día Hitler tendría una posibilidad de triunfar, solo que de otra manera".[…]

“Me presentan a mí y se inspiran ampliamente en los carteles de anta-ño. De ese modo llaman más la atención que con todos esos caracteres de imprenta de hoy, por muy sofisticados que sean, dice Sawatzki, y tiene razón. También ha propuesto una nueva divisa, que campea al pie de todos los carteles como elemento de unión. Evoca viejos méritos, viejas dudas, y tiene además un aire entre humorístico y conciliador con el que se puede ganar para el bando propio a los votantes de esos Piratas y de otros grupos jóvenes.

El eslogan reza así: «No todo fue malo». Con eso se puede trabajar” (Timur Vermes. Ha vuelto).

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za la historia en las versiones fílmicas sin dejar de llamar la atención sobre las consecuencias de la historia factual en la versión expandida. Este juego fílmico de la ironía, el humor, la diversión, se desarrolla en los límites entre el fascismo posmoderno y el posfascismo posmo-derno. Quizá fuera más operativo que ficcionalizar en términos de historia contrafactual qué pasaría si los nazis hubieran ganado el constatar en clave de historia factual lo que está pasando ahora que han vuelto en nuestras democracias, haciéndose patente a través de la “fascinación” de sus imágenes resultado de la necesidad de “empa-tizar” con ellos para comprenderlos.

El límite como phármacon está ahí, precisa y paradójicamente, en el documental de Alain Resnais Nuit et Brouillard (1955) al que se remite Oppenheimer como fuente de inspiración. El título “Noche y niebla” es tan importante como las imágenes que se muestran para establecer el contexto histórico pasado y presente.

Aquí la voz en off lo dirige todo, narra y selecciona imágenes en torno a un argumento. No es el director ausente. Cuando aparece la imagen del roble de Goethe en Buchenwald, respetado pero rodeado por los bloques, tenemos el ejemplo de una imagen de lo que hay sin simulaciones, capaz de una visibilidad mayor que la de hacer visible algo invisible introduciendo la ficción de la nueva estética. Las cosas han cambiado poco y el director nazi del campo de concentración afirma que no conocía nada de lo que allí se hacía. Los dos temas, responsabilidad y culpabilidad, que han aparecido con tanta frecuen-cia en el libro, están ya ahí: nadie es responsable y menos culpable. Y también el de la responsabilidad estética para con las imágenes, las presentes y las ausentes. Frente a la propuesta de Oppenheimer, no de imágenes directas, sino de simulaciones en nombre de que todo, incluso la imagen directa, es simulación, hay imágenes de quienes no recrean ni actúan ante la cámara porque ya están muertos. Pocas

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imágenes hay más espeluznantes que las de esos cuerpos en desma-dejado movimiento, empujados por la pala excavadora que los arroja a lo fosa apilándolos, sepultándolos, olvidándolos.

No “todo documento de cultura es un documento de barbarie”, ya que significaría admitir que la cultura era, es, suya. Hay que evi-tar, por muy “fascinantes” que resulten, ese tipo de simplificaciones oraculares pasto de hermeneutas. El título del documental de Resnais parece extensivo a lo ocurrido en todos los campos de concentración. Pero quizá fuera más operativo restringirlo, en su sentido histórico, para hacerlo icónicamente más amplio, que llegue hasta ahora. Antes de la conferencia del Wannsee de 1942 en la que se puso en marcha la “Solución final”, en 1941 Hitler firma el decreto conocido como “Nacht und Nebel” para castigar los actos de resistencia en los terri-torios ocupados. En los uniformes de los prisioneros se cosen las le-tras NN con las que se distinguen en los campos: son detenidos en la noche y en la niebla, y hacia allí son llevados, y desaparecen. Su dis-tintivo ya no es la tortura, ni siquiera la aniquilación, simplemente no existen, no hay actas, informes de su detención, no se entregan sus cadáveres cuando mueren porque no han existido.

La expresión “Noche y niebla” es tomada de un canto de la ópera de Wagner El oro del Nibelungo. Alberico se pone el yelmo encubridor y pronuncia la fórmula mágica: “Nacht und Nebel, niemand gleich”. Ya no hay nadie, solo una columna de niebla o de polvo como en S21 de Rithy Panh. Es imposible aquí la memoria histórica porque no exis-tieron, es decir, no quedan documentos, imágenes. O sí. La respon-sabilidad del montaje no alcanza solo a la memoria selectiva de las imágenes presentes sino todavía más de las ausentes, de los que fal-tan, condenados otra vez a una no existencia. Esta es la verdadera alienación.