entrevista al papa francisco 01-10-2013

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En español, íntegra la entrevista de La Repubblica al Papa Francisco En español, íntegra la entrevista de La Repubblica al Papa Francisco Una Iglesia misionera y pobre Coloquio entre el Papa Francisco y el periodista y político italiano Eugenio Scalfari, publicado en el diario «La Repubblica» (1-10-2013) Me dice el Papa Francisco: «Los males más graves que afligen al mundo en estos años son el desempleo de los jóvenes y la soledad en la que se deja a los ancianos. Los ancianos necesitan cuidados y compañía; los jóvenes, trabajo y esperanza, pero carecen de uno y de otra, y lo malo es que no los buscan ya. Han quedado aplastados contra el presente. Dígame usted: ¿Se puede vivir aplastado contra el presente? ¿Sin memoria del pasado y sin el deseo de proyectarse hacia el futuro construyendo un proyecto, un porvenir, una familia? ¿Es posible seguir así? Este, a mi modo de ver, es el problema más urgente que la Iglesia tiene ante sí». –Santidad –le digo–: es un problema principalmente político y económico; atañe a los Estados, a los gobiernos, a los partidos, a los sindicatos. –«Desde luego, usted tiene razón, pero también atañe a la Iglesia, es más, sobre todo a la Iglesia, porque esta situación no solo hiere a los cuerpos, sino también a las almas. Y la Iglesia debe sentirse responsable tanto de las almas como de los cuerpos». –Santidad: Usted dice que la Iglesia debe sentirse responsable. ¿Tengo que deducir de ello que la Iglesia no es

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Page 1: Entrevista Al Papa Francisco 01-10-2013

En español, íntegra la entrevista de La Repubblica al Papa FranciscoEn español, íntegra la entrevista de La Repubblica al Papa Francisco

Una Iglesia misionera y pobre

Coloquio entre el Papa Francisco y el periodista y político italiano Eugenio Scalfari, publicado en el diario «La Repubblica» (1-10-2013)

Me dice el Papa Francisco: «Los males más graves que afligen al mundo en estos años son el desempleo de los jóvenes y la soledad en la que se deja a los ancianos. Los ancianos necesitan cuidados y compañía; los jóvenes, trabajo y esperanza, pero carecen de uno y de otra, y lo malo es que  no los buscan ya. Han quedado aplastados contra el presente. Dígame usted: ¿Se puede vivir aplastado contra el presente? ¿Sin memoria del pasado y sin el deseo de proyectarse hacia el futuro construyendo un proyecto, un porvenir, una familia? ¿Es posible seguir así? Este, a mi modo de ver, es el problema más urgente que la Iglesia tiene ante sí».

–Santidad –le digo–: es un problema principalmente político y económico; atañe a los Estados, a los gobiernos, a los partidos, a los sindicatos.

–«Desde luego, usted tiene razón, pero también atañe a la Iglesia, es más, sobre todo a la Iglesia, porque esta situación no solo hiere a los cuerpos, sino también a las almas. Y la Iglesia debe sentirse responsable tanto de las almas como de los cuerpos».

–Santidad: Usted dice que la Iglesia debe sentirse responsable. ¿Tengo que deducir de ello que la Iglesia no es consciente de este problema y que usted la anima en ese sentido?

–«En gran medida, esa toma de conciencia existe, pero no es suficiente. Yo deseo que haya más. No es este el único problema al que nos enfrentamos, pero es el más urgente y el más dramático».

Mi encuentro con el Papa Francisco tuvo lugar el pasado martes en su residencia de Santa Marta, en un cuartito desnudo: una mesa y cinco o seis sillas, y un cuadro colgado en la pared. Lo había precedido una llamada telefónica que no olvidaré mientras viva.

Son las dos y media de la tarde. Suena mi teléfono, y la voz bastante agitada de mi secretaria me dice: «Tengo al Papa al otro lado del teléfono; se lo paso inmediatamente».

Me quedo pasmado, mientras ya la voz de Su Santidad, al otro lado del hilo telefónico, dice: «Buenas tardes; soy el Papa Francisco». «Buenas tardes, Santidad», digo yo, y añado: «Estoy desconcertado: no esperaba que me llamara». «¿Por qué desconcertado? Usted me escribió una carta en la que pedía conocerme personalmente. Yo deseaba lo mismo y, por lo

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tanto, aquí estoy para que fijemos la cita. Veamos mi agenda: el miércoles no puedo y el lunes tampoco. ¿Le vendría bien el martes?». Contesto: «Perfectamente». «El horario es algo incómodo: ¿le viene bien a las 3 de la tarde? Si no, cambiamos de día». «Santidad, también la hora es perfecta». «Entonces, quedamos de acuerdo: el martes 24 a las 3 de la tarde. En Santa Marta. Deberá entrar por la puerta del Santo Oficio». No sé como terminar esta conversación telefónica, y me dejo llevar, diciéndole: «¿Puedo darle un abrazo por teléfono?». «Desde luego: yo también se lo doy a usted. Ya nos lo daremos personalmente. Hasta pronto».

Ahora estoy aquí. El Papa entra y me da la mano; nos sentamos. El Papa sonríe y me dice: «Alguno de mis colaboradores, que lo conoce a usted, me ha dicho que intentará convertirme».

Es una humorada –le contesto–. También mis amigos piensan que es usted quien quiere convertirme a mí.

Sonríe de nuevo y responde: «El proselitismo es una solemne tontería; no tiene sentido. Hay que conocerse, escucharse y hacer que crezca el conocimiento del mundo que nos rodea. A mí me pasa que, después de un encuentro, tengo ganas de tener otro, porque nacen nuevas ideas y se descubren necesidades nuevas. Esto es importante: conocerse, escucharse, ampliar el círculo de los propios pensamientos. El mundo está surcado por caminos que acercan y alejan, pero lo importante es que lleven hacia el Bien».

–Santidad: ¿Existe una visión única del Bien? ¿Y quién la establece?

–«Cada uno de nosotros tiene una visión propia del Bien, y también del Mal. Nosotros tenemos que animarlo a que proceda hacia lo que él cree que es el Bien».

Usted, Santidad, lo había escrito ya en la carta que me dirigió. La conciencia es autónoma –había dicho–, y cada uno debe obedecer a su propia conciencia. Creo que es una de las frases más valientes dichas por un Papa.

–«Y lo repito aquí. Cada uno tiene su idea del Bien y del Mal, y debe optar por seguir al Bien y combatir al Mal tal como él los concibe. Bastaría con eso para que el mundo mejorase».

–¿La Iglesia lo está haciendo?

–Sí: nuestras misiones tienen el objetivo de individuar las necesidades materiales e inmateriales de las personas  y de intentar satisfacerlas como podamos. ¿Sabe usted lo que es el agapé?».

–Sí, lo sé.

–«Es el amor a los demás, tal como el Señor lo predicó. No es proselitismo; es amor. Amor al prójimo, levadura que sirve al bien común».

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Ama a tu prójimo como a ti mismo.

–«Exactamente; así es».

–Jesús, en su predicación, dijo que el agapé, el amor a los demás, es la única forma de amar a Dios. Corríjame si me equivoco.

–«No se equivoca. El Hijo de Dios se encarnó para infundir en el alma de los hombres el sentimiento de la hermandad. Todos hermanos y todos hijos de Dios, Abba, como él llamaba al Padre. Yo os trazo el camino, decía. Seguidme a mí y encontraréis al Padre,   y seréis todos hijos suyos y él se complacerá en vosotros. El agapé, el amor de cada uno de nosotros para con todos los demás, desde los más cercanos hasta los más alejados, es, precisamente, la única manera que Jesús nos ha indicado para encontrar el camino de la salvación y de las Bienaventuranzas».

Sin embargo, la exhortación de Jesús –lo hemos recordado antes– es que el amor al prójimo sea igual al que abrigamos por nosotros mismos. Por lo tanto, lo que muchos llaman narcisismo es reconocido como válido, positivo, en la misma medida que el otro.

–Hemos discutido largamente este aspecto. «A mí –decía el Papa– la palabra narcisismo no me gusta: indica un amor desmedido hacia uno mismo, y eso no está bien; puede producir daños graves no solo en el alma de quien está aquejado de él, sino también en su relación con los demás, con la sociedad en la que vive. El verdadero inconveniente es que los más afectados por esto –que es, en realidad, una especie de trastorno mental– son personas que tienen mucho poder. A menudo los jefes son narcisistas».

–También muchos jefes de la Iglesia lo han sido.

–«¿Sabe lo que pienso a este respecto? A menudo, los jefes de la iglesia han sido unos narcisistas, lisonjeados y jaleados de mala manera por sus cortesanos. La corte es la lepra del Papado».

–«La lepra del Papado», palabras textuales suyas. Pero ¿cuál es la corte? ¿Alude tal vez a la Curia? –he preguntado–.

–«No; en la Curia hay a veces cortesanos, pero la Curia en su totalidad es otra cosa. Es lo que en los ejércitos se llama la intendencia: gestiona los servicios que sirven a la Santa Sede. Pero tiene un defecto: es vaticanocéntrica. Ve y atiende los intereses del Vaticano, que son todavía, en gran parte, intereses temporales. Esta visión vaticanocéntrica descuida al mundo que nos rodea. No comparto esta visión, y haré todo lo que pueda por cambiarla. La Iglesia es –o tiene que volver a ser– una comunidad del Pueblo de Dios, y los presbíteros, los párrocos, los obispos con cura de almas, están al servicio del Pueblo de Dios. Esto es la Iglesia, una palabra que no por casualidad difiere de la Santa Sede, que tiene una función importante, pero que está al servicio de la Iglesia. Yo no podría tener plena fe en Dios y en su Hijo si no me hubiera formado en la Iglesia, y tuve la suerte de

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hallarme, en la Argentina, en una comunidad sin la cual no habría tomado conciencia de mí ni de mi fe».

–¿Usted sintió su vocación ya desde joven?

–«No, no era jovencísimo. Según mi familia, tenía que dedicarme a otro oficio, trabajar, ganar algún dinero. Fui a la universidad. Tuve también a una profesora por la que concebí respeto y amistad; era una comunista ferviente. A menudo me leía y me daba para leer textos del Partido Comunista. Así   conocí también esa concepción muy materialista. Recuerdo que me pasó también el comunicado de los comunistas estadounidenses en defensa de los Rosenberg, que habían sido condenados a muerte. Más tarde, la mujer de la que le hablo fue detenida, torturada y asesinada por el régimen dictatorial que a la sazón gobernaba en la Argentina».

–¿El comunismo lo sedujo?

–«Su materialismo no hizo en absoluto presa en mí. Pero conocerlo a través de una persona valiente y honrada me resultó útil: comprendí algunas cosas, un aspecto de lo social, que después volví a encontrar en la Doctrina Social de la Iglesia».

–La teología de la liberación, que el Papa Wojtyla condenó, estaba bastante presente en América Latina.

–«Sí; muchos de sus exponentes eran argentinos».

–¿Piensa usted que fue justo que el Papa se opusiera a ellos?

–«Ciertamente daban una secuela política a su teología, pero muchos de ellos eran creyentes y tenían un concepto elevado de humanidad».

–Santidad: ¿Me permite que le diga yo también algo sobre mi formación cultural? —Fui educado por una madre muy católica. A los 12 años, incluso gané un concurso de catecismo entre todas las parroquias de Roma, y recibí un premio del Vicariato. Comulgaba cada primer viernes de mes; en fin: practicaba la liturgia y creía. Pero todo cambió cuando ingresé en el bachillerato superior. Leí, entre otros textos de filosofía que estudiábamos, el Discurso del método, de Descartes, y me impactó la frase –que se ha convertido ya en un icono– «Pienso, luego existo». El yo se convirtió así en la base de la existencia humana, en la sede autónoma del pensamiento.

–«Sin embargo, Descartes jamás renegó de la fe en el Dios trascendente».

–Es verdad, pero había puesto las bases de una visión completamente distinta, y sucedió que me encaminé por aquel itinerario, que después, corroborado por otras lecturas, me ha llevado a la orilla opuesta.

 

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–«Sin embargo, usted, si he entendido bien, es un no creyente, pero no un anticlerical. Son dos cosas muy distintas».

–Es verdad: no soy anticlerical, pero me vuelvo tal cuando me topo con un clerical.

–Él sonríe y me dice: «También me pasa a mí: cuando tengo frente a mí a un clerical, de repente me vuelvo anticlerical. El clericalismo no debería tener nada que ver con el cristianismo. San Pablo, que fue el primero que habló a los gentiles, a los paganos, a los creyentes en otras religiones, fue el primero que nos lo enseñó».

–¿Puedo preguntarle, Santidad, cuáles son los santos que siente más cercanos a su alma y en los que se ha forjado su experiencia religiosa?

–San Pablo es el que puso los ejes de nuestra religión y de nuestro credo. Uno no puede ser un cristiano consciente sin San Pablo. Tradujo la predicación de Cristo en una estructura doctrinal que, si bien ha contado con las actualizaciones de una inmensa cantidad de pensadores, de teólogos, de pastores de almas, ha resistido y sigue resistiendo desde hace dos mil años. Y después, Agustín, Benito y Tomás e Ignacio. Y, naturalmente, Francisco. ¿He de explicarle el porqué?».

–Francisco –permítaseme, llegado a este punto, que llame así al Papa, porque es él mismo quien te lo sugiere con su forma de hablar, con su forma de sonreír, con sus exclamaciones de sorpresa o de complicidad– me mira,  como para animarme a plantearle incluso las preguntas más espinosas y más embarazosas para quien dirige la Iglesia. Por eso le pregunto:

–De Pablo ha explicado su importancia y la función que desempeñó, pero quisiera saber qué santo, entre los que ha nombrado, siente más cercano a su alma.

–«Me pide usted una clasificación, pero las clasificaciones se pueden hacer al hablar de deporte o de cosas análogas. Podría decirle los nombres de los mejores futbolistas de la Argentina. Pero los santos…».

–Se dice: «Bromea con los soldados de a pie…», ¿conoce el refrán? (*)

–«En efecto. Sin embargo, no quiero eludir su pregunta, porque usted no me ha pedido una clasificación sobre su importancia cultural o religiosa, sino que me ha preguntado quiénes están más cerca de mi alma. Entonces le diré: Agustín y Francisco».

–¿No Ignacio, de cuya orden procede usted?

–«A Ignacio, por razones comprensibles, lo conozco más que a los demás. Fundó nuestra orden. Le recuerdo que de esta orden procedía también Carlo Maria Martini, muy querido por mí y también por usted. Los jesuitas fueron y siguen siendo la levadura –no la única, pero tal vez la más eficaz– de la catolicidad: cultura, enseñanza, testimonio misionero,

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fidelidad al Pontífice. Pero Ignacio, que fundó la Compañía, era también un reformador y un místico. Sobre todo un místico».

–¿Y cree usted que los místicos han sido importantes para la Iglesia?

–«Han sido fundamentales. Una religión sin místicos es una filosofía».

–¿Usted tiene una vocación mística?

–«¿A usted qué le parece?».

–A mí me parece que no.

–«Probablemente tenga razón. Adoro a los místicos: también Francisco, en muchos aspectos de su vida, lo fue, pero yo no creo tener esa vocación, y además hay que ponerse de acuerdo sobre el significado profundo de esa palabra. El místico logra despojarse de la acción, de los hechos, de los objetivos y hasta de la pastoralidad misionera, y se eleva hasta alcanzar la comunión con las Bienaventuranzas. Son breves momentos que, sin embargo, llenan toda una vida».

–¿A usted le ha pasado alguna vez?

–«Raramente. Por ejemplo, cuando el Cónclave me eligió Papa. Antes de la aceptación, pedí poder retirarme durante unos minutos a la sala contigua a la que tiene el balcón que da a la plaza. Tenía la cabeza completamente vacía, y una gran ansiedad me había invadido. Para que se me pasara y me relajara, cerré los ojos, y desapareció todo pensamiento, incluso el de negarme a aceptar el cargo, lo que, por otra parte, el procedimiento litúrgico permite hacer. Cerré los ojos, y no sentí ya ninguna ansiedad o emotividad. En un determinado momento, una gran luz me invadió: duró un instante, pero a mí me pareció larguísimo. Después la luz se desvaneció; me levanté de golpe y me dirigí a la sala en la que me esperaban los cardenales y la mesa en la que estaba el acta de aceptación. La firmé, el cardenal camarlengo la refrendó, y después en el balcón hubo el “Habemus Papam”».

Permanecimos un rato callados, y después dije:

 –Hablábamos de los santos que usted siente más cercanos a su alma, y nos habíamos quedado en Agustín. ¿Quiere  decirme por qué lo siente tan cercano a usted?

–«También mi predecesor tiene a Agustín como punto de referencia. Aquel santo atravesó por muchos avatares a lo largo de su vida, y cambió varias veces de posición doctrinal. Tuvo también palabras muy duras para con los judíos, palabras que nunca he compartido. Escribió muchos libros, y el que parece revelar más su intimidad intelectual y espiritual son las Confesiones, que contienen también algunas manifestaciones de misticismo; pero no es en modo alguno –como, por el contrario, muchos sostienen– el continuador de Pablo. Es más: ve a la Iglesia y a la fe de manera profundamente distinta a la de Pablo, tal vez también porque habían pasado cuatro siglos entre uno y otro».

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–¿Cuál es la diferencia, Santidad?

–«Para mí, estriba en dos aspectos sustanciales. Agustín se siente impotente frente la inmensidad de Dios y ante las tareas que un cristiano y un obispo deberían cumplir. Y sin embargo no fue en absoluto impotente, pero su alma se sentía siempre y en toda ocasión inferior a lo que quería y debía hacer. Y, después, la gracia dispensada por el Señor como elemento que fundamenta la fe, la vida, el sentido de la vida. Quien no ha sido tocado por la gracia puede ser una persona sin miedo y sin mancha, como suele decirse, pero no será nunca igual que una persona tocada por la gracia. Esta es la intuición de Agustín».

 –¿Usted se siente tocado por la gracia?

–«Eso, nadie puede saberlo. La gracia no forma parte de la conciencia: es la cantidad de luz que tenemos en el alma, no de sabiduría, ni de razón. Usted también, sin sospecharlo lo más mínimo, podría estar tocado por la gracia».

–¿Sin fe? ¿Un no creyente?

–«La gracia atañe al alma».

–Yo no creo en el alma.

–«No cree en ella, pero la tiene».

–Santidad: Habíamos quedado en que usted no tenía ninguna intención de convertirme, y creo que no lo lograría.

–«Eso, nadie lo sabe, pero, de todas formas, no tengo ninguna intención de hacerlo».

–¿Y Francisco?

–«Es grandísimo porque es de todo. Hombre que quiere hacer, que quiere construir; funda una orden con sus reglas, es itinerante y misionero, es poeta y profeta, es místico; experimentó en sí mismo el mal y se libró de él; ama la naturaleza, a los animales, la brizna de hierba del prado y los pájaros que vuelan en el cielo, pero ama, sobre todo, a las personas, a los niños, a los ancianos, a las mujeres. Es el ejemplo más luminoso de ese agapé del que hablábamos antes».

–Tiene razón, Santidad: su descripción es perfecta. Pero ¿por qué ninguno de sus antecesores ha escogido nunca ese nombre? Y, a mi modo de ver, después de usted nadie más lo escogerá.

–«Esto no lo sabemos: no hipotequemos el futuro. Es verdad que antes de mí nadie lo escogió. Afrontamos aquí el problema de todos los problemas. ¿Desea beber algo?».

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Gracias, tal vez un vaso de agua.

Se levanta, abre la puerta y le ruega a un colaborador que está en la entrada que traiga dos vasos de agua. Me pregunta si quiero un café, y respondo que no. Llega el agua. Al final de nuestra conversación, mi vaso estará vacío, pero el suyo permanecerá lleno. Se aclara la garganta y empieza.

 –«Francisco quería una orden mendicante y también itinerante. Misioneros que procuraran encontrar a los demás, escuchar, dialogar, ayudar, difundir fe y amor. Sobre todo, amor. Y anhelaba una Iglesia pobre que cuidara de los demás, que recibiera ayuda material y la utilizara para sustentar a los demás, sin ninguna preocupación por sí misma. Desde entonces han pasado 800 años, y los tiempos han cambiado mucho, pero el ideal de una Iglesia misionera y pobre sigue teniendo plena validez. Se mire como se mire, esa fue la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos».

–Ustedes, los cristianos, son ahora una minoría. Hasta en Italia, a la que se la define como «el jardín del Papa», los católicos practicantes estarían, según algunas encuestas, entre el 8% y el 15%. Los católicos que dicen ser tales, pero que en la práctica lo son bastante poco, constituyen un 20%. En el mundo  hay mil millones de católicos o incluso más, y junto con las demás Iglesias cristianas superan los mil quinientos millones, pero en nuestro planeta viven entre seis y siete mil millones de personas. Desde luego, son ustedes muchos, especialmente en África y en América latina, pero no dejan de ser minorías.

–«Siempre lo hemos sido, pero el asunto de hoy no es este. Personalmente, pienso que ser una minoría es, incluso, una fuerza. Hemos de ser levadura de vida y de amor, y la levadura constituye una cantidad infinitamente más pequeña que la masa de frutos, de flores y de árboles que nacen de esa levadura. Creo que ya he dicho antes que nuestro objetivo no es el proselitismo, sino la escucha de las necesidades, de los deseos, de las desilusiones, de la desesperación, de la esperanza. Tenemos que devolver esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir hacia el futuro, difundir el amor. Pobres entre los pobres. Tenemos que incluir a los excluidos y predicar la paz. El Vaticano II, inspirado por el Papa Juan y por Pablo VI, decidió mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna. Los Padres conciliares sabían que abrirse a la cultura moderna significaba ecumenismo religioso y diálogo con los no creyentes. Desde entonces se ha hecho muy poco en esta dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de querer hacerlo».

También porque –me permito añadir– la sociedad moderna, en todo el planeta, atraviesa por un momento de crisis profunda, y no solo económica, sino social y espiritual. Al inicio de nuestro encuentro, usted ha descrito a una generación aplastada contra el presente. También los no creyentes padecemos este sufrimiento casi antropológico. Por eso queremos dialogar con los creyentes y con quien mejor los representa.

–«Yo no sé si soy el que mejor los representa, pero la Providencia me ha puesto al mando de la Iglesia y de la diócesis de Pedro. Haré cuanto esté en mi mano para cumplir el mandato que me ha sido encomendado».

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Jesús, como usted ha recordado, dijo: Ama a tu prójimo como a ti mismo. ¿Cree usted que esto se ha hecho realidad?

–«Por desgracia, no. El egoísmo ha aumentado, y el amor hacia los demás ha disminuido».

–Este es, pues, el objetivo que nos aúna: equiparar, por lo menos, la intensidad de estos dos tipos de amor. ¿Su Iglesia está dispuesta y equipada para desempeñar esta tarea?

–«¿Usted qué cree?».

–Creo que el amor al poder temporal es aún muy fuerte entre las paredes del Vaticano y en la estructura institucional de toda la Iglesia. Creo que la institución prevalece sobre esa Iglesia pobre y misionera que usted desearía.

–«En efecto, así están las cosas, y en esta materia no pueden hacerse milagros. Le recuerdo que también Francisco, en su época, tuvo que negociar  largo tiempo con la jerarquía romana y con el Papa para ver reconocidas las reglas de su orden. Al final, obtuvo la aprobación, pero con cambios y transacciones de hondo calado».

–¿Tendrá usted que seguir el mismo camino?

–«Desde luego, no soy Francisco de Asís, y carezco de su fuerza y de su santidad. Pero soy el Obispo de Roma y el Papa de la catolicidad. He decidido, como primera medida, nombrar a un grupo de ocho cardenales que formen mi consejo: no cortesanos, sino personas sabias y animadas por mis mismos sentimientos. Este es el inicio de esa Iglesia con una organización no solo vertical, sino también horizontal. Cuando el cardenal Martini hablaba de ella, haciendo hincapié en los concilios y en los sínodos, sabía muy bien lo largo y difícil que es el camino que hay que recorrer en esa dirección. Con prudencia, pero con firmeza y tenacidad».

–¿Y la política?

–«¿Por qué me lo pregunta? Ya he dicho que la Iglesia no se ocupará de política».

Pero, precisamente hace solo unos días, hizo usted un llamamiento a los católicos para que se comprometan en lo civil y en lo político.

–«No me dirigí solo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad. Dije que la política es la primera de las actividades civiles y tiene un campo de acción propio que no es el de la religión. Las instituciones políticas son laicas por definición y actúan en esferas independientes. Esto lo han dicho todos mis antecesores, por lo menos desde hace muchos años, si bien con acentos distintos. Yo creo que los católicos comprometidos con la política llevan en sí los valores de la religión, pero también una conciencia madura y competencia para ponerlos en práctica. La Iglesia no irá nunca más allá del cometido de expresar y difundir sus valores, por lo menos mientras yo esté aquí».

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–Pero la Iglesia no ha sido siempre así.

–«Casi nunca ha sido así. Con mucha frecuencia, la Iglesia como institución ha estado dominada por la temporalidad, y muchos miembros y altos exponentes del catolicismo tienen aún esta forma de pensar. Pero ahora, deje que le haga yo una pregunta: Usted, laico no creyente en Dios, ¿en qué cree? Usted es un escritor y un pensador. Creerá, por lo tanto, en algo; tendrá un valor dominante. No me responda con palabras como la honradez, la investigación, la visión del bien común: valores importantes, todos ellos; pero no es esto lo que le pregunto. Le pregunto qué opina de la esencia del mundo, o, mejor dicho, del universo. Como todos, se preguntará,  a buen seguro, quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Hasta un niño se plantea estas preguntas. ¿Y usted?».

–Le agradezco la pregunta. La respuesta es esta: Yo creo en el Ser, es decir en el entramado del que surgen las formas, los Entes.

–«Y yo creo en Dios. No en un Dios católico –no existe un Dios católico, existe Dios–. Y creo en Jesucristo, encarnación suya. Jesús es mi Maestro y mi Pastor, pero Dios, el Padre, Abba, es la luz y el Creador. Este es mi Ser. ¿Le parece a usted que estamos muy distanciados?».

–Estamos distanciados en los pensamientos, pero nos parecemos como personas humanas, animadas inconscientemente por nuestros instintos, que se transforman en pulsiones, sentimientos, voluntad, pensamiento y razón. En esto nos parecemos.

–«Pero lo que ustedes llaman el Ser, ¿querría definirme cómo lo concibe usted?».

–El Ser es un entramado de energía. Energía caótica, pero indestructible, y en un estado eterno de caos. De esa energía surgen las formas cuando la energía llega hasta el punto de explotar. Las formas tienen sus leyes, sus campos magnéticos, sus elementos químicos, que se combinan casualmente, evolucionan y por último se apagan, pero su energía no se destruye. El hombre es, probablemente, el único animal dotado de pensamiento, por lo menos en este planeta y sistema solar nuestro. He dicho que lo animan instintos y deseos, pero añadiré que contiene también, en su interior, una resonancia, un eco, una vocación de caos.

–«Está bien. No pedía que me hiciera un compendio de su filosofía, y me ha dicho lo que me basta. Observaré, por mi parte, que Dios es luz que ilumina las tinieblas, aunque no las disuelva, y una centella de esa luz divina está dentro de cada uno de nosotros. En la carta que le escribí, recuerdo haberle dicho que también nuestra especie terminará, pero no terminará la luz de Dios que, en aquel momento, invadirá todas las almas y lo será todo en todos».

 

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–Sí, lo recuerdo bien, dijo: «Toda la luz estará en todas las almas», lo que –si me lo permite– transmite más una idea de inmanencia que de trascendencia.

–«La trascendencia sigue estando presente, ya que esa luz –toda en todos– trasciende el universo y las especies que en aquella fase lo habitan. Pero volvamos al presente. Hemos dado un paso adelante en nuestro diálogo. Hemos comprobado que en la sociedad y en el mundo en que vivimos el egoísmo ha aumentado bastante más que el amor a los demás, y los hombres de buena voluntad tienen que actuar, cada uno con su fuerza y competencia, para que el amor a los demás aumente hasta igualar y, posiblemente, superar al amor por uno mismo».

–En esto, también la política está llamada a implicarse.

–«Con toda seguridad. Personalmente, creo que lo que se denomina liberalismo salvaje no hace sino más fuertes a los fuertes, más débiles a los débiles y más excluidos a los excluidos. Se precisa una gran libertad, ninguna discriminación, nada de demagogia, y mucho amor. Se precisan reglas de comportamiento y también, en caso necesario, intervenciones directas del Estado para corregir las desigualdades más intolerables».

–Santidad: Usted, ciertamente, es una persona de gran fe, tocada por la gracia, animada por la voluntad de relanzar a una Iglesia pastoral, misionera, regenerada y no temporalista. Pero, por cómo habla y por lo que puedo entender, usted es y será un Papa revolucionario. Mitad jesuita, mitad hombre de Francisco: una combinación que tal vez  nunca se había visto antes. Y además le gustan Los novios de Manzoni; Hölderlin, Leopardi y, sobre todo, Dostoievski; las películas La strada y Ensayo de orquesta, de Fellini; Roma, ciudad abierta, de Rossellini, y hasta las películas de Aldo Fabrizi.

–«Esas me gustan porque las veía con mis padres cuando era niño».

–Mire: ¿Puedo sugerirle que vea dos películas que han salido hace poco? Viva la libertà y la película de Ettore Scola sobre Fellini. Estoy seguro de que le gustarán.

Acerca del poder, le digo: ¿Sabe usted que cuando tenía veinte años hice  un mes y medio de ejercicios espirituales en los jesuitas? Los nazis estaban en Roma, y yo había desertado de filas. Podían condenarnos a muerte. Los jesuitas nos dieron hospitalidad, con la condición de que hiciéramos los ejercicios espirituales durante todo el tiempo que permaneciéramos en su casa, y así fue.

–«¡Pero si es imposible resistir a un mes y medio de ejercicios espirituales!», dice él, estupefacto y divertido.

La continuación se la contaré la próxima vez.

Nos abrazamos. Subimos la corta escalera que nos separa del portal. Le  ruego al Papa que no me acompañe, pero se niega con un gesto. «Hablaremos también del papel de las mujeres en la Iglesia. Le recuerdo que la Iglesia es femenina».

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Y, si usted quiere, hablaremos también de Pascal. Me gustaría saber lo que opina de esa gran alma.

«Lleve a todos sus familiares mi bendición, y pídales que recen por mí. Y usted, piense en mí, piense en mí a menudo».

Nos damos la mano, y él permanece parado, con dos dedos levantados en señal de bendición. Yo lo saludo desde la ventanilla del coche.

Este es el Papa Francisco. Si la Iglesia se vuelve tal como él la concibe y la quiere, cambiará toda una época.

(*) «Bromea con los soldados de a pie, pero deja en paz a lo santos», dice un conocido refrán italiano que inculca el respeto a lo sagrado (N. del T.).