el crack up - fitzgerald

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  • 8/17/2019 El Crack Up - Fitzgerald

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    Indice

     El crack upF. S. Fitzgerald

     

    Febrero de 1936

    Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte

    dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de

    fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos

    de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro

    tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde

    para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que

    en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición

    parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta,

    pero de hecho se percibe de repente.

    Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba

    de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en

    la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno

    debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo,

    estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con loscomienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo

    «imposible», hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno.

    La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que

    se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de

    éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que

    lograra probablemente seria más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un

    hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más

    independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría

    permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna

    otra.

    Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por

    delante de ellos, mis dos pesares juveniles —no ser lo bastante alto (o lo bastante

    bueno) para jugar al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar

    durante la guerra—, se resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que

    al menos servían para hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes

    problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos, y si el asunto de

    solucionarlos era difícil, le dejaba a uno demasiado cansado para pensar en problemas

    más generales.

    La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a

    http://www.sisabianovenia.com/LoLeido/NoFiccion/IndiceEnsayo.htm

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    mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la

    necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de

    «triunfar», y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del

    pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males

    corrientes —domésticos, profesionales y personales—, entonces el ego continuaría como

    una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría

    a la postre traer la a tierra.

    Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso,las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el

    día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:

    —Hasta los cuarenta y nueve años todo irá per fectamente —decía—. Puedo contar con

    eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.

    ...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que

    me había desmoronado prematuramente.

    II

    Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras —puede derrumbarse

    mentalmente—, en cuyo caso los otros le desponjan de la capacidad de decisión; o

    corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a

    causa de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto

    orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al

    alcoholismo o tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien

    esto escribe no estaba tan atrapado—en esa época llevaba seis meses sin probar ni

    siquiera un vaso de cerveza—, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada

    rabia y demasiadas lágrimas.

    Por otra parte, para volver a mi tésis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la

    conciencia de haberse derrumbado no coincidió con un golpe sino con un período de

    tranquilidad.

    No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave

    sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había

    seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara

    mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con

    esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y

    en cualquier caso sólo habia sido un mediocre celador de la mayoria de las cosas

    dejadas en mis manos, incluidos mi talento.

    Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No queria ver a nadie en

    absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida —yo era medianamente

    sociable—, pero tenia una tendencia más que mediana a identificarme a mi mismo, mis

    ideas, mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba

    salvando o siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones

    atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y

    de inalienables amigos y partidarios.

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    necesario para formar parte de lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado

    guapas para ser «pollitas» y habían dejado demasiado pronto la dehesa para ocupar un

    lugar bajo el sol, pero me recuerdo caminando ante manzanas de casas sólo para echar

    una ojeada a sus brillantes cabellos; el resplandeciente mechón de una chica a la que

    nunca conocería. Esto son chismorreos urbanos, desagradables.

    Se apartan del hecho de que en aquellos últimos días no podía soportar la visión de

    celtas, ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros),

    cazadores, empleados de comercio y clase media en general, todo tipo de escritores(evitaba con muchisimo cuidado a los escritores porque son capaces de perpetuar los

    problemas como nadie pue de hacerlo), y de todas las clases en cuanto clases y de la

    mayoria de las personas en cuanto miembros de su clase...

    Tratando de aferrarme a algo, me gustaban los médicos y las niñas de hasta

    aproximadamente los trece años y los niños bien educados de unos ocho años. Tenía

    paz y felicidad con estas pocas categorías de personas. Olvidaba añadir que me

    gustaban los viejos, hombres de más de setenta años, a veces de más de sesenta, si

    sus rostros parecian trabajados por el tiempo. Me gustaba la cara de Katharine Hepburn

    en la pantalla, sin importarme lo que se decía de su pretenciosidad, y la cara de Miriam

    Hopkin, y los viejos amigos si los veía sólo una vez al año y podía recordar sus

    fantasmas.

    Todo más bien inhumano e insuficiente, ¿verdad? Bueno, hijos mios, ése es el

    auténtico sintoma del desmoronamiento.

    No es un cuadro agradable. Fue inevitablemente llevado de acá para allá dentro de su

    marco y expuesto ante diversos críticos. Uno de ellos sólo puede ser descrito como una

    persona cuya vida hace que las vidas de los demás parezcan muertas, incluso esta vez

    en que interpretaba el papel usualmente poco atrayente de consoladora de Job. A pesar

    del hecho de que este relato haya terminado, permitaseme añadir nuestra conversacióncomo una especie de posdata:

    —En vez de compadecerte tanto, escucha —dijo. (Siempre dice «escucha» porque

    mientras habla piensa, piensa de verdad.) Conque dijo—: Escucha. Supongamos que no

    fuera una grieta que hay en ti... supongamos fuera una grieta del Gran Cañón.

    —¡La grieta está en mí! —dije yo heroicamente.

    —¡Escucha! El mundo sólo existe a tus ojos... la idea que tienes de él. Puedes hacer

    que sea tan grande o tan pequeño como quieras. Y estás tratando de ser un individuo

    pequeño e insignificante ¡Por Dios, si alguna vez me derrumbara yo, trataría deconseguir que el mundo se viniera abajo conmigol ¡Escucha! El mundo sólo existe a

    través de tu aprehensión de él, de modo que es mucho mejor decir que no eres tú quien

    tiene la grieta, sino el Gran Cañón.

    —¿Ya se ha tomado la niñita a todo su Spinoza?

    —No sé nada de Spinoza. Lo que sé es...—Habló, entonces, de viejas heridas suyas que

    parecían, al contarlas, que habían sido más dolorosas que la mía, y de cómo las había

    hecho frente, superándolas, derrotándolas

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    Reaccioné un poco ante lo que me decía, pero soy un hombre que piensa despacio, y se

    me ocurrió simultáneamente que de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única

    incomunicable. En días en que la sav ia v ital le llegaba a uno como un articulo libre de

    impuestos, uno trataba de distribuirlo —pero siempre sin éxito—; para seguir

    mezclando metáforas, la vitalidad nunca «prende». Se la tiene o no se la tiene, igual

    que salud u ojos pardos u honor o voz de baritono. Podría haberle pedido un poco de la

    que ella tenía, pulcramente envuelta y lista para cocinar y digerir, pero no la habría

    obtenido jamás ni aunque me quedara allí mil horas con el cuenco de hojalata de laautocompasión. Sólo podía alejarme de su puerta, caminando con mucho cuidado como

    si fuera de loza cuarteada, y penetrar en el mundo de la amargura en el que me estaba

    construyendo una casa con los materiales que allí se encuentran, y recordarme, una vez

    que me he alejado de su puerta, que:

    «Sois la sal de la tierra. Pero si la sal ha perdido su sabor, ¿con qué se la salará?»

    Mateo: 5-13.

     

    Encólese

    Marzo de 1936

    En un artículo anterior, el autor de estas líneas narró el momento en que se dio cuenta

    de que lo que tenía delante de él no era el plato que había pedido para sus cuarenta

    años. De hecho —dado que él y el plato eran uno—, se describió como un plato

    cuarteado, del tipo de los que uno se pregunta si vale la pena conservar. El director

    consideró que el artículo sugería demasiadas cosas pero no las observaba de cerca, y

    probablementé muchos lectores pensaron lo mismo, y siempre hay esos para quienes

    toda revelación personal es despreciable, a menos que termine con una noble acción de

    gracias a los dioses por el Alma Inconquistable.

    Pero yo ya llevaba demasiado tiempo dándoles las gracias a los dioses, y dándoles las

    gracias por nada. Quería meter un lamento en mis historias sin tener ni siquiera el

    fondo de los montes Euganeos para darle color. No habia ningún monte Euganeo al

    alcance de la vista.

    A veces, s in embargo, al plato cuarteado hay que guardarlo en la despensa, hay que

    mantenerlo en servicio como menaje de la casa. Nunca se lo podrá volver a calentar en

    el horno ni juntar con los demás platos en el fregadero; no se sacará cuando haya

    visitas, pero servirá para poner galletitas avanzada la noche o para guardar restos de

    comida en la nevera...

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    De ahí esta secuela; la continuación de la historia de un plato cuarteado.

    Ahora bien, la cura tipo para alguien que se hunde, es pensar en quienes se encuentran

    en la auténtica miseria o sufren fisicamen te , esto es en todo momento remedio para

    la melancolía y consejo diurno bastante saludable para todos. Pero a las tres de la

    mañana, un paquete olvidado posee la misma importancia trágica que una sentencia de

    muerte, y la cura no funciona, y en una verdadera noche oscura del alma siempre son

    las tres de la mañana, día tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente alas cosas tanto como sea posible retirándose a un sueño infantil, pero uno

    continuamente se ve apartado de ese sueño debido a sus diversos contactos con el

    mundo. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y cuidado como es capaz y se

    retira una vez más al sueño, esperando que las cosas se ajustarán por sí solas debido a

    una gran gracia espiritual o material. Pero mientras persiste la retirada hay menos y

    menos oportunidades de que exista esa gracia; uno no espera que se desvanezca ni un

    solo pesar, sino más bien espera ser testigo involuntario de una ejecución, la

    desintegración de la propia personalidad...

    A menos que la locura o las drogas intervengan, esta fase llega, eventualmente, a un

    callejón sin salida, y viene seguida de una calma vacía. En este punto uno puede tratar

    de calcular lo que ha perdido y lo que le queda. Sólo cuando me llegó esa calma, me di

    cuenta de verdad que había pasado por dos experiencias paralelas.

    La primera vez fue hace veinte años, cuando dejé Princeton en segundo curso con un

    certificado donde se me diagnosticaba malaria. Se supo, gracias a los rayos X una

    docena de años después, que había sido tuberculosis, un caso leve, y al cabo de unos

    cuantos meses de reposo volvía a la universidad. Pero había perdido algunos puestos,

    el principal fue la presidencia del club Triangle, además de una idea para una comedia

    musical, y también, había perdido un curso. Para mi la universidad ya no volvería a ser

    la misma. Ya no habría insignias de honor, ni medallas, después de todo. Una tarde demarzo me pareció que había perdido todas y cada una de las cosas que quería, y esa

    noche fue la primera vez que anduve a la caza del espectro de la femineidad, lo cual,

    durante cierto tiempo, hace que todo parezca sin importancia.

    Años más tarde comprendí que mi fracaso como persona importante en la universidad

    había estado bien —en vez de asistir a comités, me aficioné a la poesia inglesa—

    cuando tuve idea de qué se trataba, me dediqúé a aprender a escribir. Seguir el

    principio de Shaw de que «si no consigues lo que te gusta, será mejor que te guste lo

    que consigues» fue una salida afortunada, pero en aquel momento me resultó duro y

    amargo comprender que mi carrera como lider de hombres había terminado.

    Desde ese día nunca he sido capaz de despedir a un mal criado y me sorprende e

    impresiona la gente que lo puede hacer. Cierto viejo deseo de dominio personal

    quedaba roto y se esfumaba. La vida que me rodeaba era un solemne sueño, y yo vivía

    de las cartas que escribía a una chica de otra ciudad. Un hombre no se recupera de

    tales sacudidas, se convierte en una persona distinta y, eventualmente, esta nueva

    persona encuentra cosas nuevas de las que ocuparse.

    El otro episodio paralelo a mi s ituación presente tuvo lugar después de la guerra,

    cuando había vuelto a sobrepasar mis limites. Fue uno de esos amores trágicos

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    condenados por la falta de dinero, y un día la chica terminó con ellos basándose en el

    sentido común. Durante un largo verano de desesperación escribí una novela en lugar

    de cartas, de modo que la cosa terminó bien, pero terminó bien para una persona

    distinta. El hombre con dinero contante y sonante en los bolsillos que se casó con la

    chica un año después, abrigaría siempre una desconfianza constante, una animosidad

    hacia la clase acomodada, no la convicción de un revolucionario, s ino el odio latente de

    un campesino. En todos estos años siguientes nunca he sido capaz de evitar el

    preguntarme de dónde sacaban el dinero mis amigos, ni de no pensar que en un

    momento determinado podría haberse ejercido una especie de droit de seigneur paraentregarle a uno de ellos a mi novia.

    Durante dieciséis años vivi bastante más como esta última persona, desconfiando de

    los ricos, pero trabajando por dinero con el que compartir su movilidad y la gracia que

    algunos de ellos añadían a sus vidas. Durante este tiempo muchos de los caballos que

    montaba habitualmente fueron alcanzados y derribados —recuerdo el nombre de algunos

    — , Orgullo deshinchado, Esperanzas frustradas, Deslealtad, Exhibicionismo, Golpe

    bajo, Nunca más. Y al rato ya no tenía veinticinco años, luego ni siquiera treinta y

    cinco, y nada era igual de bueno. Pero en todos estos años no recuerdo ni un momento

    de desaliento. Vi a hombres honestos pasar por estados de ánimo de abatimiento

    suicida —algunos de ellos se rindieron y murieron—; otros se adaptaron y siguieron

    hasta alcanzar un éxito mayor que el mío: pero mi moral nunca se hundió por debajo

    del nivel del autodesprecio cuando tuve que añadir algún feo alarde personal.

    La aflicción no tiene necesariamente relación con el desaliento; el desaliento tiene un

    gérmen propio, tan diferente de la aflicción como la artritis es diferente a una

    articulación rígida.

    Cuando un cielo nuevo div idió al sol la primavera pasada, al principio no lo relacioné

    con lo que había pasado hacía quince o veinte años. Sólo gradualmente fue surgiendo

    un indudable parecido de familia —un sobrepasar los límites, un arder de la vela porambos extremos—; un recurrir a recursos físicos que de hecho no dominaba, como un

    hombre desbordando su cauce. En su impacto, este golpe fue más violento que los otros

    dos, pero era del mismo tipo; una sensación de que me encontraba de pie a la hora del

    crepúsculo en una extensión desierta, con un rifle descargado entre las manos y sin

    donde disparar. No hay problemas, s implemente un silencio con sólo el sonido de mi

    propia respiración.

    En este silencio había una enorme irresponsabilidad hacia toda obligación, una

    deflación de todos mis valores. Una creencia apasionada en el orden, un menosprecio

    de motivos y consecuencias en favor de la conjetura y la profecía, una sensación de que

    la artesanía y la industria tendrían su sitio en cualquier mundo, una por una, estas yotras convicciones fueron barridas. Vi que la novela, que en mi madurez era el medio

    más potente y dócil para transmitir pensamiento y emoción de un ser humano a otro,

    estaba quedando subordinada a un arte mecánico y público que, tanto en manos de los

    comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, sólo era capaz de

    reflejar los pensamientos más vulgares, las emociones más obvias. Era un arte en el

    que las palabras estaban subordinadas a las imágenes, donde la personalidad se volvía

    tan inservible que llegaba has ta el inevitable nivel bajís imo de la colaboración. Ya hacia

    1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más

    vendiera en algo tan arcaico como las películas mudas. La gente todavía leía, aunque

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    sólo fuera el libro del mes del profesor Canby —niños curiosos husmeaban la basura de

    míster Tiffany Thayer en la librería de los drugstores—, pero había una irritante

    indignidad, que para mí casi se había convertido en obsesión, en aquel ver a la fuerza

    de la palabra escrita subordinada a otra fuerza, una fuerza más reluciente, una fuerza

    más grosera...

    Pongo eso como ejemplo de lo que me obses ionaba durante la larga noche; era algo que

    ni podía aceptar ni combatir, algo que tendía a hacer inoperantes mis esfuerzos, como

    las cadenas de tiendas han liquidado al pequeño comerciante, una fuerza exterior,invencible...

    (Tengo la sensación de que ahora doy una conferencia, pues miro un reloj que está en

    el escritorio delante de mí y veo cuántos minutos más...)

    Bueno, cuando hube alcanzado ese período de silencio, me vi forzado a tomar una

    medida que nadie adopta voluntariamente jamás: me vi obligado a pensar. ¡Dios mío,

    vaya si era difícill Había que mover grandes baúles secretos. Durante la primera pausa,

    me pregunté exhausto si había pensado antes alguna vez. Al cabo de largo tiempo

    llegué a las siguientes conclusiones, tal y como las escribo aquí:

    1. Que había pensado muy poco, excepto en los problemas de mi oficio. Durante veinte

    años una determinada persona había sido mi conciencia intelectual. Se trataba de

    Edmund Wilson.

    2. Que otro hombre representaba lo que yo pensaba que era la «buena vida», aunque

    sólo lo viera una vez cada diez años, y desde la última podrían haberle colgado. Tiene

    negocios de pieles en el noroeste y no le gustaría que su nombre apareciese aquí. Pero

    en situaciones dificiles he tratado de pensar en lo que hubiera pensado él, en cómo

    habria actuado él.

    3. Que un tercer contemporáneo mío ha sido mi conciencia artistica; yo no he imitado

    su contagioso estilo, porque mi propio estilo, tal y como es ahora, se formó antes de

    que él hubiera publicado nada, pero me sentia empujado hacia él cuando me

    encontraba en peligro.

    4. Que un cuarto hombre habia llegado a dictarme mis relaciones con otras personas

    cuando tales relaciones iban bien: cómo comportarme, qué decir. Cómo hacer que la

    gente, al menos durante un momento, fuera feliz (al revés de las teorías de la señora

    Post sobre cómo hacer que todos se sientan incomodísimos mediante una especie de

    vulgaridad sistemática). Esto siempre me dejaba confuso y hacía que deseara salir a

    emborracharme; pero este hombre del que hablo había entendido el juego, lo habíaanalizado y había ganado, y su palabra a mí me bastaba.

    5. Que mi conciencia política casi no había existido a lo largo de diez años salvo como

    elemento de ironía en mis argumentos. Cuando volvió a interesarme el sistema dentro

    del que debía de funcionar, fue un hombre mucho más joven que yo quien despertó mi

    interés, con una mezcla de pasión y de aire puro.

    Conque ya no había un «Yo» —ni una base sobre la que organizar la propia estima—,

    salvo mi ilimitada capacidad para el trabajo duro que parecia haber dejado de tener.

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    melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia—, por qué había llegado a

    identificarme con tos objetos de mi horror o compasión.

    ¿Parece una distinción sutil? No lo es; una identificación semejante supone la muerte de

    todo logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. Lenin no soportó

    voluntariamente los sufrimientos de su proletariado, ni Washington los de sus tropas,

    ni Dickens los de sus pobres de Londres.

    Y cuando Tolstoi intentó tal fusión con los objetos de su interés, resultó algo falso y unfracaso. Menciono estos casos porque son los de los hombres que nos resultan más

    conocidos.

    Era una bruma peligrosa. Cuando Wordsworth decidió que «había muerto una gloria de

    la tierra», no sintió impulsos de morirse con ella, y Keats, la partícula vehemente,

    nunca cejó en su lucha contra la tuberculosis, y ni en sus últimos momentos renunció a

    la esperanza de estar entre los poetas ingleses.

    Mi autoinmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente

    que no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de

    honor e industria después de la guerra. (Se lo oí a ustedes, pero es demasiado fácil:

    entre esos hombres había marxistas.) He estado cerca de un famoso contemporáneo

    mío que jugó con la idea de la Gran Huida durante seis meses presencié cómo otro,

    igual de eminente, se paró meses en un manicomio incapaz de soportar ningún tipo de

    contacto con sus semejantes. Y de los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una

    lista.

    Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la

    fuga total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de

    una cárcel cuando uno seguramente se dirige hacia una cárcel nueva o se verá obligado

    a volver a la de antes. Los famosos «evadirse» o «huir de todo» son una excursióndentro de una trampa, hasta si la trampa incluye a los Mares del Sur, que sólo son para

    los que quieren pintarlos o navegarlos. Una fuga total es algo de lo que uno no puede

    recuperarse; es algo irreparable porque el pasado deja de existir. Así, dado que no

    podía seguir cumpliendo con las obligaciones que me había impuesto la vida o que me

    había impuesto yo mismo, ¿por qué no romper la cáscara vacía que llevaba cinco años

    fingiendo que rompía? Debía seguir siendo escritor porque se trataba de mi única

    manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier intento de ser persona, de ser

    amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas que pasan por ahí en vez

    de éstas, y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco el dólar. En treinta y nueve años

    un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se agua la leche y se añade areña

    al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y la escayola porpiedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a

    partir de entonces y tendría un nuevo nombre, y ese nombre era Derroche.

    La decisión hizo que me sintiera exuberante, lo mismo que cualquier cosa que sea a la

    vez auténtica y nueva. Como una especie de comienzo había todo un montón de cartas

    que tenía que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa, cartas que pedían algo a

    cambio de nada: leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de

    aquél, hablar gratis por la radio, hacer notas de presentación, conceder esta

    entrevista, ayudar en el argumento de esta obra de teatro, en esta situación familiar,

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    llevar a cabo este acto de consideración o caridad.

    El sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de él había sido durante largo

    tiempo una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del

    nombre final de la lista de ayudas, y para s iempre.

    La abominable sensación de ímpetu continuaba.

    Me sentía como esos hombres con ojos como platos que solía ver en el tren decercanías de Great Neck quince años atrás, hombres a quienes no preocupaba si el

    mundo se hundiría en el caos al día s iguiente o si sus casas se salvaban. Ahora yo era

    uno de ellos, alguien con sencillos principios que decían:

    «Lo s iento, pero los negocios son los negocios.»

    0:

    «Debería de haberlo pensado mejor antes de meterse en ese lío.»

    0:

    «No soy la persona indicada para eso.»

    Y una sonrisa... ¡Si, me conseguiré una sonrisa! Todavía estoy trabajando esa sonrisa.

    Debe combinar las mejores cualidades de un director de hotel, de una vieja comadreja

    experimentada en sociedad, de un director de colegio en día de visitas, de un

    ascensorista de color, de un marica marcándose un perfil, de un productor consiguiendo

    material a mitad del precio de su valor en el mercado, de una experta enfermera al

    empezar en un nuevo empleo, de una modelo en su primer anuncio, de un extra

    esperanzado que pasa cerca de la cámara, de una bailarina de ballet con un dedo del pieinfectado, y por supuesto, el gran resplandor de amable agrado común a todos los que,

    desde Washington a Beverly Hills, tienen que existir en virtud de la mueca.

    La voz también, estoy trabajando la voz con un profesor. Cuando la haya

    perfeccionado, la laringe no producirá tono alguno de convicción, exceptuada la

    convicción de la persona a quien hablo. Dado que su deber principal será el de sonsacar

    la palabra «sí», mi profesor (un jurista) y yo nos estamos concentrando en eso, pero en

    horas extra. Estoy aprendiendo a infundirle esa dureza cortés que hace a las personas

    sentir que, lejos de ser bienvenidas, ni siquiera son toleradas y que en todo momento

    se hallan bajo constante y mordaz análisis. Tales situaciones, naturalmente, no

    coincidirán con la sonrisa. Esto lo reservaré exclusivamente para esos de quien notengo nada que obtener, gente vieja y gastada, o jóvenes que luchan. A ellos no les

    importará qué coño—, de todos modos es lo que consiguen la mayor parte de las veces.

    Pero basta. No es un asunto frívolo. Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera

    escribirme solicitando verme para aprender a ser un lúgubre literato que escribe obras

    sobre el estado de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores

    en sus comienzos —si fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso—, ni me

    molestaría en acusar recibo de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con

    alguien muy rico e importante. Y si usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi

  • 8/17/2019 El Crack Up - Fitzgerald

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    ventana, saldría rápidamente y le sonreiria y diría algo (a no ser que sólo le diera la

    mano) y me quedaría por allí hasta que alguien sacara una moneda para telefonear a la

    ambulancia, y eso si es que viera que habia en ello algo provechoso para mi.

    Por fin ya he llegado a ser sólo un escritor. La persona que persistentemente he

    intentado ser, se convirtió en tal carga que la he «soltado» con tan poco remordimiento

    como el de una negra que da suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las

    buenas personas funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo

    mueran en servicio activo, con una semana de «vacaciones» al año que pueden dedicara ocuparse de los asuntos de su familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen

    de casos de a dólar cada uno; déjese que maten a los soldados para que entren

    inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este es su contrato con los dioses. Un

    escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se los forje para sí mismo, y

    este escritor ha renunciado. El viejo sueño de ser un hombre completo, en la tradición

    de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia, una especie de

    combinación de J. P. Morgan, Topham Beauclerk y san Francisco de Asís, ha sido

    relegado al montón de basura de las hombreras que un día utilizó un joven estudiante

    en el campo de fútbol de Princeton y de la gorra de ultramar nunca usada en ultramar.

    ¿Y qué? Esto es lo que ahora pienso: que el estado natural del adulto consciente es una

    infelicidad específica. También pienso que en un adulto el deseo de ser de mejor fibra

    de la que es, «un esfuerzo constante» (como dicen los que se ganan el pan diciéndolo),

    sólo termina por añadirse a esa infelicidad con el fin de nuestra juventud y esperanzas.

    Mi propia felicidad, en el pasado, a menudo se acercaba a algo así como a un éxtasis

    que no podía compartir ni siquiera con la persona a la que más quería, sino que tenía

    que agotarla caminando por tranquilas calles y callejas, y de él sólo quedaban

    fragmentos que destilar en los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento

    para el autoengaño o lo que se quiera, era una excepción. No era lo natural sino todo lo

    contrario —tan artificial como la Era de Prosperidad—; y mi experiencia reciente

    marcha en paralelo con la ola de desesperación que azotó a la nación cuando se terminóla Era de Prosperidad.

    Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios

    meses esta seguro del hecho. Y lo mismo que el risueño estoicismo que ha permitido al

    negro norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha

    costado su sentido de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar. Ya no me

    gustan el cartero, ni el tendero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les

    desagrado a ellos, conque la vida nunca volverá a ser muy agradable, y el letrero de

    Cave Canem está permanentemente colgado justo encima de mi puerta. No obstante

    trataré de ser un animal correcto, y si me tiran un hueso con bastante carne, hasta

    puede que les lama la mano.

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