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OBLITERACIÓN
POR
RODOLFO USIGLI ILUSTRADA CON 22 LÁMINAS DE
S O F Í A BASSI
M É X I C O / 1 9 7 3
POR
RODOLFO USIGLI ILUSTRADA CON 22 LÁMINAS DE
S O F Í A B A S S I
MÉXICO/ 1973
D. R. © 1973
RODOLFO USIGLI
ROMA 32, DEFTO. 37
MÉXICO 6, D. F.
Impreso en México.
EJEMPLAR
Ns 000339
Í N D I C E
PÁGINA
NOTA Y ADVERTENCIA XÍ
LA PRECISIÓN DE LOS SUEÑOS NO SOÑADOS 1
LA REALIDAD DE LOS SUEÑOS SOÑADOS 17
INTERLUDIO 2 3
LA IRREALIDAD DE LAS COSAS REALES.
LA FANTASMAGORÍA DE LA REALIDAD 2 9
SUEÑO DE REALIDAD 3 9
REALIDAD SIN SUEÑOS. REALIDAD DEL SUEÑO 5 7
SUEÑO EN LA REALIDAD 65
SIN REALIDAD Y SIN SUEÑO 77
EL SUEÑO SIN FIN 8 3
El autor emplea la voz obliteración
en su sentido lato de acción y efecto de
destruir, como sinónima de los verbos
abolir, borrar, tachar, cancelar, anular.
La Real Academia la acepta, en medici
na, como acción y efecto de obliterar
u obliterarse; pero reconoce el adjetivo
obliterador, ra, "que cierra u oblitera",
aunque da al verbo sólo la acepción
médica de: "obstruir o cerrar un conduc
to o cavidad de un cuerpo organizado.
U. t. c. prnl."
El Grand Larousse es más amplio:
"Oblitération. n. f. Action d' obliterer,
état d'una chose obliterée, effacée." Y
sobre el verbo indica: "Obliterer, v. tr.
. . . Effacer, en usant, les lettres, les traits:
le temps a obliteré cette inscription. /
Obliterer un timbre, l'empécher par une
empreinte, une marque, de servir une
deuxiéme fois. / Fig. enlever, supprimer."
Por su parte, el diccionario de Oxford
dice: "Oblitérate, v. t. Blot out, efface,
erase, destroy, leave no clear traces of.
So, oblitération."
CONSIDÉRENSE mi infancia y mi adolescencia sedientas de
viajes; el sedimento de ese respiratorio tener que ir de un la
do a otro, por destino que empujó a mis padres—europeos—
a desplazarse, a buscar la vida, el espacio y la respuesta en
un continente nuevo. En realidad yo no vivía: hervía en un
deseo de partir. El contrasentido—lo descubrí muy tarde—
estaba en que mis padres habían necesitado emigrar para vi
vir, habían querido ir a América, lo cual parecía justo y con
sonante con la corriente de la vida y la sensibilidad europeas
de entonces y de ahora. Por eso fueron a América. Pero yo,
nacido en México, en el aire mismo que ellos habían busca
do para subsistir, quería, en cambio, ir a Europa. A la Euro
pa de la que ellos habían huido. No sé qué hubiera podido
ocurrirme si, a semejanza de muchos perdidos talentos, hu
biera anclado en París a los veinte años. Lo que sé es que al
conocerla a los cuarenta no experimenté sino una violenta,
persistente sensación de choque. El caso es que nunca he lo
grado encontrarme a gusto en Europa. Si esto es porque ten
go una capacidad involuntaria para absorber el ambiente que
me rodea y para reflejarlo con la mayor crudeza (véanse las
Tres comedias impolíticas y El gesticulador,), es cosa que
no puedo aventurarme a afirmar. Lo cierto es que en Europa
me siento siempre enfermo, como si mi cuerpo concentrara y
reflejara toda la decadencia, todos los males, toda la crisis
espiritual que la inundan, y mi protesta excesiva contra el
existencialismo contemporáneo me parece en cierto modo la
protesta natural contra un purgativo que mi cuerpo, enfermo
sólo por reflejo, no necesita.
Lo cierto, también, es que nunca he podido escribir en Eu
ropa, fuera de principios de piezas o de novelas y de algunos
poemas, y que todo lo iniciado allí se me ha quedado deseen-
trado e incompleto (1966). Debo, a la distancia, registrar
aquí un pequeño cambio el primer acto de una comedia (Xa
función de despedida,), trazado en el tren de Marienbad o
Marianske Lazne a Praga en 1949; una pieza terminada en
Oslo (Corona de luz), oíra en vías de encontrar al fin su
desenlace humano y lógico (Reynalda o El estanque) y una
comedieta fEl encuentro)*. Quizá simple resultado todo de
la necesidad de escribir para seguir viviendo, que ya en el
Medio Oriente me había movido a trabajar aunque sólo fue
ra convirtiéndome, al modo del aduanero Rousseau, en un
escritor de domingo. Una novela espera también su remate
* Debo añadir ahora El caso Flores, Carta de amor, El gran circo del mundo y Los viejos, todavía inconclusa, frutos agridulces o amargos de mi gran necesidad de trabajar para olvidar que vivo en mundo actual y en el ámbito que reducen y oscurecen sus cerrados horizontes interplanetarios. Para hacer de esa realidad un a modo de sueño.
después de veinte años corridos (Inteligencias estériles,), ini
ciada en París en 1945 y quizá predestinada a ser concluida
en Noruega.
¿Por qué y cómo me vino a la cabeza este relato? Anuda
diversos cabos sueltos y auna la experiencia humana directa
al ejercicio de la imaginación. No sé si lograré terminarlo.
Todo lo que sé, como se saben bien las cosas—es decir, por
el sentimiento—, es que su profundidad y su alcance, hacia
adentro y hacia afuera, pueden ser mayores de lo que yo
mismo sospecho*.
Por lo demás, en literatura, cuando se crea, no hay itine
rarios fijos ni completos, y las más de las veces nos limita
mos a viajar entre cuatro paredes. Como sea. . .
Le Zoute, 28 de ¡unió de 1949
*lnútil decir que al situar la acción en Bélgica no obedecí a necesidades o requisitos tópicos, que pude fijarla en cualquiera de los países subyugados por los nazis y sólo operaron en mi decisión, con el recuerdo de la visita a una vieja dama en Neuilly, una tarde de inolvidable y fustigante viento en Knokke-le-Zou-te, mi emoción por el carácter pictórico de Brujas y otras ciudades, y mi siempre conmovida simpatía por un país al que debo el don inapreciable de un grande y noble amigo: Camille Huysmans. Los personajes son mitad verdad y mitad mentira, y por ello pueden volverse con el andar del tiempo todos mentira o todos verdad.
P. S. Quizá me será dado terminarlo al fin en Europa. En el viento de Europa (Oslo, 1966).
Osla, 11-12 ¡unió 1969
I
LA PRECISIÓN DE LOS SUEÑOS
NO SOÑADOS.
Si quiero por las estrellas
saber, tiempo, dónde estás,
miro que con ellas vas
pero no vuelves con ellas.
¿En dónde imprimes tus huellas
que con tu curso no doy?
Mas ¡ ay 1 que engañado estoy,
que giras, corres y ruedas:
tú eres, tiempo, el que te quedas,
y yo soy el que me voy.
Décima atribuida a
don Luis de Góngora.
(Epígrafe encontrado en 1968).
LA AVENTURA resultaba extraordinaria y, por lo demás,
tenía yo la certeza más firme de no haber soñado. (Este pá
jaro que pía descaradamente posado en mi ventana.) La co
sa empezó, justamente, en este hotel. Y en una tarde como
ésta, en la que un barniz de sol empujaba a salir para encon
trarse, afuera, con un viento inclemente soplado por el mar
del Norte. No, en realidad, la cosa no empezó aquí. Tengo
que reconstruir el episodio en sus menores detalles para con
vencerme de que fue real y, por tanto, de que yo existo. Ex
perimento en la garganta la acidulada sensación—por sobre
un gran vacío estomacal—de que mi existencia real depende
en gran modo de la realidad con que existió todo esto.
Sí. Tuve que hacer un viaje a París en los primeros días
de mayo de 1945, a raíz del Día de la Victoria. No es ocio
so—por cuanto puede haber influido en mi ánimo—hablar de
la espantosa soledad que se apoderó de mí ese día en Lon
dres, entre la multitud ululante y pululante que cubría Lei-
cester Square y Piccadilly Circus y que se apiñó más tarde
en las afueras de Buckingham Palace. Recuerdo a la mujer
que, a falta de mejor tributo, se desnudó —stavk naked, di
cen en inglés—frente al recubierto Eros de Piccadilly Circus.
Y no puedo olvidar, porque era una suerte de imagen de mí
mismo, al humorista que se sentó en el poste más alto de Lei-
cester Street a reírse del mundo. Fue ese día, también, cuan
do formulé al fin en palabras un viejo sentimiento: la multi
tud no tiene sexo, viendo a las turbas indistintas abrazarse,
reír y cantar, Veo a la muchacha que, en la entrada del tren
subterráneo en Piccadilly me arrebató con una deliciosa car
cajada los gorros y cornetas de papel que habia yo compra
do para mis jóvenes amigas, y quisiera volver a tener la son
risa con que subí otra vez a la calle por una nueva provisión.
Oigo, también, a mis pasajeros amigos de aquella noche—ni
ños aún—hablar de la próxima guerra—en esa noche— pa
ra que no les amargara el whisky o la ginebra la idea de ha
ber perdido todo un año de educación para ésta, terminada,
y veo aún a la viejecita vestida de terciopelo negro, con una
toca de la época victoriana, que agitaba una unión jack de
mano sentada sola en la inmensidad de los jardines de Ken-
sington.
Quizá estas últimas visiones influyeron sobre mi ánimo.
Quizá no. Lo demás no tuvo importancia—simples movimien
tos físicos, sonambúlicos casi—hasta que una tormenta so
bre el canal obligó al hidroavión que me conducía a torcer
su ruta. Cómo nos desviamos hacia Dunquerque y cómo al
fin, después de un viaje largo y azaroso, la máquina amarizó
en las orillas de Knokke-le-Zoute, son misterios de la nave
gación aérea que escapan a mis conocimientos y a mis ca
pacidades intelectivas y que, si me fueron explicados, no
entendí. El hecho fue ése, y el otro hecho fue que, a partir de
ese momento, las cosas cobraron para mí un aspecto irreal y
el ambiente, una latitud de sueño. Sueño a ojos abiertos, que
es el más embriagador de todos.
La primera mañana—habíamos amarizado casi al alba—
la pasé en este mismo hotel, dándome un largo, lento baño,
tratando de poner en orden mis ideas mientras me obsesio
naba, con dolorosa objetividad, el orden de mis encargos pa
risinos. Estaba en el Hotel Bristol, calle del Faubourg Saint-
Honoré. De allí saldría dentro de poco para tomar el tren me
tropolitano en la estación de Saint Philippe de Roule; baja
ría en el Trocadero (la estación de Jena estaba clausurada),
retrocedería dos cuadras y llegaría a la Embajada de Méxi
co, número 9, calle de Longchamp, para entregar aquella es
torbosa valija. Y entonces quedaría libre. La realidad indu
dable de todo esto me hizo encontrarme, un cuarto de hora
más tarde, en una plaza fría y desierta, con un mar gris he
lado y, aquí y allá, con casas dispersas cuya arquitectura en
tre flamenca y holandesa me produjo la sensación de resba
lar vertiginosamente sobre hielo. No puede ser. Desanduve
el camino hasta la puerta del hotel como quien busca un cen
tro de equilibrio. Me volví en ella para ver si se había despe
jado el absurdo espejismo. No. Todo aquello existía; quien
no existía, en apariencia, era yo. Yo, sin objeto, sin oriente,
con aquella ridicula, inoportuna valija llena de papeles muer
tos entre las manos. Subí a mi cuarto y la encerré bajo llave;
obtuve, mediante persuasión monetaria, un poco de coñac.
Lo bebí y volví a salir. La niebla, absurda en mayo, se había
desenrollado como un gran rollo de papel de envoltura que
se deja caer. Y caminé. Primero por la orilla del mar. Des
pués, aburrido de aquella visión desemejante de todos mis
paisajes marinos, tomé por una calle lateral. Y fue entonces
cuando se desencadenó la tormenta.
No era una tormenta de agua, ni una de esas tormentas
secas, erizadas de relámpagos como un cacto de espinas, que
había yo visto en el norte de México. Era, simplemente, una
tormenta de aire. Pero no el aire norteado de Veracruz, ni el
aire otoñal de Chicago que juega con el Lago Michigan en
una mano y hace girar como peonzas a los transeúntes con
la otra; ni el aire primaveral de Nueva York que arrebata
sombreros, ni el aire viejo verde de París que levanta las mi-
crofaldas de las ciclistas. No. Este aire era escueto, delga
do, deshilachado como un flagelo. No había asomo de calor,
pero calcinaba sólo porque parecía desollar. Venía en tur
biones, pero turbiones hechos de alambre; azotaba, envolvía
un segundo y se arrancaba de las carnes llevándose tiras de
piel. Y no era un solo viento tampoco, sino una multitud de
corrientes, cada una con una función: había la que desollaba
el rostro, la que oprimía la cintura, la que se metía debajo de
las axilas y quebrantaba las costillas; la que arrancaba de
cuajo las manos, y la que ataba los tobillos hasta hacer im
posible toda tentativa de caminar sin caer. Y la atmósfera
nebulosa impedía ver los hilos. Quizá sólo al abandonar el
cálido vientre materno siente uno ese desamparo, esa entre
ga a lo desconocido.
Me encontré, de pronto, ante una pequeña verja de ma
dera. Confusamente percibí el estrecho camino bordeado de
arbustos, y al levantar los ojos en busca de luz se me queda
ron pegados a una enseña de madera que se agitaba desen
frenadamente y que, en caracteres blancos que parecían con
torsionarse, decía en español: La Esperanza.
Di, al fin, con la definición: era un viento oscuro, envuel
to, perdido en la niebla. Un viento camuflado. ¿De qué me
servía? Una voz cálida y llena, segura y brillante, resonó de
pronto en mis oídos.
—¿No quiere usted resguardarse del viento, señor?
La mujer era vieja. Seguramente muy vieja. Tenía ca
bellos de un blanco sucio tramado de incontables conatos
de tintura rubia con algunas raíces negreantes. La nariz era
aguda y larga, y la dentadura postiza exhibía sin decoro to
da la serie de artificios áureos con que los dentistas intentan
siempre disfrazar la falsedad del aparato y que más bien la
denuncia a gritos. Pero los ojos eran extraordinarios. De un
profundo azul, imperiosos y dulces, elocuentes y curiosos,
presidían y ordenaban aquel rostro arrugado, aquellos ca
bellos repelentes, aquella garganta disecada, como dos ar
cángeles. En cuanto los miraba uno, estaba perdido. No po
día ver nada más ya. Y el interior era grato. Sencillo pero
grato. Sin confort en el sentido que nosotros lo entendemos,
pero grato. Quizá, en un tiempo, rico. Ahora todo se deshi
lacliaba en él, sin agresividad pero con esa certidumbre del
final que impresiona en algunos rostros de viejos o de enfer
mos condenados. Poco a poco, los ojos de la mujer me de
jaron ver los detalles, mientras su voz cascada emitía sin in
terrupción sonidos informes que, a su vez, fueron encade
nándose en palabras. Supongo que, en realidad, aquel negro
aire me había ensordecido. En mi mano derecha había una
pequeña copa con un líquido que sabía a algo. Y, al fin, el
sabor se definió en mí: era kirsch. No. Pero ¿era kirsch? Ma
rrasquino, más bien. No. La copa vuelta a llenar acentuaba
la silaba. Kirsch, pronunciado quesch. Sí, eso es. Entonces
fue cuando vi el busto. Sólo el busto pudo liberarme de los
ojos. Me levanté y me acerqué a él, y entonces comprendí
por qué. Eran los mismos ojos, coloridos de azul zafiro sobre
el veteado mármol blanco y rosa. ¿Coloridos con qué tintura
extraterrena? Y las palabras de la mujer cobraron extraña
precisión entonces.
—Así era yo, aunque le parecerá extraño. El tiempo no
pasa, amigo mío: se queda. Se queda en uno en forma de
arrugas y de canas, de bolsas bajo los ojos, de venas dilata
das o resecas. Y a veces de peores modos: en forma de tin
turas para el pelo, de afeites inútiles, de dentaduras postizas,
de úlceras o tumores, de anquilosis y hemiplegias, de hiper
tensión arterial o de locura. El tiempo no pasa, se queda.
¿Quién dijo que pasaba? Pero así era yo. ¿No lo cree usted?
Ese busto lo hizo un hombre que me amaba, y gracias a él
ese tiempo se quedó también.
—Perdóneme usted—dije al fin. Sé que no es correcto.
Comprendo que el busto es de usted, pero me recuerda mu
cho, extrañamente, a alguien.
Le mostré el retrato entonces. Se llevó a los arcangélicos
ojos un impertinente de oro que los disfrazó un instante y lo
examinó.
—Sí, claro. En cada generación hay una mujer que repi
te a otra de una generación más vieja. Es igual a mí. Es de
cir, a esto, salvo los ojos. Pero los ojos, ¿sabe usted?, yo no
sé con qué pudo cromarlos el que hizo el busto, pero cambian
de color con la luz. A veces de un azul puro y transparente,
a veces de un verde claro e insondable, a veces de un azul
zafiro. Así eran éstos. (Sus dedos los cubrieron brevemen
te.) ¿Un poco más de queschl Hace tanto frío. Si me atre
viera, le pediría un cigarrillo.
Nada mejor, en una situación insólita, que llevarse la ma
no a la bolsa y encontrar en ella un objeto cuya familiar rea
lidad nos devuelve por sí sola al centro de lo que nos rodea.
La caja de lámina llena de Abdullahs tipo Virginia me ayu
dó a normalizar mis pulsos. Pensé—¿por qué?—en el famo
so anuncio del tren subterráneo de Londres: No smoking.
Not even Abdullahs. Quizá sentí que todo iba a desvane
cerse en el humó y quise impedirlo. Pero era ya tarde. La
mujer arrojaba una bocanada de humo con el placer más
evidente.
—Hace mucho que no fumaba esta clase. En realidad,
muchos años fumé yerbas de este jardín. Ellos lo acapara
ban todo. Usted es forastero, ¿verdad?
Expliqué, sucintamente, mi fracasado vuelo a París.
—¡Ah, París! Los franceses sufrieron menos que nos
otros. Pero Londres. . . No es una bella ciudad, claro; pero
para mí tuvo siempre un encanto siniestro. No depravado,
como París. París es una picardía del cuerpo, pero Londres
tienta la imaginación. Quizá conoce usted a alguien. Quizá
no. Pero nunca se sabe.
Esperé a que precisara su pregunta.
—Hay un viejo amigo mío allá. En realidad, más que un
amigo: el hombre con quien debí casarme. No, no creo que
lo conozca usted. Pero a veces ocurre. . .
Otra vez aquellos ojos que lo ordenaban y lo armoniza
ban todo. Las facciones de la mujer perdían paso a paso
aquella evidencia de ruina para reorganizarse en un todo
animado y viviente.
—No sé. Pero se lo diré de todos modos: el coronel
Thornton.
Así pues, siguiendo un ritmo amplio y espaciado, la rea
lidad volvía a mí, se adueñaba de mí, centímetro a centíme
tro.
—Lo conozco muy bien. Tuvo una actuación brillantí-
sima en la defensa civil de Londres.
—Cuénteme usted.
Conté lo que sabia, que no era mucho—lo mismo que
queda resumido en mi primera respuesta.
—Si vuelve usted a Londres—me dijo la anciana—, ten
drá que llevarle una carta mía. Probablemente creerá que
me he muerto, que me mataron los alemanes. En realidad,
es un tanto extraordinario que no me hayan matado. Llevo
un viejo nombre y mi familia fue una de las fundadoras de
esta región. Usted no sabe, claro. Soy la baronesa van Hel-
der.
Se levantó de pronto. Una juventud inesperada pareció
ceñir su cuerpo como para un baile.
—Voy a preparar un poco de café. ¿Quiere usted espe
rar un instante?
Mi contemplación del busto llenó su ausencia que, lar
ga o corta, resultó insensible para mí. Era una contempla
ción dolorosa, la de una mujer a quien tenía yo que olvidar.
En rigor, mi vida no estaba sujeta a más pauta ni a otro pro
grama que ése: olvidarla. Y una coincidencia ajena a mí vol
vía a ponerme frente a ella. A medida que el viento cedía,
afuera, que la niebla se desleía, los ojos cambiaban, y no
eran ya los arcangélicos de mi huéspeda, sino los mismos,
ora azules, ora verdes, que frustraban mi reposo nocturno,
que me sorprendían a la vuelta de cada esquina, mental o
física, como un golpe de luz.
—La Esperanza. La Esperanza—dijo.
Encontré fácilmente mi camino de regreso al hotel; pero,
extrañamente, no podía apartar de mí un sentimiento de
irrealidad que me pesaba y se adhería a mi cuerpo como una
vestidura saturada de rocío. Como el viento antes, pero de
otro modo. Al pensarlo, me di cuenta de que ya no soplaba
viento alguno.
En el hotel, mientras almorzaba, interrogué al maitre
d'hotel.
—¡Ah, sí! ¿La baronesa van Helder? ¡Extraordinaria an
ciana!
Quise pero no pude volver a verla. Esa tarde a las cua
tro mi hidroplano, reparado, tomó el camino de París. Ate
rricé en Le Bourget, llegué al hotel Bristol, tomé el metro
en Saint Philippe, bajé en el Trocadero, y a las siete mi va
lija estaba entregada. Todo tal y como lo había yo pensado
aquella mañana en aquel hotel.
Ideas dispersas danzaron alternadas en mi cabeza mien
tras trataba de conciliar el sueño en París. Primero el busto,
que veía crecer fuera de toda proporción, y cuyos ojos azu
les cambiaban a cada viso de luz en una gama infinita, inefa
ble. Pero una cinta lo envolvía, como en esos escaparates
dispuestos bajo la influencia surrealista. En letras fluctuan-
tes, una inscripción decía: «El tiempo no pasa, se queda.»
Y, por fin, la frase del portero al liquidar mi pasajera
cuenta:
—¿La baronesa van Helder? Nos sentimos muy orgu
llosos de ella, señor.
Pero esta tarde. Esta tarde. Esta t a r d e . . . Sé que es el
mismo portero, con un poco más de plata en los cabellos, con
el mismo uniforme. Sé que me ha reconocido después de cua
tro años de ausencia.
—Ah, sí, el señor del hidroplano, claro está.
Pero me ha dicho:
—¿La baronesa van Helder? El señor debe de estar equi
vocado. Nunca he oído ese nombre.
Pero me ha dicho:
—¿La Esperanza? Nunca oí hablar de esa villa. No veo
qué quiere usted decir. ¿Y tú? ¿Y tú, pues?
El ascensorista y el maitre d'hbtel se encogen de hombros.
Y eso es todo.
II
LA REALIDAD DE LOS SUEÑOS
SOÑADOS.
RECONSTITUIR la trayectoria del viento. De aquel viento
oscuro. Han pasado cuatro años, es cierto. Pero en ellos, día
a día, el recuerdo del busto juvenil de una anciana descono
cida había ido borrando poco a poco la memoria vieja de una
joven amada, substituyéndose a ella. Llegué hasta acuñar un
día una frase, cuando alguien expresó su horror por los ce
niceros llenos de colillas: «Nada huele peor que un amor
muerto.»
Y día a día, sin darme cuenta, había venido reemplazan
do a la mujer cada vez más arrancada de mi carne por una
estatua que me parecía cada vez más esculpida en mi cora
zón. Todavía no sé, no entiendo cómo ocurrió. Sé que, in
ventando pretextos, sacando motivos de mis puños como un
prestidigitador—¿no soñé siempre de niño con serlo?—, fa
briqué pieza por pieza este viaje difícil y costoso. Nunca lo
objetivé en mí de un modo preciso. Ni siquiera pasé por el
recuerdo consciente de mi anciana y fugaz amiga. Todo se
preparó dentro de mí a tanta profundidad como puede tener
el mar del inconsciente. El nombre de la baronesa van Hel-
der no volvió a mi cabeza ni a mis labios si no es hoy, junto
al mar del Norte, en el mismo hotel de hace cuatro años. Y
eso es lo que me han respondido. Y la angustia irracional,
de animal arrinconado que me sobrecoge es porque sólo a
través de ella podré llegar al busto que, curiosamente, se
presenta a mi pensamiento como el antídoto de una mujer
perdida, de un amor muerto que sigue en mi sangre. (¿Arras
tra la sangre en su curso lastres inertes, como los ríos ra
mas de árboles mutilados? ¿Conserva, transporta, al modo
de glóbulos blancos, venenos que la ayudan a luchar, a vivir
en tanto que sangre ?) Porque siento que sin el busto tendré
que volver a ella, que regresar entre los muertos, entre los
perdidos, a un mundo del pasado, en el que yo mismo existo
sólo como una materia descompuesta. A un continente de ce
nizas, a una Atlántida de ruinas sumergidas.
Tengo que encontrar el busto. Tengo que encontrar a la
baronesa van Helder.
Como hace cuatro años, me detengo en la puerta del ho
tel y miro en torno mío. No hay sol. Un poco de niebla des
ciende en fumarolas casi imperceptibles sobre el mar. Al fren
te, una banderola blanca se agita muellemente. No hay aire
casi. «Los cuatro hijos de Eolo . . . » ¿dónde están? Nece
sito también el aire, la tormenta de aire oscuro, de aire de
siete colas de aquel año, como se necesita una brújula, como
se necesita una luz. Movido por un afán subjetivo de recons
trucción, vuelvo a mi cuarto, tomo un coñac, enciendo un ci
garrillo, fumo unos momentos y vuelvo a salir. La puesta en
escena es impecable. El aire empieza a desenvolverse como
entonces. No tengo más que cerrar los ojos y dejarme llevar.
Camino diez minutos por la orilla del mar mientras el viento
arrecia. Su intensidad creciente me indica cuándo debo vol
ver hacia la izquierda. La memoria de los sentidos es la más
exacta, la más inflexible de todas las formas de la memoria,
la del corazón se equivoca siempre. Casi siempre. Vuelvo a
la izquierda y me dejo llevar aún. ¿Tienen conciencia de su
viaje las hojas arrastradas por el viento ? A medida que avan
zo reconstruyo, a ciegas, todo el camino. Hay que volver aún
tres veces antes de encontrar el sendero bordeado de arbus
tos, ya crecidos. Ahora recuerdo que, faltando poco para lle
gar a la casa, había una especie de crucero de caminos en el
que el aire se hacía sentir de un modo particularmente ce
gador y lacerante. Veinte o treinta metros más, estoy seguro,
y los recorro a ciegas y abro al fin los ojos en busca de alber
gue, y me encuentro frente a un punto muerto, revestido de
césped amarillento hecho paja ya. Aquí no hay casa alguna,
ni enfrente, ni a los lados. El campo se extiende en todas di
recciones, libre y raso. Si sigo de frente, me tomará dos ho
ras cubrir las diez o doce villas que se ven dispersas a la dis
tancia. Continúo y busco en vano lo que busco atravesando
ciegamente, aunque con los ojos ya abiertos, un desierto que
es más bien ése que se extiende sin remedio dentro del hom
bre. Aquí no hay una sola villa que se llame La Esperanza.
Tendré que preguntar. La gente suele cambiar los nombres
de sus villas—al perder la esperanza quizá. Pregunto donde
quiera, primero de modo gradual, sereno, al fin con un fre-
nesí incontenible.
—¿La Esperanza? No sé. ¿Qué es eso? No comprendo.
El señor se engaña.
Tomo otros senderos, llamo a nuevas puertas. Inútil pre
guntar por la villa. Pregunto, entonces, por la vieja propie
taria, por el nombre más viejo de la comarca.
—¿Van Helder? ¿Qué es eso? Connais pas. Connais
pas. Nunca lo oí mencionar. Connais pas.
Vuelvo a mi hotel a las seis de la tarde, exhausto, des
hecho, febril. No, no. Hay que tener calma. Hay que recor
dar bien. Hay que reconstruirlo todo. Quizá he confundido
el nombre. El nombre de la mujer o el nombre de la villa. ¿ No
hay en Londres un restaurante que se llama La Speranza?
Habrá que ver. Pero primero tengo que descansar. Y tengo
que comer. Y tengo que beber, que arrojar no ya la piedra
al agua, sino el vino en torno a la piedra de este amor que
llevo dentro y que me pesa tanto. ( VI-28-49 ).
INTERLUDIO
DORMIR—si eso es dormir—y repasar en sueños toda esta
informe historia envuelta o deshilachada en viento. Y sen
tir en el sueño que alguien se ha equivocado o que alguien
ha mentido. Y que al volver a preguntar daré con la respues
ta como cuando se da en la noche con la cerradura para la
llave o con el resorte oculto de un puerta secreta, o como
cuando, de pronto, se remata elegantemente la carambola
tantas veces tirada, tantas veces frustrada en la realidad de
la mesa de billar.
Despertar—si esto es despertar—y sentirse siempre ca
minando por las callejuelas incontables, entrelazadas, labe
rinticas, del ensueño —libre, como los presos o como los lo
cos, de ir de una pared a otra, de una alucinación a otra. Y
sentir que la sombra se organiza y se ordena y se coordina
bajo la presidencia de los ojos ora azul zafiro, ora verde li
cuado de aquel busto que se ha vuelto la única razón de ser
de una vida que de otro modo podría terminar ahora mismo.
Palpo distraídamente, sin pensar en ello, la pistola auto
mática que cabe igual que un juguete en la palma de mi ma
no y le doy breves golpes suaves como invitándola, ausente
de mí mismo, a esperar sin impacientarse, a tener confianza
en mi voluntad—lejana—de morir. Pero quiero morir limpio,
libre, y sé que sólo el busto—mi amor sin cuerpo ya—me de
volverá la libertad y la limpieza. ¿Y por qué aceptar la ne
gación del sueño en mis informantes, falibles como huma
nos? Hay registros, hay papeles, libros, almanaques nobilia
rios como el de Gotha. Olvidar todo lo demás y buscar. En
última instancia, hay cementerios. Era tan vieja ya, se había
quedado tanta suma de tiempo en aquella mujer que veía yo
dondequiera, ora desdentada y sibilante, ora egregia y divi
nizada en el busto, que era lógico que hubiera muerto. ¿Es
morir más difícil que otra cosa cualquiera?
Y así empieza la búsqueda de este sueño persistente y
pungentemente real, en la ilusión de realidad de alcaldías,
juzgados de lo civil, parroquias, sacristías, bibliotecas, mu
seos de arte. ¿ Por qué no estaría el busto en un museo, lega
do por la difunta—si difunta—al morir olvidando aquella
promesa al forastero, promesa que bajo esta luz y al abrigo
de aquel viento parece más bien una coquetería mentirosa de
mujer halagada por un hombre todavía joven, por un reclu
ta del batallón de enamorados que tanta simpatía, tanta ter
nura le inspiraban? La casa pudo ser demolida a la muerte
de la anciana propietaria, pero su nombre queda vivo como
una razón para vivir: La Esperanza. Pero nadie parece co
nocer ya el nombre de la mujer: no hay baronesa van Hel-
der por ningún punto cardinal. ¿Y si hubiera sido, simple
mente, una enferma—no una loca peligrosa, pero una psicó
pata, una mitómana, una imaginación traumatizada por la
guerra—quizá una sirvienta que se atribuía el nombre y la
gloria de su ama desaparecida en un campo de concentración
o en un horno crematorio? ¿No se llaman los criados con los
títulos nobiliarios de sus amos en las comedias de Moliere?
Saute, marquis! ¡Dar tan grave importancia a esta historia
—entregar mi vida a un busto como soñado—y que todo re
sulte una cosa idiota, un episodio cómico hasta la ridiculez!
Porque nadie conoce—nadie parece conocer—a la baronesa
van Helder, y si aquella mujer era sólo una vieja iludida y
chocha, quizá había inventado también el nombre y todo el
cuento en un sueño para escapar a una realidad rastrera y
vestida de harapos. Mejor desistir y volver a mí mismo, a mi
país—mi tierra—a mi destino, mi infierno, a mi trabajo, mi
salvación. ¡ Ah, no ! ¡ Porque no había inventado el busto !
¡ Porque yo lo vi y lo toqué! Porque el busto es la única rea
lidad palpable en todo esto.
Y así salí a buscar otra vez aquel viento, que era lo úni
co que podía guiarme aunque me desollara y me barriera.
Aquel mar de viento solo camino hacia la realidad de un
puerto.
III
LA IRREALIDAD DE LAS
COSAS REALES,
LA FANTASMAGORÍA
DE LA REALIDAD.
OLOROSAS maderas cuyo aroma pertinaz y vivaz se mez
cla al olor del podrido papel viejo, amarilloso, que amena
za hacerse polvo entre los dedos. Y esas emanaciones hú
medas, penetrantes como cuchillos oxidados del polvo acu
mulado en los anaqueles, resistentes a plumeros y lienzos de
limpiar, presencia también del tiempo que no se va, del tiem
po que se queda. Y el vacío. Un vacío que se alarga y toma
momentáneamente todas las formas, como las nubes y los
cortinajes al impacto del viento. Y siempre el viento. Pero
ahora no es el de las calles, sino una suerte de elemento que
se ha formulado, formado en mí y que me cingla y me fusti
ga y me desuella y me barre por dentro.
Nada en la parroquia. Nada en la alcaldía. Nada en el
juzgado civil de este pequeño lugar. Y si se me ocurre hacer
preguntas, es toda una cosecha de silencios, de miradas con
venidas, de sonrisas de través, de encogimientos de hom
bros, de tácitos sin-duda-este-pobre-hombre-está-loco apun
tados por un índice discretamente soslayado hacia la frente.
«No se sabe lo que dice ni lo que busca usted. No, no, va
yase. Tengo mis quehaceres. Tengo lo que usted no parece
tener: una vida propia, real, firmemente asentada en la tie
rra. En mi tierra.»
Esta mañana es la coronación de todo, y curiosamente
un sol tibio, indiferente, de una indolencia casi grosera, pres
ta leves destellos al herbajo verde mate del pequeño cemen
terio blanco y azul a trechos—azul cielo desteñido. Larga
navegación en pos de un continente desconocido, y la con
ciencia contundente, brutal de pronto, de que no habrá tie
rra. Porque no hay tierra ya para cubrir más muertos. He
leído todas las lápidas—sencillas, conmovedoras, sobrias,
cursis, mentirosas a menudo para cubrir las apariencias en
que tienen que seguir viviendo viudos y deudos, huérfanos
desheredados, maridos o esposas infieles. La muerte, así,
parece seguir también las reglas de una organización social,
establecer categorías y ser una traslación de la hipocresía
de la vida, que es un elemento constitutivo indispensable.
¿No podría alguna de estas numerosas Francoises, Jeanne-
Maries o Jacquelines, o Joséphines o Yvettes o Brigittes o
Marie-Josés ser aquella que se decía mi busto ? Baronesa van
Helder, sí, pero ¿cómo se llamaba? ¿Cómo era el nombre
que pronunciaba a besos el escultor que la había amado?
Piensa uno en todo—recuerdo todos los detalles que capté
de ella, aun el juego impenetrable de sus sonrisas que juga
ban a ser con dientes o sin dientes, el gobierno azul zafiro
de sus ojos sobre los rasgos envejecidos y las arrugas que
podría llamar jóvenes por lo vigorosas y acentuadas—y no
se me ocurrió preguntarle cómo se llamaba aparte del nom
bre de familia o qué diminutivo predilecto tenía, o si su nom-
bre era quizá el mismo de la mujer que me destituía de la vi
da y que era, en su generación, el mismo tipo que la señora
baronesa en la suya. Pero me había yo limitado a decir ma
dame. Quizá dije también madame la baronne, y quizá—y
porque el momento no era el más oportuno — me vino fugaz
mente a la memoria y no lo mencioné el cuento picante de
madame la baronne, su doncella y monsieur le barón y el
chofer. Nadie hay que pueda informarme, ni un chofer ni
una doncella, ni un monsieur le barón. Nada ríe en mí, no.
Mi risa está muerta y enterrada quizá bajo una de estas lo
sas. Y fugazmente, idiotamente, recuerdo a aquel oficial en-
corsetado de la Gestapo. Él podría informarme. Pero ¿en
qué prisión se pudre? ¿En qué cementerio duerme, si puede
dormir?
Este silencio acompasado, alto como una voz—porque el
silencio tiene y sigue sus escalas propias y puede llegar a ve
ces al clamor, a ensordecernos—, del pequeño cementerio,
que no me deja oír las pequeñas voces de esa mujer y de ese
niño, de ese hombre ya vencido por la edad a quien acompa
ña una niña rubia y tosca, de piernas arbóreas y sin curva
que ponen flores en tumbas recientes, una todavía sin lápida.
¿ Sube el silencio al cielo o baja de él, o se trata de un en
cuentro entre dos silencios—el único encuentro posible aquí
donde nadie se encuentra ya con nadie, donde los vivos y los
muertos no llegan a encontrarse nunca más aunque los vivos
mueran, aunque los muertos resuciten ? Sus tiempos no se en-
cuentran.
Ce toit tranquille oü marchent des colombes,
entre les pins palpite, entre les tombes.
Mentira. No hay palomas aquí. No hay pinos. No hay
tumbas. No hay nada real. Sí. Lo real es que no hay baro
nesa van Helder, ni viva ni muerta. Quizá no ha muerto, y
quizá por eso siento como si no hubiera cementerio aquí.
Y en Bruselas, la lluvia metódica, profesional, dijérase,
de las grandes capitales de Europa que parecen no gastar
mucho sol por encontrarlo un tanto cursi, o quizá muy caro.
Al hojear viejos libros y almanaques nobiliarios tengo la im
presión de que llueve también sobre ellos y de que la lluvia
quiere borronear las páginas para que no encuentre yo lo
que busco. Un rayo, al fin, tan módico que es sólo un deste
llo de sol: Van Helder, General Máximo. Muerto sin des
cendencia en 1875. Él cierra la lista de los van Helder en los
dos o tres almanaques que los incluyen.
En el Registro civil de Bruselas busco también en vano
a mi fantasmal baronesa. Quizá no nació ni fue registrada en
la capital. Y si el general Máximo murió sin descendencia
en 1875, ¿fué hija postuma ella, o adoptada? No se casó. Su
nombre era suyo. Quizá nació en un lugar de la provincia.
¿No me dijo que su familia era una de las fundadoras de
aquella región en que la vi y la soñé y en la que no hay si-
quiera un lugar en el camposanto para ella ? ¿ Ir aún a Gan
te, a Amberes, a Brujas, a Mons, a Charleroi, Tournai; Os-
tende, Turnhout, Déost, equis ygriega, zeta? ¿Por qué no?
Al volver esta noche a mi hotel la marcha de mi sangre
se altera y precipita. Llego a mi cuarto y abro la puerta con
el corazón golpeándome despiadadamente el pecho. En vano
todo. No está allí, no me espera la sombra de la vieja mujer,
no me espera un paquete llegado por obra y vía de misterio
so, impenetrable milagro que, al retirar su envoltura, me en
tregue, me devuelva mi busto de ojos azul zafiro verdeante.
Nada me espera. ¿Qué caso tiene seguir así? La peque
ña pistola se ofrece a mi caricia. Esperemos a mañana, ¿ quie
res?, pregunto. Y en el pasillo estalla la risa fresca de una
mujer. Entreabro mi puerta—no sé por qué estúpida curio
sidad. Es la pareja que ocupa el cuarto vecino, maduros y
gordos los dos y terriblemente animal y vulgar ella, con un
sombrero grotesco. Ríen tan a sabor que ni siquiera vuelven
los ojos hacia mi puerta. Para matar un impulso repentino de
salir y de volver al Registro civil y a la biblioteca—cerra
dos a estas horas—y hacerlos abrir a fuerza de voz y de an
gustia, escribo detalladamente mi búsqueda de estos días en
pos del pequeño detalle que sin duda he omitido y que me
daría la solución. La misma furia mecánica que me hace es
cribir durante horas perdiendo la cuenta de los highballs
que me sirvo maquinalmente y que dejo siempre a medias
•—pequeño, ridículo ejército de vasos en línea desplegada —
me hace destrozar en minúsculos fragmentos las hojas cu
biertas por una escritura que resulta ilegible, irreal para mí
mismo. Claro: no hay que escribir más que la verdad y nada
de lo que yo consigné aquí es cierto.
Una sensación, un vértigo de frustración me sobrecoge.
No hay realidad si no es en aquel sueño. Pero ¿qué sueño?
¿Y cómo volver a él, en todo caso? Nada parece importar
me ya. Tenderme en mi cama, yacer relajando todos los
músculos de mi cuerpo y todos los resortes tensos de mi me
moria. Dormir. Dormir y no soñar. Negrura absoluta. Pien
so como un autómata: Es el oscurecimiento de la guerra. La
blitz, los robots, las bombas V - l , las bombas V-2. Vuelvo a
oír, y a contar, las sesenta y siete explosiones que conté una
noche en el cuarto de aquel hotel en Half Moon Street, la
noche en que la V-2 emitida desde Holanda cayó por azar
sobre el depósito de municiones del duque de Kent. ¿Sesen
ta y siete o sesenta y ocho? ¿Se acabará Londres hoy? ¿Y qué
hace, entre tanto, la Defensa civil de la ciudad? ¿Vendrán
sólo cuando haya pasado todo, a recogernos en pedazos, y
eso para que no demos mala impresión a los vivos ? Una ex
plosión aislada todavía. Y entonces se hizo la luz.
—No, no, no, señor. No puede usted levantarse. ¡Por
favor!
Es una voz joven. A parpadeos dibujo poco a poco un
rostro fresco, no muy fino, una boca sonriente sin rojo arti
ficial, unos ojos de azul pálido, muerto, ni siquiera metálico,
que circunda un gran halo blanco. Cierro los ojos para apar
tarla, para conjurarla o destruirla.
—¡Tengo que ver al coronel Thornton! ¡Qué está hacien
do el coronel Thornton? Son sesenta y siete explosiones ya.
¡ No! ¡ Sesenta y ocho!
—Doctor, ¡por favor, doctor!
IV
SUEÑO DE REALIDAD.
HASTA ahora no sé cómo ni en qué momento disparé la pe
queña pistola automática. Ni me explico de qué modo pudo
desviarse la primera bala dejándome sólo una herida super
ficial en la cabeza, que no interesó al cerebro. ¿Tuve alguna
vez vocación, o veleidades de vocación, de suicida? No lo
creo. Y, sin embargo, había adquirido una pistola y había
flirteado con ella y con la idea, esperando quizá por este re
curso encontrar razones para volver a apegarme a la vida,
sobre todo si lograba algún día reunirme con mi busto. Reu-
nirme con él como con un ser vivo, irradiante, magnético en
una atracción comparable a la de la juventud, a la de la be
lleza, a la del simple deseo quizá. El busto era un signo y un
cáncer que, paradójicamente, me daría la vida. Un signo con
venido, en suma. ¿Cómo, por qué lo hice entonces?
En apariencia, disparé toda la carga de la pistola en un
solo tirar del llamador; de las otras ocho balas tuve noticia
algunos días después. Una había perforado, de abajo arriba,
una gruesa enciclopedia en la que rastreaba yo aún a la fa
milia van Helder; dos más se incrustaron en la pared a mi
izquierda, junto al balcón cuyos cristales perforaron otras
dos. Algún movimiento reflejo cambió la trayectoria y las tres
balas restantes agujerearon la puerta y mataron en flor la
risa obscena de la pareja del cuarto vecino, que regresaba,
y que notificó a la dirección del hotel el atentado contra sus
vidas. ¿Por qué, cómo lo hice?
No tengo el menor recuerdo de nada, fuera de haber con
tado, en las vertiginosas matemáticas del sueño, sesenta y
siete o sesenta y ocho explosiones, eco múltiple de los nueve
disparos en mi cabeza. Por eso entonces, claro: porque lo hi
ce en sueños, en esta falsa realidad que no puede acabar con
la realidad verdadera de mi sueño (Sept. 15-68).
Lo curioso y lo importante para mí, sin embargo, el fru
to de esta especie de primera muerte era haber recordado él
nombre del coronel Thornton, jefe de la Defensa civil, y su
relación sentimental con la mujer del busto. ¿Le habría es
crito ella la carta que me dijo y enviádosela directamente
en vez de confiármela conforme a su promesa, puesto que no
volvió a verme? ¿Y había existido esa relación, ese noviaz
go, ese amor, o era todo parte—arte y parte—del mito in
ventado por una sirvienta loca ?
Aquellos cuatro años habían pasado sobre mí como ex
trañas bestias galopantes. No eran, propiamente, tiempo, si
no desechos, lastre que necesitaba yo arrojar de mí con la
esperanza desesperada de que se llevaran en su torbellino
de polvo a la mujer a quien ya no quería yo querer. Todo se
simplificaba entonces. No tenía yo más que ir a visitar al co
ronel Thornton en su apartamiento de Ryder Street, en un
inmueble construido a la terminación de la guerra, pero en el
solar del anterior, donde también vivió, y que una bomba
V-2 había disuelto literalmente.
Un nuevo parpadeo me permitió ver a la enfermera an
siosamente inclinada sobre mí para impedirme mover.
—Tengo que vestirme—dije—, tengo que salir ahora
mismo.
Su mirada fue dulce y enérgica a la vez—negativa.
—Tengo que, repetí sin mirarla. Sus manos eran finas
—me parece recordar—, suaves y pequeñas, y debo de ha
berlas apretado cruelmente. No emitió queja alguna, pero
una o dos lágrimas rodaron hasta mis puños.
Fue el médico—recuerdo sólo su voz, profesional, im
personal—quien me informó que estaba yo en un hospital
en Bruselas y que en toda apariencia había querido matarme
tres días antes. Me eché a reír con una risa un tanto desga
rrada, un sí es no es histérica. La realidad era cada vez más
absurda, más irreal.
—La herida cicatrizará en corto plazo—dijo la voz—, y
no es muy grave. Pero está usted en un estado de choque y
no puedo asumir la responsabilidad de dejarlo salir del hos
pital antes de estar seguro de que sus facultades no han su
frido un deterioro profundo y de que no corre usted un pe
ligro mayor. Lo siento. ¿Papel y pluma? No. Todavía no
puede usted hacer esfuerzos mentales. Descanse, duerma.
No sé por qué la voz evocó, tumultuosamente, el viejo
poema de José Asunción Silva:
Salga de mañanita,
coma bien, duerma bien, báñese.
Lo que usted tiene es hambre.
Tenía yo hambre, sí. Hambre de penetrar el sueño y de
vorarlo. Hambre de vivir mi vida en el busto. Y volví a reír,
tontamente, y supongo que dormí.
Tengo aún la idea de haber escrito al coronel Thornton
—dos veces. Probablemente lo soñé también, pues nunca
recibí respuesta ni me fueron devueltas mis cartas.
Terminaba casi el otoño cuando al fin salí a la calle. Se
guía lloviendo, y otra vez sentí en mí el movimiento del vien
to que crecía. Y me dio miedo. Y recordé que no me habían
devuelto mi pistola. Podía comprar otra, en todo caso.
Hice mis arreglos en el menor tiempo posible—atando
cabos, pellizcando centavos aquí y allá—, y a mediados de
diciembre pude llegar al fin a Londres. Mal momento. No
había nieve aún, pero el clima inclemente y hostil parecía tra
tar al visitante con la decantada reserva británica que se de
ja sentir siempre que no ha habido una presentación formal.
Tampoco era propiamente cierzo lo que cortaba la cara co
mo una hoja de afeitar embotada, oxidada, como un pedazo
de vidrio más bien. Agotado casi en Bélgica mi permiso re
glamentario de recuperación, había tenido que hacer toda
suerte de maniobras burocráticas para obtener que se me
permitiera ir a Inglaterra por breve plazo, con un encargo
personal de un jefe—encargo complicado que me impidió los
primeros cuatro o cinco días buscar al coronel Thornton. Su
número aparecía en el directorio telefónico, y llamé varias
veces sin obtener respuesta. Entre tanto, el tiempo empeo
raba. Noches de neblina en las que me movía yo, descubrí,
con bastante soltura—quizá por la larga costumbre de cami
nar por la ciudad durante los oscurecimientos de la guerra,
quizá porque lo que para mí era real estaba envuelto en nie
bla y ésta se había convertido en mi elemento propio—man
tenían un ambiente gris sucio que era como una muralla im
penetrable a la claridad matinal y aun a la luz eléctrica. En
mi primera mañana libre, al salir del hotel, alcé los ojos al
cielo—un cielo mate, lejano—, y el recuerdo me trajo mi pri
mera sonrisa, ¿ en cuánto tiempo ? Mis amigos ingleses solían
celebrar el cuento. En otra mañana parecida, años atrás, me
había caído bastante cerca mi primera V-2, dejándome un
tanto receloso, y en la calle, alzando los ojos, en el cielo
mate y sucio vi, no precisamente brillar, más bien girar, una
esfera indefinible, cobriza. ¿Otra de las nuevas armas de
destrucción quizá? Pregunté al primer bobby que encontré
al paso qué era eso, y él me miró con profundo reproche
mientras decía: That's the sun, sir! Como sea, la sonrisa es
una buena higiene. No presté atención al lento aire frío
—¿acaso no había en mí un torbellino de viento hirviente?—,
y caminé con ligereza, por primera vez también en muy lar
go tiempo. Me sentí tan libre de pronto que no resistí a la
tentación y me compré un encendedor de gas y unos cigarri
llos especiales en la tienda de Dunhill, y recorrí la corta dis
tancia hasta Ryder Street no sólo como un hombre que no
tiene cuidado alguno, sino como un hombre que tiene una
esperanza. La Esperanza, eso es. La Esperanza. ¿No iba a
devolverme a la realidad el coronel Thornton ?
El primer choque sobrevino al buscar en el tablero de
timbres el número de su apartamiento. Su nombre no esta
ba allí. Tampoco se veía botón alguno para llamar al super
intendente o portero del edificio. Permanecí buen rato en el
umbral, indeciso. Si nadie podía informarme en este lugar,
había la alcaldía, la Foreign Office, la Defensa. Cuestión de
paciencia nada más. No saboreé ya el cigarrillo especial de
Dunhill, que arrojé a medias después de pasear frente a la
puerta como paseábamos en México frente al balcón de la
muchacha que creíamos que nos había sonreído y nos quería.
Iba a marcharme ya cuando un taxi se detuvo cerca de mí,
del que bajó una mujer madura bien vestida—el tipo clásico
de la señora miembro de uno o más comités de cualquier co
sa, y quizá del Parlamento. Hundiéndome las uñas en las
palmas de las manos, que sentí desagradable e inusitadamen
te sudorosas, saludé, presenté excusas por molestar y pre
gunté. Una mirada en blanco de ojos azules que no eran cier
tamente aquellos de mi busto. No. No podía informarme so
bre el coronel Thornton, y lo sentía tantísimo. Conocía su
nombre y parecía que. . . Pero no, no, no podía recordar
nada. ¿Por qué no dirigirme a la administración del edificio?
El nombre y la dirección, muy cerca de allí, eran fáciles de
retener. Diez minutos más tarde pasaba yo mi tarjeta y, re
cibido tras una breve espera, exponía el objeto de mi visita.
El hombre recordaba en su aspecto, vagamente, a An
thony Edén, joven. Me escuchó con tanta atención que me
sentí obligado a hablar más de lo necesario y a subrayar va
rias veces mi interés en comunicarme con mi viejo amigo. Mi
interlocutor tosió ligeramente, alisó un poco los puños de su
camisa, cuidadosamente doblados o replegados sobre los de
las mangas del saco en protección contra el polvo de las ofi
cinas—economía inglesa—, me ofreció un cigarrillo y sólo
cuando me hubo dado fuego me dijo con perfecta compostu
ra y fría sencillez:
—Pero mi querido señor, el coronel Thornton murió ha
ce varios meses, un año quizá. Perdón.
Consultó un tarjetero del tipo kardex, arrugando el en
trecejo como si la operación fuera particularmente grave, o
secreta, o dolorosa.
—Aquí estamos, sí. Todavía más tiempo, según veo. El
coronel murió en octubre del año pasado. Lo siento mucho.
Hubiera podido creerse, por su solemnidad, que él era el
encargado por divinos poderes de organizar la partida a otro
mundo de los inquilinos del inmueble. Un golpe de vacío, re
pentino, contrajo mi estómago hasta hacerme sentir tan pró
ximo a la náusea que sólo me armó contra ella el espectáculo
del impecable escritorio y de la alfombra clara. Vomitar o
reír parecía lo único posible. Me abstuve de ambas cosas.
¿El fin de todo, el callejón sin salida? Una voz ajena a mí,
que me hizo el efecto de ser, por no sé qué arte de birlibirlo
que, un ventrílocuo, dijo:
—Pero debe de haber algún pariente, ¿no?
Repetición de la tos, reajuste de los puños, refruncimien
to de cejas y consulta el kardex.
—Hay sus abogados, si quiere usted molestarse. . .
Con limpia eficacia anotó en una hoja arrancada a un
block sujeto por una armazón de metal nombre y dirección
y me la tendió. Actué con propiedad la ceremonia de agra
decimiento, y sólo al estar en la calle hice una bola de la
hoja de papel y la arrojé al arroyo para recogerla un ins
tante después jugándome la vida entre dos taxis y un Rolls-
Royce impaciente. No leí el papel, que conservé hecho bola
entre mis dedos, hasta que estuve sentado, algún tiempo des
pués, en el bar Rívoli del hotel Ritz. No podría precisar ya
cuánto tiempo me tomó recorrer la breve distancia detenién
dome minuciosamente en cada escaparate sin ver nada en
ninguno, depositando maquinalmente una moneda en algún
cepo de no sé qué en Piccadilly y comprando algún diario
que olvidé en el bar después sin leerlo. No formulé siquiera
objetivamente la intención de ir a un bar. En realidad, pen
saba en ir a una iglesia más bien, pero no a una iglesia an-
glicana, y sentí el impulso de tomar un taxi que me llevara
a la más próxima del culto romano, pero mientras lo pensa
ba me detuve ante un cristal cualquiera, alcé la mirada y vi,
en el escaparate de una tienda de fotografía la foto de un
obispo o cardenal—ignoro de qué secta—, hombre joven y
hermoso que enarbolaba una sonrisa tan diabólicamente lle
na de vanidad que me sentí despojado de la idea misma de
Dios que parecía abrirse paso en mí. Reaccioné como el hom
bre que escapa de ser atropellado por un tranvía. Sólo una
cosa tenía sentido para mí: el coronel Thornton era la última
liga viviente con la vieja mujer de La Esperanza, Muerto él,
¿ qué podía yo esperar ?
Ordené un whisky soda con hielo sin atender al mudo
reproche del camarero por mi desacato norteamericano, y
después de un primer sorbo y de encender un cigarrillo, des
plegué y desarrugué minuciosamente el papel. En limpia y
elegante caligrafía un tanto mecánica—y sólo en ese mo
mento recordé que me había llamado la atención pasajera
mente que el joven Edén era zurdo— leí:
Cheetham, Cheetham and Erthswaite
Solicitors for the late Colonel Thornton,
Lincoln s Inn, Holborn.
Así, pues, todavía, para saber si podía yo esperar algo,
tendría que hacer una inmersión en ese viejo ombligo del
mundo, cuya última juventud parece corresponder a la épo-
ca de Dickens, ¿ Por qué no abandonar de una vez todas mis
absurdas ideas? ¿Por qué no buscar otra realidad, otra dro
ga? Hice nuevamente bola la hoja de papel y la dejé en un
cenicero sucio que pronto fue cambiado. En la mesa frontera,
una mujer sonreía—¡oh, a alguien más! Era joven y boni
ta. Así, no tenía la menor semejanza con la evanescente ba
ronesa van Helder de mis pesadillas, pero tampoco con la
mujer de mi historia privada, pequeño buitre de un peque
ñísimo Prometeo. Pero vi en ella—sin duda porque lo quise
así—la mirada entre verde y azul zafiro del busto, y me di
cuenta de que tendría que seguir adelante, de que estaba
engranado a un mecanismo que subía y bajaba vertiginosa
mente pero sin ritmo alguno, sin alternación precisa, de que
me había yo convertido en un hombre sin sombra, sin reflejo
posible en los espejos, de que ya no era más que mi obsesión
y de que sólo volvería a verme a mí mismo y recobraría mi
sombra cuando viera el busto.
Me hice toda clase de trampas: fui primero al Museo
Británico para contemplar otra vez el cráneo de cristal de
roca mexicano y la extraordinaria escultura de Coatlicue;
vagué por las callejuelas vecinas, y en una tienda que des
tilaba húmeda vejez encontré todavía una de aquellas re
producciones cromadas del busto de Nefertitis que se ha
cían en la preguerra en Alemania. Sin embargo, llegué a
tiempo al añoso bufete de los abogados del coronel Thorn-
ton. Me atendió el miembro más joven y único supervivien-
te de la firma, que debía de frisar en los setenta y ocho
años. El abogado Erthswaite, graduado de Oxford según
su diploma que colgaba en una pared del despacho, consa
gró un cuarto de hora a su recordación del coronel, su ami
go de toda la vida y hombre con quien la ciudad de Londres
tenía una deuda mayor que la de Inglaterra entera para con
Winston Churchill. La prueba: después de muerto, lo bus
caban aún amigos y admiradores extranjeros, reconfortante
cosa. No era yo el primero ni sería el último. Había muerto,
además, como un verdadero cristiano inglés, que no es lo
mismo que los demás cristianos, puesto que los cristianos
ingleses son, además, caballeros—gallant gentlemen. Sus
propiedades, rentas, valores y objetos personales—fuera de
legados a servidores fieles y viejos amigos (él mismo había
recibido un admirable Constable, ¿o Whistler?)—había ido
a manos de su sobrino Yves Thornton, oficial del ejército.
¿Su dirección? Claro, con todo gusto. La caligrafía del se
gundo papel parecía imitada de la del primero: la mano del
anciano abogado era firme y, mejor que escribir, parecía di
bujar con deleite:
Major Yves Thornton,
Astell Courts,
Chelsea.
No tuve que esperar mucho el taxi que me llevó a Chel-
sea. Ante la falta de respuesta después de oprimir insisten
temente el timbre del ¡lat del mayor Thornton, recurrí al
conserje, que fue sucinto: el mayor tenía una casa, heren
cia reciente, en Kiddlington, y había ido a pasar allí la se
gunda mitad de diciembre, Navidad, Año Nuevo, etc. ¿El
teléfono? Un tercer papel con el número. De vuelta en mi
hotel llamé inmediatamente. Una voz pesadamente femeni
na, con acento cockney, me informó que el mayor había ido
a visitar amigos a otro lugar. Regresaría a Kiddlington el
22 de diciembre solamente. ¿ H a b í a recado? Deletreé mi
nombre varias veces, subrayando sobre todo la circunstan
cia de ser viejo amigo personal del difunto coronel; dejé, pa
ra que no quedara resquicio alguno al error, el nombre y el
teléfono de mi hotel, así como el número del cuarto, para el
caso de que. . . pero recalcando que me presentaría yo en
la casa de Kiddlington el 22.
Sólo al colgar el teléfono me di cuenta de la fecha del
día: 17 de diciembre. Cada día iba a ser como un círculo del
infierno—un urgente deseo de releer a Dante me lanzaría a
las librerías a la mañana siguiente—¿y cuál era el objeto?
Si la mujer de Knokke-le-Zoute era real, si era la ba
ronesa van Helder que debió haber casado con el coronel
Thornton, ¿qué podía saber de esto un sobrino que perte
necía a otra generación, que quizá, como suele ocurrir entre
parientes, no había tenido mayor intimidad con su tío y que.
aun en el caso de frecuentarlo, había estado siempre al otro
lado de la barrera del grado y de la idiosincracia inglesa
quintaesenciada por las fiorituras de la educación militar? Y
otra vez el vacío, la desesperanza, la amenaza no ociosa de
la fatalidad de tener que regresar a aquella mujer que se ha
bía convertido sólo, por extraño modo, en un substituto, en
un peor-es-nada del busto hacia el que había yo orientado
mi vida sin poder explicar por qué.
Esa noche y las subsecuentes me laceró la obsesión de
un cuento de Maupassant, leído en mi adolescencia: La ca
bellera. Sólo que no eran cabellos, sino mármol lo que al fin
arrebataba mi razón para siempre.
Una noche—no sé a qué hora—me vestí y salí a cami
nar por Piccadilly. En la cuadra frontera a Green Park las
mariposillas inglesas paseaban, fumaban, esperaban estacio
narias y se ofrecían con voces que ellas creían arrulladoras
y fascinantes, prometiendo un paraíso en cockney. Elegí a
ciegas a una que era joven aún, y fuimos a algún lugar en
las orillas de Soho en el que ella comió pescado y papas fri
tas, y los dos bebimos cerveza hasta el momento en que avi
saron que se cerraba el pub. Tomamos la última, dejé a la
mujer en un taxi pagado y volví a mi hotel con la conciencia
de haber matado un día más. El resto de la noche leí El in
fierno, y al día siguiente me quedé en mi cuarto. ¿Por qué
no es dado al hombre tener varios cuerpos y varias mentes
y conjugarlos como los trajes y las corbatas, según el esta-
do de ánimo? ¿Y dejar colgado en un armario el cuerpo que
se fatiga, o guardada en una caja de sombreros la cabeza
que se obstina en seguir una idea, una teoría, una obsesión?
¿ Por qué no puede el hombre despedirse a sí mismo cuando
ya no se sirve ni se da gusto? Hay el suicidio siempre, claro
está. Puerta estrecha. Pero yo lo había intentado ya en sue
ños, como en sueños he hecho y sigo haciendo tantos movi
mientos inútiles, sin blanco, y no me dio resultado. Y ade
más, suicidarse es proscribir para siempre toda posibilidad
de cambio.
Llegó el día 22 y tomé temprano el tren para Oxford
siguiendo las instrucciones del conserje del hotel, y bajé y
caminé un poco por las calles de la ciudad, que hubiera que
rido conocer joven y estudiante. El tren pasa por Reading
y, como otras veces, al leer el nombre pensé en el proceso y
la prisión de Osear Wilde—¿su realidad o su sueño? Y
pensé que hubiera querido estar preso para no poder seguir
adelante pero que, no estándolo, tenía que seguir. Y seguir.
Y seguir.
Había que tomar un taxi en Oxford para cubrir las cin
co millas—no recuerdo ya—que separan a los dos pequeños
lugares. Y no había taxis disponibles. Una rápida investi
gación me puso en antecedentes: se celebraba una boda im
portante, y todos los taxis locales estaban contratados. Qui
zá esperando un poco. . . Por no sé ya qué motivo, había
una interrupción en el servicio de autobuses también.
Almorcé cualquier cosa en cualquier lugar, hotel o pub,
en el que—recordé de pronto—en diciembre de 1944 había
escuchado el mensaje de Navidad del rey Jorge Sexto, que
me sorprendió menos por su auténtica nobleza humana que
por la circunstancia de que el monarca había logrado casi
por entero dominar su tradicional tartamudez. A las dos y
media no había taxi libre aún. Me orienté y salí al camino.
Hacía un frío penetrante, de estación, pero el viento parecía
inmóvil. Busqué el rumbo a seguir, anudé mi bufanda, abo
toné mi abrigo, encendí un cigarrillo, me puse los guantes y
eché a andar.
Pude al fin formular mi sentimiento: tenía yo una terri
ble sed de realidad. Iba a buscar, a beber realidad ¿Qué
realidad ?
V
REALIDAD SIN SUEÑOS
REALIDAD DEL SUEÑO
N o SÉ CUÁNTO tiempo caminé como un autómata, obede
ciendo a un ritmo maquinal, con pasos largos que, sin em
bargo, no me comunicaban la impresión de avanzar. A poco
la sucia claridad vespertina se fundió en una tonalidad de
acero que gradualmente se hacía impenetrable a la luz a la
vez que a la oscuridad total estableciéndose como un ambien
te inmóvil, como un limbo o quizá como un planeta muerto
en el que ya no tienen acción ni efecto las evoluciones de la
atmósfera ni del clima, tal como los cadáveres no pueden
percibir el ruido ni la aurora ni el crepúsculo ni siquiera el
timbre de un teléfono. Fuera del tiempo todo en una inmo
vilidad indefinible—¿prehistórica?
Y de pronto volví a la realidad. El paisaje increíble,
sembrado de escarcha, se extendía y desdoblaba ante mi vis
ta como las profundas perspectivas de un cuadro de Chin
eo multiplicadas y vueltas monstruosas por Dalí. Todo en
torno mío parecía coagulado, detenido, suspendido en la ori
lla de un abismo sin fin. Y el aire estático empezó de pronto
a poblarse de miles de millares de alfileres que cada uno de
mis pasos hacía penetrar en mi cara. Pero otros más largos
parecían deslizarse por entre las costuras de mis guantes y
placas de sólido metal revestían el cuello y las solapas le
vantados de mi abrigo convirtiéndolo en una como gola de
Lo sabía yo, claro, y se lo dije. Lo estimaba mucho y me
habría encantado saludarlo en la paz ya que lo había cono
cido y admirado en la guerra, y sentía muchísimo su muer
te. Común destino, si, pero inaceptable siempre mientras se
está vivo. Y sabía también que había venido a casa de su so
brino para preguntarle si por azar su tío no le había hablado
de mí, no le había dejado algo—un encargo, un mensaje,
una palabra—para mí.
—That's just it, oíd chap, that's just it. Por eso hablaba
yo de un viaje inútil. Dejó una carta escrita por otra perso
na—olvido el nombre, lo siento—para usted, que está en un
sobre cerrado, en Londres. Yo debo quedarme aquí hasta
los primeros días de enero—hay una serie de reuniones na
videñas con viejos amigos del ejército. Usted comprende. Si
puede quedarse hasta entonces, bienvenido. Si no, podemos
hacer cita en Londres para más adelante. En todo caso, ¿pa
ra qué tener la molestia de viajar esta noche? Es usted mi
huésped.
Había desaparecido de un golpe aquella túnica de al
fileres que, al reflexionarlo, me había hecho sentir desnudo
y vulnerable como nunca y había traído a mi memoria en
desgarradora evocación el maravilloso cuadro de Gérard
David que describe el castigo del juez prevaricador después
del juicio de Cambises, cuando desuellan, minuciosa, deli
cada y quirúrgicamente al magistrado que hizo perder su
equilibrio a la balanza de la justicia. Ausente de mi cuerpo
aquella malla, la realidad a la que me había yo sentido de
vuelto por un momento se desvaneció de pronto y me so
brevino otra especie de desnudez, como si algo me hubiera
desposeído de mi tercera dimensión, robado de mí mismo.
Un desnudamiento, un despellejamiento del alma esta vez.
Pensé, vertiginosamente: ¿Dónde está la realidad entonces?
¿Mi realidad? ¿En lo que soy? ¿En lo que no soy?
Recuerdo confusamente que a poco, mientras hablába
mos de generalidades de la guerra, llegó un pequeño grupo
de alegres visitantes. Presentaciones. Grogs. Una escena de
la que no conservo memoria alguna, con un diálogo absur
do formado por mi silencio y por las frases cordiales y rien-
tes de los demás. Y las preguntas inevitables—inevitable
mente de orden geográfico—sobre México, y las evocacio
nes sin remedio ni escape de los cinco años de abominable,
sadística euforia nazifacista. Dunquerque, los ataques aé
reos, los campos de concentración, el aterrizaje de Rudolf
Hess, los movimientos llenos de angustia y de esperanza
subterráneas de los grupos de resistencia en Francia, en Ho
landa, en Polonia, en Checoslovaquia, en Bélgica.
—Y, claro—dije de pronto—, en Bélgica la baronesa van
Helder.
—¿ Quién ?
—No sé—declaró el mayor Thornton—, me suena va
gamente conocido el nombre, pero no sé. . . Tomaremos el
café en la sala, ¿no?
Otra vez. Otra vez. Otra vez la no realidad, el no sen
tido de las cosas. Y una como sensación de no existencia en
mí. Pero ¿puede sentirse si no se existe? ¿Es otra forma de
existencia o de inexistencia? Y lo que es apariencia nada
más ¿se siente o se percibe sólo como una suerte de aroma
indefinible? ¿Y cómo se percibe? ¿Con qué sentido, si el ol
fato no existe ? ¿ Cómo se puede ver lo que no está presente
de verdad, y cómo si no hay ojos abiertos ni vivientes? Bien.
¿No se ven acaso los fantasmas? Ah, pero ¿se ven? ¿No
se trata sólo de alucinaciones, de vértigos del inconsciente?
—¿Se siente usted mal, amigo mexicano? Cansado, cla
ro. Rotten weather. Le enseñaré su cuarto.
Lo seguí como un esclavo, como un objeto más bien. Y
me tendí en la noche como en un féretro.
VI
SUEÑO EN LA REALIDAD
jas de madera de la casa del mayor Thornton, sin saber por
qué. Descubrí la razón al cabo de un momento: lo que me
había detenido era una fascinación. Me fascinaba con má
gica potencia un espectáculo que no había visto nunca y cu
ya belleza me sacudió profundamente. Cubiertas por el cier
zo, las telas de araña de los ángulos interiores resplandecían
maravillosamente, cuajadas de diamantes que las convertían
en joyas sin paralelo en la Torre de Londres, en el África
Austral, el Transvaal o Golconda, en la India o Brasil, en
el Cabo o Borneo y quizá en algún otro planeta o en la luna
misma. No sé cuánto tiempo permanecí allí, tiritando, pero
arrebatado, destrozado por el espectáculo, afluyendo a mis
ojos las lágrimas que siempre me arranca la belleza mejor
que el dolor. Mi reloj, cuando pude echarle una ojeada, mar
caba las siete. ¿De la mañana, de la tarde, de la eternidad?
En el centro de aquella niebla no había más luz que la ce
gadora de las telarañas cristalizadas. «No se mueve una ho
ja sin la voluntad del Señor». Aquí ni aun con ella, quizá.
Nada se mueve. ¿Y es esto porque nada se mueve en mí,
porque nada me indica que vivo? Pero sé que mi vida no está
en mí ya, ni siquiera en aquella mujer que ha hecho doler
hasta mi sangre, sino sólo en el busto de mármol con ojos
de zafiro con destellos verdeantes de la señora baronesa
perdida, inencontrable, de la señora bruja, de la señora-
que-no-existe-van-Helder. Sé que mi vida ha transmigrado
al busto y que late en él, dondequiera que pueda estar.
—¿Levantado tan temprano?
El mayor Thornton, con un grueso sweater y una gorra
de lana escocesa.
—Parece que nevará hoy, y eso es todo un acontecimien
to. Tengo que sacar toda la parafernalia. Vamos a diver
tirnos en grande. ¿Quiere venir conmigo? Desayunaremos
en seguida.
Lo sigo, otra vez como un objeto o autómata, hipnotiza
do aún por los diamantes del cierzo. Pienso en decírselo, pe
ro ¿por qué dar a nadie lo que considero sólo mío? Sería
como si hablara del busto con un hombre que pasara por la
calle sin verme.
El desván es amplio. Veo viejos báules-mundo, male
tas, cajas de empaque, una bicicleta, una motocicleta, unos
patines, un casco y una pelota de fútbol, un trineo no muy
grande, largos skis reclinados contra la pared, en la que
cuelgan linternas y máscaras contra gas; veo cómodas des
pintadas, soperas y poncheras desportilladas, teteras decaí
das; incongruentemente, una rueca que ha de datar de muy
atrás, junto a un esbelto armario del tipo tallboy, carcomido
ya. Y en lo alto del tallboy, empolvado, sucio, abandonado,
humillado y solo, amortajado en el olvido, el busto. El busto
de la baronesa van Helder. Mi busto. Tengo un gesto de
propietario y voy a él ansiosamente y lo toco y lo tomo, lle
nándome de polvo. No sé ya con qué palabras explico la
legitimidad de mi gesto.
—Cuidado, cuidado, va usted a ensuciarse todo. Ahora
recuerdo, claro, y eso era lo que quería decirle anoche. Al
go que dejó mi tío el coronel y que no entendí.
—Pero es el busto de la baronesa van Helder. El mío.
Ella prometió dejármelo.
—Ya veo, sí, pero mi tío no fue muy claro. Cuando mu
rió—y murió en esta casa—dijo. . . ¡Claro! Por eso dije que
me sonaba conocido el nombre, sí. . . Pero dijo algo de la
carta que está en Londres, y algo más que no recuerdo.
Nunca tuve muy buena memoria, sabe usted, y creo que el
olvido prolonga la vida, ¡ja!, y creo que. . .
Sigue hablando, mayor, sigue hablando. Yo no puedo
oír nada, no puedo ver nada, no puedo aspirar nada, no
puedo tocar nada, no puedo saborear nada que no sea mi
busto. Esos diamantes del cierzo podrían ser mejores que
los de Golconda, pero no brillan como el zafiro maridado
con esmeralda de los ojos de mi busto. Mi busto. Mi vida.
* * *
Luna de miel. Conjunción de realidad y de sueño. Tan
real que me pareció un sueño. Tan sueño, que fue real. No
sé cómo expresarlo. Sé nada más que no podré expresarlo
nunca. No lo expresaré nunca. Sentir que vive uno al fin y
que los demás reconocen que existe uno y que no está solo
—que tiene toda la luz, toda la alegría, toda la fuerza, todo
el poder. Que tiene la única inmortalidad posible, la in
mortalidad que da la creación—la inmortalidad que da el
amor.
Imposible permanecer en Kiddlington después de reco
brar mi posesión. Me envolvió en llamas crecientes un de
seo de estar a solas con ella. El mayor Thornton fue com
prensivo y amabilísimo, aunque daba la impresión de no com
prender nada y de, simplemente, ceder el paso, dar gusto
a un loco. Entre los dos limpiamos minuciosamente el bus
to, y tuve la impresión en un momento dado de que a él em
pezaban a fascinarlo también los ojos azules. Vamonos, va
monos, ¡vamonos, amor, vida, eternidad! Lo empacamos
cuidadosamente. Me quedé ese día, y aunque hubo instan
cias para que pasara la Navidad en la casa, inventé excu
sas: mi mujer me esperaba en Londres, imposible dejarla
sola, ni hacerla venir con este tiempo, etc. Y había un com
promiso previo con amigos. . . Tomamos.cita para el 5 de
enero. Una copa en su fíat a fin de que me entregara aque
lla carta que. , .
Tomé el primer tren posible, volví a Londres y me en
cerré en mi cuarto del hotel con el busto y me entregué a
mi adoración. A veces, al contacto febril de mis labios, los
suyos parecían refrescarse y animarse en sonrisas cada vez
más fascinadoras, y cuando besaba sus ojos me quedaba
una sensación paradisíaca de frescura y un goce de alimen-
to que era a la vez una sed insaciable. A pesar de la tem
porada, gastando a manos llenas sin detenerme a pensar,
logré comprar un estuche dorado y negro de laca china, fo
rrado de terciopelo rubí, donde guardarlo protegido por uno
de esos candados chinos que se cierran por inserción. Ad
quirí la mejor cámara fotográfica y lo tomé desde todos los
ángulos, vertical, inclinado, yacente sobre mi almohada co
mo una mujer que acaba de entregarse y disfruta el reposo
que sigue al amor. Y mi felicidad me hizo olvidar mi situa
ción oficial en materia de licencia y mi cita con el mayor
Thornton. Comía yo a menudo en mi cuarto, y cuando salía,
después de cerrar celosamente el nicho con aquel candado,
para vagar al azar por las calles siempre sorprendentes y
fascinantes de Londres, era sólo para dar mayor perfección
a mi deseo, para sublimarlo y quintaesenciarlo y regresar al
fin—a menudo a pie y de largas distancias—como un pere
grino que vuelve a su Meca para adorar a su dios en su
ai-Medina.
Olvido la fecha en que, por curiosidad o impaciencia,
me llamó el mayor Thornton. El teléfono me despertó a las
nueve.
—/ say, oíd fellow, you're frightfully absentminded. I ve
been waiting.
Ofrecí disculpas: mi salud, el frío, la salud de mi mu
jer. ¿Cuándo podría ir?
—Desgraciadamente yo tengo sólo un momento hoy. De-
bo salir a Escocia esta noche. ¿ Podría venir a su hotel ?
No. No. No. Nadie debe verla ya.
—¿Quiere usted que almorcemos en el Berkeley?
Así lo hicimos esa tarde a la una. La más jovial conver
sación, la mejor comida posible. Por mí. Pasados el café y
los licores, el mayor se levantó y se despidió con efusiva gra
titud. Yo volví a sentarme para terminar mi coñac, con la
vaga sensación de que faltaba algo, pero orientado sólo ha
cia mi deseo de regresar a mi hotel. Un momento después
reapareció el mayor.
—/ say, oíd chap, parece que el desmemoriado soy yo.
¡Ja, ja!
Me tendió un sobre oblongo, rotulado con un letra an
gulosa y airosa, del tipo Sagrado Corazón, que decía mi
nombre. Di las gracias, sintiendo—¿por qué?—que se me
oprimía la garganta. ¿Era por ver al fin la caligrafía de la
mujer sin cuyo rostro el busto no hubiera llegado a existir?
Era como cuando da las gracias un condenado a muerte por
el pequeño servicio que alguien le hace antes de la ejecu
ción—el último cigarrillo, la absolución. Y sentí en mí el im
pulso rabioso de destruir allí mismo la carta, de no leerla
nunca. Y varias veces, sosteniéndola en mi mano izquierda,
la acaricié levemente con la llama de mi encendedor que te
nía en la mano derecha. Al fin salí del Berkeley. Con ella
contra el corazón, opresiva y casi asfixiante, caminé sin rum
bo fijo horas y horas. Por Piccadilly y Soho hasta el Mu-
Al fin conocía yo su nombre de pila.
Recuerdo confusamente que me eché a reír como un po
seído, que bailé una conga con la carta y que hice zalemas
a la señora baronesa ante el espejo, hasta que sin entender
por qué, puesto que la ventana estaba cerrada, sentí un vien
to que me recorría por dentro, un viento oscuro, despiada
do, cegador, y oí al cabo la voz que decía:
—¿No quiere usted resguardarse del viento, señor?
Y entonces abrí el nicho y adoré al busto.
VII
SIN REALIDAD Y SIN SUEÑO
Mi MODESTA situación oficial hacía ya inaplazable mi par
tida de Londres, pero no había en mí impulso alguno de mo
vimiento. Mataba el tiempo—que es el que nos mata—como
mejor podía, en coloquio cotidiano con mi busto maravillo
so y con la carta de Anne van Helder. Un día tuve la fan
tasía de que los expertos del museo de Madame Tussaud
me hicieran una réplica en cera del busto que pudiera yo
llevar conmigo a todas partes y colocar sobre un manequí
ideal. Era necesaria una fortuna en libras esterlinas, ¡ay!
Tuve que decidir mi partida, y la víspera misma del día
que por deber había fijado, me despertó la campanilla del
teléfono.
—/ say, oíd chap, me dijo el mayor Thornton. Lo más
chistoso del mundo. Y serio también. Encontré un papel de
mi tío diciendo que debo entregarle el busto que le entregué
pero que usted tiene que romperlo en mi presencia.
Balbuceé algo impreciso, un «No entiendo» para ganar
tiempo.
—Yo tampoco. Claro, sí, también yo pensé que el pobre
estaba chalado, pero hablé con el solicitor por algo que agre
ga el recado, y él lo confirma. Si yo no cumplo y usted no
cumple, me quedo sin la casa de Kiddlington, y eso fran-
camente no me agradaría. El viejo tenía empeño absoluto
en darle gusto a su vieja flama de condesa o duquesa en
cuestión. ¿Quiere esperarme en su hotel a las siete? Des
pués de la ¿cómo diablos se llama eso?, en fin, de la inmo
lación o de la ejecución del busto, lo invito a cenar. ¡Con
champaña !
Clic.
Sentir que se está en un mundo de gente cuerda siendo
loco. Peor aún, sentir que se está cuerdo en el manicomio
que es el mundo. Dormido en un mundo despierto o despier
to en un mundo adormecido, solo, unimismado, fuera de to
da realidad otra vez. Sentir la locura a mediodía y a media
noche. Sentir que va a morir el ser, el sueño por quien se
vive. Sentir que uno mismo debe matarlo. Sentir que no se
siente nada más que un espantoso vacío, una soledad sin
fronteras, sentir que hay que hacer morir y que hay que
morir. Tres salidas a la vista: huir, matar al mayor Thorn-
ton a martillazos. Matarme yo. Matarlo todo y a todos me
nos al busto. Y la frase ya encadenada a mi pulso como un
número progresivo insuspendible, de aquella funesta mujer,
aquella baronesa de opereta, aquella loca, adorable sin du
da, puesto que un artista enamorado le había dado la in
mortalidad. «No puedo pedir más para mí ni hacer menos
por usted. . . Haga lo que le pido por lo que fui, por mis
ojos, por mi sonrisa, por mi tiempo que se quedó . . . »
Abrí con reverencia sacerdotal el nicho y adoré aún. ¿ No
ha dicho alguien que la religión es un opio? Tomé no sé
cuántas fotos aún. Urgido por una voluntad extraña a mí,
helada como el acero, acerada como el hielo, salí un mo
mento a la calle y en una ferretería cercana compré un pe
queño martillo sólido y brillante que pesaba en mis manos
como una mala conciencia. Ordené champaña en mi cuarto
—con tres copas. Y esperé.
El mayor Thornton llegó a la siete de la tarde.
¿Cómo transcribir una conversación en dos idiomas di
ferentes, familiar de nacencia el uno, inaccesible y como in
existente el otro? No sé ya de qué hablamos ni qué dijimos.
El mayor me entregó el mensaje de su tío y una carta del
abogado. Todo en británica regla.
—Lo siento, oíd chao, porque creo que a usted le gusta
mucho ese pedazo de mármol, pero. . .
Siguió hablando y yo oía sólo la frase de la Liza-Gala-
teo de Shaw: «The rain in Spain. . . The shallow depressión
in the west of these islands is likely to move slowly in an
easterly direction...»
Serví las tres copas de champaña colocando una en el
nicho abierto. ¿Qué me importaba que aquel inglés se riera
de mí? Los ojos azul zafiro con destellos verdes parecían
seguirme todo el tiempo a cada movimiento que hacía yo.
Brindé con el mayor, prendí fuego a la nota del coronel y a
la carta del abogado y las dejé arder como incienso en el
nicho. Entonces acerqué la copa de champaña a los labios
de mi amor y en seguida la vacié sobre su cabeza. Gotas es
pumantes se prendieron pasajeramente a los párpados en
una dulce simulación de lágrimas. Entonces blandí y des
cargué con fuerza el martillo. Leve ruido. Al desplomarse
los pedazos, cayó intacto en la mesa, como un antifaz de
mármol, un trozo que abarcaba las cejas y los ojos azul y
verde. Lo puse en mi bolsa siguiendo un ciego impulso, asién
dome a un áncora de salvación: los ojos vivían todavía. En
tre los pedazos apareció un pequeño rollo de papel, introdu
cido sin duda por un orificio de la base que había sido se
llado después. Lo tomé y miré al atónito y divertido mayor
Thornton, como para preguntarle si debía yo mostrarle el
contenido.
El se echó a reír.
—Bueno, como dicen los yanquis, that's a hell of a pos
tal service! ¿Vamos a cenar?
Cenamos. Con champaña como el mayor había ofreci
do. Piper Heidsiek extra dry que yo elegí tocando en mi
bolsa como un amuleto aquel pedazo de mármol que pare
cía un antifaz que al ser desenmascarado el rostro se lleva
ra con él los ojos inefables.
VIII
EL SUEÑO SIN FIN
E L PAPEL era, en toda apariencia, una hoja arrancada de
un diario, y el texto breve:
Marzo (el día tachado) 1945. Imposible convencer al
coronel K. de que deje libres a los ciento cincuenta rehenes
a menos que le diga quién es el jefe de la resistencia. Creo
que lo sabe, además. Imposible convencer a B.—ni a ]., que
opera entre los dos campos y los vende alternativamente.
Los tres vendrán a cenar hoy a mi casa. Tengo el veneno
listo. Muerto K., se suspenderá la ejecución de los rehenes.
Muerto )'., no habrá más filtraciones. Muerto B.—tan obce
cado, tan impulsivo—, la resistencia podrá sostenerse hasta
el fin. El la compromete a diario, como en el caso de Ginette,
su familia y los vecinos barridos con metralla por su irre-
flexión. Pobrecillo. Duele, pero no hay remedio. Pensé en
tomar veneno también yo, pero prefiero que me maten ellos,
los boches, por respeto al gran nombre que llevo.
Fue fácil obtener mi disponibilidad por tres años sin dar
mayores explicaciones. Dentro de una hora debo tomar el
avión para Bélgica. Tengo poco que empacar. Acabo de
quemar todas las fotos que tomé del busto y los negativos.
Quizá quemar negativos sea una manera de afirmarse. Con
el pequeño martillo, en el hogar de la chimenea acabo de
pulverizar el antifaz con los ojos azul zafiro y verde esme
ralda, después de besarlos con mi vida.
Tengo un objeto al fin, una razón para soñar. Aunque
el viento sea más negro y lacerante que nunca, quiero ver y
hacer que vuelva a recordarse a la obliterada baronesa van
Helder, que vuelva a pronunciarse su nombre con una orgu-
llosa sonrisa y que se reconstruya, para el mundo en que
somos, su villa: La Esperanza.
CONSTA la edición de mil ejemplares
numerados más reposiciones y sobran
tes, impresos sobre papel marfil ate
zado, grueso. La imprimió Francisco
Antúnez en la ciudad de Aguascalien-
tes (José María Chávez 431) con tipos
Medieval de 14 puntos y Futura de 8
y 10 puntos; empleó tipo Garamond
para la portada y frontispicio. Acabó
la impresión el día 31 de octubre de
1973.