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Cuentos de Marineda Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentos deMarineda

Emilia Pardo Bazán

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Por el arte

Mientras residí en la corte desempeñando mimodesto empleo de doce mil en las oficinas deHacienda, pocas noches recuerdo haber faltadoal paraíso del teatro Real. La módica suma deuna peseta cincuenta, sin contrapeso de gastode guantes ni camisa planchada -porque enaquella penumbra discreta y bienhechora no seechan de ver ciertos detalles-, me proporciona-ba horas tan dulces, que las cuento entre lasmejores de mi vida. Durante el acto, inclinado sobre el antepecho osobre el hombro del prójimo, con los ojos en-tornados, a fuer de dilettante cabal, me dejabapenetrar por el goce exquisito de la música,cuyas ondas me envolvían en una atmósferaencantada. Había óperas que eran para mí uncontinuo transporte: Hugonotes, Africana, Pu-ritanos, Fausto, y cuando fue refinándose miinteligencia musical, El Profeta, Roberto, DonJuan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refi-

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nando mi inteligencia, porque en los primerostiempos era yo un porro que disfrutaba de lamúsica neciamente, a la buena de Dios, igno-rando las sutiles e intrincadas razones en virtudde las cuales debía gustarme o disgustarme laópera que estaba oyendo. Hasta confieso conrubor que empecé por encontrar sumamenteagradables las partituras italianas, que preferílo que se pega al oído, que fui admirador deDonizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazaren las redes de Verdi. Pero no podía durar mu-cho mi insipiencia; en el paraísome rodeaba de un claustro pleno de doctoresque ponían cátedra gratis, pereciéndose porabrir los ojos y enseñar y convencer a todo bi-cho viviente. Mi rincón favorito y acostumbra-do, hacia el extremo de la derecha, era, por ca-sualidad, el más frecuentado de sabios; la facul-tad salmantina, digámoslo así, del paraíso. Allíse derramaba ciencia a borbotones y, al calor delas encarnizadas disputas, se desasnaban enseguida los novatos. Detrás de mí solía sentarse

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Magrujo, revistero de El Harpa -periódico se-miclandestino-, cuyo suspirado y jamás cum-plido ideal era una butaca de favor, para darsetono y lucir cierto frac picado de polilla y asazanticuado de corte. A este Magrujo competíailustrarnos acerca de si las "entradas" y "sali-das" de los cantantes iban como Dios manda; ydesempeñaba su cometido como un gerifalte,por más que una noche le pusieron en visibleapuro preguntándole qué cosa era un semitonoy en qué consistía el intríngulis de cantar sfo-gatto. A mi izquierdaestaba Dóriga, un chico flaco, ayudante de unacátedra de Medicina, el cual tenía el raro méritode no oír nunca a los cantantes, sino a la or-questa, y para eso, de no oírla en conjunto, sinoa cada instrumento por su lado, de manera que,al caer el telón, nos tarareaba pianísimo, conentusiasmo loco, los compases, ¡morrocotudos!de los violines antes del aria del tenor, o lasnotas ¡de buten!, que tiene el corno inglés des-pués del coro de sacerdotes, verbigracia. Un

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poco más lejos, silencioso y mamando el puñode su bastón, que era una esfera de níquel, veí-amos a don Saturnino Armero, oráculo respe-tadísimo, ya porque sólo hablaba en contadasocasiones y para resolver las disputas de mayorcuantía, ya porque era uno de esos maniáticosde arte que tienen la habilidad de meterse porel ojo de una aguja en casa de las eminenciasmás ariscas e inaccesibles, y ahí le tienen uste-des íntimo amigo de Arrieta, y de Sarasate, y deGayarre y de Uetam y de Monasterio, y él sabíaantes quenadie el tren por que llegaba la Patti a Madrid,y esperaba a la diva en el andén, y a él le con-fiaba la Reszké la cartera de viaje, para quehiciese el favor de llevársela hasta su domicilio,y él asistía a las conversaciones más privadas,siempre silencioso y mamando el puño del bas-tón, pero oyendo con toda su alma, sin pesta-ñear siquiera, adquiriendo conocimientos pro-fundos y erudición peregrina y datos siemprenuevos. Este mortal iniciado podía disfrutar

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butaca gratis, pues desde el empresario hasta elúltimo tramoyista, todo el mundo era amigo dedon Saturnino Armero; pero iba al paraíso porno mudarse camisa después de embaular elgarbanzo. Quien más alborotaba el corro era Gonzalo dela Cerda, teniente de Estado Mayor, con puntasy collares de artista. Éste no venía siempre a lasaltas regiones; muchas noches le veíamos en lasbutacas luciendo su linda y afeminada figura ysu blanquísima pechera, y no dando punto dereposo a los gemelos. Cuando subía a compar-tir nuestra oscuridad, se armaba un alboroto,una Babel de discusiones, que no nos enten-díamos. Porque La Cerda, de puro quintaesen-ciado y sabihondo que era en asuntos de músi-ca, nos traía mareados a todos, diciendo cosasmuy raras. Aseguraba formalmente que el peormodo de entender y apreciar una ópera eraoírla cantar. Eso se queda para el profano vul-go; los verdaderos inteligentes no gozan conque les interpreten otros las grandes páginas;

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han de traducirlas ellos, sin intermediario, ensilencio absoluto, leyéndolas con el cerebro y elpensamiento, lo mismo que se lee un libro, elcual no hay duda que se entiende mucho mejorleyéndolo para sí que si noslo lee otra persona. -Según eso -le replicábamos- el verdadero pla-cer de la música, ¿lo saborean principalmentelos sordos? Contábanos, además, La Cerda que él se pasa-ba horas larguísimas, desde la una hasta lascuatro de la madrugada, acostado, con la luzencendida, la partitura, sinfonía o sonata sobreel estómago, interpreta que te interpretarás, tanabsorto, que se creía en el quinto cielo. -Entonces, ¿para qué viene usted aquí? -le gri-taban todo el corro unánime. -Para que no me lo cuenten. Y tampoco se vie-ne siempre al teatro por la función, contestabasonriendo, mientras las vecinitas (teníamos porallí dos o tres de recibo) hacían que se rubori-

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zaban, dándose aire muy aprisa con el abanicojaponés. Aún chillábamos y aturdíamos más a La Cer-da por su inexorable modo de maltratar nues-tras óperas preferidas. Aida le parecía una rap-sodia, una cosa que "no le había resultado" aVerdi; Rigoletto, un mal melodrama; Somnám-bula, arrope manchego; Fausto, una zarzuela.Esto fue lo que acabó de sulfurarnos. ¡Una zar-zuela, Fausto, el Fausto de Gounod! ¡La óperaque siempre llenaba el paraíso; la que sabíamostodos de memoria y tarareábamos enterita des-de la sinfonía hasta la apoteosis final! Y nada, élfirme en que era una zarzuela -"una mala zar-zuela", añadía con descaro-, falta de inspira-ción, de seriedad y de frescura. En prueba deeste aserto, canturreaba algunos motivos deFausto, que, efectivamente, se encuentran enzarzuelas antiguas: a lo cual replicábamos no-sotros entonando motivos también zarzuelerosy hasta callejeros y flamencos, que, sobre pocomás o menos, pueden encontrarse en el Don

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Juan, de Mozart; con lo cual imaginábamosaplastarle, porque el Don Juan era paranosotros la autoridad suprema, la ópera indis-cutible; lo demás podía ponerse en tela de jui-cio; pero al nombrar Don Juan, boca abajo todoel mundo. Vimos, sin embargo, con indignaciónprofunda, que ni ese sagrado respetaba el ico-noclasta de La Cerda. Para él, Don Juan era unaópera riquísima en temas y asuntos, pero maltrabada y defectuosa en su composición; algoparecido a esos libros gruesos, tesoro de noti-cias eruditas, y que nadie lee enteros; única-mente se archivan en las bibliotecas, comoobras de consulta, para hojearlos si ocurre. Cuando le preguntábamos a La Cerda si habíaalguna ópera que él considerase perfecta, dignade proponerse hoy por modelo, solía citarnoslas de Wagner y también otras de compositoresfranceses, como Massenet, Bizet, etc. -que paramí ni son carne ni pescado-. Ello es que entre laferoz intransigencia del iconoclasta, la críticaparcial de Dóriga, las observaciones de Magru-

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jo y las escasas, pero contundentes advertenciasde don Saturnino, yo iba ilustrando mi criterio,y ya casi me juzgaba doctor en estética musical.En el dichoso rincón llovían maestros. Cadacual tenía su especialidad: el uno se sabía dememoria las óperas, y en el entreacto nos can-taba todo el acto pasado y el futuro; el otro es-taba fuerte en argumentos: sabía al dedillo laletra de los recitados, y por él nos enterábamosde lo que decía el coro, y del motivo por quéandaba tan furioso el tenor, o la tiple tan me-lancólica; el de más allá despuntaba en la cróni-ca de entre bastidores, y nos revelaba secretospsicofísicos, que son clave de muchas ronque-ras, de varios catarros y de ciertos "gallos" in-tempestivos. Insensiblemente, con los "elemen-tos que cada cual aportaba", tomando de aquí yde acullá, a todos se nos formaba el gusto y senos desarrollaba de un modo portentoso el chi-chón de la filarmonía. Añádase a esto el gratocalor de intimidad que en el paraíso une a gen-tes que, acabada la temporada de ópera, no

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vuelven a verse en todo el año; el gusto de estaren contacto perpetuo con hermosas cursis, tanamables que, mientras llegaba, me guardabanel sitio, colocando en él sus abrigos para señal;la sección de chismografía y despellejamientode las damas de alto coturno que, a vista depájaro, distinguíamos tan orondas, y a vecestan aburridas, en sus palcos forrados de carme-sí, entre un mar de caliente luz y un vago cente-lleo de pedrerías; el placer de sudar mientrasfuera nevaba; otras mil ventajas y atractivosque el paraíso reúne, y diga cualquiera si nohabía yo de pasarlobien en mi rinconcito. Por desgracia, el amigo de un diputado pode-roso codició mi puesto en la oficina y en la cor-te, y como favor especial se me dio a escogerentre la traslación o la cesantía. Claro que meagarré a lo primero con dientes y uñas; pero seme partía el corazón al despedirme de mi para-disíaca banqueta. Pude lograr ir a Marineda deCantabria, capital de provincia afamada por su

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buen clima y su próspero comercio, y dondecon mi sueldecillo y mis metódicas aficiones,que ya iban siendo de solterón empedernido eincurable, esperaba llevar una existencia apaci-ble y pálida, sin alegrías ni disgustos de marcamayor, cumpliendo mi obligación y procuran-do no meterme con nadie; en suma, vegetar,que es mi humilde aspiración de hombre oscu-ro, resignado a no dejar huella grande ni chicaen la memoria de sus semejantes. Instaléme en una casita de huéspedes de lasde poco trapío, aunque céntrica y regida porpatrona agasajadora y afable, y arreglé como uncronómetro mis quehaceres y mis horas. Maña-na y tarde, a la oficina; un paseo antes de ano-checer, por las Filas y calle Mayor; al café y alCasino de la Amistad un rato, así que se encen-día luz, para leer los periódicos y echar un pá-rrafo con los conocidos; y a las once, a casa,donde me esperaba mi camita de hierro, a cadapaso más solitaria y melancólica...

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Es infalible que al poco tiempo de residir enprovincia, todo hombre de bien se siente incli-nado al matrimonio y echa de menos los "purí-simos goces del hogar". La situación del soltero,considerado "partido", "proporción" o "coloca-ción" para las niñas, se pasa de comprometida ydifícil en pueblos semejantes a Marineda. Portodas partes se le tienden lazos, se le asestanflecheras miradas y tiernas sonrisas; los amigoscasados -supongo que con la intención de unmiura- le asaetean a bromas incitándole a en-trar en el gremio; las mamás y papás le dedicanpeligrosas amabilidades o, si la niña es rica, leobsequian con inesperados sofiones; pero, so-bre todo, el tedio, la insufrible pesadez de lavida angosta le producen eso que ahora llaman"sugestión", y le incitan a acurrucarse en uncaliente nido familiar que se supone asilo de ladicha, sin que para esta ilusión, como para lasdemás humanas, haya escarmiento posible encabeza ajena. En mí influía especialmente elaburrimiento

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de las noches. Porque ni el Casino de la Amis-tad, con sus mesas de tresillo y su gabinete delectura, ni otros pequeños centros de reuniónque se formaban en cafés, boticas y tiendas,equivalían, desde que empezaron las largas ylluviosas veladas de otoño, a mi querido paraí-so. Faltábanme aquellas graciosas escaramuzasartísticas a que yo estaba acostumbrado. EnMarineda se habla eternamente de cuestioneslocales mezquinas, que me importaban un ble-do, que ya me desesperaba oír comentar, sialgunas veces con ingenuo y sandunga, por loregular con machaconería insufrible. La mismamurmuración (de la cual yo no reniego, al con-trario, pues la cuento entre las cosas más diver-tidas e instructivas que hay en el mundo) notiene en provincia aquella ligereza cortesana,que parece que les pone alas a los chistes; enprovincia se gruñe quince días por lo que enMadrid entretiene y provoca chistes dos minu-tos, y más que latigazo, semeja la censura cruel

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carrera de baquetas, en que ya ningún corazóngeneroso puede dejar de interesarse por la víc-tima y detestar a los verdugos. Como ademásno soy muy aficionado al juego, faltábame elrecurso de fundar una partida de tresillo. Mal-humorado, me acostaba a las diez y conciliabael sueño leyendo y releyendo LaCorrespondencia, El liberal, los periódicos de lacorte, sobre todo cuando hablaban de la tempo-rada lírica y traían alguna crónica de Magrujo,quien, desde El Harpa, había logrado ascendera la Prensa de fuste y, sin duda, a la suspiradabutaca de favor. Pero, gradualmente, se mehacía más árida y más triste la soledad de mialcoba de posada, con sus cortinillas de museli-na de dudosa limpieza, el feo lavabo de hierro,la desvencijada mesa de noche y la desolaciónde las ropas colgadas en la percha, que parecíansiluetas fláccidas de ahorcados. A principios de noviembre se abrió el Teatroprincipal, llamado Coliseo por la Prensa mari-nedina. Una compañía de zarzuela, ni mejor ni

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peor que las que actúan en la corte, se dedicó arefrescar los secos laureles del repertorio clási-co: Magiares, Diamantes de la corona, Dominóazul, alternando con las zarzuelas nuevas, Mo-linero de Subiza, Tempestad, Anillo de hierro, yno sin intercalar de cuando en cuando La GranVía, Niña Pancha y otras humoradas de las quehoy gozan el favor del público. Como buenaficionado a la música, yo detesto la zarzuela;pero concurrí asiduamente al teatro por lo con-sabido "¿Adónde vas, Vicente? A donde va lagente." Los días en que se representaban ciertasobras de pretensiones, como La tempestad, melas echaba de entendido, despreciando aquella"ridícula parodia de la música formal" y alzan-do desdeñosamente los hombros cuando algu-nos profanos de las butacas la ensalzaban mu-cho. Así fui ganando fama de competente yfilarmónico, y empezaron arespetarme los grupos que se formaban en lospasadizos. Mis once años de paraíso eran undiploma de suficiencia que imponía a los más

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lenguaraces. Cuando me veían, repantigado enmi butaca, fruncir el ceño a ciertos descuidos dela tiple y subrayar las desafinaciones y los be-rridos del barítono, me decían con acento res-petuoso: -Estará usted aburrido, ¿eh, amigo Estévez?Esto no es oír a la Patti ni a Gayarre. -¡Bah! Lo que menos le importa a Estévez es loque pasa en la escena- replicaban otros dándo-me en el hombro palmadicas. Y era verdad. Generalmente, mis ojos tomabanla dirección de la platea cuarta, donde lucíansus encantos dos niñas de las más bonitas quehonran a Marineda -y cuenta que allí las haybonitísimas y a granel; una de las razones porque en aquel pueblo pesa tanto la soltería-. Lasdos niñas sabían perfectamente que yo mirabahacia su palco; pero lo gracioso fue que al prin-cipio las miraba a ambas, pues me gustaban lomismo; eran muy parecidas, como dos gotas,solo que una tenía la cara más cándida y la otrael respingo de la nariz le daba un aire de picar-

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día saladísimo. Por lo cual llegué a preferirla;más ellas, no sabiendo de fijo a cuál se dirigía elhomenaje de mi "oseo", determinaron que era ala inocentilla, y, en efecto, ésta fue la que, condisimulo y por el rabo del ojo, empezó a co-rresponder a mis amorosas finezas. A los pocosdías me avine y acostumbré de tal modo alcambio, que hasta llegué a dudar si en efectosería a Celinita y no a Natividad a quien desdeelprimer momento había dedicado mis tiernasansias. En este entretenimiento inofensivo se pasó laprimera temporada teatral, que duró hasta fi-nes de enero -setenta o setenta y cinco mortaleszarzuelas que nos encajaron, entre el doble abo-no y las extraordinarias y beneficios-. Ya todoMarineda sabía de memoria los aires y letra deLa Gran Vía y de Los lobos marinos; los pianoscaseros nos martilleaban los oídos con músicade las mismas obras, y las bandas militares lasejecutaban por las tardes en el paseo y en misa

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de tropa por las mañanas. A los artistas de lacompañía los considerábamos como de la fami-lia, por decirlo así, y el barítono y el gracioso sehabían creado -lo afirmaban los periódicos-verdaderas simpatías en la población. Sólo yo les ponía la proa, asegurando que loszarzueleros no merecen consideración de artis-tas, ni ese es el camino. En suma, ellos, el díaque se marcharon, mostrábanse tristes, sintien-do dejar aquel pueblo donde tan afectuosamen-te se les trataba, donde alternaban con lo másgranado del sexo masculino. La contralto, aquien le había salido un protector (según malaslenguas), iba hecha un mar de lágrimas. No meconmovió la partida de la compañía, lo confie-so; sin embargo, al día siguiente de la marchanoté un vacío: las noches volvían a ser eternas,otra vez al Casino de la Amistad, en medio deun aguacero desatado, a oír las mismas mur-muraciones, a discutir horas enteras si la plazade médico del hospital se le debió dar a Barbo-so o a Terreiros; y si fueron intrigas de Menga-

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no o imposiciones de Perengano; y Celinitametida en su casa o refugiada en ciertas tertu-lias caseras, pero graves, donde yo no me atre-vía ni a poner el pie, porque era tanto comoponerlo en la antesalade la iglesia, y al pensar en eso, con toda minostalgia de la familia, me entraban escalofríos. Yo veía a Celinita en la platea, y me encantabacontemplarla, recreándome en el precioso con-junto que hacía su cara juvenil, muy espolvo-reada de polvos de arroz como un dulce fino deazúcar; su artístico peinado, con un caprichosolazo rosa prendido a la izquierda; su corpiño de"velo" crema, alto de cuello, según se estila, quedibujaba con pudor y atrevimiento la dobleredondez del seno casto; pero cuando saltabacon la imaginación un lustro y me figuraba a lamisma Celinita ajada por el matrimonio y lamaternidad, con aquel pecho, tan curvo ahora,flojo y caído; malhumorada y soñolienta por lanoche feroz que nos había dado nuestro tercercanario de alcoba..., entonces, a pesar de mis

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soledades nocturnas y mis ansias de vida ínti-ma, me felicitaba de que Celinita se aburriesesola en alguna de esas tertulias de provinciadonde las muchachas se ven obligadas a bailarel rigodón unas con otras mientras los hombresdisponibles y casaderos entran furtivamente yembozados hastalos ojos, en la casa de tal o cual modistilla ocigarrera alegre, allá por los barrios extraviadosy sospechosos. A mediados de febrero comenzó a fermentaren Marineda una noticia. Venía, venía, venía yvenía muy pronto, ¡nada menos que compañíade ópera!, ¡un cuarteto de primer orden, concantantes aplaudidos y admirados en los mejo-res teatros de Portugal, de Italia y hasta de Ru-sia! La nueva circuló rápidamente y alborotólos corrillos y originó interminables polémicas.La mayoría de los marinedinos estaban a favorde la Empresa, aunque les escamaba un tanto lode los precios, pues entre la compañía de zar-zuela y los bailes de Carnaval andaban muy

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exprimidos los bolsillos, y, una butaca en die-ciocho reales, ¡era un ladronicio escandaloso!Pero, en cambio, se llenaban la boca con decirque en su coliseo tendrían un espectáculo noinferior a los que se disfrutan en Barcelona yMadrid. Gustábales leer en la lista del cuadrode compañía renglones sonoros, como: Primadonna, signora Eva Duchesini. Soprano, signo-ra Lucrezia Fioravalle. Primo basso, signor Fili-berto Cavaglione. Y más abajode estos nombres melodiosos y rimbombantes,que suenan como gorgoritos, una tentadoralista de óperas, de las cuales, desde hacía bas-tantes años, no se oía en Marineda sino algúntrozo ejecutado por las charangas o hecho pica-dillo por los pianos: Lucía, Barbero, Fausto, ¡yhasta Roberto el Diablo y Hugonotes! Desde el primer momento voté en contra de lacompañía: oposición a rajatabla, con un furorque a veces me asombraba a mí mismo. Enprimer lugar, me fastidiaba soltar dieciochoreales por ver mamarrachos, yo, que tanto

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tiempo había estado oyendo por seis reales ouna peseta lo mejorcito que hay en Europa enmateria de arte lírico. En segundo, mi concien-cia de aficionado antiguo se sublevaba: ¿QuéHugonotes ni qué alforjas en el teatro de Mari-neda? ¿Qué Roberto? ¿Quién era la Duchesini,muy señora mía, que jamás la había oído nom-brar? ¿Qué becerro sería ese Cavaglione, cono-cidísimo en su casa a las horas de comer? Sin embargo, como en provincia no hay origi-nalidad posible en el vivir y es fuerza que todosvayan unos tras otros como mulos de reata, laperspectiva de encontrarme sólo en el salón delCasino de la Amistad, en aquel salón lúgubrecuando no lo puebla el ruido de las disputas; elterror de pasarme la velada en compañía detres o cuatro catarros crónicos (el senado ma-chucho que no suelta por nada su rincón); elrecelo de que me llamasen tacaño, y dijesen quehabía querido ahorrar el dinero del abono; elfastidio de que viniesen a contarme novecientasgrillas sobre la hermosura de la contralto y la

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voz del tenor, y acaso una comezón secreta devolver a cruzar mis ojos con los de Celina yfantasear amores sin riesgo ni compromiso,todo me impulsó a abonarme, escogiendo mu-cho la butaca, como se escoge la casa donde sepiensa habitar largo tiempo. Otras razones había para que aquel abonofuese un acontecimiento, un estímulo y un inte-rés en mi monótona existencia. La oposiciónsañuda que yo había hecho por espacio dequince días a la ópera, me había dado ocasiónde desplegar en corrillos, casinos, cafés y tien-das mis variados conocimientos en arte musi-cal, y de lucir aquel mosaico de teorías, análisis,juicios y doctrinas que debía a la enseñanza demis compañeros de paraíso. Asombrábame,cual se asombraría el fonógrafo si fuese cons-ciente, de notar cómo me subían a la boca y seme salían por ella a borbotones las mismas pa-labras de mis doctores y maestros. Yo habíaabsorbido, a modo de esponja, la sabiduría detodos ellos juntos. Unas veces charlaba con la

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verbosidad y petulancia de Magrujo; otras jun-taba el pulgar y el índice, alzando los demásdedos y estirando el hocico para alabar un piz-zicatto o un crescendo, igual que Dóriga; yaimitaba la campanuda gravedad del venerableArmero, dando exactísimos detallesbiográficos, que todo el mundo ignoraba, acer-ca de Gayarre, Antón, Stagno, la Patti y laTheodorini; ya, como Gonzalo de la Cerda,desarrollaba aquellas profundas teorías de queel peor modo de entender una ópera es oírlacantar, y el más inefable placer artístico se cifraen tenerla sobre el estómago a las altas horas dela noche, entre el silencio, y leerla para sí. Hastajuré que esto último lo había yo ejecutado va-rias veces; y como el afirmar mucho que se sabeuna cosa equivale a saberla, y ya desde la tem-porada de zarzuela alardeaba de entendido, mireputación creció bastante, y me sentí temido,influyente y poderoso, lo cual halagó mi amorpropio.

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Cuando fui a recoger mi butaca, el encargadode la cobranza me dijo con suma deferencia yen voz conciliadora: -Señor de Estévez, ya sabemos que entiendeusted muchísimo de música... Verá usted que elcuadro de compañía es digno de figurar encualquier parte... Creo que ha de quedar ustedcontento del bajo... es una notabilidad: tambiénla tiple... Ya me dirá usted ciertas faltitas. ¿Us-ted me entiende?; por supuesto, que en teatrosque no son el Real, hay que perdonarlas; y másles temo yo a los ignorantes, que nunca olfatea-ron una buena ópera, que a las personas ilus-tradas y competentísimas, como usted. Aquí(bajando la voz) no hay criterio propio; no, se-ñor. En fin, le voy a decir a usted, en reserva,una cosa: ya tres o cuatro personas me han pe-dido que les guarde butaca cerca de la que us-ted tome para oír su parecer y enterarse. Con-que imagínese usted... Nada de lo que usteddiga se les pasará por alto. Su fallo se esperacon impaciencia.

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Comprendí que el bueno del recaudador meestaba camelando para que no les hiciese malaobra, y esto lisonjeó infinito mi vanidad y mesobornó; seamos francos. Después de todo,¿qué eran los cantantes sino pobres diablos quevenían a ganar su pan? Casi experimenté unsentimiento de conmiseración y cariño haciaaquellas gentes desconocidas, que ya me pro-porcionaban dejos de emoción artística, arran-cándome a las empalagosas chismografías delCasino. Marineda, que es una ciudad comercial y bas-tante culta, a quien quitan el sueño los laurelesde Barcelona, se precia ante todo de entenderde música; y no hay duda, sus hijos revelandisposición para lo que los periódicos localesllaman "el divino arte"; mas la falta de comuni-cación, la imposibilidad de oír a menudo ver-daderas eminencias, de asistir a conciertos y detomar el gusto, hacen que la inteligencia noiguale a las aptitudes y, sobre todo, que les faltela noción exacta del mérito relativo y se alabe lo

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mismo a un gran compositor, por ejemplo, quea un aficionado que toca medianamente el cor-netín. Sin embargo, como en todo pueblo quese despierta al entusiasmo artístico, hay en Ma-rineda efervescencia y ardor, y el estreno de lacompañía de ópera, desde una semana antes,era el acontecimiento capital del invierno. Sehabía resuelto que empezaría con Hernani. Ya supondrán ustedes que la primera nocheque se cantaba ópera en Marineda no era cosade sacar el cuarteto "bueno", ni menos de ex-hibir a la "estrella", al clou, a la Duchesini, conla cual nos traían mareados antes de haberlavisto. No; la Duchesini se reservaba, y de Her-nani saldríamos... como pudiésemos. De los dos tenores, también fue el más averia-do el que se calzó las botas de papel imitandocuero, se ciñó el coleto seudoante y salió, ro-deado de tagarotes, a echarla de "bandito". Co-nocíasele a aquel deshecho o zurrapa del arteque allá en sus treinta o treinta y cinco habríarecorrido, si no gloriosa, cuando menos honro-

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sa carrera; pisado escenarios de renombre, te-nido sus horas de ovación, sus triunfos de todaíndole... y aun la esbeltez del cuerpo, la estu-diada colocación del cabello, la bien tajada ypicuda barba, protestaban contra los estragosprematuros de la edad o de la vida desastraday azarosa, revelada no solo en los desperfectosfísicos, sino muy principalmente en la voz, tanextinguida, que desde las butacas apenas lapodíamos apreciar; tan empañada y blanca, queparecía voz de hombre que canta con residuosde una cucharada de gachas atravesadas en elgaznate. Como Hernani es "ópera de tenor", losabonados se manifestaron descontentos, viendotan mal principioy notando las escandalosas desafinaciones delcoro, y en pasillos y palcos principió a fermen-tar sorda inquina contra la Empresa y el "cua-dro"; los periodistas, desde sus butacas de pri-mera y segunda fila, cuchichearon cabeceandoy trocando en voz baja fatídicas impresiones; eltelón cayó en medio de un silencio glacial, y

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antes de concluirse la ópera ya corría por elteatro el rumor -mañosamente esparcido- deque se iba a rescindir la contrata de "aquel hue-so". "Buen principio de semana cuando el lunesahorcan", decía con detestable humor y satíricoénfasis el almacenista de pianos Ardiosa, a ma-tar con la Empresa y la compañía por ciertasquisquillas relacionadas con la organización dela orquesta...; y los defensores del empresarioprotestaban: "Hombre, bien; ya sabemos quehoy toca este cuarteto... ¿Querría usted queechasen el resto el primer día? Pero ¡ya veránustedes la Duchesini! ¡La Duchesini!". Y hacíanel gesto del que prueba un dulce muy rico. ¿Lo confesaré? Lejos de compartir el espíritude hostilidad que hervía en el callejón de lasbutacas y en todos los puntos del teatro, dondese aglomeraban espectadores contra el cuarteromalo, yo, desde que se alzó el telón pausada-mente sentí compasión, muy luego trocada ensimpatía, no solo hacía el ruinoso tenor (querespondía por signor Ettore Franceschi), sino

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hacia toda la troupe. La propia ridiculez de loscoros reforzó este sentimiento súbito e inexpli-cable, que sólo puedo comparar al deseo deprotección que nos inspira un perro viejo y co-chambroso que recogemos en la calle y a quien,por su mismo pelaje sucio y espinazo saliente,nos empeñamos en salvar de la estricnina. Nosabré expresar toda la piedad que los infelicescoristas me despertaban. Verlos allí, de coleto,de chambergo, con el aparato romántico debandidos del siglo XVI, que cantan los noveles-cos amoríos de su jefe; verlos después en elsubterráneo donde reposan las cenizas delsommo Carlo, embozados ensus viejas capas y con sus birretes de lacia plu-ma, echándola de tremendos conspiradores... yleer, bajo la torpe e inhábil mascarada, la reali-dad de unos hambrones infelices, que ni dinerotenían para adquirir zapatos de época, por locual sacaban, con indiferente impudor, botas deelásticos para tramar el asesinato de Carlos

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Quinto..., ¿No es cosa que hace llorar? ¿Hayespectáculo más lastimoso que éste? Tan poderosa fue en mí la compasión, que,comprometiendo mi prestigio, en todos los co-rrillos defendí a "aquella parte" de compañía,declarando que las faltas que se notaban eranculpa de la ópera, y de la ópera no más. "Her-nani es capaz de reventar a un buey, señores...Si estas óperas de "bravura" no hay cantanteque las resista... Por eso van desterrándose...Ese Franceschi no merece el desprecio con queustedes le tratan... Tiene muy buen método decanto... Es lo que se llama "un artista de tempo-rada"... De fijo que la tan cacareada Duchesinino sabe su obligación como él... Me huele a queserá una cursi, de esas que ponen flecos a lascavatinas..." Muchos se enojaban por estasafirmaciones prematuras; pero yo, a fuerza deretórica a lo Magrujo, conseguía que parte delauditorio, la inconsciente, se pusiese a mi lado.

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-¡Hombre -objetaba Ardiosa-, me llama laatención! ¿Pues usted no se las echaba de tansevero ocho días hace? -Por lo mismo -replicaba yo-. Mi opinión esque en Marineda ni puede ni debe haber ópera;pero ya que se ha traído, "contra todo mi pare-cer", no vienen al caso aquí las exigencias quetendríamos en el Real. -Pues la Duchesini -me contestaban- en el Real"haría furor"... Ya lo verá usted... Nada, a laprueba. En medio de estas discusiones no crean uste-des que me olvidé de Celinita ni de mi inocenteflirteo con aquella gentil criatura. Entre otrasvirtudes, tiene la música, para temperamentoscomo el mío, la de producir cierta embriaguezpoética que anula las nociones de lo real. Elbrío y estrépito de Hernani me ha infundidosiempre inconsiderada intrepidez, suprimiendola consideración de los pequeños obstáculos ydificultades que en la vida estorban adoptargrandes resoluciones. Interpretando las sonori-

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dades de los metales de la orquesta como ex-plosiones de la furiosa pasión de Hernani, claroestá que habían de parecerme grano de anís losinconvenientes que me impedían formalizar mitrueque de ojeadas con la linda niña de la pla-tea. ¡Indigno sería de mí, en los instantes en queme sentía arrebatado al quinto cielo del roman-ticismo, pensar en nada práctico! ¿Acaso Her-nani veía a su dama como yo solía ver a Celini-ta para huir de tentaciones: ajada, en zapatillas,madre ya devarios retoños? Las heroínas de ópera no tienenchiquillos ni envejecen nunca. Así es que misardientes guiños, mis denodados gemelos dije-ron claramente aquella noche a Celinita (quepor cierto estrenaba una original casaquillaazul y una corona de miosotis muy graciosa)que en mí había la madera de un "Hernani"...capaz de todo... ¡Vicaría inclusive!... Era miércoles el día siguiente, y el estreno delotro cuarteto ¡y de la Duchesini!, con el Barbe-ro, llenó de bote en bote el teatro. Cantó el nue-

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vo tenor, Martinetti, la deliciosa serenata, convoz que hacía temblar las arracadas y colgantesde la lucerna; pero lo que aguardábamos, unosansiosos y otros hostiles, era la salida de la Du-chesini. Cuando se presentó hubo en el audito-rio ese movimiento especial, eléctrico, que sellama "sensación", y después reventó un truenode aplausos. Yo pensaba sisear; pero me pare-ció que una mano firme, gigantesca, me agarra-ba de los pelos y con blandura me suspendía,elevándome sobre el asiento de la butaca. A los primeros gorgoritos de la Duchesini,modulados con agilidad y coquetería, ya misojos no acertaban a separarse de la "diva don-na". Me olvidé instantáneamente -prefiero de-clararlo desde luego, aunque destruya el interésdramático de esta narración- no solo de misprevenciones, sino de Celinita, cuyos ojos, me-dio adormecidos y como descuidados, pregun-taban cada cinco minutos al respaldo de mibutaca la causa de mi súbita indiferencia...,¡cuando con mirar a la escena y despojarse de la

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vanidad natural a las Evas y también a losAdanes pudiera comprender tan fácilmente!... Iba y venía la diva por las tablas, zarandeandoese traje de Rosina que parece imponer la vive-za de los movimientos, el donaire en el andar ytoda la desenfadada y clásica gracia española.Su monillo de terciopelo verde me hacía com-pararla, allá en mis adentros, con una culebrade serpenteo airoso. El zapatito de raso negrorealzaba un piececillo como un piñón de re-dondo y chico; de esos pies sucintos y arquea-dos, que hoy no están de moda, pero que sonpara los sentidos lo que el fósforo para la bujía.La cabeza de la diva... Ahora caigo en que, si midescripción tuviese cierta formalidad jerárqui-ca, por ahí debí principiar y no por el pie, y, sinembargo, espero que mis lectores me perdoneny aun me justifiquen, porque la pupila del doc-tor Bartolo no necesita tener la cabeza hermosa;su encanto se cifra en el piececillo español: me-nudo, embriagador como el jerez, que hiere elpavimento y pisa triunfante los corazones... Iba

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yo comprendiendo, con suma claridad, por quéElbarbero de Sevilla me parecía distinto en Mari-neda que en Madrid: "otra cosa", una impresióntotalmente diversa. Es que en el Real yo atendíaa la música, a la orquesta, a las voces, mientrasaquí la peligrosa proximidad sólo me consentíaescuchar el ritmo de dos pies, cubiertos con unatelaraña de seda rosa pálido, y presos en cárcelde raso negro, salpicadito de azabache... Exige el buen orden de mi narración que digaquiénes eran los sujetos que ocupaban las dosbutacas contiguas a la mía. Arrellenábase a miderecha, silencioso, atento e impasible, como siestuviese en su caja, el banquero Nicolás Darío,hombre de unos cincuenta años de edad, demezquina estatura, cabeza nevada a trechos,sonrisa y ojos más jóvenes que el resto delcuerpo, y rostro que, por lo escaso de la barba,lo carnoso de los labios, lo abultado de los pó-mulos, recordaba la fisonomía que prestan a losfaunos los escultores. Darío no era desagrada-

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ble en figura ni en trato, antes muy atildado ycortés; procuraba siempre que no me estorba-sen ni su abrigo, ni su sombrero, ni sus codos;jamás tarareaba anticipadamente los motivosde la ópera; no interrumpía ni estorbaba el pla-cer de escuchar; prestaba con oportunidad unosmagníficos gemelos acromatizados y oía condeferencia mis observaciones técnicas. Aunquejuraba delirar por la música, yo no sorprendíanunca en él expresiónde entusiasmo ni de arrobamiento. Estaba en laópera como está en misa un incrédulo bieneducado. Miraba de continuo hacia la escena yrespondía a mis observaciones con la mitad deuna sonrisa llena de indiferencia y urbanidad. Vivo contraste con el banquero lo formaba, ami izquierda, el joven teniente de Artillería Ma-rio Quiñones. Este manojo de desatados ner-vios no paraba un minuto desde que subía eltelón. Alto, enjuto, bien proporcionado, more-nísimo, guapo en suma, Mario Quiñones per-día, en mi concepto, todas estas ventajas por su

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inquietud mareante y su vertiginosa exaltación.Agitábase en el asiento sin cesar; sus brazosparecían aspas de molino; su cabeza, la de unmuñeco de resorte. Hasta sus cejas, ojos y la-bios participaban de tan extraordinaria movili-dad. Cuando a fuerza de pellizcos lograba yoque nos dejase saborear las fioriture de unacavatina o detallar los compases de un dúo,Mario se crispaba, retemblaba, movía convulsi-vamente el sobrecejo o se comía las guías delbigote, llegándolas a los dientes con auxilio delpulgar. Por supuesto, era imposible impedirque en voz cavernosa y trémula nos adelantaselas frases musicales que iban sucediéndose, porlo cual, una noche, no pudemenos de decirle, impaciente de verdad: -Pero hombre, esta maldita Duchesini no medeja oírle a usted. A las dos funciones estaba yo muy harto desemejante vecindad. Quiñones me trastornaba,me volvía loco. Aquella emoción delicada yhonda que me causaban los gorgoritos... no...

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los piececitos de la Duchesini, y que yo hubiesequerido archivar y gozar pacíficamente, me laestropeaba el nervioso mancebo, que desde elaparecer de la diva se sentía atacado de unaespecie de epilepsia entusiasta. Tan hondoseran sus "¡bravos!", que me recordaban los arru-llos de un encelado palomo, sonando así:"¡Broovoo!". Y no era sólo con la voz, ni con lasmanos, despellejadas ya de aplaudir, con lo queMario jaleaba a la Duchesini: era con el bastón,con los tacones, con el cuerpo en incesante vér-tigo, y hasta con el alma, que, por decirlo así, sele salía boca afuera para aplaudir, requebrar ytortolear a la cantante. En provincias, las actrices se hacen cargo bienpronto de dónde están sus admiradores y par-tidarios; y la verdad es que con Quiñones noera difícil tal perspicacia. A la segunda óperaque cantó (y fue, si no me equivoco, Sonámbu-la), ya la Duchesini se fijaba en nuestra peña ynos sonreía dulce y picarescamente. Tambiénnos miraba con simpatía y aprecio el bajo Ca-

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vaglioni, especie de elefante de muchos pies dealzada... Yo creo que de nuestra peña fue de dondesalió el vuelo de la fama de la Duchesini, ex-tendida por las cuatro provincias, por España yno sé si por la América española. ¡Cómo supi-mos improvisarle la gloria! ¡Cómo alborotamos,cómo batimos las claras para que alzase el me-rengue! Aquella mujer con su voz..., ¿con suvoz?..., salvó a la compañía. Entre tanto, al te-nor Ettore Franceschi le habían rescindido lacontrata, y fue preciso dar una función caritati-va para costearle el regreso a Madrid. Lo queno se hizo fue contratar otro para el sitio delexpulsado, y el pobre becerro Martinetti cargócon las treinta óperas que había que despacharen el primer abono. "Yo canterò hasta que ri-vente", decía resignado, en su jerga semiitalianay semiespañola. En cuanto a la signora Fiorava-lle, padecía una ronquera crónica, de resultasde no sé qué percance; y las demás partes de lacompañía, la que no tenía una mácula tenía

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otra. ¡Sólo la Duchesini era al par ruiseñor,hurí, hada, artistay, en particular..., sus pies, sus pies en El barbe-ro! Claro que esto de los pies (verdadero móvil demi entusiasmo) me guardé de decirlo al públi-co. Era mi secreto. Tenía esperanzas de quenadie más que yo hubiese reparado en aquellaperfección divina... Y de fijo que no habríanreparado. Era indudable que los demás sóloadmiraban en la Duchesini la primorosa gar-ganta, los ágiles revoloteos, que movieron a uncronista local a llamarla "la pequeña Patti...",nombre que yo hubiese reformado así: "La pe-queña patita." Algunas veces me argüía mi conciencia deantiguo abonado al paraíso. ¡Era posible quehubiese dado al olvido tan presto las sabiasdoctrinas y lecciones prácticas de Magrujo, losminuciosos análisis del flaco Dóriga, las tras-cendentales teorías de La Cerda, todo lo apren-dido, lo sentido, lo gozado en aquel purísimo

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santuario el arte! ¡Era posible que, en vez deestudiar a la Duchesini desde el punto de vistadesinteresado y noble de su voz, de sus facul-tades, de su estilo, de sus méritos de artista, enfin, sólo viese en ella y sólo la juzgase por laparte más íntima de su individuo! ¡Cómo no había de callármelo! Era una vergüenza, sí..., una vergüenza terri-ble, que me había prometido que no saliese a lasuperficie... Una llaga, una ignominia que debíacubrir cuidadosa y esmeradamente... Y, además... ¡Además, también me había pro-metido, me había jurado, me había dado la ma-no para afirmarme a mí propio que nunca, ja-más, amén, en ninguna circunstancia y porningún pretexto, atravesaría el lóbrego pasilloque conduce a la mortífera región de entre bas-tidores!... ¡Ah! No; eso sí que no... De algo nos han deservir los años, la experiencia, toda una vida decautela y moderación, consagrada a defendersedel huracán de las pasiones y del hálito letal del

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vicio... para algo te han de valer, amigo Esté-vez, tus esfuerzos, tus principios, tus precau-ciones, tu gimnasia moral. ¡Antes se hunda eltecho y se desplome la lucerna! En cualquierparte una intriga de teatro comprometería tuformalidad de funcionario público y tu modes-to bolsillo de empleado de Hacienda; pero¿aquí, en Marineda, donde no es posible dar unpaso sin que se enteren hasta los gatos de lacalle, donde se toma nota de que hemos rega-teado un par de guantes en "El Ramo de Jaz-mín", a las doce y media en punto? No; yo notraspasaré esos cuatro tablones del piso delColiseo, que son, hoy por hoy, único diquepuesto a mis desenfrenados apetitos y únicavalla que me separa del abismo profundo.¡Porque yo conozco que si me aproximo a lasirena; si veo de cerca los piececitoseléctricos y dominadores..., seré hombre perdi-do, y no tendré fuerzas para no acercarme to-davía más a ellos, cayendo de rodillas ante laDuchesini!

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Hombres que no estimáis el mérito de la resis-tencia a la tentación insidiosa, yo os ruego quefijéis la consideración en este punto; a veces serequiere tanta fuerza de voluntad para no sal-var cuatro tablones como para poner en fuegovivo ambas manos y no retirarlas. Reflexionadque, mientras desde mi "luneta" (todavía hayen Marineda quien las llama así), me sepultabaen la contemplación de las bases del lindo edi-ficio, ya cautivas en el chapín de Rosina, yaencerradas en el botincillo de raso blanco deAmina (la Sonámbula), mis dos vecinos medecían a cada momento: -Estévez, no sea usted raro... venga usted entrebastidores. La Duchesini tiene ganas de cono-cerle... ¡Dice que le parece usted tan inteligenteen música...! ¡Que sigue usted con una atencióntan discreta el canto...! Que le quiere dar a us-ted gracias por los buenos oficios que le hace...Que vaya usted a saludarla en su cuarto, aun-que sólo sea un minuto...

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Y yo, con la vista nublada, los oídos zumbado-res, la garganta seca, tenía que responder: -Denle ustedes mil expresiones... Díganle quesoy su más apasionado admirador, y que yairé... cualquier día... Y los veía filtrarse por el lóbrego pasillo, yquedaba envidiándolos..., no solo por aproxi-marse a "ella", sino porque tenían la fortuna deno ver en "ella" más que a la cantante, a la artis-ta... Iban impulsados del móvil más noble; ¡ibanrebosando desinterés! Yo era el que no podíaacercarme a la deidad de mis sueños... ¡y no meacercaría, no!... Conocía muy bien toda la fuer-za de mis resoluciones y sabía que, aunque tas-case el freno, podría contenerme... hasta morir.Mi voluntad era omnipotente, mi voluntadtriunfaba. En lo que no me contuve ni me reprimí, nihabía para qué, fue en la manifestación externade mi entusiasmo fingidamente artístico. Por lomismo que me imponía el doloroso sacrificio, lacruel privación, creíame autorizado para ofre-

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cer... a los pies, realmente a los pies de la Du-chesini, mi prestigio de inteligente, mis influen-cias sociales y hasta el superávit de mi limitadopresupuesto. Yo fui el faraute, yo el coribantede la conspiración duchesinista, que ha dejadoen las faustos musicales de Marineda eternamemoria. A mí puede decirse que se debe laserie de ovaciones que espero nunca podrá ol-vidar la seductora "diva". No; nunca, olvidaráella -aunque viva cien años- la noche de su be-neficio en Marineda. Como que otra igual no lapesca, señores. Desde un mes antes la veníamos preparando.Sueltos y artículos en la prensa local, conversa-ciones en los corrillos, frenéticas salvas deaplausos apenas aparecía en escena la Duchesi-ni, envíos de ramos de flores, con que sabía yoque estaba embalsamado su cuarto -aquel Edéncuya entrada me había vedado a mi propio-,todo iba formando en torno de la "diva" esaatmósfera candente y electrizada que precede alas apoteosis. Y un día tras otro se susurraba

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que el beneficio sería un acontecimiento sinigual; que ni la Nilson, ni la Sembrich, ni la Pat-ti, con quien comparábamos a nuestra heroína,podrían jactarse de haber recogido, en su largacarrera de triunfos, homenaje más brillante yfastuoso... Estos augurios traían soliviantada a la mismaDuchesini. A simple vista notábase en ella elsoplo vivo y dulce del aura próspera. Estabacoquetona y alegre; se vestía mucho mejor; bri-llaban más sus ojos, mariposeaban como nuncasus funestos e incomparables pies... La dicha latransformaba; el empresario tuvo que subirle elsueldo para el abono supletorio; no se hablabasino de ella, y hubo noche en que se la hizo salira la escena "diecisiete" veces después del "ron-dó" de Lucía... Y en medio de este frenesí, de este halago, deesta idolatría de todo un pueblo, llegó la nochememorable del beneficio. Los palcos se habíandisputado como si fuesen asientos en el cielo, ala diestra de Nuestro Señor. En cada uno se

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reunían dos familias, de modo que parecíanretablos de ánimas. Las señoras habían sacadodel ropero lo mejorcito, y muchas se habíanencargado trajes para el caso. Predominabanlos escotes, y veíase, como en el Real en díassolemnes, mucho hombro blanco, algunos bri-llantes, guantes largos, abanicos de nácar, queagitaban un ambiente de perfumes. También sehabían extralimitado los señores: en el palco dela Pecera y en las butacas, los admiradores lo-cos de la beneficiada obedecían a la consigna depresentarse de frac, cosa que reprobaban conexpresivo movimiento de cabeza los formales,entre ellos Nicolás Darío, firme en su acostum-brada y correcta levita. Por hallarse tan atesta-do el teatro, en los huecos que quedan entrebutacas y palcos sehabían colocado sillas, y no se desperdiciaba niuna. En fin, estaba aquello que, como suele de-cirse, si cae un alfiler no encuentra donde caer.No hablemos de la cazuela, confuso herviderode cabezas humanas; abajo se murmuraba mis-

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teriosamente que arriba se ocultaban "personasdecentísimas, gente de lo mejor del pueblo". Pero lo que sobre todo realzaba el aspecto delteatro era la magnífica decoración discurridapor nosotros. Las delanteras de los palcoshabíamos ideado empavesarlas con banderasitalianas y españolas, cruzadas en forma depabellón o trofeo; encima destacábanse coronasde laurel natural y grupos de rosas blancas.Hubo, por cierto, dos o tres de esos eternosdescontentos y gruñones que encuentran defec-tos a lo más loable, y agriamente censuraronque para obsequiar a una tiple se sacase a relu-cir la bandera española... Calculen ustedes loque les contesté... Yo, ¡que hubiese tendido alos pies de la "diva" el mismísimo palio!... La ópera elegida para el beneficio era la delestreno de la diva, o sea, El Barbero. Conve-níamos los inteligentes en que el papel de Ros-sina constituía el triunfo de la Duchesini. Cuan-do se presentó la diva en escena, fue aquello unespasmo, un delirio, un desbordamiento. Los

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de los fracs nos levantamos, gritando: "¡Viva!",y haciendo mil extremos insensatos. Calmadoal fin nuestro ímpetu, nos arrellanamos en labutaca, suspendiendo hasta la respiración paramejor escuchar y no perder... Iba a decir ni una nota; pero esto de la "nota"aplíquenlo ustedes a los que me rodeaban, alresto del honrado público, no a mí, prevarica-dor del arte y desertor de la moral, que, en vezde atender a las melodías de Rossini, sólo teníaojos y oídos y sentidos corporales para el mo-verse de dos piececillos traviesos, afiligranados,cucos, que estrenaban aquella noche solemneuna funda de seda lacre; lacre era también elgracioso monillo y la falda ceñida e indiscretaque lucía la Duchesini, velada con volantes derica blonda española... Hay en el segundo acto de El barbero una si-tuación que suele elegir la tiple para lucirse y elpúblico para manifestar toda su benevolencia.Es la de la "lección de música", donde la pupiladel gruñón vejete ejercita el derecho de cantar

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lo que más le agrade o acomode, la pieza conque mejor luzca sus facultades. La Duchesinitenía señalada de antemano para tal circuns-tancia, una de esas arias de gorgoritos sin fin,que remedan cantos de pájaros trinadores. Nobien comenzó a dejar salir de su boca sartitasde perlas, estalló la ovación preparada. Principiaron a caer de la lucerna, de las galerí-as, de los proscenios altos, de las bambalinas,de los palcos terceros, papelicos rosas, verdes,azules, amarillos, blancos, grises, que comolluvia de pétalos de flores, inundaron el aire,tapizaron el escenario, alegraron los respaldosde las butacas y se quedaron colgados en losmecheros de gas. Las señoras alargaban la en-guantada mano y atrapaban al vuelo los talespapeles; los chicos se entregaban a una verda-dera caza para "reunir" toda la colección, que secomponía nada menos que de diez hojas volan-tes, o sea de otras tantas poesías, obra de inge-nios de la localidad, entre los cuales se llevabala palma el acreditado Ciriaco de la Luna, vate

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oficial en inauguraciones, festejos, entierros,beneficios y días señalados, como, por ejemplo,el Jueves Santo o el de Difuntos. De los papelitos resultaba que, al aparecer enel mundo la Duchesini, ruiseñores, cisnes mori-bundos, malvises y bulbules habían pegado unreventón de envidia; que la llama del geniocercaba su frente (la de la Duchesini); que era"divina"; que había nacido del apasionado con-tacto de un trovador y una hurí, y que al partirella, Marineda, por algún tiempo transportadaa la mansión de los ángeles, iba a caer en lastinieblas más profundas, en el limbo del dolor.¿Quién nos consolaría, cielos? ¿Quién nos de-volvería, aquellas horas edénicas, mágicas, deinefable felicidad? Ella era una estrella, un cis-ne, que ya volaba a otro lago; ella iba a dondela aclamarían multitudes delirantes y dondereyes y príncipes arrojarían a sus pies cetro ycorona...; pero nosotros..., ¡ay!, nosotros, ¡cuálnos quedábamos! Probablemente nos moriría-

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mos de nostalgia... Sí; Ciriaco de la Luna vatici-naba su propio fallecimiento... A la lluvia de papelitos y de ripios, siguió otrade pétalos de rosa y de rosas enteras, que al-fombraron el escenario; luego, gruesos ramosfueron a rebotar contra las tablas, a los pies dela "diva". Con este motivo se rompieron dos otres candilejas de reverbero, y la concha delapuntador fue literalmente bombardeada. Eldirector de orquesta, vuelto hacia el público,sonreía, empuñando la batuta; los músicos,interrumpida su tarea, sonreían y aclamabantambién... Y entonces principiaron a entrar losramos "formales" y las coronas. Comparsas, acomodadores, mozos de los ca-sinos y Sociedades y hasta algún criado de casaparticular -el de Nicolás Darío, verbigracia-,desfilaron, dejando a los pies de la Duchesini,ya unos ramilletes colosales, como ruedas demolino, con luengas cintas de seda y rótulos enletras de oro, ya coronas de follaje artificial. Ibaformándose un ingente montón; la "diva" quiso

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conservar en sus manos el primer ramo, des-pués de llevarlo a la boca, pero se lo impidió elpeso, y pálida, sonriendo, cortada de emoción,tuvo que ir soltando bouquets por todas partes,sobre las mesas, sobre las sillas, sobre el clavi-cordio, ante el cual el tenor, vestido con el ecle-siástico disfraz de Don Alonso, presenciaba laovación sin saber qué cara poner... Mas esto de las flores era sólo el prólogo. Fal-taba lo mejor, lo gordo, lo inaudito en Marine-da. Empezaron a entrar estuches en bandejas deplata; venían abiertos, uno contenía una coronade hojas de laurel de oro; otro, un brazalete;otro -el último, el más importante sin duda-,una cajita minúscula de terciopelo, donde bri-llaban dos hermosos solitarios... Al mismo tiempo se repartía y vendía por lospasillos del teatro un periodiquín tirado en unaimprenta microscópica y enriquecido con unalarga e insulsa biografía de la Duchesini, versosa la Duchesini, agudezas y anécdotas, en, con,por, sobre la Duchesini, pronósticos de que la

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Duchesini eclipsaría a las más refulgentes estre-llas del arte musical..., y un fotograbado querepresentaba a la Duchesini...; pero, ¡ay!, a laDuchesini... de cintura arriba. ¡No había tenidoen cuenta el artista que aquellos pies sublimeseran los que merecían los honores del fotogra-bado!

En semejante noche me quedé afónico de gri-tar, ronco de bravear, desollado de aplaudir; asíes que bien puedo afirmar que tenía fiebrecuando, a la siguiente mañana, despedimos a laDuchesini, que se embarcaba prosaicamentepara Gijón. Sí, la vi de cerca... Como ya nohabía peligro, me atreví a estrecharle... ¡ay demí!, la mano, sólo la mano, a bordo del esquifeque la conducía al vapor. Ella iba muy llorosa,envuelta en velos y abrigos, quebrantada, alparecer, por la pena, la gratitud, el placer, laimpresión honda que de Marineda se llevaba.Yo, sin respirar, tembloroso, silencioso, la ayu-dé a subir por la escalerilla del vapor..., y como

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estas escalerillas son tan indiscretas, aún pudedivisar el pie enemigo de mi calma, metido enelegante botita de viaje; el pie, que resonabasobre la madera de la cubierta, y al romper elbuque las olas con hirviente estela, se alejaba yse perdía para siempre. No hice caso nunca de Celinita. Estuve malo,tristón; fui a las aguas para curar mi estómagoy mi espíritu. Dos años después volvió a verse en Marinedacompañía de ópera: barata, mediana, bastanteigual. Darío y Quiñones eran nuevamente misvecinos de butaca; y, ¡claro!, a las primeras decambio, recayó la conversación en la para miinolvidable Duchesini. -¿Sabe usted -dijo con su calma algo irónica ysiempre cortés el banquero- que se me figuraque hemos levantado de cascos a aquella infe-liz, y la hemos hecho desgraciada para toda suvida?... Porque ya sabrá usted que en Madrid leatizaron una silba horrible... y en Barcelona porpoco le arrojan las butacas.

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-Es que la Duchesini no valía gran cosa, sihemos de ser francos y justos -respondió fe-brilmente Quiñones, que atendía extático a lasnotas de la contralto-. La que es una notabili-dad es esta Napoliani. -Lo que tenía la Duchesini -murmuré yo, comoquien desahoga el corazón de un pesado secre-to- eran unos pies... ¡inimitables, sin igual! Yono he visto pies así... nunca, más que en ella. -¡Ah! -confirmó Quiñones, arrastrado por unvértigo de sinceridad-. ¡Pues si los admiraseusted en babuchas turcas..., las que traía porcasa! Darío hizo una mueca que parecía contraccióngalvánica; pero dominóse al punto, sonrió y,clavando los ojos en Quiñones, articuló lenta-mente: -Hay que confesar que la... la... continuaciónde los pies no desmerecía del principio. ¿Ver-dad, amigo Quiñones? Pero nuestro Estéveznunca quiso ir al cuarto de la...

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Me sentí palidecer de vergüenza y de celosretrospectivos; noté en el corazón angustia y enel estómago mareo..., pero me rehice me en-cuaderné y, serio y enérgico, respondí: -¡Bah! ¿Qué importa, después de todo, queuna cantante tenga los pies feos o bonitos?Aquí se viene... por el arte. "Nuevo Teatro Crítico", núms. 7, 8, 9 y 10,1891.

Morrión y Boina

¡La casa número 16 de la calle de la Angustia,en Marineda, trae a mi memoria tantos recuer-dos! Y no de esos que producen melancolía,sino de los que infunden cierta nostalgia regoci-jada y benévola; algo como el ritornello de unasana explosión de risa al acordarse de un casti-zo sainete. Hace ya ocho años que los inquilinos de lospisos principal y segundo de aquella vieja casa

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se fueron a habitar en otra más espaciosa, aun-que de aposentos angostos, helados y oscuros;más alta de techo, como que se lo da la bóvedaceleste; más poblada, aunque siempre muda...Ocho años, si..., ¡y en ocho años, cuántos suce-sos y qué rodar del mundo!, hace que duermenen el camposanto de Marineda, al arrullo delronco Cantábrico, las dos irreconciliables estan-tiguas, los dos vejestorios enemigos, a quienes,por no andar zarandeando los apellidos de suesclarecida prosapia, llamaré sonora y significa-tivamente don Juan de la Boina y don Pedro delMorrión. Al primero le conocí y traté mucho más que alsegundo. Lo que se ofrece a mi fantasía cuandoevoco la forma corpórea en que se encerraba elbien templado espíritu de don Juan, es... sunariz. ¿Quién podría olvidarla? Comprendoque se borren otros detalles fisonómicos e in-dumentarios de varón tan insigne, por ejemplo:los ojillos pequeños como cabezas de alfiler dea ochavo, emboscados tras la broza desigual de

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las cejas; los labios belfos, haciendo pabellón ala monástica papada; el cráneo puntiagudo, conerizada aureola de canas amarillas; las orejas deala de murciélago, despegadas, vigilantes, sir-viendo de pantalla a las mejillas coloradotas;las manos hoyosas y carnudas, de abadesa vie-ja... Hasta cabe no recordar aquel vestir tancurioso, proyección visible de un criterio anti-cuado: el levitón alto de cuello y estrecho debocamanga, ceñido al talle y derramado por losmuslos de amplísimos faldones; el chaleco om-bliguero; el reloj con dijes; el pantalón sujeto albotínblanco por la trabilla de los lechuguinos de1825, pero generalmente abrochado de un mo-do asaz incorrecto; el corbatín de raso; la almi-lla de franela, color de azafrán; la chistera cóni-ca; el pañuelo de hierbas a cuadros; la caja derapé; el famoso raglán, prenda que sólo enhombros del señor Boina pudo admirar la Ma-rineda contemporánea, y tantas y tantas parti-cularidades como merecían especial mención

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en el decano de los tradicionalistas marinedi-nos. Pero eran flor de cantueso al lado de susevera, majestuosa, aquilífera y arquitectónicanariz. En mis tiempos de chiquilla, al venir a casa elchocolatero (entonces se molía el chocolate abrazo y nos tomábamos, desleídas en la jícaradel caracas, gotas de humano sudor), concluidala elaboración de la molienda, y en espera yo delos obsequios de última hora que en casos talesno se regatean a los niños, recuerdo que el buenartesano se pasaba el dorso de la mano por lahúmeda frente, suspiraba como quien exhala elpostrer aliento, y me decía: "Espera, espera...,que te voy a hacer dos conchitas y un don JuanBoina de chocolate". Inmediatamente se ponía amodelar el monigote, de perfil, con una pro-longación en mitad de la cara, mayor que lacara toda. Y era un don Juan Boina que estabahablando. Algo conviene indicar sobre la historia políticadel insigne personaje, a fin de que se compren-

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da la trascendencia del seudónimo que elegípara él. Y no piensen los maliciosos -gente, pordesgracia, la que más abunda- que si en estahistoria no se contienen hechos memorables enel terreno cívico ni en el militar, es en menguadel esforzado corazón y gallardo ánimo de donJuan Boina. No, y mil veces no. Antes penetra-ría el aire ambiente en los apretados poros deun fino diamante, que el pavor en el alma dedon Juan. Si la suerte le destinó a mero espec-tador de grandes sucesos, no es culpa suya nide su tesón indomable, por el cual alguien dijoque el señor Boina tenía el meollo como la cajade una carretera: relleno de guijarros. Insisto en que don Juan no hizo cosas extraor-dinarias, porque no estaba de Dios que lashiciese; y atrévase nadie a desmentir esta ver-dad. Si dispusiese la Providencia que don Juanfuese un Napoleón I, llegaría a serlo..., proba-blemente. ¡Pues apenas sentía él en su almanobles ímpetus y ansia de señalar con un rastrode gloria su paso por el mundo!

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Don Juan había nacido en los primeros añosdel XIX, por lo cual afirmaba él que "iba con elsiglo", aun cuando su modo de pensar y sentirdesmentía palmariamente esta aseveración. Sustempranos bríos juveniles los gastó, durante laprimera guerra civil, en limpiar furtivamentetrabucos naranjeros y pistoletes de chispa; de-dicar en el Rosario muchas oraciones al triunfode la buena causa, y eludir las asechanzas delos liberales compostelanos, resueltos a medirlas costillas de los carlinos, como los carlinos selas habían santiguado a ellos en los años dereacción absolutista. ¡Ah! Es que entonces lagente no se andaba en chanzas, no; por los ca-minos reales encontraba el viajero los cuartosde algún cuerpo humano, y oía sin asombroque aquel brazo o aquella pierna era del faccio-so Fulano de Tal, si es que no entraban enCompostela los cruentos despojos atravesadosen una mula y goteando sangre... Cualquieraentiende que la prudencia de don Juan tuvomuchas ocasiones de

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ejercitarse en época tan azarosa, y el haber sali-do ileso de ella prueba suficientemente suscondiciones de sagacidad y su diplomacia ad-mirable. Como Sièyes, bajo el Terror, don Juanpudo responder al que le preguntase por susactos en tan crítico momento: "He vivido". Restablecida la paz y afianzada la "inocenteIsabel" en el Trono, don Juan descansó de susfatigas refugiándose en el seno de la venturadoméstica; o, para hablar en romance llano, secasó. Tomó por esposa a una señorita de Lugo,fina, espiritada, romántica y sensible, que hacíaunos versos flébiles y gemidores como el aura.Por orden de su marido ocultó los tales versoscual la violeta su perfume; dedicóse a la prácti-ca de las virtudes conyugales, fundamento dela sociedad cristiana, y vivió dedicada a abro-char a don Juan las trabillas, hacerle el nudo delcorbatín, plancharle las percheras, pegarle bo-tones en las camisas, marcarle pañuelos..., hastaque entregó a Dios el alma, que fue pronto, y deuna murria o consunción inexplicable, dada su

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felicidad. Entonces pagó don Juan tributo a lasletras imprimiendo las poesías de su difunta,con este título y subtítulo: Suspiros del corazón.Obras poéticas de la señora doña Celia Montei-ro de la Boina. Dalas a luz su desconsoladoesposo, en memoria de sus virtudes. Antes de la enfermedad de la señora de Boina,ciertas malas lenguas, merecedoras de que lashiciesen picadillo, murmuraron algo que tuvograves consecuencias, para el porvenir de sumarido, siendo el primer chispazo de un odioinextinguible. Lo que se susurró fue si la esposade don Juan se asomaba o no se asomaba a lagalería para ver pasar la milicia capitaneadapor el apuesto don Pedro del Morrión, el másfogoso nacional de Marineda. Este tal era unabogadillo tronera y bullanguero, cabeza ca-liente y corazón expansivo, alma de todos losmotines y pronunciamientos de aquella época,en que los había diarios. En cuanto a que laseñora de Boina se dejase o no se dejase impre-sionar por las relucientes charreteras y la mag-

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nífica pompona del señor Morrión, es puntoque no ha dilucidado la historia, tan solícita enaquilatar otros menos importantes. Lo induda-ble es que las hablillas referentes al caso llega-ron a oídos del esposo y encendieron en suánimo un furor que cincuentaaños después ardía igual que en los primerosinstantes. Comparado con aquél, ¿qué valen losfrenesíes de Otelo ni las iras del Tetrarca? Ape-nas don Juan se enteró del rumorcillo -sin dudapor algún chismoso-, es fama que hizo el soli-loquio siguiente: "España está perdida. No se respeta el honorni el hogar. Si en vez de mandar Espartero tu-viésemos rey y religión como es debido, donPedro del Morrión sería ahorcado por sedicio-so; pero en los tiempos que corren, ese libertinocobra el barato en Marineda. ¡Si algún día caebajo mi poder...!" A su vez, el miliciano, viendo acaso que laseñora de Boina no se asomaba ya, y encon-trándose por las noches al marido, muy embo-

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zado, que rondaba su propia casa, velando porsu dignidad, como él decía, se echaba estacuenta: -Servilón de Satanás, cuando vuelva he deapalear a los de tu casta, del primer garrotazo...te despachurro esas narices de mascarón deproa, y quedas bonito. Si aquel drama interior se exteriorizase, sóloDios puede saber qué habría pasado; no cabeduda: con la voluntad, el señor Boina se comíadiariamente los hígados del señor Morrión, y elseñor Morrión solfeaba a estacazos al señorBoina. Pero con la voluntad, entiéndase bien:con la voluntad tan solo. En el terreno de loshechos no sucedía más sino que cada vez quese encontraban los dos héroes, fruncían el ceño,chispeaban sus ojos, se les hinchaban las nari-ces, tosían, mirábanse de soslayo, y... maldito sipasaba otra cosa. Corrieron años, y allá en el 44 gozó don Juanla dulce emoción de esperar que acaso el tre-mendo Puig Samper, Capitán General de Gali-

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cia, le mandase atizar a don Pedro unos tiritospor haberse entremetido en el alzamiento deIriarte. No se le cumplió el gusto, y, dominadoel motín, don Pedro siguió paseándose por Ma-rineda, tan orondo, alborotando con la reorga-nización de la milicia. Tampoco se le logró eldeseo a don Juan dos años después, fecha de lafamosa hecatombe de Carral. Según Boina, noera Solís el organizador de la revolución sinodon Pedro, bajo cuerda, por supuesto; y cuandollevaron atado codo con codo al jefe del EstadoMayor de Samper para arcabucearle, don Juanbramaba y repetía: -¡Mientras no lleven así al botarate de Mo-rrión!... La efervescencia montemolinista dio luegomucho en que entender al señor Boina, y casi ledistrajo de su odio. ¡Con qué afán siguió lasoperaciones de Cabrera en Cataluña! Él se sen-tía capaz de hacer otro tanto en Galicia... si lefacilitasen mimbres y tiempo. No sería el caudi-llo militar, pero sí el genio organizador, la ca-

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beza. En ésta rehizo todo el plan de campaña, ya seguirse el suyo, no hubiese terminado comoterminó aquella empresa malograda y heroica. Por su parte, el señor Morrión andaba tambiénmuy entretenido en aquellos días de pronun-ciamientos, conspiraciones, golpes de Estado ymilicia nacional siempre en danza. Cuandotocaron a disolver la fuerza popular, en el me-morable año 56, sobrábanle ya a don Pedromotivos para tener juicio, porque sus sieneslucían canas y arrugas su rostro; no obstante,perdió la chaveta, y se adhirió a la resistenciabarricadera del pueblo marinedino, cuyos na-cionales no quisieron rendirse hasta que lohiciesen los de Madrid. La mañana luctuosa enque fue preciso entregar las armas, como acer-tase a pasar don Juan Boina, que volvía de mi-sa, y fuese visto por un grupo de milicianos,hubo dos o tres silbidos, se cantó el trágala, y elcorneta de la compañía se destacó a pintarlecon tiza un borrico en la espalda del raglán queya gastaba entonces. ¡Qué inefable placer le

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produjo el desarme de aquellos pilletes, y con-templar a Morrión cariacontecido, con las ore-jas gachas, privado para siempredel gusto de ostentar su brillante uniforme yjugar al coronel! Y emitiendo un juicio históricomás profundo de lo que él mismo creía, se dijodon Juan, respirando fuerte: -La milicia ha muerto. Nunca más resucitará.Se reirán de esta farsa las generaciones venide-ras. La causa, la santa causa, en cambio, vive yha de vivir mientras haya españoles. Yo, yo soyinmortal. Ya verán cómo renazco de mis ceni-zas cuando menos se lo figuren. Y así que talsuceda..., ¡ay del infame seductor, masón yperdido! Renació, en efecto, el fénix, con misteriosoaleteo, allá por el año de 60, cuando se fraguó elcomplot extraño y romancesco de la Rápita. Nohabía entonces ferrocarril ni señales de él paraGalicia, y, sin embargo, a Marineda, llegaronunos vientecillos de noticias, exhalados quizáde la famosa casa de la calle de Amaniel, y a

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boca de noche los vecinos curiosos pudieronver entrar en el portal de don Juan Boina a doso tres pajarracos, quiénes rebozados en negrosmanteos, quiénes envueltos en cumplidas pa-ñosas. La sinceridad de fiel cronista me obliga adeclarar que en aquellos clandestinos conciliá-bulos no acontecía más que lo siguiente: leer decabo a rabo La Esperanza, periódico de simbó-lico título; toser y estornudar, roncar a veces alamor del brasero y despertar entre sueñecillo ysueñecillo para decirse muy bajo -tan bajo comosi detrás de cada puerta estuviese apostado unespía que se preparaba ¡algo!, ¡algo! Ellos nosabían qué...; pero, vamos, algo se preparaba.¡Algo! Al estallar lo que se preparaba, quedáronsecon la boca abierta. Todo lo aguardaban, menoseso. Para decir cumplida verdad, sus informesno les autorizaban a protemeterse ni eso ni otracosa, porque, seamos francos, ni sombra deinformes auténticos tenían que comentar en susnocturnas reuniones; pero, sea como quiera,

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siempre la imaginación pinta, y a ellos les pin-taba entradas por Portugal, intervenciones deInglaterra con motivo de lo de Marruecos, ór-denes del Papa; todo, menos la tartana y el sa-crificio del novelesco y simpático Jaime Ortega.Ortega..., ¿quién era Ortega? ¡Humillación in-descriptible! Ninguno lo sabía. En fin, ahora,después de la catástrofe, lo que importaba eraponerse a salvo. Había transpirado en Marine-da el misterio de aquellos conclaves subversi-vos; el diablo, que todo lo añasca llevó a oídosde las autoridades alarmantes rumores..., y donJuan y compañía se dedicaron a buscar agujerosy refugios para no sufrir la suerte del míserocapitán general delas Baleares. ¡Ahí sería nada si los metiesen enun bote con trampa en el fondo, y bajo pretextode conducirlos al castillo de San Andrés, losdejasen hundirse bonitamente en mitad de labahía! ¡Pues no digo si los trincasen, y en larevuelta de un camino, alegando que habíanintentado desatarse, les escalfasen los sesos de

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una descarga! Lo que más color daba a estosrecelos, lo que los elevó a pánico, fueron unosanónimos sombríos y preñados de amenazas,cerrados con migas de pan y escritos por manoindocta, que rezaban así: "Muerciélagos: enco-mendad vuestras almas a Dios; llegó vuestraúltima hora. Ya se descubrieron vuestras ne-gras tramas. Se os arrancará la careta. Mochue-los que huís de la luz, ahora sí que os quema-mos la madriguera. Pereceréis entre las llamas,ya que nos queríais asar a nosotros en las de laominosa Inquisición". Al poner en el buzónpara el correo interior estos y otros disparates,don Pedro del Morrión y dos amigotes suyos,asiduos concurrentes a lalogia de Marineda, se perecían de risa. -De esta hecha mueren de canguelitis. El doc-toral ya está enfermo de..., pues de flojedad enel ánimo. A don Juan Boina se le ha estirado unpalmo la nariz. Pasaron, por fin, aquellos tragos y aquellossustos; vino el gran acontecimiento revolucio-

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nario, y con él una serie de trascendentales su-cesos, que vengaron cumplidamente a don Juande las picardías de su antiguo rival. Mientras elseñor de Morrión, hecho ya un pasa, arrolladopor la gente nueva que trajo consigo la mareade la septembrina, se quedaba arrinconadito enel instante mismo de triunfar sus ideas de todala vida, y, en unión de su partido, empezaba amomificarse, el señor de Boina, precisamentecuando se desencadenaba la anarquía, iba su-biendo a las colosales proporciones de jefe departido en Marineda. Sin saberse cómo ni porqué, el señor de Boina era ya un personaje polí-tico a tiempo que se eligieron las Constituyen-tes de la revolución. Tanto, que una mañana sele vio enderezar el espinazo asaz encorvado;despedir lumbres por los microscópicos ojitos;ajustarse marcialmente el raglán; echar callearriba, camino de la iglesia donde oía misa to-dos los días delaño; y, una vez allí, hincarse de rodillas ante elaltar de los Dolores, abrir los brazos y, con un

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impulso de verdadera fe -tal vez el único mo-mento estético y sublime de su larga existencia-, rezar en alta voz una Salve. Era diputado elec-to por el distrito de la Formoseda. Es seguro que con el mismo entusiasmo quepuso en sus labios la oración, don Juan hubiesepronunciado en las Cortes largos y magníficosdiscursos, a no tropezar con cierta premiosidaden la elocución y cierta carencia de... de ideasno precisamente, sino de las fórmulas en que seenvuelven esas ideas para salir a luz revestidascon las galas de la oratoria. No obstante, fuemuy digna de encomio en aquella campañaparlamentaria la docilidad del señor Boina alvotar con la minoría tradicionalista, y la modes-tia con que se hizo a un lado dejando los prime-ros puestos a los Aparisis, Monescillos y otraspersonalidades eminentes, con las cuales nisiquiera intentó entrar en pugna. Lo que le desacreditó un poquillo, inutilizán-dole para las legislaturas venideras, fue el fias-co de la delicada comisión que le encomendó el

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partido tradicionalista gallego, delegándole porla provincia de Lugo para asistir a la importan-te Junta de Vevey. La idea de viajar por el ex-tranjero puso a don Juan fuera de quicio; esindecible el desdén con que miraba a su enemi-go Morrión cuando en aquellos días le encon-traba casualmente en las calles de Marineda."Ahora verás, quídam pelagatos, la diferenciaque va de un furriel de nacionales a una notabi-lidad política". Preciso es confesar que el señorde Morrión andaba cariacontecido y mohíno."Lo admito todo -decía a sus amigos y compin-ches de logia- Que vuelvan a cantar la Pitita;que manden los curas; que se restablezcan losautos de fe; que tengamos que tragar otra vezlos diezmos... Pero, ¡caramillo!, no comprendoesto de que se consigan tales cosas haciendopersonaje político a una calabaza..., que másgorda no la haproducido nunca ninguna huerta". ¡Cuál seríael regocijo de los malévolos detractores del se-ñor don Juan al saber que éste, en vez de diri-

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girse a Ginebra para acudir a Vevey, había idoa dar con sus huesos a Génova, y desconocien-do el idioma, confundido, mareado, indispues-to, no había conseguido llegar a la Asambleamagna sino con toda la oportunidad del mun-do, después de la última sesión! Todos los periódicos de Marineda, El Adalid,El Nautiliano, El Grito Marinedino, publicaronen esta ocasión chispeantes sueltos y cómicasreseñas del viaje de don Juan. Los tradicionalis-tas, que le habían elegido por mandatario, que-daron tan satisfechos como puede suponerse yel astro político del señor Boina empezó a apa-gar sus resplandores, quedándole sólo unastenues lumbres que todavía conservaba cuandoyo le conocí y traté. En suma, ¿qué importaba a don Juan la deca-dencia? Es ésta compañera inseparable de todahumana gloria: no hay grandeza que no decli-ne, no hay imperio que no fenezca y se acabe.Hundióse el poderío romano; cayeron en ruinasBabilonia y Nínive; Jerusalén, Cartago, Itálica,

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sufrieron la misma suerte. En esto pensaría donJuan para consolarse si a tanto llegase su erudi-ción y si no le bastase el recuerdo... que a lossesenta y tantos años reemplaza a la realidadde un modo satisfactorio. ¿Quién le podía qui-tar haber sido diputado en las Constituyentes?¿Quién haber ido a Vevey..., aunque fuese porel camino de Génova? ¿Quién la sonrisa cariño-sa y las atentas palabras de doña Margarita deBorbón? Que rabiase el viejo ex miliciano, puesno registraba en su historia efemérides tales. Recién salida del horno la Restauración conocípersonalmente al señor don Juan, y aún tuve elplacer de que se sentase varias veces a mi mesa.La primera fue, por más señas, un día de días;creo que un San José, patrono de casi todos losespañoles. Colocado a mi derecha, luciendo enla almidonada pechera un descomunal y arcai-co broche de diamantes y rubíes entrefalsos;con la servilleta puesta a guisa de babero, elpatriarca me inspiraba una especie de respe-tuosa conmiseración mezclada con unos impul-

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sos de reír, a que me guardé bien de dar salidaporque para algo se hicieron la cortesía y labuena crianza. Él se había propuesto ser galan-te conmigo, y desde la sopa empezó a ofrecer-me con los dedos, yemas y almendras de lasque contenía un plato montado puesto frente anosotros. Una yema me la dio con el cocido;otra, con el frito; otra, con las perdices. Y habíaaquello de: -Ésta por mí. Ésta por el señor de los días. Sime desaira usted me ofendo. Usted no querrádesairarme. No; no quería desairarle, y me tragué las ye-mas. Mi buen natural impidió que meditaseproyectos de venganza; pero la casualidad y lasuerte me sirvieron mejor que solicitaba yomisma, poniéndome en ocasión de dar el dis-gusto magno al señor Boina. He aquí cómo: Carteábame por entonces con un ilustre pai-sano mío, un marinedino que ha dejado memo-ria, escuela, partido y hasta dinastía en España;hombre de agudísima inteligencia, que gracias

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a ella obtuvo la jefatura del tradicionalismoespañol y consiguió, andando el tiempo, desdeel fondo de la tumba, sobreponer el prestigio desu nombre al del mismo principio monárquico,en la conciencia de la gente más monárquicadel mundo: señalado ejemplo del poder de ladialéctica y de las doctrinas cerradas y radica-les. Este varón notable a quien llamaré donMáximo Robledal, me escribía, como digo, si nomuy a menudo, por lo menos las veces suficien-tes para causarle al bueno de don Juan Boinaberrinches, jaquecas, melancolías y desazonesde toda especie, porque tenía determinado, ensu fuero interno, que la única persona a quiendon Máximo Robledal podía escribir en Mari-neda era a él. ¡Él, el delegado de Vevey, el di-putado a Cortes! Cada vez que recibía el correo,latíale el corazón como a niñacon novio ausente, y acostumbraba quedarsecon las cartas en la mano, calados los espejue-los, los párpados con traídos, saliente el labioinferior y destacado el sobrecejo coronando su

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poderosa nariz, la cual rascaba suavemente conla uña del pulgar izquierdo, murmurando: "Pero ¿de quién será esta carta? A ver, ¿dequién? Del señor penitenciario de Lugo nopuede ser: no es su letra, que bien la conozco.Pues del marqués de la Figueira menos: comoque se encuentra imposibilitado y no escribe anadie. De mi primo Jacinto María..., ¡si tuveotra ayer!..., y las "bes" mayúsculas de Jacintoson de distinta hechura que éstas. Tampoco meparece del cura Bouzas. ¡Quia! Si trae sello deMadrid. ¿Será?... ¡Santo Dios! Acaso sea... Pro-bablemente... Como estos días ocurren cosasimportantísimas en nuestra comunión... Se pre-para "algo"... El chiquillo se va, se va, ahora esla cierta... La cosa andaba muy mal allá porFrancia... ¡Ah, de fijo que la carta es de donMaaáximo!" Si presenciaban estas fluctuaciones los habi-tuales tertulianos del señor Boina, solían, pasa-dos unos diez minutos, decirle, con gran sensa-tez:

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-Pero, señor don Juan, abra usted la carta, quees el modo de saber quién le escribe. Seguía el consejo, y... ¡oh desengaño! No erade don Máximo la epístola. Cuando se agrega-ba que, por los mismos días tuviese yo algunaque enseñarle, don Juan no dormía, ni sosega-ba, ni me dirigía la palabra sino desde el fondode su cólera, con una especie de reticencia dolo-rosa y continua. Represéntese el pío lector cuál se quedaría donJuan al enterarse de una carta más solemne quetodas, donde Robledal me participaba cómo elSeñor (que Dios guarde) le había nombrado surepresentante en España, y me encargaba deponerlo en conocimiento de los leales de Mari-neda. Una granada que estallase a sus pies; lavista de un dragón fierísimo; el techo que secayese y le cogiese debajo, no dejaría al señorBoina más apabullado y patitieso que la tal mi-siva. Para él era una real orden, igual que si laspalabras de don Máximo saliesen en la Gaceta y

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trajesen esta coletilla: "Está rubricado de la realmano". Inmediatamente me pesó de habérsela leído.Disipada la primera estupefacción, vi sus meji-llas que pasaban del rojo oscuro al color violá-ceo; vi encenderse su venerable nariz y temblarsu colgante belfo y sus pobres manos ancianas;hasta creo que oí entrechocarse los dijes de sugran saboneta, como los dientes del medrosoante el peligro. No obstante pudo más que lapiedad el buen humor de los pocos años queentonces contaba yo, y le pregunté con involun-taria malicia: -¿Qué le parece, señor de Boina, la galanteríade nuestro ilustre Robledal? Me da la noticiaantes que a nadie. ¿Ve usted qué deferenciashacia el bello sexo? Don Juan me miró de alto a bajo; rechinó losdientes; enarcó las cejas, y sólo pudo exclamarcon ronca y trémula voz: -¡Está bien..., está bien!

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Tuve la fortuna de que, al salir de estampía elpatriarca, le acompañase uno de sus tertulia-nos, el cual me refirió después la sabrosa escenaocurrida a las puertas de mi casa. Paróse allí sinaliento el señor de Boina; elevó la frente y miróhacia mis balcones; bajó después la cabeza ysiguió corriendo cuanto se lo permitía el pesode los años hasta la esquina de la calle. Allívolvió a detenerse y, dando salida a lo que lehubiese ahogado si lo reprime un minuto más,alzando el sombrero, llevando la diestra a susamarillentas canas, exclamó, tartamudeando: -¡Señor..., Señor..., Señor! ¡La comisaría regia...,la comisaría regia de Marineda..., y, por consi-guiente, de Cantabria..., en una hembra!... ¡Ro-bledal!... ¡Robledal! ¡Señor, Señor, detenle alborde del abismo..., guíale, alúmbrale... La co-misaría..., el gobierno de esta región de Espa-ña..., en manos femeniles! ¡Señor..., salva a Es-paña..., salva el mundo! -La verdad es -dijo el acompañante del señorde Boina con la más sana intención de acabar

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de desatinarle- que esta comisaría regia erapintiparada para usted. -No; yo, no; yo, no -exclamó el honrado viejocon explosión de indignada modestia-. Yo nosoy más que un veterano de cien campañas,inválido ya; yo para nada sirvo sino para pedira Dios una buena muerte; yo..., soldado de fila,el último; pero... ¿cómo quiere usted que veacon indiferencia al señor de Robledal..., a donMáximo..., tocado de locura, invadido del espí-ritu diabólico, entregando la comisaría regia auna hembra? ¿Conque llevamos todo lo que vade siglo luchando, sufriendo persecuciones,derramando nuestra sangre, cubriéndonos degloria, sí, de gloria, para evitar que ocupen eltrono las hembras, y hemos de tolerar ahoraque una nos rija y mande en estas provincias?¡Ah don Máximo! Las atribuciones que a ustedha conferido el rey son muy grandes, muy res-petables, sin duda alguna; yo me inclino ante elrey; pero llegando un caso de estos, un acto asíde tiranía..., no me doblo: nos veremos, señor

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don Máximo. Ya sabe usted la fórmula: se obe-dece, pero no se cumple.Los cristianos acatamos al rey, pero no noshumillamos al César. Resistiré como los márti-res a los procónsules. Protesto, protesto y pro-testo. ¡Comisario regio una hembra! Había que saber el sentido que tenían en loslabios y en la mente de don Juan estas últimaspalabras; había que conocer su dictamen res-pecto a la "misión", según decía él, de la mujeren sociedad, para darse cuenta exacta de la iro-nía y la amargura con que las articulaba. Pro-testó en efecto, y la primera forma de su protes-ta fue no volver a poner los pies en mi casa, locual sentí mucho. Por más que procuré evitar elrompimiento con el pobre señor enviándolevarios recados de que no había tal comisaríaregia ni cosa que lo valga, no conseguí disua-dirle y siguió aferrado a su inocente chifladura,encerrado en su casa, donde concurría diaria-mente a darle tertulia el elemento joven tradi-cionalista de Marineda. Esta tertulia era su con-

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suelo, su solaz y su compensación. Con estatertulia me hacían la oposición a mí. En efecto, ¿qué bálsamo para sus heridas mo-rales como saber a ciencia cierta que el día deSan Carlos Borromeo; el de Santa Margarita,reina de Escocia; el del Apóstol Santiago, pa-trón de las Españas, y el de Nuestra Señora delas Nieves, en su casa se juntaban para salir aoír la misa; en su casa era donde se celebraba laceremonia oficial del besamanos, y en su casase redactaba y firmaba el mensaje de felicita-ción? ¿Qué comisario regio era yo, cuando na-die se acordaba de mí para presidir estos actostan serios y tan interesantes a la vida del parti-do? ¡Ah! A despacho de los contrafueros deRobledal, el verdadero comisario regio... bien,bien se comprendía dónde estaba. En los años de retraimiento que corrieron sinque yo viese al señor de Boina, ocurrió unhecho curioso, de esos que parecen bromas dela casualidad. Habitaba el señor de Boina, se-gún queda dicho, en un caserón de la calle de la

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Angustia, la más costanera, pedregosa, húmeday antigua de Marineda, si se exceptúa la de laSinagoga, más fea todavía. El tal caserón, quecualquier arquitecto declararía ruinoso, era, sinembargo, bastante claro y de condicioneshigiénicas superiores a las de las casas nuevasmarinedinas; pero por encontrarse sito en aque-lla calle extraviada y melancólica, costaba lamitad menos, y con unos cuantos realitos dia-rios podía el señor Boina permitirse el lujo deun salón donde celebrar sus recepciones oficia-les. Pues bien: el segundo piso, igualmente ba-rato y destartalado se vino a vivir ¿quién diránustedes? El señor don Pedro del Morrión, enpersona. Desde la Revolución, este héroe, mandadoretirar lo mismo que el partido progresista, encuyas filas formaba, y tan pasado de moda co-mo la milicia, se había ido acartonando y que-dándose hecho una castaña pilonga. La edad,que traía a don Juan un desarrollo majestuoso ypletórico de los tejidos y de las formas, secaba y

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reducía al ex abogado y ex bullanguero. Aque-lla vivacidad antigua suya remanecía, sin em-bargo, en sus movimientos y gesticulaciones, y,sobre todo, en su fogoso corazón, que conser-vaba todo el calor de los tiempos juveniles, pormás que las facultades intelectivas y el vigorfísico anduviesen muy desmayados. No sehabía entibiado un punto el ardor de sus con-vicciones; aborrecía más que nunca a los queseguía llamando facciosos; para él había unespectro; la teocracia, y cuanto en España ocu-rría de malo, que era casi todo, lo atribuía amanejos de los jesuitas y a intrigas de la gentenegra. La pura verdad es que nadie le hacíacaso, y que se le tomaba a bromaen todas partes, no tanto a causa de sus opinio-nes, ni más discretas ni más tontas que las de lamayoría de los políticos de casino, sino porquela mucha edad, cuando no es augusta por elgenio, por el nacimiento, por la virtud, tienealgo de cómico, máxime si no la sazona y con-dimenta la sal de la experiencia y del desenga-

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ño. Lo que a los veinticinco fue base de la po-pularidad de don Pedro, a los setenta y picolargos hacía sonreír hasta a la gente benévola.Así, la prenda elegante que un tiempo realzó lahermosura, pasa a ser disfraz carnavalesco ydivierte por su extravagancia. Lo triste para don Pedro era verse, a sus años,tan solito; porque aquellos amigotes de logiaque le ayudaron a divertirse con don Juan,cuando lo de la Rápita, se habían ido muriendo-claro está, como que contaban las mismas Na-vidades que el famoso miliciano-. ¡Qué soledadla de los viejos sin hogar, sin familia y hasta sinese calor ficticio, pero animador y benéfico, delas amistades políticas! Cada vez que don Pe-dro oía bajo sus pies el rodar de sillas y estrépi-to de pisadas de los que acompañaban en laslargas noches de invierno al patriarca del tradi-cionalismo, y les sentía bajar, metiendo bulla yriendo a carcajadas, la vetusta escalera, unahipocondría profunda se apoderaba de él, yenvolviéndose en su vieja bata de tartán, único

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preservativo que contra el riguroso frío usaba,y paseando de arriba abajo en su desmanteladoe inútil salón, daba vueltas al problema siguien-te: "Vamos a ver: yo conocí a ese búho de donJuan Boina hace la friolera de cincuenta y tantosañitos. Ya entonces sus ideas eran una ridículaantigualla, desterrada por la esplendente luzdel progreso. Desde entonces, en España, lacausa de la libertad ha ganado terreno siempre;hemos echado a los frailes, consumado la des-amortización, destruido los fueros, logrado lalibertad de cultos... y, sin embargo, ese esper-pento, en vez de quedarse arrinconado en eldesván, se ha visto diputado, casi personaje, yaún hoy, retirado de la vida activa, recibe corte;vienen todas las noches seis u ocho personas delas más conocidas y respetadas aquí a hacerletertulia, se encuentra mimado, y halagado, yhasta obedecido, y yo no sirvo sino para que seme rían en mi cara cuando me atrevo a deciralgo de política. Vamos a ver, repito: ¿quién ha

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sido aquí el bolonio? ¿Quién el loco y quién elcuerdo? ¡Cuándo pienso que él está rodeado dejóvenes! Ese caduco despojo de edades oscu-rantistas,¡con una escolta de muchachos! ¿Si retrocederáel siglo en vez de avanzar? ¿Si seré yo un me-mo, y la santa libertad una engañifa? Porque sihubiese justicia en la tierra, Marineda a quiendebía traer en palmas es a mí, el nacional vete-rano; y a ese terco vejestorio servilón, encerrar-le en la cárcel, donde otros están con menosmotivo." Es inexplicable la murria que estas cavilacio-nes infundían a don Pedro. Tanto subió de pun-to que la tertulia de abajo, con sus risotadas, sustaconeos, sus sillas removidas y todo su alegretrajín vino a ser la idea fija del señor de Mo-rrión; idea que, ayudada por la debilidad men-tal y las manías, compañeras inseparables delos años provectos, consiguió dar al traste conla serenidad del vejete, persuadiéndole de queandaba sobre un volcán, o, para decirlo más

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claro, de que bajo sus plantas se tramaba algu-na formidable conspiración semejante a la deOrtega, y de la cual resultaría Marineda el cen-tro, siendo foco del incendio aquella mismacasa. "¡Ah lechuzos! -exclamaba para sí el señor deMorrión-. A mí no me la pegáis. Vosotros no osreunís ahí tan solo para hacerle el mondiú a esemelón de don Juan Boina. A otro perro con esehueso. ¿Si me acordaré yo de cuando, so colorde hacerle cocos a una muchacha, nos juntába-mos a llenar cartuchos y fundir balitas? Ya soymachucho y la experiencia me ha enseñado adesconfiar. Aquí se trama algo... Pero yo lo des-cubriré o pierdo el nombre que tengo." Lo cierto es que, después de tomada esta de-terminación, don Pedro no volvió a aburrirse.Había encontrado eso que se necesita a todaslas edades, y más en la vejez: un objeto, unadistracción, en fin, una forma cualquiera de laactividad moral humana.

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Así que cerraba la noche, recatando la cara conel embozo, agazapado en un ángulo del tene-broso portal, atisbaba don Pedro a los tertulia-nos de su vecino y trataba de interpretar laspalabras sueltas que pronunciasen al tirar de lacampanilla. Después, tumbándose en el piso,pegando el oído a las rendijas de los tablones,procuraba sorprender el cuchicheo de la reu-nión oscurantista. Primero oía un murmurioacompasado y monótono, que alternativamentese apagaba o sonaba con más fuerza: era donJuan guiando el rosario de sus tertulios. Des-pués notaba los acostumbrados ruidos de arras-trar muebles; se organizaba la partida de tresi-llo. Choques como de hueso con loza: las fichas.Carcajadas: un codillo al patriarca dado pormedio de unas trampas de lo más irreverente. Yluego, lectura en alta voz, entrecortada por co-mentarios, exclamaciones, protestas, gritos ydisputas interminables: era la lectura de El Si-glo Futuro y de La Fe, no incompatibles todavíaen aquellos tiempos, si

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bien ya muy esquinados y torcidos; como queno tardarían en arrojarse los platos a la cabeza.Estos eran los ecos de la tertulia para un espíri-tu desapasionado y observador; no así para elviejo maniático, que no podía explicarse seme-jantes rumores sino atribuyéndolos a algunaocupación ilícita, perturbadora y completamen-te extralegal. Una noche, sobre todo, llegó su excitación alparoxismo a causa de un suceso inexplicablepara él y que ocurrió en el misterioso conciliá-bulo. Antes de referirlo, conviene advertir quelos asiduos cortesanos del señor de Boina, gentemoza y de festivo genio, iban cansándose dehablar y oír todas las noches las mismas cosas;y encontrando que la tertulia pecaba de soporí-fera, trataban de animarla con bromas y juga-rretas. En los primeros tiempos se habían por-tado con gran formalidad, mostrando sumorespeto al patriarca; pero así como los sacrista-nes acaban por familiarizarse con las imágenesy objetos sagrados, y andar entre ellos como

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andarían entre cachorros o espuertas, ya lostertulios de don Juan no veían en él al figurónrespetable de su partido, sino al viejecito cho-cho, con cuyas ideas estrambóticas se divertíanen grande. Era aquella una generación nueva,no educada para venerar, o al menos infiltradade ese virus de libre examen que funda la vene-ración en la crítica:que si venera, quiere saber por qué, y a quienen último término sólo se imponen positiva-mente la inteligencia y el vigor. Así es que lacasa de don Juan poco a poco fue convirtiéndo-se para ellos de santuario en entremés, y cadadía ideaban una diablura diferente para sola-zarse a cuenta del pobrecito. Empezaron portomarla con la criadita del señor don Juan, re-comendada de un canónigo, que tenía la vozmonjil y el andar muy repulgado, que saludabadiciendo: "¡Ave María purísima!", y que era, enopinión de don Juan Boina, la suma de las vir-tudes y el paraninfo de la castidad: flaquezasde juicio frecuente en los viejos que toman a su

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servicio muchachas. Para quemarle la sangre alseñor Boina, nada como decirle chicoleos a suVerónica. -Es un cargo de conciencia, señores -gruñía,poniéndosele la nariz colorada como el mocode un pavo-. ¿No comprenden ustedes que esamuchacha es la inocencia misma, que pertur-ban ustedes su virginal corazón? ¡Una chicaque se proponía entrar monja y ha dejado elconvento para servirme! ¡Buen ejemplo y buenaseguridad la que disfruta bajo mi techo! Seño-res, esto no puede seguir así. Al que diga algoatrevido a Verónica... se le expulsa, señores, sele expulsa. Con esta orden draconiana tuvieron materiade diversión para rato. Es de saber que el señorBoina era el más desgraciado mortal del mundocuando le faltaba un tertuliano; y hubo de ob-servar con disgusto que alguno de ellos no pa-recía en tres o cuatro días por la tertulia. -¿Qué tendrá el señor don Feliciano Mosque-ra? ¿Estará enfermo?

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Guardaban silencio los cómplices, hasta que,apremiados por las preguntas y la aflicción delseñor Boina, bajaban la cabeza y contestabancomo avergonzados: -Señor don Juan, Mosquera no se atreve a po-nerse delante de usted... Tuvo la desgracia deecharle flores a Verónica..., y como usted hasentenciado a expulsión al que en tal error in-curriese... Esta explicación la daba con aire gazmoño yvoz contrita el joven abogado Martín GómezCanido, el tertuliano de aspecto más modesto yformal, y en el fondo el más terrible guasón decuantos mareaban al patriarca. Y don Juan solíacontestarle, echándola de magnánimo: -¡Jesús, María Santísima..., qué frágil es lahumana naturaleza! En fin, por esta vez dígaleal señor Mosquera que venga, que le echamosmuy en falta... Pero con condición de que noreincida. ¡Si reincide...! Agotada ya la vena de los requiebros a la sir-vienta, discurrieron otra humorada sobre el

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mismo tema, y fue asegurarle a don Juan quesu criada estaba ferida de punta de amor por él,lo cual la traía a mal traer, llena de escrúpulos ycon el alma toda acongojadica. -Señor don Juan, usted no sabe lo que es unamuchacha sensible. Claro, la ponen a la infelizal borde del abismo; la traen a vivir en compa-ñía de una persona como usted, con ese presti-gio y esa fascinación que ejerce sobre cuanto lerodea; me la colocan, como quien dice, sobre elbarril de pólvora..., y no quieren que salte, Se-ñor don Juan, tiene usted sobre su concienciaun gran peso. Ha envenenado usted la existen-cia de esa desgraciada. Antes de conocerle austed sólo pensaba en Dios, y ahora..., figúreseusted en lo que pensará. A lo que respondía don Juan, cayéndosele lababa en hilos hasta la pechera: -Son ustedes unos exagerados, señores. Unajoven tan virtuosa no deja fácilmente que se laapoderen de las potencias las pasiones desen-frenadas. Con las prácticas cristianas de Veró-

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nica..., pues, vamos, no puede ser. Yo no digoque no tenga su sensibilidad lo mismo quecualquiera; todos somos..., en fin, somos morta-les, no somos nada; pero la virtud siempre selevanta por encima de las asechanzas de estacarne maldita... Viendo los empecatados bromistas la creduli-dad del buen señor, recargaron el cuadro: -Señor de Boina: mucho sentimos dar a usteduna mala nueva...; pero el cariño que le tene-mos nos obliga... Nosotros debemos velar porsu buena fama de usted. No conviene que elilustre jefe del partido tradicionalista se veatildado... Aquí el señor Boina fruncía el sobrecejo, seechaba atrás con dignidad y articulaba con én-fasis: -Ustedes dirán, señores. -Pues se trata de que, con motivo de esa pa-sión que por usted siente la infeliz Verónica...,anda por ahí cada cuento y cada chisme y cadahistoria... imponente.

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-¿Qué me dicen ustedes, señores? Yo no sé loque me pasa... ¿Están ustedes seguros? -¡Toma! -replicaba Martín Gómez-, ¡que si es-tamos seguros! El director de El Pimiento Pi-cante nos enseñó hasta el proyecto de caricatu-ra que va a publicar contra usted. Sale usted deFausto, y Verónica, de Margarita. Por supuestoque, si tal hace, le rompemos un alón; pero elescándalo..., el escándalo no se evita. -Pues el escándalo es lo que conviene evitar,señores... Y don Juan dejando caer la cabeza, incrustan-do la quijada en el pecho, desmayando la fiso-nomía, pareciera, efectivamente un búho aton-tado si no le faltasen los redondos ojos melan-cólicos que dan a esta ave nocturna aspecto tangrave y reflexivo. No inspiró lástima a los bro-mistas la actitud doliente del patriarca; lejos deeso, continuaron poniéndole la cabeza como unbombo, refiriéndole murmuraciones de vecin-dad y supuestos planes maquiavélicos de loslibrepensadores marinedinos, a fin de sorpren-

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der en malos pasos al mayor enemigo del libe-ralismo en Marineda: al eximio don Juan. -¿A qué no sabe usted -insinuaba Gómez Ca-nido, bajando los ojos, como siempre que iba asoltar una gran bellaquería- quién propala to-das esas especies de ofensivas para el decoro deusted y, en general, de nuestra comunión? Y,claro, viniendo de tal origen, las cree todo elmundo..., figúrese. ¿No sospecha usted a quiénme refiero? El señor Boina, relampagueando con los ojos,alzaba el índice y lo movía de arriba abajo, pro-nunciando al mismo tiempo: -Ya estoy, ya... Ese galafate del piso segundo... -¡Ajá! Justamente. Don Pedro del Morrión esquien corre la voz de que si usted y Verónica... Gómez completaba la frase poniendo horizon-tales los dos índices de la derecha y la izquier-da, y dando en la yema del uno con la del otrorepetidas veces. -Hombre -articulaba, al fin, el señor de Boina-,a ese bicho malo convenía... sí, convenía que

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ustedes... me lo desalojasen de ahí. Si les he deser a ustedes franco..., yo no estoy enteramentetranquilo con semejante vecindad. Una calum-nia..., como ustedes dicen muy bien..., proce-diendo de un inquilino de la misma casa..., rue-da y se divulga y tiene autoridad. -Que sí; se lo correremos a usted de ahí. ¡Nofaltaba otra cosa! ¡En la misma casa de nuestroilustre jefe ese revolucionario! No, no...; déjelousted de nuestra cuenta. Así estaban los dos inveterados enemigos:rebosando indignación, refrescadas sus anti-guas discordias por la proximidad y atravesan-do con su ira el piso de carcomidas tablas quelos separaba; la suerte que sus miradas no eranlanzas ni puñales; que si no, poco hubiese tar-dado en clavarse, pasando la débil valla, enambos cuerpos. En tal ocasión fue cuando los tertulianos, can-sados de revolverle al señor de Boina armariosy alacenas para sacar a luz estrambóticas anti-guallas; de hacer rabiar a Verónica en la cocina

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robándole los postres o escondiéndole el vino;de atarle al gato latas en el rabo y de volver loscuadros cara a la pared, idearon cierta infantiltravesura, más propia de chicos del Institutoque de hombres barbados; y fue meter una rataenorme de las que en Marineda se llaman "li-rios", en una cajita de madera, que, sellada yprecintada, hicieron entregar por un mozo, di-ciendo que era un encarguito venido por ladiligencia compostelana. La orden fue que elencargo se trajese cuando estuviese reunidatoda la tertulia; y mientras don Juan sostenía lacajita en las manos sin resolverse a abrirla,dando vueltas al rótulo y discurriendo, segúncostumbre, si el regalo sería del señor peniten-ciario de Lugo o del primo Jacinto María, lostertulianos se empujaban con el codo y ahoga-ban la risapellizcándose las manos o mordiéndose loslabios. Por fin, don Juan determinó abrir, congran prosopopeya, la caja, y, ¡pif!, saltó la ratahecha un basilisco, arrastrando más de treinta

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varas de bramante delgado con que le habíanatado una patita y a cuyo extremo opuesto es-taba sujeta la caja. Es indecible la confusión yalgarabía; los chillidos de don Juan, que teníaun miedo cerval a las ratas; las carreras de lostertulianos para atrapar al animalejo, los brin-cos y fuga desesperada de éste; sus ascensionesa los muebles más altos; su refugio tras de unacortina; su trágica muerte a espadín, que fue elarma que más pronto se hubo a mano en el ar-senal del señor Boina... Arriba, don Pedro del Morrión, con el oídopegado al piso, el corazón en prensa y la respi-ración anhelosa, no podía darse cuenta del mo-tivo de tan tremenda algazara. -A alguno persiguen, es evidente; a algunoacosan; pero ¿a quién? -y de pronto, saltandocomo si el espadín que abajo consumaba la eje-cución del asqueroso bicho le hubiese atravesa-do a él los riñones, exclamó-: ¡Caramillo! Ahígritan ¡"muera"! ¡Se me eriza el cabello! ¡Ah!, noen vano decía yo que aquí hay más que una

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inocente tertulia. Aquí se conspira; aquí... sellega hasta el crimen. Y al escuchar una voz que desde abajo dijoclara y distintamente: "Ya murió", el pobrehombre, tan sorprendido como si no acabase deanunciarlo, se quedó absorto, paralizado dehorror. Hay que insistir en que las potencias intelec-tuales del señor del Morrión habían ido debili-tándose mucho con la edad, pues, de otro mo-do, no era posible que dejase de comprender,reflexionando serenamente, lo que bajo sus piesacontecía. Pero la edad enflaquece el juicio, y adon Pedro se le caían, de puro viejo, los calzo-nes. Es indecible la trágica impresión que pro-dujeron en su espíritu aquellos "mueras" yaquél "ya murió", oídos resonar, entre el silen-cio nocturno, en un caserón fantásticamentegrande, donde cualquier ruido se agiganta ycualquier hecho se dramatiza. Don Pedro seacostó calenturiento y tiritando de fiebre: nopudo pegar ojo en toda la noche; lidió con mil

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pensamientos: de rencor y venganza los unos,de hidalguía los otros; hasta que a la siguientemañana, apenas despachado el mezquino des-ayuno y vestídose el gabán de paño de pólvoray tomado el bastón de muleta bajó las escalerasy llamó con energía a la puerta de su enemigo. ¡Momento solemne en la existencia de en-trambos! No se habían hablado nunca; no seconocían el metal de voz; y cuando don Juanvino a abrir en persona, porque la criada habíasalido al mercado, los adversarios y antiguosrivales se miraron con estupor consiguiente aaquella rara entrevista. Don Juan parecía unavisión del otro mundo en el negligé matutino,con su elástica de franela amarilla, su gorronegro y sus babuchas; y don Pedro, al acercár-sele, sintió una mezcla de aborrecimiento, deasombro y, fuerza es decirlo, de consideracióninvoluntaria. No obstante, entró con paso mar-cial, sin saludar más que por medio de un "feli-ces días" seco y áspero. Pasó al salón, y ante elsilencio orgulloso e interrogador de don Juan,

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que le miraba con altanería, perdió el aplomo,turbóse y balbució: -Ya comprenderá usted el objeto de mi visita...Hay cosas que le ponen a uno en compromisosmuy serios..., ¡muy serios! Cuando uno es caba-llero y lo ha sido toda su vida... El papel dedelator es odioso... Y, al mismo tiempo, la con-ciencia de los deberes de ciudadano y de hom-bre honrado..., ¡de hombre honrado!, porqueme precio de serlo... -Haga usted el favor de explicarse inmediata-mente -pronunció don Juan, que estaba purpú-reo, y cuyas masas de carne temblaban comogelatina puesta en el plato. -Que..., que si usted sigue celebrando aquíreuniones sediciosas que den lugar a escenastan horribles como la de anoche, con mucho¡con mucho! sentimiento mío me veré precisadoa..., a... delatarle a las autoridades. Ya lo sabeusted, ¡ea!; ya lo sabe usted..., ya lo sabe. La leyante todo..., la ley. Se inclinarán ustedes ante la

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ley..., mal que les pese. Tendrán ustedes quedisolverse y... que respetar el orden establecido. Todo el cuerpo de don Pedro vibraba a impul-sos de la pasión interior; sus pupilas centellea-ban, sus labios se contraían convulsos; sus meji-llas estaban lívidas. Por impulso unánime losdos viejos se levantaron, y andando un par depasos trágicamente, se quedaron a muy pocadistancia el uno del otro. Se comían con la vista,y sus puños se crispaban. Al fin, don Juan rom-pió a hablar, trabándose de lengua. -¿Con que..., con que usted me toma en boca...a la ley? ¿A la ley... eh? Usted... liber... libertino,la ley..., la ley... ¿Y qué ley reconoce un difama-dor..., ateo, como usted? ¿Eh? ¡La ley del..., delcerdo! -Y usted..., hipócrita..., ¿porqué llama a losdemás ateos?... Creemos en Dios... más queusted. ¡Usted..., bajo esa capa de religión, encu-bre... delitos, delitos como el de anoche! ¡Ateosnosotros..., los liberales de... siempre! ¡Nosotros

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no somos capaces de... acogotar a..., un serhumano! ¡No somos a... asesinos! -¿A quién..., a quien he asesinado yo..., calum-niador, disoluto? La verdad es que don Pedro no lo sabía, a pe-sar de lo cual, penetrado de su razón, se empi-nó en las puntas de los pies, porque no era muyalto, cerró los puños y, hecho ya una fiera, an-duvo, anduvo, anduvo hasta metérselos a donJuan por la cara... Y con voz que tenía todo eltimbre de los años verdes, gritó: -¿Qué a quién? ¡A la Libertad..., y... a... tu san-ta esposa..., mamarracho! Una pálida criatura, ya reducida a polvo, sur-gió de repente entre los dos hombres. ¡Quién ledijera que aún podían acordarse de ella en elmundo de los vivos! Y don Juan, enarbolandouna silla, aulló más que contestó: -¡Yo te daré la esposa..., seductor, ladrón dehonras ajenas! Al querer descargar el silletazo, las fuerzas delviejo le hicieron traición, y enredándose en los

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pies cayó de bruces, desplomado, contra el sue-lo.

Dad un empujón al muro vetusto y ruinoso yse vendrá a tierra. Así sucedió a aquel par deestantiguas. Ninguno de los dos pudo resistir ladescarga eléctrica del odio acumulado tantosaños. Casi al mismo día enfermaron y se enca-maron para no levantarse más. Una diferenciacuriosa hubo, sin embargo, entre sus últimosinstantes, y es preciso consignarla para dar acada uno lo suyo, según manda la justicia. Apenas vislumbró don Pedro que la cosa ibade veras, llamó a un sobrino suyo, única perso-na que velaba a su cabecera, acaso atraído porel olor del testamento, y murmuró a su oídocon gran misterio y humildad, como quien pideuna gollería: -Anda a buscarme... un confesor -¡Tío, qué disparate! No parece sino que se vausted a morir mañana.

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-Que me busques un confesor te digo..., y bas-ta que yo lo diga, que ahora no es ocasión debromas. Mira..., tal vez esté ocupado el cura dela parroquia... Si está..., me traes..., me traes...,aunque sea..., aunque sea un jesuita... Ahí cercacreo que viven. Un jesuita vino, en efecto, y él preparó aquellaalma para salir, sin duda alguna, a vida mejor ymás hermosa. Cuando el padre se encontrabaenfrascado en su santa faena, haciendo repetiral moribundo los actos de fe, llamóle precipita-damente a la antesala un tertuliano de los másfieles de don Juan, que venía afligidísimo, puesa vueltas de diabluras y judiadas habían llega-do todos a cobrar al patriarca un apego y cariñopiadoso. -Se nos va por la posta -dijo el tertuliano, queno era sino Mosquera-. Tememos que no pasede esta noche; y mire usted, padre, por másraro que a usted le parezca, nos encontramoscon que no hay medio de meterle en la cabezaque debe confesarse. Ni indirectas del padre

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Cobos, ni directas, ni nada sirve con él; induda-blemente que era muy buen cristiano y su con-ciencia estará limpia; pero de todas manerascomo está es la de vámonos... -Comprendo y no me admira eso tanto comoustedes imaginan -cuchicheó el hijo de Loyola-.Bajaré en cuanto me sea posible, y ya se arre-glará el asunto; pero en este instante... Y con la cabeza señaló hacia la alcoba de don-de acababa de salir. -¿Y... ése? -preguntó Mosquera. -¡Ah! Perfectamente, gracias a Dios...; perfec-tamente. En realidad, puedo decirlo..., unamuerte edificante. Con permiso de usted... Alláme vuelvo. La sábana mortuoria cubría ya lafaz de don Pedro cuando el confesor empezó atrastear a don Juan para hacerle entender queera ocasión de prepararse para el viaje eterno,del cual nadie ha regresado, y el ejemplo y elfin del miliciano nacional fue asunto de la ex-hortación con que dispusieron a bien morir alhojalatero, absolutista. Costóle mucho trabajo,

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pero, al fin, no tuvo remedio sino de enterarsede la más desagradable noticia: desagradablesiempre, hasta a los ochenta, hasta en el fondode un calabozo, hasta al que nada espera ni denada sirve, que tal es la ley natural y ningunopuede eludirla. Don Pedro y don Juan fueron enterrados, condiferencia de horas, en dos nichos contiguos,queriendo la suerte que ni en el cementerioseparasen su morada. Atravesando el tabiqueque los aísla ¿riñen todavía sus espíritus? Alsentirse tan cerca, ¿crujen de rabia sus huesosen el fondo del ataúd? Bien quisiera saberlo... y también quisiera sos-pechar qué diría don Juan Boina, si levantase lacabeza, del cisma que se ha movido entre lostradicionalistas desde hace un año. ¿Seguiría ala progenie de Robledal o a don Carlos de Bor-bón? "La España Moderna", enero 1889.

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Las tapias del Campo Santo

Entre todas las tiendas de que se compone elcomercio marinedino, la más humilde, anticua-da y estacionaria es la de Bonaret, el quincalle-ro. Increíble parece que el patrón de aquel za-quizamí sea un mestizo de francés y catalán,dos razas tan mercantiles y emprendedoras.Acaso la explicación del problema consista enque dos fuerzas iguales, al encontrarse, se neu-tralizan. Para el observador no carece de interés -deinterés simpático- la tienda de Bonaret. Con-trastando con los magníficos vidrios biselados,los relucientes bronces, las claras bombas decristal raspado y las barnizadas anaqueleríasque poco a poco, van echándose los demás in-dustriales de Marineda, la quincallería conser-va sus maderas pintadas toscamente de azul,sus turbios vidrios de a cuarta, su piso de bal-dosa fría y húmeda, sus sillas de Vitoria y supapel, despegado en parte, de un color barqui-

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llo, que el tiempo trueca en tono arcilloso inde-finible. El escaparate (si con tanta pompa ha decalificarse la delantera de Bonaret) luce -en lu-gar de crujientes sedas y muebles terciopelos,cacharros artísticos o sombreros recargados deplumas- algunas sartas de cuentas verdes, caji-tas de cartón llenas de abalorio, naipes bastos,tijeras enferrizadas, navajillas tomadas de orín,madejas de felpa y estambre para bordar...:todo atrasado de fecha medio siglo, cubierto deun tul grispor el polvo; en términos, que los ojos perspica-ces y burlones de los ociosos marinedinos com-probaron diariamente los progresos del tapizque tejía una gruesa araña, muy pacífica, en elángulo izquierdo del escaparate. La impresión que produce la tienda de Bona-ret es la de un lugar solitario, donde no entraalma viviente; y, en efecto, rarísima vez se acer-ca la clientela al mostrador. Cuando las señorasde Marineda inventan una labor caprichosa onecesitan para un disfraz carnavalesco algún

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objeto pasado de moda desde hace treinta añoslo menos, se acuerdan de Bonaret, y van a re-volverle la casa. Son días nefastos para la arañatejedora; días en que el polvo y las correderasven comprometida su tranquilidad. Que a lamagistrada, la brigadiera o la cónsula le entraantojo de tal cachivache..., pues Bonaret sea connosotros. Es indecible los tesoros que puedeesconder una quincallería entre su complicadoy heteróclito surtido. ¿Que se estilan hebillas deacero en los cinturones? Bonaret desentierratres o cuatro. ¿Qué se bordan de canutillo lasblondas? Lo tiene Bonaret. ¿Que vuelven a lle-varse los abanicos antiguos, de "medio paso"?Bonaret saca del fondo de una alacena cajitas decartóndorado, y allí están los abanicos de nácar cha-peado de oro, con paisajes de la época imperial. Bonaret era un hombre enfermizo y triste.Dormilón para el negocio, vendía, al parecer,por condescendencia; al recoger en el cajón eldinero, suspiraba. No sostenía regateo; no de-

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fendía el género, y tan pronto daba por trespesetas un abanico de estimación como recla-maba un duro por un ovillo de algodón encar-nado. En su rostro marcara indelebles señales laictericia; y ni en tiempo de verano rigurosoprescindía de la gorra de seda y las babuchasde abrigo. Vivía con sus dos hijas; su mujerhabía muerto de tisis pulmonar. La hija mayor, Joaquina, ya talluda ofrecía, enlo largo, insulso y verdoso del semblante, ciertasemejanza con un calabacín, y por lo desgarba-do del talle era un palo vestido. De su bondadse hacía lenguas la gente. Con todo, ignorábaseque hubiese ejecutado ninguna acción revela-dora de excepcional virtud, y probablemente subuena fama procedía de su resignada fealdad ysoltería incurable. La menor, Clara, sin dejar deparecerse a Joaquina, tendría singular atractivopara un artista delicado de la escuela místicaanterior a Rafael. El óvalo muy prolongado desu cara exangüe descansaba en un cuello finí-simo, verdadero tallo de azucena. Sus ojos,

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asombrados y cándidos, eran pensativos y pro-fundos a fuerza de ser puros. La inmensa frenteostentaba el bruñido del marfil y la luz de lainocencia. Sobre un cuerpo delgado y de rígi-das líneas, el seno virginal, redondo y diminu-to, campeaba muy alto, como el de las madonasque en las tablas del siglo XV lactan al NiñoJesús. En Marineda no se le había ocurrido a nadieque fuese bonita Clara. Y, en realidad, no lo erasino vista su figura al través de la imaginaciónexcitada por recuerdos artísticos y convencio-nalismos estéticos. Además, la hermosura enMarineda abunda como antaño el dinero en LaHabana, y sobran muchachas frescas, guapeto-nas y airosillas a quien hacer guiños. Por otraparte, ni Joaquina ni Clara se dejaban ver enparte alguna; su tienda les servía de claustro.Ni bajaban los domingos al paseo de las Filas,cuando toca la música militar, ni jamás com-praban dos asientos de "galería" en el Coliseo,ni asistían a los bailes del Casino de Industria-

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les, ni siquiera iban a misa de tropa. Vivían lomismo que en su concha el caracol. A nadietrataban. Su recreación dominical consistía enleer -mientras su padre hacía solitarios sobre eldesteñido tapete de la mesa- cuadernos de fo-lletines franceses, todos sucios y destrozados,recortados de este y aquel periódico, cosidos decualquiermanera por no gastar en encuadernación y, a lomejor, faltosos del primer capítulo o del desen-lace. Aquellas dos arrinconadas criaturas, cuyaexistencia equivalía a un sonambulismo incolo-ro, melancólico a fuerza de monotonía; aquellasdos plantas que se ahilaban en la atmósferapolvorienta del mísero tenducho, no pudiendoalzar su copa hacia el sol, se volvían afanosashacia las luces de bengala de la fantasía nove-lesca. Las aventureras damiselas de WalterScott; los castísimos amantes de Bernadino deSaint Pierre; las altivas e independientes heroí-nas de Jorge Sand; las perseguidas y galantes

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reinas de Dumas, les tenían devanados los se-sos a ambas hermanas. Creían todo sin examen,mejor dicho, "sentían" todo, y no se les ocurríani reflexionar en si las cosas pasaban así en elmundo en general y, particularmente, en lacapital marinedina. El resto de la semana,mientras las dos doncellas, por modo automáti-co, ayudaban a su padre a despachar tresadarmes de torzal o un papel de alfileres concabeza de vidrio, su mente, y casi pudiera decirque toda su alma, la tenían, vayausted a saber si en algún lago de Escocia, deba-jo de un platanero en la isla de Francia o colga-da del manto del duque de Buckingham. Y eralo peor de esta guilladura que las dos hermanasni aun entre sí hablaban de ella. Cada una ar-chivaba sus pensamientos, y seguía, en apa-riencia, tranquila y apática, sentada en su rin-cón al lado del silencioso padre. A bien que por allí no andaban galanes esco-ceses de pluma en gorra. Los ojos de Clara yJoaquina, al fijarse en los transeúntes por la

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calle Mayor, reconocían perfectamente a cadaburgués marinedino: el que pasa ahora es Real-do, el lampista; síguele Taconer, el armero; elotro, Casaverde, concejal y fabricante de ceri-llas; aquel, Baltasar Sobrado, antes militar, hoyde reemplazo y al frente de su casa de comer-cio; luego, Castro Quintás, que expende petró-leo y aguardiente de caña al por mayor. ¡Impo-sible representarse a Edgardo de Ravenswooden figura de alguno de estos tan apreciablesconvecinos! Menos tipo de héroe de novela, si cabe, era elde don Atilano Bujía, tendero de ultramarinosestablecido frente por frente al tugurio de Bo-naret. Chiquito, arrebolado de cutis, bigotudo,peludo, de voz atiplada y muy tripón, don Ati-lano pasaba, no obstante, por furioso tenorio, yni casadas ni solteras se veían libres de sus em-presas galantes. Hubo una temporada en queno se sabe qué viento le llevó con suma fre-cuencia a casa de Bonaret. Siempre encontrabapretexto a la visita, y en presencia del mismo

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padre se familiarizaba groseramente con lasmuchachas, en especial con Clara, objeto de susbaboseos lascivos. Las muchachas se apartabande su contacto como del de un sapo venenoso,y el padre, indiferente al principio, agarró undía una silleta para rompérsela en las espaldas.La causa no se supo jamás. Hubo sospechas deque Bujía osó ofrecer a Bonaret algún dinero"para salir de hambres". Fuese lo que fuese,Bujía no aportó más por el tenducho, y ahora sele achacabanlibertinos propósitos respecto de una zapatera,muy guapa, rubia como unas candelas y legíti-ma esposa de un esposo joven y buen mozo,por añadidura. La desaparición de Bujía satisfizo a las doshermanas, que sentían por él aversión y el mie-do indefinible que causan a las doncellas abso-lutamente castas los hombres disolutos, pormás grotescos e inofensivos que sean. Y desdeentonces, cuando veían que les suscitase una

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idea cómica -el bombo de la murga, el falderode la brigadiera-, lo comparaban a don Atilano. -¡Qué facha! Parece Bujía -murmuraba Clara,sonriendo pálidamente. Poco tardó, sin embargo, en borrarse el re-cuerdo del ridículo industrial ante un sucesogravísimo, único, que señalaba honda huella deluz en el alma juvenil de Clara. Vio a un hom-bre, cuyas prendas exteriores podían servir decimiento al palacio de cristal de la ilusión..., y seenamoró de él, mejor dicho, cayó en el amorcomo en un pozo, atada de pies y manos, inde-fensa, loca. No nos importa su nombre... Clara no lo supotampoco hasta meses después de haberle ren-dido a discreción la voluntad. ¿Quién había dedecirle aquellas dulces sílabas? Con nadiehablaba Clara; nunca salía, y "él" era forastero,recién llegado a formar parte de la guarniciónde Marineda. Todas las tardes, la hija de Bona-ret veía a su ídolo, ya ceñido por el brillanteuniforme, ya elegantemente vestido con cha-

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queta de terciopelo y calzón de punto gris, altrote de su caballo bayo de pura sangre; y sinpoder detallar las facciones del gallardo oficial,la deslumbraba el relámpago de sus ojos, que alpaso se clavaban rápidamente en el rostro de laniña. Viérais entonces a ésta cambiar su tez demarfil por otra de encendidísima amapola; yeste rubor ardiente, instantáneo, que ascendíacomo ola vital a aquella frente tan honesta, se-ría para el jinete -si lo pudiese comprender-cosa más dulce y lisonjera que todos los triun-fos obtenidos sobre adversarios duchos en ren-dirse y contrafortalezas que rabiaban por facilitar al sitiadorsus llaves. ¿Adivinó algo de esto el jinete? ¿Fue tan soloefecto de la inveterada costumbre de no dejarhembra sin ojeada, por si acaso? Lo cierto esque sus miradas eran intensas, constantes, fas-cinadoras. Clara aguardaba aquel mirar comoel pan de cada día. La alimentaban los ojos desu absoluto dueño. Esperaba, con la fe mesia-

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nista de los seres humildes y olvidados, que eljinete, parando el generoso corcel, le dijese:"Pues, nada, que ahora te encaramas a la grupay te vienes conmigo". ¿Adónde? ¡Bah! A dondeél mandase: a Melilla, a Filipinas, a FernandoPoo...; ¡siempre sería a la gloria! Tan tenaz se hizo en Clara esta obsesión, quesecretamente, con fuerza de voluntad espanto-sa, realizó sus preparativos de viaje. Del míseropresupuesto de la familia ahorró real tras realuna irrisoria suma y la cosió entre el forro deun abrigo que tenía siempre colgado al pie desu lecho. Destinaba aquel caudal a la adquisi-ción del indispensable saquillo y a la de un velotupido para cubrirse el rostro. Lo que no sepresentaba era la ocasión de salir de ocultis atodas esas compras urgentes. Sin embargo, ace-chándola bien... Aracne silenciosa que labrabas tu tapicería enel rincón del tenducho, ¡cómo te avergonzaríassi pudieses ver los bordados de seda, plata,perlas y orientales rubíes que una labrandera

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rival tuya, la ilusión, recamaba en el cerebro deClara Bonaret! Misterioso abrazo; fusión de dosespíritus simbolizada por dos cuerpos juvenilesy hermosos; abrazo que nunca te manchas conel barro de la sensualidad; poema de estrofasrimadas por caricias de ángeles; viaje a la tierradonde la materia no existe, donde no hay pro-sa, donde se anda sin tocar el suelo, donde lasflores narran consejas a la luna... Ensueño divi-no que unge y mata al que en sí lo lleva, ¡cómohervías, cómo te elevabas en columna de orodel espíritu de Clara Bonaret al cielo, tu verda-dera patria! Un día el jinete no pasó. Clara se acostó febril.No cabía duda: ocupaciones o enfermedad...Tampoco al día siguiente se oyó el trote delcaballo arrancando chispas de las piedras y delcorazón de Clara. Ni al otro, ni al otro... Unasemana había transcurrido. La niña no se tomó el trabajo de inventar pre-textos. Así que no pudo más, cogió las vueltas asu padre y hermana; atravesó rápidamente, sin

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avergonzarse, la calle Mayor, donde algunostranseúntes, conociéndola, la miraban con ex-trañeza; bajó hacia el Páramo de Solares y sefue derecha como un dardo al cuartel. ¿Al cuar-tel? ¡Vaya! A peores sitios iría ella sin vacilar. Elcentinela la detuvo, preguntando un instante,medio guasón y medio solícito, qué quería."Saber dónde vive..." (Aquí el nombre, que nonos importa). Como el soldado no acertase aresponder y pasase por allí un sargento, fueéste quien sacó de dudas a la enamorada: "Eseseñorito hace más de ocho días que largó deMarineda. Siempre quiso ir destinado a Sevilla,y tanto trabajó, que lo consiguió por fin. Si tienealgo que decirle..., escriba". ¡Escribir! Clara no articuló palabra alguna. Dio mediavuelta se echó a la cara instintivamente el velodel manto y rodeó el lado derecho del cuartel,en dirección opuesta a su casa. Volver a ella no lo pensó ni un segundo. Enmedio del caos de su pobre meollo, quizá la

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única idea concreta y dominante era huir, ale-jarse mucho de su casa. Su casa era un limbogris, una tumba de vivos. Su casa..., ¿y no verpasar el jinete? Para ella todo se había conclui-do, todo; no encontraba fondo en que asentar laexistencia ni razón para continuarla. Esto no lodiscurría; lo sentía dentro, bajo el dolorido senoizquierdo, en la apretada garganta, en la verti-ginosa cabeza. Iba andando lentamente, lo mismo que si serecrease en pasear. Era, en realidad hora degozar plenamente la hermosura y calma de latarde. En las callejuelas que siguen al cuartel, laproximidad de la noche infundía paz; los chi-quillos se recogían a cenar y a acostarse; unsoplo fresco y salitroso venía de la costa y en lacapillita pobre, frecuentada únicamente porpescadores, el esquilón convocaba al rosario. Clara andaba y andaba maquinalmente. Nosentía, al avanzar, la flexión de sus piernas.Tenía la sensación de caminar sobre algodón en

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rama, con la frente hecha un horno y la bocaseca y untada de hiel. De súbito, se paró. Había recorrido toda lacalle del Faro, y al concluirse las casas se le apa-recía la extensión sin límites del Océano. En aquel punto no estaba azul, sino verde, deun verde negro casi, pero sereno, con admirableserenidad. Sobre la cima de los montes fronte-rizos asomaba una encendida luna, envuelta enrosados vapores. Clara permanecía quieta, pa-ralizada, invadida de repente por un doloragudísimo. No acudieron a sus ojos las lágri-mas, pero sí a su garganta un sollozo ronco, unanhelo de ave herida de muerte por el plomodel cazador. Sus ojos se fijaban en el disco saliente de laluna. El hermoso astro, al asomar, relucíaenorme, incandescente, glorioso. A medida queiba ascendiendo su inflamado color palidecía.Al fin se convirtió en placa de oro pálido, ypoco después, en la blanca faz de un muerto.Tal le parecía, por lo menos, a Clara, que no

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pudo menos de establecer, sin expresarla o dar-le forma, una comparación instintiva entre lasuerte de sus afectos y aquella poética decaden-cia sideral. Así eran las cosas: extinguido el fuego, la di-cha borrada, el único interés de la vida supri-mido como aquel fugitivo resplandor de la lu-na. La existencia ya oscura y tétrica eternamen-te; un mar sombrío, sin límites, sin esperanza... ¡Cuán veloz germinó la idea en su cerebro!¡Cómo prendió, a modo de chispa en seca paja!¡Decir que no se le había ocurrido antes! ¡Unremedio tan pronto, tan seguro, tan eficaz! Con alegría pueril echo a correr hacia la costa.No veía; la vereda era pedregosa, costanera,abierta entre los sembrados y a lo mejor inte-rrumpida por charcos y zanjas, donde Claratropezaba frecuentemente. Una vez hasta cayó.Soltando carcajadas, convulsiva, volvió a levan-tarse y siguió su camino, después de recogerselas faldas, procurando, por hábito de pudor ycomo si alguien la viese, que no pasase el re-

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mango más arriba del tobillo. Ya distaba pocodel mar..., cuando advirtió que no podía llegarhasta él. Agrios peñascales, picudos y resbala-dizos, la separaban del Océano. Cien veces serompería las piernas antes de acercarse al aguasalvadora. ¿Qué hacemos? Miró alrededor. La luna, enmascarada ya pornubes grises, alumbraba poco el paisaje; sinembargo, Clara pudo ver que el sendero, a laizquierda, se torcía bajando hacia el mar. Porallí debía de haber salida. Solo que para tomaraquella ruta era preciso pasar rozando con lastapias del campo santo. Y Clara, resuelta a mo-rir, tenía miedo a las tapias. ¿Miedo a los espantos de ultratumba? ¿Miedoa algún ánima del Purgatorio? No, por cierto; nise le ocurrió siquiera. Miedo al sitio, muy sos-pechoso y de fatal reputación en la capital ma-rinedina. No obstante lo retraídas que vivíanlas hijas de Bonaret, habían llegado a sus oídoshistorias trágicas relacionadas con las tapias

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malditas. Allí se recogían suicidas con el cráneoroto o mujeres asesinadas con un puñal clavadoen el pecho; allí se dirimían las cuestiones agarrotazos, y allí, por último, buscaban infameseguridad las parejas sospechosas. Clara tem-blaba a las tapias del campo santo. ¿Qué podríasucederle peor de lo que ya tenía resuelto? Na-da, en verdad; pero..., enigmas de nuestro ser,temblaba. Al fin se decidió. El corazón le pegaba grandesbrincos. El sendero faldeaba precisamente latapia, revolviendo al tocar con el ángulo, dondeun vallado lo guarnecía. Clara se deslizaba,llena de ansiedad, deseando llegar al final de sucarrera... Disponíase a dar la vuelta al ángulo de la ta-pia, cuando tuvo que detenerse, o, mejor dicho,el terror la inmovilizó de golpe. Por el otro ladode la tapia sonaban voces, un cuchicheo entre-cortado y singular. Aproximóse el grupo, y se detuvo precisamen-te en el ángulo, antes de salvarlo y encontrarse

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faz a faz con Clara. En vez de proseguir, sentá-ronse en el vallado, tan juntos, que hacían unasola mancha oscura sobre el fondo del cielo.Fija, muda, reprimiendo el aliento, dominadapor la malsana curiosidad de las doncellas, Cla-ra los devoraba con los ojos. Eran dos amantes,no cabía duda; así estarían ella y su ídolo, si lohubiese permitido la triste suerte... ¡Dos aman-tes, dos futuros esposos! ¿Qué otra cosa habíande ser, cuando así se acariciaban y estrechabany fundían? No obstante, a los dos o tres minu-tos de espectáculo, Clara sintió una especie denáusea moral, algo parecido a la sensación de laprimera chupada de cigarro para un chiquillo.Y esta náusea se convirtió en horror al salir laluna recogiendo su velo de nubes y distinguirclaramente, en la enlazada pareja, las figuras yrostros de don Atilano Bujía y la hermosa zapa-tera vecina de Clara, rubia como unascandelas y mujer de un marido joven y buenmozo.

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Clara miraba al grupo, sin hacer un movi-miento, cortada hasta la respiración por el as-co... Su misma repugnancia le impedía huir,librarse del espectáculo grotesco y odioso.También el asco fascina, prende los ojos, pren-de la imaginación y fuerza la atención, quizácon más energía que el gusto... Clara no queríaver, y miraba; no quería oír, y oía distinta ysutilmente; no quería entender, y en su alma devirgen se rasgaba un velo blanco... Hacía diez minutos que se había alejado lapareja, dando, sin duda, vuelta a las tapias porel lado opuesto, y aún Clara no tenía ánimospara arrancarse de allí. Sentía un hielo, unaanestesia interior, la congelación de su noveles-co ideal. Una voz mofadora repetía a su oído:"Ahí tienes tú lo que es el amor, chiquilla..." Una ráfaga de aire muy vivo, marino, delicio-so, la despertó. Exhalando un suspiro, volviópies atrás, se ciñó el velo y tomó a buen paso elcamino de la ciudad, impulsada por el temor de

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que su padre y su hermana estarían vueltoslocos echándola de menos.