casarse con él (spanish edition)

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CASARSE CONÉL

Lisa Kleypas

Traducción de Laura Paredes

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Contenido

Dedicatoria12345678910111213

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32333435EpílogoNota de la autora

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Título original: Marrying Winterborne Traducción:Laura Paredes 1.ª edición: octubre 2016 © Ediciones B, S. A., 2016 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona(España) www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-477-0

Todos los derechos reservados. Bajo lassanciones establecidas en el ordenamientojurídico, queda rigurosamente prohibida, sinautorización escrita de los titulares delcopyright, la reproducción total o parcial deesta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, así como la distribución de

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ejemplares mediante alquiler o préstamopúblicos.

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Para Greg, mi marido y mi héroe.Siempre te amaré

L. K.

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1 —Señor Winterborne, una mujer

quiere verlo.Rhys, con el ceño fruncido, alzó la

vista del fajo de cartas que tenía en elescritorio.

Su secretaria personal, la señoraFernsby, lo miraba con ojos penetrantesdesde la puerta de su despacho. Era una

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mujer pulcra y ordenada, de medianaedad, con gafas redondas y algorellenita.

—Ya sabe que no recibo visitas aestas horas.

Por las mañanas solía dedicar laprimera media hora del día a leer elcorreo en silencio, sin interrupciones.

—Sí, señor, pero la visita es una damay...

—Como si es la maldita reina —leespetó—. Despáchela.

La señora Fernsby apretó los labiosen un gesto de reproche. Se marchó tandeprisa que el repiqueteo de sus taconessemejaba una ráfaga de disparos.

Rhys volvió a centrarse en la carta

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que tenía delante. Perder los estribos eraun lujo que rara vez se permitía, peroaquella última semana lo había invadidouna sombría melancolía que impregnabasus pensamientos y cada latido de sucorazón, lo que le llevaba a desquitarsecon quien tuviera delante.

Y todo por una mujer a la que sabíaque no debía pretender.

Lady Helen Ravenel... una damacultivada, inocente, tímida, aristocrática.Todo lo que él no era.

Apenas había tardado dos semanas endar al traste con su compromiso. Laúltima vez que había visto a Helen sehabía mostrado impaciente y agresivo,hasta besarla por fin del modo que

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deseaba desde hacía tanto tiempo. Ellalo había rechazado, quedándose rígidaentre sus brazos. Su desdén no habíapodido ser más evidente. La escenahabía terminado con ella hecha un marde lágrimas y él enfadado.

Al día siguiente, lady KathleenTrenear, viuda del difunto hermano deHelen, había ido a informarle de que sucuñada se sentía tan alterada que estabapostrada en cama con migraña.

—No desea verlo nunca más —lehabía comunicado Kathleen sin rodeos.

Rhys no podía culpar a Helen porromper el compromiso. Era evidente queno estaban hechos el uno para el otro.Iba contra los designios de Dios que él

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tomara por esposa a un miembro de unafamilia de la nobleza inglesa. A pesar desu inmensa fortuna, Rhys carecía delporte y la educación de un caballero. Nilo parecía, con su tez morena, su cabellonegro y sus músculos de obrero.

A los treinta años, había convertidoWinterborne, la tiendecita de su padreen High Street, en los almacenes másgrandes del mundo. Poseía fábricas,depósitos, tierras de labranza, cuadras,lavanderías y edificios de viviendas.Formaba parte del consejo deadministración de compañías navieras yferroviarias. Pero por muchos quefueran sus logros, jamás superaría laslimitaciones que suponía ser el hijo de

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un tendero galés.Otra llamada a la puerta interrumpió

sus pensamientos. Con incredulidad, vioque la señora Fernsby volvía a entrar enel despacho.

—¿Y ahora qué quiere? —le preguntócon aspereza.

—A menos que desee echarla a lafuerza, la dama insiste en esperar hastaque usted la reciba —respondió confirmeza la secretaria mientras seajustaba las gafas.

La perplejidad disipó el enojo deRhys. Ninguna de sus conocidas,decentes o no, lo abordaría consemejante atrevimiento.

—¿Nombre?

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—No ha querido decirlo.Sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Cómo

habría logrado esa mujer sortear lasbarreras hasta su oficina? Pagaba a unpequeño ejército de personas para quele evitara esta clase de interrupciones.Se le ocurrió algo absurdo, y aunque lodescartó de inmediato, se le aceleró elpulso.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó contono vacilante.

—Va de luto, con un velo que le cubrela cara. Es bastante esbelta, de vozsuave —indicó la secretaria y, tras unapausa, añadió con sequedad—: Suacento es de lo más refinado.

Rhys sintió que el ansia le oprimía el

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pecho.—Yr Dduw —masculló. No concebía

que Helen hubiera ido a verlo, pero lohabía hecho; estaba seguro. Sin decirotra palabra, se levantó y pasórápidamente ante la secretaria.

—Señor Winterborne —exclamó ella,yendo tras él—. Va usted en mangas decamisa. La chaqueta...

Sin apenas oírla, Rhys salió de suelegante despacho a una sala conbutacas de piel.

Al ver a la visita, se detuvo en seco ycontuvo el aliento.

Aunque el velo le ocultaba el rostro,reconoció la postura perfecta y la finaesbeltez de Helen.

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Se obligó a recorrer la distancia quelos separaba. Incapaz de decir nada, sedetuvo delante de ella, ofuscado por elresentimiento y, aun así, embriagado porla dulce fragancia que irradiaba, queinhaló con avidez incontenible. Supresencia lo excitó al instante, sintió uncalor sofocante y el pulso acelerado.

En una de las oficinas contiguas a lasala, el tabaleo de las máquinas deescribir enmudeció.

Era una locura que Helen hubiera idoallí sola. Eso acabaría con sureputación. Tenía que sacarla de aquellasala y enviarla de vuelta a casa antes deque alguien la reconociese.

No obstante, primero debía averiguar

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qué quería. Aunque estaba muyprotegida y era ingenua, eso nosignificaba que fuese tonta. No habríacorrido un riesgo tan grande sin un buenmotivo.

—Mi invitada se irá enseguida —sedirigió a la señora Fernsby—. Hastaentonces, asegúrese de que nadie nosmoleste.

—Sí, señor.Rhys volvió a mirar a Helen.—Venga —dijo con brusquedad, y la

condujo a su despacho.Ella lo acompañó en medio de un

silencio solo roto por el frufrú de sufalda al rozar las paredes del pasillo. Suindumentaria estaba pasada de moda y

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algo andrajosa, típico de la noblezavenida a menos. ¿Acaso ese era elmotivo de su visita? ¿Era tanta lanecesidad de dinero de la familiaRavenel que había cambiado de parecersobre lo de rebajarse a casarse con él?

«Dios mío», pensó ante talexpectativa. Le encantaría que lesuplicara que la aceptase de nuevo. Nolo haría, claro, pero le daría a probar unpoco del dolor que él había sufrido laúltima semana. Como habría sabidocualquiera que se hubiese atrevido acontrariarlo, no cabía esperar perdón nipiedad tras algo así.

Entraron en su despacho, espacioso ycon ventanales con doble

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acristalamiento y alfombras suaves ytupidas. En el centro de la habitación, unescritorio de nogal con cajones a amboslados estaba cubierto de montones decartas y carpetas.

Tras cerrar la puerta, Rhys se dirigióhacia la mesa, levantó un reloj de arenay le dio la vuelta en un gesto deliberado.La ampolla superior se vaciaría enquince minutos exactos. Le pareciónecesario dejar claro que ahora seencontraban en su mundo, donde eltiempo importaba, y que él estaba almando.

Se volvió hacia Helen enarcando lascejas con gesto burlón.

—La semana pasada me dijeron que...

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Calló en cuanto Helen se apartó elvelo y lo observó con aquella expresióngrave, tierna y paciente al mismo tiempoque, desde el primer día, lo habíadesarmado. Tenía unos ojos del azulplateado de las nubes iluminadas por laluna. Llevaba la delicada cabellera,lacia y de un pálido tono rubio, recogidaen un moño, pero un reluciente mechónse le había soltado sobre la orejaizquierda.

Rhys la maldijo por ser tan bella.—Perdóneme, por favor —dijo Helen,

mirándolo a los ojos—. Esta es laprimera oportunidad que he tenido devenir a verlo.

—No debería estar aquí.

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—Hay cosas que tengo que comentarcon usted. —Y dirigió tímidamente lavista hacia una silla cercana—. Si no leimporta...

—Claro, siéntese. —Pero no hizoademán de ayudarla. Como Helen jamáslo consideraría un caballero, no iba acomportarse como tal. Se sentó a suescritorio, con los brazos cruzados—.No tiene demasiado tiempo —añadiócon frialdad, señalando con la cabeza elreloj de arena—, así que será mejor quelo aproveche.

Helen se sentó, se alisó la falda y sequitó los guantes tirando de ellos condestreza.

A Rhys se le secó la boca al ver

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emerger sus delicados dedos. Cuandohabía tocado el piano para él en EversbyPriory, la finca de su familia, le habíafascinado la agilidad de sus manos, querevoloteaban con rapidez sobre lasteclas como pajarillos blancos. Poralguna razón, todavía llevaba el anillode compromiso que él le había regalado,y el perfecto diamante se le enganchó unmomento en el guante.

Tras apartarse el velo negro de modoque le cayó sobre la espalda como unlúgubre manto, Helen se atrevió amirarlo a los ojos durante un instantecargado de tensión.

—La semana pasada no le pedí a micuñada que lo visitara, señor

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Winterborne —aseguró con las mejillassonrosadas—. En aquel momento no meencontraba bien, pero si hubiera sabidolo que Kathleen pretendía...

—Dijo que estaba usted enferma.—Me dolía la cabeza, nada más...—Al parecer, por mi culpa.—Kathleen le dio una importancia

excesiva...—Según ella, dijo que no deseaba

volver a verme, nunca.Su rubor se intensificó.—Ojalá Kathleen no hubiera repetido

eso —exclamó, enojada y avergonzada—. Yo no hablaba en serio. Tenía lacabeza a punto de estallarme y estabaintentando entender lo que había

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ocurrido el día anterior. Cuando ustedvino y... —Desvió la mirada hacia suregazo, de modo que la luz que secolaba por la ventana arrancó reflejosde su pelo. Permanecía con las manosjuntas y ligeramente cerradas, como sisujetara algo frágil—. Tengo que hablarcon usted de eso —añadió en voz baja—. Me gustaría mucho... que nospusiéramos de acuerdo.

Algo murió en el interior de Rhys.Demasiada gente lo había abordado pordinero como para no darse cuenta de loque se avecinaba. Helen era igual quetodos y quería sacar partido de lasituación. Aunque no podía culparla porello, no soportaría oír las razones que se

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le hubieran ocurrido para argumentar lomucho que él le debía y por qué.Prefería pagarle de inmediato y dar elasunto por zanjado.

Dios sabría por qué había abrigadoalguna débil y absurda esperanza de queHelen pudiera haber querido de él algoque no fuera dinero. El mundo siemprehabía funcionado, y siempre funcionaría,así. Los hombres buscaban mujereshermosas, y las mujeres intercambiabansu belleza por riquezas. Al ponerle lasmanos encima, él, un hombre inferior,había rebajado a Helen, y ahora ellapretendía que la compensara por ello.

Abrió un cajón y sacó un talonario decheques. Cogió una pluma y libró uno

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por diez mil libras. Tras anotar los datosen el margen izquierdo del talonariopara su referencia, se acercó a Helen yse lo entregó.

—No hace falta que nadie sepa dedónde procede —dijo en tono formal—.Si no dispone de cuenta bancaria, meencargaré de que abran una a su nombre—agregó, ya que ningún bancopermitiría a una mujer realizar estetrámite por su cuenta—. Le prometo quese hará con suma discreción.

Helen lo contempló perpleja y echó unvistazo al cheque.

—¿Por qué iba usted a...? —Respiróhondo al ver el importe. Clavó sumirada horrorizada en Rhys y repitió—:

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¿Por qué?Desconcertado ante su reacción, él

respondió con el ceño fruncido:—Dijo que quería que nos pusiéramos

de acuerdo. Pues ahí lo tiene.—No me refería... Lo que quería decir

es que deseaba que noscomprendiéramos. —Intentó torpementeromper el cheque en pedacitos—. Nonecesito dinero. Y aunque lo necesitara,jamás se lo pediría a usted. —Lostrocitos de papel cayeron como coposde nieve.

Rhys contempló anonadado cómoaniquilaba la pequeña fortuna queacababa de entregarle. Al darse cuentade que la había malinterpretado, sintió

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una mezcla de frustración y vergüenza.¿Qué diablos pretendía de él? ¿Por quéestaba allí?

Helen inspiró hondo una vez, y luegootra, para recobrar lentamente lacompostura. Se levantó y se acercó a él.

—Podría decirse que hemos tenidouna ganancia inesperada en la fincafamiliar. Ahora mis hermanas y yocontamos con recursos paraproporcionarnos dotes.

Rhys se la quedó mirando con rostroinexpresivo mientras se esforzaba porasimilar aquello. Helen se habíaacercado demasiado. Su suave fraganciaa vainilla y orquídea le inundabafurtivamente los pulmones con cada

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respiración. Sentía cada vez más calor.Quería tenerla tumbada boca arribasobre la mesa...

Apartó con dificultad aquella imagenmorbosa de su mente. En ese momento,en su formal despacho, vestido conprendas refinadas y calzado conlustrosos zapatos acordonados, se sintiómás bruto que nunca. Ansioso porestablecer aunque solo fuera una mínimadistancia entre ambos, retrocedió y topócon el borde del escritorio. Se vioobligado a apoyarse en él mientrasHelen seguía acercándose, hasta rozarleligeramente las rodillas con la falda.

Le pareció que podría tratarse delpersonaje de un cuento de hadas galés,

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una ninfa surgida de la neblina de unlago. La delicadeza de su piel deporcelana y el exquisito contraste entresus pestañas y cejas oscuras y su cabellorubio claro tenían algo místico. Y susojos... una fría traslucidez enmarcada deoscuro.

Había dicho algo sobre una gananciainesperada. ¿A qué se refería? ¿A unaherencia imprevista? ¿A una donación?¿Tal vez a una inversión lucrativa?Aunque esto último era bastanteimprobable, dado lo poco responsableque, como todo el mundo sabía, era lafamilia Ravenel con el dinero. Fueracual fuese el origen de esa ganancia,Helen creía que los problemas

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económicos de su familia habíanterminado. Si era cierto, podría elegir acualquier hombre de Londres.

Al ir a verlo había arriesgado sufuturo. Su reputación estaba en juego.Podría haberla violado allí mismo, en sudespacho, sin que nadie hubiera movidoun dedo para ayudarla. Lo único que lamantenía a salvo era que Rhys no teníaintención de destruir algo tan encantadory frágil como aquella mujer.

Por su propio bien tenía que sacarlade los almacenes Winterborne lo másrápido y discretamente posible. Hizo elesfuerzo de mirar más allá de Helen yconcentrarse en un punto lejano de lospaneles de madera de la pared.

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—La acompañaré hasta una salidaprivada —murmuró—. Podrá regresar acasa sin que nadie se entere de nada.

—No voy a liberarlo de sucompromiso —repuso Helen en vozbaja.

Volvió a fijar sus ojos en los de ella ala vez que sentía otra de aquellasterribles puñaladas en el pecho. Helenni siquiera pestañeó; se limitó a esperarpacientemente.

—Los dos sabemos que soy el últimohombre con el que quiere casarse,milady. Advertí desde el principio larepulsión que le inspiro.

—¿Repulsión?—Rehúye mis caricias —prosiguió él

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con saña, ofendido porque ella habíafingido sorpresa—. No quiere hablarmedurante las comidas. La mayor parte deltiempo ni siquiera me mira. Y la semanapasada, cuando la besé, se apartóbruscamente de mí y se echó a llorar.

Cabía esperar que Helen seavergonzara de que la hubiesen pilladomintiendo. Pero no. Lo miró a los ojoscon fervor y la boca abierta en señal deconsternación. Finalmente, dijo:

—Soy demasiado tímida. He deesforzarme más por superarlo. Cuandome porto así, no tiene nada que ver conel asco. Lo cierto es que me ponenerviosa. Porque... —Se sonrojó desdeel cuello hasta la raíz del pelo—.

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Porque es usted muy atractivo —aseguró, y continuó, violentada—: Ytiene mucho mundo. Y no quiero que meconsidere una tonta. En cuanto a lo delotro día, era... era mi primer beso. Nosabía qué hacer y me sentí... bastanteabrumada.

En medio de su confusión, Rhys pensóque era una suerte que estuvieseapoyado en la mesa. De otro modo, lehabrían fallado las piernas. ¿Seríaposible que hubiera interpretado comodesdén lo que, en realidad, era timidez;que lo que había interpretado comodesprecio fuera inocencia? Tuvo unasensación devastadora, como si elcorazón se le estuviera partiendo. ¡Con

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qué facilidad lo había desarmado Helen!Unas pocas palabras, y ya estabadispuesto a arrodillarse ante ella.

Su primer beso, y él se lo habíarobado.

Nunca había necesitado interpretar elpapel de experto seductor. Siemprehabía obtenido fácilmente los favores delas mujeres, y estas parecían satisfechascon lo que quisiera hacerles en la cama.Hasta había habido alguna que otradama, como la esposa de un diplomáticoy una condesa cuyo marido estaba deviaje por el continente. Lo habíanalabado por su vigor, su resistencia y sugran polla, y no habían pedido nada más.

En cuerpo y alma era tan duro como la

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pizarra de las laderas de Elidir Fawr, oSnowdon, como lo llamaban losingleses... la montaña de Llanberis,donde él había nacido. No sabía nada demodales refinados ni de buenaeducación. Tenía las manos callosasdebido a los años de levantar cajas ycargar mercancía en carros de reparto.Pesaba fácilmente el doble que Helen,era tan musculoso como un toro y si latrataba como a las demás mujeres, laharía pedazos sin siquiera intentarlo.

Joder, ¿en qué habría estadopensando? Jamás tendría que haberseplanteado siquiera la posibilidad decasarse con ella. Pero su ambición, y ladulzura y la delicada belleza de Helen,

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lo habían cegado demasiado como parapensar en las consecuencias para ella.

—Pero eso es agua pasada, ¿sabe? —comentó con amargura al ser conscientede sus propias limitaciones—. Prontogozará de su primera temporadalondinense, y conocerá al hombre parael que está destinada. El diablo sabe queno soy yo.

Empezó a incorporarse, pero Helen seacercó más a él, hasta quedar situadaentre sus pies separados. La vacilantepresión de su mano en el pecho lo llenóde deseo. Rhys hizo acopio de todas susfuerzas para conservar el pocoautodominio que le quedaba. Estaba a unaterrador centímetro de abalanzarse

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sobre ella. De devorarla.—¿Volvería... volvería a besarme? —

dijo Helen.Rhys cerró los ojos, jadeando,

súbitamente furioso. Menuda broma lehabía gastado el destino al poner aquellacriatura tan frágil en su camino comocastigo por ascender socialmente más delo que debía. Para recordarle aquelloque jamás sería.

—No puedo ser un caballero —soltócon voz ronca—. Ni siquiera para usted.

—No tiene que ser un caballero. Soloun hombre amable y delicado.

Nadie le había pedido nunca algo así.Sujetó con tanta fuerza el borde de lamesa que la madera amenazó con

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romperse.—Cariad... la forma en que te quiero

no tiene nada de delicado. —Lesobresaltó la palabra cariñosa que se lehabía escapado y que jamás habíautilizado con nadie.

Helen le tocó la mandíbula y él sintióel contacto de sus dedos como dosllamas frías en la piel.

Se puso tenso de la cabeza a los pies.—Inténtalo —susurró Helen—. Por

mí.Y acercó sus suaves labios a los de él.

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2 Tímidamente, Helen rozó los labios

de Rhys con los suyos para incitar unareacción en él. Pero no hubo ninguna. Niel menor intento de besarla.

Pasado un momento, retrocedióindecisa.

Con la respiración entrecortada, Rhysle dirigió una mirada huraña.

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Helen, nerviosa, se preguntó qué hacera continuación.

Sabía poco de hombres. Casi nada.Desde muy niña, ella y sus hermanasmenores, Pandora y Cassandra, habíanvivido recluidas en la finca que sufamilia poseía en el campo. Los criadosmasculinos de Eversby Priory siemprese habían mostrado deferentes, y losarrendatarios y los tenderos del pueblohabían guardado siempre una distanciarespetuosa con las tres hijas del conde.

Ante la nula atención de sus padres yla despreocupación de su hermano Theo,que se pasó la mayoría de su corta vidaen internados o en Londres, Helen sehabía volcado en los libros y en el

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mundo interior de su imaginación. Suspretendientes habían sido Romeo,Heathcliff, el señor Darcy, EdwardRochester, el caballero Lancelot, SydneyCarton, y un surtido de príncipes rubiosde cuentos de hadas.

Tenía la impresión de que solo lacortejarían hombres imaginarios y deque nunca lo haría ninguno de verdad.Pero dos meses atrás, Devon, el primoque hacía poco había heredado el títulode Theo, había invitado a su amigo RhysWinterborne a pasar las Navidades conla familia, y todo había cambiado.

La primera vez que Helen había vistoal señor Winterborne fue el día que lollevaron a la finca con una pierna rota.

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En un giro inesperado de losacontecimientos, cuando Devon y elseñor Winterborne viajaban de Londresa Hampshire, su tren había chocado conunos vagones de balasto. Amboshombres habían sobrevividomilagrosamente al accidente, aunqueresultaron heridos.

Como consecuencia de sus lesiones, labreve visita navideña del señorWinterborne se había convertido en unaestancia en Eversby Priory de casi unmes, hasta que estuvo lo suficientementerecuperado como para regresar aLondres. Incluso maltrecho, irradiabauna fuerza de voluntad que a Helen lehabía resultado tan fascinante como

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inquietante. Contra todas las normas deldecoro, había ayudado a cuidarlo. Dehecho, había insistido en ello. Aunque lohabía hecho con el pretexto de la meracompasión, esta no había sido la únicarazón. Lo cierto era que nunca nadie lahabía cautivado como aqueldesconocido corpulento y moreno con unacento tan melodioso.

Cuando su estado de salud habíamejorado, Winterborne había reclamadosu compañía, e insistido en que le leyeray le hablara durante horas. Nadie sehabía interesado tanto en ella en toda suvida.

Winterborne era extraordinariamenteatractivo, no como los príncipes de los

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cuentos de hadas, sino con unamasculinidad que la azoraba cuando lotenía cerca. Su rostro era anguloso; sunariz, robusta; y sus labios, carnosos ybien delineados. No era de tezelegantemente clara, sino de un tonomoreno rico y reluciente, con un cabellonegro azabache. No tenía la menorsoltura aristocrática, ni ningún atisbo deelegancia lánguida. Era sofisticado ymuy inteligente, pero en él había algomuy poco refinado. Un atisbo de peligro,un escollo medio oculto.

Cuando Winterborne se habíamarchado de Hampshire, la finca se lehabía antojado de lo más aburrida, y losdías le habían parecido monótonos. No

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había podido dejar de pensar en él... enel encanto que se insinuaba bajo suapariencia de dureza... en su pocofrecuente pero deslumbrante sonrisa.

Para su consternación, Winterborne noparecía dispuesto a aceptar que volvieracon él. Le había herido el orgullo con loque debió de parecerle un rechazoinsensible, y anhelaba enmendarse. Sipudiera hacer retroceder el tiempo hastael día en que la había besado en la CasaRavenel, manejaría la situación de unaforma muy distinta. Era solo que lahabía intimidado mucho. La habíabesado, la había estrechado entre susbrazos y ella había reaccionadosobresaltándose, consternada. Tras unas

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palabras duras, él se había ido. Esa erala última vez que lo había visto hastahoy.

Si hubiera tenido algún escarceo en sujuventud, como unos besos robados poralgún jovencito, quizás el encuentro conel señor Winterborne no le habríaresultado tan alarmante. Pero no teníaexperiencia en absoluto. Y Winterborneno era ningún muchacho inocente, sinoun hombre adulto en la flor de la vida.

Lo extraño, el secreto que noconfesaría a nadie, era que, a pesar desu apuro por lo sucedido, habíaempezado a soñar todas las noches conque el señor Winterborne la besaba, demodo más y más apasionado, una y otra

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vez. En algunos de los sueños, empezabaa desabrocharle el vestido y besarla deforma todavía más imperiosa y enérgica,y todo ello conducía a un desenlacemisterioso. Se despertaba sin aliento yagitada, acalorada de la vergüenza.

Sintió ahora esa misma zozobra alalzar los ojos hacia él.

—Muéstrame cómo quieres que tebese —pidió con voz solo algotemblorosa—. Enséñame a satisfacerte.

—Estás minimizando riesgos,¿verdad? —le soltó él, para su asombro,con una mueca de diversión despectiva.

—¿Minimizando riesgos? —Lo miró,confundida.

—Quieres seguir teniéndome pillado

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hasta estar segura de lo de la gananciade Trenear —aclaró Winterborne.

—¿Por qué no puedes creer quequiero casarme contigo por motivosajenos al dinero? —repuso ella,desconcertada y dolida por su tonodespectivo.

—El único motivo por el que meaceptaste fue que carecías de dote.

—Eso no es verdad.—Necesitas casarte con alguien de tu

rango —prosiguió Winterborne como sino la hubiera oído—. Un hombre conbuenos modales y de buen linaje. Élsabrá cómo tratarte. Te tendrá en unacasa de campo, donde cuidarás de tusorquídeas y leerás tus libros...

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—¡Eso es lo contrario de lo quenecesito! —exclamó Helen. No erapropio de ella hablar de modo tanimpetuoso, pero estaba demasiadodesesperada para que le importara.Estaba claro que Winterborne queríadeshacerse de ella. ¿Cómo podríaconvencerlo de que lo quería de verdad?—. Me he pasado toda mi existencialeyendo sobre la vida que llevan otraspersonas —prosiguió—. Mi mundo hasido... muy limitado. Nadie cree queprosperaré si no me mantengo recluida yprotegida. Como una flor deinvernadero. Si me casara con alguiende mi clase, como dices, nadie me veríanunca tal como soy. Solo como se

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supone que debo ser.—¿Por qué crees que conmigo sería

diferente?—Porque tú eres diferente.Le dirigió una mirada intensa que le

recordó el reflejo de la luz en la hoja deuna navaja. Tras un silencio tenso,Winterborne le habló con brusquedad:

—Has conocido muy pocos hombres.Vete a casa, Helen. Durante latemporada londinense conocerás aalguien y entonces darás gracias a Dios,de rodillas, por no haberte casadoconmigo.

A ella le escocían los ojos. ¿Cómo sehabía malogrado todo tan deprisa?¿Cómo podía haberlo perdido tan

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fácilmente?—Kathleen no tendría que haberte

hablado en mi nombre —dijo, presa detristeza y pesar—. Creía que me estabaprotegiendo, pero...

—Y era así.—Yo no quería que me protegieran de

ti. —Intentar mantener la compostura eracomo tratar de correr por la arena: loscambios que experimentaban susemociones le impedían avanzar. Para suvergüenza, se le humedecieron los ojosy se le escapó un sollozo—. Estuvepostrada en cama un día con migraña —prosiguió—, y cuando desperté lamañana siguiente, nuestro compromisoestaba roto, te había perdido y ni

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siquiera...—Helen, no.—Creía que solo era un malentendido.

Pensaba que si hablaba directamentecontigo, todo se so-solucionaría y... —Se atragantó con otro sollozo. Laconsumía tanto la emoción que apenasfue consciente de que Rhys se leacercaba, tendía las manos hacia ella yvolvía a retirarlas.

—No, no llores. Por el amor de Dios,Helen...

—No fue mi intención apartarte. Nosabía qué hacer. ¿Cómo puedo hacer quevuelvas a quererme?

Esperaba una respuesta sarcástica, opuede que incluso desdeñosa, pero no un

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sentido susurro.—Sí te quiero, cariad. Te quiero

demasiado.Lo miró a través de las lágrimas,

pestañeando, emitiendo unosvergonzosos sollozos, como una niñapequeña. Antes de darse cuenta, la habíaestrechado contra su cuerpo.

—Chisss... —Su voz, que bajó unaoctava, le acarició los oídos como sifuera terciopelo—. Chisss, bychan,pequeña, paloma mía. No hay nada quese merezca tu llanto.

—Tú sí.Rhys se quedó inmóvil. Pasado un

momento, le tocó la mandíbula y leborró con el pulgar el rastro que había

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dejado en ella una lágrima. Llevaba lacamisa remangada, como un carpintero oun agricultor. Tenía los antebrazosmusculosos y peludos, y las muñecasgruesas. Su robusto abrazo tenía algosorprendentemente reconfortante.Desprendía una fragancia seca yagradable, una mezcla fresca de linoalmidonado, de piel varonil limpia y dejabón de afeitar.

Notó que le alzaba la cara condelicadeza. Sintió su aliento, cargadodel aroma de la menta, en la mejilla. Aldarse cuenta de lo que él iba a hacer,cerró los ojos mientras el estómago ledaba un vuelco, como si el suelo hubieracedido bajo los pies.

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Notó un cálido roce en su labiosuperior, tan suave que apenas lopercibió. Luego, otro en la sensiblecomisura de los labios y, después, en ellabio inferior, donde terminó con unlevísimo tirón.

Le deslizó la mano libre por debajodel velo para sujetarle la nuca. Leacercó la boca de nuevo para darle otracaricia breve y sedosa. Le pasó la yemadel pulgar por el labio inferior parasellarle el beso en su sensiblesuperficie. La dureza de un calloaumentó la sensación y le estimuló lasterminaciones nerviosas. Se sintiómareada de repente; sus pulmones noinspiraban aire suficiente.

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Rhys volvió a acercar los labios a lossuyos, y ella, ansiosa de que la besaramás rato y de forma más apasionada,como había soñado, alargó el cuello. Élpareció saber lo que quería y la incitó aseparar los labios. Así que abrió,temblorosa, la boca para notar elexquisito roce de su lengua, y absorbiósu sabor masculino a menta, pasión yfrescura, mientras él empezaba a saciarcon ella un deseo que le despertabasensaciones por todo el cuerpo. Ellarodeó el cuello de Rhys con los brazos yhundió los dedos en su denso cabellonegro, de modo que los rizos se leenroscaron ligeramente en ellos. Sí,aquello era lo que ella quería, que Rhys

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se apoderara de su boca con la de élmientras la abrazaba estrechamente, losuficientemente apretujada contra sucuerpo.

Jamás había imaginado que un hombrela besara como si quisiera succionarlaentera, como si los besos fueranpalabras destinadas a poemas o miel querecolectara con la lengua. Rhys le sujetóla cabeza con las manos y se la echóatrás para recorrerle el lado del cuellocon los labios separados, acariciándolay saboreándole la piel suave. Ella soltóun gritito ahogado cuando él encontró unpunto sensible y provocó así que leflaquearan las piernas. Él la estrechómás y, ávidamente, volvió a unir sus

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labios. Helen no tenía ningúnpensamiento, ninguna fuerza de voluntad,nada salvo una sensual mezcla deoscuridad y deseo, mientras Rhys labesaba con una intensidad tan ciega yvoraz que casi podía notar cómo ambasalmas se unían.

Y entonces se detuvo. Conbrusquedad, apartó los labios y le tomólos brazos para quitárselos del cuello.Cuando la apartó con más fuerza de lanecesaria, se le escapó un quejido.Desconcertada, observó cómo Rhys sedirigía hacia la ventana. Aunque seestaba recuperando del accidente conuna rapidez asombrosa, seguía andandocon una ligera cojera. Sin dejar de darle

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la espalda, se concentró en el lejanooasis verde de Hyde Park. Cuandoapoyó el puño en el alféizar de laventana, Helen vio que le temblaba lamano.

—No tendría que haber hecho eso —dijo tras soltar finalmente el aire demodo entrecortado.

—Quería que lo hicieras. —Su propioatrevimiento la hizo sonrojarse—. Ojalála primera vez hubiera sido así.

Rhys, irritado, se tiró del cuello rígidode la camisa blanca.

Al ver que el bulbo del reloj de arenaestaba vacío, Helen se acercó alescritorio y lo rodeó.

—Tendría que haber sido más franca

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contigo —reconoció mientrascontemplaba el reguero de arena quemarcaba cada anhelante segundo—.Pero me cuesta decir a los demás lo quepienso y siento. Y me preocupaba algoque Kathleen dijo, que solo meconsiderabas... bueno, un trofeo queconseguir. Temía que pudiera tenerrazón.

Rhys se volvió, apoyó la espalda en lapared y cruzó los brazos.

—La tenía —le dijo para su sorpresa.Sus labios dibujaron una mueca irónica—. Eres preciosa, cariad, y yo no soyhombre de nobles pensamientos. Soy untipo duro del norte de Gales al que legustan las cosas refinadas. Sí, eras un

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trofeo para mí. Siempre lo serías. Perote quería por algo más que por eso.

El placer que Helen sintió al oír elcumplido se desvaneció del todo cuandoRhys terminó de hablar.

—¿Por qué has hablado en pasado? —preguntó parpadeando—. Todavía... mequieres, ¿verdad?

—Da igual lo que yo quiera. AhoraTrenear ya nunca dará su consentimientoa nuestro enlace.

—Fue él quien lo sugirió inicialmente.Si dejo claro que estoy más quedispuesta a casarme contigo, estoysegura de que lo aceptará.

Hubo una pausa.—Nadie te lo ha contado, entonces.

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Helen le dirigió una miradainquisitiva.

—El día que Kathleen vino a vermeme porté mal —dijo, metiéndose lasmanos en los bolsillos—. Después deque me dijera que ya no querías volver averme, yo... —Esbozó una sonrisatorcida.

—¿Qué hiciste? —lo animó Helen,ceñuda.

—No importa. Trenear me interrumpiócuando vino a buscarla. Y casi llegamosa las manos.

—¿Qué interrumpió? ¿Qué estabashaciendo?

—La insulté. Con una proposición —respondió, desviando la mirada con una

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mueca.—¿Se la hiciste en serio? —inquirió

Helen con los ojos desorbitados.—Claro que no —contestó con

brusquedad—. No le puse ni un puñeterodedo encima. Te quería a ti. No tengo elmenor interés en esa pequeña arpía, soloestaba enojado con ella por haberseentrometido.

—Le debes una disculpa —indicóHelen con una mirada de reproche.

—Ella me la debe a mí por habermeprivado de una esposa.

Aunque estuvo tentada de enumerarlelos errores de su razonamiento, Helen semordió la lengua. Al haberse criado enuna familia conocida por su mal genio y

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tozudez, sabía lo importante que eraelegir el momento adecuado para ayudara alguien a ver lo equivocado que era sumodo de proceder. En ese momento,Rhys estaba demasiado a merced de suspasiones para admitir que había obradomal.

Pero, desde luego, no se habíacomportado bien, y aunque Kathleen loperdonara, no era probable que Devonllegara a hacerlo jamás.

Devon estaba perdidamenteenamorado de Kathleen, lo queconllevaba los celos y la actitudposesiva que habían atormentado ageneraciones de la familia Ravenel.Aunque Devon era algo más razonable

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que los últimos condes, eso nosignificaba demasiado. Cualquierhombre que asustara o molestara aKathleen se ganaría su enemistad parasiempre.

Así que esa era la razón por la queDevon había dejado de aprobar sucompromiso. Pero que ni él ni Kathleenle hubieran mencionado nada de todoaquello le resultaba exasperante.¡Cielos! ¿Cuánto tiempo iban a seguirtratándola como a una niña?

—Podríamos fugarnos —propusoimpulsivamente, aunque la idea no laatraía demasiado.

—O la boda se celebra como esdebido o no hay boda —aseguró Rhys

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con el ceño fruncido—. Si nos fugamos,nadie se creerá que te marchasteconmigo por voluntad propia. Que measpen si dejo que la gente diga que tuveque raptar a mi futura esposa.

—No hay opción.Se produjo un silencio tan

premonitorio que Helen notó uncosquilleo en los brazos al ponérselepiel de gallina.

—La hay. —A él le cambió la cara ysu mirada se tornó devoradora.Calculadora. Intuitivamente, Helen supoque aquella era la versión del señorWinterborne que la gente contemplabacon temor y turbación, un piratadisfrazado de capitán empresarial—. La

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otra opción es que te acuestes conmigo.

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3 En medio del caos de sus

pensamientos, Helen retrocedió haciauna de las estanterías del rincón deldespacho.

—No lo entiendo —repuso, aunquemucho se temía que sí lo entendía.

Rhys la siguió despacio.—Trenear no se interpondrá cuando se

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entere de que tu reputación estáarruinada —indicó.

—Preferiría que mi reputación noestuviera arruinada. —Cada vez lecostaba más respirar. El corsé se leaferraba al cuerpo como unasmandíbulas.

—Pero quieres casarte conmigo, ¿no?—Al llegar a su lado, apoyó una manoen la estantería para acorralarla.

Moralmente hablando, la fornicaciónera un pecado mortal. En la práctica, losriesgos de acostarse con él eranenormes. Una idea terrible la hizopalidecer. ¿Y si Winterborne se lallevaba a la cama y después se negaba acasarse con ella? ¿Y si fuera tan

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rencoroso que sería capaz dedeshonrarla y abandonarla? Jamásningún caballero le propondríamatrimonio. Toda esperanza de tenerhogar y familia propios se desvanecería.Se convertiría en una carga para sufamilia, y estaría condenada a una vidade vergüenza y dependencia. Siconcebía un hijo, tanto ella como elpequeño serían unos parias. Y aunque nolo hiciera, su ignominia sabotearía lasperspectivas matrimoniales de sushermanas menores.

—¿Cómo puedo saber que despuésharás lo que es debido? —respondió.

—Dudas sobre mí aparte —respondióRhys con expresión sombría—, ¿cuánto

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tiempo crees que Trenear me permitiríavivir si intentara algo así? Antes delanochecer me habría cazado y acogotadocomo a un ciervo.

—Podría hacerlo de todos modos —soltó Helen.

—Nunca te abandonaría —aseguróRhys, ignorando su comentario—. Si meacostara contigo, serías tan mía a ojosde Dios y de los hombres como si lojuráramos sobre una piedra nupcial.

—¿Qué es eso?—Un rito matrimonial de mi tierra de

Gales. Un hombre y una mujerpronuncian sus votos mientras entreambos sostienen una piedra con lasmanos. Tras la ceremonia, van juntos a

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lanzar la piedra a un lago, y la tierramisma pasa a formar parte de sujuramento. A partir de ese momento,quedan unidos para siempre. —La miróa los ojos—. Dame lo que te pido yjamás te faltará nada.

La estaba volviendo a abrumar. Helennotó un ligero sudor de la cabeza a lospies.

—Necesito tiempo para pensarlo —dijo.

La determinación de Winterborneparecía nutrirse de su tribulación.

—Pondré dinero y propiedades a tunombre. Unas caballerizas de caballospurasangre. Un palacio y la poblaciónque lo rodee, y un montón de criados

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que te sirvan. Ningún precio esdemasiado alto. Solo tienes queacostarte conmigo.

Helen se llevó las manos a las sienespara frotárselas. Esperaba no tener otramigraña.

—¿No podríamos simplemente decirque he sido deshonrada? Devon tendríaque aceptar mi palabra.

Rhys negó con la cabeza antes de queterminara siquiera la pregunta.

—Necesitaré una fianza. Es así comose obliga legalmente en un acuerdoempresarial.

—Esto no es ninguna negociaciónempresarial —se quejó Helen.

—Quiero una garantía por si cambias

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de parecer antes de la boda —dijo Rhys,firme.

—No lo haré. ¿No confías en mí?—Sí. Pero confiaré más una vez que

nos hayamos acostado.Aquel hombre era imposible. Helen

buscó desesperadamente otra solución,algún medio de rebatirlo, pero vio queél se mostraba más intransigente a cadasegundo que pasaba.

—Se trata de tu orgullo —soltó,indignada—. Estabas dolido y enojadoporque creías que te había rechazado, yahora quieres castigarme aunque no fueculpa mía.

—¿Castigarte? —repuso, burlón, conlas cejas negras arqueadas—. No hace

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ni cinco minutos que te entusiasmabanmis besos.

—Tu propuesta implica mucho másque besarse.

—No es una propuesta —aclaró comosi tal cosa—. Es un ultimátum.

Ella lo observó, incrédula.Su única opción era negarse. Algún

día conocería a un buen partido que sufamilia aprobara. Un miembro de laaristocracia rural, soso y reservado, conla frente muy ancha, que esperaría quehiciera suyos sus deseos y opiniones. Ytendría la vida planificada: cada añoigual que el anterior.

En cambio, si se casaba conWinterborne...

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Todavía desconocía muchas cosas deél. ¿Qué se esperaría de una mujer cuyomarido poseía los almacenes másgrandes del mundo? ¿Qué genteconocería y qué actividades ocuparíansus días? Y él mismo, que tenía tan amenudo el aspecto de haberse peleadovarias veces con el mundo y no haberperdonado nada... ¿cómo sería vivircomo su esposa? Su vida era tan ampliaque se imaginaba fácilmenteperdiéndose en ella.

Al percatarse de que la estabaobservando, atento al menor matiz de suexpresión, se volvió. Vio ante ellahileras de libros, catálogos, manuales,libros contables. Pero más abajo, en

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medio de varios volúmenes científicos,vio tres que parecían tratar de botánica.Pestañeó y los observó con mayordetenimiento.

Orquídeas; breve tratado sobre elcuidado de un invernadero.

Género y especie Orchidaceae.Relación de las orquídeas conocidas.El cultivo de las orquídeas.Estos libros sobre orquídeas no

estaban en su despacho por casualidad.Cultivar orquídeas había sido el

pasatiempo y la afición más querida deHelen desde que su madre había dejadouna colección de unas doscientasorquídeas al fallecer hacía cinco años.Como nadie más de la familia había

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querido cuidarlas, Helen se habíaencargado de ello. Las orquídeas eranplantas exigentes y problemáticas, cadauna de ellas con su propiotemperamento. Al principio, Helen nodisfrutaba de su responsabilidadautoimpuesta, pero con el tiempo acabóadorando las orquídeas.

Como había dicho una vez a Kathleen,a veces había que amar algo antes deque fuera digno de ser amado.

Tocó las encuadernaciones doradaspara seguir con un dedo vacilante lapunta de una flor pintada a mano.

—¿Desde cuándo los tienes? —preguntó.

La voz de Winterborne le llegó de

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detrás, muy cerca de ella.—Desde que me diste aquella

orquídea. Tenía que saber cómo cuidarde ella.

Unas semanas antes, había ido a cenara la Casa Ravenel, y Helen le habíadado impulsivamente una maceta conuna de sus orquídeas. Una vanda azul,una planta muy poco común; la mástemperamental y valiosa de las quetenía. Aunque no pareció especialmenteentusiasmado con el regalo, le habíadado las gracias y se la había llevadodiligentemente. Pero en cuanto serompió su compromiso, se la habíadevuelto.

Para su sorpresa, Helen había visto

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que la sensible planta había crecido demaravilla bajo los cuidados de él.

—Cuidaste de ella tú mismo, entonces—dijo—. Eso me tenía intrigada.

—Pues claro que sí. No tenía ningunaintención de no superar la prueba.

—No era ninguna prueba, era unregalo.

—Si tú lo dices...—Creía que la matarías, y pensaba

casarme igualmente contigo —replicóHelen, exasperada, tras volverse.

—Pero no la maté —puntualizóWinterborne con labios temblorosos.

Sin decir nada más, Helen trató deponer en orden sus pensamientos ysentimientos para tomar la decisión más

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difícil de su vida. Pero ¿era realmentetan complicado? Casarse era siemprearriesgado. Nunca se sabía con quéclase de marido podía acabar una.

Por última vez se permitió plantearsela opción de marcharse. Se imaginósaliendo del despacho de Winterborne,subiendo al carruaje familiar yregresando a la Casa Ravenel, en SouthAudley. Y todo habría terminado parasiempre. Su futuro sería idéntico al decualquier otra joven de su posición.Aprovecharía la temporada de Londrespara asistir a bailes y cenas conpretendientes refinados, lo que lallevaría a casarse con un hombre quenunca la entendería del todo. Se

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esforzaría por no recordar este momentoy preguntarse qué habría ocurrido o quépodría haber sido de ella si hubieraaceptado.

Pensó en la conversación que habíamantenido con la señora Abbott, el amade llaves, antes de salir de casa por lamañana. La mujer rolliza y de peloplateado que llevaba cuatro décadas alservicio de los Ravenel se habíaopuesto enérgicamente a que intentarasalir de día sin acompañante.

—¡El señor nos despedirá a todos! —había exclamado.

—Diré a lord Trenear que meescabullí sin que nadie lo supiera —leaseguró Helen—. Y afirmaré que el

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cochero no tuvo más remedio quellevarme a los almacenes Winterborneporque amenacé con ir a pie.

—¡No puede haber nada que merezcacorrer semejante riesgo, milady!

Pero cuando Helen le explicó que suintención era visitar a Rhys Winterbornecon la esperanza de renovar sucompromiso, el ama de llaves pareciótener motivos para pensárselo mejor.

—No la culpo —admitió—. Unhombre como él...

Helen la miró con curiosidad al ver laforma en que su expresión soñadora lesuavizaba las facciones.

—¿Tiene en estima al señorWinterborne, pues? —preguntó al ama

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de llaves.—Sí, milady. Oh, ya sé que los de

clase alta dicen que es un arribista. Peropara el verdadero Londres, para loscentenares de miles de personas quetrabajamos todos los días y nos lasarreglamos lo mejor que podemos, elseñor Winterborne es una leyenda. Hahecho lo que la mayoría de gente no seatreve a soñar. Era un simpledependiente, y ahora todo el mundo,desde la reina hasta el último mendigo,sabe su nombre. Da a la gente motivospara esperar que tal vez pueda ascenderpor encima de su posición —dijo el amade llaves, y añadió con una ligerasonrisa—: Y no puede negarse que es un

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hombre guapo y fuerte a pesar de ser tanmoreno como un gitano. Cualquiermujer, de alta o baja alcurnia, estaríatentada.

Helen no podía negar que los encantospersonales de Winterborne ocupaban unlugar elevado en su lista deconsideraciones. Era un hombre en laflor de la vida, que irradiaba unaextraordinaria energía, una especie devitalidad animal, que le resultabaaterradora e irresistible a la vez.

Pero había algo más en él... unatractivo más potente que ningún otro.Sucedía en los escasos momentos que semostraba tierno con ella, cuando tenía laimpresión de que el alijo de tristeza que

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tenía oculto y encerrado en lo másprofundo de su corazón estaba a puntode emerger a la superficie. Él era laúnica persona que se había acercadonunca a ese lugar recóndito, que algúndía podría hacer añicos la soledad queella siempre había albergado en suinterior.

Si se casaba con él, podría llegar alamentarlo. Pero no tanto comolamentaría no haberse arriesgado.

Todos sus pensamientos se ordenaroncasi milagrosamente. La calma lainvadió cuando tuvo claro el camino quedebía seguir.

—Muy bien —dijo tras inspirarhondo, alzando los ojos hacia él—.

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Acepto tu ultimátum.

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4 Durante unos segundos, Rhys fue

incapaz de reaccionar. O Helen no habíaentendido el alcance de lo que estabadiciendo o él no la había oído bien.

—Aquí y ahora —aclaró—. Dejarásque... —Intentó encontrar una formadecente de decirlo— te haga mía, comoun hombre hace suya a su esposa.

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—Sí —contestó Helen con calma, loque lo impresionó de nuevo. Estaba muypálida, con unas notas de color en susmejillas. Pero no parecía nada insegura.Hablaba en serio.

Tenía que haber algún inconveniente,algún escollo que descubriría después,pero cuál. Helen había dicho que sí. Encuestión de minutos estaría en su cama.Desnuda. La idea le desbarató todos losritmos internos de tal modo que elcorazón y los pulmones no parecíancaberle en el pecho.

Se le ocurrió que, en esta situación, suhabitual sexo enérgico no funcionaría.Helen era vulnerable e inocente.

Tendrían que hacer el amor, no follar.

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No sabía nada sobre hacer el amor.Maldita sea.Las contadas ocasiones en que había

disfrutado de los favores de una damade clase alta esta había querido que latomara bruscamente, como si fuera unbruto insensible. Rhys había agradecidopoder ahorrarse cualquier simulación detierna intimidad. No era ningún poetaromántico, ningún experto en seducción.Era un galés con aptitudes físicas. Encuanto a las técnicas y al romanticismo,evidentemente eran cosas de losfranceses.

Pero Helen era virgen. Habría sangre.Dolor. Seguramente lágrimas. ¿Y si nosabía ser lo bastante tierno? ¿Y si Helen

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se alteraba? ¿Y si...?—Tengo dos condiciones —se

aventuró ella—. La primera, tengo quevolver a casa antes de la hora de cenar.Y la segunda... —Se puso coloradacomo un tomate—. Me gustaría cambiareste anillo por otro distinto.

Rhys le miró la mano izquierda. Lanoche que le había hecho su propuestade matrimonio le había regalado unperfecto diamante talla rosa, grandecomo un huevo de codorniz. La piedrapreciosa, que procedía de las minas deKimberley de Sudáfrica, había sidotallada por un reputado gemólogo deParís y encastada en una montura defiligrana de platino por el maestro

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joyero de los grandes almacenes, PaulSauveterre.

—No me gusta —explicó Helentímidamente al ver su expresión dedesconcierto.

—Me dijiste que sí cuando te loregalé.

—No dije eso para ser exactos. Solono dije que no me gustaba. Pero hedecidido ser franca contigo a partir deahora para evitar futuros malentendidos.

Para Rhys fue un disgusto enterarse deque a Helen nunca le había gustado elanillo que había elegido para ella. Perocomprendió que ahora estaba intentandoser sincera con él, aunque le costara unesfuerzo atroz.

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En el pasado, las opiniones de Helenhabían sido ignoradas o pisoteadas porsu familia. Y reflexionó que quizátambién por él. Podría haberlepreguntado qué clase de piedras ymonturas prefería en lugar de decidirsepor lo que él quería que llevara.

Le levantó la mano para observarmejor el reluciente anillo.

—Te compraré un diamante tan grandecomo un pudin de Navidad.

—¡No, Dios mío! —se apresuró adecir Helen, lo que lo sorprendió denuevo—. Justo lo contrario. Este mequeda muy alto, ¿ves? Me resbala de unlado a otro, y me cuesta tocar el piano oescribir una carta con él. Preferiría una

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piedra mucho más pequeña. —Se detuvoun momento—. Que no fuera undiamante.

—¿Por qué no un diamante?—La verdad es que no me gustan.

Supongo que no me molestan lospequeños, que parecen gotas de lluvia oestrellitas. Pero los grandes son muyfríos y duros.

—Sí, porque son diamantes. —Rhysle dirigió una mirada sarcástica—. Haréque te traigan de inmediato una bandejacon anillos.

—Gracias —dijo, y una sonrisa leiluminó el rostro.

—¿Qué más te gustaría? —preguntó—. ¿Un carruaje y un tiro de cuatro

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animales? ¿Un collar? ¿Pieles?Ella negó con la cabeza.—Tiene que haber algo —insistió él.

Quería inundarla de espléndidos regalospara que supiera lo que estaba dispuestoa hacer por ella.

—No se me ocurre nada.—¿Un piano? —Como notó que

tensaba involuntariamente los dedos,prosiguió, como leyendo un catálogo—:Un piano de gran cola Brinsmeadchapado en caoba estilo Chippendalecon mecanismo de doble escape.

—¡Qué detallista eres! —exclamóHelen con una carcajada entrecortada—.Sí. Me encantaría tener un piano.Cuando estemos casados, tocaré para ti

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siempre que lo desees.Rhys exprimió la idea. Por la noche,

se relajaría y la vería al piano. Despuésse la llevaría a su habitación, ladesnudaría despacio y le besaría cadacentímetro de piel. Le parecía imposibleque aquel ser luminoso y musical fuera aser realmente suyo. Se sintió al bordedel pánico, ansioso por asegurarse deque nadie se la arrebataría.

Le quitó cuidadosamente el anillo deldedo y le acarició con el pulgar lamarca que le había dejado el aro de oro.Era estupendo tocarla, sentir susuavidad, su dulzura recorriéndole todoel cuerpo. Se obligó a soltarla antes deacabar haciéndola suya allí mismo, en el

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despacho. Tenía que pensar. Había quedisponerlo todo.

—¿Dónde te espera el cochero? —preguntó.

—En la callejuela tras los almacenes.—¿En un carruaje sin distintivos?—No; en el carruaje familiar —fue su

inocente respuesta.«¡Viva la discreción!», pensó Rhys, y

le indicó con un gesto que se dirigierahacia la mesa.

—Escríbele una nota y haré que se lalleven —dijo.

—¿Cuándo le pido que vuelva? —preguntó ella mientras dejaba que laayudara a sentarse.

—Dile que hoy ya no necesitarás sus

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servicios. Yo me encargaré de que telleven a salvo a casa.

—¿Puedo enviar también una nota amis hermanas para que no se preocupenpor mí?

—Sí. ¿Saben dónde has ido?—Sí, y estaban muy contentas. Las dos

te aprecian mucho.—O, por lo menos, mi tienda —soltó

él.Helen contuvo una sonrisa mientras

tomaba papel de carta de una bandeja deplata.

Winterborne había invitado a lafamilia Ravenel a visitar los grandesalmacenes fuera de su horariocomercial. Como todavía estaban de luto

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por el difunto conde, tenían limitadassus actividades en público. Durante doshoras, las gemelas Cassandra y Pandorahabían logrado cubrir una cantidadimpresionante de terreno. Se habíanvuelto locas de entusiasmo al ver losartículos más nuevos y modernos, lasvitrinas y los mostradores llenos deaccesorios, cosméticos y adornos.

Vio que Helen contemplaba perplejala pluma que tenía en el escritorio.

—Lleva en el interior un depósito detinta —le explicó mientras rodeaba lamesa para situarse a su lado—. Aplicauna leve presión en la punta al escribir.

Tras tomar con cuidado la pluma,Helen hizo una marca y se detuvo,

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sorprendida, al ver la línea regular quecreaba en el papel.

—¿No has visto ninguna así? —lepreguntó Rhys.

—Lord Trenear prefiere una plumacorriente y un tintero —respondió,sacudiendo la cabeza—. Dice que estastienen tendencia a perder tinta.

—Suelen hacerlo —admitió él—.Pero este nuevo diseño dispone de unaaguja que regula el flujo.

Observó cómo escribía su nombre conuna caligrafía esmerada paraexperimentar con la pluma. Cuandoterminó, lo examinó un instante y tachóel apellido. Rhys se inclinó sobre ellacon las manos apoyadas a cada lado de

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su cuerpo en la mesa mientras escribíade nuevo. Juntos contemplaron el papel.

«Lady Helen Ravenel Winterborne.»—Es un nombre precioso —murmuró

Helen.—No tan elevado como Ravenel.Ella se volvió en la silla para mirarlo.—Para mí será un honor adoptarlo

como mío.Rhys estaba acostumbrado a que

multitud de gente que quería cosas de éllo adulara sin cesar. Normalmente, eracapaz de ver su motivación como si lallevaran escrita en la cara. Pero los ojosde Helen eran claros y candorosos,como si hablara en serio. No sabía nadadel mundo, ni con qué clase de hombre

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debería casarse, y solo se daría cuentade su error cuando ya fuera demasiadotarde para rectificar. Si él hubiera tenidola menor decencia, la habría echado deallí en aquel mismo instante.

Pero su mirada reposó en el nombreque ella había escrito... lady HelenWinterborne. Y eso selló su destino.

—Celebraremos una boda por todo loalto —dijo—. Para que todo Londres seentere.

A Helen no pareció entusiasmarleespecialmente la idea, pero no pusoobjeciones.

Sin dejar de mirar el nombre, Rhys leacarició distraídamente la mejilla con lapunta de un dedo.

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—Piensa en nuestros hijos, cariad. Derobusta ascendencia galesa y con algode la estirpe Ravenel. Conquistarán elmundo.

—Prefiero pensar que lo conquistarástú antes que ellos —replicó Helenmientras tomaba una hoja en blanco.

Cuando hubo escrito y sellado las dosnotas, Rhys las llevó a la puerta deldespacho y llamó a la señora Fernsby.

La secretaria acudió con la prontitudhabitual. Aunque su actitud era tanprofesional como de costumbre, los ojoscastaños le brillaban de curiosidad traslas gafas redondas. Quiso fisgar elinterior de la habitación, pero loshombros de Rhys se lo tapaban.

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—¿Sí, señor Winterborne?—Haga que las lleven a la callejuela

de atrás y se las entreguen al cocherodel carruaje de los Ravenel —indicó,dándole las notas—. Que se lasentreguen en mano.

—De modo que es lady Helen. —Alpronunciar el nombre pestañeórápidamente dos veces.

—Ni una palabra a nadie —pidióRhys, entornando los ojos.

—Por supuesto, señor. ¿Necesitaráalgo más?

—Lleve esto al señor Sauveterre. —Le dejó el anillo con el diamante en lamano abierta—. Dígale que suba unabandeja llena de anillos, de este tamaño,

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que sean apropiados para uncompromiso. Lo espero aquí en mediahora.

La señora Fernsby jadeó al ver elreluciente y pesado diamante que teníaen la palma.

—Si no está disponible, ¿quiere quele pida a otro joyero que...?

—Quiero que Sauveterre venga a midespacho en media hora —repitió él.

La mujer asintió con un gesto mientrasle daba vueltas a la cabeza para tratar deentender qué estaba ocurriendo.

—Y anule mi agenda para el resto deldía —prosiguió Rhys.

La secretaria se lo quedó mirando.Nunca antes había hecho esta petición.

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—¿Todo el día? ¿Qué explicacióndebo dar?

—Invéntese algo —respondió Rhys,encogiéndose de hombros conimpaciencia—. Y diga al serviciodoméstico que quiero pasar una tardetranquila en casa con una visita. Noquiero ver ni un alma. —Se detuvo paradirigirle una mirada dura—. Deje claroal personal de las oficinas que si oigotan solo un susurro sobre esto, encualquier parte, los despediré a todos enel acto.

—Yo misma lo haría —le aseguró.Tras haber supervisado personalmenteel proceso de selección y la contrataciónde la mayoría del personal de las

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oficinas, la señora Fernsby seenorgullecía de su excelencia—. Pero sudiscreción está fuera de toda duda. —Tras cerrar la mano alrededor del anillo,miró a su jefe de modo especulativo—.¿Puedo sugerirle que les traigan té?Lady Helen parece muy delicada. Puedeque un refrigerio sea lo ideal mientrasespera al joyero.

—Tendría que habérseme ocurrido —comentó Rhys con el ceño fruncido.

—Descuide, señor —dijo lasecretaria, sin poder reprimir unasonrisa de satisfacción—. Para eso mecontrató.

Mientras veía cómo la señora Fernsbyse iba, Rhys pensó que se le podía

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perdonar que fuera un pelín engreída:era la mejor secretaria particular deLondres y realizaba su trabajo con unaeficiencia que superaba a cualquiera desus iguales masculinos.

En su momento más de una personahabía sugerido a Rhys que era másadecuado para un hombre de su posicióntener un hombre como secretario. Peroconfió en su intuición en este tipo deasuntos. Podía detectar en los demás lasmismas cualidades, como la ambición,la determinación o el vigor, que lohabían impulsado por el largo ylaborioso ascenso de dependiente amagnate empresarial. Le importaban uncomino los orígenes, las creencias, la

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cultura o el género de un empleado. Solole importaba la excelencia.

La señora Fernsby regresó pronto conuna bandeja de té que le subieron delrestaurante de los grandes almacenes.Aunque intentó pasar desapercibida aldejarla en una mesita redonda, Helen ledijo en voz baja:

—Gracias, señora Fernsby.—De nada, milady —respondió la

secretaria, y se volvió hacia ellasorprendida y encantada—. ¿Necesitaalgo más?

—No, esto es estupendo. Gracias —repitió la joven con una sonrisa.

La secretaria permaneció en eldespacho, empeñada en servir un plato

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pequeño a Helen como si estuvieraatendiendo a la mismísima reina. Conunas pinzas de plata, tomó emparedadosy pastelitos de una cesta adornada conuna cinta blanca para colocarlos en lapieza de porcelana.

—Ya está bien, Fernsby —ordenóRhys—. Tiene trabajo que hacer.

—Por supuesto, señor. —La mujerdejó las pinzas, dirigiéndole una miradadiscreta pero mortífera.

Rhys la acompañó a la puerta y sedetuvo con ella al otro lado de la misma.Hablaron en voz baja para que Helen nopudiera oírlos.

—Si las miradas matasen... —bromeóRhys.

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La expresión de la secretaria no eranada divertida.

—Pasar unas horas a solas con ustedarruinará su reputación. Quiero supalabra de que va a repararla después.

Aunque aparentemente no reaccionó, aRhys le asombró que se atreviera ahacerle semejante petición. La señoraFernsby, su empleada más leal, siemprehabía hecho la vista gorda y prestadooídos sordos a sus excesos.

—Nunca dijo nada sobre las mujeresque traía a mi casa —le comentó confrialdad—. ¿A qué vienen estosrepentinos escrúpulos?

—Es una dama. Una joven inocente.No seré cómplice de su deshonra.

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—He pedido una bandeja con anillosde compromiso —replicó secamente éla la vez que le dirigía una mirada deadvertencia—. Pero no podré reparar sureputación si no la arruino antes. Vaya ahacer su trabajo.

La señora Fernsby enderezó laespalda y alargó el cuello como unagallina beligerante sin dejar deobservarlo con evidente recelo.

—Sí, señor.Tras cerrar la puerta, Rhys volvió con

Helen, que se estaba sirviendo té.Estaba sentada en el borde de la silla,con la espalda tiesa.

—¿Quieres una taza? —le preguntó.Negó con la cabeza y la observó. La

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señora Fernsby tenía razón. Helen seveía delicada, más aún de lo que élrecordaba. Su muñeca, de piel clara, eratan delgada que apenas parecía capaz desoportar el peso de la tetera. Puede queno quisiera que la trataran como a unaflorecilla de invernadero, pero noparecía tener mucha más sustancia queuna de ellas.

Dios mío, ¿cómo se las arreglaría conlo que él iba a exigirle?

Pero entonces lo miró fijamente a losojos, y la impresión de fragilidad sedesvaneció. Fuera lo que fuese lo queHelen sentía por él, no era miedo. Habíaido a verlo, lo había buscado, lo quedemostraba fuerza de voluntad y un

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inesperado atrevimiento.Él sabía que el ultimátum que le había

dado era indecente, que contradecíatodo aquello a lo que aspiraba, pero leimportaba un comino. Era la única formaen que podía estar seguro de ella. Deotro modo, podría desdecirse delcompromiso. No quería pensar envolver a perderla.

—¿Cuánto tiempo hace que la señoraFernsby trabaja para ti? —le preguntóella mientras echaba un terrón de azúcaren el té.

—Cinco años, desde que enviudó. Sumarido murió de una enfermedadterrible.

—Pobre mujer —comentó Helen con

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el sensible rostro ensombrecido depesar—. ¿Cómo fue que la contrataste?

Aunque normalmente era reacio ahablar sobre la vida personal de susempleados, el interés de Helen lo animóa continuar.

—Había ayudado a su marido agestionar y dirigir su tienda de guantes ycalcetería, por lo que conocía bien laventa minorista. Tras la muerte de sumarido, solicitó un puesto en losalmacenes Winterborne. Aspiraba a sersecretaria del director del departamentode publicidad, pero este se negó ahacerle la entrevista ya que considerabaque solo un hombre podía encargarse detamaña responsabilidad.

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La expresión de Helen no mostróindicios de sorpresa o disconformidad.

—Sin embargo —prosiguió Rhys—,Fernsby indignó al supervisor encargadode la contratación al pedirle hablarconmigo directamente. La echó en elacto. Al día siguiente, cuando me locontaron, pedí que la llamaran y le hicela entrevista personalmente. Me gustaronsus agallas y su ambición, y la contratéal instante como mi secretaria personal.—Sonrió al añadir—: Desde entoncesha mangoneado el departamento depublicidad.

Helen reflexionó sobre la historiamientras tomaba un emparedado y el té,una rebanada de bollo de Sally Lunn, y

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un pastelito tan pequeño que solo lecabía una cereza glaseada.

—No estoy acostumbrada a la idea deque una mujer ocupe un cargo entrehombres en una empresa —admitió—.Mi padre siempre decía que el cerebrofemenino es insuficiente para lasexigencias del trabajo profesional.

—¿No apruebas a Fernsby, entonces?—La apruebo del todo —respondió

Helen sin vacilar—. Una mujer deberíatener otras opciones además de casarseo vivir con su familia.

Aunque seguramente no habíapretendido que sus palabras fueranhirientes, lo fueron. Rhys le dirigió unamirada ceñuda.

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—A lo mejor tendría que haberteofrecido un empleo en las oficinas enlugar de proponerte matrimonio.

—Prefiero casarme contigo —dijocon la taza de té cerca de los labios—.Será toda una aventura.

Algo aplacado, Rhys tomó una silla yla acercó a ella.

—Yo en tu lugar no esperaríademasiada aventura. Voy a cuidar de ti ymantenerte a salvo.

—Lo que quería decir es que tú eresla aventura —replicó Helen, mirándolopor encima del borde de la taza con ojossonrientes.

Él notó que se le alborotaba elcorazón. Siempre había disfrutado

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despreocupadamente de las mujeres, delas que aceptaba sus favores con totalnaturalidad. Ninguna de ellas le habíaprovocado nunca aquel doloroso anhelo.Que Dios lo ayudara, no podía permitirque ella supiera jamás el poder queejercía sobre él o estaría a su merced.

En unos minutos, el señor Sauveterre,el maestro joyero, entró en el despachocon un gran maletín negro de piel en unamano y una mesita plegable en la otra.Era un hombre bajo y delgado con unasentradas prematuras y una miradapenetrante e incisiva. Aunque era nacidoen Francia, hablaba el inglés sin acento,puesto que vivía en Londres desde losdos años de edad. Su padre, un próspero

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fabricante de vidrio, había fomentadolas habilidades artísticas de su hijo yfinalmente había conseguido emplearlocomo aprendiz con un orfebre.Posteriormente, Sauveterre habíaasistido a una escuela de Bellas Artesparisina y, tras graduarse, habíatrabajado en esa ciudad como diseñadorpara Cartier y Boucheron.

Como habría hecho cualquier jovencon ganas de distinguirse, Sauveterre nohabía dejado escapar la ocasión deconvertirse en maestro joyero de losalmacenes Winterborne. Poseía destrezay seguridad en su considerable talento y,lo que era igual de importante, sabíacuándo tener la boca cerrada. Un buen

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joyero salvaguardaba los secretos de susclientes, y Sauveterre conocía muchos.

—Milady —dijo con una elegantereverencia. Dejó el maletín en el suelo,procedió a desplegar la mesita delantede Helen y sacó una bandeja del maletín—. Tengo entendido que desea veranillos de compromiso. ¿El diamante noera de su gusto?

—Preferiría algo más pequeño. Unanillo que no me moleste cuando hagocostura o practico al piano.

El joyero no pestañeó al oír quedescribía el valioso diamante como unamolestia.

—Naturalmente, milady.Encontraremos algo que le vaya bien. O,

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en caso contrario, puedo crear algo a sugusto. ¿Tiene alguna gema concreta enmente?

Ella negó con la cabeza mientrasrecorría con mirada asustada losrelucientes anillos dispuestos en surcosen medio del terciopelo negro.

—¿Tal vez prefiere un color enespecial? —la animó Sauveterre.

—El azul —respondió ella, mirandocautelosamente a Rhys, que asintió conla cabeza para confirmarle que podíaelegirlo que quisiera.

El joyero, que rebuscó en el maletín,empezó a disponer anillos con destrezaen una bandeja vacía.

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—Zafiros... aguamarinas... ópalos...alejandritas... Ah, y aquí tenemos untopacio azul, bastante raro, extraído delos montes Urales en Rusia...

Sauveterre estuvo sentado junto aHelen por lo menos media hora paramostrarle diversos anillos y desgranarlelas virtudes de las piedras y lasmonturas. A medida que se iba sintiendocómoda con el joyero, Helen empezó ahablarle con más libertad. De hecho,empezó a mostrarse muy locuaz,charlando animadamente de arte ymúsica, y preguntándole por su trabajoen París.

Podría decirse que era un intercambiomucho más relajado del que hubiera

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tenido jamás con Rhys.Al sentir la puñalada de los celos en

el pecho, Rhys se dirigió hacia suescritorio y cogió un tarro de cristal quecontenía bolitas de menta confitadas. Eltarro, que se reponía una vez a lasemana, ocupaba un rincón de su mesa.Tras meterse una golosina en la boca, seacercó a la ventana para mirar la calle.El confite, hecho con clara de huevo,azúcar glasé y esencia aromatizada, sedisolvió y le proporcionó un exquisitosabor a menta.

—¿Qué es esto? —oyó que Helenpreguntaba al joyero.

—Una piedra de luna rodeada dediamantes.

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—¡Qué bonito! ¿Cómo es que brillade ese modo?

—Es un efecto denominadoadularescencia, milady. Las capasnaturales de la piedra de luna refractanla luz y hacen que dé la impresión deque el brillo proceda de su interior.

Como notó que el anillo había gustadoa Helen, Rhys se aproximó para echarleun vistazo. Cuando ella se lo pasó, loexaminó atentamente. La piedrasemipreciosa era un cabujón oval y lisode color indeterminado. Al girarlo de unlado a otro, la luz ambiente desprendíadestellos azules de distinta intensidad desus pálidas profundidades.

Era un anillo encantador, pero, a pesar

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de estar rodeado de diamantes, la gemacentral era mucho más modesta que laque él le había regalado primero. No eradigna de la esposa de un Winterborne.Maldijo en silencio a Sauveterre porhaber llevado una joya tan sencilla a sudespacho.

—Helen —dijo bruscamente—,permítele enseñarte algo más. Este es elanillo menos valioso de toda la bandeja.

—Para mí es el más valioso —aseguró Helen con alegría—. Yo nuncajuzgo el valor de algo por lo que cuesta.

—Un criterio muy loable —comentóRhys, a quien, como propietario de unosgrandes almacenes, le provocó unapunzada en el pecho—. Pero este anillo

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no es bastante bueno para ti.—Si quiere, podría rodear la gema de

diamantes más grandes y ensanchar lamontura... —propuso diplomáticamenteel joyero.

—Me encanta tal como está —insistióHelen.

—Es una piedra semipreciosa —indicó Rhys, indignado. Cualquiera desus anteriores queridas habríadespreciado aquella joya.

Sauveterre interrumpió el tensosilencio:

—Puede que una piedra de estacalidad sea más valiosa de lo que ustedpiensa, señor Winterborne. Por ejemplo,vale más que un zafiro de tamaño

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mediano, o que un rubí que no seaexcepcional...

—Quiero que mi mujer lleve un anillodigno de ella —soltó Rhys.

—Pero este es el que yo quiero —seobstinó ella, mirándolo sin pestañear. Suvoz fue dulce y su expresión, suave.Sería fácil ignorar su opinión,especialmente dado que era evidenteque no sabía qué estaba pidiendo.

Iba a oponerse a ella, pero algo en sumirada captó su atención. Se percató deque Helen estaba intentando no dejarseacobardar por él.

«Maldición», pensó. Le era del todoimposible decirle que no.

Cerró el puño alrededor del anillo y

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fulminó con la mirada al joyero a la vezque le decía secamente:

—Nos lo quedamos.Mientras Sauveterre guardaba de

nuevo las relucientes bandejas en elmaletín, Rhys soltó en voz bajaimproperios en galés. Prudentemente, niel joyero ni Helen le pidieron quetradujera.

Una vez hubo cerrado el maletín depiel, Sauveterre tomó la mano que lajoven le ofrecía y se agachó hacia ellaen gesto galante.

—Acepte mis felicitaciones por sucompromiso, milady. Espero...

—Ya puede irse —soltó Rhys sin más,y lo condujo a la puerta.

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—Pero la mesita plegable... —sequejó el francés.

—Ya la recuperará más tarde.El joyero alargó el cuello para ver a

Helen por encima del hombro de Rhys.—Si puedo serle útil para cualquier

otra...—Ya ha ayudado bastante. —Rhys lo

empujó fuera de la habitación y cerró lapuerta.

—Gracias —dijo Helen—. Sé que noes lo que tú habrías elegido, pero mehace feliz. —Le estaba sonriendo comonunca había hecho hasta entonces, conlos ojos risueños.

Rhys no alcanzaba a imaginar por quéla complacía tanto haber cambiado un

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diamante por una piedra de luna. Solosabía que tenía que protegerla de supropia ingenuidad.

—Helen —dijo bruscamente—:cuando tienes ventaja, no tienes quecederla con facilidad.

Ella le dirigió una mirada expectante.—Has cambiado un anillo valioso por

otro que solo vale una parte de él —leexplicó—. Es un mal negocio, la verdad.Tendrías que pedir algo para compensarla diferencia. Un collar o una diadema.

—No necesito ninguna diadema.—Tienes que pedir una concesión

para que el saldo no sea negativo —insistió Rhys.

—En un matrimonio no hay saldos.

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—Siempre hay saldos —replicó Rhys.Por su expresión, vio que Helen no

estaba de acuerdo. Pero en lugar dediscutir, ella se acercó al tarro debolitas de menta y levantó la tapa paraoler su fresca y vigorizante fragancia.

—Así que es de aquí de dondeprocede —comentó—. He notado estearoma en tu aliento antes.

—Me gustan desde que era pequeño,cuando hacía el reparto a la confiteríade la esquina. El pastelero solíaregalarme las rotas —le contó Rhys, quevaciló antes de preguntar con un dejo deincertidumbre—: ¿Te desagrada?

—En absoluto. Es... muy agradable —dijo ella, y el contorno de su mejilla se

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curvó al agachar la cabeza para mirar eltarro—. ¿Puedo probar una?

—Claro.Tímidamente, metió la mano para

tomar una esferita blanca y llevárselacon cautela a la boca. Que se disolvierarápido y desprendiera un sabor tanpotente a menta la pilló desprevenida.

—¡Oh! —exclamó—. Es... —Tosió yse rio con sus hermosos ojos azulesligeramente humedecidos— fuerte.

—¿Quieres un vaso de agua? —preguntó Rhys, divertido—. ¿No? Ven,entonces, déjame que te dé esto. —Lecogió la mano izquierda y, tras empezara deslizarle la piedra de luna por eldedo, vaciló un instante—. ¿Cómo te

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propuse matrimonio la primera vez? —Aquel día estaba nervioso, ya queintentaba prepararse para un posiblerechazo; apenas recordaba una palabrade lo que le había dicho.

—Expusiste las ventajas para ambaspartes, y explicaste las formas en quenuestros objetivos futuros erancompatibles —le recordó Helen con unasonrisa.

—Nadie me ha acusado nunca de serromántico —aseguró él tras escucharlaapesadumbrado.

—Si lo fueras, ¿cómo me propondríasmatrimonio?

—Empezaría enseñándote una palabragalesa: hiraeth —respondió tras pensar

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un momento—. No tiene equivalente eninglés.

—Hiraeth —repitió Helen, tratandode pronunciar la r como había hecho él.

—Sí. Es la añoranza por algo que seha perdido o que jamás existió. Losientes por una persona, por un lugar opor una época de tu vida... es unatristeza del alma. Hiraeth embarga a ungalés incluso cuando está más cerca dela felicidad, y le recuerda que estáincompleto.

—¿Te sientes así? —preguntó Helencon gesto de preocupación.

—Desde el día que nací. —Bajó losojos hacia el rostro menudo yencantador de ella y añadió—: Pero no

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cuando estoy a tu lado. Por eso quierocasarme contigo.

Helen sonrió y le rodeó la nuca con lamano. La caricia, suave como la seda, sele marcó en la piel. De puntillas, le hizoagachar la cabeza y lo besó. Sus labioseran más delicados que pétalos, sedososy húmedos. Tuvo la curiosa sensación derendirse mientras una terrible dulzura loinvadía y lo recomponía por dentro.

Tras terminar el beso, Helen apoyó denuevo los talones en el suelo.

—Tus propuestas de matrimonio vanmejorando —le comentó, y tendió lamano para que él le deslizara condificultad el anillo en el dedo.

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5 Rhys siguió sujetando la mano de

Helen mientras la conducía por unpasillo cerrado, una especie de galeríacon ventanas que iba de una puerta de sudespacho a uno de los pisos superioresde su casa.

No era la primera vez que la invadíauna sensación de irrealidad aquel día.

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Se hallaba más que algo sorprendida porlo que estaba haciendo. Paso a paso, ibaabandonando su antigua vida sinposibilidad de retorno. Esto no teníanada que ver con las hazañas alocadasde las gemelas; era una decisión gravecon consecuencias inalterables.

Rhys era tan ancho de espaldas queparecía ocupar todo el pasillo mientrasla guiaba hasta una escalera próxima.Llegaron a un pequeño rellano con unabonita puerta pintada de un relucientecolor negro. Después de abrirla con unallave, entraron en una casa enorme ytranquila, con cinco pisos dispuestosalrededor de un vestíbulo central y unaescalera principal. No había servicio a

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la vista. La casa estaba muy limpia yolía a nuevo, a pintura, barniz y cerapara muebles, aunque había muy pocos.Un lugar dominado por las superficiesduras.

Ella no pudo evitar compararla con lacómoda decadencia de Eversby Priory,la abundancia de flores frescas y obrasde arte, los suelos cubiertos de gastadasalfombras de dibujos. En su casa, lasmesas estaban llenas de libros, losaparadores repletos de objetos decristal, de porcelana y de plata, y un parde spaniels negros llamados Napoleón yJosefina deambulaban libremente porlas habitaciones iluminadas porlámparas con pantallas con flecos. Por

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la tarde siempre se tomaba el té, conpanecillos y tarros de mermelada y miel.Por las noches siempre había música yjuegos, dulces y ponche, y largasconversaciones en mullidos sillones.Nunca había vivido en otro lugar que nofuera Hampshire, con su paisaje deprados y ríos bañados por el sol.

Sería muy distinto vivir en el centrode Londres. Echó un vistazo a aquellacasa vacía y silenciosa, y trató deimaginarla como un lienzo en blanco queesperaba ser llenado de color. Sumirada siguió una hilera de ventanas quellegaban hasta el alto techo.

—Es preciosa —comentó.—Hay que pulirla y adecentarla un

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poco. Pero me paso la mayor parte deltiempo en los almacenes.

Enfilaron otro largo pasillo y cruzaronuna antecámara sin amueblar que daba aun dormitorio grande y cuadrado detecho alto y paredes pintadas de colorcrema. A Helen se le aceleró el pulso yempezó a sentirse ligeramente mareada.

Por fin estaban en una estancia queparecía habitada, con el ambientesazonado de cera de vela, cedro y cenizade leña. Ocupaba la pared un tocadorlargo y bajo en el que descansaban unacaja de madera tallada y una bandejacon diversos objetos: un reloj debolsillo, un peine y un cepillo. El sueloestaba cubierto por una alfombra turca

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de tonalidades rojas y amarillas. Unaenorme cama de caoba con columnastalladas estaba centrada en la pared delfondo.

Helen se acercó a la chimenea paraexaminar los objetos de la repisa: unreloj, un par de candelabros y un jarrónde cristal verde con pajuelas usadaspara encender velas y lámparas. En elhogar brillaba un pequeño fuego. ¿Habíaavisado antes Rhys a sus criados? Sinduda, el servicio era consciente de queél estaba allí. Y su secretaria, la señoraFernsby, sabía exactamente lo queestaba ocurriendo.

La temeridad de lo que estaba a puntode hacer bastó para que le flaquearan las

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piernas.Pero había tomado una decisión; ahora

no se echaría atrás, y tampoco queríahacerlo. Y si analizaba la situación demodo pragmático, como se estabaesforzando en hacer, tarde o tempranotendría que pasar por eso, como todaslas novias.

Rhys corrió las cortinas para dejar lahabitación a oscuras.

Helen habló observando cómochisporroteaban y danzaban las llamasde la chimenea:

—Tendrás que decirme qué... quédebo hacer —dijo procurando parecertranquila. Con manos temblorosas retiróel largo alfiler con que llevaba sujeto el

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sombrero a la cabeza, se lo quitó yenrolló suavemente el velo alrededor dela pequeña ala.

Fue consciente de que Rhys se situabatras ella. Le puso las manos en loshombros y se las deslizó hasta loscodos. Las subió y bajó de nuevo paraacariciarla tranquilizadoramente. Helense apoyó con timidez en su pecho.

—Ya hemos compartido cama antes—murmuró Rhys—. ¿Recuerdas?

Eso la desconcertó un momento.—¿Te refieres a cuando estuviste

enfermo en Eversby Priory? —dijo,sonrojada—. Pero eso no era compartircama.

—Recuerdo que ardía de fiebre. Y

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que la pierna me dolía horrores.Entonces oí tu voz y sentí tu mano frescaen la frente. Y me diste a beber algodulce.

—Una infusión de orquídeas. —Habíaaprendido mucho sobre las propiedadesmedicinales de las plantas al estudiarlas libretas botánicas de su madre.

—Y entonces permitiste quedescansara la cabeza aquí. —Desplazóla mano libre y la situó en la partesuperior del tórax de ella.

—No creía que lo recordarías.Estabas muy mal —comentó Helen,inspirando con dificultad.

—Lo recordaré hasta el últimomomento de mi vida. —Le rodeó el

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pecho suavemente con la palma de lamano y la mantuvo allí hasta que elpezón se tensó. El sombrero se leescurrió entre los débiles dedos.Estupefacta, se quedó inmóvil mientrasél le susurraba—: Nunca me heesforzado tanto por no sucumbir alsueño como en aquel momento. Queríamantenerme despierto entre tus brazos.Ningún sueño podría habermeproporcionado mayor placer. —Agachóla cabeza y le besó un lado del cuello—.¿Nadie te lo prohibió?

—¿Te refieres a cuidarte? —preguntóella, aturdida. La erótica calidez de loslabios de Rhys la había hechoestremecer.

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—Sí. Un desconocido de modalesbruscos, de origen humilde y mediodesnudo para más inri. Podría habertelastimado antes de que nadie loadvirtiera.

—No eras ningún desconocido, erasun amigo de la familia. Y no estabas encondiciones de lastimar a nadie.

—Tendrías que haberte mantenidoalejada de mí.

—Alguien tenía que ayudarte —dijoHelen pragmáticamente—. Y ya habíasasustado al resto de la casa.

—Y tú te atreviste a meterte en laguarida del león.

—Al final resultó que no había ningúnpeligro —comentó Helen, volviéndose

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para mirar los intensos ojos oscuros deRhys con una sonrisa.

—¿No? —Su voz contenía un ligerotono burlón—. Mira dónde te hallevado. Estás en mi habitación con elvestido desabrochado.

—No llevo el vestido... —Se le apagóla voz al notar que se le abríacompletamente el canesú y le resbalabahacia la sobrefalda—. ¡Oh! —exclamó,presa de la ansiedad al darse cuenta deque Rhys le había desabrochado laprenda mientras hablaban. Sujetó elcanesú para impedir que acabara decaérsele, con el cuerpo helado yacalorado a la vez.

—Primero hablaremos sobre lo que

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va a suceder. —Le acarició la mejillacon los labios—. Pero es mejor siambos nos sentimos cómodos.

—Yo ya me siento cómoda —aseguró,aunque estaba tan tensa como elmecanismo de un reloj al que se le hadado demasiada cuerda.

Rhys la acercó más y le deslizó unamano por la parte trasera del corsé.

—¿Con este artilugio? —preguntómientras recorría el contorno de lasballenas con un dedo—. ¿O este? —dijo, poniendo la mano un momento enla pequeña almohadilla de crin quellevaba sobre el trasero—. Dudo de queninguna mujer pueda sentirse cómodacon tanta cosa. Además, ya no está de

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moda que las señoras lleven polisón.—¿Y tú có-cómo lo sabes? —

preguntó Helen, que dio un respingocuando el artilugio golpeó el suelo.

Tras acercarle la boca a la oreja, Rhysle susurró como si le revelara un gransecreto:

—Lencería y calcetería, segundaplanta, sección veintitrés. Según elúltimo informe del director, ya novendemos polisones.

Helen no acababa de decidir si laescandalizaba más que le estuvierahablando de prendas interiores o que lerecorriera libremente el cuerpo con lasmanos por debajo del vestido. Pronto,las enaguas y el cubrecorsé aterrizaron

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en el suelo junto al polisón.—Nunca he comprado ropa en unos

grandes almacenes —logró decir—. Meparece extraño vestir algo que ha hechogente desconocida.

—Las costureras hacen este trabajopara ganarse la vida y mantener a susfamilias. —Le pasó las mangas delvestido por los brazos y la prenda cayóal suelo hecha un guiñapo.

—¿Trabajan en la tienda? —preguntóHelen mientras se frotaba la piel degallina de los brazos desnudos.

—No, en una fábrica cuya compraestoy negociando.

—¿Por qué...? —Se detuvo,acobardada al ver que Rhys empezaba a

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desabrocharle la parte delantera delcorsé—. Oh, no, por favor.

—Sabes que esto se hace sin ropa,¿no? —le preguntó en voz baja,deteniéndose para observarle el rostrotenso.

—¿Puedo dejarme puesta la camisolapor lo menos?

—Sí, si eso te facilita las cosas.Mientras le desabrochaba el corsé con

tirones eficientes, Helen aguardó,intranquila, intentando concentrarse enalgo que no fuera lo que estabaocurriendo. Como le resultó imposible,se obligó a alzar los ojos hacia él.

—Esto se te da muy bien —comentó—. ¿Desnudas mujeres a menudo?

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Quiero decir, o sea... supongo que hastenido muchas queridas.

—Nunca más de una a la vez —comentó él con una leve sonrisa—. ¿Quésabes tú de las queridas?

—Mi hermano Theo tuvo una. Mishermanas oyeron sin querer unadiscusión que tuvo con nuestro padre, ydespués me lo contaron todo. Alparecer, mi padre dijo que la querida deTheo era demasiado cara.

—Las queridas suelen serlo.—¿Más que las esposas?Rhys contempló la mano izquierda de

Helen, que tenía apoyada tímidamente ensu pechera. La piedra de luna parecíarelucir con una luz interior.

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—Por lo visto, más que la mía —aseguró irónicamente. Le acercó unamano al moño para soltarle las peinetasnegras del pelo y dejar que su hermosocabello le cayera sobre los hombros y laespalda. Como notó que temblaba, leacarició tranquilizadoramente la espalda—. Seré tierno contigo, cariad. Teprometo que te haré el menor dañoposible.

—¿Daño? —graznó ella, apartándose—. ¿Qué daño?

—Por ser virgen. ¿No sabes nada deeso?

Ella negó con la cabeza, nerviosa.—Según dicen, es muy leve. O sea...

—Rhys parecía inquieto—. Maldita sea,

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¿no hablan de estas cosas las mujeres?¿No? ¿Y cuando empezaste con tusperíodos mensuales qué te explicaron?

—Mi madre jamás mencionó nada. Nome lo esperaba. Fue... desconcertante.

—Debiste de asustarte mucho.Tiró lentamente de ella hacia él, hasta

tenerla acurrucada contra el pecho conla cabeza apoyada en su hombro. Comono estaba acostumbrada a que la tratarancon tanta familiaridad, siguió tensa entresus brazos.

—¿Qué hiciste cuando pasó? —preguntó Rhys.

—No... no puedo comentar esocontigo.

—¿Por qué no?

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—No sería decente.—Vamos, Helen, estoy muy

familiarizado con las realidades de lavida, incluido el funcionamiento básicodel cuerpo de una mujer. Seguro que uncaballero no te lo preguntaría. Pero losdos sabemos que ese no es mi perfil. —Y le plantó un beso en el espaciosensible situado detrás de la oreja—.Cuéntame qué pasó.

Al ver que Rhys no iba a transigir, seobligó a sí misma a responder:

—Una mañana me desperté con... conmanchas en el camisón y las sábanas.Me dolía terriblemente la barriga.Cuando me di cuenta de que lahemorragia no cesaba, me asusté. Creí

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que iba a morirme. Fui a esconderme enun rincón de la sala de lectura. Theo meencontró. Normalmente estaba en elinternado, pero había venido a pasar lasvacaciones en casa. Me preguntó porqué estaba llorando y se lo dije. —Sedetuvo un instante al recordar a sudifunto hermano con una mezcla decariño y tristeza—. La mayoría deltiempo, Theo se mostraba distanteconmigo, pero aquel día fue muyamable. Me dio un pañuelo dobladopara... para que me lo pusiera... allí. Metrajo una manta de viaje para que meenvolviera la cintura y me ayudó aregresar a mi cuarto. Después envió auna criada para que me explicara qué me

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estaba ocurriendo y cómo usar... —Seinterrumpió, sonrojada.

—¿Los paños higiénicos?—¿Cómo sabes tú eso? —La voz

avergonzada de Helen sonó apagada enel hombro del chaleco de Rhys.

—Se venden en la sección defarmacia de los almacenes —respondió,y ella notó que sus labios esbozaban unasonrisa—. ¿Qué más te contó la criada?

A pesar de sus nervios, Helen serelajó entre los brazos de Rhys. Eraimposible no hacerlo. Era muycorpulento y cálido, y olía de maravilla,a una mezcla de menta y jabón de afeitar,además de a un agradable frescorresinoso como de madera recién

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cortada. Una fragancia masculina que dealgún modo era excitante yreconfortante.

—Me dijo que un día, cuando mecasara y compartiera cama con mimarido, dejaría de tener hemorragias untiempo, y entonces tendría un bebé.

—Pero ¿mencionó algo sobre cómo sehacen los niños?

—Solo que no aparecen bajo una colcomo nos decía la niñera —respondióHelen, sacudiendo la cabeza.

—¿Están todas las jóvenes de altaalcurnia en la inopia en cuanto a estascuestiones? —soltó Rhys, entrepreocupado y exasperado.

—La mayoría. El marido es quien

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decide qué debe saber su esposa, einstruirla la noche de bodas.

—Vaya por Dios. No sé a cuál de losdos compadezco más.

—A la novia —respondió Helen sindudarlo.

Por alguna razón eso hizo reír a Rhys.Al notar que Helen se ponía tensa, laabrazó con más fuerza y la tranquilizó:

—No, mi vida. No me estoy riendo deti. Es solo que nunca he explicado elacto sexual a nadie... y que me aspen sise me ocurre cómo hacer que resulteatractivo.

—Madre mía —susurró Helen.—No será terrible, te lo prometo.

Puede que hasta algunas cosas te gusten.

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—Le apoyó la barbilla en la coronilla ysiguió hablándole en voz baja—. Puedeque sea mejor si te lo voy explicandomientras lo vamos haciendo, ¿te parece?—Esperó hasta notar que ella asentíalentamente—. Vamos a la cama, pues.

Dispuesta pero renuente, ella loacompañó hasta la cama y, al hacerlo,descubrió que le fallaban las piernas.Trató de meterse rápidamente entre lassábanas.

—Espera. —Rhys le sujetó un tobilloy tiró hábilmente de ella hacia él, queseguía de pie junto a la cama.

Helen se ruborizó. Lo único queevitaba que estuviera completamentedesnuda eran las medias, la camisola de

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batista y unos calzones con abertura enla entrepierna.

Sin soltarle el tobillo, él le recorriódespacio la espinilla con la mano. Alver que el tejido de algodón estabazurcido en varios sitios, frunció el ceño.

—¡Qué media más mala para unapierna tan bonita! —murmuró, y acercóla mano a la liga que le rodeaba elmuslo. Como las cintas de tafetán habíanperdido su elasticidad, Helen tenía queapretarse tanto la liga que normalmentele dejaba una marca roja en la pierna.

Tras desabrocharla, Rhys vio la anillade piel rozada que le quedaba en elmuslo. Frunció más el ceño y suspiró entono de desaprobación.

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—Wfft.Helen le había oído emitir ya varias

veces aquel sonido galés cuando algo lodisgustaba. Tras quitarle la media yecharla a un lado con desagrado, pasó ala otra pierna.

—Necesitaré esas medias después —indicó Helen, desconcertada al ver quetrataba sus pertenencias con tantodesdén.

—Te daré otras nuevas. Y ligasdecentes.

—Las mías todavía sirven.—Te han dejado marca en los muslos

—dijo Rhys y, tras hacer una bola con lasegunda media, se volvió y la lanzóhacia la chimenea. La prenda aterrizó

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exactamente en el fuego y emitió unabrillante llama amarilla.

—¿Por qué la quemas? —preguntóHelen, indignada.

—No era bastante buena para ti.—¡Era mía!Pero Rhys no parecía nada

arrepentido.—Antes de que te vayas te daré un

montón de pares. ¿Te complacerá eso?—No. —Desvió la mirada con el

ceño fruncido.—Era una media de algodón sin

ningún valor —comentó Rhys conpaciencia—, remendada cien veces. Meapuesto a que las de las fregonas de micocina son mejores.

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Gracias a la paciencia que habíaaprendido a tener a lo largo de los añospor su función conciliadora en la familiaRavenel, Helen se mordió la lengua ycontó hasta diez, dos veces, antes depermitirse responder.

—Tengo muy pocas medias —explicó—. En lugar de comprarme otras,prefiero remendarlas y gastar en librosel poco dinero de que dispongo. Puedeque la prenda no tuviera ningún valorpara ti, pero sí para mí.

Rhys guardó silencio, con el ceñofruncido. Helen supuso que se estabapreparando para seguir discutiendo conella, pero se quedó sorprendida cuandole dijo en voz baja:

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—Perdona, Helen. Lo hice sin pensar.No tenía derecho a destruir algo que tepertenecía.

Como ella sabía que no era un hombredemasiado dado a disculparse ohumillarse ante nadie, su enojo sedesvaneció.

—Estás perdonado.—A partir de ahora, trataré tus

posesiones con respeto.—No vendré a tu casa con demasiadas

posesiones —advirtió Helen, sonriendoirónicamente—, aparte de doscientasorquídeas.

—¿Querrás traerlas todas deHampshire? —preguntó él mientrasjugueteaba con los tirantes de la

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camisola.—No creo que haya espacio para

todas.—Encontraré la forma de que puedas

tenerlas aquí.—¿De veras? —preguntó ella con los

ojos desorbitados.—Claro que sí. —Con una suavidad

seductora le recorrió con la punta de losdedos las curvas de los hombros—.Quiero que tengas todo lo que necesitespara ser feliz. Orquídeas... libros... unafábrica de seda dedicada a confeccionarmedias solo para ti.

—No compres una fábrica de seda pormí, por favor —pidió tras contener larisa. Las caricias ociosas de Rhys le

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aceleraban el pulso.—Es que ya poseo una. En

Whitchurch. —Se agachó para besarle lapiel del hombro y el roce de sus labiosfue tan cálido y sutil como el sol—.Algún día te llevaré a verla, si quieres.Es imponente, la verdad: una hilera demáquinas enormes que convierten laseda salvaje en hilos más finos que tuscabellos.

—¡Me encantará visitarla! —exclamóella, y él sonrió al ver su interés.

—Pues la verás. —Le pasó los dedospor los mechones rubios de su melenasuelta—. Conmigo nunca te faltarán lascintas y las medias, cariad —asegurómientras la recostaba en la cama y

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empezaba a buscarle la cinturilla de loscalzones bajo la camisola.

Helen se puso tensa y lo detuvo conambas manos.

—Soy muy tímida —susurró.—¿Cómo prefieren las mujeres

tímidas que les quiten los calzones? —lesusurró Rhys al oído—. ¿Rápido odespacio?

—Rápido, creo.Entre una respiración y la siguiente,

Rhys le había bajado los calzones y selos había quitado hábilmente. Se le pusopiel de gallina en los muslos desnudos.

Él se incorporó y empezó adeshacerse el nudo de la corbata. Al verque tenía intención de desnudarse

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delante de ella, Helen se metió bajo lasábana y el edredón y se tapó hasta laclavícula. La cama era mullida y estabalimpia, perfumada con el olor acre de lasosa, un aroma que la reconfortó porquele recordaba a Eversby Priory. Mirófijamente la chimenea, pendiente de losmovimientos de Rhys con el rabillo delojo. Después de desabrocharse el cuelloy los puños, él se quitó el chaleco y lacamisa.

—Puedes mirar si quieres —oyó quedecía—. A diferencia de ti, yo no soytímido.

Tras subirse las sábanas hasta elcuello, Helen se arriesgó a dirigirle unamirada... y ya no pudo apartar los ojos

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de él.Era magnífico, vestido solo con los

pantalones y los tirantes colgándolejunto a las esbeltas caderas. Tenía lapiel del torso notablemente firme, comosi se la hubieran cosido a los huesos conhilos de acero. Cómodo, al parecer,yendo medio desnudo, se sentó al bordede la cama y empezó a quitarse loszapatos. En su espalda, se le marcabanlos músculos, tan definidos que la pielmorena le relucía como si se la hubieranpulido. Cuando se levantó y se volvióhacia ella, Helen parpadeó, sorprendida,al descubrir que no tenía vello en elamplio pecho.

A menudo, cuando su hermano Theo

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deambulaba con aire despreocupado porEversby Priory en bata, le asomaba unamata de rizos ásperos en la partesuperior del pecho. Y cuando West, elhermano menor de Devon, la habíaacostado después de haber soportado unfrío extremo, se había fijado en que éltambién era peludo. Había supuesto quetodos los hombres lo eran.

—No tienes... pelo —comentó,sonrojada.

—Un rasgo Winterborne —sonrióligeramente—. Mi padre y mis tíos soniguales —dijo, y empezó adesabrocharse los pantalones. Helendesvió la mirada—. Tener el pecho tanpelado como un niño cuando a los

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demás chicos de mi edad les crecía unamata de pelo fue una maldición para míen mi adolescencia. Mis amigos meatormentaban y me fastidiaban de malamanera, claro. Estuvieron llamándome«tejón» un tiempo.

—¿Tejón?—Las cerdas largas de los cepillos de

afeitar proceden de la zona que rodea lacola del tejón. Se bromea que a lamayoría de tejones de Inglaterra les haquedado el trasero pelado.

—¡Qué crueles! —exclamó Helen.—Los chicos son así —señaló Rhys

con una risita—. Yo no me portabamejor, créeme. Cuando crecí losuficiente para apalearlos a todos, ya no

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se atrevieron a decirme nada.El colchón se hundió bajo su peso al

meterse en la cama con ella. ¡Dios mío!Estaba pasando. Helen se rodeó elcuerpo con los brazos y dobló los dedosde los pies. Nunca había estado tan amerced de nadie.

—Tranquila —dijo él con voz suave—. No tengas miedo. Yr Dduw, estáshelada. Ven, deja que te abrace.

Giró y acercó el cuerpo tenso deHelen para apretujarlo contra su pielcálida. Los pies gélidos de ella lerozaron el vello áspero de las piernas, yla acercó aún más con una mano,mientras la luz del fuego danzaba sobreambos. Gracias al calor que irradiaba

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aquel cuerpo musculoso, Helen empezóa relajarse poco a poco.

Notó que le rodeaba un pecho con lamano por encima de la camisola hastaque el pezón se le irguió ante el contactode la palma. La respiración de Rhyscambió cuando empezó a besarle consuavidad la boca, jugueteando con ella,rozándola y acariciándola con loslabios. Ella reaccionó tímidamente,intentando corresponderlo con suslabios, excitada por los cariñosos rocesde él. Rhys le sujetó la cinta que ataba elcuello de su camisola para tirar de ella yabrirle la prenda.

—¡Oh! —exclamó Helen,consternada. Tendió la mano para sujetar

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la tela que se desplazaba de su sitio,pero él se lo impidió—. ¡Por favor...!

No la soltó, sino que le acarició conla cara la piel que acababa de quedarleal descubierto, el contorno blanco, laaureola rosada. A Rhys se le escapó unsuspiro entrecortado. Dejó que la puntade la lengua le recorriera el pezón antesde apoderarse de él con la boca.Aturdida por aquel placer perverso,absorta en él y en lo que estabahaciendo, Helen se acercó más,necesitada de más proximidad, de más...algo... pero entonces, a través de la finacapa de su camisola, notó unaprotuberancia inesperada, una especiede bulto rígido y caliente. Retrocedió

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sobresaltada.Rhys alzó la cabeza. La luz suave del

hogar jugaba en su labio inferior.—No, no te apartes —pidió con voz

ronca. Le deslizó la mano hacia eltrasero y la acercó suavemente—. Estoes lo que me pasa cuando te deseo. —Inspiró con dificultad cuando ellaacercó tímidamente los labios a los deél—. Esta parte, cuando está dura, es laque va dentro de ti —explicó y, comopara demostrárselo le empujósuavemente la pelvis—. ¿Comprendes?

Helen se quedó petrificada.Dios mío.No era de extrañar que el acto sexual

fuera tan secreto. Si las mujeres lo

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supieran, jamás darían suconsentimiento.

Aunque procuró no mostrar lohorrorizada que estaba, su expresióndebió de reflejarlo, porque Rhys la mirócon una mezcla de desazón y diversión.

—Es mejor de lo que parece —indicópara animarla.

Aunque Helen temía la respuesta, searmó de valor para preguntar,avergonzada:

—¿Dentro por dónde?A modo de respuesta, él se situó sobre

ella para cubrirla con su cuerpo. Lerecorrió con la mano la piel temblorosa,acariciándole el interior de los muslos yseparándoselos. Helen apenas pudo

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respirar cuando él le metió la mano pordebajo de la camisola. Notó un ligeroroce entre las piernas antes de que losdedos de Rhys se abrieran paso entresus rizos íntimos.

Aquella sensación tan peculiar,aquella ligera presión circular queencontraba un hueco y empezaba aempujar hacia dentro la paralizó. Yentonces, increíblemente, su cuerpocedió al movimiento sedoso y húmedodel dedo de él cuando... No, eraimposible.

—Por aquí —dijo Rhys en voz baja,observándola con sus hermosos ojoscastaños.

Ella gimió, confundida, a la vez que se

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retorcía para huir de aquella invasión,pero él la sostuvo con firmeza.

—Cuando te penetre... —Hundía eldedo hasta el fondo, lo retiraba un pocoy lo deslizaba de nuevo hacia dentro—al principio te dolerá. —Le acariciabacon habilidad y ternura sitios que ella nisiquiera sabía que existían—. Perodespués de la primera vez ya nunca másvolverá a dolerte.

Helen cerró los ojos, experimentandouna extraña sensación que habíadespertado en su interior. Efímera,fugaz, como el rastro de un perfume quepermanece en una habitación.

—Yo me moveré así... —La sutilcaricia adquirió ritmo mientras le

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introducía el dedo una y otra vez, y ellase volvía más sedosa y resbaladiza concada penetración— hasta que me corradentro de ti.

—¿Correrte? —preguntó Helen conlos labios secos.

—Un clímax... un momento en que elcorazón empieza a latirte con fuerza yluchas con todo tu ser por algo que noacabas de alcanzar. Es un tormento, peropreferirías morir a parar. —Llevó suslabios a la oreja colorada de Helen paracontinuar excitándola—. Sigues el ritmoy te aferras con fuerza porque sabes queel mundo se va a acabar. Y lo hace...

—No parece demasiado cómodo —alcanzó a decir ella, rebosante de un

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calor extraño, tortuoso y culpable.—Cómodo, no —concedió Rhys,

soltándole una leve risita al oído—.Pero proporciona un placer tremendo.

Le retiró el dedo, y ella notó que leacariciaba el borde delicadamentecerrado de su sexo. Tras separarle lossuaves labios, empezó a juguetear conlos pliegues rosados hasta rozarle unsitio tan sensible que la estremeció.

—¿Te duele, cariad?—No, pero... —No sabía cómo

hacerle entender que determinadaspartes del cuerpo eran demasiadovergonzosas para ser consciente de ellasy menos aún para tocarlas, salvo porcuestiones de higiene. Esta era una de

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las muchas normas que le habíainculcado una niñera robusta a la quegustaba mucho golpear la palma de lasmanos de los niños traviesos con unaregla hasta dejárselas coloradas ydoloridas. Jamás podría olvidar deltodo aquellas lecciones—. Es... unaparte del cuerpo vergonzosa —soltó porfin sin aliento.

—No, no lo es. —La respuesta deRhys fue inmediata.

—Sí lo es —lo contradijo, y como élnegó con la cabeza, insistió—: Meenseñaron que, sin ninguna duda, lo es.

—¿Quién te lo enseñó? ¿La mismapersona que te dijo que los niñosaparecen bajo una col? —repuso Rhys,

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sarcástico.Obligada a aceptar que él tenía razón,

Helen adoptó un silencio digno. O, porlo menos, lo más digno que pudo dadaslas circunstancias.

—Muchas personas se avergüenzan desus propios deseos —explicó Rhys—.Yo no soy así. Ni quiero que tú lo seas.—Le puso suavemente la mano en elpecho y se la deslizó cuerpo abajo—.Estás hecha para el placer, cariad.Ninguna parte de ti es vergonzosa —aseguró. Pareció no notar que ella seponía tensa cuando le pasó la mano entrelos muslos—. Especialmente, esta partetan dulce... Ah, eres muy bonita aquí.Como una de tus orquídeas.

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—¿Qué? —dijo débilmente,preguntándose si se estaría burlando deella—. No.

—Tienes forma de pétalos. —Lerecorrió con la punta de los dedos loslabios exteriores. Sin prestar atención ala desesperación con que ella le tirabade la muñeca, se los separó. Con muchocuidado, le tomó los labios interioresentre el índice y el pulgar y se losfriccionó suavemente—. Y esto.Sépalos, ¿no?

Entonces Helen entendió a qué serefería; vio la precisión de sucomparación y se sonrojó. Si fueraposible desmayarse de la vergüenza, lohabría hecho.

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—¿Cómo puede ser que no te hubierasfijado? —le preguntó Rhys sonriendo.

—¡Nunca me he mirado ahí abajo!Absorto en cada mínima variación de

la expresión de Helen, acercó los dedosa la parte más alta de su sexo. Le apartócuidadosamente el capuchón y leacarició aquel punto tan sensible.

—Dime cómo se llama esto. La puntaen el interior de la flor.

—Antera —respondió ella,retorciéndose tras soltar un gritoahogado. Algo le estaba pasando. Unfuego interno le estaba subiendo por laparte posterior de las piernas paraconcentrarse en el vientre, alimentadopor cada sensación.

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Rhys volvió a introducirle el dedodonde estaba húmeda. ¿Qué era aquello?¿Qué...? Su cuerpo se cerró alrededor dela invasión, y reaccionó de una formaque no podía controlar. Él le daba besossedosos en la boca, le tomaba los labioscomo si estuviera dando sorbos a unafrágil copa. Cuando le tocó la parte mássensible con la punta del pulgar, unatensión electrizante le recorrió el cuerpoa oleadas, y la invadió una sensaciónalarmante... demasiado fuerte... muyparecida al dolor. Se apartó del cuerpode Rhys con un grito grave, se acurrucóy sofocó los latidos de su corazón.

Al instante, notó que él estaba detrásde ella, recorriéndole con manos

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tranquilizadoras sus extremidadestemblorosas.

Le habló al oído con una vozaterciopelada para reprenderla enbroma.

—Cariad, no tienes que separarte. Note dolerá. Te lo prometo. Vuélvete.

Pero ella no se movió, paralizada porel angustioso torrente de placer quehabía empezado a embargarla. Casi se lehabía detenido el corazón.

—¿Es esta la clase de esposa que vasa ser? —preguntó Rhys, apartándole lamata alborotada de cabello para besarlela nuca—. Es demasiado pronto paraque empieces a desobedecerme.

—Todavía no estamos casados —

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logró replicar a pesar de tener los labiosalgo hinchados.

—No, y nunca lo estaremos si noconsigo deshonrarte como es debido. —Le llevó una mano a las nalgas desnudasy se las masajeó cariñosamente—.Vuélvete, Helen.

Se le escapó un sonido de aprobación,muy parecido a un ronroneo, cuando ellaobedeció. La contempló con unos ojostan brillantes como el reflejo de lasestrellas en el mar a medianoche. Eratan atractivo como uno de los volublesdioses de la mitología que arruinaban adesventuradas doncellas mortales a suantojo.

Y era suyo.

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—Quiero saber cómo eres al tacto —susurró para su propia sorpresa.

Rhys contuvo el aliento y entornó losojos cuando la mano de Helen le llegó almusculoso bajo vientre. Temblorosa, lerodeó el miembro, grueso y erecto. Bajosus dedos, la piel de Rhys era fina ysorprendentemente satinada, de modoque podía deslizarlos fácilmente porella. Sujetó suavemente aquella parteardiente de su cuerpo que poseía unatextura densa y emitía pulsacionesmisteriosas. Se atrevió entonces aexplorar un poco más, y cuando le rodeócon la mano las bolsas de debajo, élreaccionó emitiendo un sonidoinarticulado. Por una vez, Rhys parecía

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tan abrumado por ella como ella habíaestado siempre por él.

Acto seguido, se vio dominada por uncorpulento y apasionado hombredesnudo. Él le cubrió el pecho y loshombros con besos voraces, le rodeó lossenos con las manos mientras se llevabalos pezones a la boca. Con un gruñidoquedo, le sujetó la camisola parabajársela hasta la cintura. Se situó sobreel cuerpo de Helen y ella notó laasombrosa textura de la piel desnuda, ladureza que ejercía presión sobre elcalor estremecido y suave de su sexo.

Rhys la besó, apoderándose de suboca, y descendió después hacia suspechos y más abajo. Le molestaba la

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camisola enmarañada, así que la tomó yla rasgó por la mitad como si fuera depapel. Con un movimiento rápido delbrazo, la camisola destrozada surcó elaire describiendo un arco fantasmal.Luego, Helen notó que le lamía elombligo, lo que le provocó unprolongado gemido. Unos besosindecentes le deambularon por el cuerpohasta el borde de los rizos húmedos yhacia el interior de la entrepierna.

Rhys le pasó los brazos por debajo delas piernas para levantárselas hastacolocar los hombros bajo las corvas deella. Le separó con la punta de la lengualos pétalos cerrados y le dibujórecorridos eróticos alrededor del punto

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más sensible de su sexo. Helen gimió,desconcertada, pero él, implacable, lechupó y le lamió la parte central paraexcitarla más y más hasta que ella sintióuna presión profunda y ardiente en suinterior. Estaba a punto de perder elcontrol arrastrada por algo poderoso yaterrador. Y cuanto más trataba decontenerlo, de reprimirlo, más fuerteera, hasta que finalmente se viozarandeada por unos violentos espasmosde placer. Se puso rígida, con todos losmúsculos en tensión al llegar al clímax,en medio de unos estremecimientos quele recorrían todo el cuerpo. Al final, lassensaciones remitieron y se quedóexhausta, sin fuerzas. Tenía la piel tan

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sensible que hasta la caricia más suavele resultaba dolorosa.

Con una queja incoherente, empujó lacabeza y los hombros de Rhys, pero élera tan fuerte que no logró moverlo. Leestaba deslizando la lengua por laentrepierna, buscándole húmedamente laabertura temblorosa de su sexo. Ellaabrió los ojos y contempló la siluetaoscura de la cabeza de Rhys recortadacontra la luz danzarina de la chimenea.

—Por favor... —rogó, titubeante,aunque no sabía muy bien qué estabapidiendo.

Rhys acercó ambas manos a su sexo,para abrirlo y acariciarlo primero conun pulgar y luego con el otro. Para su

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vergüenza y estupefacción, Helen notóque el cuerpo le reaccionabaíntimamente cada vez que él movía lalengua hacia dentro, como si quisieracapturársela y retenerla allí.

Antes de darse cuenta siquiera, lainvadió otra oleada de éxtasis. Clavólos talones en el colchón y levantó lascaderas mientras notaba que aquel calorle recorría todo el cuerpo. Rhys leprolongó la sensación, con roces ylametones delicados que alimentaban suplacer.

Jadeante y desorientada, Helen sedesplomó en la cama. No hizo nada pararesistirse cuando Rhys se incorporósobre ella. Algo caliente y rígido le

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empujó suavemente la zona húmedaentre los muslos. Él movió la mano paraapoyar el glande y empujar. Helen notóun calor abrasador y retrocedióinstintivamente, pero la presión erafirme e insistente. Se le escapó un débilgemido cuando su sexo cedió al empujede Rhys y lo rodeó entre ramalazosardientes. Él se lo introdujo más,increíblemente más, hasta que finalmentelas caderas de él tocaron las de ella, yhabía llegado hasta el fondo. Erademasiado, y no había modo de evitarque le doliera.

Rhys le tomó la cabeza con las manosparar mirarla a los ojos.

—Siento hacerte daño, paloma mía —

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dijo con voz grave—. Trata de abrirtepara mí.

Helen se quedó quieta, deseandorelajarse. Cuando él, sin soltarla, lebesó el hombro y después el cuello, ellanotó que aquel malestar punzantemenguaba un poco.

—Sí... —susurró Rhys—. Así...La asaltó la vergüenza al advertir que

Rhys había notado la ligera relajaciónde aquellos pequeños músculos íntimos.Le rodeó el cuerpo con los brazos yapoyó las manos en su vigorosa espalda.Notó, para su sorpresa, que a él se letensaban los músculos e, intrigada por laforma en que había reaccionado anteaquel ligero contacto, le recorrió

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suavemente la piel desde los hombroshasta la cintura con los dedos, dejandoque sus uñas le rasguñarandelicadamente la zona dorsal.

Rhys gimió y perdió el control.Empezó a temblar como ella antes, yHelen comprendió que había llegado asu propio clímax. Con actitudcuriosamente protectora, le estrechó laespalda con más fuerza. Pasado un largomomento, Rhys se retiró con un gemidoy se dejó caer a su lado.

Liberada, Helen sintió un cosquilleoardiente entre los muslos. Tenía el sexodolorido, y el vacío dejado le resultabaextraño. Pero se sentía saciada, con elcuerpo relajado y perezoso, y era

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delicioso sentirse rodeada por la dureza,la fortaleza y la suavidad de Rhys.Reunió las fuerzas que le quedaban paravolverse de lado y descansar la cabezaen el hombro de él.

Sus pensamientos se insinuaban sincristalizar. Era de día, aunque daba laimpresión de que fuera bien entrada lanoche. Pronto tendría que vestirse y salira plena luz, cuando lo único que queríaera quedarse en aquella oscuridadsegura y cálida, dormir y dormir.

Notó que Rhys la tapaba, no sin antestirar de algo que tenía medio atrapadobajo el cuerpo: una parte de la camisola.Caramba, ¿cómo iba a volver a casa sincamisola? Pero, agotada como estaba,

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no pareció importarle demasiado.—Quería respetar tus pertenencias —

dijo Rhys, apesadumbrado.—Estabas distraído en otra cosa —

musitó Helen.—Trastornado, sería la palabra —

aseguró Rhys, sonriendo. Usó unaprenda desgarrada para secarle lahumedad entre los muslos, la tiró y lepasó una mano por la cabeza en un gestoreconfortante—. Duerme, cariad. Tedespertaré en un minuto.

En un minuto... una expresión que lehabía oído decir antes y que, al parecer,en Gales significaba «más tarde, sinninguna urgencia».

Se estremeció de alivio al permitirse

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a sí misma sucumbir y sumirse en latentadora penumbra. Y, por primera vezen su vida, se quedó dormida entre losbrazos de un hombre.

Durante más de una hora, Rhys se

limitó a abrazarla. Estaba ebrio desatisfacción, completamenteembriagado.

No se cansaba de mirarla. Cadadetalle de su cuerpo lo subyugaba: laslíneas exquisitas de su figura, lashermosas curvas de sus pechos; lacabellera rubia que le cubría elantebrazo y atrapaba la luz como si fueralíquida. Y las facciones de su cara,

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inocente ahora que dormía, despojadade su aplomo habitual. La melancólicadulzura de sus labios le llegódirectamente al corazón. ¿Cómo podíadesearla tanto?

Helen no dormía plácidamente. Aveces le temblaban las pestañas,separaba los labios para exhalar conansiedad y movía involuntariamente losdedos de manos y pies. Cuando él veíaque ella se agitaba, la acariciaba y laestrechaba más. Sin siquiera intentarlo,Helen le había hecho aflorar una ternuraque jamás había mostrado a nadie.Había complacido a mujeres, las habíatomado de todas las formas imaginables,pero nunca había hecho el amor con

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nadie como acababa de hacerlo, como sisus dedos absorbieran sensaciones de lapiel de su amada.

Bajo la sábana, Helen le subió unpoco más el esbelto muslo por la piernaal volverse más de costado, y su pollareaccionó vigorosamente. Queríaposeerla de nuevo, ahora, antes inclusode que se hubiera recuperado de suprimera vez, antes de haberle limpiadoel sangrado virginal y su simiente. Dealgún modo, al entregarse tancompletamente, Helen había obtenidouna ventaja misteriosa, algo que éltodavía no era capaz de identificar.

Tuvo que contenerse para noapoderarse de su cuerpo indefenso. Así

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pues, se conformó con la sensación detenerla acurrucada contra él.

Un leño se partió en la chimenea y elfulgor de la llama iluminó brevemente lahabitación en penumbra. Rhys se deleitócon la forma en que su luz confirió untono dorado a la piel de Helen: una capade oro sobre marfil. Le tocó muysuavemente la curva perfecta delhombro. ¡Qué raro era estar allítumbado, totalmente feliz, cuandonormalmente no soportaba lainactividad! Podría yacer horas enaquella cama, incluso ahora, en plenodía, simplemente saboreándola.

No recordaba la última vez que habíaestado acostado a aquella hora, salvo

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aquellas tres semanas en Eversby Priory,cuando se recuperaba del accidente.

Antes de aquella experiencia, nuncahabía estado enfermo. Y lo que siemprehabía temido más era estar a merced deotra persona. Pero en medio delaturdimiento que le provocaban la fiebrey el dolor, había sido consciente de lasmanos frescas y la voz tranquilizadorade una muchacha. Ella le había pasadopaños empapados en agua fría por lacara y el cuello, y le había dado unainfusión endulzada. Todo en ella lohabía calmado: su delicadeza, sufragancia a vainilla, la dulzura con quele había hablado.

Aquella muchacha le había acunado la

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cabeza febril y le había contadohistorias sobre mitología y orquídeas.Hasta el último día de su existenciaaquel recuerdo sería el que reviviría conmás frecuencia. Fue la primera ocasiónen que no había envidiado a nadie en elmundo, porque por una vez había sentidoalgo parecido a la felicidad. Y no habíasido algo que había tenido que perseguiry devorar ávidamente... se lo habíandado cariñosa y pacientemente acucharadas. Con una bondad que nopedía nada a cambio. Desde entonceshabía ansiado aquello... la había ansiadoa ella.

Un delicado zarcillo rubio colgabasobre la nariz de Helen y se movía cada

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vez que ella exhalaba suavemente. Rhysle apartó los relucientes mechones de lacara y le recorrió delicadamente unaceja morena con el pulgar.

Todavía no entendía por qué ellaquería estar con él. Había creído que loque la atraía de él era su fortuna, pero alparecer no era así. Desde luego, no erasu gran erudición ni su distinguidolinaje, porque no poseía ninguna de esascosas.

Le había dicho que quería vivir unaaventura. Pero las aventuras siempreacababan cansando, y entonces llegabala hora de volver a lo que era seguro yconocido. ¿Qué sucedería cuando ellaquisiera regresar y se percatara de que

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su vida ya nunca sería lo que había sidoantes?

Inquieto, se separó de ella y la tapóbien con la manta. Se levantó de la camay se vistió. Después, su cerebrorecuperó su habitual ritmo frenético yempezó a elaborar listas y a hacerplanes para disponer las cosas como lasbolas de un solitario.

Por todos los diablos, ¿en qué habíaestado pensando antes? Una boda portodo lo alto para presumir de su noviade sangre azul... ¿por qué había creídoque eso importaba?

«Idiota», se dijo, sintiéndose como sipor fin pensara con claridad después depasarse días confundido.

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Ahora que Helen era suya, no podríavivir sin ella. Ni siquiera el breveperíodo de tiempo que debía transcurrirhasta la boda. Necesitaba tenerla cerca,y no se arriesgaría a que volviera a estarbajo la influencia de Devon. Aunqueestaba convencido de que Helen queríaverdaderamente casarse con él, todavíaera demasiado ingenua. Demasiadomaleable. Su familia podría intentaralejarla de él.

Gracias a Dios, no era demasiadotarde para rectificar su error. Saliórápidamente de la habitación y, una vezen su estudio privado, llamó a un lacayo.

Para cuando este llegó, Rhys habíaelaborado una lista para su secretaria y

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la había sellado.—¿Me ha mandado llamar, señor? —

El joven lacayo, un muchacho solícito ycualificado llamado George, habíacontado con una excelente carta derecomendación de una familiaaristocrática de Londres.Desafortunadamente para ella peroafortunadamente para Rhys, la familia declase alta se había visto obligada adisminuir gastos y reducir la cantidad decriados que empleaba. Como muchasfamilias de la nobleza pasabanestrecheces en aquel momento, Rhyshabía podido darse el lujo de contratarcriados que ellas ya no podíanpermitirse. Pudo elegir las personas

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competentes dedicadas al serviciodoméstico que quiso, normalmentejóvenes o muy mayores.

Le hizo un gesto para que se acercaraal escritorio.

—George, lleve esta lista a midespacho y désela a Fernsby. Esperemientras ella reúne lo que le he pedido ytráigamelo todo aquí en media hora.

—Muy bien, señor. —El lacayo semarchó en un abrir y cerrar de ojos.

Rhys sonrió brevemente al ver larapidez del joven. No era ningúnsecreto, ni en su casa ni en susalmacenes, que le gustaba que susórdenes se cumplieran deprisa y conentusiasmo.

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Para cuando le llegó lo que habíapedido, todo en cajas de color crema,había preparado el baño para Helen yrecogido la ropa y las peinetasdesparramadas por la habitación.

Se sentó en el borde de la cama y seagachó para acariciar la mejilla de lajoven.

Mientras observaba cómo se ibadespertando, sintió una repentina eincontenible ternura, de una intensidadcasi dolorosa. Helen abrió los ojos,preguntándose perpleja dónde estaba ypor qué. Al recordarlo, alzó los ojoshacia él, vacilante. Para regocijo deRhys, le dedicó una de sus tímidassonrisas.

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La levantó hacia él y le dio un beso enlos labios. Le acarició la espaldadesnuda y notó que se le ponía piel degallina.

—¿Te apetecería un baño? —susurró.—¿Puedo?—Ya lo tienes preparado. —Le pasó

la bata que había dispuesto a los pies dela cama, una especie de quimonocruzado.

Helen salió de la cama y dejó que laayudara a ponérselo, intentando que nola viera desnuda. Encantado por supudor, Rhys le ató el cinturón y empezóa remangarle las mangas. Los bajos dela bata tocaban el suelo.

—No debería darte vergüenza —le

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indicó—. Daría mi alma por verte uninstante sin ropa.

—No bromees con eso.—¿Con verte desnuda? No bromeaba.—Con tu alma —aclaró Helen, muy

seria—. Es demasiado importante.Él le sonrió y le robó otro beso.La cogió de la mano y la condujo

hasta el cuarto de baño, recubierto debaldosas de ónice blanco y con panelesde caoba en la mitad superior de lasparedes. La bañera con patas tenía labase más estrecha y los extremosdiseñados para que su ocupante pudierarecostarse cómodamente. Cerca, unavitrina contenía toallas blancas.

—He hecho traer algunas cosas de la

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tienda —comentó Rhys, señalándole elbanquito de caoba que había junto a labañera.

Helen se acercó al banquito paraexaminar los objetos que había en él: unpaquete de horquillas, un juego depeinetas negras, un cepillo esmaltado,jabones envueltos en papel pintado amano y una selección de aceitesperfumados.

—Normalmente te ayudará unadoncella —indicó Rhys mientrasobservaba cómo se recogía el pelo y lofijaba en su sitio.

—Me las arreglaré. —Una notarosada le coloreó las mejillas alobservar lo alto que era el borde de la

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bañera—. Pero puede que necesiteayuda para meterme aquí y para salir.

—A tu disposición —dijo Rhys.Aún sonrojada, se volvió de espaldas

a él y dejó que la bata le resbalara delos hombros. Él se la quitó y, al verle laespalda hermosa y las curvas perfectasde su trasero, casi se le cayó al suelo.Le tendió la mano libre y Helen la tomópara meterse en la bañera. Todos susmovimientos eran gráciles y cuidadosos,como los de un gato que avanza por unterreno irregular. Se acomodó en el aguacon una mueca cuando el calor le aliviódolores y escozores íntimos.

—Estás dolorida, ¿verdad? —dijoRhys, recordando lo delicada y tierna

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que era.—Solo un poquito. —Alzó los ojos—.

¿Me pasas el jabón?Tras desenvolver una pastilla de jabón

de miel, se lo entregó junto con unaesponja, fascinado por la tonalidad rosade su cuerpo bajo la superficie del agua.Ella frotó la esponja con el jabón yempezó a lavarse los hombros y elcuello.

—Ahora que nuestro rumbo estáfijado, me siento aliviada —comentó.

—Eso me lleva a comentarte algo —señaló Rhys como si nada una vezinstalado en la silla de caoba que habíajunto a la vitrina—. Le he dado vueltas ala situación mientras dormías y he

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reconsiderado nuestro acuerdo. Verás...—Se detuvo al ver que ella palidecía yabría los ojos como platos. Como se diocuenta de que lo había malinterpretado,se acercó a ella y se arrodilló junto a labañera—. No, no. No es eso... —Tendiólas manos hacia ella sin prestar atenciónal agua, con lo que se mojó las mangas yel chaleco—. Eres mía, cariad. Y yo soytuyo. Yo jamás... Iesu Mawr, no memires así —dijo mientras la acercaba alborde de la bañera y le llenaba de besosla suave piel mojada—. Lo que queríadecirte es que no puedo esperar paratenerte. Tenemos que fugarnos. Tendríaque haberlo decidido así al principio,pero no pensé con claridad. —Acercó

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los labios a los de ella y se los besóhasta notar que se relajaba.

Helen se separó de él y lo miró,asombrada.

—¿Hoy? —preguntó con las mejillasmojadas y las pestañas salpicadas deagua.

—Sí. Me encargaré de lospreparativos. No tienes que preocupartepor nada. Pediré a Fernsby que teprepare una maleta. Viajaremos aGlasgow en un vagón privado. Tiene uncompartimento con una gran cama...

—Rhys. —Le puso los dedos, queolían a jabón, en los labios. Inspiróhondo para tranquilizarse antes deproseguir—: No es necesario que

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modifiquemos nuestros planes. No hacambiado nada.

—Todo ha cambiado —la contradijoél en un tono demasiado agresivo. Y, trastragar saliva, se moderó—: Saldremosesta tarde. Será mucho más práctico deeste modo. Soluciona más de un posibleproblema.

—No puedo dejar a mis hermanassolas en Londres —aseguró Helen,negando con la cabeza.

—Están en una casa llena de criados.Y Trenear volverá pronto.

—Sí, mañana, pero aun así, no sepuede dejar que las gemelas se lasarreglen solas. ¡Ya sabes cómo son!

Había que admitir que Pandora y

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Cassandra eran un par de diablillos. Suimaginación y sus travesuras eraninagotables. Tras haberse criado en unatranquila finca de Hampshireconsideraban Londres un gigantescolugar de diversiones. Ninguna de las dostenía la menor idea de los peligros quepodían correr en la ciudad.

—Las llevaremos con nosotros —propuso Rhys a regañadientes.

—¿Para que cuando Devon y Kathleenregresen se encuentren con que hasraptado a las tres hermanas Ravenel? —replicó Helen con las cejas arqueadas.

—Devolveré a las gemelas en cuantopueda, créeme.

—No entiendo por qué tenemos que

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fugarnos. Ahora nadie impedirá que noscasemos.

El vaho se elevaba del agua y seaferraba a la piel clara de Helen comoun reluciente velo. Se distrajo con unasburbujas de jabón que le resbalabanlentamente por el pecho y acababandeteniéndose en el suave pezón rosado.Incapaz de resistirse, Rhys le rodeó elseno con la mano y le quitó la espumacon el pulgar. Le acarició con suavidadel pezón y vio su perfecta erección.

—Podría haber en camino un bebé —comentó.

Helen se escabulló de él, escurridizacomo una sirena.

—¿Va a haberlo? —preguntó,

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apretando la esponja hasta que lechorreó agua entre los dedos.

—Lo sabremos si no tienes el períodomensual.

—En ese caso, tal vez sea necesariofugarnos. Pero hasta entonces... —dijomientras ponía más jabón en la esponjay se seguía bañando.

—Lo haremos ahora —insistió Rhyscon impaciencia—. Para evitarcualquier atisbo de escándalo si el niñonace pronto. —Empezó a desabrocharseel chaleco y la camisa empapados, quele daban frío—. No quiero dar quehablar a las malas lenguas. No en lo quea mi descendencia se refiere.

—Fugarnos sería tan escandaloso

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como tener un hijo prematuro. Y daría ami familia más motivos para rechazarte.

Rhys la miró.—Preferiría no contrariarlos —

añadió Helen.—Su opinión no me importa. —Dejó

caer el chaleco al suelo.—Pero la mía sí, ¿no?—Sí —murmuró mientras se tocaba

los puños mojados de la camisa.—Me gustaría celebrar una boda.

Daría tiempo para adaptarse a lasituación a todo el mundo, incluso a mí.

—Yo ya me he adaptado.—La mayoría de la gente no vive al

mismo ritmo que tú —dijo Helen, y suslabios mostraban una tensión

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sospechosa, como si estuvieraintentando contener una sonrisarepentina—. Ni siquiera los Ravenel.¿No podrías tener un poco de paciencia?

—Sí, si fuera necesario. Pero no lo es.—Yo creo que sí. Me parece que

sigues deseando una gran boda, aunqueno estés dispuesto a admitirlo.

—Desearía no haberlo dicho, diablos—soltó Rhys, exasperado—. Me daigual si nos casamos en una iglesia, en elRegistro Civil o ante un chamán concornamenta en las tierras inexploradasdel norte de Gales. Quiero que seas míalo antes posible.

A Helen se le desorbitaron los ojos.Parecía a punto de preguntar algo sobre

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los chamanes y las cornamentas, perosiguió con el asunto en cuestión.

—Yo preferiría casarme en unaiglesia.

Rhys se desabrochó el cuello de lacamisa sin decir nada y empezó a hacerlo mismo con la pechera. Pensó que élmismo había provocado aquellasituación, por lo que se maldijo. Nopodía creerse que hubiera permitido quesu orgullo y su ambición se interpusieranen su propósito de casarse con Helen loantes posible. Ahora tendría que esperarpara tenerla, cuando podría habercompartido la cama con ella todas lasnoches.

—Es importante que cumplas las

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promesas que me haces —dijo ella trasmirarlo largamente.

Derrotado y furioso, él se quitó lacamisa mojada. Al parecer, aquellamuchacha no era tan maleable comohabía supuesto.

—Nos casaremos en seis semanas. Niun día más —decretó.

—No es tiempo suficiente. Aunquetuviera recursos ilimitados, me llevaríamucho más organizar las cosas, hacer yrecibir los pedidos...

—Yo tengo recursos ilimitados.Tendré aquí lo que quieras en menos quecanta un gallo.

—No es solo eso. No hace ni un añoque mi hermano Theo nos dejó. Mi

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familia y yo estaremos de luto hastaprincipios de junio. Por respeto a él, megustaría esperar hasta entonces.

Rhys se la quedó mirando mientras sucerebro se colapsaba.

Ella quería esperar hasta entonces.Quería esperar hasta... ¿junio?

—Eso son cinco meses —soltó sinacabar de comprender.

Helen le devolvió la mirada como sicreyera que había dicho algo lógico.

—No —dijo, indignado.—¿Por qué no?Hacía muchos años, y muchos

millones de libras, que nadie habíapedido a Rhys que justificara por quéquería algo. El mero hecho de que él lo

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quisiera bastaba siempre.—Es lo que planeamos inicialmente la

primera vez que nos prometimos —indicó Helen.

Rhys no sabía por qué había accedidoa ello, ni cómo le había parecidofactible siquiera. Tal vez porque estabatan eufórico por casarse con ella que nole había apetecido poner objeciones a lafecha de la boda. Ahora, sin embargo,era evidente que esperar cinco días paratenerla era demasiado. Cinco semanassería una tortura.

Cinco meses era impensable.—Tu hermano no sabrá si te casas o

no antes de que finalice el período deluto. Además, no le importaría —

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comentó—. Seguramente se habríaalegrado de que hayas encontradomarido.

—Theo era mi único hermano. Megustaría honrarlo con el año tradicionalde luto si es posible.

—No es posible. Al menos para mí.Al ver que Helen lo interrogaba con la

mirada, Rhys se aferró a los bordes dela bañera y se inclinó hacia ella.

—Cariño, hay veces que un hombretiene que... si no puede satisfacer susnecesidades... —El calor del agua lellegaba al rostro—. No puedo pasarmetanto tiempo sin ti. Los deseos naturalesde un hombre... —Se detuvo, violento—. ¡Maldita sea! Si no puede

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desahogarse con una mujer, se veobligado a meneársela, ¿comprendes?

Helen sacudió la cabeza, perpleja.—Cariño —prosiguió cada vez más

impaciente—, no he sido casto desde losdoce años. Si lo intentara ahora,seguramente acabaría matando a alguienantes de una semana.

—Cuando estuvimos prometidos antes—comentó ella con el ceño fruncidodebido a su desconcierto—, ¿cómoplaneabas arreglártelas? ¿Ibas aacostarte con otras mujeres hasta quenos casáramos?

—No me lo había planteado. —Enaquel momento, puede que no hubierasido del todo imposible. Pero ahora...

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Le horrorizó percatarse de que lerepugnaba la idea de intentar sustituir aHelen por otra mujer. ¡Por los clavos deCristo! ¿Qué le estaba pasando?—.Tienes que ser tú.

Helen le recorrió tímidamente el torsocon la mirada y cuando volvió a fijar losojos en los suyos, estaba ruborizada yalgo temblorosa. Con una punzadaacalorada en el estómago, Rhyscomprendió que la excitaba.

—Tú también lo necesitarás —soltócon voz ronca—. Recordarás el placerque te proporcioné y querrás más.

—Preferiría no casarme mientrastodavía esté de luto —insistió Helen trasdesviar la mirada.

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A pesar de su dulce tono, Rhys captóla intransigencia subyacente. Tras todauna vida negociando y regateando, habíaaprendido a reconocer cuándo la otraparte llegaba al punto en que no cederíamás.

—Quiero casarme contigo en seissemanas —sentenció Rhys,endureciendo la voz para ocultar suansiedad—, cueste lo que cueste. Dimequé quieres. Dímelo y lo tendrás.

—Me temo que no hay nada con loque puedas sobornarme. —Y, con carade disculpa, añadió—: Ya me hasprometido el piano.

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6 El elegante carruaje sin distintivos se

detuvo ante el pórtico de la entradalateral de la Casa Ravenel. Habíallovido mucho sobre las calles deLondres y soplaba una gélida brisa deenero. Cuando Helen había echado unvistazo desde detrás de la cortina de laventanilla del vehículo durante el

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trayecto desde Cork Street hasta SouthAudley, había visto que los peatones seceñían las capas y los abrigos de lana yse dirigían a las tiendas que disponíande puertas cubiertas o marquesinas,donde se apiñaban en grupos reducidos.La fuerte lluvia, que presagiaba algopeor, había conferido un brillo oscuro alpavimento.

Una cálida luz amarilla salía de laspuertas acristaladas que daban a laespaciosa biblioteca, llena deestanterías de caoba e infinidad delibros, además de un sólido y cómodomobiliario, de la Casa Ravenel. Helense estremeció ante la perspectiva deregresar a su acogedor hogar.

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Rhys le tomó las manos enguantadas yse las apretó ligeramente.

—Mañana por la tarde vendré a ver aTrenear para explicarle lo delcompromiso —dijo.

—Puede que no se tome bien lanoticia —comentó Helen.

—No lo hará —respondió él en tonoinexpresivo—. Pero ya me encargaré deapaciguarlo.

—Tal vez tendrías que esperar apasado mañana para verlo —sugirióella, que seguía preocupada por lareacción de Devon—. Kathleen y élestarán cansados del viaje. Creo querecibirán mejor la noticia si handescansado una noche como es debido.

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Y yo podría... —Se interrumpió porqueun lacayo empezó a abrir la portezueladel carruaje.

—Espere unos minutos —le dijo Rhyscon brusquedad.

—Sí, señor. —La puerta se cerró deinmediato.

Rhys se inclinó hacia Helen.—Continúa —pidió.—Podría explicar las cosas a Devon

antes de que tú llegues. Y así prepararíael terreno.

—No permitiré que te lleves la peorparte si pierde los estribos —objetóRhys, negando con la cabeza—. Dejaque sea yo quien se lo diga.

—Oh, pero mi primo jamás me haría

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ningún daño...—Ya lo sé. Aun así, buscará pelea.

Soy yo quien debe encargarse de esto,no tú. —Se arregló una punta del cuellode la camisa que se le había doblado—.Quiero que esto esté solucionadomañana por la noche, por nuestro bien.No soporto esperar más. ¿Estás deacuerdo en no decir nada hastaentonces? ¿Y dejar que yo me ocupe detodo? —Su tono no era autoritario, sinomás bien preocupado. Protector. Hizouna pausa antes de decir con ciertabrusquedad, como si las palabras se lefueran a atragantar—: Por favor.

Helen fijó la mirada en sus ojos colorcafé. Aquella sensación de ser querida,

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de que la cuidaran, era nueva para ella.E iba creciendo en su interior comodelicados zarcillos. Como se dio cuentade que Rhys estaba esperando surespuesta, habló.

—Claro que sí —dijo con deje galés.Rhys la sentó en su regazo.—Ya veo que te burlas de mi acento

—soltó con un brillo divertido en losojos.

—Qué va. —A Helen se le escapó unarisita—. Me gusta. Mucho.

—¿De veras? Bien, es hora deenviarte dentro. Dame un beso, cariad.Uno que compense todos los que mehabrías dado esta noche.

Cuando Helen acercó la boca a la

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suya, Rhys separó los labios y dejó quese la explorara coquetamente. Al verque le dejaba tomar la iniciativa, leincitó a profundizar el beso para gozarde la firme textura sedosa de su boca.Tímidamente, cambió el ángulo de suslabios, y su unión fue intensa ydeliciosa. Ella quería estar así parasiempre, sentada en su regazo con lafalda dispuesta atropelladamente a sualrededor y el trasero atrapado entre losmusculosos muslos de Rhys. Así que losujetó por los hombros y se apretujócontra su firme cuerpo.

Tras inspirar enérgicamente una o dosveces, como si de un fuelle para avivarla chimenea se tratara, Rhys interrumpió

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el beso con un gemido. Soltó una risatemblorosa cuando ella siguió buscandosus labios.

—No, Helen. ¡Ah, cuánto me gustas!Pero tenemos que parar. —Apoyó lafrente en la de ella—. O te tomaré aquímismo, en el carruaje.

—¿Puede hacerse en un carruaje? —quiso saber ella, aturdida.

—Sí —contestó Rhys, con los coloressubidos, tras cerrar los ojos un instantecomo si hubiera llegado al límite.

—Pero ¿cómo...?—No me lo preguntes o puede que

acabe por enseñártelo. —La devolviócon torpeza al asiento, a su lado, y seinclinó para llamar a la portezuela del

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carruaje.El lacayo situó un estribo portátil

sobre las losas del suelo y tendió lamano enguantada para ayudar a Helen abajarse del vehículo. Antes de llegarsiquiera a las puertas cristaleras, Helenya pudo ver a las gemelas, cuyas figurasesbeltas prácticamente temblaban deimpaciencia.

—¿Quiere que entre esto, milady?Helen echó un vistazo a la caja crema

que el lacayo llevaba, aproximadamentedel tamaño de un plato, atada con unaestrecha cinta de satén a juego. Cayó enla cuenta de que la caja contenía unaselección de medias.

—Ya la llevo yo —indicó—.

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Gracias... —Trató de recordar cómo lohabía llamado Rhys—. George,¿verdad?

—A su servicio, milady —respondióel joven con una sonrisa mientras leabría la puerta.

En cuanto entró en la casa, se viorodeada por las gemelas, que bailaban,entusiasmadas, a su alrededor.

Echó un último vistazo por el cristalde la puerta al carruaje que partía.

—¡Has vuelto! —exclamó Pandora—.¡Por fin! ¿Por qué tardaste tanto? ¡Hasestado fuera casi todo el día!

—Ya casi es la hora del té —dijoCassandra.

Helen sonrió, desconcertada por el

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desenfreno de sus hermanas.Las gemelas estaban a punto de

cumplir veinte años, pero no podríaculparse a nadie por creer que eran másjóvenes. Criadas en un ambientedesprovisto de autoridad, habíancampado a sus anchas en una finca en elcampo con pocas diversiones aparte delas que ellas mismas creaban. Suspadres habían pasado gran parte de sutiempo en Londres, dejando a sus hijasal cuidado de criados, institutrices yprofesores particulares. Ninguno deellos había podido o querido tratarlascon mano firme.

Pandora y Cassandra eran animadas,desde luego, pero también cariñosas,

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inteligentes y simpáticas. Y eran tanhermosas como un par de diosaspaganas, con las extremidades largas yrebosantes de salud. Pandora, llena deenergía, iba siempre despeinada, conmechones oscuros que se le soltaban delas horquillas como si acabara de correrpor el bosque. Cassandra, la gemelarubia, que era más sumisa pornaturaleza, se mostraba algo másdispuesta a acatar las normas.

—¿Qué pasó? —quiso saber esta—.¿Qué dijo el señor Winterborne?

Helen dejó la caja y tendió la manodespués de quitarse el guante negro.

Las gemelas se acercaron más, conojos de asombro.

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La piedra de luna desprendía tenuesbrillos verdes, azules y plateados que lailuminaban.

—Un nuevo anillo —dijo Pandora.—Un nuevo compromiso —indicó

Helen.—Pero ¿con el mismo prometido? —

soltó Cassandra.—No es algo que pueda ir a

comprarse —aseguró Helen—. Sí, conel mismo.

Esto provocó un nuevo arrebato dealborozo en las dos muchachas, que sepusieron a gritar y a brincar sincomedimiento.

Como se percató de que era inútilintentar refrenarlas, Helen se apartó un

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poco de ellas. Al observar movimientoen la puerta, se volvió y vio que el amade llaves aguardaba en el umbral.

La señora Abbott ladeó la cabeza y lacontempló con expectación.

Helen asintió, sonriendo de oreja aoreja.

—¿Me permite, lady Helen? —dijo elama de llaves tras suspirar de alivio.

—Ni usted ni los demás sirvientesdeben preocuparse, ni siquiera por unmomento, por las consecuencias de misalida —repuso Helen en voz baja unavez le hubo entregado el sombrero y losguantes—. Yo asumiré toda laresponsabilidad. Lo único que pido esque el servicio se abstenga de comentar

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nada a lord o lady Trenear mañana,cuando lleguen.

—Se callarán y harán su trabajo comosi nada hubiera pasado.

—Gracias. —Helen le dio unaspalmaditas en el hombro—. Nunca hesido tan feliz.

—Nadie se merece serlo más queusted —aseguró en voz baja la señoraAbbott—. Espero que el señorWinterborne sea digno de usted.

El ama de llaves se marchó por labiblioteca principal, mientras Helenvolvía a prestar atención a sushermanas. Ambas se habían acomodadoen el sofá de piel y la mirabanávidamente.

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—Cuéntanoslo todo —la apremióCassandra—. ¿Estaba disgustado elseñor Winterborne cuando lo abordaste?¿Enojado?

—¿Estaba confurioso? —preguntóPandora, a quien le gustaba inventarsepalabras.

—De hecho, estaba muy confurioso—respondió Helen con una carcajada—.Pero después de que le convenciera deque deseaba sinceramente casarme conél, se alegró mucho.

—¿Te besó? —quiso saber Cassandra,ansiosa—. ¿En la boca?

Helen titubeó antes de contestar y lasgemelas chillaron, una de entusiasmo yla otra de repugnancia.

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—¡Oh, qué afortunada es Helen! —exclamó Cassandra.

—Yo no opino que sea nadaafortunada —dijo Pandora consinceridad—. Imagínate poner la bocaen la de otra persona... ¿Y si le apesta elaliento o le ha quedado algo de rapépegado en la mejilla? ¿Y si tiene migasen la barba?

—El señor Winterborne no llevabarba —objetó Cassandra—. Y no tomarapé.

—Aun así, los besos en los labios sonasquerosos.

Cassandra miró a Helen conpreocupación.

—¿Fue asqueroso, Helen?

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—No —contestó, colorada—. Enabsoluto.

—¿Cómo fue?—Me tomó las mejillas entre sus

manos —explicó Helen, y recordó lasensación de los dedos fuertes y tiernosde Rhys y la forma en que habíamurmurado «eres mía, cariad»...—. Suboca era cálida y suave —prosiguió entono soñador—, y su aliento era fresco,con sabor a menta. Fue algo encantador.Besar es lo mejor que pueden hacer loslabios aparte de sonreír.

Cassandra se acercó las rodillas alpecho y se las rodeó con los brazos.

—¡Quiero que algún día me besen! —exclamó.

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—Yo no —aseguró Pandora—. Se meocurren cien cosas mejores que besar.Decorar la casa para las Navidades,acariciar los perros, comer los bolloscon mucha mantequilla, dejar quealguien te rasque la espalda donde tú nollegas...

—No has probado los besos —lerecordó Cassandra—. Puede que tegusten. A Helen le gustan.

—A Helen le gustan las coles deBruselas. —Pandora se acurrucó en elsofá y dirigió una mirada perspicaz a suhermana—. No debe preocuparte que senos pueda escapar nada ante Devon oKathleen. Sabemos guardar un secreto.Pero todos los sirvientes saben que

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fuiste a alguna parte.—La señora Abbott me ha prometido

que no dirán nada al respecto.Pandora sonrió torciendo la boca.—¿Por qué todo el mundo está

dispuesto a guardar los secretos deHelen pero no los nuestros? —preguntóa Cassandra.

—Porque ella nunca es mala.—Hoy sí —dijo Helen.—¿Qué quieres decir? —Pandora la

miró con inusitado interés.Para distraer la atención de sus

hermanas, Helen les tendió la caja.—Abridla —pidió, y se sentó en una

butaca para observar con una sonrisacómo las gemelas desataban la cinta y

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levantaban la tapa.En su interior había, dispuestas como

bombones, tres hileras de medias deseda dobladas... rosas, amarillas,blancas, lavanda y crema, todas conborde elástico de encaje.

—Hay doce pares —indicó Helen,que estaba encantada con lo anonadadasque se habían quedado sus hermanas—.Nos las repartiremos entre las tres.

—¡Oh, qué bonitas son! —Cassandraalargó un dedo para tocar losnomeolvides bordados que ribeteabanuno de los encajes—. ¿Podemosponérnoslas ya, Helen?

—Sí, solo tened cuidado de que nadielas vea.

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—Supongo que podrían valer un besoen la boca —concedió Pandora, y mirósocarronamente a su hermana mayor trascontar las medias—. Solo hay once.

—Yo ya llevo puesto un par —tuvoque admitir Helen, incapaz de pensar enuna respuesta evasiva.

—Creo que sí has sido mala —sonrióPandora y cruzó una mirada significativacon su hermana.

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7 Cuando Rhys despertó la mañana

siguiente, lo primero que vio fue algooscuro, una pequeña sombra, sobre lassábanas blancas en el otro lado de lacama.

La media de algodón negro de Helen;la que él no había destrozado. La habíadejado aposta junto a su almohada para

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evitar pensar que todo había sido unsueño.

La cubrió con una mano mientrasevocaba imágenes de Helen en la cama yen el baño. Antes de llevarla a casa, lahabía vestido frente al cálido hogar.Tras elegir un par de medias de la cajaque le habían traído de los almacenes,se había arrodillado ante ella y se lashabía deslizado piernas arriba, unadetrás de otra. Cuando le hubo puesto laprenda de seda, le sujetó los ribetes deencaje en el muslo con jarreteraselásticas de satén bordadas con unasdelicadas rosas. Al tenerla desnuda tancerca de la cara, no había podido evitarla tentación de acercarse a su

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entrepierna, donde el rubio vello púbicoseguía húmedo y olía a jabón de baño.

Cuando le rodeó las nalgas desnudascon las manos y empezó a juguetear conla lengua entre sus delicados rizos,Helen soltó un grito ahogado.

—Por favor... —suplicó—. No, porfavor. Me voy a caer. No deberíasarrodillarte así... tienes la piernarígida...

Rhys estuvo tentado de mostrarle unarigidez más acuciante que la de lapierna. Sin embargo, cedió y la soltó.Siguió vistiéndola y, tras ayudarla aponerse unos calzones de una seda tanfina que podrían pasar por el interior deuna alianza, hizo lo mismo con una

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camisola a juego que lucía una puntillahecha a mano, delicada como unatelaraña. Había también un corsémoderno, más largo, pero Helen lorechazó porque, según le explicó, si noutilizaba el corsé y el polisón de formasanticuadas, el vestido no le iría bien.

Prenda a prenda, Rhys volvió acubrirla a regañadientes con gruesascapas negras de luto. Pero lo habíadejado satisfecho saber que llevaba algosuyo en contacto con la piel.

Ahora, se desperezó, se volvió bocaarriba y jugueteó distraídamente con lamedia de algodón hurtada, frotando loszurcidos con la yema del pulgar.Introdujo primero un dedo y luego otro

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en la abertura de la media y tensó lasuave tela.

Frunció el ceño al recordar lainsistencia de Helen en casarse en cincomeses. Estaba tentado de raptarla yextralimitarse con ella hasta llegar aEscocia en un vagón privado. Peroseguramente esa no era la mejor formade iniciar un matrimonio.

Metió cuatro dedos en la media y se laacercó a la nariz y la boca en busca dela fragancia de su amada.

Aquella noche iría a la Casa Ravenely pediría a Devon su consentimientopara la boda. Estaba seguro de queDevon se negaría, y no le quedaría másremedio que revelar que había

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deshonrado a Helen.Y entonces Devon lo atacaría como un

animal salvaje. No dudaba de sucapacidad de defenderse, pero pelearsecon un Ravenel colérico era algo quecualquier hombre sensato intentaríaevitar en la medida de lo posible.

Sus pensamientos se dirigieron haciala reciente suerte de Devon, que, segúnHelen, tenía algo que ver con ciertosderechos mineros de su finca de ochomil hectáreas. Debía de haber arrendadoel terreno en cuestión a un amigo mutuo,Tom Severin, un magnate ferroviario quetenía intención de construir una víaférrea que lo cruzara de un lado a otro.

Decidió que, una vez finalizadas las

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rondas de la mañana, iría a ver aSeverin para averiguar más sobre eseasunto.

Sin apartarse la media de la boca,sopló con suavidad a través de la tela.Entornó los ojos al pensar en cómo loslabios de Helen se separaban pararecibir sus besos mientras él metía lasmanos entre sus delicados mechones depelo. Y en cómo se habían tensado laspartes íntimas de Helen, como siestuvieran ávidas de él.

Nublado por la lujuria, pensó quetodavía había la posibilidad de raptarla.

Después de reunirse con Severin en su

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despacho, fueron juntos a almorzarpescado frito a un establecimientocercano que ambos frecuentaban. Aninguno de los dos le gustaba dedicarlargo rato a comer durante la jornadalaboral, por lo que preferían losnumerosos locales que servían pequeñosrefrigerios. Eran lugares tanto pararicachones como para obreros y podíapedirse un plato de jamón o ternera,cangrejos preparados o ensalada delangosta, y terminar de comer en mediahora. Por la calle había puestos queofrecían refrigerios como huevos duros,emparedados de jamón, pudin oguisantes calientes, pero era una opciónarriesgada porque no podías estar

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seguro de tales alimentos.Tras sentarse en una mesa del rincón y

pedir sendos platos de pescado frito yjarras de cerveza, Rhys se planteó cómosacar el tema de las tierras de DevonRavenel.

—Un filón de hematites —dijoSeverin antes de que Rhys hubierapronunciado una sílaba. Y sonrió al verla mirada inquisidora de su amigo—. Hesupuesto que me lo ibas a preguntar,dado que todo el mundo en Londres estáintentando enterarse de este asunto.

La expresión «demasiado inteligentepara ser feliz» se aplicaba a menudo apersonas que no se lo merecían. Enopinión de Rhys, Tom Severin era el

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único hombre que había conocidorealmente demasiado inteligente para serfeliz. Solía parecer relajado y distraídodurante una conversación o una reunión,pero después recordaba todos losdetalles con casi total exactitud. Erabrillante, seguro de sí, sabía expresarsea la perfección y solía burlarse de símismo.

Tenía el cabello moreno y la tez clara,con rasgos finos y marcados, y la clasede mirada que solía hacer sentirseobservado a los demás. Sus ojos eranpoco comunes: azules con irregularesvetas verdes alrededor de las pupilas.El verde era más acentuado en el ladoderecho, de modo que, bajo determinada

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luz, daba la impresión de tener un colordistinto en cada ojo.

A Rhys, que había sido criado porunos padres severos y tristes, siempre lehabían gustado las personas con la clasede irreverencia de Severin. Eran de lamisma generación, con los mismosorígenes humildes y las mismas ganas detriunfar. La principal diferencia entreellos era que Severin había recibido unaalta educación. Rhys, sin embargo,nunca lo había envidiado por ello. Enlos negocios, el instinto era igual devalioso que la inteligencia, puede que aveces incluso más. Mientras quereflexionar podía llevar a Severin enocasiones a tomar la decisión

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equivocada en un asunto, Rhys confiabasiempre en su intuición.

—¿Trenear encontró un filón dehematites en sus tierras? —preguntó—.¿Qué importancia tiene eso? Es unmineral corriente, ¿no?

—Se trata de una hematites de unacalidad excepcional —aclaró Severin, aquien no había nada que le gustara másque explicar cosas—, rica en hierro,pobre en sílice. Ni siquiera es necesariofundir el mineral. No hay depósitosparecidos al sur de Cumberland. —Esbozó una sonrisa irónica—. Y, aúnmejor para Trenear, yo ya habíaplaneado tender vías férreas en esazona. Lo único que tiene que hacer es

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explotar la cantera, cargar el mineral enuna tolva y transportarlo a un taller delaminación. Con la elevada demanda deacero que hay, tiene una fortuna en lasmanos. O, para ser más preciso, bajo lospies. Según los topógrafos que envié, lasmáquinas perforadoras estabanextrayendo muestras de mineral decalidad superior en un área de por lomenos cuarenta hectáreas. Trenearpodría obtener medio millón de librascomo mínimo.

Rhys se alegró por Devon, que semerecía un golpe de buena suerte.Durante los últimos meses, el antesdespreocupado seductor habíaaprendido a cargar con un montón de

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responsabilidades que nunca habíaquerido ni esperado.

—Naturalmente —prosiguió Severin—, hice todo lo posible por conseguirlos derechos mineros antes de queTrenear supiera lo que tenía. Pero elmuy cabrón es tozudo como una mula.Hacia al final de las negociaciones delarrendamiento no me quedó másremedio que ceder.

—¿Conocías la existencia delyacimiento de hematites y no se lodijiste? —preguntó Rhys, observándolo.

—Lo necesitaba. Hay escasez.—Trenear lo necesitaba más. Ha

heredado una finca al borde de labancarrota. ¡Tendrías que habérselo

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dicho!—Si no era lo bastante listo como

para descubrirlo antes que yo, no semerecía poseerlo —aseguró Severin,encogiéndose de hombros.

—Iesu Mawr. —Rhys levantó la jarrade cerveza y se bebió la mitad de un parde tragos—. Menudo par de elementosestamos hechos. Tú intentaste estafarlo yyo hice proposiciones deshonestas a lamujer que ama.

Se sentía realmente incómodo. Devonno era ningún santo, pero siempre habíasido un buen amigo, y se merecía que lotrataran mejor.

—¿Qué mujer? —preguntó Severin—.¿Y por qué quisiste conquistarla?

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—Da igual quién es. Lo hice porqueestaba de un humor de mil demonios. —Lady Kathleen Trenear le había dicho,sin mala intención, que él jamás seríacapaz de hacer feliz a Helen, que no eradigno de ella. Había puesto el dedo enla llaga y su reacción había sidomezquina. Repugnante.

Demostrando así que Kathleen teníarazón.

Joder, no culparía a Devon si le dabauna buena paliza.

—¿Fue más o menos cuando la primitade Trenear rompió su compromisocontigo? —preguntó Severin.

—Todavía estamos prometidos —respondió Rhys bruscamente.

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—¿Ah, sí? —Severin pareció másinteresado—. ¿Qué pasó?

—Ni que estuviera loco te lo diría;vete a saber cuándo lo usarías en micontra.

—Como si tú no hubieras desplumadoa más de un desgraciado haciendonegocios —dijo Severin con unacarcajada.

—A ningún amigo.—Ah. De modo que sacrificarías tus

intereses por los de un amigo. ¿Es eso loque estás diciendo?

Rhys bebió otro trago de cerveza paraocultar una sonrisa.

—Todavía no lo he hecho —admitió—. Pero es posible.

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Severin resopló y pidió con gestos auna camarera que les llevara máscerveza.

La conversación se centró pronto enlos negocios, especialmente en lareciente oleada de construcciónespeculativa para abordar lasnecesidades de vivienda de la clasemedia y obrera. Al parecer, Severinestaba interesado en ayudar a unconocido que había contraído deudas alinvertir demasiado dinero con muy pocarentabilidad. Le habían embargado partede sus propiedades, y Severin se habíaofrecido a adquirir el resto de susinmuebles para evitar que se arruinarapor completo.

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—¿Porque eres bondadoso? —soltóRhys.

—Naturalmente —respondió Severincon ironía—. Por eso, y porque él yotros tres grandes propietarios deldistrito de Hammersmith forman partede una comisión provisional creada parael estudio de los planes de construcciónde un ferrocarril suburbano que quieroasumir. Si saco a mi conocido del lío enque se ha metido, convencerá a losdemás para que me apoyen. —Su tono sevolvió displicente al añadir—: Puedeque te interese una de las propiedadesque vende. Es un edificio de viviendasque está siendo derribado ahora mismopara ser sustituido por otro para

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trescientas familias de clase media deacuerdo con la mejora de la viviendaobrera.

—¿Cómo voy a obtener beneficios dealgo así?

—Cobrando alquileres desmesurados.—Cuando viví de niño en High Street

vi demasiadas familias de obrerosdestrozadas porque sus alquileres sedoblaron sin previo aviso —dijo Rhys,sacudiendo la cabeza.

—Pues razón de más para comprar lapropiedad —soltó su amigo—. Puedessalvar a trescientas familias de esapráctica abusiva, lo que no haría ningúnhijo de puta codicioso, como yo, porejemplo.

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Rhys pensó que si el complejoresidencial era de buena calidad,contaba con una buena fontanería yestaba bien ventilado, podría valer lapena comprarlo. Tenía contratadas unasmil personas. Aunque estaban bienremuneradas, la mayoría teníaproblemas para encontrar un buendomicilio en la ciudad. Se le ocurríanvarias ventajas de adquirir la propiedadcomo residencia para sus empleados.

—¿Quién es el constructor? —preguntó con una indolencia engañosatras reclinarse en su asiento.

—Holland and Hannen. Una empresade confianza. Podríamos acercarnos alas obras después del almuerzo si te

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apetece verlo por ti mismo.—No pasará nada por echarle un

vistazo —comentó, encogiéndose dehombros con aire despreocupado.

Una vez finalizada la comida,caminaron rumbo al norte hacia King’sCross, exhalando vaho. Las bonitasfachadas de los edificios con susdecoraciones de ladrillo y sus panelesde terracota dieron paso a las viviendascolor hollín separadas por estrechascallejuelas y alcantarillas llenas deporquería. Las ventanas estabancubiertas de papel en lugar de cristal, yse veían abarrotadas de ropa tendida asecarse en postes y remos rotos.Algunos alojamientos carecían de

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puerta, con lo que daba la sensación deque los edificios se habían quedadoboquiabiertos ante su propio deterioro.

—Dirijámonos a la calle principal —sugirió Severin, que arrugó la nariz alcaptar cierto olor pútrido en el aire—.No vale la pena tomar un atajo si hayque soportar este hedor.

—Los pobres desgraciados que vivenaquí lo tienen que respirar todo el rato.Tú y yo podremos soportarlo diezminutos.

—No te estarás volviendo reformista,¿no? —Severin le dirigió una miradaburlona.

—Andar por estas calles basta paraque simpatice con los puntos de vista

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reformistas —aseguró Rhys,encogiéndose de hombros—. Es unpecado que los obreros decentes y susfamilias se vean obligados a vivir en lamiseria.

Siguieron recorriendo la callejuela ypasando ante fachadas con manchas dehollín y deterioradas por lapodredumbre. Había una casa decomidas de mala muerte, una taberna yuna barraca con un cartel pintado queanunciaba la venta de gallos de pelea.

Fue un alivio salir a una calle ancha yalcantarillada en la siguiente esquina. Seacercaron a las obras, donde se estabaprocediendo al derribo de una hilera deedificios. En medio de un caos

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controlado, el personal desmembrabasistemáticamente las estructuras de tresplantas. Era un trabajo peligroso ydifícil; requería más destreza demoleruna estructura grande que construirla. Unpar de grúas móviles de vapor sobreruedas producían un enorme estrépitoentre traqueteos, silbidos y repiqueteos.Unas pesadas calderas servían decontrapeso a los brazos, con lo que lasmáquinas eran bastante estables.

Rhys y Severin se situaron tras unahilera de carros que estaban cargandocon la madera extraída de los edificiospara llevársela y convertirla en leña. Laobra estaba plagada de hombres conpicos y palas o que empujaban

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carretillas, mientras varios albañilesrepasaban los ladrillos para salvar losque podían reutilizarse.

Al ver cómo desahuciaban a losinquilinos del edificio que iba a serderribado a continuación, Rhys fruncióel ceño. Algunos salían con suspertenencias y las dejaban amontonadasen el pavimento mostrándosedesafiantes, otros lo hacían entrelamentos. Era una lástima que echaran alos pobres diablos a la calle en plenoinvierno.

—Les dieron a todos un plazo detiempo para desalojar su vivienda —dijo Severin, adusto, tras ver a losafligidos vecinos—. De todos modos, el

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edificio habría sido declarado ruinoso.Pero hubo gente que se quedó. Siemprepasa.

—¿Dónde iban a ir? —preguntó Rhysretóricamente.

—Sabe Dios. Pero no está bienpermitir que la gente viva entre cloacasabiertas.

La mirada de Rhys se posó un instanteen un chaval de unos nueve o diez añosque estaba sentado solo en medio deunas pocas pertenencias, incluida unasilla, una sartén y un montón de ropa decama sucia. Parecía estar vigilandoaquellas escasas posesiones mientrasesperaba a alguien. Seguramente sumadre o su padre, que habría ido en

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busca de alojamiento.—Eché un vistazo a los planos —

explicó Severin—. Los nuevos edificiostendrán cinco plantas, agua corriente yun retrete en cada planta. Según tengoentendido, en el sótano albergarán unacocina común, un lavadero y unahabitación de tender. Delante seinstalará una verja de hierro para crearun área de juego protegida para losniños. ¿Te interesaría ver copias delproyecto arquitectónico?

—Sí. Además de los títulos, lasescrituras de compraventa, los contratosde construcción, las hipotecas y una listade todos los contratistas ysubcontratistas.

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—Lo sabía —soltó Severin consatisfacción.

—Con la condición de que tambiénhaya sobre la mesa algunas de lasacciones de tu ferrocarril enHammersmith.

—¡Oye, no te pases! No voy a facilitarel acuerdo con unas puñeteras accionesde ferrocarril. Este edificio ni siquieraes mío. ¡Solo te lo estoy enseñando!

—Pero necesitas que alguien locompre —sonrió Rhys—. Y noencontrarás demasiados candidatos conla cantidad de terreno barato sinurbanizar que hay en el distrito.

—Si crees que...Un siniestro crujido, seguido de un

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estruendo ensordecedor y gritos dealarma, apagó las palabras de Severin.Ambos hombres se volvieron yalcanzaron a ver cómo la parte superiorde uno de los edificios afectadosempezaba a derrumbarse. Las vigas ymaderas podridas habían cedido, y lapizarra resbalaba y se precipitaba porlos aleros.

El chico sentado entre suspertenencias estaba directamente debajodel mortífero alud.

Sin pensárselo, Rhys corrió hacia elchaval, olvidándose de la rigidez de supierna. Se abalanzó sobre el niño paraprotegerlo con su cuerpo, justo antes denotar un golpe terrible en el hombro y la

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espalda que le zarandeó todo elesqueleto. En medio del estallido dechispas blancas en su cabeza, una parteremota de su cerebro calculó que habíarecibido un buen trompazo, que le habríaocasionado un daño considerable, y todose volvió negro.

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8 —Winterborne, Winterborne. Venga,

abre los... Así, muy bien. Mírame.Rhys pestañeó mientras volvía

lentamente en sí y adquiría concienciade que estaba en el suelo con un frío demuerte. Estaba rodeado de gente queexclamaba, preguntaba y gritabaconsejos, mientras que Severin estaba

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inclinado sobre él.Dolor. Estaba sumergido en él. No era

el peor dolor que había sufrido, pero eraconsiderable. Le costaba moverse.Sabía que le pasaba algo muy malo en elbrazo izquierdo, que tenía entumecido einmóvil.

—El chico... —soltó al recordar cómose había derrumbado el techo y caído lamadera y la pizarra.

—Ileso. Estaba intentando robarte lacartera cuando lo ahuyenté —comentóSeverin con una mirada burlona—. Sivas a arriesgar la vida por alguien, hazlopor un miembro útil de la sociedad, nopor un ladronzuelo granuja. —Intentóayudar a Rhys a levantarse.

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—No puedo mover el brazo.—¿Cuál? ¿El izquierdo? Te lo habrás

roto. No debería tener que enseñarteesto, pero cuando un edificio sederrumba, hay que correr lejos de él nohacia él.

Una imperiosa voz de mujer atravesóla cacofonía de voces y el estrépito delas máquinas de vapor:

—¡Abran paso! ¡Apártense, por favor!Déjenme pasar.

Una mujer vestida de negro y con unaalegre corbata verde atada al cuello seabrió paso entre la muchedumbre conenérgica determinación, utilizando conhabilidad un bastón para acabar deapartar a los transeúntes remolones.

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Miró a Rhys para valorar su estado y searrodilló a su lado, sin hacer caso de loenlodado que estaba el suelo.

—Señorita, veo que está intentandoser útil, pero... —empezó Severin algoirritado.

—Soy médico —lo interrumpiósecamente la mujer.

—¿Quiere decir enfermera? —puntualizó Severin.

—¿Dónde le duele más? —preguntóella a Rhys, ignorándolo.

—En el hombro.—Mueva los dedos, por favor. —Lo

observó mientras él lo hacía—. ¿Tieneel brazo entumecido? ¿Sientehormigueo?

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—Lo tengo entumecido —respondió,apretando los dientes, y alzó los ojoshacia ella. Era una mujer joven. Bonita,con el cabello castaño y unos grandesojos verdes. A pesar de su esbelta figuray sus hermosos rasgos, transmitía unaimpresión de robustez. Con cuidado lesujetó el brazo y el codo y comprobó susmovimientos. Una punzada de dolor quele traspasó el hombro hizo gruñir aRhys.

La mujer volvió a dejarledelicadamente el brazo sobre elabdomen.

—Dispense —murmuró, y le deslizóuna mano por debajo de la chaqueta parapalparle el hombro. El daño que le hizo

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fue tal que los ojos le hicieronchiribitas.

—¡Ay!—No creo que esté fracturado —

indicó ella a la vez que le apartaba lamano del cuerpo.

—Suficiente —exclamó Severin,exasperado—. Va a empeorarle lasheridas. Necesita un médico, no una...

—Tengo titulación médica. Y su amigotiene un hombro dislocado. —Sedeshizo el nudo de la corbata y se laquitó—. Deme su corbata. Tenemos quefijarle el brazo antes de trasladarlo.

—¿Trasladarlo dónde? —quiso saberSeverin.

—Mi consulta está a dos calles de

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aquí. Su corbata, por favor.—Pero...—Dásela —soltó Rhys, puesto que el

hombro lo estaba matando.Severin lo hizo entre gruñidos.La mujer improvisó hábilmente un

cabestrillo con la corbata verde, la ató ala altura de la clavícula de Rhys y lerodeó el codo con la tela. Con la ayudade Severin, rodeó con la corbata de esteel estómago de Rhys por encima delbrazo entumecido para que le quedarapegado al cuerpo.

—Le ayudaremos a levantarse —explicó a Rhys—. No tendrá que andardemasiado. Tengo las instalaciones y elmaterial adecuado para tratarle el

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hombro.—Debo oponerme, señorita —replicó

Severin con el ceño fruncido.—Doctora Gibson —soltó la mujer

con sequedad.—Doctora Gibson —repitió Severin,

que pronunció la palabra doctora con unretintín claramente insultante—. Estehombre es el señor Winterborne. El delos grandes almacenes. Tiene quetratarlo un verdadero médico que tengaexperiencia y la formación apropiada,además de...

—¿Pene? —sugirió la mujermordazmente—. Me temo que de eso notengo. Y no es ningún requisito paragraduarse en medicina. Soy un

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verdadero médico, y cuanto antes trateel hombro del señor Winterborne, mejorserá para él. —Como Severin seguíadudando, añadió—: La limitada rotaciónexterna del hombro, la reducidaelevación del brazo y la prominencia dela apófisis coracoides indican unadislocación posterior. Hay querecolocar la articulación sin demorapara impedir mayores daños del estadoneurovascular de la extremidad superior.

Si no hubiera estado sufriendo tanto,Rhys se lo habría pasado en grande conla expresión de asombro de su amigo.

—La ayudaré a llevarlo —murmuróSeverin.

Durante el breve pero martirizante

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trayecto, Severin siguió haciendopreguntas a la mujer, que respondía conuna paciencia admirable. Se llamabaGarrett Gibson y había nacido en EastLondon. Después de inscribirse en unhospital local como estudiante deenfermería, había empezado a asistir aclases destinadas a los futuros médicos.Tres años atrás, había conseguido sutitulación en medicina en la Universidadde la Sorbona, en París, yposteriormente había regresado aLondres. Como era habitual, habíamontado su consulta en su domicilioparticular, que en su caso era laresidencia de su padre viudo.

Llegaron al edificio de tres plantas,

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que pertenecía a una hilera deconfortables casas de estilo georgianode clase media construidas con ladrillorojo. Se trataba de construcciones quecontaban indefectiblemente con unahabitación en la parte delantera y otra enla trasera de cada planta, con un pasilloy una escalera a un lado.

Una criada abrió la puerta. La doctoraGibson los condujo a la habitaciónposterior, una consulta escrupulosamentelimpia que disponía de una mesa dereconocimiento, un sofá, un escritorio yuna pared llena de armarios de caoba.Indicó a Rhys que se sentara en la mesade reconocimiento, cuya superficieacolchada estaba dividida en tres partes

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adaptables para elevar la cabeza, laparte superior del tronco o los pies delpaciente.

Tras quitarse rápidamente la chaquetay el sombrero, la doctora Gibson se losdio a la criada. Acto seguido se acercó aRhys y le quitó con cuidado elcabestrillo improvisado.

—Antes de tumbarse tendremos quequitarle las prendas de arriba, señorWinterborne —indicó.

Él asintió, con la cara empapada de unsudor frío.

—¿En qué puedo ayudar? —se ofrecióSeverin.

—Empiece por la manga del brazoileso. Yo me encargaré de la otra.

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Procure no empujarle el brazo más de lonecesario.

A pesar del cuidado con que lohicieron, Rhys hizo muecas y gimiómientras le quitaban la chaqueta. Cerrólos ojos y notó que se balanceaba en lamesa.

Severin le puso una mano en elhombro bueno para evitar que se cayera.

—Córtenme el resto —murmuró Rhys,que no quería tener que soportar que lequitaran el chaleco y la camisa.

—Desde luego —dijo la doctora—.Señor Severin, evite que se muevamientras me ocupo de ello.

Rhys abrió los ojos de golpe al notarque le quitaban las prendas de arriba

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con apenas unos hábiles navajazos:aquella mujer sabía manejar una hojaafilada. Contempló su rostro menudo yprofesional, y se preguntó cuánto lehabría costado ganarse un lugar en unaprofesión de hombres.

—Madre mía —murmuró Severincuando los cardenales en la espalda y elhombro de su amigo quedaron aldescubierto—. Espero que valiera lapena salvar a ese granuja, Winterborne.

—Claro que sí —intervino la doctora,que se había vuelto para rebuscar en unarmario—. Salvó la vida del pequeño.Nunca se sabe qué puede llegar a seralgún día un niño.

—En este caso, seguro que un

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delincuente —soltó Severin.—Puede —dijo la mujer, regresando

con un vasito lleno de un líquido ámbar—. Pero no es seguro. —Entregó el vasoa Rhys—. Tenga, señor Winterborne.

—¿Qué es? —preguntó con cautelamientras lo tomaba con la mano sana.

—Algo que lo ayudará a relajarse.Rhys lo probó.—Es whisky —comentó, sorprendido

y agradecido. Y de una añada que noestaba mal, además. Se lo tomó de unpar de tragos y alargó el vaso para quese lo volviera a llenar—. Necesito máspara relajarme —dijo a la doctora. Y, alver su mirada escéptica, añadió—. Soygalés.

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Gibson sonrió a regañadientes con unbrillo en los ojos verdes, y fue a servirlede nuevo.

—Yo también tengo que relajarme —terció Severin.

—Me temo que tendrá que mantenersesobrio, puesto que necesitaré su ayuda—replicó ella, que parecía divertida.Después de dejar el vaso de Rhys a unlado, le pasó el brazo tras la espalda—.Le ayudaremos a acostarse, señorWinterborne. Despacio. Señor Severin,levántele los pies, por favor...

Rhys se recostó en la superficie depiel y soltó una maldición cuando suespalda tomó contacto con la mesa. Unterrible dolor le recorrió el cuerpo.

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La doctora Gibson accionó variasveces un pedal con el pie para subir laaltura de la mesa. Se acercó al costadolastimado.

—Señor Severin, póngase en el otrolado, por favor. Necesitaré que le rodeeel cuerpo con un brazo y le ponga lamano en la caja torácica para sujetarlo.Sí, así.

—¿Qué piensas sobre esas accionesde Hammersmith ahora que estás a mimerced? —preguntó Severin, sonriendoa su amigo mientras seguía lasinstrucciones de la doctora.

—Las sigo queriendo —logró decirRhys.

—Dudo que necesite esto, señor

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Winterborne —dijo la doctora mientrasle acercaba una tira de cuero a la boca—, pero le aconsejaría que lo usaracomo precaución. —Al ver que Rhystitubeaba, añadió—: Está limpio. Nuncareutilizo el material médico.

Rhys lo sujetó entre los dientes.—¿Es usted lo bastante fuerte

físicamente para esto? —preguntóSeverin con ciertas reservas.

—¿Quiere que echemos un pulso? —sugirió ella con tanto aplomo que Rhyssoltó un resoplido de diversión.

—No —contestó Severin—. Nocorreré el riesgo de que me gane.

—Dudo que pudiera ganarle, señorSeverin. Pero por lo menos se lo

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pondría difícil —sonrió la doctora.Tomó la muñeca de Rhys con la manoderecha y le puso la otra bajo la partesuperior del brazo—. Manténgalo quieto—ordenó a Severin. Despacio, consuavidad, ejerció tracción mientraslevantaba el brazo de Rhys y lo girabahasta que la articulación volvió a estaren su sitio.

Rhys soltó una exclamación de aliviocuando su sufrimiento cesó. Se le relajótodo el cuerpo y, tras escupir el cuero,inspiró aire, tembloroso.

—Gracias —suspiró.—Perfecto —soltó la joven,

satisfecha, mientras palpaba el hombropara asegurarse de que todo estaba en su

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sitio.—Bien hecho —afirmó Severin—. Es

usted muy inteligente, doctora Gibson.—Prefiero la palabra competente.

Pero gracias igualmente. —Usó el pedalde la mesa para bajarla otra vez—. Lospróximos días tendrá el hombro cadavez más dolorido e hinchado —explicómientras sacaba una tela blanca de laparte inferior de un armario—. Perotiene que procurar utilizar el brazonormalmente a pesar del dolor. Si no,los músculos se le debilitarán por faltade uso. Durante el resto del día, llévelosostenido y absténgase de haceresfuerzos. —Tras ayudarlo aincorporarse, le ató con pericia un

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cabestrillo alrededor del cuello y elbrazo—. Puede que le cueste dormirunas noches. Le recetaré un tónico quelo ayudará. Tómese una cucharada a lahora de acostarse, no más.

Dicho esto, le puso con cuidado lachaqueta sobre los hombros.

—Saldré por un coche de alquiler —anunció Severin—. No podemospermitir que Winterborne salgadescamisado en todo su esplendor, o laacera se llenará de mujeres que sedesvanezcan.

En cuanto su amigo salió de laconsulta, Rhys sacó torpemente lacartera, que llevaba en un bolsillointerior de la chaqueta.

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—¿Qué le debo? —preguntó.—Un florín.La cantidad era la mitad de los cuatro

chelines que habría cargado el doctorHavelock, el médico del personal de losalmacenes Winterborne. Rhys sacó lamoneda y se la dio.

—Es usted muy competente, doctoraGibson —dijo con seriedad.

La doctora sonrió, sin sonrojarse ninegar el halago. A Rhys aquella mujertan ducha y poco corriente le caía bien.A pesar de todo lo que evidentementetendría en contra, esperaba que triunfaraen su profesión.

—No dudaré en recomendar susservicios —añadió.

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—Es muy amable, señor Winterborne.Pero me temo que tendré que cerrar laconsulta a final de mes. —Habló connaturalidad pero se le ensombreció lamirada.

—¿Puedo preguntar por qué?—Tengo pocos pacientes. La gente

teme que una mujer carezca de laresistencia física o la agudeza mentalnecesarias para practicar la medicina.—Esbozó una sonrisa triste—. Inclusome han dicho que las mujeres sonincapaces de callarse las cosas y que,por tanto, una mujer médico violaríaconstantemente la confidencialidad delpaciente.

—Sé muy bien qué son los prejuicios

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—repuso Rhys en voz baja—. La únicaforma de combatirlos es demostrar queson injustos.

—Ya. —Su mirada se volvió ausente,y empezó a ordenar una bandeja dematerial.

—¿Es usted una buena médica? —preguntó Rhys.

Ella se puso tensa y volvió la cabezahacia él.

—¿Perdón?—Recomiéndese a usted misma.Gibson arrugó el ceño y explicó:—Mientras trabajé como enfermera,

me gradué en anatomía, fisiología yquímica. En la Sorbona asistí dos años acursos avanzados de anatomía y fui la

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mejor de los alumnos de tocologíadurante tres años. También estudié unbreve período con sir Joseph Lister,quien me instruyó en sus técnicas decirugía antiséptica. En resumen, soy muybuena. Y podría haber ayudado a muchagente si... —Se le apagó la voz al verque Rhys sacaba una tarjeta de lacartera.

—Lleve esto a los almacenesWinterborne el lunes a las nueve enpunto de la mañana. Pregunte por laseñora Fernsby —explicó Rhys, dándolela tarjeta.

—¿Para qué? —Se le habíandesorbitado los ojos.

—Tengo a mi servicio un médico para

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cuidar de la salud de mil empleados. Esun vejete, pero un buen hombre. Tendráque estar de acuerdo en contratarla, perono espero que ponga objeciones. Entreotras cosas, necesita a alguien que loayude con la tocología; los partos duranhoras y me comentó que su reumatismose resiente. Si está dispuesta...

—Sí. Lo estoy. Gracias. Sí. —Ladoctora apretaba tanto la tarjeta que losdedos se le habían puesto blancos—.Estaré ahí el lunes por la mañana. —Unasonrisa meditabunda le iluminó elsemblante—. Aunque no ha resultado undía afortunado para usted, señorWinterborne, ha resultado bueno paramí.

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9 —Señor Winterborne —exclamó

Fernsby, horrorizada cuando entró en eldespacho y vio a un Rhys sucio,apaleado y desnudo de cintura paraarriba salvo por la chaqueta—. Diosmío, ¿qué le ha pasado? ¿Lo hanagredido unos matones? ¿Ladrones talvez?

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—Un edificio, de hecho.—¿Cómo?—Ya se lo explicaré después,

Fernsby. Ahora necesito una camisa. —Sacó con dificultad la receta del bolsillode la chaqueta y se la dio—. Lleve estoal farmacéutico y pídale que me prepareel tónico. Se me dislocó el hombro y meduele horrores. Indique también a miabogado que quiero que esté en midespacho en media hora.

—Camisa, medicamento, abogado —enumeró la mujer para recordarlo—.¿Va a demandar a los propietarios deledificio?

Con una mueca de malestar, Rhys sesentó en la silla de su escritorio.

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—No —murmuró—. Pero tengo querevisar mi testamento inmediatamente.

—¿Está seguro de que no prefiere irantes a su casa a asearse? Está másbien... desaliñado.

—No, esto no puede esperar. Diga aQuincy que me traiga agua caliente y unatoalla. Me lavaré aquí como pueda. Ytraiga algo de té... no, café.

—¿Aviso al doctor Havelock, señor?—No. Ya me ha atendido la doctora

Gibson. Por cierto, vendrá el lunes porla mañana para una entrevista detrabajo. Voy a contratarla para que ayudea Havelock.

—¿Doctora? ¿Es una mujer? —sesorprendió la señora Fernsby, que

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arqueó tanto las cejas que lesobresalieron por encima de la monturade las gafas.

—¿No ha oído hablar de mujeresmédico? —soltó Rhys con sequedad.

—Supongo que sí, pero nunca he vistoa ninguna.

—La verá el lunes.—Sí, señor —murmuró la secretaria,

y se marchó del despacho.Con esfuerzo, Rhys tendió la mano

hacia el tarro de las bolitas de menta,tomó una, se la metió en la boca yvolvió a ponerse bien la chaqueta sobrelos hombros.

Mientras la menta se le desintegrabaen la lengua, se obligó a enfrentarse a lo

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que lo había horrorizado durante eltrayecto de vuelta a los almacenesWinterborne.

¿Qué habría sido de Helen si élhubiera muerto?

Siempre había vivido sin temor,corriendo riesgos calculados, haciendolo que le apetecía. Ya había aceptadoque algún día aquel negocio seguiríaadelante sin él: había previsto dejar laempresa a su junta directiva, el grupo deasesores y amigos de confianza quehabía ido adquiriendo a lo largo de losaños. Su madre dispondría de recursosmás que suficientes, pero ni quería ni semerecía tener ningún control sobre laempresa. Había también legados

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generosos para ciertos empleados, comola señora Fernsby, y cantidades que sedistribuirían a parientes lejanos.

Pero hasta ahora Helen no aparecía ensu testamento. Tal como estaban lascosas, si el accidente de ese día hubierasido mortal, ella se habría quedado sinnada, después de que él le hubieraarrebatado la virginidad y tal vez dejadoembarazada.

Lo aterró darse cuenta de lovulnerable que era la situación deHelen. Por su culpa.

La cabeza le dolía terriblemente.Apoyó el brazo ileso en la mesa, recostóla frente en el pliegue del codo e intentódar coherencia a sus frenéticos

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pensamientos.Tendría que moverse deprisa para

salvaguardar el futuro de Helen. Lacuestión de cómo protegerla a largoplazo, sin embargo, era más compleja.

Como de costumbre, su personal fuerápido y eficiente. Quincy, el ayuda decámara que había contratado hacía tansolo unos meses cuando prestaba susservicios a Devon Ravenel, le llevó unacamisa limpia, un chaleco, un balde deagua caliente y una bandeja con todo lonecesario para acicalarse. Al ver elestado en que se encontraba su patrón, elnormalmente impasible hombre mayorchasqueó la lengua y murmuró deconsternación mientras lo lavaba, lo

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cepillaba, lo peinaba y le hacía losúltimos retoques para que Rhysestuviera presentable. Lo peor fueponerle la camisa limpia y el chaleco;como la doctora Gibson había predicho,el hombro herido le dolía cada vez más.

Después de que la señora Fernsby letrajera el tónico de la farmacia y unabandeja con café caliente y coñac, Rhysestuvo listo para recibir al abogado.

—Winterborne —dijo CharlesBurgess cuando entró en el despacho,mirándolo con una mezcla de diversióny preocupación—. Me recuerda unmuchacho rudo que conocí en HighStreet.

Rhys sonrió al letrado fornido y

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canoso que tiempo atrás había llevadolos asuntos legales de poca importanciade su padre. Más adelante, cuando latienda de comestibles acabóconvirtiéndose en una enorme empresamercantil, había pasado a ser uno de losasesores de Rhys. Burgess formabaactualmente parte de la junta directivade la compañía privada. Meticuloso,perspicaz y creativo, podía abrirse pasoa través de los obstáculos legales comolas ovejas del norte de Gales por lospáramos de las tierras altas.

—La señora Fernsby me ha contadoque tuvo un accidente en unas obras —comentó Burgess a la vez que se sentabaal otro lado de la mesa. Sacó un bloc y

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un lápiz del bolsillo interior de lachaqueta.

—Sí. Lo que me hizo pensar que tengoque revisar mi testamento sin demora.—Y procedió a explicarle sucompromiso con Helen, ofreciéndoleuna versión cuidadosamente expurgadade los últimos acontecimientos.

—Desea asegurar el futuro de ladyHelen supeditado a un matrimonio legaly consumado, supongo —dijo Burgesstras escucharlo y tomar unas cuantasnotas.

—No; a partir de ahora. No quierodejarla desamparada si algo meocurriera antes de la boda.

—No está obligado a incluir a lady

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Helen en su testamento hasta que seconvierta en su esposa.

—Quiero constituir un fideicomiso decinco millones de libras a su nombre sindemora. —Al ver la expresión atónitadel abogado, aclaró con franqueza—:Podría estar embarazada.

—Comprendo. —El lápiz de Burgessse movió rápidamente por la página—.Si nace un hijo en los nueve mesesposteriores a su fallecimiento, ¿desearíaincluirlo en su testamento?

—Sí. Él, o ella, heredará la empresa.Si no hay ningún hijo, todo pasará amanos de lady Helen.

El lápiz dejó de moverse.—Perdone —dijo Burgess—, pero

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apenas hace unos meses que conoce aesta mujer.

—Es lo que quiero —insistió Rhys demanera inexpresiva.

Helen lo había arriesgado todo por él.Se le había entregado sin condiciones.No iba a hacer menos por ella.

No planeaba reunirse próximamentecon el Creador, desde luego; era unhombre sano, con la mayor parte de lavida por delante. Pero el accidente deaquel día, por no hablar del choque detrenes del mes anterior, le habíademostrado que nadie se salvaba de loscaprichos del destino. Si algo lesucedía, quería que Helen tuviera todo

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lo que era suyo. Todo, incluidos losalmacenes Winterborne.

Kathleen y Devon llegaron a la Casa

Ravenel justo a tiempo de tomar el té dela tarde, que estaba dispuesto en unalarga mesita de centro situada delantedel sofá.

Tras entrar en la habitación, Kathleense dirigió hacia Helen, a quien abrazócomo si llevaran dos meses, y no dosdías, separadas. Helen la correspondiócon el mismo entusiasmo. Hacerseconfidencias y llorar juntas la pérdidade Theo había hecho que Helen pensaraen Kathleen como en una hermana

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mayor. Había encontrado en ella unaamiga generosa y comprensiva.

Cuando Theo se había casado conKathleen, todo el mundo había esperadoque aquello le hiciera sentar la cabeza.Los Ravenel habían estado marcadosdurante generaciones por el carácterexplosivo que los había distinguidocuando luchaban junto a losconquistadores normandos en 1066. Pordesgracia, los siglos posteriores habíandemostrado que la naturaleza guerrerade los Ravenel solo era adecuada parael campo de batalla.

Para cuando Theo heredó el condado,Eversby Priory, la finca familiar, estabaprácticamente arruinada. La casa

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solariega estaba muy deteriorada, losarrendatarios languidecían de hambre ylas tierras llevaban décadas sin mejorasy sin un drenaje decente. Nunca sellegaría a saber qué habría conseguidoTheo como conde de Trenear. Solo tresdías después de su boda, había perdidolos estribos y había querido montar uncaballo poco adiestrado. El animal lohabía tirado y él había muertodesnucado.

Kathleen, Helen y las gemelas creíanque tendrían que irse de la finca encuanto Devon Ravenel, un primo lejanode Theo, tomara posesión de todo. Parasu sorpresa, les había permitidoquedarse, y se había dedicado a salvar

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Eversby Priory. Junto con su hermanomenor West, Devon estaba logrando quela finca volviera a ser viable,aprendiendo todo lo que podía sobreagricultura, mejora de las tierras,maquinaria agrícola y administración defincas.

Kathleen se separó de Helen paraabrazar a las gemelas. Bajo la gris luzinvernal que se colaba por las ventanas,el cabello castaño rojizo de Kathleenrefulgía. Era una mujer menuda con unrostro de una belleza claramente felinaen el que destacaban unos seductoresojos castaños y unos pómulosprominentes.

—¡Cuánto os he extrañado! —

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exclamó—. Todo es espléndido. ¡Tengomuchas cosas que contaros!

—Yo también —respondió Helen conuna sonrisa incómoda.

—Para empezar, os hemos traídocompañía de Eversby Priory —anuncióKathleen.

—¿Ha venido el primo West devisita? —preguntó Helen.

En aquel instante, unos ladridosretumbaron en el vestíbulo.

—¡Napoleón y Josefina! —exclamóPandora.

—Los perros os echaban mucho demenos —comentó Kathleen—.Esperemos que no causen problemas ovolverán de inmediato a Hampshire.

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Dos cocker spaniels negrosirrumpieron ruidosamente en lahabitación y se abalanzaron sobre lasgemelas, que se dejaron caer al suelopara jugar con ellos. Pandora, a gatas,fingió saltar sobre Napoleón, que sepuso boca arriba para rendirsealegremente. Kathleen abrió la bocapara protestar, pero sacudió la cabeza,resignada, puesto que sabía que seríainútil intentar tranquilizar a lasbulliciosas muchachas.

Lord Devon Trenear entró en lahabitación y sonrió al ver semejantealboroto.

—¡Qué tranquilidad! —comentó—.Como un cuadro de Degas: Jóvenes

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damas tomando el té.El conde era un hombre atractivo, de

cabello oscuro y ojos azules, con un aireexperimentado que sugería un pasadolleno de desventuras. Su mirada se posóen Kathleen y se volvió absorta y cálida,la expresión de un hombre enamoradopor primera vez en su vida. Se acercó aella y le apoyó una mano en el hombro,mientras hacía lo propio con la barbillaen los rizos rojizos que llevabarecogidos en lo alto de la cabeza. Helennunca lo había visto tocar a Kathleencon tanta familiaridad.

—¿Os habéis portado bien durantenuestra ausencia? —les preguntó Devon.

—Dos de nosotras, sí —respondió

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Cassandra desde el suelo.—Pandora, ¿qué has hecho? —quiso

saber Kathleen.—¿Por qué das por sentado que fui

yo? —se quejó la muchacha con fingidaindignación, lo que provocó lascarcajadas de todos. Sonrió y selevantó, sujetando al perro, que queríalamerle la cara—. Y ya puestos a hacerpreguntas, ¿por qué llevas un anillo en eldedo, Kathleen?

Todas las miradas se dirigieron haciala mano izquierda de Kathleen. Esta,tímidamente satisfecha, la extendió paraque la vieran. Cassandra dejó aJosefina, se puso de pie de un brinco yse reunió con Pandora y Helen para

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observar detenidamente la joya. Laalianza, que lucía un rubí de una raratonalidad conocida como «sangre depichón», estaba montada en una filigranaen oro amarillo.

—Antes de tomar el tren a Hampshire—les confió Kathleen—, Devon y yonos casamos en el Registro Civil.

Las tres hermanas Ravenel soltaronexclamaciones de júbilo. La noticia noera una sorpresa total: los últimosmeses, todos en la casa habíanobservado la creciente atracción entreDevon y Kathleen.

—Es maravilloso —aseguró Helen,sonriendo de oreja a oreja.

—Espero que no penséis demasiado

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mal de mí por casarme estando todavíade luto —comentó Kathleen en tonoapagado. Después, retrocedió yprosiguió, muy seria—. No me gustaríaque ninguna de vosotras creyera que mehe olvidado de Theo, o que no herespetado su memoria. Pero comosabéis, siento un profundo respeto ycariño por Devon, y decidimos...

—¿Cariño? —la interrumpió Devoncon las cejas arqueadas. Había un brillotravieso en sus ojos azules. Kathleenhabía sido educada en un hogar estricto,donde siempre se había censurado quese expresaran los sentimientos, y aDevon le encantaba chincharla por sureserva.

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—Amor —murmuró Kathleen,tímidamente.

—¿Cómo? —soltó él con la cabezaladeada, como si no la hubiera oído.

—Estoy enamorada de ti. Te adoro —se rindió Kathleen, ruborizada—.¿Puedo continuar?

—Puedes —accedió Devon, y laacercó más a él.

—Como iba diciendo, decidimoscasarnos más pronto que tarde.

—No podría alegrarme más —aseguró Cassandra—. Pero ¿por qué nopodíais esperar a celebrar una bodacomo es debido?

—Ya os lo explicaré luego. Ahoratomemos el té.

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—Podrías explicárnoslo mientras lotomamos —insistió Pandora.

—No es el momento oportuno —contestó Kathleen, evasiva.

Y entonces Helen supo, gracias a supropia experiencia, que Kathleen estabaembarazada. Era la explicación máslógica para un matrimonio apresurado ypara la dificultad de explicar el motivoa una joven de diecinueve años.

Un ligero rubor coloreó sus mejillasal pensar que Devon y Kathleen teníanque haber compartido cama comomarido y mujer antes de casarse. Era unpoco escandaloso.

Pero no tanto como lo habría sido siella no hubiera hecho lo mismo con

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Rhys Winterborne el día anterior.—Pero ¿por qué...? —insistió

Pandora.—¡Vaya por Dios! —intervino Helen

—. Los perros están husmeando la mesadonde está el té. Vamos, sentémonos yyo serviré. Kathleen, ¿cómo está elprimo West?

Kathleen se acomodó en una butaca ydirigió una mirada agradecida a Helen.

El tema de West distrajo a lasgemelas, tal como Helen había previsto.El hermano de Devon, un joven atractivoque pretendía ser más cínico de lo queera en realidad, se había convertido enla persona favorita de las gemelas. Lastrataba con cariño fraternal, con interés

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y benevolencia, como si fuera elhermano mayor que nunca tuvieronrealmente. Theo siempre había vivido eninternados y, después, en Londres.

La conversación se centró pronto enEversby Priory. Devon describió elinmenso filón de hematites que habíandescubierto en las tierras y los planespara explotar el mineral en una cantera yvenderlo.

—¿Somos ricos ahora? —quiso saberPandora.

—No es de buena educación preguntareso —le advirtió Kathleen a la vez quese llevaba la taza a los labios. Sinembargo, antes de dar un sorbo,murmuró—: Pero sí, lo somos.

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Las gemelas rieron encantadas.—¿Tanto como el señor Winterborne?

—preguntó Cassandra.—Nadie es tan rico como el señor

Winterborne, tonta —soltó Pandora.Al ver que Devon fruncía el ceño, se

disculpó:—Oh. No teníamos que hablar de él.Devon dirigió de nuevo la

conversación hacia Eversby Priory y laschicas escucharon ávidamente los planesprevistos para construir una estación enel pueblo. Todos estuvieron de acuerdoen que sería comodísimo poder accederal ferrocarril tan cerca de casa, en lugarde tener que ir a la estación de Alton.

El té era suntuoso, un lujo que los

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Ravenel siempre habían conservado apesar de que hubieran tenido quesacrificar otras cosas. Lo tomaban en unjuego de porcelana floreado que lesllevaban en una bandeja de plata juntocon un soporte de tres pisos lleno debollos recién hechos, tartaletas de frutas,tostadas con mermelada de damasco, yemparedados de mantequilla y berro oensalada de huevo. Cada pocos minutos,un criado les proporcionaba más aguacaliente o rellenaba las jarritas de leche.

Mientras la familia reía y charlaba,Helen se esforzó por participar, perocada poco la mirada se le iba hacia elreloj de la repisa de la chimenea. Lascinco y media: solo faltaba hora y media

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para que terminara el momento en queera aceptable hacer una visita. Partió unbollo, le aplicó un poco de miel yesperó a que se calentara y fundieraantes de llevárselo a la boca. Estabadelicioso, pero debido a la ansiedadapenas podía tragar nada. Sorbía el té,asentía y sonreía, escuchando solo amedias la conversación.

—La compañía es muy grata, pero megustaría descansar un rato —anunció porfin Kathleen tras dejar la servilleta juntoal plato—. Ha sido un día agotador. Osveré a la hora de la cena.

Devon se levantó y la ayudó con lasilla.

—Pero si ni siquiera son las siete aún

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—soltó Helen, tratando de disimular suconsternación—. Puede que vengaalguien. Después de todo, es día devisitas.

—Dudo de que venga nadie —dijoKathleen, sonriendo—. Devon ha estadofuera y no hemos enviado ningunainvitación. —Se detuvo un instante paraescrutar con más atención el rostro deHelen—. A no ser que estemosesperando a alguien.

El reloj de la repisa sonóridículamente fuerte en medio delsilencio.

Tictac, tictac, tictac.—Sí —afirmó Helen sin pensar—.

Estoy esperando a alguien.

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—¿A quién? —preguntaron Kathleen yDevon a la vez.

—Milord —terció el primer lacayodesde la puerta—, el señor Winterborneha venido a verlo por un asuntopersonal.

Tictac, tictac, tictac.A Helen se le aceleró el pulso cuando

Devon la miró fijamente. Al ver suexpresión, le pareció que se le iba asalir el corazón por la boca.

—¿Le ha hecho pasar? —preguntó allacayo tras dirigir de nuevo su atenciónhacia él.

—Sí, milord. Lo está esperando en labiblioteca.

—Por favor, no eches al señor

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Winterborne —suplicó Helen,obligándose a mostrarse serena.

—No pienso hacerlo —respondióDevon, pero sus palabras sonaron avelada amenaza.

Kathleen tocó suavemente el brazo desu marido y le susurró algo.

Devon bajó los ojos hacia ella y sumirada perdió parte de su violencia.Pero su cuerpo seguía emanando unaperturbadora sensación de fiereza.

—Quedaos aquí arriba —murmuró, yse marchó.

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10 —Helen, ¿otra tacita de té? —ofreció

Kathleen, que parecía increíblementesosegada, sentada en su butaca.

—Sí. —Helen dirigió una rápidamirada de súplica a Pandora yCassandra—. ¿Por qué no sacáis losperros al jardín?

Las gemelas se apresuraron a hacerlo,

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y los perros se marcharon dando brincostras ellas.

—Helen —dijo Kathleen en cuantoestuvieron solas—, ¿qué diablos haceaquí el señor Winterborne y cómo sabíastú que iba a venir?

Helen alzó despacio la mano hacia elcuello alto de su vestido y rodeó con elíndice la fina cinta de seda que llevabacolgada. Notó el peso reconfortante delanillo de compromiso que ocultaba entrelos pechos. Lo sacó, liberó el anillo y selo puso en el dedo.

—Fui a verlo —dijo sin rodeos,cubriendo suavemente con su mano la deKathleen para mostrarle la piedra deluna—. Ayer.

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Kathleen se quedó mirando el anillo,perpleja.

—¿Fuiste a ver al señor Winterbornetú sola?

—Así es.—¿Lo organizó él? ¿Envió alguien a

buscarte? ¿Cómo...?—Él no sabía nada. Fue idea mía.—¿Y te regaló este anillo?—Yo se lo pedí —aclaró Helen con

una sonrisa irónica—. Más bien se loexigí. —Retiró la mano y se reclinó enla silla—. Ya sabes que el diamantenunca me gustó.

—Pero ¿por qué...? —Kathleen seinterrumpió y la observó, confundida.

—Quiero casarme con el señor

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Winterborne —aseguró Helen en vozdulce—. Ya sé que tú y el primo Devonpensáis en lo mejor para mí y confío envuestro juicio. Pero desde que serompió el compromiso no he tenido uninstante de paz. Me di cuenta de que lehabía tomado cariño y...

—Hay cosas que tú no sabes, Helen...—Las sé. El señor Winterborne me

contó ayer que se había comportado deforma grosera y ofensiva contigo. Lolamenta mucho, y ha venido adisculparse. Fue un error que cometióimpulsivamente; puedes estar segura deque no hablaba en serio.

—Supe que no hablaba en serio enaquel mismo instante —indicó Kathleen,

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frotándose los ojos, cansada—. Elproblema es que Devon entró en lahabitación y oyó lo bastante como paraenfurecerse. Todavía no ha tenidotiempo para ver la situación enperspectiva.

—Pero ¿tú sí? —preguntó Helen,ansiosa.

—Puedo entender y perdonar unaspalabras precipitadas. Mi objeción a tucompromiso con el señor Winterborneno tiene nada que ver con lo que sucedióese día, es la misma de siempre: tú y élno tenéis nada en común. Pronto tepresentarás en sociedad y conocerás amuchos caballeros agradables, cultos,educados y...

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—Ninguno de ellos querría pasar niun minuto conmigo si no tuviera dote. Yno los necesito para comparar: el señorWinterborne es el hombre que elegiríapor encima de todos los demás.

—Hace solo una semana me decías,entre lágrimas, lo mucho que te habíaasustado al besarte —comentó Kathleen.Era evidente que se estaba esforzandopor entender a su cuñada.

—Y me asustó. Pero me diste elconsejo perfecto, como siempre. Dijisteque algún día, cuando encontrara alhombre adecuado, besarlo seríamaravilloso. Y lo es.

—Él... dejaste que... —Kathleen abrióunos ojos como platos.

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—No me hago ilusiones en cuanto alseñor Winterborne. O, por lo menos, nomuchas. Es implacable y ambicioso, yestá acostumbrado a imponer suvoluntad. Puede que no sea siempre uncaballero en el sentido estricto de lapalabra, pero tiene su propio código dehonor. Y... —esbozó una sonrisasorprendida— tiene debilidad por mí.Creo que me he convertido en unaflaqueza suya, y es un hombre quenecesita tener flaquezas.

—¿Cuánto tiempo pasaste con él ayer?¿Estabais en los almacenes o en su casa?¿Quién os vio juntos? —Habíaempezado a calcular cómo minimizar elperjuicio que la visita habría

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ocasionado a la reputación de Helen.Sin duda, la reacción de Devon sería lamisma.

Helen empezaba a darse cuenta de larazón que había tenido Rhys al insistiren acostarse con ella, a pesar de quehubiera querido manipularla. Era elarma perfecta para combatir todo tipo deargumentos.

No le quedaba más remedio queusarla.

—Kathleen —dijo con dulzura—, hecomprometido mi honra.

—No necesariamente. Puede que hayarumores, pero...

—Tengo que casarme con él. —Al verla expresión perpleja de su cuñada,

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repitió las palabras recalcando laobligatoriedad—: Tengo que casarmecon él.

—¡Oh! —Kathleen titubeó alcomprender—. Habéis...

—Sí.Kathleen guardó silencio mientras

intentaba asimilar aquella revelación.—Mi pobre Helen —dijo por fin con

los ojos castaños relucientes depreocupación—. Estarías asustada. Porfavor, cielo, dime si te coaccionó o...

—No, no fue nada de eso —seapresuró a explicar—. Te aseguro quefue totalmente consentido. Tuve laposibilidad de negarme. El señorWinterborne me explicó qué iba a pasar.

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No fue desagradable en absoluto. Fue...—Bajó la mirada—. Me resultóplacentero —dijo, y añadió en voz muybaja—: Estoy segura de que eso estámal por mi parte.

—No está mal —la animó Kathleentras un instante, y le dio unas palmaditastranquilizadoras en la mano—. Hayquien dice que las mujeres no deberíandisfrutar de ese acto, pero en miopinión, hace que sea mucho másfascinante.

A Helen siempre le había gustado lopragmática que era Kathleen, pero nuncatanto como ahora.

—Creía que me despreciarías porhaberme acostado con él —soltó con

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alivio.—No es que pueda decirse que me

alegre —sonrió Kathleen—. Pero nopuedo culparte por hacer exactamente lomismo que yo. Ya que estamos hablandocon franqueza, estoy embarazada deDevon.

—¿De veras? —repuso Helen,encantada—. Se me ocurrió que podríaser la razón de que os hubierais casadotan deprisa.

—Lo es. Eso y que lo amo con locura.—Tendió la mano hacia la azucarera,tomó un terrón no muy grande y empezóa mordisquearlo. Vaciló al proseguir—.No sé cuánto sabes sobre estos asuntos.¿Conoces las posibles consecuencias de

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acostarte con un hombre?—Puede engendrarse un hijo —

asintió.—Sí, a no ser que él... tome medidas

preventivas. —Al ver la expresión vagade Helen, prosiguió—: ¿Puedopreguntarte algo bastante personal,cielo?

Helen asintió con cautela.—¿Terminó... dentro de ti? ¿En el

último momento?—No estoy segura —respondió

Helen, perpleja.Kathleen sonrió con tristeza al ver la

confusión que reflejaba el rostro de lajoven.

—Ya hablaremos después —dijo—.

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Según parece, el señor Winterborne note lo explicó todo. —Absorta, sujetó elreloj de oro que le colgaba de una largacadena alrededor del cuello y se diogolpecitos con su lisa superficie demetal en los labios—. ¿Qué vamos ahacer? —preguntó, más bien para símisma.

—Esperaba que Devon y tú dejaraisde poner objeciones a nuestro enlace.

—Yo ya no las pongo —aseguróKathleen—. En la práctica, nadie está encondiciones de oponerse a él ahora. Y tedebo mi apoyo después de la forma enque me entrometí en vuestra relación. Losiento, Helen. De verdad que solointentaba ayudarte.

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—Ya lo sé. No te preocupes por eso.Todo ha salido a la perfección.

—¿Ah, sí? —Kathleen la observó concara de asombro—. Se te ve feliz. ¿Esposible que el señor Winterborne searealmente la causa?

—Lo es. —Helen se llevó las manos alas mejillas sonrojadas y soltó unacarcajada—. Tengo punzadas ypalpitaciones solo de pensar que estáabajo. Tengo calor y frío, y apenaspuedo respirar. —Titubeó—. ¿Es eso elamor?

—Eso es deseo. Es amor cuandopuedes respirar. —Reflexionando, doblóy desdobló varias veces una servilletaen la rodilla—. Hay que abordar la

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situación con cuidado. Devon no tieneque enterarse de que el señorWinterborne y tú os acostasteis; no serátan razonable como yo. Se lo tomarácomo una ofensa al honor de la familiay... ¡Oh, no quiero ni pensarlo! Pero yole convenceré de que acepte elmatrimonio. Puede llevarme unos días,pero...

—El señor Winterborne va adecírselo hoy.

Kathleen dejó la servilleta y miróatentamente a su cuñada.

—¿Qué? Creía que había venido adisculparse...

—Sí, pero después va a pedir suaprobación a nuestro compromiso. Si

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Devon se la niega, le dirá que estáobligado a dar su consentimiento porqueya no soy virgen.

—¡Dios mío! —exclamó Kathleen,poniéndose en pie—. Tenemos quedetenerlo.

—Puede que el señor Winterborne yase lo haya dicho —aventuró Helen,consternada.

—Aún no lo ha hecho —aseguróKathleen, cruzando la habitaciónpresurosa, seguida de Helen—. Si lohubiera hecho, habríamos oído gritos,ruido de cosas al romperse y...

En ese momento estalló un clamorterrible en el piso de abajo: juramentos,porrazos, un fuerte ruido sordo, una

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caída violenta. Las paredes de la casaretumbaban.

—Espera —murmuró Kathleen—. Yase lo ha dicho.

Ambas corrieron juntas escalera abajoy cruzaron el vestíbulo. Para cuandollegaron, la biblioteca estaba patasarriba, con una mesita volcada, librosesparcidos por el suelo y un jarrón deporcelana hecho añicos. Se oíangruñidos beligerantes y maldicionesapagadas mientras los dos hombresluchaban atrozmente cuerpo a cuerpo.Tras conseguir darse impulso, Devonempujó a Rhys con la fuerza suficientecomo para estrellarlo contra la pared.

Rhys cayó a cuatro patas con un

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gruñido ronco.Alarmada, Helen soltó un grito y

corrió hacia él, que se desplomólentamente de costado.

—¡Devon! —chilló Kathleen,interponiéndose en el camino de sumarido.

—Hazte a un lado —gruñó él con lacara ensombrecida por la sed de sangre.Había montado en cólera, de aquellaclase que aumentaba exponencialmentecuanto más se intentaba calmarlo. Unade las mujeres de su familia había sidodeshonrada, y solo la muertecompensaría tal ofensa. Solo había dospersonas en el mundo que pudieranlidiar con él cuando estaba así: su

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hermano West y Kathleen.—Déjalo —le pidió Kathleen, y se

situó delante de Winterborne—. Vas ahacerle daño.

—No el suficiente. —Hizo ademán deapartarla de un empujón. Sin darsecuenta, Kathleen se puso una mano sobreel vientre. Más tarde le confiaría aHelen que el impulso de protegerse labarriga mucho antes de que empezara anotársele el embarazo, antes incluso dehaberse hecho a la idea de que iba atener un hijo, no tenía sentido.

Sin embargo, aquel pequeño actoinconsciente bastó para desarmar aDevon, que tras dirigir la mirada alvientre de su mujer, se detuvo en seco,

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respirando con dificultad.—En mi estado, no conviene que me

angustie —soltó Kathleen al darsecuenta de su inesperada ventaja.

—¿Vas a usarlo contra mí a partir deahora? —replicó Devon, indignado.

—No, cariño, solo los próximos sietemeses y medio. Después tendré queencontrar otra cosa para usar en tucontra. —Se acercó a él y se estrechócontra su cuerpo rígido. Él la rodeó consus brazos y ella le acarició la nuca paratranquilizarlo—. Ya sabes que no puedopermitir que mates a nadie antes decenar —susurró—. Eso desbarata loshorarios de toda la casa.

Rhys sufría demasiado como para

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prestar atención al intercambio. Seguíade costado, medio acurrucado, pálido.

Tras sentarse en el suelo a su lado,Helen le recostó la cabeza en su regazo.

—¿Te ha lastimado? —preguntó conansiedad—. ¿Es la espalda?

—El hombro. Dislocado... estamañana.

—¿Te ha visto un médico?—Sí. —Flexionó los dedos para

comprobar su estado—. No pasa nada—murmuró. Empezó a incorporarse condificultad y se detuvo con un gruñido.

Helen se situó bajo su brazo ilesopara ayudarlo y notó que se leentrecortaba la respiración cuando lepresionó sin querer el dolorido costado.

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—No es solo el hombro —dijo,alarmada.

—Cariad, no hay una sola parte delcuerpo que no me duela —soltó Rhyscon una carcajada fatigosa. Se sentócomo pudo y recostó la espalda en unsofá. Cerró los ojos y soltó el aire condificultad.

—¿Qué necesitas? —preguntó,solícita, Helen—. ¿Qué puedo hacer porti? —Vio que le habían caído unosmechones de cabello sobre la frente y selos apartó con delicadeza.

Rhys abrió los ojos y la miróapasionadamente.

—Puedes casarte conmigo —lecontestó.

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Ella sonrió a pesar de lo preocupadaque estaba.

—Ya te dije que lo haría —dijo,tocándole cariñosamente la mejilla.

—¿Qué diablos te pasa, Winterborne?¿Eres un quejica? —espetó Devon, quese había situado detrás de su prima,irritado.

—Lo golpeaste contra la pared —señaló Kathleen.

—Le he hecho cosas peores antes ynunca lo mandé al suelo. —Los doshombres boxeaban habitualmente y seentrenaban en un club que enseñabatanto pugilismo como Savate, una formade lucha que tenía sus orígenes en lascalles de París.

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—El señor Winterborne se hadislocado el hombro esta mañana —lesexplicó Helen.

Devon se sorprendió y, acto seguido,se enfureció.

—Maldita sea —masculló—, ¿porqué no dijiste nada?

—¿Habría importado algo? —comentó Rhys con los ojos entornados.

—¡No, dados los disparates queestabas soltando!

—¿Qué disparates? —preguntóKathleen en tono sereno mientrasacariciaba el brazo de su marido.

—Dijo que Helen había ido a verloayer. Sola. Y que después... —Sedetuvo, puesto que no deseaba repetir la

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ofensiva afirmación de su amigo.—Es verdad —soltó Helen.Era extraño ver a Devon, que a lo

largo del último año se habíaacostumbrado a tener frecuentessorpresas, tan descolocado. Pero la miróabriendo la boca como si fuera la tapade una maleta mal cerrada.

—He sido deshonrada —añadióHelen, tal vez con demasiada alegría.Pero tras veintiún años de ser tímida yprevisible, de sentarse en silencio en losrincones, había descubierto un placerimpropio en escandalizar a los demás.

En medio del silencio aturdido quesiguió a este anuncio se volvió haciaRhys y empezó a deshacerle el nudo de

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la corbata de seda. Él levantó la manopara detenerla, pero se estremeció dedolor.

—Cariad —dijo con voz ronca—,¿qué pretendes?

—Echarle un vistazo a tu hombro —respondió a la vez que le apartaba lassolapas de la chaqueta.

—Aquí no. Después iré al médico.Aunque comprendió que deseara

intimidad, ella no iba a permitir que semarchara de la Casa Ravenel estandoherido y presa del dolor.

—Tenemos que saber si se ha vuelto adislocar.

—Está bien —cedió él, y gruñóatormentado cuando Helen intentó

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pasarle la chaqueta por el hombro.Kathleen se arrodilló al otro lado de

Rhys para ayudarla.—No se mueva —le pidió—. Deje

que lo hagamos nosotras.Empezaron a quitarle la prenda. Y a

pesar de hacer acopio de fuerzas,cuando tiraron de la chaqueta haciaabajo, Rhys las apartó de un empujón.

—¡Aaay!Helen miró a Kathleen con

preocupación.—Tendremos que cortársela —indicó

esta.Rhys temblaba con los ojos cerrados.—Ni hablar —murmuró—. Ya me han

quitado así la ropa esta mañana.

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Déjenlo.Kathleen dirigió una mirada de

súplica a su marido.Devon resopló y fue a buscar algo a la

mesa de la biblioteca. Regresó con unanavaja de plata con una hoja larga yreluciente. El sonido que hizo al abrirse,aunque tenue, hizo que Rhys seestremeciera y abriera los ojos de golpe.Se movió para defenderse y volvió adejarse caer sobre el trasero,maldiciendo de dolor.

—Tranquilo, idiota —soltó Devoncon ironía mientras se ponía de cuclillasa su lado—. No voy a matarte. Tu ayudade cámara lo hará por mí cuando ledigas que has destrozado dos camisas

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hechas a medida y una chaqueta en undía.

—No voy a...—Winterborne —le advirtió en voz

baja Devon—. Has ofendido a mi mujer,seducido a mi prima y ahora estásdemorando mi cena. Este sería unmomento excelente para que mantuvierastu bocaza cerrada.

Rhys aguantó estoicamente mientrasDevon le rasgaba las costuras de lasprendas hasta que empezaron adesprendérsele del cuerpo como lacorteza de un abedul.

—Milady —dijo a Kathleen—, lepido disculpas por cómo me comportéaquel día. Por mis palabras. Yo... —

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soltó un gruñido cuando Helen lo inclinóhacia delante para retirarle la mangasuelta del dolorido brazo— no tengoexcusa.

—También fue culpa mía —aseguróella, tirando de la tela a medida queDevon iba cortando el chaleco. Al ver lasorpresa en los ojos de Rhys, prosiguiócon decisión—: Actué impulsivamente,y provoqué una situación difícil paratodos. Sabía que no tenía que ir sola acasa de un caballero, pero, debido a lopreocupada que estaba por Helen,cometí un error. Acepto sus disculpas,señor Winterborne, si usted acepta lasmías.

—Fue culpa mía —insistió Rhys—.

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No tendría que haberla ofendido. Nadade lo que dije iba en serio.

—Lo sé.—Nunca me he sentido atraído por

usted. No podría desear menos a unamujer.

—La repulsión es mutua, señorWinterborne —respondió Kathleen,conteniendo una carcajada—. ¿Sellamosla paz y empezamos de nuevo?

—¿Y qué hay de lo que le ha hecho aHelen? —terció Devon, indignado.

Rhys observó con recelo cómo lanavaja le rasgaba la camisa.

—Eso fue culpa mía —intervino lajoven—. Ayer fui a los almacenes y pedíver al señor Winterborne sin que este me

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hubiera invitado. Le dije que seguíaqueriendo casarme con él, hice que mecambiara el anillo por otro nuevo ydespués... lo seduje. —Se detuvo aldarse cuenta de lo mal que había sonado—. No en los almacenes, claro.

—Madre mía, espero que no opusieraresistencia —soltó Kathleen, muy seria.

Devon dirigió una mirada atónita a sumujer.

—Di a Sutton que vaya a buscar unade mis camisas —le pidió—. Una de lasmás holgadas.

—Enseguida. —Kathleen se puso depie—. Quizá también tendría que traer...—Se detuvo e hizo una mueca cuando lapechera de la camisa de Rhys se deslizó

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hacia abajo y le dejó al descubierto elhombro magullado. Tenía aspecto de sermuy doloroso, con los músculosvisiblemente machucados bajo la piel.

La angustia al verlo dejó muda aHelen, que le rodeó suavemente lamuñeca con los dedos y notó cómo Rhysse inclinaba ligeramente hacia ella,como si intentara absorber la caricia.

—¿Cómo te hiciste esto? —preguntóDevon con sequedad a la vez que movíaun poco a Rhys hacia delante para verlela espalda, donde los moratones sehabían extendido.

—Fui con Severin a ver unapropiedad cerca de King’s Cross —explicó entre dientes—. Unos

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escombros cayeron de un edificiodeclarado ruinoso.

—¿Desde cuándo eres tan propenso alos accidentes? —se sorprendió Devoncon el ceño fruncido.

—Desde que empecé a pasar mástiempo con mis amigos —contestó Rhyscon ironía.

—Supongo que sería demasiadoesperar que los escombros cayerantambién sobre Severin —soltó Devon.

—No se hizo ni un rasguño.Con un suspiro, Devon dijo a

Kathleen:—Necesitaremos coñac y bolsas de

hielo además de la camisa. Y unacataplasma de alcanfor, como la que

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utilizamos para mis costillas fisuradas.—Lo recuerdo —repuso Kathleen con

una sonrisa. Se dirigió hacia la puertacon rapidez, la abrió de golpe y sedetuvo en seco al encontrarse con variaspersonas apiñadas en el umbral.Recorrió con la mirada a tres criadas, unlacayo, la señora Abbott y el ayuda decámara de Devon.

El ama de llaves fue la primera enreaccionar.

—Como os estaba diciendo —dijo—,ya va siendo hora de que sigáis convuestros quehaceres y cuidéis vuestrosmodales.

Kathleen carraspeó para contener unacarcajada.

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—Sutton —dijo al ayuda de cámara—, tiene que traer esas cosas paranuestro invitado. ¿Oyó bien a lordTrenear o quiere que le repita la lista?

—Coñac, hielo, una cataplasma y unacamisa holgada —respondió el hombrecon gran dignidad—. También traeré untrozo de tela para preparar uncabestrillo para el brazo del caballero.

Cuando Sutton se fue, Kathleen sevolvió hacia el ama de llaves.

—Señora Abbott, me temo que unjarrón de porcelana cayó al suelo sinquerer.

Antes de que la mujer pudieraresponder, las tres criadas se ofrecieroncon entusiasmo a recoger el estropicio.

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Cabía preguntarse si su afán obedecía asu celo por el trabajo o al deseo de estaren la misma habitación que Winterborneahora que se encontraba medio desnudo.A juzgar por la forma en que estiraban elcuello, era lo segundo.

—Lo haré yo misma, milady —afirmóel ama de llaves, y ahuyentó a lascriadas—. Voy por la escoba.

Kathleen se volvió hacia las gemelas,que también habían aparecido.

—¿Hay algo que queráis preguntar,chicas?

—¿Podríamos saludar al señorWinterborne? —pidió Pandora,esperanzada.

—Después, tesoro. Ahora mismo no

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está en condiciones de hablar con nadie.—Dile que sentimos mucho que le

cayera un edificio encima, por favor —pidió Cassandra, muy seria.

—Lo haré. Marchaos, vamos —ordenó Kathleen con voz risueña.

Las gemelas se alejaron aregañadientes de la biblioteca.

Tras cerrar la puerta, Kathleen regresójunto al grupo situado cerca del sofá.Por el camino, recogió una manta deviaje que descansaba sobre el brazo deuna butaca.

Devon estaba examinando el hombrode Winterborne, palpándolo con cuidadopara averiguar si se había salido de susitio o no.

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—Tendrías que estar en casa, en cama—soltó con brusquedad—, noarrastrándote por Londres para proponermatrimonio a jóvenes a las que hasmancillado.

—En primer lugar, yo no me arrastro—replicó Rhys con el ceño fruncido—.Y en segundo, Helen...

Ella lo observó con compasión,conocedora de lo mucho que detestabaperder la prestancia. Rhys iba siempreimpecablemente vestido y era dueño desí mismo. Su propio nombre denotabaéxito, lujo y elegancia. Nada de esoencajaba con encontrarse en el suelo,apaleado, magullado y desvestido a lafuerza.

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—¿Y en segundo lugar? —lo apremiócon cariño.

—Tú no estás mancillada —dijo élcon voz ronca y la cabeza todavía gacha—. Eres perfecta.

Helen notó una dulce punzada en elcorazón. Deseaba con toda su almareconfortarlo y mecerlo entre sus brazos.Pero tuvo que conformarse conacariciarle suavemente el cabello negro.Rhys acercó la cabeza a su mano comoun lobo cariñoso y ella le deslizó lapalma por la cara hacia la mandíbulapara seguir hacia la perfecta línea de suhombro bueno.

—Parece estable —comentó Devon,que apoyó el peso de su cuerpo en los

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talones—. Creo que no ha vuelto alastimarse. Helen, si sigues mimando aeste calavera delante de mí, le dislocaréel otro hombro.

Helen apartó la manoavergonzadamente.

Rhys alzó la cabeza para dirigir unamirada tosca a Devon.

—Esta noche se irá conmigo —anunció.

A Devon le centellearonpeligrosamente los ojos.

—Si crees que...—Pero preferiríamos casarnos en

junio —se apresuró a interrumpirloHelen—. Y, sobre todo, nos gustaríacontar con tu bendición, primo Devon.

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—Tenga, señor Winterborne —dijoKathleen animadamente, tapándole eltorso desnudo con la manta que acababade recoger de la butaca—. Ayudémosloa sentarse en el sofá; el suelo estádemasiado frío.

—No necesito ayuda —se quejó Rhys,y logró encaramarse con esfuerzo alasiento de piel—. Helen, ve a hacer elequipaje.

La joven no supo qué hacer. No queríaoponerse a Rhys, especialmente ahoraque estaba herido y vulnerable. Pero noquería dejar la Casa Ravenel encondiciones tan dudosas. Devon habíasido muy bueno con ella y con lasgemelas al permitir que permanecieran

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en Eversby Priory, cuando otro en sulugar las habría echado sin miramientos.Helen no deseaba dividir la familiafugándose y excluyendo a todos de suboda.

Miró a Kathleen, suplicándole ayudaen silencio.

Su cuñada la entendió al instante, asíque habló a Rhys en tono conciliador.

—No hay por qué precipitarse, ¿nocree, señor Winterborne? Se merecenuna ceremonia como es debido,rodeados de familiares y amigos. No unachapuza a toda prisa.

—La chapuza les bastó a usted yTrenear —replicó—. Si él no tuvo queesperar para celebrar la boda, ¿por qué

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tengo que hacerlo yo?—No nos quedó más remedio —

respondió Kathleen con alegre disgustotras titubear un instante.

El ágil cerebro de Rhys tardó dossegundos en procesar las implicacionesde aquella afirmación.

—Está embarazada —afirmó con tonoinexpresivo—. Felicidades.

—No tendrías que habérselo dicho —murmuró Devon.

—Pero el señor Winterborne formarápronto parte de nuestra familia, Devon—se justificó Kathleen con una sonrisamientras se sentaba.

Devon se frotó la cara con una mano,como si las palabras de su mujer le

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hubieran ocasionado un instantáneodolor de cabeza.

—Puede que Helen esté pronto en lasmismas circunstancias —añadió Rhys,irritándolo adrede todavía más—.Podría esperar también un hijo.

—Todavía no lo sabemos —intervinola aludida a la vez que le tapaba bien elpecho con la manta—. Si resulta que esasí, nuestros planes tendrán que cambiar,por supuesto. Pero preferiría esperarhasta tener la certeza.

Rhys la miró sin esforzarse en ocultarel deseo que ardía bajo su calma.

—No puedo esperar para tenerte —soltó.

—Pero lo harás —intervino Devon

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con frialdad—. Esta es la condición quepongo para dar mi consentimiento. Hastratado a Helen como un peón en unapartida de ajedrez y has manejado lasituación en beneficio propio. Ahoraesperarás hasta junio, porque eso es loque tardaré en poder mirarte sin quererestrangularte. Mientras tanto, ya me hehartado de que las Ravenel andendesbocadas por Londres. Ahora quetenemos nuestros asuntos en regla, mellevaré la familia de vuelta aHampshire. —Echó un vistazo aKathleen con una ceja arqueada, y ellaasintió para mostrarle su conformidad.

Al mismo tiempo, se oyó un gemidotras la puerta de la biblioteca:

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—¡Noooo!Kathleen dirigió una mirada burlona

hacia el origen del sonido.—Pandora, no escuches a escondidas,

por favor —pidió.—No soy Pandora, soy Cassandra —

fue la respuesta contrariada que lesllegó desde detrás de la puerta.

—No es verdad —soltó, indignada,otra voz joven—. ¡Cassandra soy yo, yPandora está intentando meterme en unlío!

—Las dos estáis metidas en un lío —respondió Devon sucintamente—. Idarriba.

—No queremos irnos de Londres —dijo una de las gemelas.

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—El campo es muy aburritante —añadió la otra.

Devon miró a Kathleen y los dostuvieron que esforzarse por contener larisa.

—Entonces ¿cuándo podré ver aHelen? —quiso saber Rhys.

Devon parecía saborear la cóleracontenida de su antiguo amigo.

—Si fuera por mí, no la verías hastael día de la boda.

Rhys volvió a mirar a su amada.—Cariad, quiero que...—Por favor, no me pidas eso —le

suplicó Helen—. Casarnos en junio eslo que habíamos planeado antes. No hasperdido nada. Volvemos a estar

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prometidos y, de esta forma, tendremosla familia de nuestro lado.

Ella vio en su cara cómo él luchabacontra sus emociones: furia, orgullo,necesidad.

—Por favor —añadió con dulzura—,dime que me esperarás.

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11 Después de haber enviado al señor

Winterborne a casa en su carruaje con elbrazo en cabestrillo y una bolsa de hielosujeta alrededor del hombro, losRavenel cenaron y se acostarontemprano. A Kathleen la habíacomplacido, aunque no sorprendido, queDevon, a pesar del resentimiento que

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profesaba a su amigo, se habíaasegurado de que estuviera bien cuidadoantes de marcharse. No había duda deque, aunque Winterborne lo habíaenojado y decepcionado, Devon loperdonaría.

Kathleen observó agradecida cómo sequitaba la bata para meterse en la camacon ella. Su marido, a quien leencantaba practicar equitación,pugilismo y otros deportes, estaba enuna forma espléndida.

Una vez tumbado boca arriba, Devonse estiró con un suspiro de placer.

Kathleen se apoyó en un codo y lerecorrió ociosamente el oscuro vellopectoral con la punta de los dedos.

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—¿No crees que es demasiado severono permitirles verse los próximos cincomeses? —preguntó.

—Es imposible que Winterborne semantenga tanto tiempo alejado de ella.

—¿Por qué se lo prohibiste, entonces?—preguntó Kathleen mientras le seguíael firme contorno de la clavícula.

—El muy cabrón va por la vida comoun ejército victorioso; si no le obligara aretirarse de vez en cuando, medespreciaría. Además, todavía megustaría matarlo por lo que le hizo aHelen. —Soltó un breve suspiro—.Sabía que no teníamos que dejar solas alas chicas, ni siquiera un día. Y pensarque estaba preocupado por las gemelas,

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cuando era Helen la que iría a buscarseun escándalo.

—No fue a buscarse ningún escándalo—replicó Kathleen con sensatez—. Fuea... bueno, a recuperar a su prometido. Yhay que valorar todos los aspectos de lasituación: no es justo culparlo a él detodo.

—¿Por qué te pones de parte deWinterborne si has estado en contra deeste matrimonio desde el principio? —se sorprendió Devon con las cejasarqueadas.

—Por Helen. Sabía que haría lo quefuera por el bien de la familia, hastacasarse con un hombre al que no amaba.También sabía que el señor Winterborne

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la intimidaba. Pero eso ha cambiado.Creo que ahora lo quiere de verdad. Yano le tiene miedo. La forma en que hoyse mantuvo firme ante él me llevó acambiar de opinión sobre el enlace. Sies lo que ella quiere, la apoyaré.

—No puedo pasar por alto el descarode Winterborne —refunfuñó Devon—.Aunque solo fuera por consideraciónhacia mí, no tendría que haberarrebatado la inocencia a una joven quese encuentra bajo mi protección. Es unacuestión de respeto.

Kathleen se incorporó más hastasituarse sobre él y le contemplófijamente los hermosos ojos azules.

—Y esto lo dice un hombre que me

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sedujo en prácticamente cadahabitación, en cada escalera y cadarincón de Eversby Priory —bromeó—.¿Dónde estaba tu consideración hacia lainocencia entonces?

—Eso era distinto —aseguró,relajando la expresión.

—¿Por qué, si puede saberse?Devon le dio la vuelta e invirtió

hábilmente sus posiciones, con lo que leprovocó una risita.

—Porque te quería mucho... —respondió con voz ronca.

Kathleen se retorció entre risasmientras él le desabrochaba el camisón.

—... y como señor de la casa —añadió Devon—, me pareció que había

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llegado el momento de hacer uso delderecho de pernada.

—¿Como si yo fuera una campesinamedieval? —replicó ella a la vez que loempujaba para tumbarlo boca arriba y seencaramaba sobre él.

Tras sujetarle las manos inquietas,trató de inmovilizarlo utilizando paraello su propio peso.

—No vas a poder, amor mío. Pesastanto como una mariposa —comentóDevon con una carcajada. Disfrutandode aquel juego, se quedó quieto sinresistirse mientras ella le sujetaba conmás fuerza las muñecas—. Unamariposa resuelta —concedió. Al alzarlos ojos hacia ella, su sonrisa se

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desvaneció y sus ojos adquirieron unaintensa tonalidad azul—. Fui un cabrónegoísta —comentó en voz baja—. Notendría que haberte seducido.

—Yo me dejé —señaló Kathleen,sorprendida por su remordimiento.Pensó que Devon estaba cambiando, queestaba madurando rápidamente mientrascargaba con las responsabilidades quehabían recaído sobre él taninesperadamente.

—Ahora lo haría de otra forma.Perdóname. —Frunció el ceño y siguióreprochándose a sí mismo—: No mecriaron para ser honorable. Es algo muydifícil de aprender.

—No hay nada que perdonar ni

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lamentar —aseguró Kathleen,deslizando sus manos sobre las de élhasta que sus dedos quedaronentrelazados.

Devon negó con la cabeza sinpermitirle que lo absolviera.

—Dime cómo puedo expiar mi culpa—pidió.

—Ámame —susurró ella, rozándolelos labios con los suyos.

Con cuidado, Devon se volvió hastatenerla atrapada bajo su cuerpo.

—Lo haré siempre —afirmó con vozronca, y le poseyó la boca mientras lerecorría el cuerpo con las manos.

Le hizo el amor despacio, con unadestreza exquisita. Mucho después de

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haberla preparado, le separó finalmentelos muslos con delicadeza y la penetró.Ella se movió, frustrada cuando él senegó a profundizar más, por mucho queintentara apremiarlo a hacerlo.

—Devon... —dijo respirandoentrecortadamente—, necesito más.

—¿Más de qué? —Acercó sus labiosal cuello de Kathleen.

—¡Oh, no soporto que me hagasanhelar! —exclamó, frunciendo el ceñoy retorciéndose.

—Casi tanto como te encanta —sonrióél, que cedió y empujó un centímetromás.

—Más... —jadeó Kathleen—. Porfavor, Devon...

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—¿Así?Kathleen arqueó el cuerpo, con los

labios abiertos para emitir un gritosilencioso mientras él la tomaba confuerza, con tierna urgencia, amándola encuerpo y alma.

—¡Fernsby! —llamó Rhys mientras

revisaba ceñudo el fajo de documentosque tenía sobre la mesa.

La secretaria particular aparecióenseguida en la puerta abierta de sudespacho.

—¿Sí, señor Winterborne?—Pase. —Colocó bien el montón de

papeles, volvió a introducirlos en un

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sobre de cartón y ató el cordel que losujetaba—. Acabo de mirar losdocumentos que han enviado deldespacho del señor Severin. —Leentregó el sobre.

—¿Los relativos al bloque deedificios de viviendas cerca de King’sCross?

—Sí. Escrituras, hipotecas, acuerdoscon contratistas, etcétera. —Le dirigióuna mirada sombría—. Pero en toda estadocumentación no hay ni un solo papelque contenga el nombre del propietario.Severin sabe perfectamente que nopuede esperar que compre la propiedadsin saber quién la está vendiendo.

—Tenía entendido que era un requisito

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legal que figurara el nombre delpropietario.

—Hay formas de evitarlo. —Rhysseñaló con la cabeza el sobre que ellasostenía—. La hipoteca no estabafinanciada por un banco, sino a través deun préstamo de una cooperativa deviviendas. Según la escritura, lapropiedad pertenece a una sociedad deinversión. Me apuesto cien libras a quela mantiene en fideicomiso para unapersona anónima.

—¿Por qué se tomaría alguien tantasmolestias en lugar de comprarla a supropio nombre?

—Yo mismo, en el pasado, hecomprado propiedades anónimamente

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para impedir que el precio de compra sedisparara al saberse mi nombre. Y tengoadversarios en los negocios a quienesles encantaría ponerme de vez en cuandoen mi lugar, negándome algo que quiero.Es probable que los motivos de estehombre sean parecidos. Pero quierosaber su nombre.

—¿No se lo diría el señor Severin sise lo preguntara directamente?

—Ya me lo habría dicho —respondióRhys, sacudiendo la cabeza—. Sospechoque sabe que el negocio se iría al trastesi yo me enterara.

—¿Quiere que recurra al mismohombre que contratamos para investigarla compra de la fábrica de conservas?

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—Sí, él servirá.—Me encargaré ahora mismo.

Además, el doctor Havelock estáaguardando fuera para hablar con usted.

—Dígale que tengo el hombro comonuevo y... —repuso, entornando los ojoscon impaciencia.

—Me importa un comino su hombro—dijo una voz grave desde la puerta—.He venido por un asunto más importante.

Quien hablaba era el doctor WilliamHavelock, anteriormente médicoparticular de varias familiasprivilegiadas de Londres. También habíasido cronista especializado en medicinacon puntos de vista progresistas y habíaescrito sobre asuntos de medicina y

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salud pública relacionados con la ley depobres. Con el tiempo los debatespolíticos que él suscitaba molestaron asus adinerados pacientes, que acabaronrecurriendo a otros médicos menospolémicos.

Rhys había contratado a Havelockhacía diez años, desde que losalmacenes habían empezado a despuntaren Cork Street. Necesitaba un médicoque se ocupara de sus empleados y losmantuviera sanos y productivos.

El doctor Havelock, un viudo demediana edad, era un hombre robusto yatlético con cabeza leonina y pelo cano,y unos ojos que habían visto lo mejor ylo peor de la humanidad. Su rostro

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curtido solía reflejar malhumor, perocuando estaba con sus pacientes, susrasgos se suavizaban con la expresiónbondadosa de un abuelo, lo que lepermitía ganarse su confianza.

—Doctor Havelock —dijo la señoraFernsby con cierto reproche—, le hepedido que aguardara en la sala deespera.

—Como a Winterborne no le importaalterar mi agenda, he decidido alterar lasuya —replicó el galeno como si talcosa.

Ambos se miraron con los ojosentornados.

Se había especulado bastante en losalmacenes sobre que, bajo el habitual

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antagonismo entre Havelock y la señoraFernsby, en el fondo los dos se atraíanmutuamente. Al verlos en ese momento,Rhys se inclinó a pensar que el rumorera cierto.

—Buenos días, Havelock —dijo—.¿Cómo he alterado su agenda?

—Enviándome una visita inesperadaun día en que tengo muchos pacientesque atender.

Rhys interrogó a la señora Fernsbycon la mirada.

—Se refiere a la doctora Gibson —aclaró la secretaria—. La entrevistéayer como me pidió. Como me pareciócualificada, además de agradable, se laenvié al doctor Havelock.

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—¿Cómo puede valorar usted si estácualificada o no, Fernsby? —soltó estecon brusquedad.

—Se graduó con honores y premios—replicó ella.

—En Francia —indicó Havelock conligero desdén.

—Teniendo en cuenta cómo losmédicos ingleses fueron incapaces desalvar a mi pobre marido —espetó laseñora Fernsby—, acudiría a un médicofrancés sin dudarlo.

—Pase, Havelock, y hablaremos de ladoctora Gibson —intercedió Rhys paraque aquello no se convirtiera en unapelea de gallos.

—Me gustaría tomar un poco de té,

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Fernsby —soltó con retintín el médicocuando pasó por su lado al entrar en eldespacho.

—Señora Fernsby para usted. Y podrátomar todo el té que quiera en la cantinadel personal.

Havelock se volvió para mirarla,ofendido.

—¿Por qué puede él llamarlaFernsby? —preguntó.

—Porque él es el señor Winterborne yusted no. —Y miró a Rhys—. ¿Leapetece un té, señor? Si es así, supongoque podría poner una taza de más para eldoctor Havelock en la bandeja.

—Creo que sí. Gracias, Fernsby —respondió de modo inexpresivo Rhys,

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sin demostrar lo divertida que le resultóla reacción de su secretaria.

—Dejé claro a la doctora Gibson quesu contratación estaba supeditada a suaprobación —aseguró Rhys a Havelockuna vez la secretaria se hubo ido.

La frente del hombre mayor se llenóde arrugas cuando frunció el ceño.

—Esa muchachita engreída meinformó de que era un hecho consumado—se quejó.

—El mes pasado me dijo quenecesitaba un ayudante, ¿no?

—Uno de mi agrado, ya que soy yoquien va a tener que formarlo yorientarlo.

—¿Duda de su competencia?

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Havelock podría haber arruinado laincipiente carrera de Garrett Gibson conun simple «sí». Sin embargo, erademasiado honesto para ir por esosderroteros.

—Si hubiera venido a verme unhombre con su preparación, lo habríacontratado en el acto. Pero ¿una mujer?Hay demasiados prejuicios que superar.Hasta las pacientes femeninas preferiránun médico varón.

—Al principio. Hasta que seacostumbren a la idea. —Al ver laobjeción en la expresión del galeno,Rhys prosiguió en tono de divertidacensura—. Havelock, tengo empleadas acientos de mujeres muy trabajadoras y

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que hacen gala de su destreza todos losdías. Hace poco, ascendí a unavendedora al puesto de directora de susección y su rendimiento ha sido igual alde cualquier hombre en ese mismocargo. Y, evidentemente, las habilidadesde Fernsby están más allá de toda duda.No soy un radical, Havelock: le hablode hechos. Por tanto, como hombressensatos, demos a la doctora Gibson laoportunidad de demostrar lo que vale.

Havelock se mesó el pelo canosomientras reflexionaba.

—Ya he librado batallas suficientespara toda una vida, Winterborne. No meinteresa formar parte de la lucha de lasmujeres contra las injusticias que sufren.

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Rhys sonrió, mirándolo con ojosimplacables.

El médico soltó un suspiroquejumbroso, conocedor de que lasuerte estaba echada.

—Maldita sea, Winterborne —soltó. El día era tan gélido que el aire

congelaba la nariz y helaba los dientes.Helen se estremeció, se rodeó más elcuello con la capa corta de lana y apretólos labios entumecidos en un intentovano de calentarlos.

Según las normas del luto, habíapasado tiempo suficiente desde lamuerte de Theo como para que ya fuera

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aceptable que las hermanas Ravenelllevaran la cara descubierta en público,siempre y cuando lucieran un velo en laparte posterior del sombrero. Helenagradecía no tener que seguir viendo lascosas a través de una capa de crepénegro.

La familia Ravenel y una reducidacomitiva de criados estaban a punto departir de Londres en un tren en direccióna Hampshire. Helen tuvo la impresiónde que la estación de Waterloo, uncomplejo de edificios con una intrincadared de andenes y adiciones queocupaban cuatro hectáreas, no podíahaber estado mejor diseñada paraprovocar la máxima confusión posible a

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los viajeros. El volumen de pasajerosprácticamente se doblaba cada año, loque obligaba a la estación a ampliarsesegún se iba necesitando. Para empeorarlas cosas, los empleados del ferrocarrilsolían dar información contradictoriasobre dónde llegaba o de dónde salía untren. Los mozos de cuerda llevaban elequipaje a trenes equivocados y seconfundían al guiar a la gente a lasparadas de carruajes de alquiler y lastaquillas de billetes. Los pasajeros seenfurecían y gritaban frustrados mientrasse arremolinaban en el interior de losedificios abiertos por un solo lado.

Helen dio un brinco cuando, cerca deellos, una banda empezó a tocar una

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marcha militar con entusiasmoestridente. El primer batallón delregimiento de los Coldstream Guardsllegaba de Chichester, y unamuchedumbre se había congregado paradarle la bienvenida.

—Voy a preguntar dónde está nuestropuñetero tren —dijo Devon, molesto porel estruendo, a Kathleen—. No osmováis de aquí hasta que regrese. Ya hedicho al lacayo que tiene que tumbar acualquier hombre que se te acerque a tio a las chicas.

Tras mirarlo, Kathleen apoyó los piesfirmemente en las tablas del suelo, comosi estuviera echando raíces en él.

Devon sacudió la cabeza, sonriendo a

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su pesar.—No te pega hacerte la obediente —

la informó y le acarició la mejilla con undedo enguantado.

—¿Tendría que serlo? —preguntó ellaviéndolo alejarse.

—Sería interesante verlo por lomenos una vez —replicó Devon,volviendo la cabeza para mirarla, perosin aminorar el paso.

Con una risita, Kathleen se acercó aHelen.

Mientras las gemelas observaban conlos ojos abiertos como platos el desfilede los Coldstream ataviados con sureluciente casaca roja adornada conbotones dorados, Kathleen se puso seria

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y observó con preocupación laexpresión apagada de Helen.

—Lamento que tengamos quemarcharnos de Londres —dijo.

—No hay nada de lo que lamentarse.Estoy resignada.

No era cierto, claro. Le inquietabaestar tanto tiempo separada de Rhys.Especialmente a la vista de lo furiosoque le había puesto que ella se negara afugarse con él. No estaba acostumbradoa esperar o a que se le negara algo quequería.

Desde que Rhys había dejado la CasaRavenel, Helen le había escrito a diario.En la primera carta, le había preguntadopor su salud. En la segunda, le había

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informado de los planes de viaje de lafamilia, y en la tercera, se habíaatrevido a preguntarle, en un momentode inseguridad, si lamentaba sucompromiso.

Después de las dos primeras cartas, lehabía llegado a las pocas horas unasucinta respuesta escrita con unacaligrafía extraordinariamente precisa.En la primera, Rhys le aseguraba que elhombro se le estaba curandorápidamente, y, en la segunda, leagradecía la información sobre lapartida inminente de los Ravenel.

Pero no había habido respuesta a latercera carta.

Tal vez lamentara el compromiso. Tal

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vez ella lo hubiera decepcionado. Pero¿en tan poco tiempo? Para evitarpreocupar al resto de la familia, hizotodo lo que pudo por ocultar sudesánimo, pero Kathleen se lo notóenseguida.

—El tiempo pasará muy rápido. Ya loverás —murmuró.

—Sí —dijo Helen, consiguiendoesbozar una sonrisa tensa.

—Habríamos tenido que regresar a lafinca aunque no se hubiera dado estasituación con el señor Winterborne. Haymucho que hacer ahora que se estápreparando el terreno para el ferrocarrily la cantera, y no puede recaer todo enWest.

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—Lo entiendo. Pero... espero que elprimo Devon no siga siendo tan severocon el señor Winterborne.

—Pronto cederá —le aseguróKathleen—. No intenta ser severo, essolo que tú y las gemelas estáis bajo suprotección, y se preocupa mucho porvosotras. —Tras echar un vistazoalrededor, bajó la voz—: Como dije aDevon, no es ningún crimen que unhombre haga el amor a una mujer con laque tiene intención de casarse. Y nopudo discutírmelo. Pero no le gusta laforma en que el señor Winterbornemanejó la situación.

—¿Volverán a ser amigos? —seatrevió a preguntar Helen.

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—Lo siguen siendo. Cuando noshayamos instalado y transcurran unassemanas, convenceré a Devon de queinvite al señor Winterborne aHampshire.

—Eso me gustaría —dijo la joven trassujetarse las manos enguantadas paracontener su entusiasmo y no hacer elridículo en público.

—Mientras tanto, habrá mucho con loque mantenerte ocupada —aseguróKathleen con ojos centelleantes—.Tienes que explorar toda la casa paraelegir lo que quieras llevarte a Londres.Te irás con tus pertenencias, claro, perotambién con muebles y adornos quecontribuyan a que tu nuevo hogar te

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resulte acogedor.—Es muy generoso por tu parte, pero

no me gustaría llevarme nada quepudieras querer más adelante.

—Hay doscientas habitaciones enEversby Priory. Muchas de ellas estánllenas de muebles que nadie usa jamás yde cuadros que nadie contempla. Llévatelo que quieras: te corresponde porderecho de nacimiento.

La sonrisa de Helen se desvaneció aloír estas últimas palabras.

Su conversación se perdió en mediodel rugido y el resuello del tren quellegaba al otro lado del andén. El olor ametal, la carbonilla y el vapor llenaronel lugar, mientras las tablas parecieron

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vibrar de impaciencia bajo sus pies.Helen retrocedió a pesar de que lalocomotora no suponía ninguna amenaza.La banda siguió tocando, los soldadosdesfilando y la gente vitoreando. De losvagones bajaron pasajeros a cuyoencuentro acudieron mozos de cuerdacon carretillas, y hubo tanto griterío queHelen se tapó los oídos con las manosenguantadas. Kathleen fue a ocuparse delas gemelas al ver que el gentíoavanzaba en oleadas. Las personas semovían y chocaban entre sí a sualrededor, mientras el lacayo, Peter,hacía lo que podía por evitar que nadieempujara a las cuatro mujeres.

Una fuerte ráfaga de viento llegada del

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lado abierto del enorme hangar abrió laparte delantera de la capa corta deHelen. El botón de un alamar se habíasoltado de la presilla de seda bordada.Ella sujetó los extremos de la capa y sevolvió de espaldas al viento paraintentar abrochar la presilla. Tenía losdedos tan fríos que no podía moverlosbien.

Un par de muchachas que cargabanmaletas y sombrereras la rozaron con lasprisas por salir del andén, y Helen setambaleó. Tras dar un par de pasos paraconservar el equilibrio, topó con unafigura enorme y robusta.

Soltó el aire, sorprendida, cuandounas manos la sujetaron para que no se

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cayera.—Le ruego me disculpe, no... —soltó,

jadeante.Se encontró mirando unos ojos

oscuros. Notó un cosquilleo en elestómago y le flaquearon las rodillas.

—Rhys... —susurró.Sin decir nada, él sujetó el alamar de

la capa y pasó la presilla de sedaalrededor del botón. Iba elegantementevestido con un bonito abrigo de lananegro y un sombrero gris. Pero surefinado atuendo no hacía nada porsuavizar su tensión.

—¿Por qué has venido? —logrópreguntar Helen con el pulso acelerado.

—¿Creías que iba a dejar que te

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fueras de Londres sin despedirnos?—No esperaba... pero quería... es

decir, me alegra... —Se calló, aturdida.—Ven conmigo —le susurró Rhys

poniéndole una mano en la espalda paraconducirla hacia una alta barrera demadera que cruzaba parcialmente elandén. La pared estaba cubierta deanuncios y avisos relativos aalteraciones de los serviciosferroviarios.

—¡Milady! —oyó Helen detrás deella y volvió la cabeza para mirar.

El lacayo Peter la contemplabanervioso mientras intentaba proteger alresto de la familia de la avalancha depasajeros que salían de la estación.

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—Milady, el conde me ordenó que lasmantuviera juntas.

—Yo cuidaré de ella —le dijo Rhyssecamente.

—Pero, señor...Kathleen, que acababa de percatarse

de que Rhys estaba allí, interrumpió allacayo:

—Deles cinco minutos, Peter. —Dirigió a Helen una mirada suplicante ylevantó cinco dedos para asegurarse deque la entendía. Helen asintiórápidamente a modo de respuesta.

Rhys la llevó a un rincón resguardadoentre la barrera de madera y unacolumna de hierro fundido. Se puso deespaldas a la gente para taparla e

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impedir que la vieran.—Me ha costado mucho dar contigo.

—Su voz grave superó el estrépito quelos envolvía—. Vuestro tren no sale deeste andén.

—El primo Devon ha ido a averiguardónde tenemos que esperar.

Una brisa gélida jugueteó con unosmechones rubios sueltos de Helen y sele coló por el cuello del vestido. Ella seestremeció e intentó arroparse mejor conla capa.

—Te castañetean los dientes —dijoRhys—. Acércate más.

—No creo que... no es necesarioque... —dijo ella con una mezcla deconsternación y anhelo al ver que él se

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estaba desabrochando el abrigo cruzado.Sin hacer caso de sus quejas, Rhys la

estrechó contra su cuerpo y la envolviócon su abrigo.

Helen cerró los ojos en aquellaoscuridad cálida e íntima y la gruesalana amortiguó el ruidoso ajetreocircundante. Se sintió como un animalitodel bosque acurrucado en su madriguera,oculto de los peligros del exterior. Rhysera corpulento, fuerte y cálido, y ella nopudo evitar relajarse entre sus brazosdado que reconocía aquel cuerpo comoel origen de su bienestar.

—¿Mejor? —Su voz le acarició eloído.

Helen asintió y le apoyó la cabeza en

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el pecho.—¿Por qué no respondiste mi tercera

carta? —preguntó en tono apagado.Él le tomó el mentón con los dedos

enguantados para levantarle la cara.—Puede que no me gustara tu pregunta

—le respondió con un brillo burlón enlos ojos.

—Tenía miedo de que... Quiero decir,pensé que...

—¿Que yo podría haber cambiado deparecer? ¿Que podría haber dejado dequererte? —Algo en su voz le erizó lanuca a la joven—. ¿Quieres una pruebade lo que siento por ti, cariad?

Antes de que pudiera contestar, labesó en la boca de una forma que solo

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podía describirse como escandalosa. ARhys le daba igual. La quería, y tenía laintención de que ella lo supiera, losintiera, lo saboreara. Ella le recorriólos hombros con las manos hastarodearle el cuello para conservar elequilibrio puesto que las rodillas lecedieron. El beso prosiguió, suspendidoeternamente, mientras él mantenía suslabios inquietos y ardientes en los deella y le rozaba la mejilla con el fríocuero negro de sus guantes. Aturdida,Helen comprendió que no lo movía larabia. Había ido a la estación porquequería que le demostrara su amor.Estaba tan poco seguro de ella comoella de él.

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Tras finalizar el beso con unavibración ronca en la garganta, Rhyslevantó la cabeza. El vaho le salía de laboca a ráfagas. Dejó de rodearla con suabrigo y retrocedió para separarse deella.

Helen se estremeció ante el envite delaire frío.

Rhys se metió la mano en el abrigopara hurgar en un bolsillo interior.Luego tomó la mano enguantada deHelen y le puso un sobre sellado en lapalma.

—Di a tu familia que vaya al andénocho por el puente peatonal —dijo antesde que ella pudiera preguntarle qué eraaquel sobre.

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—Pero ¿cuándo...?—Hwyl fawr am nawr. —La miró una

última vez con un destello de soledad enlos ojos—. Significa «hasta la vista». —Después de orientarla hacia dondeestaba su familia, le dio un empujoncito.

Helen se detuvo y se volvió paramirar atrás con su nombre en los labios.Pero él ya se iba, abriéndose paso entrela muchedumbre con paso decidido.

Helen se metió la carta en la ajustada

manga y no la leyó hasta mucho mástarde, después de que Devon hubierallevado a la familia al tren correcto yestuvieran todos sentados en un vagón

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de primera clase. Cuando el convoysalió de la estación de Waterloo dandocomienzo al viaje de dos horas hastaHampshire, sacó cuidadosamente elsobre.

Como las gemelas miraban por laventanilla y Kathleen estaba entretenidacharlando con Devon, rompió el sello decera roja y desdobló la hoja.

Helen:Me preguntas si lamento nuestro

compromiso.No. Lamento cada minuto que estás

lejos de mí. Lamento cada paso que nome acerca a ti.

Lo último que pienso cada noche es

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que tendrías que estar entre misbrazos. No hay paz ni placer en unacama vacía, donde duermo contigosolo en sueños y me despiertomaldiciendo el alba.

Si tuviera derecho a hacerlo, teprohibiría ir a ninguna parte sin mí.No por egoísmo, sino porque estarseparado de ti es como intentar vivirsin respirar.

Piensa en ello. Me has robado cadaaliento, cariad. Y ahora tengo quecontar los días hasta que puedarecuperarlo de ti, beso a beso.

WINTERBORNE

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12 Arrodillada ante una estantería en un

rincón de lectura del piso de arriba,Helen repasó hileras de libros y apartólos que quería empaquetar. En las tressemanas transcurridas desde su regresoa Eversby Priory, había llenado unahabitación con las pertenencias que ibaa llevarse a su nuevo hogar. Cada objeto

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tenía un significado personal, como uncosturero de palisandro que pertenecieraa su madre, una bandejita de porcelanapara el tocador pintada con querubines,una alfombrilla de baño infantil bordaday una butaca de caoba con el asientotriangular en el que su abuela se sentabasiempre durante sus visitas.

Estar ocupada era la única forma dedistraerse de la añoranza melancólicaque le invadía el corazón.

«Hiraeth», pensó con tristeza. Lascomodidades familiares de su hogarhabían perdido su encanto, y sus hábitoscorrientes se habían vuelto pesados.Hasta ocuparse de las orquídeas y tocarel piano le resultaba tedioso.

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¿Cómo podía parecerle nadainteresante comparado con RhysWinterborne?

Había pasado muy poco tiempo asolas con él, pero en aquellas escasashoras la había poseído y dado placercon tanta intensidad que ahora, encomparación, sus días eran aburridos.

Acercó la mano a las libretasbotánicas de su madre y las colocó unapor una en un baúl de lona.

Eran, en total, doce libretas baratas,forradas con una sencilla tela azul, y depáginas pegadas en lugar de cosidas.Para Helen, su valor era incalculable.

Lady Jane Trenear había llenado cadauna de ellas con información sobre las

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orquídeas, incluidos bosquejos dediversas variedades y anotaciones sobresu temperamento y propiedadesindividuales. A veces las había utilizadoa modo de diario, e incluidopensamientos y observacionespersonales.

Leer aquellas libretas había ayudado aHelen a conocer a su esquiva madremucho más que en vida. Jane habíapermanecido semanas o meses seguidosen Londres y había dejado el cuidado desus hijos en manos de institutrices ysirvientes. Incluso cuando había estadoen Eversby Priory había parecido másuna invitada glamurosa que una madre.Helen no recordaba haberla visto de

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otro modo que no fuera perfectamenteataviada y perfumada, con pendientes,collares y pulseras, y una orquídeafresca en el pelo.

Nadie habría pensado que Jane,siempre admirada por su belleza eingenio, tenía alguna preocupación. Peroen la intimidad de sus diarios, Jane sehabía revelado como una mujer solitariay ansiosa, frustrada por la incapacidadde tener más de un hijo varón.

Un par de hijas me han desgarrado

como si fuera una salchicha —habíaescrito después del nacimiento de lasgemelas—. Antes de haberme rehechosiquiera del parto, el conde me dio las

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gracias por darle «dos parásitos más».¿Por qué no fue un varón por lo menosuna de ellas?

Y en otra libreta:

La pequeña Helen está resultando

ser de ayuda con las gemelas. Admitoque me gusta más que antes, aunqueme temo que siempre será una criaturapálida con cara de conejo.

A pesar de estas palabras hirientes,

Helen compadecía a su madre, que habíasido cada vez más desdichada en sumatrimonio con Edmund Trenear. LordTrenear había sido un marido

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desencantado y difícil. Su caráctermutaba de ardiente a gélido, y rara vezadoptaba un punto intermedio.

No fue hasta después de la muerte desu madre cuando Helen comprendiófinalmente por qué sus padres habíanparecido siempre reacios a reconocer suexistencia.

Había averiguado la verdad mientrascuidaba a su padre durante su últimaenfermedad, consecuencia de un día fríoy húmedo de cacería. La salud deEdmund había sufrido un rápidodeterioro a pesar de los esfuerzos de sumédico. Cuando el conde se sumió en unsemidelirio, Helen se turnaba conQuincy, su ayuda de cámara de

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confianza, para atenderlo día y noche.Le habían administrado tónico einfusiones de salvia para aliviarle eldolor de garganta y puesto cataplasmasen el pecho.

—El médico volverá pronto —lesusurró Helen mientras le secabacariñosamente los restos de saliva de labarbilla después de un acceso de tos—.Ha tenido que ir a ver a un paciente enel pueblo, pero ha dicho que no lellevaría demasiado tiempo.

—Quiero que... al final... estéconmigo... uno de mis hijos —dijo elconde con una voz seca y ronca trasabrir los ojos legañosos—. No tú.

—Soy Helen, padre. Su hija —le

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indicó ella con dulzura, creyendo que nola reconocía.

—Tú no eres mía... nunca lo fuiste. Tumadre... tuvo un amante... —El esfuerzode hablar le provocó más tos. Cuandolos espasmos le hubieron remitido,descansó en silencio con los ojoscerrados, negándose a mirarla.

—No hay nada de cierto en eso —lehabía asegurado Quincy después—. Elpobre señor no sabe lo que dice porculpa de la fiebre. Y su madre, que Diosla bendiga, tenía tantos admiradores quelos celos envenenaron el alma al señor.Es usted una Ravenel de pies a cabeza,milady. Jamás lo dude.

Helen fingió creer a Quincy. Pero

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supo que lo que le había dicho el condeera verdad. Eso explicaba por qué notenía ni el carácter ni el aspecto de losRavenel. No era extraño, pues, que suspadres la despreciaran: ella era fruto delpecado.

Durante los últimos momentos lúcidosdel conde, Helen había llevado a lasgemelas a verlo para que se despidierande él. Aunque había avisado a Theo,este no llegó de Londres a tiempo. Unavez el conde cayó inconsciente, Helenno se sintió con ánimos de pedir a lasgemelas que lo acompañaran durante suagonía.

—¿Tenemos que quedarnos? —habíasusurrado Cassandra mientras se pasaba

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un pañuelo por los ojos enrojecidos.Estaba sentada con Pandora en un bancosituado junto a la ventana. Las gemelasno tenían recuerdos cariñosos de supadre, ni consejos o anécdotas quepudieran rememorar. Lo único quepodían hacer era permanecer allí ensilencio y escuchar su respiración débily agitada, y aguardar tristemente a quefalleciera.

—De todos modos, no querría queestuviéramos aquí —dijo Pandora convoz inexpresiva—. Nunca le hemosimportado nada ninguna de las dos.

Helen, que se había apiadado de sushermanas menores, las abrazó y besó.

—Yo me quedaré con él —les

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prometió—. Id a rezar por él, yencontrad algo silencioso que hacer.

Se marcharon agradecidas. Cassandrase detuvo en la puerta para mirar porúltima vez a su padre, pero Pandorasalió de la habitación con paso enérgico,sin mirar atrás.

Helen se acercó a la cabecera de lacama y observó al conde, un hombre altoy esbelto que parecía haberse encogidoen el enorme lecho. Tenía la tez teñidade gris y cerosa, y el cuello hinchado ledesdibujaba la forma de la mandíbula.Su gran fuerza de voluntad habíaquedado reducida a un débil aliento devida. Helen pensó que el conde parecíahaberse apagado lentamente los dos

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años transcurridos desde elfallecimiento de Jane. Tal vez habíaestado llorando su muerte. La suya habíasido una relación complicada: dospersonas unidas por las decepciones ylos resentimientos del mismo modo queotras estaban unidas por el amor.

Se atrevió a tomar la mano flácida delconde, una serie de venas y huesecillosenvuelta en una fina capa de piel.

—Lamento que Theo no esté aquí —dijo humildemente—. Sé que no soyquien usted querría tener a su lado alfinal. Pero no puedo dejar que seenfrente a esto usted solo.

Cuando hubo terminado, Quincy entróen la habitación con los hundidos ojos

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negros brillantes de lágrimas que leresbalaban hasta el bigote canoso. Sindecir nada, ocupó el banco junto a laventana, resuelto a esperar con ella.

Estuvieron una hora cuidando alconde, cuya respiración laboriosa eracada vez más débil. Hasta que,finalmente, lord Edmund Trenearfalleció en compañía de un criado y unahija que no llevaba ni una gota de susangre.

Tras la muerte del conde, Helen jamásse atrevió a hablar con Theo sobre suorigen. Estaba segura de que él lo sabía:esa era la razón de que nunca hubieraquerido presentarla en sociedad, y deque su actitud hacia ella se hubiera

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hecho eco del desprecio de su padre.Tampoco tuvo el valor suficiente paraconfiárselo a Kathleen o las gemelas.Aunque no había hecho nada malo, seavergonzaba mucho de su origenilegítimo. Por más que tratara deignorarlo, el secreto permaneció ocultoen su interior como una dosis de venenoa la espera de ser liberada.

Y ahora le preocupaba no habérselocontado todavía a Rhys. Sabía cuánto legustaba la idea de casarse con la hija deun noble. Le resultaría increíblementedifícil confesar que no era una Ravenel.Y Rhys se llevaría una decepción.Pensaría peor de ella.

Aun así... tenía derecho a saberlo.

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Helen metió las demás libretas en elbaúl suspirando. Al dirigir una miradarápida a la estantería vacía, se fijó enque había algo apretujado en el rincónpolvoriento. Con el ceño fruncido,apoyó los codos en el suelo y metió lamano entre los estantes para sacarlo.

Un papel de carta.Tras incorporarse, abrió con cuidado

la hoja estrujada y vio unas cuantaslíneas escritas con la letra de su madre.Las palabras estaban separadas más delo habitual, e inclinadas hacia atrás.

Queridísimo Albion:Ya sé que es una locura apelar a tu

corazón cuando dudo de que lo tengas.

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¿Por qué no he recibido noticiastuyas? ¿Qué hay de las promesas queme hiciste? Si me abandonas, harásque Helen nunca sea querida por supropia madre. La veo sollozar en sucuna y no me siento con ánimos detocarla. Tiene que llorar sola,desconsolada, igual que tengo quehacerlo yo ahora que me has dejado.

No voy a guardar las formas. Mipasión no puede doblegarse a larazón. Vuelve conmigo y te juro queenviaré lejos a la niña. Diré a todo elmundo que es enfermiza y que tieneque criarse con una niñera en un climaseco y cálido. Edmund no pondráobjeciones; antes bien, se alegrará de

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su marcha.Nada tiene que cambiar para

nosotros, Albion, siempre que seamosdiscretos.

Volvió la carta inacabada, pero el

dorso estaba en blanco.Helen había extendido el papel

arrugado en el suelo y lo estaba alisandocon la palma de la mano. Se sentíavacía, desvinculada de unossentimientos que no deseaba admitir nianalizar.

Albion.Nunca había querido saber el nombre

de su padre. Pero no pudo evitarpreguntarse qué clase de hombre había

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sido. ¿Seguiría vivo? ¿Y por qué sumadre no había terminado de escribir lacarta?

—¡Helen!El llamado inesperado la sobresaltó.

Alzó la cabeza, obnubilada, cuandoCassandra entró corriendo en lahabitación.

—¡Ha llegado el correo y hay una cajade los almacenes Winterborne! —exclamó la muchacha—. El lacayo la hallevado a la sala de visitas de la plantabaja. Tienes que venir enseguida porquequeremos... —Se detuvo con el ceñofruncido—. Estás muy colorada. ¿Qué tepasa?

—Es el polvo de los libros —alcanzó

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a decir—. He estado empaquetando laslibretas de madre y me ha hechoestornudar mucho.

—¿No puedes dejarlo para más tarde,por favor, Helen? Queremos abrir tusregalos de inmediato. Algunas cajastienen la indicación «perecedero» ycreemos que pueden contener dulces.

—Bajaré enseguida —asegurómientras se guardaba la carta bajo lospliegues de la falda.

—¿Quieres que te ayude con loslibros?

—Gracias, cielo, pero preferiríaencargarme de ello yo misma.

—Pero nos consume la impaciencia...Helen miró a su hermana y observó

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que recientemente había perdido elaspecto desgarbado y juguetón de laniñez. Guardaba un parecido asombrosocon Jane: la belleza inmaculada de suestructura ósea y sus labios en forma decorazón, los rizos dorados y los ojosazules con tupidas pestañas.

Por suerte, Cassandra era una versiónmás dulce y mucho más buena de sumadre. Y Pandora, a pesar de ser tandada a las travesuras, era la chica mástierna que se pudiese imaginar. Graciasa Dios que estaban las gemelas; siemprehabían sido lo único constante en suvida, nunca le había faltado su amor.

—¿Por qué no empezáis a abrir lascajas sin mí? —sugirió—. Bajaré

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enseguida. Si alguien pone reparos,diles que te he designado mirepresentante oficial.

—Si hay dulces, te guardaré algunosantes de que Pandora se los coma todos—dijo Cassandra, sonriendo desatisfacción. Se marchó corriendo conun vigor impropio de una dama y bajó laescalera principal gritando—: ¡Helendice que empecemos sin ella!

Sonrió y se sentó un momento paracontemplar, absorta, el baúl de lona consu carga invisible de secretos yrecuerdos dolorosos. Tanto Jane comoEdmund descansaban en paz y, sinembargo, parecía que todavía tenían lacapacidad de herir a sus hijos desde la

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tumba.Pero no iba a permitírselo.Cerró con decisión el baúl de lona y

silenció así los susurros del pasado.Tomó la carta inconclusa de su madre, lallevó a la chimenea y la echó sobre lasbrasas. El papel polvoriento se contrajoy se retorció antes de prenderse con unallama blanca.

Lo observó hasta que todas laspalabras se hubieron convertido encenizas.

Y se quitó el polvo de las manosmientras salía de la habitación.

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13 Helen se animó en cuanto entró en la

alegre y bulliciosa sala de visitasdelantera. West y las gemelas estabansentados en la alfombra, desenvolviendocestas y cajas, mientras Kathleen abríala correspondencia en el escritorio delrincón.

—Siempre pensé que no me gustaban

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los galanteos —aseguró West,examinando el contenido de una cestaprocedente de los almacenesWinterborne—. Pero resulta que lo veíadesde el punto de vista equivocado. Elgalanteo es una de esas actividades enque es mejor recibir que dar.

Weston Ravenel se parecía mucho a suhermano mayor. Atractivo, de ojosazules, tenía la misma complexiónfornida y el mismo encanto de dudosareputación. Había dedicado los últimosmeses a aprender sobre agricultura yproducción láctea. El ex calavera nuncahabía sido tan feliz como cuando habíapasado un día en compañía de losarrendatarios, trabajando la tierra y

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volviendo a casa con las botas y lospantalones enlodados.

—¿Nunca has cortejado a nadie,primo West? —preguntó Pandora.

—Solo si he estado seguro de que ladama en cuestión era demasiadointeligente como para aceptarme. —Selevantó con un movimiento ágil al ver aHelen.

—¿Así que no quieres casarte? —preguntó en tono desenfadado ella, y fuea sentarse en el sofá vacío.

—¿Cómo voy a contentarme con unsolo bombón de toda la caja? —soltóWest con una sonrisa a la vez que leponía una caja plana de satén azul en elregazo.

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Helen levantó la tapa y se ledesorbitaron los ojos al ver un tesoro decaramelos, gelatina de crema, frutaescarchada, tofes y bolitas demalvavisco, todo en cucuruchos depapel encerado. Su mirada perpleja sedirigió hacia el montón de exquisitecesque se iba acumulando cerca de ella:beicon y un jamón ahumado deWiltshire, una caja de salmón curado,tarros de mantequilla danesa, mollejasen conserva, una bolsita de dátiles, unacanasta de frutas tropicales, ruedas deBrie con la corteza blanca, unos bonitosquesos envueltos en mallas, tarros depasta de higos, huevos de codorniz envinagre, botellas de licor de frutas de

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colores preciosos que debía beberse asorbos en vasitos pequeños y una latadorada con esencia de cacao.

—¿En qué estará pensando el señorWinterborne? —exclamó con una risitanerviosa—. Ha enviado comidasuficiente para un regimiento.

—Es evidente que intenta cortejar atoda la familia —opinó West—. Nopuedo hablar por los demás, peropersonalmente me siento totalmentegalanteado.

La voz pesarosa de Kathleen llegódesde el rincón:

—Podría comerme yo sola todo esejamón. —Aquellos últimos días habíaempezado a tener unos antojos

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insaciables, seguidos de unas náuseasincipientes.

West se levantó y le llevó, sonriente,un bote de cristal lleno de almendras.

—¿Qué tal esto?Kathleen levantó la tapa y se zampó

una almendra. El ruido que hizo almasticarla se oyó en toda la habitación.Como le gustó, siguió comiendo, unatras otra.

—No vayas tan deprisa, querida, quete atragantarás —le aconsejó West,divertido. Y se acercó al aparador paraservirle un poco de agua.

—Me muero de hambre —se quejóKathleen—. Y estas almendras son justolo que se me antojaba estos días, solo

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que no lo he sabido hasta ahora. ¿Enviósolo un bote el señor Winterborne?

—Nos enviará más si se lo pido —seofreció Helen.

—¿De veras? Porque... —Kathleen secalló de golpe con la atención puesta enla carta que tenía en la mano.

Helen sintió un escalofrío en laespalda a modo de corazonada de quealgo terrible había sucedido. Vio queKathleen se encorvaba un poco, comopara protegerse de algo. Cuando quisodepositar el bote en la mesa, lo dejócasi fuera del borde. El recipiente secayó y, afortunadamente, aterrizó en laalfombra, lo que impidió que se hicieraañicos. Kathleen ni siquiera se dio

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cuenta, concentrada como estaba en lacarta.

—¿Qué pasa? —preguntó Helen,acudiendo a su lado justo antes queWest.

Kathleen se había quedado blanca y surespiración era agitada.

—Mi padre... —susurró—. Solo hepodido leer la primera parte. No puedopensar. —Le tendió la carta a Helen.

Un mes atrás lord Carbery habíasufrido un accidente en una pista cerradade sus caballerizas en Glengarriff: sumontura se había encabritado, lo quehabía provocado que él se golpeara lacabeza contra el extremo de una viga deapoyo. Aunque Carbery había

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sobrevivido, su salud se había resentidodesde entonces.

Al dar el vaso de agua a Kathleen,West hizo que lo sujetara con ambasmanos, como si fuera una niña pequeña.

—Bébete esto, princesa —dijo en vozbaja. Cruzó una mirada alarmada conHelen—. Iré a buscar a Devon. Nopuede andar lejos. Va a reunirse con elleñador para comentarle que hay quetalar el roble del lado oriental.

—No es necesario que lo interrumpas—aseguró Kathleen con voz tensa perotranquila—. Esto puede esperar a quehaya terminado. Estoy bien. —Se llevóel vaso a los labios con manotemblorosa y bebió penosamente varios

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tragos.Helen miró a West, situado detrás de

Kathleen, le indicó con un gesto quefuera, y él se marchó tras asentir con lacabeza.

—Falleció hace dos días —murmuróHelen tras volver a la carta y leerla—.El administrador explica que, desde elaccidente, lord Carbery estaba aquejadode dolores de cabeza y ataques. Unanoche se fue temprano a la cama y muriómientras dormía. —Apoyó una manocariñosa en el hombro de Kathleen ynotó que ella temblaba ligeramente en suesfuerzo por contener sus sentimientos—. Lo siento mucho, cielo.

—Era un desconocido para mí —

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comentó Kathleen en voz baja—. Meenvió lejos para que me criaran otraspersonas. No sé qué debería sentir porél.

—Te comprendo.—Lo sé —dijo ella con una amarga

sonrisa mientras cubría con sus dedosfríos los de Helen.

Se quedaron un instante en silencio.Pandora y Cassandra se acercaron,vacilantes.

—¿Podemos hacer algo por ti,Kathleen? —preguntó Pandora,inclinándose junto a su silla.

Kathleen contempló el rostro serio dela muchacha y, tras sacudir la cabeza,tendió la mano para acercarla más a

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ella. Cassandra se colocó al otro lado ylas abrazó a ambas.

—No hay por qué preocuparse —aseguró Kathleen—. Estaré bien. ¿Cómono iba a estarlo, si tengo las mejoreshermanas del mundo? —Cerró los ojos yapoyó la cabeza en la de Pandora—.Hemos pasado muchas cosas juntas enmuy poco tiempo, ¿verdad?

—¿Significa esto otro año de luto? —quiso saber Pandora.

—No para vosotras —la tranquilizóKathleen—, solo para mí. —Suspiró—.Voluminosa por el embarazo ymoviéndome pesadamente vestida denegro, pareceré uno de esos gánguilescargados de desechos que se envían a

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alta mar.—Eres demasiado menuda para ser un

gánguil —objetó Cassandra.—Serás un remolcador —precisó

Pandora.Kathleen rio entre dientes y besó a las

gemelas. Sus mejillas volvían a teneralgo de color. Se levantó de la silla y sealisó la falda.

—Hay mucho que hacer —anunció—.El funeral se celebrará en Irlanda. —Dirigió una mirada afligida a Helen—.No he estado ahí desde que era niña.

—No tienes que tomar ningunadecisión ahora mismo —aconsejó lajoven—. Tal vez deberías ir arriba yacostarte.

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—No puedo. Hay cosas que tengoque... —Se detuvo al ver que Devonentraba en la habitación.

Le recorrió el cuerpo con ojospenetrantes, que se posaron en susemblante pálido.

—¿Qué pasa, mi amor? —preguntócon dulzura.

—Mi padre nos ha dejado. —Seesforzó por mostrarse prosaica—. No esninguna sorpresa, claro. Ya sabíamosque estaba delicado.

—Ya. —Devon avanzó paraestrecharla entre sus brazos.

—Estoy muy tranquila —dijo ella conla cabeza apoyada en el hombro.

Devon le besó la sien. Tenía el rostro

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tenso por la preocupación, y los ojosazules llenos de ternura.

—No voy a llorar —aseguró su mujercon naturalidad—. Sin duda, él nohabría querido mis lágrimas.

—Suéltamelas a mí, entonces —susurró Devon tras acariciarle el pelo.

Kathleen escondió la cara en lapechera de su camisa y pareció perderel ánimo. Pasados unos segundos, se oyóun sollozo entrecortado que no sedetenía. Su marido le apoyó la mejillaen la cabeza y la estrechó con másfuerza contra la firmeza reconfortante desu cuerpo.

Al darse cuenta de que erandemasiados para lo que se había

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convertido en un momento muy íntimo,Helen hizo un gesto a las gemelas paraque salieran de la habitación.

—Vayamos a la biblioteca y pidamosté —sugirió tras cerrar la puerta.

—Jo, nos dejamos los dulces —selamentó Pandora.

—¿Qué va a pasar, Helen? —preguntóCassandra mientras recorrían elvestíbulo—. ¿Irá Kathleen a Irlanda parael funeral?

—Creo que, si es posible, tendría quehacerlo. Es importante despedirse.

—Pero su padre no lo sabrá —objetóPandora.

—No lo digo por él —murmuróHelen, entrelazando un brazo con el de

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su hermana menor y dándole unaspalmaditas cariñosas en la mano—, sinopor ella.

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14 Telegrama

Señor Rhys WinterborneCork Street, Londres Acaba de llegar noticia

fallecimiento de mi suegro lordCarbery. Aunque circunstancias no son

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las mejores, se agradecería mucho tupresencia en Hampshire.

Agradeceré envíes almendrassaladas a lady Trenear.

TRENEAR

—Fernsby —llamó Rhys secamente

tras alzar la vista del telegrama—, anuletodos mis compromisos esta semana ycompre dos billetes en el siguiente tren aHampshire. Envíe a alguien para quepida a Quincy que haga mi equipaje y elde él. Y diga a un dependiente de lasección de comestibles que llene unabolsa de viaje con tarros de almendrassaladas.

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—¿Tantas almendras?—Sí.Cuando la secretaria salió presurosa

del despacho, Rhys apoyó la frente en elescritorio.

—Diolch i Dduw —murmuró—.Gracias a Dios.

Si no hubiera llegado pronto unaexcusa para volver a ver a su amada, nohabría tenido más remedio que irrumpiren Eversby Priory como un depredador.Lamentaba la muerte del padre deKathleen, pero estaba desesperado porvolver a ver a Helen. Le parecíaimposible tenerla fuera de su alcance.De momento, lo único que había podidohacer era esperar, que era solo lo que se

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le daba mal en la vida.Helen le había enviado tres o cuatro

cartas a la semana para contarle el día adía de la familia y los acontecimientosen el pueblo, las obras que se hacían enla casa y los avances de la cantera delfilón de hematites. Había incluidodescripciones de las tareas efectuadas,como confeccionar velas o cosechar losruibarbos que cultivaban en uno de losinvernaderos. Cartas remilgadas,alegres, afables y llenas de noticias.

El deseo lo volvía loco, lo estabamatando.

Su trabajo, sus almacenes, habíanabsorbido siempre su ilimitada energía,pero ahora no le bastaban. Ardía de

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deseo, a tal punto que sentía unacalentura constante bajo la piel. Nosabía muy bien si Helen era laenfermedad o la cura.

Resultó que el siguiente tren salía entres horas. Como no había tiemposuficiente para preparar su vagónprivado, ni ninguna locomotoradisponible a la cual engancharlo, estuvomás que contento de ir en un trencorriente. Por algún milagro, elimperturbable Quincy logró hacer suequipaje con tanta eficiencia quelograron llegar a tiempo a la estación. Sitodavía le quedaba alguna duda sobrelas ventajas de tener un ayuda decámara, se disipó para siempre.

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Durante las dos horas de trayectoentre Londres y la estación de Alton,Rhys se dio cuenta de que viajabainclinado hacia delante en su asiento,como para apremiar al esforzado motora ganar velocidad. Finalmente el tren sedetuvo en Alton, y Rhys encontró uncarruaje de alquiler que los llevara aEversby Priory.

La enorme casa solariega de la épocade Jacobo I estaba en obras desde queDevon la había heredado. Profusamenteadornada con antepechos y arcadas, yplagada de hileras de elaborados fustesde chimenea, se erigía sobre su entornocomo la viuda imperiosa de un noble enun baile. El hallazgo de un yacimiento

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de hematites en sus tierras había sidoprovidencial; sin una gran inyección decapital, la casa solariega habría estadoen ruinas antes de que la siguientegeneración la hubiese heredado.

Los recibió el mayordomo, Sims, quedijo algo como que no les esperaban tanpronto. Quincy estuvo de acuerdo en quesu llegada había sido precipitada, yambos sirvientes intercambiaron unarápida mirada de comprensión por lasdificultades que suponía trabajar para unseñor impetuoso y exigente.

Mientras esperaba paseándoseimpaciente por la sala de visitas a queapareciera alguien, Rhys pensó que lacomodidad de aquella estancia no se

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asemejaba en absoluto a la de su casa,mucho más moderna. Él siempre habíapreferido lo nuevo, ya que asociaba lascosas viejas con el deterioro y ladecadencia. Pero el encanto apagado deEversby Priory era relajante y acogedor.Tenía algo que ver con el modo en quelos muebles estaban dispuestos sobre laalfombra floreada. Había libros yperiódicos amontonados en mesitas, ycojines y mantas de viaje esparcidos portodas partes. Un par de amistososspaniels negros entraron para husmearlela mano, y se marcharon al oír un ruidodistante en la casa. El aroma de dulceshorneados llegó a la estancia paraanunciar que se aproximaba la hora del

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té.Rhys no había sabido cómo interpretar

que lo hubieran invitado a EversbyPriory cuando la familia estaba de luto.En tales circunstancias, por lo que élsabía, que no era mucho aparte de losartículos que vendía en sus almacenes,la familia de un finado reciente noinvitaba ni recibía a nadie. Las visitassolían dar el pésame después delfuneral.

Sin embargo, Quincy, que era duchoen esos menesteres y hacía décadas queconocía a los Ravenel, le habíaexplicado la importancia de lainvitación.

—Según parece, lord y lady Trenear

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han decidido tratarlo como a unmiembro de la familia, aunque todavíano se haya casado con lady Helen,señor. —Y, tras volverse, había añadidocon un deje de desaprobación—: Estanueva generación Ravenel no se muestraexcesivamente tradicional.

Los pensamientos de Rhys volvieronal presente cuando Devon entró en lahabitación.

—Dios mío, Winterborne. —Devonparecía aturdido y algo cansado—.Envié el telegrama esta misma mañana—comentó, pero le sonrió como antes yalargó el brazo para darle un fuerteapretón de manos. Daba la impresión deque había dejado de lado sus

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diferencias.—¿Cómo está lady Trenear?Devon titubeó, como si se planteara

cuánto tenía que contar.—Delicada —respondió por fin—.

Está llorando más por el padre quenunca tuvo que por el padre que acabade perder. He avisado a lady Berwick,que llegará mañana de Leominster. Supresencia reconfortará a Kathleen; losBerwick la acogieron en su casa cuandosus propios padres la mandaron lejos deIrlanda.

—¿Será allí el funeral?—En Glengarriff —dijo Devon,

asintiendo con la cabeza—. Tendré quellevarla. Huelga mencionar que todo

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esto ocurre en el momento menosoportuno.

—¿No podrías encontrar a alguienapropiado para acompañarla?

—No en su estado. He de estar conella.

—La forma más rápida de ir es tomarel vapor de Bristol a Waterford ypernoctar en Granville; hay un hotelexcelente cerca de la estación deferrocarril. Podríais tomar un tren aGlengarriff al día siguiente —comentóRhys, pensando en la logística deldesplazamiento—. Si lo deseas,mandaré un telegrama a mis oficinaspara que efectúen los preparativos delviaje. Ellos conocen los horarios y

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detalles de todos los barcos ypaquebotes de vapor con origen ydestino en Inglaterra, además de todaslas estaciones y apeaderos ferroviarios.

—Te lo agradecería mucho.Sin comentar nada, Rhys tomó la bolsa

de viaje de cuero que había llevado y sela dio.

Con las cejas arqueadas, Devon abriólos cierres y echó un vistazo dentro. Unasonrisa le iluminó el semblante al ver unmontón de botes de almendras saladasempaquetados entre capas de papel deseda.

—Tengo entendido que a lady Trenearle gustan, ¿no? —dijo Rhys.

—Antojos, ya sabes. Muchas gracias,

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Winterborne. —Cerró la bolsa yprosiguió afablemente—: Ven a tomar uncoñac a la biblioteca.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Rhys tras titubear un momento.

—West está en la cantera y regresarápronto. Las gemelas han salido a dar unpaseo y mi esposa está descansandoarriba. Helen seguramente esté en elinvernadero, con sus orquídeas.

Saber que su amada estaba cerca, solaen el invernadero, le aceleró el corazóna Rhys.

—¿No es un poco temprano para uncoñac? —soltó tras dirigir una miradadiscreta, pero ansiosa, al reloj de larepisa de la chimenea.

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Devon lo contempló, incrédulo, ysoltó una risita.

—Pero bueno... ¿Qué clase de galéseres? —Y añadió—: Muy bien. Voy aentregar esto a mi esposa. —Levantó labolsa que sostenía—. Como recompensaa tu generosidad, evitaré saber dóndeestás el mayor tiempo posible. Pero si túy Helen llegáis tarde a tomar el té, teharé responsable de ello. —Hizo unapausa—. Está en el primer invernadero,detrás del jardín tapiado.

Rhys asintió. Se estaba armando devalor y se le estaba haciendo un nudo enel estómago al pensar en cómo iba areaccionar Helen al verlo.

—No le des más vueltas, Heathcliff

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—soltó Devon con una mueca—. Sealegrará de verte.

Aunque, dado que no leía novelas, lareferencia se le escapó, le molestó quefuera tan evidente que estaba hecho unmanojo de nervios. Se maldijo ensilencio, aunque no pudo evitarpreguntar:

—¿Me ha mencionado?—¿Mencionado, dices? —exclamó

Devon con las cejas arqueadas—. Ereslo único de lo que habla. Ha estadoleyendo libros de historia sobre Gales ydando la lata con relatos de OwainGlyndwˆr y algo llamado el Eistedfodd.—Y prosiguió con un brillo entre burlóny amistoso en los ojos—: El otro día

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parecía toser tanto que pensamos quehabía pillado un resfriado, hasta que nosdimos cuenta de que estaba practicandoel alfabeto galés.

Normalmente, Rhys habría replicadocon sarcasmo, pero en esta ocasiónapenas se fijó en la pulla. Se le habíahenchido el pecho de regocijo.

—No tiene por qué hacer eso —comentó.

—Helen quiere complacerte. Ella esasí. Lo que me lleva a algo que quierodejarte claro: ella es como una hermanamenor para mí. Y aunque,evidentemente, soy el menos indicadopara sermonear a nadie sobre decoro,espero que estos próximos días te

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comportes con ella como un monaguillo.—Yo fui monaguillo —soltó Rhys con

una mirada hosca—, y puedo asegurarteque lo que se dice sobre su castidad esuna exageración.

Sonriendo a su pesar, Devon se volvióy se encaminó hacia el vestíbuloprincipal.

Rhys fue en busca de Helen. Como noquería alarmarla corriendo yabalanzándose sobre ella como unposeso, se obligó a caminar con pasoacompasado. Salió por el invernaderoanexo a la parte posterior de la casa ycruzó una extensión de césped muy biencortado.

Un serpenteante sendero de grava

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avanzaba entre arbustos de floracióninvernal, y unos viejos muros de piedrarecubiertos de parra entrelazada como sifuera encaje. Los jardines de la fincalucían limpios y sobrios mientras latierra helada aguardaba la llegada de laprimavera. Una brisa cargada de olor aturba, humo y juncia le recordó el valledonde había vivido en su primerainfancia hasta que su familia se trasladóa Londres. No podía decirse queLlanberis, con su terreno pedregoso ysus lagunas de montaña, se pareciera ennada a aquel entorno tan cuidado. Perolos lugares con lagos y lluviadesprenden un olor especial, yHampshire lo tenía.

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Cuando se acercaba a los cuatroinvernaderos, percibió movimiento en elprimero: una figura esbelta, vestida denegro, que pasaba ante los cristaleshelados. El corazón le dio un vuelco, ynotó calor en las mejillas a pesar delgélido aire de febrero. No sabía quéesperar, o por qué estaba tan nerviosocomo un chaval con su primera novia.Poco tiempo atrás, se habría reído sialguien le hubiera dicho que una joveningenua, apenas una muchacha, loreduciría a aquel estado.

Con un nudillo llamó con suavidad alcristal. Subió un peldaño de piedra,entró en el recinto sin esperar respuestay cerró la puerta.

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Nunca había estado dentro delinvernadero. Helen se lo había descritodetalladamente cuando él había estadoen Eversby Priory, pero, por entonces,tenía que cargar con unas muletas y unapierna escayolada. Había lamentado noir a verlo, puesto que habíacomprendido lo importante que era paraella.

En el interior, el ambiente erahúmedo, cálido y margoso. Parecía unmundo ajeno a Inglaterra; un palacio decristal lleno de colores vivos y formasexóticas. Lo recibió la acritud de latierra de las macetas y un denso follaje,junto con el intenso perfume de lasorquídeas y un penetrante olor a

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vainilla. Su mirada asombrada recorrióuna fila tras otra de plantas altas, demesas con macetas y otros recipientesque contenían orquídeas, de orquídeastrepadoras que crecían por las paredes yse elevaban hacia un relucientefirmamento de cristal.

Una figura estilizada asomó por detrásde una inflorescencia compuesta deflores blanquísimas. Los ojos cristalinosde Helen atraparon la luz, y sushermosos labios adoptaron la formaredondeada de una rosa de té cuando,perpleja, dijo su nombre en silencio.Avanzó hacia él, tropezando un poco aldoblar la mesa demasiado deprisa.Aquel atisbo de torpeza, su apuro

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evidente, lo electrizó. O sea que ella lohabía extrañado. Deseaba tenerlo a sulado.

Llegó hasta ella con tres pasos y laestrechó con tanta fuerza que la levantódel suelo. El impulso los hizo describirmedio círculo. Tras bajarla de nuevo,hundió la cara en el cálido y fragantecuello de Helen y la olió, absorbió todosu ser.

—Cariad —dijo con voz ronca—, esla primera vez que te veo moverte sin laelegancia de un cisne.

—Ha sido por la sorpresa —afirmóella con una risa temblorosa y le cogiólas frías mejillas con sus manos cálidasy delicadas—. Estás aquí —susurró,

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como si le costara creérselo.Él la acarició con la cara, jadeante,

asombrado por lo sedosa que tenía lapiel y lo tierno que era su cuerpo. Algoparecido a la euforia, solo que másfuerte, le recorría las venas y loembriagaba.

—Te comería entera —murmuró, yprescindió de las manos que loacariciaban para buscarle los labios yrozarlos con los suyos. Helen reaccionóal instante y le deslizó, ansiosa, losdedos hacia el cabello para sujetarle laparte posterior de la cabeza.

Él le susurró palabras cariñosas,toscas y tiernas a la vez, entre beso ybeso, mientras Helen lo aferraba.

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Cuando ella le acarició le lengua con lasuya tal como él le había enseñado, lasensación le llegó a la entrepierna y,tambaleante, Rhys tuvo que apoyarse enel borde de la mesa para no caerse.¡Joder!, tenía que detenerse ya o luegono podría. Interrumpió el beso y emitióun suspiro, y luego otro, esforzándosepor dominar su deseo. Los brazos letemblaron cuando los obligó a soltarse.

No fue de ayuda que Helen le fueradando besos suaves como flores a lolargo del contorno tenso de lamandíbula, infundiéndole una dulcesensación.

—Creí que vendrías mañana opasado... —comentó ella.

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—No podía esperar —aseguró él, yHelen apoyó la mejilla en la suya.

—Debo de estar soñando.Demasiado excitado para contenerse,

Rhys la sujetó por las caderas y larestregó soezmente contra las suyas.

—¿Es esto bastante real para ti,cariad? —Un gesto vulgar que ningúncaballero habría hecho.

Pero Helen ya sabía qué podía esperarde él. Se le desorbitaron los ojos alnotar la presión que le llegaba a travésde las capas de la falda. Pero noretrocedió.

—Te noto muy... vigoroso —dijo—.¿Cómo tienes el hombro?

—¿Por qué no me cortas la camisa y

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le echas un vistazo?—Aquí en el invernadero no —

respondió ella con una risita gutural y,tras apoyar los talones de nuevo en elsuelo, se volvió hacia una de las plantasde la mesa que tenían al lado, arrancóuna pequeña y perfecta orquídea verde yse la introdujo en el ojal de la solapaizquierda.

—¿Dendrobium? —aventuró Rhys,mirando la flor.

—Sí, ¿cómo lo has sabido? —Buscóla anillita de seda bajo la solapa ysujetó en ella el tallo—. ¿Has estadoinformándote sobre las orquídeas?

—Un poco —respondió Rhys,recorriéndole la nariz con la punta de un

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dedo. No podía dejar de tocarla, dejuguetear con ella—. Trenear me dijoque has estado estudiando la historia deGales.

—Sí. Es fascinante. ¿Sabías que el reyArturo era galés?

Divertido, él le acarició el pelo, quellevaba trenzado y recogido en alto deforma intrincada.

—Si hubiera existido, lo habría sido.—Sí que existió —aseguró Helen,

muy seria—. Hay una piedra con unahuella de su caballo cerca de un lagollamado Llyn Barfog. Quiero verla algúndía.

—Lo has pronunciado bien, cariad.—Sonreía de oreja a oreja—. Pero la ll

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no es del todo así. Tienes que dejar salirel aire por ambos lados de la lengua.

Helen repitió el sonido varias veces,sin lograr por completo la pronunciaciónde Rhys. Estaba tan adorable con lapunta de la lengua apoyada tras losincisivos que él no pudo evitar robarleotro beso, chupándole brevemente elcálido satén de sus labios.

—No tienes que aprender galés —ledijo.

—Quiero hacerlo.—Es un idioma difícil. Y hoy en día

no supone ninguna ventaja saberlo —repuso, y añadió compungido—: Mimadre siempre me decía que tenía queevitar hablar en galés tanto como pecar.

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—¿Por qué?—Era malo para el negocio —

explicó, y deslizó sus manos despaciopor los brazos y la espalda de Helen—.Ya sabes los prejuicios que hay contralos de mi clase. La gente cree que losgaleses somos moralmente atrasados yperezosos... sucios, incluso.

—Sí, pero eso es absurdo. Laspersonas civilizadas nunca dirían cosasasí.

—No en público. Pero algunas lasdicen, y peores aún, en la intimidad desu hogar. —Frunció el ceño—. Habráquien piense peor de ti por casarteconmigo. No te lo dirán a la cara, perose lo verás en los ojos. Incluso cuando

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te sonrían.No era algo que hubieran comentado

antes; la inferioridad social de Rhys eraun tema delicado para él, y Helen nohabía querido arriesgarse a ofenderlo.Se sintió aliviado al sincerarsefinalmente con ella. Pero, al mismotiempo, admitir que, para ella, casarsecon él sería rebajarse, le dejó un regustoamargo.

—Seré una Winterborne —dijo Helencon calma—. Debería preocuparles loque yo piense de ellos.

Eso le hizo sonreír.—Y les preocupará —aseguró—.

Serás una mujer influyente, con recursossuficientes para conseguir lo que

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quieras.Ella le tocó la cara y le ejerció una

suave presión en la mejilla con losdedos.

—Lo que más me importará será hacerfeliz a mi marido.

Rhys se inclinó hacia ella, sujetandola mesa a ambos lados de su cuerpo paradejarla encerrada.

—Te costará bastante trabajo, esposamía —le advirtió en voz baja.

—¿No te resulta fácil ser feliz? —preguntó ella tras recorrerle el labioinferior con la yema del pulgar mientrasbuscaba la respuesta en sus ojos.

—No. Solo lo soy cuando te tengocerca.

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Y acto seguido la besó ardorosamente,introduciéndole la lengua para darleplacer hasta dejarla demasiado aturdidacomo para negarle nada. Le sujetó lafalda con una mano y, por una fracciónde segundo, estuvo tentado de tomar loque su cuerpo atormentado le estabapidiendo a gritos: hacerla suya allímismo. Sería fácil subirla a la mesa,levantarle la falda, separarle laspiernas...

Finalizó el beso con un gruñido yapoyó la frente en la de ella.

—Llevo demasiado tiempo sin ti,cariad. —Respiró hondo y exhalódespacio—. Di algo para distraerme.

—Has mencionado a tu madre —

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repuso Helen con la cara sonrojada y loslabios algo hinchados—. ¿Cuándo voy aconocerla?

Rhys rio entre dientes; no podía haberelegido una forma más efectiva deenfriar su pasión.

—Después de haberlo pospuesto elmáximo tiempo posible.

Su madre, Bronwen Winterborne, erauna mujer severa y delgada que siempreiba tiesa como un palo. Sus brazosfuertes le habían administradomuchísimos correctivos en su niñez,pero no recordaba ni una sola vez que lohubieran rodeado con ternura. Aun así,había sido una buena madre, con la queno le había faltado comida ni ropa, y que

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le había enseñado el valor de ladisciplina y el trabajo duro. Siemprehabía sido fácil admirarla, aunque notanto amarla.

—¿No le gustaré? —quiso saberHelen.

Rhys procuró imaginar lo que pensaríasu madre de aquella criatura sutil yvivaz con la cabeza llena de libros ymúsica en los dedos.

—Creerá que eres demasiado bonita.Y demasiado dulce. No conoce tu clasede fortaleza.

—¿Crees que soy fuerte? —Parecíacomplacida.

—Sí —respondió Rhys sin titubear—.Tienes una voluntad férrea. —Y, con una

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mirada sombría, añadió—: De otromodo, no podrías manejarme así debien.

—¿Manejarte? —Helen se escabullóde él pasando con garbo por debajo deuno de sus brazos y se acercó a otramesa—. ¿Es eso lo que hice al ceder atu ultimátum y acostarme contigo?

La reprimenda insinuante le aceleró elpulso. Fascinado y excitado, la siguiómientras ella recorría las hileras deorquídeas.

—Sí, y al marcharte de Londresdespués de hacer que suspirara por ti.Ahora me tienes a tu merced como a unperro, suplicando más.

—Yo no veo ningún perro —replicó

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Helen, juguetona—. Solo un lobo muygrande.

Rhys la sujetó por detrás y le apoyó laboca en un lado del cuello.

—Tu lobo —soltó con voz ronca, y learañó suavemente la piel con losdientes.

Helen arqueó el cuerpo y se recostóen él. Por la forma en que temblabacuando la tocaba, Rhys sabía que lodeseaba.

—¿Voy a tu habitación esta noche?¿Cuando esté oscuro y todo el mundo sehaya acostado? —sugirió Helen.

«Sí, por favor», pensó él, ardiendo dedeseo. Ansiaba el placer y el clímax, lasensación de que el cuerpo hermoso y

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suave de Helen se le entregaba. Pero,sobre todo, se moría por los apaciblesminutos posteriores, cuando ella yaceríaentre sus brazos y solo le pertenecería aél.

Cerró los ojos y apoyó suavemente labarbilla en la oreja de Helen. Pasómedio minuto antes de que pudierahablar.

—Has leído cuentos de hadas. Yasabes lo que les sucede a las niñas quevisitan a los lobos.

—Sí —susurró ella tras volverseentre sus brazos, y acercó sus labiossonrientes a los de Rhys.

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15 —Ven a jugar, primo Devon —rogó

Pandora—. Necesitamos más gente o eljuego no durará nada. —Estaba sentadacon Cassandra en la mesa de juego delsalón de arriba, donde todos serelajaban después de cenar.

Las gemelas habían sacado el únicojuego de tablero que tenían, llamado «La

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mansión de la felicidad». El anticuadojuego inglés, cuyo tablero mostraba unrecorrido en espiral con casillas querepresentaban virtudes y vicios, estabaconcebido para enseñar valores a losniños.

Devon negó con la cabeza con unasonrisa perezosa mientras tiraba deKathleen para tenerla recostada en elhombro al sentarse a su lado en el sofá.

—Ya jugué la última vez —respondió—. Hoy le toca a West.

Helen observó, divertida, la miradamortífera que West dirigía a su hermanomayor. Los dos hermanos Raveneldetestaban aquel juego ejemplarizante ymoralizador que las gemelas les

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obligaban a menudo a jugar.—Está cantado que voy a perder —se

lamentó West—. Siempre acabo en «Elreformatorio».

—Donde te corresponde estar —seburló Devon.

West fue a sentarse a la mesa.—Nos falta un cuarto jugador —

afirmó Pandora—. Helen, si dejaras deremendar...

—No, no se lo pidas —protestóCassandra—. Siempre gana.

—Ya juego yo —se ofreció Rhys y,tras beberse el último trago de coñac,fue a ocupar la última silla de la mesade juego. Sonrió a West, como hacen loscompañeros de fatigas.

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Helen estaba encantada con la solturacon que Rhys trataba ahora a su familia.Cuando había ido a ver a los Ravenel enLondres, sus modales habían sidocontenidos y cautelosos. Ahora, sinembargo, se mostraba relajado yencantador, y participaba de buen gradoen la conversación.

—Acaba de convertirse en unborracho —le informó Pandora con granseriedad cuando su ficha cayó en uno delos vicios—. Le toca ir a la casilla delos azotes y quedarse dos turnos en ella.

Helen sonrió al ver cómo Rhysprocuraba parecer debidamenteescarmentado.

Cassandra hizo girar la pequeña

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peonza de madera y avanzó de modotriunfal su ficha hasta la casilla«Sinceridad».

Después le tocó a West, que llevó suficha hasta una casilla que amenazabacon castigar a quien no guardaba lasfestividades religiosas.

—Pasarás tres turnos en el cepo —leanunció Cassandra.

—¿Condenado al cepo simplementepor no guardar las fiestas? —protestóWest, indignado.

—Es un juego severo —respondióCassandra—. Lo inventaron a finales delsiglo pasado, y entonces te podíancondenar al cepo e incluso a la horcasolo por robar una loncha de beicon.

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—¿Cómo sabe eso? —se sorprendióRhys.

—En la biblioteca tenemos un libroque habla de ello —explicó Pandora—.Crímenes a lo largo de la historia.Trata de criminales abyectos y decastigos horrendos y espantosos.

—Lo hemos leído tres veces por lomenos —añadió Cassandra.

West contempló a las gemelas con elceño fruncido antes de volverse hacia elsofá y preguntar:

—¿Deberían leer un libro así?—No, claro que no —contestó

Kathleen—. Lo habría retirado sihubiera sabido que estaba allí.

Pandora se inclinó hacia Rhys.

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—Es demasiado baja para ver loslibros más arriba del sexto estante —lesusurró con complicidad—. Es dondetenemos todos los que son inadecuados.

West tosió para contener la risa,mientras que Rhys estudió el tablero conrepentino interés.

—Helen también sabe que están allí—añadió Pandora.

—Ya está, ya lo has conseguido —lecomentó Cassandra con el ceño fruncido—. Ahora se llevarán todos los librosinteresantes.

—Bueno, ya los hemos leído todos —replicó Pandora, encogiéndose dehombros.

—Existe una versión más nueva de

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este juego —intervino Rhys, cambiandohábilmente de tema—. Una empresaamericana compró los derechos, y lo hanrevisado para que los castigos seanmenos rigurosos. Lo vendemos en misalmacenes —comentó.

—¡Eso, compremos la versión menossangrienta del juego! —exclamó West—.O, mejor aún, enseñemos póquer a lasgemelas.

—West —le advirtió Devon con losojos entornados.

—El póquer es mucho más saludableque un juego con más azotes que unanovela del marqués de Sade.

—West —soltaron Devon y Kathleena la vez.

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—Señor Winterborne —preguntóPandora con súbito interés—, ¿de dóndesalen estos juegos de tablero? ¿Quiénlos inventa?

—Cualquiera que diseñe uno puedecontratar a un impresor parareproducirlo.

—¿Y si Cassandra y yo hiciéramosuno? ¿Podríamos venderlo en su tienda?

—Yo no quiero hacer ningún juego —se quejó Cassandra—. Solo quiero jugarcon ellos.

Pandora la ignoró, con toda laatención dirigida hacia Rhys.

—Tráigame un prototipo y le echaréun vistazo —le dijo este—. Si meparece que puedo venderlo, lo

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patrocinaré y le pagaré la primeraimpresión. A cambio de un porcentajede sus beneficios, claro.

—¿Cuál es el porcentaje habitual? —quiso saber Pandora—. Sea cual sea, ledaré la mitad.

—¿Por qué solo la mitad? —repusoRhys con una ceja arqueada.

—¿Acaso no me merezco undescuento por formar parte de su familiapolítica? —replicó Pandoraingeniosamente.

—Sí, por supuesto. —Rhys soltó unacarcajada, y su aspecto resultó tanjuvenil y desinhibido que a Helen se leaceleró el corazón.

—¿Cómo voy a saber qué juegos ya se

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han hecho? —Pandora estabaentusiasmada con la idea—. Quiero queel mío sea distinto de los demás.

—Le enviaré uno de cada juego detablero que vendemos para que puedaexaminarlos.

—Gracias, eso me sería muy útil.Mientras tanto... —Pandora tamborileócon los dedos sobre la mesa con lamirada perdida—. No puedo seguirjugando ahora —anunció, y se levantórápidamente, lo que obligó a West yRhys a ponerse también de pie—. Haytrabajo que hacer. Ven conmigo,Cassandra.

—Pero iba ganando —se quejó suhermana con la mirada puesta en el

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tablero—. ¿No es demasiado tarde paraempezar algo así?

—No cuando se tiene un caso gravede imaginasomnio. —Y tiró deCassandra, todavía sentada.

Cuando las gemelas se hubieronmarchado, Rhys miró a Helen con unaleve sonrisa.

—¿Siempre se inventa palabras?—Desde que tengo memoria. Le gusta

expresar cosas como la tristeza de unatarde lluviosa o lo enojoso que resultadescubrir una nueva carrera en unamedia. Pero ahora está tratando dequitarse esta costumbre. Teme que puedadejarla en ridículo durante la temporadade Londres.

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—Lo haría —aseguró Kathleen conpesar—. Las lenguas viperinas no parannunca, y las muchachas animadas comoPandora y Cassandra rara vez lo tienenfácil durante la temporada londinense.Lady Berwick solía regañarme porreírme demasiado fuerte en público.

Devon dirigió una mirada amorosa asu mujer.

—Yo lo habría encontrado encantador—aseguró.

—Sí, pero tú nunca participaste de latemporada de Londres —dijo Kathleencon una sonrisa—. West y tú estabais enotro sitio, haciendo lo que hacen losjuerguistas.

—¿Se quedarán lady Helen y las

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gemelas en la finca mientras tú y ladyTrenear estáis en Irlanda? —preguntóRhys a Devon, tras acercarse alaparador a servirse un coñac.

—Es lo mejor —respondió Devon—.Hemos pedido a lady Berwick que lasacompañe durante nuestra ausencia.

—De otro modo, levantaríasuspicacias —explicó Kathleen—.Aunque todos sabemos que West escomo un hermano para Helen y lasgemelas, sigue siendo un soltero conmala reputación.

—Que me costó mucho ganar. —Westfue a sentarse en una butaca junto a lachimenea—. De hecho, insisto en quetengan una acompañante: no quiero que

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mi mala fama se vea empañada por lasospecha de que se puede dejar a micuidado tres muchachas inocentes.

—Lady Berwick será una buenainfluencia para las gemelas —indicóKathleen—. Ella nos enseñó a mí y a susdos hijas, Dolly y Bettina, acomportarnos en sociedad, y no fue nadafácil.

—Partiremos hacia Irlanda pasadomañana —comentó Devon arrugando unpoco el ceño—. Si Dios quiere,estaremos pronto de vuelta.

West estiró las piernas delante delfuego y entrelazó las manos sobre elabdomen.

—Supongo que tendré que posponer la

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visita de Tom Severin. Lo invité a venira Hampshire de aquí a dos días para verlos progresos del trabajo preliminar dela cantera y las vías férreas.

—Sería mejor mantener a Severinalejado de mí —dijo Rhys de forma tanterminante que Helen se sorprendió.

Todos lo miraron. Estaba de pie juntoal aparador, rodeando con sus dedos lacopa de coñac para calentar el licorambarino. Lo hizo girar suavementemientras lo observaba con una frialdadque Helen nunca le había visto.

Devon fue el primero en hablar.—¿Qué ha hecho Severin ahora?—Ha intentado convencerme de que

comprara un bloque de edificios cerca

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de King’s Cross. Pero el nombre delpropietario no aparecía en losdocumentos. Ni siquiera en lashipotecas.

—¿Cómo es posible? —se sorprendióDevon.

—Una sociedad de inversión lomantiene todo en fideicomiso. Contratéun investigador para que averiguara quéhay detrás de ese elaborado papeleolegal. Descubrió un acuerdo de cesión,ya firmado y validado, que entrará envigor al finiquitarse la compra. Elimporte total de la propiedad será parael último hombre del mundo con el queharía negocios. Y Severin lo sabe.

Devon dejó de rodear a Kathleen con

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el brazo para inclinarse hacia delantecon la mirada llena de interés.

—¿Vance? —aventuró.Rhys asintió con la cabeza.—¡Joder! —soltó Devon en voz baja.Helen, perpleja, miró primero a uno y

luego al otro.—Ya sabes cómo es Severin —

comentó West en medio del tensosilencio—. No actúa con mala intención.Seguramente decidió que si te enterabasdespués, ya sería historia.

—Si el trato se hubiera cerrado antesde enterarme de que el dinero irá a parara manos de Vance, me habría aseguradode que Severin fuera historia —afirmóRhys mientras los ojos le destellaban

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peligrosamente—. Nuestra amistad se haroto para siempre.

—¿Quién es el señor Vance? —preguntó Helen.

Nadie respondió.Kathleen rompió cautelosamente el

silencio:—Bueno, es el sobrino de lord

Berwick. Como los Berwick no tuvieronningún hijo varón, el señor Vance es elpresunto heredero de su patrimonio.Cuando lord Berwick fallezca, todopasará a manos de él, y lady Berwick ysus hijas dependerán de su buenavoluntad. Por ello han procuradosiempre ser hospitalarios con él. Yo hecoincidido con el señor Vance en

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algunas ocasiones.—¿Y qué opinas de él? —quiso saber

Devon.—Es un hombre detestable —

respondió Kathleen con gesto torcido—.Mezquino, cruel y arrogante. Siempreestá endeudado hasta las cejas, pero secree un genio de las finanzas. En elpasado intentó más de una vez pedirdinero prestado poniendo como aval sufutura herencia. Lord Berwick estabafurioso.

Helen miró a Rhys, preocupada por losombría que era su expresión. Los actosde su amigo parecían haberlo heridoprofundamente.

—¿Estás seguro de que el señor

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Severin sabía la aversión que tienes alseñor Vance? —le preguntó, titubeante.

—Lo sabía —contestó secamenteRhys y bebió un trago de coñac.

—¿Por qué lo hizo, entonces?Rhys negó con la cabeza sin decir

nada.—Severin puede ser insensible

cuando quiere conseguir algo —comentóDevon, pensativo—. Tiene una menteprivilegiada: no es ninguna exageracióndecir que es un genio. Sin embargo, sutalento suele ser a costa de... —Titubeó,en busca de la palabra correcta.

—¿La decencia? —sugirió West conironía.

—Cuando se trata con Severin —

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prosiguió Devon tras asentircompungido—, jamás hay que olvidarque, sobre todo, es un oportunista. Sucerebro está tan atareado tratando deconseguir un resultado concreto que nose molesta en tener en cuenta lossentimientos de nadie, incluidos lossuyos. Dicho esto, ha habido veces enque he visto a Severin esforzarse muchopor ayudar a otras personas. Tambiéntiene cosas buenas. —Se encogió dehombros—. Es una pena que renuncies asu amistad.

—Renunciaría a cualquier persona ocualquier cosa con tal de asegurarme deno tener ningún tipo de relación conAlbion Vance —replicó Rhys.

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16 Helen agachó la cabeza como si

estuviera concentrada en la labor quetenía en el regazo. La invadió unasensación extraña, enfermiza,nauseabunda. De algún modo sus manossiguieron realizando la familiar tarea decoser, pasando ágilmente la aguja por lacostura maltrecha de una camisa. Una

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mezcla de pensamientos alarmantes se leagolpó en la cabeza, y trató desepararlos y entenderlos.

Albion era un nombre poco habitual,pero no completamente fuera de locomún. Podría ser una coincidencia.

«Por favor, Dios mío, que sea unacoincidencia.»

La había asustado la expresión que depronto había adoptado el rostro de Rhys:era la clase de odio que un hombre sellevaría a la tumba.

Su ansiedad iba en aumento, y elesfuerzo por mantenerse tranquila porfuera le resultaba insoportable. Teníaque salir de la habitación. Tenía que ir aalgún lugar donde pudiera estar sola e

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inspirar profundamente... y tenía quebuscar a Quincy.

El ayuda de cámara había llegado a lafinca con Rhys. Quincy sabía más quenadie sobre los secretos de su familia.Insistiría para que le contara la verdad.

Mientras los demás seguían charlando,Helen hizo un nudo en el hilo con queestaba cosiendo y se agachó despaciohacia el costurero que tenía cerca de lospies. Buscó a tientas las tijeritas, separósus hojas perversamente afiladas y pasóaposta el dedo índice por una de ellashasta notar la sensación y el dolor dehaberse cortado. Sacó rápidamente lamano y observó con fingidaconsternación la gota de sangre que se le

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formaba en la herida.Rhys lo vio. Soltó un sonido galés de

contrariedad expulsando de golpe el aireentre los dientes: Wfft. Extrajo unpañuelo de su chaqueta y se acercórápidamente a ella. Sin decir nada, sepuso de cuclillas delante de su silla y leenvolvió el dedo con la prenda doblada.

—Tendría que haber mirado al buscarlas tijeras —se lamentó Helen.

Los ojos de Rhys habían perdido todala dureza y frialdad de antes y semostraban llenos de preocupación. Lequitó con cuidado el pañuelo paraexaminarle el corte del dedo.

—No es profundo. Pero hay quecurarlo.

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—¿Quieres que llame a la señoraChurch, cielo? —preguntó Kathleendesde el sofá.

—Iré yo a las dependencias delservicio —respondió Helen connaturalidad—. Será más fácil allí, dondelo tendrá todo a mano.

—Te acompaño —dijo Rhys y, trasponerse de pie, la ayudó a levantarse.

—No, quédate —repuso Helenrápidamente mientras se sujetaba elpañuelo alrededor del dedo—. Todavíano te has terminado el coñac. —Seapartó de él y, esquivando su mirada,sonrió a los presentes antes de comentar—: Es tarde. Aprovecharé pararetirarme. Buenas noches a todos.

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Una vez la familia le hubo respondido,Helen salió del salón con pasosacompasados, conteniendo las ganas deechar a correr. Bajó la escalera, cruzó elvestíbulo principal y enfiló la escalerade servicio. A diferencia del silencio yla soledad de la planta baja, el pisoinferior bullía de actividad. Los criadoshabían terminado de cenar y estabanretirando platos y cubiertos mientras lacocinera supervisaba los preparativosde las comidas del día siguiente.

Le llegó una carcajada del comedordel servicio. Al aproximarse más a lapuerta, vio que Quincy estaba sentado ala larga mesa con varios sirvientes. Alparecer, les estaba deleitando con

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explicaciones y anécdotas de su nuevavida en Londres. Quincy había sidosiempre un miembro muy querido delservicio y, sin duda, todos lo extrañabandesde que se había ido a trabajar paraRhys.

Mientras pensaba cómo podría atraersu atención sin causar revuelo, oyó trasella la voz del ama de llaves.

—¿Lady Helen?Se volvió y vio a la señora Church

con la cara regordeta llena depreocupación.

—¿Qué la trae aquí abajo, milady?Solo tiene que llamar y le enviaré aalguien.

—Un pequeño accidente con las

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tijeras de costura —explicó con unasonrisa pesarosa a la vez que levantabael dedo—. Me pareció que lo mejor eravenir aquí directamente.

La señora Church, que al ver la heridaadoptó la actitud de una gallina con suspolluelos, la condujo dos puertas másallá, a la habitación donde llevaba acabo las tareas relativas a la gestión dela casa y que también le servía de cuartode estar. Desde que Helen tenía uso derazón, la señora Church tenía allí ungran botiquín. Cuando Theo, ella o lasgemelas se hacían daño o caíanenfermos, iban a aquella estancia delama de llaves para que los vendaran,medicaran o reconfortaran.

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—Parece que esta noche están todosmuy alegres —comentó Helen, sentada ala pequeña mesa.

—Sí —contestó la señora Church,abriendo el botiquín—, están encantadoscon la visita del señor Quincy. Le hanpreguntado mil cosas, la mayoría sobrelos almacenes. Quincy trajo un catálogopara que todo el mundo se maravillara.Ninguno de nosotros puede imaginarseque puedan encontrarse tantos productosbajo un mismo techo.

—Los almacenes Winterborne sonimponentes. Como un palacio.

—Eso dice Quincy. —Tras aplicartintura de benjuí al corte, cortó una tiritade una pieza de gorgorán blanco

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empapado de cola de pescado eimpregnado de solución de agua delavanda. Luego rodeó hábilmente eldedo de Helen—. Trabajar con su señorWinterborne parece haber vigorizado aQuincy. Hacía años que no lo veía tanlleno de vida.

—Me alegra oírlo. De hecho... —Helen intentó quitar importancia a suspalabras— me gustaría hablar a solascon Quincy, si es tan amable de pedirleque venga aquí.

—¿Ahora?Helen asintió a modo de respuesta.—Naturalmente, milady. —Se produjo

un silencio indescifrable—. ¿Ocurrealgo malo?

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—Sí, creo que sí —dijo Helen en vozbaja.

—¿Querrá un poco de té? —ofreció laseñora Church con el ceño fruncido.

Helen negó con la cabeza.—Voy a buscar a Quincy ahora mismo.En menos de dos minutos llamaron a

la puerta, y la figura baja y fornida deQuincy entró en la estancia del ama dellaves.

—Lady Helen —dijo con los ojosnegros coronados por unas densas cejasblancas.

Fue un alivio verlo. A falta decualquier muestra de cariño o interés desu padre o de Theo, Quincy había sidola única presencia masculina amable en

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su vida. De niña, había recurrido a élcada vez que estaba en apuros. Y élsiempre la había ayudado sin dudarlo,como en aquella ocasión en que habíaroto sin querer una hoja de laEnciclopedia Británica y él habíacortado la página entera con una cuchillade afeitar tras asegurarle que a sufamilia no le pasaría nada por verseprivada de la historia de la astronomíacroata. O en aquella otra en que habíatirado una estatuilla de porcelana yQuincy le pegó la cabeza con tantocuidado que nadie notó nada.

—Lamento haber interrumpido suvelada —dijo, dándole la mano.

—No es ninguna interrupción, sino un

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placer, como siempre —aseguró Quincymientras le apretaba afectuosamente lapalma.

—Siéntese, por favor —pidió ella,señalando la otra silla que había ante lamesa.

—Ya sabe que eso no sería apropiado—comentó Quincy, aún de pie, con lasarruguitas de las comisuras de los ojosmarcadas.

Helen asintió ligeramente, y su sonrisase volvió tensa.

—Ya —estuvo de acuerdo—, pero nose trata de una conversación corriente.Me temo... —Se detuvo un instantepuesto que las palabras se le trababan,negándose a salir a la luz. Lo intentó de

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nuevo, pero solo fue capaz de repetir,aturdida—: Me temo...

Quincy estaba delante de ella,mirándola con una expresión paciente yalentadora.

—Tengo algo importante quepreguntarle —logró decir por fin Helen—. Y necesito que me diga la verdad. —Para su fastidio, se le humedecieron losojos—. Creo que ya sé la respuesta,pero sería de ayuda que usted me lodijera... —Se detuvo al ver cómo aQuincy le cambiaba la cara.

—Tal vez no debería preguntar nada—se aventuró a sugerir el ayuda decámara con los hombros encorvadoscomo si llevara a cuestas una carga

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terrible.—Tengo que hacerlo, Quincy... —Se

notó el pulso en las sienes al mirar alayuda de cámara—. ¿Es Albion Vancemi padre?

Quincy sujetó despacio la silla vacía,la colocó bien y se desplomó en ella.Tras entrelazar los dedos, apoyó lasmanos en la mesa.

—¿De dónde ha sacado tal idea? —preguntó con los ojos puestos en elmarco de la única ventana.

—Encontré una carta inacabada que leescribió mi madre.

Quincy se quedó callado. Tenía lamirada distante, como si estuvieracontemplando el lugar más lejano del

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mundo.—Ojalá no lo hubiera hecho.—Ojalá. Por favor, Quincy,

dígamelo... ¿es él mi padre?El hombre volvió a fijar su atención

en Helen para responder finalmente:—Sí.—¿Me parezco a él? —susurró Helen

tras estremecerse.—No se parece a ninguno de los dos

—indicó con suavidad—. Solo separece a sí misma. Un ser único yencantador.

—Con cara de conejo —dijo Helen, ypodría haberse abofeteado por haberhecho un comentario tan autocompasivo.Disgustada, explicó—: Mi madre

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también escribió eso.—Su madre era una mujer

complicada. Era competitiva con todaslas mujeres del mundo, incluidas suspropias hijas.

—¿Amó alguna vez a mi padre?—Hasta el último día de su vida.Sorprendida por la respuesta, la joven

dirigió una mirada escéptica a Quincy.—Pero ella y el señor Vance...—No fue su única indiscreción. El

conde tampoco le fue siempre fiel. Perosus padres se querían a su manera.Después de que la aventura de su madrecon el señor Vance hubiera terminado yusted hubiera nacido, sus padresreanudaron su relación. —Se quitó las

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gafas, sacó un pañuelo de la chaqueta ylimpió meticulosamente los cristales—.Usted fue la víctima propiciatoria. Latenían arriba, en su habitación, fuera desu vista y de sus pensamientos.

—¿Y qué me dice del señor Vance?¿Amaba a mi madre?

—Caras vemos, corazones nosabemos. Pero no le creo capaz de estesentimiento en concreto. —Se puso denuevo las gafas—. Sería mejor quefingiera no haberse enterado nunca deesto.

—No puedo —dijo Helen, apoyandolos codos en la mesa para presionarselos ojos con las palmas de la mano—.El señor Winterborne lo detesta.

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—No hay galés que no lo haga —aseguró Quincy en tono seco, nadapropio de él.

Ella bajó las manos y lo miró.—¿Qué ha hecho? —quiso saber.—La aversión del señor Vance hacia

los galeses es de sobra conocida.Escribió un panfleto muy citado porquienes quieren erradicar el uso delgalés en las escuelas. Cree que habríaque obligar a los hijos de los galeses ahablar solo inglés. —Se detuvo uninstante—. Pero, además de eso, elseñor Winterborne le guarda rencor poralgún motivo personal. No sé de qué setrata, solo que es algo tan infame que noquiere hablar de ello. Es un tema

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peligroso que es mejor no tocar.—¿Me está sugiriendo que oculte esta

información al señor Winterborne? —soltó Helen, mirándolo perpleja.

—Jamás diga nada de esto al señorWinterborne, ni a nadie.

—Pero tarde o temprano loaveriguará.

—Si lo hace, usted puede decir que nolo sabía.

—No podría mentirle —aseguró ella,negando con la cabeza, triste y aturdida.

—Muy pocas veces en la vida unamentira es lo mejor. Y esta es una deellas.

—Pero el señor Vance podría abordaralgún día al señor Winterborne y

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contárselo. O podría incluso abordarmea mí. —Consternada, se frotó lascomisuras de los ojos—. ¡Dios mío!

—Si lo hace —respondió el ayuda decámara—, finja quedarse estupefacta.Nadie sabrá jamás que usted estabaenterada de ello.

—Lo sabré yo. Y creo que debodecírselo al señor Winterborne, Quincy.

—No lo haga. Por el bien del señorWinterborne. La necesita, milady. En elbreve período de tiempo que hace que loconozco ha cambiado para bien graciasa usted. Si lo quiere, no le obligue atomar una decisión que le causaría undolor irreparable.

—¿Una decisión? —repitió con los

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ojos abiertos como platos—. ¿Me estádiciendo que es posible que rompieranuestro compromiso si lo supiera?

—Sería improbable. Pero noimposible.

Helen sacudió la cabeza ligeramente.No podía concebirlo. No, después de lascosas que Rhys le había dicho y hecho,de la forma en que la había abrazado ybesado aquella misma tarde.

—No haría eso —aseguró.—Perdóneme por hablar con

franqueza, lady Helen —insistió Quincycon los ojos brillantes de emoción—.Pero la conozco desde que estaba en lacuna. Siempre me pareció que era unagran injusticia, y una lástima, que se

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despreciara y desatendiera así a unaniña inocente. Tanto su padre como sumadre, que en paz descansen, laculpaban de pecados que habíancometido ellos, no usted. ¿Por quédebería continuar pagando lasconsecuencias? ¿Por qué no deberíadejar que la quieran como siempre se hamerecido?

—Quiero hacerlo. Pero antes tengoque contar al señor Winterborne laverdad sobre quién soy.

—El señor Winterborne es buenpatrón —dijo Quincy con ciertainquietud pasado un momento—.Exigente, pero justo y generoso. Cuidade su personal y lo trata con respeto,

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hasta la última fregona. Pero hay límites.La semana pasada, vio que Peter, uno desus criados, abofeteaba a un chaval quemendigaba porque había corrido haciaél en la calle. Castigó los oídos de Petercon un sermón bochornoso y lo despidióen el acto. El pobre hombre se disculpóy le suplicó que lo perdonara, pero elseñor se mostró intransigente. Algunoscriados y yo tratamos de interceder porPeter, y él amenazó con despedirnos sinos atrevíamos a insistir. Aseguró quehabía errores que no podía perdonar. —Hizo una pausa—. Con el señorWinterborne hay una línea que nuncadebe cruzarse. Si alguien lo hace, loaleja totalmente de su vida sin

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miramientos.—No haría eso con su esposa —

protestó Helen.—Estoy de acuerdo. —Quincy desvió

la mirada antes de añadir con dificultad—: Pero usted todavía no es su esposa.

Anonadada, Helen se preguntó siQuincy tendría razón, si sería realmentetan arriesgado hablar a Rhys sobre supadre.

—El señor Winterborne no es unhombre corriente, milady. No le tienemiedo a nada, y no tiene que rendircuentas a nadie. En ciertos sentidos, estáincluso por encima de la ley. Diría quese comporta mejor de lo que haría lamayoría de gente en su situación. Pero

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puede ser imprevisible. Si quierecasarse con él, tendrá que guardarsilencio, milady.

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17 Las campanadas lejanas de un reloj

sonaron en la casa cuando Helen salió aescondidas de su habitación y avanzóentre las sombras del vestíbulo dearriba. Habían alojado a Rhys en unahabitación de invitados del ala este, loque le iba de perlas. Necesitaríanprivacidad para la conversación que

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iban a mantener.Tenía más miedo del que había tenido

jamás. El corazón le latía tan fuerte quele parecía que algo le estaba golpeandoel pecho por fuera. No conocía losuficiente a Rhys como para saber concerteza cómo iba a reaccionar cuando selo contara. Lo que sentía por ella sebasaba en un ideal de perfección, en unaesposa aristocrática colocada en unpedestal. La noticia que iba a darle nosignificaba bajarse del pedestal, sinolanzarse por un precipicio.

El problema no era algo que ellahubiera hecho. El problema era quiénera, y eso no tenía solución. ¿Sería Rhyscapaz algún día de mirarla sin ver en

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ella reminiscencias de Albion Vance?Había pasado casi toda su vida conpersonas que debían quererla y no lohacían. No soportaría pasarse el restode ella con un marido que hiciera lomismo.

Cuando llegó al ala este, tenía un fríoterrible a pesar de su bata forrada delana y las gruesas zapatillas bordadas.Se acercó tiritando a la puerta de Rhys yllamó cautelosamente.

Se le hizo un nudo en el estómago alver ante ella la enorme figura oscura deRhys recortada contra el brillo del hogary de una lamparita de noche. Solollevaba una bata que le dejaba el pechoal descubierto e iba descalzo. Le rodeó

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la cintura con un brazo, tiró de ella,cerró la puerta y echó la llave.

En cuanto Rhys la estrechó contra sí,Helen apoyó la mejilla en la zona delpecho que no cubría la bata.

—Estás nerviosa, cariad —dijo él alnotar que temblaba, y la abrazó con másfuerza.

Ella asintió contra su pecho.—¿Tienes miedo de que te lastime? —

añadió él, rodeándole cariñosamente lamejilla con una mano.

Helen supo que se estaba refiriendo ala unión física que la había dejado tandolorida la primera vez. Lo que deverdad temía era, naturalmente, otraclase muy distinta de dolor.

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—Sí —se obligó a responder trashumedecerse los labios—. Pero no de laforma en que tú...

—No, no —la tranquilizó Rhys—.Esta vez será distinto. —Agachó lacabeza y la abrazó como si intentararodearla con todo su ser—. Seré tierno.Tu placer significa más para mí queninguna otra cosa en la vida. —Ledeslizó una mano por la cadera hasta lacurva de las nalgas. Luego le acarició elvientre antes de bajar a la entrepierna.

La caricia provocadora la excitó detal modo que las piernas le temblaron yapenas pudo mantenerse de pie. Tomóaire para hablar, pero se le quedóatorado en la garganta.

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—No es eso, es que... —dijo,vacilante, una vez logró contener unsollozo acuciante—. Tengo miedoporque creo que... que podría perderte.

—¿Perderme? —Rhys la mirófijamente y ella apartó los ojos. Tras unmomento, le preguntó—: ¿Por quédeberías preocuparte por eso?

Era el momento de decírselo. Trató desoltarlo: «Albión Vance es mi padre.»Pero no fue capaz. Sus labios se negarona formar las palabras. Solo pudoquedarse allí y estremecerse como lacuerda de un piano, mientras las finasvibraciones de la cobardía la recorrían.

—No lo sé —dijo por fin.Como seguía tiritando, con la cabeza

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vuelta para que él no la viera, Rhys seinclinó para plantarle un beso en lamejilla.

—Vaya, te has alterado —exclamó envoz baja, y la levantó del suelo con unafacilidad pasmosa.

Era tan fuerte que podría aplastarlacon los músculos portentosos de su tóraxy sus brazos. Pero fue cariñoso ycuidadoso cuando la llevó en brazoshasta una butaca tapizada junto a lachimenea y se sentó con ella de lado enel regazo. Le quitó una zapatilla, le tomóel pie helado con su cálida mano yempezó a masajeárselo despacio. Lefrotó el puente con el pulgar, con lo quele alivió un dolor del que ni siquiera era

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consciente. Ella reprimió un gemidosilencioso cuando él pasó a masajearlela planta del pie. Le apretó con suavidadcada uno de los dedos, y le describiócírculos pequeños en el pulpejo. Pasadoun rato, le sujetó el otro pie, y se lo frotóy apretó pacientemente hasta que ella serelajó en su regazo con la cabezaapoyada en su pecho, oyendo los latidosde su corazón. Respiraba lentamentesumida en una especie de trance que laadormilaba, aunque seguía despierta.

En el exterior, el viento invernalsurcaba veloz las colinas herbosas yzarandeaba las ramas de los árbolescomo puertas desatrancadas. La casacrujía y emitía todo tipo de ruidos a

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medida que avanzaba la noche.Rhys la meció cómodamente mientras

escuchaban los chisporroteos del robleen la chimenea y contemplaban cómo lasllamas bailaban y soltaban chispas.Nadie había abrazado a Helen tan cerca,ni tanto rato.

—¿Por qué crujen tanto las casasviejas? —preguntó Rhys distraídamentemientras jugueteaba con la trenza deHelen y se pasaba la sedosa punta por lamejilla.

—Cuando el calor se esfuma por lanoche, las viejas tablas de madera secontraen unas contra otras.

—Es una casa demasiado grande. Ydejaron que te las arreglaras sola en este

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lugar mucho tiempo. Antes no sabía losola que estabas.

—Contaba con la compañía de lasgemelas. Yo velaba por ellas.

—Pero nadie velaba por ti.Sintió un profundo desasosiego, como

siempre que pensaba en su niñez. Habíasido como si su supervivencia hubieradependido de que no se quejara enningún momento y de que nunca llamarala atención.

—Oh, no... no lo necesitaba.—Todas las niñas necesitan sentirse

seguras y queridas. —Le apartó de lacara los mechones sueltos, recorriéndoledelicadamente con los dedos los brilloscambiantes del resplandor del hogar en

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su pelo—. Cuando creces sin algo, sucarencia siempre te acompaña. Inclusocuando finalmente lo tienes.

—¿Te sientes así alguna vez? —preguntó ella, alzando los ojos hacia él,asombrada.

—Mi fortuna es tan grande, cariad,que las cifras asustarían a cualquierhombre sensato —explicó Rhys con unasonrisa burlona de sí mismo—. Pero hayalgo dentro de mí que no deja deinsistirme en que mañana podría haberdesaparecido hasta el último chelín. —Le siguió con la mano el contorno de lacadera y después el muslo. Trassujetarle la rodilla, fijó la mirada en losojos de Helen—. Cuando estuvimos en

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Londres, me dijiste que tu mundo eramuy reducido. Bueno, pues mi mundo esmuy grande. Y tú eres la persona másimportante en él. Ahora hay alguien quete protege y te quiere, Helen. Con eltiempo te acostumbrarás y dejarás depreocuparte. —Cuando ella le hundió lacara en el pecho, él le acercó la boca ala oreja y le susurró—: Estamos unidospara siempre. ¿Recuerdas?

Helen le rozó con la mejilla la bata deterciopelo.

—Todavía no hemos pronunciadonuestros votos.

—Lo hicimos la tarde que estuviste enmi cama. Eso es lo que aquellosignificó. —Le puso los dedos bajo el

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mentón y le levantó la cabeza para quelo mirara. La diversión le marcó más lasarruguitas de las comisuras de los ojos—. Lo siento, mi vida, pero no vas apoder librarte de mí.

Helen contempló desesperadamente elrostro de Rhys, sus sombras y ángulosfuertes y marcados que servían de marcoimponente a aquellos fascinantes ojosnegros. Rhys, que no le ocultaba nada, lepermitía ver la ternura que estabareservada solo para ella. Sintió lairresistible atracción que había entreellos, como la fuerza de gravedad entredos estrellas binarias. La recostó mejorcontra su pecho, flexionando su fuertecuerpo bajo el de ella. Helen se notó los

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pechos calientes e hinchados, y sevolvió para apretujarlos contra él.Aturdida por la culpa y el deseo, lerodeó el cuello con los brazos. Queríamás, ansiaba su piel, su sabor, sentirlodentro de ella.

«Díselo —le gritó su concienciaatormentada—. ¡Díselo!»

En cambio, se oyó susurrar:—Quiero irme a la cama ya.Debajo de ella, donde estaba en

contacto íntimo con él, sintió unacreciente presión.

—¿Sola? —preguntó él, provocador,arqueando las cejas.

—Contigo.

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18 Rhys no sabía por qué Helen parecía

especialmente vulnerable aquella noche,a merced de alguna ansiedad íntima queno quería explicarle. Siempre seguardaba algo en secreto, una punta delalma vuelta hacia dentro. El misterioque la envolvía, aquella nota esquiva desu carácter lo cautivaba. Que Dios lo

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ayudara, porque nunca había queridoestar dentro de una mujer tanto como leocurría con ella.

La llevó hasta la cama y la depositósuavemente.

Con una decisión que lo pillódesprevenido, Helen le sujetó elcinturón de la bata y se lo desabrochó.La prenda se abrió y le dejó aldescubierto el miembro enhiesto... yentonces ella posó las manos en él. ARhys se le secó la boca, y tuvo lasensación de que iba a estallar cuandoella empezó a explorar la forma y latextura de aquella ardiente erección.

Se sacudió para que la bata leresbalara hacia el suelo y se quedó con

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las manos suspendidas en el aire, sinsaber muy bien dónde ponerlas. Ni ensus mejores sueños habría imaginadoque Helen haría algo así de motuproprio. La finura con que lo hacía,tocándolo con sus delgados dedos con lamisma delicadez con que tocaba elpiano o sostenía una taza de porcelana,encendió todavía más su pasión.

—¿Es más sensible aquí? —lepreguntó al observar que él daba unrespingo y contenía la respiracióncuando ella llegó al glande.

Incapaz de articular una palabracoherente, Rhys asintió con un sonidoronco.

Entonces Helen le acarició la polla

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con la palma abierta. Mientras elladeslizaba los dedos hacia la bolsatesticular, Rhys atisbó el brillo azul dela piedra de luna del anillo quesimbolizaba que él tenía derecho sobreella. La rodeó con ambas manos conextremo cuidado, como si estuvieramanejando algo peligrosamente volátil.Lo que era cierto. Su cuerpo era un merorecipiente rebosante de deseo, a puntode explotar. La parte primitiva de sucerebro sintió un placer obsceno al verla imagen morbosa de aquella ninfarubia sobándole la verga. El contrasteentre elegancia y ordinariez lo atrajo deuna forma primaria.

Tras sujetarle la base, ella formó un

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delicado aro con los dedos y los deslizóhacia arriba. Le tocó con el pulgar lapunta expuesta y, cuando le dibujó unsuave círculo, los ojos de Rhys lehicieron chiribitas y se le nubló la vista.Notó una fuerte pulsación en lo másprofundo de la pelvis, señal de queestaba a pocos segundos de eyacular.Con un gemido, intentó apartarle lasmanos.

—Basta... no... mi amor...Pero ella se inclinó más hacia él de tal

modo que su aliento le rozaba el glande.Y lo besó, dejando los labios en la puntahúmeda. La brutal reacción de su cuerpocasi amedrentó a Rhys. Jadeante, seapartó y se tumbó boca abajo en la cama

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para intentar que la sensación remitiera.Respiraba agitadamente, a grandesbocanadas.

—Helen... —susurró, aferrándose alas sábanas—. Dios mío, Helen...

Notó que ella se movía a su lado y quela cama se hundía levemente bajo suliviano cuerpo.

—¿Te ha gustado? —le preguntó ellacon cautela.

El graznido que emitió él al asentirvigorosamente se perdió entre lassábanas.

—Menos mal. —Pareció aliviada.Pasado un instante, Rhys notó que se

encaramaba a él. Se había quitado elcamisón y estaba tendiendo su cuerpo

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desnudo encima del suyo como si fueraun gato. Él se excitó súbitamente alsentir el tentador contacto: su sedosapiel femenina, las curvas de sus pechos,la matita de rizos que le acariciaba lasnalgas...

—He hablado con Kathleen —dijoella, y su aliento le hizo cosquillas en lanuca, erizándole el vello—. Me explicóalgunas cosas que creía que yo deberíasaber sobre las relaciones conyugales.

Cuando él se movió y se estremecióbajo ella, Helen se contorneó paraamoldarse más al cuerpo masculino.

—Helen... estate quieta.—¿Te resulta incómodo que esté

encima de ti? —ronroneó.

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—No; es solo que estoy tratando de nocorrerme.

—Oh. —Helen le apoyó la mejilla enla nuca—. Hay hombres que puedenhacerlo más de una vez —comentóamablemente.

A pesar de su ardiente excitación,Rhys no pudo evitar esbozar una sonrisacon la cara hundida en el colchón.

—¡Qué bien informada estás, cariad!—Quiero aprender todo lo que sabría

hacer una querida para complacerte.Rhys se volvió con cuidado para

quedar tumbado de lado y que ellapudiera apartarse antes de que él lacubriera con su cuerpo. Le sujetó lacabeza con las manos de modo que sus

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cabellos entre dorados y plateados leasomaban entre los dedos.

—Mi vida —dijo—, no hace falta quete preocupes por eso. Todo lo que tieneque ver contigo es un placer para mí.

—Estoy segura de que descubriráscosas que no te gustarán —aseguróHelen, con ojos recelosos.

—Eso espero. Si no tuvieras ningúndefecto, los míos se notarían demasiado.

—Igualaré los tuyos —le aseguró conun dejo de ironía que Rhys nunca lehabía oído.

—Si te estás refiriendo a tu timidez,aprenderás a superarla. —Pegó sucadera a la de ella—. Mira, si no, losprogresos que has hecho conmigo.

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Helen soltó una carcajada, sonrojada.Recorrió el costado de Rhys con unamano y la deslizó prudentemente entreambos cuerpos.

—¿Cómo se llama esto? —preguntó,sujetándole de nuevo el miembro—.¿Cuál es su nombre?

—¿No incluyó eso en su charla tucuñada? —repuso Rhys tras apretar losdientes estoicamente.

—Me dijo algunas palabras con quese lo designa en inglés, pero quierosaber cómo se llama en galés.

—¿Es así como piensas empezar aaprender galés? —preguntó Rhys, casijadeando—. ¿Con blasfemias?

—Ajá.

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—Bueno, pues la mayoría de palabrasgalesas sobre este tema parecen sacadasde un manual de agricultura —comentóRhys tras inclinarse para besarla—. Lapalabra para el miembro viril de unhombre es goesyn. Tallo.

Helen repitió las sílabas mientras selo tocaba y acariciaba conenloquecedora suavidad.

—Cuando un hombre penetra a unamujer —graznó él—, la palabra esdyrnu. Trillar. —Y empezó a descenderpor el cuerpo de Helen plantándolebesos, saboreando su cálida pielespolvoreada ligeramente con talco.Tras soplarle suavemente losprotectores rizos de su sexo, murmuró

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—: Esto es un ffwrch. Un surco por arar.—Se agachó lo suficiente para que ellanotara la punta de la lengua mientras lerecorría la entrepierna inocentementecerrada. Notó que a la joven letemblaban ambos muslos—. Y lapalabra para esto... —profundizó unpoco más hasta encontrar el capuchóntodavía escondido— es chrib, un trozode panal. —Hurgó de nuevo, excitandoaquella parte tan sensible hasta que ladistinguió claramente con la punta de lalengua.

Siguió lamiéndola y excitándolalentamente mientras Helen se retorcíadebajo de él. Estaba absorto en ella,ajeno a todo lo que discurría fuera de

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aquella habitación, de aquella cama.¡Qué hermosa era! Su piel era del colorde las perlas, y la palma de las manos yla planta de los pies eran tan suavescomo patas de gatito. Tenía puntossensibles por todo el cuerpo, y separabainvoluntariamente los dedos de los piescuando él le besaba el puente del pie, oextendía la pierna cuando le acariciabala corva con la lengua.

Se elevó de nuevo sobre ella y seapoyó con cuidado para colocar elmiembro turgente en aquel exquisitocanal y dejar que ella sintiera lo queestaba a punto de darle. Ella estabaansiosa, a tal punto que el pulso se lehizo visible en el cuello.

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—¿Me quieres, Helen?—Sí... Sí...Temeroso de lastimarla si la penetraba

con ímpetu, le sujetó las caderas paraque dejara de retorcerlas y le susurróque se quedara quieta; tenía que hacerlodespacio. Helen estaba mojada perotensa, y se negaba a entregarsefácilmente. Hizo que le rodeara el cuellocon los brazos y, jadeante, empezó aadentrarse en ella, con embestidasbreves, cada vez algo más profundas. Lebesó los labios y el cuello. Se leagolpaban en la cabeza imágenes de laotra vez que habían estado juntos y decómo le había hecho daño; en estaocasión iba a hacer todo lo posible para

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que disfrutara.Cuando la hubo penetrado hasta el

fondo, se detuvo para observarla. Ellatenía la piel húmeda y reluciente, y losojos, brillantes. Parecía salida de unmundo mítico, de fantasía; un encantadorángel extraviado que le había caído delcielo. Se hundió más en el tierno abrazode sus caderas y sus muslos, y se deleitócon su cuerpo tembloroso debajo de élmientras el aire le acariciaba la espaldasudada como una delicada tela de sedafría. Le recorrió con la boca un pecho yel gemido gutural que ella emitió leregaló los oídos. Jugueteó con ambossenos, rodeando sus firmes curvas conlas manos, levantándoselos mientras la

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excitaba y le mordisqueaba los pezones.—Cuando empuje hacia ti, cariad,

levanta las caderas así —la instruyó convoz ronca a la vez que le pasaba unamano bajo las nalgas y la impulsabahacia arriba para facilitar su avance. Seretiró lentamente y volvió a impulsarsehacia delante, y ella le acercó el cuerpocon un movimiento tímido que provocóque una oleada de fuego candente lerecorriera el cuerpo. Se esforzó porrecuperar el aliento—. Sí, así, muy bien,mi... ¡Ah! Dios mío, me vas a matar... —Notó que Helen afianzaba bien los pies,con lo que pudo adelantar las caderascuando él se hundió en ella. Le resultótan nuevo, tan increíblemente tierno y

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dulce, que fue como si estuvieranhaciendo otra cosa y no follando.

Jamás había estado tan excitado, nisentido un deseo tan imperioso.Mientras la poseía sin perder el ritmo,notó que el placer se le escapaba puestoque se estaba acercando rápida eirresistiblemente al clímax. Pero todavíano quería que terminara. Apretó losdientes y logró parar. Helen se retorcióbajo su cuerpo entre gemidos.

—Espera... —pidió Rhys.—No puedo...—Necesito que esperes.—Oh, por favor...—En un minuto. —La sujetó de tal

modo que no podía moverse.

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—Eso significa nunca —se quejó ella,y emitió una risita insegura.

Cuando Rhys hubo controlado sudeseo, empezó otra vez, aumentandogradualmente el ritmo mientras ibaacumulando tensión en su interior. Sedetenía cada pocos minutos, dentro deHelen, dejando que su deseo amainarapara poder seguir empujando. Losgemidos de Helen se fueron volviendomás fuertes, y sus movimientos, másexigentes. Vio cuando ella perdía elcontrol, con los ojos cerrados y la caracolorada.

Y entonces, tras pasarle los brazosbajo las corvas, le empujó las piernashacia atrás y las caderas hacia arriba

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hasta que le quedaron los piesbalanceándose en el aire, y entonces lapenetró con más ardor. Completamenteabierta para él, Helen lo ayudaba, losujetaba deliciosamente. Cuando gritócon los dientes apretados, él se inclinópara sellarle los labios con los suyos.Después, le obligó a separarlos y sorbiólos sonidos que ella emitía. Helen llegóasí al orgasmo, estremeciéndose deplacer, y él ya no pudo contenerse más.Toda la tensión acumulada se liberó contal fuerza que le llegó hasta la coronilla.Eyaculó dentro de ella, entregándolehasta la última gota de su esenciamientras ella la extraía de él con unascontracciones interminables.

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Aturdido por la fuerza de su orgasmo,le bajó las piernas y se quedósuspendido sobre ella, jadeando. Helenle rodeó la espalda con los brazos,obligándolo a descender sobre ella hastaque quedaron tumbados tan juntos comolas páginas de un libro. Deseabapermanecer así, fusionado, sujeto yacariciado dentro de ella, el resto de suvida. Pero con un último esfuerzo, sedesplomó hacia un lado y se separó deella.

Transcurrido un rato, Helen se levantóde la cama con mucho sigilo y regresócon un paño que había mojado en ellavabo del rincón. Cuando empezó alimpiarle con cuidado la entrepierna, él

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se tumbó boca arriba y enlazó las manostras la cabeza para disfrutar viendocómo ella le realizaba aquel servicioíntimo.

—Nadie me ha dado jamás tantoplacer, cariad.

Helen se detuvo para dirigirle unasonrisa. Cuando hubo terminado suscuidados, puso a un lado el paño, apagóla lámpara y volvió a meterse en lacama. Él los tapó a ambos con lasmantas y recostó a Helen en su hombro.

—¿Has estado con muchas mujeres?—se atrevió a preguntar ella, acurrucadacontra él.

Rhys le recorrió con la mano la suavelínea de la espalda mientras

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reflexionaba su respuesta. ¿Cuánto teníaque contar un hombre a su esposa, o másbien futura esposa, sobre las mujeres alas que había conocido antes que a ella?

—¿Acaso importa? —replicó.—No. Pero siento curiosidad por

saber cuántas queridas has tenido.—Los almacenes han sido siempre mi

querida más exigente.—Seguro que detestas estar lejos de

ellos —comentó Helen, presionándolelos labios en el hombro.

—Ni la mitad de lo que detesto estarlejos de ti.

—Todavía no has contestado a mipregunta —insistió Helen, cuyo beso seconvirtió en una sonrisa.

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—Si te refieres al tradicional acuerdode ponerle una casa a una mujer ypagarle las facturas, solo he tenido unaquerida. Duró un año. —Tras una brevepausa, añadió con franqueza—: Laverdad es que es muy raro: pagas lacompañía de una mujer en la cama ytambién fuera de ella.

—¿Por qué lo hiciste?—Otros hombres de mi posición

tienen queridas —respondió,encogiéndose de hombros—. Un sociome la presentó después de que suanterior acuerdo hubiera finalizado.Necesitaba un nuevo protector, y laencontré atractiva.

—¿Llegaste a quererla?

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Rhys no estaba acostumbrado a pensaren su pasado ni a comentar cómo sesentía respecto a sus acciones. Noentendía de qué iba a servir airear susdebilidades ante Helen. Pero como ellapermaneció a la espera de una respuesta,prosiguió a regañadientes.

—Nunca supe si su cariño fue real, osi estaba incluido en la factura. Creo queni siquiera ella lo sabía.

—¿Querías que te tuviera cariño?Él negó con la cabeza. Helen le pasó

la mano suavemente por el tórax y elabdomen, y aquel momento fue tanapacible que acabó contándole más delo que pretendía:

—He tenido amantes de vez en

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cuando. Mujeres que no querían que lasmantuvieran y que a veces les gustabaalgo de dureza.

—¿Algo de dureza? —repitió Helen,socarrona.

—Algo de clase baja —explicó Rhys—. Un bruto en la cama.

—Pero tú eres tierno —aseguró ella,poniéndole la mano en el pecho.

Rhys se movía entre la diversión y elbochorno al recordar algunas de lasanécdotas más escabrosas de su pasado.

—Me alegro de que opines eso,cariad —dijo.

—Y tampoco eres de clase baja. —Helen empezó a dibujarle de nuevofiguras invisibles en el pecho.

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—Lo que está claro es que no soy declase alta —aseguró él con ironía—.«Aristócratas del bacalao», nos llaman.Hombres que han amasado una fortunaen los negocios pero que son de origenhumilde.

—¿A qué se debe lo del bacalao?—El término solía aplicarse a los

comerciantes ricos que se establecieronen las colonias americanas e hicierondinero con el comercio del bacalao.Ahora se utiliza para cualquier hombrede negocios próspero.

—Otra forma de decirlo es «nuevorico». Nunca se utiliza como cumplido,claro. Pero debería ser así. Que unhombre llegue a lo más alto por sus

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propios medios es admirable. —Cuandonotó que él se reía silenciosamente,insistió—: Lo es.

Rhys volvió la cabeza para besarla.—No tienes que halagar mi vanidad.—No te estoy halagando. Tú me

pareces admirable.Tanto si de verdad se lo parecía como

si simplemente interpretaba el papel deleal esposa, sus palabras aliviaron laspartes torturadas de su alma como unbálsamo curativo. ¡Dios, cómonecesitaba aquello! Siempre lo habíanecesitado: tener la figura joven yesbelta de Helen apretada contra él ytanteándole tímidamente el cuerpo conlas manos. Se quedó quieto y permitió

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que se lo explorara para satisfacer sucuriosidad.

—¿Hubo alguna vez una mujer con laque realmente pensaras casarte?

Rhys vaciló, poco dispuesto a que sedejara al descubierto su pasado. PeroHelen ya había atravesado su coraza.

—Hubo una chica que me gustaba —admitió.

—¿Cómo se llamaba?—Peggy Gilmore. Su padre era un

fabricante de muebles que abastecía misalmacenes. —Evocó recuerdos pocogratos, repasó imágenes estremecedoras,palabras, diversos sentimientos—. Unachica bonita de ojos verdes. No lacortejé; la cosa nunca llegó tan lejos.

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—¿Por qué no?—Sabía que un buen amigo mío, Ioan,

estaba enamorado de ella.—Es un nombre galés, ¿verdad? —

preguntó Helen, pasándole una piernapor encima de la suya.

—Sí, la familia de Ioan, los Crewe,vivían en High Street, cerca de la tiendade mi padre. Hacían y vendían equiposde pesca. Tenían un gigantesco salmóndisecado en el escaparate. —Esbozó unaligera sonrisa al recordar cómo lefascinaban los peces y los reptilesdisecados expuestos en la tienda—. Elseñor Crewe persuadió a mis padres deque me permitieran asistir a clases decaligrafía con Ioan dos tardes a la

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semana. Les convenció de que les iríabien para el negocio tener a alguien quesupiera escribir con letra clara y legible.Años después, cuando empecé a ampliarmi tienda, contraté a Ioan para quellevara el control de las existencias. Eraun hombre honesto, estupendo, muyvalioso. No podía culpar a Peggy porpreferirlo a él antes que a mí; yo nuncala habría amado como él.

—¿Se casaron? ¿Trabaja todavía en latienda?

Un sentimiento sombrío se apoderó deRhys, como siempre que pensaba en losCrewe. No quería que el pasado seinmiscuyera en los momentos quepasaba con Helen.

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—No hablemos más de ello, cariad.No es una historia agradable, y contarlasaca lo peor de mí.

Pero ella no se arredró.—¿Tuvisteis algún altercado?Rhys se limitó a negar con la cabeza,

sin decir nada, irritado. Creyó queHelen desistiría entonces. Pero notó quele ponía los labios en la mejilla mientrasle hundía una mano en el pelo y se ladejaba ligeramente apoyada en lacabeza. Aquel consuelo silencioso, taninesperado, lo desarmó por completo.

Desconcertado ante su incapacidad deocultarle nada, soltó un suspiro.

—Hace cuatro años Ioan murió.Helen se quedó quieta y callada

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mientras asimilaba la información.Pasado un momento, lo besó de nuevo,esta vez en el pecho. Sobre el corazón.

«Maldita sea», pensó Rhys al darsecuenta de que iba a contárselo todo. Eraincapaz de marcar ninguna distancia conella.

—Él y Peggy se casaron —explicó—.Fueron felices un tiempo. Hacían buenapareja, y Ioan había ganado una fortunacon sus acciones de los almacenes.Daba a Peggy todo lo que deseaba. —Hizo una pausa antes de admitir contristeza—: Excepto su tiempo. Ioantrabajaba las mismas horas que siemprey se quedaba en los almacenes hasta muytarde todas las noches. La dejaba sola

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demasiado rato. Yo tendría que haberloimpedido, haberle dicho que se fuera acasa y prestara atención a su esposa.

—Pero tú no eras quién para decirleeso.

—Tendría que haberlo hecho, comoamigo suyo que era... —Notó que Helenrecostaba la cabeza en su pecho—. Esono será ningún problema en nuestromatrimonio —murmuró—. No haréhorarios de soltero.

—Nuestra casa es contigua a losalmacenes. Si trabajas hasta demasiadotarde, simplemente iré a buscarte.

Esa respuesta pragmática casi le hizosonreír.

—No te costará nada tentarme para

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que deje el trabajo —aseguró,jugueteando con su pelo, cuyosmechones le cubrían el tórax comopálidas cintas.

—¿Disgustaba eso a Peggy?—Sí, necesitaba más compañía de la

que Ioan le proporcionaba. Iba a eventossociales sin él y, finalmente, fue presade las atenciones de un hombre que laencandiló y sedujo. —Rhys titubeó, conel mismo nudo en la garganta que se lehabía hecho las pocas veces que habíarelatado la historia. Se obligó a seguir ynarró los acontecimientos como siestuviera jugando al solitario—. Acudióa Ioan, avergonzada y llorosa, y le dijoque esperaba un hijo que no era de él.

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Ioan la perdonó y le aseguró que laapoyaría. Afirmó que la culpa era suyapor haberla dejado sola. Le prometióreconocer al hijo como suyo propio, yamarlo como si fuera su verdaderopadre.

—Qué honorable —comentó Helencon ternura.

—Ioan era mejor hombre de lo que yopodré ser jamás. Se dedicó en cuerpo yalma a Peggy. Estuvo con ella durantelas horas previas al parto, desde lascontracciones hasta que se inició elalumbramiento. Pero fue mal. El partoduró dos días, y los dolores sevolvieron tan terribles que tuvieron queadministrar cloroformo a Peggy. Pero lo

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hicieron demasiado deprisa, lo que leprovocó una reacción adversa que acabócon su vida en cinco minutos. Cuando selo dijeron, Ioan sufrió un colapso debidoa la impresión y la pena. Tuve quellevarlo a su habitación.

Negó con la cabeza, maldiciendo elrecuerdo de su propia impotencia, suabrumadora necesidad de enmendarcualquier entuerto y solucionarlo todo, yla forma en que se había estrellado una yotra vez con el hecho de no poderhacerlo.

—La desesperación lo enloqueció —prosiguió—. Los siguientes días tuvovisiones, hablaba con personasimaginarias. Preguntaba cuándo Peggy

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acabaría de dar a luz como si el reloj sehubiese detenido para siempre en aquelmomento. —Esbozó una sonrisa forzada—. Ioan era el amigo con el que siemprehablaba cuando tenía un problemapeliagudo, cuando necesitaba meditaralgo. Empecé a preguntarme si yo mismome habría vuelto algo loco, porque másde una vez me encontré pensando: «Diosmío, tengo que hablar con Ioan de todolo que está ocurriendo para quepodamos decidir qué hacer.» Solo que elproblema era él. Estaba deshecho. Hiceque lo visitaran médicos, un sacerdote,amigos y parientes, cualquiera quepudiera llegar a él. —Tragó saliva confuerza—. Una semana tras la muerte de

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Peggy, Ioan se ahorcó.—¡Oh, Dios mío! —susurró Helen.Los dos guardaron silencio un buen

rato.—Ioan era como un hermano para mí

—dijo finalmente Rhys—. He esperadoque la situación mejorara con el tiempo.Pero hasta ahora, no ha sido así. Loúnico que puedo hacer es alejarlo de mimente y no pensar en ello.

—Lo entiendo —dijo Helen, como sifuera cierto. Le describió con suavidadun círculo en el pecho con la palma dela mano—. ¿Murió el bebé?

—No; sobrevivió. Era una niña. Lafamilia de Peggy no la quiso, dado susorígenes, y la envió a su padre

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biológico.—¿Sabes qué fue de ella?—Me importa un comino —repuso

Rhys con amargura—. Es hija de AlbionVance.

Un extraño aturdimiento invadió a

Helen, como si se le acabara dedesprender el alma del cuerpo. Se quedóinmóvil pegada a él mientras lospensamientos se le arremolinaban en lacabeza como mariposas nocturnas en laoscuridad. ¿Cómo no se le habíaocurrido antes que era probable que sumadre no fuera la única mujer que Vancehabía seducido y abandonado?

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La pobre criaturita no deseada teníaya cuatro años. ¿Qué habría hecho Vancecon ella? ¿La habría acogido en su casa?

No sabía por qué, pero lo dudaba.Con razón Rhys lo detestaba.—Lo siento —dijo en voz baja.—¿Qué sientes? Tú no tienes nada que

ver en todo esto.—Simplemente... lo siento.Notó que Rhys inspiraba con fuerza, y

una oleada de compasión y ternura sellevó por delante su aturdimiento.Quería consolarlo por el dolor delpasado y por el venidero.

El fuego, reducido a brasas en unlecho de cenizas, emitía un tenue brilloamarillento. La mayoría del calor de la

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habitación procedía de la única figuramasculina. Ella le recorrió el cuerpocon los labios y las manos. Él se quedóquieto, interesado en saber quépretendía su amada. El firme abdomense le contrajo cuando ella le deslizó laboca por allí. Al llegar a la entrepierna,inhaló la fragancia íntima de Rhys: unolor a almizcle con un ligero perfumeque le recordó al del abedul, dulzón,como el de un prado en verano. Oyó laexclamación grave que soltó Rhyscuando le tocó el miembro viril y se losujetó mientras aumentaba rápidamentede tamaño entre sus dedos.

Con voz entrecortada, Rhys barbotóunas súplicas apremiantes. Helen no

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creyó que se percatara de que estabahablando en su lengua materna, que eraimposible que ella entendiera, claro.Pero, guiada por su tono y suvehemencia, agachó la cabeza parabesarle el glande. Como Rhys movió lascaderas involuntariamente y gruñó comosi le doliera, titubeó. Pero él le puso unamano temblorosa en la cabeza y leacarició el pelo en lo que parecía unamezcla de ruego y bendición. Helen seatrevió entonces a rodearlo con loslabios y notó un sabor salado alretroceder despacio. Rhys se puso tenso,como un hombre atado a un potro detortura, y gimió cuando ella repitió lasucción.

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Acto seguido, había tumbado decostado a Helen y encajado sus cuerposcomo si fueran dos cucharas. Le pasó unbrazo musculoso por la corva y lelevantó el muslo y ella, tensa por lasorpresa, notó que la penetraba.Entonces, él le besó el cuello y lesusurró en galés unas palabras tiernascomo caricias. Sus labios le encontraronel punto vulnerable detrás de la oreja,donde sabía que ella era especialmentesensible. Ella se relajó mientras él secolocaba bien y la embestía hacia arribaen un ángulo que le excitó un nuevopunto íntimo. Después de apoyarle lapierna sobre la suya, le deslizó unamano entre los muslos.

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Entre gemidos, la joven se entregó alritmo que él establecía, mientras sufuerza vital la penetraba profundamente.Rhys movía las caderas con crecienteenergía, provocándole intensassensaciones, hasta que el placer parecióenvolverla por completo. Helen sintióuna oleada de calor, seguida de otra másfuerte. Buscando sofocar sus gritos, sevolvió para morder el brazo que Rhys lehabía pasado bajo el cuello. El alientode él le abrasaba el cuello a ráfagasrápidas, y notó que la arañaba con losdientes y le rascaba la piel con laincipiente barba. Se retorció paraacoplar sus caderas a las de Rhys ypermitirle una penetración total, y él,

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con un gruñido entrecortado, lo hizo convehemencia y hasta el fondo.

Finalmente, ambos se quedaroninmóviles mientras se relajaban poco apoco. Cuando Helen pudo moverse porfin, bajó la pierna. Se notaba pesada ysin fuerzas, plenamente satisfecha. En lomás profundo de su intimidad, dondeRhys seguía presionándola, notó unapulsación insistente y no supo siprocedía de él o de ella.

Rhys le recorrió suavemente el cuerpocon una mano, acariciándole la cadera yla cintura. Helen se estremeció cuandoél le mordisqueó el lóbulo de la oreja.Le había encajado las piernas detrás delas de ella, que notaba la agradable

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aspereza del vello masculino.—Se te olvidó hablar en inglés —

comentó con voz lánguida—. Durante elacto.

—Te deseaba tanto que no podríahaber dicho ni mi propio nombre —dijoRhys mientras le lamía una oreja.

—No nos habrá oído nadie, ¿verdad?—No fue ninguna casualidad que me

dieran una habitación alejada de lafamilia.

—A lo mejor temían que roncaras —bromeó ella, y de pronto se detuvo—.¿Roncas?

—Creo que no. Eso tendrás quedecírmelo tú.

—La criada no puede encontrarme

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aquí por la mañana cuando venga aencender la chimenea —comentó Helencon un suspiro tras acurrucarse másentre sus brazos—. Tendría que regresara mi cuarto.

—No, quédate. —La sujetó con másfuerza—. Te despertaré temprano. Nuncaduermo después del alba.

—¿Nunca? ¿Por qué no?—Es lo que tiene ser el hijo de un

tendero —respondió Rhys, sonriéndoleociosamente en el cuello—. Para mí lajornada empezaba con la primera luz deldía, cuando entregaba las cestas con lospedidos a familias de todo el barrio. Siera lo bastante rápido, podía detenermecinco minutos para jugar a las canicas

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con los amigos antes de volver a latienda. —Rio entre dientes—. Siempreque mi madre oía que las canicas merepiqueteaban en el bolsillo, me lasquitaba y me arreaba una colleja. Decíaque no había tiempo para jugar con tantotrabajo por hacer. De modo que empecéa envolverlas en un pañuelo para que nosonaran.

Helen se lo imaginó de niño: unchaval larguirucho que se apresuraba ahacer sus tareas matutinas con un alijode canicas prohibidas en el bolsillo.Una intensa emoción le hinchó el pecho;una felicidad electrizante casi rayana enel dolor.

Lo amaba. Amaba al niño que había

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sido, y al hombre que era. Amaba suaspecto, su olor, su tacto, el encantobrusco de su acento, el orgullo y ladecidida voluntad que lo habían llevadotan lejos en la vida, y las otras milcualidades que lo hacían ser un hombretan extraordinario. Se volvió entre susbrazos, se apretujó tanto como pudocontra su cuerpo y poco a poco se sumióen un sueño agitado.

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19 —El carruaje está subiendo por el

camino de entrada —anunció Cassandra,arrodillándose en el sofá para mirar porla ventana de la sala de visitas—. Yacasi han llegado a la casa.

La tarea de ir a recoger a ladyBerwick y su doncella a la estación deferrocarril de Alton y llevarlas a

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Eversby Priory había recaído en West.—Dios mío —murmuró Kathleen,

llevándose una mano al pecho.Se había pasado toda la mañana yendo

de habitación en habitación, tensa yabstraída, para asegurarse de que todoestaba perfecto hasta el último detalle.Se habían examinado detenidamente losarreglos florales, de los que se habíaeliminado cualquier flor marchita. Sehabían sacudido y cepillado a fondo lasalfombras, limpiado la plata y el cristalcon un paño suave, y puesto velasnuevas en cada uno de los candelabros.Se habían colocado fruteros colmadosde fruta fresca y puesto botellas dechampán y de soda en recipientes con

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hielo en todos los aparadores.—¿Por qué te preocupa tanto cómo

esté la casa? —le preguntó Cassandra—. Lady Berwick ya la vio una vez,cuando te casaste con Theo.

—Sí, pero por entonces yo no era laresponsable de nada. Ahora llevoviviendo aquí casi un año, y si hay algoque esté mal, sabrá que es culpa mía. —Hablaba ensimismada, andando encírculo sin cesar—. Acordaos de haceruna genuflexión cuando llegue ladyBerwick. Y no le preguntéis cómo está.No le gusta. Limitaos a darle las buenastardes. —Se detuvo súbitamente ydirigió una mirada ansiosa alrededor—.¿Dónde están los perros?

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—En el salón de arriba —contestóPandora—. ¿Quieres que los baje aquí?

—No, por Dios. Lady Berwick nopermite a los perros entrar en la sala devisitas. —Se detuvo en seco al recordaralgo incómodo—. Y no digáis nada delcerdo que tuvimos viviendo en casacomo una mascota el año pasado —ordenó, y se puso a caminar de nuevo—.Cuando os pregunte algo, procuradresponder con sencillez, y no bromeéis.No le gustan las ocurrencias.

—Lo haremos lo mejor posible —aseguró Pandora—. Pero Cassandra y yono le caemos bien. Después deconocerla en la boda, oí que decía aalguien que nos portábamos como

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cabras salvajes.—Le escribí que ambas os habéis

convertido en unas jovencitas con unaformación muy completa y con muybuenos modales —comentó Kathleen sindejar de andar.

—¿Le mentiste? —preguntó Pandora,abriendo los ojos como platos.

—Entonces acabábamos de empezarlas clases de etiqueta —dijo Kathleen ala defensiva—. Supuse que nuestrosprogresos serían algo más rápidos.

—Ojalá hubiera prestado másatención —lamentó Cassandra,preocupada.

—A mí me importa un pimiento si leparezco bien o no a lady Berwick —

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aseguró Pandora.—Pero a Kathleen sí —indicó Helen

con dulzura—. Por eso vamos aprocurar hacerlo lo mejor posible.

—Ojalá pudiera ser perfecta como tú,Helen —suspiró Pandora.

—¿Como yo? —Helen movió lacabeza con una risita incómoda—. Tepuedo asegurar que soy la persona másimperfecta del mundo, cielo.

—Oh, ya sabemos que has cometidoerrores —dijo Cassandra con alegría—.Lo que ha querido decir Pandora es quetú siempre pareces perfecta, que es loque realmente importa.

—Bueno —la contradijo Kathleen—,no es eso lo que en verdad importa.

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—Pero no hay ninguna diferenciaentre ser perfecta y parecerlo mientrasnadie pueda distinguirlo —aseguróCassandra—. El resultado es el mismo,¿no?

—Sé que hay una buena respuestapara eso —comentó Kathleen,frotándose la frente, inquieta—. Peroahora mismo no se me ocurre.

Pasados unos minutos, el mayordomo,Sims, hizo pasar a lady Berwick a lasala de visitas.

Lady Eleanor Berwick era una mujervoluminosa, alta, de espaldas anchas ypecho generoso, con una forma demoverse que recordó a Helen la proa deun majestuoso buque surcando aguas

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tranquilas. El efecto se vio realzado porel suave movimiento tras ella de lacompleja falda de su vestido azul oscurocuando entró en la habitación. Con sucara estrecha, sus labios finísimos y susojos de párpados gruesos, la condesa noera una mujer hermosa. Sin embargo,poseía un aplomo enorme y daba laimpresión de conocer la respuesta acualquier pregunta que valiera la penahacer.

Helen vio el placer que reflejó elsemblante de lady Berwick en cuantosus ojos se posaron en Kathleen, quehabía corrido a su encuentro. Eraevidente que la mujer mayorcorrespondía al afecto que Kathleen le

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profesaba. No obstante, cuando Kathleenla rodeó con los brazos, lady Berwickse mostró perpleja ante aquellademostración de cariño.

—Cielo —exclamó con una nota decensura.

Kathleen no la soltó.—Iba a mostrarme circunspecta —

aseguró con voz apagada en el hombrode la mujer mayor—. Pero en cuanto lavi, me sentí como si volviera a tenercinco años.

La mirada de lady Berwick se volviódistante.

—Sí —dijo por fin tras ponerle unade sus largas y pálidas manos en laespalda—. No es fácil quedarse sin

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padre. Y tú has tenido que pasar dosveces por ese trance, ¿verdad? —Su vozera como el té sin azúcar, vigorizante.Le dio unas palmaditas afectuosas y dijo—: Pongámonos nuestra coraza decontrol.

Kathleen asintió y se separó de ella.Lanzó una mirada desconcertada a lapuerta.

—¿Dónde ha ido West?—El señor Ravenel estaba ansioso

por librarse de mi presencia —respondió secamente lady Berwick—.No pareció disfrutar de nuestraconversación en el carruaje. —Y trasuna pausa elocuente, comentó con gestoadusto—: Es un joven muy alegre, ¿no?

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Helen estuvo segura de que aquellaspalabras no eran ningún cumplido.

—Puede que West parezca un pocoirreverente —empezó Kathleen—, peropuedo asegurarle que...

—No hace falta que me expliquescómo es. Sin duda, poquito de todo ypura apariencia.

—Usted no lo conoce... —dijo entredientes una de las gemelas.

Al oír el susurro rebelde, ladyBerwick se volvió bruscamente paracontemplar a las tres hermanas Ravenel.

Kathleen se apresuró a presentarlas, ycada una de ellas hizo una genuflexióncuando le tocó su turno.

—Lady Berwick, estas son mis

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cuñadas: lady Helen, lady Cassandra ylady Pandora.

Los ojos desapasionados de lacondesa se fijaron primero enCassandra, a la cual dirigió un gestoinequívoco para que se acercara.

—Su postura es solamente aceptable—observó—, pero puede corregirse.¿Qué talentos tiene, jovencita?

Como estaba preparada para estapregunta, Cassandra respondió:

—Sé coser, dibujar y pintar a laacuarela, milady. No toco ningúninstrumento, pero soy muy leída.

—¿Ha estudiado idiomas?—Un poco de francés.—¿Tiene algún hobby?

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—No, señora.—Excelente. Los hombres temen a las

mujeres con hobbies. —comentó ladyBerwick a Kathleen—. Es una belleza.Con algo más de refinamiento, será lareina de la temporada londinense.

—Yo tengo un hobby —aseguróPandora, a destiempo.

Lady Berwick se volvió hacia ella conlas cejas arqueadas.

—No me diga —dijo con voz gélida—. ¿Cuál, señorita atrevida?

—Estoy haciendo un juego de tablero.Si todo sale bien, lo venderé en grandesalmacenes y ganaré dinero.

—¿Un juego de tablero? —seasombró la dama, dirigiéndole una

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mirada inquisitiva.—De la clase que sirve para

entretenerse en casa —explicó Kathleen.Lady Berwick se volvió de nuevo

hacia Pandora y la observó con los ojosentornados. Por desgracia, la muchachase olvidó de continuar con la vista bajay le sostuvo la mirada con descaro.

—Un exceso de vitalidad —comentólady Berwick—. Sus ojos son de unagradable tono azul, pero su mirada esla de un ciervo salvaje.

Helen se arriesgó a lanzar una miradarápida a Kathleen, que parecía dispuestaa defender a Pandora.

—Pandora solo es... —empezó.Pero lady Berwick la hizo callar con

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un gesto.—¿No le preocupa que ese hobby,

junto con el repulsivo deseo de ganardinero, pueda alejar a cualquier posiblepretendiente?

—No, señora.—Pues debería. ¿No quiere casarse?

—Ante la falta de respuesta de Pandora,insistió, impaciente—. ¿Y bien?

—¿Tengo que decir lo convencional opuedo ser sincera? —preguntó Pandoraa Kathleen.

Lady Berwick respondió antes queKathleen:

—Hable con sinceridad, jovencita.—En ese caso, no, no quiero casarme.

Nunca. Me caen bien los hombres, por

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lo menos los que he conocido, pero nome gustaría tener que obedecer a unmarido y satisfacer sus necesidades. Nome haría nada feliz tener un montón dehijos y quedarme en casa tejiendomientras él sale a pasárselo bien con susamigos. Preferiría ser independiente.

La habitación se quedó en silencio.Lady Berwick no mudó su expresión, nipestañeó una sola vez mientrascontemplaba a Pandora. Daba laimpresión de que iba a librarse unabatalla sin palabras entre la autoritariadama y la indómita joven.

—Seguro que ha leído a Tolstói —soltó por fin lady Berwick.

Pandora, a quien la inesperada

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afirmación de la condesa pillódesprevenida, parpadeó.

—Pues sí —admitió, perpleja—.¿Cómo lo ha sabido?

—Ninguna joven quiere casarsedespués de haber leído a Tolstói. Poreso yo jamás permití que ninguna de mishijas leyera novelas rusas.

—¿Cómo están Dolly y Bettina? —intervino Kathleen, preguntando por lashijas de la condesa para cambiar detema.

Pero ni lady Berwick ni Pandora ibana dejarse distraer.

—Tolstói no es la única razón por laque no quiero casarme —aseguró lajoven.

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—Sean cuales sean sus razones, sonpoco sensatas. Ya le explicaré yo porqué debe casarse. Además, es unamuchacha poco convencional, y ha deaprender a ocultarlo. La felicidad eludea cualquier persona, hombre o mujer,que se sale de lo corriente.

—Sí, señora —dijo Pandora,mirándola con una mezcla de interés yextrañeza.

Helen sospechó que las dos mujeresse enzarzarían en una discusiónmonumental.

—Acérquese —dijo lady Berwick aHelen.

Esta la obedeció y esperópacientemente a que la condesa la

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examinara.—Un porte elegante —comentó lady

Berwick—, con la mirada pudorosa ybaja. Encantadora. Pero no seademasiado tímida, porque eso motivaráque la gente la acuse de orgullosa. Tieneque mostrarse lo suficientemente segurade sí misma.

—Lo intentaré, señora. Gracias.La condesa la observó con ojos

apreciativos.—Está prometida con el misterioso

señor Winterborne... —añadió.—¿Es misterioso, señora? —preguntó

Helen con una leve sonrisa.—Para mí, lo es, puesto que no lo

conozco personalmente.

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—El señor Winterborne es un hombrede negocios —explicó Helen concautela—; un caballero con muchasobligaciones que lo mantienen tanocupado que no puede asistir ademasiados eventos sociales.

—Y tampoco lo invitan a los que sonexclusivos, dado que pertenece a laburguesía. Estará afligida ante laperspectiva de un matrimonio desigual.Él es de clase inferior a la suya.

Aunque estas palabras le dolieron,Helen se obligó a mostrarseimperturbable, consciente de que lacondesa la estaba poniendo a prueba.

—El señor Winterborne no es inferiora mí en ningún sentido, señora. El

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carácter permite medir a un hombremucho mejor que sus orígenes.

—Bien dicho. Por suerte para el señorWinterborne, casarse con una Ravenel loelevará lo suficiente como parapermitirle alternar con la alta sociedad.Espero que demuestre ser digno desemejante privilegio.

—Pues yo espero que la aristocraciasea digna de él —replicó Helen.

—¿Es un hombre de noblespensamientos? ¿De gustos refinados?¿De comportamiento exquisito? —preguntó la condesa con una miradapenetrante.

—Tiene buenos modales, esinteligente, honesto y generoso.

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—Pero ¿no refinado? —insistió ladyBerwick.

—Sean cuales sean los refinamientosde los que el señor Winterborne carece,no hay duda de que los adquirirá si lodesea. Pero yo no le pediría quecambiara nada de él, puesto que ya haymucho que admirar y correría el peligrode enorgullecerme de él en demasía.

—¡Qué joven tan extraordinaria! —exclamó lady Berwick, mirándola conun brillo cálido en sus ojos grises—.«Fría como el viento de las Shetland»,como decía mi abuelo escocés. Menudodesperdicio entregarla a un galés; estoysegura de que podríamos haberla casadocon un duque. Aun así, esta clase de

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unión, la alianza entre riqueza y linaje,es hoy en día necesaria hasta para lasmejores familias. Tenemos que aceptarlocon elegancia y paciencia. —Se dirigióentonces a Kathleen—. ¿Ya valora elseñor Winterborne la buena suerte quetiene al conseguir una esposa así?

—Podrá decidirlo por sí mismacuando lo conozca —respondióKathleen con una sonrisa.

—¿Cuándo será eso?—Espero que el señor Winterborne y

lord Trenear lleguen de un momento aotro. Han ido a caballo al perímetrooriental de la finca para comprobarcómo va la preparación de la zona parala instalación de las vías férreas y un

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apeadero. Prometieron regresar ycambiarse a tiempo para el té de latarde.

Antes de que Kathleen hubieraterminado siquiera la frase, Devonapareció en la puerta.

—Y así ha sido —confirmó,sonriendo a su mujer. La mirada quecruzaron antes de que se acercara paraconocer a lady Berwick contuvo unrápido intercambio: una preguntasilenciosa, preocupación yapaciguamiento.

Lo siguió Rhys, vestido igualmentecon ropa de montar: pantalones de pana,botas y una chaqueta de grueso velarte.Se detuvo junto a Helen con una sonrisa

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en los labios. Olía a campo: frío airematinal, vegetación húmeda y caballos.Como siempre, su aliento desprendíacierto aroma a menta.

—Buenas tardes —le dijo, en elmismo tono suave con que le había dadolos buenos días al despertarla a muytemprana hora esa misma mañana.

Al recordar la noche que habíanpasado juntos, Helen notó que iba asonrojarse de aquel modo que solo él leprovocaba: un rubor de intensidadcreciente. Había dormido mal, sin dejarde dar vueltas y más vueltas en la cama,con la cabeza llena de inquietudes. Másde una vez había sido consciente de queRhys la calmaba y le acariciaba la

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espalda para que conciliara de nuevo elsueño. Cuando finalmente la habíadespertado al amanecer, ella le dirigióuna mirada a modo de disculpa ymasculló:

—No querrás volver a dormirconmigo.

Rhys soltó una ligera risa, la estrechócontra él y le acarició la espaldadesnuda.

—Pues te sorprenderá que insista enhacerlo de nuevo esta noche. —Ydespués, le hizo el amor una última vez,a pesar de sus débiles protestas porquetenía que marcharse.

Ahora, para intentar no sonrojarsemás, Helen desvió la mirada.

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—¿Has montado a gusto? —lepreguntó en voz baja mientras observabacómo Kathleen presentaba a Devon alady Berwick.

—¿A qué clase de monta te refieres?—El tono de Rhys fue tan anodino que alprincipio Helen no captó la broma.

—No seas malo —le susurró,lanzándole una mirada escandalizada.

Él le sonrió, le tomó la mano y se laacercó a los labios. Sentir la cariñosapresión de su boca en el dorso de losdedos no la ayudó a sofocar el crecienterubor.

La voz crispada de lady Berwick lellegó desde unos metros de distancia:

—Veo que ya no está tranquila y

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serena. Lady Helen, presénteme alcaballero que parece haberla alborotadotanto.

La joven se dirigió hacia ella,acompañada de Rhys.

—Lady Berwick, este es el señorWinterborne —dijo.

El rostro de la condesa experimentóun cambio curioso cuando contempló aaquel galés corpulento y moreno. Se leenterneció la mirada, normalmente dura,y se le sonrosaron las mejillas como auna chiquilla. En lugar de agachar lacabeza para saludarlo, le tendió lamano.

Sin dudarlo, Rhys tomó con suavidadlos dedos llenos de anillos de la mujer

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mayor y le hizo una elegante reverencia.—Es un placer —afirmó con una

sonrisa tras enderezarse.Lady Berwick lo examinó, mirándolo

casi perpleja, aunque su voz siguiósiendo fría:

—Es usted joven. Debo admitir queesperaba que estuviera más entrado enaños, en vista de sus logros.

—Empecé a aprender el oficio de mipadre a muy temprana edad, milady.

—Me lo han descrito como un«magnate de los negocios». Según tengoentendido, este término se utiliza paradescribir a alguien que ha amasado unafortuna tan enorme que no puede medirsecon los parámetros normales.

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—He tenido algún que otro golpe desuerte.

—La falsa modestia es orgullodisimulado, señor Winterborne.

—Este tema me incomoda —admitiócon franqueza.

—Como tiene que ser; hablar dedinero es vulgar. Pero, a mi edad,pregunto lo que me apetece y dejo queme critiquen si se atreven.

De repente, Rhys rio de aquella formatan natural y atractiva que tenía, demodo que los dientes blancos ledestacaron en la tez morena.

—Yo jamás la criticaría ni le negaríanada, lady Berwick —aseguró.

—Bueno, pues entonces tengo una

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pregunta para usted. Lady Helen insisteen que, al casarse con usted, no lo hacepor debajo de sus posibilidades. ¿Estáusted de acuerdo?

—No —respondió, mirando a Helencon ternura—. Todos los hombres secasan por encima de sus posibilidades.

—¿Cree, entonces que tendría quecasarse con un hombre de noble linaje?

Tras prestar de nuevo toda su atencióna la condesa, Rhys se encogió dehombros.

—Lady Helen está tan por encima detodos los hombres que ninguno lamerece —respondió—. Así pues, ¿porqué no podría ser yo el elegido?

Lady Berwick se carcajeó a pesar

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suyo mientras lo miraba comohechizada.

—Arrogante pero encantador —sentenció—. Casi estoy de acuerdo conusted.

—Tal vez tendríamos que pedir a loscaballeros que vayan a refrescarse yponerse un atuendo más adecuado paratomar el té —intervino Kathleen—. Puescreo que al ama de llaves le dará unsíncope si ve que pisan las alfombrascon esas botas tan embarradas.

—Sea lo que sea un síncope, estoyseguro de no querer ser la causa deninguno —sonrió Devon antes deagacharse para besar la frente de suesposa, a pesar de lo mucho que esta le

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había advertido que a lady Berwick ledisgustaban las expresiones de afecto.

Tras hacer unas educadas reverencias,los hombres salieron de la habitación.

—En esta casa no falta el vigormasculino, ¿verdad? —dijo ladyBerwick con una mueca. Su mirada sevolvió distante al contemplar la puertavacía y prosiguió, casi como si hablaraconsigo misma—: Cuando era joven,había un aprendiz de lacayo en la fincade mi padre. Un granuja bien parecidodel norte de Gales, con el cabello negrocomo el azabache y una mirada decomplicidad...

Un recuerdo lejano la habíaconmovido, algo que guardaba en su

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interior pero cuya ternura emanaba de laexpresión suavizada de su rostro.

—Un granuja —repitió en voz baja—,pero galante. —Tras reponerse, lanzóuna mirada severa a las muchachas quela rodeaban—. Recuerden bien lo queles digo, jovencitas. No hay mayorenemigo de la honra que un galésencantador.

Al notar que Pandora le daba undiscreto codazo en el costado, Helenreflexionó, apesadumbrada, que ellapodía dar fe de ello.

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20 —No cruces las piernas, Pandora.

Ocupa totalmente el asiento. Cassandra,procura que el ropaje de la falda no sedesparrame cuando te sientas. —LadyBerwick dio estas y otras instruccionesa las gemelas durante el té vespertino,con la pericia de una mujer que habíaeducado a muchas jóvenes en el arte de

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los buenos modales.Pandora y Cassandra se esmeraron en

seguir las indicaciones de la condesa,aunque más tarde se lamentaron enprivado de la forma en que la mujerhabía convertido el agradable ritual delté en una prueba de resistencia.

Kathleen y Devon lograron centrar lamayor parte de la conversación en unode los temas favoritos de lady Berwick:los caballos. Tanto lord como ladyBerwick eran muy aficionados a laequitación y se dedicaban aladiestramiento de caballos purasangreen su finca de Leominster. De hecho, eraasí como habían conocido a los padresde Kathleen, lord y lady Carbery,

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quienes poseían en Irlanda unascaballerizas especializadas enejemplares árabes.

Lady Berwick se mostró muyinteresada al saber que Kathleenheredaría por lo menos una docena decaballos árabes, y un terreno que incluíauna escuela de equitación, cuadras,potreros y un recinto cerrado. A pesarde que quien iba a heredar el título y laspropiedades de lord Carbery era supariente varón más cercano, un sobrinonieto suyo, las caballerizas, que habíansido construidas por los padres deKathleen, jamás habían sido vinculadasal mayorazgo.

—Organizaremos el desplazamiento

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de tres o cuatro caballos hasta aquí —explicó Devon—, pero habrá que venderel resto.

—Lo difícil será encontrarcompradores que conozcan el carácterde los caballos árabes —comentóKathleen con el ceño fruncido—. Hayque tratarlos de un modo distinto que alas demás razas. Dejar un caballo árabeen manos de un propietario inadecuadopodría causar muchos problemas.

—¿Qué haréis con las caballerizas?—quiso saber Rhys.

—Me gustaría vendérselas al próximolord Carbery y olvidarme del asunto —respondió Devon—. Por desgracia,según el administrador, a Carbery no le

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interesan los caballos.—¿No le interesan los caballos? —

repitió lady Berwick, aparentementehorrorizada.

—Cuando lord Trenear y yolleguemos a Glengarriff —dijo Kathleentras asentir con aire compungido—,podremos hacernos una idea de todo loque hay que hacer. Me temo quetendremos que quedarnos un par desemanas para solucionarlo todo. Puedeque incluso un mes.

—Me temo que no podré quedarmetanto tiempo en Eversby Priory —comentó la condesa, frunciendo el ceño.

—¡Oh, qué pena! —soltó con pocasinceridad West, que se había sentado lo

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más lejos posible de lady Berwick.—Mi hija Bettina va a dar a luz su

primer hijo —prosiguió lady Berwick—. Tengo que estar con ella en Londrescuando nazca el bebé.

—¿Por qué no se aloja en la CasaRavenel con Helen y las gemelas? —sugirió Devon—. Podría ocuparse deellas igual de bien en Londres que aquí.

—Eso me encantaría —afirmóPandora, juntando las manos,entusiasmada—. En la ciudad haymuchas más cosas que hacer...

—¡Oh, diga que sí, milady! —exclamóCassandra, dando brincos en la silla.

La condesa les dirigió una miradasevera a ambas.

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—Esta demostración es impropia —dijo, y cuando las muchachas sehubieron quedado completamentecalladas, se dirigió a Devon—. Creoque sería una solución ideal, milord. Sí,haremos eso.

Helen permaneció quieta y callada,pero el corazón se le aceleró al pensarque regresaría a Londres, donde estaríamás cerca de Rhys. No osó mirarlo, nisiquiera cuando lo oyó hablartranquilamente a lady Berwick.

—Las acompañaré a usted y las chicasen el tren a Londres, si le parece bien.

—Me lo parece, señor Winterborne—contestó decididamente la condesa.

—Estoy a su disposición —prosiguió

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él—. Sería un privilegio ayudarla entodo lo que necesite mientras esté en laciudad.

—Gracias —dijo la condesa con sumadignidad—. Viniendo de un hombre contantos contactos, sé que es unofrecimiento nada despreciable.Abusaremos de su confianza si esnecesario. —Se detuvo para echarseotro terrón de azúcar en el té—. Quizápodría visitarnos en la Casa Ravenel devez en cuando.

—Será un placer —sonrió Rhys—. Acambio, me gustaría recibirla en losalmacenes Winterborne como a miinvitada personal.

—¿En unos grandes almacenes? —

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preguntó lady Berwick, que pareciódesconcertada—. Yo solo frecuentotiendas pequeñas, donde loscomerciantes conocen mis preferenciaspersonales.

—Mis dependientas le mostrarían lavariedad más amplia de artículos de lujoque haya visto jamás reunidos.Hablemos de guantes, por ejemplo.¿Cuántos pares le dan a elegir en unatienda pequeña? ¿Una docena? ¿Dosdocenas? En el mostrador de guantes delos almacenes Winterborne verá diezveces esta cantidad, hechos de piel decabritilla, de becerro, de ante, de alce,de pecarí, de antílope y hasta decanguro. —Al ver lo interesada que

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estaba la condesa, Rhys prosiguió—: Nomenos de tres países intervienen en laconfección de nuestros mejores guantes.La piel de cordero se curte en España,se corta en Francia y se cose a mano enInglaterra. Cada guante es tan delicadoque puede meterse en la cáscara de unanuez.

—¿Vende guantes de ese tipo en susalmacenes? —preguntó la condesa,evidentemente interesada.

—Sí. Y tenemos ochenta seccionesmás que ofrecen productos de todo elmundo.

—Estoy intrigada —admitió la dama—. Pero codearme con la plebe... elgentío...

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—Podría llevar a las chicas fuera delhorario comercial, cuando ya no hayaclientes normales —sugirió Rhys—.Indicaré a algunas dependientas que sequeden para atenderlas. Si lo desea, miayudante lo organizará todo para que lamodista de los almacenes reciba enprivado a lady Helen. Ya hay queempezar a preparar su ajuar, ¿no?

—Ya tendría que haberse hecho —aseguró Kathleen e interrogó a sumarido con la mirada.

—Como soy neófito en estascuestiones —respondió Devon—, lodejo a vuestro criterio.

—Pues si lady Berwick accede yHelen quiere —dijo Kathleen—, la

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modista de los almacenes Winterbornepodría empezar a elaborar el ajuarmientras lord Trenear y yo estamosfuera.

—Me encantaría —asintió Helen, quemiró a Rhys un instante y supo ver másallá de su apariencia relajada. A juzgarpor el brillo de sus ojos, estaba segurade que se hallaba urdiendo todo tipo deplanes.

—Consideraré debidamente elasunto... —comentó lady Berwick,frunciendo el ceño al ver que Pandorarepiqueteaba en la mesa con los dedosde ambas manos en un arranque deentusiasmo—. Jovencita, no use lamesita de té a modo de pandereta.

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A Helen le resultaba un placer y un

tormento a la vez pasar un día normal ycorriente con Rhys allí, en EversbyPriory. Lo veía, lo tenía a su alcance,pero siempre estaban en compañía deotras personas. Era agotador tener queocultar todo lo que sentía; cómo se leaceleraba el corazón cuando él entrabaen la habitación. Nunca había imaginadolo fuerte que sería la combinación dedeseo físico y amor. En ocasiones lainvadía la melancolía al pensar que eltiempo con él se le escurría entre losdedos como si fuera arena. Tenía quecontarle lo de su padre... solo que aún

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era incapaz de hacerlo.Las horas anteriores a la medianoche

se le hicieron eternas: anduvo arriba yabajo, se movió de un lado a otro yaguardó en su cuarto a que la casa sequedara finalmente en silencio. Corriódescalza por los pasillos hasta el alaeste en bata y camisón blanco, con laimpaciencia circulándole por las venas.

Cuando llegó al cuarto de Rhys, lapuerta se abrió antes de que la tocarasiquiera, y un brazo fuerte asomó paratirar de ella hacia dentro. La puerta secerró, la llave giró en la cerradura yRhys la estrechó entre sus brazos conuna risita suave. A Helen le electrizósentir el cuerpo de Rhys y la fuerte

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presión que ejercía contra su vientre. Élera incapaz de pensar mientras laexploraba ávidamente con la boca,desencadenando una oleada de deseoque la inexperta joven era incapaz decontrolar. Reaccionó obnubilada; lonecesitaba urgentemente, por lo que leintrodujo las manos en el pelo paraacercarle más la cabeza.

Después de desnudarla donde estaba,Rhys la llevó a la cama. Tras tenderseencima de ella, empezó a darse unbanquete de lujuria con lentituddeliberada, mordiéndole y lamiéndole elcuello, los pechos y las muñecas, a lavez que la acariciaba entre los muslospara excitarla. Le separó los delicados

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labios y con la punta de los dedos lerozó con cuidado ambos lados delcapuchón. Helen fue incapaz de dejar deretorcerse, de tensar el cuerpo, deentrelazar sus extremidades con las deél. Rhys se resistía, ansioso porjuguetear, deseoso de disfrutar de lavariedad cuando lo único que ellaquería era tenerlo dentro ya.

—No estás lo bastante mojada paramí, cariad —le susurró al oído.

—Lo estoy —logró replicar Helenentre jadeos.

—Enséñamelo.Tras vacilar un segundo, ella bajó la

mano para sujetarle la erección. Cuandonotó la fuerte palpitación del miembro,

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que aumentó de tamaño hasta que ya nopudo rodearlo con los dedos, se leescapó un grito ahogado. Tras guiarloentre sus muslos, frotó el glande en lassuaves capas y pliegues de su sexo,restregándose la parte más sensible deRhys hasta que brilló de humedad. Losdos se estremecieron de placer.

Rhys empujó la polla por la aberturapara abrirse camino. Helen arqueó elcuerpo, impotente y sorprendida, soloconsciente del placer de sentirlo dentro.Él le sujetó las caderas para moverlacontra su erección, lo que le hizo emitirsonidos nuevos para ella, gimiendo yronroneando debido al intenso éxtasisque le provocaba la forma en que él la

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poseía.Cuando dejó de estremecerse y volvió

a respirar normalmente, Rhys la moviófácilmente. Se encontró así a horcajadasen su regazo, con él sentado en el bordede la cama. La postura le resultó extrañae incómoda, y le entrelazó los brazosdetrás del cuello por miedo a caersehacia atrás.

Rhys le deslizó una mano por laespalda para tranquilizarla. Lemordisqueó los labios y le rozó el labioinferior con los dientes. Como parecíaestar aguardando algo, Helen bajó losojos para observar, desconcertada, ladesenfrenada erección que ocupaba elespacio entre sus cuerpos,

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preguntándose qué esperaba Rhys deella.

—Pareces una paloma atrapada en unatrampa —le dijo él tras reírse en vozbaja con la luz de la lámpara bailándoleen sus ojos negros.

—No sé qué hacer —se lamentóHelen, acalorada y avergonzada.

Tras rodearle las nalgas con la manolibre, Rhys se la acercó con cuidado asu cuerpo.

—Desciende sobre mí, cariad.Helen abrió unos ojos como platos al

comprender lo que quería.Se aferró a sus hombros y le obedeció

mientras bajaba centímetro a centímetrocon mucha cautela. Se detuvo antes de

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hacerlo por completo, incómoda. Rhysla ayudó a terminar de empalarse.

Los abanicos negros que formaban laspestañas del galés descendieron a la vezque fruncía el ceño. El lustre del sudorhabía conferido a su cara y su pecho laapariencia de bronce fundido. Se mordióel labio y murmuró algo en galés.

—No entiendo —susurró Helen.—Menos mal —dijo él tras inspirar

—. Te hice un cumplido, pero eragrosero. Agárrate a mí. —Retrocedió yse apoyó en los codos para que ellaquedara parcialmente recostada en sutórax—. ¿Mejor así?

Helen asintió con un gritito de alivio.En esta posición, podía controlar la

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profundidad de la penetración. Era unasensación asombrosa tener toda aquellafuerza musculosa, aquel cuerpo robusto,sujeto entre los muslos.

Con un destello de desafío en lamirada, Rhys elevó ligeramente lapelvis a modo de pícara invitación.

Helen se movió con cuidado, subiendoy bajando, conteniendo el aliento cuandoél la penetraba. Rhys fue paciente y ladejó experimentar, mientras a ella elcorazón le latía como un martillo.Encontró un movimiento adelante y atrásque le provocaba espasmos de calor. Y,a juzgar por su apasionado gemido, aRhys también le gustaba. Cada vez quese elevaba lo suficiente, él le atrapaba

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los pezones con la boca, y empezó adeleitarse tentándolo: unas veces lepermitía tener lo que ansiaba y otras selo negaba. Se le había soltado la cintadel pelo y la cabellera le rodeaba loshombros como una cortina plateada quehacía cosquillas a Rhys en la cara y elpecho.

—Te gusta atormentarme —dijo él conlos ojos entornados de placer.

—Sí, mucho... —De hecho, eradivertido a la vez que excitante, de unmodo que jamás había imaginado.

Un atisbo de sonrisa le iluminó elrostro y se desvaneció rápidamentecuando ella descendió más, llenándosede él. Rhys empezó entonces a

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responder entusiastamente al ritmo queella imprimía a la vez que se aferrabacon las manos a las sábanas. A Helen leencantó verlo sucumbir a la pasión conla cabeza echada atrás de modo que lequedaba expuesto el cuello y losmúsculos del pecho, muy marcados. Untorrente de sensaciones le recorrió elcuerpo, que, tembloroso, se unió al deél. Rhys siguió empujando, y susmovimientos se volvieron bruscos yenérgicos, para terminar impulsándosecon tanta fuerza que levantaba lascaderas y casi toda la espalda de lacama.

En cuanto pudo, Rhys se sentó denuevo y apartó el pelo de la cara de

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Helen con una mano temblorosa paramirarla a los ojos.

—¿He sido demasiado brusco contigo,cariad? —preguntó.

—No. —La joven se estiróperezosamente sobre él—. ¿Lo he sidoyo contigo?

—Sí, ¿no has oído cómo te pedíaclemencia? —soltó Rhys tras reír entredientes y relajarse.

—¿Era eso lo que hacías? —Agachóla cabeza de modo que su cabellera cayósobre ellos como una cortina envolvente—. Creía que me estabas apremiando aseguir.

—Eso también —admitió él y,esbozando una sonrisa, la acercó más.

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Charlaron ociosamente un rato,mientras la noche se iba adormeciendo ylas sombras proyectadas se desvanecíanen los rincones.

—Has cautivado a lady Berwick a supesar —le comentó Helen y se recostóen su pecho cuando él apoyó la espaldaen la cabecera de la cama—. Creo quete invitó a visitarnos en la Casa Ravenelantes de darse cuenta de lo que estabahaciendo.

—Lo haré con la frecuencia que ellame permita —aseguró Rhys mientras leacariciaba el esbelto brazo.

—Estoy segura de que querrá ver losalmacenes Winterborne, después de loque le contaste sobre los guantes. ¿Cómo

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sabías que eso la tentaría?—La mayoría de mujeres de su edad

va a la sección de guantes antes que aotra.

—¿A qué sección van las mujeres demi edad?

—A la de perfumes y polvos demaquillaje.

—Lo sabes todo sobre las mujeres,¿eh? —comentó Helen, divertida.

—Yo no diría eso, cariad. Pero sé enqué les gusta gastarse el dinero.

Ella se volvió de lado y le recostó lacabeza en el hombro.

—Convenceré a lady Berwick de quete invite a cenar en cuanto estemosinstaladas en Londres —suspiró—. Será

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difícil verte y comportarme concorrección.

—Sí, tendrás que abstenerte detocarme.

—Lo intentaré —dijo ella tras sonreíry besarle el pecho.

Rhys se quedó callado un instante yluego dijo:

—No me gusta la relación que hayentre lady Berwick y Vance. Diré aTrenear que le deje claro que no quieroque Vance se acerque a menos de unamilla de ti o de las gemelas.

Helen trató de mantenerse relajada,aunque el comentario la dejó helada.Conocer a su verdadero padre... la ideaera horrorosa, pero aun así sentía

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curiosidad. ¿Estaba mal sentircuriosidad?

—No, yo tampoco lo querría —dijo, yel corazón se le aceleró—. ¿Tienefamilia el señor Vance?

—Su esposa falleció el año pasado deneumonía. No tenían hijos vivos; todosnacieron muertos. El resto de susfamiliares vive en el norte y no suele ira la ciudad.

—Es irónico que tenga una hijailegítima con la esposa de tu amigo,pero ningún hijo legítimo propio. —Sintió un atisbo de tristeza—. Mepregunto si la pobre criaturita habrásobrevivido.

—Mejor que no lo haya hecho —

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repuso Rhys con tono inexpresivo—.Cualquier hijo suyo es fruto del diablo yno puede sino acabar mal.

Helen se puso tensa, aunquecomprendía a Rhys.

En aquella cultura la sangre losignificaba todo. La propia sociedad sebasaba en el principio de que el linajede una persona determinaba toda suvida: su moralidad, su temperamento, suinteligencia, su posición social, todo loque llegaría a hacer. Nadie podía ircontra la sangre de sus antepasados: sufuturo había quedado decidido por supasado. Por eso muchos aristócratasconsideraban que casarse con plebeyosera una degradación. Por eso un hombre

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próspero que hubiera llegado a lo másalto por sus propios méritos pero conquinientos años de bajo linaje jamássería tan respetado como un noble. Poreso la gente creía que los delincuentes,los dementes y los tontos soloengendrarían más de lo mismo.

La sangre contaba.Rhys, que notó el cambio en Helen, la

recostó en la cama y se inclinó sobreella.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.Ella tardó en responder.—Nada. Es solo que me has parecido

bastante cruel.—No me gusta lo que Vance saca de

mí, pero no puedo evitarlo —comentó él

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tras un instante—. No volveremos amencionarlo.

Mientras él se acomodaba a su lado,Helen cerró los ojos y contuvo laslágrimas. Desconsolada, deseó poderhablar con alguien de aquella situación.Con alguien aparte de Quincy, quien yale había dejado clara su opinión. Deseópoder confiar el asunto a Kathleen, perosu cuñada ya tenía que lidiar con muchaspreocupaciones y, en su estado, nonecesitaba ninguna más.

Sus pensamientos se vieroninterrumpidos cuando Rhys la estrechócontra su cálido cuerpo.

—Ahora descansa, mi amor —lesusurró—. Te prometo que, cuando

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despiertes por la mañana, tu bestiamalhumorada se habrá convertido denuevo en un hombre.

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21 El día siguiente sucumbió a la

vorágine de hacer el equipaje. Loscriados llenaron frenéticamente baúles,bolsas de viaje, maletas y sombrereraspara cada miembro de la familia exceptoWest. Resultó que Kathleen, Devon,Sutton, el ayuda de cámara, y Clara, ladoncella, tenían que partir hacia Bristol

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en tren aquella misma tarde. Después depernoctar en un hotel del puerto, por lamañana tomarían un vapor rumbo aWaterford. A petición de Rhys, laoficina de transportes de los almacenesWinterborne les había organizado elviaje prestando meticulosa atención atodos los detalles.

Unos minutos antes de dirigirse a laestación de Alton, Kathleen se encontróen su habitación a Helen, que estabapreparando una maleta de mano.

—¿Qué estás haciendo, cielo? —preguntó Kathleen casi sin aliento—.Clara tendría que haberse encargado yade todo.

—Me ofrecí a ayudarla. Necesitaba

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unos minutos más para hacer su propioequipaje.

—Gracias. Dios mío, esto ha sido unalocura. ¿Habéis terminado las gemelas ytú de preparar vuestras cosas para ir aLondres?

—Sí, saldremos por la mañana con elseñor Winterborne y lady Berwick. —Abrió la maleta, que estaba sobre lacama, para mostrarle su contenido—.Échale un vistazo. Espero haber pensadoen todo.

Había metido el chal ombré de lana,que era el favorito de Kathleen, un botede almendras saladas, un lápiz y un bloc,un costurero de viaje que conteníatijeritas y pinzas, cepillo para el pelo,

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horquillas, pañuelos y guantes dereserva, un tarro de crema hidratante, unfrasco de agua de rosas, una taza, unpastillero, un par más de calzones delino, un monedero y una novela en tresvolúmenes.

—Las gemelas trataron deconvencerme de que incluyera un par depistolas, por si el vapor era asaltado porpiratas —comentó Helen—. Tuve querecordarles que hace dos siglos y medioque los piratas no surcan el mar deIrlanda.

—¡Qué decepción! Estoy segura deque los habría despachado con rapidez.Bueno, a falta de aventuras, por lomenos tendré una novela para leer. —

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Sacó uno de los volúmenes, leyó eltítulo y se echó a reír—. ¿Guerra y paz?

—Es larga y muy buena —explicóHelen—. Sé que todavía no la has leídoporque la teníamos guardada por encimadel sexto estante en la biblioteca. Yaunque Tolstói tenga tendencia apredisponer a las jóvenes contra elmatrimonio, como afirma lady Berwick,en tu caso es demasiado tarde porque yaestás casada.

Sin dejar de reírse, Kathleen volvió ameter el libro en la maleta.

—Nada podría predisponerme contrael matrimonio después de la forma enque Devon es conmigo. Firme como laestrella polar y muy tierno. He

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descubierto que lo necesito mucho másde lo que había imaginado.

—Él también te necesita.Kathleen cerró la maleta y dirigió una

mirada cariñosa a su cuñada.—Te extrañaré mucho, Helen. Pero me

aliviará saber que tú y las gemelas os loestáis pasando bien en Londres. Meimagino que el señor Winterborne estaráa menudo en la Casa Ravenel y hará loque sea, excepto saltos mortales haciaatrás, si eso te hace feliz. —Hizo unapausa antes de añadir en voz baja—: Teama, ¿sabes? Es evidente.

Helen no supo qué contestar. Anhelabaabrirle el corazón y confiarle que pormás que Rhys la amara, eso no bastaría

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para superar lo terrible que era que ellafuese quien era. Enterarse lo destrozaría.

Esbozó una sonrisa forzada y volvióla cabeza, fingiendo timidez.

Pasado un momento, Kathleen larodeó con los brazos.

—Serán unos días felices para ti,cielo. No tendrás problemas con ladyBerwick. Es la mujer más honorable queconozco, y la más sabia. Las gemelas ytú debéis confiar en ella mientrasnosotros estemos fuera.

—Lo haré. —Abrazó con fuerza aKathleen—. No te preocupes por nada.Pasaremos unos días relajados yagradables mientras esperamos a queregreséis.

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A cualquiera que hubiera presenciado

cómo se despedía la familia Ravenel sele podría haber perdonado que supusieraque el grupo iba a estar separado variosaños en lugar de unas semanas. Porsuerte, lady Berwick, que habríadeplorado semejante demostración desentimientos, estaba en su habitación enaquel momento. Rhys, por su parte,había decidido, con mucho tacto,retirarse a la biblioteca para que lafamilia tuviera intimidad.

Tanto Pandora como Cassandratrataron de permanecer tranquilas ygraciosas, pero cuando llegó la hora de

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decirse adiós, ambas se echaron a llorary abrazaron a la vez a Kathleen, hastaque apenas pudo verse su menuda figura,emparedada entre las dos. Durante casiun año, Kathleen las había tratado conuna mezcla de interés y cariño que era,indudablemente, maternal. Las gemelasiban a echarla muchísimo de menos.

—Ojalá fuéramos contigo —dijoPandora con voz quebradiza.

Cassandra sollozó.—Vamos. —La voz de Kathleen llegó

del interior del abrazo envolvente de laschicas—. Pronto estaremos juntas,cielos míos. Mientras tanto, os lopasaréis muy bien en Londres. Y volverécon un caballo precioso para cada una

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de vosotras. ¡Imaginaos!—¿Y si el mío se marea? —preguntó

Cassandra.Kathleen trató de contestar, pero como

seguía sepultada entre las gemelas, lecostaba que la oyeran.

Divertido, Devon avanzó y sacó a sumujer de la maraña entusiasta de brazos.

—Los caballos dispondrán decompartimentos acolchados en el barco—explicó—. También llevarán unascintas de lona por bajo del lomo, comohamacas, para evitar que den un traspiéo caigan. Yo permaneceré bajo cubiertacon ellos para mantenerlos calmados.

—Y yo también —añadió Kathleen.Devon le dirigió una mirada de

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advertencia.—Como comentamos antes, durante el

viaje de vuelta mi trabajo será cuidar delos caballos mientras que el tuyo serácuidar de mi futuro hijo o hija.

—No soy ninguna inválida —se quejóKathleen.

—Ya, pero sí eres lo más importantedel mundo para mí, y no voy a poner enpeligro tu seguridad.

—¿Cómo voy a discutir contigo? —Kathleen cruzó los brazos, intentandomostrarse indignada.

—No puedes hacerlo —respondióDevon, y la besó, sonriente. Después, sevolvió hacia las gemelas, las estrechóentre sus brazos y les dio un beso en la

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parte superior de la cabeza—. Adiós,diablillos. Procurad no dar demasiadosproblemas a lady Berwick, y cuidad deHelen.

—Es hora de irse —anunció Westdesde la puerta—. ¿Seguro que nonecesitáis que os acompañe a laestación?

Devon sonrió a su hermano.—Gracias, pero el carruaje ya va

cargadísimo. Además, no quiero alejartede aquí cuando tendrías que estarhaciendo las veces de anfitrión de ladyBerwick.

—Tienes razón —aseguró Westdébilmente, pero cuando se volvió, hizoun gesto discreto solo para Devon.

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—Kathleen —dijo Pandora—, elprimo West ha vuelto a hacer eso con eldedo.

—Me ha dado un calambre en la mano—se apresuró a indicar West, y miró conlos ojos entornados a su prima.

Kathleen sonrió y se acercó a él pararodearle el cuello con los brazos.

—West, ¿qué vas a hacer cuandotodos te dejemos en paz? —dijo concariño.

—Os echaré de menos, maldita sea —respondió West con un suspiro, y le besóla frente.

Antes de que el resto de la familia

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partiera la mañana siguiente, West llevóaparte a Helen para hablar a solas conella. Se dirigieron despacio alinvernadero anexo a la casa, unahabitación de piedra y cristal llena deexuberantes palmeras y helechos. Porlos cristales de las ventanas se divisabaun grupo de hayas lloronas, cuyas ramasflácidas estaban combadas y encorvadascomo si las tribulaciones del inviernolas hubieran dejado exhaustas. Unabandada de pinzones reales de tonosgrises y naranjas descendió del cielocolor ceniza para alimentarse de laalfombra de hayucos alrededor de lostroncos nudosos.

—Esta será la primera vez que tú y las

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gemelas estaréis en Londres más de unanoche sin que haya nadie de la familiaque cuide de vosotras —dijo West,agachando la cabeza para evitargolpeársela con las cestas llenas deplantas variadas que colgaban del techo.

—Estará lady Berwick —señalóHelen.

—Ella no es de la familia.—Kathleen la tiene en muy alta

estima.—Solo porque ella la acogió después

de que sus padres intentaran exponerlaen una esquina con un cartel que rezara«Niña gratis» colgado del cuello. Oh, yasé que Kathleen la considera una fuentede sabiduría, pero tú y yo sabemos que

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no será fácil. La condesa y Pandora vana estar todo el rato enfrentándose.

Helen le sonrió al ver la preocupaciónen sus ojos azul oscuro.

—Solo será un mes. Aprenderemos allevarnos bien con ella. Y el señorWinterborne estará cerca.

—Eso no me tranquiliza —aseguróWest con el ceño fruncido.

—¿Qué te preocupa? —repuso Helen,perpleja.

—Que te va a manipular y se va aaprovechar de ti hasta que te sientascomo si te hubieran pasado por unescurridor de rodillos.

—Winterborne no se aprovechará demí.

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—Eso lo dices porque ya lo ha hecho—soltó West con un bufido. Apoyó lasmanos en los hombros de Helen, queinclinó la cabeza hacia atrás paramirarlo—. Amiga mía, quiero que seasprecavida, y recuerda que Londres no esun lugar fabuloso lleno de felicidad ypastelerías, y que los desconocidos noson todos héroes disfrazados.

—No soy tan ingenua —le reprochóella.

—¿Estás segura? —replicó West conlas cejas arqueadas—. Porque la últimavez que estuviste allí decidiste visitar aWinterborne tú sola y, por extraño queparezca, regresaste a casa perfectamentedesvirgada.

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—Él y yo hicimos un trato —sejustificó, ruborizada.

—No había necesidad de ningún trato.Se habría casado contigo de todosmodos.

—Eso no lo sabes.—Cariño, al parecer todo el mundo lo

sabía, excepto tú. No, no te molestes enreplicarme; no tenemos tiempo. Soloquiero que tengas en cuenta que si surgecualquier problema, si tú o las gemelasestáis en algún aprieto, quiero que meavises. Pide a un lacayo que lleve unanota a la oficina de telégrafos máscercana y acudiré veloz como el rayo.Promete que lo harás.

—Prometido —dijo Helen, y se puso

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de puntillas para besarle la mejilla antesde añadir—: Creo que tú eres un héroedisfrazado.

—¿En serio? —West negó con lacabeza con tristeza—. Pues es una suerteque no sepas más cosas de mí. —Leofreció el brazo—. Ven, tenemos quereunirnos con los demás en el vestíbulo.¿No tendrás un espejito de bolsillo?

—Me temo que no. ¿Por qué?—Te he demorado, lo que significa

que a estas alturas a lady Berwick lehabrán brotado serpientes en la cabeza yno podré mirarla directamente.

Nadie se sorprendió cuando lady

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Berwick insistió en que Rhys se sentaraa su lado durante el viaje a Londres. Élla complació, por supuesto, pero de vezen cuando se volvía para contemplarnostálgicamente a Helen, que ocupabaun asiento detrás de ellos con el bastidorde bordar en el regazo.

Mientras trabajaba en un aplique deflores, uniendo los contornos de unahoja con un delicado punto de espina,escuchaba discretamente suconversación. Rhys trataba a ladyBerwick con un respetuoso interés, perono parecía que la condesa loimpresionara en absoluto. Le preguntópor su tema favorito, los caballos y suadiestramiento, y afirmó con franqueza

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que sabía muy poco de ambas cosas yque, como mucho, era un jineteaceptable. Esta admisión motivó unareacción entusiasta de la condesa, aquien no había nada que le gustara másque ofrecer información y consejo.

Las gemelas, que iban charlando enlos asientos situados detrás de ella,captaron la atención de Helen.

—... esa palabra de Otelo que notendríamos que saber —estaba diciendoPandora—. Ya sabes, lo que Otelo llamaa Bianca cuando cree que ama a otrohombre. —Ante la expresión atónita desu hermana, Pandora susurró la palabraprohibida.

—No la conozco —aseguró

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Cassandra.—Eso es porque leíste la versión

reducida. Pero yo leí la original ybusqué la palabra en el diccionario.Significa una mujer que se acuesta conun hombre por dinero.

—¿Por qué pagaría un hombre a unamujer para que duerma con él? —sesorprendió Cassandra—. A no ser quehaga mucho frío y no tenga mantassuficientes. Pero sería más sencillocomprar más mantas, ¿no?

—Yo preferiría dormir con perros.Dan más calor que las personas.

Inquieta, Helen pensó que no estababien mantener a las gemelas tanprotegidas de las realidades de la vida.

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Años atrás tuvo que encargarse ella dehablarles con antelación de los períodosmenstruales, para que cuando empezarana tenerlos no se impresionaran niasustaran como le había sucedido a ella.¿Por qué tendrían que desconocer todolo demás? Al fin y al cabo, mujerprevenida vale por dos. Decidió que lesexplicaría lo básico en la primeraocasión posible, antes que permitir quellegaran a conclusiones erróneas por sucuenta.

El tren llegó a la estación deWaterloo, con sus andenes concurridos ysu aire cargado de la habitual cacofonía.En cuanto las Ravenel y su comitivaestuvieron en el andén, cuatro

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empleados con el uniforme azul de losalmacenes Winterborne acudieron a suencuentro para recogerles el equipaje,colocarlo en unas carretillas y abrirlespaso con eficiencia. A Helen le divirtiósecretamente lo mucho que ladyBerwick se esforzó por no parecerimpresionada cuando los acompañaronfuera hasta un par de carruajesparticulares, uno para la familia y elotro para los criados, y un carro para elequipaje.

El carruaje de Rhys era un magníficovehículo de diseño moderno, acabadocon un reluciente lacado en negro yornado con el conocido monograma Wen el lateral. De pie, junto a la

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portezuela, Rhys las ayudó a subir,empezando por lady Berwick, seguidade Helen. Se detuvo cuando una de lasgemelas le tiró, implorante, de la manga.

—Les ruego me disculpen un momento—dijo a las mujeres ya sentadas.

La portezuela se cerró, dejando dentroa Helen y lady Berwick.

—¿Qué está pasando? —preguntó lacondesa con el ceño fruncido.

Helen sacudió la cabeza ligeramente,desconcertada.

Se oyó un suave clic, y la portezuelase abrió unos centímetros antes decerrarse de nuevo. Clic. Se abrió y secerró una vez más.

Helen contuvo una sonrisa al caer en

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la cuenta de que las gemelas estabanjugando con el novedoso tiradorexterior, que se abría presionandoligeramente la pieza hacia abajo en lugarde girándola un poco como era habitual.

—¡Jovencitas! —exclamó ladyBerwick, enojada, la siguiente vez quese abrió la portezuela—. Entrad deinmediato.

Pandora y Cassandra subieron alcarruaje y se sentaron al lado de Helen.

—No se juega con los tiradores —indicó la condesa, dedicándoles unamirada gélida.

—El señor Winterborne dijo quepodíamos —murmuró Pandora.

—Parece que el señor Winterborne

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sabe muy poco sobre los modales quedebe tener una joven.

Cuando se sentó junto a la condesa,Rhys respondió muy serio, aunque se lehabían marcado ligeramente lasarruguitas de las comisuras de los ojos.

—Perdóneme, milady. Cuando vi suinterés, se me ocurrió mostrarles cómofunciona el mecanismo.

—Hay que contener las jóvenesmentes activas —comentó la condesa,aplacada, en tono mucho más tranquilo—. Pensar demasiado incita al vicio.

Helen presionó el codo en el costadode Pandora para advertirle que noabriera la boca.

—Mis padres eran de la misma

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opinión —replicó Rhys relajadamente—. Según mi padre, una mentehiperactiva me volvería una personainsolente e insatisfecha. «Debes sabercuál es tu sitio y no salirte de él», medecía.

—¿Le hizo caso? —preguntó ladyBerwick.

—Si lo hubiera hecho, milady, en estemomento estaría llevando una tienda enHigh Street, no sentado en un carruajecon una condesa —respondió tras soltaruna suave risita.

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22 Para decepción de Helen, durante la

primera semana londinense tuvo pocasocasiones de ver a Rhys. Tras los díasque había estado ausente de sudespacho, el trabajo se le habíaacumulado y tenía muchos asuntospendientes. Una tarde, cuando fue devisita a la Casa Ravenel, su trato con

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Helen se limitó a una charla banal, conla condesa y las gemelas sentadas cerca.Las normas de lady Berwick al respectoeran inflexibles: las visitas tenían quehacerse durante unas horas concretas yno durar más de quince minutos. Pasadoun cuarto de hora, la condesa dirigía unamirada significativa al reloj.

Rhys cruzó una mirada con Helen enun momento de impaciencia y anhelocompartidos.

—Debería marcharme ya —anunció,levantándose con el gesto torcido.

—Ha sido una visita muy agradable,señor Winterborne —aseguró ladyBerwick, que también se puso de pie—.Nos encantaría que cenara con nosotros

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mañana si su agenda se lo permite.—¿El viernes? —Rhys frunció el

ceño, apesadumbrado—. Nada megustaría más, milady, pero ya tengo uncompromiso para asistir a una cenaprivada con el primer ministro.

—¿El señor Disraeli? —preguntóHelen con los ojos abiertos como platos—. ¿Es amigo tuyo?

—Conocido. Quiere mi apoyo para unproyecto de ley que reformará lalegislación laboral y garantizará a lostrabajadores el derecho de ir a lahuelga.

—No sabía que fuera ilegal —comentó Helen.

—Solo hay un puñado de sindicatos

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legalmente autorizados: carpinteros,albañiles, obreros de la fundición —aclaró Rhys con una sonrisa al ver suinterés—. Pero otros sindicalistasejercen ese derecho igualmente, y van ala cárcel por ello.

—¿Quieres que tengan derecho ahacer huelga? —preguntó Helen—. ¿Apesar de ser propietario de un negocio?

—Sí, la clase obrera debería disfrutarde los mismos derechos que toda lasociedad.

—Las mujeres no debemospreocuparnos por ese tipo de asuntos —intervino lady Berwick, descartando eltema con un gesto de la mano—.Procuraré encontrar una fecha que nos

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vaya bien a todos para la cena, señorWinterborne.

—Lo acompañaré fuera —se ofrecióHelen, que se esforzaba por dominar lafrustración que le provocaba no poderpasar a solas ni un minuto siquiera.

Lady Berwick negó con la cabeza.—Querida, es impropio acompañar a

un caballero hasta la puerta —sentenció.Helen lanzó una mirada de súplica a

sus hermanas.Al instante, Pandora dio un discreto

empujoncito a su silla con la pierna y latiró al suelo.

—¡Porras! —exclamó—. Seráposible...

—¡Pandora, esa boca! —la reprendió

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la condesa, centrándose en ella.—¿Qué tengo que decir cuando tiro

algo?Se produjo un breve silencio mientras

lady Berwick pensaba la respuesta.—Puedes decir «cáspita».—¿Cáspita? —repitió Pandora con

desagrado—. Pero es una palabra muysosa...

—¿Qué significa? —quiso saberCassandra.

Y así, mientras las gemelas teníanocupada a lady Berwick, Helen seescabulló al pasillo con Rhys.

Sin decir nada, él le puso una mano enla nuca y le acercó los labios parabesarla con pasión y puro deseo

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masculino. Ella inspiró con fuerzacuando la estrechó contra su cuerpo ynotó su aliento en la mejilla a ráfagasabrasadoras.

—¿Helen? —la voz de la condesa lesllegó desde el salón delantero.

Rhys la soltó en el acto y se la quedómirando, abriendo y cerrando las manoscomo si ardieran en deseos de tocarla.

Aturdida, la joven intentó serenarse.—Será mejor que te vayas —susurró

con las rodillas todavía temblorosas. Yen broma añadió—: ¡Cáspita!

Rhys le dirigió una mirada irónicaantes de recoger el sombrero y losguantes de una mesita auxiliarsemicircular.

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—No puedo volver a visitarte durantelas horas convenidas, cariad. Estosúltimos quince minutos he sufrido comoun hombre hambriento ante el escaparatede una pastelería.

—¿Cuándo volveré a verte?—Me aseguraré de que os lleve a los

almacenes el lunes por la tarde —respondió mientras se ponía el sombreroy los guantes.

—¿Tendremos intimidad ahí? —preguntó Helen, poco convencida, y losiguió hasta la puerta.

Él se detuvo para mirarla y le acaricióla mejilla con el dedo índice. La suavecaricia del guante de piel negra la hizoestremecer.

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—Los almacenes son mi territorio —respondió Rhys, sujetándole lamandíbula y contemplándole la boca—.¿Tú que crees?

El día siguiente, en el salón había por

lo menos doce mujeres a las que ladyBerwick había invitado por una razónespecial. Eran las matronas quesupervisaban los eventos másimportantes de la temporada londinense.Era responsabilidad suya forjar lasiguiente generación de esposas ymadres, y los destinos de las jóvenescasaderas dependían de su favor.

—Hablad lo menos posible —indicó

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lady Berwick con severidad a lasmuchachas—. Recordad que el silencioes oro. —Y añadió para Pandora—: Entu caso, es platino.

Las tres hermanas ocupaban un rincóndel salón, con la boca cerrada y los ojosbien abiertos mientras el grupo dematronas charlaba y bebía té a la saludde la reina. Una discusión cordial sobreel tiempo acabó con el consenso generalde que había hecho un frío excepcional,y de que aquel año, sin duda, laprimavera llegaría tarde.

Helen prestó atención al modo en quelady Berwick averiguaba la opinióngeneral sobre la modista de losalmacenes Winterborne, y en que todas

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las presentes le aseguraron que laempleada en cuestión, la señoraAllenby, creaba modelos deextraordinaria calidad. Ahora que laseñora Allenby se había convertido enmodista oficial de la corte, eraimposible conseguir hora sin pasar antespor una lista de espera.

—Es de suponer, sin embargo, quelady Helen no tendrá que esperar paraque la atienda —comentó sonriente unamatrona.

La aludida mantuvo la vistapudorosamente baja.

—Pues claro que no —respondió porella lady Berwick—. El señorWinterborne ha sido de lo más

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complaciente.—¿Lo ha conocido ya? —preguntó

una de las señoras.Varias sillas crujieron al unísono

cuando el grupo se inclinó hacia delantecon los oídos aguzados para escucharbien la respuesta de la condesa.

—Nos acompañó a Londres en el tren.Mientras un murmullo alborotado

recorría el grupo, lady Berwick dirigióuna mirada significativa a Helen, quecaptó la indirecta.

—Si no tiene ninguna objeción —dijorecatadamente—, mis hermanas y yo nosretiraremos para estudiar nuestraslecciones de historia.

—Muy bien, querida, ocupaos de

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vuestra educación.Tras hacer una genuflexión al grupo,

Helen y las gemelas salieron de lahabitación. Cuando cruzaban el umbral,hubo una lluvia de preguntas sobre elseñor Winterborne en el salón.

—Vamos arriba —dijo Helen,incómoda, al ver que las gemelas separaban para enterarse de lo que decían—. Quienes escuchan a escondidas oyencosas malas sobre ellos.

—Sí —admitió Pandora—, perotambién cosas fascinantes sobre losdemás.

—Chisss... —susurró Cassandra,esforzándose por oír.

—... sus rasgos son agradables,

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aunque no lo delicados que cabríaesperar —estaba diciendo ladyBerwick. Y tras una breve pausa, bajóun poco la voz—. Tiene una abundantemata de pelo, muy negro, una barbacerrada muy viril y un físico robusto.

—¿Y de carácter? —quiso saberalguien.

—Noble como un semental deBerbería —contestó lady Berwick conentusiasmo—. Evidentemente, está biendotado para las funciones de lapaternidad.

Se sucedió un aluvión de comentariosy preguntas.

—Me gustaría saber si alguna vezhablan de actos benéficos en sus

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reuniones —susurró Cassandra congracia, mientras Helen se la llevaba deallí.

Como habían logrado sobrevivir a la

reunión de las damas sin suicidarsesocialmente, el día siguiente Pandora,Cassandra y Helen tuvieron permisopara saltarse la obligación de recibirvisitas. Pandora engatusó a Cassandrapara que la ayudara con las ilustracionesde su juego de tablero mientras Helen sesentó sola en el salón de arriba con unlibro.

Durante varios minutos, miró laspalabras sin leerlas, mientras la cabeza

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le daba vueltas en un tiovivo agotador.Helada, a pesar de lo cálida que estabala habitación, dejó el libro y se rodeó elcuerpo con los brazos.

—Milady. —Peter, el lacayo, estabaen la puerta del salón—. Lady Berwickdesea que se reúna con ella en la sala devisitas.

—¿Le ha dicho el motivo? —preguntóHelen, desconcertada, tras erguirse en lasilla.

—Para ayudarla con una visita.Helen se levantó algo inquieta.—¿Ha mandado llamar también a las

gemelas? —preguntó.—No, milady, solo a usted.—Dígale que ahora mismo bajo, por

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favor.Tras alisarse el pelo y enderezarse la

falda, Helen bajó la escalera y se dirigióa la sala de visitas. Al ver que ladyBerwick la estaba esperando en lapuerta, pestañeó y aminoró el paso.

—Me ha mandado llamar —dijo conel ceño fruncido a modo deinterrogación.

La condesa estaba de espaldas a lapersona que ocupaba la sala de visitas.Estaba tan erguida y elegante como decostumbre, pero algo en ella le recordóa un estornino que había visto una vezposado en la mano de un pajareroambulante. El pájaro tenía las alassujetas a los costados, pero sus ojitos

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desesperados y brillantes reflejaban susansias de libertad.

—El heredero de mi marido ha venidoa conocerte sin avisar —le explicó ladyBerwick en voz baja—. Habla muypoco. Endereza bien la espalda.

Y, sin más preparación, tiró de ellahacia el interior de la habitación.

—Lady Helen —dijo la condesa sinalterarse—, este es mi sobrino, el señorVance.

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23 Helen sintió una punzada masiva,

como si se le hubiera escaldado elcuerpo. Luego solo sintió los latidosbrutales de su corazón, como un puñollamando con fuerza a la puerta. Hizouna genuflexión sin levantar la vista.

—Encantado —murmuró Vance. Suvoz era agradable, seca y suave, no

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demasiado grave.Una fuerza exterior parecía guiar los

movimientos de Helen. Entró en lahabitación y fue a sentarse en una butacacercana al sofá, no sin arreglarse lafalda por la fuerza de la costumbre.Cuando Vance se hubo acomodado en elsofá, se obligó a sí misma a mirarlo.

Albion Vance era extraordinariamenteatractivo, de una forma que le puso lapiel de gallina. Nunca había visto anadie parecido, con aquel cutis blanco einapropiadamente juvenil, aquellos ojosde una tonalidad pálida entre gris y azulclaro, y aquel cabello cortísimo, blancocomo la nieve, que relucía como elinterior de una ostra. Sus rasgos afilados

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le recordaron las cabezas de cera que seveían en los escaparates de lasbarberías, preparadas para mostrar laúltima moda en peinados. De estaturanormal y delgado, tenía las piernascruzadas con una elegancia felina.

Para su disgusto, vio que tenía cejas ypestañas oscuras, lo mismo que ella. Erauna situación rarísima, y agradeció lacalma sobrenatural que se habíaapoderado de ella y que sofocabacualquier sensación.

Vance la observó con desapego. Habíaen él algo depravado, la sensación deuna llama gélida que avivaba un espírituegoísta.

—Me recuerda usted a su madre —

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observó—. Aunque es usted másdelicada.

—¿La conocía usted, señor Vance? —preguntó, plenamente consciente de queél se había formado un juicio sobre ellaallí mismo y no había salido airosa—.No recuerdo haberlo visto en EversbyPriory.

—La veía de vez en cuando eneventos sociales, cuando estaba en laciudad. —Sonrió dejando al descubiertouna dentadura perfecta—. Poseía unabelleza fascinante. Y la impetuosidad deuna niña. Le encantaba bailar y no podíatener los pies quietos cuando sonaba lamúsica. Una vez le comenté que merecordaba aquel cuento, el de los

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zapatos rojos.Helen nunca había soportado aquella

historia en que una niña que se habíaatrevido a ponerse unos zapatos rojos eldía de su confirmación había sidocondenada a bailar con ellos hasta lamuerte.

—¿Se refiere al de Hans ChristianAndersen? Se trata de una moralejasobre que los pecados se pagan con lamuerte, ¿verdad?

La sonrisa se desvaneció de sus labiosy volvió a mirarla a los ojos, ahora conmás aprecio que desdén.

—He de admitir que no recuerdo lamoraleja de la historia —dijo.

—Seguro que ha pasado mucho

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tiempo desde que la leyó. —Helenadoptó aquella expresión inescrutableque siempre había molestado tanto a lasgemelas que la habían apodado esfinge—. Los zapatos rojos se convierten enarmas mortales después de que una niñasucumbe a la tentación de usarlos.

Vance la contempló receloso,preguntándose si sus palabras eran unapulla deliberada.

—Lamenté el fallecimiento de sumadre y, más recientemente, el de supadre y su hermano. Han sido tiempostrágicos para los Ravenel.

—Esperamos que el futuro nos deparedías mejores —comentó Helen en tononeutro.

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Vance se volvió hacia lady Berwickcon una sonrisa inquietante, artera.

—Los Ravenel parecen estarrecuperándose muy bien —indicó—.Desde luego, nuestra Kathleen hademostrado ser muy inteligente alatrapar al siguiente conde de Trenear sinpérdida de tiempo.

La condesa no logró ocultar del todolo mucho que la molestó la insinuaciónde que Kathleen se había casado conDevon por oportunismo e interés.

—Es un matrimonio por amor —aseguró secamente.

—Como su primer matrimonio. ¡Québien le viene a Kathleen su facilidadpara enamorarse!

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Helen lo aborreció. Había algocorrupto en él, algo insaciablementecruel. Le horrorizó pensar que la sangrede aquel hombre corría por sus venas.Recordó lo que Rhys había dicho unasnoches atrás: «Cualquier hijo suyo esfruto del diablo y no puede sino acabarmal.» Ahora que había conocido aVance, tenía que darle la razón. ¿Cómopudo su madre dejarse cautivar por unhombre así? ¿Cómo pudo Peggy Crewe?

El mal debía de tener su encanto, igualque la bondad.

—Lady Helen —dijo Vance entonces—. Me han dicho que está prometidacon el señor Winterborne. Es unalástima que tenga que casarse con un

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hombre que no procede del ámbitoadecuado para usted. Pero, aun así, losfelicito a ambos.

El comentario le dolió mucho más quecuando lady Berwick había dicho lomismo en Hampshire. Solo la certeza deque Vance la estaba provocando adredele impidió perder la compostura. Peroestuvo tentada de responderle que si lepreocupaba tanto que la gente no semoviera de los «ámbitos adecuados»,tendría que haberse abstenido de teneraventuras con mujeres casadas.

—Espero que alguien le hayaadvertido que los hijos pueden salirleordinarios y rebeldes, por más que seesmere en su educación —prosiguió

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Vance—. Es algo que se lleva en lasangre. Se puede domesticar un lobo,pero su descendencia seguirá naciendosalvaje. Los galeses son volubles ydeshonestos por naturaleza. Mienten confacilidad y con frecuencia, inclusocuando no es necesario. No hay nadaque les guste más que mortificar a sussuperiores, y harán o dirán lo que seapara eludir el trabajo honrado.

Helen pensó en Rhys, que habíatrabajado constantemente durante toda suvida, y que no había hecho nada paramerecer el desprecio de un hombre quehabía disfrutado desde su nacimiento deuna vida privilegiada. Como notó queempezaba a apretar los puños, se obligó

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a seguir con las manos juntas en suregazo.

—¿Cómo es que está tan informadosobre este tema? —preguntó.

Lady Berwick trató de interceder.—Señor Vance, creo que...—La mayoría es del dominio público

—dijo Vance a Helen—. Pero, además,me recorrí todo Gales para reunirinformación para un panfleto que estabaescribiendo. Consideré mi obligacióndemostrar la necesidad de prohibir elgalés en sus escuelas. Es un mal mediode enseñanza, y aun así se empecinan enperpetuarlo.

—Imagínese —dijo Helen en vozbaja.

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—Sí, sí —prosiguió Vance, que, obien no captó su sarcasmo o bienprefirió ignorarlo—. Hay que hacer algopara despertar su inteligencia, y esoempieza por obligarlos a hablar inglés,tanto si les gusta como si no. —Amedida que iba hablando, Helen vio queya no lo hacía de cara a la galería niintentaba provocarla, sino que suspalabras obedecían a una sinceraconvicción—. Hay que salvar a losgaleses de su propia indolencia ybrutalidad. Tal como están las cosasahora mismo, ni siquiera sirven parasirvientes.

Lady Berwick miró rápidamente laexpresión de Helen y quiso reducir la

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tensión.—Habrá sido un alivio volver a

Inglaterra de su viaje —comentó aVance.

Su respuesta fue categórica:—Preferiría que me lanzaran al fuego

del infierno antes que regresar a Gales.Incapaz de soportarlo más, Helen se

levantó.—Estoy segura de que eso puede

arreglarse, señor Vance —dijo confrialdad.

Vance, al que pilló desprevenido, sepuso lentamente en pie.

—Pero bueno... —alcanzó a decir.—Le ruego me disculpe. Tengo

correspondencia que atender —se

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excusó Helen. Y se marchó sin decirnada más, esforzándose por no echar acorrer como le pedía el cuerpo.

Helen no tenía idea de los minutos que

había pasado acurrucada en la cama,llevándose un pañuelo a los ojosllorosos. Intentaba respirar a pesar delas repetidas punzadas que sentía en lagarganta.

No tener padre habría sido muchomejor que aquello. Albion Vance eramás detestable de lo que jamás habríaimaginado, pervertido en todos lossentidos. Y ella descendía de él. Lasangre de aquel hombre le corría por las

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venas como si fuera veneno.Los hijos heredan los pecados de los

padres. Todo el mundo conocía esteprecepto bíblico. Seguro que en sucarácter habría algo vil heredado de él.

Oyó que llamaban suavemente a lapuerta, y entonces entró lady Berwickcon dos copas llenas de un líquidoambarino.

—Te has comportado muy bien —comentó, deteniéndose al llegar a lospies de la cama.

—¿Al insultar a su invitado? —repusoHelen con la voz alterada por el llanto.

—No era mi invitado —respondiólacónicamente la condesa—. Es unparásito despreciable. Un gusano que se

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daría un banquete con las llagas de Job.No tenía ni idea de que se presentaríahoy sin avisar.

Helen se quitó el pañuelo húmedo delos ojos y se sonó la nariz.

—Winterborne se enfadará —aseguró—. Me dejó muy claro que no queríaque me relacionara de ninguna formacon el señor Vance.

—Pues yo en tu lugar no se lo diría.—¿Me está aconsejando que se lo

oculte? —Rodeó el pañuelo con losdedos con tanta fuerza que lo dejó hechouna bola.

—Creo que tú y yo sabemos por quéte conviene no decírselo a Winterborne.

Helen se la quedó mirando como una

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tonta. Dios mío, la condesa lo sabía. Sí,lo sabía.

Tras acercarse al borde de la cama,lady Berwick le ofreció una copa.

—Coñac —dijo.Helen se acercó la bebida a los labios

y bebió un sorbo prudente, seguido deotro. El licor, cuyo sabor le pareció muyfuerte, le abrasó los labios.

—Creía que las damas no bebíancoñac —comentó con voz ronca.

—En público no. Sin embargo, puedetomarse en privado cuando se precisa unestimulante.

Mientras Helen sorbía el coñac, lacondesa le habló sin superioridad, sinomás bien con una sinceridad despiadada,

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suavizada con un toque sorprendente deamabilidad.

—El año pasado, cuando informé aVance de que Kathleen iba a casarse conun miembro de tu familia, me confió laaventura que había tenido con tu madre.Afirmó que tú eras hija suya. La primeravez que te vi, no tuve ninguna duda deello. Tu cabello es del mismo color queel suyo, y tienes las cejas y los ojosiguales.

—¿Lo sabe Kathleen?—No. No estaba segura de que tú lo

supieras hasta que vi la cara que pusisteantes de entrar en la sala. Pero teserenaste rápidamente. Tu autodominiofue admirable, Helen.

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—¿Tenía intención de darme la noticiahoy el señor Vance?

—Sí. Sin embargo, frustraste susplanes de montar una escena. —Lacondesa se detuvo para beber un tragode coñac y luego afirmó lúgubremente—: Antes de irse, me pidió que te dejarameridianamente claro que es tu padre.

—Esa palabra no se le puede aplicar.—Estoy de acuerdo. Un hombre no

tiene derecho a ser llamado padresimplemente porque una vez tuvo unespasmo en las entrañas de una mujer enel momento oportuno.

Helen sonrió levemente a pesar delabatimiento que la embargaba. Aquelloera algo que podría haber dicho

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Kathleen. Tras incorporarse más en lacama, se frotó las comisuras de los ojoscon el índice y el pulgar.

—Querrá dinero —dijo con tonoinexpresivo.

—Evidentemente. Pronto serás una víade acceso a una de las mayores fortunasde Inglaterra. Y no me cabe duda de queen el futuro también te pedirá queinfluyas en las decisiones empresarialesde tu marido.

—Yo no le haría eso a Winterborne.Además... no podría vivir preocupadapor las amenazas de Vance.

—Yo llevo décadas haciéndolo, miquerida muchacha. Desde el día que mecasé con lord Berwick, supe que hasta

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que tuviera un hijo varón, tendría quedoblegarme ante Vance. Ahora tienesque hacerlo tú también. Si no satisfacessus demandas, te arruinará elmatrimonio. Puede que incluso antes deque empiece siquiera.

—No tendrá ocasión de hacerlo —aseguró Helen, abatida—. Yo misma selo contaré al señor Winterborne.

A lady Berwick casi se le salieron losojos de las órbitas.

—No serás tan insensata como paracreer que te seguirá queriendo si losabe.

—No, no me querrá. Pero le debo laverdad.

Tras acabarse el coñac con un trago

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impaciente, la condesa dejó la copa y lehabló con convicción e irritación:

—Dios mío, jovencita, quiero queprestes atención a cada palabra que voya decirte. —Esperó a que la miradaatormentada de Helen se fijara en lasuya—. El mundo es duro con lasmujeres. Nuestro futuro se cimenta en laarena. Yo soy condesa, Helen, y aun así,en el invierno de la vida es probableque me convierta en una viuda pobre, enuna mera nulidad. Tienes que hacer loque sea necesario para casarte conWinterborne, porque hay una cosa queuna mujer necesita por encima de todas:seguridad. Aunque pierdas el cariño detu esposo, una mínima parte de su

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fortuna te garantizará que jamás tehundirás en la pobreza. Mejor aún si ledas un hijo: este es el origen delverdadero poder e influencia de unamujer.

—El señor Winterborne no querrá unhijo que descienda de Albion Vance.

—No podrá hacer nada al respectouna vez haya sucedido, ¿no?

—No podría engañarlo de ese modo—aseguró Helen con los ojos abiertoscomo platos.

—Querida, eres muy ingenua —dijolady Berwick secamente—. ¿Crees queno hay ninguna parte de su vida, pasaday presente, que él te oculte? Los maridosy las esposas nunca son del todo

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sinceros entre sí; ningún matrimoniosobreviviría a ello.

Al notar unas punzadas en las sienes yun amago de náuseas en el estómago,Helen temió que iba a tener migraña.

—Me encuentro mal —susurró.—Termínate el coñac. —La condesa

se acercó a la ventana y apartóligeramente la cortina para echar unvistazo fuera—. Vance quiere hablarcontigo mañana. Si te niegas, irá a ver aWinterborne antes de que termine el día.

—No me negaré —aseguró Helen,pensando con tristeza que diría laverdad a Rhys en el momento que elladecidiera y a su manera.

—Le enviaré una nota para quedar con

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él en territorio neutral. No puede volvera la Casa Ravenel.

—El Museo Británico —sugirióHelen tras reflexionar un momento—.Las gemelas quieren visitar las GaleríasZoológicas. Él y yo podríamos hablarallí sin que nadie se dé cuenta.

—Sí, buena idea. ¿Qué sitio deberíaindicar como lugar de encuentro?

Helen se quedó con la copa de coñacsuspendida en el aire.

—La exposición de serpientesvenenosas —soltó, y se acabó el licor.

Lady Berwick sonrió levemente.—Como conozco muy bien a Vance, sé

cómo te planteará la situación —asegurócon expresión sombría—. No hablará de

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chantaje: te lo venderá como un tributoanual, a cambio de permitirte hallar lafelicidad con Winterborne.

—No existe ningún tributo sobre lafelicidad —repuso Helen a la vez que sefrotaba la frente.

La condesa la observó con una mezclade compasión y tristeza.

—Mi pobre muchacha... lo que esseguro es que no puede obtenerse gratis.

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24 —¿Estás segura de que no te pasa

nada, Helen? —preguntó Cassandra trasdescender del carruaje familiar—. Hasestado muy callada y tienes los ojosvidriosos.

—Me duele un poco la cabeza, nadamás.

—Oh, lo siento. ¿Quieres que dejemos

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la visita al museo para otro día?—No, no me encontraré mejor por

quedarme en casa. Puede que caminandoun poco se me pase.

Avanzaron juntas, tomadas del brazo,mientras Pandora, más adelantada, sedirigía rápidamente hacia el imponentepórtico del Museo Británico.

—¡Pandora, no galopes como uncaballo de tiro! —exclamó ladyBerwick, que resoplaba impaciente paraseguir a la joven.

El Museo Británico, un edificiocuadrado de estilo griego con un patiode una hectárea, era tan grande que, apesar de que ya habían estado en élmedia docena de veces, tan solo habían

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visto una tercera parte de susexposiciones. La noche anterior, cuandolady Berwick había sugerido sin darleimportancia una excursión al museo, lasgemelas habían estado encantadas.Helen, sabedora del motivo real de lavisita, se había mostrado más apagada.

Después de comprar las entradas yrecoger los planos impresos en elvestíbulo, el grupo se dirigió hacia laescalera principal que conducía a lasplantas superiores. En lo alto de lospeldaños, en la entrada de las GaleríasZoológicas había ingeniosamentedispuestas tres jirafas altísimas. Laspatas delanteras del animal de mayortamaño medían más aún que lady

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Berwick. Delante de las jirafas, unabarandilla de madera impedía a la genteacercarse a ellas.

Las mujeres se detuvieron paracontemplar con asombro los animalesdisecados.

Como era de prever, Pandora avanzócon la mano extendida.

—Pandora —soltó bruscamente ladyBerwick—, si tocas los objetosexpuestos no volveremos a venir almuseo.

Pandora se volvió para dirigirle unamirada de súplica.

—Esta es una jirafa que en su díavagaba por la sabana africana, ¿noquiere saber cómo es al tacto?

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—Claro que no.—No hay ningún cartel que lo

prohíba.—La barandilla lo da a entender.—Pero la jirafa está tan cerca... —

insistió Pandora, afligida—. Si ustedmirara hacia otro lado cinco segundos,podría tender la mano y tocarla... y asíno tendría que preguntármelo más.

Tras soltar un suspiro, lady Berwickechó un ceñudo vistazo alrededor paraasegurarse de que nadie las veía.

—Date prisa —dijo secamente.Pandora se acercó, se inclinó por

encima de la barandilla para tocar laextremidad y la rodilla arrugada delanimal, y retrocedió enseguida.

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—Es como el pelaje de un caballo —informó satisfecha—. Los pelos nomedirán más de medio centímetro.¿Quieres tocarla, Cassandra?

—No, gracias.—Vamos, entonces —dijo, tomando la

mano de su hermana gemela—. ¿Quéquieres ver, los animales de pezuña olos de garra?

—Los de garra.Lady Berwick empezó a seguir a las

chicas, pero se detuvo para echar unúltimo vistazo a la jirafa. Con unoscuantos pasos apresurados, se plantófrente al animal expuesto, le tocódisimuladamente la pata y miró a Helencon aire de culpabilidad.

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Helen, con los ojos puestos en elplano del museo, contuvo una sonrisa yfingió no haberla visto.

Después de que la condesa se reunieracon las gemelas en la galería sur, Helense dirigió hacia la galería norte, queconstaba de cinco amplias salas llenasde vitrinas enormes. Llegó a la segundasala y pasó ante las serpientesexpuestas. Se detuvo al ver un lagartocon una gran gorguera alrededor delcuello que le recordó la de la reinaIsabel. Según la placa que había junto alanimal, el lagarto podía desplegarlapara parecer amenazador.

Antes de que pudiera alcanzar lavitrina siguiente, que contenía diversas

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serpientes, un hombre se situó a su lado.Como sabía que era Vance, cerró losojos un momento, mientras se ponía entensión debido a la hostilidad que sentíahacia él.

Vance se quedó observando un par decamaleones africanos.

—Tu perfume es el mismo que llevabatu madre —murmuró por fin—.Orquídeas y vainilla... Nunca lo heolvidado.

Que conociera tan bien el aroma de sumadre la pilló desprevenida. Nadie sehabía fijado jamás en que ella llevaba lamisma fragancia.

—Encontré la receta en una de suslibretas.

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—Te queda bien.Ella alzó los ojos y vio que la estaba

examinando con la mirada.A tan corta distancia, Albion Vance

resultaba cautivador, con su cara depómulos altos moldeada con unadelicadeza marcadamente andrógina.Sus ojos eran del color del cielo ennoviembre.

—Eres una muchacha bonita, pero notan hermosa como ella —comentó—. Tepareces a mí. ¿Estaba resentida contigo?

—Preferiría no hablar de mi madrecon usted.

—Quiero que sepas que significabaalgo para mí.

Helen volvió a concentrar su atención

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en los animales de la vitrina. Vanceparecía esperar una respuesta, pero nose le ocurrió ninguna.

Su silencio pareció molestarlo.—Yo soy el seductor despiadado que

abandonó a su amante y su hija reciénnacida, claro —soltó Vance en tonotedioso—. Pero Jane no tenía la menorintención de abandonar al conde, ni yoquería que lo hiciera. En cuanto a ti... noestaba en posición de hacer nada por ti,ni tú por mí.

—Pero ahora que estoy prometida conun hombre adinerado —indicó Helencon frialdad—, finalmente se hainteresado. No perdamos el tiempo,señor Vance. ¿Tiene una lista de

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exigencias o prefiere nombrar una cifra?—Esperaba que pudiéramos llegar a

un acuerdo sin ser groseros —comentócon las delgadas cejas oscurasarqueadas.

Helen permaneció callada,aguardando con una paciencia forzadamientras lo miraba de un modo queparecía incomodarlo.

—Eres como un carámbano —soltó él—. Tienes algo de vestal. Te faltaespíritu. Por eso careces de la bellezade tu madre.

—¿Qué quiere, señor Vance? —insistió Helen, negándose a picar elanzuelo.

—Entre las muchas inquietudes

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filantrópicas de lady Berwick hay unaorganización benéfica que administrapensiones a indigentes ciegos —dijo porfin—. Quiero que convenzas aWinterborne de que done veinte millibras al patronato de esta organización.Le explicarás que su generoso donativose usará para comprar una propiedad enWest Hackney que proporcionarábeneficios anuales que se destinarán alos pensionistas invidentes.

—Pero usted ha diseñado una formade beneficiarse personalmente —dijoHelen despacio.

—El donativo tiene que hacerseenseguida. Necesito capital deinmediato.

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—¿Quiere que pida esto al señorWinterborne antes de estar casadossiquiera? —preguntó Helen, incrédula—. No creo que pueda convencerlo.

—Las mujeres tienen sus recursos. Yate las arreglarás.

—No dará el dinero sin investigarantes la organización benéfica —comentó ella, negando con la cabeza—.Lo averiguará.

—No habrá documentos que puedadescubrir —respondió Vance consuficiencia—. No hay nada que puedavincularme con esa organizaciónbenéfica ni con la propiedad de WestHackney; los acuerdos son verbales.

—¿Qué será de los pensionistas

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invidentes?—Parte del dinero les llegará,

naturalmente, para que todo parezcalegítimo.

—A ver si lo he entendido claramente:está haciendo chantaje a su propia hijapara estafar a indigentes ciegos. ¿Escorrecto?

—Nadie está estafando a ningúnindigente: para empezar, el dinero no essuyo. Y esto no es chantaje. Una hijatiene la obligación natural de ayudar asu padre cuando este lo necesita.

—¿Por qué tendría yo algunaobligación hacia usted? —preguntóHelen, perpleja—. ¿Qué ha hecho ustednunca por mí?

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—Te di el regalo de la vida.Como vio que hablaba muy en serio,

Helen le dirigió una mirada incrédula.Tuvo unas súbitas ganas de reír. Se tapólos labios con los dedos para conteneraquella risa medio histérica, pero fuepeor. No pudo evitar ver la expresiónofendida de Vance.

—¿Te hace gracia? —soltó él.—Di-discúlpeme —dijo Helen,

tratando de tranquilizarse—. Pero notuvo que esforzarse demasiado, ¿no?Aparte de un... espasmo en las entrañasde una mujer en el momento oportuno.

—No degrades la relación que tuvecon tu madre —la reprendió Vance,mirándola con dignidad glacial.

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—Oh, sí. Ella significaba mucho parausted. —La risa amarga remitió, y Heleninspiró con dificultad—. Supongo quePeggy Crewe también.

—De modo que Winterborne te hablóde ella —comentó él con la fría miradafija en ella—. Pensé que podría haberlohecho.

La proximidad de una mujer y tresniños que se acercaban a observar losanimales expuestos impidió a Helenresponder. Fingió interesarse en unavitrina que contenía tortugas terrestres ymarinas, y se dirigió despacio hacia allí,acompañada de Vance.

—No hay motivo para queWinterborne me odie eternamente por

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hacer algo que ha hecho la mayoría dehombres —aseguró Vance—. No soy elprimero que se acuesta con una mujercasada, y tampoco seré el último.

—Por su culpa, la señora Crewefalleció en el parto, y su marido, unhombre al que el señor Winterbornequería como a un hermano, tambiénterminó muerto —indicó Helen.

—¿Es culpa mía que aquel hombrefuera tan mentecato como parasuicidarse? ¿Es culpa mía que aquellamujer no tuviera una complexión lobastante fuerte para dar a luz? Además,toda la situación podría haberse evitadosi Peggy no se hubiese abierto depiernas para mí. Yo me limité a tomar lo

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que se me ofrecía gustosamente.Su insensibilidad dejó a Helen sin

aliento. No parecía tener el menor atisbode conciencia. ¿Cómo habría acabadosiendo así? Se lo quedó mirando,buscando algún rastro de humanidad,algún signo de culpa, de remordimientoo tristeza. No lo encontró.

—¿Qué hizo con la niña? —quisosaber.

La pregunta pareció sorprenderlo.—Me ocupé de que una mujer cuidara

de ella —contestó.—¿Cuándo fue la última vez que la

vio?—Nunca la vi. Ni tengo intención de

hacerlo —respondió, impaciente—.

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Esto no tiene nada que ver con el asuntoque nos ocupa.

—¿Le interesa el bienestar de ella?—¿Por qué tendría que interesarme a

mí si no le interesa a su familia materna?Nadie quiere a esa malnacida bastarda.

No cabía duda de que había pensadolo mismo sobre ella. Helen sintió unacreciente preocupación por la niña, sumedia hermana. ¿La estarían cuidando yeducando bien? ¿Estaría desatendida?¿Maltratada?

—¿Cómo se llama la mujer que cuidade ella? ¿Dónde vive?

—Eso no es asunto tuyo.—Al parecer tampoco suyo —replicó

Helen—, pero me gustaría saberlo.

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—¿Para usarlo de alguna forma en micontra? ¿Para intentar avergonzarme? —soltó, sonriendo con suficiencia.

—¿Por qué querría avergonzarlo? Amí me interesa evitar el escándalo tantocomo a usted.

—Pues te aconsejo que olvides a laniña.

—Debería darle vergüenza —dijoHelen con tranquilidad—. No solo haeludido cualquier responsabilidad haciasu propia hija, sino que también intentaimpedir que otra persona la ayude.

—Llevo cuatro años manteniéndola.¿Qué más quieres que haga? ¿Dar decomer personalmente a esa mocosa?

Helen trató de pensar a pesar de la ira

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que empezaba a sentir. No podríaaveriguar cómo estaba su mediahermana si no podía sonsacar a Vanceaquella información. Se devanó lossesos para recordar lo que Rhys le habíacontado una vez sobre negociacionescomerciales.

—Me ha pedido una gran cantidad dedinero y esperará recibir más en elfuturo —dijo—, pero lo único que me haofrecido a cambio es dejarme conservaralgo que ya poseo. No cerraré el tratosin que me haga una concesión. Unapequeña: no le costará nada decirmequién tiene a su hija.

Hubo un largo silencio antes de queVance respondiera:

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—Ada Tapley. Es una asistenta de losfamiliares de mi abogado en Welling.

—¿Dónde...?—Es un pueblo situado en la carretera

principal de Londres a Kent.—¿Cómo se llama la niña?—No tengo ni idea.«Claro que no.» Helen se retorció

interiormente de rabia.—¿Cerramos el trato, entonces?

¿Convencerás a Winterborne de quehaga el donativo a la organizaciónbenéfica lo antes posible?

—Si quiero casarme con él —admitióella con tono inexpresivo—, no mequedará más remedio que hacerlo.

Vance sonrió de oreja a oreja.

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—Me resulta divertido que él creaque ha conseguido una Ravenel paratener descendencia y que, en lugar deeso, vaya a dar continuidad a mi linaje.Miembros galeses de la familia Vance,que Dios nos asista.

Unos minutos después de su marcha,Helen seguía observando la vitrina deanimales bien conservados y dispuestos.Tenían los ojos ciegos de cristaldesorbitados de sorpresa, como si noalcanzaran a entender por qué habían idoa parar allí.

En ese momento fue plenamenteconsciente de su propia ruina y, alhacerlo, una nueva sensación se apoderóde ella: el desprecio hacia sí misma.

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Nunca le pediría a Rhys el supuestodonativo benéfico. Ni podría casarsecon él. Ya no. Jamás impondría a AlbionVance, ni a ella misma, en la vida de suamado.

Contar la verdad a Rhys sería lapesadilla más espantosa. No sabía cómoreuniría el valor para hacerlo, pero nohabía otra opción.

Una sombra de pesar la acechaba,pero no podía sucumbir todavía a ella.Ya habría tiempo de lamentarse después.

Años, de hecho. Aquel mismo día, mucho más tarde,

tras haber regresado del museo, Helen

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se sentó ante el escritorio del salón dearriba y mojó una pluma en el tintero.

Querida señora Tapley:Recientemente tuve conocimiento de

una niña que le fue entregada para suscuidados cuando era recién nacida,hará unos cuatro años. Me gustaríasaber si todavía reside con usted y, sies así, le agradecería cualquierinformación que puedaproporcionarme sobre ella...

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25 —Todo esto me parece bastante

impropio —comentó lady Berwick,frunciendo el ceño cuando el carruaje dela familia Ravenel se aproximaba a lacallejuela detrás del enorme edificio delos grandes almacenes—. Comprar a lasseis de la tarde, y en semejante lugar.Pero el señor Winterborne insistió

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mucho.—Compraremos en privado —le

recordó Pandora—. Lo que, bienmirado, es mucho más discreto que ir decompras dando un paseo a mediodía.

—Las dependientas no conocerán mispreferencias. Podrían ser impertinentes—insistió la condesa, a quien la idea nohabía agradado.

—Le prometo que serán muyserviciales —aseguró Helen. Habríacontinuado, pero el dolor punzante eintermitente que sentía estabaempeorando. La ansiedad por ver a Rhysle había provocado una migraña. Nosabía cómo haría para simular que nopasaba nada. ¿Cómo podría hablarle,

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sonreírle y mostrarse cariñosa con élcuando sabía que jamás se casarían? Elmalestar se extendió por su frente y susojos como una mancha.

—Yo solo quiero ver los guantes —precisó remilgadamente lady Berwick—. Después me sentaré en una silla yesperaré mientras te atiende la modista.

—No creo que vaya a tardar mucho —murmuró Helen con los ojos cerrados—.Puede que tenga que regresar pronto acasa.

—¿Te duele la cabeza? —preguntóCassandra, preocupada.

—Me temo que sí.—Pobrecita —dijo la gemela,

tocándole el brazo con cariño.

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Pandora no fue tan compasiva.—Por favor, trata de sobreponerte.

Piensa en algo relajante; imagina que tucabeza es un cielo lleno de apaciblesnubes blancas.

—Más bien parece un cajón lleno decuchillos —murmuró Helen con tristezamientras se frotaba las sienes—. Teprometo que aguantaré todo lo quepueda, cielo. Sé que quieres tenertiempo para hacer compras.

—Te llevaremos a la sección demuebles para que te tumbes en unachaise-longue —sugirió Pandoraamablemente.

—Las damas no se recuestan enpúblico —intervino lady Berwick.

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El lacayo las ayudó a bajar delvehículo y las condujo hasta una de lasentradas traseras, donde un porterouniformado las estaba esperando.

Con su lacerante dolor de cabeza,Helen siguió a ciegas a la comitiva. Oyólos susurros de asombro de ladyBerwick mientras la guiaban por losamplios arcos que conectaban lasopulentas salas de techos altos conrelucientes arañas que iluminaban lossuelos de madera encerados. En lasmesas y los mostradores se amontonabantesoros, y había vitrinas que conteníanhileras y más hileras de artículoslujosos. En lugar de ser espaciospequeños y cerrados, las secciones de

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los almacenes eran salas abiertas yespaciosas que animaban a los clientes adeambular por ellas libremente. El aireolía a madera encerada, perfume ynovedad; olía a caro.

Cuando llegaron a la rotonda centralde seis plantas de altura, cada una deellas enmarcada por unos balcones conadornos de voluta, coronada con unainmensa cúpula con vidrieras decolores, lady Berwick no pudo escondersu asombro.

—Es la catedral de las compras —comentó Pandora reverentemente,siguiendo la mirada de la condesa haciaarriba.

La dama estaba demasiado pasmada

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para regañarla por esa blasfemia.Rhys se acercó a ellas, relajado y

atractivo con su traje negro. Ni siquierasu migraña creciente pudo impedir unbrillo de placer al verlo, tan poderoso yseguro de sí mismo en aquel mundo queél había creado. Su mirada se cruzó conla de ella un instante breve yapasionado, antes de dirigirse hacia ladyBerwick. Tras tomar la mano de lamujer mayor, le hizo una reverencia y lesonrió mientras se enderezaba.

—Bienvenida a los almacenesWinterborne, milady.

—Esto es extraordinario —afirmólady Berwick, desconcertada, casiquejumbrosa. Echó un vistazo a un lado

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y otro, a las salas que parecían no tenerfin, como si hubiera un par de espejossituados para reflejarlas infinitamente—. Los almacenes tendrán unasuperficie de dos acres, ¿no?

—Cinco, incluidas las plantassuperiores —la corrigió Rhys como sital cosa.

—¿Cómo va nadie a encontrar nada enmedio de tanto exceso?

Rhys le dirigió una sonrisatranquilizadora.

—Está todo bien organizado y hayvarias dependientas para ayudarla —señaló una hilera de empleadas, todasimpecablemente vestidas de negro,crema y azul intenso, que era el

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emblema de los almacenes. Cuando hizoun gesto con la cabeza, la señoraFernsby se acercó. Llevaba un elegantevestido negro con el cuello y los puñosde encaje color crema.

—Lady Berwick —dijo Rhys—, lepresento a mi secretaria particular, laseñora Fernsby. Ella está aquí paraayudarla en todo lo que necesite.

En cinco minutos, las aprensiones delady Berwick habían dado paso a unplacentero desconcierto gracias a que laseñora Fernsby y las dependientas sededicaron a satisfacer hasta su últimodeseo. Mientras ella era conducida almostrador de los guantes, Pandora yCassandra examinaban los productos

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que se ofrecían en la planta baja.Rhys se reunió con Helen.—¿Qué pasa? —le preguntó.La luz brillante pareció traspasarle el

cerebro. Ella trató de sonreír, pero elesfuerzo le resultó insoportable.

—Me duele la cabeza.Rhys la volvió hacia él con un susurro

compasivo. Le tocó la frente y en lamejilla como para comprobar si teníafiebre.

—¿Has tomado algo para combatirlo?—No —musitó ella.—Ven conmigo. —Rhys hizo que le

tomara del brazo—. Encontraremos algoen la sección de farmacia que te hagasentir mejor.

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Helen dudaba de que hubiera algo quepudiera ayudarla, ahora que la migrañahabía clavado sus garras en ella.

—Lady Berwick no querrá perdermede vista.

—No se dará ni cuenta. Van a tenerlaocupada dos horas por lo menos.

La joven estaba demasiadoindispuesta para discutir, de modo quedejó que Rhys se la llevara con él.Afortunadamente, no le hizo preguntas niintentó entablar conversación.

Llegaron a la sección de farmacia,donde un reluciente embaldosado blancoy negro sustituía la madera del suelo.Esta sala estaba mucho más oscura,puesto que se había apagado la mayoría

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de luces al cerrar los almacenes. Aambos lados de la sala, las paredesestaban llenas de armarios, estantes ymesas, mientras que una península conencimera salía de otra. Todos losestantes estaban abarrotados de tarrosde polvos, pastillas, linimentos ycremas, además de botellas y frascos detinturas, jarabes y tónicos. En las mesashabía un surtido de confites medicinales:pastillas de hierbas y de cayena para latos, azúcar de arce y goma arábiga.Normalmente, a Helen no le habríaimportado la mezcla de aromasastringentes y a tierra que impregnaba elambiente, pero con lo mal que seencontraba, le resultó nauseabundo.

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Había alguien en la península,revisando los cajones y tomando notas.Cuando se acercaron, vio que era unamujer delgada, no mucho mayor queella, que vestía un conjunto de paseocolor burdeos y llevaba el cabellocastaño coronado con un prácticosombrero.

—Buenas tardes, señor Winterborne—dijo la mujer, sonriendo con simpatíatras alzar los ojos.

—¿Todavía trabajando? —preguntóRhys.

—No; voy a ir a un orfanato localpara visitar la enfermería. Tengo pocomaterial y el doctor Havelock me dijoque lo tomara de aquí. Lo pagaré

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mañana, naturalmente.—Los almacenes correrán con ese

gasto —indicó Rhys sin dudarlo—. Espor una causa encomiable. Llévese loque necesite.

—Gracias, señor.—Lady Helen —dijo Rhys—. Esta es

la doctora Garrett Gibson, uno de losdos médicos que atienden a nuestropersonal.

—Buenas tardes —murmuró Helencon una sonrisa forzada mientras seapretaba con los dedos la sien derechapara procurar mitigar el dolor.

—Es un honor —dijo la otra mujer,pero observó a Helen con preocupación—. Parece tener molestias. ¿Puedo hacer

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algo por usted?—Necesita polvos para el dolor de

cabeza —explicó Rhys.—¿Le afecta el dolor a toda la cabeza

o está concentrado en una zona? —quisosaber la doctora mientras examinaba aHelen desde el otro lado del mostradorcon sus intensos ojos verdes.

—En las sienes. —Helen se detuvopara hacer inventario de los diversosdolores agudos que tenía en la cabeza,como si le hubieran introducidocarbones encendidos al azar—. Ytambién detrás del ojo derecho.

—Una migraña, entonces —sentencióla doctora Gibson—. ¿Cuánto rato haceque empezó?

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—Apenas unos minutos, pero estáaumentando con la velocidad de unalocomotora.

—Yo le recomendaría unos polvosantineurálgicos; son más efectivos parala migraña porque contienen citrato decafeína. Permítame que le traiga unacaja.

—Perdone la molestia —se disculpóHelen con voz débil, apoyándose en elmostrador.

Rhys le puso una mano tranquilizadoraen la parte inferior de la espalda.

—Las migrañas son una tortura —aseguró la doctora Gibson, que seacercó rápidamente a un armario y hurgóen las cajas y latas que contenía—. Mi

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padre las sufre. Es duro como la piel deun hipopótamo, pero se va a la cama encuanto le empieza una. —Sacó una lataverde con un gesto de satisfacción y lallevó al mostrador—. Puede que sesienta algo mareada después de tomaruna dosis, pero diría que eso es mejorque sufrir un dolor terrible.

A Helen le gustó mucho su forma deser, competente y simpática, en absolutodesapasionada como cabría esperar deun médico.

Mientras la doctora Gibson destapabala lata, Rhys sujetó una parte corredizade la encimera del mostrador, la empujóhacia atrás y se agachó para sacar unarejilla que contenía cuatro botellas de

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soda fría.—Un refrigerador de mostrador —

dijo al ver el interés de Helen—. Comolos de las tiendas de comestibles.

—Nunca he estado en una tienda decomestibles —admitió Helen mientrasobservaba cómo Rhys sacaba unabotella de la rejilla. Todas ellas teníanforma de huevo con una baseredondeada que les impedía sostenersepor sí solas.

La doctora Gibson sacó un paquete depapel de la lata de polvosantineurálgicos y lo desdobló paraformar un cucurucho.

—El sabor es espantoso —indicómientras se lo daba a Helen—. Le

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sugiero que lo vierta lo más atrás quepueda de la lengua.

Rhys quitó el bozal de alambre quesujetaba el corcho en el cuello de labotella y entregó el recipiente a Helen.Sonrió al ver su indecisión.

—Nunca has bebido directamente deuna botella, ¿verdad? —La acarició conla mirada mientras le pasaba consuavidad un nudillo por el contorno dela mandíbula—. Procura no levantarlademasiado rápido.

Helen se llevó el cucurucho a la boca,echó la cabeza atrás y dejó que lospolvos amargos se le deslizaran por lagarganta. Entonces, con cuidado, seacercó la botella a los labios, se vertió

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parte del líquido frío y gaseoso en laboca y se lo tragó. El refresco de lima leenmascaró la amarga medicina.

—Toma un poco más, cariad —aconsejó Rhys mientras con el pulgar lequitaba una gotita que le había quedadoen la comisura de los labios—. Esta vez,sella el borde con los labios.

Dio dos tragos más, con lo que hizodesaparecer el sabor de los polvos y ledevolvió la botella, que él dejódestapada en la rejilla.

—Empezará a surtir efecto en unoscinco minutos —aseguró la doctora,mirando con comprensión a Helen.

Esta cerró los ojos y se llevó otra vezlos dedos a las sienes para procurar

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aliviar la sensación de que le estuvieranatravesando el cráneo con agujas. Eraconsciente del cuerpo fornido de Rhys asu lado, y de algún modo su presencia leera reconfortante y angustiante a la vez.Pensó en lo que tenía que hablar con él,y en cómo reaccionaría, y encorvó loshombros.

—Hay personas a quienes les va bienuna bolsa de hielo o una cataplasma demostaza —oyó que le decía la doctoraGibson—. O un masaje en los músculosdel cuello.

Helen, agitada, dio un respingo alnotar que Rhys le ponía las manos en lanuca.

—Oh, aquí no... —pidió.

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—Chisss.Tras encontrarle puntos que le dolían

terriblemente, Rhys empezó a darle unsuave masaje.

—Apoya los antebrazos en elmostrador —le pidió.

—Si alguien nos ve...—Nadie nos verá. Relájate.Aunque no podía decirse que las

circunstancias fueran lo que Helenhabría considerado relajantes, obedeció.

Rhys le friccionó la nuca con lospulgares mientras le presionaba lospuntos de tensión de la base del cráneocon los demás dedos. Ella agachó lacabeza, a medida que sus músculos ibansiendo mimados y obligados a relajarse.

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Las manos fuertes de Rhys le fuerondando friegas cuello abajo, hacia loshombros, con ligeras variaciones depresión sin dejarse ningún punto tenso.Helen acabó respirando cada vez máshondo, sucumbiendo al placer de aquelcontacto.

—El orfanato al que va a ir —preguntó Rhys a la doctora Gibsonmientras la seguía masajeando ypalpando—, ¿ya ha estado antes en él?

—Sí, procuro ir semanalmente.También visito un asilo de pobres.Ninguno de los dos sitios puedepermitirse los servicios de un médico, ylas enfermerías están siempre llenas.

—¿Y dónde quedan?

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—El asilo de pobres está enClerkenwell. El orfanato queda algo máslejos, en Bishopsgate.

—No son sitios lo bastante seguroscomo para que vaya usted sola.

—Conozco bien Londres, señor. Nome pongo nunca en peligro y llevo unbastón para defenderme.

—¿De qué sirve un bastón? —preguntó Rhys, escéptico.

—En mis manos, es un arma peligrosa—le aseguró la doctora.

—¿Está cargado?—No, pero puedo asestar tres veces

más golpes con un bastón liviano quecon uno más pesado. A sugerencia de mimaestro de esgrima, le he hecho muescas

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en puntos estratégicos para poder asirlomejor. Me ha enseñado algunas técnicasefectivas para derribar a un adversariocon un bastón.

—¿Practica la esgrima? —sesorprendió Helen con la cabeza todavíagacha.

—Sí, milady. La esgrima es undeporte excelente para las mujeres:proporciona fortaleza, mejora la posturay favorece una respiración correcta.

Aquella mujer le caía cada vez mejora Helen.

—Es usted fascinante —comentó.—¡Qué amable es! —exclamó la

doctora Gibson con una breve risita desorpresa—. Me temo que usted, en

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cambio, ha defraudado mis expectativas:creía que sería esnob, y resulta que esverdaderamente encantadora.

—Sí que lo es —corroboró Rhysmientras describía círculos con lospulgares en el cuello de su prometida.

Para asombro de Helen, los carbonesardientes que parecía tener en la cabezase iban apagando para dar paso a unmaravilloso frescor: notaba que aqueltormento atroz remitía segundo asegundo. Pasados unos minutos, apoyóla palma de las manos en el mostrador yse incorporó pestañeando.

—Casi no me duele —dijo entrealiviada y maravillada.

Rhys la volvió con cuidado hacia él y

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la recorrió con la mirada.—Tienes mejor color —comentó

mientras le apartaba un mechón rubioque le colgaba sobre el ojo derecho.

—Es extraordinario —afirmó Helen—. Hace apenas unos minutos me sentíafatal y ahora...

La había invadido una euforia que nosolo había ahuyentado sus anteriorespreocupaciones, sino que le hacíaimposible restituirlas. Era de lo másextraño saber exactamente por quétendría que estar angustiada ydescontenta y, por alguna razón, serincapaz de sentirse así. Eran los efectosdel medicamento, por supuesto. Noduraría. De momento, sin embargo,

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agradecía el respiro.Se tambaleó ligeramente al volverse

hacia la otra mujer, y Rhys la rodeó alinstante con un brazo para sostenerla.

—Gracias, doctora Gibson —dijo—.Creía que estaba acabada.

—Le aseguro que no ha sido ningunamolestia —aseguró la doctora con unbrillo amable en sus ojos verdes.Empujó por el mostrador la lata quecontenía los polvos antineurálgicos—.Tómelos otra vez de aquí a doce horassi es necesario. Nunca lo haga más dedos veces al día.

Rhys recogió la lata y la examinóantes de metérsela en el bolsillo de lachaqueta.

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—A partir de ahora, la mandaréllamar cuando necesite un médico —aseguró Helen a la doctora Gibson, y,señalando el bastón con la empuñaduracurvada que colgaba del borde delmostrador, añadió—: O unguardaespaldas.

—No dude en hacerlo, por favor —repusó la otra mujer riendo—. A riesgode parecer presuntuosa, también puedellamarme si necesita una amiga, porcualquier motivo.

—Lo haré —respondió Helen,encantada—. Sí, es amiga mía. Vayamosun día a un salón de té; siempre hequerido hacerlo. Sin mis hermanas,quiero decir. Dios mío, qué seca tengo

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la boca. —Aunque no fue consciente demoverse, vio que de repente estabarodeando el cuello de Rhys con losbrazos, inclinándose pesadamente haciaél. Estaba acalorada como si leestuviera dando el sol—. ¿Puedo tomarmás agua de lima? —le preguntó—. Megusta la forma en que me chisporrotea enla boca. Como si unas hadas medanzaran en la lengua.

—Sí, mi amor. —La voz de Rhys eratranquilizadora y agradable, a pesar deestar mirando a la doctora Gibson conrecelo—. ¿Qué más hay en estospolvos?

—Estará más centrada en unosminutos —le aseguró—. Al principio

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suele producirse cierto aturdimientocuando la medicación llega a la sangre.

—Ya lo veo. —Sin dejar de rodear aHelen con un brazo, tomó la botellaabierta de la rejilla y se la dio—. Concuidado, cariad.

—Me gusta beber directamente de labotella —anunció ella antes de dar untrago largo y saciante de agua de lima—.Ahora se me da muy bien. Mira. —Volvió a beber para mostrárselo, y élsujetó la botella con la mano parasostenérsela con suavidad.

—No bebas tan deprisa o las burbujaste darán hipo —le susurró con un brillode ternura y diversión en los ojos.

—No te preocupes por eso —repuso

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Helen y señaló a la mujer situada al otrolado del mostrador—: La doctoraGibson lo cura todo.

—Lamentablemente —dijo la doctoracon una sonrisa mientras recogía elbastón con la empuñadura curvada—,hasta ahora no he podido dar con la curadel hipo.

Una vez Rhys hubo devuelto la botellaa la rejilla, Helen le rodeó la cintura conlos brazos, un gesto que, en algún lugarremoto de su cerebro, sabía que eraescandaloso, pero en aquel momento leparecía la única forma de sostenerse enpie—. ¿Te has fijado que hipo rima contipo?

—Doctora Gibson... —dijo Rhys tras

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recostarse delicadamente la cabeza deHelen en el pecho—, cuando se vaya,busque a una de las dependientas ypídale discretamente que vaya a ver a lamodista y reprograme para otro día lavisita de lady Helen.

—Le aseguro que estará bien en pocosminutos más... —empezó la doctora.

—No quiero que empiece a planearasí su vestido de novia. Vaya usted asaber qué acabaría llevando puesto eldía señalado.

—Un vestido con los colores delarcoíris —intervino Helen con la vozsoñadora y la cara hundida en lachaqueta de Rhys—. Y unos zapatos deunicornio.

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Rhys dirigió una mirada elocuente a ladoctora.

—Muy bien —comentó esta—. Quepasen una buena tarde.

Helen echó la cabeza atrás parar mirara Rhys.

—Bromeaba sobre los zapatos deunicornio —aseguró.

Él, que la sujetaba con ambos brazos,torció el gesto. ¡Oh, qué corpulento yqué fuerte era! ¡Y qué guapo!

—¿De veras? —preguntócariñosamente—. Porque si es necesarioatraparé un unicornio para ti. Seguro quehabrá suficiente para hacer una maleta ajuego.

—No, no lo conviertas en equipaje,

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suéltalo.—Como quieras, cariad.Alzó la mano para seguirle la curva

firme y seductora de los labios con lapunta de un dedo.

—Ya vuelvo a ser yo —le aseguróella—. Ya no diré más tonterías.

Al ver que Rhys la contemplabasocarronamente, quiso aparentarsolemnidad, pero no puedo evitar que sele escapara la risa.

—Hablo en se-serio —insistió.Rhys no la contradijo, sino que se

limitó a besarle la nariz, las mejillas yel cuello.

—Me haces cosquillas —se quejóHelen, retorciéndose entre risitas, y le

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hundió los dedos en el cabello, cuyoshermosos y densos mechones eran comoel satén negro.

Los labios de Rhys se entretuvieron enun punto especialmente sensible bajo lamandíbula hasta que los nervios deHelen le vibraron de emoción.Torpemente, le guio la cabeza paraacercarle los labios a los de ella, y él lacomplació con suma sensualidad. Ellase relajó y se movió con soltura cuandoél se volvió para apoyarse en elmostrador, rodeándola con los brazospara que no se cayera.

Rhys apoyó su cabeza en la de ella, lesujetó la nuca con una mano y se lamasajeó hasta que todo dolor o tensión

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desapareció. Ella arqueó el cuerpohacia él, ronroneando de placer. Eradivino estar entre los brazos de suespléndido enamorado... que aúnignoraba que pronto dejaría de amarla.

Este último pensamiento hizo que todole pareciera menos mágico.

Rhys percibió su cambio einterrumpió los besos.

Helen seguía con los ojos cerrados.Tenía los labios hinchados y ansiabamás fricción y presión sedosa.

—¿Besan como tú los demáshombres? —susurró.

—No lo sé, tesoro mío. Y tú jamás loaveriguarás —respondió Rhys,divertido. Su aliento cargado de menta

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acariciaba la nariz de Helen. La saboreórápidamente, con un besito seductor—.Abre los ojos.

Helen lo miró mientras él evaluaba enqué estado estaba.

—¿Cómo te sientes ahora? —lepreguntó, dejando con cuidado que sesostuviera sola.

—Más centrada —contestó, y sevolvió sobre sí misma para comprobarsi podía mantener el equilibrio. Ya noestaba mareada. Tenía la migrañacontrolada y a raya. Y se sentía llena deenergía—. La doctora Gibson teníarazón: estoy lo bastante bien como parair a la modista.

—Ya veremos. Si en media hora

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todavía te ves capaz de ir, te llevaré conella. Mientras tanto, quiero enseñartealgo. ¿Crees que podrías subirescaleras?

—Podría subir mil peldañoscorriendo.

—Bastará con cuatro tramos.Una voz interior advirtió a Helen que

no era buena idea estar a solas con él:cometería un error y diría algo indebido.Pero le tomó el brazo igualmente paraacompañarlo hacia la amplia escalerade travertino.

—No se me ocurrió pedir alascensorista que se quedara después desu horario normal —se disculpó Rhysmientras subían los peldaños—. Sé lo

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fundamental para hacerlo funcionar, perono querría intentarlo por primera vezestando tú en la cabina.

—No quiero montarme en ascensor. Siel cable se rompe... —Se detuvo y seestremeció. Aunque el ascensor de losalmacenes era un moderno modelohidráulico, según se decía mucho másseguro que los antiguos movidos avapor, la idea de que la subieran ybajaran en una caja cerrada la aterraba.

—No hay ningún peligro. Tiene trescables de seguridad adicionales, ademásde un mecanismo automático bajo lacabina que sujeta las guías laterales sitodos los cables se rompen.

—Sigo prefiriendo subir escaleras.

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Rhys sonrió sin soltarle la mano.—¿Qué has hecho estos últimos días?

—le preguntó cuando terminaron elprimer tramo y empezaron el segundo.

—El viernes fuimos al MuseoBritánico. Y lady Berwick ha estadorecibiendo visitas de sus amigos —respondió Helen, tratando de quitarleimportancia.

—¿Qué tal el museo?—Regular.—¿Solo regular?—Visitamos las Galerías Zoológicas,

que no me gustan tanto como lasdedicadas al arte. Todos esos pobresanimales con sus extremidades rígidas ysus ojos de cristal... —Le contó lo de

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Pandora y las jirafas, y cómo ladyBerwick se había avanzado con rapidezpara tocar una cuando creía que nadie laveía.

Rhys soltó una ligera carcajada.—¿Pasó algo más mientras estabais

allí?Aunque se le veía relajado, Helen se

azoró.—No se me ocurre nada. —Odiaba

mentirle. Se sintió culpable eintranquila, y nerviosa por estar a solascon él, el hombre al que amaba. Y eso ledaba ganas de llorar.

—¿Te gustaría sentarte un momento,cariad? —sugirió Rhys tras detenerse enel rellano de la tercera planta.

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La pregunta era fruto de la amabilidady la preocupación, pero, por un instante,cuando Helen lo miró, sus ojos lucíanuna expresión que nunca le había visto,como de querer jugar al gato y el ratón.Fue tan fugaz que pensó que tal vez se lohabía imaginado.

—No; estoy bien —aseguró con unasonrisa forzada.

Rhys le escudriñó la cara unossegundos más.

—¿No dijiste que eran cuatro tramos?—preguntó ella mientras Rhys la alejabade la escalera.

—Sí, el que falta está por aquí.Desconcertada, Helen pasó con él

junto a montones de alfombras

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francesas, persas e indias, y mesasllenas de muestras de hules, esteras ymaderas nobles. En el ambiente flotabaun olor a naftalina y cedro, usados paraalejar las polillas.

Él la condujo hasta una modestapuerta con cuatro entrepaños encajadaen un entrante de la pared, cerca de unrincón.

—¿Dónde da esta puerta? —preguntóella al ver que Rhys se sacaba una llavedel bolsillo.

—A la escalera que conduce a nuestracasa.

—¿Por qué vamos allí? —se inquietóHelen.

Con expresión insondable, Rhys abrió

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la puerta y volvió a guardarse la llaveen el bolsillo.

—No te preocupes. No tardaremosnada.

Tras cruzar con aprensión el umbral,entró en la escalera cerrada, querecordó de la anterior vez que habíaestado allí. Pero, en lugar de entrar en lavivienda, Rhys la hizo subir hasta otrorellano, donde había una puerta.

—Desde aquí se accede a una de lasazoteas de nuestra casa —dijo—. Esplana y con una barandilla alrededor.

¿Querría enseñarle las vistas deLondres? ¿Exponerla a los elementos enla peligrosa altura de la azotea?

—Hará frío ahí fuera —comentó

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inquieta.Rhys se inclinó para plantarle un beso

en la frente.—Confía en mí —le pidió. Y, sin

soltarle la mano, abrió la puerta y lahizo cruzar el umbral.

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26 Helen se quedó perpleja al

encontrarse envuelta en un aire tancálido como una brisa de verano. Seadentró despacio en una gran galería,formada por miles de cristalesrelucientes montados en un armazón dehierro forjado.

Aturdida, vio que era un invernadero.

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¡En una azotea! La etérea construcción,bonita como una tarta de boda, se erigíasobre una robusta base de ladrillos, concolumnas de hierro y vigas soldadas apuntales verticales y traviesasdiagonales.

—¿Es para mis orquídeas? —preguntódébilmente.

Rhys se situó detrás de ella y le pusolas manos en la cintura.

—Te dije que encontraría un lugardonde ponerlas —comentó,acariciándole la oreja con la nariz.

Un palacio de cristal en el cielo. Eramágico, una genialidad de lo másromántica, y lo había construido paraella. Deslumbrada, contempló el ocaso

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sobre Londres, un resplandor rojo querasgaba hacia el oeste el cielo plomizo.Las nubes se abrían en algunos sitios, yuna luz dorada atravesaba las figurasalgodonosas del color del fuego. Cuatropisos más abajo, la ciudad se extendíaante ellos, con sus calles antiguas, susformas oscuras y sus pináculos depiedra dispuestos alrededor del sinuosocontorno del río. Unos lejanos puntos deluz cobraron vida cuando se encendieronlas farolas.

Rhys empezó a explicarle que unosconductos de agua caliente circulabanpor el suelo y que habría una pila deloza con un grifo, y también algo sobrecómo una prensa hidráulica había

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comprobado las vigas de hierro. Helenasintió como si lo estuviera escuchando,y esbozó una sonrisa torcida. Solo unhombre podría sacar a colación detallesprácticos en un momento como aquel. Seapoyó en él, deseando que aquelmomento durara para siempre a fin deprenderlo en el firmamento junto con unpuñado de refulgentes estrellas.

Cuando él empezó a describirle lospaneles prefabricados que habíanpermitido construir la estructura tandeprisa, Helen se volvió entre susbrazos y lo interrumpió con un beso. Élse quedó quieto de la sorpresa, peromedio segundo después reaccionó contotal entusiasmo. Llena de amor, de

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gratitud y desesperación, ella lo besócon demasiada entrega. Se le partió elcorazón al pensar que jamás podríallenar aquel lugar tan hermoso con susorquídeas. Aunque había creído quepodría contener el llanto, una lágrimaerrante le cayó de un ojo, le resbaló porla mejilla y dio a su beso sabor salado.

Rhys la miró con expresión sombría.Le tomó la mejilla con una mano y lesecó el tenue rastro húmedo con unpulgar.

—Es solo que soy muy feliz —susurróHelen.

Rhys, al que no había conseguidoengañar, le dirigió una mirada escépticay la estrechó contra su pecho.

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—Vida mía —le dijo al oído con vozbaja y grave—. No puedo ayudarte si nome lo cuentas.

Ella se quedó helada.Era el momento de decírselo. Pero

arruinaría aquel instante y se acabaríatodo. No estaba preparada todavía paradespedirse. No lo estaría nunca, pero sipudiera pasar un poco más de tiempocon él, unos días más, viviría de aquelrecuerdo lo que le quedara de vida.

—No es nada —se apresuró a decir, yprocuró distraerlo con más besos.

Notó reticencia en él. Quería que lecontara lo que le pasaba. Así que lerodeó el cuello con un brazo, tiró de élhacia abajo y lo besó hasta que sus

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lenguas se juntaron, y su sabor fresco yembriagador le inundó todos lossentidos. Rhys se concentró en ella y laapretujó tanto contra su cuerpo que ellatuvo que ponerse de puntillas. Él leexploró ardorosamente el sedosointerior de su boca. Ella le deslizó lasmanos por debajo de la chaqueta ysiguió el contorno de su torso, fuerte yfirme, hasta su estilizada cintura.

Rhys levantó la cabeza soltando unamaldición silenciosa, mientras seesforzaba por respirar, y se estremeciócuando ella le besó el cuello.

—Estás jugando con fuego, Helen —le advirtió.

Sí. Notaba la fuerza latente de Rhys, a

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punto de desatarse.—Llévame a tu habitación —pidió

imprudentemente, a sabiendas de que erauna de las peores ideas que había tenidoen su vida. Le daba igual. Valía la penacualquier cosa, cualquier escándalo osacrificio, estar con él una vez más—.Solo unos minutos. No queda lejos.

Rhys negó con la cabeza, tajante.—Esos malditos polvos para el dolor

de cabeza te han hecho perder el pudor—masculló.

Esta curiosa frase, viniendo de él,obligó a Helen a hundirle la cara en elpecho para sofocar una carcajada.

—De eso ya te encargaste tú hacemucho —logró decir.

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—Esta tarde no eres la de siempre,cariad. ¿Qué te alteró tanto como paraprovocarte migraña? —dijo Rhys, sincompartir su diversión.

—Nada —respondió ella, seria aloírlo.

—Cuéntamelo —insistió él,levantándole el mentón para que lomirara.

Al ver la exasperación reflejada ensus ojos, Helen trató de pensar en algoque lo convenciera.

—Te extraño —dijo, y era cierto—.No esperaba que fuera tan difícil estaraquí, en Londres, sabiendo que estás tancerca sin poder tenerte nunca.

—Puedes tenerme siempre que

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quieras.—Te quiero ahora —aseguró ella con

una mueca, y le metió una mano pordentro de los pantalones.

—Maldita sea, Helen, vas a volvermeloco. —Pero inspiró hondo cuando ellale sujetó el miembro: le cambió la caray le refulgieron los ojos.

A Helen le encantaba la facilidad conque aquel hombre tan físico reaccionabaa su cercanía; le encantaba su alma y sucuerpo.

Una última estela violácea de luz lespasó por encima y se sumió en laoscuridad, mientras la luna invernal secubría de nubes en un rincón distante delcielo. Estaban solos los dos, en aquel

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lugar elevado y oscuro, mientras laciudad se movía allá abajo sin que susruidos lejanos pudieran alcanzarles.

Helen le puso una mano en cadamejilla, deleitándose en la texturamasculina de su piel afeitada. ¡Qué vitalera! ¡Qué terrenal y real! Rhyspermanecía inmóvil, atrapado por suligero contacto, mientras su cuerpobullía de una pasión por saciar. Ellanotó que estaba a punto de perder elcontrol. El deseo la invadió y leprovocó un cosquilleo apremiante en losdedos de las manos y los pies, en lascorvas y las flexuras de los codos... entodas partes. No pudo abstenerse dedecirle algo que no tenía ningún derecho

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a decirle:—Te amo. Zarandeado hasta lo más íntimo de su

ser, Rhys miró a Helen. Sus ojos,angustiados, eran luminosos y tanhermosos que quiso arrodillarse anteella.

—Dw i’n dy garu di —susurrócuando recuperó el aliento, una fraseque jamás había dicho a nadie, y la besóbruscamente.

El mundo se cernió sobre los dos enaquel ambiente brillante, donde solohabía oscuridad, piel y sentimientos.Rhys la empujó suavemente hacia atrás y

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la arrinconó contra un puntal de hierrocon la superficie plana. Cuando ella seaferró a él, retorciéndose como siestuviera intentando encaramarse, élquiso tocarle la piel, el estado natural desu cuerpo, pero, como siempre, habíademasiadas prendas de por medio.

Ardiendo en deseo, le sujetó la partedelantera de la falda para levantárselahasta la larga abertura de los calzones.Le encajó una rodilla entre las piernas, yella las separó gustosamente, jadeandomientras le acariciaba el interior de losmuslos, donde su piel era fina y cálida.Helen se apoyó en el puntal, gimiendocuando él la besaba. La mata de vello desu sexo estaba caliente y seca, pero en

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cuanto él le puso la mano en ella, notóun calor íntimo y húmedo. ¡Qué delicadaera! ¡Qué suave! No parecía posible queella pudiera contenerlo por completo enaquel sitio tan pequeño y tan tierno.

Con cuidado, le pellizcó cada uno delos carnosos labios exteriores y se losmasajeó para separárselos. Aldescribirle círculos con los dedos por laabertura y por los sedosos pétalos que larodeaban, notó que estaba mojada.Helen movía las caderas siguiendo sustiernas caricias y, cuando notó un dedoexcitante en la pequeña perla de suclítoris, se agitó como un pajarillo, echóla cabeza atrás y se aferró a los tirantesde Rhys.

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La blancura de su cuello desnudorelució bajo la cálida oscuridad, y Rhysse lo besó con ardor. A tientas, Helen sepeleó con los botones de los pantalonespara liberar el miembro erecto. Él bajóuna mano y le sujetó una corva parahacer que le rodeara la cintura con esapierna. Ambos jadearon cuando elturgente glande se abrió paso entre elcaliente y húmedo sexo de Helen. Paraencontrar el ángulo adecuado, Rhysdobló las rodillas y se impulsó haciaarriba con fuerza. Helen soltó un grito yél titubeó, temiendo haberla lastimado.Pero Helen se movía contra su cuerpocon unas contracciones profundas que learrancaron un sonido entrecortado de

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lujuria. Tras dejar que se aposentaramejor sobre su miembro, Rhys bajó elpulgar y el índice para abrirle más elsexo. Ella gimió cuando él empezó amoverse hacia arriba, levantándolaligeramente con cada empujón.

Ella solo oía los ruidos ásperos de susrespiraciones y el frufrú incesante de laropa, además de algún que otro sonidoíntimo y húmedo cuando la penetraba.Dentro de su cuerpo, lo sujetó exigiendomás, y él la tomó por las caderas paraque lo montara con más fuerza, de formafrenética, usando su cuerpo para obtenerplacer. Aunaron esfuerzos en medio deaquella creciente sensación para estarcada vez más cerca hasta que ya no hubo

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más fricción, solo la conexión que lesmantenía unidos. Helen gimió y le rodeómás fuerte el cuello con los brazos, ydespués se quedó en silencio y empezó aestremecerse como en un trance. Suéxtasis hizo llegar al clímax a Rhys, yfue casi como perder el conocimiento,como morir y renacer.

Apoyó entonces la boca en la cabezade Helen y gimió en voz baja. Despuésla abrazó, deseoso de que el temblor desus extremidades remitiera. Helen serelajó contra su cuerpo y le apartó lapierna de las caderas. Pero cuando élhizo, a regañadientes, ademán deretirarse, ella le sujetó los glúteos conlas manos para mantenerlo donde estaba,

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y eso le hizo sentir tan bien que sumiembro reaccionó dentro de ella. Lerecorrió lentamente la cara con loslabios mientras permanecían con loscuerpos todavía unidos y acalorados.

—No sabía que podía hacerse de estemodo —susurró Helen con la cabezarecostada en su hombro.

Rhys sonrió y se agachó para tomarleel lóbulo con los dientes y lamerle elborde de la oreja. Su delicado saborsalado lo excitó como si fuera una drogaexótica. Jamás se cansaría de ella.

—No tienes que animarme, cariad —le dijo con voz ronca—. Alguien tieneque pedirme que me porte como uncaballero. Ese es tu trabajo, ¿no?

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—Yo nunca te pediré eso —comentómientras le deslizaba la palma de lamano por una nalga.

Rhys siguió abrazándola. Sabía que leocultaba algo, que estaba asustada dealgo indefinido que no le queríaconfesar. Pero no la obligaría a hacerlo.De momento.

Pero pronto ajustarían cuentas.A regañadientes, la soltó y la sostuvo

por la cadera mientras se retiraba. Helensoltó un grito ahogado cuando dejó detenerlo dentro, y él la tranquilizó con unsusurro. Sacó un pañuelo del bolsillo dela chaqueta, le secó los labios de susexo y le puso bien los calzones. Aunqueno podía ver el rubor de Helen en la

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penumbra, notaba el calor que ellairradiaba.

—Todavía hay cosas que tenemos quedecirnos —le advirtió en voz bajamientras se abrochaba los pantalones. Y,tras darle un beso en la sien, añadió—:Aunque me gusta tu forma de distraerme.

Helen pasó el resto de la tarde en una

nube, incapaz de decidir hasta dónde sedebía a los efectos de los polvosantineurálgicos y hasta dónde a suencuentro con Rhys.

Al irse del invernadero de la azotea,él la había llevado a un baño, donde sehabía arreglado y retocado el peinado.

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Después la acompañó a ver a la modistaen el primer piso y la presentó a laseñora Allenby, una mujer alta y delgadacon una sonrisa agradable. La modistase mostró compasiva al oír que Helenhabía tenido migraña, y le comentó quetenía tiempo para tomarle las medidas yque podría regresar otro día, cuando seencontrara mejor, para empezar aplanear su ajuar.

Al final de la entrevista, salió yencontró a Rhys esperándola paraacompañarla a la planta baja. Cuandorecordó su tórrido encuentro sucedidoapenas una hora antes, se sonrojó.

—Procura no tener un aspecto tanculpable, cariad —le pidió Rhys con

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una sonrisa—. Me he pasado el últimocuarto de hora explicando nuestradesaparición a lady Berwick.

—¿Qué le has contado?—Le he dado todas las excusas que se

me han ocurrido. Algunas hasta eranciertas.

—¿Se ha creído algo de lo que le hasdicho? —preguntó Helen, avergonzada.

—Finge haberlo hecho.Para alivio de Helen, lady Berwick

parecía satisfecha y de buen humordurante el trayecto de regreso encarruaje a la Casa Ravenel. Habíacomprado por lo menos una docena deguantes, además de diversos artículos deotras secciones de los almacenes. La

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condesa admitió que tenía intención devolver pronto, aunque eso significara ira los almacenes durante el horariocomercial y mezclarse con la plebe.Pandora y Cassandra obsequiaron aHelen con explicaciones de todo lo quelas dependientas les habían dicho queestaría de moda el año siguiente. Laselegantes agujas de pañuelo iban a ser elúltimo grito, así como los ribetestrenzados dorados y plateados envestidos y sombreros, y las señoras sepeinarían à la Récamier, unadisposición de ricitos como de uncaniche.

—Pobre Helen —dijo Pandora—,volvemos a casa con una montaña de

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cajas y bolsas, y lo único que llevas túes una lata de polvos para el dolor decabeza.

—No necesito nada más —aseguróella, mirando la lata verde que tenía enel regazo.

—Y mientras nosotras nos lopasábamos de maravilla comprando —intervino Cassandra con pesar—, lapobre Helen se estaba quitando la ropa.

Helen la miró sobresaltada, ypalideció.

—Para la modista —explicóCassandra—. Dijiste que te tomó lasmedidas, ¿verdad?

—Sí, claro.—Bueno, no debió de ser muy

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divertido.—No, la verdad. —Helen volvió a

fijar la mirada en la lata de polvos, muyconsciente del silencio de lady Berwick.

El carruaje llegó a la Casa Ravenel, yel lacayo metió un montón de cajasblancas en la casa con la habilidad de unmalabarista. Mientras las gemelassubían a su habitación, lady Berwickpidió al mayordomo que le llevara té alsalón.

—¿Querrás tú también un poco? —preguntó a Helen.

—No, gracias, creo que me acostarépronto —respondió titubeante,procurando serenarse—. ¿Puedo hablarcon usted?

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—Por supuesto. Acompáñame alsalón. —Entraron en la habitación, queestaba fría a pesar del fuego que ardíaen la chimenea. Lady Berwick se sentóen una butaca y se estremeció—. Atizaun poco el hogar, por favor.

Helen se acercó a la chimenea y usó elatizador hasta que obtuvo un fuegoacogedor.

—En cuanto a mi desaparición con elseñor Winterborne... —empezóavergonzadamente tras acercar lasmanos al calor de las llamas.

—No hacen falta explicaciones. Loapruebo.

—¿En... en serio? —soltó la joven,estupefacta.

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—Ya te dije que debes hacer lo quesea necesario para casarte con el señorWinterborne. En otras circunstancias, lohabría censurado enérgicamente, porsupuesto. Pero si permitirle ciertaslibertades va a servir para acercarlomás a ti y asegurar la boda, estoydispuesta a hacer la vista gorda. Unaacompañante sabia acepta que a veceshay que perder una batalla para ganar laguerra.

—Es usted extraordinariamente...práctica, milady —dijo Helen,patidifusa, aunque la palabra que lehabía venido a la cabeza era«despiadada».

—Tenemos que utilizar los medios

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con que contamos —aseguró la damacon resignación—. Se suele decir que elarma de una mujer es su lengua... perodista mucho de ser la única.

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27 Por la mañana, llegó una carta para

Helen por correo postal mientras ladyBerwick desayunaba en su habitación ylas gemelas seguían acostadas.

Cuando el mayordomo le llevó elsobre en una bandeja de plata, Helensupo de un vistazo que era de AdaTapley. La recogió con mano

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temblorosa.—Preferiría que no mencionara esta

carta a nadie —le dijo al sirviente.—Como prefiera, milady —respondió

el mayordomo con miradaimperturbable.

Tras aguardar a que se marchara,Helen abrió el sobre y extrajo la carta.Su mirada recorrió rápidamente laslíneas escritas con letra irregular.

Milady:Me escribió para preguntarme por

el bebé que me entregaron para quecriara. Le puse Charity pararecordarle que podría habersequedado en la calle si no hubiera sido

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por la caridad de otras personas, yque tenía que intentar ser merecedorade esa piedad. Siempre fue una buenaniña que no me dio ningún problema,pero los pagos para su manutencióneran insuficientes. Cada año pedí unaumento, y jamás recibí ni un peniquemás. Hace cinco meses no me quedómás remedio que enviarla al Orfanatode Stepney, en Saint George-in-the-East.

Escribí al abogado para decirle queiría a recogerla de nuevo si hacía queme mereciera la pena, pero nunca mellegó ninguna respuesta. Ruego queese desgraciado reciba algún día unduro castigo por permitir que la pobre

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criaturita terminara en un lugar así.Como nunca tuvo apellido, la llamanCharity Wednesday, porque la enviéallí un miércoles. Si usted puede haceralgo por ella, que Dios la bendiga porello. Es un doloroso cargo deconciencia para mí.

Atentamente,

ADA TAPLEY

Helen agradeció no haber desayunadotodavía. Le habría sido imposible novomitarlo después de leer la carta. Selevantó de un brinco y anduvo arriba yabajo tapándose la boca con una mano.

Su medio hermanita estaba

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completamente sola desde hacía meses,en una institución donde podía estarpasando hambre, siendo maltratada ohaber enfermado.

Aunque no se consideraba una personaviolenta, tuvo ganas de matar a AlbionVance de la forma más dolorosa posible.Deseó que fuera posible matar a unhombre varias veces; disfrutaríahaciéndolo sufrir.

Sin embargo, ahora tenía que pensarexclusivamente en Charity. Había quesacarla de inmediato del orfanato,encontrarle un hogar, un lugar donde latrataran con amabilidad.

Claro, antes que nada tenía queaveriguar si la niña seguía con vida.

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Trató de alejar el pánico y la rabia losuficiente para pensar con claridad.Tenía que ir al orfanato de Stepney,encontrar a Charity y llevarla a la CasaRavenel. ¿Qué requisitos se exigían parallevarse a un niño de una institución así?¿Era posible hacerlo sin tener que dar sunombre verdadero?

Necesitaba ayuda.Pero ¿a quién podría recurrir? A Rhys

no, y mucho menos a lady Berwick,quien le diría que se olvidara de laexistencia de la pequeña. Kathleen yDevon estaban demasiado lejos. West lehabía dicho que lo llamara si lonecesitaba, pero aunque le confiaría sinreservas su propia vida, no sabía muy

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bien cómo reaccionaría ante estasituación. No se le escapaba que Westtenía una veta de despiadadopragmatismo, como lady Berwick.

Pensó en la doctora Gibson, quien lehabía dicho: «Puede llamarme sinecesita una amiga, por cualquiermotivo.» ¿Lo habría dicho en serio?¿Podría contar con ella?

Era arriesgado. La doctora trabajabapara Rhys, y podía contárselo. O podíanegarse a verse involucrada en elasunto, por temor a su desaprobación.Pero entonces recordó sus penetrantesojos verdes y sus modales enérgicos eindependientes, y pensó que aquellamujer no temía nada. Además, conocía

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Londres y había estado antes en unorfanato, por lo que debía conocer algosobre su funcionamiento.

Aunque era reacia a poner a pruebauna amistad antes de haberla entabladosiquiera, Garrett Gibson era su mejoropción para rescatar a Charity. Y poralgún motivo, basándose en su intuición,estaba segura de que la doctora iba aayudarla.

—¿Por qué quieres ver a un médico?

—preguntó lady Berwick, alzando lavista del escritorio de su habitación—.¿Tienes otra jaqueca?

—No, señora —contestó Helen desde

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la puerta—. Se trata de una dolenciafemenina.

La condesa frunció los labios de talmodo que recordó el cierre del cordónde un ridículo. Para ser una mujer quehablaba tranquilamente sobre lareproducción y la cría de caballos, semostraba sorprendentemente incómodacuando se mencionaban los mismosprocesos en la especie humana. A no serque estuviera en el reducido y exclusivocírculo de sus amigas de la altasociedad.

—¿Has intentado con una botella deagua caliente?

Helen se planteó cómo podría decirlocon delicadeza.

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—Tengo la sospecha de que podríaestar «en cierta situación» —dijo.

Lady Berwick adoptó una expresiónvaga. Con cuidado, dejó la pluma en susoporte.

—Si tu preocupación procede de tuencuentro con el señor Winterborne laotra noche, es demasiado pronto parasaber si hay fruta en el árbol.

—Lo entiendo —aseguró y, con losojos puestos en la alfombra estampadadel suelo, añadió—: No obstante... elseñor Winterborne y yo tuvimos otroencuentro mucho antes.

—¿Quieres decir que tú y él...?—Cuando nuestro compromiso.La condesa la observó entre

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exasperada y resignada.—Galeses —masculló—. Cualquiera

de ellos sería capaz de eludir con susencantos un cinturón de castidad. Entraen la habitación, jovencita. No es untema que haya que gritar desde elumbral. —Una vez Helen la hubocomplacido, preguntó—: ¿Has dejadode tener tu enfermedad mensual?

—Eso creo.Tras valorar la situación, lady

Berwick empezó a verle el lado bueno.—Si estás en estado de buena

esperanza, tu matrimonio con el señorWinterborne es prácticamente un hecho.Mandaré llamar al doctor Hall, queatiende a mi hija Bettina.

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—Es usted muy amable, pero ya heenviado una nota a la doctora Gibsonpara pedirle hora lo antes posible.

—¿Quién has dicho? —repuso lacondesa con el ceño fruncido.

—La doctora Gibson. La conocí ellunes por la tarde en los almacenesWinterborne.

—No; te equivocas. Las mujeres noestán hechas para ser médicos; les faltanconocimientos, serenidad y coraje. Nose puede confiar un asunto tanimportante como el parto a una mujer.

—Que me examinara una doctora noatentaría tanto contra mi pudor como silo hiciera un hombre —aseguró Helen.

Resoplando indignada, lady Berwick

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dirigió una mirada de súplica al cielo.—La doctora Gibson puede atenderte

aquí —dijo con expresión adusta trasmirarla de nuevo.

—Me temo que tengo que ir a suconsulta privada, situada en sudomicilio particular, en King’s Cross.

—¿No te examinará en la intimidad detu propio hogar? —se sorprendió lacondesa con las cejas arqueadas.

—Tiene lo último en equipos médicosy científicos en su consulta —argumentóHelen, recordando lo que Rhys le habíaexplicado cuando le contó cómo ladoctora Gibson le había tratado elhombro dislocado—. Incluida una mesade reconocimiento. Y una lámpara de luz

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concentrada.—Pues eso sí que es extraño —

admitió la condesa—. Un médico varóntendría la decencia de cerrar los ojosdurante el reconocimiento.

—La doctora Gibson es moderna.—Eso parece. —Lady Berwick, que

recelaba de cualquier cosa moderna,frunció el ceño—. Muy bien, pues.

—Gracias. —Con un alivioindescriptible, Helen se marchó de lahabitación antes de que la condesapudiera cambiar de opinión.

Se fijó una visita a las cuatro de la

tarde del día siguiente. Agitada como

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estada, Helen apenas había podidopegar ojo aquella noche. Cuando cruzófinalmente la puerta de la doctoraGibson, estaba exhausta y hecha unmanojo de nervios.

—He puesto un pretexto para venir —soltó en cuanto la doctora la recibió enla estrecha casa georgiana de tresplantas.

—¿Ah, sí? —preguntó sin inmutarse—. Bueno, me alegra que venga a vermesea cual sea el motivo.

Una criada rolliza de cara redondaapareció en el reducido recibidor.

—¿Quiere que le guarde el abrigo,milady?

—No, no puedo quedarme mucho rato.

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La doctora Gibson observó a Helencon sus hermosos ojos verdes y unasonrisa socarrona en los labios.

—¿Le apetece que hablemos en elsalón?

—Sí. —Helen la siguió hasta unahabitación ordenada y agradable,amueblada con sencillez con un sofá ydos butacas tapizadas de azul y blanco, ydos mesitas. El único cuadro quecolgaba de las paredes mostraba ungrupo de gansos que pasaban ante unacasita de campo con un enrejado derosas, una imagen que la relajó porquele recordó Hampshire. Un reloj tocócuatro delicadas campanadas desde larepisa de la chimenea.

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La doctora se sentó junto a Helen. A laluz apergaminada que se colaba por laventana delantera, aparentaba serdesconcertantemente joven a pesar de supresencia de ánimo. Iba limpia y aseadacomo una colegiala, con el cabellocastaño recogido en un moñoperfectamente hecho. Llevaba un austerovestido sin nada de adornos de un colorverde oscuro.

—Si no ha venido como paciente,milady —dijo—, ¿qué puedo hacer porusted?

—Necesito ayuda en un asuntoprivado. Pensé que usted sería la mejorpersona a quien dirigirme, dado que lasituación es... complicada. —Hizo una

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pausa antes de continuar—. Preferiríaque lo que vamos a hablar fueraconfidencial.

—Tiene mi palabra.—Quiero hacer indagaciones sobre el

bienestar de una niña. Un sobrino de mimentora, lady Berwick, tuvo una hijafuera del matrimonio y se desentendióde sus responsabilidades hacia ella. Lapequeña tiene ahora cuatro años. Alparecer, hace cinco meses, la enviaronal orfanato de Stepney, en la parroquiade Saint George-in-the-East.

—Conozco la zona —repuso ladoctora con el ceño fruncido—. Espenosa. Hay lugares que no son segurosni siquiera de día.

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—Aun así, tengo que averiguar siCharity está allí —señaló Helen, que seretorció los dedos enguantados al oír laspalabras de la otra mujer.

—¿Es ese su nombre?—Charity Wednesday.—Un nombre típico de una institución

—soltó la doctora con una mueca. Yañadió—: ¿Quiere que vaya por usted,es eso? No mencionaré su nombre,naturalmente. Si Charity está allí,averiguaré en qué situación y leinformaré a usted. Podría hacerme unhueco para ir mañana o pasado mañana.

—Gracias, es muy generoso por suparte, pero... tengo que ir hoy. Inclusoaunque usted no pueda.

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—Lady Helen, ese no es lugar parauna mujer de alta alcurnia. Presenta unnivel de sufrimiento humano queperturbaría mucho a alguien que ha sidocriado entre algodones —explicódespacio la doctora Gibson.

Aunque Helen sabía que habíahablado con buena intención, suspalabras le dolieron igualmente. Ella noera delicada ni le faltaba carácter; yahabía decidido que reuniría toda lafuerza necesaria para hacer lo que debíahacer.

—Me las arreglaré —aseguró—. Siuna niña de cuatro años ha sobrevividoen un sitio así, creo que yo podrésoportar una visita.

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—¿No podría hablarlo con el señorWinterborne? Un hombre con susrecursos...

—No, no quiero que él sepa nada deesto.

Su vehemencia sorprendió a ladoctora.

—¿Por qué tiene que ser usted quiense encargue de esta situación? —preguntó con una mirada especulativa—.¿Por qué correría usted semejante riesgopor una niña a la que solo la une unaligera relación?

Helen guardó silencio, temerosa derevelar demasiado.

—Si tengo que ayudarla, tiene queconfiar en mí, lady Helen —añadió la

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doctora Gibson tras aguardar surespuesta.

—Mi relación con la niña... distamucho de ser ligera.

—Comprendo. —Esperó un instanteantes de preguntar en voz baja—: ¿Esaniña en realidad es suya? No la juzgaríaen absoluto por ello: muchas mujerescometen errores.

—Charity es mi hermanastra —explicó Helen, ruborizada y obligándosea mirar a los ojos a la doctora—. Supadre, el señor Vance, tuvo una aventuracon mi madre hace muchos años.Seducir y abandonar mujeres es unaespecie de juego para él.

—Ah. Lo es para muchos hombres.

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Veo las consecuencias brutales de taljuego, por llamarlo de alguna forma,cada vez que visito a las mujeres y losniños que sufren en asilos de pobres. Ami entender, la castración sería lasolución ideal. —Dirigió una miradatranquilizadora a Helen. Y, tras tomaruna decisión, se levantó de golpe—.Vamos, pues.

—¿Vendrá conmigo? ¿Ahora? —preguntó Helen, pestañeando desorpresa.

—De ninguna manera permitiré que lohaga sola. Será mejor que partamos deinmediato. La luz diurna empezará amenguar a las seis y cuarto. Tendrá quedespedir a su cochero y su lacayo.

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Tomaremos un cabriolé de alquiler.Sería temerario llevar un carruajeelegante a ese lugar, y dudo de que sulacayo le permitiera poner un pie en élen cuanto viera la zona.

Helen la siguió del salón al pasillo.—Eliza —llamó la doctora, y la

criada rolliza reapareció—. Voy a estarfuera el resto de la tarde. —La mujer laayudó a ponerse el abrigo—. Cuide demi padre, y no le deje comer dulces —añadió y, en un aparte rápido, aclaró lasituación a Helen—: Le perjudican ladigestión.

—Nunca lo hago, doctora Gibson —se quejó la criada—. Se los escondemospero él los encuentra sin que lo veamos

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y se los come a escondidas.—Espero que presten más atención —

insistió la doctora con el ceño fruncidomientras se ponía el sombrero y un parde guantes—. ¡Por el amor de Dios,pero si es tan sutil como un elefante deguerra cuando baja la escalera!

—Camina muy ligero cuando va enbusca de los dulces —se defendió lamujer.

La doctora se volvió hacia el percheroy cogió su bastón hábilmente.

—Puede que necesitemos esto —dijocon la determinación de una mujer conuna difícil misión que cumplir—. Vamosallá, milady.

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28 Después de mandar al lacayo y al

cochero de vuelta a la Casa Ravenel conel mensaje de que la visita duraría másde lo previsto, ambas mujeres sedirigieron a pie a Pancras Road.Mientras andaban con paso enérgico, ladoctora previno a Helen sobre cómotenía que comportarse en el East End,

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especialmente cerca de la zonaportuaria.

—Esté atenta a lo que la rodea. Fíjeseen la gente que haya en los portales,entre los edificios o junto a los carruajesestacionados. Si alguien se acerca apreguntarle algo, ignórelo, aunque setrate de una mujer o un niño. Andesiempre con determinación. Nunca semuestre indecisa ni perdida,especialmente si lo está, y jamás sonríapor ningún motivo. Si dos personas se leacercan, no pase entre ellas.

Llegaron a una calle ancha y sedetuvieron cerca de la esquina.

—Siempre se puede encontrar uncabriolé en las vías principales —

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comentó la doctora—. Ahí viene uno. —Levantó la mano—. Siempre van a todavelocidad, de modo que vigile que no sela lleve por delante cuando se acerqueal bordillo. Cuando pare, tendremos quesentarnos deprisa. Los caballos de loscabriolés se suelen sobresaltar y agitar,así que no vaya a caerse del estribocuando subamos.

Helen asintió, tensa. El corazón lepalpitó cuando el vehículo de dosruedas se detuvo bruscamente delante deellas. En cuanto la portezuela se abrió,la doctora Gibson subió primero,agachando la cabeza bajo las riendas.

Resuelta, Helen se aferró alguardabarros oval que cubría la rueda

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para apoyarse y subir tras ella. Elestrecho estribo estaba resbaladizodebido al barro y, para empeorar lascosas, el peso y el bulto del polisónamenazaban con tirar de ella hacia atrás.Pero, de algún modo, logró mantener elequilibrio y se lanzó torpemente hacia elinterior del vehículo.

—Muy bien... —la animó la doctora,que le impidió tender la mano hacia lapuerta—. El cochero se encargará decerrarla con una palanca.

A través de una trampilla en el techo,indicó su destino al hombre tras dar unbastonazo a un periódico caído por laabertura. La portezuela se cerró degolpe, el cabriolé arrancó y avanzaron

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por la calle ganando rápidamentevelocidad.

Si bien la gente corriente iba todo eltiempo en cabriolés, las jóvenes delnivel social de Helen nunca lo hacían.El viaje en sí fue aterrador, peroexcitante a la vez. Casi no podía creerque aquello estuviera ocurriendo. Elcabriolé circulaba a una velocidadvertiginosa, abriéndose paso entre loscarruajes, carros, ómnibus y animalesque llenaban la vía pública, dandotumbos y bandazos, esquivando por lospelos farolas, vehículos estacionados ypeatones remolones.

—Ya casi hemos llegado —dijo ladoctora Gibson—. Yo pagaré al cochero

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por el agujero del techo y él abrirá laportezuela con la palanca. Cuidado conlas riendas al saltar al suelo, no vaya aser que se le caiga el sombrero.

El cabriolé se detuvo con brusquedad.La doctora entregó el dinero y dio unpequeño codazo a Helen cuando laportezuela se abrió. Helen se incorporóy puso un pie en el estribo. Tuvo quegirar ligeramente las caderas para sacarel polisón del vehículo. Con más suerteque habilidad, saltó a la calle sin caersede bruces ni perder el sombrero. Elpolisón le rebotó al tocar el suelo, loque hizo que se tambaleara haciadelante. Inmediatamente después, ladoctora Gibson descendió con elegancia

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atlética.—Usted hace que parezca muy fácil

—comentó Helen.—Es práctica —respondió la doctora,

ajustándose la inclinación del sombrero—. Además, no llevo polisón. Y ahorarecuerde las normas.

Y echaron a andar.Lo que las rodeaba era muy distinto de

cualquier zona de Londres que Helenhubiera visto antes. Hasta el cieloparecía diferente, con el color y latextura de un paño viejo de cocina. Solohabía un puñado de tiendas, con losescaparates ennegrecidos y los cartelesdestartalados. Unas hileras de casas deinquilinos, destinadas en principio a

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proporcionar refugio a los indigentes,parecían inhabitables. La gente ocupabala calle, discutiendo, maldiciendo,bebiendo, peleando. Había otraspersonas sentadas en peldaños o en elbordillo, o bien de pie en algún portalcon una lasitud fantasmagórica y unascaras pálidas de ojos hundidos.

A pesar de lo sucia que estaba lacalzada, cubierta de mugre y de objetosaplastados por las ruedas, no tenía nipunto de comparación con lascallejuelas que se ramificaban de ella,donde el suelo relucía con oscurosriachuelos y charcos de líquido pútrido.Al vislumbrar el cadáver de un animal yun retrete sin puerta, Helen se puso tensa

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mientras un escalofrío le recorría laespalda. Había gente viviendo en aquellugar. Gente que comía, bebía, trabajabay dormía allí. ¿Cómo sobrevivía?Permaneció pegada a la doctora Gibson,a quien no parecía inmutar en absolutola miseria que se extendía a sualrededor.

Un notable hedor flotaba por todaspartes, imposible de evitar. Cada pocosmetros, aquel miasma orgánico yputrefacto resultaba más repugnante queel anterior. Al pasar por una callejuelaespecialmente pestilente, un tufopenetrante le pasó de la nariz alestómago y se lo revolvió.

—Respire por la boca —aconsejó la

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doctora, acelerando el paso—. Se lepasará.

Afortunadamente, las náuseasremitieron, aunque estaba ligeramentemareada, como si la hubieran drogado, ytenía un sabor a mina de lápiz en laboca. Doblaron una esquina y tuvierondelante un edificio de ladrillo con unaalta verja de hierro en la entrada y unacerca con púas a su alrededor.

—Es el orfanato —anunció la doctora.—Parece una cárcel.—Los he visto peores. Por lo menos,

los jardines están bastante limpios.Bajaron por la calle hasta la verja,

que estaba entreabierta, y entraron. Ladoctora Gibson tiró con fuerza de una

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campanilla. La oyeron sonar dentro de lacasa.

Pasado un minuto, la doctora hizoademán de volver a llamar, peroentonces la puerta se abrió.

Una mujer baja y achaparrada salió asu encuentro. Parecía increíblementecansada, como si no hubiera dormido enaños, y la piel le colgaba de la cara.

—¿Es usted la encargada? —preguntóla doctora Gibson.

—Sí. ¿Y ustedes?—Yo soy la doctora Gibson. Y ella es

la señorita Smith.—Yo soy la señora Leech —masculló

la encargada.—Nos gustaría hacerle unas

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preguntas, si es posible.Aunque la cara de la encargada

permaneció inmutable, estaba claro quela idea no le apetecía demasiado.

—¿Y qué ganaría yo con ello? —soltó.

—Estoy dispuesta a prestargratuitamente mis servicios médicos alos niños en la enfermería.

—No necesitamos ningún médico. Lashermanas de la Misericordia vienen tresveces a la semana a atender a losenfermos. —La puerta empezó acerrarse.

—Por su tiempo —dijo Helen, y lealargó discretamente una moneda.

La encargada la cogió sin vacilar y

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parpadeó brevemente al ver que setrataba de media corona. Retrocedió yabrió la puerta para dejarlas pasar.

Entraron en una sala en forma de L,flanqueada de oficinas por un lado y deuna guardería por el otro. En esta últimase oía berrear a un bebé. Una mujer, quellevaba el bebé en brazos, andaba atrásy adelante, cruzando cada vez la puertapara intentar calmarlo.

Más adelante, al otro lado de unapuerta doble, Helen vio hileras de niñossentados a unas mesas largas. Unamultitud de cucharas arañaban susrespectivos cuencos.

—Faltan diez minutos para queterminen —anunció la señora Leech tras

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echar un vistazo al reloj de bolsillo—.No podré dedicarles más tiempo. —Unos cuantos niños curiosos se habíanlevantado de sus bancos y se habíanacercado a la puerta para contemplar alas visitas. La encargada los fulminó conla mirada—. ¡Volved a la mesa si sabéislo que os conviene! —Los niñosvolvieron al comedor y la señora Leechse volvió de nuevo hacia la doctoraGibson y Helen negando con la cabezacon aire cansado—. Algunos de ellosinsisten en que sus madres regresarán abuscarlos. Y cada vez que viene unavisita se arma cierto alboroto.

—¿Cuántos niños tienen en elorfanato? —preguntó la doctora.

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—Ciento veinte varones, noventa ysiete niñas y dieciocho bebés.

Helen se fijó en que una niña se habíaquedado medio escondida detrás de lapuerta. Lentamente, asomó la cabeza. Lehabían cortado tan mal el cabello, de untono rubio muy claro, que los rizos, dedistintas longitudes, le salían en todasdirecciones. En algunas partes se lehabía enmarañado y apelmazado, lo quele confería el aspecto de un pollo amedia muda. Se quedó mirandofijamente a Helen.

—¿Ha regresado alguna madre en elpasado? —quiso saber la doctoraGibson.

—Algunas solían hacerlo. Las muy

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brujas venían aquí como si esto fuera unalojamiento gratuito. Traían a sus hijos,los dejaban viviendo a costa de lacaridad, y volvían a buscarlos cuandoles daba la gana. Así que la juntadirectiva hizo los trámites de admisión yde recogida lo más complicados quepudo para detenerlas. Pero eso suponemás trabajo para mí y mi personal, y yaestamos... —Se detuvo con unaexpresión iracunda al ver a la niñita, quehabía dado unos pasitos vacilantes haciaHelen—. ¿Qué os he dicho antes?¡Regresa a la mesa!

La niña no apartó los ojos, asustados yturbados, de Helen.

—¿Mamá? —soltó con una vocecita

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tan tenue que casi no se oyó en aquellasala tan amplia.

Y echó a correr, moviendorápidamente sus larguiruchaspiernecitas. Tras pasar bajo el brazo dela encargada, se lanzó hacia Helen y seaferró a su falda.

—Mamá —repitió una y otra vez entono de súplica.

A pesar de lo débil y menudita queera, el impacto casi hizo perder elequilibrio a Helen. La afligió ver cómola niña se tiraba frenéticamente del pelocortado, como si buscara un mechón lobastante largo para mirarlo. La joven seagachó para tranquilizarla. Sus dedos serozaron, y la manita de la niña sujetó la

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de ella con tanta fuerza que le dolió.—¡Charity! —espetó la señora Leech

—. Quita tus sucias manos de estaseñora. —Tomó impulso para dar uncoscorrón a la niña, pero Helen actuórápidamente y paró el golpe con supropio brazo.

—¿Se llama Charity? —preguntó ladoctora Gibson—. ¿Charity Wednesday?

—Sí —contestó la encargada,fulminando a la granujilla con la mirada.

La doctora asintió con la cabeza,asombrada, y se volvió hacia Helen.

—Me pregunto por qué la niña ha... —Se detuvo y bajó los ojos hacia lapequeña—. Tiene que haberse fijado enel color de su cabello... es tan peculiar

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que... —Dirigía la mirada de una a otrasucesivamente—. Por todos los santos—murmuró.

Helen se había quedado muda. Ya sehabía dado cuenta de lo mucho queCharity se parecía a ella: las cejas ypestañas oscuras, los ojos gris claro, elpelo rubio claro. Y también se habíavisto reflejada en la mirada perdida deuna niña sin sitio en el mundo.

La pequeña apoyó la cabeza en lacintura de Helen y volvió la caritamugrienta hacia arriba con los ojoscerrados, como si estuviera tomando elsol. Sus rasgos reflejaban agotamiento yalivio. «Estás aquí. Has venido abuscarme. Soy de alguien.»

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Cuando era pequeña, puede que Helenhubiera soñado con un momentoparecido; no podía acordarse. Solosabía que nunca había pasado.

Oyó cómo la encargada exigía saberqué estaba ocurriendo y qué querían deCharity, y que la doctora Gibson lecontestaba con preguntas. Desde laguardería les llegaba un berreopersistente. Mientras tanto, los niños delcomedor se habían alborotado. Unoscuantos habían vuelto a la puerta y lasmiraban y charlaban entre sí.

Helen se agachó para cargar a la niñaen brazos. Su cuerpecito era liviano yenclenque. Charity la rodeó con losbrazos y las piernas, aferrada a ella

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como un monito. La pequeña necesitabaun baño urgentemente. Varios baños. Yhabría que quemar el uniforme delorfanato: un vestido de sarga azul y undelantal gris. Helen anhelaba llevárselaa algún sitio limpio y tranquilo, yquitarle la mugre, darle de comer algocaliente y nutritivo. Hubo un momento enque se desesperó al preguntarse quéhabría que hacer para llevarse a la niñadel orfanato, y qué diablos diría a ladyBerwick cuando llegara a la CasaRavenel acompañada de su hermanastra.

Lo que estaba claro es que no iba aabandonarla en aquel sitio.

—Soy tu hermana mayor, tesoro —murmuró—. Me llamo Helen. No sabía

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dónde estabas, si no habría venido antesa buscarte. Voy a llevarte a casaconmigo.

—¿Ahora? —preguntó la pequeña convoz temblorosa.

—Sí, ahora.Allí de pie, con la niñita en brazos,

Helen se dio cuenta de que el rumbo desu vida acababa de cambiar parasiempre, como un tren que pasa por uncambio de agujas y se desvía por otravía. Jamás volvería a ser una mujer sinniño. Una mezcla de sentimientosconfusos se debatía en su interior: miedode que nadie, ni siquiera Kathleen,estuviera de acuerdo con lo que estabahaciendo; pesar porque había perdido a

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Rhys, y cada paso que daba lo alejabacada vez más de él; y una tenue y aisladanota de alegría. Habría compensacionesen el futuro. Habría consuelo.

Pero nunca volvería a haber unhombre como Rhys Winterborne.

Dedicó entonces su atención a lasotras dos mujeres, que habían empezadoa discutir.

—Señora Leech —dijo con dureza.Ambas se callaron y la miraron.Helen siguió hablando en un tono de

mando que había tomado prestado delady Berwick:

—Esperaremos en uno de susdespachos mientras se ocupa de losniños en el comedor. Hágalo deprisa,

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por favor, porque se nos está acabandoel tiempo. Usted y yo tenemos asuntosque discutir.

—Sí, señorita... —contestó laencargada con aspecto abrumado.

—Puede llamarme milady —soltóHelen con frialdad, y la satisfizo lamirada de sorpresa de la mujer.

—Sí, milady —fue su sumisarespuesta.

Una vez la señora Leech las huboconducido a un despacho con mueblesmuy viejos, Helen se sentó con Charityen su regazo.

La doctora Gibson paseó por lareducida estancia, echandodescaradamente un vistazo a un montón

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de papeles que había en el escritorio yabriendo varios cajones.

—Si quiere llevársela hoy mismo,lamento decirle que seguramente seráimposible —le dijo.

La cabecita de Charity se habíaseparado del hombro de Helen.

—No me dejes aquí —dijo entreresoplidos.

—Chisss... —Helen le alisó unosmechones alborotados—. Vas a venirconmigo. Te lo prometo. —Vio con elrabillo del ojo que la doctora Gibsonnegaba con la cabeza.

—Yo no haría esa promesa —dijoesta en voz baja.

—Si tengo que quebrantar la ley y

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simplemente largarme de aquí con ella,lo haré —aseguró Helen, y sentó aCharity más cómodamente en su regazopara seguir alisándole el pelo—. ¿Porqué cree que se lo cortaron tanto? —preguntó.

—Normalmente les afeitan la cabezaal admitirlos como prevención deinfestaciones de parásitos.

—Si tanto les preocupan los parásitos—soltó Helen—, podrían darle un bañode vez en cuando.

—No me gusta el agua —dijo Charity,mirándola ansiosamente.

—¿Por qué no, cielo?—Cuando nos portamos mal, las

monjas... —contestó con la barbilla

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temblorosa— nos meten la cabeza en elcubo para apagar fuegos. —Dirigió unamirada de pena infantil, y volvió arecostar la mejilla en el hombro de suhermanastra.

Lo cierto es que Helen se alegró de larabia que se apoderó de ella: le permitiópensar con mayor claridad, y le infundióvalor. Empezó a mecer suavemente a lapequeña, como si fuera un bebé.

La doctora Gibson se sentó en elborde del escritorio, lo que fue posibleporque llevaba un vestido moderno,plano y liso por delante, y con la faldarecogida detrás en lugar de polisón.Helen envidió su movilidad.

—¿Qué exigirán para entregárnosla?

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—quiso saber.—Según la encargada —contestó la

doctora con el ceño fruncido—, tendráque rellenar documentos administrativospara solicitar lo que ellos denominan«reclamación». Solo le permitiránllevarse a la niña si demuestra unparentesco con ella. Lo que significa quetendrá que obtener una declaraciónjurada del señor Vance en la queconfirme el origen de usted, así como elde ella. Entonces deberá presentarseante la junta directiva del orfanato. Unavez haya justificado su relación, ellosdecidirán si le autorizan o no allevársela.

—¿Por qué le han puesto tan difícil a

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la gente adoptar a estos niños? —preguntó Helen, indignada.

—En mi opinión, la junta directivaprefiere conservarlos para poderexplotarlos, ofrecerlos para que loscontraten y quedarse con sus sueldos. Alos seis años, se les enseña un oficio yse pone a trabajar a la mayoría de losniños que residen aquí.

Disgustada, Helen sopesó elproblema. Al mirar el cuerpecitodesnutrido que tenía entre los brazos, sele ocurrió algo.

—¿Y si su presencia supusiera unpeligro? ¿Y si usted le diagnosticara unaenfermedad que pudiera propagarse portodo el orfanato a no ser que ella

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abandonara inmediatamente el edificio?—Buena idea —dijo la doctora tras

analizar la propuesta—. Caramba, cómono lo pensé antes. Un caso de escarlatinaservirá. Y la señora Leech estará deacuerdo con el plan, a cambio de cincolibras. —Titubeó un momento, mientrasrepasaba mentalmente las posibilidades—. Puede que en el futuro surja lacuestión de la tutela legal, si la juntadirectiva quisiera reclamar a la niña.Ahora bien, jamás se atreverían aenfrentarse a un hombre como el señorWinterborne.

—No creo que el señor Winterbornevaya a intervenir en esto —indicó Helenen voz baja—. No después de que hable

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con él mañana.—Oh. —La doctora Gibson estuvo un

instante callada—. Lamento oír eso,milady. Por muchas razones.

El sol acababa de ponerse cuando

salieron del orfanato. Conscientes deque su seguridad corría un peligrocreciente ahora que estabaoscureciendo, las dos mujerescaminaban rápidamente. Helen llevaba aCharity, que se aferraba a ellarodeándole la cintura con las piernas.

Doblaron la primera esquina y sedirigían hacia la segunda cuando un parde hombres empezaron a seguirlas.

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—A dos damas tan elegantes seguroque les sobra algún dinero —dijo uno deellos.

—Váyanse —espetó la doctoraGibson sin aminorar el paso.

Los hombres se rieron de una formaque hizo que a Helen se le erizara elvello de la nuca.

—Resulta que vamos en la mismadirección —soltó el otro hombre.

—Chusma de los astilleros —susurróla doctora a Helen—. Ignórelos. Prontollegaremos a la calle principal y dejaránde molestarnos.

Sin embargo, los hombres no teníanintención de permitirles andar más.

—Si no nos sueltan la pasta, me

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quedaré con este bomboncito —amenazóel que iba detrás de Helen. Y una manoruda le sujetó el hombro y la obligó avolverse.

Helen se tambaleó un poco debido alpeso de la niña, a pesar de lo livianaque era. El hombre siguió reteniéndolapor el hombro. Era robusto y de cararedonda, con una piel gruesa con texturade naranja. Por debajo de la gorraimpermeable le asomaba un pelo pajizo.

—Tiene la cara de un ángel —dijoachicando los ojos. Inspiró y sehumedeció los labios finos. Teníahuecos negros entre los dientes, como sifueran los sostenidos y bemoles de unpiano—. Me gustaría darme un revolcón

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contigo, ya lo creo. —Helen trató dezafarse, pero él la sujetó con más fuerza—. Tú no vas a ninguna parte, mi trocitode... ¡Joder! —gritó cuando un bastón denogal surcó el aire y le golpeó lamuñeca con un chasquido.

Helen retrocedió mientras el palo denogal silbaba de nuevo y se clavaba enel vientre del rufián, que se dobló haciadelante con un gemido. Tras girarhábilmente el bastón en el aire, ladoctora Gibson metió la empuñaduracurvada entre las piernas de suadversario y tiró de él como si fuera ungancho. El hombre cayó al suelo y acabóacurrucado como una gamba cocida.Todo esto se produjo en cinco o seis

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segundos como mucho.Sin la menor pausa, la doctora se

volvió para enfrentarse con el otrohombre, que arremetía contra ella. Peroantes de que la alcanzara, alguien losujetó por detrás y le obligó a volverse.

El desconocido hizo gala de agilidady se agachó con desenvoltura cuando elmatón intentó golpearlo. A continuación,sin despeinarse, le soltó unacombinación rápida y brutal: un zurdazo,un cross de derecha, un gancho deizquierda y un fuerte derechazo. Elbribón cayó redondo al lado de sucompinche.

—No pasa nada. Ya se acabó —susurró Helen a la niña, que le

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lloriqueaba, petrificada, en el cuello.La doctora miró recelosamente al

desconocido mientras apoyaba la puntadel bastón en el suelo.

Este le devolvió la mirada a la vezque se tocaba el ala del sombrero.

—¿Están ilesas, señoras?—Sí —respondió secamente Gibson

—. Gracias por su ayuda, aunque teníala situación bajo control.

Helen tuvo la impresión de que a ladoctora le molestó verse privada de laposibilidad de acabar con el segundocanalla como había hecho con elprimero.

—Es evidente que podría habérselasarreglado usted sola —dijo el

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desconocido, acercándose a ellas. Eraun joven bien vestido, algo más alto quela media y en plena forma—. Perocuando vi que acosaban a dos damas,pensé que lo menos que podía hacer eraechar una mano.

Tenía un acento difícil de situar. De lamayoría de acentos se podía distinguirfácilmente de qué región procedían, aveces hasta precisar el condado. Cuandoestuvo más cerca, Helen vio que era muybien parecido, de ojos azules, cabellocastaño oscuro y rasgos marcados.

—¿Qué hace por esta zona? —preguntó con desconfianza la doctoraGibson.

—Voy a encontrarme con un amigo en

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una taberna.—¿Cuál?—The Grapes —respondió. Dirigió la

vista hacia Helen y la niña que cargabaen brazos—. Este sitio no es seguro yestá anocheciendo rápidamente —comentó—. ¿Quieren que les pare uncabriolé?

—Gracias, pero no necesitamos ayuda—contestó la doctora antes de queHelen pudiera hacerlo.

—Bien, me mantendré a distancia,pero voy a velar por su seguridad hastaque hayan tomado un coche de alquiler.

—Como quiera —dijo la doctorasecamente—. Vamos, milady.

Helen vaciló.

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—¿Será tan amable de decirnos sunombre para que sepamos a quiéndebemos nuestra gratitud? —preguntó.

—Discúlpeme, milady, pero preferiríano hacerlo —dijo con expresión mássuave al fijar su mirada en la joven.

—Entiendo —sonrió esta.Él se quitó el sombrero en un gesto

cortés de despedida. Helen le sonrió,recordando lo que West le habíaadvertido sobre los desconocidos y loshéroes disfrazados.

«¡Espera a que le cuente esto!»,pensó.

—Nada de sonrisas —le recordó ladoctora Gibson.

—Pero si nos ha ayudado...

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—No es ayuda si no se necesita.Cuando ya casi habían llegado a la

calle principal, la doctora se volviórápidamente.

—Nos está siguiendo de lejos —refunfuñó.

—Como un ángel de la guarda.—¿Ha visto cómo tumbó a aquel

matón? —soltó la doctora Gibson—.Sus puñetazos son rapidísimos, como deboxeador profesional. Cabe preguntarsecómo un hombre así apareció de la nadajusto en el momento oportuno.

—Creo que hizo mucho daño a suadversario, aunque usted al suyo... —comentó Helen, admirada—. La formaen que derribó a ese rufián con el

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bastón... Nunca había visto nada igual.—No he acertado del todo. Al

golpearle la muñeca, no le diexactamente en el nervio cubital. Tendréque revisar mi técnica con mi maestrode esgrima.

—Aun así, fue impresionante —insistió Helen—. Compadezco a quiencometa el error de subestimarla, doctoraGibson.

—Lo mismo digo de usted, milady.

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29 Aunque Helen había descubierto hacía

poco que le gustaba escandalizar a lagente, había llegado a la conclusión deque era algo sobrevalorado. Añorabalos días tranquilos y apacibles enEversby Priory, cuando nunca pasabanada. Ahora estaban ocurriendodemasiadas cosas.

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La Casa Ravenel se paralizó cuandoella regresó con una desaliñada huérfanade orígenes inciertos en un estado desalud cuestionable y antihigiénico. Trasdejarla en el suelo, Charity le sujetó lamano y se acurrucó contra ella. Loscriados se quedaron perplejos. El amade llaves, la señora Abbott, acudió alvestíbulo y se quedó petrificada deasombro. Pandora y Cassandra, quebajaban la escalera charlando, sedetuvieron al ver a su hermana en elvestíbulo con una niña harapienta.

La reacción más desconcertante fue lade lady Berwick, que salió del salón yse quedó en la puerta. En cuanto dirigióla mirada a Helen y después a la niña

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que esta tenía a su lado, comprendió lasituación sin perder ni un ápice deautodominio. Parecía el general quecontempla cómo sus hombres retrocedende una batalla que están perdiendo yanaliza cómo reorganizar sus tropas.

Como era de prever, en aquel retablosilencioso, la primera en hablar fuePandora.

—Esto es como interpretar una obracuando nadie recuerda su texto —soltó.

Sin decir una palabra ni inmutarse,lady Berwick se volvió y entró de nuevoen el salón.

Helen volvía a tener aquel sabormetálico en la boca. No tenía ni idea delo que la condesa iba a decirle, pero

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sabía que sería horrible. Llevó a Charityhasta el pie de la escalera, donde sushermanas bajaron a recibirlas.

Después de mirar a las gemelas, quedescollaban sobre ella, la pequeña seescondió tras las faldas de Helen.

—¿Qué podemos hacer para ayudar?—preguntó Cassandra.

Helen nunca había querido a sushermanas tanto como en ese momento,por ofrecerse a ayudarla antes depedirle explicaciones.

—Esta es Charity —explicó—. La herecogido hoy de un orfanato, y hay quelavarla y alimentarla.

—Nos encargaremos de ello. —Pandora alargó la mano hacia la niña—.

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Ven con nosotras, Charity. ¡Ya verás québien nos lo pasamos! Sé juegos ycanciones y...

—Pandora —la interrumpió Helen alver que la pequeña se acobardaba antela bulliciosa joven—. Con suavidad. —Y bajó la voz para añadir—: No teimaginas de dónde viene. Sé cariñosacon ella —pidió, y se dirigió aCassandra—: La da miedo bañarse.Intentad lavarla con paños mojados.

Cassandra asintió.—Milady —intervino la señora

Abbott, que se había situado junto aHelen—, le subiré una bandeja con sopay pan para usted y la pequeña.

—Solo para ella. Yo no tengo apetito.

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—Tiene que tenerlo —insistió el amade llaves—. Parece estar al borde deldesmayo. —Antes de que Helen pudieracontestar, se volvió y se marchópresurosa a la cocina.

Helen dirigió los ojos hacia el salón.Un escalofrío de pavor le recorrió todoel cuerpo.

—Tesoro —murmuró a Charity—,estas son mis hermanas, Pandora yCassandra. Quiero que vayas con ellas ydejes que cuiden de ti mientras yo hablocon alguien.

—¡No me dejes! —exclamó la niña,alarmada.

—Eso nunca. Me reuniré contigo enunos minutos. Por favor, Charity. —Para

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su consternación, sus palabras solosirvieron para que la niña la aferraracon más fuerza y se negara a moverse.

Fue Cassandra quien solucionó elproblema. Se puso en cuclillas y sonrióa la pequeña.

—¿No quieres venir con nosotras?Somos muy simpáticas. Te llevaré a unahabitación muy bonita en el piso dearriba que tiene una chimenea encendiday una caja que toca música. Seismelodías distintas. Ven, te la enseñaré.

Cautelosamente la niña salió de detrásde la falda de Helen y alargó losbracitos para que Cassandra la cargara.

Tras pestañear desconcertada, lamuchacha la estrechó entre sus brazos y

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se levantó con ella.—Siempre he dicho que tú eres la más

simpática de las dos —comentó Pandoracon una sonrisa de resignación.

Helen aguardó a que sus hermanasllegaran a lo alto de la escalera y luegofue al salón pensando que dijera lo quedijese lady Berwick, o lo molesta queestuviera, no sería nada comparado conlo que había visto aquel día. No podíaquitarse de la cabeza lo que algunascriaturas se veían obligadas a soportar.Nunca volvería a contemplar su entornoprivilegiado sin que su mente locomparara con los callejones y edificiosruinosos de Stepney.

Vaciló al llegar a la puerta del salón,

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desde donde vio que lady Berwickocupaba una de las dos butacas situadascerca del hogar. La condesa tenía elsemblante rígido, como si se lo hubieranalmidonado y tendido a secar delantedel fuego. Ni siquiera miró a Helen.

La muchacha se dirigió a la otrabutaca y se sentó.

—Milady, la niña que he traído...—Ya sé quién es —espetó lady

Berwick—. Se parece a su padre. ¿Vas aocuparte de recoger a todos susbastardos como si fueran gatosextraviados?

Helen se quedó callada con los ojospuestos en la chimenea mientras la damala sermoneaba en un tono que helaba la

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sangre. La condesa hizo comentariosmordaces sobre el carácter y laeducación de Helen, sobre los Ravenel,sobre la insensatez de las mujeres quecreían que podían, de algún modo, estarexentas de las normas y los criterios dela sociedad, y sobre las muchasiniquidades de Albion Vance y loshombres en general.

Finalmente miró a Helen.—Nunca me habría esperado esto de

ti —soltó, resoplando y con la barbillatemblándole de indignación—.¡Semejante ardid! ¡Semejante engaño!Estás empeñada en destruirte a ti misma.¿No ves, jovencita temeraria, que estoyintentando impedir que tires por la

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borda una vida en la que podrías hacerun bien enorme a los demás? Podríasayudar a miles de huérfanos en lugar desolamente a una. ¿Crees que tengo elcorazón de piedra? Alabo tu compasiónpor esa pobre criaturita; quieresayudarla y lo harás, pero no así. Ella esun peligro para ti, Helen. El parecidoque guarda contigo es ruinoso. Nadie osmirará sin sacar la conclusión másnefasta. Dará igual que no sea verdad.El chismorreo nunca tiene que serlo;basta con que sea interesante.

Helen se quedó mirando a la mujermayor y vio que, a pesar de que susemblante reflejaba rabia y frialdad, yque hasta el último matiz de su actitud

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era autoritario, los ojos la delataban.Estaban llenos de sincera preocupación,de bondad y cariño auténticos. Y deangustia.

Lady Berwick no estaba luchandocontra ella, sino por ella.

«Es por esto que Kathleen la quiere»,pensó.

Cuando la condesa se calló por fin,Helen la contempló con gratitud yafecto.

—Tiene razón en todo. Estoy deacuerdo con usted. Sé lo que estoy apunto de perder, pero lo cierto es que...Charity necesita ser de alguien, recibirel amor de alguien. ¿Quién lo hará si noyo? —Como la matrona permaneció en

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silencio, Helen se acercó a su butaca yse arrodilló para recostar la cabeza ensus rodillas. Notó que la mujer mayor seponía tensa—. Usted acogió a Kathleenen su casa cuando solo era un año mayorque Charity. La quiso cuando nadie másla quería. Ella me dijo que usted lesalvó la vida.

—No a costa de la mía. —La condesainspiró temblorosamente y apoyósuavemente una mano en la cabeza de lajoven—. Te ruego que me escuches.

—Antes debo escuchar a mi corazón—respondió Helen en voz baja.

La condesa soltó una carcajadaamarga.

—Esas palabras han sido la perdición

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de todas las mujeres desde Eva. —Apartó la mano e inspirótemblorosamente de nuevo—. Ahoradéjame sola, por favor.

—Siento haberla disgustado —susurróHelen, y dio un rápido beso en los dedosfríos y arrugados de la mujer. Luego selevantó despacio y vio que la condesahabía vuelto la cara. Una lágrima lerelucía en lo alto de la mejillaerosionada por el tiempo.

—Ve —soltó lady Berwickbruscamente, y la joven salió de lahabitación.

Mientras subía la escalera, sintió un

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dolor en la zona lumbar y un cansancioarraigado en lo más profundo. Seaferraba a la barandilla cada poco paraimpulsarse. Era como si le hubieranforrado de plomo la falda. Con cadaroce de sus piernas cansadas en la tela,los bajos de su vestido emanaban unosolores desagradables.

Cuando ya casi estaba arriba, oyóunas alegres notas musicales flotandodelicadamente en el aire. Los conocidossonidos procedían de una caja demúsica de palo de rosa que Rhys lehabía regalado tiempo atrás. Era tangrande que ocupaba su propia mesa, conun cajón que contenía cilindrosmetálicos recubiertos de puntitas

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también de metal. Siguiendo la música,fue hacia el salón familiar y echó unvistazo dentro.

Pandora se acercó a ella tapándoselos labios con un dedo. Los ojos azulesle brillaban de diversión.

Juntas, desde la puerta, contemplaroncómo Cassandra se balanceaba ydescribía círculos airosos al compás dela música. Charity estaba a su lado,vestida con una camisola sujeta conalfileres; una prenda que le quedabaabsurdamente grande. Aunque estaba deespaldas a ellas, por los saltitos quedaba con los piececitos descalzos eraevidente que se lo estaba pasando bien.Era tan delicada, con los huesos

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marcados, que daba la impresión depoder flotar como la pelusa del dientede león. Pero se la veía aseada, yllevaba el pelo aún húmedo peinado detal forma que la mayoría le quedabapegado a la cabeza.

La niña, que intentaba imitar aCassandra, brincaba con torpeza ygiraba con inseguridad, como un hadadiminuta. No dejaba de alzar la vistahacia Cassandra para adquirir confianza,como si se estuviera adaptando a la ideade jugar con un adulto.

A Helen, la escena le devolvió elánimo como nada más podía haberhecho.

Pandora la tomó del brazo y se la

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llevó por el pasillo.—Ven conmigo, Helen; hay una

bandeja con la cena en tu habitación.Puedes comer mientras ellas juegan. Y telo suplico: date un baño. No sé qué esesta peste, pero Charity también la tenía,y es como una mezcla de todo lo maloque he olido en mi vida.

—¿Qué tal os fue al lavarla?—No muy bien. Está sucia a escala

geológica: se le quita a capas. Podíamoshaber utilizado cinceles. No nos dejólavarle la cabeza como es debido, perosi le dábamos un paño para taparse losojos, echaba la cabeza atrás para que levertiéramos una taza de agua porencima. Dos veces, y eso fue lo único

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que nos permitió. Los niños pueden sermuy obstinados.

—¿Ah, sí? —repuso Helen secamente.—Se tomó un cuenco entero de sopa y

un poco de pan con mantequilla. Notuvimos ningún problema en cepillarlelos dientes; le gusta el sabor de lospolvos dentífricos. Tiene las encíascoloradas e inflamadas, pero sus dientesson como perlitas. No tiene ningunopodrido ni con caries, que yo viera. Lecorté las uñas de manos y pies, pero lamugre de debajo de algunas la tieneincrustada y no pude quitársela. Llevauna de mis camisolas como camisón,que le sujeté con alfileres. La señoraAbbott le está lavando la ropa. Quería

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quemar todas las prendas, pero le pedíque no lo hiciera porque no tenemosnada más que ponerle.

—Mañana le compraremos ropa.—Helen, ¿puedo preguntarte algo?—Sí, cielo.—¿Quién es, de dónde viene, por qué

está aquí y qué vas a hacer con ella?—Hay muchas cosas que explicar —

contestó Helen tras gemir y suspirar.—Puedes empezar mientras te tomas

la sopa.—No; quiero esperar a que esté

Cassandra. Son demasiadas cosas paracontarlas dos veces.

Después de darse un baño, ponerse uncamisón y una bata y comer, Helen se

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sentó en su cama con Charity acurrucadaa su lado. Ambas miraron cómo lasgemelas representaban la historia deRicitos de Oro y los tres osos.Cassandra interpretaba el papel de laniña protagonista, mientras que Pandorahacía de todos los osos. Fascinada porel cuento y por las gracias de lasgemelas, Charity observó con unos ojosenormes cómo papá oso ahuyentaba aRicitos de Oro de la habitación.

Cuando la representación huboterminado, la pequeña se veía muyentusiasmada.

—Otra vez, otra vez —pedía.—Esta vez lo contaré yo —dijo

Helen.

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Y mientras las gemelas seapoltronaban en la cama, ocupando hastael último centímetro de espaciodisponible, ella alargó la historia todolo que pudo. Lo hizo con voz sosegada ydulce, pendiente de cómo Charity se ibaadormeciendo.

—... y entonces Ricitos de Oro seacostó en la cama más pequeña, la delosito, que ya era una cama cómoda,suave y limpia, con sábanas de lino yuna manta hecha con lana de una ovejitablanca. Ricitos de Oro apoyó la cabezaen una almohada rellena de plumas y fuecomo flotar en una nube. Sabía que iba atener dulces sueños mientras durmieraen aquella camita tan cálida, y que por

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la mañana habría cosas ricas que comery una taza de chocolate caliente paraella... —Se detuvo al ver que a la niñase le cerraban los ojos con un aleteo desus largas pestañas, y que relajaba laboca.

—Tu versión es demasiado larga,Helen —dijo Pandora—. ¿Cómo vanadie a mantenerse despierto si hablas yhablas en un tono tan monótono?

Helen le sonrió. Se separó lenta ycuidadosamente de la niña dormida y latapó hasta los hombros.

—No se ríe —susurró con los ojospuestos en su carita seria.

—Ya lo hará —aseguró Cassandra,que se puso de pie para acercarse a la

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mesilla de noche. Se agachó y siguió elcontorno de una ceja de la niña con lapunta del dedo. Miró preocupada aHelen.

—Vamos a mi habitación —sugirióPandora—. Tengo la impresión de que lasiguiente historia para dormir va a serrealmente interesante.

Helen empezó con el hallazgo de la

carta inacabada detrás de las libretas desu madre y terminó con la visita alorfanato. Al oír semejante narración,cualquier joven con elevados valoresmorales se habría escandalizado yconsternado. Sus hermanas, en cambio,

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se habían educado al margen de lasociedad demasiado tiempo para tenerlemiedo o respeto, o para importarles uncomino contar con su aprobación. A lajoven la reconfortó que, aunque sesorprendieron y se preocuparon por ella,se tomaron la situación con calma.

—Tú sigues siendo nuestra hermana—aseguró Pandora—. No me importa sidesciendes de nuestro terrible padre ode tu terrible padre.

—No necesitaba tener otro.—Helen —preguntó Cassandra—,

¿estás segura de que el señorWinterborne no querrá casarse contigocuando se entere?

—No, y yo no querría eso para él. Ha

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trabajado duro toda su vida paramejorar su situación económica. Leencantan las cosas hermosas ydelicadas, y se merece una esposa quelo eleve, no que lo rebaje.

—¡Estar contigo jamás lo rebajaría!—exclamó Pandora, indignada.

—Me vincularán con algo feo yescandaloso. Cuando me vean conCharity supondrán que es mi hijabastarda, y que la he tenido fuera delmatrimonio, así que cuchichearán que laesposa del señor Winterborne es unamesalina. Y fingirán que lo sienten porél, pero disfrutarán maliciosamenteavergonzándolo a sus espaldas con estosrumores.

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—Los rumores no pueden hacertedaño —soltó Pandora.

—Los rumores pueden destriparte ycortarte en filetes como a un abadejo —la contradijo Cassandra, reprendiéndolacon la mirada.

Pandora frunció el ceño pero admitióque su hermana gemela tenía razón.

—Lo cierto es que arruinaría laimagen de Winterborne... —prosiguióHelen.

—¿La de él o la de los almacenes? —preguntó Cassandra.

—La de ambos. Sus grandesalmacenes se basan en la elegancia y laperfección, y yo sería su punto débil.Más que eso: Charity y yo seríamos su

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perdición.—¿Cuándo hablarás con él?—Mañana, creo. —La idea de que

tendrían que enfrentarse le provocó talpunzada en el vientre que se lo cubriócon la mano—. Después me llevaré aCharity a Eversby Priory y nosquedaremos allí hasta que Kathleen yDevon regresen de Irlanda.

—Iremos contigo —dijo Cassandra.—No; estaréis mejor en Londres.

Aquí hay más cosas que hacer, y esbueno que estéis con lady Berwick; ellatiene muchas ganas de que triunféis. Yola he decepcionado mucho, y necesitaráque la animéis y le hagáis compañía.

—¿Vivirás con Charity en Eversby

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Priory? —preguntó Cassandra.—No. Será mejor para todos si

Charity y yo vivimos lejos, donde nadienos conozca. Entre otras cosas, porqueeso reducirá las probabilidades de quemi deshonra perjudique vuestrasperspectivas de matrimonio.

—Bah, no te preocupes por eso —bufó Cassandra, muy seria—. Pandorano va a casarse. Y yo, desde luego, noquerría a ningún hombre que medespreciara solo porque mi hermana esuna mesalina.

—Me gusta esa palabra —comentóPandora—. Mesalina. Suena ainstrumento musical picante.

—Animaría una orquesta —añadió

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Cassandra—. ¿No te gustaría oír elconcierto para mesalina en do mayor deVivaldi?

—No —contestó Helen, sonriendo asu pesar por la irreverencia de sushermanas—. Parad ya; estoy intentandomostrarme taciturna y trágica, y me loestáis poniendo difícil.

—No te irás a vivir lejos —decretóPandora, abrazándola—. Tú y Charity osvendréis a vivir conmigo. Prontoempezaré a ganar dinero, mucho dinero,y compraré una gran casa para nosotras.

—Creo que triunfarás en la vida —murmuró Helen a la vez que laestrechaba entre sus brazos.

—Yo también viviré con vosotras —

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afirmó Cassandra, y las rodeó a ambascon los brazos.

—Claro que sí —dijo Pandora confirmeza—. ¿Quién necesita un marido?

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30 Helen despertó cuando Agatha, la

doncella que las servía a ella y a lasgemelas, entró en su habitación con labandeja del desayuno.

—Buenos días, milady.—Buenos días —respondió Helen,

medio dormida, antes de desperezarse ytumbarse de lado. Se sorprendió un

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instante al ver la cara de una niñadormida.

De modo que no había sido un sueño.Charity dormía tan profundamente que

el tenue repiqueteo de las tazas de labandeja que se acercaba no la perturbóen absoluto. Helen la contempló algomaravillada. A pesar de su lastimosaflaqueza, la pequeña tenía las mejillasrollizas de los bebés. Los párpados quecubrían sus grandes ojos erandelgadísimos, con unas delicadas venasazules, más finas que un cabello humano,grabadas en la superficie. Tenía la pielsin poros, translúcida en las sienes. Leasustó pensar lo vulnerable que eraaquella personita; un ser frágil formado

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por huesos delicadamente unidos, tejidoy venas.

Se incorporó con cuidado para queAgatha le dejara la bandeja en el regazo.Había una taza de té humeante y unajarrita de plata con chocolate calientejunto a una taza vacía.

—¿Ha dormido bien la chiquitina,milady?

—Sí. Diría que no se ha movido entoda la noche. Agatha... no pedí el té enla cama esta mañana, ¿verdad? —Normalmente, lo tomaba y desayunabaabajo, en el comedor del desayuno.

—No, milady. La condesa me ordenóque se lo trajera, y chocolate a la tazapara la niña.

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—¡Qué amable por su parte! —Helenpensó que era una ofrenda de pazdespués de la incómoda escena de lanoche anterior.

Pronto sabría que no era así.Vio una carta sellada medio escondida

bajo el platillo, la tomó y la abrió. Helen:Tras pensarlo mucho, se me ocurrió

la solución evidente para el lío en queestás metida. La niña, y laresponsabilidad hacia ella, es de misobrino. Ha llegado la hora de queresuelva uno de los problemas que hacreado. Esta mañana le he enviado unmensaje indicándole que tiene que

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llevarse a su hija de inmediato y hacercon ella lo que crea conveniente.

El asunto ya no está en tus manos,como debe ser.

Espero que el señor Vance lleguedentro de una hora. Ten a la niñavestida y preparada. Y procuremos nomontar una escena en el momento desu marcha.

Es lo mejor. Si no lo entiendesahora, pronto lo harás.

Helen dejó la nota en la bandeja.

Respiraba superficialmente y lahabitación le daba vueltas. Vanceacudiría, porque quería que ella secasara con el señor Winterborne, y

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Charity era un obstáculo para sus planes.Y si se la llevaba con él, la niñamoriría. No la mataría, pero la dejaríaen una situación en que no podríasobrevivir. Que era más o menos lo queya había hecho.

«Antes tendrá que pasar por micadáver», pensó. Alzó la taza de té eintentó tomar un poco, pero le costóllevarse el borde tembloroso a loslabios. Le cayó un poco del líquidocaliente en el camisón.

—¿Pasa algo, milady?—No —respondió dejando la taza—,

pero lady Berwick me pide que tenga aCharity vestida y preparada con muypoca antelación. Necesitaremos la ropa

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que la señora Abbott le lavó ayer por lanoche. ¿Podría pedirle que me la traigaaquí enseguida? Tengo que hablar conella.

—Sí, milady.—Retire la bandeja de la cama y

déjela en la habitación, por favor.En cuanto Agatha se hubo ido, Helen

se levantó y corrió a su guardarropa.Sacó una bolsa de terciopelo, la llevó altocador y empezó a meterle cosas: uncepillo, pañuelos, guantes, medias, untarro de bálsamo. Puso también la latade polvos antineurálgicos; aunque no ibaa tomarlos durante el viaje, podríanecesitarlos cuando llegara a su destino.

—¿Helen? —Charity se incorporó y la

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miró con ojos grandes y brillantes. Unmechón de pelo le salía hacia arriba enlo alto de la cabeza como el plumaje deun pájaro.

Helen sonrió a pesar del pánico que leoprimía el pecho y se acercó a ella.

—Buenos días, mi pedacito de cielo.—La abrazó, y unos bracitos confiadosle rodearon la cintura.

—¡Qué bien hueles!Tras soltarla y acariciarle

cariñosamente el pelo, se acercó a labandeja del desayuno y sirvió chocolatecaliente en la taza. Comprobó con lapuntita del dedo meñique que noquemara.

—¿Te gusta el chocolate a la taza,

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Charity?La respuesta fue un silencio perplejo.—Pruébalo a ver. —Le dio con

cuidado la taza y le rodeó con losdeditos la porcelana caliente.

La niña dio un sorbo, se relamió loslabios y contempló a Helen con unasonrisa maravillada. Lo siguió bebiendoa sorbos, como un pajarito, para que ledurara más.

—Enseguida vuelvo, cielo —murmuróHelen—. Tengo que despertar a misdormilonas hermanas.

Fue tranquilamente hasta la puertapero, una vez en el pasillo, corrió comouna loca hacia la habitación deCassandra. Su hermana dormía

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profundamente.—Cassandra. Despierta, por favor —

susurró mientras le daba palmaditas enel hombro y se lo zarandeaba consuavidad—. Ayuda. Necesito ayuda.

—Es demasiado temprano —soltó lamuchacha entre dientes.

—El señor Vance vendrá dentro deuna hora. Va a llevarse a Charity. Porfavor, tienes que ayudarme. Necesitomarcharme rápidamente de la CasaRavenel.

—¿Qué? —exclamó Cassandra, quese había incorporado de golpedirigiéndole una mirada aturdida.

—Despierta a Pandora e id a mihabitación. Procurad no hacer ruido.

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En cinco minutos, las gemelas estabanen el cuarto de Helen, que les dio la notapara que la leyeran.

—«El asunto ya no está en tus manos»—leyó en voz alta Pandora,ruborizándose. Y bufó—. Detesto a lacondesa.

—No, no debes detestarla —replicóHelen en voz baja—. Está haciendo algomalo por un buen motivo.

—Me da igual el motivo, el resultadono puede ser más repugnante.

Alguien llamó con suavidad a lapuerta

—¿Lady Helen? —El ama de llaves.—Sí, adelante.La mujer entró con un montón de ropa

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cuidadosamente doblada.—Está toda lavada y remendada —

anunció—. Las medias están bastantemal, pero las zurcí lo mejor que pude.

—Gracias, señora Abbott. A Charityle gustará llevar ropa limpia. —Señalóa la niña en la cama para recordarles atodas que podía oír todo lo que decían.Entregó la nota al ama de llaves yaguardó a que la hubiera leído antes demurmurar en tono de disculpa—. Ojalápudiera explicarle más detalladamentela situación, pero...

—Es usted una Ravenel, milady —fuela respuesta incondicional de la señoraAbbott—. Eso es lo único que necesitosaber. ¿Qué está planeando?

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—Iré a la estación de Waterloo atomar el próximo tren para Hampshire.

—Diré al cochero que prepare elcarruaje.

—No; tardaría demasiado y se daríancuenta, lo que me impediría marcharme.Saldré por la puerta de servicio y en lacalle principal tomaré un cabriolé dealquiler hasta la estación.

—Un cabriolé de alquiler, milady... —refunfuñó la señora Abbott, alarmada.

—No se preocupe por eso. Elproblema es que cuando el señor Vancese dé cuenta de que no estoy aquí, meseguirá hasta la estación. Es bastanteobvio que Eversby Priory es el únicolugar al que puedo llevar a Charity.

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—Nosotras lo entretendremos —aseguró Pandora—. Nos encerraremosen tu habitación y fingiremos ayudartecon Charity.

—Hablaré con un lacayo —intervinoel ama de llaves, serena—. Al carruajedel señor Vance le faltará algún tornillocuando trate de irse.

Impulsivamente, Helen le tomó lamano y se la besó.

—Por favor, milady —dijo la señoraAbbott, algo desconcertada por aquelgesto—. Ahora mismo le enviaré aAgatha para que la ayude a vestirse.

—Nosotras nos encargaremos de lodemás —terció Cassandra.

Los siguientes minutos fueron un

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extraño barullo desenfrenado lleno deactividad y susurros. Cuando Agathallegó a la habitación, Helen ya se habíapuesto la camisola y los calzones y seestaba peleando con el corsé. Con lasprisas, no conseguía emparejar bien loscorchetes delanteros.

Agatha le sujetó la parte superior delcierre frontal y empezó a abrochárselocon destreza.

—Mi madre siempre dice: «Vístemedespacio, que tengo prisa.»

—Procuraré recordarlo —aseguróHelen con tristeza.

Una vez puesto el corsé, la doncellase dirigió hacia el guardarropa.

—No, no —soltó Helen, al darse

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cuenta de lo que iba a buscar—. No voya llevar polisón.

—¿Milady? —repuso la doncella,asombrada.

—Sujétame detrás con alfileres laspartes sobrantes de la falda de viaje.Hoy no puedo dar pasos pequeños; tengoque moverme.

Agatha le llevó una falda de viajenegra y una blusa blanca.

Al otro lado de la habitación,Cassandra vestía a Charity rápidamentemientras le explicaba con una sonrisaque iba a ir de excursión con Helen.

—Pandora, no tiene ni sombrero niabrigo. ¿Podrías traerle un chal o algo?—pidió a su hermana.

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Pandora salió disparada de lahabitación y regresó con un chal y unsombrerito de fieltro de copa bajaribeteado de pana. Como no habíadiferencias importantes entre los estilosde sombreros para niña y para señora,serviría sin problema.

—¿Quiere que vaya a la despensa y letraiga algo para llevarse, milady? —preguntó Agatha después de ayudarla aponerse la chaqueta de viaje negra.

—No hay tiempo —respondiólacónicamente Cassandra desde laventana, donde había ido al oír un ruidofuera—. El carruaje del señor Vanceacaba de llegar.

Agatha tomó los mechones sueltos de

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Helen, los giró con unos cuantosmovimientos enérgicos, se sacó unashorquillas de la cabeza y le hizo unsencillo moño alto. Pandora cogió unsombrero del guardarropa y se lo lanzóa la doncella, que lo atrapó con unamano y lo sujetó justo encima del moño.

—¿Tienes dinero? —quiso saberCassandra.

—Sí. —Helen avanzó hacia la bolsade terciopelo, sacó unos guantes y lacerró—. Charity, ¿estás preparada parair de excursión? —preguntó, esbozandouna sonrisa.

La niña asintió. Con el sombrerocubriéndole el pelo mal cortado y elchal ocultándole la mayor parte del

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uniforme del orfanato, ofrecía unaspecto aseado y presentable.

—Pareces muy tranquila —comentóCassandra tras observar a su hermana.

—Tengo el corazón a punto deexplotar —aseguró Helen—.Despidámonos, rápido.

Cassandra le dio un beso en lamejilla.

—Te quiero —le susurró antes deponerse en cuclillas para abrazar aCharity.

Pandora la imitó: besó a Helen y seagachó para sujetar la carita de Charityentre las manos. Como la niña supuso, alparecer, que Pandora quería examinarlelos dientes como la noche anterior, abrió

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la boca para enseñarle los incisivosinferiores.

Pandora sonrió de oreja a oreja. Cerróla boca de la pequeña empujándolesuavemente la barbilla con un dedo y ledio un beso en la nariz. Después delevantarse asintió, muy seria.

—Lo entretendremos todo lo posible—aseguró.

Tras recoger la bolsa de terciopelo ytomar la mano de Charity, Helen salió dela habitación detrás de Agatha. Encuanto hubo cruzado la puerta, esta secerró y la llave giró con decisión en lacerradura.

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31 Por el camino hacia la estación de

Waterloo en un cabriolé que dabatumbos y bandazos y se ladeaba confervor suicida, Helen descubrió que leera más fácil ser valiente en presenciade un niño que cuando estaba sola.Estaba tan decidida a evitar que Charityse preocupara que se encontró haciendo

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comentarios ridículos como «¿A que esemocionante?» cuando casi chocaroncon un ómnibus, o «¡Qué divertido!»cuando el vehículo pilló un bache de lacalle y botó un instante. Charitypermaneció callada, con los ojospuestos en el mundo caótico que ibandejando atrás. Tenía una buenadisposición para soportar molestias oincertidumbres sin quejarse. Siempreque habían alabado alguna vez a Helencuando era niña, había sido por estamisma cualidad. No estaba segura deque fuera algo positivo.

El cabriolé se detuvo en WaterlooRoad junto a una de las inmensas navesde la estación. Helen pagó al cochero y

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cogió la bolsa de terciopelo para bajardel vehículo. Alargó los brazos haciaCharity, que saltó o más bien cayó en susbrazos. Tras atraparla en el aire, la dejóen el suelo. Sintió un atisbo de triunfo alpensar que no podría haberlo hecho conel polisón puesto. Aferrada a la bolsa deterciopelo a un lado y la mano deCharity en el otro, siguió el flujo degente que entraba en la estación.

La ruta hacia las taquillas de billetesseguía un camino estrecho y enrevesadoque pasaba entre varias estructurastemporales. La estación estaba en mediode otra ampliación, por lo que las salasde espera y las áreas de servicio seveían toscas y sin pintar. Sin dejar de

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sujetar firmemente a Charity, hizo colaobservando cómo los encargados de lapaquetería, los expendedores de billetesy los mozos de cuerda se movían sinpausa tras los mostradores. Cuando letocó su turno, un taquillero le informó deque el tren a la estación de Alton saldríaen una hora y media.

Compró dos billetes de primera clase,aliviada de no haber perdido el tren,aunque maldiciendo tener que esperartanto tiempo. Con un poco de suerte, lasgemelas y los criados lograríanentretener a Vance lo suficiente paraimpedirle llegar a la estación antes deque el tren partiera. Llevó a Charity auna serie de puestos de diarios, libros,

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revistas y periódicos, emparedadosenvasados, refrigerios y té. Después decomprar una taza de leche y un bollopara Charity, echó un vistazo a losquioscos y se hizo con un libro dehistorias ilustrado para niños.

Se dirigieron a la sala de espera deprimera clase, amueblada solamente conunos bancos de madera sin respaldo.Algunos viajeros se quejaban sobre lafalta de asientos tapizados y sobre lasrugosas paredes sin pintar mientras queotros permanecían estoicamentesentados. Helen encontró un banco vacíoen el rincón y se aposentó en él conCharity antes de dejar la bolsa deterciopelo a sus pies. Mientras la

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pequeña comía el bollo y bebía la leche,Helen abrió el libro y lo hojeó.

—Lee este cuento, Helen —pidióCharity, mirando entusiasmada unailustración de Ricitos de Oro y los tresosos—. Este.

—¿No te has cansado de él?La niña negó con la cabeza.Cuando buscaba el principio de la

historia, Helen se fijó en otro título: Loszapatos rojos. Se detuvo con el ceñofruncido.

—Espera, tengo que arreglar algo. —Con unos tirones habilidosos, arrancó ladetestada historia del libro.Lamentablemente, una página de Jack ylas habichuelas mágicas tuvo que

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desaparecer con ellas, pero a Helen lepareció que valía la pena el sacrificio.

Al oír que se rasgaba papel, una mujersentada cerca dirigió la vista haciaellas. Frunció el ceñodesaprobadoramente cuando vio que seestaba mutilando el libro. Helen, conganas de rebelarse, arrugó las páginascon una mano enguantada.

—Bueno, así está mejor —dijo consatisfacción tras dejar caer la bola depapel en la bolsa de viaje. Buscóentonces Ricitos de Oro y los tres osos ylo leyó a Charity en voz baja.

A medida que pasaban los minutos,Helen levantaba la vista con el temor dever a Albion Vance. ¿Qué haría si él las

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encontraba? ¿Intentaría Albion llevarsea Charity por la fuerza? En un conflictopúblico entre una mujer y un hombrebien vestido de aspecto respetable,ganaría este último con casi totalseguridad. Nadie movería un dedo paraayudarla.

Como la sala carecía de calefacción,una corriente de aire frío le entumeciólos pies. Movió los dedos hasta quesintió un hormigueo incómodo en ellos.El banco se les hacía cada vez más duro,y Charity perdió interés en el libro. Serecostó en Helen, temblando de frío. Lajoven le arropó más el cuerpecito con elchal y deseó haber llevado una manta deviaje. Sin cesar entraba y salía gente de

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la sala de espera, y los silbidos de lostrenes y los gritos incesantes empezarona atacarle los nervios.

Alguien se les acercó directamente yHelen levantó la cabeza de golpe,alarmada. Para su alivio, no era AlbionVance, sino el empleado mayor y bajitoque le había vendido el billete. Tenía unrostro bondadoso y llevaba el bigotecanoso con las puntas enceradas haciaarriba, por lo que daba la impresión delucir una sonrisa perpetua en la cara.

—Disculpe, señora —le dijo—.¿Tiene billete para la próxima salida aAlton?

Helen asintió ligeramente,sorprendida de que la llamara «señora»

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en lugar de «señorita», hasta querecordó que había dicho ser la señoraSmith.

—Va a partir con un retraso de unahora por lo menos.

—¿Puedo saber por qué? —preguntóHelen, consternada.

—Está retenido fuera de la estaciónporque no tenemos andenes suficientes.Un tren especial ha provocado retrasosen nuestros horarios de salidas.

Otra hora de espera. Otra hora paraque Albion Vance pudiera encontrarla.

—Gracias por avisarme.—En vista de las circunstancias, ¿le

gustaría ir a una sala de espera máscómoda? —ofreció el hombre—. No

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siempre la ofrecemos, naturalmente,pero parece que la pequeña tiene frío...

—¿Está cerca de aquí? —preguntóHelen con recelo.

—En las oficinas situadas detrás delmostrador de billetes —respondió elhombre con una sonrisa que le elevótodavía más las puntas del bigote—.Estarán más caldeadas y tranquilas queaquí. Podría descansar en una sillamullida mientras espera.

La oferta era irresistible. No soloestarían más cómodas, sino que, además,estarían más seguras porque noesperarían a la vista de todos.

—No querría perder el tren —comentó, indecisa.

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—Estaré pendiente del reloj porusted.

—Gracias. —Puso bien el chal y elsombrero a Charity—. Vamos a esperaren una sala más caldeada —susurró a laniña. Y, tras recoger la bolsa deterciopelo, ignoró la infinidad dedolorcitos que sentía por todo el cuerpo.

Siguieron al empleado más allá delmostrador de billetes, y cruzaron unapuerta que daba a una hilera de oficinasprivadas. El hombre fue hasta la primeray les abrió la puerta.

Era una sala agradable, bien cuidada,con mapas en las paredes, un escritoriolleno de horarios, libros y folletos, y unaventana con los postigos ajustados desde

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la que se veía parcialmente uno de losandenes principales. Había una silladetrás de la mesa, y en el rincón un gransillón orejero con pinta de sercomodísimo.

—¿Le resulta aceptable, milady? —preguntó el hombre.

—Sí, gracias. —Le sonrió, a pesar deque los nervios se le habían puesto depunta, presa de una repentina aprensión.

El empleado salió del despacho yHelen se ocupó de poner cómoda aCharity. La instaló en la gran sillatapizada, colocó la bolsa de terciopeloen un lado para que pudiera recostarse yla tapó con el chal. Charity se acurrucóen la silla sin vacilar.

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Helen se acercó a la ventana paraobservar el concurrido andén.

Y, de repente, pensó algo: ¿Acababade llamarla «milady» aquel empleado?

Sí. Estaba tan acostumbrada a que sedirigieran a ella con esa palabra que nohabía caído en ello en el acto. Eraimposible que aquel hombre supiera queposeía un título de cortesía. No le habíadicho su verdadero nombre.

Se le heló la sangre.Fue hasta la puerta y la abrió. Un

hombre con traje negro y sombrerobloqueaba la salida. Reconoció primeroel sombrero y acto seguido los ojosazules.

Era el joven que las había ayudado, a

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ella y a la doctora Gibson, cuando lasacosaron al salir del orfanato deStepney.

—¿Qué hace usted aquí? —lepreguntó Helen, mirándolo sorprendida.

—Velo por su seguridad, milady —respondió con una leve sonrisa que, alparecer, pretendía tranquilizarla.

—Voy a marcharme ahora mismo conmi niña —aseguró tras inspirartemblorosamente.

—Me temo que no será posible.—¿Por qué no?—Tendrá que esperar un poco más. —

Y le cerró la puerta en las narices.Helen cerró los puños, furiosa con él,

con la situación y, sobre todo, consigo

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misma. «No tendría que haber confiadoen un desconocido», pensó. Qué idiotahabía sido. Se le humedecieron los ojosy se esforzó por no perder el control.Tras inspirar hondo varias veces, echóun vistazo a Charity, que se estabaquedando dormida, después de habervivido suficientes experiencias nuevaspor el momento.

Helen regresó a la ventana y abrió deltodo los postigos para contemplar elandén 8. Había entrado un tren, con elmismo número que el que figuraba en subillete. Después de todo, no habíasufrido ningún retraso.

El miedo y la determinación seapoderaron de ella. Fue hasta la silla,

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recogió a Charity y sujetó el asa de labolsa de terciopelo. Resollando delesfuerzo, cargó a la niña dormida hastala puerta, y le dio un puntapié paraabrirla.

—¿Necesita algo, milady? —dijo eljoven, interrogándola con la mirada.

—Sí, necesito irme. Mi tren está en elandén.

—Tendrá que esperar unos minutosmás.

—No puedo esperar. ¿Quién es usted?¿Por qué está haciendo esto?

La puerta volvió a cerrarse y, paraasombro y rabia de Helen, una llave giróen la cerradura. Cerró los ojos,desesperada.

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—Lo siento —susurró en la cabecitade Charity—. Lo siento. —La llevó denuevo a la silla, volvió a ponerlacómoda y empezó a caminar por eldespacho como una fiera enjaulada.

Pasados unos minutos, oyó vocesmasculinas al otro lado de la puerta. Unaconversación breve, en voz baja.

La llave volvió a girar. Helen se situódelante de Charity para protegerlacuando alguien entró. El corazón empezóa latirle con una fuerza tremenda al verquién era.

—¿Rhys? —susurró, perpleja.Él entró en el despacho, examinándola

con una mirada dura como la obsidiana.Ladeó ligeramente la cabeza al mirar a

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la niña en la silla detrás de ella.Helen se percató de que, hasta

entonces, Rhys nunca había estadoenojado con ella. No así.

—Tendría que estar en el tren que salepara Hampshire... —dijo con voztemblorosa, nerviosa por su silencio.

—Puedes tomar el siguiente. Ahoramismo vas a contarme qué demoniosestá pasando. —Entornó los ojos—.Puedes empezar explicándome quéhaces con la hija de Albion Vance.

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32 Que Rhys la hubiera acorralado así

era humillante. Y exasperante.—No quiero despertarla —dijo tras

echar un vistazo a Charity, que dormíaplácidamente en la silla—. ¿Podemoshablar en otro sitio?

Sin decir nada, Rhys la llevó fuera deldespacho. Detestó la forma en que la

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conducía, sujetándole la nuca con lamano, como si cargara por el cogote ungatito indefenso. Que lo estuvierahaciendo delante de su secuaz, o lo quefuera aquel joven, lo empeoraba más. Lacondujo a un despachito situado al otrolado del pasillo y, antes de entrar, sedetuvo para hablar secamente con elotro hombre.

—Ransom, no deje que nadie seacerque a la niña.

—Sí, señor.Aquella sala era más pequeña, tanto

que solo cabía un escritorio, una mesa yuna estantería. Rhys parecía ocupar lamayor parte del espacio disponible. Sele veía calculador y seguro de sí mismo,

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y Helen pudo imaginar a lo que habíande enfrentarse sus adversarioscomerciales cuando lo tenían al otrolado de una mesa.

Retrocedió hasta el hueco entre lamesa y la puerta, todavía con lasensación de su mano en la nuca.

—Ese hombre del pasillo..., ¿trabajapara ti?

—De vez en cuando.—¿Lo contrataste para que me

siguiera?—Al principio lo contraté para que

siguiera a Vance. Había llegado a misoídos un negocio turbio en el que estabaimplicado, y no tenía intención de que elmuy cabrón me timara. Para mi sorpresa,

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no solo fui informado de que Vancehabía visitado la Casa Ravenel, sino deque tú y él habíais vuelto a encontrarosel día siguiente para mantener una charlaprivada en el museo. —Hizo una pausaescalofriante—. Encontré interesanteque no creyeras convenientemencionármelo.

—¿Por qué no me dijiste nada?—Quería que me lo contaras tú.

Aquella noche, en los almacenes, te ditodas las oportunidades posibles paraque lo hicieras.

Se sonrojó al recordar aquella noche.Al verlo, Rhys se mostró burlón, peroafortunadamente no hizo ningúncomentario.

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—Pero no lo hice —dijo Helen—. Demodo que pediste al señor Ransom queme siguiera.

—Me pareció una buena idea —aceptó Rhys con sarcasmo—.Especialmente cuando tú y la doctoraGibson decidisteis recorrer la zonaportuaria del East End de noche.

—¿Te dijo ella quién era Charity?—No, Ransom sobornó a la encargada

del orfanato. Cuando llamé a la doctoraGibson para preguntárselo me mandó alinfierno.

—No la culpes, por favor; solo fueporque le dije que iría yo sola si no meayudaba.

Por alguna razón, eso acabó con el

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autodominio de Rhys.—Por Dios, Helen. —Se volvió como

si buscara algo que destruir en lareducida oficina—. Dime que no habríasido sola. Dímelo o te juro que...

—No lo habría hecho —lointerrumpió ella rápidamente—. Y no lohice. Llevé conmigo a la doctora Gibsonpara mi seguridad.

Rhys se volvió de nuevo hacia ellacon una expresión letal en los ojos.Estaba colorado.

—¡Lo dices como si ella pudieraprotegerte como es debido! Cuandopienso en las dos paseando por ButcherRow entre esa maraña de prostitutas yrateros...

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—No era ningún paseo —replicóHelen, indignada—. Solo fui allí porqueno tenía más remedio. Tenía queasegurarme de que Charity estuvierabien... y no lo estaba. El orfanato eshorrible, y ella estaba allí porque nadiela quería, pero yo sí. Yo sí, y voy aquedármela y cuidar de ella.

—Maldita sea, ¿por qué? —explotópor fin—. ¡No es tuya!

—Es mi hermana —soltó Helen, y sele escapó un sollozo desgarrador.

La tez morena de Rhys palideció. Lamiró como si no la conociera y se apoyódespacio en el borde de la mesa.

—Vance y mi madre... —Se vioobligada a detenerse debido a unos

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cuantos sollozos más.El silencio imperaba en la reducida

sala.Pasó un minuto entero antes de que

Helen pudiera controlar sus sentimientospara seguir hablando.

—Lo siento. Estuvo mal por mi parteengañarte, pero cuando me enteré, nosupe cómo decírtelo. Lo siento mucho.

—¿Cuándo te enteraste? —Rhysparecía lento y desorientado.

Helen le contó toda la historia. ¡PorDios, qué cansada estaba de explicarla!Estaba desesperanzada e impávida comoun condenado en su última confesión.Era un tormento cortar todos los lazosque los unían uno por uno, palabra por

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palabra. Pero también era un alivio.Después de aquello, ya no habría nadaque temer.

Rhys mantuvo la cabeza gachamientras la escuchaba, con las manosafianzadas en la mesa con una presiónterrible.

—Solo quería pasar un poco más detiempo contigo antes de romper elcompromiso —terminó Helen—. Fueegoísta por mi parte. Tendría quehabértelo contado enseguida. Es soloque... perderte era como morirme y nopude... —Se detuvo, horrorizada por lomelodramáticas que sonaban suspalabras, como si de una manipulaciónse tratara, a pesar de ser ciertas. Tras un

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instante, consiguió proseguir ya algomás calmada—: Tú sobrevivirás sin mí.Ella, no. Es evidente que ya nopodremos casarnos. Creo que lo mejorsería que me marchara de Inglaterra parasiempre.

Ojalá Rhys dijera algo. Al menos quela mirara. Y que no respirara de aquellaforma, con una energía controlada quehacía presagiar que iba a suceder algoterrible.

—Lo tienes todo decidido, ¿no? —soltó por fin, con la cabeza todavíagacha.

—Sí. Voy a llevarme a Charity aFrancia. Allí podré cuidar de ella. Túpodrás seguir con tu vida aquí, y yo no

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seré... una molestia para nadie.Rhys murmuró algo en voz muy baja.—¿Qué? —preguntó Helen perpleja, y

se inclinó hacia delante para oírlo.—He dicho «inténtalo». —Rhys se

dio impulso en la mesa y llegó junto aella con una rapidez increíble paraacorralarla con el cuerpo y golpear lapared con ambos puños a la vez. La salaretumbó—. Intenta dejarme —dijo élmirando fijamente el rostro estupefactode la joven—, y ya verás qué pasa. Ve aFrancia, ve a cualquier sitio, y verás lomucho que tardo en encontrarte. Nicinco puñeteros minutos. —Inspiró convehemencia varias veces sin apartar losojos de los de ella—. Te amo. Me

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importa un comino si tu padre es eldiablo en persona. Te dejaríaapuñalarme el corazón si eso tecomplaciera, y yacería en el sueloamándote hasta mi último aliento.

Helen creyó que iba a desplomarse,desesperada de dolor. La cara de Rhysse le volvía borrosa.

—Tú... tú no querrás acabar viviendocon dos de las hijas de Albion Vance. —Por lo menos, esto es lo que creyó haberdicho. Lloraba demasiado para estarsegura.

—Sé lo que quiero. —Tiró de ellahacia él e inclinó la cabeza para besarla.

Como ella intentó débilmente apartarla cara, los labios de Rhys le aterrizaron

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en la mandíbula, desde donde lerecorrieron la piel con súbita pasión.Empujarlo era como intentar mover unmuro de ladrillos.

—Suéltame —sollozó, afligida yexasperada, porque sabía que Rhyshabía dicho aquello sin pensar. Pero suvoluntad, la fuerza de su deseo, no podíacambiar los hechos. Tenía que obligarlea enfrentarse con ellos.

Rhys le estaba besando el cuello. Lerascaba la fina piel con la barba hastairritársela, pero sus labios fueron máscariñosos al rozarle la base del cuello,donde le latía el corazón.

—Di-dijiste que cualquier hijo suyoes fruto del diablo.

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—No me refería a ti —aseguró traslevantar la cabeza de golpe con unamirada furibunda—. Nada malo que yopueda decir, jamás se referirá a ti.

—Cada vez que me mires recordarásque soy medio suya.

—No. —Le tomó la cara entre lasmanos y le secó las lágrimas con elpulgar—. Tú eres toda mía —sentenciócon voz baja y temblorosa—. Todo tucuerpo fue hecho para que yo lo amara.

Volvió a inclinarse sobre ella. Helentrató de hacerlo retroceder, pero quedócubierta por noventa kilos de hombretotalmente excitado, y pronto estuvodemasiado confundida para recordar loque quería decirle. Su forcejeo se

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redujo, su determinación se debilitó, y élse aprovechó de ello, devorando yseduciendo todos los puntos sensiblesque pudo encontrar. Rhys se volviótierno, incitándola lentamente hasta queella cedió y se recostó contra élgimiendo. Notó que él le quitaba laspeinetas que le sujetaban el sombrero ylo lanzaba a un lado. Después, Rhys lesujetó la cabeza para alzarle la boca yapoderarse ansiosamente de ella.

—Rhys... —logró jadearle en loslabios, retorciéndose entre sus brazos—.Para. Esto... no va a solucionar anda. Nohas pensado ni un minuto lo que estásprometiendo.

—No necesito hacerlo. Te quiero.

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—Eso no basta para arreglarlo todo.—Claro que sí —afirmó, tan arrogante

y obstinado que Helen no supo cómocontradecirlo. Y cuando le miró loslabios separados y los ojosensombrecidos, sintió escalofríos—.Maldita seas por decir que podríasobrevivir sin ti —prosiguió él con vozronca—. Tendré que castigarte por ello,cariad. Durante horas... —La besó enlos labios, mostrándose arrebatador yabiertamente sensual, haciendopromesas que aceleraron el pulso aHelen.

Pasado un buen rato, él alzó la cabezay se metió la mano en la chaqueta parasacar un suave pañuelo blanco. Se lo dio

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y se quedó rodeándole el cuerpo con unbrazo, en un gesto protector, de apoyo,mientras ella se secaba las lágrimas y sesonaba la nariz.

—Dime de qué tienes miedo —pidióél en voz baja.

—El escándalo nos acompañarásiempre —respondió Helen con pesar—. La gente hablará a nuestras espaldasy dirán cosas malintencionadas, cosasterribles...

—Estoy acostumbrado a eso.—Se suponía que iba a ayudarte a

ascender socialmente. Pero eso ya nopasará. Charity y yo seremos... —se leescapó otro sollozo— un estorbo para ti.

—No en mi mundo, cariad. Solo en el

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tuyo. Solo en ese círculo tan reducido enel que yo estaba tan decidido a entrar.—Sonrió para burlarse de sí mismo—.Movido solamente por el orgullo. Parapresumir y demostrar que un galés podíatener lo que quisiera. Pero eso ya nosignifica nada para mí. Tú eres lo únicoimportante.

—¿Y Charity?—Ella también lo es —aseguró Rhys,

y su expresión se volvió cuidadosamentevaga.

Helen comprendió que estabaintentando hacerse a la idea. Y sabía lomucho que le estaba pidiendo.Demasiado.

—No bastará con que simplemente la

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toleres. Yo me crie con un padre frío,nada cariñoso, y... —Tragó saliva confuerza.

—Mírame —la apremió él a la vezque le levantaba el mentón—. Puedoquererla, Helen. —Como ella intentódesviar la mirada, la sujetó aún con másfuerza—. No puede ser tan difícil. Unamitad de ella es exactamente igual queuna mitad de ti.

—La mitad de Albion Vance —señalóHelen con cierta amargura—. No puedesignorarlo tranquilamente y decir que noimporta.

—Todo lo que tiene que ver contigome importa, cariad. Pero si quieres quehablemos largo y tendido sobre mis

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sentimientos, no podré ayudarte. Soy delnorte de Gales, donde nos expresamoslanzando piedras a los árboles. Hetenido más sentimientos esta últimamedia hora que en toda mi vida, y ya hellegado al límite.

—Aun así, no...—Me encanta lo que eres. En su

totalidad. —Pareció pensar que aquellaera la última palabra sobre el asunto.

—Pero...—Deja de discutir o le encontraré una

utilidad mejor a tu boca —amenazó élen voz baja.

—Rhys, no puedes...Los labios de Rhys se posaron

firmemente sobre los de ella,

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cumpliendo su amenaza. Ella se pusotensa y se contuvo, pero cuando él lasiguió besando con ardor, acabóaferrándose a él sin fuerzas. El últimobeso fue prolongado y lánguido, y ella,impotente, se vio arrastrada por unacorriente de sensaciones que la sumió enun placer somnoliento.

Toc, toc, toc. Helen gimióquejumbrosa al oír la inoportunallamada a la puerta.

Con un gruñido de enojo, Rhys buscóel pomo con una mano. Tras apartarse deHelen, dirigió una mirada mortífera aRansom, que estaba allí plantadodiscretamente, pero sin mirarlos.

—Más vale que sea importante —

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soltó Rhys.Helen recostó una mejilla acalorada

en el pecho de Rhys. Oyó unas palabrasindiscernibles, y el pecho de Rhys semovió para soltar un breve suspiro.

—Pues sí, eso es importante —sentenció.

Se separó a regañadientes de Helen ala vez que la ayudaba a mantenerse enpie por sí misma. Pero ella estabadesfallecida y aturdida, y le temblabanlas piernas.

—Amor mío —murmuro—, quieroque tú y Charity vayáis con Ransom; élos conducirá a mi carruaje. Yo mereuniré con vosotras en un minuto.

—¿Dónde vas? —preguntó Helen,

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angustiada.—Tengo que ocuparme de algo.—¿Tiene que ver con Vance? ¿Está

aquí?Al ver la preocupación reflejada en su

semblante, Rhys le sonrió ligeramente yle besó la frente.

—Solo voy a decirle unas palabritas—aseguró.

Helen se asomó a la puerta ycontempló cómo Rhys recorría el pasillocon paso decidido.

—¿Es eso lo único que hará? —preguntó a Ransom.

—De momento. —El joven la miró desoslayo—. Pero si estuviera en lugar delseñor Vance... intentaría poner tierra de

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por medio entre Winterborne y yo. Tras intercambiar unas palabras con el

taquillero bigotudo y darle un soberanode oro, Rhys fue al andén 8, donde losúltimos pasajeros habían subido a bordoy los mozos de cuerda estaban cargandolas últimas carretillas de equipaje.

El cabello blanco como la nieve deAlbion Vance relucía bajo un bombín defieltro. Estaba señalando uno de losvagones de primera clase junto a tresempleados uniformados de losferrocarriles: un subjefe de estación, unjefe de tren y un revisor. Vance queríaque buscaran a Helen. Estaba tranquilo y

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decidido como un depredador queignoraba que lo estaba persiguiendo undepredador aún mayor.

Rhys se detuvo en el extremo delandén y no pudo evitar hacerse unapregunta: si la primera vez que vio aHelen hubiera sabido que aquel hombreera su padre, ¿le habría importado?

Tal vez al principio. No estaba seguro.Pero era indudable que al final habríasucumbido al atractivo irresistible deHelen, a aquella fascinación quesiempre ejercería sobre él. Para él, nohabía ninguna relación entre Helen yVance, a pesar del parecido físico, lasangre o la herencia. En Helen solohabía cosas buenas. Aquella alma dulce

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y valiente, aquella mezcla perfecta defortaleza y bondad, era solamente deella.

Le seguía aterrando pensar que lanoche anterior había visitado un barriobajo como el East End. Aunque se habíaenterado a posteriori, cuando Ransom selo contó y aun sabiendo que no le habíapasado nada, casi se cayó de rodillas aloír la historia.

—¿Seguro que no sufrió ningún daño?—había preguntado varias veces aRansom, y su respuesta afirmativa nohabía bastado para satisfacerlo.

Las últimas dieciocho horas habíapodido comprender mucho mejor alpobre Ioan Crewe y la decisión que

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había tomado tras la muerte de Peggy.Tendría que hacer entender a Helen que,al arriesgar su vida, había arriesgadotambién la de él. Lo destrozaríaperderla. No sobreviviría a ello.

Pero ahora lo que Helen másnecesitaba era protección sobre aquelhombre. Al mirar a Albion Vance sintióque la parte humana y civilizada de sunaturaleza era engullida por la parte quesiempre intentaba mantener oculta. Erade una época anterior, más dura, de suvida, cuando la violencia había sidohabitual y necesaria. Había cosas queprefería que la gente no supiera que eracapaz de hacer... y lo que estabadispuesto a hacer a Albion Vance se

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incluía en esa parte oculta.Se acercó despacio al grupo de

hombres. El subjefe de estación fue elprimero en fijarse en él. Observó conrecelo al desconocido corpulento que seacercaba con el ceño fruncidodesprovisto de abrigo, sombrero yguantes. Los demás siguieron su miraday también se volvieron hacia él.

Cuando Vance lo reconoció, unarápida sucesión de emociones lecruzaron la cara: sorpresa, ira,frustración, fracaso.

—No está en el tren —dijo Rhys contono inexpresivo—. La tengo yo.

Con un suspiro, Vance se volvió hacialos empleados del ferrocarril.

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—Según parece, no es necesario quese molesten —dijo—. Pueden seguir consus ocupaciones.

Como no había otra forma de salir delandén, Vance se vio obligado a andar allado de Rhys.

El repiqueteo inoportuno de unacampana rasgó el aire, y el tren quepartía de Londres emitió dos pitidosbreves y agudos.

—Tendría que haber dicho a Helenque la mocosa había muerto —comentóVance tras un momento—. No meesperaba que se tomara tanto interés enla criatura. Pero las mujeres son así: lossentimientos les nublan la razón.

Rhys no contestó. Oír el nombre de

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Helen en sus labios le provocó unimpulso casi irresistible de partirlehuesos y articulaciones con sus propiasmanos y arrojarlo a las vías.

—¿Qué vas a hacer con ella? —quisosaber Vance.

—¿Con la huérfana?—No. Con Helen.«Para de decir su nombre», pensó

Rhys con los puños apretados.—Casarme con ella —respondió.—¿Incluso ahora? Madre mía. ¡Qué

buena camada de mestizos criaréis! —dijo, divertido—. Y mis nietosheredarán tu fortuna.

Cuando llegaron a los pies de unpuente peatonal, Rhys lo cogió por las

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solapas de la chaqueta y lo empujócontra los postes de sujeción.

Vance lo miró con los ojosdesorbitados y la cara colorada. Sujetóla muñeca de Rhys para intentarrespirar.

—Cuando era un muchacho, mi padreme enviaba por las tardes a trabajarpara el carnicero, que se habíalastimado la mano y necesitaba ayudapara descuartizar las reses pequeñas —explicó Rhys en voz baja tras acercarsemás al hombre—. La mayoría de gentesiente una aversión natural por estetrabajo. Al principio se te revuelve elestómago. Pero pronto aprendí a cortarun cerdo por la columna, a separar el

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costillar de una oveja o a partir laquijada de una ternera para quitarle lalengua sin que me afectara. —Hizo unapausa—. Si intentas volver acomunicarte con mi esposa, te cortarécomo si fueras un cuarto de cordero. Mellevará diez minutos y estarássuplicando que te mate antes de que hayaacabado. —Aflojó la mano y lo soltócon un ligero empujón.

Vance se alisó el abrigo y le dirigióuna mirada hostil, despectiva.

—¿Crees que te tengo miedo?—Pues deberías. De hecho, deberías

irte de Inglaterra. Para siempre.—Soy el heredero de un condado,

canalla de baja ralea. Estás loco si crees

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que puedes intimidarme para que vivaen el exilio.

—Estupendo. Preferiría que tequedaras.

—Sí, para poder tener el placer dedescuartizarme como a un cordero, porlo que he entendido —repuso Vance consarcasmo.

—¿Ah, pero de veras lo hasentendido? —Rhys le dirigió una miradaasesina—. Te has pasado añosproclamando a los cuatro vientos lomucho que detestas a los galeses. Lopoco civilizados, lo brutales, lo salvajesque somos... No sabes de la misa lamitad. Nunca he podido olvidar losgritos de Peggy Crewe cuando

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agonizaba durante el parto. Como sialguien usara un sedal para arrancarlelos órganos del cuerpo uno a uno. Un díade estos te haré eso a ti, Vance. Yaveriguaremos si puedes gritar másfuerte que ella aún.

Al oír la despiadada sinceridad en lavoz de Rhys, la sonrisa altanera deVance se desvaneció. Finalmente adoptóuna expresión de auténtico miedo: ojosconcentrados y minúsculos espasmos delos tensos músculos faciales.

—Vete de Inglaterra —le advirtióRhys en voz baja—. O tu vida será muycorta.

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33 Tras intercambiar unas palabras con

Ransom, que lo había aguardado junto alcarruaje, Rhys subió al vehículo y diounos golpecitos en el techo a modo deseñal para el cochero. Se sentó al ladode Helen, que se había recostado en elrincón con la niña en el regazo. Ibainusitadamente desaliñada, con el pelo

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alborotado, y se la veía aturdida y tensa.—¿Te fue bien lo que tenías que

hacer? —preguntó tímidamente.—Sí. —Le acarició la suave mejilla,

mirándola a los ojos—. Ahora relájate—murmuró—. Conmigo estás a salvo.No volverá a molestarte.

Mientras le sostenía la mirada, Helendejó de fruncir el ceño y soltó un largosuspiro. Su ansiedad se convirtió encerteza sosegada.

—¿Dónde nos llevas? —quiso sabercuando el carruaje salió de la estación yenfiló Waterloo Road.

—¿Dónde te gustaría ir?—Me da igual siempre que sea

contigo.

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Complacido por la respuesta, Rhys larecompensó con un beso, y notó que laniña se movía entre ellos.

Se echó hacia atrás para contemplarbien por primera vez a la pequeña, quehabía prometido criar como si fuerapropia. Guardaba un enorme parecidocon Helen, con aquellos inocentes ojosredondos y aquel cabello entre dorado yplateado. Le divirtió ver que abrazaba aHelen posesivamente mientras lo mirabade reojo. La maniobra le descolocó elsombrero, que le resbaló de la cabeza ydejó al descubierto una mata de rizosque parecían cortados burdamente conunas tijeras de podar.

—Iremos a Cork Street y pasaremos el

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resto del día en casa —anunció Rhys,prestando de nuevo su atención a Helen—. Haré los preparativos para salir estamisma noche en un tren especial hacia elnorte de Gales.

—¿Vamos a fugarnos?—Sí, velar por ti es un trabajo a

tiempo completo. O me caso contigo y tetengo segura a mi lado o contrato a unacuadrilla de hombres para que te sigan atodas partes. —Tendió un brazo a lolargo del respaldo del carruaje y jugócon un mechón de ella que se le habíasoltado y le colgaba sobre la oreja—.Puedes escribir una nota a lady Berwicky a las gemelas para informarles de losucedido. —Esbozó una sonrisa triste—.

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Y, ya puesta, escribe a Trenear y suesposa, y procura explicar las cosas demodo que no descarguen su ira en mícual cólera divina.

—Lo comprenderán —aseguró Helen,y rozó la mano de Rhys con la mejilla.

Él la habría besado otra vez, pero laniña se había vuelto en el regazo deHelen y lo observaba con curiosidad.

—¿Quién es?—Pues... pronto será mi marido.Consciente de la mirada atenta de la

pequeña, Rhys se metió la mano en lachaqueta y sacó una lata de bolitas dementa. Se metió una en la boca y alargóla lata abierta hacia ella.

—¿Quieres una golosina, bychan?

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Con cautela, la niña adelantó la manoy cogió una. Cuando mordisqueó labolita de menta, su rostro reflejósorpresa y placer.

Rhys se fijó entonces en la suciedadque tenía bajo las uñas y en el atisbo demugre que se le vislumbraba en la orejay el pliegue del cuello.

—¿Por qué no se le ha dado un baño afondo? —preguntó a Helen.

—Un castigo del orfanato la ha vueltoalgo... reacia —respondió esta en vozbaja.

—Wfft —soltó Rhys, preguntándosecon el ceño fruncido qué habrían hechopara que una niña pequeña tuvieramiedo de darse un baño.

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Unos segundos después, oyó unarespuesta:

—Wfft.Bajó los ojos hacia la pequeña, que lo

había imitado a la perfección.—¿Habéis probado hacerlo con

burbujas? —inquirió con una mueca.—¿Burbujas?—Sí, un baño cubierto de espuma

para jugar.—No me gustan los baños. —Charity

habló con él por primera vez.—¿Ni siquiera uno calentito? —Le

dirigió una mirada de complicidad.—No.—¿Prefieres oler como una flor o

como una oveja?

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—Como una oveja —fue la respuesta.—¿Quieres una pipa de juguete para

hacer grandes pompas de jabón queflotan en el aire? —preguntó Rhys,recurriendo al soborno tras contener unasonrisa.

Charity asintió mientras mordisqueabael último trocito de la bolita de menta.

—Muy bien. Podrás tener una si tesientas en una bañera con agua y jabónespumoso.

—Nada de agua —contestó, no sinantes terminarse la golosina.

—Bueno, solo con un poquito de agua,bychan —intentó convencerla—. Nopuedes hacer pompas sin ella. —Lemostró un espacio de unos cinco

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centímetros, con una mano suspendidaencima de la otra—. Solo esta.

La pequeña se lo quedó mirandopensativa. Después, tendió despacio lasmanitas hacia las suyas y se las juntó unpoco.

—Eres una negociadora nata, ¿eh? —comentó él con una carcajada.

Durante este intercambio, Helen losmiraba embelesada.

Para sorpresa de Rhys, Charity seincorporó en el regazo de Helen yempezó a acercarse a él con precaución.Él permaneció quieto y relajado.

—No serás carterista, ¿no? —preguntó con ligera preocupaciónmientras ella buscaba algo debajo de su

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abrigo. Al percatarse de que no iba adetenerla, la chiquilla empezó a hurgarleen los bolsillos. En cuanto encontró lalata con las bolitas de menta, la sacó—.Solo una más de momento —le advirtióRhys—. Demasiadas golosinas te darándolor de muelas. —La niña tomó unabolita blanca, cerró la lata y se ladevolvió con movimientos precisos.

Rhys examinó entonces a aquellapersonita que iba a provocar cambiostan importantes en su vida. Charity. Elnombre no era lo que se dice fácil depronunciar para un galés. Además, losnombres propios basados en virtudescomo la caridad o la paciencia solíanponerse tan a menudo en asilos de

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pobres y orfanatos que habían empezadoa tener la connotación de pertenecer auna institución. Una niña de una familiaacomodada podía librarse del estigma,pero para una verdadera huérfana seríaun recordatorio permanente de susorígenes.

Ninguna hija de un miembro de lafamilia Winterborne tendría un nombrepensado para humillarla.

—Charity no es un nombre quepongamos normalmente a las niñas enGales —dijo—. Me gustaría llamartealgo que suene parecido.

La niña lo miró, expectante.—Carys —dijo—. Significa pequeña

amada. ¿Te gusta?

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La niña asintió, y lo pilló por sorpresaal sentarse en su regazo. No pesaba másque un gato. Confuso y desconcertadopor lo rápido que lo había aceptado,Rhys la acomodó bien.

—Carys Winterborne. Es un bonitonombre, ¿no os parece? —Miró a Heleny vio que le brillaban los ojos—.Podemos llamarla como tú...

—Es precioso —aseguró esta,sonriendo de oreja a oreja—. Precioso.—Tendió la mano para acariciar la carade Rhys y se arrimó a su costado.

Durante el resto de trayecto a casa,ambas se apoyaron en él, y eso le hizosentir bien.

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34 —Fernsby, me fugo con mi prometida.Tras instalar a Helen y Carys en su

casa, Rhys había ido sin demora a sudespacho y había llamado a susecretaria para una reunión de urgencia.

La afirmación fue acogida con unaimpresionante sangre fría: la únicareacción que tuvo la señora Fernsby fue

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ajustarse las gafas.—¿Dónde y cuándo, señor?—Al norte de Gales. Esta noche.Y todavía le parecía demasiado tarde.

Ahora que tenía al alcance de la manocasarse con Helen, estaba ansioso dehacerlo realidad. Se sentía terriblementeatolondrado, como si estuviera a puntode hacer una estupidez.

Aquella sensación le recordó la tarde,a finales del verano anterior, en quehabía estado bebiendo con Tom Severiny algunos de sus cohortes en un bar.Habían observado unas abejas que sehabían colado por una ventana y sehabían instalado en un vaso abandonadoque contenía unas gotas de ron. Las

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abejas habían succionado el ron yhabían acabado perceptiblemente ebrias,por lo que habían intentado irse volandodescribiendo trayectorias absurdas, sinrumbo, mientras que una simplemente sehabía caído boca arriba en el fondo delvaso. A Rhys y los demás les habíaparecido divertidísimo, especialmenteporque ellos habían estado bebiendomucho y se habían puesto hasta las cejasde alcohol.

Ahora Rhys sentía más compasión porlas abejas, porque sabía exactamentecómo se habían sentido. Esto era lo queel amor hacía a un hombre, lo convertíaen una abeja medio incapacitada quevolaba en círculos.

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—Si tiene intención de conseguir unalicencia especial para casarse —dijo laseñora Fernsby—, podría haber unproblema.

Él la interrogó con la mirada.—Hasta donde sé —prosiguió ella—,

el arzobispo solo concede licenciasespeciales a miembros de la nobleza porderecho propio, miembros delParlamento, consejeros del monarca yjueces. No estoy segura de que ladyHelen tenga derecho puesto que el suyoes solo un título de cortesía. Intentaréaveriguarlo.

—Pida al arzobispo que haga unaexcepción si es necesario. Recuérdeleque me debe un favor.

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—¿Qué favor?—Él sabe cuál —aseguró Rhys. Lleno

de vigor, empezó a pasearse alrededorde la mesa—. Iremos en mi vagónprivado hasta Caernarvon. Reserve unasuite en el Royal Hotel durante unasemana.

—¿Querrá que Quincy viaje conustedes?

—Sí, y busque una doncella que nosacompañe.

—Señor Winterborne, no se puedeencontrar una doncella así como así —dijo Fernsby, que ahora sí parecióinquieta—. Hay que seguir un proceso:poner anuncios en el periódico,entrevistar a las candidatas, confirmar

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las recomendaciones...—Fernsby, entre los centenares de

mujeres que tengo contratadas, ¿nopuede encontrar una que pueda peinar elpelo de una dama y abrocharle elvestido?

—Creo que el trabajo consiste en algomás, señor —afirmó secamente—. Peroencontraré a alguien.

—Y ya puesta, contrate a una niñeratambién.

—Una niñera también —repitió laseñora Fernsby, desconcertada tras dejarde anotar.

—Sí, vamos a llevar a nuestra niña decuatro años con nosotros. Además,necesitará ropa y juguetes. Encargue este

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asunto a una de las dependientas.—Entendido.—Y lady Helen necesitará algunas

prendas nuevas. Pida a la señoraAllenby que se ocupe de ello. Dígaleque no quiero ver a lady Helen de negro.—Repiqueteó la mesa con los dedos ydijo, pensativo—: Supongo que unvestido de novia sería demasiadopedir...

—Señor Winterborne, ¿de verdadespera que todo esto esté listo estanoche?

—Tiene la mayor parte del día parahacerlo, siempre y cuando no seentretenga durante el almuerzo. —Cuando Fernsby empezó a quejarse,

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añadió—: Ya me encargaré yo de lospreparativos del tren especial.

—¿Y todo lo demás? —dijo mientrasRhys salía raudamente del despacho—.¿Y las flores? ¿Y la tarta? ¿Y...?

—¡No me importune con los detalles!—le respondió él sin detenerse—.Hágalo.

—De modo que volvemos a ser

amigos —dijo, satisfecho, Tom Severin,estirando las piernas para apoyarlas enel gran escritorio de bronce de sudespacho de la cuarta planta.

—Solo porque quiero algo —replicóRhys—. No porque te aprecie.

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—Mis amigos no tienen por quéapreciarme. De hecho, prefiero que nolo hagan.

—La amistad depende de si puedes ono hacerme el favor —le recordó Rhys,conteniendo una sonrisa para mantenerseserio.

—Un momento. —Severin levantó unamano y alzó la voz—. ¡Barnaby! ¿Dóndeestá la información que le pedí?

—Aquí la tiene, señor. —Elsecretario de Severin, un individuofornido con la ropa desaliñada y un peloque le crecía formando una maraña derizos, entró presuroso en el despachocon un fajo de documentos que dejó enla mesa—. Hasta el momento he

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encontrado cuatro estaciones privadas,señor. Y estoy esperando confirmaciónsobre la quinta.

Cuando el secretario se hubomarchado tan deprisa como habíaentrado, Severin revisó los papeles.

—Esta —dijo, pasando la hoja a Rhys—. Una pequeña estación privada conuna línea que la une a la ruta de la GreatWestern. Podemos hacer circular un trenespecial desde aquí hasta Caernarvon.El edificio de la estación, de dosplantas, dispone de un salón donde sepuede estar antes de las salidas. Singente, sin billetes, sin esperas. Midirector general se encargarápersonalmente de que tu vagón privado

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sea enganchado a nuestro mejor materialrodante, incluido una locomotora nuevay un vagón de pasajeros adicional concompartimentos para los criados.

—Es del todo imposible que ningúnotro hombre en Inglaterra pudieraproporcionar todo esto con tan pocaantelación —sonrió Rhys al echar unvistazo al documento.

—Otros dos hombres en Inglaterrapodrían hacerlo —lo contradijo Severincon modestia—. Pero no te lo ofreceríancomo regalo de boda, como yo.

—Gracias, Tom.Severin tendió la mano para recuperar

la hoja, y Rhys se la dio.—Barnaby —llamó, y el secretario

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volvió a entrar de inmediato. Severin leentregó el papel—. Esta estaciónservirá. Tiene que estar todo listo estanoche. Asegúrese de que se abastece dehielo y agua fresca el vagón privado deWinterborne una vez lo hayan traído.

—Sí, señor —asintió Barnaby y saliópitando.

—¿Vamos a almorzar algo? ¿Otomamos por lo menos un whisky aquí?—preguntó Severin.

Rhys negó con la cabeza.—Tengo demasiadas cosas que hacer.

Podemos vernos cuando regrese deGales —dijo, y pensó que entonces yaestaría casado. Helen estaría todas lasnoches en su cama y desayunaría con él

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todas las mañanas. Por un momento, sequedó absorto, soñando despierto,imaginando lo que sería su vidacotidiana con ella, la multitud depequeños placeres que no tendría quedar nunca por sentados.

—Naturalmente. —Los ojos verdeazulados de Severin reflejaban simpatíay curiosidad. La luz le iluminaba la carade tal modo que le acentuaba el tonoverde del ojo derecho—. Cuesta unpoco acostumbrarse a tanta sonrisa ytanto buen humor —comentó—. Nuncafuiste demasiado alegre.

—No estoy alegre, estoy...entusiasmado.

Severin sonrió cuando se levantaron

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para estrecharse la mano.—Debe de ser satisfactorio sentirse

así —dijo, pensativo. Cuando volvió a los almacenes

Winterborne, Rhys vio que la mayoríade su personal ejecutivo corría de unlado para otro a un ritmo frenético queno tenía nada que envidiar al deBarnaby. Las dependientas y lasayudantes de modista llevaban montonesde cajas blancas y de prendas de vestir asu despacho, donde su secretaria dedirección, la señorita Edevane, estabaelaborando listas de equipajes. Estabanlogrando hacer lo que había instruido,

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observó satisfecho. Decidió buscar aFernsby y preguntarle por sus progresos.

Al acercarse a su mesa, se vioobligado a seguir al doctor Havelock,que llevaba una bandeja con platoscubiertos con tapas plateadas, un vasode limonada con hielo y un pequeñoflorero que contenía un perfectopimpollo de rosa medio abierto.

—¿Havelock?La cabeza leonina del hombre mayor

se volvió para mirarlo.—Winterborne —dijo con

brusquedad.—¿Para quién es eso? —preguntó

Rhys.—Para usted, no. —Havelock llegó a

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la mesa de Fernsby y depositó labandeja en ella—. Me he enterado de laactividad febril que ha ordenado aquíarriba, lo que ha obligado a todo supersonal de oficina y a tres seccionesmás a trabajar como esclavos. A todamáquina, como siempre. ¿Por qué tieneusted que fugarse con tanta prisa?

—Las fugas no suelen distinguirse porsu lentitud —señaló Rhys.

—¿Hay padres al acecho? ¿Unenamorado rival decidido a impedir laboda? ¡No! ¡Solo un novio impacienteque no quiere esperar lo suficiente paraque su abnegada secretaria tenga tiempopara almorzar!

Justo entonces, la señora Fernsby

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llegó a su mesa.—Hemos encontrado una doncella

temporal, señor Winterborne —dijo alver a Rhys—. Se trata de una de lasayudantes de la señora Allenby en lasección de corte y confección. La señoraAllenby está arreglando dos vestidosterminados que había encargado unaclienta cuyas medidas son parecidas alas de lady Helen; la clienta ha accedidosi los sustituimos por vestidos gratuitosde un diseño más costoso. En cuanto a laniñera, la señorita Edevane tiene unahermana menor que estaría encantada deacompañarlos a usted y lady Helen paracuidar de la... —Se le apagó la voz alfijarse en el doctor—. Havelock, ¿ha

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ocurrido algo?—No, señora Fernsby, pero podría

pasar algo si no se alimenta como esdebido, especialmente al ritmodemencial que ha imprimidoWinterborne. —La condujo hasta lamesa y la apremió a sentarse.

—¿Me ha traído el almuerzo? —preguntó ella, asombrada, tomando laservilleta de lino de la bandeja yponiéndosela en el regazo.

—Por supuesto. —Havelock observódisimuladamente su reacción y los ojosle brillaron triunfales al ver lo contentaque estaba. Enseguida ocultó susatisfacción con otro arranque deindignación contra Rhys—. Si fuera por

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Winterborne, pronto la llevarían a miconsulta aquejada de agotamientonervioso y desnutrición. Y ya tengosuficientes pacientes a los que atender—soltó mientras quitaba las tapasplateadas y giraba el pimpollo de rosapara que luciera lo máximo posible.

—Tengo bastante apetito —dijo muyrefinadamente la señora Fernsby, comosi apenas tuviera fuerzas para levantar eltenedor—. ¿Me hará compañía, doctorHavelock?

—Supongo que debo hacerlo paraasegurarme de que Winterborne leconcede quince minutos de descanso —respondió entusiasmado.

—Muy bien, Fernsby. Puede comer —

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soltó Rhys, procurando mostrarsereticente—. Pero solo porque Havelockinsiste en ello. —Antes de marcharse,vio que a su secretaria le centelleabanlos ojos.

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35 El vagón privado de Rhys constaba de

dos secciones largas con un fuellecubierto entre ambas. Estabamagníficamente amueblado con lujosasbutacas tapizadas en seda afelpada colorbronce, y tenía el suelo alfombrado deterciopelo. Había un salón con ampliasventanillas panorámicas, y un comedor

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con una mesa extensible de nogal. Rhysy Helen dormirían en una gran suitesituada en la primera sección, mientrasque Charity o, mejor dicho, Carys, comose recordó Helen, ocuparía uno de losdos compartimentos, más pequeños, dela segunda sección, junto con su niñera.

Al principio, le había preocupado queCarys pudiera mostrarse inquieta aldormir separada de ella en el tren. Sinembargo, la pequeña se habíaencariñado de inmediato con AnnaEdevane, la hermana menor de lasecretaria de dirección de Rhys. Annaera bonita y vivaracha, y habíaadquirido experiencia al criar a suscuatro hermanos menores. En cuanto

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subieron al tren, llevó a Carys a sucompartimento, donde la aguardaba unacolección de juguetes y libros nuevos.Anonadada ante tantas cosas, queincluían una muñeca de porcelana con unvestido de seda lila y un juego del arcade Noé, la niña no parecía saber quéhacer con ellas. Se sentó en el suelo ytocó con cuidado los animalitos talladosy pintados como si temiera que fueran aromperse.

Ahora que Carys había tomado unbaño como era debido, gracias a que lasugerencia de Rhys de añadirle espumahabía funcionado a la perfección, estabalimpia y olía deliciosamente. Llevaba unvestido rosa con la falda plisada y una

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escarapela en cada tabla.—Son las once —indicó Helen a

Anna—. Carys tiene que acostarsepronto; ha sido un día muy largo y soloha hecho una breve siesta.

—No quiero —protestó la niña.—Le leeré un cuento para que se

duerma —sugirió Anna—. Según me handicho, hay uno que le gusta mucho. Creoque era... Caperucita Roja.

—Ricitos de Oro y los tres osos —lacorrigió Carys desde el suelo.

—O puede que fuera El enanosaltarín —prosiguió Anna, que fingió nohaberla oído.

—Ricitos de Oro y los tres osos —repitió la niña ya de pie, tirándole de la

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falda.—¿Los tres cerditos y quién? —Anna

levantó a la pequeña del suelo y cayócon ella hacia la cama.

—He dicho osos. ¡Osos! —soltóCarys entre risitas.

A Helen, su risa le pareció máshermosa que cualquier música.

El resto de la comitiva deWinterborne, incluida la doncella,Quincy, un lacayo y una cocinera, sealojaban hacia la parte posterior del trenprivado, en los vagones espléndidos queel señor Severin había proporcionadopara la ocasión.

—¡Me alegro mucho de que hayasreanudado tu amistad con el señor

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Severin! —exclamó Helen mientrasrecorría sus compartimentos privados yse detenía para admirar un apliquedorado. Parafraseó un conocido poema—: «El perdón es una virtud quesiempre obtiene recompensa.»

—Sí —contestó Rhys con sequedad—, como una locomotora gratis, porejemplo.

—Esta no ha sido la única razón porla que le perdonaste.

—Cariad —dijo mientras tiraba deella hacia él para besarle el cuello—,¿estás intentando convencerte de que soyun hombre de honor oculto y virtudessecretas? Pronto te haré cambiar deopinión.

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Helen se movió a modo de protestacuando él le puso pícaramente la manoen la parte posterior de la falda. Llevabaun vestido de viaje confeccionado, quele quedaba estupendamente después deque una ayudante de la señora Allenbyle hubiera hecho unos pequeñosretoques. Era un modelo sencillo deseda y cachemir azul cieloelegantemente entallado en la cintura.No incluía polisón, y la falda iba bienrecogida detrás para insinuar la formade su cuerpo. La falda caía formandobonitos pliegues, con un gran lazodecorativo en la parte superior deltrasero. Para su desconcierto, Rhys nodejaba quieto el lazo. Lo tenía realmente

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fascinado. Cada vez que ella se volvía,notaba que jugueteaba con él.

—Para, Rhys.—No puedo evitarlo. Me llama.—Ya has visto lazos en vestidos.—Pero no ahí. Y no en un vestido

tuyo. —La soltó a regañadientes yconsultó su reloj de bolsillo—. El trenya tendría que haber salido. Llevamoscinco minutos de retraso.

—¿A qué viene tanta prisa? —seextrañó Helen.

—La cama —fue la sucinta respuesta.—Tenemos por delante toda una vida

de noches juntos —dijo Helen,sonriente. Se puso de puntillas y le dioun beso rápido en la mejilla.

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—Sí, y ya nos hemos perdidodemasiadas.

Helen se volvió y se agachó pararecoger la maleta, que estaba en elsuelo. Y, al hacerlo, oyó el ruido de latela al rasgarse.

Antes siquiera de enderezarse yvolverse para mirarse la parte posteriorde la falda, ya sabía qué había ocurrido.El lazo colgaba inmóvil con la mitad dela costura arrancada.

—No sabía que ibas a agacharte —seexcusó Rhys, avergonzado como un críopillado robando una manzana al ver queella lo miraba indignada.

—¿Qué le voy a decir a mi doncellacuando vea esto?

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—¿Cáspita? —sugirió él trasreflexionar un momento.

A Helen le temblaron los labios de lagracia.

Un silbato señaló la salida inminentecon dos breves pitidos, y enseguidaestuvieron en marcha. La locomotoraavanzaba a un ritmo más lento que losexpresos que Helen había tomado desdey hasta Hampshire, y el viaje fue mássuave, con leves vibraciones en lugar desacudidas. A medida que el tren sealejaba de las luces, los edificios y lascalles y se sumía en la oscuridadnocturna, sus pasajeros empezaron aretirarse después de un día inusualmentelargo y agotador para todos.

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Rhys salió al pasillo mientras ladoncella ayudaba a Helen a prepararsepara acostarse.

—Se me soltó el lazo del vestido —comentó Helen cuando le recogía laropa—. Me lo pillé en algo. —No lepareció necesario explicar que aquel«algo» habían sido unos insistentesdedos masculinos.

—Mañana volveré a cosérselo,milady.

Y la doncella le proporcionó uncamisón nuevo para ponerse.

—¿Es todo lo que hay? —preguntóHelen al ver la tela fina y sedosa quetenía en las manos.

—Sí, milady —dijo la muchacha—.

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La señora Allenby lo eligió para usted.¿Le gusta?

—Oh, es... precioso. —Lo levantópara mirarlo a la luz de la lámpara y vioque la seda blanca se transparentaba. Laprenda, corta y escotada, le cubriría tanpoco que no cumpliría en absoluto lasfunciones de un camisón. Ruborizada, selo pasó por la cabeza y contuvo elaliento cuando notó la frialdad de laseda sobre la piel.

—¿Necesita ayuda, milady?—No, gracias —se apresuró a

responder. Estaba prácticamente mediodesnuda—. Ya me retiro. Buenas noches.

Se metió en la cama y se tapó con lassuaves sábanas de lino y la manta,

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suspirando de comodidad. Tenía elcuerpo agotado, y la ligera oscilacióndel tren era relajante. Descansó así, conlos ojos medio cerrados.

La puerta plegable se descorrió y unafigura esbelta y oscura cruzó su campode visión. Se tumbó boca arriba con unbrazo situado por encima de la cabeza.

Rhys se situó sobre ella, quitándosedespacio la camisa, y la tenue luz mostróel marcado contorno de su musculosotorso. Apartó las sábanas y la observócon lascivia. Empezó a acariciarla,recorriéndole la delicada seda con lapunta de un dedo.

—Preciosa mía —dijo con voz ronca.Apagó la lámpara y le quitó

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lentamente el camisón. Hubomovimientos en la penumbra, y ella notóunos roces cariñosos... y la calidezhúmeda de los labios de Rhys, que leacarició con la punta de la lengua sitiosque la hicieron temblar. Jugueteó con elvello de su entrepierna, y la excitó yacarició con los dedos y la lengua.Sintió su respiración en ellos hasta quese olvidó de todo recato y separó máslos muslos. Oyó la risa de Rhys, querespondió a su lujuriosa invitación conun lametón arremolinado.

Helen gimió y hundió las manos en elpelo sedoso de Rhys. Él la tocójuguetón, siguiendo con los dedos rutassensibles por su piel. Tras sujetarle un

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pezón entre el índice y el pulgar, se lopellizcó suavemente al mismo ritmo conque le movía electrizantemente la bocaentre los muslos.

Cuando ya no pudo esperar más, sesituó sobre ella y la penetró,introduciéndole profunda ydeliciosamente el ardiente miembro. Elvaivén del tren balanceaba sus cuerposde forma exquisita, un movimiento suaveque excitaba los sentidos a Helen. Susmúsculos internos empezaron acontraerse, y él siguió aquel ritmosecreto, atento a todas sus urgencias.Ella buscó a ciegas la boca de Rhys, y élse la entregó. Estaba dentro de ella, demodo que le acariciaba el cuerpo por

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dentro y por fuera, inundándola deplacer. Llegado el último momento,Rhys levantó las caderas, tanto que casidejó de sentirlo sobre ella.

—Ahora... —susurró Helen,estremeciéndose, mientras le bajaba unamano por la espalda—. Dame tusimiente...

Y Rhys lo hizo con un fuerte empujón,gimiendo, llenándola con su calor,sujetándola como si nunca fuera asoltarla.

El Royal Hotel era un majestuoso

edificio georgiano de tres plantas enCaernarvon. Rhys había querido llevar a

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Helen a aquella ciudad costera del nortede Gales en parte porque estaba cercade Llanberis, su población natal, perosobre todo porque creía que a ella legustaría lo romántica que era. Los mitosy los cuentos de hadas surgíannaturalmente en aquel lugar, con susruinas pintorescas, sus profundos vallesverdes y cascadas, charcas y lagosabundantes. Siempre podían verse lospicos recortados de Snowdon, unamontaña de la que se decía que si unhombre la subía, bajaba loco oconvertido en poeta.

Gracias a la habilidosa planificaciónde la señora Fernsby el viaje había idoperfectamente hasta entonces. A su

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llegada, los empleados del hotel loscondujeron a una espaciosa suite, conotra contigua para Carys y su niñera.También llevaron a los criados a suselegantes habitaciones, y todos parecíanmuy contentos.

El pastor de una iglesia local habíaconsentido en celebrar la boda en losrestos de una antigua capilla situada enuna colina, a breve distancia del hotel.Unos enormes arreglos florales decolores rosa y blanco habían sidotransportados hasta las ruinas de lacapilla, a la que se accedía por unsendero y un puentecito. Desde lo altode la colina, podía verse el castillo deCaernarvon, la población, la montaña y

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el reluciente azul oscuro del mar deIrlanda.

La mañana después de su llegada, elcielo estaba despejado, algo nadahabitual en aquella época del año. Losasistentes a la boda iban a reunirse en laterraza de piedra situada en la partetrasera del hotel, andar hasta la capilla yregresar para un copioso desayuno.

Vestido con chaqué y corbata clara,Rhys aguardaba solo en el invernaderoanexo a la planta baja del hotel. Helen yél habían acordado encontrarse allíantes de reunirse con los demás.Mientras reprimía el impulso de echarun vistazo a su reloj de bolsillo, pensóque habría pagado con gusto diez mil

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libras para que ya hubiera pasado lasiguiente hora y que Helen fuera suesposa.

Un frufrú sedoso le llegó desde atrás.Se volvió y vio a Helen con un

vestido formado por capas finas yrelucientes de seda blanca con puntilla.La prenda se ajustaba perfectamente a suestilizada figura, con la falda recogidahacia atrás para realzarle las caderas ycaerle con elegancia por detrás. Levantóla parte inferior de un vaporoso veloblanco cosido con encaje y aljófares, selo apartó de la cara y le sonrió. Subelleza era sobrenatural, tan suave ydelicada como el atisbo de un arcoíris através de la neblina matinal. A él se le

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secó la boca y se llevó una mano sobreel corazón, que no dejaba demartillearle, para evitar que se le salieradel pecho.

—No sabía que te habían conseguidoun vestido de novia —logró decir.

—De algún modo la señora Allenbyobró un milagro. Cuando volvamos,tendré que preguntarle cómo lo hizo.

—Eres tan hermosa que yo... —Se leapagó la voz al mirarla—. ¿Eresrealmente mía?

—En todos los sentidos salvo en ellegal —respondió Helen, y se acercósonriente.

—Pronto nos encargaremos de ello —murmuró Rhys e hizo ademán de

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abrazarla.Pero ella asintió con la cabeza y le

selló los labios con el dedo índice.—No hasta después de haber

pronunciado nuestros votos —dijo, conlos ojos destellantes—. Quiero que elpróximo beso me lo dé mi marido.

—Que Dios me ayude —repuso Rhys,emocionado—, ningún hombre hadeseado tanto como yo que su boda hayaterminado.

—Y hablando de la boda..., ¿has vistoel gentío que hay fuera del hotel? —Lasonrisa de Helen se había vueltocompungida.

Rhys asintió con la cabeza con el ceñoligeramente fruncido.

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—Me temo que tendremos máscompañía de la que habíamos previsto.Cuando los huéspedes del hotel yalgunos residentes se enteraron de queRhys Winterborne había venido aquí acasarse, se invitaron ellos mismos aacompañarnos a la capilla. Según medijeron, en el norte de Gales es tradiciónque todos los vecinos asistan a unaboda. No podremos librarnos de ellos—gimió—. Lo siento. ¿Te importa,cariad?

—Claro que no. Me encantará ver atoda esa gente contemplándote con temorreverencial.

—No me contemplarán a mí —leaseguró Rhys, que se metió la mano en

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el bolsillo, sacó una piedra lisa y blancay se la mostró en la palma de la mano.

—¿La piedra nupcial? —sonrióHelen.

—Carys la encontró ayer cuandosalimos a pasear.

—Es perfecta. ¿Dónde la tiraremosuna vez nos hayamos casado?

—Dejaré que eso lo decidas tú —respondió Rhys, guardándose de nuevola piedra en el bolsillo—. El mar deIrlanda está en esta dirección... —comentó a la vez que se la indicaba—.El estrecho de Menai está por allí... opuedo llevarte a varios lagos galesesque están muy bien. Conozco uno delque se afirma que es el paradero final de

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Excalibur.A Helen le brillaron los ojos. Pero,

acto seguido, se le ocurrió algo que ladesconcertó.

—Acabo de darme cuenta de que nohay nadie para que me conduzca al altar.

Rhys bajó la cabeza hasta que susfrentes estuvieron en contacto.

—Mi vida, no necesitas que ningúnhombre te conduzca al altar —dijo,perdiéndose en el brillo de los ojos deHelen—. Ven hasta mí por voluntadpropia. Ámame por ser como soy y yo teamaré por ser como eres... y nuestraunión durará hasta que las estrellasdejen de refulgir.

—Puedo hacerlo —susurró Helen.

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Rhys se separó despacio de ella y lesonrió.

—Vamos, pues, cariad. Tenemos queencargarnos de una boda. Un hombre nopuede esperar eternamente para recibirun beso de su esposa.

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Epílogo Ocho meses después —... y Pandora aseguró que si su

juego es un éxito, no participará enningún evento de la temporadalondinense —comentó Helen mientraspolinizaba hábilmente flores de vainilla—. Dijo a lady Berwick que no tiene

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ninguna intención de dejarse llevar debaile en baile como si fuera una ovejadescarriada.

Rhys sonrió mientras la observabaociosamente con la espalda apoyada enuna columna de ladrillos. Estabaguapísimo, y su presencia resultabainapropiadamente masculina entre lashileras de orquídeas.

—¿Cómo reaccionó lady Berwick?—Se indignó, por supuesto. Pero antes

de que pudieran empezar otra pelea, elprimo Devon señaló que hasta ahoraPandora solo ha presentado la solicitudde la patente, y que seguramente latemporada habrá empezado antes de quesepamos si se la han aceptado. Así pues,

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es posible que Pandora vaya a unoscuantos bailes y cenas, aunque solo seapara hacer compañía a Cassandra.

—Trenear tiene razón. Poner encirculación un juego de tablero conllevamucho más que solicitar una patente yllevar el diseño al impresor. Si Pandorase toma esta iniciativa en serio, tardaráun año por lo menos antes de quepodamos ofrecer el producto en nuestrosmostradores.

—Oh, Pandora se la toma muy enserio —aseguró Helen con ironía.

Acababa de regresar con Carys de unavisita matinal a la Casa Ravenel. Habíanido a ver el hijo recién nacido deKathleen, William, sano y hermoso. A

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Carys le había fascinado el bebé de dossemanas y se había pasado variosminutos babeando con él hasta quePandora la había engatusado para que laayudara a probar el prototipo de sujuego de compras, llamado «Frenesí». Ala niña le había encantado. Se trataba deque los jugadores movieran las fichaspor un circuito formado por las distintassecciones de unos grandes almacenes yacumularan tarjetas con artículos por elcamino. Ante la insistencia de Pandora,el juego no enseñaba valores morales nilecciones: estaba diseñado solamentepara ser divertido.

—Tengo la sensación de que el juegode Pandora va a venderse muy bien —

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dijo Helen, pensativa—. Lady Berwicky Carys se lo han pasado muy bienjugando esta mañana. Al parecer, aambas les encanta ir acumulando todasesas tarjetas de artículos tan bonitas: elparaguas, los zapatos y demás.

—A la gente le gusta consumir —respondió Rhys con naturalidad—. Sí, eljuego se venderá.

—¿Mucho? —Helen usó un palillopara transferir polen al estigma de unaflor.

—No soy oráculo, cariad —respondió él tras soltar una carcajada.

—Sí que lo eres. Tú sabes de estascosas. —Cuando terminó la última florde vainilla, dejó el palillo y se volvió

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para mirarlo, expectante.—Ganará una fortuna —aseguró Rhys

—. Es un mercado sin explotar, elproducto puede producirse en serie conimpresión litográfica y, como tú mismaacabas de comentar, el juego tienemucho gancho.

Helen sonrió, aunque en el fondoestaba preocupada. Quería que eltrabajo y el talento de su hermana menorobtuvieran recompensa. Sin embargo, leinquietaba que, en su afán por serautosuficiente e independiente, Pandoraparecía decidida a no dar a ningúnhombre la oportunidad de amarla. ¿Porqué era tan reticente a compartir la vidacon otra persona?

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—Espero que eso la haga feliz —dijo.Rhys descruzó los brazos y se acercó

despacio a ella. La luz cálida deseptiembre, del color de los limonesmaduros, entraba por los cristales delinvernadero y le acariciaba el pelomoreno.

—Te diré, por experiencia, que eléxito hará feliz a Pandora al principio—comentó a la vez que la cogía por lacintura—. Pero al final se sentirá sola yse dará cuenta de que ganar dinero no loes todo en la vida.

—¿Te sentías solo antes deconocerme? —Helen, sonriente, lerodeó el cuello con los brazos.

Su marido la acarició con la mirada.

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—Sí, a muchos hombres les ocurretener que vivir día a día faltándole suotra mitad. —Agachó la cabeza y le rozóvarias veces los labios con los de él,cada vez con más fuerza hasta que elbeso se volvió intenso y anhelante—.Vámonos a la cama —murmuró cuandosus labios se separaron.

—Es la hora del almuerzo —lerecordó Helen, y puso los ojos comoplatos al notar la mano de su marido enel pecho.

—Tú eres mi almuerzo. —Rhysvolvió a besarla, y ella se retorció entresus brazos, riendo sin aliento.

—No puedo... de verdad... Voy atomar el té con Garrett Gibson.

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—Ya tomaste té con ella el otro día —comentó, besándole el cuello—. Yo tenecesito más que ella.

—En realidad no vamos a tomar té. Esdecir, puede que lo tomemos, pero eseno es el motivo principal de mi visita.Verás... —Se detuvo y se ruborizó alproseguir, indecisa—. Tengo... síntomas.

Rhys levantó la cabeza con unabrusquedad sorprendente.

—¿No te encuentras bien, cariad? —preguntó con el ceño fruncido.

—Me encuentro muy bien —respondió Helen, conmovida por supreocupación inmediata, y le acarició lanuca para tranquilizarlo.

Él la examinó con su penetrante

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mirada.—Entonces ¿por qué...? —Se detuvo

como iluminado de repente y empezó aabrir y cerrar la boca como si se lehubiera olvidado hablar.

A Helen le encantó que reaccionaracon tanto pasmo.

—No lo sabremos con certeza hastaque la doctora Gibson lo confirme —explicó, metiendo los dedos entre sucabello negro—. Pero creo que lapróxima primavera la familiaWinterborne tendrá un nuevo miembro.

Rhys la acercó más a él, y se inclinópara hundir la cara en la suave curva delcuello y el hombro de Helen.

—Helen, mi amor... —dijo,

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emocionado—. ¿Qué puedo hacer porti? ¿Qué necesitas? ¿Te conviene estarde pie en este suelo tan duro? Llevascorsé, ¿no apretujará al bebé?

—No tan pronto —respondió ella,divertida a la vez que enternecida y algosorprendida al notar que Rhys temblaba—. No hay que angustiarse. Me ocuparéperfectamente de este nuevo proyecto, telo prometo. El bebé y yo estaremossanos y fuertes.

Rhys se enderezó.—Necesito que me des tu palabra —

dijo con voz ronca—. Porque tú erestodo mi mundo, cariad. Mi corazón sololate para hacerse eco del tuyo.

—No lo dudes ni un momento, mi

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amor. —Se puso de puntillas pararozarle los labios con los suyos—.Después de todo... soy una Winterborne.

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Nota de la autora Mientras me documentaba sobre moda

(siempre una de las partes másdivertidas de escribir novelasrománticas históricas), averigüé que afinales del siglo XIX hubo dos períodosen que el polisón estuvo en boga enInglaterra. En su primera versión, de1870 a 1875, consistía en una bolsa

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inmensa rellena de paja o crin decaballo. Me imagino que sería comollevar un cojín de sofá atado al trasero.Unos años después, el polisóndesapareció y la silueta femenina demoda era esbelta y recta, con faldas muyestrechas. Es el denominado período dela «forma natural», algo que yorebatiría, dado que se seguíanecesitando el corsé para conseguirla.Aun así, seguramente era preferible alregreso del polisón, que se produjo de1883 a 1889, con una forma nueva yexagerada. Aunque este polisón demayores dimensiones estaba pensadopara ser más ligero y comprimible parapermitir a la pobre que lo llevaba

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sentarse en una silla, ¡sigue sin parecernada cómodo!

Las botellas de soda con forma de

torpedo que patentó William Hamiltonen 1809 hacía que tuvieran quealmacenarse obligatoriamente tumbadas,lo que impedía que el tapón de corchose secara. Además, a diferencia de lasbotellas de champán, que solían estarhechas de un cristal de mejor calidad,era muy probable que el cristal baratoque se usaba en las botellas de soda serompiera debido a la presión del líquidocon gas. La estructura en forma detorpedo era más resistente que la botellade base plana.

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Puse Garrett de nombre de pila a la

doctora Gibson en homenaje a ladoctora Elizabeth Garrett Anderson, laprimera mujer que obtuvo la titulaciónde Medicina y Cirugía en Inglaterra. En1873 se incorporó a la AsociaciónMédica Británica, y durante diecinueveaños fue el único miembro femenino deesta asociación, que votó que seimpidiera a otra mujer acceder a estainstitución solo masculina. Finalmente ladoctora Anderson fue elegida alcaldesade Aldeburgh, lo que la convirtió en laprimera mujer en ostentar semejantecargo en Inglaterra.

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A continuación figura un miniglosariode palabras y expresiones galesasutilizadas en este libro.

Bycham: pequeñaCariad: cariño, amor míoAnnwyl: queridaIesu Mawr: Dios míoHwyl fawr am nawr: hasta la vistaDiolch i Dduw: gracias a DiosDw i’n dy garu di: te amoOwain Glyndwˆr: dirigente galés,

figura del nacionalismo galés, y elúltimo que ostentó el título de príncipede Gales. Vivió de 1349 a 1416.

Eistedfodd: fiesta de literatura,música, danza e interpretación galesas.

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Tras leer sobre las bolitas de menta,

tan apreciadas en la época victoriana, nopude encontrarlas a la venta. ¡Cáspita!Sin embargo, mi hija y yo probamosvarias recetas y modificamosligeramente una hasta dar con la versiónmás rica y sencilla. En la mayoría derecetas se utiliza clara de huevo, perologramos mejores resultados (y másseguros) usando merengue en polvo, quepuede adquirirse en cualquier tienda derepostería. La clave es usar un extractode menta de buena calidad; por elmotivo que sea, muchos de losaromatizantes de menta tienen un saboramargo. Además, si no eres demasiado

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aficionada a la menta, puedes sustituirlapor el sabor que más te guste. ¡El devainilla queda delicioso!

Bolitas de menta de Winterborne: Ingredientes1 taza de azúcar glasé1 cucharada de merengue en polvo1 pizca de sal1 cucharadita de extracto de menta (o

más si te gusta con mucho sabor)1 cucharada de leche Pasos1. Mezcla los ingredientes secos y

añade el extracto de menta y la leche.

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Remueve con una cuchara hasta que lamezcla tenga la consistencia de laplastilina. Puede que tengas que añadirun poco de leche si la mezcla estádemasiado seca, pero hazlo en muy pocacantidad cada vez.

2. Forma bolitas del tamaño decanicas con la masa y pásalas una poruna por azúcar glasé. Ponlas a secar ydéjalas endurecer sobre un papelencerado durante quince minutos por lomenos. Llegado este momento, anosotras nos gusta volver a pasarlas porazúcar glasé para conferirles un bonitoaspecto «harinoso», pero no esnecesario.

3. ¡Besa a alguien a quien ames!

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