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1 Author’s Accepted Manuscript (AM) Por favor, citen la versión definitiva, publicada en Journal of Spanish Cultural Studies, 2016, VOL. 17, NO. 2, 177–195. http://dx.doi.org/10.1080/14636204.2016.116585 . Título: EL PESO DE LA NACIÓN EN ANTONIO MUÑOZ MOLINA. PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL Y EL CONSENSODE LA TRANSICIÓN Autora: Sara Santamaría Colmenero Afiliación: Aarhus University

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Page 1: Author’s Accepted Manuscript (AM) · en relación con su interpretación de la transición española, la Constitución de 1978 y el debate sobre la memoria histórica. Sitúa para

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Author’s Accepted Manuscript (AM)

Por favor, citen la versión definitiva, publicada en Journal of Spanish Cultural Studies,

2016, VOL. 17, NO. 2, 177–195. http://dx.doi.org/10.1080/14636204.2016.116585.

Título:

EL PESO DE LA NACIÓN EN ANTONIO MUÑOZ MOLINA . PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL

Y EL ‘CONSENSO’ DE LA TRANSICIÓN

Autora: Sara Santamaría Colmenero

Afiliación: Aarhus University

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Resumen

Este artículo analiza el discurso de Antonio Muñoz Molina sobre la nación española

en relación con su interpretación de la transición española, la Constitución de 1978 y

el debate sobre la memoria histórica. Sitúa para ello la obra de Muñoz Molina en los

debates sobre el nacionalismo español, atendiendo al uso político del pasado que este

lleva a cabo. La tesis principal defiende que Antonio Muñoz Molina posee un discurso

nacionalista español basado en una concepción esencialista de la nación, así como de

la historia y la cultura españolas. El artículo muestra cómo el discurso sobre la nación

española que apela al patriotismo constitucional se articula sobre la base de principios

cívicos y también de rasgos culturales o “étnicos”. Es decir, contra la opinión de los

otrora defensores del patriotismo constitucional en España, se pone de manifiesto, a

partir del estudio de la obra de este intelectual, cómo todo discurso nacionalista —

incluido el relativo a las naciones con Estado— se basa a un mismo tiempo en

argumentos políticos y culturales estrechamente entreverados e imposibles de

discernir.

El artículo analiza el discurso sobre la nación española que el escritor ha puesto en

circulación entre 1990 y 2015 (en diversos ensayos, novelas, artículos periodísticos y

entrevistas), situándolo en su contexto histórico y relacionándolo con los discursos

desarrollados por otros intelectuales contemporáneos. Subraya además el carácter

construido, excluyente y esencialista del discurso nacionalista que esgrime el escritor

y lo confronta con las críticas que este realiza a los nacionalismos “periféricos” y al

nacionalismo franquista. Asimismo, evidencia el cambio en la actitud del autor frente

a la cuestión de la memoria y la interpretación del pasado reciente en España. Se

ilustra así cómo cuando estalla en España el interés por la memoria histórica, a partir

del año 2000, el escritor adopta una actitud crítica con la “instrumentalización política

del pasado” y defiende una interpretación de la nación basada en la concordia de la

transición. Este discurso sobre el “consenso” de la transición, hegemónico durante la

democracia, está siendo en la actualidad fuertemente cuestionado por diversos

sectores de la sociedad española.

Palabras clave: nación española, patriotismo constitucional, transición, memoria,

Constitución española de 1978.

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En septiembre de 2008, con motivo del segundo centenario del dos de mayo, el

cineasta José Luis Garci estrenó su película Sangre de mayo, basada en los Episodios

Nacionales de Galdós. La película había sido encargada por el gobierno de la

Comunidad de Madrid, presidido entonces por Esperanza Aguirre. El diario ABC

dedicó varias páginas elogiosas a la película en su suplemento cultural. El escritor

Antonio Muñoz Molina, horrorizado por la retórica de la película de Garci y del

reportaje de ABC denunció unos días más tarde en Babelia la deriva nacionalista de la

derecha española. Según Muñoz Molina, una parte de la derecha, al menos en Madrid,

estaba tratando de contrarrestar el nacionalismo (periférico) utilizando sus mismas

armas. Se lamentaba el autor de que la nación reivindicada en Sangre de mayo no se

sustentara sobre principios de concordia constitucionales que, a su parecer, ya no

entusiasmaban a nadie. Muñoz Molina recomendaba, en cambio, como antídoto contra

el desvarío del nacionalismo español, la lectura de Mater Dolorosa, obra en la que el

historiador José Álvarez Junco desmitifica el relato triunfalista del españolismo sobre

la llamada “Guerra de la Independencia” (Álvarez Junco 119–149). Frente a la

leyenda de una nación guerrera, Muñoz Molina se decantaba por la lucidez de unos

Goya y Galdós desengañados, que habrían comprendido la guerra como un desastre

para la nación española. Por aquel entonces, el gobierno de Zapatero intentaba sin

demasiado éxito impulsar la aplicación de la Ley de Memoria Histórica. En esa

coyuntura, Muñoz Molina recordaba que la guerra de la Independencia había sido

también una guerra civil cuyas heridas, en lugar de curarse, se habían agravado a lo

largo del siglo. Las palabras del escritor advertían implícitamente sobre los peligros

que conllevaba la persistencia de la discordia sobre la guerra civil de 1936 (“Más

naciones”). Muñoz Molina lamentaba la ausencia de un homenaje, en la película, a

una nación española basada en los principios de concordia constitucionales, que a sus

ojos debían cimentar la democracia española y que han sido motivo de celebración y

homenaje en su propia obra.

El uso político del pasado

Así pues, la Constitución española —y el régimen que inauguró— representa para el

escritor un referente ético y político fundamental. No es extraño por ello que dos años

antes, en 2006, el autor vinculara sus ideales republicanos no con el recuerdo de la

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experiencia malograda de la Segunda República española, sino más bien con el

período democrático —y monárquico— iniciado tras la muerte de Franco (Muñoz

Molina “Notas escépticas de un republicano”). Aducía Muñoz Molina en aquel

momento que ni una sola de las libertades presentes en la Constitución de 1931

estaban ausentes en la de 1978 y criticaba la falta de lealtad hacia un sistema

constitucional que había posibilitado la modernización de España, su democratización

y su entrada en la Unión Europea. El pasado de la Segunda República y la Guerra

Civil española estaba siendo utilizado por los políticos, según él, como arma

arrojadiza e iba acompañado de un nuevo olvido: el de la Constitución de 1978.

Para quienes hemos pasado muchos años no queriendo aceptar la obligación del olvido es alentadora la idea de que de pronto tantas personas coincidan en el recuerdo de un tiempo decisivo de la historia de España: pero no deja de ser llamativo que el recuerdo llegue tan tarde, y que coincida tan oportunamente con una nueva amnesia —ahora, sobre la transición— y con diversos proyectos de desmantelar el sistema político fundado por la Constitución de 1978 (“Notas escépticas”).1 El escritor se declaraba así pues republicano, pero el suyo era un

republicanismo que tomaba como referente el pacto constitucional, acuerdo cívico que

—según Muñoz Molina— respondía a la razón ilustrada y no al idealismo romántico

que caracterizaba, por el contrario, los pactos que estaban teniendo lugar entre la

izquierda y los nacionalismos periféricos. En ese mismo artículo Muñoz Molina se

mostraba escéptico también frente a las reivindicaciones relacionadas con la llamada

“memoria histórica”. Por aquel entonces, con motivo del septuagésimo quinto

aniversario de la proclamación de la Segunda República en España, se debatía en el

Congreso de los Diputados una proposición de ley para proclamar el año 2006 como

“año de la memoria histórica”. El objetivo de la proposición era reconocer

públicamente la Segunda República como antecedente de la democracia y homenajear

a los que sufrieron persecución por defenderla. Sólo el Partido Popular consideró

contrarias al pacto constitucional las iniciativas relacionadas con la memoria histórica

y votó en contra de la proposición que, no obstante, se concretaría finalmente en la

Ley 24/ 2006 de 7 de julio. De hecho, dicha ley, que designó el año 2006 como “año

de la memoria histórica”, reconocía la Segunda República como “el antecedente más

inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al

mirar nuestro pasado”, pero señalaba también que el esfuerzo de los hombres y

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mujeres republicanos, que lucharon por defender la legitimidad democrática, había

culminado con la aprobación de la Constitución de 1978. En esta misma línea, la

conocida como Ley de la Memoria Histórica, aprobada al año siguiente, elogiaba el

“espíritu de reconciliación y concordia” que guió la transición democrática. Así pues,

los textos de ambas leyes ponían en cuestión la amnesia sobre la transición que —

según denunciaba el escritor— acompañaba supuestamente a la “moda” de la

memoria.

En este sentido, Muñoz Molina había matizado sus ideas —predominantes en

los años noventa— sobre la necesidad de recuperar la memoria del pasado traumático

español. “La memoria española es un campo minado en el que nadie quiere

internarse”, escribía el autor dieciséis años antes, en 1990, cuando la reivindicación de

la República y de los luchadores antifranquistas no estaba en la agenda política.

Recordaba entonces el escritor la muerte de Julián Grimau, líder del Partido

Comunista en la oposición, fusilado por Franco, al tiempo que reflexionaba sobre la

extrañeza que le producía pensar que aún vivían los testigos, los torturadores, los

ejecutores, los que en su día leyeron la noticia de su fusilamiento (“La cara del

pasado”). “Conviene que los muertos sigan siendo convictos para que los verdugos

guarden a salvo su inocencia”, afirmaba entonces el escritor.

Habrán temido que si ahora, al cabo de 27 años, se dictaminara su inocencia, ellos se volverían automáticamente culpables, cómplices al menos del crimen, y que esa cara de nuevo los visitaría en los sueños. Habrán sospechado en el regreso y en el nuevo juicio de Grimau el preludio de una sublevación unánime de los difuntos, de los perseguidos, de los encarcelados, de todos aquellos que no han dejado recuerdos ni nombres y deambulan como zombies por los subsuelos del olvido esperando un imposible valle de Josafat, una rehabilitación póstuma que se les ha negado igual que en otro tiempo se les negó la libertad y la vida (“La cara”)

De hecho, a propósito de la escasa presencia de la memoria en la esfera pública

española, Muñoz Molina se ha referido en numerosas ocasiones a España como un

país desmemoriado.2 A mediados de los años noventa Muñoz Molina denunciaba

cómo la generación que entonces estaba llegando a la edad adulta apenas tenía

conocimiento del pasado gris de la dictadura. El recuerdo le parecía entonces “una

urgente obligación civil, un atributo de la libertad que imaginábamos en aquellas

mañanas invernales de 1973” (“Pasado en blanco y negro”). Sin embargo, como he

señalado anteriormente, cuando a comienzos del nuevo siglo los descendientes de las

víctimas de la guerra civil empezaron a organizarse con el objetivo de encontrar los

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restos de sus familiares desaparecidos durante la guerra y el franquismo, y algunos

partidos políticos, como Izquierda Unida–Iniciativa per Catalunya Verds o Esquerra

Republicana de Catalunya, plantearon medidas en respuesta a las demandas de esos

colectivos, Muñoz Molina adoptó una actitud crítica con “la moda” de la memoria

(“Notas escépticas”). En un sentido similar, se pronunciaron intelectuales como

Santos Juliá para quien la transición fue un proceso donde se hizo patente la voluntad

de “echar al olvido” el pasado de la guerra civil y no un momento de amnesia (Julia

2003).3 Ciertamente, el PSOE había hecho suyas, por motivos electorales, las

reivindicaciones sobre la memoria histórica, especialmente a partir del año 2000,

cuando el PP llegó al gobierno. No obstante, la “Ley de la Memoria Histórica” nació

según algunos expertos del impulso de la sociedad civil, del esfuerzo realizado

previamente por asociaciones de víctimas y familiares, y no por iniciativa de los

partidos políticos (Martín Pallín y Escudero Alday 17).4

Hasta donde he podido comprobar, Antonio Muñoz Molina no se ha

pronunciado explícitamente sobre dicha ley, pero en el contexto de su debate, el

escritor recordaba los crímenes cometidos por los republicanos en la guerra civil

(“Memoria viva”). Por otro lado, un año más tarde, en pleno debate público sobre la

competencia de los jueces para investigar los crímenes del franquismo, Muñoz Molina

se alineó con Tzvetan Todorov, para quien conocer lo ocurrido en el pasado no era ya

trabajo de políticos o jueces sino de los historiadores (Muñoz Molina “Una

conversación”).5 De este modo, Muñoz Molina asumía aparentemente la idea según la

cual el auto de Garzón reabriría las heridas de la guerra civil, una guerra en la que,

según la interpretación hegemónica predominante desde la transición, todos tuvieron

una parte de responsabilidad. Nuestro escritor se limitó a recordar —en una polémica

con la escritora Almudena Grandes— los actos de barbarie que tuvieron lugar en

Madrid durante el colapso del régimen republicano al principio de la guerra

(“¿Chistes viejos?”). No obstante, Muñoz Molina sí se pronunció entonces

explícitamente sobre la doctrina del llamado “pacto de silencio” —que constituía en

aquél momento, a sus ojos, el discurso oficial— y contra cierta utilización política de

la guerra civil y el franquismo que estaban llevando a cabo, a sus ojos, los

nacionalistas (periféricos) junto con ex comunistas y ex socialistas (“Desmemorias”).6

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Así pues, en el contexto de reivindicación de la memoria histórica impulsado a

partir del año 2000 por los familiares de las víctimas del franquismo y reapropiado por

los partidos políticos de la oposición, el escritor prefirió matizar las bondades del

régimen republicano, recordar los crímenes de la guerra civil y posicionarse

indefectiblemente a favor de la transición democrática. En este sentido, su novela La

noche de los tiempos (2009) constituye una respuesta ante el nuevo panorama abierto

por la Ley de Memoria Histórica. No es de extrañar así que, coincidiendo con la

publicación de esa novela, Muñoz Molina solicitara a las fuerzas políticas españolas

un pacto sobre la guerra civil: un “pacto de recuerdo” fundamentado en un único

relato sobre lo ocurrido en la guerra elaborado, a petición del Congreso de los

Diputados, por una comisión de historiadores que —de forma similar a como ocurrió

en los EE.UU. tras los atentados del 11S— escribiese un relato que pudiera ser

considerado la verdad de lo ocurrido.7 Cabe señalar que esta petición comparte las

pretensiones del acuerdo que en el año 2002 firmaron con el PP todos los grupos

parlamentarios y por el cual este partido aceptó condenar de forma explícita la

dictadura franquista. Según ha señalado Carsten Humlebaek, el objetivo del PP era

que la declaración fuera considerada definitiva y limitar así el futuro uso político del

pasado. El reconocimiento de la nación dividida en la guerra civil permitía revalorizar

el espíritu de consenso y moderación de la transición (Humlebaek, 165–166). En

consonancia con esto, en La noche de los tiempos, Muñoz Molina presentaba a la

Segunda República como contramodelo de la democracia actual, reivindicando

implícitamente la transición, y su supuesto espíritu de concordia y reconciliación,

como el verdadero momento fundacional de la democracia española (Santamaría 247–

320). Como veremos más adelante, Muñoz Molina sostiene su idea de patriotismo

constitucional sobre esta noción del consenso de la transición.

Más recientemente, en su ensayo Todo lo que era sólido (2013) Muñoz Molina

aboga por la necesidad de construir una cultura democrática cuya clave sitúa tanto en

la política de reconciliación nacional que el PCE asumió en los años cincuenta, como

en el período de transición a la democracia. En relación con esta cuestión, Luisa Elena

Delgado ha reflexionado extensamente sobre cómo la concepción de una identidad

nacional española “sana” y “normal” va ligada desde la transición a la idea de un

estado democrático sin antagonismos internos, basado en el consenso y la cohesión.

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La forma de estado que se corresponde con esa nación es un estado unitario, donde los

límites están establecidos y son incuestionables ya que, una vez constituido el

consenso, se considera ilegítimo ponerlo en cuestión. El deseo de una nación

“normal”, cohesiva y sin disenso se articula de este modo como una promesa

fantasmática, a la que esta autora denomina “fantasía de la normalidad nacional”

(Delgado 33–97).8 Muñoz Molina, que participa del discurso que analiza Delgado,

considera que la democracia y la nación españolas deben fundamentarse sobre el

consenso de la transición (“Invitación urgente a la concordia”). Dicho consenso habría

sido puesto en cuestión, a ojos del escritor, no sólo por “la moda” de la memoria sino

también, y muy especialmente, por las alianzas de la izquierda con los nacionalismos

periféricos.

La crítica al ‘nacionalismo cultural’ y la defensa del ‘patriotismo constitucional’

El autor arremetía de este modo contra una izquierda que habiéndose quedado sin

banderas republicanas y rojas habría enarbolado las banderas regionales, inventándose

tradiciones e identidades ancestrales, en la línea del romanticismo decimonónico

(Arnscheidt 48). El posicionamiento de Antonio Muñoz Molina frente a los

nacionalismos periféricos y contra el Estado autonómico surgido en la transición se ha

visto condicionado probablemente por el terrorismo y la violencia sanguinaria de

ETA.9 Al día siguiente de los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, el diario

El País publicó “Con plomo en las entrañas”, artículo que para muchos españoles ha

quedado grabado en la memoria. En él, con la cadencia propia de quien escribe bajo la

sombra del desastre, Muñoz Molina defendió la Constitución y el centralismo

simbolizado en la ciudad de Madrid, frente a las demandas y aspiraciones de los

nacionalismos y regionalismos periféricos.

Porque ese es otro de los delirios que han vuelto tan turbia la vida española: la perversión según la cual es progresista el nacionalismo étnico y tribal y reaccionaria la defensa de la Constitución y de las libertades civiles, del mismo modo que parecen y se presentan a sí mismos como más de izquierdas los que impúdicamente aspiran a romper la solidaridad común para quedarse los beneficios íntegros de sus privilegios. Con argumentos de superioridad racial en unos lugares, de sofisticación cultural y política en otros, se ha ido creando un enemigo común que es ese estado central que representa y personifica Madrid. Madrid es el espantajo al que se le puede atribuir la responsabilidad de cualquier oprobio: del cautiverio de los vascos o de los infortunios de los catalanes, del atraso de Andalucía, de la postergación de Canarias, de la marea negra del Prestige o la pobreza de Galicia, de todo aquello que desbarató la felicidad

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original de cualquiera de las comunidades ancestrales que en los últimos veinticinco años se han ido creando en España (“Con plomo”).

En una línea similar, Fernando Savater atribuía a ETA los atentados y

arremetía contra el nacionalismo vasco y catalán, y contra la descentralización del

Estado en un artículo publicado ese mismo día en el diario El País (Savater

“Autopsia”).10 Ambos artículos son ejemplos del discurso hegemónico sobre la

democracia que, no obstante, ha sido puesto en cuestión por buena parte de la

sociedad española desde el 15 de mayo de 2011. No en vano Antonio Muñoz Molina

ha sido identificado como un intelectual representativo de esa forma hegemónica de

pensamiento, identificada como “CT” o “Cultura de la Transición” y aquel artículo

tomado como muestra de las limitaciones del régimen cultural surgido en la transición

y no de su supuesta grandeza (CT o la Cultura de la Transición 2012).11 Puede

decirse, además, que Antonio Muñoz Molina participa de una cultura política que ha

percibido como contrarias a la nación española muchas de las iniciativas que tanto la

derecha como la izquierda —especialmente en referencia a esta última— han apoyado

en los ámbitos autonómicos.12 La opinión del escritor se sitúa próxima a la de

intelectuales como Fernando Savater, Jon Juaristi o José Varela Ortega, contrarios a

los nacionalismos periféricos.13 En la línea de estos autores, Antonio Muñoz Molina

ha comparado el nacionalismo español franquista con el nacionalismo catalán y el

vasco (“La nacionalidad del infortunio” y “La patria gutural”; Neuschäfer 117–118).

Con todos ellos, el escritor comparte una firme crítica a la izquierda ideológica por

haber confundido progresismo con nacionalismo. Esta crítica se puso de relieve en su

intervención en el debate público que tuvo lugar en 1997 en torno al proyecto de ley

sobre la enseñanza de las humanidades (“La historia y el olvido”). Esperanza Aguirre,

a la sazón ministra de Educación, presentó un proyecto de ley para modificar la

enseñanza de la Historia en España. Según el historiador Pedro Ruiz Torres, el

objetivo era fomentar la imagen de un Ministerio preocupado por la enseñanza de la

Historia. No obstante, el debate suscitado no giró mayormente en torno a los

problemas educativos que la ley pretendía (teóricamente) solventar, sino en torno a la

concepción de España y las autonomías que había tras el decreto. Muñoz Molina, pese

a no citar expresamente a la ministra ni el decreto, hacía suyas diversas ideas

presentes en el discurso que esta había pronunciado un año antes en la Academia de la

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Historia (Aguirre), y que diagnosticaban el deplorable estado de la enseñanza de la

Historia en España, fruto de las tergiversaciones llevadas a cabo por los nacionalistas

periféricos (Ruiz Torres 78–79).

Esta vocación balcánica viene de lejos, exactamente de los tiempos confusos del último franquismo y la primera transición. Fue entonces cuando la izquierda se afilió con entusiasmo apresurado e ignorante a la creencia de que nacionalismo y progresismo eran términos idénticos, y de que, por lo tanto, la idea y hasta el nombre de España pertenecían a la reacción, eran invenciones de la derecha franquista. De pronto parecía que no se pudiera ser al mismo tiempo español y de izquierdas: había que ser catalán, vasco, gallego, andaluz, castellano, leonés, canario, cántabro, cualquier cosa adecuadamente oprimida y ancestral, dotada de los pertinentes enemigos igual de ancestrales: los españoles (Muñoz Molina “La Historia”).

Parecía olvidar el escritor que la manipulación y falsificación de la historia no

es una práctica exclusiva de los pueblos sin Estado, sino que también las naciones con

Estado precisan de la invención histórica a la hora de fijar sus mitos fundacionales

(Bastida 154; López Facal). Suscribía Muñoz Molina de este modo la opinión del

historiador Javier Varela Ortega, quien alabó la excelencia del decreto de Aguirre y

arremetió contra los nacionalistas periféricos (Varela Ortega “La enseñanza”). El

nacionalismo es entendido por ambos autores como una ideología que, aún aspirando

a determinadas concesiones políticas, se fundamenta en la cultura entendida en un

sentido étnico. El término nacionalismo posee para ellos un carácter antidemocrático y

tiene un sentido peyorativo. Frente al nacionalismo —supuestamente étnico— que

caracterizaría las aspiraciones independentistas de algunos grupos catalanes y vascos,

estos autores proponen para España un patriotismo constitucional, que consideran

como un nacionalismo benévolo, fundamentado en el pacto constitucional de 1978 y,

en consecuencia, democrático.

El término “patriotismo constitucional” fue acuñado por el pensador alemán

Dolf Sternberger en los años setenta y popularizado más tarde por el filósofo Jürgen

Habermas. A mediados de los años ochenta se produjo en la República Federal

Alemana un intenso debate en torno a cómo debía afrontarse la ruptura que había

supuesto Auschwitz, tanto para la nación alemana, como en su relación con la

“civilización occidental”. Estaba en cuestión la forma en que la nación alemana debía

comprenderse a sí misma y el desafío que suponía entender la Shoah como una

consecuencia del nacionalismo alemán. En ese contexto, Habermas propuso que la

ciudadanía debía remplazar el nacionalismo y la tradición cultural compartida por otro

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medio de unificación ciudadana consistente en la identificación con el conjunto de

derechos recogidos en un documento constitucional. El objetivo era crear una

“identidad postnacional” (Habermas 1989, 83–121 y 1997).

La izquierda española adaptó las ideas de Habermas al caso español por vez

primera en los años noventa, cuando España ya formaba parte de la Comunidad

Europea y se había consolidado la democracia. Esto permitió al PSOE presentar la

Constitución de 1978 como mito fundacional de la nación española, evitando de este

modo la difícil tarea de situar la Segunda República como precursora de la monarquía

constitucional y poniendo el foco en la Constitución de 1978. Lo hizo, sin embargo, a

diferencia de Habermas, sin abrir un debate sobre el pasado conflictivo en España.

Mediante este mecanismo, la idea del consenso quedaba vinculada con la nación

española y la democracia. Esta utilización sesgada de la noción de patriotismo

constitucional de Habermas permitía asimismo descalificar a los nacionalismos vasco,

catalán y gallego, caracterizándolos como nacionalismos étnicos. Quizás por ello, pese

a que el filósofo alemán consideraba que el patriotismo constitucional sólo podía

prosperar en el marco de un ideario socialdemócrata (Ballester 142, Balfour y

Quiroga,167) esta idea fue asumida a partir del año 2000 también por el Partido

Popular. Los defensores del patriotismo constitucional español consideran que este es

—en tanto que patriotismo cívico postnacional— moralmente superior al

nacionalismo étnico. La adopción por parte de la derecha de la Constitución española

como símbolo de la nueva identidad nacional les permitía soslayar el problema de las

vinculaciones de dirigentes históricos del Partido Popular con el franquismo y

arremeter a un tiempo contra los nacionalismos “periféricos” (Balfour y Quiroga 136–

80).14 De este modo, mientras el patriotismo cívico postnacional es presentado como

símbolo de modernidad, en tanto que no se basa —supuestamente— en características

étnicas o culturales, los nacionalismos periféricos son identificados con la

antimodernidad.15 No obstante, el propio Habermas ha admitido en alguna ocasión las

críticas a su teoría sobre el patriotismo constitucional y ha reconocido que los

ordenamientos jurídicos y constitucionales están siempre impregnados de rasgos

étnicos (Ballester 140). De hecho, como trato de mostrar aquí, los argumentos

políticos y culturales están inextricablemente unidos y son indisolubles, dado que lo

político se construye siempre culturalmente.16

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Pues bien, Antonio Muñoz Molina se identifica plenamente con este relato,

según el cual el patriotismo español es cívico e incluyente —es decir, se basa

exclusivamente en los principios jurídicos de la Constitución de 1978 y no en

características culturales— mientras que los nacionalismos periféricos se fundamentan

en rasgos étnicos excluyentes. Como otros escritores españoles contemporáneos que

han escrito sobre la memoria, este autor se ha opuesto a la patrimonialización de la

idea de España que llevó a cabo la derecha franquista y pervive hoy en día. Ahora

bien, lo ha hecho desde presupuestos que ciertos sectores de la derecha han asumido

como propios. Entre esos argumentos la idea del patriotismo constitucional constituye

un referente fundamental. Si a finales de los noventa Muñoz Molina se mostró a favor

del decreto de reforma de las humanidades y en contra de los nacionalistas periféricos,

en 2004 defendió la noción de patriotismo constitucional de un pretendido descrédito

en el contexto español. El autor comparó negativamente la situación de dicho

concepto en España con el éxito del patriotismo cívico en Estados Unidos, que se

habría puesto de manifiesto tras los atentados del 11 de septiembre de 2001:

(…) es muy fácil hacer burla de una manera general; hay un patriotismo religioso y cerril, pero hay también un patriotismo progresista de mucha gente que se identifica con su país y con las ideas liberales y avanzadas que hay en su país. Aquí se ha hecho bastante burla de eso de las banderas y del patriotismo constitucional, pero yo creo que es muy respetable y no me considero en condiciones de reírme de eso cuando en nuestro propio país salen los pistoleros con la bandera sobre la mesa. Muchas veces en Europa no se resalta la parte democrática y progresista que tiene mucha gente en Estados Unidos. Parece que necesitamos reducir el mundo norteamericano a una caricatura y, una vez reducido a una caricatura, nos reímos o lo despreciamos (Caño). Como hemos visto, el patriotismo constitucional español parte del supuesto

según el cual el nacionalismo (periférico) tiene un carácter cultural–étnico y carece de

fundamentación y legitimación política. Según esta interpretación el nacionalismo se

distingue del patriotismo español por su carácter antidemocrático. Por el contrario, el

patriotismo español, como el de los Estados Unidos, constituye —supuestamente— un

nacionalismo cívico, basado exclusivamente en presupuestos políticos contenidos en

la constitución. Sin embargo, diversos autores (Bastida 1998, Archilés 2014, Núñez

Seixas 2010) han demostrado cómo, al igual que todo discurso nacionalista, el español

—incluido el discurso sobre el patriotismo constitucional— responde a una definición

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de la nación que se basa tanto en rasgos cívico–jurídicos como en rasgos culturales,

puesto que unos y otros resultan a la postre inseparables.17

El ‘patriotismo cívico’ y la nación española

La distinción entre “nacionalismo cívico” y “nacionalismo étnico” ha quedado

ampliamente cuestionada por teóricos del nacionalismo como Rogers Brubaker o

Taras Kuzio. Estos han criticado la teoría de Habermas, según la cual pueden

establecerse con nitidez las fronteras entre lo cultural (étnico) y lo político (cívico), y

han subrayado las debilidades del concepto popularizado por este filósofo. Así pues,

pese a lo que suele argumentarse, lo político y lo cultural están presentes en el llamado

patriotismo español, que no es más que un discurso nacionalista “banal” (Billig) tan

interiorizado por buena parte de la ciudadanía que pasa a menudo desapercibido y no

es identificado ni reconocido como discurso nacionalista. Como tendremos ocasión de

comprobar, el caso de Antonio Muñoz Molina es un ejemplo de este discurso.

Pese a la admiración del escritor por la obra del historiador José Álvarez

Junco18, su concepción de la nación española está vinculada en mayor medida con la

del jurista Francisco Tomás y Valiente, catedrático de Historia del Derecho y

miembro del Tribunal Constitucional, asesinado por ETA en febrero de 1996. Las

ideas de Tomás y Valente sobre la España surgida de la transición han ejercido una

fuerte influencia en Antonio Muñoz Molina, en su forma de entender la democracia y

la historia de España. Una conferencia pronunciada por el jurista en 1992 y titulada

“Raíces y paradojas de una conciencia colectiva” habría influido en él

particularmente.19 En ella Tomás y Valiente defendía la Constitución de 1978 y el

modo como se llevó a cabo la transición, mediante la reforma en lugar de la ruptura

con el régimen anterior. El jurista concibe España como una realidad histórica,

producto de la historia y construida por seres humanos. Dicha idea se contrapone,

teóricamente, a una visión esencialista de la nación española que el autor identifica

con el franquismo y con los nacionalismos periféricos. Tomás y Valiente sostiene que

entre el nacionalismo franquista y los nacionalismos periféricos (todos ellos

esencialistas y etnicistas) tiene cabida otra forma de entender España que surge

legítimamente del pacto constitucional. Tomás y Valiente no utiliza el término

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patriotismo constitucional sino que habla de “patriotismo reflexivo”, pero sus

argumentos son similares a los apuntados por los defensores del concepto

habermasiano en el contexto español. La España nacida tras el referéndum de la

constitución de 1978 basa su legitimidad en la voluntad de los representantes del

pueblo español. Sin embargo, el texto del jurista pone de manifiesto sus propias

contradicciones cuando sostiene a continuación la legitimidad de la nación española

sobre la base de raíces históricas que vienen desde la época romana y que se

cimentarían en una cultura común y plural, “no divisible en diecisiete fragmentos”. La

nación se edifica de esta manera, en última instancia, sobre rasgos históricos y

culturales que permanecerían inmutables —según esta argumentación— a lo largo de

más de dos mil años y no exclusivamente sobre un acto político. Pese a la defensa de

la Constitución de 1978 como pacto del que emana la legitimidad de la nación

española, el jurista apela finalmente a la cultura —la lengua fundamentalmente,

aunque no sólo— como prueba de la legitimidad de la nación y de su existencia,

anterior incluso al pacto político que la dio origen.20

Pues bien, en la línea de Tomás y Valiente, Muñoz Molina ha desarrollado una

visión de España que se identifica con un patriotismo cívico, que contrasta tanto con

el nacionalismo de catalanes y vascos, como con el nacionalismo español de la

extrema derecha y de los revisionistas neofranquistas. Sin embargo, como hemos

visto, la interpretación de España como fruto de un pacto constitucional —y, por

tanto, la existencia de un nacionalismo español cívico—, no se puede deslindar

fácilmente de una concepción de la nación española cultural, que se sustenta sobre la

base de la existencia de una cultura española —y un carácter español supuestamente

esencial— cuyos principales rasgos se presentan como invariables al menos desde los

siglos XV y XVI. De manera similar a como lo hace el jurista, Antonio Muñoz Molina

identifica como discursos nacionalistas tanto el patriotismo de la derecha como los

nacionalismos periféricos, no así un discurso sobre la “tradición española” basado

supuestamente en rasgos exclusivamente cívicos. A esta tradición pertenecen según el

escritor tanto Goya, como Velázquez, Galdós o Manuel Azaña. En la línea de Tomás

y Valiente, Muñoz Molina considera que esta tradición puede fundamentar un

patriotismo español de valores cívicos, completamente opuesto al patriotismo

franquista y a los nacionalismos periféricos:

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Que un alemán o un americano culto no sepan que existe Galdós no me parece ya un insulto, sino una desgracia que a mí no me afecta, porque yo leo La Montaña mágica y ¡Absalón, Absalón! (…) Reniego de la españolada (…) mi país es el de Torquemada, pero también el de Fernando de Rojas, el de Miguel de Molinos y el de los Comuneros de Castilla, el de Pizarro y el del Padre Las Casas, el del sarcasmo cruel de Quevedo, pero también el de la ironía y la piedad de Cervantes, el de las pinturas negras de Goya, pero también el de la transparencia absoluta de Velázquez, el de Fernando VII, pero también el de las Cortes de Cádiz que añadieron al vocabulario del mundo la palabra liberal, mi país es la ferocidad ultramontana y la violencia militar pero es también la inteligencia civilizada y viajera de don Benito Pérez Galdós o de Josep Pla, de Pedro Salinas. En mi país existió Franco, pero también existió don Manuel Azaña. De mi país las potencias occidentales esperaban que después de la muerte de Franco se encenagara en una gran corrida de sangre, y ha resultado darse a sí mismo una gallarda libertad, tan rápidamente aprendida y respirada que ahora España es la más tolerante y la más abierta de las democracias que conozco (“La invención de un pasado” 218).

Tomás y Valiente se preguntaba en su escrito sobre la relación entre España,

“el todo”, y las Comunidades Autónomas, “las partes”, y señalaba el riesgo de

desintegración nacional que suponían las reivindicaciones de Cataluña y el País

Vasco. Como él, Muñoz Molina considera que el patriotismo español posee un

carácter incluyente y solidario, frente a los nacionalismos (periféricos) que serían

excluyentes e insolidarios. Ahora bien, mientras que para Tomás y Valiente la

Constitución de 1978 equilibra la pluralidad autonómica con la totalidad de España

(Tomás y Valiente 2257–2271), Muñoz Molina posee una actitud más crítica con el

sistema autonómico consignado en la Constitución. De hecho, al menos desde

principios de los años noventa, este autor ha defendido la necesidad de un mayor

centralismo, es decir, de que se establezca en España lo que denomina el “sentido

común”. Este sentido común se corresponde con los discursos hegemónicos sobre la

democracia, predominantes durante las últimas décadas que, no obstante, han visto

cuestionada su hegemonía de manera creciente desde marzo de 2011. Los gobiernos

autonómicos son concebidos así por este autor no como estructuras constituyentes del

Estado, sino como muestra de la pérdida de poder por parte del gobierno central. El

escritor califica a menudo la descentralización del Estado como una “balcanización”

estatal, identificando así el contexto político español con el de la antigua Yugoslavia,

tal y como lo hicieron en el pasado políticos, ideólogos y periodistas de la derecha. Se

pone así de manifiesto la participación de Antonio Muñoz Molina en una cultura

política española que va más allá de las fronteras ideológicas establecidas entre

partidos políticos y revela una manera común de comprender la realidad que ha sido

dominante durante la democracia.

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Yo creo que el principal proyecto o finalidad que puede tener España en este momento es establecer el sentido común. El sentido común en la política es muy difícil, y más en un país como el nuestro. España es ahora un país completamente disparatado, disparatado porque la democracia no ha ahondado todo lo que tenía que ahondar, porque los partidos políticos han creado una oligarquía que bloquea completamente la participación de la gente en la política y porque hay un disparate que es el sistema político autonómico éste, y porque hay diecisiete países, diecisiete parodias de países en España ahora mismo. Entonces hay un problema terrible que es que en España se está trabajando en contra de la dirección en que va el resto del mundo (…) Ahora, lo que no es viable es un país con dieciocho gobiernos. Y todos con un protocolo… y yo creo que eso es un disparate. Me obsesiona el modo en que la frivolidad y la ambición política llevan al crimen. Estamos viendo lo que está ocurriendo en el este, en Yugoslavia. Por eso me parece tan grave esa frivolidad con la que se crean en España divisiones, idiomas, fronteras (Scarlett 218).

Podemos decir por tanto que, como muchos otros muchos ciudadanos e

intelectuales españoles, Antonio Muñoz Molina ha desarrollado —a su pesar— una

concepción esencialista de la cultura, la historia y la nación españolas. No en vano, el

escritor sitúa a menudo los orígenes de la nación española en la Edad Media y

reconoce ciertas características como típicas de la tradición española, desde tiempos

inmemoriales. Según ha puesto de manifiesto en Todo lo que era sólido (247) el autor

considera la preocupación por la limpieza de sangre como un rasgo de la tradición

española.21 De este modo, identifica la nación española actual con la autoridad política

y la sociedad en la que se produjo la expulsión de los judíos en 1492. No parece ser

consciente el escritor, sin embargo, de la simplificación que supone atribuir

determinados rasgos a una nación entera, rasgos que además permanecerían

invariables a lo largo de los siglos. En este sentido, Muñoz Molina considera patriotas

españoles, por el hecho de haber conservado la lengua castellana, a los descendientes

de aquellos judíos expulsados. Construye así una genealogía de la nación

fundamentada en la lengua y la cultura y no exclusivamente en la Constitución de

1978 entendida como pacto político.22

Sobre el origen y el carácter de las naciones han tenido lugar numerosas

controversias entre los estudiosos del nacionalismo. A grandes líneas, el debate se ha

establecido entre los llamados etnosimbolistas, quienes defienden que las naciones se

han formado a partir de rasgos etnoculturales previamente existentes y decisivos para

su formación, y los constructivistas, que enfatizan —siguiendo la estela de Benedict

Anderson— el carácter construido e incluso arbitrario de las conexiones que pueden

establecerse (o no establecerse) entre una nación y rasgos culturales previamente

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existentes.23 Todos ellos, no obstante, y a diferencia de los autores primordialistas,

comparten la idea de que las naciones —tal y como las entendemos hoy— son

creaciones contemporáneas.

Ciertos discursos nacionalistas, sin embargo, relatan la genealogía de la nación

situando su origen en la antigüedad o en la prehistoria. En La huerta del Edén (1996),

compilación de ensayos escritos en buena parte contra el andalucismo y los

nacionalismos periféricos, Muñoz Molina reivindica una civilización europea, garante

de la libertad de conciencia, cuyo mito fundacional sería la Grecia antigua. En esta

obra el autor desarrolla un discurso ahistórico y eurocéntrico que vincula los valores

de la Ilustración occidental con la cultura griega, el cristianismo y, en el contexto

andaluz, los relaciona incluso con la caída del reino de Granada (La huerta 77). En

esta misma línea, su novela Sefarad (1998) puede interpretarse como una novela que

intenta restablecer los lazos entre España y Europa mediante un mecanismo que

subraya la incardinación de la historia de España con la historia europea. La muerte de

muchos judíos sefardíes se muestra a mi modo de ver como una manera de hacer

partícipe a España de la “modernidad” y la historia europea del siglo XX, a través de

su vinculación con un acontecimiento de barbarie. Pues bien, incluso en su novela más

transnacional (Hristova; Paulsen; Vandebosch) el discurso nacional posee un peso

insoslayable. Como ha argumentado Marije Hristova, en ella el escritor trata la

memoria del Holocausto desde una perspectiva claramente española, aunque también

con un enfoque multidireccional, transnacional y transtemporal. Aquí “Sefarad” es

identificada con España, “un sitio casi inexistente de tan remoto, un país inaccesible,

desconocido, ingrato”, un país “añorado con una melancolía sin fundamento ni

disculpa, con una lealtad tan asidua como la que se fueron pasando de padres a hijos

(…)” (Sefarad 169). Esta novela pone de manifiesto cómo las memorias

multidireccionales y transnacionales no excluyen o invalidan las narrativas sobre las

naciones ya que, hasta la fecha, ambas perspectivas conviven y se refuerzan.24 Puede

leerse, por tanto, como ejemplo de un relato sobre Europa dominante en España en las

últimas décadas, que pretende construir una identidad postnacional y cosmopolita

europea a partir de una lectura del pasado reciente europeo focalizada en la figura de

las víctimas. Conectando la nación española con Europa mediante un relato

transtemporal y anacrónico, Sefarad construye un discurso sobre el carácter europeo

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de España. La visión idealizada de una Europa postnancional (y neoliberal) capaz de

hacer las cuentas con su pasado está siendo, no obstante, fuertemente cuestionada en

la actualidad por la sociedad civil europea, especialmente a raíz de la crisis económica

de 2008 y de la crisis griega.25

Así pues, la responsabilidad española en el Holocausto se articula mediante la

vinculación entre los judíos sefardíes, descendientes de los expulsados por los Reyes

Católicos en 1492 que murieron en Auschwitz y la nación española actual. Otra

identificación similar entre los judíos sefardíes y la nación española se produce en su

artículo “La nacionalidad del infortunio” (1995) y, más recientemente, en Todo lo que

era sólido: “más de sesenta mil descendientes de los judíos españoles y portugueses

que habían encontrado en ella [Holanda] refugio contra nuestra intolerancia fueron

deportados durante la ocupación alemana y murieron en los campos de exterminio”

(247). Michael Billig reflexionó ya en 1995 sobre la función de la deixis y la

referencia a la primera persona del plural en la construcción de relatos nacionales que

a menudo aceptamos como naturalmente establecidos e, incluso, como obvios. De este

modo, mediante el uso de la deixis, Muñoz Molina traza una línea que vincula la

nación española actual y a “nosotros, los españoles” con los pueblos y culturas que

poblaron siglos antes el territorio de España en la actualidad. Sin embargo, no se

percata el autor de que esa vinculación obedece a una operación subjetiva por la cual

se construye el pasado de la nación desde el presente y que ese relato es tan construido

y falto de neutralidad como los relatos sobre el pasado que constituyen la base de los

estatutos de autonomía y que esgrimen frecuentemente los nacionalismos periféricos

del Estado español.

Nada es para siempre, nada ni nadie es de una sola pieza. Nuestra tradición no es sólo la de la España Negra, ni lo ha sido nunca. Tuvimos [nosotros, los españoles] el integrismo de los almorávides y los almohades, que quemaron las bibliotecas de Al-Ándalus mucho antes de que las quemaran los conquistadores cristianos, pero también la indulgencia cultivada de los sultanes omeyas, que no ponían demasiada insistencia en la ortodoxia islámica, coleccionaban traducciones de Aristóteles y no eran indiferentes a los placeres del vino ni a los saberes científicos de los griegos y los persas. El califa Abd al-Rahman III era nieto de una reina de Navarra. El alcázar de Sevilla se lo construyeron al rey cristiano Pedro I arquitectos y artesanos musulmanes venidos de Granada. En la Castilla medieval de la Reconquista tuvimos esas almas libres que fueron el Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas. (…) Tan parte de la historia de nuestro país son las matanzas de Pizarro y Cortés como el universalismo ético del padre Bartolomé de las Casas, que se atrevió a pensar, incluso antes que Montaigne, lo que casi nadie pensaba entonces en Europa, que los nativos de las Indias eran tan humanos como los europeos. (…) Cuando en 2006 se aprobó el matrimonio homosexual el único país en el que ya existía era Holanda. No me jacto de los méritos de mi país ni busco en el pasado

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razones de orgullo: tan sólo creo necesario decir que no todo ha sido sombrío o sanguinario o terrible en la historia de España, y que si no hubo nada de predestinación en nuestros infortunios del pasado tampoco es irremediable que se cumplan las peores posibilidades del porvenir (Todo lo que era sólido 218).26 Muñoz Molina se indigna ante la “pringue verbal” de los estatutos de

autonomía en torno a las raíces de su identidad regional, pero considera que la

tradición cultural española y su historia son hechos objetivos y neutrales, que se

fundamentan no en la invención cultural de un pueblo sino en una tradición cívica,

laica y universal de ciudadanía. Desde este punto de vista, las obras de Cervantes,

Goya, Galdós o el padre Bartolomé de las Casas conforman una cultura común capaz

de promover un patriotismo cívico e incluyente, un patriotismo simbolizado en el

consenso de la Constitución de 1978, sin que el autor se percate de la contradicción.

Por otro lado, el autor muestra una idea ingenua del trabajo de los historiadores

cuando afirma que estos deben contar la verdad y desechar los mitos e invenciones de

los relatos nacionalistas, como si el relato historiográfico pudiera estar despojado

completamente de subjetividad y no estuviera preso a menudo del marco nacional. De

este modo, el autor considera la lengua castellana y la cultura española como símbolos

de una ciudadanía común, acorde con los valores ilustrados y arremete contra las

reivindicaciones de los nacionalistas periféricos y contra la descentralización de

España, con un discurso que recuerda en exceso al de ciertos ideólogos de la derecha

para quienes España representa la democracia mientras que todo aquello que cuestiona

la nación española solo es crimen, terrorismo y totalitarismo (Núñez Seixas 2010).

Epílogo

Ahora bien, ante las demostraciones públicas y cívicas de buena parte de la ciudadanía

de Cataluña y el creciente apoyo al proceso independentista mostrado en los últimos

años, Muñoz Molina se ha mostrado abierto por vez primera a una posible

independencia de Catalunya, en el caso de que los partidos independentistas catalanes

obtuvieran una mayoría decisiva en las urnas. No obstante, su propuesta como

solución a los conflictos políticos e identitarios en España consiste en la disolución de

las diversas identidades en una identidad española común a todos (Todo lo que era

226–227). En 1990, el escritor había hecho una propuesta similar, haciéndose eco

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entonces de las palabras del presidente de Bosnia.27 Según este relato, ciertas

tradiciones culturales —aquellas que encarnan una patria cívica— garantizan mejor

que otras los valores democráticos e ilustrados. Sin embargo, como han demostrado

los expertos en nacionalismo, no hay naciones puramente étnicas ni naciones

puramente cívicas. Toda nación constituye un relato —siempre cambiante— que apela

a la identidad de los conciudadanos y se sostiene sobre valores culturales y políticos,

sirviéndose de imágenes e interpretaciones sobre el pasado que nunca son neutrales.

Antonio Muñoz Molina no parece ser plenamente consciente de ello, de ahí

que niegue el carácter nacional del discurso que atraviesa su obra. Pese a su afán por

escribir desde una perspectiva cosmopolita que aspira a la universalidad, hemos visto

cómo articula en sus trabajos un mundo de naciones que se definen por oposición a

otras naciones. Por otra parte, su concepción de la nación española está estrechamente

ligada con su interpretación de la transición como momento inaugural del “consenso”

que hizo posible la democracia. Esta visión, dominante en España durante las últimas

décadas, ha sido sacudida recientemente por nuevas formas de comprender la

democracia y la nación española, puestas en circulación a raíz del movimiento de los

indignados. Desde el 15M buena parte de la sociedad civil española ha reformulado

ese “sentido común” al que se refería Muñoz Molina y está conformando nuevas

formas de comprender la realidad y la convivencia democráticas, que superan el

marco constitucional actual.

Ese marco está siendo cuestionado en la actualidad de manera especial, a

través de mecanismos democráticos, por parte de la ciudadanía catalana. Las últimas

elecciones catalanas mostraron la existencia de una mayoría en favor de realizar una

consulta sobre la relación de Cataluña con España. A la luz de esto y del pacto político

al que han llegado posteriormente las fuerzas independentistas catalanas, resulta cada

vez más difícil seguir argumentando que las naciones y los nacionalismos alternativos

al español se construyen apelando exclusivamente a rasgos culturales excluyentes, a

diferencia de España.

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Notas

1 El énfasis en la cita es mío.

2 Destaca en ese sentido su manifiesta desaprobación del desdén con que las autoridades españolas recibieron a los miembros de las Brigadas Internacionales en el Congreso de los Diputados, que les había otorgado previamente el derecho a recibir la nacionalidad española. En 1996 contrastaba el autor la actitud emocionada por recibir el pasaporte español de los viejos brigadistas, con el menosprecio por España de los nacionalistas periféricos (Muñoz Molina “Mis compatriotas”). Sobre España como país desmemoriado véase también Muñoz Molina “Un extranjero en su país”. En un sentido similar el autor se ha referido también a Chile en “Capital del olvido”.

3 Para una discusión de los argumentos de Santos Juliá sobre la memoria histórica y las relaciones entre memoria e historia véanse, por ejemplo, los debates librados en Hispania Nova 7 2006 o en Colorado Review of Hispanic Studies 7 2009. Sobre el “pacto de silencio” y la “política de reconciliación” véanse Molinero “La política de reconciliación nacional” y “La Transición y la renuncia a la recuperación de la memoria democrática”.

4 Sobre la cuestión de la memoria en España existe una bibliografía extensa. Desde perspectivas distintas pero complementarias destacan entre otros los trabajos de Aguilar (2008), Aróstegui y Gálvez (2010) Vinyes (2011) y Ferrandiz (2014).

5 Muñoz Molina mantendrá esta posición a lo largo del tiempo. Véase “Demasiadas historias” 2009.

6 En una línea similar, dos años más tarde, en 2010, Muñoz Molina se refirió a la excesiva preocupación que en España se tenía sobre los toros y sobre la guerra civil, cuestiones que el escritor ubetense no identificó sorprendentemente como muestras de una disputa implícita sobre la identidad y la nación españolas. Véase Muglia “Muñoz Molina ‘Sono stufo di questo passato’”. 7 Véase EFE “Muñoz Molina pide un gran pacto sobre la guerra civil” y Ruiz Mantilla “Contra los fanatismos. Entrevista con Muñoz Molina”.

8 Siguiendo a Jaques Rancière y a Yannis Stavrakakis, Delgado argumenta que la democracia española está marcada por un “estado de consenso” que interpreta lo social como no contencioso, y aspira a garantizar un estado de “normalidad” donde no existe el disenso. Ese marco, libre supuestamente de antagonismos, significa el eclipse de lo político (48–65). Una interpretación del antagonismo como elemento constitutivo de lo político en Mouffe (2005). En relación con el caso español, Ricard Vinyes ha distinguido la “ideología del consenso” o “ideología de la reconciliación” del “proyecto político de reconciliación”, apadrinado por el PCE desde 1956 en Vinyes (2014).

9 No obstante, a la altura del año 2000, y contra el terrorismo de ETA, Antonio Muñoz Molina defendía los pactos de la transición, frente a la división en el seno de la Segunda República, pero no especialmente el centralismo. Véase Muñoz Molina “Invitación urgente a la concordia”.

10 En la línea del novelista, para este filósofo no parece haber ciudadanía democrática fuera del marco de la Constitución de 1978 (Delgado, 80).

11 Fernández–Savater entiende la CT como “los límites de lo visible, lo decible y lo pensable” en la democracia española (Fernández–Savater 2012). Guillem Martínez (2012) la define, por el contrario, como una cultura vertical, emanada y controlada desde el Estado, que busca la cohesión a través de la propaganda. En este marco, Antonio Muñoz Molina se perfila como un intelectual orgánico al servicio del régimen del 78. Considero no obstante que, lejos de constituir un marco único de pensamiento, el discurso

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dominante de la democracia ha estado y está permanentemente en disputa. En este sentido, sitúo a Antonio Muñoz Molina en el seno de una cultura política que, si bien habría sido hegemónica, no era la única. He realizado una lectura crítica de los metarrelatos que atraviesan el concepto CT, desde un punto de vista teórico, en “La lucha por el significado de la democracia española”. Sobre el proceso de democratización de la “cultura escrita” en España, en relación con el movimiento de los indignados o 15M, véanse Moreno–Caballud (2014) y (2015).

12 Véase, por ejemplo, Muñoz Molina “Una invitación a la concordia” y “Réplica”. En esta misma línea, sobre la relación de la izquierda política, incluido Podemos, con el nacionalismo (periférico) véase también Savater “Desmemoriados” y, anteriormente, Fernández Enguita “¿Es congruente ser nacionalista de izquierdas?”. 13 Una comparación entre el fascismo alemán y el terrorismo de ETA en Varela Ortega Contra la violencia. Utilizo aquí una noción de cultura política que conjuga las ideas de Serge Bernstein y Jean François Sirinelli con las de Keith Baker. Sobre el concepto de cultura política véase Ledesma y Sierra Culturas políticas: teoría e historia y especialmente Cabrera “La investigación histórica y el concepto de cultura política”.

14 El concepto de patriotismo constitucional habría permitido al PP elaborar un nacionalismo constitucional basado en la consideración de la Constitución de 1978 como carta magna no modificable, especialmente en lo referente al modelo territorial (Balfour “Las izquierdas”). La ausencia de una crítica sin concesiones al pasado dictatorial no permitiría hablar, según algunos autores, de un patriotismo constitucional español (Seixas 2010:18–21). Sobre esta cuestión véase también Núñez Seixas “Sobre la memoria histórica reciente y el “discurso patriótico” español del siglo XXI”, Bernecker y Brinkmann “La difícil identidad de España” y Humlebaek “Usos políticos del pasado reciente durante los años de gobierno del PP”. 15 Sobre la adaptación y aplicación al contexto español del concepto “patriotismo constitucional” véase también Núñez Seixas (2010: 89–92) y Lacasta-Zabalza (1999).

16 Entiendo aquí la cultura y la política —en el sentido de “lo político”— como lo hacen autores como William H. Sewell Jr, Stuart Hall, Chantall Mouffe o Pierre Rosanvallon. Para una crítica de la idea habermasiana del consenso como principal objetivo de la democracia véase Mouffe (2005).

17 A este respecto, Xacobe Bastida ha señalado que la Constitución española, y los argumentos que tienen por objetivo salvaguardar la unidad de la nación española, son propios de una concepción culturalista, atravesada por el esencialismo historicista y objetivista. Véase Bastida 205.

18 Véase a este respecto Muñoz Molina “Borrón y cuenta nueva”, escrito en homenaje al profesor José Álvarez Junco con motivo de su última clase en la universidad.

19 Muñoz Molina reconoce en una entrevista con Rosario Sánchez en 2011 que la lectura de dicha conferencia le ha influido profundamente. Véase: Sánchez, Tomás y Valiente, y Muñoz Molina “En recuerdo de Francisco Tomás y Valiente”.

20 “Existe una cultura española como existen las culturas alemana, francesa o italiana, a cuya riqueza han contribuido artistas o pensadores, literatos y hombres de ciencia anteriores o posteriores a la formación política (…) Historia, lengua y cultura son las raíces integrantes de España como ‘nuestra patria natural’ como ‘nación política del mundo’, como escribió Cervantes, y como sujeto constituyente del actual Estado” (Tomás y Valiente 2271). El énfasis es mío.

21 Una interesante reseña crítica de este ensayo en Faber (2013). 22 “Pero sus raíces más profundas venían de más antiguo, de la manía española por la limpieza de sangre, por una pureza paranoica que se definía por la negación no de los otros —judíos, moros, herejes— sino de una parte de uno mismo, la que inevitablemente estaba contaminada de uno mismo, la que inevitablemente estaba contaminada por la cercanía, por el parentesco. A los moros y a los judíos se les podía expulsar, igual que se podía quemar a los herejes, pero ni la expulsión ni la quema borran la

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conciencia íntima de que se ha convivido durante demasiados siglos como para que quede alguien libre de la mezcla” (Muñoz Molina “Todo lo que era sólido” 80). El énfasis es mío. 23 Véase Smith y también Özkirimli. Un valioso estado de la cuestión sobre los estudios del nacionalismo y sobre este debate en Archilés “Absència i persistència”. Entiendo aquí la nación como un determinado tipo de relación social histórica, moderna y creada por los seres humanos, que surge a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. En palabras de Benedict Anderson, la nación es una comunidad imaginada como inherentemente limitada y soberana y, por tanto, una construcción histórica y cultural. A partir de aquí, entiendo el nacionalismo desde una perspectiva constructivista de la nación, como un tipo de formación discursiva propia de la época contemporánea. Es decir, como una manera de ver, pensar y dar sentido a la realidad que articula la nación a través de sus afirmaciones y confía en ellas para movilizar a la población en proyectos colectivos. Véase Craig Calhoum (1987).

24 Ferran Archilés ha señalado cómo históricamente nada ha sido tan inequívocamente transnacional como la idea de nación. El imperialismo, los movimientos anticoloniales o el fascismo serían así ejemplos de fenómenos transnacionales fuertemente vinculados con narrativas nacionales. Véase Archilés (2015), 42.

25 En 2015 han tenido lugar las llamadas “EuroMarchas” que con el lema “¡Oxi!, ¡Basta!, ¡Enough! Construyamos otra Europa” han reivindicado una nueva concepción del proyecto europeo contraria a los principios neoliberales y capitalistas. La Unión Europea se ha fundamentado en una utilización del pasado controvertida, basada en la focalización en la figura de las víctimas y la despolitización de los sujetos históricos del siglo XX. Para una crítica del proyecto europeo fundamentado en las teorías del cosmopolitismo y el universalismo véase Mouffe “An agonistic approach to the future of Europe”. Un análisis de los usos del pasado por parte de las autoridades europeas en Vinyes “Los usos públicos del pasado en Europa: hacia una memoria sincrética”.

26 Los énfasis en la cita son míos.

27 Según Muñoz Molina el presidente bosnio había implorado que sus conciudadanos “fueran menos musulmanes, croatas y serbios, y renunciasen a una parte del empecinamiento del ser para hacer entre todos un país donde sea posible de nuevo la convivencia y la libertad.” La huerta del Edén 141.

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