angeles asesinos, michael shaara

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RESEÑA 

La niebla se levanta sobre lascolinas de Gettysburg. Los dos ejércitos preparan sus líneas, listos para entablar la batalla crucial que cambió el curso dela guerra.

El año es 1863, mes de julio.Durante tres años la guerra haenfrentado el norte con el sur, en unalucha desigual para decidir el destino delos Estados Unidos. El general RobertE. Lee ha entrado con el ejércitoconfederado en pleno corazón delterritorio enemigo, en un audaz intento

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de obtener una victoria decisiva. Elejército de la Unión se prepara pararecibirle, desesperado tras una serie dederrotas. El choque se producirá eGettysburg y pasará a la historia como la batalla que decidió la Guerra deSecesión.

Con más de tres millones deejemplares vendidos, Ángeles asesinoses sin duda la novela bélica por excelencia. Ganadora del premioPulitzer y adaptada a la gran pantalla ela película Gettysburg, protagonizada por Martin Sheen y Jeff Daniels, lanovela de Michael Shaara es una obra profundamente humana y conmovedora,un libro único e inolvidable que noshace vivir los sueños y los sufrimientos

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de los participantes en la más sangrienta batalla de la Guerra de Secesión. 

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MICHAEL SHAARA ÁNGELES ASESINOS

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Para Lila (viejo George)... en ti me complazco

 

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 Introducción

El trasfondo histórico 

El 19 de noviembre de 1863 uhombre alto y desgarbado se puso de pie para hacer unos pocos «comentariosapropiados» durante la consagración deun cementerio. Volvió a sentarsetranscurridos tan sólo dos minutos.Muchas personas ni siquiera se percataron de que había hablado. ElTimes londinense dijo de él: «Costaríaencontrar a alguien más normal ycorriente». Éstas fueron sus palabras:

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 Hace ochenta y siete años nuestros

 padres crearon en este continente unanueva nación, concebida en la libertad, yentregada a la idea de que todos loshombres son creados iguales.

Ahora estamos inmersos en unagran guerra civil que pone a prueba elque dicha nación, o cualquier otraconcebida en las mismas condiciones yentregada a las mismas ideas, estédestinada a perdurar. Nos hallamosreunidos en un importante campo de batalla de esa guerra. Hemos venido aconsagrar una porción de ese campocomo último lugar de descanso paraquienes aquí dieron sus vidas por salvar la de esa nación. Nuestro gesto es si

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duda correcto y apropiado.Pero, en cierto modo, no podemos

consagrar, no podemos bendecir, no podemos santificar, este suelo. Losvalientes, vivos y muertos que lucharoaquí, lo han consagrado ya, muy por encima de lo que pudiéramos añadir osustraer nosotros en la medida denuestro humilde poder. El mundo prestará poca atención, olvidaráenseguida, lo que nosotros aquídigamos, pero jamás caerá en el olvidolo que ellos hicieron aquí. Correspondea los vivos, más bien, consagrarse aquía la obra incompleta que quienes aquílucharon han conseguido avanzar deforma tan noble. Nos corresponde anosotros consagrarnos a la inmensa tarea

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que nos aguarda, inspirarnos en losdifuntos que hoy honramos paraaumentar nuestra entrega por esa causa por la que ellos dieron hasta el últimoápice de devoción, para asegurar coorgullo que estas personas no hamuerto en vano, que esta nación, con laayuda de Dios, alumbrará una nuevalibertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no seráerradicado de la faz de la tierra.

Abraham Lincoln, "El discurso deGettysburg" 

Entre 1861 y 1865 América sufriólos estragos de una de las guerras másimportantes de su historia. La sombra deaquella guerra flota todavía sobre los

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modernos Estados Unidos. Lasconsecuencias de aquella guerracambiaron el mundo. Pero al tratarse deuna guerra civil se sabe poco de ellafuera de las fronteras norteamericanas.Los lectores estadounidenses llevan ela sangre los personajes y hechos que serecogen en Ángeles asesinos. El resto denosotros, sin embargo, necesitamosalgunas explicaciones. 

«Fue la encrucijada de nuestroser...» Shelby Foote 

Todo empezó con pompa y boato,coloridos uniformes y masas deorquestas. Empezó con la creencia deque todo se resolvería con una gra batalla. La inocencia no tardaría e

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desleírse en un baño de sangre. En la primera contienda importante, Shiloh,cayeron más hombres que en la batallade Waterloo. Más de otros veintewaterloos habrían de producirse antesdel fin del conflicto. Pereceríaseiscientos mil americanos, más que lasuma de bajas en cualquier otroconflicto, anterior o posterior, en el queAmérica se haya visto implicada. Comoocurre en todas las guerras civiles, lasfamilias se escindieron. Cuatro cuñadosde Abraham Lincoln combatirían por elsur y dos de ellos sucumbirían.

La guerra terminó con extraños buques nuevos forjados en hierro quedominaban el mar y dejaban en pañalesa cualquier otra armada del mundo, co

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guerra de trincheras, con ametralladorasgranadas, con una guerra total que

enfrentaba a civiles y soldados por igual. Terminó con el sur en ruinas, conla aristocracia de las plantaciones quehabía dominado la antigua Unió borrada para siempre, y con laesclavitud abolida. Abolida, tal vez, pero su fantasma aún habría deimplantar en la mente del sur un legadode racismo que se prolongaría duranteaños. La nueva Unión era ahoraindisoluble. El norte había acabado laguerra más fuerte que al principio.Hacia 1864, sólo en los estadosnordistas se manufacturaba un 14% másque en todo el país antes del conflicto.El nuevo ánimo se entiende mejor al

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reparar en el cambio de plural a singular a la hora de referirse a Estados Unidos:el paso de un conjunto de estadosindividuales a una sola entidad.

El catalizador definitivo para elestallido de la guerra sería la eleccióde Abraham Lincoln, hombre sobre elque se dice que se han escrito más palabras que sobre cualquier otra persona, a excepción de WilliamShakespeare y Jesucristo. Las simientes,no obstante, se habían plantado yavarios años antes.

En 1847 las tropas del generalWinfield Scott entraban en la ciudad deMéxico. La campaña que dirigía contraun adversario mal comandado yadiestrado había sido una concatenació

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de victorias relativamente incruentas. Laguerra contra México, auspiciada por el presidente James K. Polk, había sidouna de las acciones de engrandecimientoterritorial más espectaculares quehubiera visto nunca el mundo. Aunquevarias personas próximas al gobierno sesentían profundamente inquietas por laapropiación de semejantes extensionesde territorio, otras ponían sus codiciosasmiradas aún más lejos. Pues los EstadosUnidos no estaban expandiéndosesolamente hacia el sur. América,impulsada por la inmigración y eldesarrollo de la red de ferrocarriles, sedesplazaba también hacia el oeste. La promesa de tierras y oportunidadesilimitadas era como un canto de sirena

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 para los europeos, que no dejaban deemigrar a la nueva tierra prometida.

Pero un aspecto fundamentalllegaría a dominar aquellos años dedinamismo. Durante algún tiempo elmotor de la economía norteamericanahabía sido el algodón. Los grandeshacendados del sur habían dominadotanto el sistema político americanocomo la economía del país. A mediadosde siglo América, seducida por eltorrente de oro procedente de Europaque propiciaba el algodón, toleraba laesclavitud al mismo tiempo que lalimitaba, en virtud de un espinosoacuerdo alcanzado en 1820, al sur de lalatitud 36° 30' (con Missouri comoúnica excepción en el norte). En 1850

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habría de firmarse otro acuerdo. Pero elmomento de saldar cuentas no se podíaseguir aplazando. El norte, sobre la basede una renovación religiosa, veía laesclavitud cada vez con más hostilidad.La pregunta concerniente al estado delos nuevos territorios que se añadíacada año a la Unión exigía unarespuesta: ¿libre o esclavo? El debateterminó desatando un conflicto armadoen Kansas en 1850. Para ambos bandosla «Kansas sangrante» se convirtió en usímbolo de aquello que los dividía. Parael norte, la esclavitud se convirtió en uicono de la dominación del sur; para elsur, en un símbolo de su identidad. Otros problemas contribuían a exacerbar latensión. El norte pedía aranceles y

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 protección para su industria incipiente,el sur libre comercio para su algodón.El norte veía un futuro esperando aloeste al otro lado del continente, el sur un futuro en el Caribe y México. («CoCuba y Santo Domingo, podríamoscontrolar la producción en los trópicos, con ellos, el comercio en el mundo, y

así, el poder en el mundo», publicó elSouthern Standard.) Conforme laconquista del oeste avanzaba, se torcíalos planes del sur para la anexión delresto de México y Cuba, con laconsiguiente expansión de la esclavitud.Un capricho del azar quiso que laconfianza del sur remontara el vuelodebido a la creciente demanda dealgodón en el norte y Europa, reforzando

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su reticencia a diversificar la base de sindustria. El algodón era el rey.

El sur no reparaba en su falta deinfraestructura, de industria pesada, y esu dependencia absoluta deimportaciones manufacturadas. Comoseñalara proféticamente John C.Calhoun, una de las grandes figuras de la política sureña, en 1850: «La mayor y principal causa [de riesgo] es que se hadestruido el equilibrio entre las dossecciones». Comenzaban a propagarselos rumores y amenazas de secesión.

Otros acontecimientos conspiraro para agravar las tensiones. HarrietBeecher Stowe publicó La cabaña deltío Tom en 1852. Se convirtió en unfenómeno editorial. Más tarde Lincoln le

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comentaría irónicamente: «De modo quees usted la pequeña dama que escribióel libro causante de esta gran guerra». Elsur reaccionó con furia a su críticacontra la esclavitud.

En medio de todo el tumulto, elviejo sistema americano de partidosLiberal y Demócrata tenía los díascontados. Se fundó un nuevo partido, u partido del norte: el Republicano.Derrotado en 1856 a manos de JamesBuchanan, se reagrupó en 1860. Aquelaño el estallido de la guerra se volvióinevitable. Un fanático de Kansas, JohBrown, condujo a un puñado deseguidores a Harper’s Ferry paraapoderarse de un arsenal federal ydetonar una rebelión de esclavos. Tras

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ser sofocada ésta tras un breve tiroteocon un tal coronel Robert E. Lee, lastropas gubernamentales arrestaron aBrown y sus correligionarios. Juzgadoen el estado esclavista de Virginia, sólo podía haber un veredicto. Brown murióahorcado. Las últimas palabras que pronunció ante el tribunal resonaron por todo el norte: 

... si es preciso que dé la vida paraque se haga justicia, y mezcle mi sangrecon la sangre de mis hijos y con lasangre de millones de esclavos en este país cuyos derechos son pisoteados por  promulgaciones brutales, crueles einjustas, entonces digo: que así sea. 

Corrupta y anquilosada, la

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administración Buchanan había alienadoa muchas personas. Más grave aún fue laruptura de la candidatura demócrataentre Stephen Douglas en el norte y JohBreckinridge en el sur. Pero no hubierasupuesto ninguna diferencia. El norte sesolidarizó con los republicanos y scandidato de compromiso, udesgarbado abogado de provincias procedente de Illinois que ya se habíaforjado una reputación como polemista brillante: Abraham Lincoln. Su elecciónfue el pistoletazo de salida para lasecesión.

Estado a estado, el sur fueabandonando la Unión. PrimeroCarolina del Sur el 20 de diciembre de1860, luego Mississippi el 9 de enero de

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1861, Florida y Alabama el 10 y el 11,Georgia el 19, Lousiana el 26, y por último Tejas el 1 de febrero. WilliamTecumseh Sherman, director de laAcademia Militar del Estado deLouisiana, veía angustiado cómo su paísse hacía pedazos mientras el sur sufríalas fiebres de la patriotería y el belicismo. Según le comentó a un amigo: 

... este país se anegará de sangre, ysólo Dios sabe cómo acabará todo. ¡Esuna estupidez, una locura, un crimecontra la civilización! Subestimáistambién a las gentes del norte... No vaa permitir que este país se destruya sihacer un esfuerzo supremo por salvarlo... Estáis abocados al fracaso.

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Sólo estáis listos para la guerra eespíritu y determinación. En todo lodemás no tenéis ninguna preparación...Al principio llevaréis ventaja, perocuando vuestros limitados recursoscomiencen a escasear, aislados comoestaréis de los mercados de Europa,vuestra causa empezará a declinar... 

Eran palabras proféticas, repetidas por Jefferson Davis, recién regresadodel norte para ocupar el puesto degeneral de división de voluntarios en sMississippi natal. El gobernador Pettus protestó antes la constante demanda dearmas por parte de Davis:

 —General, exagera el riesgo. —Ojalá lo hiciera —fue la

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respuesta de Davis.El 10 de febrero Davis fue llamado

a Montgomery, Alabama, capital de larecientemente formada Confederación.En esta ocasión viajaba no como generalde división, sino en calidad de presidente. Su recibimiento por parte deuna masa enfervorizada fue muy distintodel de Lincoln en Washington. Lincoln,obligado por las hordas de simpatizantesconfederados a viajar de incógnito,entró en Washington sin llamar laatención. También opuestas eran las personalidades de ambos. Es la duracaracterización de Davis por parte deSam Houston de Tejas la que ha pasadoa la posteridad: tan «ambicioso comoLucifer y frío como un lagarto». Austero,

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irascible, Davis era en verdad inflexibleen lo relativo a los medios y los fines, pero es dudoso que ningún hombre pudiera haber superado las abrumadorasdesventajas bajo las que porfiaba laConfederación. Una de las principalesde estas desventajas era su adversario.Lincoln, repetidamente subestimado,resultó hacer gala de una flexibilidadexcepcional, sin dejar de arder por ellocon una visión casi mística de una nuevaUnión. La fe de Lincoln en la Unión nodegeneró jamás en un deseo de venganzani en ningún género de rencor haciaquienes se oponían a él. La generosidadde su espíritu y la grandeza de su visiócimentaron en todo momento la campaña bélica de la Unión.

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Antes de su inauguración en elcargo, Lincoln mantuvo un silencio deesfinge. Tenía motivos para ello. Losestados esclavistas restantes estabatodavía dentro de la Unión. Lincoln noquería hacer nada que pudiera granjearlesu antagonismo. Su gabinete bipartidistahablaba asimismo del deseo de generar nuevas oportunidades en vez detruncarlas. Pero la tensión aumentabaconstantemente mientras los arsenales y pertrechos federales eran usurpados uno por uno, con la milicia sudista, sumida

a en un ambiente de suspicacia tras elataque de John Brown sobre HarpersFerry, entregada a las prácticas ymaniobras. No tardaría en quedar usolo enclave importante: el fuerte

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Sumter, en la bahía de Charleston. Acomienzos de marzo la escasez dealimentos era motivo de alarma. Lincoldecidió enviar una expedición quetransportara únicamente comida. Si laConfederación disparara contra el fuerteo la expedición, habría significado elcomienzo de la guerra. El 12 de abril,alertado de la inminente llegada de lafuerza de auxilio y obstinado en forzar lasumisión de Sumter, Pierre Beauregardcomenzó su bombardeo. Un día después,incapaz de seguir sosteniendo ssituación, el fuerte se rindió. El efectofue electrizante. La psicosis de guerra se propagó por el norte mientras Lincolreclutaba a setenta y cinco mil hombres.En el sur dio comienzo una segunda

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oleada de secesión, encabezada deforma crucial por el gran estado deVirginia el 23 de mayo. Pronto loimitarían Arkansas, Carolina del Norte yTennessee. La capital confederada setrasladó de su superpoblada e incómodasede en Alabama a la espaciosa ciudadde Richmond, Virginia. A Richmond setrasladó también Robert E. Lee, que yacontaba cincuenta y cuatro años de edad.Unionista y detractor de la esclavitud,Lee regresaba para servir a su estado:«No puedo levantar la mano contra micuna, mi hogar, mis hijos». Abandonabaun Washington donde le habían ofrecidoel control absoluto de los ejércitos de laUnión. Se iba siendo plenamenteconsciente de la tremenda inferioridad

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numérica a la que se enfrentaba el sur.Había aún cuatro estados

esclavistas que se tambaleaban al bordede la secesión: Kentucky, Maryland,Delaware y Missouri. De ellos, el másimportante en términos de población yrecursos era Kentucky. Cuentan queLincoln dijo que, aunque esperaba queDios estuviera de su parte, mejor seríacontar con Kentucky. El territorio deMaryland rodeaba la capital federal.Merced a la suerte, la política y, en elcaso de Maryland, un aluvión desoldados, estos estados permanecíaleales. Si bien había hombres oriundosde todos estos estados que combatía por la causa confederada, el balance deopinión en ellos era probablemente

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unionista. La relación entre la esclavitudla secesión estaba clara, y en estos

estados los propietarios de esclavosconstituían un porcentaje de la población más reducido, y la esclavitudera una institución en declive.

El norte comenzó la guerracontando con una enorme ventaja. Teníanueve veces más rendimiento industrialque el sur, incluido un 97% de la producción de armas de fuego del país.De hecho, el valor total de los productosmanufacturados en la suma de estadosconfederados era menos de una cuarta parte del que se generaba sólo en NuevaYork. Josiah Gorgas, comisario deArtillería, se vio obligado a pedir a lasmujeres sureñas que guardaran sus

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orines para utilizar la urea a fin defabricar pólvora. En términos de población, las diferencias eraigualmente abismales. En el norte vivíaveintiún millones de personas, y en elsur sólo nueve. De éstos, tres millones ymedio eran esclavos, que habría quevigilar para evitar insurrecciones.

En el extranjero se consideraba alnorte, que controlaba la administración yla capital federal, como la autoridadlegítima. También podía apelar a unaabundante reserva de patriotismo que elsur debía improvisar sobre la marcha.El sur, fundado sobre la fe en losderechos estatales, se enfrentaba amuchos más problemas que el norte a lahora de organizar una campaña bélica

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centralizada. Sin el puntal de unatradición nacional, los reveses militaresno tardaron en minar la voluntad beligerante de la Confederación.

Sus comandantes y soldados pensaban en defender sus estadosnatales, sin una estrategia másambiciosa. La naturaleza profundamenteconservadora de la revolución —«Loúnico que pedimos es que nos dejen e paz», dijo Davis— propició que el nortetuviera tiempo y espacio para hacer valer su enorme preponderancia dehombres y equipo. A medida que sedesarrollaba el conflicto, se hizo palpable que el sur era capaz de pasar ala ofensiva. Pero estas gigantescasincursiones —pues el desequilibrio de

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recursos dictaba que fueran poco másque eso— tenían como objetivoimponerse en la contienda política, másque buscar una resolución militar.

Más decisivo aún era el hecho deque los recursos económicos que teníael sur a su disposición estuvieraligados en gran parte a la tierra. Elresultado fue una moneda sin respaldoalguno, con una hiperinflacióconcomitante. Con anterioridad se habíatomado una decisión fatídica. A fin de poner a las potencias europeas derodillas y obligarlas así a presionar alnorte para que cesaran las hostilidades,se prohibieron las exportaciones dealgodón. El resultado fue que se volvióla espalda al capital extranjero, ta

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desesperadamente necesario, en la faseinicial de la guerra, cuando el bloqueono era tan férreo. Mientras tanto Francia

Gran Bretaña tuvieron ocasión de dar salida a los grandes excedentes dealgodón que habían acumulado a lolargo de los últimos años. Cuando la prohibición sobre las exportacionescomenzó a hacerse sentir, lo mismoocurrió con el bloqueo. Las potenciaseuropeas, entre tanto, empezaban a ganar más dinero vendiendo armas ysuministros a los dos bandos que con elnegocio del algodón. Llegado el veranode 1862 era palpable en las capitaleseuropeas que no sería el algodón, sino lasuperioridad militar, lo que decidiría lasuerte de la Confederación. Pronto la

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Proclamación de Emancipacióconvertiría la guerra en una lucha entrela esclavitud y la libertad. Y en estesentido Europa tenía muy claro cuál erasu postura. Para cuando la moribundaConfederación quiso debatir el tema dela emancipación para obtener reconocimiento, ya era demasiado tarde.

Todas las miradas estaban puestasahora en el general Irving McDowell ysu ejército de treinta mil hombres siexperiencia de combate que seencontraba cerca de Washington. Lamañana del 21 de julio de 1861, elejército federal asaltó por el flanco alejército confederado en Manassas. Trasuna jornada de lucha encarnizada, losgenerales Johnston y Beauregard,

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maniobrando hacia las líneas interioresasistidos por la inflexible resistencia

de una brigada de virginianoscomandados por Thomas Jackson, queaquí se ganaría el sobrenombre deStonewall («Pared de Piedra»),convirtieron el triunfo del norte en unadesbandada. El ánimo del sur remontabael vuelo mientras el del norte sedesmoronaba. Pero los efectos habríade imprimir una torva resolución en lacampaña nordista y un correspondienteexceso de confianza en la del sur.

 No tardó en encontrarse otro líder militar, George B. McClellan, el «Joven

apoleón». Su asombroso talentoadministrativo convirtió al ejércitofederal —el Ejército del Potomac— e

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una fuerza de más de cien mil hombres,el contingente bélico más impresionanteque se hubiera visto en América hasta lafecha. Pero McClellan no encontrabanunca el momento oportuno para atacar.Mientras sus soldados se preparaban yse adiestraban sin cesar, Lincoln se vioobligado a pedirle que, ya que el generalno estaba usando el ejército, a él, el presidente, no le importaría tomárselo prestado un momento. McClellaterminó por ponerse en camino. Con uímpetu sobrecogedor e imparable, senorme ejército viajó por agua hasta la península entre los ríos York y James.Convencido por sus propios temores y por su principal espía, Pinkerton, de quese enfrentaba a populosos contingentes

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confederados, remontó sigilosamente la península en dirección a Richmond. Srival confederado, Joe Johnston, seretiraba palmo a palmo ante él. En unaconfusa batalla cerca de Richmond,Johnston resultó herido. Davis dio u paso decisivo. Mientras se retiraban delcampo de batalla, se giró hacia el queera su jefe del estado mayor de facto,Robert E. Lee, y le ofreció hacersecargo del ejército. Lee ya habíaconcebido una de las campañas más brillantes de la historia militar. Alreforzar a Stonewall Jackson en el valledel Shenandoah cerca de Washington,Lee hizo que Lincoln temiera por laseguridad de su capital.

Mientras Jackson destrozaba y

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humillaba a los ejércitos unionistas en elvalle, los necesarios refuerzos deMcClellan se reservaban para defender Washington. Lee tomó el mandomientras Jackson marchaba en sauxilio. No obstante, McClellan sedeclaró satisfecho con este nuevooponente. Consideraba a Lee«precavido y débil bajo el peso de laresponsabilidad... posiblemente tímido eirresoluto en acción». La mayoría de lossudistas hubieran estado de acuerdo coél, pero un comentarista demostró ser más ingenioso que quienes se burlabade él llamándolo «Abuelita Lee» o el«Rey de Picas» por su tendencia afortificarse. 

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... si hay algún hombre ecualquiera de los dos ejércitos, federalo confederado, cuya audacia esté, codiferencia, muy por encima de la decualquier otro en cualquier bando, ésees el general Lee, y muy pronto loveréis. Lee es la audacia personificada.Audaz es su nombre... 

En una serie de ferocesenfrentamientos conocidos como los«Siete Días», Lee atacó una y otra vez asu asombrado oponente. Aunque los planes de Lee se vieron perjudicados por fallos en la cadena de mandoconfederada, McClellan se retiraba yvolvía a retirarse pensando esobrevivir más que en alzarse con la

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victoria. En Washington se gestó unnuevo plan. Un exitoso general federaldel oeste, John Pope, fue convocado para comandar un nuevo ejército.Mientras las tropas de McClellan seretiraban de la península habrían dealimentar constantemente las filas dePope. Éste, arrogante y jactancioso, eraun hombre impopular; Lee se refería a élsimplemente como «ese bellaco» por la brutalidad con que trataba a lossimpatizantes del sur. Convencido deque McClellan ya estaba contenido, Leevolcó su ejército sobre este nuevoadversario. Merced a un brillante ataque por los flancos, Lee y Jacksoaplastaron a Pope en la segunda batallade Manassas.

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En Washington cundió el pánicocuando un reguero de soldados de Popeentró en la ciudad. En los astilleros dela Armada, un barco de vapor con todasu dotación estaba listo para buscar ulugar seguro para el presidente. ElDepartamento del Tesoro se preparaba para la evacuación. Desesperado,Lincoln volvió a recurrir a McClella para recomponer el ejército. Lee preparaba a sus extenuadas tropas paradescargar un poderoso asalto con el quese proponía liberar Maryland.

También el oeste el segundosemestre del año parecía haber vistocómo cambiaban las tornas. La primavera de 1862 había sido testigo deuna concatenación de victorias

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unionistas, culminando en la gran batallade Shiloh. Pero casi inmediatamentedespués de Shiloh, tras la pérdida de laciudad más destacada del sur, NuevaOrleáns, los confederados habían roto elcerco. Un ejército confederado se habíaadentrado en Kentucky con las fuerzasunionistas pisándoles desesperadamentelos talones. A primeros de septiembre se presentaba ante el gobierno del sur u panorama halagüeño. Mientras sus dosgrandes ofensivas avanzabaarrolladoras hacia el norte, la victoria, ycon ella el reconocimiento, parecíatentadoramente próxima.

Pero era un espejismo. Ninguno delos dos ejércitos estaba en condicionesde soportar una campaña prolongada.

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De hecho, una de las principalesmotivaciones de Lee para subir al norteera conseguir víveres para sus famélicoshombres. Los sueños del sur saltaron e pedazos en las batallas de Antietam yPerryville. Aunque estosenfrentamientos no fueron decisivos, losconfederados no estaban en condicionesde hacer nada salvo retirarse. Antietamfue el día más sanguinario de la Guerrade Secesión, y tuvo una consecuenciacrucial. Esta «victoria» permitió aLincoln anunciar la Proclamación deEmancipación. Lincoln, que se oponía personalmente a la esclavitud, había pasado de su ambigua postura inicial aun simple y sucinto: «Debemos liberar alos esclavos o seremos sometidos

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nosotros también».Fue el gesto más que el contenido

lo que importaba (el documento sóloliberaba a los esclavos de aquellasáreas que no estuvieran controladas por la Unión), pero tanto la proclama comola posterior decisión de dar armas a losnegros fueron bazas fundamentales paraconseguir la inminente victoria. Con lallegada del invierno, ambas faccionesaprovecharon para reponer fuerzas yreabastecerse. Se eligió a un nuevocomandante unionista, el generalAmbrose Burnside. El único legado deBurnside para la posteridad sería la palabra sideburns, «patillas» en inglés, por su extraordinariamente barrocovello facial. Burnside se lamentaba de

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su propia incompetencia ante quiequisiera escucharle y dio fe de ella en la batalla de Fredericksburg, con un fútilasalto sobre un puesto confederado casiinexpugnable. Lee se volvió haciaLongstreet mientras el ejército unionistaera descuartizado ante sus ojos y señaló:«Está bien que la guerra sea taespantosa... o nos gustaría demasiado».Aquel día sucumbieron casi trece milsoldados federales y cinco milconfederados. Lincoln no tardó eencontrar otro comandante.

A comienzos de 1863 laConfederación parecía invencible. Elimportantísimo baluarte de Vicksburg enel Mississippi mantenía unidas las dosmitades del sur. A pesar de tratarse de

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un objetivo crucial para los ejércitosunionistas, todos los asaltos sobre élhabían fracasado. En Virginia, elejército de Lee también parecíainvencible. Cerca de Chattanooga otroejército confederado —el Ejército deTennessee— cortaba el paso hacia elcorazón de la Confederación a losfederales. A primeros de año Ulysses S.Grant lanzó otra ofensiva sobreVicksburg, y en el este, el nuevocomandante del Ejército del Potomac, elgeneral Joseph «Fighting Joe» Hooker,se preparaba para enfrentar sus cientoveinte mil hombres a los sesenta mil deLee. Las baladronadas de Hooker lemerecieron estas palabras de Lincoln:«La gallina es el animal más sabio de la

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creación, pues nunca cacarea antes dehaber puesto el huevo».

La clarividencia de Lincoln se vioustificada en la batalla de

Chancellorsville. Entre el 1 y el 6 demayo de 1863 Lee libró y obtuvo una delas mayores victorias militares jamásvistas. Mientras las dos alas de sejército se reunían frente a la mansióde Chancellorsville, en llamas, Leeentró a caballo en el claro. Sus hombres prorrumpieron en ensordecedoresvítores. Uno de ellos escribió: 

Se quedó allí contemplandoaquello con lo que sueñan todos lossoldados: el triunfo; y al alzar la miradahacia él en medio de la rotunda

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culminación de nuestro éxito... penséque debía de ser en escenas semejantesdonde los hombres de antaño seencumbraban a la calidad de dioses. 

Un Lincoln demudado tan sóloacertaba a exclamar: «¡Dios santo!¡Dios santo! ¿Qué va a decir el país?».

Hooker se libró de la muerte por los pelos. Pero entre las bajassobresalía un nombre. Heridoaccidentalmente por sus propioshombres, Stonewall Jackson fallecería pocos días después debido a los efectosde la amputación de un brazo. Leecomentó que puede que Jackson hubiera perdido el brazo izquierdo, pero él, Lee,había perdido el derecho. «Todo Israel

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llorará, pues en verdad ha caído un grahombre», publicaría The CentralGeorgian.

Pero bajo la fachada deespectaculares victorias se escondía lafea verdad, una verdad que Lincoln yLee habían anticipado. Hooker había perdido diecisiete mil hombres eChancellorsville, Lee trece mil. Lincolsencillamente sumó dos y dos y abundóen su búsqueda de un general queestuviera dispuesto a aceptar con todassus terribles consecuencias laexterminación de los soldados del sur,soldados que el norte podía reemplazar sin esfuerzo. Longstreet, que habíasustituido a Jackson como teniente eefe de Lee, sabía que el sur 

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sencillamente no se podía permitir el precio de una victoria. Eso era lo más paradójico. A fin de vencer, el sur teníaque atacar. Pero el coste de esos ataqueslo destruiría. La mayoría de las batallasde la Guerra de Secesión, libradas coarmamento moderno y comunicaciones yestrategias napoleónicas, tuvieron comoconsecuencia un cruento punto muerto.Por brillante que fuera cualquier posibletáctica o estrategia, la victoria decisivaseguiría siendo una quimera para ambasfacciones. Pese a su genialidad, Lee eraincapaz de alcanzar la Cannas que buscaba.

Al debatir la estrategia a seguir después de Chancellorsville, elgobierno confederado hubo de elegir 

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entre dos opciones cruciales. La primeraconsistía en enviar a Lee al oeste paraauxiliar Vicksburg, la segunda en enviar a Lee al norte y buscar el fin delconflicto en una monumental batalladecisiva. Tal era el prestigio del quegozaba Lee, «cuya fama llenaba ahora elmundo», que las objeciones a la segundaopción fueron prontamente acalladas.Mientras se preparaba para abandonar Richmond, una joven anotaba susimpresiones: 

... recuerdo la imponente figura denuestro héroe de pie en el porche,diciendo unas últimas palabras, mientrasse echaba la capa militar sobre loshombros. No me hizo falta recurrir a mi

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excitada imaginación para considerarloel mortal de aspecto más noble quehubieran visto mis ojos. Sentimos,cuando se despidió de nosotros y enfilóen silencio la calle cubierta de hojas ala luz de la luna, que habíamos recibidoun honor superior al de la realeza. 

Lee diría simplemente, refiriéndosea su ejército: «No hubo nunca hombressemejantes en ejército alguno. Iráadonde sea y harán lo que haga falta bajo el mando adecuado». 

A principios de junio de 1863, Leecomenzó la invasión del norte quedesembocó en el clímax de la guerra.Gettysburg sigue siendo la mayor batallalibrada en suelo americano. Se ha

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convertido en uno de los grandessímbolos de la historia estadounidense,si bien es discutible hasta qué puntocambió las cosas. Al igual que Antietamel año anterior, fue un punto muertoestratégico. Ambos bandos sufrieron unnúmero de bajas parecido, lo queatestigua cuan cerca del éxito estuvierolos confederados. Todas las probabilidades apuntabaabrumadoramente en contra de que Lee pudiera lograr la aniquilación delenemigo que buscaba. Aunque lo hubieraconseguido, sus bajas probablementehabrían impedido el asalto sobre unaWashington fuertemente defendida. Perola magnitud y el heroísmo de estagrandiosa batalla viven en las mentes de

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todos quienes han oído hablar de laGuerra de Secesión americana, y tanto para el norte como para el sur simbolizaría el punto de inflexión. 

Hugh Andrew 

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 Para el lector

Ésta es la historia de la batalla deGettysburg, narrada desde el punto devista de Robert E. Lee, James Longstreet

otros hombres que allí combatieron.Stephen Crane dijo en cierta

ocasión que había escrito La rojainsignia del valor porque leer la fríahistoria no era bastante; quería saber qué se sentía al estar allí, qué tiempohacía, cómo eran los rostros de loshombres. A fin de vivirlo debía ponerlo por escrito. Este libro obedece a umotivo similar.

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Quizá el lector encuentre unahistoria distinta de la que le enseñaroen el colegio. Ha habido muchasversiones de esa batalla y esa guerra.Por consiguiente, he rehuido lasopiniones históricas y me he ceñidosobre todo a las palabras de loshombres mismos, a sus cartas y otrosdocumentos. No he alterado ningúhecho de forma consciente. Hecondensado en parte la acción yeliminado algún personaje menor, enaras de la brevedad; pero aunque amenudo he tenido que elegir entre puntosde vista enfrentados, en ningún momentohe manipulado la acción a sabiendas. Hemodificado ligeramente el lenguaje. Erauna época ingenua y sentimental, y los

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hombres hablaban con frasesrimbombantes. Consideré necesarioactualizar algunas palabras para que lareligiosidad e ingenuidad de la época,que eran sinceras, no sonaran demasiado pintorescas al oído moderno. Esperoque se me perdone la licencia.

La interpretación de cada personajees exclusivamente mía. 

Michael Shaara 

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 Prólogo

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 Junio de 1863

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 I. Los ejércitos

El 15 de junio los primerossoldados del Ejército de Virginia del

orte, al mando de Robert E. Lee,cruzan el Potomac a la altura deWilliamsport e inician la invasión delnorte.

Es un ejército de setenta milhombres. Son rebeldes y voluntarios. Lamayoría carece de sueldo y ha de pertrecharse por su cuenta. Es uejército de cohesión sobresaliente quecombate por la desunión. Es anglosajó

protestante. Aunque hay muchoshombres que no saben leer o escribir,

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todos hablan inglés. Compartecostumbres y una fe en común, y se haalzado repetidamente con la victoriafrente a un adversario superior enúmero. La confianza que depositan esu líder es tan sólida como la decualquier ejército veterano que hayadesfilado jamás. Avanzan despaciohacia el norte por detrás de la BlueRidge, parapetando sus movimientostras las montañas. Su principal objetivoes sacar al ejército de la Unión a terrenodescubierto, donde poder destruirlo. Altérmino del mes se ciernen sobreHarrisburg, tras haber sembrado pánico,rabia y desesperación en el norte.

A finales de junio el Ejército delPotomac, siempre lento en moverse, por 

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fin gira hacia el norte para empezar lagran persecución que terminará eGettysburg. Es una curiosa nuevaespecie de ejército, un contingente políglota de hombres sumamentedistintos entre sí que combaten por launión. Hay extraños acentos yreligiones, y muchos que no hablan niuna palabra de inglés. No se ha vistootro ejército igual sobre la faz de latierra. Es una amalgama de hombres procedentes de variopintos lugares quehan visto no pocas derrotas y más de ucomandante. Son voluntarios: el últimode los grandes ejércitos de voluntarios, pues la llamada a filas dará comienzoese verano en el norte. Han perdido la feen sus líderes pero no en sí mismos.

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Creen que ésta será la última batalla, yse felicitan porque vaya a librarse en sterreno. Suben desde el sur, ochenta milhombres, por las angostas carreteras queconvergen en las montañas azules. Elterritorio que atraviesan es uno de losmás bellos de la Unión.

Es el tercer verano de la guerra. 

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 II. Los hombres

Roben Edward Lee. Tienecincuenta y siete años. Mide un metrosetenta y siete centímetros pero tiene las piernas muy cortas, por lo que parecemucho más alto montado a caballo. Cola cara roja, como todos los Lee, la barba blanca, vestido con un viejoabrigo gris y un sombrero de fieltro delmismo color, sin insignias, lo que amenudo propicia que lo tomen por udigno y anciano coronel. Un hombrehonrado, un caballero. No tiene«vicios». No bebe, ni fuma, ni apuesta,ni persigue a las mujeres. No lee

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novelas ni obras de teatro; opina quedebilitan la mente. No posee esclavos nicree en la esclavitud, pero tampoco creeque el negro, «en el estado actual de sdesarrollo», pueda considerarse el igualdel hombre blanco. Es un hombrecontrolado. No pierde los estribos ni lafe; nunca se queja. Esa primavera hasufrido el primer asalto de laenfermedad coronaria que terminará por matarlo. Cree absolutamente en Dios.Ama Virginia por encima de todo, sumística tierra natal. Es el hombre másquerido de los dos ejércitos.

Marcha a sabiendas de queJefferson Davis ha preparado una cartacon una oferta de paz. Llegará aldespacho de Abraham Lincoln un día

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después de que Lee haya destruido elEjército del Potomac en algún punto alnorte de Washington. 

James Longstreet. Teniente general,cuarenta y dos años. Segundo al mandode Lee. Corpulento, más que Lee, de barba poblada, ojos azules, severo, dediscurso lento, directo al grano. Es unode los primeros soldados de nuevahornada, hombres de mirada fría que ha presentido el nacimiento de las nuevasmáquinas de guerra. Ha inventado unatrinchera y una teoría de combatedefensivo, pero en tan enaltecidacompañía serán pocos los que leescuchen. Es uno de los pocos oficialesde alto rango de su ejército que no

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 proviene de Virginia.Ese invierno, en Richmond, las

fiebres se han cobrado la vida de tres desus hijos en el plazo de una semana.Desde entonces se ha retraído, ha dejadode unirse a sus hombres en las partidasde póquer que antaño le entusiasmaban, por las que era célebre.

Le llaman «Viejo Pete» y a vecesel «Holandés». Su cuartel generalsiempre está cerca de Lee; los hombresmurmuran sobre esa confianza y algunosla envidian. Se ha opuesto a la invasióde Pennsylvania, pero una vez implicadoel ejército cesan las protestas. Aun asíno se muerde la lengua; siempre dirá loque piense. Lee le llama, con profundoafecto, «mi viejo caballo de guerra».

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Desde la muerte de Stonewall Jacksoha sido la mano derecha de Lee. Es uhombre obstinado. 

George Pickett. General dedivisión, cuarenta y dos años de edad.Llamativo y encantador, con el pelolargo, perfumado. Último de s promoción en West Point, compensa sufalta de sabiduría con una apasionadaexuberancia. Enamorado de una joven ala que dobla en edad, una muchacha deLynchburg llamada LaSalle Corbelle, ala que ha prometido no volver a probar ni una gota de alcohol. Consiguió entrar en West Point merced a las influenciasde Abraham Lincoln, amigo personal, yahora nadie osaría insultar a Abe

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Lincoln delante de Pickett, aunqueLincoln no sólo sea el enemigo sino elmás absoluto de todos los rivales.

Camino de Gettysburg, el azar quiso que la División de Virginia dePickett cerrara la línea. Le preocupaconstantemente la posibilidad de perderse la mayor batalla del conflicto. 

Richard Ewell. Teniente general,cuarenta y seis años. Completamentecalvo, con una sola pierna, reciécasado. (Llama distraídamente a snueva esposa la «señora Brown».)Excéntrico, brillante, elegido entre todoslos oficiales de Lee para tomar  parcialmente el relevo de StonewallJackson en el mando. Pero junto a s

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 pierna ha perdido algo que los soldados pierden a veces con las grandes heridas.Se acerca a Gettysburg sin seguridad esí mismo, a la cabeza de veinte milhombres. 

Ambrose Powell Hill. General dedivisión, treinta y siete años. Haheredado la otra mitad de la antiguacompañía de Jackson. Hombretemperamental, a menudo competente,con mal carácter, robusto, que aspira aencontrar su sitio en la sociedad deRichmond; discute, riñe y pelea con sussuperiores. Lleva una camisa roja a la batalla. Debería ser un buen soldado, y aveces lo es, pero a menudo enferma sirazón aparente. No le gusta acatar 

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órdenes. En Gettysburg comandará ucuerpo, y su salud volverá a resentirse. 

Lewis Armistead. General de brigada, cuarenta y seis años.Comandante de una de las brigadas deGeorge Pickett. Le llaman «Lo»,abreviatura de Lotario, lo que pretendeser ingenioso, pues se trata de uhombre tímido y reservado, viudo.Descendiente de una familia castrense,tiene espíritu de luchador; entre los másveteranos del ejército es conocido por ser el hombre que, siendo cadete eWest Point, fuera expulsadotemporalmente por golpear a Jubal Earfyen la cabeza con una bandeja. A lo largode los años de servicio ha desarrollado

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un profundo afecto por Winfield ScottHancock, que ahora combate en laUnión. Armistead espera conimpaciencia la reunión con Hancock,que tendrá lugar en Gettysburg. 

Richard Brooke Garnett. Generalde brigada, cuarenta y cuatro años.Dirige la segunda de las brigadas dePickett. Ojos oscuros, callado, trágico.Relevó a Jackson al mando de la antigua brigada de Stonewall; en Kernstown hacometido el error de retirar a sushombres de una posición insostenible.Jackson se siente ultrajado, ordena uconsejo de guerra que nunca se reúne.Jackson muere antes de que Garnett,acusado de cobardía, pueda limpiar s

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nombre y redimir su honor, el honor delque nadie que lo conozca ha dudadonunca. Llega a Gettysburg torturado,demasiado débil para andar. Cree queJackson mintió deliberadamente. En ese bando del conflicto no hay nada másimportante que el honor. 

J.E.B. Stuart. Teniente general,treinta años. Risueño, aficionado a tocar el banjo, excepcional líder de lacaballería que ha cabalgado en círculosalrededor del ejército de la Unión. Es u buen soldado cuyos informes sosiempre exactos, pero también alguien aquien le gusta ver su nombre en los periódicos de Richmond. Su misión esemes consiste en mantener informado a

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Lee del movimiento del ejércitounionista. No lo consigue. 

Jubal Early. General de división,cuarenta y seis años. Comandante de unade las divisiones de Ewell. Es uhombre hosco, frío, glacial, amargado ysolitario. Abandonó West Point paraconvertirse en fiscal, oficio hecho a smedida. Es un soldado competente, perotambién alguien que trabaja con vistas alfuturo, escurridizo, precavido; se forjaráuna reputación a cualquier precio. Dick Ewell lo acepta. Longstreet lodesprecia. Lee, que le llama «mi viejogruñón», se apaña con lo que tiene amano. 

Los siguientes hombres vestían de

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azul: 

Joshua Lawrence Chamberlain.Coronel, treinta y cuatro años. Prefiereque le llamen «Lawrence». Profesor deretórica en la Universidad de Bowdoin, profesor ocasional de Religión Natural yRevelada, sucesor en el puesto delafamado profesor Stowe, marido deHarriet Beecher. Alto y bastanteapuesto, atractivo para las mujeres, algoaniñado, es una persona atildada yencantadora. Alumno sobresaliente, PhiBeta Kappa, habla siete idiomas y tiene buena voz para el canto, pero toda svida ha querido ser soldado. Launiversidad se resiste a permitir quevaya a la guerra, pero en verano de 1862

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solicita un año sabático para estudiar eEuropa. Cuando se lo conceden noacude a Francia sino al despacho delgobernador de Maine, donde obtiene u puesto en el 20° Regimiento deInfantería, los Voluntarios de Maine, y parte hacia la guerra con suma fe en lafraternidad del ser humano. Pasa la larganoche de Fredericksburg apilandocadáveres delante de él pararesguardarse de las balas. Llega aGettysburg con la porfiada fracción delregimiento que ha sobrevivido. Unasemana antes de la batalla recibe elmando del regimiento. Su hermano pequeño, Thomas, se convierte en sayuda de campo. También Thomas hasoñado siempre con ser soldado. Los

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deseos de ambos se harán realidad en laoscura pendiente de una pequeña colinarocosa llamada Little Round Top. 

John Buford. General de división,treinta y siete años. Soldado decaballería, inquieto y constreñido por elambiente dócil y político del este,enamorado de las vastas llanuras y elrecuerdo de la nieve. Tiene buena vista para elegir el terreno, ya está malherido

no vivirá mucho, cansado de laestupidez y la política y la malditacodicia militar. En Thorofare Gapresistió el asalto de Longstreet duranteseis horas, esperando una ayuda queamás llegó. Demasiado bueno como

oficial para su propio bien, languidece

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tras una mesa en Washington hasta queel azar lo devuelve al campo de batalla,donde recibe dos brigadas de caballería

la orden de seguir al ejército de Lee.Es el primero en llegar a Gettysburg,donde eleva la vista hacia las colinas.Es un hombre que sabe reconocer elvalor del terreno. 

John Reynolds. General dedivisión, cuarenta y dos años.Posiblemente el mejor soldado delejército de la Unión. Al igual que Leeantes que él, fue comandante en WestPoint. Es un hombre cortés, marcial,estupendo jinete, otro caballero. Shogar no está lejos de Gettysburg. Elamor le ha llegado tarde en la vida, pero

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la muchacha es católica y Reynoldstodavía no se lo ha dicho a su familia protestante; aun así lleva su anillo euna cadena alrededor del cuello, debajodel uniforme. Antes ese mismo mes esconvocado a Washington, donde leofrecen el mando del ejército. Pero yaha visto los resultados militares de lasmaniobras urdidas por comandantes desalón como Halleck y Stanton, e insisteen que el ejército no puede dirigirsedesde Washington, que no aceptará elmando si no tiene libertad demovimiento. Por consiguiente declinarespetuosamente la oferta. El honor recae sobre George Meade, al que no leofrecen el mando sino que directamentese lo imponen. Es por tanto Joh

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Reynolds, no Meade, quien entra acaballo en Gettysburg la mañana delPrimer Día. 

George Gordon Meade. General dedivisión, cuarenta y siete años.Vanidoso e irascible, alopécico,cargado de autocompasión. Toma elmando del ejército el domingo 28 deunio, dos días antes de la batalla. Se

 propone pasar revista a sus tropas, peroal final no le da tiempo. Planea una líneade defensa en Pipe Creek, lejos deGettysburg, con la ilógica esperanza deque Lee ataque en el terreno de selección. Ninguna decisión de las quetome en Gettysburg será decisiva, salvoquizá la última.

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 Winfield Scott Hancock. General

de división, treinta y nueve años. Viejoamigo de Armistead. Un hombremagnético casado con una hermosamujer. Pintor de talento, general de libroilustrado. Tiene tendencia al sobrepeso, pero en estos momentos es joven ydelgado, su presencia aún impone; gustade presentarse en el campo de batallacon la ropa impecable y nunca baja lacabeza. En el combate que se avecinaestará en todas partes, y al finalaguardará a Lew Armistead en lo alto deCemetery Hill. 

Durante todo ese mes predominalas altas temperaturas y las fuerteslluvias. Las cerezas maduran por toda

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Pennsylvania, y los hombres se atiborrade ellas sobre la marcha. Los civiles hahuido y no hay luz en las casas. Losejércitos avanzan hacia el norteenvueltos en una nube de calor y polvo. 

«Cuando los hombres se alzan earmas para liberar a otros hombres, hayalgo de pío y sagrado en la guerra.»

Woodrow Wilson 

«Aborrezco la idea de las causas, ysi tuviera que elegir entre traicionar a mi país o traicionar a un amigo, espero quetendría las agallas para traicionar a mi país.»

E.M. Forster  

«Pese a toda mi devoción a la

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Unión y la impresión de ser uciudadano americano leal y cumplido,no he sido capaz de levantar la manocontra mis familiares, mis hijos, mihogar. Renuncio por consiguiente a mi puesto dentro del ejército...»

De una carta de Robert E. Lee 

«Sr. Mason: ¿Cómo justifica susactos?

John Brown: Creo, amigo mío, queson ustedes culpables de una graveafrenta contra Dios y la humanidad... lodigo sin ánimo de resultar ofensivo... ysería perfectamente legítimo paracualquiera cruzarse en su camino paraliberar a aquellas personas que ustedesretienen voluntaria y malsanamente

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encadenadas. No lo digo como uinsulto.

Sr. Mason: Lo entiendo.»De una entrevista con John Brow

tras su captura 

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 Lunes, 29 de junio de1863

Mis ojos han visto la gloria... 

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 1

l espía

 

Desmontó tras adentrarse en laespesura del bosque. Avanzó a rastrassobre el vientre por encima de fríasrocas hasta vislumbrar la luz del sol,hasta dejar atrás la cobertura y poder ver a kilómetros de distancia, y había uvasto ejército debajo de él, inundando elvalle como un río humeante. Surgía deun chaparrón azul hacia el oeste y

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anegaba la angosta carretera del valle,serpenteando paralelo a un arroyo,estrechándose y ahogándose en u puente blanco, difuminándose en el polvo amarillento de junio pero visibletodavía más adelante en el camino traslas colinas azules, cubierto de banderas

estandartes como una gigantescaserpiente segmentada y erizada de púascuya cabeza quedara oculta tras un muroceleste de lluvia estival.

El espía se parapetó tras un cantorodado y empezó a contar las banderas.Debía de haber veinte mil hombres,visibles de una ojeada. Dos cuerpos dela Unión completos. Distinguió losfamiliares sombreros negros de laBrigada de Hierro, tropas que

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 pertenecían al Primer Cuerpo de JohReynolds. Consultó su reloj, apuntó lahora. Avanzaban deprisa. El Ejército delPotomac nunca se había movido tarápido. El día era asfixiantementecálido, sin viento, y el polvo flotabasobre el ejército como un velo amarillo.Pensó: Habrá algunos que mueran hoy acausa del calor. Pero están cubriendoterreno más deprisa que nunca.

Se adentró de nuevo en la frescaoscuridad y bajó despacio la colina edirección al silencioso territorio vacíodel norte. Con suerte podría llegar a lalínea sudista antes de que anocheciera.Después sería peligroso. Pero no debíamostrarse apurado. El caballo ya estabacansado. Sin embargo, sentía la presió

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de aquel gran ejército azul a su espalda,agolpándose como el agua tras un diqueagrietado. Salió a campo abierto, a latierra que separaba a los ejércitos.

Había hinchados granerosholandeses, ordenados huertosalemanes. Pero no se veía ninguna res elos pastos y tampoco caballos, y por doquier las casas se levantaban vacías ya oscuras. Estaba solo rodeado de calor 

silencio; empezó a llover entonces, ysu galope lo adentró en una monstruosatormenta eléctrica. Toda su vida habíatenido miedo a los rayos, pero siguiócabalgando. No sabía dónde estaba elcuartel general sudista, pero sí quedebía de encontrarse en algún lugar cerca de Chambersburg. Había

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 presentido la sombra del ejército de Leeen todos los rumores y conversacionesde bar, en los periódicos y en la histeriaque había impregnado todo el este dePennsylvania, y aquel día era tal vez elúnico hombre vivo que conocía las posiciones de ambos ejércitos. Portabaese conocimiento con fervor y orgullo.Lee estaría cerca de Chambersburg, ydondequiera que estuviese Lee,Longstreet no andaría lejos. De modoque hallar el cuartel general no era el problema. El problema era cruzar las patrullas en la oscuridad.

La lluvia arreció. Ni siquiera podíaresguardarse debajo de un árbol por culpa de los rayos. Debía tener cuidado para no perderse. Cabalgaba citando a

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Shakespeare de memoria, pensando ela patrulla que lo aguardaba en algúlugar entre las sombras. El cielo abríasus compuertas y se derramaba sobre él

seguía cabalgando: Habrá lluvia estanoche: que caiga. Era un diálogo entreasesinos. Había sido actor una vez. Lefaltaba estatura y tenía la voz discreta;no había habido papeles importantes para él hasta que estalló la guerra, yahora él era el único que sabía lo buenoque era. Ojalá pudieran verle trabajar,el viejo y frío Longstreet y el resto. Perotodo el mundo odiaba a los espías.Como espía vengo solo. Un espíasolitario y empapado. Pero ellos vieneen batallones enteros. La lluvia comenzóa amainar y espoleó a su caballo al

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trote. Mi reino por un caballo. Qué buena, esa frase. Siguió adelante,recitando Enrique V en voz alta:

 —Otra vez en la brecha...Aquella tarde se encontró con u

cruce de caminos y el rastro de ucontingente de caballería que había pasado por allí hacía escasas horas. Scamino conducía al norte en dirección aChambersburg, pero comprendía queLongstreet tendría que saber quiéneseran esas personas que estaban tan cercade su línea. Debatió consigo mismo ela encrucijada, consciente de que nohabía tiempo. Demorarse le costaría laluz del día. Pero era un hombreorgulloso y las huellas le intrigaban. Talvez fuera tan sólo Jeb Stuart. El espía

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 pensó esperanzando, con melancolía: Sise trata de Stuart, podría pedirle unaescolta armada para llegar a casa. Diola vuelta y siguió el rastro. Después deun rato divisó una granja y a un hombrede pie en un sembrado, un huerto demelocotoneros, y apretó el paso en esadirección. El hombre era menudo yestaba calvo, tenía los brazos redondos

enormes y su inglés era horrible. Elespía asumió su papel: el de ucampesino ingenuo que buscaba a smujer fugitiva, aterrorizado por lossoldados. El calvo le miró sudoroso,con fastidio, le dijo que los soldadosque acababan de pasar eran «azules»,anquis. El espía preguntó qué ciudad

había más adelante, y el granjero le dijo

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que Gettysburg, pero ese nombre nosignificaba nada. El espía dio la vuelta yclavó espuelas de regreso al cruce decaminos. Caballería yanqui significabala columna de John Buford. Moviéndoseaprisa. ¿Dónde estaba Stuart? Nada deescoltas ahora. Enfiló de nuevo hacia lascolinas azules. Pero el caballo no dabamás de sí. Tuvo que desmontar ycaminar.

Aquél fue el último rastro deanquis. Estaba atravesando Sout

Mountain; ya casi había llegado a casa.Detrás de South Mountain estaba Lee y, por supuesto, Longstreet. Curiosaamistad: Longstreet, adusto y aficionadoa las apuestas; el viejo Bobby Lee, taformal y beato. El espía estaba pensando

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en ello cuando se reanudó la lluvia,acompañada de más relámpagos pero por lo menos también de aire fresco; searrebujó bajo su sombrero y volvió aHamlet. El viejo Jackson había muerto.Adiós, adiós, amado príncipe, los corosangélicos te acompañen al celestedescanso...

Se adentraba en la oscuridad. Yano había necesidad de darse prisa. Seapartó por fin de la carretera y buscó ucampo alejado de los rayos y losárboles; se sentó bajo el aguacero paradar cuenta de una cena solitaria,intentando decidir si valía la penaarriesgarse a seguir adelante. Estabamuy cerca; empezaba a intuir s proximidad. No había forma de saber 

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cuándo o dónde, pero de prontoaparecerían en la carretera, saliendocomo fantasmas de detrás de los árbolescon sus espeluznantes sonrisas, y otroshombres armados con pistolas sematerializarían de repente rodeándolo por completo, aguijoneándole la espaldacon duros cañones de acero, como seazuza a un animal, y tendría que rezar ala suerte, porque pocos hombreshonrados con asuntos legítimosdeambulaban de noche, no entonces, noesa noche, en aquel territorio invadido.

Caminó despacio por la carretera,sin pensar en nada, moviéndose tan sólo,remiso a detenerse. Estaba cansado. Esu cabeza titilaban fragmentos deHamlet: Y si ahora no fuese, habrá de

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ser después. Todo consiste en estar  prevenido. Ese papel sí que era bueno.Una ciudad al frente. Algunas luces. Yentonces se encontró con la patrulla.

Había una presencia en lacarretera, una voz clara del sur. Las vioentonces perfiladas por el relámpago,negras figuras erizadas que se alzaban asu alrededor. Una lámpara inesperadaderramó su luz amarilla. Vio un adustorostro aguileño que sonreía; se apresuróa mencionar el nombre de Longstreet.Con algunos valían las poses, con otrosvalía arrastrarse, y había con quienesvalía mostrarse imperioso. Pero esosólo podía hacerse a la luz del día,cuando se les podían ver las caras yuzgar su reacción. Ahora estaba

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demasiado cansado y aterido. Se sentó ytiritó: un hombre insignificante a lomosde un caballo pálido cubierto de barro.Le sonrió la suerte. Había un sargento paciente de larga barba gris que le pusouna escolta y le indicó la oscuracarretera que conducía al cuartel generalde Longstreet.

 Ni siquiera entonces estaba asalvo, pero podía empezar a relajarse.Encaró el largo camino entre las fogatasde la patrulla y pudo oírlos cantando bajo la lluvia, una canción tras otra alamparo de los árboles. Un ejército ahíto

satisfecho, asando carne y tostando pan reciente, contándose historias en laoscuridad. Empezó a quedarse dormidoencima del caballo; estaba en casa. Pero

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no les gustaba verlo dormir y uno deellos lo despertó para recordarle, coguasa, que si allí no había nadie que loconociera, caray, entonces, sintiéndolomucho, tendrían que ahorcarlo; elsoldado lo dijo tan sólo para ver laexpresión de su cara, y el espía seestremeció, preguntándose: ¿Por quétiene que haber hombres así, hombres alos que les divierte la muerte de s prójimo? 

Longstreet no estaba dormido.Yacía en el catre contemplando elrestallar de los relámpagos en la puertade la tienda. En el calvero imperaba lacalma y seguía oyéndose el caer de lasgotas de agua de los árboles a pesar de

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que ya no llovía. Cuando Sorrel le tocóel brazo se alegró de ello; estaba pensando en sus hijos muertos.

 —¿Señor? Me pidió que lodespertara si regresaba Harrison.

 —Sí. —Longstreet se levantódeprisa y se puso la vieja bata azul y laszapatillas. Era un hombre de tallaconsiderable, de barba espesa y pelorebelde. Pensó en la última vez quehabía visto al espía, en Virginia, unhombre pequeño con cara de comadreja:«¿Dónde estará su cuartel, general, alláarriba en Pennsylvania? Es un estadomuy grande». Allí de pie con una manomugrienta cerrada en torno al frío oro. YLongstreet había respondido con vozglacial y burlona: «Estará donde tenga

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que estar. Si no puedes encontrar elcuartel general de un ejército tan grandecomo éste es que no vales gran cosacomo espía». A lo que el espía habíarepuesto, herido: «Explorador, señor.Soy un explorador. Soy un patriota,señor». Longstreet había sonreído.Todos somos patriotas. Salió a la luz.

o sabía qué esperar. Lo cierto era queno había anticipado en absoluto lareaparición del espía.

Allí estaba el hombrecillo: caladohasta los huesos montado en un caballo pálido cubierto de salpicaduras. Sonreíalánguidamente bajo el ala desfallecidade un sombrero chorreante de agua. Urelámpago centelló a su espalda; se tocóel sombrero.

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 —A su servicio, general. ¿Permiso para desmontar?

Longstreet asintió con la cabeza. Laescolta retrocedió. Longstreet encargó aSorrel que trajera café. El espía seescurrió de lo alto del caballo y sequedó sonriendo bobaliconamente,tiritando, con los labios flojos por lafatiga.

 —Bueno, señor —el espía se rióentre el castañetear de dientes—, ya love, al final he conseguido encontrarle.

Longstreet se sentó en una sillamojada ante la mesa de campaña,extrajo un puro y lo encendió. El espíase desplomó derrengado en su asiento,con la boca abierta todavía, resollandocon fuerza.

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 —Ha sido un día muy largo. No he parado de galopar hasta ahora.

 —¿Qué tienes? —He cruzado las patrullas de

noche, sabe. Eso puede ser muydelicado.

Longstreet asintió. Observaba,esperaba. Llegó Sorrel con el caféhumeante; la taza quemaba en los dedosde Longstreet. Sorrel se sentó,observando con curiosidad y reproche alespía.

Éste dio un trago y olisqueó elfragante humo de Longstreet.Melancólico, inquirió:

 —Diga, general, ¿no tendrá ustedotro de ésos? ¿Buen tabaco del sur?

 —Al grano —repuso Longstreet—.

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¿Qué tienes? —Tengo la posición del ejército de

la Unión.Longstreet asintió, inexpresivo. No

sabía que el ejército unionista estuvieraen marcha, ni dentro de un radio detrescientos cincuenta kilómetros, ni aeste lado incluso del Potomac, peroasintió y no dijo nada. El espía solicitóun mapa y empezó a señalar las posiciones de los destacamentos.

 —Se acercan en siete cuerpos.Calculo por lo menos ochenta milhombres, cien mil a lo sumo. Cuando sereúnan todos les superarán en número, pero no son tan fuertes como antes; losalistamientos de dos años se estáagotando. El Primer Cuerpo está aquí.

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El Decimoprimero está justo detrás.John Reynolds está al mando de loselementos de cabeza. Esta mañana lo hevisto en Taneytown.

 —Reynolds —dijo Longstreet. —Sí, señor. —¿Lo viste con tus propios ojos?El espía sonrió, asintió, se frotó la

nariz, soltó una risita. —Tan cerca que podría tocarlo.

Era Reynolds, sin duda. —Esta mañana. En Taneytown. —Exacto. No sabía nada de esto,

¿verdad, general? —El espía cabeceóentusiasmado—. Ni siquiera sabía queestuvieran en marcha, ¿verdad? Me lofiguraba. No se habrían desperdigado deesta manera si supieran que se les

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echaban encima.Longstreet miró a Sorrel. El ayuda

de campo se encogió de hombros sidecir nada. Si aquello era cierto,tendrían que haber oído rumores. Lamente de Longstreet procesó despacio lainformación. Dijo:

 —¿Cómo sabías que estábamosdesperdigados?

 —Me lo he olido. —El espíaesbozó una sonrisa vulpina erizada dedientes—. Escuche, general, se me da bien mi trabajo.

 —Dime qué sabes sobre nuestra posición.

 —Bueno, tampoco puedo ser muy preciso porque no he llevado a cabo laexploración en persona, pero creo que

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están repartidos entre York yChambersburg, pasando por Harrisburg,con el grueso del ejército alrededor deChambersburg y el general Lee a lavuelta de la esquina.

Era exacto. Longstreet pensó: Siéste lo sabe, ellos también. Muydespacio, dijo:

 —No teníamos noticias demovimientos unionistas.

El espía no cabía en sí de gozo. —Lo sabía. Por eso me he dado

tanta prisa. He cruzado esa línea de patrullas de noche y todo. No sé si sedará usted cuenta, general...

Sorrel lo atajó fríamente: —Señor, ¿no cree que si la historia

de este hombre fuese verdadera

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habríamos oído algo?A Sorrel no le caían bien los

espías. El espía hizo una mueca,resopló.

 —Ya no están precisamente enterritorio amigo, mayor. Esto ya no esVirginia.

Cierto, pensó Longstreet. Perodeberían haber escuchado algo. ¿Stuart?

 —La caballería del general Stuart partió hace unos días —dijo Longstreet —. No ha informado de ningúmovimiento.

El espía se encogió de hombros,exasperado, mirando a Sorrel coinquina. Sorrel le volvió la espalda,mirándose las uñas.

 —¿Qué sabes de Stuart? — 

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 preguntó Longstreet. —No mucho. Anda por alguna

 parte del norte. Acapara los titulares, pero no he oído que esté haciendo dañode verdad.

 —Si el ejército unionista estuvieratan cerca como afirmas —dijoLongstreet—, cualquiera pensaría...

 —A ver, maldita sea —espetó elespía, con un conato de rabia—. Que hecruzado esa patrulla a oscuras y todo.Escuche, general, le diré una cosa: no séqué está haciendo el viejo Stuart ytampoco me importa, pero yo herealizado mi trabajo y esto es un hecho.Esta misma tarde de este mismo día metopé con las huellas de la caballeríaunionista, apretadas como pulgas, una

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 brigada completa y puede que dos, y los barrigas azules no estaban ni a cuatrohoras de trote fuerte de este mismo sitio,

ésa, por Dios, es la santa verdad. — Volvió a resoplar, meditando. Con afánconciliador, añadió—: La columna deBuford, me parece que era. Para ser exactos.

Longstreet pensó: No puede ser cierto. Pero era una persona de fuertesinstintos; de improviso tuvo la certeza yle hirvió la sangre. Jeb Stuart... paseándose a placer. Maldita fuera suestampa. Se volvió hacia Sorrel.

 —Está bien, mayor. Mande unmensaje al general Lee. Creo quetendremos que despertarlo. Traiga micaballo.

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Sorrel hizo ademán de ir a decir algo, pero sabía que no conveníadiscutir con Longstreet. Partió.

 —¿El general Lee? —inquirióentusiasmado el espía—. ¿Voy a ver algeneral Lee? Caray. —Se levantó, sequitó el ridículo sombrero y se atusó el pelo pegado a la calva. Estaba exultante.Longstreet escuchó el resto de lainformación, regresó a su tienda y se dio prisa en vestirse.

Si el espía estaba en lo cierto, elejército corría grave peligro. Podían ser divididos y aislados de casa ydestruidos metódicamente, uno a uno. Siel espía estaba en lo cierto, Lee tendríaque volverse, pero el viejo no creía elos espías ni en ninguna información por 

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la que hubiera que pagar, no habíaaprobado el gasto de dinero ni la ideaque había detrás de ese estipendio. Y elviejo tenía fe en Stuart, y por todos lossantos, por qué Stuart no había enviadonada, ni siquiera un correo, porque nisiquiera Stuart era tan estúpido como para permitir que el condenado Ejércitodel Potomac al completo se acercaratanto sin abrir la boca, sin decir ni unasola condenada palabra. Longstreetvolvió a salir a la luz. No había creídonunca en esta invasión. Juntos, Lee yDavis le habían impuesto su voluntad.

o creía en ofensivas cuando elenemigo te superaba en número y e potencia de fuego e iría a por ti de todosmodos si te quedabas esperando en t

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 propio terreno. No había disentidodesde que salieron de casa, pero lainvasión seguía sin ser plato de su gusto;el plan entero se le antojaba áspero ychirriante, y al pisar aquel suelodesconocido sentía un soplo de airehelado, una alarma a lo lejos. Meroinstinto. Todavía no tenía ninguna prueba. El espía mencionó el puro denuevo. Era un trecho corto en la nochehasta el cuartel general de Lee, y pasaron junto a chisporroteanteshogueras de campamento casiconsumidas con el espía exhalandoexuberantes bocanadas de humo azulcomo un horno satisfecho.

 —Es un ejército contento el quetiene usted aquí, general —charló co

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aprobación el espía—. Me di cuentanada más cruzar la patrulla. Un ejércitocontento, dispuesto a luchar. Cantan ytodo. Lo puede sentir uno en el aire. Nocomo esos barrigas azules. Una pandillade desesperados hechos polvo. Le diréuna cosa, general, esto tendrá simportancia. Los barrigas azules estácasi acabados. Caray, ¿sabe qué es loque veo adondequiera que voy?Vergüenza, eso es. En cualquier calle decualquier ciudad, hombres sanos yrobustos. Ahí plantados, a miles,leyendo miserables periodicuchos de pacotilla que hablan de esta grandísimainvasión y de los últimos coletazos de laUnión y de cómo todo el mundo tieneque alzarse en armas, ja. —El espía se

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carcajeó—. Como un puñado demujeronas en la iglesia. La guerra estácasi acabada. Lo puede presentir uno,general. Se respira el final en el aire.

Longstreet no dijo nada. Empezabaa pensar qué hacer si el espía teníarazón. Si no conseguía que Lee cambiarade parecer ahora, sería un desastre. Perosi el ejército unionista había salido acampo descubierto, por fin había unagran oportunidad: un brusco movimientohacia el sur, entre Hooker y Washington, para cortarles el acceso a Lincoln. Sí.

 —¿Qué sabes de Hooker? —  preguntó Longstreet—. ¿Dónde está?

El espía se detuvo, boquiabierto. —Oh, por los clavos de Cristo.

Perdóneme usted. —Hizo una mueca,

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agitó la cabeza—. Se me habíaolvidado. Esta mañana publicaban uartículo en el periódico. Decía quehabían sustituido a Hooker. Le han dadoel mando a Meade, me parece que era.

 —¿George Meade? —Sí, señor. Eso creo. —¿Estás seguro? —Bueno, Meade ponía en el

 periódico, pero ya conoce usted a esoscondenados reporteros.

Longstreet pensó: Un nuevo factor.Espoleó al caballo, pero no podía correr más debido a la oscuridad. Lee debíaescucharle. Dios bendiga a los políticos.Reynolds era su mejor hombre. ¿Por quéhabían recurrido a Meade? Pero es unalástima que Hooker se vaya. El viejo

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Fighting Joe. —¿Era Meade, entonces —insistió

Longstreet—, y no Reynolds? —Se rumorea que le ofrecieron el

 puesto a Reynolds, pero éste no loquería ni en pintura. Eso decía el periódico.

El viejo John es demasiado listo para aceptarlo. No con ese idiota deHalleck moviendo los hilos. Pero,¿Meade? Quisquilloso. Ingeniero.Meticuloso. No era ningún genio, esoseguro. Pero un factor nuevo. Un hombrede Pennsylvania. Conocerá esta tierra.

El espía continuaba su afable perorata. Parecía necesitado deconversación. Decía:

 —Lo más curioso de todo, lo que

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me molesta, es que cuando haces bieeste trabajo nadie sabe que lo estáshaciendo, nadie te ve trabajar nunca,¿sabe? Y a veces desearía tener público.He hecho mis pinitos en escena, ah,general, qué bueno era. —El espíasuspiró, resopló, volvió a suspirar—.Ahora bien, esta creación es estupenda.Soy un pobre granjero medio lelo, veusted, aterrado de los soldados, y miencantadora y joven esposa se ha fugadocon un tambor y yo ando peinando loscampos buscándola, qué pena que doy.Y la gente me mira por encima delhombro y se sonríe a mi espalda, perotodo el rato me dicen lo que quierosaber sobre dónde está quién y cuántosson y a qué distancia, y ni siquiera se

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 percatan de ello, están demasiadoocupados con su menosprecio. Haymucha gente, general, a la que el almahumana le importa un comino, ¿lo sabía?Lo curioso del caso es que después deuna temporada representando a este pobre campesino no puedo evitar elsentir lástima por él. Porque a nadie leimporta.

Llegaron al campamento de Lee, eel claro que había al sur deChambersburg. Para cuando llegaron allíLongstreet sabía ya que el espía estabadiciendo la verdad. El joven Walter Taylor estaba levantado, irritado,remilgado, defendiendo el derecho delgeneral Lee a descansar por la nocheincluso delante de Longstreet, que sintió

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llamear los rescoldos de la rabia yordenó a Taylor que fuera a sacar alviejo de la cama. Desmontaron yesperaron. El espía se sentó bajo utoldo, sonriendo de ilusión ante la perspectiva de conocer a Lee.Longstreet no podía sentarse. Ledesagradaba despertar al viejo: Leehabía tenido molestias últimamente.Pero aquí se podía perder la guerra.Debería haber acudido a Vicksburg. Lasnoticias procedentes de allí no erahalagüeñas. Caerá, y después... debemosganar aquí si queremos vencer, ydebemos hacerlo pronto. La lluvia localaba; se estremeció. Con tanta lluviase embarrarían las carreteras.

Lee salió a la luz. El espía se puso

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firme de un salto. Lee hizo una ligerareverencia, envarado.

 —Caballeros.Tenía la cabeza descubierta bajo la

lluvia: regio, formal, un apuesto ancianode barba y cabello blancos vestido couna túnica azul descolorida. Parecíaojeroso. Longstreet pensó: Cada vez quelo veo parece mayor. Por un momento elespía se quedó callado, embelesado,antes de hacer una reverencia desde lacintura, pronunciada, cortés, elegante,sacándose el sombrero nacido delcráneo alopécico y barriendo incluso elsuelo con él, caballeroso, ridículo,como escapado de un escenariodiseñado para un rey.

 —General —dijo pomposamente el

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espía—, àvotre service. —Añadió algoen un extraño francés del sur. Latransformación sorprendió a Longstreet.

Lee miró al general de soslayo: una pregunta velada.

 —Le ruego perdón, señor —dijoLongstreet—. He pensado que esto eraurgente. Este hombre posee información.

Lee miró en silencio al espía. Srostro no dejaba traslucir nada.

 —Caballero —dijo al cabo,flemático—, sabrá usted disculparme,no conozco su nombre.

 —Me llamo Harrison, señor, por ahora. —El espía sonrió enseñando losdientes—. Es el nombre de un e presidente y ex general. Una pequeña broma, señor. Uno tiene que conservar 

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el sentido del humor.Lee volvió a mirar a Longstreet de

reojo. —Este hombre tiene la posició

del ejército unionista —dijo el general —. Dice que está muy cerca. Tengo unmapa.

Se acercó a la mesa de mapas, bajoel toldo. El espía lo siguió a disgusto.Lee acudió despacio a la mesa, si perder de vista al hombre. Transcurridoun momento se dirigió a Harrison:

 —Tengo entendido que es usted el —una ligera pausa— «explorador» delgeneral Longstreet. —Lee se resistía autilizar el término espía—. Creo que lovimos por última vez en Virginia.

 —Es verdad —dijo el espía,

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arrobado—. Llevo dando vueltas desdeentonces entre los barrigas azules, y permítame decirle, general, señor, quees un honor y un priv...

 —Afirma que sus elementos decabeza están aquí —acotó Longstreet—.Dice que hay una nutrida columna decaballería unionista a menos de cuatrohoras de camino.

Lee consultó el mapa. Luego sesentó y lo miró más de cerca. Longstreetfue desgranando las posiciones, con elespía revoloteando a su espalda comouna polilla con números y nombres yfechas. Lee escuchaba impertérrito.

 —Según sus estimaciones habráunos cien mil hombres —concluyóLongstreet.

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Lee asintió. Pero las estimacionesno significaban nada. Se quedó sentado por un momento con la mirada clavadaen el mapa e inclinó ligeramente lacabeza. No se lo cree, pensó Longstreet.Entonces Lee levantó la cabeza y miró alespía.

 —Se diría que ha galopado ustedsin descanso. ¿Viene de muy lejos?

 —De muy lejos, señor. —¿Y ha atravesado las patrullas de

noche? —Sí, señor —el espía cabeceaba

 —, eso he hecho. —Estamos en deuda con usted. — 

Lee se quedó mirando fijamente el mapa —. Gracias. Ahora, estoy seguro de queel general Longstreet lo acompañará a s

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alojamiento.El espía había sido despedido, era

lo bastante perspicaz como para darsecuenta. Se levantó a regañadientes. Dijo:

 —Ha sido un placer, señor, haber servido a un hombre como usted. Dioslo bendiga, señor.

Lee volvió a darle las gracias.Longstreet encargó a Sorrel que seocupara de que el hombre recibieracomida y una tienda donde pasar lanoche, y que se quedara donde él pudiera encontrarlo si lo necesitaba, loque quería decir: No lo pierdas de vista.El espía se fundió con la oscuridad.Longstreet y Lee se quedaron sentados ala mesa bajo la lluvia.

 —¿Cree a este hombre? —preguntó

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Lee en voz baja. —No tengo elección. —Supongo que no. —Lee se frotó

los ojos, se apoyó en la mesa. Se sujetóel músculo del brazo izquierdo con lamano derecha. Meneó despacio lacabeza—. ¿Tengo que confiar mismovimientos a la palabra de un espía asueldo?

 —No podemos permitirnos locontrario.

 —Habríamos oído algo de Stuart. —Tendríamos que haberlo oído. —Stuart no nos dejaría a ciegas. —Está de paseo otra vez —dijo

Longstreet—. Esta vez deberíaaplastarlo. Aplastarlo sincontemplaciones.

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Lee sacudió la cabeza. —Stuart no nos dejaría a ciegas. —Tenemos que dar la vuelta — 

dijo Longstreet. Su corazón latía cofuerza. Era malo ver al anciano indómitodébil y sin sombrero de madrugada,había blandura en sus ojos, dolor en sgesto, la mano derecha frotaba lamolestia de su brazo. Añadió—: No podemos correr el riesgo. Nos hará pedazos si no nos concentramos.

Lee no dijo nada. Transcurrido unmomento Longstreet le habló de Meade,a lo que Lee respondió:

 —Deberían haber acudido aReynolds.

 —Lo mismo he pensado yo. Creoque rechazó su propuesta.

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Lee asintió. Sonrió ligeramente. —Hubiera preferido continuar 

contra el general Hooker.Longstreet imitó su sonrisa. —También yo. —Meade será... precavido.

Tardará algún tiempo en asumir elmando, en organizar su equipo. Creo...quizá debamos actuar deprisa. Puedeque aquí tengamos una oportunidad.

 —Sí. Si nos colocamos detrás de élle cerramos el paso a Washington...

 —Siempre y cuando su hombre estéen lo cierto.

 —Lo averiguaremos.Lee se inclinó sobre el mapa. Las

montañas se alzaban como una paredredondeada entre ellos y el ejército

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unionista. Había una abertura al este deChambersburg y al otro lado todos loscaminos confluían, como una telaraña,en una pequeña ciudad. Lee puso eldedo en el mapa.

 —¿Qué ciudad es ésa?Longstreet miró donde señalaba. —Gettysburg —dijo.Lee asintió con la cabeza. —Bueno —tenía los ojos

entornados—, no veo ningún motivo para demorarnos. Voy detrás de suejército, no de sus ciudades. —Siguiólas carreteras con el dedo; todasconvergían en esa pequeña población—.Creo que deberíamos concentrarnos eesta dirección. Esta encrucijada nos seráútil.

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 —Sí —convino Longstreet.Lee lo miró con sus ojos negros,

duros como diamantes. —Partiremos al despuntar el alba.Longstreet sintió una agradable

trepidación. Podía confiar en que elanciano se movería.

 —Sí, señor.Lee empezó a incorporarse. Hacía

 poco se había caído de bruces de ucaballo, y cuando se apoyó en la mesa para erguirse Longstreet le vio torcer elgesto. Pensó: Acuéstate y deja que meocupe yo. Da la orden y yo lo haré todo.Dijo:

 —Siento haber tenido quedespertarlo, señor.

Lee miró detrás de él, a la

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oscuridad mecida por la suave brisa.Había dejado de llover. Un ligero vientose hilvanaba en las copas de los pinos;aire frío y dulce, plácido y limpio. Leeinspiró hondo.

 —Es buena hora. Siempre me hagustado esta parte de la noche.

 —Sí. —Bien. —Lee miró a Longstreet a

la cara, de reojo, con timidez casi, antesde volver a apartar la mirada. Sequedaron atrapados por un momento eun silencio incómodo. Llevaban muchotiempo juntos en la guerra y habíaestrechado sus lazos, pero Lee siemprese mostraba formal y Longstreet tenía problemas para expresarse, de modoque permanecieron largo rato hombro

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con hombro sin decir nada, sin mirarse,escuchando las gotas de lluvia que sedescolgaban de las hojas. Pero aquelmomento de silencio fue suficiente.

 —Cuando esto acabe —dijo Leedespacio, al cabo—, lo echaré mucho demenos.

 —Sí. —No me refiero al combate. —No. —Bien —dijo Lee. Elevó la

mirada al cielo—. Todo está en manosde Dios.

Se dieron las buenas noches.Longstreet vio regresar al anciano a stienda. A continuación ensilló y regresósolo a su campamento para comenzar eldesvío del ejército, todos los carros y

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todas las armas, por la angosta carreteramontañosa que conducía a Gettysburg.Todavía faltaba una larga y negra horahasta el amanecer. Sentado a solas en sucaballo en plena noche podía sentir elejército dormido a su alrededor, todosaquellos corazones jóvenes latiendo ela oscuridad. Necesitarían su descansoahora. Se quedó sentado, solitario,esperando el alba, y les dejó dormir u poco más. 

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 2

Chamberlain

 

Soñó con Maine y heladas aguasnegras; al despertarse lo recibió un solde justicia. Una voz lo llamaba:

 —Mi querido coronel.Entornó los ojos: el rostro bigotudo

de Buster Kilrain. —Mi querido coronel, siento

despertarlo, pero ha llegado un mensajeque debería usted ver.

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Chamberlain había dormido en elsuelo; rodó hasta sentarse. Se filtrabaluz a través de la lona de la tienda.Chamberlain cerró los ojos.

 —¿Cómo se siente usted estamañana, coronel, muchacho?

Chamberlain se pasó la lengua por la boca. Secamente, proclamó usucinto:

 —Ak. —Están a punto de llegar los

invitados, señor, de lo contrario no ledespertaría.

Chamberlain alzó los ojoslegañosos. Había caminado noventa ycinco kilómetros en cuatro días bajo elclima más abrasador que había sufridoen su vida y había terminado co

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insolación. Sentía una fragilidadespantosa, como una pieza de cristalfino expuesta a un fuerte aire caliente.Vio una cantimplora de madera sujeta enla amplia mano de Kilrain, con fríasgotas de agua en sus paredes barnizadas.Bebió. El mundo cobró nitidez.

 —... ciento veinte hombres —decíaKilrain.

Chamberlain lo miró de hito ehito.

 —Llegarán en cualquier momento —dijo Kilrain. Estaba cómodamenteacuclillado, sin esfuerzo, en la entradade la tienda, con la luz llameando a sespalda.

 —¿Quién? —preguntóChamberlain.

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 —Nos envían algunos amotinados —explicó Kilrain con paternal paciencia—. Ciento veinte hombres delviejo Segundo de Maine, que se hadesbandado.

 —¿Amotinados? —Sí. Lo que pasó fue que el

alistamiento del viejo Segundo tocó a sfin y todos fueron enviados a casaexcepto ciento veinte, que habíacometido la estupidez de firmar los papeles por tres años, de modo que atodos les faltaba un año para acabar,sólo que todos pensaban que estabafirmando para combatir con el Segundo,

con ningún otro, así que se hasublevado. Ciento veinte. ¿Se encuentrausted bien, coronel?

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Chamberlain asintió vagamente. —Bueno, estos pobres diablos no

querían seguir peleando, naturalmente,siendo como son hombres de Maine decierta inteligencia, y se negaron, sóloque nadie iba a mandarlos a casa, ynadie sabía qué hacer con ellos, hastaque se acordaron de nosotros, siendocomo somos el otro regimiento de Maineque tiene aquí el ejército. Aquí tiene unmensaje firmado por Meade en persona.Es el nuevo general que nos ha tocado,señor, si puede usted llevar la cuenta. Elmensaje dice que llegarán aquí estamañana y que tienen que combatir, y quesi se niegan es usted libre de disparar contra ellos.

 —¿Disparar?

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 —Sí. —Déjame ver. —Chamberlain leyó

con esfuerzo. Tenía una sensaciónsumamente extraña en la cabeza, perocomenzaba a despertar a la mañanacomo si viniera de muy lejos y podíaempezar a oír las cornetas en loscampos. Era tarde para ponerse emarcha hoy. Gracias a Dios. Alguien nosha dado una hora de más. Bendito sea.Leyó: ... autorizado por consiguiente adisparar a todo aquel hombre que seniegue a cumplir con su deber.¿Disparar? Preguntó—: ¿Son todoshombres de Maine?

 —Sí, señor. Unos tipos fornidos.Los he visto. Leñadores. Quizá recuerdeque hubo una pelea hace unos meses,

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durante la marcha por el barro. Estostipos son conocidos por sus puños.

 —Ciento veinte —dijoChamberlain.

 —Sí, señor. —Alguien se ha vuelto loco. —Sí, señor. —¿Cuántos hombres tenemos ahora

en este regimiento? —Ah, algo menos de doscientos

cincuenta, señor, a día de ayer.Contando a los oficiales.

 —¿Cómo voy a ocuparme de cientoveinte amotinados?

 —Sí, señor —se simpatizó Kilrai —. Bueno, tendrá que hablar con ellos,señor.

Chamberlain se quedó sentado

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largo rato, en silencio, intentandoordenar sus ideas. Tenía treinta y cuatroaños, y tal día como aquél hacía un añotodavía era profesor de Retórica en laUniversidad de Bowdoin. No sabía quéhacer. Pero ya era hora de salir a la luzdel sol. Cruzó a rastras la lona de latienda y se puso de pie, parpadeando,tambaleándose, con una mano apoyadaen el tronco de un árbol. Era un hombrealto, algo pintoresco. Lucía unos pantalones azules de caballería robados

una espada de un metro de largo, yhacía una semana que no se quitaba laropa que llevaba puesta. Poseía unadignidad solemne, aniñada, el aspectoclarividente, algo ido e ingenuo de u profesor feliz.

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Kilrain, un hombre de pelo cano yconstitución simiesca, lo miró co paternal orgullo.

 —Si va a montar hoy a caballo,coronel, alabada sea la providencia delSeñor, en vez de patear el polvo con losdemás memos, se sentirá mejor...siempre y cuando se ponga el sombrero.Son las caminatas, ve, lo que le hacedaño.

 —Tú has caminado —rezongóChamberlain, mientras pensaba:¿Disparar? ¿Contra hombres de Maine?¿Cómo voy a disparar contra hombresde Maine? Jamás podría volver a casa.

 —Ah, pero, mi querido coronel, yollevo en la infantería desde antes de queusted naciera. Son los primeros miles de

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kilómetros. Después de eso, acualquiera se le aligeran los pies.

 —Hey, Lawrence. ¿Qué tal?Su hermano pequeño, Tom

Chamberlain, radiante, voz aguda, unuevo teniente, admirador suyo. El calor no parecía tocarlo. Chamberlain asintió.

 —Estás paliducho —dijo Tom, convoz crítica—. ¿Por qué no te subes alcaballo?

Chamberlain se soliviantó. Pero elcaso es que el día no era tan radiantecomo le había parecido entrever por laabertura de la tienda. Levantó la miradaaliviado hacia un cielo encapotado. Lossoldados se adentraban en los campos, pero nadie había dado la orden demarchar. Los carros todavía no se

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habían cargado. Pensó: Dios bendiga elretraso. Su mente empezaba a regir denuevo. Por toda la carretera y entre losárboles los soldados deambulaban,cocinaban, los miles de soldados y losmiles de carros del Quinto Cuerpo,Ejército del Potomac, del que el 20° deMaine de Chamberlain sólo era una pequeña fracción. Pero al final delcamino se apreciaba movimiento.

 —Ya vienen —dijo Kilrain.Chamberlain entornó los párpados.

Entonces vio a los soldados en lacarretera, a lo lejos.

La columna de hombres desfilabadespacio por la carretera. Habíaguardias con bayonetas caladas.Chamberlain podía ver a los hombres

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arrastrando los pies, un espectáculocuriosamente patético, polvorientos,mugrientos, harapientos, cabizbajos,cariacontecidos: le recordó a la imageque había visto en un libro de historia,marinos apresados en la última guerracontra Inglaterra. Pero estos hombrestendrían que marchar el día entero, coel calor. Chamberlain pensó: No es posible.

Tom estaba meditabundo. —Caray, Lawrence. Son casi tantos

hombres como los que tenemos en todoel regimiento. ¿Cómo vamos avigilarlos?

Chamberlain no dijo nada. Estaba pensando: ¿Cómo obligas a alguien acombatir... por la libertad? Lo estúpido

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de aquella idea le mortificaba. Ya pensaría en ello más tarde. Ahora teníaque hacer algo.

Había un oficial, un capitán, a lacabeza de la columna. El capitán lossacó de la carretera y los condujo a uespacio abierto en el campo cerca de la bandera del regimiento. Los hombres delregimiento, atareados con su café, selevantaron para observar. El capitánhablaba a voz en grito y empleaba palabras obscenas. Congregó a loshombres en dos largas filas irregulares yles ordenó que se pusieran firmes, perono le hicieron caso. Uno de ellos se dejócaer al suelo, más derrengado quesubversivo. Un guardia salió al frente, legritó y le aguijoneó con su bayoneta,

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 pero de pronto varios hombres más sesentaron y a continuación el resto losimitó, y el capitán empezó adesgañitarse, pero los guardias sonreía presa de la confusión, bobaliconamente,habiendo llegado a su límite, pocodispuestos a tomar medidas másdrásticas a menos que los hombres semostraran amenazadores, y los hombres parecían inofensivos, tan sólo estabaenormemente cansados. Chamberlaitomó nota de todo mientras se acercabaal capitán. Se puso las manos a laespalda y avanzó despacio, ponderadamente. El capitán se quitó losguantes sucios y sacudió la cabeza codesprecio, fulminando a Chamberlaicon la mirada.

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 —Busco al oficial al mando del20° de Maine.

 —Lo ha encontrado —respondióChamberlain.

 —Es él, en efecto. —La voz deTom, detrás de él, rebosante de orgullo.Chamberlain reprimió una sonrisa.

 —¿Es usted Chamberlain? —Elcapitán lo miró fijamente con gestoadusto, insolente, dejando traslucir loque opinaba de los hombres de Maine.

Chamberlain hizo una larga pausaantes de contestar, sosteniendo la miradadel hombre hasta que éste parpadeó y bajó los ojos, tras lo que Chamberlaidijo en voz baja:

 —Coronel Chamberlain para usted.El capitán se quedó petrificado u

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momento, antes de ponerse firmedespacio y saludar. Chamberlain no ledevolvió el saludo. Miró detrás delcapitán a los hombres, la mayoría deellos con la cabeza colgando. Pero habíamiradas puestas en él. Escudriñó lacolumna de arriba abajo, buscando urostro familiar. Eso ayudaría. Pero noconocía a nadie.

 —Capitán Brewer, señor. Ah. 118°de Pennsylvania. —El capitán se abrióla pechera del abrigo y sacó un fajo de papeles—. Si es usted el oficial almando, señor, le hago entrega de estos prisioneros. —Le cedió los papeles.Chamberlain los cogió, los miró dereojo, se los pasó a Tom. El capitánañadió—: Puede usted quedarse co

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ellos, bien lo sabe Dios. He tenido queusar la bayoneta para conseguir que semovieran. Tiene que firmar por ellos,coronel.

 —Firma, Tom —dijo Chamberlain por encima del hombro. Dirigiéndose alcapitán, añadió—: Puede usted retirarse,capitán.

El capitán asintió mientras se poníalos guantes sucios.

 —Tiene usted autorización paraemplear la fuerza que sea necesaria,coronel. —Lo dijo en voz alta, paraimpresionar—. Si tiene que disparar sobre ellos, en fin, adelante. Nadie le vaa decir nada.

 —Puede usted retirarse, capitán — repitió Chamberlain. Pasó junto al

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capitán, acercándose a los hombres, queno se movieron, no parecían reparar esu presencia. Uno de los guardias seenvaró al aproximarse Chamberlain,miraron a su capitán detrás de él.Chamberlain dijo—: Ya puedenretirarse. No vamos a necesitar ningunaguardia.

Se plantó delante de los hombres,ignorando a los escoltas, que empezaroa dispersarse. Chamberlain se quedó urato mirando al suelo. Algunas de lascaras se levantaron. En ellas habíahambre y agotamiento, odio en algunas.

 —Mi nombre es Chamberlain. Soycoronel del 20° de Maine.

Algunos de ellos ni siquieralevantaron la cabeza. Esperó otro

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momento, antes de preguntar: —¿Cuándo fue la última vez que

 probasteis bocado?Se irguieron más cabezas. Nadie

dijo nada. Entonces un hombre queestaba en primera fila dijo con vozronca, jadeante:

 —Tenemos hambre, coronel. —Han intentado doblegarnos

negándonos la comida —dijo otro.Chamberlain se fijó en él: cubierto decicatrices, sin sombrero, con el peloralo aplastado sobre el cráneo comohebras de negras algas marinas. Elhombre concluyó—: Todavía no nos handoblegado.

Chamberlain asintió. Un casodifícil. Pero empezaremos por la

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comida. Dijo: —Acabamos de enterarnos de que

veníais. Le he pedido al cocinero que prepare un venado. Espero que os gustela carne poco hecha; no ha podidoasarse en condiciones. —Se abrieroojos de par en par. Podía empezar a ver el ansia en sus rostros, como el brilloamarillo de la enfermedad. Continuó—:Tenemos intención de partir hoy y vais avenir con nosotros, así que aplicaos a lahora de hincar el diente. Os estaremosesperando allí atrás en los árboles. — Vio a Glazier Estabrook con sus brazoscomo troncos plácidamente de pie a lasombra de un árbol cercano—. Glazier,enseñe a estos hombres adonde tieneque ir. Vosotros, compañeros, comed,

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que luego me pasaré a escuchar lo quetengáis que decir.

 No se movió nadie. Chamberlain sedio la vuelta. No sabía qué haría sidecidían quedarse plantados. Oyó unavoz:

 —¿Coronel?Se giró. El hombre de las cicatrices

se había puesto de pie. —Coronel, tenemos algunas quejas.

Los hombres me han elegido como portavoz.

 —Bien. —Chamberlain asintió—.Ven conmigo y hablaremos. Los demás,id a comer. —Invitó al hombre aacercarse e hizo una seña a Glazier Estabrook. Se giró de nuevo, sin esperar a que los hombres se pusieran e

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movimiento, sin estar seguro de quefueran a hacerlo, y empezó a caminar con paso decidido hacia la benditaoscuridad, preguntándose otra vezcuántos guardias serían necesarios, pensando que podría acabar con máshombres apartados de la acción que eella, y también: ¿Qué les vas a decir?Son unos muchachos talluditos. Havisto su dosis de combate.

 —Caray, Lawrence —dijo TomChamberlain.

 —Sonríe —repuso animadamentesu hermano—, y no me llamesLawrence. ¿Han echado a andar? —Sedetuvo y volvió la mirada atrásafablemente; le complació ver que loshombres se habían levantado y

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caminaban hacia los árboles, hacia lacomida. Sonrió, se sacó un libro de lachaqueta y se lo entregó a Tom—. Ten.Es el Manual de tácticas de infantería deCasey. Estúdiatelo, a lo mejor algún díate convertirás en soldado. —Dirigió ssonrisa al hombre de las cicatrices y letendió la mano—. ¿Cómo te llamas?

El hombre se detuvo, lo miró por un interminable y frío segundo. Su mano pareció elevarse luchando contra lagravedad, contra su voluntad. Cortesíaautomática: Chamberlain confiaba eella.

 —No suelo ser así de informal — dijo Chamberlain con los mismosmodales agradables, despreocupados yserenos que había desarrollado

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hablando con los alumnos especialmenterebeldes que acudían a él cargados dequejas y que todavía no habíaaprendido que una respuesta templadasofocaba la rabia. Casi toda la rabia—.Pero supongo que alguien tenía quedaros la bienvenida al regimiento.

 —No me siento demasiadocariñoso, coronel —dijo el hombre.

Chamberlain asintió con la cabeza.Entró en la tienda, seguido del hombrede las cicatrices, y se sentó en utaburete de campaña, dejando al hombrede pie. Le invitó a café, que el hombredeclinó, y después escuchó su historiaen silencio.

El hombre de las cicatrices hablócon voz fría y calmada, mirando

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directamente a Chamberlain a los ojos.Era un buen hombre, obstinado. Se dabaun aire de abogado: empleaba frasescontundentes sobre la ley y la justicia.Pero sus manos eran pesadas cogruesos dedos musculosos y uñasnegras, y emanaba un aura de poder, senotaba en su porte tenso, equilibrado,feo, ligeramente despectivo, pero atento,intentando determinar la fuerza deChamberlain.

Chamberlain dijo: —Entiendo. —He estado en once

enfrentamientos distintos, coronel. ¿Ecuántos ha estado usted?

 —No en tantos. —He cumplido con mi deber.

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Todos lo hemos hecho. La mayoría denosotros —señaló fuera de la lona de latienda al fulgor de la mañana—, algunosde ellos no valen un pimiento, peromuchos ya están de vuelta de todo. Sohombres rematadamente buenos. Nohabría que usarlos de esta manera. Mireesto. —Se subió una pernera del pantalón. Chamberlain vio un cortemorado, tejido cicatricial blanco. Elhombre dejó que la pernera cayese denuevo. Chamberlain no dijo nada. Elhombre le miró a la cara, sintiéndoseavergonzado de repente, comprendiendoque había ido demasiado lejos. Por  primera vez mostraba signos devacilación. Pero repitió—: He cumplidocon mi deber.

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Chamberlain asintió. El hombrecomenzaba a relajarse paulatinamente.Hacía calor dentro de la tienda; se abrióla camisa. Preguntó:

 —¿Cómo te llamas? —Bucklin. Joseph Bucklin. —¿De dónde eres? —De Bangor. —No conozco a ningún Bucklin.

¿Granjero? —Pescador.El antiguo sargento Kilrain asomó

la cabeza al interior de la tienda. —Coronel, se acerca un mensajero.Chamberlain asintió. Bucklin dijo: —Estoy cansado, coronel. ¿Sabe lo

que quiero decir? Estoy cansado. Yaestoy harto de este ejército y de todos

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estos oficiales, del dichoso Hooker ydel condenado idiota de Meade, detodos ellos, del piojoso revoltijo dementecatos barrigudos buenos para nadaque no valdrían ni para dirigir udestacamento de rebeldes, que no seríacapaces de vaciar una bota de orinesaunque tuvieran las instruccionesescritas en el tacón. Estoy cansado.Somos buenos hombres que teníamosnuestra propia bandera, y estos malditosidiotas nos utilizan como si fuéramosvacas o perros o algo peor. No vamos aganar esta guerra. No podemos ganar deninguna de las maneras por culpa deestos bastardos cabezas de chorlito deWest Point, estos condenadoscaballeros, estos «oficiales». Sólo u

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oficial sabía lo que se hacía: McClellan,ya ve lo que ha sido de él. Preferiría

irme a casa y dejar que los malditosrebeldes se fueran también y al diablocon todo.

Lo soltó todo, sin aliento. Eraevidente que llevaba tiempo queriendoexponérselo a algún oficial.

 —Entiendo lo que quieres decir — dijo Chamberlain.

Kilrain anunció: —Correo, señor.Chamberlain se puso de pie, se

excusó y salió a la luz del sol. Uteniente de mejillas encendidas, reciédesmontado, le saludó con un gestoseco.

 —Coronel Chamberlain, señor, el

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coronel Vincent desea informarle que elcuerpo partirá de inmediato y que tieneusted instrucciones de tomar lavanguardia. El 20° de Maine ha sidoasignado a la primera posición de lacolumna. Debe organizar los flancos yadelantar guardias.

 —Transmita mis cumplidos alcoronel. —Chamberlain saludó, se giróhacia Kilrain y Ellis Spear, que se habíaacercado—. Ya lo habéis oído,muchachos. Preparad el regimiento.Haced que toquen generala, desmontadlas tiendas. —De nuevo dentro de latienda, dijo animadamente a Bucklin—:

os vamos. Será mejor que te des prisaen comer algo. Diles a tus hombres queestaré allí en un momento. Pensaré en lo

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que me has contado.Bucklin se escabulló a su espalda y

salió. Chamberlain pensó: Somos los primeros de la columna.

 —Kilrain.El antiguo sargento había vuelto. —Señor. —¿Cuál es nuestro destino? —Oeste, señor. Algún lugar de

Pennsylvania. Es lo único que sé. —Escucha, Buster. Ahora eres

soldado raso y no debería tenerte en elcuartel general con ese rango. Si quieresvolver a las filas, dilo, porque me sientoobligado... bueno, no hace falta que tequedes aquí, pero escucha, te necesito.

 —En tal caso me quedo, coronel,muchacho. —Kilrain sonrió.

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 —Pero ya sabes que no puedoascenderte. No después de ese incidentecon la botella. ¿Tenías que tomarla conun oficial?

Kilrain no perdió la sonrisa. —Señor, en aquel momento yo no

estaba para graduaciones. Y él era el blanco que tenía más cerca.

 —Buster, ¿no tendrás ninguna botella guardada en algún sitio?

 —¿El coronel necesita un trago,señor?

 —Quiero decir... déjalo. Está bien,Buster, ponlos en marcha.

Kilrain saludó, risueño, y se retiró.El único profesional de todo elregimiento. La bebida acabaría con él.En fin. Moriría feliz. Ahora. ¿Qué voy a

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decirles?Tom, que había entrado, le saludó. —Los hombres del Segundo de

Maine ya han comido, señor. —No me llames señor. —Caray, Lawrence, por todos los

santos... —Limítate a no llamarme por mi

nombre de pila delante de los hombres.Escucha, no queremos que nadie pienseque hay favoritismos.

Tom adoptó una expresión dolida,de cordero degollado.

 —El general Meade ha nombradoayudante a su hijo.

 —Es distinto. Los generales pueden hacer su voluntad. No hay nadamás parecido a Dios en la tierra que u

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general en el campo de batalla. —Latienda se le iba a caer encima de lacabeza; salió para evitar elderrumbamiento. Lo de los generales yDios era un buen paralelismo. Tienen tufuturo en sus manos, ostentan todo el poder y lo saben todo. Sonrió, pensandoen Meade rodeado de su equipo deángeles: Dan Butterfield, el salvaje deDan Sickles. Pero, ¿qué voy a decir?

 —Lawrence, ¿qué vas a hacer?Chamberlain meneó la cabeza. El

regimiento ya se había puesto en marcha. —Dios, no puedes dispararles. Si

lo haces, no podrás volver a Mainecuando acabe la guerra.

 —Lo sé. —Chamberlain meditó—.Me pregunto si lo sabrán ellos también.

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Oyó un clamor de cornetas y volvióla vista hacia Union Mills. El siguienteregimiento, el 83° de Pennsylvania,estaba formando. Vio carros yambulancias que tomaban la carretera.Podía sentir otra vez el calor amarillo.Debía acordarse de cubrirse la cabeza.Ahora era más susceptible a lainsolación. No podía permitirse el lujode tener la cabeza embotada. Empezó acaminar despacio hacia la arboleda.

Kilrain recomienda decir laverdad.

¿Cuál es la verdad?Combatid. O dispararemos. No era cierto. No pienso disparar a

nadie.Se sumergió con paso lento en la

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luz del sol. Pensó: Pero la verdad esmucho más que eso. La verdad esdemasiado personal. No sé si puedoexpresarla. Se paró en medio del calor.Curioso. Uno moriría por ella si pensárselo dos veces, pero le costabahablar de ella. Agitó la cabeza. Noondearé más banderas por el hogar. Nomás lágrimas por las madres. Nadie hamuerto jamás por el pastel de manzana.

Se acercó pausadamente alumbroso bosquecillo. Los entresijos desu mente eran complicados y a vecesocurrían cosas en ella que sólocomprendía a medias, por eso confiabaen su instinto, pero siempre estabaaprendiendo. La fe en sí era algo simple:creía en la dignidad del hombre. Sus

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antepasados eran hugonotes, refugiadosde una Europa encadenada y bañada desangre. Había aprendido sus historias ela cuna. Había crecido creyendo eAmérica y en el individuo, y era una femás poderosa que la que profesaba aDios. Ésta era la tierra donde ningúhombre tenía que agachar la cabeza.Aquí uno podía liberarse por fin del pasado, de la tradición y los lazos desangre y la maldición de la realeza yconvertirse en lo que quisiera. Éste erael primer lugar de la tierra donde elhombre importaba más que el estado. Laverdadera libertad había comenzadoaquí y con el tiempo se extendería por todo el planeta. Pero había empezadoaquí. El hecho de que existiera la

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esclavitud en esta nueva tierra tan limpiae increíblemente hermosa era espantoso, pero más aún lo era el horror de la viejaEuropa, la maldición de la nobleza, queel sur estaba transplantando a suelonuevo. Estaban formando una nuevaaristocracia, una nueva raza de hombresde relumbre, y Chamberlain habíavenido a aplastarla. Pero combatía por la dignidad del hombre y en cierto modocombatía por él mismo. Si los hombreseran iguales en América, todos estosantiguos polacos e ingleses y checos ynegros, serían iguales en todas partes, yno habría nada semejante a uextranjero; sólo había hombres libres yesclavos. Por eso ni siquiera se podíaconsiderar patriotismo, sino una nueva

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fe. El francés podía luchar por Francia, pero el americano lucha por lahumanidad, por la libertad; por el pueblo, no por la tierra.

Pero aquellas palabras se habíaempleado demasiado a menudo y losfragmentos que acudían ahora aChamberlain eran débiles. Un hombreque ha sido blanco de los disparos es unuevo realista, ¿y qué se le dice a urealista cuando la guerra está llena deideales? Finalmente pensó: Bueno,cuando menos les debo la verdad.Podría empezar por ahí.

El regimiento había comenzado aformar. Chamberlain pensó: Por lomenos será un discurso breve. Caminódespacio hacia los prisioneros.

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Glazier Estabrook montabaguardia, pacientemente apoyado en srifle. Era un hombre grueso y bajito quefrisaba los cuarenta. Exceptuando aKilrain se trataba del más veterano delregimiento, el hombre más fuerte queChamberlain había visto en su vida.Saludó alegremente con la mano aChamberlain pero siguió apoyado en elarma. Señaló a uno de los prisioneros.

 —Hey, coronel, ¿sabe quién eséste? Éste de aquí es Dan Burns, deOrono. Conozco a su padre. Es predicador. Tendría que oírlo, en serio.La lengua más sucia que he oído nunca.Se sabe más palabras soeces que ningúotro hombre en Maine, me apuesto loque sea. Je, je.

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Chamberlain sonrió. Pero el joveBurns le miraba sin expresión.

 —Vosotros, acercaos —dijoChamberlain.

Se puso a la sombra, esperómientras se agrupaban en silencio,atentos, a su alrededor. Al fondo lastiendas se desmontaban, se enganchabalos carros, pero algunos de los hombresdel regimiento se habían acercado amirar y escuchar. Algunos de los presentes todavía tenían la comida en la boca. Pero todos estaban callados, pendientes.

Chamberlain esperó un momentomás. Ahora reinaba el silencio en laarboleda y el repicar de los carrosatronaba a lo lejos. Dijo:

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 —He estado hablando con Bucklin.Me ha contado vuestro problema.

Hubo algunos murmullos.Chamberlain no oyó nítidamente las palabras. Siguió hablando en voz baja para que tuvieran que callarse si queríaoírlo.

 —No sé qué puedo hacer alrespecto. Haré lo que pueda. Meocuparé de ello lo antes posible. Perohoy no puedo hacer nada. Saldremos eunos minutos, nos pasaremos el díaentero de marcha y puede que tengamosque combatir en serio antes delanochecer. Pero en cuanto me sea posible, haré lo que pueda.

Seguían callados, observándolo.Chamberlain empezó a relajarse. Había

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 pronunciado muchos discursos y tenía udon para ello. No sabía qué era, perocuando hablaba la mayoría de la gentese paraba a escuchar. Fanny decía quetenía algo que ver con su voz. Esperabaque estuviera ahí ahora.

 —Me han ordenado llevarosconmigo. Me han dicho que puedodisparar contra vosotros si os negáis avenir. Bueno, ya sabéis que no lo haré.

o contra hombres de Maine. Nodispararé a nadie que repudie esta lucha.Puede que otro lo hiciera, pero yo no.Así están las cosas.

Hizo otra pausa. No había nada esus rostros que le sirviera de guía.

 —La situación es la siguiente.Tengo órdenes de llevaros conmigo, y

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eso es lo que voy a hacer. Vigilados sies preciso. Pero podéis conservar vuestros rifles si los queréis. El ejércitorebelde al completo nos espera carreteraadelante y éste no es el momento dediscutir. Os diré una cosa: no nosvendría mal vuestra ayuda. Estamos amedia fuerza y os necesitamos, no cabeduda. Pero luchar o no es decisióvuestra. Venir, sin embargo, está claroque vais a venir.

Tom había aparecido con elcaballo de Chamberlain. Por encima delas cabezas de los prisionerosChamberlain podía ver cómo elregimiento se metía en fila en lacarretera abrasadora. Inspiró hondo.

 —Bueno, no quiero sermonearos.

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Sabéis quiénes somos y qué estamoshaciendo aquí. Pero si vais a combatir anuestro lado hay un par de cosas quequiero que sepáis.

Agachó la cabeza, sin mirar a nadiea los ojos. Enlazó las manos.

 —Este regimiento se formó elotoño pasado, en Maine. Entonceséramos mil. Ahora no llegamos atrescientos. —Levantó fugazmente lamirada—. Pero lo que nos queda es lacapacidad de decidir.

Se sentía azorado. Habló muydespacio, mirando al suelo.

 —Algunos de nosotros nosalistamos como voluntarios para luchar  por la Unión. Algunos vinimos porquenos aburríamos en casa y esto parecía

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divertido. Algunos vinimos porque nosavergonzaba no hacerlo. Muchos denosotros vinimos... porque era locorrecto. Todos nosotros hemos vistomorir a hombres. La mayoría denosotros no habíamos visto nunca a unegro en casa. Eso también lo tenemosen cuenta. Pero la libertad... no es sólouna palabra.

Elevó la mirada al cielo, por encima de los rostros mudos.

 —Éste es un tipo de ejércitodiferente. Si os fijáis en la historiaveréis que los hombres pelean por dinero, o por mujeres, o por cualquier otra clase de recompensa. Combaten por la tierra, o porque un rey los obliga, osencillamente porque les gusta matar.

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Pero nosotros estamos aquí por algonuevo. No... esto no es muy frecuente ela historia del mundo. Somos un ejércitodispuesto a liberar a otros hombres.

Se agachó, escarbó en el suelonegro con los dedos. Empezaba a entrar en calor; las palabras comenzaban afluir. Nadie se movía delante de él.Dijo:

 —Esto es territorio libre. Desdeaquí hasta el océano Pacífico. Nadietiene que inclinarse ante nadie. Nadie esnoble por nacimiento. Aquí se os juzga por lo que hacéis, no por quién eravuestro padre. Aquí podéis ser algo.Aquí podéis construir un hogar. No es latierra... siempre habrá más tierra. Es laidea de que todos valemos algo,

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vosotros y yo, valemos algo más que latierra. No he visto nunca un suelo por elque estaría dispuesto a morir, pero no osestoy pidiendo que os unáis a nosotros yluchéis por el suelo. Por quien estamosluchando, al final, es por nuestro prójimo.

Una vez comenzó a hablar rompióel muro de su timidez y de pronto dejóde haber barreras. Las palabras brotaban de él como un río limpio, y sesintió callado y suspendido en laarboleda escuchándose hablar,transportado fuera de su cuerpo yobservando desde arriba los rostroscallados y a él expresándose, y sintió el poder que lo embargaba, el poder de scausa. Por un instante pudo ver castillos

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negros en el aire; podía crear siglos degritos, eones de torturas. Entoncesregresó a la soleada Pennsylvania.Sonaban las cornetas y él habíaconcluido.

 No tenía nada más que añadir.adie se movía. Sintió el regreso del

azoramiento. De repente estabatremendamente cansado. Las caras lomiraban como piedras blancas. Algunascabezas apuntaban al suelo. Dijo:

 —No era mi intención dar usermón. Lo siento. Pero pensé... quedeberíais saber quiénes somos. —Se lehabía olvidado lo agotador que erasimplemente hablar—. En fin, esto siguesiendo el ejército, pero sois tan librescomo está en mi mano. Id y conversad u

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rato. Si queréis vuestros rifles para esta batalla, los recuperaréis y no se hablemás. Si no queréis uniros a nosotros, nosacompañareis bajo vigilancia. Cuandoesto acabe haré todo lo posible por querecibáis un trato justo. Ahora tenemosque irnos. —Se detuvo, los miró. Losrostros no expresaban nada. Despacio,anadió—: Creo que si perdemos estecombate la guerra habrá terminado. Demodo que si decidís apoyarnos os estaré personalmente agradecido. Bueno.Tenemos que ponernos en marcha.

Se dio la vuelta, dejó el silencio asu espalda. Tom se acercó con elcaballo, un animal rucio de cascosligeros. Tenía el semblante encendido.

 —Caray, Lawrence, qué discurso

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más bonito.Chamberlain soltó un gruñido.

Estaba realmente agotado. Descansa umomento. Apoyó las manos en el fustede la silla. Una nueva duda, imprecisa,se revolvía en su cabeza. Algo le preocupaba; no sabía por qué.

 —Monta hoy, Lawrence. Parecescansado.

Chamberlain asintió. Ellis Spear se personó ante él. Era el oficial de mayor graduación de Chamberlain, un antiguomaestro de Wiscasset impresionado por la cátedra de Chamberlain. Un hombretímido, formal, pero muy competente.Hizo un gesto en dirección a los prisioneros.

 —Coronel, ¿qué sugiere que

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hagamos con ellos? —Deles un momento. Puede que

alguno esté dispuesto a luchar. Tom,vuelve con ellos a ver qué dicen.Tendremos que obligarlos a caminar vigilados. No se me ocurre otra cosa.

o voy a disparar contra ellos. No podemos dejarlos aquí.

El regimiento había formado en lacarretera, con los portaestandartes alfrente. Chamberlain montó, se caló elsombrero de ala ancha con el emblemade la infantería y empezó a cruzar elcampo a paso lento hacia la carretera.Aquella intranquilidad lo turbabatodavía. Había pasado algo por alto, nosabía qué. Bueno, era un hombreinstintivo; su mente se lo diría tarde o

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temprano. Quizá fuera tan sólo quecuando uno intentaba expresarlo co palabras no lograba transmitirlorealmente, nunca suena como se sueña.Claro que... les estaba pidiendo quemurieran.

 —¿Cuánto falta para Pennsylvania,coronel, lo sabe? —preguntó EllisSpear.

 —Más de treinta y cincokilómetros. —Chamberlain escudriñó elhorizonte con los ojos entornados—. Vaa ser otro día caluroso.

Se adelantó a la cabeza de lacolumna. Los soldados caminabadespacio, pacientes, preparándose parala larga marcha. Transcurrido unmomento Tom se colocó a su altura. Se

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le veía entusiasmado. —¿Cuántos van a unirse a

nosotros? —quiso saber Chamberlain.Tom le dedicó una sonrisa

formidable. —¿Te lo puedes creer? Todos

menos seis. —¿Cuántos? —He contado, uno por uno, ciento

catorce. —Vaya. —Chamberlain se frotó la

nariz, asombrado. —Hermano —dijo Tom, sonriendo

aún—, lo has hecho la mar de bien. —¿Marchan todos juntos? —Eso es. Glazier tiene a los seis

disidentes en cintura. —Bueno, consigue todos los

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nombres y empieza a asignarlos acompañías distintas. No los quieroapelotonados, que se repartan. Ocúpatede sus armas.

 —Sí, señor, coronel, señor.Chamberlain alcanzó la cabeza de

la columna. Al frente la carretera seextendía larga y recta, elevándose haciauna cordillera de árboles. Se giró en lasilla, miró atrás y vio al Quinto Cuerpoal completo formando a su espalda.Pensó: Ciento veinte hombres más.Inapreciables casi en medio desemejante masa. Y sin embargo...experimentó un instante de puro gozo.Solicitó guardias de carretera y patrullas, y el 20° de Maine empezó aavanzar hacia Gettysburg.

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 3

uford 

 

El paisaje al oeste de Gettysburgconsiste en varias hileras de colinas,como olas de tierra. El primer destacamento de infantería rebelde llegó por ese camino, por la angosta carreteragris que atravesaba la aberturamontañosa. Al mediodía tenían la ciudada la vista. Era un lugar pequeño y bonito: casas de tablas blancas,

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vallados, todo ordenado, el chapitel deuna iglesia blanca. Los soldados quecoronaron la última cresta junto alseminario luterano pudieron ver toda laciudad hasta las colinas del fondo y unasinuosa carretera gris que subía del sur,

cuando las primeras tropas grisesentraron en la ciudad se percibiómovimiento en aquella senda austral:una mancha en movimiento, borrosa,azul, caballería azul. Doblaron co parsimonia el último recodo, una largaserpiente humeante de color azul,erizada de armas y banderas. Lossoldados se miraron sobre los camposdespoblados. El día era abrasador; elcielo era una neblina vaporosa. Alguienlevantó una pistola y disparó, pero la

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distancia era excesiva. Las calles deGettysburg estaban desiertas.

Justo detrás de la ciudad había doscolinas. Una era verde y estaba pobladade árboles; la otra era achatada,coronada por un cementerio. Elcomandante de la Unión, un hombre alto

rubio quemado por el sol querespondía al nombre de John Buford,remontó a caballo la larga pendientehasta lo alto de la colina, entrando en elcementerio. Se detuvo junto a una paredde piedra, contempló la llanura, elcampo de fuego bellamente despejado.Podía divisar toda la ciudad y lascadenas montañosas hasta las montañasazules del fondo, un cielo oscurecido.En la otra punta de la ciudad había u

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edificio de ladrillo rojo, el imponenteseminario, coronado por una cúpula blanca. La carretera adyacente aledificio estaba atestada de tropasrebeldes. Buford contó media docena de banderas. Había pensado que sería tasólo un grupo de ataque. Ahora percibíael poder que los respaldaba, unacarretera inundada de soldados hasta lasestribaciones montañosas.

La primera brigada azul habíahecho un alto abajo en la carretera, juntoa un granero de color rojo. Elcomandante de esa brigada, BillGamble, subió la colina a lomos de ucaballo embarrado, seguido por una pequeña nube de ayudantes, y escudriñó poniente con los ojos llorosos. Resolló,

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enjugándose la nariz. —Santo Cielo, es infantería.Buford se llevó las lentes a los

ojos. Vio un hombre a lomos de uncaballo negro, agitando un sombreroemplumado: un oficial. Las tropasrebeldes se habían detenido. Bufordmiró en rededor, buscando másmovimiento. Vio un escuadrón desoldados azules, sus hombres, que bajaban cabalgando a las callesdesiertas. Seguían sin oírse disparos.

 —Es una brigada entera —dijoGamble—. Una brigada por lo menos.

 —¿Ve caballería?Gamble barrió el horizonte con la

mirada y negó con la cabeza. Extraño.Infantería adentrándose sola en territorio

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enemigo. A ciegas. Muy extraño.Gamble estornudó violentamente,

se limpió la nariz en el abrigo, maldijo,resolló. La nariz llevaba goteándole eldía entero. Indicó con un gesto lacordillera al otro lado del cementerio.

 —Si quiere combatir aquí, señor,el terreno es sin duda propicio.Podemos hacernos fuertes detrás de estemuro de piedra y sería un orgullo paramí defenderlo. Es el mejor terreno quehe visto en todo el día.

 —Sí que lo es —convino Buford.Pero sólo tenía dos brigadas. Sólo eraun explorador. El grueso de la infanteríaestaba a un largo día de marcha por detrás de él. Aunque Gamble teníarazón: era un terreno excelente.

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 —Dios santo, creo que se estáreplegando.

Buford echó un vistazo. Lossoldados grises habían dado mediavuelta; habían empezado a desandar sus pasos por la carretera. Despacio, muylentamente. Podía ver los rostros vueltosen su dirección, sentir el frío desafío.Pero se sintió más aliviado, empezó arespirar.

 —Eso sí que es condenadamenteraro. —Gamble sorbió por la nariz—.¿Usted qué opina?

Buford meneó la cabeza. Condujo asu caballo plácidamente a lo largo de la pared, reservándose su opinión. Nosoplaba el menor viento; eran las docedel mediodía en punto. La calma era

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inmensa entre las lápidas. Un terrenoexcelente. Pensó: Deben de tener órdenes de no pelear. Lo que significaque no saben quiénes somos, ni cuántos.Lo que significa que no tienecaballería, ni ojos. Se detuvo al lado deun ángel blanco, con un brazo levantado, pétrea tristeza. Buford llevaba cincodías siguiendo el rastro del ejército deLee, acechándolo a distancia como se persigue a un gran felino. Pero ahora elgato se había dado la vuelta.

 —Viene hacia aquí —dijo en vozalta.

 —¿Señor? —Lee ha dado la vuelta. Ése es el

grueso de su ejército. —¿Usted cree? —musitó Gamble,

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escurriéndose la nariz—. Podría ser.Pero hubiera jurado que se dirigía aHarrisburg.

 —Se dirigía —dijo Buford. Unaidea temblaba en su cerebro. Pero habíatiempo para pensar, tiempo pararespirar, y era un hombre paciente. Sequedó sentado riendo retirarse a losrebeldes, antes de añadir—: Lleve las brigadas a la ciudad. Eso hará felices alos buenos ciudadanos. Voy a echar unvistazo.

Saltó por encima del muro de piedra, bajó cabalgando la larga cuesta.Le debía un mensaje a Reynolds, queestaba con la infantería, pero eso podíaesperar hasta que estuviera seguro. Eraun jinete de la vieja escuela, nacido e

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Kentucky, criado en las guerras indias;era pausado, era cauto, pero presentíaque algo ocurría, algo que le escatimabael aliento en el pecho. Cruzó la ciudad ysalió a la carretera que habían tomadolos rebeldes. No había nadie en lascalles, ni siquiera un perro, pero viocaras blancas en las ventanas, el aleteode unas cortinas. No había vacas a lavista, ni pollos, ni caballos. Los gruposde avanzadilla rebeldes habíaesquilmado la tierra. Se dirigió aledificio de ladrillo con la cúpula ycoronó un repecho. A lo lejos se alzabaotra loma; podía ver a la columnarebelde replegándose hacia el oesteazul. Vio al oficial solitario, mucho máscerca ahora, sentado dignamente en s

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montura, silueteado contra el cielocárdeno. El hombre miraba en sdirección, con lentes. Buford saludó cola mano. Uno nunca sabía qué viejoamigo podía estar ahí. El oficial rebeldese quitó el sombrero e hizo unareverencia formal. Buford hizo unamueca: un caballero. Un soldadodisparó desde muy lejos. Vio agacharsea su equipo, pero no oyó la bala. Pensó:Volverán por la mañana. Lee estáconcentrándose en esta dirección. Sólohay una carretera que atraviese esasmontañas; tiene que venir hacia aquí.Todos convergerán aquí. Por la mañana.

Se giró en los estribos, volvió lavista hacia el terreno elevado, elcementerio. Las colinas se alzaban como

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torres de vigilancia. En toda la mañanano había visto más que suelo llano.Cuando los rebeldes vinieran, por lamañana, buscarían esas colinas. YReynolds no estaría allí a tiempo.

Gamble llegó al galope, saludó.Tom Devin, el otro comandante de brigada, arribó con una sonrisa jovial.Gamble era sobrio y cabal; Devin eramás tabernario.

Buford guió a su caballo de un lado para otro a lo largo de la elevación.Dijo en voz alta:

 —Me pregunto dónde está scaballería.

Devin se rió. —Por como se mueve el viejo

Stuart, lo mismo está cenando e

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Filadelfia.Buford no estaba escuchando. Dijo

de pronto: —Saque las patrullas. Que rastree

el terreno que tenemos delante, perohacia el norte. Llegarán por ahí, deCarlisle. Todavía tenemos un poco deluz. Quiero noticias antes de que se ponga el sol. Creo que Lee ha dado lavuelta. Viene hacia aquí. Si estoy en locierto habrá abundancia de tropastambién en la carretera del norte. Quesea pronto.

Se pusieron en marcha. Bufordredactó un mensaje para John Reynolds,que se encontraba con la infantería devanguardia: 

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Gettysburg ocupado. Avistadonumeroso destacamento rebelde. Creoque vienen hacia aquí. Espero quelleguen en masa por la mañana. 

La noticia se transmitiría deReynolds a Meade. Con un poco desuerte Meade la leería antes demedianoche. Desde allí seríatelegrafiada a Washington. Pero lacaballería de Stuart había cortado loscables y puede que la línea todavía noestuviera arreglada, de modo que los deWashington no sabrían lo que estabaocurriendo y se desgañitarían pegandovoces. Dios, ese miserable de Halleck.Buford respiró hondo. El placer de lacaballería consistía en estar siempre

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lejos, al aire libre, en los espaciosabiertos, lejos de esos condenadosconsejos. Había ocasiones, como ahora,en que no sentía ninguna presenciasuperior en absoluto. Buford sacudió lacabeza. Había resultado malherido einvierno, y posiblemente con los añosuno perdía paciencia en vez de ganarla.Pero sentía la maravillosa ausencia deun comandante, un silencio que loenvolvía, un viento de libertad.

Los últimos soldados de infanteríarebeldes se perdieron de vista tras laúltima elevación del terreno. El oficialrebelde se quedó solo un momento,volvió a saludar con la mano, y seretiró. La cresta estaba despejada.

Buford husmeó el aire: lluvia a lo

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lejos. La tierra a su alrededor estabacaliente y seca, y el polvo quelevantaban los caballos se elevabaconstante hacia el sur conforme el vientoarreciaba, y podía columbrar laoscuridad en las montañas, el cielonegro, el fogonazo de un relámpago. Uescuadrón de la caballería de Gamblefatigaba despacio la carretera. Bufordvolvió a girarse en la silla, volvió amirar el terreno elevado. Cabeceóvigorosamente, una sola vez. Nada deórdenes: sólo eres un explorador.

Devin regresó a caballo,solicitando instrucciones sobre el sitiodonde emplazar su brigada. Tenía unrostro aniñado y jovial, el pelo rubio yrizado. Ostentaba más coraje que

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sabiduría. Buford espetó de improviso,acusador:

 —¿Sabe lo que va a pasar por lamañana?

 —¿Señor? —Por la mañana se nos va a

 presentar aquí el condenado ejércitorebelde al completo. Atravesarán laciudad y ocuparán esas malditas colinas —Buford las señaló con enfado—  porque Lee no es idiota, y cuando losnuestros lleguen aquí Lee gozará delterreno elevado y lo pagaremos muycaro.

Devin tenía la mirada desorbitada.Buford se dio la vuelta. Los ánimosestaban exaltados. No estaba hecho paralas deliberaciones de guerra, ni para la

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enseñanza, y no tenía sentidosoliviantarse con oficiales de menor rango, pero lo veía todo nítido como elacero: Meade entrará despacio, precavido, nuevo al mando, pendientede su reputación. Pero estará presionándole desde Washington,telegramas con mensajes incendiarios:atacar, atacar. De modo que montaría uncerco en torno a las colinas, y cuandolos hombres de Lee se parapetaracómodamente tras gruesas rocas Meadeatacaría por fin, si es que conseguíacoordinar el ejército, directamentecolina arriba, a pecho descubierto eaquel campo de fuego; atacaremos como bravos y como a bravos nos masacrarán,

á la postre los hombres se aporreará

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orgullosos el pecho y dirán qué cargamás valiente.

La visión era brutalmentecristalina: no pudo menos que extrañarseante su nitidez. Pocas cosas en la vidade un soldado eran tan claras como ésa,trazadas con un trazo tan grueso que pudo ver incluso a los soldados azules por un prolongado y cruento instante,remontando la larga pendiente hasta lacumbre de piedra como si ya fuera agua pasada, nada más que un recuerdo, couna extraña sensación pétrea einamovible, como si el mañana yahubiera ocurrido y no se pudiera hacer nada al respecto, la sensación que loembargaba a uno antes de un ataquetemerario, sabedor de que será u

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fracaso pero impotente para impedirlo o para salir huyendo incluso, incapaz dehacer otra cosa salvo participar ycontribuir al fiasco. Pero nunca así declaro. Siempre había un resquicio deesperanza. Nunca con tanto detalle. Perosi nos retiramos... al sur de aquí no hayterreno favorable. Éste es el escenariode la batalla.

Devin le observaba co preocupación. Buford era un hombre peculiar. Cuando salía en solitario acaballo le gustaba hablar solo, podíaverse cómo movía los labios. Había pasado demasiado tiempo aislado en lasllanuras.

Miró a Devin, le vio por fin. Dijode pronto:

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 —No dé ninguna orden todavía.Diga a sus hombres que desmonten ycoman. Que descansen. Que descanseun poco.

Se alejó despacio parainspeccionar el terreno frente a él, entrelos rebeldes y ellos. Si peleamos aquí,¿cuánto tiempo crees que resistiremos?¿Lo bastante para que John Reynoldsllegue aquí con la infantería? ¿Cuántotiempo sería eso? ¿Se dará prisaReynolds? Reynolds es un buen hombre.Pero es posible que no comprenda lasituación. ¿Cómo conseguir que loentienda? A tanta distancia. Pero siresistes, por lo menos le darás tiempo aver el terreno. Pero, ¿cuánto tiempo podrás aguantar contra todo el ejército

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de Lee? Si es el ejército entero. stasson dos buenas brigadas; tú mismo las preparaste. Supón que las sacrificas yReynolds llega tarde. Porque Reynoldsllegará tarde. Siempre llegan tarde.

Piénsalo, John.Hay tiempo, hay tiempo.El paisaje consistía en crestas

 bajas, con arroyos en el fondo de lasoscuras hondonadas. Pie a tierra, a lolargo de la cadena, con toda la noche para cavar, los muchachos podríanaguantar algún tiempo. Buenos chicos.Buford les había enseñado a combatir desmontados, como se hacía en el oeste,

que mal rayo partiera a Stuart y sgloriosa carga de Murat. Prueba esocontra un indio, esa carga tan celebrada,

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sables en ristre, y se meterá detrás deuna roca o un tronco y te volará lagloriosa cabeza cuando pases por slado. No, Buford había reformado a susmuchachos. Había tirado los ridículossables y las condenadas pistolas dechispa y les había dado las nuevascarabinas de repetición, y aunque sóloeran dos mil quinientos podían cavar una trinchera detrás de una valla ycontener a cualquiera durante algútiempo.

Pero, ¿aguantarían lo suficiente?Desde todas partes podía volver la

vista hacia las colinas, dominantes comocastillos. Su inquietud crecía por momentos. Sería fácil retirarse: eltrabajo ya estaba hecho. Pero él era u

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 profesional. Bastantes pocos había ya eese ejército. Y no iba a vivir eternamente.

 Nubes de lluvia velaban el sol de poniente. Las montañas azules habíadesaparecido. Los primerosexploradores de Gamble regresaro para informar que los rebeldes habíaacampado carretera abajo, unos cincokilómetros de Gettysburg. Buford salió acaballo lo bastante lejos como para ver a las patrullas con sus propios ojos,antes de emprender el camino de vueltaentre las verdes colinas. Se detuvo alllegar a la altura del seminario y tomóuna taza de café. Los miembros delequipo no le molestaron. A continuacióndesplegó a las brigadas.

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 No había trazado ningún plan, perono estaba de más prepararse. Ordenó aGamble desmontar y cavar a lo largo dela cresta de la cadena montañosa próxima al seminario, de cara a losrebeldes que llegarían por esa carretera.Apostó a Devin de igual forma, frente ala carretera del norte. Tres hombres enlínea, un cuarto listo para replegarse colos caballos. Vio que se siguieran susindicaciones. Los hombres estabacansados y cavaron en silencio; no habíamúsica. Oyó rezongar a un oficial. Elcondenado idiota quería cargar sobre la patrulla rebelde. Buford le lanzó unamirada cargada de reproche. Pero erauna buena línea. Aguantaría algúntiempo, aun frente al viejo Bobby Lee.

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Si es que a John Reynolds le daba por madrugar por la mañana.

Ya había oscurecido, se manteníael silencio. Todavía no era imperiosotomar ninguna decisión. Siempre podíaretirarse en el último minuto. Sonrió para sí, y los hombres repararon en sexpresión y se relajaron por umomento. Buford pensó: Si algo tiene de bueno la caballería, es que uno siempre puede poner pies en polvorosa velozcomo el rayo.

Buford dio la vuelta y paseó acaballo por la ciudad, ávido de noticiasde sus exploradores. Había gentedeambulando en las calles. Cosechó umodesto séquito de niños vivarachos,entre ellos una pequeña de bellas y

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delicadas facciones. Les sonrió, pero ela plaza al frente vio gente congregada,un orador, un círculo de hombrescorpulentos. Se apresuró a cambiar dedirección. No se le daban bien losciviles. Los alcaldes de las ciudadestenían algo que le ponía nervioso.Estaban demasiado gordos y hablabademasiado, y no se lo pensaban dosveces a la hora de pedirle a uno quediera la vida por ellos. Casi todo el este ponía nervioso a Buford. Era una tierrarica. Demasiadas personas que hablabademasiado. Los periódicos mentían.Pero las mujeres... Sí, las mujeres.

Pasó junto a un porche y en él vio auna mujer con un vestido rosa, coencaje en el cuello, una mujer alta y

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rubia de rostro suave y hermoso, taadorable que Buford aminoró el paso,mirándola fijamente, antes de quitarse elsombrero. La mujer estaba junto a unacolumna cubierta de enredaderas;sonrió. Había un anciano en el jardídelantero, sumamente viejo, delgado ydébil; se adelantó renqueando,inflamado de fútil rabia desdentada.

 —¡Estos rebeldes están por todas partes, por todas partes! —Bufordsaludó con una inclinación y siguió scamino; se giró para mirar de nuevo a lahermosa mujer, que continuaba allíobservándolo.

 —Vaya y preséntele sus respetos,general.

Una voz zalamera, un tono risueño:

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el enjuto sargento Corse, ayuda decampo de piernas arqueadas. Bufordsonrió y negó con la cabeza.

 —Viuda, me apuesto lo que sea.Buford se apartó y enfiló sus pasos

hacia el cementerio. —Si quiere que hable con ella,

general, estoy seguro de que podríaconseguir que se presentaran.

Buford soltó una risita. —Esta noche no, sargento. —Al general no le vendría mal

divertirse. Con todos los respetos,general. Pero es usted demasiadotímido, para su edad. Trabajademasiado. Éstas son ciudadestranquilas, sí, aquí nunca pasa nada, ylas damas estarían encantadas de verle,

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un importante hombre de aventuras comousted, un hombre de mundo, les haríausted un favor con el simple hecho deregalarles con su presencia.

Buford esbozó una sonrisa. —Tengo de tímido lo mismo que u

obús. —Y es igual de delicado. Con

todos los respetos. —Exacto. —Buford encaró la lenta

subida de la colina hasta el cementerio. —Ah —se lamentó el sargento—,

era una joven adorable. —Sí que lo era.Al sargento se le iluminó el

semblante. —Bueno, en ese caso, si al general

no le importa, podría acercarme por mi

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cuenta más tarde, después de cenar, esdecir, si el general no tiene nada queobjetar. —Se subió las gafas sobre el puente de la nariz, se enderezó elsombrero, se arregló el cuello de lacamisa.

 —Nada que objetar, sargento — respondió Buford.

 —Ah. Um.Buford le miró. —Y, ah, ¿a qué hora va a cenar el

general, señor?Buford miró al oficial, vio el brillo

esperanzado en sus ojos. Por fin captó laindirecta. No podían comer hasta que lohubiera hecho él. Lo seguíaadondequiera que iba, como uestandarte; estaba tan acostumbrado a s

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 presencia que no notaba su hambre. lrara vez tenía apetito últimamente.

 —La gente de esta ciudad ha estado pidiéndonos comida —dijo tristementeel sargento—. Los rebeldes no les hadejado gran cosa. El general deberíacomer ahora que todavía nos queda algo, porque los muchachos lo estáregalando. —Lanzó una mirada dereproche a los otros oficiales.

 —Lo siento —dijo Buford. Señalóel cementerio—. Comeré aquí mismo.Un poco de ternera seca. Ustedes,caballeros, cenen algo.

Entraron en el cementerio.Desmontó por fin, por primera vez ehoras, y se sentó en la piedra sufriendoen silencio. Pensó: El cuerpo no es gra

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cosa pero la cabeza rige todavía. Dosóvenes tenientes se sentaron cerca de

él, masticando tortas de maíz. Entornólos ojos: no recordaba sus nombres.Podía acordarse si tenía que hacerlo, erael deber de un buen oficial; podíarebuscar en su memoria y sacar losnombres de las tinieblas, con tiempo, pero aunque trataba bien a los jóvenestenientes hacía tiempo que habíaaprendido que era contraproducenteintimar con ellos. Uno de éstos tenía el pelo rubio y fino, pecas rojas, se parecíacuriosamente a una mazorca. El otrotenía los dientes saltones. Buford seacordó de repente: el dentudo es uchico de universidad, muy brillante, muy bien educado. Buford asintió. Los

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tenientes asintieron. Pensaban que era ugenio. Había prescindido del libro dedoctrina de la caballería y le adoraba por eso. En Thorofare Gap habíaresistido frente a Longstreet, tres milhombres contra veinticinco mil, duranteseis horas, enviando una petición trasotra de ayuda que no llegó nunca. Lostenientes le profesaban una graadmiración, y a veces los oía citandosus descubrimientos: Vuestros grandes ygordos caballos son un medio detranspone, eso es todo, y tienen tantosentido en el campo de batalla modernocomo un elefante grande y gordo. Seapartó de las miradas ávidas,recordando los gritos de ayuda quenunca recibieron respuesta. Aquella vez

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fue el general Pope. Ahora era elgeneral Meade. No hagas planes.

Se quedó sentado, viendo cómo seencendían las luces en Gettysburg. Lossoldados bordeaban la ciudad al este yel norte formando dos largas vallasmoteadas de fuego; un espectáculo precioso en la creciente oscuridad delocaso. Los rescoldos de junio seapagaban en el oeste. Disfrutó de u puro glorioso, de ensueño. Mañanavendrá el viejo Bob Lee en persona, por esa carretera de poniente, a lomos de ucaballo gris. Y con él aproximadamenteotros setenta mil hombres.

Uno de los tenientes estaba leyendoel periódico. Buford vio negros titularesarrugados: CIUDADANOS DE

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PENNSYLVANIA: ¡PREPARAOSPARA DEFENDER VUESTROSHOGARES! Un llamamiento a lamilicia. Sonrió. La milicia no detendríaal viejo Bobby-Lee. Para eso tenemos al bueno de George Meade.

Venga, venga. Ten fe. A lo mejor teda una sorpresa.

Y un cuerno.Buford echó un rápido vistazo a s

alrededor, sin saber si lo había dicho envoz alta. Condenada mala costumbre.Pero los tenientes estaban conversando.Buford vio la ciudad enmudecida trasellos. Bonito paisaje. Pero demasiado pulcro, demasiado ordenado. No habíasensación de espacio, de tamaño, ugran cielo estrellado sobre la cabeza, u

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viento fuerte. En fin. Lo tuyo no es eleste, eso está claro. Es extraordinario pensar que aquí se pueda librar unaguerra. No es el escenario para ello.Demasiado limpio. Poco espacio.Volvió a ver el ángel blanco. Pensó: Esun terreno condenadamente ventajoso.

Se sentó en un cercado, viendocómo caía la noche sobre Gettysburg.

o había noticias de las patrullas. Paseóleyendo las lápidas, muchos nombresholandeses, centinelas espectrales, setocó el sombrero en señal de respeto, pensó en su muerte, auscultó su cuerpo,todavía sano, fiable aún en una larganoche, pero más débil,considerablemente más débil, el pulsoirregular, la respiración fatigosa. Pero

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todavía restaba por lo menos una buena batalla. Puede que salga con bien deésta. Su mente divagaba. Se preguntócómo sería perder la guerra. ¿Podríavolver a viajar por el sur? Seguramenteno en una temporada. Pero allí la pescaera excelente. Róbalos negros nadandoen plácidas aguas negras: ah. Lástimavolver allí como territorio extranjero.Una curiosa sensación de profunda pérdida. Buford no odiaba. Era u profesional. Los únicos que alguna vezle irritaban eran los prohombres, losemplumados cortesanos de noble cunaque hablaban como ingleses y trataban ala gente como escoria. Pero en smayoría eran un hatajo de idiotas,indignos de su odio. Aunque sería una

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 pena que no pudieras regresar al sur nunca más, por la pesca, por el calor einvierno. Una vez había pensado eubilarse allí. Si llego a viejo.

La oscuridad dio paso a Devin. —Señor, ya están aquí los

exploradores. Usted tenía razón, señor.Lee viene en esta dirección, sin duda.

Buford se concentró. —¿Qué tiene? —Esos soldados que hemos visto

hoy eran de A.P. Hill. Todo su cuerpoestá en la carretera entre nosotros yCashtown. El cuerpo de Longstreet no leanda a la zaga. Y el cuerpo de Ewell baja del norte. Estaba delante deHarrisburg pero ha dado la vuelta. Seestán concentrando en esta dirección.

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Buford asintió. Distraído, dijo: —Lee intenta rodearnos,

interponerse entre nosotros yWashington. Seguro que al senado leencanta.

Se sentó para escribir el mensaje aReynolds, encima de una lápida, a la luzde una linterna. Su mano se detuvo por voluntad propia. Su cerebro no enviabaninguna señal. Se quedó sentado einmóvil, sosteniendo el lápiz, con lavista fija en el papel en blanco.

Había ofrecido resistencia antes yenviado solicitudes de ayuda, sin queésta llegara jamás. Su fe estaba bajomínimos. Era una especie de enfermedadgris; debilitaba las manos. Se levantó yse acercó a la valla de piedra. No era el

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hecho de morir. Llevaba viendo morir ahombres toda su vida, y la muerte erauna cuestión de azar, el precio a pagar tarde o temprano. Lo peor era laestupidez. La insoportable y enfermizaestupidez que a veces le hacía pensar auno que podría volverse brusca, violenta

completamente loco tan sólo por tener que verla. Eran pensamientos letales.Había trabajo por hacer aquí. Y todoello depende de la fe.

Los rostros apuntaban en sdirección, todas las caras brillantescomo manzanas. Una rabia imprecisa lehizo estremecer. Si Reynolds dice queva a venir, es que vendrá. Un hombre dehonor. Lo espero, por Dios. Bufordestaba enfadado, violentamente

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enfadado. Pero se sentó y redactó elmensaje.

Gozaba de terreno ventajoso eGettysburg. Si Reynolds se daba prisa,si llegaba a primera hora de la mañana,Buford podría defenderlo. Si no, losrebeldes se harían con él y no había otroterreno ni remotamente parecido en losalrededores. Buford no sabía cuántotiempo podrían resistir sus brigadas.Respuesta urgente.

Era demasiado formal. Se esforzó por clarificarlo. Se lo quedó mirandolargo rato antes de sellarlo despacio, pensando, en fin, tampoco estamoscomprometidos realmente, todavía podemos huir, y le dio el mensaje alteniente dentudo, que se perdió radiante

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con él en la noche, pese a llevar todo eldía en la silla.

Buford sentía el dolor de viejasheridas, una súbita y vasta necesidad dedormir. Ahora dependía de Reynolds.

 —¿Cuántos cañones tenemos? —le preguntó a Devin.

 —¿Señor? Ah, tenemos, ah, una batería, señor, eso es todo. Seiscañones. Se trata de la batería de Calef,señor.

 —Apuéstelos a lo largo de esacarretera del oeste. La carretera deCashtown.

Buford intentó pensar en qué máshacer pero todo estaba en suspenso denuevo, un vacío desprotegido del viento.Descansa hasta que lleguen noticias de

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Reynolds. Se sentó una vez más, con laespalda contra una lápida, y empezó adejar volar sus ideas, moviendo smente igual que se mueve un campo devisión con las lentes, calibrando e busca de terreno más elevado.Recordaba una tormenta de nieve. Uoven teniente entregando correo militar:

días de soledad en una enorme planicie blanca. Un recuerdo agradable:cabalgar, repartir el correo. Soñó.Empezaba a dolerle la herida. Ledespertó el sargento, Corse, con sus piernas arqueadas: el hombre montabacansinamente un caballo salpicado de barro, le dirigió una mirada de disgusto.

 —El marido, por Dios, es uenterrador.

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Se alejó luctuosamente a caballo.Comenzaba a flotar colina arriba elsonido de la música procedente deGettysburg. Un predicador del seminariocomenzó una pausada discusión,insistente y teológica, con un joveteniente, de acá para allá, de acá paraallá, con el equipo de ayudantesescuchando admirado las bellas palabras. Los hombres empezaban arecogerse para pasar la noche. Era cercade medianoche cuando el muchachodentudo regresó de su entrevista coReynolds, jadeando a lomos de scaballo empapado de sudor. Bufordleyó: General Buford: Defienda s posición. Llegaré por la mañana lo antes posible. John Reynolds.

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Buford asintió. Está bien. Si tú lodices. Los oficiales se habían levantado

empezaban a agruparse. Buford sedirigió al muchacho dentudo:

 —¿Dijo algo más? —No, señor. Estaba muy ocupado. —¿A qué distancia se encuentra? —No llegará a quince kilómetros,

señor, no creo. —Bueno —dijo Buford. Miró a s

equipo: los ávidos, los recelosos—.Vamos a aguantar aquí por la mañana. —Hizo una pausa, con las ideasconfusas todavía—. Intentaremos resistir hasta que llegue el general Reynolds cola infantería. Quiero conservar elterreno elevado, a ser posible.

Se produjo un silencio cuajado de

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respiraciones, algunas sonrisas amplias,como si acabara de anunciar una fiesta.

 —Creo que nos atacarán alamanecer. Deberíamos ser capaces decontenerlos un par de horas. EThorofare Gap aguantamos durante seis.Pero el terreno era mejor.

Devin estaba exultante. —Diablos, general, podemos

contenerlos el condenado día entero,como quien dice.

Buford frunció el ceño. Despacio,respondió:

 —No sé cuánto tiempo seránecesario. Puede que sea mucho tiempo.Podemos obligarles a desplegarse, ecualquier caso, y eso llevará tiempo.Además, la carretera por la que vendrá

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Lee es estrecha, y si los contenemos allítardarán un rato en salir del atolladero.Pero la cuestión es resistir hasta quellegue la infantería. Si nos aferramos aestas colinas, tendremos una buena posibilidad de ganar la batalla que seavecina. ¿Entendido?

Los había emocionado. Eran lo bastante jóvenes como para anticipar algo así con ansiedad. Él mismo sentíacomo si le faltara el aliento. Ordenócenar bien esa noche, ahora no teníasentido escatimar el alimento. Partiero para trasmitir sus órdenes. Buford salióa caballo una vez más, en plena noche,rumbo a la línea de las patrullas.

Apostó a las patrullas de cabeza personalmente, no muy lejos de la

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columna rebelde. Había cuatro hombresen el puente: Nueva York e Illinois, dosde ellos muy jóvenes. Estar tan cerca delos rebeldes hacía que tuvieran los ojosabiertos como platos. Más cerca queningún otro soldado de todo el puñeteroejército.

 —Seguramente vengan al despuntar el alba —dijo Buford—. Estaos atentos.Aguantad lo suficiente para echar u buen vistazo, disparad y salid corriendo.Advertidnos con tiempo, pero nodisparéis más que unas pocas salvas. Noesperéis demasiado antes de retiraros.

 —Sí, señor, general, señor —dijocon voz solemne un cabo. Soltó unarisita nerviosa. Buford oyó que otromuchacho decía:

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 —¿A que ahora te alegras dehaberte alistado en la caballería?

Buford regresó al seminario.Estableció allí su cuartel general. Por lamañana gozaría de una buena perspectiva desde la cúpula. Desmontó

se sentó para descansar. Reinaba lacalma. Cerró los ojos y pudo ver campos de nieve, kilómetros y máskilómetros de nieve de Wyoming, ymontañas blancas a lo lejos, todo limpioe increíblemente tranquilo, sin nadie a lavista, sin que se moviera nada. 

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 4

ongstreet 

 

En el campamento de Longstreet,estaban enseñando al inglés a jugar al póquer. Habían extendido una mantacerca de una fogata y colgado unalinterna de un árbol y estaban sentadosalrededor de la manta aplastandomosquitos en la oscuridad, cercados defuegos de campamento, risas y música.El inglés era un hombre gracioso por 

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naturaleza. Estaba muy delgado y perpetuamente asombrado, tenía losdientes algo separados, y su mera formade hablar bastaba para producirleshilaridad, lo que él disfrutaba. Snombre era Fremantle —tenientecoronel Arthur Lyon Fremantle—,antiguo miembro de la Guardia deColdstream de Su Majestad, en misióde observación para la reina. Habíavarios extranjeros más en el grupo yseguían al cuartel general de Longstreetcomo un pequeño banco de peces decolores. Ahora estaban reunidos entorno a la manta, viendo a Fremantle eacción, y todos se reían salvo el prusiano, Scheibert, un hombre fornidovestido con un sucio traje blanco,

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irritado porque nadie sabía hablar alemán.

Longstreet estaba sentado con laespalda apoyada en un árbol, esperando.Su fama como jugador de póquer eralegendaria, pero hacía mucho que nougaba, desde que murieran sus hijos, y

ahora tampoco le apetecía; pero legustaba sentarse en la oscuridad y mirar,matando el rato en silencio, a pocadistancia, formando parte de todo ello alcalor del fuego pero sin implicarse, sitener que hablar.

Lo que más le molestaba era estar aciegas. Jeb Stuart no había vuelto. Elejército había pasado el día enteroadentrándose en terreno enemigo sisaber tan siquiera qué había al doblar la

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esquina. Las noticias de Harrison eraa viejas: el ejército de la Unión estaba

en marcha. Longstreet había enviado alespía de regreso a Gettysburg para ver qué podía averiguar, pero Gettysburgestaba a casi cuarenta y cinco kilómetros

no había retornado todavía. Longstreetsoñaba, haciendo acopio de fuerzas,sabedor de que la batalla se aproximaba

descansando a conciencia, relajandolos músculos, sintiéndose tonificadosobre la tierra y acumulando fuerzas paulatinamente, llenándose los pulmonesde aire limpio. Era un hombre paciente; podía esperar sin problemas hasta elamanecer. Vio caer una estrella: una fríachispa pálida al este en el cielo. Uespectáculo precioso. Recordó,

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contando estrellas a medianoche en u pastizal: una muchacha. La chica pensaba que eran mensajes de Dios.Longstreet sonreía: me quiere, no mequiere.

 —¿Señor?Levantó la cabeza; un rostro fino,

altanero: G. Moxley Sorrel, el jefe delequipo de Longstreet. Respondió:

 —Mayor. —Acabo de regresar del cuartel

del general Lee, señor. El general se haretirado para pasar la noche. Todo vasobre ruedas, señor. El general Lee diceque deberíamos estar todosconcentrados alrededor de Gettysburg para mañana por la tarde.

 —¿No se sabe nada de Stuart?

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 —No, señor. Pero algunos de lossoldados del general Hill entraron eGettysburg esta tarde y afirman haber visto caballería unionista allí.

Longstreet levantó la cabeza degolpe.

 —Tenían órdenes de no entablar combate —continuó Sorrel—, de modoque se replegaron. El general Hill creeque se equivocan. Dice que debía detratarse de la milicia. Piensa regresar con refuerzos por la mañana.

 —¿Quién vio a la caballería? ¿Quéoficial?

 —Ah, Johnston Pettigrew, me parece, señor.

 —¿El estudioso? ¿El tipo deCarolina del Norte?

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 —Ah, sí, señor. Eso creo, señor. —¿Caballería azul? —Sí, señor. —¿Por qué no le cree Hill? ¿Acaso

tiene otra información? —No, señor. Ah, yo diría, señor,

 por lo que he oído, que el general Hillcree que, ah, Pettigrew no es u profesional y tiende a sobreexcitarse yquizá a exagerar un poquito.

 —Um. —Longstreet se frotó lacara. Si había infantería en camino,como había dicho Harrison, tambiéhabría caballería delante—. ¿Qué diceel general Lee?

 —El general, ah, confía en laopinión del general Hill, creo.

Longstreet hizo una mueca. Pensó:

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Tenemos más jinetes. ¿Por qué no envíauno el viejo a mirar? Te diré por qué: seresiste a creer que Stuart pudiera dejarleen la estacada.

 —¿Manda algo más, señor? — Sorrel tenía puesta la mirada,expectante, en la partida de póquer.

 —No. —A los hombres les haría ilusión

que se sumara a la partida, señor. Comoantes.

 —Esta noche no, mayor.Sorrel hizo una inclinación. —Sí señor. Oh, por cierto, señor,

el general Pickett le transmite suscumplidos y anuncia que se dejará caer algo más tarde para charlar.

Longstreet asintió. El viejo George

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vendrá a quejarse. Pero será agradableverlo. Sorrel partió en pos de uestallido de risas, una nube de preciadotabaco. Longstreet se quedó sentado,sumido en sus cavilaciones.

Se percibía un tufo a problemas,algo indefiniblemente fuera de lugar. Eracomo jugar al ajedrez, hacer umovimiento en falso y no saber por qué pero saber instintivamente que la jugadahabía estado errada. Su instinto lechillaba ahora. Como lo había hechohacía tiempo por las noches en territorioindio. Escudriñó la negrura. Lasestrellas se habían oscurecido. Era elestar a ciegas lo que le molestaba.¿Caballería en Gettysburg? Harrison losabría.

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 —¿Señor?Volvió a levantar la cabeza. A la

suave luz: Fremantle. —Le pido perdón, señor.

Humildemente, señor. Espero nomolestarle.

 —Um —respondió Longstreet.Pero había algo en la pose del hombre, preparado para salir corriendo, que lehizo sonreír. Era un tipo desgarbado,con el cuello de cigüeña y una nuezmonstruosa. Parecía un pájaro de ojossaltones que acabara de tragarse algoenorme, pegajoso y triangular. Se cubríacon un sombrero gris alto y un abrigollamativo de grandes hombreras, comoalas.

 —Si le estoy molestando, señor — 

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dijo jovialmente—, le ruego que aceptemis más humildes disculpas. Pero sfama, señor, como jugador de póquer estal que vengo a pedirle consejo. Esperoque no le importe.

 —En absoluto —contestóLongstreet. A veces, en compañía deingleses, uno sentía la ridícula tendenciaa imitar su forma de hablar. Longstreetse refrenó. Pero esbozó una sonrisa.

 —Lo que le quería preguntar,señor, es lo siguiente. Tengo entendidoque usted es la autoridad en este tipo deasuntos, y hace tiempo aprendí, señor,que en los asuntos de este tipo lo más prudente es siempre ir directamente, sirodeos, se podría decir, al grano.

Longstreet aguardó. Fremantle se

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relajó ligeramente, adoptó una expresióconspiradora y se atusó el bigote.

 —Me causa gran curiosidad,general, su actitud hacia un temadelicado: la escalera interna. ¿En quémomento, o mejor dicho, bajo quécircunstancias debe uno pedir carta paraconseguir una escalera interna? En sopinión. Su respuesta será confidencial,naturalmente.

 —Nunca —dijo Longstreet.Fremantle asintió con gesto

solemne, escuchando. No se dijo nadamás. Transcurrido un momento, inquirió:

 —¿Nunca? —Nunca.Fremantle pensó en ello. —Quiere usted decir nunca — 

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concluyó.Longstreet asintió con la cabeza. —Claro —dijo Fremantle. Se

retiró, meditabundo, antes deincorporarse—. Por supuesto —dijo—.Bien, gracias, señor. Su más humildesirviente. Acepte mis disculpas por lasmolestias.

 —En absoluto. —Le dejo con sus asuntos, más

importantes. —Hizo una inclinación,retrocedió, se detuvo, levantó la cabeza —. ¿Nunca? —preguntó, pensativo.

 —Nunca —corroboró Longstreet. —Oh. Bien, de acuerdo. — 

Fremantle se alejó.Longstreet se volvió hacia la

oscuridad. Una raza extraña y

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enrevesada. Hablaban como damiselas y peleaban como pumas. Hacía tiempo quese hablaba de que Inglaterra se pondríade parte del sur. Pero Longstreet nocreía que vinieran. Llegarán cuando nolos necesitemos, como el banco que teofrece dinero cuando ya has zanjado tusdeudas.

Un cúmulo de gritos: levantó lacabeza. Un grupo de jinetes entraba en elcampamento. Uno de ellos agitaba usombrero emplumado: ése debía de ser George Pickett. De lejos parecía un reyfrancés, todo rizos y plumas. Longstreetsonrió sin darse cuenta. Pickett llegó alcírculo de luz de la fogata, exquisito cosus bucles broncíneos que le tocaban loshombros, regio y magnífico a lomos de

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su elegante corcel. Hizo un gesto a losoficiales, alguien señaló en dirección aLongstreet. Pickett se dirigió hacia él,con una reverencia. Los hombressonreían, animándose a su paso;Longstreet pudo ver una estela deoficiales detrás de él. Se había traídoconsigo a sus tres comandantes de brigada: Armistead, Garnett y Kemper.Se dirigían hacia Longstreet como barcos que surcaran un mar de sonrisas,con Pickett repartiendo inclinaciones auno y otro lado. Alguien le ofreció una botella. Pickett levantó una manoadmonitoria. Le había jurado a squerida Sallie no probar ni una gota delicor. Longstreet meneó la cabeza conadmiración. Los extranjeros estaba

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formando una piña.Pickett se detuvo ante Longstreet y

saludó con gesto ostentoso. —El general Pickett le presenta sus

respetos, señor, y solicita permiso para parlamentar con el comandante general,s'il vous plait.

 —Qué tal, George —dijoLongstreet.

Detrás del hombro de Pickett, LewArmistead saludó con una sonrisa,tocándose el sombrero. Longstreet y élse conocían desde hacía más de veinteaños. Habían servido juntos en laGuerra de México y en el antiguo 6o deInfantería en California. Habían estadountos bajo fuego enemigo, y por muchos

años que viviera Longstreet jamás

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olvidaría la visión de Pickett con la bandera saltando el muro entre el humo

las llamas de Chapultepec. Pickett nohabía envejecido ni un ápice desdeentonces. Longstreet pensó: Mi eternomuchacho. Era más una familia que uejército. Pero había que observar lasformalidades. Saludó. Pickett desmontóde un salto, con sus rizos al vuelo.Longstreet percibió una vaharada penetrante.

 —Santo Cielo, George, ¿qué es eseolor?

 —Soy yo —dijo Pickett, orgulloso —. ¿No es adorable?

Armistead desmontó a su vez,riéndose por lo bajo.

 —Se lo quitó a un francés muerto.

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Buenas noches, Pete. —Puaj —dijo Longstreet—.

Seguro que el francés olía mejor.Pickett se hizo el ofendido. —No se lo quité a ningún francés.

Lo compré en una tienda de Richmond. —Meditó—. El nombre era francés,ahora que lo pienso. Pero a Sallie legusta. —Eso zanjaba el asunto. Pickettestaba radiante y atildado, sonreía.Estaba acostumbrado a las bromas y nole importaban. Dick Garnett estabadesensillando despacio. Longstreetreparó en la expresión de dolor en susojos. Tenía cuidado con una pierna.Lucía la misma expresión blanda ycenicienta en la cara, los ojos. Cansado,demasiado cansado.

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Longstreet le tendió la mano. —¿Cómo estás, Dick? —Bien, general, bien. —Pero s

apretón carecía de vitalidad. LewArmistead observaba atentamente.

 —Siento haberte asignado alapestoso de George —dijo coovialidad Longstreet—. Espero que

tengas estómago. —General —respondió Garnett,

formal, elegante—, seguro que sabecuánto aprecio esta oportunidad.

Se produjo un segundo de silencio.Garnett había replegado la vieja BrigadaStonewall sin órdenes. Jackson le habíaacusado de cobardía. Ahora Jacksonestaba muerto, y el honor de Garnettestaba comprometido, y no se había

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recuperado de la mancha, y en estacompañía había muchos hombres que nole dejarían recuperarse nunca. PeroLongstreet sabía reconocer la valía deun hombre, y dijo despacio, midiendosus palabras:

 —Dick, para mí fue un puñeterogolpe de suerte cuando te quedastedisponible para este puesto.

Garnett inspiró hondo y asintió unavez, aprisa, con la mirada perdida en laoscuridad detrás de Longstreet. LewArmistead le pasó un brazo por loshombros en un gesto espontáneo.

 —Dick ha comido demasiadascerezas. Ha contraído la viejaenfermedad del soldado.

Garnett sonrió débilmente.

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 —Claro. —Se frotó la barriga—.Tengo que aprender a luchar estando encuclillas.

Armistead sonrió. —Ya sé lo que te pasa. Has venido

a contraviento detrás del viejo George.Tienes que aprender a esquivar esasemanaciones.

Se había congregado un círculo arespetuosa distancia. Entre ellos estabaFremantle, de la Guardia de Coldstreade Su Majestad, con su sombrero de alaancha y su nuez prominente. Pickett leobservaba con curiosidad.

Longstreet recordó sus modales. —Oh, disculpe, coronel.

Permítame presentarle a nuestro GeorgePickett. El más lozano de nuestros

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generales. General Pickett, el coronelFremantle de la Guardia de Coldstream.

Pickett ensayó una hondareverencia a la antigua usanza, barriendoel suelo con su sombrero emplumado.

 —La fama de su regimiento, señor,le precede.

 —El general Pickett es nuestroestratega de mayor rango —dijoLongstreet—. Siempre le referimos aGeorge las cuestiones más profundas.

 —Es verdad —admitió Pickett,asintiendo—. Sí que lo hacen.

 —El historial del general Picketten West Point sigue siendo la comidilladel ejército.

Armistead soltó una risotada. —Es impropio de un soldado, tanto

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estudiar —dijo ampulosamente Pickett. —Ni es caballeroso, George —le

corrigió Armistead. —No, eso tampoco —convino

Pickett. —Terminó el último de su

 promoción —explicó Longstreet—. Elúltimo de todos. Lo que no deja de ser una proeza, teniendo en cuenta a suscompañeros de clase.

 —Los yanquis tienen a todos loslistos —dijo plácidamente Pickett— ymira de qué les ha servido.

Fremantle sonreía vagamente, sisaber muy bien cómo encajar todoaquello. Lew Armistead se adelantó ehizo una reverencia, fina, delicada, elviejo Lo siempre tan cortés, dándole u

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toque de elegancia. No extendió lamano, conocedor de la costumbre británica. Dijo:

 —Buenas noches, coronel. LoArmistead. El «Lo» es la abreviatura deLotario. Permítame darle la bienvenidaa los Miserables de Lee. ¿La Guardia deColdstream? ¿No estuvieron ustedes por aquí en la discusión que tuvimos e1812? Creo recordar que mi padre mecomentó algo... No, ésa fue la Guardia

egra. Los tipos con faldas, eso es. —¿Los Miserables de Lee? — 

 preguntó Fremantle. —Es una broma —explicó

 pacientemente Longstreet—. Alguienleyó a Víctor Hugo... aunque no se locrea, tengo oficiales que leen... y desde

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entonces somos los Miserables de Lee.Fremantle seguía sin caer en la

cuenta. —Víctor Hugo —insistió

Longstreet—. El escritor francés. Snovela. Les miserables.

A Fremantle se le iluminó el rostro.Sonrió. Soltó una risita.

 —Ay, es muy bueno. Oh, esrematadamente bueno. Ja.

 —Permítame presentarle a miscomandantes —dijo con formalidadPickett—. Este señor mayor de aquí esLewis Armistead. Lo de «Lotario» esmás bien en broma, como puede ver.Pero somos democráticos. No letenemos en cuenta su avanzada edad. Lollevamos a la batalla, apuntamos por él

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dejamos que dispare. La suya es lo queen este país llamamos una «viejafamilia» —Armistead exhaló un breve«Ay, Dios»— aunque sin duda ustedeslos ingleses lo considerarían todavía uinmigrante. Ha habido un Armistead entodas nuestras guerras, y quizá sea mejor cambiar de tema, porque es probableque el abuelo del viejo Lo le lanzaraalguna perdigonada a su abuelo, pero ecualquier caso, teníamos que dejarle participar en esta guerra para no romper la tradición, ¿se da cuenta? Por muchosaños que tenga.

Armistead apretó los dientes. —El que está a su lado es Dick 

Garnett. Ah, Richard Brooke Garnett.Garnett hizo una reverencia. Pickett

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dijo: —El viejo Dick es buen chico,

aunque algo enclenque. Ah, en fin — Pickett puso cara de compungido—,algunos nacemos endebles, y otros está bendecidos con una extraordinariafuerza natural. Todo es voluntad deDios. Siéntate, Dick. Ahora, éste de aquí —señaló al estoico Jim Kemper—, ésteni siquiera es soldado, así que tengacuidado con él. ¿Ve esa mirada torva yaviesa? Es un político. Si está aquí essólo para conseguir votos de cara a las próximas elecciones.

Kemper dio un paso al frente yextendió la mano con recelo. Había sido presidente de la asamblea de Virginia yno era amigo de los extranjeros.

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Fremantle aceptó la mano en un esfuerzode buena voluntad.

 —Verá usted, coronel —dijo bruscamente Kemper—. Me preguntabacuándo pensaban ustedes hacer algo por romper ese condenado bloqueo yanqui.¿Qué opina de eso?

Fremantle se disculpó, sonriendotímidamente. El prusiano se habíaacercado ya, y también el austríaco,Ross. Estaba formándose una multitud.Pickett siguió presentando a losmiembros de su equipo: Beau Harrison,su inspector general, y Jim Crocker.Crocker estaba malhumoradamentesensiblero, algo achispado ya.Regresaba ahora tras una ausencia detrece años a su antigua alma mater, la

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Universidad de Pennsylvania, eGettysburg. Alguien sugirió que brindaran por eso, pero Pickett lesrecordó encarecidamente a todos y cadauno de ellos la promesa que le habíahecho a Sallie, la colegiala Sallie, a laque doblaba en edad, y eso dio pie a unaronda de chistes verdes que deberíahaber ofendido a Pickett pero no loconsiguieron. Se le veía radiante emedio de todas las bromas, contento,feliz. Fremantle asistía ensimismado,indeciso sobre qué era guasa y qué no loera. Sacó algo de brandy; Armisteadtenía una petaca; Kemper llevabaencima su propia botella. Longstreet pensó: Cuidado. Se sentó al margen,distanciándose, pegó un largo trago de la

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 petaca de Armistead, se obligó a símismo a no tomar otro, se acurrucócontra el tronco de un árbol frío,dejando que la noche lo arropara,oyéndoles hablar, reviviendo antiguosrecuerdos. Tenía la suficienteexperiencia como para mantenerse almargen. La presencia del comandantesiempre enfriaba los ánimos. Perotranscurridos unos instantes Pickett seseparó del grupo y acudió junto aLongstreet.

 —¿General? ¿Unas palabras? —Claro, George. Dispara. —Para mí que tiene usted bue

aspecto, señor. Si le digo la verdad,nunca le he visto mejor.

 —Tú también tienes buen aspecto,

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George. —A Longstreet le gustaba esehombre. No era desorbitadamente brillante, pero era un guerrero.Longstreet siempre tenía cuidado dedarle instrucciones precisas y seguirle la pista para cerciorarse de que sabía quéhacer, pero una vez encarrilado, se podía confiar en George. Un muchachoadorable y audaz, cuarenta y dos años deedad e incapaz de envejecer un solo añomás, aficionado a la aventura y elromance y todas las brillantes chispasde la juventud. Risueño, Longstreet preguntó—: ¿Qué puedo hacer por ti,George?

 —Bueno, señor, no le digo esto entono de crítica, señor. Pero, en fin, sabe,señor, mi división, mis chicos de

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Virginia, no estuvimos enChancellorsville.

 —No. —Bueno, ya sabe que nos

asignaron lejos de allí en una misióirrisoria, y tampoco estuvimos eFredericksburg; otra vez estábamoslejos, en otra misión igual de ridícula, yahora han cogido dos de mis brigadas, lade Corse y la de Jenkins, y las hamandado a proteger Richmond...Richmond, por el amor de Dios... yahora, general, ¿sabe usted dónde mehan colocado en el orden de marcha? Elúltimo, señor, eso mismo. Exactamenteel último. Cierro la condenadaretaguardia. Con perdón.

Longstreet suspiró.

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 —Bien —continuó Pickett—, leseré franco, señor, mis chicos empiezana preguntarse a qué se debe la actituddel alto mando hacia mi división. Mismuchachos...

 —George... —Señor, debo... —Pickett reparó

en la expresión de Longstreet—. Por supuesto, no me refería a su mando. Nohablaba de usted, señor. Es sólo queesperaba que pudiera hablar coalguien.

 —George. —Longstreet hizo una pausa, antes de decir pacientemente—:¿Te gustaría que quitáramos el ejércitoentero de en medio y te dejáramosmarchar el primero?

A Pickett se le iluminó la cara. Ésa

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 parecía buena idea. Otro vistazo alrostro de Longstreet.

 —Lo único que digo, señor, es queno hemos...

 —Ya lo sé, George. Escucha, nohay ninguna conspiración. Las cosas soasí y punto. Tengo tres divisiones, ¿sí?Está la tuya, y la de Hood y la deMcLaws. Y adonde voy yo vaisvosotros. ¿Sí? Y mi cuartel general estácerca del Viejo, y el Viejo quiere estar aquí, y no hay más vuelta de hoja.Enviamos tus dos brigadas a Richmond porque supusimos que eran muchachosde Virginia y eso era lo correcto. Peromíralo así: si el ejército tiene que dar media vuelta y escapar de aquíabriéndose camino, estarás exactamente

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en primera línea de combate.Pickett pensó en ello. —¿Es eso posible? —Sí. —Bueno —musitó Pickett. En ese

momento apareció Lew Armistead.Pensativo, Pickett concluyó—: Bueno,tenía que decirlo, señor. Usted meentiende. ¿Sin rencores?

 —Ninguno. —Entonces de acuerdo. Pero,

quiero decir, es posible que la guerraentera se acabe condenadamente pronto,con perdón, y mis muchachos se lahabrían perdido. Y estamos hablando devirginianos, señor, tienen cierto orgullo. —Se le ocurrió entonces que Longstreet,al no ser virginiano, podría haberse

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sentido ofendido.Pero Longstreet repuso: —Sé que podré contar contigo,

George, cuando llegue el momento. Yllegará, ya lo verás.

 —Lamento interrumpir —intervinoArmistead—, pero preguntan por George en la mesa de póquer. —Hizouna reverencia—. Su fama, señor, le precede.

Pickett se excusó, atento a laexpresión de Longstreet. Pickett siempreestaba diciendo algo que irritaba aalguien, y rara vez sabía por qué, demodo que su método consistíasencillamente en disculparse en generalde vez en cuando, hacer saber a la genteque tenía buena intención, poner pies e

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 polvorosa y esperar que todo saliera bien. Pidió permiso y se marchó con u balanceo de rizos.

Armistead lo vio alejarse. —Espero que haya traído dinero.

 —Se volvió hacia Longstreet, sonriendo —. ¿Qué tal va todo, Pete?

 —Tirando, tirando. —Un viejochiste de soldados, vagamente obsceno.En su día había tenido gracia. Ahoradespertaba recuerdos, cancionessensibleras. Longstreet pensó: Sí queestá canoso. Ha llegado a esa edad eque un hombre envejece aprisa, se haceviejo por momentos. El viejo Lotario.Longstreet se sintió conmover.Armistead tenía la mirada puesta en laespalda de Pickett.

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 —Supongo que George estabaintentando llevarnos al frente para que puedan acribillarnos. ¿Correcto? Eso pensaba. En fin, he de decir que ya queuno tiene que soportar estas condenadasmarchas a mi edad por lo menos deberíahaber algo de acción de vez en cuando.Aunque —levantó una mano— no mequejo, no me quejo. —Se sentó; le crujióuna rodilla—. Me estoy oxidando.

Longstreet lo miró: la luz de lasllamas suaves sobre un rostro fatigado.Armistead estaba cansado. Longstreet loescudriñó, sopesándolo. Armistead sedio cuenta.

 —Estoy bien, Pete. —Por supuesto. —No, en serio. Me... —Se

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interrumpió en mitad de la frase—. Meestoy volviendo un poco mayor paratodo esto. Si te soy sincero. Me, ah... — Se encogió de hombros—. No tiene tantagracia cuando te duelen los pies. Ooh. —Se frotó la pantorrilla. Apartó lamirada de los ojos de Longstreet—.Están condenadamente buenas estascerezas que cultivan por aquí. Me pregunto si crecerían en casa.

Se escucharon risas procedentesdel grupo de Pickett. Una nube ocultó laluna. Algo rondaba por la cabeza deArmistead. Longstreet esperó. Harrisotenía que regresar pronto. Armisteaddijo:

 —Tengo entendido que hay noticiasdel ejército unionista.

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 —Correcto. —Longstreet pensó:Hancock.

 —¿Sabes algo del viejo Win? —Sí. Viene en esta dirección con

el Segundo Cuerpo. Deberíamostoparnos con él cualquier día de éstos. —Longstreet sintió una punzada decelos. Armistead y Hancock. Podíaverlos juntos: Lo, tan elegante; Hancock,tan aguerrido y seguro de sí mismo.Antes de la guerra estaban más unidosque dos hermanos. Una amistad extraña.Y ahora Hancock venía hacia aquí conun destacamento enemigo.

Armistead dijo: —Nunca pensé que duraría tanto.

 —Tenía la mirada perdida en laoscuridad.

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 —Yo tampoco. Estaba pensando eneso anoche. La hora de las guerras de usolo día ha pasado, creo. Antes uno podía salir a luchar por la mañana y al ponerse el sol la cuestión ya estabazanjada y el rey estaba muerto y laguerra por lo general había terminado.Pero ahora... —Gruñó, sacudiendo lacabeza—. Ahora sigue y sigue. Laguerra ha cambiado, Lewis. Todosesperan una victoria aplastante.Waterloo y todo eso. Pero yo creo queese tipo de guerra se ha terminado.Ahora tenemos trincheras. Y no es lomismo, sabes, pedirle a un hombre quecombata desde una trinchera. Cualquiera puede hacer una carga rápida por lamañana. Pero pedirle a alguien que se

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 bata en una trinchera, un día tras otro... —Supongo que tienes razón — 

convino Armistead. Pero no mostrabainterés, y Longstreet, al que leentusiasmaba hablar de tácticas yestrategia, lo dejó correr. Al cabo,Armistead dijo—: No me importaríavolver a ver al viejo Win. Una vez más.

 —¿Por qué no vas? —¿No te molestaría? —Diablos, no. —¿En serio? Quiero decir, vaya,

Pete, ¿tú crees que sería correcto? —Claro. Si se presenta la

oportunidad, coge un mensajero y una bandera blanca y adelante. No tienenada de particular.

 —Sí que me gustaría aunque sólo

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fuera volver a hablar con él —dijoArmistead. Se echó hacia atrás,cerrando los ojos—. La última vez fueen California. Cuando estaba empezandola guerra. La noche antes de irnos hubouna fiesta.

Tiempo atrás, en otro mundo. Yentonces Longstreet pensó en sus hijos,aquella Navidad, aquella terrible

avidad, y cerró su mente. Se hizo elsilencio. Armistead dijo:

 —Oh, por cierto, Pete, ¿qué tal tmujer? Quería preguntártelo antes.

 —Bien. —Lo dijo de formaautomática. Pero no estaba bien. Sintióun espasmo de dolor, como unarepentina ráfaga helada, vio el pacienterostro indio de facciones orgullosas,

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aquella hermosa mujer, su sufrimientoindeleble. Los niños nunca mueren: perviven para siempre en el cerebro.Transcurrido un momento se dio cuentade que Armistead estaba observándolo.

 —Si quieres que me vaya, Pete... —No. —Longstreet se apresuró a

menear la cabeza. —Bueno, en ese caso, creo que me

sentaré un rato y terminaré de pasar eldía. Últimamente ya no te veo tanto. — Sonrió: una sombra de timidez. Teníacinco años más que Longstreet, y ahoraera el oficial subalterno, pero era una delas pocas personas que se alegraba por los logros de los demás. Algunos deellos tenían hambre de rango (en JubalEarly era una enfermedad) pero

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Armistead ya había superado eseapetito, si es que alguna vez le habíaacuciado. Era un hombre sincero,abierto como el amanecer, cortado por el mismo patrón que Lee: vieja familia,caballero de Virginia, hombre de honor,hombre de deber. Era una de esas personas que defendería el terreno si se podía defender; moriría por una palabra.Era alguien en quien se podía confiar, ysi se podía decir alguna verdad sobre laguerra era ésta: te enseñaba cuáles eralos hombres en quienes podías confiar.

Estaba diciendo: —Te diré una cosa de la que no

tienes que preocuparte, y ésa es nuestradivisión. En mi vida he visto soldadostan dispuestos a pelear. Y tampoco es

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que sean simples críos. La mayoría soveteranos y sabrán lo que hay que hacer.Pero el ánimo es sencillamenteasombroso. De verdad que sí. En elantiguo ejército no vi nunca nada parecido. Están embarcados en unaguerra santa. Las cruzadas tuvieron queser un poco así. Ojalá hubiera estadoallí. Ojalá hubiera visto al viejoRicardo y al resto.

 —Nunca tomaron Jerusalén —dijoLongstreet.

Armistead entornó los ojos. —El ánimo no lo es todo —dijo

Longstreet. —Oh, claro. —Pero Longstreet

siempre era pesimista—. Bueno, el casoes que no he visto nunca nada parecido.

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Lo que ha conseguido el Viejo.Increíble. Su presencia está por todas partes. Enmudecen a su paso, como sifuera un ángel del Señor. ¿Alguna vezhas visto algo parecido?

 —No. —¿Recuerdas lo que decían cuando

tomó el mando? Le llamaban Abuelita.Je —se rió disimuladamente Armistead —. Caray, qué tontos podemos llegar aser.

 —Hablan de nombrarle presidente,después de la guerra.

 —¿Sí? —Armistead lo consideró —. ¿Crees que lo aceptaría?

 —No, no creo que lo aceptara.Pero, no sé. Me gusta imaginármelo almando. Un hombre honrado. Una guerra

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santa —dijo Longstreet. Meneó lacabeza. No pensaba demasiado en lacausa. Era un profesional: la causa erala victoria. Algunas noches pensaba derepente, consternado, que los muchachoscontra los que combatía eran los mismoscon los que había crecido. La guerrahabía llegado como una pesadilla en laque podías elegir tu bando. Una veztomada la decisión, agachabas la cabeza

luchabas para ganar. Pensó: Cállate.Pero dijo—: Lo habrás oído hasta lasaciedad: uno de nuestros chicos puedeacabar con diez de ellos, bobadas por elestilo.

 —Bueno. —Bueno, has combatido con esos

muchachos de ahí, los has comandado.

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 —Señaló con un ademán imprecisohacia el este—. Sabes condenadamente bien que pueden luchar. Deberíashaberles visto subir esa colina eFredericksburg, escucha. —Gesticulóvagamente, tenso, perdiendo el controlde las palabras—. Pues bien, Lo, yasabes que estamos cayendo uno a uno yno somos tantos, y al morir nosquedamos tan muertos como cualquiera,

un muchacho de los de casa no esmejor soldado que otro de Minnesota ode cualquier otra parte por el merohecho de ser de casa.

Armistead asintió con recelo. —Bueno, claro. —Hizo una pausa,

atento—. Por supuesto que lo sé. Peroentonces, por otro lado, está claro que

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los machacamos una y otra vez, ¿no esverdad, Pete? Nosotros... no sé, perotengo la impresión de que somos algoespecial. Es cierto. Somos buenos, y losabemos. Quizá se deba tan sólo alViejo y a otro puñado de líderes comotú. Caray, no sé lo que será. Pero te digouna cosa, creo en ello, y no parece que pequemos de exceso de confianza.

Longstreet asintió. Lo dejó correr.Pero Armistead se puso derecho.

 —Otra cosa, Pete, ahora que hasalido el tema. He estado pensando etus teorías sobre la guerra defensiva, ymira, Pete, si no te importa escuchar laopinión de un genio militar entrado eaños, siquiera por una vez.Técnicamente, Dios lo sabe,

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seguramente tienes razón. Diablos,indudablemente estás en lo cierto. Éste podría ser el momento adecuado parauna guerra defensiva. Pero, Pete, éste noes el ejército adecuado. No hemosnacido para estar a la defensiva. Y elViejo, santo cielo, si alguna vez huboalguien inadecuado para pausadas ytediosas defensas, ése el viejo R.E.

 —Pero es un soldado —dijoLongstreet.

 —Precisamente. Igual que tú. Peroel Viejo es demasiado, en fin, orgulloso.Escucha, ¿recuerdas cuando le asignarola defensa de Richmond y empezó acavar trincheras, recuerdas cómoempezaron a llamarlo?

 —El Rey de Picas.

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 —Dios, los periódicos deRichmond.

 —Exacto. Y ya ves lo que le dolióaquello. Le pasaría a cualquiera. Unamácula en su honor. Ahora bien, Pete, túeres lo bastante listo como para que note importe un comino ese tipo de cosas.Pero el viejo Robert, en cambio, es dela vieja escuela, y te apuesto aquí yahora a que no ve la hora de vérselascon ellos en campo abierto dondequieraque puedan luchar cara a cara. Y sabesque hasta el último soldado del ejército piensa igual, y ésa es una de las razones por las que nuestro ánimo está tan alto yel de la Unión está tan bajo, y no medigas que eso no es un hecho.

Longstreet no dijo nada.

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Seguramente todo era verdad. Y sinembargo entrañaba peligro; inclusohabía algo de peligroso en Lee. Dijo:

 —Me prometió que se quedaría ala defensiva. Me dijo que buscaría una buena posición defensiva y dejaría queintentaran venir a por nosotros.

 —¿Eso hizo? —Eso hizo. —Bueno, a lo mejor. Pero ya te

digo, Pete, no es normal en él. —¿Y en mí sí?Armistead ladeó la cabeza. Luego

sonrió, sacudió la cabeza y alargó u brazo de improviso para darle una palmada en la rodilla a Longstreet.

 —Bueno, será mejor que no meande con rodeos, viejo amigo, y al

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diablo con los remilgos sociales. Locierto es, Peter, que tú eres por naturaleza el ser humano más terco, másque una mula, más que una mula delejército, que yo personalmente me hayaechado a la cara, o soñado con echarmea la cara alguna vez, y me quito elsombrero ante ti, porque también eres elmejor soldado defensivo que he visto emi puñetera vida, a kilómetros ykilómetros y kilómetros de cualquier otro, y ésa es la pura verdad. Ahora — empezó a levantarse— será mejor queme retire a mi virtuosa cama.

Longstreet gruñó algo, se descubrióruborizándose. Se levantó, acompañó esilencio a Armistead camino de lamultitud que rodeaba a Pickett. Moxley

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Sorrel estaba de pie, pegándose en la palma con un puño apretado. El inglés,Fremantle, escuchaba boquiabierto. El prusiano, Scheibert, tenía una sonrisaligeramente aviesa en los labios.Longstreet escuchó la conclusión deldiscurso de Sorrel:

 —... saben que el gobierno derivasu poder del consentimiento de losgobernados. Cualquier gobierno, ecualquier parte. Y, caballero, permítameque le deje esto claro: nosotros noconsentimos. Jamás consentiremos.

Todos se incorporaron al acercarseLongstreet. Sorrel tenía el rostrosofocado. Jim Kemper no habíaterminado de discutir, con Longstreet osin él. Dirigiéndose a Fremantle,

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continuó: —Dígales, y sea usted claro, que

estamos peleando por liberarnos de lainfluencia de lo que para nosotros es ugobierno extranjero. Fundamos estanación en primer lugar con fuertesgobiernos estatales por ese motivo, paraevitar la tiranía central...

 —Oh, cielos —dijo Armistead—,la causa.

Fremantle se levantó, intentandodar la cara a Longstreet y seguir escuchando educadamente a Kemper almismo tiempo. Pickett sugirió coautoridad que estaba haciéndose tarde yque sus oficiales deberían volver cadauno a sus respectivos puestos de mando.Hubo corteses despedidas y amables

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 palabras, y Longstreet acompañó aPickett y Armistead hasta sus monturas.Kemper continuaba diciendo cosasfirmes, duras y nobles a Sorrel y éste semostraba absolutamente de acuerdo — esos yanquis mestizos y avaros— yLongstreet quiso saber:

 —¿Qué ha pasado?Pickett respondió solícito,

despreocupado: —Bueno, Jim Kemper no paraba de

 pinchar a nuestro amigo inglés preguntándole por qué no habían venidoa ayudarnos, siendo parte interesada ytodo eso, y el inglés dijo que era un temamuy delicado, dado que casi todos losingleses suponían que la guerra era a propósito de, ah, la esclavitud, y

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entonces el bueno de Kemper se ofendióligeramente y tuvo que explicarle loequivocado que estaba, y Sorrel yalgunos más se sumaron a él, pero no hallegado la sangre al río.

 —Condenado idiota —dijoKemper—. Todavía cree que es por laesclavitud.

 —De hecho —dijo gravementePickett—, creo que mi analogía del clubera la más acertada. Quiero decir, escomo si todos nos uniéramos a un clubde caballeros, y entonces los miembrosdel club empezaran a meter la nariz enuestra vida privada, y nosotros nosmolestáramos y renunciáramos, y ellosnos dijeran que no teníamos derecho arenunciar. Me parece que es una

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comparación justa, ¿eh, Pete?Longstreet se encogió de hombros.

Por un momento todos convinieron cotodos, mientras Longstreet no decíanada. Un instante después habíamontado, hablando todavía sobre lovergonzoso que era que tanta gente pareciera pensar que era la esclavitud loque había desencadenado la guerra,cuando en realidad todo era por laConstitución. Longstreet cogió lasriendas del caballo de Pickett.

 —George, el ejército estáconcentrándose en dirección aGettysburg. Hill irá por la mañana ynosotros detrás, y Ewell va a bajar delnorte. Mañana por la noche noshabremos reunido todos.

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 —Oh, muy bien. —Pickett estabaentusiasmado. Anticipaba ya las fiestas

la música. —Creo que en los próximos días

va a haber una gran batalla —dijoLongstreet—. Quiero que hagas todo lo posible por tener preparados a tusmuchachos.

 —Señor, ya estamos preparados. —Bueno, haz lo que puedas.

Detalles. Mira por el agua. Cuando elejército se congrega en un solo sitio sesecan todos los pozos. Hazte cargo,George.

 —Lo haré, lo haré.Longstreet pensó: No seas ta

condenadamente paternalista. —De acuerdo. Mañana por la

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noche nos vemos.Se dieron las buenas noches.

Armistead dijo adiós con la mano. —Si por casualidad te cruzas co

Jubal Early, Pete, dile de mi parte quese vaya al infierno.

Se perdieron a caballo en laoscuridad. La luna estaba baja; la bóveda nocturna estaba cuajada deestrellas. Longstreet se quedó a solas por un momento. Eran buenos hombres.Lo había dicho: «El mejor soldadodefensivo». Todo un cumplido, viniendode Lewis. Y sin embargo, ¿es ésarealmente mi naturaleza? ¿O se trata tasólo de la simple realidad?

Lo mismo podría discutir con lasestrellas.

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Las fogatas estaban apagándose unaa una. Longstreet regresó a su sitio juntoa la mesa de campaña. El larguirucho ycallado ayuda de campo de Tejas, T.J.Goree, se había ovillado en su petate,siempre cerca, listo para servir al menor aviso. Por «la causa». Tantos hombres buenos. Longstreet aguardó solo, viocaer una estrella, recordándole una vezmás a aquella muchacha en un campotanto tiempo atrás.

Harrison volvió muy pasada lamedianoche. Traía la noticia de lacaballería unionista avistada eGettysburg. Longstreet envió aviso alcuartel general de Lee, pero el Viejo sehabía acostado y el mayor Taylor no loconsideró suficientemente importante

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como para despertarlo. El general Hillhabía insistido, a fin de cuentas, en quelos informes que hablaban de caballeríaen Gettysburg eran absurdos.

Longstreet esperó una respuestaque nunca llegó. Permaneció despiertomucho tiempo, tumbado, pero estabauntándose las nubes y ya no vio más

estrellas fugaces.Justo antes del amanecer empezó a

llover: una lluvia fina y neblinosa quecaía fría y limpia empujada por el airede las montañas. Las patrullas de Bufordvieron el alba despuntar alto en el cielo,un rubor agrisado, una rosa sombría. Umuchacho de Illinois se encaramó a uárbol. La bruma cubría Marsh Creek,más blanca aún a la luz creciente. El

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muchacho de Illinois aguzó la mirada ysintió latir su corazón y vio movimiento.Un borrón en la niebla, una banderadesplegada. Luego las figuras oscuras,una hilera tras otra: efectivos deescaramuzas. Largas, largas filas, comoárboles ambulantes, que avanzabahacia él salidas de la niebla.Experimentó un largo instante de parálisis en que pudo recordar hasta elfin de su vida. Luego levantó el rifle, loapoyó en la rama del árbol y apuntóvagamente hacia el pecho de una figuraalta al frente de la columna, esperó, dejóque cayera la lluvia helada,empañándole la vista. Se frotó los ojos,aguardó, rezó, y apretó el gatillo. 

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 Miércoles, 1 de juliode 1863

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 El primer día

...de la venida del Señor  

1

ee

 

Al salir de la tienda le recibió unafría llovizna. Los soldados se había

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levantado ya y salían a la neblinosacarretera al otro lado de los árboles.Algunos de ellos vieron la cabeza blanca y acudieron a la verja paraquedárselo mirando. El suelo seestremeció. Lee se tambaleó, se agarró ala tienda. Se había puesto de piedemasiado rápido. Debo movermedespacio, con cuidado. Bryan salió de laniebla, trayendo café humeante en unataza de metal. Lee la tomó entre susmanos doloridas, bebió, sintió penetrar el calor como un rayo de sol líquido. Elvértigo pasó. La niebla colgaba baja ylisa entre las copas de los árboles, comoun blando tejado. La lluvia caía limpiasobre su rostro. Caminó despacio hastael atadero donde estaban los caballos: el

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dócil Viajero, la asustadiza Lucy Long.Stuart no había regresado por la noche.Si lo hubiera hecho, le habríadespertado. Dio los buenos días alhermoso caballo rucio, con sus grandes

tiernos ojos, pronunció una plegariamuda. Pensó: Esta noche estaremostodos juntos.

Las tropas estaban congregándoseen torno al cercado, con las miradas puestas en él. Oyó a un hombre gritar uestridente saludo. Otro hombre le chistóenfadado. Lee se dio la vuelta, hizo unaligera reverencia y agitó un brazoenvarado. Hubo un racimo de torpessaludos, amplias sonrisas mojadas bajosombreros goteantes. Un muchacho cola cabeza descubierta guardaba

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reverente silencio, con el sombreronegro apretado contra su pecho. Uoficial pasó a lo largo del cercado,espantando a los hombres.

Lee inspiró hondo, auscultando s pecho: una vacuidad sin aire, un dolor sin aliento. Presentía una inmensafragilidad antinatural, como cristalhueco. Se sentó en silencio en uatadero, dejando que el hocico deterciopelo le acariciara. El dolor no eraexagerado esa mañana. Alabado seaDios. Se había caído del caballo paradar en el suelo de manos y éstas ledolían aún, pero el dolor en el pecho noera tan malo. Sólo que no era el dolor loque le turbaba; era una enfermizavacuidad gris que conocía de sobra, la

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sensación de estar traspasado de parte a parte por un agujero, como el vacío delaire tras estallar un disparo de artillería,una enorme oquedad. Lo que tenía elcorazón era que uno no podía obligarle ahacer nada ni embaucarlo, como se podía hacer con cualquier otraenfermedad. La fuerza de voluntad nosignificaba nada. El frío mensaje habíallegado en primavera, y Lee lo portabaen su interior cada momento del día ydurante todas las noches, esainterminable y desconsolada alarma quelo dejaba sin aliento: No queda mucho,estate atento, estate preparado.

 —¿Señor?Lee levantó la cabeza. El jove

Walter Taylor. Lee volvió en sí

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 paulatinamente, regresó al mundo veladode bruma. Taylor estaba bajo la lluviasosteniendo unos papeles cubiertos detinta; un tipo tranquilo de veinticuatroaños, ya ascendido a mayor.

 —Buenos días, señor. ¿Ha dormidousted bien?

Había preocupación en aquelloslimpios ojos negros. Lee asintió. Taylor era un muchacho delgado y altanero. Aespaldas de Lee le llamaba «el GraMagnate». No sabía que Lee lo sabía.Tenía los rasgos delicados, las ventanasde la nariz inquietas. Dijo coovialidad:

 —Sin noticias del general Stuart,señor.

Lee asintió.

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 —Ni el menor rastro, señor. Nisiquiera hemos podido pescar ningúrumor. Pero no debemos preocuparnos,señor. —En tono consolador—. No haynadie capaz de capturar al generalStuart.

Lee se volvió hacia el hermosocaballo. Experimentó una vertiginosasensación de fragilidad humana, lamuerte como un vendaval: Jackson sehabía ido, Stuart se iría, como hojascaídas de los árboles en otoño. Cuestióde tiempo.

Sin darle importancia, Taylor continuó:

 —Señor, deduzco que si no hemosoído nada del general es evidentemente porque no tiene nada que informar.

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 —Quizá —dijo Lee. —Al fin y al cabo, señor, el

hombre de Longstreet es un espía asueldo. Y actor, además. —Taylor frunció remilgadamente los labios, sesacudió el agua de un puño gris.

 —Si no he recibido noticias delgeneral Stuart para esta noche, tendréque enviar a buscarlo.

 —Sí, señor. —Mandaremos a los chicos de

Maryland. Estarán familiarizados con elterreno.

 —Muy bien, señor. —Taylor agitólos papeles mojados—. Aquí tiene unmensaje del general Hill, señor.

 —Sí. —El general desea informarle de

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que partirá hacia Gettysburg estamañana con su división principal. — Taylor escudriñó el cielo radiante conlos ojos entrecerrados—. Supongo queestará ya en camino. Me anuncia que hayuna fábrica de zapatos en la ciudad yque sus hombres pretenden, eh, requisar algo de calzado —concluyó, sonriendo.

 —¿El general Ewell baja delnorte?

 —Sí, señor. Es posible que lalluvia ralentice algo las cosas. Pero elgeneral Ewell espera estar en la zona deCashtown a mediodía.

Lee asintió. Taylor consultó otrahoja con un rictus de desagrado.

 —Ah, aquí hay un informe, señor,según el cual habría caballería unionista

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en Gettysburg, pero el general Hill lo hadesestimado.

 —¿Caballería? —Sí, señor. El general Pettigrew

afirma haber visto jinetes ayer por latarde. El general Hill dice que, eh, pecaría de exceso de celo. También diceque no espera más oposición que la dela milicia local, tal vez, con escopetas ydemás.

Taylor se sonrió satisfecho. Lee seacordó del espía de Longstreet. Si haycaballería unionista, habrá infantería pisándole los talones. Preguntó:

 —¿Quién es el comandante de lavanguardia de Hill?

 —Ah, será el general Heth, señor.Harry Heth. Estudioso. De fiar.

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Lee dijo: —El general Hill sabe que no

quiero luchar hasta que este ejército sehaya concentrado.

 —Lo sabe, señor. —Eso debe quedar claro. —Me parece que lo está, señor.Lee sintió un golpe, un aleteo en el

 pecho. Era como si le hubiera dado uvuelco el corazón. Se llevó allí la mano,dejó pasar un instante sin respiración.Le ocurría a menudo: sin dolor, tan sóloun cosquilleo suave y profundo. Taylor le miraba plácidamente. No tenía ningúmiedo del Ejército del Potomac.

 —¿Desayunará el general?Lee sacudió la cabeza. —Tenemos montañas de tortas,

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señor. Tiene que probarlas, señor.Mantequilla fresca y bacón y montonesde jamón, manteca de manzana, cerezasmaduras. No he visto nunca cosa igual,señor. Debería acercarse, en serio.Cortesía de nuestro anfitrión, el graestado de Pennsylvania. Nada parecidodesde que empezó la guerra. Esasombroso lo que hace por el ánimo.Jamás había visto a los hombres tacontentos. Napoleón sabía una o doscosas, ¿no? Para ser francés.

 —Luego —repuso Lee. No habíalugar para el apetito en el pechovidrioso. Quiero ver a Longstreet. Alfrente, en medio de la niebla, A.P. Hillse acerca a Gettysburg tanteando comouna mano ciega. Hill era nuevo al

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mando. El cojo de Ewell era nuevo almando. Ambos habían sustituido aStonewall Jackson, quien posiblementefuera irremplazable. Ahora sólo tenía aLongstreet, y un corazón aleteante—.Trasladaremos el cuartel general haciadelante, esta mañana.

 —Sí, señor. Señor, eh, hay variosciviles que quieren verlo.

Lee se giró bruscamente hacia él. —¿Problemas con nuestros

soldados? —Oh, no, señor. Ningún problema.

Los hombres se están portando bien,muy bien. Oh, sí, señor. Pero, ah,algunas mujeres de los alrededoresdicen que nos hemos llevado toda scomida, y aunque no se quejan de que lo

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hayamos pagado todo con buenasdivisas del poderoso estado de Virginia —Taylor esbozó una sonrisa—, sí quese quejan de que ahora van a pasar hambre. He de decir que las incursionesde Ewell parecen haber sido muyminuciosas. En cualquier caso, lasmujeres solicitan su ayuda. Damascorpulentas, la mayoría, pero hay una odos que tienen su encanto.

 —Ocúpese de ello, mayor. —Por supuesto, señor. Sólo que,

ah, señor, el anciano caballero, llevatoda la noche esperando para verlo.

 —¿Anciano caballero? —Bueno, señor, requisamos su

caballo. Por orden suya, como ustedsabe. Se lo he explicado al viejo, azares

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de la guerra y todo eso, pero el ancianocaballero insiste en que el caballo estáciego y no puede sernos de ningunautilidad, y es su viejo amigo.

Lee exhaló un suspiro. —¿Un caballo ciego? —Sí, señor. No quería molestarle,

señor, pero sus órdenes fueron estrictasen este sentido.

 —Devuélvale el caballo, mayor. —Sí, señor. —Taylor asintió. —Tenemos que ser caritativos con

estas personas, mayor. Ya tenemos bastantes enemigos.

 —Oh, sí, señor. —Taylor hizo unaligera reverencia—. Los hombres tienelas órdenes más estrictas. Pero debodecir, señor, que esas órdenes serían

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más fáciles de cumplir si los yanquishubieran mostrado algo de caridad por su parte cuando estaban en Virginia.

 —Mayor —dijo Lee, despacio—,nos comportaremos en todo momento.

Taylor reconoció el tono. —Sí, señor —dijo.Lee se apoyó en la valla. Reparó

 por fin en los esfuerzos de una banda demúsica: "Bonny Blue Flag". Una músicavaliente pero apenas audible. Hizo unareverencia en esa dirección y alzó staza de café a modo de tributo. Usoldado alto y flaco agitó un sombreroemplumado: la música se alejó atrompicones.

 —Me gustaría ver al generalLongstreet —dijo Lee—. Preséntele mis

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respetos, y pídale que cabalgue conmigoesta mañana, si no lo ocupan otrosasuntos.

 —¿Desayuno, señor? —Luego, mayor.Taylor saludó formalmente y se

alejó. Lee se quedó sentado a solas umomento, con la mirada perdida en eleste. Caballería. Si el espía deLongstreet estaba en lo cierto, realmente podría haber caballería en Gettysburg ymasas de infantería justo detrás. Vamosa ciegas a la deriva hacia una gracolisión. Paz, hasta la noche. Se frotó el brazo izquierdo. No debo mostrar dolor,no debo mostrar debilidad aquí. Ahoraes Longstreet el que tiene la fuerza.Confía en él.

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Vio al anciano caballero, que ledio las gracias con lágrimas en los ojos por haberle devuelto el caballo ciego.Una mujer de Pennsylvania coqueteó coél, le pidió un autógrafo. Se lo dio,asombrado, preguntándose de qué podría servirle a su tierra. Se reunió cosus ayudas de campo: el irascibleMarshall, Venable con su barba cana.Marshall estaba enfadado con el ausenteStuart, estaba dispuesto a sacar los papeles para convocar un consejo deguerra. Lee no dijo nada. El cortésVenable se lo llevó educadamenteaparte.

 —Señor, tengo un ruego quehacerle.

 —Sí.

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Venable: un hombre elegante, paciente. Dijo:

 —¿Podría hablar con DorseyPender, señor? Ha recibido una carta desu esposa.

Lee recordó: una hermosa mujer alomos de un caballo dorado, montandocon Pender a orillas del Rappahannock.Una vista preciosa, un cielo crepuscular.

 —La señora Pender es, ah, unamujer pía, y cree que ahora que hemosinvadido Pennsylvania nos hemosapartado del buen camino, y Dios nosrepudia... ya sabe usted cómo razonaesta gente, señor... y dice que no puedeseguir rezando por su marido.

Lee meneó la cabeza. Dios noslibre de quienes nos aman. Vio por un

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fugaz instante el trágico rostro de sfrágil esposa, esa mujer desdichada, el pétreo y fuerte semblante de su madre.Venable dijo:

 —Creo que la charla le vendría bien a Pender, señor. Otro cualquiera noharía caso, pero él... se lo ha tomadomuy mal. Dice que él tampoco puederezar. —Venable hizo una pausa—. Séque hay otros que sienten lo mismo.

Lee asintió. Venable añadió: —En Virginia era más fácil, señor.

En nuestro hogar. —Lo sé. —¿Hablará usted con él, señor? —Sí —respondió Lee. —Muy bien, señor. Sé que le

ayudará, señor.

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 —Una vez juré defender este suelo —dijo Lee. Contempló la arboledacubierta de niebla—. Da igual. Da igual.Terminaremos la guerra como mejor  podamos. —Se llevó la mano al pecho —. Napoleón dijo en una ocasión: «Elfin lógico de la guerra defensiva es larendición». Puedes decirle eso.

 —Sí, señor. Muchas gracias, señor.Venable se fue. Lee sintió un

espasmo más profundo, como unamancha negra. Juré defender. Ahorainvado. Soy soldado, no teólogo. Dios,que se acabe pronto. Mientras esté atiempo de jugar con mis nietos. Llegódemasiado tarde. La fama llegódemasiado tarde. La habría disfrutado,si fuera más joven.

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Regresó a la mesa de mapas. Laculpa se quedó con él, imposible deeliminar, como la alarma silenciosa enel pecho frágil. Juré defender. Asuntosnebulosos. Continúa con la lucha. Miróel mapa. Todas las carreterasconvergían, como una tela de araña,sobre Gettysburg. ¿Y dónde está laaraña? Nueve carreteras en total.Mensaje de Ewell: sus tropas estaban emarcha, llegarían a Gettysburg bajandodel norte. Lee consultó su reloj: las ochoen punto. Había dejado de llover, laniebla estaba disipándose. Pensó: Bien.El exceso de lluvia embarraría lascarreteras. Despuntaron los primerosrayos de sol, amarillos y cálidos entrelas humeantes hojas de los árboles, una

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luz radiante iluminó la mesa de mapas.Lee empezó a despertar paulatinamente, pestañeando ante el fulgor de la mañana.

Los soldados estaban saliendo a lacarretera en un gran torrente moteado: elPrimer Cuerpo de Longstreet, lacolumna vertebral del ejército,desfilando detrás de Powell Hill.Soldados descalzos, quemados por elsol, flacos y sonrientes, imbatibles,inmortales ya. Y luego entre los árbolesla forma conocida: el hombre fornido alomos de un caballo negro, grandeshombros redondeados, la cabeza gruesacomo un tronco: James Longstreet.

Inspiraba confianza el mero hechode verlo, adentrándose despacio en laluz del sol sobre el negro semental

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irlandés: Longstreet el Holandés, elviejo Pete. Llegaba rodeado de una nubede visitantes, extranjeros vestidos devivos colores, observadores de Europa, penachos y plumas y jinetes con casco,reporteros de Richmond, los solemnesmiembros del equipo de Longstreet. Seseparó del grupo y se dirigió a la tiendade Lee, y la tumultuosa y brillante nubese quedó a una respetuosa distancia. Leese puso de pie, con júbilo inconsciente.

 —General. —Buenos días.Longstreet se tocó el sombrero y

 bajó pesadamente del caballo. Era másalto que Lee, su cabeza como una roca,de barba poblada, el pelo largo, siemprealgo desaliñado, hosco, una vez había

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asombrado a su equipo yendo a la batalla en zapatillas. Nunca dabademasiada importancia a lasapariencias, daba una impresión deominosa fuerza malhumorada y unasuerte de rabia lenta, gradual, terca einextinguible: voz suave, los labiostoscos. Hablaba muy despacio y a vecesle costaba dar con la palabra precisa, yla primera impresión que dio al llegar al bullicioso y elegante campamento era lade ser más bien corto de entendederas yalgo soso. No era virginiano. Pero eraun soldado excelente. Con Jacksodesaparecido él era ahora la roca delejército, y Lee sintió un nuevo vuelco eel pecho al mirarlo, pensando que aquélera un hombre que no podía permitirse

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el lujo de perder. Longstreet esbozó susonrisa hirsuta, rezongó algo, apuntó coun dedo por encima del hombro.

 —Las fuerzas de Su Majestad en eluevo Mundo han pasado una buena

noche.Lee miró, vio al hombre ridículo

con su lustroso sombrero y el holgadoabrigo gris. El hombre hizo unareverencia honda y quijotesca, estuvo a punto de caerse de la silla. El coronelFremantle se incorporó. Lee hizo unareverencia formal, sonriendo para susadentros.

 —Con el tiempo —observóLongstreet, con un destello de sorpresaen sus ojos endrinos—, sabe, el caso esque se le coge cariño.

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 —¿Lo tiene entretenido? —No exactamente. Todo su afán es

ver una carga de caballería. Sables eristre, toda esa gloriosa parafernaliafrancesa. Se mostró horrorizado cuandotuve que decirle que no usábamos elcuadrado inglés.

Lee sonrió. —Pero es un tipo simpático. — 

Longstreet se quitó el sombrero, serascó la cabeza—. No se puede decir que esté aprendiendo gran cosa. Pero parece que le gustamos, eso sí. Dice quegoza usted de una gran reputación eEuropa.

 —No recibiremos ayuda de allí — dijo Lee.

 —No.

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 —El presidente Davis tieneesperanzas.

 —Bueno, supongo que eso no lehará ningún daño.

 —Por lo menos seremos buenosanfitriones. —Lee se sentía fortalecidode repente. El vigor radiaba deLongstreet como la luz del sol.Animado, preguntó—: ¿Y qué tal estáusted esta mañana, general?

 —¿Yo? —Longstreet parpadeó—.Yo estoy bien. —Hizo una pausa, ladeóla cabeza y miró fijamente al anciano.

 —Tiene que cuidarse —dijoovialmente Lee.

Longstreet estaba patidifuso. Nadiele preguntaba nunca qué tal estaba. Ssalud era legendaria, no conocía el

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cansancio. —Circula por ahí el viejo mal del

soldado —dijo diplomáticamente Lee. —Son esas condenadas cerezas — 

se ofuscó Longstreet—. Demasiadascerezas verdes.

Lee asintió. Dijo en voz baja: —General, en el combate que se

avecina, quiero que se mantengaapartado de la línea principal.

Longstreet le dedicó una miradainexpresiva. Sus ojos negros rutilaban, brillantes y duros bajo las cejas hirsutas.Resultaba imposible adivinar sus pensamientos.

 —Es usted el único comandanteveterano que tengo —explicó Lee.

Longstreet asintió.

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 —Por si vuelvo a sentirmeindispuesto —dijo Lee.

 —Dios no lo quiera. —Longstreetmantenía su escrutinio—. ¿Y qué talusted?

Lee sonrió, hizo un ademádespectivo.

 —Yo estoy bien, muy bien. Graciasa Dios. Pero siempre cabe... la posibilidad. Y ahora que Jackson noestá, todos debemos esforzarnos másque antes. Y no sé si Hill o Ewell estánlistos para el mando, pero usted...

Se interrumpió. Le costaba hablar de esa manera. Longstreet le mirabafijamente con sus ojos fríos y mudos.

 —Tiene la mala costumbre, general —dijo obstinadamente Lee—, de

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adelantarse demasiado. —No se puede dirigir desde la

retaguardia —se defendió Longstreet. —Bueno. Deje que le sea sincero.

o puedo prescindir de usted.Longstreet se quedó callado u

momento. Hizo una leve reverencia ysonrió.

 —Cierto —dijo. —¿Me hará ese favor? —Encantado.Lee se frotó la nariz y posó la

mirada en la mesa. —Ahora, planeemos el día. Hoy no

ocurrirá nada. Pero creo que tenemosuna oportunidad.

 —¿Sin noticias de Stuart?Lee negó con la cabeza. Longstreet

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refunfuñó: —Los federales se acercan. —No he recibido nueva

información. —Cuando Stuart regrese, si

regresa... lo que terminará haciendo,aunque sólo sea para leer los periódicosde Richmond... debería hacerle uconsejo de guerra.

 —¿Conseguiré así que sea mejor soldado?

Longstreet hizo una pausa. Dijo: —Está bien. ¿Cómo conseguirlo? —Amonestándolo, creo. Tengo que

hacerle entender hasta qué punto nos hadejado en la estacada.

Longstreet soltó una risita. Agitó lacabeza, mirando a Lee de hito en hito.

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 —Sí, por Dios. Es posible. Unaamonestación procedente de usted. Sí. —Longstreet sonrió ampliamente—.Podría funcionar. Pero yo... a mí no seme dan bien esas cosas.

 —Hombres distintos, métodosdiferentes. Los hombres dóciles hacemuy malos soldados.

Longstreet esbozó una sonrisaaviesa.

 —Un ejército de hombres cotemperamento. Eso no es un ejército, esun club de caballeros. Dios santo.¿Recuerda cuando el viejo Powell Hillquiso retarme a duelo, en plenoconflicto?

 —Y usted no le hizo caso. Obró bien.

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 —Sí. Me podría haber matado.Lee sonrió. Su corazón trastabilló

de nuevo, un suave trompicón seco,dejándole sin aliento. Longstreetsonreía, con la mirada vuelta hacia lacarretera, y no se dio cuenta.

 —Una novedad —dijo Lee—. Heconfirmado parcialmente la informacióde su hombre, Harrison. El nuevocomandante definitivamente es GeorgeMeade, no Reynolds. Los periódicoslocales recogen la noticia.

Longstreet metió la mano en sabrigo y sacó un grueso cigarro puro.

 —Puede confiar en mi hombre,creo. Anoche lo envié a Gettysburg.Dice haber visto dos brigadas decaballería de la Unión.

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 —¿Anoche? —Le envié un informe.Lee sintió un encogimiento en el

 pecho. Se llevó la mano al brazo. Dijodespacio:

 —Según el general Hill sólo haymilicia.

 —Creo que es caballería. — Longstreet mordió, escupió.

Donde hay caballería habráinfantería pisándole los talones.

 —¿De quién son las tropas? —De John Buford.Longstreet meditó. —Meade se acerca a buen paso.

Parece que intenta situarse a nuestraespalda.

 —Sí.

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Lee pensó: La dirección noimporta. Combátelo dondequiera queesté.

 —Tenemos una oportunidad — dijo.

Longstreet masticó, asintió, sonrió. —Sí. El objetivo era sacarlo de

Washington a campo abierto. Ya hasalido. Ahora lo único que tenemos quehacer es interponernos entre Washington

él, apostarnos entre unas buenas rocashacer que venga a por nosotros, y lo

tendremos al descubierto.Tomar la defensiva. Otra vez no.

Lee meneó la cabeza. Señaló edirección a Gettysburg.

 —Ha estado forzando la marcha.Ha hecho un calor inusitado. Llegará

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estirado y jadeante, dividido en muchosgrupos. Si nos concentramos podremoscaer sobre él a medida que vayallegando. Si acabamos con uno o doscuerpos podremos igualar las cosas.

Volvía a faltarle el aliento, pero seinclinó sobre el mapa. Longstreet nodijo nada.

 —Es nuevo al mando —continuóLee—. Tardará algunos días en tomar las riendas. Su información seráimprecisa, habrá disensiones dentro desu equipo.

 —Sí, y tendrá a Washingtonencima, empujándolo a sacarnos dePennsylvania. Tiene que luchar.

osotros no.Lee se llevó la mano a los ojos.

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Sentía la cabeza embotada. Longstreetadoraba la defensa. Pero todas esas brillantes teorías rara vez funcionaban.El instinto le dictaba: golpea duro,golpea rápido, golpea con todo. Peroescuchó. Luego dijo despacio:

 —Ese movimiento será lo queespera Meade.

 —Sí. Porque lo teme.Lee dio la espalda a la mesa. No

quería discutir ahora. Ya había pasado por aquello y Longstreet era inamovible,

no tenía sentido discutir cuando nisiquiera sabías dónde estaba el enemigo.Pero era un buen consejo. Se podíaconfiar en que Longstreet diría laverdad. Lee levantó la cabeza y allíestaba Viajero, guiado por un mozo

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negro. El equipo se había reunido, sehabían desmontado las tiendas. Hora de ponerse en marcha. Lee inspiró unahonda bocanada de aire, con entusiasmo.

 —Bien, general —dijo—, veamosqué se propone George Meade.

Salieron al descubierto, a la cálidaluz del sol. Se fraguaba un díaespléndido. En la carretera el ejércitofluía sin cesar hacia el este,derramándose hacia la gran batalla. Lee podía oler la exuberante humedad delaire limpio de montaña. Dijo:

 —General, ¿quiere cabalgar a milado?

Longstreet hizo una reverencia. —Encantado.Lee ensilló dolorido, pero el calor 

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del sol sanaría los viejos huesos.Salieron a un claro en medio delcaudaloso y erizado torrente gris.Tocaba otra banda; los hombresgritaban. El paisaje era precioso.Atravesaron suaves colinas verdes, unaalborada soleada, un aire espléndido,endo en pos de la aventura como hacía

los caballeros emplumados de antaño.En el corazón del bosque persistía laniebla entre los árboles, prendida en lasramas como jirones de verano blanco, yLee recordó: 

Señor, inclina tu cielo y desciende;toca los montes, y echarán humo.

 Cerró los ojos. Que el Señor 

 bendiga mi fuerza, que enseñe a mis

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dedos a combatir y a mis manos a hacer la guerra. Amén.

Cabalgaron varias millas antes deoír el primer trueno.

Lee tiró de las riendas hastadetener su montura. Silencio.Movimiento de nubes blancasdeshilachadas. Dijo:

 —¿Ha oído eso?Longstreet, que estaba algo sordo,

negó con la cabeza. —Podría haber sido un trueno. — 

Pero Lee aguardó. Entonces lo oyó: ugolpeteo bajo, distante. Ominoso:furioso. Longstreet dijo con voz seria, brillantes los ojos, irritado:

 —Mi oído no es lo que era. —Artillería —dijo Lee. Longstreet

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 posó en él sus ojos de mármol negro—.o será... —empezó Lee, pero se

interrumpió—. Será mejor que meadelante. —Longstreet asintió. Leeconsultó su reloj. Faltaba aún para lasdiez de la mañana. Dejó atrás aLongstreet y cabalgó hacia el sonido delos cañones. 

2

uford 

 

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Frisaba el amanecer cuando Bufordrecorría la columna, despertando a todoslos rostros aniñados. A continuaciónsubió por la escalerilla que llevaba a lacúpula blanca y se sentó escuchando lalluvia, contemplando el resurgir de laluz. El aire era frío y húmedo, unadelicia para los pulmones: una lluviafina, pausada, lluvia de campesino,delicada en el tejado. La claridadaparecía despacio: se vislumbrabagrandes árboles entre la bruma.Entonces comenzaron los disparos.

Un tiro solitario. Se enderezó.Otro. Dos, más espaciados. Luego una pequeña andanada, entrecortada. Usilencio prolongado: varios segundos.Se quedó mirando el aire blanco, las

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copas redondeadas de los árboleshumeantes. A sus pies, los hombressalían a campo abierto. Un oficialdetuvo su caballo en medio de lacarretera. Se reanudó el tiroteo,disparos rebeldes, a lo lejos, pero nomuchos. Buford tenía frío. Tiritó,esperó.

El primer asalto fue muy breve:fuego racheado. Buford asintió,escuchando.

 —Sí. Ha intentado sacudírsenos deencima. Ha salido escaldado. Ahoraestará enfadado, hinchado como una perdiz. Formará una línea y nos pondrá a prueba de verdad, y golpeará la línea principal. —La niebla se levantabadespacio, la lluvia amainaba, pero

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Buford no podía ver la línea. Sintióllegar el ataque y volvió el rostro haciael sonido de los disparos, estimando lamagnitud del asalto por la envergaduradel sonido, y permaneció sentado ysonriente en la cúpula mientras lastropas rebeldes presionaban su línea yse replegaban, cubiertas de sangre, yvolvían a intentarlo en otro lugar, con elfuego corriendo línea abajo como unamecha chasqueante, hasta que se produjootro largo silencio y Buford pudo sentir que se reagrupaban de nuevo,empezando por primera vez a tomárseloen serio. El próximo asalto seríaorganizado. Miró el reloj. Reynolds yadebería estar despierto. La infanteríahabrá dado cuenta ya de su desayuno y

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 puede que venga de camino.Se hizo el silencio. Bajó de la

cúpula. Los miembros de su equipoaguardaban, pálidos, bajo los árbolesgoteantes. Buford pidió café. Regresó alinterior del seminario y esperó a que sereanudara el fuego antes de enviar s primer mensaje a Reynolds. Tardó másde lo que esperaba. Si quienquiera queestuviese ahí fuera atacándolos tenía dosdedos de frente, tantearía primero s posición y averiguaría a qué seenfrentaba. Buford escuchó atento alfuego disperso de patrullas acercándose,moviéndose a lo largo de sus flancos,trazando su perfil, pero no hubo nada.Un silencio prolongado, luego un asaltoen masa. Buford sonrió, descubriendo

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los colmillos. Condenado idiota. Tieneuna brigada en posición, eso es todo.Está atacándome con una sola brigada, yo estoy atrincherado. Excelente,

excelente.Escribió a Reynolds: Ataque de

infantería rebelde al amanecer. Resistoal oeste de Gettysburg, esperandorefuerzos. John Buford.

El tiroteo estaba cobrandointensidad. Oyó el primer cañonazo: la batería de Calef abriendo fuegocarretera abajo; volvió a sonreír. Norespondió ningún cañón rebelde: todavíano. Envío al mensajero a la niebla yvolvió a subir a la cúpula.

La claridad había aumentado. Viomotas de fuego amarillo en medio de la

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 bruma: armas que parpadeaban. Lacarretera discurría negra entre camposneblinosos. Vio un cañón negroescupiendo fuego al límite de su visión..En la otra punta de la carretera habíauna profunda zanja, un tendidoferroviario inacabado; no habíareparado en él antes. Vio jinetesmoviéndose tras la línea. Entonces oyóese tableteo que erizaba el vello, el gritoatiplado y estridente que surgía de laniebla a lo lejos, incorpóreo y terrible,inhumano. Se le clavó dentro por usegundo interminable. Las voces de utorrente de hombres a la carga: el gritorebelde.

Se truncó bajo un fuego masivo.Seguía sin haber cañonazos por parte

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del otro bando. La batería de Calehendía la niebla, un trueno en medio delfuego más ligero. El asalto empezó aremitir.

Los heridos comenzaban a regresar de la línea. Buford bajó de la cúpula,inquieto, encontró a Bill Gamble en elcampo junto a la batería de Calef,comprobando la munición. Tenía sangreen la manga izquierda. Moqueabatodavía. Dedicó una sonrisa húmeda aBuford.

 —Hey, general. Menudo meneo. —¿Qué tal las bajas? —No está mal. Nada mal.

Estábamos bien atrincherados. Los pillamos en campo descubierto. Leshemos dado una buena. Son gente

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arrogante, ¿sabe usted? Venían lanzadosa por nosotros. Escuche, tenemos prisioneros. He hablado con ellos.Pertenecen a la división de Harry Heth,del cuerpo de Hill. Eso es lo que tengodelante.

Buford asintió sin decir nada.Gamble hablaba muy rápido, con lacabeza sacudida por tics nerviosos.

 —Señor, si no recuerdo mal, Hethtiene cerca de diez mil hombres. Todoshabrán oído el combate, por esacarretera, entre nosotros y Cashtown.

Buford entornó los ojos. La lluviahabía cesado pero el cielo seguíaestando bajo y plomizo. Podía ver a gradistancia entre los árboles, y habíacuerpos destrozados en los campos,

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grupos de hombres excavando, talandoárboles para cubrirse.

 —Señor —dijo Gamble—, volverácon los diez mil.

 —Tardará un tiempo endesplegarse —respondió Buford.

 —Sí, pero tiene todo el cuerpo deHill detrás. Posiblemente veinticincomil. Y Longstreet detrás de ellos. YEwell en el norte.

 —Lo sé. —El caso es que, cuando Joh

Reynolds llegue aquí, no vendrá cotodo el ejército, sólo con una parte. Lacuestión —sorbió, se limpió la nariz—,tal y como yo lo veo, es que los rebeldesestarán aquí esta tarde con todo lo quetienen.

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Buford no dijo nada. Gamblesorbió por la nariz, sonriendo.

 —Sólo quería comentárselo.Ahora, ¿qué quiere que haga aquí?

Buford pensó: Si ha sido un error,que Dios nos ayude.

 —Heth volverá dentro de poco — dijo—. Si tiene dos dedos de frente, yno es estúpido, a estas alturas sabrá yaque tiene una brigada delante. No creoque espere a que se haya alineado todasu división. Eso le llevaría mediamañana.

 —No le hace falta toda su división. —Exacto. ¿Ha visto Devi

actividad en su frente? —Ni un movimiento. —De acuerdo. Quiero que Devi

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saque a algunos de sus hombres, dejeuna cobertura en el norte, y que seatrinchere junto a su línea, alargándola.Cuando regrese Heth se topará con dos brigadas. Eso debería contenerlo hastaque llegue aquí Reynolds.

 —Bien —dijo Gamble. Miró alcielo—. Me alegro de que haya paradode llover. No quiero que nada retrase aReynolds.

 —Vaya con cuidado. —Ya me conoce: la precaución

 personificada.Buford continuó su camino hacia el

norte. Envió un segundo mensaje aReynolds. Sacó a Devin de la línea en elnorte y lo situó junto a Gamble: dos milhombres de cara al oeste. Mientras

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tanto, cada vez que se acercaba a lalínea podía ver tropas enemigasocupando los campos por el camino,desplegándose al llegar a la carretera,como un río gris en la desembocaduracon el mar. Si Heth era eficiente y prudente, tendría la fuerza necesaria para atravesarlos como una avalancha.Buford podía oír a la artillería tomando posiciones al otro lado, los disparosdispersos de los rifles de las patrullasde reconocimiento. Consultó la hora; pasadas las ocho. Reynolds debía deestar en camino. La infantería tenía quevenir. Se paseó arriba y abajo por lalínea, vio a los hombres de Deviatrincherándose, oyó cómo las balasrecortaban las hojas sobre su cabeza

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mientras los francotiradores gateabaacercándose. No podemos contener adiez mil hombres. No por mucho tiempo.Si Heth ataca con todo nos arrollará, perderemos dos brigadas y también elterreno elevado, y todo habrá sido culpamía. Y la carretera del norte estádespejada; pueden venir por allí y lostendremos detrás, sobre nuestro flanco.

 No podía hacer nada al respecto;no tenía más soldados. Pero sacó u pelotón de la línea de Devin, puso al

oven teniente de pelo trigueño al mandole dio instrucciones.

 —Hijo, quiero que recorra unosocho kilómetros por esa carretera haciael norte. Busque parapeto en terrenoelevado, donde pueda ver bien. E

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cuanto vea que el enemigo baja por ahí,cabalgue como si le persiguiera eldiablo hasta aquí y avíseme.¿Entendido?

El pelotón partió al galope. Una bala de cañón estalló en el aire no muylejos, descargando una lluvia defragmentos sobre las hojas mojadas a salrededor. El primer cañón rebeldeestaba en posición, preparándose cofacilidad, con indiferencia, calculandola distancia. Ahora Buford tenía un pocode tiempo para pensar. Todo depende dela prisa que se dé Reynolds en llegar.Todo depende de cuántos hombres traigacon él y lo deprisa que venga Lee haciaaquí. Ahora no queda nada por hacer salvo pelear y defender esta línea. Pero

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no dejaba de mirar el reloj. Deberíarecibir alguna noticia. Regresó a galopetendido al seminario, subió a la cúpula yescudriñó la carretera del sur, pero allíno había nada. Poco después vio alenemigo salir al descubierto, línea traslínea, oyó los disparos de decenas dearmas, vio su propia fila tragada por elhumo. El gran asalto había dadocomienzo.

Gamble había caído. El primer informe era muy pesimista, y Bufordcabalgó hasta allí y asumió el mando, pero se trataba de una simple conmoció

Gamble volvía a estar en piemomentos después, con las ropasrasgadas y cubiertas de barro. Se abrióuna brecha por la derecha, pero algunos

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oficiales auxiliares se ocuparon decerrarla. Unos pocos soldadoscomenzaron a sobrepasar el flancoderecho. Buford ordenó montar aalgunos hombres y los dispersó. Habíamomentos en que no podía ver en mediodel humo y pensó que la línea se estabaalejando; un proyectil estalló muy cerca

lo dejó sordo, inmóvil y flotando,como una nube sanguinolenta.

Por la derecha se produjo otra brecha, se entabló combate cuerpo acuerpo. Cabalgó hacia allí, herido yrenqueante, pero la incursión ya estabacontenida cuando llegó. Los cañones deCalef estaban enmudeciendo uno por uno. Nadie había roto filas aún, nadieestaba corriendo, pero Buford podía

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sentir cómo cedían, como un dique.Volvió al seminario y escudriñó lacarretera. Nada. No quedaba mucho mástiempo. Sintió el germen de una rabiaespantosa, una tristeza insoportable, quesofocó. Regresó a la línea. El fuegoestaba amainando. Se quedó en mediode la carretera, indeciso. Un ayudante lesugirió que se pusiera a cubierto. Loescuchó. Los rebeldes estabareplegándose, formando para cargar denuevo. Pero el cañón rebeldemartilleaba una y otra vez. Oyó elsobrecogedor chillido de la metralla quehendía el aire, vio explotar el aire e brillantes chispas eléctricas. Se paseódespacio entre la línea humeante,estudiando las caras. Las brigadas

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estaban hechas pedazos. No les quedabamucha munición. Estaban tirados en elsuelo disparando lenta, meticulosamentedesde detrás de árboles astillados,raíles grises apilados, montones detierra revuelta. Tenían tal vez mediahora.

Vete antes. Salva algo. Guió a sumontura de nuevo hasta el seminario. Seencaramó a la cúpula y contempló elcampo de batalla. Despojos por todas partes, cuerpos amontonados, tierrahumeante, troncos desnudos. Podía ver alo lejos ahora, por encima del humoagitado que había reemplazado a laniebla, y la carretera que salía de lasmontañas distantes estaba atestada desoldados, miles de ellos, con el sol

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reflejado en sus armas enjoyadas.Volvió la vista hacia el sur... y allíestaba Reynolds.

Llegaba al galope cruzando loscampos del sur, con una columna deayudas de campo alargada detrás de él,atravesando la llanura para ganar tiempo. Era inconfundible: un jinete siigual volando por encima de loscercados con la precisión de un desfile,en un gesto carente de esfuerzo, jineteexcepcional siempre. Buford parpadeó,se enjugó el rostro, dio gracias a Dios.Pero la carretera detrás de Reynoldsestaba vacía.

El general entró a caballo en el patio de abajo y desmontó. Bufordaguardó en la cúpula, bañado de repente

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 por oleadas de extenuación. En umomento Reynolds subió por laescalerilla.

 —Buenos días, John.Inmaculado, pulcro como una

fotografía, voz suave, elegante casi.Buford le tendió la mano.

 —General, condenadamenteencantado de verlo.

Reynolds se acercó para echar uvistazo. Buford le explicó la situación.Jamás en toda su vida se había alegradotanto de ver a alguien. Pero, ¿dóndeestaba la infantería? Reynolds se giró yseñaló con una mano enguantada.

La línea azul había doblado elrecodo. Buford se sorprendióligeramente al ver la primera columna

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de infantería, las preciosas banderas.Reynolds dijo con voz queda:

 —Ése es el Primer Cuerpo. ElDecimoprimero viene justo detrás.

Buford los observó acercarse. Seapoyó en la pared de la cúpula.Reynolds se había vuelto, estabaescudriñando las colinas del sur. Habíaadoptado una expresión dura y formal, pero se veía una chispa de júbilo en smirada. Buford pensó: Sabe lo que estáviendo.

 —Buen trabajo, John —dijoReynolds.

 —Gracias. —Esto va a ser muy interesante. —Sí —dijo Buford. —Parece que están formando para

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lanzar otro asalto. Ese es Harry Heth,¿no? Muy bien. Entrará aquí pensandoque se enfrenta a dos brigadas decaballería agotadas, y en vez de eso seencontrará con dos cuerpos de infanteríade la Unión descansados. —Reynoldssonrió ligeramente—. Pobre Harry.

 —Sí, señor —dijo Buford. —Puede empezar a retirar a sus

muchachos. En cuanto hayamos tomado posiciones. Bien hecho. Excelente.Puede llevarlos a mis flancos. No pierdade vista esa carretera del norte. Creoque Dick Ewell no tardará mucho másen llegar.

 —Sí, señor.Bajaron de la cúpula. Reynolds

montó en un precioso caballo negro.

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Buford salió a campo abierto, vio a sequipo arreglándose, peinándose, poniéndose los botones. Caía proyectiles en la cresta cercana y las balas partían las hojas, pero Reynoldsestaba a horcajadas en su caballo serenoe inmóvil, con la mirada puesta en elcombate, la viva imagen de un soldado, pintado sobre un fondo boscoso.Reynolds llamó a uno de sus oficiales.Dijo despacio, no sin cierta delicadeza, pronunciando cada palabra por separado, con cuidado, maquinalmente:

 —Capitán, quiero que galope tadeprisa como pueda al encuentro delgeneral Meade. Dígale que el enemigoestá avanzando en gran número y que metemo que tomen las posiciones altas que

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dominan la ciudad antes que yo.Combatiremos aquí palmo a palmo, por toda la ciudad si es necesario, formando barricadas en las calles. Losentretendremos todo lo posible. Estoyenviando mensajes a todos miscomandantes para que vengan hacia aquílo más rápido que puedan. Repítalo.

El capitán así lo hizo, y partió.Reynolds envió mensajes a otroscomandantes: Doubleday, Sickles.Luego, dirigiéndose a Buford, dijo:

 —Creo que saldré ahí y meteré prisa a los muchachos.

 —Gracias —dijo Buford. —No hay de qué. —Hizo girar al

caballo con gracia, seguía habiendo algode aquella elegancia de exhibición en el

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movimiento fluido, y se alejó. Bufordoyó música procedente de la direccióque había tomado. Estaba tocando una banda azul. Buford impartió órdenes asu vez. Se había quitado el gran peso deencima. Ahora era Reynolds el que teníaque cargar con él. Y no se arrepentía. Alo largo de casi toda su vida habíaaceptado con resentimiento la aparicióde un comandante de mayor rango.Ahora venía a salvarlo. Una novedad.

o le importaba en absoluto. Debe deser la edad. Bueno, has llegado al límite,muchacho. Has alcanzado tu meta personal.

Tom Devin se había levantado.Estaba enfadado porque lo habíaretirado. Buford lo miró y meneó la

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cabeza. Reynolds regresó instantesdespués, a la cabeza de una doblecolumna de soldados que atravesabalos campos, derribando las vallas a s paso. A Buford se le alegró el corazón:los Sombreros Negros, la Brigada deHierro de Simon Cutler, las mejorestropas del ejército de la Unión. U presagio. Empezaron a desplegarse por la carretera a la altura del seminario,regimiento tras regimiento, moviéndosecon terquedad veterana, silencioveterano, hombres hechos y derechos, nomuchos chicos jóvenes. Un soldado sedaba prisa en engullir las cerezas quesacaba de una lata de campaña; otrollevaba un banjo a la espalda que leentorpecía, lo columpió para ponérselo

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encima del pecho y golpeó al hombreque tenía delante, que protestó, lo que propició risas extrañas. Alguien preguntó a voz en grito a uno de losayudantes de Buford en qué direccióestaba la guerra y se ofreció a marchar en dirección contraria, y un oficial segiró y empezó a alinearlos a lo largo dela cresta que había defendido Gamble.Entonces regresó Reynolds.

Los proyectiles rebeldes estabaempezando a volar por encima de scabeza. Habían visto tropas de refuerzoacercándose y algunos de los disparoscaían ya sobre Gettysburg. Reynoldsconvocó a otro ayuda de campo.

 —Teniente, entre en la ciudad ydiga a esas personas que se mantenga

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lejos de las calles. Es probable que hoyse produzca aquí una disputa en todaregla, y presente mis respetos a todoaquél con quien se cruce, además désugerir que todo el mundo se quede ecasa, en los sótanos a ser posible, yfuera de peligro. Sobre todo los niños. —Miró de reojo al ayudante—. Joe,¿qué tal ve con esas cosas puestas? —Elayuda de campo tenía las gafas cubiertasde barro. Se las quitó e intentólimpiarlas, y sólo consiguió ensuciarlasaún más con los dedos temblorosos. U proyectil se estrelló contra la copa de uárbol al otro lado de la carretera; lasastillas volaron por todo el soto ysalpicaron la pared de ladrillo. En tonoagradable, Reynolds dijo—: Caballeros,

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situemos a las tropas.Hizo una señal a Buford. Salieron a

caballo a la carretera. Buford sentía unaespecie de calma onírica. Reynolds, aligual que Lee antes que él, habíadirigido West Point. Poseía un aire de profesor, como el maestro que se dirigea la clase, completamente conocedor desu asignatura. Reynolds dijo:

 —Bueno, John, tiene por lo menosquince mil hombres ahí fuera, ¿no le parece?

 —Sí. Serán muchos más dentro de poco.

 —Sí. Bueno, entre nosotros podemos reunir casi veinte mil en elcampo en la próxima media hora.Estamos en muy buena forma, creo.

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 —Por el momento —dijo Buford.Reynolds asintió.Se giró en la silla y volvió la vista

hacia las colinas. —¿No es un terreno ideal? —Eso pensaba. —Siga así, John. Algún día, si

sobrevive, podría ser un buen soldado. —Inclinó ligeramente la cabeza. Elcumplido que acababa de recibir de parte de Reynolds fue como ver salir elsol para Buford. En esos momentosimportaba enormemente—. Ahora — dijo Reynolds—, démosle una sorpresaa Harry Heth.

Salieron juntos a caballo,emplazando a las tropas. El Primer Cuerpo formó una fila a la izquierda. El

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Decimoprimer Cuerpo tomó posiciódetrás de ellos y se extendió hacia laderecha. En todo momento los cañonesrebeldes disparaban constantemente; elhumo inundaba la separación entreambos ejércitos y nadie podía ver elmovimiento de los soldados. ElDecimoprimero todavía no estabacolocado cuando el nuevo ataquerebelde surgió de la humareda. Reynoldsse trasladó a la izquierda, cerca de lalínea. Buford oía música, un sonidoespeluznante como de viento vivo;empezó a reconocerla: "The CampbellsAre Coming". Reconoció a Rufus Dawes

el Sexto de Wisconsin acercándose,más hombres de Wisconsin detrás deellos, desplegándose en una línea de

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escaramuza y disparando sobre lamarcha, con la línea comenzando adiluirse al coronar los primerossoldados rebeldes una cresta parcialmente desierta, y recibieron elimpacto de las oleadas de soldados derefresco que llegaban del sur.

Buford atisbo por última vez aReynolds. Estaba en campo abierto,ondeando su sombrero, señalando unaarboleda. Un momento después Bufordvolvió a mirar en esa dirección y vio elcaballo sin jinete. No se lo podía creer.Partió al galope para echar un vistazo.Reynolds yacía en la carretera de tierra,rodeado de ayudantes. Cuando Bufordllegó allí la espesa mancha habíaencharcado ya el suelo bajo su cabeza.

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Tenía los ojos abiertos, medio dormido,su gesto plácido y compuesto, una ligerasonrisa. Buford se arrodilló. Estabamuerto. Un ayudante de campo, un jovesargento, estaba llorando. Bufordretrocedió. Lo cubrieron con una manta.Hacia la izquierda el tiroteo eraencarnizado. Se produjo un instante desilencio que los envolvió.

 —Sacadlo de aquí —dijo Buford.Dio marcha atrás. Al otro lado de

la carretera una mujer perseguía a ucrío de cabello desmelenado. Usoldado la adelantó, atrapó al chiquillo

se lo entregó. Buford buscó la sombrade un gran árbol y se quedó por umomento en la oscuridad. Un hombredemasiado bueno, Reynolds. Demasiado

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 bueno. Buford volvió a salir despacio ala luz. El calor era ya intenso; podíasentir toda la cara empapada de sudor.

Un destacamento de un regimientode Nueva York se llevó a Reynolds, bajo una manta. Los ayudantes de Bufordacudieron a él, como ovejas perdidas.

o había órdenes que dar.La batalla continuó sin comandante.

Los hombres combatieron dondeReynolds los había emplazado. Bufordretiró lentamente su caballería, tal ycomo Reynolds había ordenado. Duranteel resto de aquella mañana las grisestropas rebeldes no cesaron dederramarse por la angosta carretera. Nollegó ningún mensaje. La línea siguióresistiendo. No parecía haber nadie al

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mando, pero la línea resistió. Al cabo,Buford hizo ensillar a lo que quedaba desu caballería y se alejó despacio por aquella misma carretera en direcciónorte. No podría aguantar mucho tiempo, pero sí un poco más, y el teniente de pelo rubio estaba solo allí fuera. 

3

ee

 

Habían desmontado las verjas a

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ambos lados de la carretera, paraensanchar el paso, y algunos de loshombres estaban adentrándose en lossembrados.

La carretera comenzaba ya acubrirse de polvo y éste se levantaba, yno había nada que ver al frente salvotropas envueltas en una nube polvorientasubiendo hacia la cima de un paso. Las bandas tocaban mientras cabalgaba juntoa ellas. Asintió, tocándose el sombrero,con la cabeza ladeada, rastreando másallá de la música y el ruido de loscarros y el acerado tintineo de sables yrifles en busca del retemblar lejano dela artillería que siempre estaba allí,detrás de las colinas. Llegaron a un pasoestrecho: terreno rocoso, barrancos

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oscuros, bosque cerrado. Pensó: Si hayque retroceder, éste será buen sitio parahacerse fuertes. Longstreet podría traer asu gente y defender este lugar, y parapetaríamos al ejército en lasmontañas.

Casi empezaba a anticiparlo. Habíavisto retiradas. Estarían los grupos dehombres en los campos, lejos de lacarretera, yendo en dirección contraría,hombres de gesto ceniciento y obstinadoque se negarían a escuchar. Luegoestarían los heridos. Pero aquí bloquearían la carretera. No habíaespacio para maniobrar. Si el espía deLongstreet estaba en lo cierto y habíanumerosos efectivos de caballería alfrente, lo que podrían hacer los jinetes

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azules con sus hombres encajonados...Lee sabía que estaba

 preocupándose demasiado, loreconoció, le puso fin. Inclinó la cabeza

entonó una rápida plegaria, tras lo que pudo por fin relajarse y recuperar lacompostura. Se adentró en el paso y el paisaje empezó a allanarse, a bajar hacia Cashtown. El día estaba nublado yno se podía ver muy a lo lejos. Empezóa dejar atrás casas vacías, puertas yventanas oscuras. La gente había huido.Entró en Cashtown y allí en laencrucijada, a caballo, contemplando eldesfile de tropas, estaba Powell Hill.

Hill estaba sentado con elsombrero calado hasta las cejas,encorvado en la silla, con el rostro

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macilento. Esbozó el fantasma de unasonrisa, se enderezó, saludó e indicó unacasa de ladrillo en la orilla de lacarretera.

 —General —dijo Lee—, no tieneusted buen aspecto.

 —Es una indisposición pasajera. —Hill sonrió débilmente—. Me ha pillado la vieja enfermedad del soldado.¿Le gustaría ir adentro, señor?

Lee se volvió hacia Taylor. —Estableceremos temporalmente

nuestro cuartel general aquí. Todos losdespachos a este lugar. —Dirigiéndosea Hill—: ¿De quién es esa artillería?

Hill meneó la cabeza, rehuyó lamirada de Lee.

 —No lo sé, señor. Hace un rato

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que envié en busca de información.Harry Heth está al frente. Tiene órdenesde no forzar ninguna confrontación agran escala. Yo mismo se lo dije, estamañana.

 —¿No sabe nada de él? —No, señor. —Hill no se sentía

cómodo. Lee no dijo nada. Fueron a lacasa de ladrillo. Había una mujer en la puerta, a la que Lee fue presentado.Junto a ella había un niño pequeñovestido con unos pantaloncitos muycortos, chupándose el pulgar. Ofrecieroncafé a Lee.

 —Tengo que saber qué estáocurriendo ahí delante —le dijo Lee aHill.

 —Señor, iré en persona.

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Hill se levantó de pronto, dandoinstrucciones a los ayudantes. Lee hizoademán de objetar, no dijo nada. Hillera un hombre nervioso, volátil y brillante. Había sido un comandante dedivisión excepcional, pero ahora dirigíaun cuerpo, y la cruda verdad militar eraque había hombres magníficos con uregimiento que no sabían manejar una brigada, y hombres magníficos con unadivisión pero incapaces de dirigir ucuerpo. No había forma de predecirlo.Uno sólo podía tener fe en la personalidad. Pero estar enfermo, en udía como hoy... mala suerte. Lee se fijóen él. Parecía estar en condiciones demontar. Bien. Hill se fue.

Lee empezó a trazar un plan de

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retirada. Momentos después Walter Taylor entraba con el general Anderson,que acababa de llegar a la ciudad buscando a Hill. La división deAnderson, del cuerpo de Hill, estabaagrupándose en la carretera al sur de laciudad, situándose detrás de Pender yHeth. Anderson había venido para preguntar por el sonido de los cañones.

o sabía nada. Era mortificante estar sentado en la casa. Lee comenzaba a ponerse nervioso. Anderson se sentócerca de él con el sombrero en la mano,expectante.

 —No logro imaginarme qué ha sidode Stuart —dijo Lee de repente,impulsivamente—. No he oído nada.Entiéndanlo, no sé nada de lo que tengo

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enfrente. Podría ser el ejército federal alcompleto.

Se detuvo, se controló. Pero no podía seguir esperando. Pidió que letrajeran a Viajero y salió de Cashtown,en dirección a Gettysburg.

Empezó a oír ahora los disparos derifle, los ruidos de la infantería. Se tocóel pecho, sintiéndolo cargado. De modoque era más que un duelo de artillería.Pero Heth no era ningún loco. Hettendría sus motivos. No emitas juicios.Pero Jackson no está aquí. Ewell y Hillson nuevos al mando; todo está en manosde Dios. Pero sentía dolor en el pecho,dolor en el brazo izquierdo. Podía ver humo al frente, una nube blancaalargada, baja, como niebla, sobre el

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horizonte. Los soldados que lo rodeabaestaban ansiosos, sonreían; las bandasde música tocaban. Salió a un sembrado

vio hombres desplegándose,desviándose a ambos lados de lacarretera, derribando las vallas: ladivisión de Pender. Se llevó los binoculares a los ojos. Las tropasatravesaban corriendo una oscuraarboleda. Taylor dijo que Gettysburgestaba justo delante.

Lee se desvió a la izquierda paraencarar un promontorio llano cubiertode hierba. A sus pies se extendía una plantación, hileras de arbustos bajos yverdes, hasta la linde de un arroyo,interrumpida tan sólo por un pequeñocerco y unos pocos grupos apretados de

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árboles. Al otro lado del arroyo habíauna loma y en lo alto un gran edificiorojo con una cúpula blanca. Hacia laizquierda se veía la zanja de un tendidoferroviario sin terminar, una herida blanca en la tierra. El humo rodeaba eledificio. Una batería de artilleríadisparaba desde allí. Lee vio colinasazules al sur, en medio de la bruma, pero ahora, dirigiendo las lentes, podíaempezar a distinguir las líneas de fuego,las manchas de humo y las pautas desonido le indicaban qué había ocurrido,qué estaba pasando, como piezas queencajan.

La división de Heth había formadoun frente de kilómetro y medio, eraevidente que había sido rechazada. La

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infantería unionista estaba respondiendoal fuego desde una línea por lo menostan larga como la de Heth. No parecíaque hubiera muchos cañones, pero símuchos rifles. ¿Era ésta toda la fuerzaunionista o sólo un destacamento deavanzadilla? Ewell estaba lejos al norte;Longstreet estaba a kilómetros dedistancia. ¿Dónde se había metido Heth?

El fuego del frente de Heth estabaamainando. Sus soldados no se movían.Lee pudo ver numerosos heridos, carrosdebajo de árboles, racimos de hombresque se retiraban atravesando un campo ala derecha. Empezaron a llegar losayudantes con mensajes. Taylor habíaido a buscar a Heth. Lee estaba pensando: ¿Cómo nos zafamos? ¿Cómo

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nos replegamos? ¿Dónde vamos ahacernos fuertes hasta que llegueLongstreet?

Envió un mensaje a Ewell para queavanzara lo más deprisa posible. Envióuna nota a Longstreet para informarle deque había llegado en masa la infanteríaunionista. Pero sabía que Longstreet no podía hacer nada; tenía dos divisionesen su camino. Lee miró su reloj: las dosmuy pasadas. La oscuridad aún estabalejos. No había manera de saber dóndeestaba el resto del ejército de Meade.Seguramente avanzando por el sur, parainterponerse entre Lee y Washington.

Y aquí, por fin, estaba Harry Heth.Llegó levantando polvo, tirando de

las riendas con gestos poco naturales, u

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hombre de rostro cuadrado, semblanteamable. Parpadeó, saludando,enjugándose el sudor de los ojos. Nuncahabía sido impulsivo, como Hill; habíaincluso en este momento algo desolemne y perplejo en él, udesconcierto esmerado. Había sido la principal autoridad del antiguo ejércitoen cuestión de rifles; había escrito umanual. Pero se había metido en una pelea incumpliendo órdenes y en susojos anidaba cierta vacuidad, ausencia yvergüenza. Lee pensó: No sabe qué está pasando.

Heth tosió. —Permiso para informar. —Sí. —Es muy extraño, señor. La

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situación es muy confusa. —¿Qué ha ocurrido?Lee tenía los ojos muy abiertos y

oscuros. Con mucho trabajo, Heth dijo: —Señor. Entré esta mañana tal y

como se me había instruido. Pensé quesólo habría algunos milicianos. Pero eracaballería desmontada. John Buford.Bueno, no eran tantos y se trataba sólode caballería, de modo que decidí presionar. Los muchachos no queríancontenerse. Pensé que un puñado deinetes que habían echado pie a tierra no

 podrían detenernos. Pero nos plantarocara. No me esperaba... Se hadefendido realmente bien.

 —Sí. —Lee lo miraba a los ojos.Heth hizo una mueca, resoplando.

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 —Bueno, señor, se negaban amarcharse. Sacaron a mis muchachos desus casillas. Desplegamos la divisióentera y fuimos a por ellos. Ya casi losteníamos corriendo cuando de repente vique íbamos a toparnos con infantería.Tenían apoyo de infantería procedentedel sur. Los chicos fueron repelidos.Luego nos reagrupamos y lo intentamosde nuevo, no podíamos dejarlo así,señor, pero ahora hay más soldados deinfantería, no sé cuántos. Pero no sé quéotra cosa podríamos haber hecho. Señor,lo siento mucho. Empezó siendo unaescaramuza con la milicia y en un abrir ycerrar de ojos nos encontramosenfrentados a la mitad del ejércitounionista.

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 —¿Quiénes son? —¿Señor?Lee contemplaba la batalla, que

ahora estaba relativamente en calma. Elhumo estaba despejándose, empujadohacia el norte. Podía ver soldadosazules moviéndose entre los árboles a laderecha de la Unión, acercándose alflanco. Miró hacia el norte, pero no pudo ver nada más allá de la cresta. Lastropas azules parecían estar replegándose en esa dirección,retirándose, reagrupándose. Curioso. La batería encaramada junto a la cúpulahabía dejado de disparar. Saliendo acaballo en medio de la niebla: DorseyPender. Carta de una esposa piadosa.

Dirigiéndose a Heth, dijo:

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 —¿Con qué unidades ha trabadocombate?

 —La caballería era de Buford,señor. Dos brigadas. Sabían pelear.Luego estaba el Primer Cuerpo, lossombreros negros, el viejo cuerpo deJohn Reynolds. Había otro cuerpo más, pero no lo hemos identificado todavía.

Junto al hombro de Lee, Taylor dijo en voz baja, con insistencia:

 —General, está usted al alcance delas baterías enemigas.

 —Ahora hay calma —repuso Lee.Volvió a mirar a Heth; su rabia seapagó. No había tiempo para asignar culpas. Pero debía obtener lainformación.

Taylor insistió:

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 —Caballeros, están ustedes muyuntos. ¿Puedo sugerir que se traslade

 por lo menos al abrigo de los árboles?Se escucharon disparos de repente

a la izquierda, una explosión en el norte.Lee sintió un violento espasmo deauténtica ira. Se agarró el pecho. No sénada.

Heth dijo: —Será mejor que me ocupe de mi

flanco. —Se fue. Llegó un jinete: correode Rodes.

 —El general Rodes le presenta susrespetos, señor. Tengo el honor deinformarle de que el general se ha unidoa la batalla con su división al completo

está atacando la derecha de la Unión.Me pide que le diga que el general Early

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viene detrás de él y estará en el campoantes de una hora. ¿Tiene algunainstrucción, señor?

Lee sintió un escalofrío de júbilo,mezclado con alarma. Rodes habíallegado justo por la derecha del flancounionista; los soldados azules estabamaniobrando para encarar una nuevaamenaza. Y Early andaba cerca. Unasalto por el flanco, ya iniciado. Lee sequedó sentado, mirando hacia el norte.Imposible saberlo. Podía ordenar laavanzada de todo el ejército. Hetestaba aquí, y Pender. El ataque deRodes casi podría haber estado planeado.

Pero no sabía cuántos federalestenía delante. Rodes podría estar 

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atacando a la mitad del ejércitounionista. Otro Sharpsburg. Y sinembargo, sin embargo, no puedoordenarle que se retire; ya estáenzarzados.

 —Nada por ahora —dijo Lee—.Espere aquí.

Se volvió hacia Taylor. —Quiero toda la informació

 posible sobre la fuerza del enemigo.Adelántese personalmente y observe. Ytenga cuidado.

Taylor saludó formalmente y partióal galope, con una sonrisa despuntandoen su rostro cuando se dio la vuelta. Leese volvió y empezó a desandar elcamino hacia la carretera. Heth habíaregresado ya.

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 —Señor, Rodes está combatiendoencarnizadamente. ¿Quiere que ataque?

Lee negó con la cabeza, antes dedecir en voz alta:

 —No. —Prosiguió la marcha y dijo por encima del hombro—. Todavía noestamos preparados para uenfrentamiento en toda regla. Longstreetno ha llegado.

 —El enemigo no es tan numeroso,señor —dijo Heth.

 —¿Bajas? —Moderadas, señor. Hemos tenido

que pelear. Pero Pender está en posición. Juntos, señor, podríamos barrerlos.

Lee aguardó. Tenía un mal presentimiento. Había una presencia

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 pesada, tensa y ominosa en el día,erguida en el campo vasto y yermo, a ladura luz del sol. El tiroteo arreciaba eel norte. Las baterías de artillería sehabían desplegado.

 —¿Quién está al mando allí? —Leeseñaló las colinas al otro lado de laciudad.

Heth pestañeó, recordando derepente.

 —Señor, se me olvidaba. Tenemosnoticias de que el general Reynolds hasido abatido.

Lee se dio la vuelta. —¿John Reynolds? —Sí, señor. Los prisioneros

afirman que murió esta mañana. Creoque lo ha sucedido Doubleday.

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 —¿Está seguro? —Los informes parecen fiables. —Lo siento —dijo Lee. Una

imagen de Reynolds centelló en smente. Un hombre atildado. Ucaballero, un amigo. Lee sacudió lacabeza. Era chocante sentir la cabeza asíde tensa y extraña. Parecía incapaz de pensar con claridad. Reynolds muerto.Desaparecido. Doubleday en su lugar.Doubleday era una incógnita, pero siduda nada espectacular. Pero el Primer Cuerpo de Reynolds era sólido. ¿Quéhacer?

 —Puedo apoyar a Rodes, señor — sugirió Heth.

Lee lo miró. Sabe que esto lo ha provocado él; ahora quiere pelear para

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enmendarse. Su respuesta es luchar, no pensar; luchar, lisa y llanamente. Leecaminó despacio, acercando su caballoa los árboles que se veían al frente juntoa la carretera. Puedes confiar en lossoldados, pero, ¿te puedes fiar de losgenerales? ¿Por qué ha atacado Rodes?¿Peleará bien Hill, o el mismo Rodes?

ecesito a Longstreet y no está aquí. Fueun error situarlo en retaguardia.

Otro mensajero. —Ha llegado el general Early e

informa que está atacando, al norte delgeneral Rodes.

Lee se detuvo, miró al norte.Estaba funcionando casi como un plan.Se podía ver su intención. La Unióformaba para encararse con él y peleaba

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 bien, y ahora estaba siendo flanqueadadesde el norte, únicamente porque loshombres de Lee tenían órdenes de venir a Gettysburg, y estaban llegando casi por detrás de las defensas unionistas.Lee sintió un toque intenso en el aire. Lehervía la sangre. Había procurado ser discreto, pero todo estaba ocurriendosin él, sin que tomara una sola decisión;todo estaba en manos de Dios. Y sinembargo ya no podía seguir manteniéndose al margen. Rodes y Earlyestaban atacando; Heth y Pender aguardaban aquí delante de él. Elinstinto de Lee olfateaba unaoportunidad. Carguemos todos juntos, yaque Dios ha decretado que batallemosaquí.

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Se giró hacia Heth. —General, puede usted atacar.Lo mismo le dijo a Pender. No dio

más instrucciones. Los generales sabríaqué hacer. Dicho aquello todo quedabafuera de sus manos. En realidad nuncahabía estado en sus manos. Y sinembargo era suya la responsabilidad.

Se dirigió al promontorio que teníadelante, al otro lado del pequeñoriachuelo. Ahora tenía una mejor vista.La división de Pender se había puesto emarcha; oyó el clamor ensordecedor delas voces rebeldes amasadas. Ahora las baterías estaban en posición a sespalda, empezando a disparar contra el bosque cerca de la cúpula. Lee agachóla cabeza cuando el disparo voló sobre

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su cabeza. No le gustaba estar delante dela artillería. Parte de ésta estabadesplazándose hacia delante. Los riflesdisparaban. Cambió la dirección delviento; quedó envuelto en humo.Apareció la cara de Marshall, umensaje incoherente. Lee intentóencontrar un lugar desde el que asistir alasalto. La fuerza de Pender al completoestaba atravesando los sembrados edirección al bosque. Lee vio banderasflotando en medio del humo blanco,incorpóreas, como bastones. El aireestaba granándose de estallidos, copos blancos, humaredas redondas. Una deellas floreció no muy lejos. Allí estabaMarshall de nuevo. Lee oyó cómo lametralla hendía el aire en las

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 proximidades. Se dirigió a unaarboleda: robles, castaños. Había unacasa blanca cerca, una valla blanca, ucaballo muerto tendido al sol en una pilanegra.

Aguardó en el soto, escuchando eltremendo sonido de la guerra. Al cabose sentó, apoyándose en el tronco de uárbol. Se estaba fresco a la sombra lejosdel sol. Delante de él los hombresmorían. Se quitó el sombrero, se pasólos dedos por el pelo, sintió la vidalatiendo en su pecho. La batallacontinuaba. Lee pensó por primera vezaquel día en su hijo, Rooney, herido,tendido no muy lejos de allí. Cerró losojos, rezó por su hijo, por todos ellos.Apoyó la mano en la tierra negra,

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recordó: Pennsylvania. Soy yo elinvasor.

Una vez más el grito rebelde: elalarido inhumano de los muertos a lacarga. Estaba desplegándose otraunidad. Se levantó y avanzó unos pasos, pugnando por ver, pero no tenía sentido.Había demasiado humo. Aun así quizásirviera de algo que lo vieran. Salió dela arboleda, a la carretera. Frente a él elcamino estaba sembrado de heridos.Había hombres tumbados debajo decarros, lejos del sol, la mayoría de ellossemidesnudos, cubiertos de vendas,ensangrentados. Vio otro caballomuerto, una carreta hecha astillas; la pata amputada de un caballo yacía cercade él en el polvo gris. El humo se

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derramaba por la carretera como sisaliera de un horno inmenso. Avanzó; suequipo lo siguió. Aquí estaba A.P. Hill.

 —Nos está costando —dijo Hill, pálido—. Heth ha caído.

Lee lo miró, expectante. —Herido en la cabeza. No sé si es

grave. Pero la división se estámoviendo. Pender está en el flanco. Perolos yanquis están peleando bien. Norecuerdos haberlos visto luchar tan bieantes.

Hill parecía peculiarmentetranquilo, distraído, como si noestuviera presente del todo. Era uhombre apuesto con una gran cantidadde dinero, pero no pertenecía a la buenasociedad, algo de lo que era consciente,

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sobre lo que se mostrabaespecialmente susceptible.

 —Hágame saber el estado delgeneral Heth lo antes posible.

Lee se sentó con la espaldaapoyada en un cercado. Una banda pasófrente a él, tocando una cancióincoherente, pífanos y cornetas. El cieloestaba cubierto de penachos de humo blanco, el olor de las armasrecalentadas, la tierra arrasada, la dulcefragancia de los árboles destrozados.Lee estaba en medio, en la carretera; loshombres se reunían a su alrededor, lollamaban. Vio una casa, un porchevacío. Se encaminó hacia allí yescudriñó el humo. El tiroteo eraintenso. Envió correos a Early y Rodes

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 para comunicarles el emplazamiento desu nuevo cuartel general y para solicitar informes. No tenía la menor idea del paradero de Ewell, quien supuestamenteestaba al mando allí fuera y quie probablemente sabía aún menos que Leequé estaba pasando. Longstreet teníarazón: el mando era demasiado relajado.Pero ahora no había tiempo para eso.

Un mensaje de Early: el enemigoestaba replegándose. Lee oyó cómo uoficial rompía a desgañitarse cerca deél.

 —¡Están corriendo, alabado seaDios Todopoderoso, están corriendo!

Lee contempló la calle humeante,vio un hombre ayudando a otro en lacarretera, vio masas de soldados

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deambulando vagamente por el campo,vio destellos de artillería. El fuego parecía estar amainando. Muchoshombres gritaban. Llegó un teniente por la carretera, señalando a su espaldahacia el humo, anunciando a voz en gritoque alguien estaba herido.

A.P. Hill dijo, junto a Lee: —El cirujano ha examinado al

general Heth, señor. Dice que se pondrá bien, pero pasará algún tiempo antes deque pueda volver a la acción.

 —¿Dónde está? —En una casa, en esa dirección. — 

Hill apuntó con el dedo. —Ocúpese bien de él, por 

supuesto. Y, general, cuídese ustedtambién. Ahora no puede hacer nada

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más. Quiero que descanse. —Estoy bien, general —dijo Hill

con voz queda, serena, ausente—, perfectamente.

Pero parecía que estuviera a puntode desmayarse. Lee pensó: Ojaláestuviera aquí Longstreet. ¿Cuántos tieneel ejército unionista? Si el Primer Cuerpo está aquí, y el Decimoprimero,el resto no andarán lejos. Oyó máshombres gritando. En la calle viooficiales agitando los sombreros,desplegando anchas sonrisas. ¿Victoria?Llegó un jinete, de Pender. Un joven conun prodigioso mostacho dijo:

 —El general Pender anuncia que elenemigo está retirándose. —Losoficiales lanzaron sus sombreros al aire.

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Lee sonrió, era imposible hacerse oír.Un hombre le tocó, otro le dio una palmada en la espalda. Levantó laslentes y escudriñó el humo queempezaba a disiparse.

Se volvió hacia Marshall. —Me adelantaré.Viajero esperaba fuera atado a la

valla. Lee montó y clavó espuelas. Loshombres lo vitoreaban ahora, tocando scaballo al pasar junto a ellos. Intentócontrolar sus rasgos. Había heridos por todas partes. Algunos de ellos eranmuchachos unionistas que lo observabainexpresivos a su paso. Mensaje deEarly: una brecha en el flanco izquierdo.El Decimoprimer Cuerpo de la Unión se batía en retirada. Más vítores. Lee cerró

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los ojos por un instante. La voluntad deDios. Confío en Ti. Oh, Señor, benditoseas, y gracias.

Llegó a la elevación del terrenoque había al otro lado del arroyo. Taylor dijo:

 —Esto debe de ser WilloughbyRun. —Lee se detuvo en la cima. Ahora podía ver; la tierra se extendía ante élembozada en cordilleras de humo. Aochocientos metros estaba la ciudad,edificios de madera blanqueada,carreteras de tierra. Detrás había unacolina alta que se alzaba sobre una seriede crestas que se adentraban en el este.Las tropas azules estaban atravesando laciudad, subiendo por los lados de lacolina. Los correos tenían razón: estaba

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 batiéndose en retirada. Victoria. Lee sellevó las lentes a los ojos, sintió cómole temblaban las manos, ajustó ladistancia, vio: artillería unionistaformando en lo alto de la colina,hombres cavando. La lucha no habíaterminado. No debía permitir que esoshombres ocuparan el terreno elevado. Sedio la vuelta. Le dijo a Taylor:

 —Encuentre al jefe de artillería deHill y dígale que quiero que bombardeen esa colina. No la quieroocupada. ¿Qué noticias tiene de Ewell?Y dígale al general Hill que venga averme.

Taylor partió. Lee estaba pensando: Debemos continuar el asalto.Los soldados azules se han puesto e

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marcha; ahora debemos seguir espoleándolos. Pero Heth ha caído.Buscó al mensajero de Pender, leencargó avisar al general Pender paraque continuara el asalto. Pero Early yRodes estaban más cerca, a la izquierda.Si siguieran avanzando... Empezaban aescucharse disparos procedentes de laalta colina.

Llegó Powell Hill; tenía peor aspecto que antes. Dijo:

 —Los hombres han hecho todo lo posible. La división de Heth estáagotada. Pender dice que ha librado la batalla más feroz de toda la guerra.

Lee lo estudió, apartó la mirada yvolvió a fijarse en la colina sobreGettysburg. Quizá Hill estuviera

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enfermo, pero Pender era de confianza.Si Pender dudaba...

Llegó Taylor. —El general Ewell está con el

general Early, señor. Tenemoscomunicación.

 —Bien —dijo Lee—. Entregue estemensaje en persona. Dígale al generalEwell que las tropas federales estáretirándose en desbandada. Sólo hacefalta empujar a esa gente paraapoderarnos de esa atalaya. Por supuesto, desconozco su situación, y noquiero que se enfrente a una fuerzasuperior, pero sí quiero que tome esacolina, si lo cree practicable, lo antes posible. Recuérdele que Longstreet noha llegado todavía.

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Taylor repitió el mensaje y partióal galope. Al otro lado de aquella colinaLee podía empezar a sentir el peso delejército unionista, la masiva fuerza azulque avanzaba hacia él. ¿Qué clase desoldado resultaría ser Meade? Nodebemos cederle el terreno elevado. Leemiró al sudeste y vio dos lomasredondeadas. Podríamos rodearlos por ahí. Han marchado más deprisa de loque esperaba. Gracias a Dios por elespía de Longstreet.

Oyó más vítores, a retaguardia,miró y vio a Longstreet. Avanzandodespacio, sereno, como una roca negra,sonriendo ampliamente bajo la barbaoscura. Lee se ruborizó de alegría.Longstreet desmontó y le tendió la mano.

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 —Enhorabuena, general. Ojalá pudiera haber estado aquí.

Lee le estrechó la mano coefusividad.

 —Venga, quiero que vea esto. — Indicó el campo al frente, la colinadetrás de Gettysburg.

Un oficial cerca de él dijo: —¡General Lee, es igual que la

segunda de Manassas! —Igual no —dijo con jovialidad

Lee—, igual no. —Se alegrabaenormemente de ver allí a Longstreet. Ladivisión de Johnson recorría ahora lascalles, la gente de Longstreet no podíaestar muy lejos. Con cada paso quedaban los soldados, con cada tic delreloj, el ejército ganaba seguridad, se

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acercaba a la victoria, rozaba el sueñode la independencia.

Longstreet estudió el campo.Transcurrido un momento dijo:

 —Hemos tenido suerte. —No podría haber salido mejor si

lo hubiéramos planeado.Longstreet asintió. Lee explicó que

Ewell tenía órdenes de moverse a laizquierda y tomar aquella colina,Cemetery Hill. Longstreet estudió el promontorio mientras Lee hablaba. Alcabo, dijo:

 —Bien. Esto es estupendo. Casi perfecto. —Se volvió hacia Lee—.Están justo donde los queremos. Loúnico que tenemos que hacer es dar urodeo por aquí —señaló hacia

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Washington—, interponernos entreLincoln y ellos y encontrar un bueterreno elevado, y tendrán queatacarnos, no les quedará más remedio.¡Entonces serán nuestros, general, seránuestros!

Le brillaban los ojos; Lee nunca lohabía visto tan emocionado. Asombrado,dijo:

 —¿Insinúa que quiere que meretire?

 —Desde luego. —Longstreet parecía sorprendido—. No pretenderá...Señor, tenía la impresión de que nuestraestrategia consistiría en llevar a cabouna campaña defensiva, en la medida delo posible, a fin de mantener esteejército intacto.

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 —Cierto. Pero la situación hacambiado.

 —¿En qué sentido? —No podemos retirarnos. Ya

hemos conseguido que se replieguen.¿Cómo vamos a dar la espalda alenemigo?

 —Muy sencillo —señalóLongstreet—. Los rodearemos por laderecha. Él ocupará esas alturas yesperará a ver qué hacemos. Comosiempre. Meade es nuevo al mando. Nose dará prisa en actuar.

Lee se llevó una mano a la cara.Contempló la colina y vio el cuerpodisuelto de la Unión remontando laladera. Sólo tenía un impulso: presionar 

acabar de una vez por todas. Se dio la

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vuelta y no dijo nada. Había llegado umensajero de parte del general Ewell.Lee reconoció al hombre, el capitáJames Power Smith, ayudante de Ewell.El capitán se mostró encantado de ver alcomandante general.

El mensaje de Ewell era precavido:

 —El general Ewell dice queordenará avanzar a Early y a Rodes, pero solicita apoyo del general Hill por su flanco derecho. Dice que al sur de laciudad hay un fuerte grupo de oposicióunionista que debería ser eliminado deinmediato.

Lee preguntó a qué posición serefería Ewell. Pasó las lentes a Smith.Éste dijo que la posición se encontraba

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al otro lado de la del frente, en lo altode la cual había un cementerio.

Lee consultó su reloj. Eran casi lascinco. Todavía dos horas de luz. Sedirigió a Longstreet:

 —General, ¿a qué distancia está sdivisión de cabeza?

 —McLaws. A unos diezkilómetros. Va por detrás de la caravanade pertrechos de Johnson.

Lee meneó la cabeza. —No tengo fuerza con que atacar la

colina —le dijo a Smith—. El cuerpodel general Hill ha sufrido durante elcombate. Dígale al general Ewell quetome esa colina si es posible. ¿Ha vistoal mayor Taylor?

 —No, señor.

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 —Debe de haberse cruzado ustedcon él.

Lee despidió a Smith. Recordó:había ordenado a la artillería abrir fuegosobre la colina, pero nadie estabadisparando. Mandó a averiguar por qué.Empezó a notar que estaba realmentecansado. Pero si había un grupo deunionistas que se había hecho fuerte euna colina al sur... aunque sin el cuerpode Longstreet sería imposible realizar uasalto general. ¿Dónde estaba laartillería? ¿Dónde estaba Hill? ¿Por quéhabían cesado sus ataques Early yRodes? Podía ver la ciudad a sus piesatestada de soldados, caballos, pero nose producía ningún avance.

Se dio la vuelta y vio que

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Longstreet lo estaba observando. Teníala expresión de quien se calla lo queestá pensando.

 —Hable, general —dijo Lee. —No deberíamos haber atacado

aquí, general. Heth tenía sus órdenes.Lee agitó una mano. —Lo sé. Pero los hemos hecho

retroceder. —Por la mañana estaremos e

inferioridad numérica.Lee se encogió de hombros. Los

números no tenían importancia. —Si me hubiera guiado por los

números, general... —Lee dejó el restode la frase en el aire.

 —Si nos movemos al sur —dijoLongstreet—, hacia Washington,

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 podríamos encontrar un terreno denuestra elección.

 —El enemigo está aquí, general.o queríamos pelear, pero aquí está la

 batalla. ¿Qué ocurrirá si le pido a esteejército que se retire?

 —Harán lo que usted ordene.Lee volvió a sacudir la cabeza.

Estaba empezando a cansarse deaquello. ¿Por qué no comenzaba elasalto de Ewell? Un comandante prudente, nuevo al mando. Y A.P. Hillestá enfermo. Aun así vencimos. Lossoldados vencieron. Lee señaló lacolina.

 —Seguramente se retirarán. O sino, Ewell los expulsará. Pero si Meadeestá allí mañana, lo atacaré.

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 —Si Meade está allí —dijoLongstreet, implacable—, será porquequiere que usted lo ataque.

Basta. Lee pensó: Los hombresdóciles no hacen buenos soldados. Nodijo nada. Longstreet se dio cuenta deque la conversación había terminado.Dijo:

 —Reuniré a mis muchachos loantes posible.

Lee asintió. Cuando Longstreet seiba, dijo:

 —General. —¿Sí, señor? —Los informes de su espía era

correctos. De no haber sido por ellos,este ejército podría haber sido destruido por completo. Le doy las gracias.

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Longstreet asintió. Si el cumplidole satisfizo, no lo dejó traslucir. Se fue.

Lee se quedó solo, preocupado. Yahabía tenido bastante guerra defensiva.El Rey de Picas. Ataquemos y acabemosde una vez por todas. Estoyextraordinariamente cansado. Eres uviejo. ¿Y si te pasa algo?

Levantó las lentes, esperando elataque de Ewell. No se produjo ninguno. 

4

Chamberlain

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El caballo de Chamberlaicaminaba despacio hacia el sol de poniente. El paisaje era verde y plácido,tierra de cultivos y grandes graneros. Alo largo de la carretera salían grupos degente a ver desfilar a los soldados y seescuchaban algunos vítores, pero lamayoría de los espectadores estabacallados y taciturnos, no hostiles,simplemente aprensivos. El espectáculoera deprimente. Había quienes vendíacomida a las tropas. Un granjero habíamontado un puesto donde ofrecía lechefría a precios exorbitantes; después deque Chamberlain lo dejara atrás se produjo una disputa, algunos de los

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hombres confiscaron la leche y ledijeron que le pasara la factura algobierno de los Estados Unidos.Chamberlain lo oyó pero no volvió lavista atrás. Empezaba a hacer muchocalor; Chamberlain cerró los ojos paradejar que el sudor salado se condensaraen la comisura de sus párpados, loenjugó y siguió montando con los ojoscerrados, acurrucado a la sombra debajode su sombrero. Cuando los abrió denuevo el día era violentamente cegador 

muy polvoriento, de modo que cabalgómedio dormido, con los ojosentrecerrados, soñando.

A mediodía llegaron a la fronteracon Pennsylvania. Ahora había más personas congregadas, mucho más

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amigables, y la banda a su espaldaempezó a tocar "Yankee Doodle". Losgranjeros empezaban a repartir comidasin pedir nada a cambio; Chamberlaiolió pan reciente en el horno. Unaovencita muy guapa de largo cabello

rubio se le acercó corriendo y le puso u pastel caliente en la mano; se sintióazorado. El regimiento recibió a lamuchacha con ovaciones. Era agradableestar en primera línea. No había polvodelante. Chamberlain se giró en la silla

escudriñó la carretera, y allí en mediodel polvo como una enorme serpienteazul estaba el Quinto Cuerpo alcompleto, ocupando la carreterasinuosa, algunos hombres a caballo,altos con sus sombreros negros, entre las

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 banderas inclinadas. Tocaban más bandas. Chamberlain se limpió el sudor de los ojos.

Era hora de desmontar. Los buenosoficiales viajaban lo menos posible acaballo. Bajó de su montura y empezó acaminar en medio del polvo, del calor.Cerca de él pudo oír a TomChamberlain hablando con uno de losnuevos procedentes del Segundo deMaine, explicándole las costumbres deeste regimiento. Tom se mostrabaorgulloso, pero no en exceso. ElSegundo de Maine había visto másacción. Chamberlain pensó en Tom y sus pensamientos retrocedieron a Maine: el pequeño Tom perdido, en la oscuridaddel invierno, una larga búsqueda, mamá

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llorando, nunca lo encontramos,sobrevivió a la intemperie y regresó por su propio pie, un crío risueño con lanariz brillante y colorada, en ningúmomento asustado...

 —Una de las cosas que averiguarás —estaba diciendo Tom Chamberlain— es que esta brigada tiene su propio toquede corneta especial. ¿Has oído hablar deDan Butterfield?

 —¿El general Butterfield queestuvo con Hooker?

 —Exacto. El mismo. Bueno, antesera nuestro comandante de brigada.

 —Dicen que era un terremoto. Notenía rival a la hora de pasárselo bien. —Guiñó el ojo con lascivia, sugiriendoindecoro.

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 —Bueno, eso no lo sé, pero el casoes que le gustaba escribir toques decorneta. El problema de este ejército esque tiene demasiados toques de corneta.Toques para la infantería, para laartillería, para levantarse, para comer, para retirarse y todo eso, y resultaba u poco confuso, así que el bueno de DaButterfield escribió un toque para esta brigada, especial. Si había alguna orde para esta brigada, bueno, alguien tocabasu dichosa corneta y pensábamos queera para nosotros aunque no lo fuera, pero nosotros seguíamos la orden detodos modos, y antes de darnos cuentanos habíamos metido en un lío.

 —Eso nos pasó una vez a nosotros —dijo el hombre de Maine—. La mitad

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del regimiento fue a la carga y la otramitad se retiró. Había donde elegir. — Soltó una risita—. El sistema parece bueno, si lo piensas.

 —Bueno, en esta brigada tenemosun toque especial. Si oyes esa llamadasabes que la siguiente es para ti. Lallamamos "Dan Butterfield", y suena asíde fácil: «Dan, Dan, Dan, Butterfield,Butterfield».

El hombre de Maine refunfuñó: —¿Se supone que tengo que

acordarme de eso en mitad de ucombate?

 —No es difícil de aprender. — Entonó de nuevo—: «Dan, Dan, Dan,Butterfield.»

 —Um —dijo el hombre de Maine.

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 —El viejo Butterfield escribió umontón de toques de corneta. ¿Te sabesla Nana de Butterfield?

 —¿La qué de Butterfield?Tom tarareó unos compases de lo

que todavía se conocía por la Nana deButterfield, la cual el ejércitorebautizaría más tarde como "Taps", yque aún no tenía ninguna connotaciófúnebre; indicaba sencillamente elmomento de recogerse para pasar lanoche, de descansar tras una largaornada bajo el polvo y el sol, con el

clamor de cornetas, y JoshuaChamberlain, al escuchar la melodía, pensó en el sonido de la Nana deButterfield surgiendo de la oscuridad,atravesando la lona de una tienda, co

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las hogueras ardiendo cálidas y rojas ela noche, y Chamberlain pensó: Uno puede llegar a cogerle cariño.

Asombroso. Chamberlain dejó quesus ojos se convirtieran en rendijas,replegándose en su interior. Habíaaprendido que uno podía dormir de piedurante las largas marchas. Ponías los pies en marcha y después de un ratocontinuaban por sí solos, y tú podíasdistraer la atención y los pies seguíacaminando infatigables, casi sin sentir nada, y gradualmente cerrabas los ojoshasta no ver nada más que los taconesdel hombre que tenías delante, un tacón,otro tacón, un tacón, otro tacón, y asíavanzabas adormilado entre el calor y el polvo, con los ojos cerrados frente al

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sudor, con la vista de los taconesdelante, un tacón, otro tacón, y a menudocuando el hombre que tenías enfrente se paraba te chocabas con él. Hoy no habíatacones, pero estaba el caballo queguiaba con las riendas. No sabía cómose llamaba ese caballo. Había dejado demolestarse; todos los caballos moríademasiado pronto. Aun así uno llegaba acogerle cariño.

¿No es asombroso? Largas marchassin descanso, madrugar por las mañanas

acostarse tarde bajo la lluvia, y habíauna prodigiosa emoción en ello, el gozode despertar por la mañana y sentir alejército a tu alrededor y ver las fogatas por la mañana y oler el café...

... toda la noche despierto enfrente

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de Fredericksburg. Atacamos por latarde, justo al anochecer, y la muralla de piedra estaba en llamas de una punta aotra, demasiado humo, no se veía nada,el asalto fracasó, no podíamosretirarnos, tendido allí toda la noche ela oscuridad, a la intemperie entre losheridos y los moribundos. Cadáveresamontonados delante de ti para detener las balas, usando a los muertos comoescudos; ¿recuerdas el sonido? ¿Las balas al chocar con los cadáveres?Como un disparo en una pierna podrida,una pierna gruesa y húmeda. Eso es elhombre: una pierna empapada de sangre.Recuerda el chasquear de una cortinarasgada en una ventana arrasada, con elfragmento susurrando al son de aquella

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 brisa espantosa: nunca, siempre, nunca,siempre.

Tienes mente de profesor. Pero ésees el sonido que hacía.

 Nunca. Siempre.¿También a eso le tienes cariño?Cariño no. No exactamente. Y sin

embargo, nunca estuve más vivo.Maine... frío, silencio.Maine en invierno: el aire es más

fosco, el cielo luce un oscuro más profundo. Con el invierno llegan unassombras que estas gentes del sur desconocen. La nieve cae mucho antes yen invierno uno puede pasear por loscampos nevados entre los arbustos, y losvisitantes no saben que esos arbustosson las copas de altos pinos, y uno se

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ergue sobre diez metros de nieve.Visitantes. Una vez, tiempo atrás,visitantes en pleno invierno: u predicador vaticinando fuego infernal.Me hizo temblar de miedo. Me molesté por ello y pa me dijo que tenía razón.

Pa.Al pensar en el viejo pudo verlo de

repente en un campo en primavera,intentando mover una roca gris. Siempresabía por intuición cuáles se podíamover, aunque estuvieran casienterradas, y esperaba de ti quemovieras la roca sin rechistar. Unhombre duro y callado, un hombrehonrado, un hombre noble. Escasosentido del humor pero a veces la puertase abría y uno veía la calidez dentro de

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él a lo lejos, una cierta tristeza, unacualidad pausada, remota, insondable,como si el hombre quisiera estar máscerca del mundo pero no supiera cómo.Una vez Chamberlain se aprendió dememoria un fragmento de Shakespeare ylo recitó orgulloso, el hombre escuchabasin mirar, y Chamberlain lo recordabatodavía: «¡Qué obra maestra es elhombre! ¡Cuan parecido a un ángel esus actos!». Y el viejo, sonriendo, sehabía rascado la cabeza antes de decir con voz solemne: «Caray, chaval, puessi es un ángel, será un ángel asesino». YChamberlain había ido al colegio yhabía dado un discurso sobre ese tema:el hombre, ángel asesino. Y cuando elviejo se enteró se sintió muy orgulloso,

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Chamberlain se sintió muy bien alrecordarlo. El viejo estaba orgulloso desu hijo, el coronel. De infantería. ¿Quéhabría pensado del discurso de estamañana? Casa y madre. Madre queríaque me hiciera pastor. Vincent me eligióa mí, a mí, para dirigir el regimiento.Allá en casa la gente lo sabrá ya.Comandante del regimiento. ¿Por quéo? ¿Qué vio Vincent?

Apartó sus pensamientos de esaidea. Piensa en ello cuando llegue elmomento. Piensas demasiadoanticipándote a los hechos, te vence latimidez y la tensión, y no riges bien.Sabía que era un hombre impulsivo, noun planificador, y se desenvolvía mejor cuando se fiaba de su instinto. Ahora

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 piensa en la música y en las canciones.Pasa el tiempo con un poco de armonía.Tararea canciones, y descansa.

Pero hacía tanto calor. No vendría mal ahora un poco del

frescor de Maine.El hogar. Da lo mismo un sitio que

otro, en realidad. Tal vez no. Pero laverdad es que todo es simplementerocas y polvo, y la gente es muy parecida. Nací allí, pero aquí no soyningún extranjero. Siempre me hesentido como en casa en todas partes,incluso en Virginia, donde me odian.Adondequiera que vas no hay nada másque las mismas rocas y el polvo y lascasas y la gente y los ciervos y las aves.Le ponen nombre a todo, pero me siento

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como en casa en cualquier parte.Curioso: qué poco patriota. Me sentíacomo en casa en Inglaterra. Me sentiríacomo en casa en el desierto. EAfganistán o en la lejana Taipi. Todo esmío, todo me pertenece. Es mi mundo.

Tom Chamberlain estaba diciendo: —Tendrías que haber visto al

último comandante, el viejo Ames. Erael peor, si te soy sincero, peor que unamula pinta con sólo tres patas.

 —¿Dónde estabais cuando lo deChancellorsville?

 —Bueno. —Un tema delicado.Joshua Chamberlain abrió los ojos—. Elcaso es —dijo Tom, apesadumbrado— que no entablamos combate.

 —Pues sí, muchos de nosotros no

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entablamos combate. Ese Hooker, tengoentendido que se quedó helado como ucharco al raso.

 —Hombre, tuvimos mala suerte. — Tom puso ojos de cordero degollado.Era un hombre enjuto y risueño,excitable, que había resultado ser tranquilo y sereno en combate. La guerracomenzaba a intrigarle—. El caso esque, diablos, nos pusieron estasinoculaciones. ¿Alguna vez te hainoculado?

El hombre juró con afán. Tomasintió con la cabeza.

 —Bueno, entonces, ya sabes cómoes. Sólo que terminamos enfermando, lamitad del regimiento. Y cuando nostocaba pelear en Chancellorsville

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nuestro mayor médico, un patosollamado Wormy Monroe, va y nosdeclara no aptos para el combate. Asíque nos hicieron retroceder y nosdejaron al cuidado del dichoso tendidotelegráfico. No se nos permitía juntarnoscon nadie. Así que el bueno deLawrence, ése de ahí, protestó, peronadie quería ni acercarse a nosotros. Eracomo si tuviéramos la peste. Lawrencedijo espera, deberíamos ser los primeros, seguro que contagiamos a losrebeldes y terminamos siendo más útilesque cualquier otra división de todo elejército. El caso es que, por cómoterminaron las cosas, probablementehubiéramos sido de más utilidad que lamayoría de ellos. Pero al final no

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entablamos combate.El hombre de Maine soltó una

risita. Chamberlain pensó: Cualquieradiría que la gente de la montaña es másrobusta que la de la ciudad. Pero loshombres de las montañas pillan todaslas enfermedades. Los chicos de laciudad se vuelven inmunes mientrascrecen. Éramos mil cuando salimos deMaine.

Seiscientos valientes... Medialegua, media legua...

Había más silencio ahora. Nadiehablaba. El sonido de las tropas a pasode marcha, el arrastrar de pies por el polvo, el sordo repicar de los equiposde campaña, una banda a lo lejos,diminuta, solitaria, el mugido

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descarnado de una vaca al sol. Una vozen su oído, una mano en su brazo.

 —Coronel, señor —exasperació —, disculpe coronel, pero, ¿querríahacernos un favor a todos y volver amontar en ese maldito caballo?

El coronel abrió los ojos al fulgor,vio: Tozier. El sargento Tozier. Unhombre enorme con una nariz igualmenteenorme, con perlas de sudor por toda lacara.

 —Hágame caso, señor, seríamucho más fácil manejar a estos nuevosreclutas si los oficiales se comportaracomo si estuvieran en sus cabales,señor.

Chamberlain parpadeó, se enjugóel sudor. Algunos de los hombres lo

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observaban con esa expresión suave queseguía sorprendiendo a Chamberlain.Quiso decir algo, meneó la cabeza.Tozier tenía razón. Ensilló.

 —¿Cómo se encuentra, señor? —  preguntó Tozier.

Chamberlain asintió, sonriódébilmente.

 —No nos hacen falta más oficialesnuevos —dijo Tozier—. Usted, teniente,no pierda de vista al coronel.

 —Sí, señor —respondió Tom.Tozier se fue. Chamberlain pensó: Mealegro de que el viejo Ames no lo viera.Mis muchachos. Ames les dio forma.Pero son míos. Hace un año organizabareuniones para decidir lo que hacer; sidisentían con un oficial, se paraban y

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discutían. No se puede dirigir uejército como si fuera una reuniómunicipal.

Estaban llegando a Hanover. En unsembrado yacían cadáveres en filasdesordenadas. Los brazos sobre lacabeza, las ropas desperdigadas, loszapatos desaparecidos. El pelo dealgunos ondeaba al viento y parecíavivos. Chamberlain comprendió: Stuarthabía pasado por aquí y se había producido una escaramuza. La visión delos hombres muertos los despertó atodos.

Un día despejado, muy caluroso. Elviento silbaba al sur. Buitres al frente. Asu paso las señoras agitaban pañuelos,una banda tocó la "Star-Spangled

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Banner". Chamberlain se preguntó:¿Dejará la gente que se los coman los buitres? ¿O enterrarán a los hombres deStuart?

Los vecinos de Hanover semostraban entusiasmados al verlos.Ahora, al acercarse a los rebeldes, lagente parecía más contenta en todas partes. La felicidad parecía aumentar e proporción directa a la proximidad.Cuando estemos allí, pensóChamberlain, será fácil saber que hemosllegado: nos comerán a besos.

Chamberlain atravesó la ciudaderguido en su caballo. Una vez fueravolvió a encorvarse. El general Vincentcabalgó a su lado por unos brevesinstantes. Vincent era el nuevo

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comandante de brigada, un hombre muyapuesto de pobladas patillas, procedentedel 83° de Pennsylvania. Tenía buenareputación y el aire de quien sabe lo quese hace. Pero Chamberlain había vistoantes ese mismo aire. Hooker lo tenía. Ysi alguna vez había habido alguien queno sabía lo que se hacía...

Vincent había oído lo de los cientocatorce voluntarios. Estabaimpresionado. Pensaba que la situació pintaba bien. El ejército estaba listo para luchar. Ese hecho en sí ya eraimpresionante, después de todo lo quehabía pasado. Enseñó a Chamberlain lanueva bandera de la brigada: triangular, blanca, con el borde azul y una cruz deMalta en el centro. El hombre la miró

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sin interés. No significaba gran cosa, eesos momentos. Vincent regresó atrás.El hombre del Segundo de Maine dijocon voz triste:

 —¿Alguna vez oíste hablar denuestra bandera? Costó mil doscientosdólares.

Pero los hombres estabacansados. Volvió a hacerse el silencio.Chamberlain vio un jinete que seacercaba a la retaguardia, un correoazul. Luego llegó la primera carreta,después otra. Se estaba combatiendo eGettysburg. Contra el horizonte pudo ver una neblina, una bruma oscura, como de polvo levantado por los aires.

Ahora no había nada que hacer salvo descansar sobre la marcha. Los

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soldados se encerraron en su mutismo.El paisaje que los rodeaba eramontañoso y verde, fue dorándose paulatinamente, al final adquirió unos borrosos tintes púrpuras. Era uhermoso atardecer. Con la oscuridadllegó la orden de vivaquear. Vincentdetuvo la columna, y los hombres semetieron agradecidos en un sembrado,acarreando las tablas de las vallas paraencender las fogatas. Habían vuelto arecorrer más de treinta kilómetros; esohacía ciento sesenta kilómetros en cincodías. Los nuevos hombres de Maineescucharon ahora la llamada por  primera vez: Dan, Dan, Dan,¡Butterfield!, ¡Butterfield!

Aparecieron más jinetes en la

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carretera, dirigiéndose veloces a laretaguardia a lomos de caballosempapados de sudor. Chamberlainlevantó la cabeza para presenciar smarcha, percibiendo alarma. Podíasentir al ejército gris al otro lado de lascolinas. Un momento después se oyó eltoque de corneta: Dan, Dan, Dan,Butterfield, Butterfield, y de nuevo haciadelante.

Gemidos generalizados. Nada dedescansar ahora. Tableteo de maderastiradas al suelo, maldiciones.Chamberlain reformó al regimiento en lacarretera. Mensaje de Vincent: Retirada.

La noticia de lo ocurrido recorrió poco a poco la columna, pero hubo de pasar un buen rato antes de que llegara a

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oídos de Chamberlain. Para entonces yaera noche cerrada y la luna estaba en loalto, amarilla en el aire neblinoso,gigantesca entre los árboles,escudriñando como un ojo solitario yausente; entonces llegó Vincent.

Dos cuerpos habían entrado ecombate en Gettysburg y habían sidorepelidos. El Primer Cuerpo habíaaguantado el tipo, pero elDecimoprimero, esos condenadosholandeses, habían vuelto a salir corriendo, igual que eChancellorsville. Ahora el Primeroestaba resistiendo y pidiendo refuerzos agritos. John Reynolds estaba herido, posiblemente muerto. Procedan a lamayor brevedad.

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Chamberlain no protestó. En laoscuridad podía sentir cómo serevitalizaban sus fuerzas, arropándolocon el frescor de la noche. Ya no estabalejos de Gettysburg. No se oíadisparos. Pero ahora a lo largo delcamino había gente corriendo, genteagolpada ante las vallas, ansiosa,exaltada. En las casas apartadas de lacarretera empezaron a ondear banderas,a agitarse pañuelos blancos; las mujereslevantaban lámparas en las ventanas.Había muchos jóvenes de aspectorobusto alineados en la cuneta, y algunosde los hombres de Maine rezongaron.Pero los demás estaban demasiadocansados. Chamberlain vio trastabillar aalgunos, entonces uno de ellos se cayó.

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Se desplomó en medio del estrépito delrifle al golpear el suelo, del equiporodando por el polvo. Lo apartaron a ulado. Chamberlain organizó udestacamento encargado de recoger alos caídos.

Siempre adelante. Ahora laoscuridad era mucho mayor y la lunaestaba alta, y al frente apareció uoficial, un alto cargo, a lomos de ucaballo negro. Salió al encuentro deChamberlain cuando éste pasó por slado.

 —Coronel, avise a sus hombres. Elgeneral McClellan ha asumido el mandodel ejército.

Chamberlain no tuvo que propagar la noticia. Atravesó las filas como el

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viento un campo de trigo. Algunos de loshombres lanzaron vítores con voz ronca.Alguien disparó un rifle, ganándose lareprimenda de Tozier. Por un largomomento Chamberlain se lo creyó.McClellan había vuelto. Dios bendiga alviejo Lincoln. El único general quesabía lo que se hacía en todo aquel caos.Pero luego las tropas reanudaron lamarcha y la luna se escondió tras unanube y Chamberlain supo que no podíaser cierto.

Pero los hombres marchaba pensando que seguían a McClellan. Erael único general que Chamberlain habíavisto al que querían realmente. Losrebeldes adoraban a Lee, no cabía duda.Y nosotros adorábamos a Mac.

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Chamberlain pensó: Hay dos cosas quedebe hacer un oficial, para dirigir a sushombres. En palabras del viejo Ames, alque nunca le preocupó el cariño: Debesvelar por el bienestar de tus hombres.Debes mostrar valor físico.

Bueno, pensó Chamberlain, no hayningún McClellan. Sólo Meade, al queninguna de estas personas conoce, ymenos aprecia, y él será cauto. Hevelado, lo mejor que he podido, por s bienestar. Mañana nos ocuparemos de la parte del valor.

Había que pensar en los heridos,los rezagados. Los hombres retrocedíarenqueantes, se sentaban en los camposencendiendo fogatas, se desviaban aleste enfurruñados, se perdían en la

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oscuridad. Había rumores: una terriblederrota, alguien había metido la pata,doscientos mil rebeldes, elDecimoprimer Cuerpo había desertado.Chamberlain ordenó a sus hombres quecerraran filas, siguieran caminando ydejaran de hablar. Malditos rumores.Uno no sabía nunca qué era verdad hastadías o semanas o incluso meses después.Ordenó cerrar filas, cerrar filas, la primera orden que daba desde lamañana, y poco después ordenódetenerse, por fin.

Era casi medianoche. Habíareaparecido las nubes y estaba muyoscuro, pero Chamberlain podía atisbar una colina delante de él y masas detropas y tiendas al frente. El 20° de

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Maine salió de la carretera y muchos seecharon a dormir sin encender ningúfuego, algunos sin montar las tiendas, pues la noche era cálida y no soplaba elviento. Chamberlain preguntó a umensajero de pasada: ¿Cuánto faltahasta Gettysburg? El hombre señaló por encima del hombro. Está usted allí,coronel, está usted allí.

Chamberlain se echó paradescansar. Pasaban escasos minutos dela medianoche. Se preguntó si seríacierto que había vuelto McClellan. Rogóa Dios por un líder. Por sus muchachos. 

5

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ongstreet 

 

Salió de Gettysburg a caballo nadamás oscurecer. Su cuartel general estabaen la carretera de Cashtown, de modoque desanduvo el camino por lo quehabía sido el campo de batalla duranteel día. Los miembros de su equiposupieron reconocer su estado de ánimo ylo dejaron discretamente solo.Cabalgaba encorvado, cabizbajo, con elsombrero tapándole los ojos. Fuerodejándole uno por uno, adelantándose aél, animándose al escapar de s

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compañía. Pasó junto a un carro deenfermería, vio montículos deextremidades que refulgían blancas en laoscuridad, una pila de piernas, otra de brazos. Parecían montañas de gordasarañas blancas. Se detuvo en lacarretera y encendió un puro, mirando erededor a las tiendas y las carretas,escuchando el murmullo y la música delejército en la noche. Había unos pocosgemidos, sonidos muertos de la tierramoribunda, la mayoría suaves y bajos.Había un fuego a lo lejos, una grahoguera en una arboleda, hombressilueteados contra el brillo cegador; una banda tocaba algo discordante,irreconocible. Un perro pasó junto a él,atravesó trotando la luz que escapaba de

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la puerta de lona abierta de una tienda,se detuvo, miró, inspeccionó el suelo, seadentró silenciosamente en la oscuridad.Fragmentos de ropa, árboles, trocitos de papel ensuciaban la carretera.Longstreet lo contempló todo, reanudó el paso. Dejó atrás un montículo negro que parecía extraño en la oscuridad: bulboso, deforme. Acercó su montura ylo vio: caballos muertos. Se alejó delcampo, buscando terreno elevado.

Lee atacaría por la mañana. Estabaclaro. La hora y el lugar no se habíadecidido todavía. Pero atacará. Era algoimparable, como un caballo desbocado.Longstreet sintió una depresión tahonda que lo dejó embotado. Alescudriñar lo alto de aquella colina

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negra que se alzaba sobre Gettysburg,aquella colina iluminada y salpicada yade fogatas entre las lápidas, olió eldesastre como la lluvia a lo lejos.

Era la maldición de Longstreetverlo con tanta claridad. Era un hombre brillante de discurso pausado yreacciones lentas, hierático como la piedra. Carecía del poder de laconvicción. Se quedó sentado en scaballo, alejando su mente de aquellos pensamientos, retirándola como sidesviara el cañón de un rifle, y entonces pensó en sus hijos, incapaz de frenar esavisión. Floreció: un cuadro negro. Ellaestaba en la puerta: El niño ha muerto.

i siquiera dijo su nombre. Ni siquieralloraba.

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Longstreet respiró hondo. La fiebrehabía llegado a Richmond en invierno.En una semana habían muerto. Todos enel plazo de una semana, los tres. Vio losrostros adorables: momentos de inmensodolor. Aquello había aniquilado sucordura, le había vuelto loco, pero nadielo sabía. Miraban el gesto franco,sencillo, obstinado, y sólo veían unosapagados ojos holandeses, la graoscuridad, el silencio. Nunca había pensado que Dios pudiera hacer algoasí. Fue a la iglesia y preguntó, pero nohubo respuesta. Cayó de rodillas ysuplicó, sin respuesta. Ella seguía en la puerta: El niño ha muerto. Y él nisiquiera podía ayudarla, no podía decir nada, no podía moverse, ni siquiera

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 podía tomarla en sus brazos. No teníanada que ofrecer. No tenía fuerzas. Oh,Dios: mi hijo ha muerto.

Tenía lágrimas en los ojos. No pienses en ello. Se dominó. Lo que lequedaba era el ejército. Los muchachosestaban aquí. Tenía incluso al padre, enlugar de Dios: el viejo Robert Lee.Descansa con eso, consuélate con eso.

Se habían ido todos sus ayudantesmenos dos. Goree se mantenía apartadode él en la creciente oscuridad.Cabalgaba solo, en silencio, con Goreesiguiendo sus pasos como un perro de presa, y se encontró con uno de suscirujanos que subía del campamento:J.S.D. Cullen, entusiasmado, enterado dela gran victoria, y Longstreet se las

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apañó para deprimirlo; Cullen se fue.Longstreet se amonestó: La depresión escontagiosa; guárdatela para ti.

ecesitaba algo que lo animara, sevolvió hacia los dos hombres a sespalda, descubrió que sólo había uno,no un ayudante, sino el inglés:Fremantle. Justo lo que necesitaba.Longstreet aminoró para esperarlo.

El inglés llegó despacio, con gestoagradable. Era el tipo de hombredespreocupado y alegre que inspira buehumor con su presencia. Vestía el mismosombrero alto de color gris y sllamativo abrigo. Saludó con voz jovial,tocándose el enorme sombrero:

 —No pretendía interrumpir sus pensamientos, general.

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 —En absoluto. —De veras, señor, si prefiere

cabalgar solo... —Me alegro de verle —dijo

Longstreet.El inglés se puso a la par con una

ancha sonrisa que exhibía sus dientesseparados. Había llegado al país pasando por México, en una carretaconducida por un aficionado al tabacode mascar que había resultado ser, en sutiempo libre, el juez de la localidad.Fremantle había visto muchas cosasinteresantes: un ahorcamiento rutinario,grandes inundaciones, feroces incendios.Le sorprendía continuamente lacombinación de tierra agreste y gentestoscas, las casas blancas con columnas y

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las trazas de modales ingleses. No sehabía acostumbrado a la bárbaracostumbre de estrechar la mano que eracomún entre estas personas, pero seobligaba a hacerlo. Estaba disfrutandoenormemente. Hacía días que no secambiaba de ropa y ofrecía un aspectodeliciosamente desaliñado, aunqueatildado, relajado y cómodo en la silla.Longstreet sonrió de nuevo.

 —¿Ha podido ver algo? —Bueno, lo cierto es que sí.

Encontré un árbol bastante grande, yLawley y yo nos sentamos al descubierto

fue todo un espectáculo. Encantador,oh, sí, encantador.

 —¿No habrá visto por casualidadninguna carga de caballería? —Stuart:

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todavía no había vuelto. —Ni una sola —respondió abatido

Fremantle—. Ni un cuadrado hueco.Sabe, señor, realmente deberíamosdiscutir eso largo y tendido en algunaocasión. Siempre y cuando esta guerradure lo suficiente, lo que la mayoría dela gente opina que no sucederá. Debodecir que ustedes parecen apañárselas bastante bien sin él. Aun así, a uno legusta sentir cierta seguridad en estosasuntos, seguridad que proporciona elcuadrado, ¿ve usted? A uno le gustasaber, a ver, dónde está todo el mundo,en determinados momentos. Ah, peroclaro —inspiró hondo, se palmeó el pecho—, siempre nos quedará mañana.Tengo entendido que mañana esperan

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tener un poco de acción.Longstreet asintió con la cabeza. —Bueno, procuraré encontrar una

 posición privilegiada. Apreciaría suconsejo, aunque por supuesto si en algúmomento estorbo, no vacile, quierodecir, uno no debe entorpecer lasoperaciones. No tema herir missentimientos, señor. Pero si me dicedónde colocarme...

 —Lo haré.Fremantle aplastó un mosquito. —Otra victoria hoy. Cuando tenga

las ideas más claras lo pondré todo por escrito. Supongo que sus muchachos seestarán acostumbrando a la victoria,¿no? ¡Maldita sea! —Aplastó otromosquito de un manotazo—. Debo decir 

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que es enormemente asombroso, esteejército. Pero esos federales no dejan deinsistir. Curioso. Me cuesta un poco,sabe, entender exactamente por qué.Algún día cuando tenga tiempo... pero laguerra se acaba, por supuesto. Yomismo lo siento. Ése es el mensaje quetransmitiré a mi gente. Sin duda.

Observó a Longstreet. Éste no dijonada.

 —Su general Lee es un prodigio. —Sí —dijo Longstreet. —Algo que no se ve todos los días.

 —Fremantle hizo una pausa—.Asombroso —dijo. Estuvo a punto deañadir algo más, pero cambió deopinión.

 —Mantiene unido a su ejército — 

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dijo Longstreet. —Una dignidad extraordinaria. —Extraordinaria. —Quiero decir que no se lo espera

uno. No se ofenda, señor. Pero sugeneral Lee es un general «inglés»,señor. Extraordinario. Se ha forjadocierta reputación, señor, comonaturalmente sabe, pero en Europa existela tendencia de, ah, considerar a losamericanos, ah, algo atrasados en eltiempo, a veces, ah, ¿cómo expresarlo?Es terreno resbaladizo, pero, señor, por supuesto usted lo entiende, existen estasdiferencias culturales, un país nuevo ytodo eso. Sí, lo que quiero decir es queuno no se espera que haya alguien comoel general Lee.

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 —Un caballero —dijo Longstreet.Fremantle entornó los ojos. Al

cabo, asintió con la cabeza. Longstreetno se dio por ofendido. Dubitativo,Fremantle continuó:

 —Señor, no se imagina usted lasorpresa. Uno oye todas estas historiassobre los indios y las masacres y losescuálidos hombres de los bosques corifles de tres metros y danzas de lalluvia y qué se yo, y sin embargo aquí,sus oficiales... —Sacudió la cabeza—.Extraordinario. Caray, ¿sabía usted queel general Lee es miembro incluso de laIglesia de Inglaterra?

 —Cierto. —Tiene grandes antepasados. —Sí —dijo Longstreet.

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 —Me he dado cuenta, señor, deque usted siempre está cerca de él en elcampamento. Debo decir, señor, queestoy conmovido.

 —Bueno —dijo Longstreet. —Ah. —Fremantle exhaló u

suspiro—. Su país y el mío tienemuchas cosas en común. Sinceramenteespero que seamos aliados. Aunquetengo la impresión de que no nosnecesitan. Pero debo decir que estoycada vez más en deuda con ustedes por su hospitalidad.

 —Es un placer. —Ah. Um. —Fremantle ladeó la

cabeza otra vez—. Me alegra mucho ver una cosa. Su general Lee es umoralista, como lo son todos los

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auténticos caballeros, naturalmente, perorespeta los vicios veniales, inofensivos,en los demás. Eso es lo que distingue alos caballeros de verdad. Eso es lo queenaltece tanto a ese hombre a mis ojos,aparte de sus logros militares, por supuesto. Un caballero de verdad carecede vicios, pero le permite a una tener lossuyos. Ah. —Dio una palmadita a unaalforja—. Lo que me lleva, señor, alquid de la cuestión, y es que tengo una botella de brandy a su disposición, por si se presenta la ocasión.

 —Se presentará, sin duda. — Longstreet hizo una reverencia—.Gracias.

 —Pase a verme cuando quiera.Longstreet sonrió.

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 —Una pequeña debilidad — continuó animadamente Fremantle— dela que no me siento orgulloso,entiéndalo. Pero uno ve tan poco whiskyen este ejército. Asombroso.

 —Es el ejemplo de Lee. Jacksotampoco bebía. Ni Stuart.

Fremantle agitó la cabeza,asombrado.

 —Oh, por cierto, circula por ahíuna historia, ¿sabe? Dicen que el generalLee estaba durmiendo, y el ejércitodesfilaba no muy lejos, y quince milhombres caminaron de puntillas para nodespertarlo. ¿Es eso cierto?

 —Podría serlo. —Longstreet soltóuna risita—. Yo también he oído una.Hace tiempo, sentados alrededor de una

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fogata, hablábamos de Darwin. Laevolución. ¿Ha leído algo al respecto?

 —¿Ah? —Charles Darwin. La teoría de la

evolución. —No puedo decir que la conozca.

Circulan por ahí tantas cosas de éstas. —Es una teoría que afirma que el

hombre desciende del mono. —Ah, ésa. Oh, sí. Bueno, he oído

hablar... a mi pesar... de algo así. —Bueno, pues estábamos hablando

de eso. Al final convinimos que Darwinseguramente tenía razón. Entoncesalguien dijo, con gran dignidad: «Bueno,a lo mejor ustedes vienen del mono, y alo mejor yo también vengo del mono, pero el general Lee, él no desciende de

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ningún mono». —Bueno, naturalmente. — 

Fremantle no acababa de verle la gracia.Longstreet sonrió en la oscuridad. —Es un ejército cristiano —dijo

Longstreet—. Usted no conoció aJackson.

 —No. Por desgracia lleguédespués de su muerte. Hablan maravillasde él.

 —Era pintoresco —dijo Longstreet —. Era cristiano.

 —Su reputación supera a la de Lee. —Bueno, no haga caso de eso.

Pero era un buen soldado. Sabía mover las tropas. Sabía odiar. —Longstreet pensó: Un buen cristiano. Recordó deimproviso el día en que Jackson había

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amonestado a algunos de sus soldados por permitir que un esforzado sargento

anqui se retirara tras una feroz batalla.Los hombres se habían negado adispararle, aquel hombre habíamostrado valor, merecía vivir. Jacksonles había dicho: «No los quierovalientes, los quiero muertos».

 —Cuentan muchas historias sobreél. Lamento no haber llegado aconocerlo.

 —Le encantaba masticar limones —dijo Longstreet.

 —¿Limones? —No sé de dónde los sacaba. Le

encantaban. Así lo recuerdo, sentado enuna valla, masticando un limón, con eldedo levantado.

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Fremantle se lo quedó mirandofijamente.

 —Le habían volado un dedo de udisparo —explicó Longstreet—. Si bajaba la mano la sangre se le agolpabaallí y le dolía, de modo que lo ponía eel aire y cabalgaba o hablaba con el brazo en alto, sin darse cuenta. Era todoun espectáculo, hasta que teacostumbrabas. Dick Ewell pensaba queestaba loco. El propio Ewell es bastante peculiar. Una vez me dijo que Jackson lehabía dicho que nunca tomaba pimienta porque le debilitaba la pierna izquierda.

Fremantle estaba boquiabierto. —En serio —dijo amigablemente

Longstreet—. Un poco de excentricidadno le viene mal a ningún general. Ayuda

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con los periódicos. A las mujerestambién les gusta. Las sureñas prefierea sus hombres religiosos y un pocolocos. Por eso se enamoran de los predicadores.

Fremantle se había perdido.Longstreet dijo:

 —Sabía pelear, Jackson. A.P. Hilltambién es bueno. Se pone una camisaroja antes de entrar en combate. Es uejército interesante. ¿Conoce a GeorgePickett?

 —Oh, sí. —Se perfuma y todo. —Longstreet

se rió por lo bajo—. Es un ejército quehay que ver para creer. —Pero al pensar en Pickett, el último de la columna, seacordó de sus dos comandantes de

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 brigada: Garnett y Armistead. El viejoArmistead, separado por la guerra de squerido amigo Win Hancock, quien sinduda aguardaba al frente en lo alto deaquella colina negra al otro lado deGettysburg. Armistead estaría pensandoen eso esta noche. Y luego estaba Dick Garnett.

 —Los hombres de Pickett soextraordinarios —dijo Fremantle—. Losvirginianos parecen distintos, bastante,de los téjanos, o de los soldados deMississippi. Es verdad, ¿no cree usted,señor?

 —Sí. ¿Conoce a Dick Garnett? —Ah, sí. Un tipo alto, bastante

moreno. Cojea. Es curioso ese detalle... —Jackson intentó llevarlo ante u

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consejo de guerra. Por cobardía frente alenemigo. Conozco a Garnett desde haceveinte años. No es ningún cobarde. Peroha perdido el honor. Oirá maldades en boca de gente que no sabe nada. Quieroque sepa usted la verdad. Jackson era...un hombre duro.

Fremantle asintió en silencio. —También había hecho un consejo

de guerra a A.P. Hill una vez. Y Leesencillamente hacía la vista gorda. Efin, bien pensado, también yo me las viuna vez con el viejo Powell; quisoretarme a duelo. Una cuestión de honor.Lo ignoré. Es un ejército interesante.Sólo Lee podría mantenerlo unido. Peroel caso de Garnett me preocupa. Creeque ha perdido el honor.

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 —Una tragedia —simpatizóFremantle. Había tacto en su voz, unanota de cautela.

 —Los periódicos, naturalmente, se ponen todos a favor de Jackson. — Longstreet exhaló un soplido—. YJackson está muerto. De modo que ahoraGarnett tendrá que morir valientemente para limpiar la mancha.

Y vio que Fremantle estaba deacuerdo. Era la única salida para ucaballero. Longstreet meneó la cabeza.Un cansancio amargo le nubló el pensamiento. Sabía que Garnett iba amorir, ya no tenía remedio, erairrevocable, ridículo, sentenciado por una herida enconada e invisible.

 —¿No será usted —preguntó

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Fremantle—, ah, natural de Virginia,señor?

 —De Carolina del Sur —respondióLongstreet.

 —Ah. Eso está abajo hacia el sur,¿no es así, señor?

 —Correcto —dijo Longstreet.Estaba cansado de hablar—. Honor — dijo—. El honor sin inteligencia es udesastre. Por honor se podría perder laguerra.

Fremantle estaba vagamenteasombrado.

 —¿Señor? —Escuche. Le diré una cosa.

Aprecio el honor, la valentía y el coraje.Ante Dios... Pero el sentido de la guerrano consiste en demostrar lo valiente que

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es uno y cómo sabría morir como uhombre, delante del enemigo. Dios sabeque morir es muy fácil. Cualquiera puede hacerlo.

En la oscuridad no podía ver lacara de Fremantle. Habló dirigiéndose ala negrura.

 —Deje que me explique. Intenteverlo de esta manera. Cuando todoséramos jóvenes, se peleaba de formasencilla. Cara a cara en campo abierto, por lo general con una llanura de por medio. Un bando cargaba a la carrera.El otro disparaba una vez, a cortadistancia, porque el rifle no erademasiado bueno de lejos, porque nisiquiera era un rifle. Entonces, despuésde ese disparo, chocaban mano a mano,

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o espada contra espada, y la caballeríaentraba por uno u otro ángulo. Ésa es laverdad, ¿no es así? En la antigüedad peleaban a distancia con arcos y flechas

corrían uno al encuentro del otro,hombre contra hombre, con espadas.Pero ahora, escuche, ahora las cosas hacambiado un poco, y hay bastantes personas que todavía no se han dadocuenta. Pero estamos aprendiendo. Mire.Ahora mismo, coja a un hombre con u buen rifle, un buen hombre con un buerifle que tenga un buen alcance y tal vezsea incluso de repetición. Puede matar a,oh, sin exagerar, doscientos, trescientosmetros de distancia de la horda quecargue sobre él. Olvídese de loscañones. Ponga nada más que a u

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hombre detrás de un árbol. A doscientosmetros de distancia no se le podrá ver casi, pero él sí puede ver. Y disparar. Ydisparar otra vez. ¿Cuántos hombrescree usted que harán falta para abatir aese hombre detrás del árbol, en unatrinchera, defendido por cañones, sitiene que cruzar un campo abierto parallegar hasta él? ¿Cuántos hombres?Bueno, he hecho los cálculos. Por lomenos tres. Y matará como mínimo ados. La forma de hacerlo es la siguiente:un hombre dispara mientras uno semueve, y el otro está cargando y preparándose para avanzar. Así atacanlos tres hombres. Siempre habrá unomoviéndose y otro disparando. Así se puede conseguir. Si nos olvidamos del

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cañón. Pero perderemos a un hombrecasi con toda seguridad mientras cruzael campo, por lo menos a uno,seguramente a dos, contra un cañó perderemos a los tres, da igual lo quehagamos, y eso es en terreno llano.Ahora. Si atacamos colina arriba...

Dejó la frase en el aire. No teníasentido hablar así con un extranjero.Alguna vez quizá tuviera que enfrentarsea él. Pero el hombre no lo vería.Longstreet había hablado con susoficiales. Lo que decía les parecíavagamente vergonzoso. ¿Defensa?Cuando Lee excavó trincheras alrededor de Richmond le llamaron, con burla, elRey de Picas. Longstreet inspiró hondo ysoltó el aire, recordando de nuevo esa

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condenada colina negra, los fuegoscomo ojos.

 —Pero, señor —dijo Fremantle,desconcertado—, tenemos el ejemplo deSolferino. Y por supuesto la Carga de laBrigada Ligera.

 —Sí —dijo Longstreet. Comotodos los ingleses, y la mayoría de lossudistas, Fremantle preferiría perder laguerra antes que la dignidad. Dick Garnett moriría y lo haría con unasonrisa. «¿Sufrió antes?». Sí. Entoncesmurió como un hombre. Longstreet, quehabía inventado una trincheratransversal que nadie quería emplear, seobligó a archivar el asunto en la lóbregacaverna de su cerebro martilleante y sedirigió a caballo al campamento.

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Esa noche, a la hora de la cena,alguien comentó de pasada que puestoque el ejército necesitaba munición, ¿nosería lo correcto que las fábricas demunición abrieran los domingos? Lamayoría de los oficiales convino quetodavía no hacía falta llegar a talesextremos.

Longstreet permaneció despiertoconversando, mientras hubo compañía,mientras hubo una fogata encendida.Porque cuando el fuego se apagaba y laoscuridad era total no tenía ningunamanera de evitar los rostros muertos desus hijos. 

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6

ee

 

Lee atravesó la ciudad a caballo ytomó la carretera de Heidlersburg edirección norte. La noche era toda júbiloa su alrededor. Los hombres gritaban yvitoreaban a su paso. Muchos sedetenían y sencillamente sonreían, yalgunos se quitaban el sombrero. Habíaganado otra vez. La alegría en sus caras,las expresiones de orgullo incontenible,la forma en que tantos de elloscontemplaban su paso como si esperara

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algún signo de su aprobación por eltrabajo bien hecho, otra batallanoblemente librada, rutilar de estrellasen todos los ojos jóvenes, y por encimade eso el modo en que algunos de ellostenían lágrimas en los ojos con quecontemplaban su paso, lágrimas por él, por la causa, por los muertos de la

ornada; el espectáculo era algo querayaba en lo insoportable; compuso elgesto y siguió adelante sin decir nada,asintiendo, tocándose el sombrero. Por fin salió por la otra parte de la ciudad yvio pilas de mosquetes de la Unión,mantas y cantimploras y carros,despojos de guerra abandonados.

Ewell había establecido su cuartelgeneral en una granja. Estaba allí, co

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Early y Rodes. Todos estaban de pieante una verja blanca cuando Lee pasó por delante al anochecer, con la luzsuficiente aún en el cielo para que lamasa negra de la colina del este, lacolina inconquistada, pudiera versetodavía recortada contra el firmamentonocturno. Lee pensó: ¿Por qué noatacaste? ¿Por qué? Pero no dijo nada.

Ewell ofrecía el aspecto de u pájaro inquieto de pico enorme. Estabacalvo y muy flaco; el pitido y el chirridode su voz semejaban elresquebrajamiento de cáscaras dehuevo. Había perdido una pierna eManassas y hacía poco que se habíareincorporado al ejército; se erguíahaciendo torpes equilibrios sobre la

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 pierna desconocida todavía, rascándosela cabeza y meciéndose conerviosismo, agarrado a un poste de lavalla. Early estaba a su lado, serio,formal, compuesto. Rodes, a un lado,hizo una reverencia al acercarse Lee.

 —Buenos noches, señor, que Dioslo bendiga, ¿ha visto cómo corrían?¿Los ha visto? Hemos vuelto a zurrarlos, por Dios, sí, señor, pero bien, señor — charloteó Ewell.

Lee percibió un deje fino y extrañoen su voz, una exuberancia trémula.Escoltó a Lee por toda la casa,renqueando incómodo con la pierna demadera, hablando de la bala que lehabía dado allí aquella tarde estandomontado en su caballo. Salieron a una

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arboleda y se sentaron en el cálidoanochecer bajo las parras y el cielosuave; Ewell se sentó en el suelo y seremangó los pantalones para enseñarle aLee la marca del impacto, una Minnieusto debajo de la rodilla articulada, u

gran corte de madera blanca astillada.Ewell se reía bajito, sonriendo, con lacabeza ladeada como un loro enorme,cloqueando.

Lee se interesó por el estado delcuerpo, el número de heridos. HablóEarly. Ewell le cedió la palabra. Earlyestaba de pie con las piernas muyseparadas y las manos enlazadas a laespalda, el mentón firme, el gesto sobrio

adusto, la barba negra sucia ydesaseada. Había estado en West Point,

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había abandonado el ejército paraconvertirse en abogado, en fiscal. Hacíagala de una total confianza en sí mismo.Lee observó y escuchó. Early explicó lasituación de forma fría y lógica. Detrásde él, Ewell asentía puntuando susfrases, cabeceando, agitando los dedos.Lee percibió algo extraño en el aire, unafrialdad. Ewell debería hablar por símismo. Rodes estaba sentado en silencioinclinado hacia delante, con las manosen las rodillas, mirando al suelo. Se produjo una pausa.

 —Esperaba que cruzaran la ciudadtomaran esa colina —dijo Lee.

Ewell pestañeó, se frotó la nariz,miró a Early, miró a Rodes, se dio una palmada en el muslo. Lee, al verlo, se

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sintió profundamente deprimido. —No me pareció, ah, práctico — 

rebatió Ewell—. Estábamos esperando,ah, por varias razones. Habíamos estadoel día entero de marcha, y peleamos, ysus órdenes eran de evitar eldesencadenar un enfrentamiento general. —Chapurreaba, farfullaba,revolviéndose en su asiento. Early seacercó a la barandilla de la arboleda yse sentó. Ewell se volvió hacia élesperando respaldo.

Early dijo con calma, con vozqueda, aburrido:

 —Los informes hablaban de tropasfederales al norte. No podíamos traer artillería para que nos apoyara, y norecibimos noticias de Hill, como usted

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a sabe. Decidimos que lo mejor seríaesperar a Johnson.

 —Sí, sí, Ewell asintióvigorosamente, tamborileando con el pulgar en la pierna de madera—. Perono llegó hasta que ya era de noche, haceun rato. Ahora ha salido a explorar elterreno.

Ewell seguía asintiendo. Lee miróa Rodes, que no dijo nada. Transcurridoun momento, Early continuó:

 —Quizá recuerde, señor, que pasé por esta zona hace unos días y estoyfamiliarizado con ella. La colina sellama Cemetery Hill. Hay otra colinadetrás, también ocupada. Será una posición muy fuerte.

Lee cerró los ojos un momento,

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estaba muy fatigado. Piensa en todo estomás tarde. Un ayudante le trajo una tazade café caliente, espesado con azúcar.Lee bebió, revivió, vio de improviso elrostro de Jackson en su mente, urefulgir de fríos ojos azules. Levantó lacabeza, parpadeó. Casi podía verlo.Jackson estaba allí. Jackson estabaobservando.

Ewell estaba bebiendo café. Earlyse había cruzado de brazos. Rodescontemplaba el suelo todavía, pellizcándose un dedo.

 —¿Pueden atacar por este naneo, por la mañana? —preguntó Lee.

Ewell enderezó la espalda. Earlyno se movió. Lee sintió la depresión,fría y lenta y constante como un viento

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en su cerebro; sacudió la cabeza paraahuyentarlo.

 —Esa colina será una posición muyfuerte —insistió Early—. Cuando estéfortificada. Lo que están haciendo ahoramismo.

 —Muy fuerte. —Ewell asintióviolentamente.

 —¿Ha visto usted el terreno,señor? —preguntó Early.

 —De lejos.Early se retrepó en la oscuridad.

Habló despacio, midiendo sus palabras. —No creo que debamos atacar 

ahora. Éste será el punto fuerte. Hoynuestros soldados han recorrido unalarga distancia y se han batidoferozmente. Sugiero que aguantemos

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aquí mientras el resto del ejército ataca por el otro flanco.

 —¿Cree que un ataque aquí tendríaéxito?

 —Creo que nos costaría muy caro.Ewell asintió. Lee se dio la vuelta. —¿General Rodes?Rodes levantó la cabeza, miró de

soslayo, se encogió de hombros. —Atacaremos, por supuesto. Pero

los hombres han luchado mucho. Y seráuna posición fuerte. —Miró a Ewell,antes de apresurarse a desviar la mirada —. Lamento que no la hayamos tomadohoy.

 —Bueno —dijo Lee—. Hoy ya seha terminado.

 —El general Longstreet no ha

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entrado en combate —dijo Early—.Hace algún tiempo que su cuerpo nolibra ninguna batalla. —Estabarefiriéndose a Chancellorsville, dondelos hombres de Longstreet habían sidoapartados—. Si atacara por la derechasacaría al enemigo de esta posición ynosotros podríamos intentar el asalto.Apoyados, naturalmente, por el generalHill.

Lee pensó: Longstreet no puedesoportar a este hombre. Me pregunto por qué. Algo demasiado frío, algodesapacible en el silencio de esos ojos,el ladeo de su cabeza. Jubal. Curiosonombre. Viejo Júbilo. No hay nada deubiloso en ese hombre. Y sin embargo,

su competencia es inconfundible.

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 —Longstreet propone que llevemosnuestro ejército a la derecha rodeando elflanco enemigo y lo interpongamos entreMeade y Washington —dijo Lee.

 —¿Y abandonar esta posición? — Ewell desorbitó la mirada, volvió a palmear la madera astillada—.¿Abandonar esta ciudad que acabamosde capturar?

 —La ciudad no tiene importancia —repuso Lee, irritado. Ewell miró aEarly, que dijo despacio:

 —¿Trasladar todo este cuerpo,frente a un enemigo fortificado? — Sonrió ligeramente, con el toque dedesdén por el que estaba adquiriendonotoriedad a marchas forzadas.

 —No es decoroso —pió Ewell—.

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o. Ahora que los soldados han luchadotanto por esta ciudad, ¿los sacamos y losmetemos en el bosque, a la vista delenemigo? El ánimo se resentirá, general.Los muchachos están preparados.

uestros chicos están preparados. —Longstreet vuelve a estar a la

defensiva. —Early sonrió—. Supongoque eso era de esperar. Pero de verdad,señor, a mi parecer, nosotros estamosaquí y el enemigo está aquí, y Hill y elgeneral Ewell han batallado y Longstreetno. Si se pudiera convencer a Longstreet para que ataque por la derecha, podríamos darle esta colina paramañana al anochecer.

Ewell estaba asintiendo de nuevo,señalando a Early, agitando un dedo

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huesudo. Hablaban. Lee no tomó ningunadecisión. No debes juzgar a Ewellahora. El hombre ha sido un buesoldado demasiado tiempo. Es su primer día al mando del cuerpo. El antiguocuerpo de Jackson.

Hill está enfermo. Ewell, indeciso.La colina, por conquistar. Longstreet,obcecado con su guerra defensiva.

 —¿Se retirarían ustedes,caballeros? —preguntó Lee.

 —¿Retirarnos? ¿Retirarnos? — Ewell se había quedado boquiabierto esu asiento.

Rodes levantó la cabeza. —¿Sugiere que nos repleguemos

detrás de South Mountain? —¿Retirarnos? —Ewell estaba

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asombrado—. Pero, ¿por qué? —Si no nos retiramos —dijo Lee

 —, y si no maniobramos delante delenemigo, entonces deberemos atacar. Nohay otra alternativa. —Se puso de piesin aguardar respuesta. Lo acompañarohasta la puerta. Vio un jarrón lleno deflores encima de una mesita de madera.El retrato de un anciano fruncía el ceñodentro de un viejo marco redondo. Leeestaba pensando: Retirarse es muy peligroso. Sacar este ejército con todossus pertrechos por ese paso. Sicaballería, es imposible. Stuart. Ya heesperado bastante.

Agradeció a los hombres el trabajorealizado ese día, les dijo quedescansaran bien esa noche. Una vez

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más vio los ojos azules de Jackson,inquisitivos, cargados de reproche.Pensó: General, lo echamos de menos.

Cabalgó en la oscuridad. Taylor loesperaba con mensajes. Lee losrespondió, uno para Imboden, uno paraChilton, envió a Taylor a buscar alexplorador, Harry Gilmore, que estabacon Johnson. Se alejó con Venable yentonces, saliendo de la noche pararecibirlo, vio al viejo Isaac Trimble, alomos de un caballo blanco, el fieroIsaac. Lee sonrió a modo de saludo. Elgeneral Trimble tenía casi sesenta años.

o mucho mayor que tú, viejo. Pero parece anciano. ¿Parezco yo tan mayor?Antes estaba cansado, pero ahora no.Ahora no siento dolor. Bendito sea

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Dios. ¿Qué voy a hacer con Ewell? —Señor —dijo Trimble—, le

ruego perdón, pero no pienso servir alas órdenes de ese hombre. —Estabafurioso. Levantó una mano enorme comouna zarpa inmensa e hizo un gesto comosi apartara algo repugnante de él, al airenegro—. No pienso servir a las órdenesde ese hombre. Soy su ayudantevoluntario, señor, como usted sabe.Solicito humildemente otro puesto. — Agitó la cabeza con violencia,sacándose casi el sombrero—. Esehombre es una desgracia. ¿Lo ha oídotodo, señor? ¿Qué le han contado?Pregunte a los ayudantes de campo,señor, o al general Gordon, o a Johnson.

Siguió perorando. Era un anciano

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estupendo que había jurado llegar amayor general o morir en el intento. Leededujo que estaba hablando de Ewell.Lo tranquilizó, pero quería oír más.

 —Deberíamos haber tomado esacolina —prosiguió Trimble—. Dios enSu sabiduría sabe que podríamos haber tomado esa colina. Detrás de CemeteryHill hay otra colina y estabacompletamente desocupada. Allí nohabía absolutamente nadie, y dominabala ciudad. Gordon lo vio, señor, estabacon nosotros, conmigo y Gordon yEwell, todos allí plantados en laoscuridad poblada de llamaradas comograndísimos pasmarotes con aquellamaldita colina vacía, con todos losrespetos, general, pero esa condenada

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colina estaba más calva que scondenado cabezón y domina la ciudad.Todos lo vimos, general, a Dios pongo por testigo, pregunte a cualquiera.McKim estaba allí, Smith estaba allí,todos estaban allí. Dije: «GeneralEwell, tenemos que tomar esa colina. Elgeneral Jackson no se hubiera quedado parado de este modo con los barrigasazules poniendo pies en polvorosa y luzde sobra y una colina como ésa vacíacomo, oh, que Dios nos ampare, comoqué sé yo». Pero absolutamente nadie. Ylos federales corriendo, sin cañonesmontados, nada más que una batería y uregimiento en línea.

Se estaba quedando sin aliento. Leehabía dejado de escuchar. Presentía, en

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medio de la rabia, el hálito amargo de laverdad. Trimble se quitó el sombrero yse limpió la frente con él; su pelo blancorelucía a la luz de la luna como algodómojado.

 —Continúe —dijo Lee. —Sí, señor. Señor, le dije, al

general Ewell, le dije: «Señor, démeuna división y yo tomaré esa colina». Yél no respondió nada. ¡Se quedó allí plantado! ¡Se me quedó mirando! Ledije: «General Ewell, déme una brigada,

tomaré esa colina». Estaba empezandoa incomodarme, señor. Y el generalEwell puso los brazos a la espalda y parpadeó. Así que le dije: «General,déme un regimiento y tomaré esacolina». Y no dijo nada; sólo movía la

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cabeza, y tiré mi espada al suelo. — Trimble hizo un gesto de impotencia, próximo al llanto—. La tiré al suelodelante de él. —Levantó los brazos—.Podríamos haberlo conseguido, señor.Hasta un ciego lo habría visto. Ahoraestán trabajando allí arriba, se puedeoír las hachas. Ahora por la mañanamorirán muchos buenos muchachos.

Se enjugó la cara. Lo había sacadotodo. El fuego se apagó. Se encorvó ela silla.

 —General, señor, solicito otro puesto.

 —Gracias, general —dijosuavemente Lee—. Será usted de graayuda, gracias.

Ahora que Trimble se había

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tranquilizado Lee podía interrogarlo.Dick Ewell estaba paralizado; habíadelegado en Early. Lee pensó: Debo pensar en esto. Le dijo a Trimble quedescansara y cabalgó de regreso a scuartel general en la oscuridad.Empezaba a vencerle el cansancio, perohabía mucho que hacer. Recobraenergías. Al viejo cuerpo no lequedaban reservas. Sentía el pechoagarrotado, una sensación de fríavacuidad en él, sin fuerzas. Pensó en eso

en Stuart, en alguna parte, posiblemente muerto, y en la debilidadde Ewell y la enfermedad de Hill y elejército unionista creciendo ahora en lanoche sobre esa colina, floreciendooscuramente por todo el campo como u

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hongo, un hongo erizado de púas.Su cuartel general estaba en una

 pequeña casa de piedra en SeminaryRidge. Una señora mayor, la residente,estaba cocinando para él. Lee conversócon ella amigablemente, con la mente eotros asuntos, mientras los ayudantesiban y venían, los generales entraban ysalían, los reporteros y los artistas y el prusiano y el austríaco aparecían ydesaparecían. Había una mecedora paraLee; lo recibió como un brazo acogedor.Taylor apareció con un pelotóncomandado por un hombre llamadoWatters, de Maryland. Ahora, entrada lanoche, costaba reconocer a las personas,recordar sus nombres. Lee preparóórdenes selladas a repartir entre cada

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uno de los hombres de Watters; debíandispersarse por el campo, encontrar aStuart y traerlo de vuelta a Gettysburg loantes posible. Una vez hecho eso Lee buscó a Longstreet, pero el rostroobstinado no estaba allí. Lee cerró losojos. El clamor de bromas y júbilocontinuó a su alrededor. Debo ver aEwell ahora, sin Early. Hizo una señal aMarshall e hizo llamar a Ewell. Laestancia fue vaciándose gradualmente.Lee firmó órdenes. Hago demasiadascosas personalmente. Estaba pensando:Retirarse ni siquiera es una opción;debemos asaltar o maniobrar. Siasaltamos, Longstreet debería dirigir lacarga.

Lee echó una cabezada. Lo

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despertó la llegada de Ewell. Se levantósalió a la noche. La extraña figura

 picuda aguardaba con deferencia. Leedijo:

 —¿Cómo está, caballero? —Bien, señor. La pierna me

molesta un poco.Lee le sugirió que viera al médico.

Ewell negó con la cabeza. —Las drogas perjudican las ideas.

La pierna no importa. ¿Señor? Loshombres de Johnson ya están e posición. Es muy optimista, mucho másque Early. Creo que deberíamos atacar allí, señor.

 —¿Atacar la colina? —Sí, señor. Culp's Hill o Cemetery

Hill, o ambas, señor.

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Había una nueva certeza en su voz.Lee se alegró de oírla. El alivio seexpandió como una flor. Lee se limitó adecir:

 —Todavía no he tomado ningunadecisión. Pero en su opinión,deberíamos atacar por su flanco.

 —Sí, señor.Lee asintió. —Lo tendré en consideración. Me

alegra oír que está usted bien. —General —dijo Ewell. Su cara

se veía mal a la luz del anochecer, lalámpara del interior, la luna en elfirmamento, pero había tristeza en svoz, un pesar aparente en el movimientode su cabeza, el pendulear del picosobre el bigote poblado—. Creo que hoy

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he sido demasiado lento, señor. Losiento mucho. Intentaba ser... cauto.Quizá haya pecado de precavido.

Lee estaba conmovido. Mi buen yviejo soldado. Estaba azorado. Seapresuró a decir:

 —Hoy ha obtenido una victoria,general. —Ewell levantó la cabeza.Tenía los ojos entornados—. No ha sidouna victoria desmesurada, podría haber sido mayor, podríamos haber  presionado más. Pero ha sido unavictoria. Estoy satisfecho. Los hombres pelearon bien. Hoy ha sido su primer día. No es tan fácil como puede parecer a veces.

 —No, señor. —Ahora duerma un poco. —Lee lo

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despidió. Regresó al interior de la casade piedra sintiéndose mucho mejor. Elviejo llevaba demasiado tiempo siendoun buen soldado; no puedes preocuparte por Ewell. Y entonces Lee pensó: Peroa veces he visto cómo ocurría. Uhombre pierde una parte de él, un brazo,una pierna, y aunque haya sido un buesoldado jamás volverá a ser el mismo;no ha perdido nada más a simple vista, pero después de eso se aprecia cierta blandura en el hombre, cierta pesadez,tiento. No me lo esperaba de Ewell. Nolo entiendo. Hay muy poco de un hombreen su mano o su pierna. Lo que es uhombre está en su espíritu, que siempreestará completo sin importar qué partede su cuerpo muera, incluso todo. Pero,

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 pensó Lee, es posible que no loentiendas. No te ha pasado a ti, así queno puedes entenderlo. No juzgues. Eraun buen soldado. No es como Jackson.Jackson se ha ido... No del todo;Jackson estaba allí hoy, observando, yEwell ve sus ojos... pero no puedesculparlo por no ser como Jackson.Tienes que apañártelas con lasherramientas que te ha dado Dios para eltrabajo. Richard Ewell, el viejoCalvorota... y su ridículo caballo.

Lee volvió a la mecedora. Llegó lamedianoche y todavía no se habíadormido. El silencio iba adueñándosedel cuartel general. Lee pensó otra vezen Rooney Lee, herido, y rezó por él. Nohabía tiempo para escribir una carta a s

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esposa, esa mujer preocupada. Cerró losojos y pensó en Meade, allí fuera,reuniendo al ejército. John Reynoldsestaba muerto. Oró por su alma. ¿Y por la mañana?

Ésta es la gran batalla. Mañana o pasado mañana. Aquí se decidirá laguerra. Virginia está aquí, todo el sur está aquí. ¿Qué vas a hacer mañana?

 No tenía más órdenes. Ahoraestaba solo. Hacía más frío. Taylor vino

le colocó una manta sobre las rodillas,Lee no protestó. Estaba

adormilándose. Longstreet se presentaría por la mañana. Pickettllegaría al finalizar la tarde. Por la tardeel ejército entero estará aquí. Y losatacaremos. Los atacaremos con todo lo

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que tenemos y los expulsaremos de esacolina y los enviaremos corriendo por esa carretera hasta Washington. Si lacaballería de Stuart...

Se despertó fugazmente. Sicaballería en la retaguardia la victoriano sería completa. ¿Deberíamos atacar antes de que llegue Stuart? ¿Y si llegacon caballos cansados y hombresexhaustos? Si es que viene...

 No pienses en eso. Lee cerró losojos. Y se dejó caer en la brillanteoscuridad. Venga a nosotros Tu reino,hágase Tu voluntad... 

7

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uford 

 

Regresó por fin al cementerio de lacolina. Estaban cavando por las paredesde la elevación, alrededor de la crestade la colina. Se quedó sentado en elcaballo y vio el oscilar de los picos a laluz de la luna, escuchó el sonido de las palas contra la tierra. El ejército seguíaacercándose, marchando a la luz de laluna. Eran casi las dos de la mañana.

Se paseó despacio por la cresta, buscando un cuartel general. Habíarecibido un impacto en el brazo

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izquierdo y la hemorragia había cesado, pero el verdadero dolor sólo estabaempezando. Le habían vendado el brazo

le habían vuelto a poner el abrigo y laherida no era visible. Cabalgabaenvarado, mareado, buscando a alguieque le diera órdenes para lo quequedaba de su caballería.

Encontró una pequeña granja,centro de varias luces, con muchoscaballos atados afuera. El almizcle delhumo de los puros flotaba pesado en elaire caliente. Recordó un viejo chisteindio: sigue el humo de puro;encontrarás hombres gordos. Luz de lunaradiante, una noche cálida y despejada.Estaban colocando un cañón en la crestaa la luz de la luna: agradables siluetas

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encorvadas, rodar de cajas demuniciones. Buford pensó: Necesito utrago. El whisky es analgésico. Seacercó a la granja, se detuvo en mediode un tropel de caballos y se quedó allísentado. Será mejor no desmontar.Hombres que entraban y salían, ruido deconversación. Una nube de oficiales sehabía arracimado junto a la pequeña puerta iluminada, asomados al interior.Uno de ellos miró de refilón, lo vio,reparó en la estrella, se giró y seapresuró a saludar. Buford agitó undedo; el hombre se acercó a él: umayor. Otros hombres estaban dándosela vuelta. Buford condujo el caballo casihasta la puerta.

 —¿Quién está al mando aquí, y

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dónde puedo encontrarlo? —Buenas noches, señor —dijo el

mayor. Una voz muy atiplada. ¿Ceceo? —. El oficial al mando es el generalHoward, señor. Puede encontrarlo...

 —No seas idiota, Edgar —dijootro hombre. Saludó a Buford—. Le pido perdón, señor, pero lo cierto es queel general Hancock está al mando, y siusted quiere...

Otro mayor, delgaducho, sonriente.El primer mayor se defendió con enfado:

 —Debo recordarle, señor, que elgeneral Howard es el oficial másveterano en el campo.

 —Pero el general Hancock tieneórdenes del general Meade en persona.

Discutieron, ignorando a Buford,

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que los observaba asombrado. Otrosoficiales contribuyeron con susopiniones. Oliver Howard era elcomandante del Decimoprimer Cuerpo.Había llegado esa mañana coReynolds. Había combatido por elflanco derecho y había sufrido una brecha, igual que le había ocurrido eChancellorsville. Era un manco por elque Buford no sentía ningunaadmiración. Los mayores reñían comogallinas desplumadas; era muy raro.Detrás de ellos Buford vio de repente urostro conocido: John Gibbon, delcuerpo de Hancock. Infantería. Uhombre frío y callado. Sus hermanos peleaban en el otro bando. Bufordsaludó con la cabeza. Gibbon respondió

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al gesto. Uno de los mayores estabasoltando un discurso sobre jerarquíamilitar: Howard no podía ser destituidosalvo por orden escrita o por Meade e persona. Gibbon intervino y tomó lasriendas del asunto.

 —Buenas noches, John.Buford hizo una reverencia. —¿Un día duro? —Largo —admitió Buford. —Hancock está dentro, si quieres

verlo. —Gibbon condujo el caballolejos del tumulto. La discusión continuóa sus espaldas. Buford asistía a ellaasombrado. No me acostumbraré nuncaal ambiente de los cuarteles generales,ni aunque viva mil años—. Llevan asítoda la noche.

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 —Deduzco que Meade no hallegado todavía. ¿Quién está al mando?

 —Elige. —Gibbon sonrió. Pero erauno de los fanáticos de Hancock. Buesoldado.

 —Tengo que reordenar mi unidad —dijo Buford—. Necesito órdenes.

 —Hancock llegó aquí bastantetarde, justo cuando el cuerpo de Howardempezaba a desintegrarse. Esosholandeses salieron corriendo, igual quehicieron en Chancellorsville. Hancock asumió el mando y los reagrupó en estacolina, junto con el Primero, y desdeentonces todo el mundo viene a pedirleórdenes a él y no a Howard, y está quese sube por las paredes. Tiene gracia.Dice que es el oficial más veterano. — 

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Gibbon soltó una risita—. Pero Hancock tiene órdenes verbales de Meade. Es delo más divertido. El caso es que cuandoHancock está en el campo los hombresacuden a él de forma natural. Al viejoHoward va a darle un síncope.

 —Yo sólo quiero órdenes —dijoBuford—. Estoy algo cansado. —Estaba pensando: Necesito el largo silenciootra vez, quiero salir de aquí. Desmontó

se apoyó brevemente en el caballo.Gibbon llamó a un hombre para que

cogiera las riendas. Dijo: —Te traeré tus órdenes. ¿Por qué

no esperas aquí fuera?Buford se sentó en una valla. Le

ardía el brazo de dolor. Preguntó: —¿Ha llegado todo el ejército?

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 —Casi. Sólo falta Sedgewick.Tenemos a Sykes, Geary y Sickles,además de Hancock. Y Howard.Sedgewick llegará mañana, pero tieneuna larga marcha por delante.

 —Bien —dijo Buford. Asintió,cerró los ojos. Ahora puedo relajarme.Sentía el inicio del sueño, pese al dolor,la proximidad de la serena oscuridad, elsuave descanso sin sueños.

 —Están todos dentro —dijoGibbon.

Buford se desperezó, empezó aencaminarse hacia la puerta.

 —¿Por qué no te quedas aquífuera? —preguntó Gibbon coindiferencia.

Buford avanzó aturdidamente hacia

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la puerta. Necesito una última orden, ydespués un buen sueño. Los ayudantesque había cerca de la puerta estabadespidiéndose, pero había algo en la vozde Gibbon que le llamó la atención. Se paró, se dio la vuelta. Gibbon estabaallí.

 —Howard se ha quejado de ti,John. Dice que deberías haberleapoyado por la derecha.

Buford asintió atontado, parpadeó.Levantó el brazo dolorido.

 —Perdió la mitad de su fuerza — continuó Gibbon—. La mayoría de elloshan sido hechos prisioneros. Estáfurioso, busca a alguien sobre el quecargar las culpas. Me parece que te haelegido a ti.

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Buford no sintió nada por umomento, una especie de silenciohúmedo le embotaba el cerebro;entonces la rabia empezó a crecer comouna ola de metal, una marea caliente ela oscuridad. No podía decir nada. Lefaltaban las palabras.

 —Quédate aquí fuera, John —dijosuavemente Gibbon—. Le diré aHancock que has venido.

Pasó junto a Buford para entrar ela sala. Buford pestañeó y parpadeó denuevo y entonces empezó a moverse,abriéndose paso a empujones hacia laluz, el humo de la estancia. Ésta estabaabarrotada de oficiales, toda la planamayor. Buford se sentía mareado derabia. Intentó abrirse paso y el dolor le

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subió por el brazo hasta el pecho y ledejó paralizado. Podía ver caras:Sickles, el matón, el brillante político,con un grueso puro sujeto entre losgordos labios, el hombre que era famoso por haber disparado al amante de smujer. Geary y Sykes estaban sentados,cavilosos; ese condenado de Howardestaba soltando un discurso. Y allíestaba Hancock contra una pared,escribiendo una nota, hablando con losayudantes, impartiendo órdenes. Se lenubló la vista. Tuvo que volver a abrirse paso a empujones para salir del cuartoal aire libre. No dejaba de repetir evoz alta: maldito sea, maldito sea. Sesentó en una valla. Un momento despuéslevantó la cabeza y allí estaba Hancock.

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 —¿Qué tal, John?Apuesto, atento. Buford se

concentró. Hancock lo observaba cosus brillantes ojos oscuros.

 —Bien —dijo Buford. —He oído que estabas con Joh

Reynolds cuando murió. —Sí. —Cuenta.Buford se lo contó. Hancock 

redactaría la carta. Bien, muy bien.Hancock había envejecido desde laúltima vez que lo viera Buford.Tranquilo y altanero, condenadamenteatractivo. Buford se sintió mejor derepente. Aire fresco, limpio.

 —Enviaré el cuerpo a su familia,en Lancaster —dijo Hancock—.

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Agradecerían una nota tuya. —Se la enviaré. —¿Cómo está tu división?Buford se lo dijo. Hancock se

sorprendió. No sabía que Bufordhubiera estado tan implicado.

 —Estuvimos envueltos —dijoBuford.

 —Bueno, recupera tus fuerzas.Quizá te necesitemos por la mañana.

Se produjo una conmoción a sespalda. Un grupo de ayudantes decampo llegaba a caballo. Alguien tocóuna corneta desafinada. Hancock selevantó, sonrió. Buford se fijó: Caray, pero si Hancock lleva puesta una camisa blanca. Asombroso. Limpia como una patena.

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 —Aquí está Meade —dijoHancock.

Todos salieron a recibir al hombrecolérico con voz de pito. Se reunieron asu alrededor cuando desmontó.Empujaron a Buford a un lado. Oyó aMeade saludar a Hancock.

 —Maldita oscuridad. No se venada.

Hancock dijo que se alegrabamucho de ver al general. Meaderespondió, con sumo fastidio:

 —Bueno, espero por Dios que sea buen terreno, general. ¿Es buen terreno?

 —Muy buen terreno, general. —Bien, más vale por Dios que lo

sea, porque nada nos librará de tener que combatir aquí por la mañana.

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Habían empujado a Buford hastaalejarlo. Meade entró en la casa.Bandadas de oficiales se agolparon elas ventanas. Buford tenía bastante; teníasus órdenes. Volvió a montar y cabalgódespacio de regreso al cementerio. Nole quedaban muchas fuerzas. Llamó auno de sus ayudantes, pero el muchachodentudo estaba muerto, y el muchacho de pelo rubio también, y el sargento habíacaído y ya no se recuperaría. Buford sedetuvo en el cementerio. No podíaencontrar al ángel blanco. Peroescudriñó la ciudad y vio un inmensoocéano de hogueras rebeldes, inundandola ciudad; el fuego ardía por todasaquellas crestas hacia el oeste, un mar de fuego hasta el mismo pie de la colina.

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Buford se quitó el sombrero, contemplólas estrellas. Dirigiéndose a JohReynolds, dijo:

 —Bueno, John, hemos defendido la posición. —Se enjugó los ojos. Pensó:Tendré que hacerme con más tenientes.Luego partió colina abajo hacia lanegrura bajo los árboles. 

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 Jueves, 2 de julio de1863

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 El segundo día

Ha liberado el rayo fatídico. 

1

Freemantle

 

Despertar en la oscuridad, lasestrellas resplandecen todavía.

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Fremantle, poco madrugador, saliótrastabillando a la luz del amanecer sisaber muy bien dónde estaba. Esta gente podría resolver sus asuntos a una horacivilizada. Las tres de la mañana.Increíble. Se lavó con agua sucia. Sedespertó vagamente. ¡Guerra!

El ejército se despertaba a salrededor. Podía presentir la batallaroja formándose ese día, naciendo comoel sol. Sus sentidos lo despertaron degolpe. Esperaba cañonazos de umomento a otro. Vio la primera del albadespuntando oscuramente rosada sobreel este, el sol saliendo por la direcciódel enemigo. Se sentía somnolientamente bien. Saludó jovialmente a Sorrel, elayudante de Longstreet.

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 —¡Mayor Sorrel, señor, buenosdías! Disculpe, ¿me podría indicar la batalla?

Sorrel, una persona atildada yelegante, sonrió e hizo una reverencia.

 —¿Le gustaría tomar un bocadoantes del asalto? Servimos yanquis algusto, antes o después de desayunar.

Fremantle no pudo contener u bostezo, que disimuló educadamente cola mano.

 —Supongo que hay tiempo de probar esos bollos. ¿Qué tal está elgeneral Longstreet esta mañana? Misrespetos, y espero que haya dormido bien.

 —Dudo que haya pegado ojo. Haido a hablar con el general Lee.

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 —¿Es que ese hombre no duermenunca? Asombroso. Pero si rara vez sesienta siquiera.

Sorrel sonrió. Un pájaro, irritado por el madrugón, empezó a trinar en elárbol sobre su cabeza. Otros oficialesestaban saliendo a la oscuridad de lamañana. Allí estaba Ross, el gruesoaustríaco de nombre escocés. Estabaradiante en el uniforme azul pálido delos húsares austríacos, completo con elreluciente orinal plateado para lacabeza, agitando una pluma azul. Alacercarse Fremantle observó con alarmaque el hombre estaba impecablementearreglado; hasta se había encerado el bigote, con las guías finas y afiladascomo temblorosos estoques.

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 — C'est le sanglant appel de Mars,¿eh, viejo amigo? —bramó Rossovialmente, palmeándose

 bonachonamente el estómago. Golpeó aldelgado Fremantle en el brazo,haciéndole perder el equilibrio.

 —Es muy temprano para eso, viejoamigo —respondió con desagradoFremantle—. ¿No puedes esperar hastadespués del té?

Los demás estaban reuniéndosealrededor de la mesa del desayuno.Scheibert, el prusiano lampiño, hosco,acicalado, estaba vestido todo de blanco, abrigo blanco, sombrero blancode ala flexible, el inevitable monóculoreluciente. Aunque la mayoría de losoficiales del ejército sabían francés,

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 pocos hablaban alemán, y Scheibert sesentía continuamente ofendido en sorgullo, pero se empeñabaobstinadamente en utilizar términosmilitares alemanes en la conversación,no lo entendían, no podía explicarse, sesentó de golpe, pálido a un lado, uespectáculo peculiar, curiosamentecómico en aquella compañía. Lawley, elcorresponsal, parecía enfermo de nuevo

no había decidido aún si iba a montar o no ese día. Allí estaban los tresmédicos —Maury, Cullen, Barksdale— 

otros miembros del equipo deLongstreet: Latrobe, Goree, y elencantador y menudo judío, el mayor Moses. Se sentaron para dar cuenta deun espléndido desayuno, y aunque

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Fremantle seguía despertándose poco a poco, reviviendo conforme avanzaba lamañana, cálida, brillante, sin el menor atisbo de nubes, con el viento queempezaba a arreciar y susurrar entre losárboles, con la luz que empezaba afiltrarse entre las hojas frías, las ramasoscuras, permanecía vagamenteadormilado.

Desayuno de guerra. Maravilloso.Buenos hombres alrededor de una mesa.¡Qué ilusión estar con los vencedores!Todos estos hombres sentían tan sólodesprecio por los yanquis, a quieneshabían derrotado tantas veces. Se percibía incluso un aire de pesar en lamesa, una sensación de que había queaprovechar el día, como si estos alegres

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momentos de grata camaradería antes dela batalla estuvieran contados, como sila guerra fuera a terminar pronto y todoaquello fuera a acabarse, y todo elmundo regresara a las tediosas laboresde paz. Fremantle se lo estaba pasandoen grande. ¡Sudistas! Eran ingleses, por Dios. Fremantle se sentía como en casa.

Comió huevos duros, pan caliente,degustó el té humeante, aunque el aguacon que estaba hecho dejaba un extrañosabor en la boca, ocurrencias tardías ela cabeza: ¿de qué granja cercana?Todos los hombres conversaban, bromeaban. Fremantle lamentó ver cómoel desayuno tocaba a su fin. Pero el sola había salido. Ahora una vez más

 podía esperar el sonoro tronar de los

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cañones. No debía perdérselo hoy.Sorrel prometió tenerlo al corriente.Cabalgaron juntos hacia las líneas,esperando disfrutar de una buena vista.

Así entró Fremantle en Gettysburg,vio los cadáveres sin enterrar en loscampos, empezando a atufar al calor dela mañana, pobres muchachos. Giraron ala derecha y remontaron a través de unaarboleda hasta terreno elevado, y entrelos árboles Fremantle pudo avistar ya lacresta azul al oeste, suavizada por laneblina matutina, donde estabaacampados los yanquis. Pero no viosoldados, no vio movimiento. Sintió quese le tensaba el estómago, respirabaentrecortadamente. ¡En presencia delenemigo! ¡A tiro de rifle! Pasó junto a

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una batería de artillería sudista,napoleones y parrots mezclados,abastecidos por carretas que lucíaimpresas las siglas USA.

 —Conseguimos la mayoría denuestras carretas del enemigo —dijoSorrel—. Y muchas de las armas. Suartillería es muy buena. Pero la nuestraserá mejor.

El austríaco, Ross, se habíacolocado junto a ellos. Uno de losartilleros, un hombre enjuto y descalzovestido de marrón y cubierto de polvo,se lo quedó mirando sin dar crédito asus ojos cuando pasó frente a él, antesde soltar un berrido estridente que se propagó por toda la línea:

 —Hey, caballero. El de azul. Qué

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hace, hombre, parece que haya estadocomiendo ratones.

Sorrel se tapó la boca con la mano.Ross lo miró fijamente, sin comprender.

 —Se refiere al bigote encerado,viejo amigo —explicó con jovialidadFremantle.

Ross rezongó, agitó el bigote, seacarició tiernamente las guías y seenfurruñó. Llegaron al cuartel general deLee y lo dejaron atrás para coronar lacresta donde estaban reunidos losgenerales.

Había un corro de oficiales,demasiados hombres. Sorrel sugirió quesi Fremantle quería gozar de una buenavista, debería encontrar un árbolconveniente. Fremantle se adentró junto

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a Lawley en la fría arboleda verde hastaencontrar el mismo oteadero del díaanterior y se encaramó al mismo robleancho. Allí a sus pies, a menos dequince metros de distancia, reconoció primero a Longstreet y luego a Lee. Losoficiales estaban parlamentando.

Lee estaba de pie de espaldas algrupo, con la cabeza descubierta, el pelo blanco agitado por la brisa. Observabalas líneas unionistas, que resultabaclaramente visibles hacia el este. Seacercó las lentes de campaña a los ojos,miró, las bajó, dio dos o tres pasoshacia el sur, se giró, volvió a mirar,caminó despacio adelante y atrás.Longstreet estaba sentado en un taburetede campaña, tallando un palo co

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 parsimonia, haciendo una punta,afilándola, afilando, afilando. A.P. Hill,que parecía tener mucho mejor aspectoque el día anterior, estaba hablando conotro oficial sin identificar. Sentado juntoa Longstreet en un tocón, tallando a svez, había un hombre alto y delgado derasgos extraordinarios, con un destellofrío en la mirada, erguido pese a estar sentado, trabajando una rama.Impresionado, Fremantle preguntó:

 —¿Quién es ése? —Hood —respondió Lawley—.

John Bell Hood. Le llaman «Sam», creo.Dirige una de las divisiones deLongstreet. Es de Tejas, creo.

 —¿Se corresponde con sapariencia su conducta en la batalla?

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 —Hace su trabajo —dijo Lawley,lacónico.

 —Un ejército interesante —dijoFremantle—. Muy interesante.

Lee se había dado la vuelta, estabadiciéndole algo a Longstreet. Éstesacudió la cabeza. Hill se acercó aellos.

 —Los yanquis se han atrincherado —dijo Lawley—. Pero no veo ningunatrinchera por aquí cerca. Eso significaque atacaremos nosotros.

El «nosotros» era inevitable, peroa Fremantle no le pasó desapercibido.Se sentía parte, miembro casi, de aquelmaravilloso grupo de hombressuperados en número. Ingleses. Sehacían llamar americanos, pero e

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realidad eran ingleses transplantados.Mira los nombres: Lee, Hill, Longstreet,Jackson, Stuart. Y Lee pertenecía a laIglesia de Inglaterra. Como la mayoríade ellos. Caballeros todos. En Inglaterrano había caballeros más refinados queLee. Bueno, naturalmente, aquí y allá, posiblemente hubiera una excepción. Odos.

En cualquier caso, son nuestragente. Es un orgullo tenerlos. Y puedeque vuelvan a unirse a la reina y todosea igual que antes, como deberíahaberlo sido siempre.

Habían hablado de eso la nocheanterior. Hasta el último de los oficialeshabía insistido en que el sur estaríamejor bajo la reina que bajo la Unión.

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Por supuesto, era difícil saber quéquerían decir. Pero si Inglaterra veníaahora en su ayuda, ¿acaso no sería posible? ¿Que este suelo fuera otra vezsuelo inglés?

Había tomado prestadas las lentesde Sorrel y estaba observando las líneasunionistas. Ahora podía ver el cañón,situado enfrente de los árboles. Podíaver hombres moviéndose entre las cajasde munición, jinetes entre los árboles;aquí y allá ondeaba un estandarte. Vioun destello dorado. Estaban alzándose parapetos, palos retorcidos, muy a lolejos. Había un valle abierto a sus pies, parcialmente cultivado, y luego unalarga elevación desnuda hasta la líneaunionista. A la izquierda estaba la colina

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elevada, Cemetery Hill, que Ewell nohabía sabido tomar el día anterior, lacolina que había preocupado aLongstreet. Hacia el centro había unacresta boscosa. A la derecha había doscolinas redondeadas, una rocosa, la otracubierta de árboles. La posicióunionista medía aproximadamente cincokilómetros de largo, o eso parecía desdeallí. Todo esto lo veía Fremantle concreciente emoción.

Bajó la mirada, vio que Longstreetse levantaba, se alejaba, encorvado,deambulando cabizbajo y con paso pesado, como un tronco con barba, paracontemplar las líneas. Se le unió Hood.Una vez más Longstreet meneó lacabeza. Lee regresó a una mesa

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 pequeña, estudió un mapa, levantó lacabeza hacia las líneas unionistas, siapartar la mano del mapa. Fremantle pudo ver bien aquel semblanteextraordinario. Lee parecía cansado,más pálido que antes. El sol seguíaremontando el cielo; la temperaturahabía subido considerablemente.Fremantle sintió un rugido familiar en elestómago. Oh, Dios, la enfermedad delsoldado no. Esas malditas cerezas.

 No parecía que tuviera sentidoquedarse en el árbol. Los soldados quele habían visto colgando en el aire comouna fruta gris y madura empezaban aseñalar con el dedo y a sonreírse.Fremantle bajó con dignidad y se reuniócon los demás extranjeros. Oyó música

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 por primera vez aquel día: una polca.Escuchó la melodía con sorpresa. Nologró identificar el sonido peroreconoció el ritmo. A continuación sonóuna marcha.

 —Tocan incluso durante el ataque —dijo Ross—. No muy bien. Peroresulta inspirador. ¿Has oído el gritorebelde?

Fremantle asintió. —Un ruido espantoso. Supongo que

lo aprendieron de los indios.Ross abrió mucho los ojos. —Nunca se me había ocurrido — 

dijo. Se le movió el casco plateado.Tenía la frente perlada de sudor.

 —Viejo amigo, no pensarás llevar eso puesto todo el día, ¿verdad? Co

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este tiempo tan apacible. —Bueno. —Ross se atusó el bigote

 —. Uno debe vestir con propiedad.Enseñar respeto a esta gente.

Fremantle asintió. Eracomprensible. Uno intentaba mostrarseaseado. Pero ese casco. Y Ross tendía a parecer un poco ridículo. Como unaespecie de gordo pato emplumado. Todaesa gente parecía tan natural, tan...campechana. Los oficiales no. Lossoldados. Casi no había uniformes.Marrón y amarillo. Americanos.Curioso. Tan cerca, y el mismo tiempotan lejos.

Vio a Moxley Sorrel, que caminabaaprisa en alguna misión, y lo «acorraló»,como decían los americanos.

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 —Hemos mandado ingenieros ainspeccionar el terreno a nuestraderecha —dijo Sorrel—. Atacaremosmás tarde. Todavía no sé dónde, así que puede usted relajarse, yo diría que unasdos horas o así aproximadamente.

 —¿Sabe algo del general Stuart? —Ni una palabra. El general Lee

ha enviado exploradores en s búsqueda. —Sorrel se rió por lo bajo—.Alegre esa cara, a lo mejor ve usted esacarga.

 —Espero tener un buen puesto hoy. —Haremos todo lo posible. Le

sugiero que se quede cerca deLongstreet. Habrá acción dondequieraque esté él.

Sorrel partió. Entre los árboles

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Fremantle vio a Longstreet montando esu caballo. Condujo su montura haciaallí. Longstreet estaba acompañado por Goree, el ayudante de Tejas. Elrecibimiento fue amigable, cálidoincluso. Fremantle pensó, sobresaltado:Le caigo bien, y se ruborizó coinesperado orgullo. Preguntó si podíacabalgar con el general; Longstreetasintió. Se dirigieron a la derecha,siguiendo la cima de la cresta, bajo losárboles. La mayoría del equipo deLongstreet se había unido a ellos.

 —Haré lo que pueda —le dijoLongstreet a Hood—. Parece empeñado.

Hood se encogió de hombros.Parecía más pequeño ahora al verlo decerca. Tenía unos ojos extraordinarios,

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las cejas pobladas e inclinadas; susojos, negros como el carbón, le hacía parecer permanentemente triste.Fremantle tuvo un pensamientosobrecogedor e inesperado: alanochecer este hombre podría estar muerto. Se lo quedó mirando,transfigurado, intentando sentir una premonición. Nunca había tenidoninguna, pero había oído que ocurrían,sobre todo en el campo de batalla. Loshombres a menudo sabían cuándo leshabía llegado la hora. Miró fijamente aHood pero en realidad, salvo por latristeza de su mirada, que podríaobedecer sencillamente al cansancio, pues Hood había marchado durante todala noche; no había ninguna sensació

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añadida, nada en absoluto salvo ciertoaire delicioso de combate inminente quelos envolvía a todos, sobre todo aLongstreet, sentado inamovible en elcaballo negro, con la mirada vueltahacia el este.

 —Bueno —dijo Hood—, si está elo cierto, la guerra habrá terminado al ponerse el sol.

Longstreet asintió. —Veremos. Pero meterse sin

Pickett es como meterse con un piedescalzo. Esperaré todo lo que pueda.

Hood ladeó la cabeza hacia laslíneas unionistas.

 —¿Tiene idea de cuál es su fuerza?Longstreet enumeró los cuerpos

identificados hasta el momento: cinco,

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contando los dos implicados en laacción del primer día. Pensaba que pronto habría más, que a esas alturas podría presentarse incluso el ejércitoentero. Lee no lo creía. Pero ayer tampoco había creído que los yanquisfueran a estar allí, y allí estaban, y ahoralos yanquis tenían el terreno elevado ycon Stuart desaparecido no había formade saber cuántos cuerpos aguardabaapostados tras la neblina de aquellacresta lejana.

Fremantle cabalgaba con elloseducadamente, en silencio, escuchando.Había desarrollado una confianza queera casi absoluta. Sabía que Longstreetestaba tenso y que había ciertamelancolía en la composición de sus

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rasgos, pero Fremantle sabía con lacerteza de la juventud y la fe que eraimposible que perdiera ese día, no coaquellas tropas, no con los ingleses, loscaballeros contra la plebe. Cabalgabacon el entusiasmo abriéndose en sinterior como una flor rosácea,escuchando. Longstreet lo miró coexpresión ausente, lo vio, se fijó en él.

 —Coronel —dijo de pronto—,¿cómo está?

 —Por Dios, señor, estoy bien,debo decir.

 —¿Ha dormido bien?Fremantle pensó: Todo el mundo

 parece preocupado por que duerma bien. —Oh, muy bien. —Hizo una pausa

 —. No mucho, eso es cierto, pero bien.

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Longstreet sonrió. Parecía haber algo en Fremantle que le hacía gracia.Fremantle se sintió extrañamentehalagado; no sabía por qué.

 —Algún día me gustaría conocer ala reina —dijo Longstreet.

 —Estoy seguro de que se podríaarreglar. Señor, usted sería sumamente bien recibido en mi país, un huésped dehonor.

Se escucharon disparos abajo,fuertes estallidos, salvas dispersas, unaráfaga, otra, luego el silencio. Longstreetse puso las lentes y contempló el valle.

 —Patrullas —dijo.Fremantle, que no sabía qué

esperar, se sobresaltó, tragó saliva, mirófijamente. Pero estaba encantado. Vio

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surgir penachos de humo blanco al fondodel valle, como fugas en la tierra,flotando lánguidamente hacia laizquierda, hacia el norte. Echó uvistazo a la cresta, pero sólo pudo ver unos pocos cañones negros, una banderasolitaria. Dijo de repente:

 —Señor, ¿dice usted que no van aatacar hasta dentro de un rato?

Longstreet sacudió la cabeza. —Entonces, ah, si se me permite el

atrevimiento, ¿qué impedirá que losanquis les ataquen a ustedes?

Longstreet miró a Hood. —Quiero decir, ah, veo que no se

han tomado la molestia de atrincherarse —añadió Fremantle.

Longstreet sonrió. También Hood.

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 —Interesante idea —dijoLongstreet, sonriendo todavía—.Confieso que no se me había ocurrido.

 —A mí tampoco —dijo Hood. —Aunque supongo que es posible. —¿De verdad lo cree? —Bueno —remoloneó Longstreet.

Sonrió, metió la mano por debajo delfilo de su sombrero y se rascó la frente —. Supongo que no. —Ya más serio, sevolvió hacia Fremantle—. Seríasumamente impropio del general Meadeatacar primero. Para empezar, es elgeneral Meade. Aparte de eso, acaba dellegar al campo y tardará algún tiempoen hacerse cargo de la situación, tal vezuna semana. Además, todavía no haconseguido reunir a todo el Ejército del

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Potomac, a los doscientos mil hombres,se lo pensará dos veces antes de hacer 

cualquier movimiento sin toda su fuerza.Claro que se le ocurrirán motivos. — Longstreet meneó la cabeza, y Fremantlevio que había vuelto a perder el buehumor—. No, Meade no nos hará esefavor, ese inmenso favor. Tendremosque obligarlo a atacar. Tendremos queocupar terreno peligroso detrás de él yWashington y dejar que los políticos loempujen al asalto. Lo que sin dudaharán. Llegado el momento.

ecesitamos tiempo.Hizo una pausa, agitó la cabeza.

Cabalgaron en silencio. Fremantleempezó a darse cuenta del increíblesilencio que reinaba. Abajo en el valle

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los campos estaban abiertos y quietos, la brisa había amainado, no habíamovimiento de humo. Unas pocas reses pastaban a la sombra, descansaban ecírculos de oscuridad bajo los árboles.Fremantle podía sentir la presencia deaquel vasto ejército; sabía que estabaallí, miles de hombres, miles decaballos, kilómetros de cañones,kilómetros de acero. Y extendido tras él

a su alrededor el ejército al completode Lee en la sombra, moviéndose,tomando posiciones, alineándose para elasalto, y aun así desde ese punto en lacresta debajo del árbol podíacontemplar todo el valle y no ver nada,no oír nada, no sentir nada, ni siquieraun estremecimiento de la tierra, ni

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siquiera el lento retemblor de todosaquellos pies y ruedas contra el suelo,acercándose entre sí como dos olas quese encontraran en un inmenso océano,como dos avalanchas que cayeran por las laderas enfrentadas de una montañaverde. El día había amanecidodespejado, pero ahora había nubes queempezaban a empañar el cielo coneblinosas manchas borrosas de blancoalgodonoso, y ni siquiera allí habíamovimiento alguno, tan sólo el silencio blanco contra el azul. Estaba empezandoa hacer mucho calor, mucho más inclusoque antes, y Fremantle vio signos detranspiración en todos los rostros. Nohabía dormido bien, y de pronto elsilencio y el calor empezaron a hacer 

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mella en él. Provenía de un climaseptentrional y en Inglaterra no hacía esaclase de tiempo, y cuando no se hadormido...

Estaba ansioso por seguir paseandocon Longstreet, pero vio que Lawley yRoss se retiraban a un campo abierto yse sentaban, de modo que se despidió deLongstreet y fue a reunirse con suscompañeros europeos. Dejó que scaballo deambulara con los demás en ucercado y encontró un rincón mullido dehierba debajo de un árbol frondoso y setumbó de espaldas, contemplandoserenamente el firmamento, viendo esasextrañas motas que ve uno cuando alzael rostro hacia el vacío azul, losdefectos de su propia vista.

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Conversaron, intercambiandohistorias de otras guerras. Discutierosobre la estrategia de Napoleón, lasteorías de Jomini, las mujeres deRichmond. Napoleón no impresionaba aFremantle. Pero las mujeres deRichmond sí. Tumbado, adormilado,recordó ciertas damiselas, un baile, uardín de rosas...

Este país era enorme. Inglaterradaba una sensación de solidez, como uardín, un jardín encantador, pero en este

 país no había fronteras. Se respirabaesta vigorizante sensación de espacio,de vientos libres, demasiado calor,demasiado frío, demasiado grande,crudo en el sentido en que la carne crudaestá cruda... y sin embargo allí estaba

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las granjas coquetas, los verdes pastos,casi como en casa. La gente, casi comoen casa. Una casa en el sur. No sabíacultivar flores, esta gente. Ni jardines.Una gran desventaja. Y sin embargo.Son ingleses. ¿Debería decírselo aLongstreet? ¿Debería molestarle?

Al fin y al cabo, él se consideraamericano.

Um. El gran experimento de lademocracia. La igualdad de la plebe. Emenos de una generación habrán vuelto alas clases. Como han hecho losfranceses. Qué tragedia, esa Revolución.Jorge III era un condenado idiota. Peroda igual. El experimento no funciona.Dales cincuenta años y toda esamugrienta igualdad habrá desaparecido.

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Aquí sienten ese mismo amor por latierra y la tradición, por las formascorrectas, por la alcurnia, con suscaballos, sus mujeres. La esclavitud,claro está, es un poco embarazosa, peroeso, naturalmente, desaparecerá. El casoes que lo hacen todo exactamente igualque nosotros en Europa. Y el norte no.Ése es el verdadero trasfondo de estaguerra. El norte tiene estas condenadasciudades gigantescas y mil religiones, ysu única aristocracia es la del dinero. Alnorteño le importa un comino latradición, o la alcurnia, o el Viejo País.Odia el Viejo País. Qué raro. Muy raravez oirás a un sureño referirse al «ViejoPaís». Con la nostalgia de un alemán. Oun italiano. Bueno, por supuesto, el sur 

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es el Viejo País. No han abandonadoEuropa. Sencillamente la hatransplantado. Y ése es el verdaderotrasfondo de la guerra.

Fremantle abrió un ojo. Se leocurrió que podría haberse topado coalgo profundo, algo que llevar aInglaterra. Cuanto más pensaba en ello,más claro lo veía. En el sur había unasola religión, igual que en Inglaterra, unaforma de vida. Incluso toleraban aalgunos judíos —como el mayor Mosesde Longstreet, o Judah Benjamin, allá eRichmond— pero la inmensa mayoríacompartía la misma nacionalidad, lamisma religión, las mismas costumbres.Todo un poco más tosco, quizá, pero...Santo Cielo.

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Fremantle se sentó. El mayor Clarke estaba descansando con laespalda apoyada en un árbol.

 —Mayor —dijo Fremantle—, meimagino que Longstreet es un nombreinglés.

Clarke parpadeó. —No, a decir verdad, me parece

que no. —Pensó—. Es holandés, creo.Sí, ahora que lo pienso. Precisamenteholandés. Proviene de Nueva Jersey, delos antiguos asentamientos holandesesde aquella zona.

 —Oh. —La teoría de Fremantlehabía sufrido un revés. Bueno. PeroLongstreet era una excepción. No eravirginiano.

Volvió a relajarse. Empezaba

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incluso a tener hambre.La mañana avanzaba hacia el

mediodía. 

2

Chamberlain

 

El regimiento estaba sentado en ucampo abierto tachonado de cantosrodados como pelotas medio enterradas.Pequeñas fogatas ardían bajo un cielogris como el vapor. Chamberlain

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caminaba observando, escuchando. Sihablar; se movía silenciosamente entreellos, con las manos enlazadas a laespalda, deambulando, asintiendo,empapándose de los sonidos de lasvoces, estudiando la luz en la mirada delos hombres, moviéndose como uguardabosques por una arboleda preciada, fijándose en el estado de losárboles. Toda su vida había sido unhombre solitario, pero ya no. Se habíacriado en los fríos bosques de NuevaInglaterra, la férrea oscuridad, habíacrecido en silencio contenido como unacasa solitaria en una montaña, y ya noestaba solo; se había unido no sólo alejército sino a la raza, no sólo al paíssino a la humanidad. Su madre había

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querido que entrara en la iglesia. Ahorahabía encontrado su vocación. Siguiócaminando, sintiendo. Hombrescansados. Pero listos. Por favor, Dios,no los retires ahora. Descubrióenfermedad en un rostro, ordenó alhombre que se personara en laenfermería. Un hombre se quejó.

 —Coronel, no para de llover, estosmalditos Enfields se nos van aencasquillar. ¿Por qué no los cambiamos por Springfields en cuanto tengamosocasión?

Chamberlain le dio la razón. Vio aBucklin, reunido con un grupo desoldados de mirada fría pertenecientesal antiguo Segundo de Maine; cabeceódándole los buenos días, pero no se paró

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a hablar. Un joven soldado le preguntó: —Señor, ¿es cierto que el general

McClellan vuelve a estar al mando? — Chamberlain respondió que no. Elsoldado soltó un juramento.Chamberlain terminó la ronda y fue asentarse solo debajo de un árbol.

Había soñado con ella esa noche,había soñado con su esposa vestida coun manto escarlata, regresada como unaaparición para amarle. Al cerrar losojos ahora la vio allí de repente, una presencia como caramelo caliente. Lejosde ella, la amaba aún más. La únicanecesidad era ella; ella era el únicovacío en la vaporosa mañana. Recordósu carta, las faltas de ortografía: «Meacuesto soñiando». Hasta sus errores

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eran adorables.Una masa de hombres bajaba por la

carretera, desarmados, sin cuchillos nirifles visibles: prisioneros. Sedetuvieron cerca de una larga cornisarocosa que amurallaba la carretera.Algunos de sus soldados empezaron adirigirse hacia allí para mirar, paracuriosear. Generalmente eran amablescon los prisioneros. Los acentos lesfascinaban. Aunque algunos hombres delregimiento eran marineros, la mayoríano había salido nunca de Maine.Chamberlain pensó vagamente en el sur.A ella le encantaba. Se había sentidocomo en casa. Calor y musgo español.Una extraña tierra cálida de modalescorteses y violencia inesperada, rabia y

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elegancia. Una mezcla curiosa: las casasde blancas columnas encumbradas sobreverdes colinas, las chabolas en loslóbregos callejones. Una tierra de blanco y negro, sin grises. El sur era uhombre de alta cuna, refinado y cultoretándote a duelo. A ella le encantaba.Soñiando. Le había gustado ser la mujer de un profesor de universidad. Había puesto el grito en el cielo cuando partióhacia el frente.

 —¿Está despierto el coronel? —  preguntó Kilrain, el de la cabezacuadrada.

Chamberlain asintió, alzando lavista.

 —Me he encontrado con un JohHenry, señor.

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 —¿John qué? —Un John Henry, señor. Un negro.

Un moreno. Está por ahí.Kilrain señaló. Chamberlai

empezó a levantarse. —Le oí lamentarse —dijo Kilrai

 —, poco antes del amanecer. ¿Leimportaría al coronel ir a verlo?

 —Adelante.Kilrain bajó por un prado e

 pendiente alejándose de la carretera, através del campo blando, empantanado por las fuertes lluvias, y remontó unacuesta de granito hasta llegar a uconjunto de cantos rodados queribeteaban el filo de una oscuraarboleda. Chamberlain vio a doshombres sentados en una cornisa de

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 piedra, hombres del regimiento. Kilraise encaramó ágilmente de un salto. Losdos hombres —uno de ellos era elrecién llegado, Bucklin— se tocaron lasgorras, le dieron los buenos días,sonriendo, y apuntaron con el dedo.

El negro estaba tumbado a lasombra entre dos grandes rocas. Eramuy grande y muy oscuro. Tenía lacabeza afeitada y redonda, apoyada eel granito musgoso. Respiraba despacio

hondo, de forma audible; pestañeaba.Vestía una camisa roja descolorida,rota, cubierta de polvo, y unos pantalones oscuros hechos jirones. Lacamisa no tenía mangas; los músculos desus brazos eran como negras balas decañón. Se protegía el estómago con el

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 brazo derecho. Chamberlain vio unamancha oscura, un desgarrón,comprendió que el hombre había estadosangrando. Bucklin estaba agachadosobre él con una taza de latón llena decafé en la mano. El negro probó usorbo. Abrió los ojos; tenía el blanco delos ojos feamente enrojecido.

Chamberlain señaló la herida. —¿Es grave? —Oh, no —dijo Kilrain—. Creo

que ha sangrado mucho, pero ya sabe, esdifícil precisarlo.

Bucklin se rió por lo bajo. —Eso sí que es verdad. —Herida de bala —dijo Kilrain—.

Justo debajo de las costillas.Chamberlain se arrodilló. El negro

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 presentaba una expresión ausente,inescrutable. Los ojos rojos observabadesde una vasta oscuridad. Entonces elhombre pestañeó y Chamberlaicomprendió que no había nada deinescrutable allí; aquel hombre estabaagotado. Chamberlain había visto muy pocos negros; estaba fascinado.

 —Le daremos algo de comer yluego se lo llevaremos al cirujano. ¿La bala sigue dentro?

 —No sé. No creo. La verdad, no hemirado. —Kilrain hizo una pausa—. Esnegro, eso es innegable.

 —¿Le has preguntado cómo sellama?

 —Dijo algo que no pude entender.Diablos, coronel, ni siquiera puedo

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entender a esos rebeldes, y eso que yallevo tiempo en este ejército. —El negro bebió más café, extendió las manos ytomó la taza, bebió, asintió, dijo algoininteligible—. Supongo que estaba decriado durante la marcha y aprovechó laocasión para fugarse. Supongo que ledispararon.

Chamberlain observó la cabezacalva, los harapos. Era imposibleadivinar su edad. Joven, al menos. Notenía arrugas alrededor de los ojos.Labios carnosos, fuerte mentón. Aspectode fuerza animal. Chamberlain sacudióla cabeza.

 —No creo que fuera un criadodoméstico. Mira esas manos. Manos delabrador. —Chamberlain intentó

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comunicarse. El hombre dijo algodébilmente, con voz suave.Chamberlain, que hablaba siete idiomas,no reconoció nada. El hombre dijo una palabra que sonaba como Baatu, Baatu,

cerró los ojos. —Dios —dijo Kilrain—. Ni

siquiera sabe inglés.Bucklin soltó un gruñido. —A lo mejor es que está

malherido.Chamberlain meneó la cabeza. —No. Creo que tienes razón. No

creo que sepa el idioma.El hombre volvió a abrir los ojos,

miró directamente a Chamberlain,cabeceó, hizo una mueca, repitió: Baatu,Baatu.

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 —¿Creéis que eso podría ser «gracias»? —preguntó Chamberlain.

El negro asintió vigorosamente. —Asias, asias, efe. —Vale. —Chamberlain palmeó

ovialmente al hombre en el brazo—. Note preocupes, amigo, te pondrás bien. — Señaló a Kilrain—. Venga, pongámosloen pie.

Bajaron por las rocas a cuestas coel hombre y lo tendieron en la hierba. Secongregó un corro de soldados. Elhombre se incorporó desesperadamentesobre un codo, miró a su alrededor asustado. Kilrain trajo algo de galleta y panceta, y comió con evidente apetito, pero tenía mal los dientes; le costabamasticar la galleta. Los soldados se

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acuclillaron a su alrededor, curiosos. Seveían muy pocos negros en NuevaInglaterra. Chamberlain sólo conocía auno: un hombre callado de cabezaredonda casado con una mujer blanca,un granjero que vivía lejos de la ciudad,sin amigos. Uno veía negros en lasciudades, pero no se mezclaban conadie. La curiosidad de Chamberlain eranatural y amistosa, pero también sentíaalguna reserva, una suerte de inesperadorecelo. El hombre era realmente muynegro. Chamberlain sentía ciertaextrañeza, una vacilación hormigueanteque le hacía no querer tocarlo. Sacudióla cabeza, asombrado de sí mismo. Vio:la palma de la mano casi blanca; lasangre se seca con normalidad, la piel

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 parece polvorienta. Pero no sabría decir si era polvo de verdad o simplementeuna pátina natural de luz sobre el vellode la piel negra. Pero volvió a sentirlo:un aleteo de repulsión inconfundible.Labios gruesos, barbilla fuerte, ojosinyectados en sangre. Chamberlain selevantó. No había anticipado estasensación. Ni siquiera sabía que esasensación estuviera allí. Recordó de pronto una conversación que habíatenido con un sureño hacía tiempo, antesde la guerra, un sacerdote baptista. Cara blanca y complaciente, una sensación deinmensa superioridad: Buen hombre,tiene usted que vivir entre ellos, si nosencillamente no lo entenderá.

 —Así que ésta es la causa de todo

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 —dijo Kilrain. —Pobre diablo —musitó u

soldado. —Hey, sargento. ¿Cuánto cree que

vale éste en la feria? —Gracioso. Muy gracioso. Pero

apuesto a que darían mil dólares por él.ovecientos seguro.

 —¿En serio? Diablos. —EraBucklin, sonriente—. ¿Por qué no lovendemos y nos licenciamos delejército?

 —No puede llevar mucho tiempoen el país —le dijo Chamberlain aKilrain.

 —No. Recién importado, diría yo. —Me pregunto hasta qué punto

comprende lo que está pasando.

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Kilrain se encogió de hombros.Comenzaba a formarse una multitud.Chamberlain dijo:

 —Que un cirujano le mire esaherida.

Se apartó. Se miró la palma de lamano. Cuestión de piel. Cuestión decolor. La reacción es instintiva. Todo loque sea diferente. Y sin embargoChamberlain sentía vergüenza; no habíasabido que estuviera allí. Pensó: Siincluso yo, un hombre culto, me sientoasí... ¿En qué estaría pensando Dios?

Se acordó del sacerdote: ¿Y si erestú el que está equivocado, después detodo?

Apareció Tom farfullando unmensaje de Vincent: el cuerpo

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emprendería pronto la marcha, a próxima orden. Tom estaba conteniendola risa.

 —Lawrence, ¿quieres oír algogracioso? Estábamos hablando con estostres prisioneros rebeldes, intentando ser sociables, ¿sabes? Pero más que nadaintentando entenderlos. Parecíagranjeros. Les preguntamos por quéestaban peleando en esta guerra, pensando en la esclavitud y todo eso, yuno de ellos nos dice que combatían por sus «desechos». Ja. Así lo dijo. —Tomse rió por lo bajo, sonrió—. Pensamosque se había vuelto loco, pero no lohabíamos oído bien. No paraban deinsistir que no estaban luchando por losesclavos, sino por sus «desechos». Al

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final caí en la cuenta de que el tipoquería decir sus «derechos», sólo quecon el acento que tienen sonaba como«desechos». Je. Luego después de eso le pregunté al tipo qué derechos eran ésosque les estábamos pisoteando, y medice, bueno, que no sabía, pero quealgún derecho habría del que él notuviera conocimiento. Ja, ¿no es buenaésa?

 —Ponte los botones de la camisa —dijo Chamberlain.

 —Susórdenes, jefe. Hey, ¿quétenemos ahí? —Fue a ver al negrorodeado. El cirujano se había agachadosobre el hombre y los ojos rojos habíaenloquecido con pavor renovado,desorbitados como los de un caballo,

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aterrados. Chamberlain se alejó, regresóunto a la cafetera. Sintió una lenta y

 profunda corriente de simpatía. Ser extraño y estar solo, entre señores blancos y máquinas rutilantes, arrancado por la fuerza y bajo amenaza de muertede la tierra familiar que ni siquieraconocía por el nombre de África, paraser embarcado en la negra oscuridadhedionda a través de un océano que nisiquiera había existido en sus sueños,obligado después a trabajar en suelodesconocido, increíblemente extraño, por hombres con armas de fuego cuyas palabras ni siquiera podía entender.¿Qué podía saber el negro de lo queestaba ocurriendo? Chamberlain intentóimaginárselo. Había visto la ignorancia,

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 pero esto era algo más. ¿Qué podíasaber ese hombre de fronteras yderechos estatales y la Constitución yDred Scott? ¿Qué sabía de la guerra? Ysin embargo él era en verdad la razón detodo aquello. A eso se reducía todo.Visto en carne y hueso, el motivo de laguerra era brutalmente obvio.

Pensó en escribir una carta rápida aFanny. Soñiando. Quería hablarle delnegro. Quería tiempo para pensar. Peroel 83° de Pennsylvania ya se habíalevantado y estaba formando. EllisSpear estaba recorriendo la línea. Se leocurrió a Chamberlain de repente que talvez partieran desde allí a la batalla.Bajo su mando. Inspiró hondo. Malditasensación de soledad.

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Regresó al corrillo que rodeaba alnegro. Le habían quitado la camisa y

olan estaba atendiéndolo. La luz eramás fuerte; el sol era un orbe rojo comola sangre sobre las colinas. Chamberlaivio un pecho negro resplandeciente,grandes músculos. El negro sufría.

 —Se pondrá bien, coronel —dijoolan—. Una bala se desvió contra una

costilla. Le rasgó la piel. Por dentro parece igual que cualquiera. —Nolasoltó una risita, sorprendido—. Nuncahabía tratado a un negro. Éste es duro de pelar. ¿Tienen todos los mismosmúsculos, coronel?

 —Tendremos que dejarlo —dijoChamberlain—. Dejadle algunasraciones e intentad orientarle. Buster,

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¿puedes comunicarte con él? —Un poco. He averiguado quién le

disparó. Fue una mujer en esa ciudad deahí, Gettysburg.

 —¿Una mujer? —Llegó a la ciudad buscando

orientarse y una mujer salió al porche yle disparó. No lo entiende. Supongo queno querría arriesgarse a que la vieracon él. Pero, ¿dispararle? Jesús. Searrastró hasta aquí pensando que iba amorir.

Chamberlain sacudió lentamente lacabeza.

 —Hace sólo unas semanas que estáen el país —dijo Kilrain—. Dice que legustaría volver a casa. Ahora que eslibre.

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Sonaban cornetas. Los hombresempezaban a formar. Apareció Tom conla yegua negra.

 —No sé qué puedo hacer yo —dijoChamberlain—. Darle comida. Curarlo.Vendarlo bien. Pero no sé qué más.

 —¿En qué dirección está su casa,coronel?

 —En marcha, Buster. —¿Le señalo más o menos hacia el

este?Chamberlain se encogió de

hombros. Empezó a alejarse y entoncesse dio la vuelta; contempló el rostronegro que le miraba, los ojos rojos, y seinclinó ligeramente, tocándose elsombrero.

 —Adiós, amigo. Buena suerte. Que

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Dios te bendiga.Partió a caballo sintiéndose

estúpido y furioso, se situó al frente delregimiento.

La división estaba formando en elllano, por la carretera, grandes bloquescuadrados de azul. Los colores estabadesplegados, las líneas se habíauniformado. El silencio cayó sobre elcuerpo. Estaban esperando revista, posiblemente por parte de Meade e persona. Pero no apareció nadie.Chamberlain se quedó sentado en scaballo, solo bajo el sol ante las filasdel 20° de Maine.

 —Atentos, atentos —oyó que decíaTozier a su espalda, una protesta entredientes, susurros, el sonido distante de

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los cascos arañando el suelo. Su caballoestaba tranquilo, con el cuello agachado,rumiando la hierba de Pennsylvania.Chamberlain dejó que la yegua comiera.Hacía mucho calor. Vio un buitresuspendido en las alturas de azulceleste, meciéndose y flotando, y pensóen el olor de los cadáveres y los azoreslanzándose en picado y la única águilaque había visto en su vida, ecautividad, en Brewer, su granenvergadura, su mirada asesina.

El coronel Vincent apareciósiguiendo la columna, con una estela deayudantes como nubes azules.Chamberlain saludó. Vincent parecíamuy contento.

 —Pronto nos pondremos e

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marcha. Nada de acción esta mañana.Supongo que estaremos en la reserva.

 —Sí, señor. —La reserva es el mejor de los

destinos. Eso significa que nos llamarácuando hagamos falta. «Otra vez en la brecha». —Esbozó una sonrisa radiante,enseñando unos dientes de un blancocasi femenino—. ¿Cómo era eso, profesor?

Chamberlain sonrió educadamente. —Brecha se escribe con be, ¿me

equivoco? Lo sabía. Yo también estudiéen Harvard. —Vincent sonrió ycontempló pensativo al regimiento—.Me alegra que haya conseguido esoshombres extras. Es posible que losnecesite. ¿Qué tal se llevan?

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 —Bien.Vincent asintió y palmeó

ovialmente a Chamberlain en el brazo. —Todo saldrá bien, coronel. Me

alegra tenerle con nosotros. Voy aencargar que traigan algo de ternera. Sitenemos tiempo, esta noche cenaremos bien en esta brigada.

Lo interrumpieron las cornetas, yallí estaba: «Dan, Dan, Dan, Butterfield,Butterfield». Giró su caballo paraescuchar, vio jinetes que seaproximaban, empezó a acudir a sencuentro.

 —Si necesita cualquier cosa,coronel —dijo por encima del hombro,

se alejó al galope.Sonó el toque de marcha.

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Chamberlain se giró para observar alregimiento. Ordenó armas al hombro;subieron los rifles. Desenvainó laespada y se volvió. La orden recorrió lacolumna: avanzar. Dio la larga orden aTozier, guía del siguiente regimiento, el118° de Pennsylvania. Levantó laespada. Empezaron a moverse, el cuerpoentero en masa, a marcha lenta por usembrado llano, un huerto demelocotoneros. Ordenó el paso ligero.Escudriñando el final de la columna, vioa los hombres moviéndose en una largaola azul, el espectáculo sobrecogedor demiles de hombres caminando esilencio, con los rifles al hombro yrelucientes al sol, los colores ondeando,los oficiales al frente a lomos de

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caballos orgullosos. Chamberlaicontuvo el aliento: maravilloso,maravilloso. Detrás de él oyó que loshombres bromeaban, pero no pudoescuchar los chistes. Al frente, pelotonesde hombres quitaban vallas blancas deen medio. Pasó por delante de una casa,aminoró el paso para dejar que loshombres fluyeran a su alrededor, vio auna mujer corpulenta con una gorra, de pie en el porche, con las manos en eldelantal. Sacó una mano, saludódespacio, en silencio. Chamberlain seinclinó. Algunos de los hombres ledieron los buenos días. Un sargento sedisculpó por estar atravesando sgranja. El regimiento avanzó cruzando elcampo abierto, un maizal y algunos

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arbustos bajos. Entonces aparecióterreno elevado a la derecha. Lavanguardia del cuerpo giró para encarar el sur, bajó una pendiente a través demás campos de maíz. El maíz estaba alto

los hombres intentaban no arrollarlo, pero era imposible. Se estabaconvirtiendo en una larga marcha,subiendo y bajando con el calor, peroChamberlain no estaba cansado.Llegaron a un arroyo, agua fría ya sucia por los muchos hombres que laatravesaban corriente arriba.Chamberlain dio la orden de que no serezagara nadie para llenar lacantimplora; se asignarían hombresencargados de transportar el agua. En laotra orilla del arroyo se encontraron co

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una amplia carretera y con la retaguardiadel ejército. Vio una larga columna decarros oscuros, una banda de guardias,hombres reunidos en grupos alrededor de pilas de rifles, pequeñas hogueras. Ala derecha había un parque de artillería,decenas de armas y cajas de munición ycaballos. Al otro lado de la carreterahabía una elevación del terreno, y en esemomento, contemplando un ancho árbolque se erguía sobre un otero, un árbol deramas enormes extendidas en forma decopa, frondoso y verde contra el cieloazul, Chamberlain escuchó el primer disparo, un cañonazo, un trueno prolongado y suave que llegaba de muylejos.

Poco después el cuerpo hizo u

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alto. A los hombres se les ordenódetenerse en el sitio y descansar. Sesentaron en un campo ñaño, con uhuerto a la izquierda, árboles y hombres por todas partes, terreno más elevadofrente a ellos. Esperaron. No ocurriónada. Ocasionalmente sonaba algúcañonazo. Pero hasta los cuervosguardaban silencio en los alrededores.Algunos de los hombres empezaron atumbarse, a descansar. Chamberlain sealejó brevemente para averiguar quéocurría, pero nadie supo responderle.Hacía mucho calor. Acababa de cerrar los ojos cuando llegó un correo con umensaje de Meade que debía leer a lastropas. Chamberlain reunió a lossoldados a su alrededor en el campo, al

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sol, y leyó la orden.La hora decisiva, enemigo a la

vista. Cuando llegó a la parte quehablaba de cómo los hombres que nocumplieran con su deber seríacastigados con la muerte, se sintióavergonzado. Los soldados le mirabacon expresión ausente. Chamberlain leyóla orden y no añadió nada, fue a sentarsea solas. Estúpida orden. Un ejemplo dela mentalidad de West Point.

 No era el momento de amenazar alos hombres. Ahora no. No se puedeamenazar a los hombres para que hagalo necesario para ganar. Hay quedirigirlos. Tú tienes que dirigirlos,Joshuway, tú. En fin. Acabemos conesto.

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Escudriñó el campo. Los hombresdormían, escribían cartas. Algunos deellos habían plantado sus rifles clavandolas bayonetas en el suelo y habíatendido lonas para resguardarse del sol.Alguien había encendido una fogata yestaba tostando maíz. Nadie cantaba.

Kilrain vino a sentarse con él, sequitó la gorra y se enjugó el sudor delrostro colorado.

 —John Henry sigue con nosotros. —Indicó el bosque hacia el este.Chamberlain miró, no vio la cabezaoscura—. Deberíamos ofrecerle un rifle.

Silencio. —No sé qué hacer por él —dijo

Chamberlain—. No creo que podamoshacer nada.

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 —No creo que vaya a regresar acasa.

 —Supongo que no. —Seguramente encuentre una

ciudad. Pittsburg. A lo mejor NuevaYork. Uno siempre se puede perder enuna ciudad.

Un cañón martilleó a lo lejos.Regresó un soldado encargado deforrajear, con una gallina en la mano,sonriendo.

 —Que Dios maldiga a todos loscaballeros —dijo Kilrain.

Chamberlain lo miró: la cabezacuadrada, el pelo blanco, la caramaltrecha, las cicatrices alrededor delos ojos como un viejo luchador. En la batalla se movía agazapado, enseñando

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los dientes como un simio blanco.Chamberlain había aprendido a confiar en él. En combate los hombres a menudo parecían evaporarse, para reaparecer más tarde con tensas sonrisasdesprovistas de humor. Pero Kilrainsiempre estaba allí, ojos que veían através del humo, ojos que podían leer elterreno.

 —Buster —dijo de repenteChamberlain—, dime una cosa. ¿Qué piensas de los negros?

Kilrain arrugó el entrecejo. —Hay algunos que no tienen buena

fama —concluyó.Chamberlain esperó. —Bueno, si se refiere a la raza,

 pues no sé, la verdad. —Encorvó los

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hombros—. Tengo mis reservas, loadmito. Igual que mucha gente. Como bien sabe. Esto no es algo de lo queavergonzarse. Pero el caso es que no se puede juzgar a una raza. Cualquiera quegeneralice en sus juicios es un cabeza dechorlito. Los hombres se miden de unoen uno, y he visto a unos cuantos negrosque se han ganado mi respeto. Unos pocos. No muchos, pero unos pocos sí.

 —Para mí nunca hubo ningunadiferencia —dijo Chamberlain.

 —¿Ninguna en absoluto? —Ninguna. Claro está que no

conocía a tantos. Pero los que conocía... bueno, los mirabas a los ojos y allíhabía un hombre. Allí estaba esa chispadivina, como decía mi madre. Eso era

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todo lo que había... eso es todo lo quehay.

 —Um. —Solíamos recibir visitas del sur 

antes de la guerra. Siempre eran muyeducadas. Yo nunca los entendía, peroeludíamos la cuestión de la esclavitudhasta casi el final, por cortesía. Perohacia el final se hacía imposible nosacar el tema, y hubo una vez que noolvidaré nunca. Había un sacerdote, u baptista sureño, y un profesor de laUniversidad de Virginia. El profesor eraun hombre famoso, pero además de eso,era un buen hombre, y tenía cabeza.

 —Rara combinación. —Cierto. Bueno, estábamos

sentados bebiendo té. Había señoras

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 presentes. No lo olvidaré nunca.Sujetaba la taza así. —Chamberlaiextendió un dedo con delicadeza—. Yo procuraba mostrarme cortés, pero estesacerdote estaba tan condenadamenteequivocado, y era tan moral y taarrogante al mismo tiempo queempezaba a irritarme. Y al final dijoalgo así: «Verá, buen hombre, usted nolo entiende». Tenía este tonillo de vozcomo si estuviera hablando con un niño bobo y quisiera ser paciente pero se leestuviera acabando la paciencia. Luegodijo: «Usted no lo entiende. Tiene quevivir con los negros para entenderlo.Deje que se lo explique. Supongamosque yo tengo un buen semental en uno demis campos, y de repente uno de sus

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abolicionistas del norte apareciera einsistiera para que lo dejara en libertad.Pues bien, caballero, no mesorprendería más. Exactamente eso es loque pienso de mis negros, y me molestasu falta de conocimiento, señor».

Kilrain gruñó. Chamberlaicontinuó:

 —Lo recuerdo allí sentado, bebiendo el té a sorbitos. Intenté hacerlever que un hombre no es lo mismo queun caballo, a lo que respondió, muy pacientemente, que eso era precisamentelo que no entendía, que el negro no es uhombre. Entonces me fui de lahabitación.

Kilrain sonrió. —La verdad, no lo entiendo —dijo

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despacio Chamberlain—. Nunca lo heentendido. Cuanto más lo pienso, másme horroriza. ¿Cómo pueden mirar a uhombre a los ojos y esclavizarlo y luegocitar la Biblia? Pero justo después deaquello, cuando salí de la estancia, elotro vino a verme, el profesor. Me dicuenta de que estaba preocupado, y lorespetaba, y se disculpó por habermeofendido en mi propia casa.

 —Oh, sí —asintió Kilrain—. Nome extraña que lo hiciera.

 —Pero luego señaló que no podíadisculparse por sus opiniones, porque partían de una base sincera. Y tuve quedarle la razón en ese sentido. Estuvohablando un rato conmigo, e intentabahacerme entrar en razón, como había

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hecho yo con el sacerdote. La diferenciaestaba en que ese hombre era brillante.Me explicó que el sacerdote era uhombre moral, bueno con sus hijos, yque creía hasta la última palabra quedecía, igual que yo, y entonces me preguntó: «Mi joven amigo, ¿y si esusted el que se equivoca?». Experimentéuno de esos momentos en que piensasque si el resto del mundo tiene razón,entonces tú debes de haberte vueltoloco. Porque realmente estaba pensandoen matarlo, en borrarlo de la faz de latierra, y fue entonces cuando comprendí por primera vez que si era precisomatarlos, lo haría, y al mismo tiempo pensaba: no puedes tener toda la razón.Y todavía escucho una vocecita de vez

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en cuando que dice: «Sí, pero, ¿y si teequivocas?». —Chamberlain seinterrumpió. Un proyectil estallótenuemente a lo lejos, un golpe apagado

distante.Permanecieron sentados en silencio

un momento. Al cabo Kilrain dijo,sonriendo suavemente:

 —Coronel, es usted un hombreencantador. —Agitó la cabeza—. Ahoraveo que hay una gran diferencia entrenosotros, y sin embargo lo admiro,muchacho. Es usted un idealista, alabadosea.

Kilrain se frotó la nariz, pensativo. —Lo cierto es, coronel, que no hay

ninguna chispa divina, con perdón deDios. Hay más de un hombre por ahí

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vivo que no vale más que un perromuerto. Créame, cuando los ha vistoahorcarse unos a otros... ¿Igualdad?Cristo en los Cielos. Yo lucho por elderecho a demostrar que soy mejor quemuchos. ¿Dónde ha visto usted estachispa divina en acción, coronel?¿Dónde ha notado esta magnificenteigualdad? El Gran Bromista Blanco elos Cielos nos condena a todos a la pobreza o a la estupidez desde quenacemos. No hay dos cosas en la tierraque sean iguales o tengan las mismasoportunidades, ni una hoja ni un árbol.Hay muchos hombres peores que yo, yalgunos mejores, pero no creo que laraza o la nacionalidad importen ucomino. Lo que importa es la justicia.

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Por eso estoy aquí. Quiero que me tratecomo me merezco, no como se lomerecía mi padre. Soy Kilrain, y queDios maldiga a todos los caballeros. Nosé quién era mi padre y me importa u bledo. Sólo existe una aristocracia, yestá aquí mismo —se dio unosgolpecitos en la cabeza blanca con ugrueso dedo—, y usted, coronel, forma parte de ella sin saberlo. Escondenadamente bueno en todo lo que lehe visto hacer, un buen soldado, unhombre honrado, y además tiene usted buen corazón, lo que es raro en loshombres listos. Es extraño, no es que yosea listo, pero sé reconocerlo cuando loveo. Lo más extraño y maravilloso deusted, coronel, es que cree en la

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humanidad, hasta en los predicadores,mientras que cuando uno tiene tantaexperiencia con el mundo como yoaprende que los hombres buenos noabundan, son mucho más raros de lo quese imagina. Ah —levantó las manos,sonriendo—, no se preocupe usted por los sacerdotes. Cuantos más mate, mayor será el favor que le haga al mundo. — Soltó una risita, frotándose la cara.Tenía la nariz grande e hinchada,arrugada bajo sus dedos.

 —Lo que han hecho con el negro esuna cosa terrible —dijo Chamberlain.

 —Cierto. Desde cualquier punto devista. Pero sus negros libertos noresultarán ser mejores que muchos delos blancos que están combatiendo por 

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liberarlos. El caso es que aquí tenemosun país donde el pasado no puedemantener encadenado a un hombre bueno, y ésa es la naturaleza de laguerra. Es la aristocracia que yo persigo. Toda esa apestosa hidalguía tanamorosa y emplumada. Las personas quelo miran a uno como si fuera escoria,una cucaracha, ah. —Una profundaamargura le convulsionó los rasgos—.Una cosa le digo, coronel, tenemos queganar esta guerra. —Caviló—. ¿Quécree usted que ocurrirá si perdemos?¿Cree que el país volverá a estar unidoalguna vez?

 —Lo dudo. La herida es demasiado profunda. Las diferencias... Si ganaellos habrá dos países, como Francia y

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Alemania en Europa, y la frontera sedefenderá con armas. Luego habrá unatercera nación en el oeste, y ésa servirá para el equilibrio de poder.

Kilrain se quedó sentado, pensativo, mordisqueando una brizna dehierba. Sonaron más cañonazos; el sordorumor se propagaba entre las colinas.Kilrain dijo:

 —Antes había carteles en las puertas de las tabernas: Se prohíbe laentrada de perros e irlandeses. ¿Los havisto alguna vez, coronel?

Chamberlain asintió. —No hace tanto quemaron una

iglesia católica por donde vive usted.Con algunas monjas dentro.

 —Sí.

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 — sa sí que fue una chispa divina.Chamberlain sonrió y sacudió la

cabeza. Kilrain se dio la vuelta. Por umomento Chamberlain se quedó sentadoen silencio; después cogió una copia delHarper's Weekly que llevaba con él yempezó a hojearla. Había un artículofirmado por un general argentino acercadel empleo de soldados negros. Decíaque peleaban muy bien, si se lesadiestraba.

Chamberlain arrugó la nariz. Elmundo enmudeció a su alrededor; habíaalgo en el aire. El tufo a carne muertallegaba con el viento, soslayando losárboles. Suave y agrio, el olor de lamuerte lejana. Pasó como una nubeinvisible.

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 —Le hago una apuesta, coronel — dijo Kilrain—. A que nos pasamos aquítodo el día y por la nochereemprendemos la marcha. —Se recostó —. Será mejor que descanse un poco.

Chamberlain apoyó la espalda eun árbol. No estaba cansado. Cerró losojos y lo asaltó un estremecedor recuerdo de muerte, jirones de piel,negros músculos podridos.

 —Apuesto a que hoy no pasa nada —dijo Kilrain, somnoliento.

Pero Chamberlain lo sabía. Estabaseguro. Volvió la mirada hacia la pestilencia de la muerte. Todavía era pronto. Faltaba mucho para elanochecer. Vendrán. No podía relajarse.¿Y si eres tú el que se equivoca? Pero

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no estoy confundido. Gracias a Dios por eso. Si fuera su oficial, en el otro bando,¿qué estaría sintiendo ahora?

El cañón se había callado. El viejosoldado tostaba maíz.

Chamberlain soltó el periódico, secruzó de brazos. Esperó. 

3

ongstreet 

 

Habían arrancado una puerta de sus

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goznes en la casa de Thompson y lahabía puesto encima de las tablas deunas vallas para formar una mesa demapas. Lee se alzaba sobre ella con los brazos recogidos a la espalda, la cabezaagachada. Aunque la mañana era cálida

húmeda llevaba el abrigo abotonadohasta la garganta, el semblante pálido.Alargó una mano, tamborileó en elmapa, sacudió la cabeza, se dio la vuelta bruscamente y se acercó al filo de laarboleda para contemplar CemeteryMill.

Longstreet estaba sentadoestudiando el mapa, grabándolo en smente. Johnston y Clarke habíainvestigado la posición unionista y ahoraestaba plasmada en el mapa con tinta

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azul. Longstreet contempló el mapa ylevantó la mirada hacia la neblinosacresta azul del este, intentandoorientarse.

Había dos colinas al sur deGettysburg: la primera era CemeteryHill, y detrás se alzaba Culp's Hill. Elejército unionista había excavado a lolargo de la cima de ambas colinas,formando una media luna. Desde los doscerros salía una larga cresta, como elcuerpo de un anzuelo, Cemetery Ridge,que descendía gradualmente hacia otrasdos colinas, una rocosa y yerma, la otraalta y densamente arbolada. Meadehabía destacado tropas a lo largo de lacresta, de modo que su posición imitarala forma del anzuelo, pero todavía no

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había soldados en las colinas rocosas.Longstreet estaba solo, una figura

ominosa. Pensaba: Lee ha tomado unadecisión; no hay nada que puedas hacer.En fin. Así que tendremos lucha. Inspiróhondo. Tendría que comer algo.

 —¿General?Miró abajo y vio el rostro apuesto

de Taylor, el ayuda de campo de Lee. —El general Lee desea hablar co

usted, señor.Lee estaba en el promontorio que

había junto al seminario, caminando deun lado para otro a la sombra de losárboles. Había oficiales sentados en las proximidades, bromeando en voz baja,respetuosos entre sí, sin perder de vistaal anciano que caminaba adelante y

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atrás, adelante y atrás, deteniéndose para contemplar las colinas del este, laniebla del este. Longstreet se personóante él.

 —General —dijo Lee.Longstreet gruñó. Había un calor 

 brillante en los ojos de Lee, comofiebre. Longstreet sintió uestremecimiento de alarma.

 —Me gusta entrar en combate coel consentimiento de mis comandantes —dijo Lee—, en la medida de lo posible, como usted ya sabe. Todossomos miembros de este ejército, unidos por una causa común.

Longstreet esperaba. —Comprendo su postura —dijo

Lee—. Yo no he pedido esta batalla,

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 pero creo que nos la han impuesto. Igualque la guerra. —Añadió—: Igual que laguerra. —Se detuvo y frunció el ceño, sefrotó el puente de la nariz con los dedos —. En fin —dijo. Señaló hacia el norte,hacia Ewell—. El general Ewell hacambiado de parecer sobre atacar por laizquierda. Insiste en que el enemigo estádemasiado atrincherado y ha recibidonumerosos refuerzos por la noche. Mehe acercado allí personalmente. Estoyde acuerdo con él. Hay elementos de almenos tres cuerpos unionistas ocupandoesas colinas.

Longstreet esperaba. Lee se habíaacercado al flanco izquierdo,atravesando Gettysburg, parainspeccionar la posición de Ewell, pero

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no había estado en el derecho paracomprobar la de Longstreet. Era unaseñal de su confianza, y Longstreet losabía.

 —Le hablé a Ewell de ssugerencia sobre desplazarnos a laderecha. Tanto Early como él seopusieron.

 —Early. —Longstreet hizo unamueca, escupió.

 —Sí. —Lee asintió con la cabeza —. Ambos generales opinan que unataque por la derecha desviaría lasfuerzas unionistas y estarían econdiciones de tomar las colinas.Insisten en que retirarse de Gettysburg,devolvérsela al enemigo, sería perjudicial para el ánimo, es

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innecesario, y podría resultar peligroso.Lee lo miró, los ojos profundos

 brillantes aún, ardientes todavía,inquisitivos. Longstreet no dijo nada.

 —Disiente usted —dijo Lee.Longstreet se encogió de hombros.

Había disentido la noche anterior, sehabía pasado toda la mañanadiscutiendo, pero ahora estabahaciéndose a la idea. El ataque se produciría.

 —Tenemos que atacar —dijoenérgicamente el general Lee—.Debemos atacar. Preferiría no tener quehacerlo en este terreno, pero cuanto máslo retrasemos más se reforzará elenemigo. No podemos mantenernos eeste terreno. No podemos dejar que se

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sitúe a nuestra espalda y nos corte elcamino a casa. Debemos golpear ahora.Ayer los forzamos a retirarse; lorecordarán. Los hombres están listos.

o veo otra alternativa. —Sí, señor —dijo Longstreet.

Quiere que le dé la razón. Pero no puedo. Acabemos con esto.

Lee aguardó un momento, peroLongstreet no dijo nada, y el silencio se prolongó hasta que Lee ordenó al fin:

 —Atacará por la derecha con elPrimer Cuerpo.

Longstreet asintió. Se quitó elsombrero y se enjugó el sudor de lafrente. Estaba empezando a relajarse por dentro, como un puno que se abre. Ahoraque uno sabía que era inevitable, por fi

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 podía descansar un poco. —Quiero que ataque de forma

escalonada, para tomar Cemetery Hill por la retaguardia. Hill le apoyará coPender y Anderson. La división de Hethestará en reserva. Ayer tuvo un día duro.Los hombres de Ewell fingirán avanzar  para impedirles que hagan frente comúcontra usted.

 —De acuerdo —dijo Longstreet—.Pero no tengo a Pickett. Sólo tengo aHood y McLaws.

 —Tendrá usted que componérselassin él —dijo Lee.

 —La brigada de Law todavía estáen camino —se obstinó Longstreet—.Debo tener a Law.

 —¿Cuánto tardará?

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 —Por lo menos otra hora. —Está bien. —Lee asintió.

Cabeceó con gesto tenso; pestañeó. —Me hará falta tiempo para

colocar a los hombres, la artillería. —Como usted lo crea conveniente,

general. —Señor. —Longstreet hizo una

ligera reverencia. —Veamos el mapa. —Lee se

encaminó de nuevo hacia la mesa—.Recelo de las órdenes escritas desdeaquella vez en Sharpsburg.

Los hombres los aguardabaexpectantes alrededor la mesa de mapas.Alguien contó un chiste; hubo un corrillode risas. Lee no pareció darse cuenta.

McLaws y Hood estaban a la mesa,

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unto con A.P. Hill. Hill parecía mejor  por la mañana, pero ahora no tenía bueaspecto. Lee se agachó sobre el mapa.Dijo:

 —Atacarán por Emmitsburg Road,siguiendo Cemetery Ridge, pasando por delante de Rocky Hill. Su objetivo serásituarse en la retaguardia del ejércitounionista.

McLaws se agachó sobre el mapa.Era un hombre paciente, terco y parsimonioso; no era un soldado brillante, pero sí de confianza. Hacíagala de una pronunciada vena desentimentalismo y le encantaba sentarsealrededor de las fogatas cantando tristescanciones de su tierra. Tendía a ser un poco pomposo a veces, pero era de fiar.

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 —Y bien, general —le dijo Lee aMcLaws—, ¿cree usted que puede ganar esta línea?

McLaws se encogió de hombros ymiró de soslayo a Longstreet. Eraconsciente de la teoría de Longstreetsobre tácticas defensivas. Pontificó:

 —Bueno, señor, no tengoconocimiento de nada que pudieraimpedirme tomar esa línea, pero claroestá, no la he visto personalmente. Nome importaría enviar un destacamentode escaramuza para reconocer elterreno.

 —Innecesario —repuso Longstreet —. Una pérdida de tiempo. Llevamostoda la mañana enviando exploradores.Acabemos de una vez, general. No

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quiero que abandone su división.McLaws miró a Lee, que asintió

con la cabeza. —Sí. Bueno, subiremos de forma

escalonada, de derecha a izquierda.Ewell esperará a oír su artillería. Laizquierda de su avance pasará por Emmitsburg Road. Su derecha pasará por debajo de esas colinas rocosas.

 —Nos barrerán con fuego de cara. —No por mucho tiempo —dijo Lee

 —. Subirán por esa cresta y los cogerá por la retaguardia. Cuando hayaentablado combate, Ewell los atacará por delante.

Longstreet asintió. Podía funcionar.Las bajas serían cuantiosas, pero podríadar resultado.

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Hood, que había estado callado,dijo de pronto, en voz baja:

 —¿General Lee?Se volvieron hacia él. Lee le

consideraba un buen estratega, y másque eso, Hood era un hombre al que uno prestaba atención cuando hablaba. Coesa voz suave tan característica, dijo:

 —General, me gustaría enviar una brigada alrededor de esas colinasrocosas. Creo que puedo llegar hasta sus pertrechos allí.

Lee negó rápidamente con lacabeza y levantó una mano como siquisiera conjurarlo.

 —Concentrémonos, general,concentrémonos. No puedo arriesgarmea perder una brigada.

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Hood no dijo nada, pero miró dereojo a Longstreet. McLaws no estabaseguro de dónde debía apostar sdivisión. Departieron un rato sobre eso,

luego se lo explicaron a Hill.Longstreet se giró de improviso haciaSorrel, que observaba al margen.

 —Mayor, necesito comer algo. —¿Comer, señor? Por supuesto.

¿Qué desea, señor? —Comida de campaña — 

respondió Longstreet—. Me da igualqué.

Sorrel se alejó. Longstreet levantóla cabeza y vio a Harry Heth, con uvendaje blanco en la cabeza,desanimado junto a un árbol,contemplando la mesa de mapas co

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expresión ausente, intentandocomprender.

 —¿Cómo estás, Harry? —preguntóLongstreet.

Heth se giró, entornó los ojos, parpadeó.

 —Bien —dijo—. ¿Qué ocurre?¿Vamos a atacar? ¿Dónde está midivisión?

 —Su división no combatirá hoy,general —dijo Lee—. Quiero quedescanse. —Su voz tenía ese tono, esa prodigiosa calidez, que hizo que todosmiraran no a Heth sino a Lee, barba gris,ojos negros, el viejo, el luchador.

 —Señor, estoy bien —dijo Heth.Pero ni siquiera era capaz de sostenersesin apoyar la mano en el árbol.

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Lee sonrió. —Desde luego, señor. Pero

 preferiría que descansara. Pronto noshará falta. —Volvió a encarar la mesa —. ¿Caballeros?

Partieron. Alexander fue a situar laartillería. McLaws se dispuso a reunirsecon su división. Hood caminó umomento junto a Longstreet.

 —Hemos marchado toda la noche —dijo Hood—. Hicimos un alto de doshoras, entre las dos de la madrugada ylas cuatro, y luego reanudamos lamarcha hasta llegar aquí.

 —Lo sé —dijo Longstreet. —La gente de Law vendrá aún de

más lejos, sin descanso. Son cuarentakilómetros desde Guilford. Salió a las

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tres de la mañana. Cuando llegue aquíestarán hechos polvo. —Hood entornólos ojos parar mirar al sol—. Aunquesupongo que eso tampoco suponeninguna diferencia. Pero una cosa,general. Aquí todo el mundo se halanzado de cabeza a por el agua. Quieroreservar un poco para cuando lleguelos muchachos de Law. Estaránsedientos, y es posible que los pozos sehayan secado.

 —Ocúpese de ello —dijoLongstreet—. Como considere preciso. —Hizo una pausa, vio a los hombresque lo rodeaban poniéndose en marcha,montando a caballo, colocando loscañones en posición, los hombres deartillería empezando a cavar trincheras a

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lo largo de la línea. Dijo—: Su idea deavanzar a la derecha era buena, pero Leea había tomado su decisión. En fin,

haremos lo que podamos. —Se giró. Emomento así era difícil mirar a uhombre a los ojos. Le tendió la mano—.Bueno, Sam, en marcha. Cuídate.

Hood le estrechó la mano y se lasostuvo un momento. A veces uno tocabaa un hombre de esa manera y era laúltima vez; cuando volvías a verloestaba frío y pálido y exangüe, lacalidez se había perdido para siempre.

 —Tú también, Pete —dijo Hood.Se alejó, delgado, desgarbado, a largaszancadas huesudas. Longstreet pensó: Elmejor soldado de todo el ejército. Si puede hacerse, lo hará. Pickett y él. Mis

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dos. Oh, Dios, faltan hombres comoellos. Tenemos que usarlos como sifueran oro, en pedacitos individuales.Cuando se nos acaben, no habrá más.

Sorrel apareció con un humeantetrozo de carne en un plato de latón.

 —¿Qué es eso? —Longstreet loolisqueó.

 —Filete, señor. Saludos del mayor Moses.

Longstreet lo cogió con los dedos,demasiado caliente, se chupó las yemas:delicioso.

 —El mayor Moses pensó quequerría reunir energías para el combate,señor.

Longstreet comió con parsimoniosadelectación. Comida caliente para un día

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caluroso. Hará mucho más calor mástarde.

Longstreet se dirigió al encuentrode sus tropas. El cuerpo se pondría e posición siguiendo las instrucciones delingeniero de Lee, el capitán Johnston,que había reconocido la zona esamañana. Lee había ido a ver a Ewell, para explicarle el ataque.

 —El tiempo no importa en estecaso —le dijo Longstreet a Johnston—.Lo que cuenta es la sorpresa. Debemos pasar desapercibidos. Vamos a caer sobre su flanco. Si nos ven venir tendrátiempo de reorientar su artillería y seráuna maldita carnicería. Así que tómesesu tiempo, capitán, pero no quiero quenos vean.

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Johnston saludó, el gesto tenso. —Señor —dijo—, ¿puedo decir 

algo? —Adelante. —El general Lee me ha ordenado

conducirlo a usted al campo. Pero,señor, esta mañana he estudiado la posición unionista, no las carreteras quellevan a ella. Sé tanto como usted sobrecómo llegar hasta allí.

Longstreet suspiró. Era culpa deStuart. Si dispusieran de caballería,conocerían los caminos y las rutas.

 —Está bien, capitán —dijoLongstreet—. Cualquier detalle queconozca será más de lo que sé yo.

 —Pero, señor, el general Lee estáhaciéndome responsable de todo u

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cuerpo. —Johnston estaba sudando. —Lo sé, capitán. Es toda una

carga, ¿verdad? En fin. Hágalo lo mejor  posible. Si se pone nervioso, avise.Pero no quiero que nos descubran.

 —Sí, señor, muy bien, señor. —Sealejó a caballo.

Longstreet sacó un puro queatesoraba, lo encendió, lo mordió.Deberían hacerle un consejo de guerra.

¿Serías capaz? ¿Llevarías a Stuartante un consejo de guerra?

Sí, sería capaz.¿En serio? ¿O lo dices por decir?Longstreet pensó un momento. Lee

no lo haría. No lo hará. Pero yo sí.La larga marcha comenzó alrededor 

de mediodía, con el sol alto en un mar 

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sin nubes de neblina abrasadora. Llegóun mensajero de Law: se había unido ala columna, de Hood en WilloughbyRun. Una marcha excelente. Longstreetle envió sus cumplidos, esperó queHood le hubiera conseguido el agua.Con pequeños detalles como ésos —unataza de agua— se decidían batallas.¿Don de mando? ¿Hasta qué punto erarealmente un factor?

Cabalgaba entre el polvo de unacarretera ardiente, pensativo en su silla.La carne caliente le había dado ánimos.Cabalgaba solo, y entonces escuchóvítores a su espalda, aclamacionesroncas y descarnadas que surgían degargantas polvorientas, y allí estaba Lee;el anciano con la ligera sonrisa, los ojos

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encendidos con vigor renovado,revivido, con la batalla inminentecaldeándolo como el amanecer.

 —General. —Longstreet se tocó elsombrero.

 —¿Le importa si lo acompaño? —  preguntó Lee con la seria formalidad deun caballero.

Longstreet hizo una reverencia. —Me alegra tenerlo con nosotros.

 —En el pecho de Longstreet anidaba unahilaridad peculiar, el ansia terca einsensata que siente uno antes de uasalto. Se respiraba ciertaindependencia feroz en el aire, soplandocomo un viento abrasador en su cabeza.Sintió el absurdo impulso de tomar el pelo al viejo Lee, de darle una

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 palmadita en la espalda y alborotarle el pelo cano y contarle chistes inmorales.Se sentía exaltado, ávido y deseoso.

Lee lo miró y sonrió de pronto, casicon picardía, con un inesperado destelloen los negros ojos redondos.

 —El calor me recuerda a México —dijo Longstreet. En su cabeza bullía

rompían visiones de aquellos días:humo blanco entre blancas ruinas,Pickett con el cabello revuelto saltandoel muro, la cara del hombre con charcosde suciedad en los ojos, el cielo girandoen manchas negras, manchas plateadas,tras los heridos. Teniente Longstreet: por su distinción en el servicio en elcampo de batalla...

 —Sí, pero allí era más seco. —Lee

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escudriñó el cielo—. Y creo que hacíamás calor. Sí, sin duda hacía más calor.

 —Aquélla era una buena unidad.Había algunos hombres muy buenos eaquella unidad.

 —Sí —dijo Lee. —Algunos de ellos están ahí

delante, ahora, esperándonos.Y el pasado volvió a centellear en

la mente de Longstreet, y el mundo setambaleó, y por un momento volvieron aser todos un solo ejército de nuevo,cabalgando junto a viejos amigos entreel polvo blanco camino de Chapultepec.Entonces pasó. Parpadeó, hizo unamueca, miró a Lee. El viejocontemplaba en silencio las nubes de polvo.

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 —A veces me da que pensar —dijoLongstreet. Sonó una alarma en scabeza, pero continuó obstinadamente,como se cabalga sobre rocas—. Noterminan de ser el enemigo, esosmuchachos de azul.

 —Lo sé —dijo Lee. —Antes comandaba a esos

hombres —dijo Longstreet—. Es difícilcombatir a quienes una vez estuviero bajo tu mando.

Lee no dijo nada. —También hice un juramento — 

continuó Longstreet. Agitó violentamentela cabeza. Pensamientos extraños, eesos momentos—. Debo decir que aveces me da que pensar. Pero... no podíamos pelear contra nuestra tierra.

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i contra nuestra propia familia. Y sinembargo... hemos roto el juramento.

 —Será mejor no pensar hoy en eso —dijo Lee.

 —Sí —dijo Longstreet. Se produjouna pausa de polvoriento silencio.Rezongó para sus adentros: ¿Por qué hasempezado con esto? ¿Por qué hablar ahora de eso? Condenado idiota.

Entonces Lee dijo: —Teníamos una responsabilidad

mayor para con Virginia. Ése era nuestro principal deber. Nunca tuvimos ningunaduda al respecto.

 —Supongo que no —dijoLongstreet. Pero rompimos el juramento.

 —El asunto está en manos de Dios —concluyó Lee—. Acataremos Su

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decisión, sea cual sea.Longstreet miró de reojo al rostro

 polvoriento, vio una sombra que nublabaaquellos ojos. Lee dijo:

 —Rezo para que todo acabe pronto.

 —Amén —dijo Longstreet.Cabalgaron un momento e

silencio, un islote diminuto en lahumeante afluencia de hombres emarcha. Entonces Lee dijo despacio, coun tono de voz extrañamente suave y bajo:

 —El oficio de soldado tiene unagran pega.

Longstreet se giró para verle lacara. Lee montaba tranquilamente,inexpresivo. Continuó hablando con la

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misma voz. —Para ser buen soldado uno debe

amar el ejército. Pero para ser bueoficial uno ha de estar dispuesto aordenar la muerte de aquello que ama.Eso es... muy difícil. Ninguna otra profesión lo requiere. Ése es uno de losmotivos por el que hay tan pocos buenosoficiales. Aunque haya muchos hombres buenos.

Lee raramente pontificaba.Longstreet presintió que había umensaje tras sus palabras. Esperó.

 —No le tenemos miedo a la muerte —prosiguió Lee—, usted y yo. —Sonrióligeramente y apartó la mirada—. Nosdefendemos por necesidad militar, no por miedo. Usted, señor, no se protege

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lo suficiente y debe pensar en ello. Lonecesito. Pero el caso es que no tenemosmiedo a morir. Estamos preparados paranuestras muertes y para las de nuestroscamaradas. Lo aprendemos en WestPoint. Pero he visto cómo sucede: noestamos preparados para tantas muertescomo debemos afrontar, inevitablementeconforme se prolonga la guerra. Llega umomento...

Hizo una pausa. Había estadomirando al frente, evitando el escrutiniode Longstreet. Ahora, sus ojos negros se posaron de refilón en los de Longstreet,antes de apartarse de nuevo.

 —Nunca se está preparado paratantas muertes. ¿Lo entiende? Nadie loestá. Esperamos unas pocas escogidas.

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Esperamos la ocasional silla vacía, u brindis por los queridos camaradascaídos. Celebraciones de victoria parala mayoría de nosotros, una muerteaciaga para unos pocos. Pero la guerrasigue adelante. Y los hombres mueren. Yel precio se vuelve aún mayor. Algunosoficiales... no pueden seguir pagándolo.Estamos preparados para perder aalgunos de los nuestros. —Seinterrumpió de nuevo—. Pero nunca para perderlos a todos. A todos esimposible. Pero... ahí está la pega. Unono puede contenerse cuando ataca. Debeentregarse totalmente. Y aun así, simueren todos, uno no puede menos que preguntarse, ¿habrá merecido la pena?

Longstreet sintió un escalofrío que

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le recorrió la columna. Nunca habíaoído hablar a Lee de esa manera. Nosabía que Lee albergaba esa clase de pensamientos. Dijo:

 —Cree usted que me preocupodemasiado por los hombres.

 —Oh, no. —Lee se apresuró anegar con la cabeza—. Demasiado no.Yo no he dicho «demasiado». Pero...sólo era una forma de hablar.

Longstreet pensó: ¿Será posible?Pero su mente decía: No. No es eso. Ésaes la pega, cierto, pero no para mí.Todavía no. Pero cree que quierodemasiado a mis hombres. Cree que esoes lo que me lleva a hablar siempre detácticas defensivas. Dios... Pero no haytiempo.

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 —General —dijo Lee—, sabeusted, me siento mal últimamente.

Eso era tan impropio de él queLongstreet se giró para mirarlofijamente. Pero el rostro se veía sereno,compuesto, atento. Longstreet sintió uretumbo de inesperada afectuosidad.

 —Espero que mi enfermedad no mehaya afectado el juicio —continuó Lee —. Confío en que me diga usted siemprela verdad tal y como la vea.

 —Por supuesto. —Da igual que no estemos de

acuerdo.Longstreet se encogió de hombros. —Quiero que ésta sea la última

 batalla —dijo Lee. Inspiró hondo. Seinclinó ligeramente hacia delante y bajó

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la voz, como si fuera a confiarle algotremendamente importante—. Sabeusted, general, bajo esta barba ya no soyningún mocito.

Longstreet se rió por lo bajo,gruñó, se frotó la nariz.

Llegó un mensajero fatigando la pista de polvo, empujando su caballoentre los soldados apiñados. El hombrecabalgó hasta Lee. En este ejército Leesiempre era fácil de localizar. Elmensajero, al que Longstreet noreconoció, saludó; por algún motivoindeterminado se quitó el sombrero y sequedó al sol con la cabeza descubierta,el pelo amarillo pegado al cuerocabelludo.

 —Mensaje del general Hood,

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señor. —Sí. —Educadamente, Lee

aguardó. —El general manda decir que los

anquis están enviando tropas a RockyHill, la colina de la derecha. Y hay unequipo de señales allí arriba.

Lee asintió y le dio las gracias. —Era de esperar. Dígale al general

Hood que el general Meade podríahaberse ahorrado el esfuerzo.Tendremos esa colina antes delanochecer.

El mensajero volvió a ponerse elsombrero y se alejó al galope. Siguierocabalgando un momento en silencio.Entonces Lee se paró de pronto emedio de la carretera.

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 —Creo que debería dar la vuelta —dijo—. Lo único que haré seráestorbarlo.

 —En absoluto —respondióLongstreet. Pero Lee tenía por costumbre mantenerse al margen una vezcomenzadas las hostilidades, para dejar que sus comandantes se ocuparan detodo. Se daba cuenta de que Lee eraremiso a marcharse. Gradualmente se leocurrió que Lee estaba preocupado por él.

 —Sabe —dijo Lee despacio,mirando de nuevo hacia el este, hacialas alturas—, cuando desperté estamañana casi esperaba que hubieradesaparecido, el general Meade, que noquerría pelear aquí. Cuando me desperté

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 pensé, sí, Meade se habrá ido, yLongstreet estará satisfecho, y entonces podré complacer al viejo Pete, micaballo de guerra.

 —Le haremos lamentar habersequedado. —Longstreet sonrió.

 —Pelearon bien ayer. La brigadade Meredith supo plantar cara. Hoy pelearán bien otra vez.

Longstreet sonrió. —Eso lo veremos —dijo.Lee le tendió la mano. Longstreet la

aceptó. El apretón no era tan firme comoantes, la mano no era igual de grande.

 —Vaya con Dios —dijo Lee. Eracomo la bendición de un sacerdote.Longstreet asintió con la cabeza. Lee partió.

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Ahora Longstreet estaba solo. Yahora sentía una fría depresión. Nosabía por qué. Mordió otro cigarro. Elejército se detuvo al frente. Cabalgóunto a hombres expectantes, s

irritación se acrecentaba gradualmente.Levantó la cabeza y vio al capitáJohnston que avanzaba en su dirección,ruborizado y con gesto de preocupación.

 —General —dijo Johnston—, losiento, pero si seguimos por estacarretera el enemigo nos descubrirá.

Longstreet soltó una maldición.Empezó a dirigirse a la vanguardia y vioa Joe Kershaw al frente, a caballo,aguardando con su brigada de Carolinadel Sur.

 —Vamos, Joe, a ver qué está

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 pasando —dijo Longstreet.Cabalgaron juntos, con Johnsto

detrás, siguiendo una carretera quecruzaba de este a oeste. En la esquinanorte había una taberna, desierta, con la puerta abierta a un interior negro. Detrásde la taberna había una loma, Herr Ridge, dijo Johnston, una prolongacióde la cresta que salía de la ciudad yencaraba Seminary Ridge a kilómetro ymedio de distancia, a menos de treskilómetros de la colina rocosa.Longstreet salió de entre un pequeñosoto a campo abierto. Enfrente tenía uvasto campo verde de al menosochocientos metros de ancho que seextendía hacia el este. Al sur se alzabaRocky Hill, que los unionistas llamaba

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Little Round Top, grises cantos rodadosclaramente visibles en la cima, y detrásla eminencia de Round Hill. Cualquier marcha que siguiera esa ruta sería perfectamente visible para los soldadosque hubiera en esa colina.

Longstreet volvió a jurar. —¡Maldición! —rugió, antes de

cerrar la boca de golpe. —General —dijo co

 preocupación Johnston—, lo siento. —Sin embargo tiene usted toda la

razón. Tendremos que encontrar otrocamino. —Longstreet se volvió haciaKershaw—. Joe, vamos a dar mediavuelta. Asumo las labores de guía.Mándame a alguien de mi equipo.

Sorrel y Goree se acercaron,

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seguidos de Osmun Latrobe. Longstreetesbozó el cambio: las dos divisionestendrían que parar donde estaban y dar la vuelta. Longstreet desanduvo elcamino con gesto taciturno. Dios, ¿cuaconsiderable sería el retraso? Ya pasabade la una. El ataque de Lee estaba previsto de forma escalonada. Esollevaba mucho tiempo. Bueno,enderecemos esto cuanto antes. Mandó aSorrel a informar a Lee del cambio dedirección. A continuación envióexploradores en busca de otro camino.Retrocedió hasta Cashtown Road, con senfado en aumento a cada paso. Si Stuarthubiera aparecido en ese momento,Longstreet lo habría hecho arrestar.

A fin de ahorrar tiempo, ordenó a

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las brigadas que doblaran la línea demarcha. Pero el tiempo pasaba. Se produjo un alboroto hacia el centro.Longstreet envió a Goree a averiguar qué ocurría, y resultó no ser gran cosa:una escaramuza entre patrullas en elfrente de Anderson.

Marcharon, diecisiete mil hombres,sus carros, su artillería. El capitáJohnston estaba devastado; todo eraculpa suya. Longstreet lo animó. Sialguien tenía la culpa, ése era Stuart.Pero resultaba desquiciante. Encontróuna nueva ruta paralela a WilloughbyRun y la siguió a través del oscuro boscaje. Por lo menos estabaresguardada del sol. Muchos de estoshombres habían marchado todo el día

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anterior y toda la noche y estabavisiblemente debilitados, hombresenjutos, con la mirada vacía, con losojos clavados en la nada cuando se pasaba por su lado, y ahora se les exigíamarchar de nuevo y pelear al final. Salió por último del bosque a campo través ela dirección que intuía aproximadamentecorrecta hasta avistar por fin aquellatorre gris, aquella condenada colinarocosa, pero estaban al abrigo de losárboles que bordeaban Seminary Ridge,así que contarían al menos con unasemblanza de factor sorpresa. Sorrel iba

venía con noticias de Lee, cuyairritación crecía inexorablemente; Sorreltenía la mala costumbre de pecar de presuntuosidad en ocasiones, y al final

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Longstreet se giró en la silla y rugió: —¡Sorrel, maldita sea! Todo el

mundo tiene su ritmo. Éste es el mío.Sorrel se retiró lejos. Longstreet se

resistía a precipitarse. Situó a Hood a laderecha, luego a McLaws delante de él.La división de Anderson, pertenecienteal cuerpo de Hill, sería la siguiente en lalínea. Los soldados ocupaban todavíasus posiciones cuando regresó McLaws.Estaba ligeramente desconcertado.

 —General, pensaba que el generalLee había dicho que el enemigo estaríaen lo alto de esa cresta de ahí, y quenosotros íbamos a atacar cruzando lacarretera y colina arriba.

 —Correcto —dijo Longstreet.McLaws murmuró algo, se rascó la

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cara. —¿Y bien? —preguntó en tono

amenazador Longstreet. —Bueno, tengo al enemigo justo

delante. Está atrincherado al otro ladode esa carretera, repartido por todo esehuerto de melocotoneros.

Longstreet sacó sus lentes, cabalgóen esa dirección, al descubierto, y miró.Pero su posición no era buena, estaba eterreno bajo; tenía un campo de malezadelante y no podía ver con claridad.Empezó a avanzar. Oyó el chasquido defuego de rifle hacia el norte. No gracosa, todavía no. Pero luego se escuchóel gañido de una bala al vuelo,fulgurante, fugaz, muerte que hendía elaire a escasos metros por encima de s

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cabeza, perdiéndose a su espalda.Longstreet soltó un gruñido. ¿Ufrancotirador? ¿Desde dónde?Escudriñó los arbustos. Sabe Dios. No puedo preocuparme ahora. Cabalgóhasta una valla, se asomó a una pendiente y vio una batería a lo lejos, eterreno llano detrás del huerto demelocotoneros. Un largo cercadosalpicado de soldados azules. Podíaverlos moviendo maderas.

 —Son muchos —dijo McLaws, asu espalda.

Longstreet levantó la mirada haciala cresta. Pero no pudo distinguir nada.

 —¿No pensarás... que han bajadohasta aquí? ¿Avanzando, desde lacresta? ¿Cuántos? ¿Un cuerpo entero,

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quizá?Miró en rededor, encontró a

Fairfax y le encargó transmitirle elmensaje a Lee.

 —¿Y ahora qué? —quiso saber McLaws.

 —El plan es el mismo. Tú losatacarás. Hood irá primero. Túconcéntrate en su última brigada. Será lade G.T. Anderson.

 —De acuerdo.Longstreet se estaba quedando si

ayudantes. Encontró a Goree, le mandó buscar a Hood, encargándole queenviara exploradores adelante parainspeccionar el terreno. No había ni usolo jinete a la vista, ni un solo caballo.Longstreet soltó una maldición. Pero se

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sentía mejor. Todo empezaría de unmomento a otro. Se desatarían todos losdemonios y se acabaría el preocuparse,la impaciencia y el mal humor; cargaría por esa carretera con todo lo que tenía.

unca había tenido miedo de eso. Nuncahabía tenido miedo de perderlo todo siera necesario. Longstreet se conocía.Eso no lo asustaba. Si algo temía no erala muerte, no era la guerra, era la ciega yestúpida fragilidad humana, el temerarioorgullo que podía tirarlo todo por la borda. Pensaba con suma claridadahora. Su mente pareció desempañarsecomo el cristal recién lavado. Todo frío

diáfano. Consultó su reloj. Cerca delas cuatro. Dios santo. El plaescalonado de Lee jamás daría

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resultado. Envía un mensajero a Lee.Entremos todos a la vez. Al diablo conel plan.

Pero no había ningún mensajerodisponible. Un instante después loencontró uno de los chicos de Hood,cabalgando despacio hacia delante,observando cómo McLaws ocupaba s posición.

 —Señor, mensaje del generalHood. Dice que sus exploradores se hadesviado a la derecha, dice que allí nohay nada. Nada entre nosotros y laretaguardia federal. Sugiere querodeemos la colina grande lo antes posible y los tomemos por la espalda.

Longstreet exhaló un suspiro. —Hijo —dijo pacientemente, co

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fastidio—, vuelve y dile a Sam quellevo dos días diciéndole exactamente lomismo al general Lee, ir a la derecha, yque no tiene sentido volver a sacar eltema. Dile que ataque según las órdenes.

El joven explorador saludó y semarchó. Longstreet se sentó solo. Y allíestaba el risueño Fremantle, sucio yovial a lomos de un caballo

desgreñado. No parecía cambiarsenunca de ropa.

 —General, ¿están a punto deempezar las cosas?

 —Y tanto que sí. —Longstreetsonrió—. Le sugiero que busque un bueárbol.

 —Eso haré, oh, sí que lo haré. — Dio la vuelta, desviando al caballo, y se