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Decir Adiós a la Guerra: Empecemos desde las Universidades
Carlo Tognato Director, Centro de Estudios Sociales
Profesor Asociado, Departamento de Sociología
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
Faculty Fellow, Center for Cultural Sociology
Yale University
Fellow, Indo-Pacific Governance Research Centre
University of Adelaide
Conferencia dictada en el evento “¡Adiós a la Guerra! Los Colores de la Paz” organizado por el Colectivo
de Educación Para la Paz en el marco de la exhibición de dibujos y relatos infantiles sobre la guerra en su
Primera Estación Museo Itinerante, Salón Oval del Edificio Posgrados de Ciencias Humanas Rogelio
Salmona, martes 21 de julio, 2015, 5-8 pm, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
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Durante los últimos tres meses el proceso de paz ha atravesado una etapa particularmente difícil.
El escalamiento de los ataques por parte de la guerrilla en contra de objetivos militares y civiles
ha contribuido a golpear duramente el respaldo que amplios segmentos de la sociedad colombiana
le habían previamente dado a las negociaciones de paz en la Habana. El 5 de marzo la encuesta
Gallup registraba que el 69% de los colombianos respaldaban el proceso de paz. Dos semanas
después del ataque de las FARC que el 15 de abril dejó diez soldados muertos en el Cauca, el
respaldo bajó al 52%. Finalmente, después de repetidos ataques a la infraestructura petrolera que
han resultado en múltiples desastres ambientales y en impactos sociales importantes sobre las
poblaciones afectadas, Gallup encontró este 1 de julio que el 62% de los colombianos ya no cree
que las negociaciones arrojarán la firma de un acuerdo de paz entre las partes.
Quienes consideran que la visión de una Colombia en paz aún merece una oportunidad, no
obstante los problemas, las frustraciones y las desilusiones que el proceso de paz ha arrojado
particularmente en la etapa reciente, no pueden ser indiferentes con respecto a la actual etapa de
crisis que el proceso está atravesando. Es hora de que cada quien contribuya desde su esfera
institucional de pertenencia a esa visión de una Colombia en paz, identificando caminos concretos
para realizarla.
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Ahora bien, las universidades tienen una manera para hacerlo cultivando en la esfera
pública prácticas capaces de propiciar la resolución pacífica de las diferencias y la colaboración
entre ciudadanos. Sin embargo, es importante entender que las universidades no podrán contribuir
por esa vía a que la sociedad colombiana diga adiós a la guerra sin mostrar que ellas mismas son
capaces de decir adiós a la guerra. En mi intervención de hoy explicaré por qué es así y qué
implicaciones tiene eso para las universidades colombianas en general y para las universidades
públicas en particular, sobre todo para la Sede Bogotá de la Universidad Nacional de Colombia.
Es necesario superar las prácticas de estigmatización que alimentan la guerra y cultivar un entendimiento complejo de la sociedad y de sus diferencias
Empezaría con la siguiente consideración. Décadas de guerra en Colombia han llevado a prácticas
de estigmatización del otro que impiden componer pacíficamente las diferencias entre los
colombianos e impiden además entender que la realidad de Colombia no puede pintarse en blanco
y negro. Al contrario, presenta múltiples tonalidades de gris que la hacen irremediablemente
compleja.
Es así, por ejemplo, que por efecto de dichas prácticas de estigmatización los defensores
de los derechos humanos han sido etiquetados como simpatizantes de la guerrilla por una parte de
la sociedad colombiana. Y es también así que, por el otro lado, quienes han reclamado la
importancia del monopolio de la violencia, la autoridad de la ley y el valor de la seguridad han
sido repetidamente encasillados por otro segmento de la ciudadanía como liberticidas, derechistas
o, peor, simpatizantes de los grupos paramilitares.
El reciente debate público sobre el arresto de unos estudiantes de la Universidad Nacional
en relación a unos atentados terroristas en Bogotá pone en evidencia otra de las tantas etiquetas
que circulan en la esfera pública colombiana y que, en este caso particular, establece una
correspondencia estrecha entre los estudiantes y profesores de la Universidad Nacional y la
guerrilla. Sin embargo, la realidad atrás de la etiqueta es mucho más compleja de lo que la etiqueta
quisiera sugerir. Veamos unos datos.
En una encuesta aplicada en octubre de 2014 por la Sede Bogotá de la Universidad
Nacional y Corpovisionarios el 91 % de los estudiantes y el 81% de los docentes contestaron que
no quisieran tener paramilitares reinsertados como vecinos de casa, mientras el 83% de los
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estudiantes y el 73% de los docentes contestaron que no quisieran tener guerrilleros reinsertados
como vecinos. A manera de contraste, el 39% de los estudiantes y el 28% de los docentes
declararon que no quisieran tener policías o soldados como sus vecinos. Estos datos claramente
contradicen aquellas etiquetas que establecen de manera bastante sumaria una ecuación entre la
Universidad Nacional y la guerrilla.
Algo similar pasa en relación con la actitud de estudiantes y profesores con respecto a los
grafitis que aparecen en las paredes de los edificios de la ciudad universitaria en Bogotá y que casi
siempre exhiben mensajes de apoyo a la guerrilla, a sus grupos de respaldo y a sus plataformas
políticas. En la misma encuesta del pasado octubre el 56% de los estudiantes declaró que quisiera
tener las paredes del campus sin grafitis. Es importante resaltar, sin embargo, que el hecho de que
el restante 44% no se declare en contra de los grafitis no necesariamente sugiere que esté
respaldando a la guerrilla o a sus programas. Veamos por qué.
En octubre del 2012 unos encapuchados quemaron el carro de un alumno. En reacción,
unos estudiantes de matemáticas decidieron pintar la Universidad de blanco. Cuando les cayeron
las críticas por parte de algunos que señalaban su acción como una forma de censura que terminaba
coercionando la libre expresión en el campus, ellos decidieron crear un grupo llamado la Liga del
Rayón que desembocó con la creación del superhéroe Señor Rayón, un joven que empezó a hacer
su aparición en el campus en calzoncillos y con una máscara de gas para intervenir los grafitis del
campus de manera fuertemente iconoclasta. El eslogan del Señor Rayón era: “La universidad no
es como la pintan.” Por eso, empezó a modificar los grafitis del campus en clave satírica. Por
ejemplo, al grafiti “Camilo Vive”, el Señor Rayón le añadió “en arriendo”, sugiriendo
implícitamente que la Universidad Nacional no le pertenece a los grupos autores del grafiti. En
otra ocasión, el Señor Rayón le añadió a la escrita “Juventudes Camilistas 8 años” las palabras “sin
graduarnos”, ironizando así con respecto a aquellos estudiantes activistas que anteponen su
activismo a su labor académica. Prácticamente, todos los grupos rebeldes que controlan el uso de
las paredes de la Ciudad Blanca terminaron siendo el centro del fervor iconoclasta del Señor
Rayón: las FARC, el M19, los encapuchados, el Movimiento Bolivariano, Hugo Chávez y hasta
las imágenes más sagradas de Che Guevara o de Camilo Torres. Finalmente, las amenazas llevaron
al cierre de esa experiencia, restableciendo así la hegemonía visual de los pronunciamientos pro-
guerrilla sobre las paredes de la ciudad universitaria. Sin embargo, donde las intimidaciones, las
presiones y las amenazas por parte de los violentos no operan, como por ejemplo en los baños de
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la Universidad, los grafitis son muchos más plurales y muestran una Universidad Nacional que no
se resigna a estar permanentemente identificada con la insurgencia.
En conclusión, estos elementos sugieren algo importante. El hecho de que el 44% de los
estudiantes acepte los grafitis en la universidad no necesariamente implica que ellos comparten las
posturas de la insurgencia. Nuevamente, las estigmatizaciones negativas de la Universidad
Nacional que circulan en la esfera pública por equipararla a un lugar que es cómplice de la
violencia no logra reflejar la realidad plural de su comunidad.
Ahora bien, a comienzo de mi intervención he sugerido que las universidades pueden
contribuir a la consolidación de la paz ayudando a sustituir las prácticas de etiquetamiento del otro
(estigmatización) en la esfera pública colombiana con prácticas alternativas de reconocimiento de
la complejidad que por el contrario pueden propiciar una composición pacífica de las diferencias
y la colaboración entre actores con intereses e identidades diferentes.
Es importante reconocer que hay dos tipos de etiquetas que operan en todos los procesos
de estigmatización. Unas, las negativas, son más visibles y he hablado de ellas en la primera parte
de mi intervención. Otras, por el contrario, son positivas y operan de manera mucho más sutil. Las
unas y las otras constituyen las dos caras de todos los procesos de estigmatización. Veamos un
ejemplo concreto con respecto a la Universidad Nacional.
En septiembre de 2010 Angela Davis, profesora de la Universidad de California en Santa
Cruz, vino a Bogotá invitada por la Escuela de Género de la Universidad Nacional y dio una
conferencia en el solemne auditorio León de Greiff de la Universidad, una sala de concierto que
puede reunir hasta mil quinientas personas. A comienzo de la conferencia un grupo de
encapuchados irrumpió en el auditorio y con gritos y slogans interrumpió el evento. Unos de ellos
se subieron a la tarima y dieron una arenga que buscaba establecer una conexión entre su causa y
la de Angela Davis. De hecho, la profesora Davis fue expulsada en 1969 por la Universidad de
California por su pertenencia al partido comunista de Estados Unidos. Sucesivamente, estuvo
relacionada al movimiento de las Panteras Negras, fue acusada de asesinato y secuestro en 1972,
estuvo presa en la cárcel y finalmente en 1973, después de una larga campaña internacional llevada
a cabo por centenares de comités de respaldo tanto en los EEUU como en el exterior, quedó
absuelta.
Cuando los encapuchados hicieron su ingreso, el auditorio estaba lleno. Mientras corrían
hacia la tarima, una parte significativa del público, estudiantes y profesores, empezó a gritarles
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que se fueran. Me acuerdo aún de una estudiante de antropología de la Universidad Nacional
parada sobre su silla y gritando a todo pulmón: “¡Afuera! ¡Afuera! ¡Afuera!” Esa estudiante
terminó estudiando antropología con una beca doctoral en la Universidad de California en
Berkeley, lo cual hace difícil etiquetarla como una empedernida conservadora. Ahora bien, a pocas
sillas de distancia de esa estudiante había otros que aplaudían a los encapuchados. Entre ellos tres
estudiantes de antropología de unas de las universidades privadas líderes en el país. Gritaban
entusiastas su apoyo a los encapuchados. Para esos tres estudiantes la ida a la Ciudad Universitaria
de la Universidad Nacional valió seguramente la pena, porque cumplió con la promesa inherente
en aquella etiqueta que en la esfera pública colombiana representa a la Universidad Nacional como
cuna del pensamiento y de la práctica revolucionaria en el país.
Lo interesante de este caso es que tanto la estigmatización negativa de la Universidad
Nacional como foco de la insurgencia como su exotización en cuanto cuna de la revolución
participan en un mismo proceso de etiquetamiento social que logra curiosamente soldar en un
mismo bloque tanto a conservadores como a radicales. Juntos logran algo bastante singular: es
decir, borrar aquella realidad plural que articula la vida social e intelectual de la Universidad
Nacional.
La estigmatización y la exotización del otro les hacen el juego a la segregación social y obstaculizan el surgimiento de una sociedad abierta y móvil
Hasta este momento he sugerido que resistir la estigmatización es importarte porque la
estigmatización del otro impide una resolución pacífica de los conflictos y una colaboración entre
actores con intereses e identidades diferentes. Hay otra razón, sin embargo, por la cual la
estigmatización negativa y la exotización positiva del otro minan la consolidación de la paz.
Argumentaré que contribuyen a la reproducción de ciertas dinámicas de segregación social que
hasta ahora han nutrido el conflicto. Nuevamente, para ser concreto, regresaré al caso de los tres
estudiantes de antropología de la universidad privada mencionados poco antes.
Después de haber vivido, aún si de manera pasajera y mediada, la experiencia de la rebeldía
y de la revolución gracias a la aparición en la escena de los tres encapuchados, esos estudiantes
regresaron probablemente a su universidad rica y pacífica. El hecho de que no hayan flujos de
estudiantes en salida desde las más prestigiosas universidades privadas de Bogotá a la Universidad
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Nacional nos hace pensar que, una vez llegados allá, los tres estudiantes se hayan quedado en su
universidad de origen. Ahí, protegidos por un cordón de agentes de seguridad y de perros
rottweiler, sus estudios han podido continuar sin el contrapunteo de los gases lacrimógenos, sin
explosiones, sin paradas militares de insurgentes armados afuera de sus bibliotecas, y sin
interrupciones de sus clases por parte de encapuchados. Su vivencia de la rebeldía y de la
revolución en su visita a la Universidad Nacional, en consecuencia, se asemeja a un mero acto de
consumo, muy similar al de los visitantes de los parques temáticos de diversión. Además, en el
caso del evento de Angela Davis, les salió gratis.
Ahora bien, la representación de las universidades públicas como incubadoras de rebeldes
y guerrilleros, tanto en el marco de procesos de estigmatización negativa como de procesos de
exotización, ha progresivamente llevado las elites colombianas a fugarse de la educación superior
pública, llevando al actual proceso de segregación social en la educación superior colombiana. La
fuga de las elites no se concentra entre las más conservadoras. Un vicerrector de una de las
universidades privadas más prestigiosas del país admitía que la intelligentsia radical de la
Universidad Nacional tiene sus hijos en dicha universidad privada.
En consecuencia, no teniendo presencia y participación directa en la educación pública
superior, le han faltado a las elites las razones, y quizás a veces el entendimiento fino de la realidad
institucional de las universidades públicas, para sostener la educación superior pública en el país.
La actual situación de desfinanciación estructural de las universidades públicas de investigación
es posiblemente una de las consecuencias de eso.
Las universidades tienen un papel especial en propiciar la superación de la estigmatización y el reconocimiento de la complejidad
Para contrarrestar los efectos negativos que la estigmatización del otro y la segregación social
pueden tener sobre la consolidación de la paz, es necesario que las universidades intervengan en
la esfera pública estableciendo nuevas prácticas de reconocimiento de la complejidad, nutriendo a
través de ellas los procesos de deliberación pública, impulsando la imaginación política, tejiendo
nuevos lazos de confianza y de diálogo entre ciudadanos y contribuyendo a reparar el tejido social
de la sociedad, que la guerra ha tan gravemente erosionado.
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La articulación por parte de la academia de comisiones de la verdad, por ejemplo,
constituye seguramente un paso en esa dirección. Sin embargo, es importante que las universidades
no eludan otros pasos previos. Más precisamente, quiero sugerir que para cumplir con su función
histórica en la etapa pos-acuerdos las universidades tendrán que llevar a cabo un ejercicio reflexivo
de verdad sobre su papel en la guerra durante las décadas pasadas. Solo mediante dicho ejercicio,
y solo mostrando que ellas mismas han efectivamente dicho adiós a la guerra, podrán tener la
autoridad para orientar al resto de la sociedad en esa dirección. Paz y reconciliación en Colombia
exigen un tránsito a través de un ejercicio de verdad y eso aplica también a las mismas
universidades. Veamos qué implica esto en concreto.
Es urgente un ejercicio reflexivo de verdad por parte de las universidades sobre su papel en la guerra.
Primero, un ejercicio reflexivo de verdad por parte de las universidades requiere, paralelamente al
reconocimiento de los procesos sociales de estigmatización que se han dado en el país, también el
reconocimiento de que las universidades, y mucho más aún las universidades públicas, han sido
escenarios de la guerra. El conflicto armado no se ha llevado a cabo solamente en el rural disperso,
sino ha también llegado a los centros urbanos y se ha instalado en las ciudades universitarias. Estas
a su vez se han transformado en refugio para los grupos violentos, en campos de entrenamiento
para sus actividades clandestinas, en escuelas de propaganda, en fábricas de explosivos y en
terrenos para el ejercicio y el perfeccionamiento de múltiples prácticas de intimidación o de presión
en contra de quienes se han atrevido distanciarse demasiado públicamente o explícitamente de
aquellas prácticas.
La transformación de las ciudades universitarias en escenario de la guerra le ha permitido
a una minoría violenta lograr el control territorial de los campus en presencia de unas mayorías no
conformes y la ocupación de esos territorios por parte de los violentos, a su vez, se ha acompañado
con la articulación de redes de apoyo por parte de actores – estudiantes, profesores,
administrativos, y a veces hasta directivas – quienes a través de su cooperación activa, su tolerancia
frente a los actos violentos, sus silencios, sus omisiones o simplemente beneficiando de manera
directa o indirecta de la presencia de los violentos sin participar directamente en sus actividades,
le han dado viabilidad a dicha ocupación.
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Sin un debate abierto sobre este fenómeno y sin un conocimiento más claro de lo que ha
sido este complejo de relaciones poco explorado y de cómo ha operado en Colombia, las
universidades colombianas, y en particular las universidades públicas, difícilmente tendrán
suficiente credibilidad para orientar la nueva etapa pos-acuerdos y para contribuir a la
consolidación de la paz en el país.
¿Cómo pueden las universidades fomentar ejercicios de verdad en la sociedad si las
comunidades académicas no juegan con las cartas sobre la mesa y no dicen la verdad sobre su
papel en la guerra? ¿Cómo puede el público colombiano creerle a los académicos sin saber si,
cómo y hasta qué punto han participado, beneficiado, tolerado o convivido con los violentos que
se han instalado en sus recintos? De la misma manera, ¿cómo puede creerle el público a un médico
que publica un test clínico favorable a ciertos medicamentos sin que el médico haya previamente
revelado sus eventuales relaciones contractuales, de beneficio o de cercanía con las farmacéuticas
que producen dichos medicamentos?
Decir adiós a la guerra en las universidades implica el cese de la guerra en las ciudades universitarias
En conclusión, para que las universidades del país, en particular las universidades públicas, y
seguramente la Universidad Nacional entre ellas, sobre todo en su Sede Bogotá, puedan jugar un
papel importarte en la etapa pos-acuerdos, tienen que decir adiós a la guerra.
Eso implica varias cosas: el cese de la violencia y de la intimidación en los campus
universitarios por parte de los grupos violentos; un debate público abierto sobre quiénes han
beneficiado directamente o indirectamente de ese dispositivo de la violencia; un trabajo científico
sostenido sobre la estructura y la operación del complejo de relaciones entre miembros de los
diferentes estamentos de las comunidades universitarias y los violentos y una reflexión sistemática
sobre las implicaciones que el tránsito a la paz tendría que tener sobre la estructura y
funcionamiento de ese complejo de relaciones; finalmente, un reconocimiento voluntario por parte
de los miembros de las comunidades universitarias que participan en el esfuerzo de consolidación
de la paz en Colombia, del papel que puedan haber tenido a lo largo de toda la guerra en relación
a ella. Antanas Mockus recientemente dio un primer paso en esa dirección, admitiendo que hasta
la mitad de los años 80s simpatizó y colaboró con las FARC recibiendo de ellas un entrenamiento
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para falsificar cédulas y hospedando a miembros de las FARC y del M19. Su revelación, sin
embargo, permanece dramáticamente aislada en el escenario público colombiano.
Dicho esto, es importante insistir sobre el siguiente punto. Durante todo el conflicto armado
las guerrillas no han sido los únicos grupos violentos en ocupar las ciudades universitarias.
Particularmente en ciertos contextos territoriales de Colombia, los paramilitares han buscado y a
veces han logrado el mismo control territorial que las guerrillas han alcanzado en otros contextos.
Tanto con respecto a la ocupación por parte de los grupos violentos de las izquierdas como de los
grupos violentos de la derecha, no queda claro cómo y hasta qué punto el Estado haya logrado
proteger a los miembros de las comunidades universitarias que se han resistido a alinearse con los
violentos. Quizás una superación de la estigmatización de la izquierda por parte de ciertos aparatos
del Estado y un entendimiento más fino de las diferencias entre izquierdas democráticas e
izquierdas anti-democráticas, le hubiera permitido al Estado proteger a sus ciudadanos en las
universidades de los violentos de todo tipo y de todas las orientaciones políticas.
En conclusión, en países en los cuales la esfera pública es más abierta, en los cuales el
pluralismo es una práctica más real, en los cuales la sociedad civil no le teme a debatir, y donde
las universidades ejercen su autonomía no solamente en las palabras y en sus estatutos, sino
también en su cotidianidad, se han dado debates apasionados, sin descuentos ni censuras, sobre las
relaciones entre la academia y la guerra. Si Colombia quiere avanzar en el camino hacia la paz,
necesita hacer lo mismo. Para que Colombia pueda decir adiós a la guerra, sus universidades tienen
que dar el ejemplo y decir adiós ellas mismas a la guerra. No puede haber paz y reconciliación sin
verdad. Y esto vale también para las comunidades universitarias.
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