el mosaico de la misericordia pangrazzi arnaldo
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DÉLA
La relación de ayuda en la pastoral
sanitaria
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Colección «PASTORAL» 41
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Arnaldo Pangrazzi (ed.)
EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA La relación de ayuda
en la pastoral sanitaria
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Editorial SAL TERRAE
Santander
Título del original italiano: // mosaico delta misericordia © 1988' by Edizioni Camilliane
Torino
Traducción: Francisco Martínez García Área de Gestión Editorial, S. A. León
© 1990 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander
Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0862-8 Dep. Legal: BI-715-90
Realización: AGES A. Área de Gestión Editorial, S. A. León. Impresión y encuademación:
Grafo, S. A. Bilbao
índice
Págs.
Presentación 7
1. LA VISITA PASTORAL 9 Celeste Guarise
2. LA ACOGIDA 19 Lino Tamanini
3. LA ESCUCHA 31 Richard O'Donnell
4. LA PRESENCIA 45 Martín Puerto Molina
5. EL CONTACTO FÍSICO 57 Tom Steinert
6. EL SILENCIO 65 Ademar Rover'
Págs.
7. LA CONFRONTACIÓN 75 Arnaldo Pangrazzi
8. LA CATEQUESIS 89 Domen ico Casera
9. LA ORACIÓN 101 Guido Davanzo
10. LA PALABRA DE DIOS 111 Renato Salvatore
11. LOS SACRAMENTOS Y LA LITURGIA 129 Ernesto Bressanin
12. EL «COUNSELING» PASTORAL 155 Angelo Brusco
13. EMAUS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA Arnaldo Pangrazzi
181
Presentación
Toda persona es un mosaico de valores, reacciones y sentimientos.
Penetrar en ese mosaico es descubrir el misterio de cada ser humano. En la vida cotidiana algunos elementos del mosaico resultan conocidos y familiares, pero otros permanecen escondidos, cuando no ignorados o rechazados. Es, de algún modo, lo que ocurre cuando se contempla un cuadro: unos colores impresionan por su cercanía y vivacidad, al tiempo que otros se mantienen en lontananza como fondo. En las relaciones personales e interpersonales existe la tentación de fijarse sólo en algunas teselas del mosaico y desechar otras; tal vez se acentúan más los aspectos que atraen o causan turbación, y se pierde la visión del conjunto.
Idéntico peligro se corre a nivel pastoral cuando, por ejemplo, se acostumbra uno a reducir el ministerio a los sacramentos, o a pronunciar el manido discurso de rutina, sin echar mano de la rica gama de recursos que se tienen a disposición.
El mosaico de la Misericordia es un intento de conceder la palabra a los diversos componentes de la re-
8 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
lación de ayuda: desde la acogida a la escucha, desde el contacto humano al silencio, desde la confrontación a la catequesis, y así sucesivamente.
Cada uno de estos componentes tiene su propio sitio y una función peculiar que desempeñar, de acuerdo con las circunstancias específicas y con las exigencias de los sujetos del encuentro.
El verdadero pastor sabe discernir prudentemente qué 'tesela' debe colocar en la composición para responder a las exigencias de cada situación concreta.
La tarea de reflexionar sobre las variadas dimensiones del mosaico ha sido encomendada a algunos religiosos Camilos, comprometidos vocacionalmente con el mundo del sufrimiento, que es, en el fondo, el mundo de la misericordia.
Esta pequeña antología de pastoral entraña un rico bagaje de intuiciones y de propuestas que pueden estimular la reflexión y la acción de quienes están empeñados en la labor de acompañar al enfermo de un modo cada día más eficaz.
Cada capítulo ofrece, además, algunas referencias bibliográficas, a modo de subsidios para quien desee profundizar ulteriormente en los temas tratados.
P. Arnaldo Pangrazzi
1 La visita pastoral
Celeste Guarise*
La visita constituye el elemento primíro y esencial para que el encuentro con el enfermo sea un encuentro de persona a persona. El operario pastoral tiene en ella la oportunidad de ser testigo de Dios y portavoz de la comunidad cristiana a la cabecera del que sufre.
«El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva...» (Le 4,18).
Las intervenciones de Dios en la historia de la salvación son presentadas con frecuencia en la Biblia como una serie de visitas sucesivas. Es Dios quien, tras haber tomado la iniciativa de la Alianza, interviene en la vida del pueblo. Estas visitas de Dios tienen su máxima expresión en la Encarnación del Hijo de Dios. En Jesús, Dios «ha visitado y redimido a su pueblo».
* Celeste Guarise es capellán del hospital «Enfant-Jésus» de Quebec, Canadá.
10 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Hoy, su obra de salvación continúa en la Iglesia. El operario pastoral toma la iniciativa de visitar a los enfermos, como enviado por la Iglesia para continuar la misión misma de Cristo.
Ofrece a cada uno el mensaje evangélico y la posibilidad de encontrar a Cristo y su amor, encuentro que culmina en la celebración del sacramento.
La iniciativa humana alimentada por la fe
En la Biblia, la visita de Dios es siempre un indicio de su iniciativa: una iniciativa motivada por la gra-tuidad del amor.
En el Evangelio, Jesús traduce a la perfección esta solicitud de Dios. Le vemos siempre dispuesto a desplazarse para ir al encuentro de la gente, en particular de los enfermos. Jesús es el corazón de Dios en el mundo, un corazón presente, como en ningún otro sitio, al lado de los que sufren. Hoy los visita por medio nuestro, y la invitación consiste en hacer nuestra su pedagogía, tomando la iniciativa de ir hacia el otro, de acercarnos a él, más que esperar a que él dé el primer paso. Tras largos años de visitas diarias a los enfermos, advierto la necesidad de sintonizar constantemente mi disponibilidad con la motivación profunda que está en la raíz de mi compromiso, y considero como dirigidas a mí las palabras de San Pablo a Timoteo: «Te recomiendo que avives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de las manos» (2 Tim 1,6).
Creo poder afirmar que el carácter pastoral de la visita depende, justamente, de «la imposición de las manos».
Si no tuviera la conciencia viva del vínculo que me une al Dios que me envía como testigo suyo a los enfermos, yo no tendría nada específico que ofre-
LA VISITA PASTORAL 11
cerles en comparación con otros que trabajan en la sanidad. Los enfermos mismos quedarían frustrados en sus expectativas más profundas, que siempre son, aunque con frecuencia de manera inconsciente, una espera de Dios y de su salvación.
Nuestra experiencia de Dios, nuestro testimonio de fe, es lo que da sentido a la visita pastoral y se convierte en riqueza para aquellos a los que encontramos a lo largo del camino del sufrimiento.
El talante del buen pastor
La mera Ordenación no es una garantía que convierta automáticamente en pastorales nuestras visitas, muy adecuadas en apariencia, pero que no dejan huella. El apoyarse o refugiarse en el papel de pastor, el uso de un determinado lenguaje, la repetición de ciertos gestos o de ciertas fórmulas no aseguran una presencia misericordiosa. Al revés: todo esto puede correr el peligro de funcionar como una pantalla interpuesta que impide el diálogo y la comunicación humana a través de los cuales se transmite el mensaje.
El operario pastoral debe cuidar su modo de «ser-pastor», su estilo de relacionarse con los demás, porque precisamente a través de estos signos se transpa-renta la solicitud y la bondad de Cristo Pastor.
Los enfermos son capaces de distinguir rápidamente el talante del verdadero pastor, animado por la fe y por el amor, del talante del «funcionario». Tratemos, por tanto, de precisar algunos rasgos fundamentales del talante pastoral y que se hallan en la base misma de la relación de ayuda.
Ante todo, el primer contacto con el enfermo es una manera de prestarle nuestra atención y demostrarle nuestro interés hacia su persona y su condición concreta.
12 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
María «se fue con prontitud a la región montañosa» (Le 1,39) a visitar a Isabel, para estar junto a ella en su trance de espera y de gozo.
Jesús tomó la iniciativa de acercarse a los discípulos de Emaús (Le 24,13) y de buscar las razones de su aflicción y de su tristeza.
En el primer episodio, la visita misma se convierte en don y mensaje. En el segundo, se traduce en una simple pregunta: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais caminando?» (Le 24,17). Esta pregunta permite a los discípulos manifestar lo que está oprimiendo sus corazones y descubrir, gradualmente, la identidad del peregrino. En el desarrollo del relato, Jesús no fuerza los tiempos, sino que permite que los hechos y los sentimientos vayan emergiendo en la voz de los protagonistas.
Cada uno tiene la necesidad de ser aceptado tal como es y tal como se encuentra en su situación concreta y en su camino concreto.
Quien es visitado por la necesidad de espacio y de tiempo para comprender y reaccionar ante su situación y poder relacionarse con las distintas personas que van conformando lentamente el marco de su experiencia.
El operario pastoral está allí para ofrecer, no para imponer, su presencia, y ello de forma consciente, porque no es raro que las condiciones no sean favorables para el encuentro.
La iniciativa gratuita de establecer contacto y la actitud de interés tiene ya de por sí un valor de evan-gelización.
En segundo lugar, es importante fomentar una cierta elasticidad y una cierta adaptabilidad en los encuentros humanos, dejándose llevar por la observación y por una lectura atenta de las circunstancias específicas.
LA VISITA PASTORAL 13
Hay enfermos que aman la vida; otros parecen indiferentes ante ella; y también los hay que la rechazan abierta o veladamente.
Detrás de cada reacción hay un trozo de la historia de cada persona. No todos son acogedores, no todos agradecen la oportunidad que se les brinda para hablar; los hay que se hunden en su propio silencio. A veces, son el estado de ánimo o la condición del paciente los que influyen en su reacción, pero ocurre también que ésta viene determinada por la actitud o por el simbolismo que el visitador refleja.
En general, se puede afirmar que los dos primeros minutos pasados en la habitación del enfermo pueden ser cruciales para definir el curso de una relación.
La conversación se abre, de ordinario, con un simple saludo, con una breve presentación, con una pregunta sobre el estado del otro. De este primer intercambio surgen algunas vibraciones entre las dos personas, se transmiten los primeros mensajes verbales y no verbales, se recogen los primeros indicios sobre los desarrollos posibles del encuentro.
El operario pastoral puede sentirse nervioso, a disgusto, y quedar atrapado en una red de modos de comportamiento cargados de ansiedad o de frases inoportunas; pero puede también entrar en una gradual sintonía con el enfermo y crear el clima propicio para un intercambio sereno y profundo.
Cuando las cosas no se encarrilan por el sendero justo, la tentación es la de tomar la puerta y marcharse, esperando encuentros mejores, o bien la de dejar que se malogre una conversación por parecer demasiado reducida a intereses inmediatos.
El verdadero pastor no arroja la toalla ante las primeras dificultades, porque, curiosamente, son ellas las que pueden esconder la clave para comprenderse me-
14 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
jor a sí mismo y a los demás, ni desprecia esas pequeñas cosas que, convenientemente valoradas, pueden convertirse en puente para un diálogo más personal.
Muchos necesitan estudiar a su interlocutor y disponer de un cierto espacio de superficialidad inicial antes de adentrarse en reflexiones más profundas.
En consecuencia, la acción pastoral debe valorar el desarrollo natural de las situaciones, más que los resultados inmediados de los encuentros.
Desde esta perspectiva, no es una buena estrategia comenzar una visita proponiendo la recepción de los sacramentos. La celebración del sacramento debería constituir la culminación, no el comienzo de un encuentro pastoral.
Jesús mismo se reveló a los discípulos de Emaús en la fracción del pan, al final del camino, no inmediatamente. Lo mismo hizo con la Samaritana, ofreciéndole el agua que salta hasta la vida eterna al final del diálogo, tras un intercambio inicial cargado de generalidades, evasiones y defensas.
Lo mismo ocurre en la relación pastoral: es preciso respetar los ritmos del otro y empezar la visita privilegiando el encuentro humano, en la certeza de que Cristo está ya presente, aunque no se le reconozca todavía, en la persona.
«Conviene que hoy me quede yo en tu casa» {Le 19,5)
La visita es un instrumento para conocer a alguien, para estar con él, para ofrecer apoyo y ayuda cuando sea necesario.
La visita pastoral, para ser tal, no debe centrarse únicamente en los aspectos físicos, psicológicos o SO
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cioculturales del enfermo. Debe penetrar en su corazón, comprender su identidad espiritual y establecer contacto con sus raíces cristianas.
Es importante, por ello, tener un «ojo clínico pastoral» capaz de entender el itinerario de la fe y el camino de la gracia en el otro. Sólo el ojo de la fe permite captar lo que hay en el envés de una alusión, de una mirada o de una palabra: las expectativas profundas o las cuestiones existenciales, no expresadas de ordinario.
Jesús va más allá de la curiosidad de Zaqueo para captar su actitud de apertura y de disponibilidad, y le propone un encuentro más personal y más radical:
«Conviene que hoy me quede yo en tu casa» {Le 19,5).
El operario pastoral, sensible a la dimensión espiritual, se hace intermediario entre el hombre que sufre y Dios, tratando de ayudar al enfermo a encontrar sentido a lo que está viviendo y a asumirlo a la luz de Cristo y de su misterio.
La compañía espiritual consiste en adentrarse en las profundidades del otro, allí donde se encuentran sus valores, sus convicciones, y su fe, con el fin de encontrar en él la presencia de Dios. Cuando sea evidente que la dimensión espiritual del enfermo está adormecida o ignorada, el objetivo pastoral consistirá en despertarla y en movilizar la conciencia de este importante patrimonio interior.
Pertenece al secreto de este mundo que el paciente vive, a menudo inconscientemente, su experiencia particular de Dios; una experiencia que el pastor puede ayudar a iluminar y descubrir. Pero es el enfermo el que tiene la llave de su casa: a él compete ofrecer hospitalidad e invitar al visitante a pasar al interior de su mundo personal. El camino para llegar a ese mundo es, con frecuencia, largo, oscuro y tortuoso.
16 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Para no correr el riesgo de anunciar a un Dios extraño, lo primero que hay que hacer es escuchar la historia del enfermo, dar cancha a sus estados de ánimo, para, luego, filtrar la luz del Evangelio y anunciar la palabra que da vida.
Mansiones habitadas por Dios
La visita a los enfermos es un servicio prestado en el nombre del Señor y en servicio de la Iglesia.
Todo operario pastoral bebe del manantial de la gracia de Dios aquel arrojo y aquella autenticidad apostólica que hacen que la visita de Dios sea concreta y actual.
El pastor no visita jamás a un extraño: visita una mansión habitada por Alguien que es solidario con la existencia de cada uno de nosotros.
La visita tiene por finalidad establecer un contacto vital entre el enfermo y Cristo, presente en el centro mismo de su vida.
La acción pastoral tiene por finalidad aprovechar esas ocasiones en las que el enfermo dialoga con su profundidad, soporta el peso de preguntas inquietantes, expresa un hondo deseo o despierta su esperanza íntima: es entonces cuando el Cristo se revela como el Salvador.
LA VISITA PASTORAL 17
BIBLIOGRAFÍA
Vocabulaire de Théologie biblique, voz «Visita», pág. 1120ss, Les Editions du Cerf, París, 1964.
Les malades et la communauté Chrétienne, cuatro fascículos, Ed. Les Visiteurs des Malades, rué du Boulet 40, 1000 Bruxelles.
Sacrements pour les malades, pastorale et célébration, cha-pitre I, Chalet-Tardy, París, 1977.
Prétre et Pasteur, revista de pastoral, Montréal. Vol. 85, n.° 10, nov. 1982: «Prétre au jour le jour»; Vol. 84, n.° 6, jun. 1981: «La foi des adultes, le défi permanent».
NOURISSAT JACQUES, notas de la sección Miséricorde aujourd'hui, Québec, 1984.
2 La acogida
Lino Tamanini*
La acogida es el preludio de la escucha y forma parte de la escucha. Es una dimensón pastoral que se manifiesta en el clima y en las actitudes que se crean entre las personas. Es una característica que pertenece a las cualidades personales del operario pastoral, más que a sus estrategias apostólicas. Acoger a alguien significa dar hospitalidad a sus vivencias.
La acogida es una actitud que facilita los encuentros, una cualidad del corazón que se puede conquistar por medio de un camino gradual de crecimiento humano y cristiano. De hecho, la acogida no es sólo una experiencia gratificante por el sabor de una agradable emoción psíquica. Ser acogedores es mucho más que probar un placer semejante.
Es un modo de ser, de establecer relaciones, de tender puentes. Nace de una experiencia positiva de no-
* Lino Tamanini imparte cursos de Formación Pastoral Clínica en el «Centro Camuliano di Pastorale» de Verona.
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sotros mismos, vivida como don y como conquista del propio camino. Es abrirse a los demás más allá del provecho propio, allí donde la senda comienza a subir y a conocer la renuncia personal.
Amar, respuesta a un don
La capacidad de acogida nace de una profunda y personal experiencia de haber sido nosotros mismos acogidos, reconocidos y amados por alguien. El niño, en general, experimenta este amor en las atenciones de sus padres, en el calor del ambiente familiar y escolar, etc. Este sentirse acogido deja un poso de consecuencias positivas en la estructura de la joven personalidad. Es como una sola que la invade desde los primeros días de la vida y que repercute más tarde en las situaciones concretas de la existencia, en forma de actitud de confianza y de serena apertura al riesgo y al futuro.
Para quien ha conocido un ambiente familiar acogedor es más fácil comprender el mensaje cristiano: Dios es Padre y acoge a todos como a hijos suyos. Y también: Dios es Amor, un amor que rebosa y hace creación; «un éxtasis de altruismo», como lo define Levinas. Jesucristo es el punto culminante de esta gratuidad del don. Es el momento más intenso y expresivo del diálogo de Dios con el hombre. En Él conocemos lo bueno que es Dios y «qué gran amor nos ha tenido el Padre para acogernos como a hijos suyos».
Para el pastor es importante tomar conciencia de esta realidad: sentirse acogido por Dios. Es, justamente, en este sentirse aferrado por unas manos sólidas y robustas, donde se adquiere el valor de lanzarse al exterior sin miedo a caer en el vacío, y de hacerse prójimo del otro sin temor al otro.
LA ACOGIDA 21
La acción de Dios en el corazón del hombre es una presencia que da calor y fortaleza y, al mismo tiempo, es una llamada a hacer lo mismo, porque «como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn 4,17).
La respuesta a esa llamada se aprende en la escuela de Jesús. En efecto, Él es la acogida de Dios para con los niños, para con los pecadores, para con la adúltera, para con la cananea, para con el centurión pagano, para con todos los que se encuentran en necesidad: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,26).
Siguiendo a Jesús, se aprende otra cosa: oyéndolo hablar con su Padre, descubrimos con estupor qué grande es Dios en acoger, con tal de que se vaya hacia él con confianza: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas... Yo les he dado a conocer tu Nombre para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 11,41; 17,26).
El pastor, en esa plegaria suya que llega hasta el cielo, aprende una cosa: sabe amar porque es amado. Efectivamente, la plegaria que llega hasta el cielo es el momento en que el discípulo contempla a Dios: en diálogo con él, lo escucha, cree en él, se fía de él y le entrega su corazón, y, de vuelta entre los hermanos, se percata de que le ha quedado dentro como un latido del corazón divino.
Así es como, siguiendo a Jesús, se sumerge en el mismo mecanismo de obediencia a Dios; aprende que un amor acogedor está en estrecha relación con la capacidad de darse. No se detiene cuando la gratificación personal se agota o está ausente, sino que continúa adelante, convencido de que la ley del Reino es la del grano de trigo, la de Aquel que no ha venido a ser servido, sino a servir.
22 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
La plegaria que se ancla en la contemplación de Dios se convierte, en la acción del pastor, en caridad que acoge las cargas de los hermanos y en capacidad de sostenerlos y de abrirse cada vez más a sus necesidades. Se convierte, sobre todo, en paciencia para estar con ellos, resistiendo a la tentación de la huida ante la propia impotencia cuando se da cuenta de que, humanamente, no se puede hacer nada más por ellos. Al revés: una plegaria que no sea experiencia del don de Dios, sino únicamente grito hacia el cielo de las propias necesidades, una plegaria oscilante como los deseos humanos que ella misma expresa, una plegaria a merced de las emociones pasajeras de las que nace, una plegaria así se cierra sobre sí misma: como no está anclada en la otra orilla, no resiste ni el peso propio ni el peso de los demás.
La acogida, un modo de ser
Saber acoger a todos es un arte muy difícil. El conocer que somos amados por Dios no anula la fatiga que comporta el establecimiento de relaciones positivas con todos; no alivia tampoco del peso que una elección semejante impone.
Todo arte se aprende por etapas. Ante todo, el pastor debe saber acogerse a sí mismo. No siempre resulta fácil aceptarse. Supone reconciliarse con el propio pasado y con los propios errores; supone contemplar lo que se es, con simplicidad. Acogerse es borrar toda relación de exigencia absoluta respecto a uno mismo: por ejemplo, la de no perdonarse jamás; es mirarse sin esa resignación que envilece y mata, y sin esa falsa complacencia que hincha y deforma. Aceptarse es estar con uno mismo y conocer en ese silencio interior la alegría, el ansia de la espera, la tensión de la paciencia, la armonía de una luz trascendente, el extravío de la duda...
LA ACOGIDA 23
Recogernos en nosotros mismos, viviendo ese momento en simple y pura libertad, incluso resistiendo si es preciso el impulso vital de nuestro deseo de lanzarnos hacia el otro buscando compañía, nos hace casi tocar el sentido del vacío. Sin embargo, precisamente de esa soledad es de donde emerge la continuidad profunda de lo personalmente vivido, y también la paz interior y la fidelidad creadora.
Cuando uno ha recorrido de manera positiva el camino consigo mismo, entonces el camino hacia los demás ya no se le presenta como una aventura, cosa que sí ocurre cuando penetramos en un espeso bosque en el que todo fascina y atemoriza y en el que la belleza de la naturaleza salvaje nos encanta, pero en el que el misterio que encierra nos vuelve temerosos y desconfiados.
Cierto es que la persona extraña, el otro, es siempre para nosotros como un misterio opaco y que su presencia nos pone a la defensiva. Pero también es cierto que quien ha logrado aceptarse a sí mismo con realismo se encuentra menos gravado de prejuicios defensivos. Del otro, toma más el aspecto de la reciprocidad que el de la alteridad o extrañeza. Se da cuenta, en efecto, de sus sentimientos, de sus miedos, de sus dudas, de sus motivaciones, de sus valores: reconoce que ese mundo fascinante y misterioso, tan cercano al alma, es un mundo idéntico al suyo, y entonces puede abrirse con mayor facilidad al diálogo y a la acogida.
Pero cuando uno se enclaustra en sus miedos personales, corre el peligro de ser arrastrado a ver en el otro la diferencia, la lejanía, con lo que la inseguridad y la angustia de ser juzgado se hacen más agudas, y uno se siente amenazado. La cercanía del otro puede ser vivida en armonía o con miedo. El contacto es ambiguo: seduce y hace estar alerta, porque no
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se sabe hasta dónde llega la caricia o dónde se esconde el mordisco. Pero, del mismo modo que el diálogo supone, a diferencia del monólogo, diversidad de datos en la comunicación, de ese mismo modo la acogida, a diferencia de la fusión, exige la alteridad, y, en consecuencia, la identidad original de la persona viene peraltada y reconocida concretamente en cuanto tal identidad. De esta forma, nace una relación de benevolencia. El amor auténtico no humilla nunca al otro, antes bien lo reconoce en su dignidad; ve en la originalidad del otro no una amenaza para la propia integridad, sino una promesa para la propia maduración.
Decidirse por un proyecto de acogida quiere decir hacerse fuertemente consistentes, más allá de los límites de los propios miedos, y tiene el sabor de una gozosa conquista. Por el contrario, si no somos capaces de estructurar la propia existencia de acuerdo con ciertos valores, nos encontramos en un estado de total dispersión, a merced de los impulsos emotivos del momento: personas sin felicidad que se dispersan en mínimas decisiones parciales, imperfectamente adquiridas y rápidamente abandonadas.
Poseerse es actuar incluso sobre aquella línea fundamental de nuestro sentimiento que va desde el miedo hasta el heroísmo y que nos hace idóneos y capaces de llegar hasta los hermanos y de brindarles un poco de nuestro espacio, sin temor a ser hundidos por ellos.
El ministerio, epifanía de gratuidad
Hemos visto cómo Dios, dándonos su amor, nos hace buenos y capaces de que, a nuestra vez, nosotros nos demos también. La gratuidad es la característica del amor, del ministerio. «Cuando ames, no digas: tengo a Dios en el corazón», porque el amor no es una posesión. «Cuando ames, di más bien: estoy en el corazón de Dios». Se trata de la experiencia
LA ACOGIDA 25
que tiene el hijo de haber recibido la vida. Un pastor acogedor respeta esta ley. No quiere enganchar a nadie, pero de sí sabe decir tan sólo que se ha dejado enganchar por Dios. Comparte todo lo que de verdad ha entregado; lo demás lo conserva en estrecha reserva. Esto es lo que marca la diferencia entre un acercamiento pastoral humano y un encuentro apostólico 'de oficio'.
El que vive con más intensidad la vertiente de la gratuidad va hacia el otro, ante todo para estar con Él; es solidario, se hace prójimo, vecino suyo, y sabe recibir. Cuanto más verdadera es esta presencia, tanto más encuentra el otro, aunque sea el 'último', dentro de su corazón regalos que ofrecer. Nuestra presencia hace que se sienta todavía vivo; si es pecador, recupera la esperanza, ya que, a fin de cuentas, comprende que no es tan incapaz de dar como pensaba. «Mujer, dame de beber», dijo Jesús a la Samaritana.
El que, por el contrario, vive más escorado hacia la vertiente de la incapacidad de hacerse don, reduce su apostolado a hacer cosas; actúa con la vista fija en objetivos pastorales. Sin la compañía del otro, se conducirá siempre de la misma manera, hasta que, solo en su soledad, no sabiendo ya con quién dialogar, se irá cerrando sobre sí mismo en un mutismo total. Podrá hacer muchas cosas, pero las hará siempre con frío en el corazón. Levinas, haciendo eco al Evangelio, le recordaría que el amor es «el éxodo sin retorno»; es una salida de sí para contemplar la propia vida, y el mundo, en el otro.
El encuentro con el enfermo
Expongo aquí dos encuentros pastorales que reflejan dos actitudes diferentes, de no acogida y de acogida, respectivamente, de lo vivido y de los sentimientos de personas enfermas.
26 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
(E = enfermo. P = pastor).
E.—Me encuentro realmente preocupada por todas estas cosas. Y si, además, pienso en lo que me espera al salir del hospital...
P.—Pero, ¿por qué se abate usted tanto? En estos momentos es preciso reaccionar. Usted, por ser madre, tiene que ser también un ejemplo para sus hijos.
E.—Padre, lo que usted dice es verdad; pero, dentro de mí, me siento destruida, desesperada; nadie me comprende.
P.—¿No tiene ninguna persona amiga con la que sincerarse?
E.—Hoy ya nadie quiere saber nada de tus problemas. Bastante tienen todos con los propios.
P.—Confíese a Dios que acoge a todos con amor. Nuestra fe nos dice que el sufrimiento no tendrá la última palabra sobre nosotros; Dios es el triunfador final.
E.—Tal vez sea como usted dice..., pero ¿qué hacer?, ¿hacia dónde levantar la cabeza ahora, en estas horas en las que me siento tan sola?
P.—Mire, si tiene verdadera fe en Dios, usted sabe que Cristo no quita ni el dolor ni la enfermedad en esta vida; pero el pensamiento de Jesús crucificado tiene que darle fuerza y esperanza...
E.—Padre, yo ya no soy capaz de alimentar esa esperanza... Estoy vacía, me siento inútil total, de cuerpo y de fe. Lo mejor será que me dejen todos en paz de una vez...
P.—Señora, si se abandona de este modo, los demás no pueden hacer nada por usted. Es usted la que se aparta. Intente reaccionar, siga rezando.
LA ACOGIDA 27
E.—Ya he rezado mucho, y aquí estoy. Dios se ha olvidado de mí. No entiendo por qué, si no he hecho nada malo en mi vida. Ya no espero nada.
P.—El Señor no siempre nos concede de inmediato lo que le pedimos y del modo que nosotros queremos.
E.—Padre: entonces, perdóneme... Pero yo no puedo entender que sea tan bueno como ustedes dicen. Yo no haría eso con mis hijos. Se estuvieran enfermos, me dejaría hacer pedazos para ayudarlos, de inmediato, no dentro de unos días o unos meses... Es absurdo..., pero, padre, no quisiera encolerizarme... Dejemos las cosas como están, y hablemos de otra cosa...
Breve análisis
Invitado eficazmente a reflexionar sobre este encuentro, el pastor ha admitido que sentía compasión por esta mujer, «bella y culta», pero que había tenido miedo de acercarse a ella: «era más fuerte que yo». Estaba muy descontento del encuentro, porque era consciente de haberse valido de las artes del oficio, es decir, de haberse ajustado a su papel de sacerdote. No había dejado espacio a la enferma para manifestarse; le había presentado de inmediato los remedios: «Intente reaccionar»... «Confíese a Dios»... «Si tiene verdadera fe en Dios»..., antes de conocer las verdaderas causas de su abatimiento. Las dificultades encontradas a la hora de acoger los sentimientos de la persona afligida habían condicionado su capacidad de demostrarle su comprensión y su compasión.
(E = enfermo. M=monja).
E.—... ustedes, las monjas y los curas, no son capaces de otra cosa que de decir a la gente cómo hay que vivir para ir al cielo. ¡Qué de sermones inútiles!
28 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Luego, cada uno hace lo que le da la gana. ¿Acaso no es verdad lo que digo?
M.—Es verdad que no resulta agradable sentirse siempre tratados como niños: haz esto, no hagas aquello, etc..
E.—¿Agradable? ¡A mí me da una rabia que...! ¿Qué derecho tiene los demás a interesarse por mis cosas? ¡Que piensen en las suyas!
M.—También es verdad que usted me da miedo con su agresividad. ¿No le parece que está cargando demasiado las tintas en su relación conmigo?
E.—Perdone, hermana. Es verdad: cuando veo a los curas y a las monjas, no sé, reacciono de forma instintiva, tal vez porque me recuerdan muchas cosas desagradables...
M.—Ahora me siento más tranquila: comprendo que lo que le irrita es esa costumbre suya más que mi persona. No obstante, yo también puedo comprender que haya vivido situaciones desagradables en sus relaciones con algún sacerdote o con alguna monja, si es que se ha encontrado con ellos...
E.—Hoy me tienen todos sin cuidado, pero hace años —ya ve que no soy joven—, cuando dejé a mi mujer para ir a vivir con otra, el cura echó un sermón que todos se dieron cuenta que hablaba de mí. El pueblo es pequeño y nos conocemos todos. Desde aquel día, según él, yo estoy en el infierno. Comencé a irme alejando de la Iglesia hasta no frecuentarla más. Yo seré un ignorante, pero, cuando uno se equivoca, no creo que sea justo tirarlo así, de esa manera... Es difícil olvidar ciertos golpes.
M.—Ahora ya me resulta más fácil comprender su rencor; no se puede vivir bien con esos sentimientos y con esos recuerdos. Quizá me equivoque, pero, de
LA ACOGIDA 29
todos modos, quiero decirle lo que pienso: tengo la impresión de haber captado en usted el deseo de poder cambiar de imagen.
E.—Sinceridad por sinceridad: yo no iré nunca a hacer las paces con el sacerdote. Sin embargo, con el tiempo he llegado a comprender mi error. Sí, no fue justo lo que hice y creo que, si existe un Dios bueno, Él me perdonará sin necesidad de enviarme al infierno como hacen ciertos curas.
M.—Pienso que, desde el día en que dejó a su mujer hasta hoy, ha cubierto un camino de opciones, de replanteamientos, de dudas y de arrepentimiento. Y estoy segura de que todo esto no le ha resultado fácil, en absoluto.
E.—Le aseguro que no ha sido nada fácil admitir el error. ¿Y sabe que, pensándolo bien, es la primera vez que digo a alguien que me he equivocado? Me parece estar quitándome un peso de encima.
M.—Es muy hermoso lo que está diciendo. Creo que se está reconciliando consigo mismo y también un poquito con mi... hábito.
E.—Sí, me siento más tranquilo. En cuanto a su hábito..., tal vez se necesite algo más de tiempo; pero, nunca se sabe; antes tendría que aclarar muchas cosas con usted...
Reflexión
Interesante la discusión que hubo luego en el grupo, tras haber leído este informe de encuentro pastoral.
Fue recordado el pasaje bíblico el 1 R 17,18-24: «¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Es que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer morir a mi hijo?», dice al profeta Elias la viuda de Sa-
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repta. La presencia de la monja renueva el sentido de culpa en este hombre, y su actitud acogedora lo ayuda a superar este fase y abrirse a una liberación. El camino está expedito para que también él pueda decir al final de los encuentros: «Ahora sí que conozco bien que eres una persona de Dios y que es verdad en tu boca la palabra del Señor», como dijo al profeta la mujer auténticamente liberada de sus remordimientos.
BIBLIOGRAFÍA
COLETTE, Dall'accoglienza al dialogo, Ed. II Samaritano, Milano, 1986.
GODIN, A., La relazione umana nel dialogo pastorale, Ed. Borla, Torino, 1964.
Ducci, E., Essere e comunicare, Adriatica Ed., Bari, 1974.
3 La escucha
Richard O'Donnell*
Una de las necesidades más grandes del hombre es la de comunicarse, la de manifestarse, la de ser comprendido. Pero esto no puede ocurrir si, por la otra parte, no existe un interlocutor que escuche. La actitud de escucha se coloca entre la bondad y el arte. Saber escuchar significa ir más allá de las palabras para entrar en el mundo interior del otro y valorar las cosas desde su perspectiva.
Un relato elocuente
Había una vez un hombre de Islandia que llegó a ser poeta y cantor famoso en la corte del rey de Noruega.
El rey lo estimaba mucho y lo abrumaba de atenciones. El hermano de Ivar, Thorfin, vivía también en la corte del rey, pero estaba celoso y envidiaba a su hermano a causa de los privilegios recibidos; su
* Richard O'Donnell es supervisor de CPE (formación pastoral clínica) en el St. Joseph's Hospital de Milwaukee, USA.
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descontento provenía también de que sus cualidades no eran valoradas.
Cierto día decidió retornar a Islandia. Antes de que partiera, Ivar le entregó un mensaje para Audney, una joven doncella; en él le pedía encarecidamente que no se casara con nadie porque, en primavera, él mismo regresaría a Islandia para casarse con ella.
Thorfin partió. Llegado a Islandia, conoció a Audney; entabló con ella una relación amorosa y muy pronto se casaron.
Al comienzo de la primavera, Ivar zarpó rumbo a su tierra natal. Cuando supo que su hermano se había casado con Audney se sintió profundamente herido y amargado, por lo que regresó, desconsolado, a la corte del rey.
Todos se dieron cuenta de su cambio: Ivar ya no cantaba.
Un día el rey lo llamó para saber de su boca lo que había ocurrido, pero Ivar mantuvo su reserva.
El rey continuó, sin rodeos:
—Dime: ¿alguno de la corte te ha ofendido?
—No —contestó Ivar.
El rey se quedó pensativo unos momentos. Luego añadió:
—¿Hay por ventura alguna cosa de mi reino que te apetecería tener?
Una vez más, Ivar contestó negativamente.
Por fin, el rey, imaginando que se trataba de algo más íntimo, le dijo en voz baja y suave:
—¿Es que tal vez amas a alguien, a alguna doncella de tu tierra quizá?
LA ESCUCHA 33
Ivar permaneció en silencio, y el rey entendió que había puesto el dedo en la llaga.
—No te preocupes —le tranquilizó—. Tú sabes que yo soy el rey más poderoso de esta región y que nadie osará oponerse a mis deseos. Partirás en la primera nave que zarpe rumbo a Islandia y llevarás una carta que entregarás a los padres de la doncella. En ella les pediré que te den por esposa a su hija.
Pero Ivar movió la cabeza, diciendo:
—Esto es imposible, majestad, porque ya está casada.
Se produjo una brizna de silencio. Luego, el rey continuó:
—En ese caso, Ivar, es preciso pensar en otra cosa. La próxima vez que yo visite las aldeas, las ciudades y los castillos de la región, vendrás conmigo. A lo largo del viaje encontrarás a muchas doncellas bellísimas y, con toda seguridad, una de ellas satisfará los deseos de tu corazón.
A lo que Ivar replicó:
—No, mi señor, porque siempre que veo a una joven hermosa pienso en Audney, y mi tristeza se hace mayor.
El rey prosiguió:
—Entonces, Ivar, te daré muchas tierras y mucho ganado, gastarás tus energías en los negocios y en el trabajo, y pronto te olvidarás de tu amor.
Y respondió Ivar:
—No, mi señor, no tengo ni el más mínimo deseo de trabajar.
El soberano propuso:
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—Entonces, te daré una enorme suma de dinero para que puedas viajar y visitar todas las partes del mundo. Lo que vas a ver y las experiencias que vas a tener te ayudarán a borrar de tu recuerdo a la doncella de Islandia.
Ivar, una vez más, rehusó la oferta:
—No tengo el más mínimo deseo de viajar.
El rey quedó contrariado por no poder hacer nada para disipar la tristeza de Ivar. Lo pensó largamente y, finalmente, decidió ofrecerle una última sugerencia:
—Ivar, hay todavía una pequeña cosa que puedo hacer por ti, por si te puede servir de algo. Por las noches, después de cenar, quiero que tú vengas a hablar conmigo y me cuentes cosas de tu amor por esa doncella. Tómate el tiempo que quieras. Yo estaré quí para escucharte.
Ivar acogió con gratitud la sugerencia. Todas las noches, después de la cena, contaba la historia de su amor, y lo hizo durante días y semanas...
Poco a poco se fue dando cuenta de que había contado la historia de su amor y de que, al mismo tiempo, iba sintiendo renacer dentro de sí la alegría y las ganas de cantar. Y volvió a ser el poeta y el cantor que todos conocían.
Al año siguiente, encontró a una joven noruega de la que se enamoró y con la que se unió en matrimonio.
La necesidad de escuchar
El don más precioso que podemos ofrecer a otro es el de escucharle. La curación de Ivar fue posible gracias a la actitud de escucha del rey, que le dio la
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posibilidad de dar voz y palabras a la tristeza que llevaba dentro, y compartirla con él.
¡Cuántas veces también nosotros hemos sido depositarios de los secretos y confidencias de los demás!
A veces alguno dice: «No he dicho esto nunca a nadie». O bien, recibimos una nota, o una carta de agradecimiento de alguien a quien hemos ofrecido un poquito de tiempo, un poquito de escucha, en momentos particularmente difíciles de su vida. A la vuelta de meses y de años, alguien continúa acordándose de nosotros.
De ordinario somos inclinados a infravalorar nuestra contribución diciendo: «No he hecho nada, me he limitado a escuchar». Pero resulta que la esucha es, con muchísima frecuencia, todo aquello de lo que que tiene necesidad una persona.
No cuesta nada, pero su importancia no se puede medir. Toda persona tiene una profunda necesidad de ser escuchada.
El sentirse escuchado es un fenómeno que responde a exigencias muy variadas: alivia la soledad personal, confirma el valor de los propios sentimientos, promueve la introspección y la autocomprensión.
La escucha tiene muchas caras, direcciones diferentes.
Tenemos la escucha cósmica, que permite entrar en sintonía con la naturaleza, con el gorjeo de los pájaros, con el caer de la lluvia, con el soplar del viento, con el rumor de las hojas de los árboles, con el fragor de las olas...
Tenemos la escucha de Dios, que se revela a través de la creación, del lenguaje de las estaciones, de sus criaturas, de las experiencias de la alegría y de la separación, del silencio y de la plegaria.
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Dios habla a cada cual de muchas maneras. Y ha hablado para todos a través de su hijo: Jesús continúa revelándose a cada persona en la rutina de la vida ordinaria, así como también en los momentos de sorpresa, en los imprevistos de cada día.
Otra cara de la escucha mira hacia la profunda necesidad de dar espacio a las diversas voces que habitan en nosotros. Si no se les da, se corre el peligro de sofocarlas y de perder con ellas nuestro potencial, nuestros ideales y nuestros recursos propios. Es urgente familiarizarse con el mapa de los senderos que conducen hasta nuestras regiones interiores. Escucharnos a nosotros mismos quiere decir humanizarnos.
En fin, tenemos, sobre todo, necesidad de escuchar al prójimo.
Es, cabalmente, en la auténtica escucha de los demás donde encontramos al Dios que se nos revela, y donde nos encontramos más profundamente a nosotros mismos.
En el sufrimiento del otro reconocemos parte de nuestro sufrimiento; en la escucha del otro descubrimos nuestra humanidad, nuestra vulnerabilidad y nuestra solidaridad con él.
Escuchar con el corazón
Jesús dedicó gran parte de su ministerio a la predicación y a las curaciones, pero estos momentos iban siempre precedidos del ministerio de la escucha, que le permitía discernir y comprender la situación de sus interlocutores. Una veces escuchaba sus peticiones, otras sus motivaciones, otras, incluso, su fe. El operario pastoral intenta hacer suyos el ejemplo y la invitación de Jesús: «Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34).
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Intenta, sobre todo, estar disponible para escuchar. Muchos encuentros humanos no alcanzan el más mínimo grado de escucha profunda: se trata, más que nada, de un simple ping-pong verbal.
En estos casos no es difícil escuchar las palabras del otro, ni hacerse cargo de sus pensamientos. Lo que resulta más difícil y comprometido es dar hospitalidad a sus sentimientos y acoger su mundo interior.
Este tipo de escucha requiere esfuerzo, atención, abnegación, lo que quiere decir: morir uno a sí mismo para dar cabida al otro.
Esta es la escucha que se hace con el corazón: puede requerir la paciencia de Job, o la sabiduría de Salomón, o el amor y la aceptación de Jesús.
Quien escucha con el corazón se convierte en instrumento de curación, porque da espacio a los demás para que se abran con libertad y confianza crecientes, al tiempo que les da también la convicción de sentirse comprendidos y vigorizados.
Para poder cultivar este tipo de diálogo, es necesario desarrollar toda una gama de actitudes que favorezcan la escucha:
— No tomar al prójimo de modo general, sino respetar la unicidad de cada persona
Cada individuo es conformado por sus experiencias de crecimiento y de parada, de compromisos y de comprensiones, de personas por las que se ha sentido amado y de otras por las que se ha sentido herido.
— Crear una atmósfera de confianza
Ayuda al otro a hablar de sí mismo, a manifestarse.
A veces, basta una sonrisa, un detalle de buena
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educación, para crear un clima de acogida. Por otra parte, la capacidad de hacer que las personas se encuentren a gusto, el mantenerse abierto y respetar su libertad (caso de que no quieran compartir su propio yo), constituyen actitudes positivas en la relación de ayuda.
— Escuchar activamente
El que escucha no es un Buda que está ahí silencioso, remoto, distante.
La presencia pastoral debe ser activa y capaz de captar no sólo las palabras pronunciadas, sino de explorar de la misma manera los sentimientos que las palabras pueden ocultar y las necesidades veladamen-te aludidas.
— Tener tiempo y energía
Las personas necesitan tiempo para manifestarse. El pastor ofrece su disponibilidad y tiene la paciencia de esperar, porque sabe que la elección de las personas a las que abrirse pertenece al enfermo, no a él.
— Considerar sagrado lo que el otro comparte
Es preciso tratar con confianza y respeto. La tendencia a juzgar los sentimientos o las decisiones del enfermo, el dar consejos no pedidos, el dejarse atrapar por la necesidad de un excesivo protagonismo no contribuyen en nada a la verdadera escucha; al contrario, la anulan. El papel del operario pastoral en la escucha no es el de ser una esponja para el otro, sino más bien su espejo; por ello, trata de reflejar lo que oye, ayudando a la persona a ayudarse a sí misma. En este contexto, hacer pastoral es imitar a Juan el Bautista, que no se consideraba camino, sino tan sólo alguien cuya misión era preparar el camino del Señor.
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Escuchar y curar
Escuchar es actuar el amor en acción.
En todo ambiente social se necesita de alguien que sepa escuchar, de alguien que dé espacio a las frustraciones para que sean ventiladas, a la humanidad para que se manifieste, a la confusión para que se clarifique, y a las dudas para que sean puestas al descubierto. Pero es sobre todo en el interior del hospital, o en el más vasto campo del sufrimiento, donde se nota más la exigencia de dar la palabra a lo personalmente vivido. Cada enfermo tiene su propia historia que contar.
Basta recorrer los pasillos de un centro de enfermos terminales o de pacientes traumatizados para darse cuenta del vivo deseo que tienen las personas de comunicarse. La presencia de un operario pastoral puede servir de consuelo a los familiares de un enfermo sometido a una difícil intervención, mientras estrujan los pañuelos y miden con sus pasos el pavimento, buscando ansiosamente el rostro de los médicos y de las enfermeras que entran y salen del quirófano.
Su presencia puede ser un apoyo y un seguro en ambientes de fuerte tensión y angustia, como son los de la sala de espera de Urgencias. A veces, las familias de las víctimas de accidentes pueden ser ayudadas a descargar su rabia y el shock nervioso, y quedar de este modo mejor preparadas para afrontar la realidad.
Pero es sobre todo en su visita cotidiana a los enfermos cuando el operario pastoral desempeña un servicio de importancia máxima, dando acogida a sus temores y estados de ánimo, a sus ansiedades y a sus esperanzas. La escucha se convierte entonces en acogida y respuesta al mosaico de experiencias y sentimientos que el paciente está viviendo. Tales son:
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La angustia y el miedo: Se trata de las reacciones probablemente más recurrentes en los enfermos.
La angustia puede estar ligada a una posible diagnosis negativa, a una operación, a la incertidumbre respecto al futuro. Quien tiene que someterse a una intervención quirúrgica, a una cateterización cardíaca, o a cualquier otro incómodo procedimiento de diagnóstico, afronta esos momentos con temor y temblor. En algunos existe el terror de que una operación, como la mastectomía, por ejemplo, vaya a alterar la imagen del propio cuerpo. En estas circunstancias, la interesada debe poder hablar de sus miedos y angustias.
Una buena colaboración del operario pastoral consiste en hacer presente al enfermo que su dignidad deriva del hecho de ser hijo de Dios, de poseer especiales dones y capacidades, más que de la simple integridad y prestancia física.
Las preocupaciones familiares: Hasta los más pequeños problemas cotidianos pueden agigantarse cuando se hace necesaria la hospitalización. El cuerpo del enfermo está en el hosptial, pero su mente y sus pensamientos están en casa. Piensa en lo que pueda suceder, en los trastornos causados, en los problemas y conflictos que pueden surgir o agudizarse durante su ausencia.
No raramente el temor está plenamente justificado; pero a menudo las preocupaciones son provocadas por una excesiva necesidad de protagonismo o por una cierta desconfianza en la capacidad de los demás.
El operario pastoral acoge las inquietudes del paciente y lo invita a plegarse a ese momento de crisis como una oportunidad que se presenta a toda la familia para adaptarse a los cambios, para apreciarse más entre sí y para madurar.
LA ESCUCHA 41
El aburrimiento. A veces el aburrimiento surge increíblemente pronto tras el ingreso y la obligación de permanecer en cama. Es fenómeno más agudamente sentido por personas muy activas que se encuentran de improviso confinadas en el pequeño mundo de una habitación de hospital. Otras veces el aburrimiento es un modus vivendi de los que carecen de una orientación y de un objetivo en la vida. La carencia de intereses culturales o intelectuales y la ausencia de hob-bies personales reducen a esas personas a una existencia rutinaria y monótona.
La experiencia de la enfermedad y el trato con los médicos de cabecera podría ayudarles a reorientar su existencia, a descubrir intereses nuevos y a dar un significado más profundo a la vida. Desgraciadamente, falta muy a menudo este anclaje vital.
Tras unos días son dados de alta, pero vuelven a presentarse en el hospital a los pocos meses, aquejados de cualquiera otra molestia de orden psicosomá-tico, y ello porque ninguno ha tenido tiempo ni se ha esforzado en comprender el origen de sus molestias.
La soledad. No hace falta frecuentar durante largo tiempo los hospitales para darse cuenta de la terrible soledad en la que llegan a encontrarse algunas personas, especialmente los ancianos. Raramente reciben visitan, cartas o flores. Muchas son olvidadas o abandonadas por sus familiares o conocidos. En esa inmensa soledad que los rodea, el operario pastoral puede convertirse en alguien con quien hablar, en alguien con quien poder contar, en alguien a quien esperar.
La vergüenza. ¡Cuántos pacientes han mentido al médico o a la enfermera para no ser sometidos a otro enema o a cualquier otro procedimiento que turba su pudor! La aversión que muchas personas tienen a la
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hospitalización se explica suficientemente por el miedo que tienen a perder su intimidad y su dignidad. Se precisa tener mucho tacto y mucho respeto: el operario pastoral puede contribuir a crear un clima mejor, recordando a los técnicos, en particular a los de los Rayos X, la sensiblidad y la atención de las que deben hacer gala en ciertas circunstancias.
El extravío mental. Una de las experiencias más perturbadoras es la de encontrarse ante un paciente que habla durante horas, incluso durante días, acosado por un miedo y una confusión que, simplemente, no deberían existir.
No hay cosa que aparezca como más cruel e inútil que el sufrimiento físico. A veces es suficiente una terapia equivocada, una información errónea o no proporcionada, para sumir en las tinieblas a una persona, provocando su desconfianza y su enajenación.
En estas situaciones, como en las anteriores, se precisa de alguien que haga de blanco a las flechas de los sentimientos, que comprenda las heridas y que reanude los hilos de la esperanza.
En la variada gama del sufrimiento humano, la presencia de un corazón que escucha es como el ungüento que alivia el dolor y sana las heridas.
La ayuda más significativa que se puede ofrecer a la maduración del otro, especialmente si se encuentra en dificultades, es la de escucharle, no la de aconsejarle impulsivamente.
La capacidad de acoger y comprender los frágiles y delicados fragmentos interiores que un individuo presenta le anima a seguir explorando su mundo y a transformar su miedo en libertad, su desesperación en esperanza, su soledad en compañía.
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¡Escucha!
«Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a aconsejarme, no estás haciendo lo que te he pedido.
Cuando te pido que me escuches y tú empiezas a decirme por qué yo no debería sentirme así, no estás respetando mis sentimientos.
Cuando te pido que me escuches y tú piensas que debes hacer algo para resolver mi problema, estás decepcionando mis esperanzas.
¡Escúchame! Todo lo que te pido es que me escuches, no que me hables ni que te tomes molestias por mí. Escúchame, sólo eso.
Es fácil aconsejar. Pero yo no soy incapaz. Tal vez me encuentre desanimado y con problemas, pero no soy incapaz.
Cuando tú haces por mí lo que yo mismo puedo y tengo necesidad de hacer, no estás haciendo otra cosa que atizar mis miedos y mi inseguridad.
Pero, cuando aceptas, simplemente, que lo que siento me pertenece a mí, por muy irracional que sea, entonces no tengo por qué tratar de hacerte comprender más, y tengo que empezar a descubrir lo que hay dentro de mí. Seguramente es por esto por lo que la oración funciona: Dios está siempre ahí para escuchan»
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BIBLIOGRAFÍA
DAVID W. JOHNSON, Reaching Out, Prentice-Hall, N.J., 1972.
R. CARKHUFF, The Art of Helping, Amherst, Human Re-source, Dev. 1972.
GERALD EGAN, YOU and Me: The Skills of Communica-ting and Relating to Others, Monterey, Calif. Brooks/Co-le, 1977.
R. K. BURNS, On Being a Good Listener, Cincinnati, Ohio, Forward Movement Publ.
4 La presencia
Martín Puerto Molina*
En la actualidad existe una furiosa preocupación por el activismo, por el arribismo, por el «hacer». A nivel personal y de relación se advierte una necesidad, cada día más profunda, de «presencia», de «estar con alguien». En este contexto, la pastoral consiste en descubrir la Presencia de Dios en las presencias humanas.
«¡Por favor: no os marchéis! ¡No me dejéis morir sola!...»
Este había sido el grito de Eva, un día de enero de 1987, en el Hospital Carlos Durand de Buenos Aires, unos minutos antes de morir. Pedía aquello que más contaba para ella, aquello de lo que tenía una mayor necesidad y un mayor deseo en aquellos últimos instantes de soledad y de misterio: la presencia verdadera y humana de los que la asistían habitual-mente: enfermeras, monjas, voluntarias, capellán...
* Martín Puerto Molina es capellán en el «Policlínico Durand» de Buenos Aires, Argentina.
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No tuve la suerte de estar a su lado en aquella circunstancia, pero lo había hecho en otros muchos momentos en los que había compartido su fatiga, su soledad, sus sentimientos, su fe...
Eva era una anciana soltera, una de esas personas que «viven yendo de un hospital a otro». Padecía insuficiencia cardíaca, tuberculosis y asma molesta y persistente. Pertenecía al vasto mundo de los «anawim» de nuestro tiempo, los pobres de Yahvéh del Pueblo de la Nueva Alianza. Sola, pobre, sin familia, sin recursos económicos, sencilla, humilde, abierta al Señor y a los hermanos. Abandonada en las manos de la Providencia.
Aún resuenan en mis oídos sus palabras: «¡Por favor: no os marchéis! ¡No me dejéis morir sola!».
He sabido que las repetía a menudo.
Mi deseo más ardiente era el de poder estar a su lado aquel día, para darle aquello que ella más anhelaba.
Estar con el enfermo
«Vivir el Evangelio significa amar a los pobres de manera privilegiada; estar con ellos» (Card. Pironio).
La presencia a la cabecera de un enfermo es una realidad eminentemente pastoral, elemento esencial de la pastoral de la sanidad, pilar y fundamento de todos los demás elementos.
Hay otras formas de presencia: la orante del monje contemplativo que reza por los enfermos, por ejemplo; la del administrativo de un hospital que lleva con diligencia y atención los expedientes de su oficina y a través de ellos está viendo a cada enfermo. Y así sucesivamente.
LA PRESENCIA 47
Mi reflexión se va a centrar únicamente sobre la presencia personal a la cabecera de los enfermos y que se realiza cuando el operario pastoral se acerca al paciente y permanece a su lado en actitud de escucha: «Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos» (Le 24,15). Es la presencia que se define como «estar con» el paciente, estar de su parte: «Mujer, ¿nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno» (Jn 8,10-11). Es la presencia que significa «darse a sí mismo» y no regalar cosas y, menos, «activismo». Es un ejemplo eminente el de María al pie de la cruz: de pie, serena, silenciosa, contemplativa. «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19,25).
Es la presencia que culmina siempre en un encuentro interpersonal: Yo - Tú. Se trata del encuentro de dos personas. Es una respuesta al otro. La respuesta personal no tiene que ser necesariamente verbal.
Se da también con el silencio, con los gestos, con el pensamiento, con los sentimientos...
«Advierto que la realidad del otro me estimula y me urge, me pone de manifiesto el carácter radicalmente oblativo de mi existencia. Yo existo 'dando de mí', no sólo a través de la necesidad y de la percepción del otro; y la primera cosa que debo hacer ante un paisaje, ante el otro, ante Dios, es dar una respuesta personal»1.
Si no hay respuesta positiva, no hay Pastoral, no hay Presencia Pastoral.
La presencia pastoral se encarna mejor en la actitud de María que en la de Marta: dice más de contemplación que de acción, más de silencio que de conversación, se manifiesta más en la escucha que en
1 P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, cap. III.
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la palabra, más en el aprendizaje que en la enseñanza. La vive aquel que se coloca a sí mismo en disponibilidad para ser evangelizado más que para evangelizar. La presencia pastoral está en íntima relación con la visita pastoral y con la acogida. Hay aspectos comunes entre ellas.
Habitualmente se dice que no se puede ayudar al enfermo a distancia. La distancia, el «esfumarse», son el polo opuesto de la presencia. No se puede huir del enfermo. Para ayudarle, es preciso estar presente. Estar con él, estar de su parte. No sólo físicamente, sino también personalmente. Con presencia global, que integra la totalidad del ser humano, cuerpo y espíritu. Mi alma y mi cuerpo, sin dicotomías, en armónica unidad: mente, voluntad, corazón, espíritu en sintonía con el enfermo y en actitud contemplativa, es decir, todo aquello que tiene que ver con el amor.
Para mí, la presencia pastoral significa vivir, al lado del enfermo, el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).
Esta es la manera de amar al hermano, también hoy, en la Nueva Alianza: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 15,12).
La caridad, en definitiva, es aquello que configura el mejor estilo de presencia, de nuestra presencia al lado del enfermo.
Dios es presencia
«Jesús no ha venido a predicar un determinado número de verdades generales, religiosas o morales, sino a decir que Dios se hace cercano a los hombres»2.
E. Kasemann, Ensayos exegéticos.
LA PRESENCIA 49
Cuando Moisés recibe de Dios la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, entabla un diálogo que le revela la identidad de aquel que le habla.
Leamos ese diálogo:
«Contestó Moisés a Dios: 'Si voy a los hijos de Israel y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: '¿Cuál es su nombre?', ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: 'Yo soy el que soy'. Y añadió: 'Así dirás a los hijos de Israel: 'Yo soy' me ha enviado a vosotros» (Ex 3,13-14).
En este texto el verbo 'ser' no significa sólo 'existir', sino también: «estar presente de manera activa». La interpretación más corriente de la enigmática expresión «Yo soy el que soy» es «Yo soy el que es, el que será». Yahvéh quiere decir «yo soy el que», «yo soy el que está con vosotros». O sea: Dios es Presencia.
Es aquel que está aquí, aquel que estará siempre cercano y presente para su pueblo, amándolo, bendi-ciéndolo y protegiéndolo.
A partir de esta revelación, el pueblo de Israel va desarrollando una fe siempre creciente en Dios. Da testimonio de ello el enorme tesoro religioso, hecho de plegarias, cantos y tradiciones familiares, que hemos heredado. También Jesús, desde niño, estará inmerso en esta tradición bebida de varias fuentes: de los labios de María y de José, en el Templo, en las Sinagogas, en sus encuentros con la gente. Y crecerá en esta fe que reafirma la presencia de Dios entre su pueblo. Con cada uno de ellos.
El nombre de Padre —Abba, o sea, Papá— con el que Jesús comienza a llamar a Dios y con el que quiere que le invoquen sus discípulos, ¿no es, por ventura, la mejor interpretación del pasaje bíblico cita-
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do? Cristo mismo se identifica con ese nombre: «Yo Soy» (Jn 8,24; 18,5-6).
Él es la presencia visible del Dios invisible (Col 1,15: Imagen de Dios. Mt 1,23: Emmanuel, Dios con nosotros. Mt 28,20: El que está y estará siempre con los suyos hasta el fin del mundo).
La liturgia no se cansa de llamar la atención sobre esta fecunda realidad: «El Señor esté con vosotros». Esta fe es proclamada abundantemente en la celebración de la Eucaristía, de los Sacramentos, de la Palabra..., como si debiera estar impresa indeleblemente en nuestro corazón.
En modo particular, Jesús se hizo presente a los enfermos; ésta es una de las características más recurrentes y elocuentes de su ministerio:
— «Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó» (Me 1,31);
— «Llegan a la casa del jefe de la sinagoga... Y tomando la mano de la niña, le dice: Talitá kum, que quiere decir: 'Muchacha, a ti te digo, levántate' » (Me 5,38, 40-41);
— «Vio, al pasar, a un ciego de nacimiento» (Jn 9,1), y lo curó.
La Iglesia, misterio de la Presencia
La Iglesia es «Sacramento universal de salvación» (Lg 48).
Del mismo modo que en su vida sufrida y mortal Jesús fue presencia visible del Dios invisible, también la Iglesia es hoy la presencia visible del Cristo invisible y glorioso. La Iglesia, toda la Iglesia. Los cristianos, todos y cada uno. Todos representan (hacen presente de nuevo) a Cristo, visiblemente y sacramental-
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mente. Este es el valor teológico y cristológico de la presencia a la que nos estamos refiriendo.
La misión de la Iglesia es prolongar y hacer visible a Cristo. El primer deber del operario pastoral en sus encuentros con los enfermos es entregarles su presencia y, con ella, anunciarles la Buena Nueva, como respuesta a su situación.
Este es el primer deber desde el punto de vista cronológico, pero también desde el punto de vista de la importancia. Cualquier actividad pastoral que no se base en una presencia humana calurosa está vacía de claridad y, por tanto, de testimonio. Le falta el marco adecuado al que hacer referencia y del que sacar fuerza e inspiración.
Hay situaciones en las que la presencia adquiere una fuerza especial, como, por ejemplo, frente a los moribundos o con los ancianos. Paul Sporken ha escrito: «Lo que el moribundo pide de nosotros es una presencia, una confianza y una comunicación con lo que él mismo vive».
La verdadera presencia es gracia, don, bendición, alegría, Buena Nueva. Es signo y comunicación de la presencia misma de Cristo Jesús y, por tanto, sacramento. El sacramento de la presencia. Los obispos alemanes han afirmado con aguda penetración: «La presencia del Señor puede hacerse evidente cuando nos encontramos al lado del enfermo, vamos a visitarlo, no lo abandonamos en su soledad y estamos con él en una actitud comprensiva»3.
Hacen referencia incluso a la importancia de los pequeños detalles: tomarle la mano, enjugarle la frente,
3 Conferencia Episcopal Alemana: «Declaración sobre la muerte digna del hombre y muerte cristiana», 1978.
52 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
mullirle la almohada, humedecerle los labios, testimoniarle una cercanía humana de la que tiene una enorme necesidad. Y concluyen: «Gracias a una asistencia así, el moribundo puede advertir e incluso experimentar la misteriosa presencia de Dios a su lado, abandonándose, en la fe, al misterio de la muerte»4.
Características humanas de una presencia de ayuda
Tomo de una de las entrevistas realizadas por la doctora E. Kübler-Ross a sus pacientes este pequeño fragmento. Pregunta la doctora al paciente: «¿De modo que lo que más le sirve de ayuda es tener a alguien junto a usted?». Y responde la entrevistada: «¡Oh, sí, sobre todo a ciertas personas!»5.
La presencia de «ciertas» personas tiene un poder terapéutico de alivio y de esperanza. Basta su presencia para confortar.
San Camilo de Leus, santo que dedicó su vida a los enfermos, llevaba a éstos consuelo y alivio con sólo presentarse ante ellos.
Alessandro Pronzato, el más reciente biógrafo del santo, escribe:
«Algunos testimonios aseguran que bastaba que él llegara para que todo el ambiente se despejara. Su presencia era suficiente. Aun los más desesperados tenían la sensación de que había llegado el ángel de la piscina probática» (Jn 5).
Cierto. Era importante que existiera alguien como Camilo de Lelis.
5 Efizabeth Kübler-Ross, On death and dying, MacMillan Publishing, Co, N.Y., 1969.
LA PRESENCIA 53
Porque, efectivamente, aun antes de que hiciera nada, se experimentaba la tranquila seguridad de que existiera alguien como él. Su aparición en los sitios más necesitados tenía el milagroso poder de remover las aguas de la indiferencia, del egoísmo y de la insensibilidad. La esperanza se mantiene viva en el mundo, no en virtud de las palabras, ni siquiera en virtud de las acciones más arrebatadas, aunque sean caritativas.
La esperanza despunta cuando existen seres como Camilo, cuya sola existencia es ya una razón para la esperanza.
No debieron darle las «gracias» muchas veces —por otra parte, era siempre él quien se adelantaba a darlas el primero—, pero si hubiera necesidad de expresar con palabras lo que aquellos desgraciados sentían, se podría formular así: «Gracias por estar».
Hay mucha gente empeñada en «hacer».
Hay también mucha gente empeñada en «no hacer».
Camilo era, ante todo, el ángel, el mensajero, el que viene, el que llega, el que tiene algo que comunicar6.
Me gustaría hacer una breve lista de las características que ayudan al operario pastoral para que su presencia sea consoladora y curativa.
La presencia de ayuda es:
— Serena: ungida por el Espíritu de Jesús, su espíritu de paz.
6 Alessandro Pronzato, Un cuore per il malato, Gribaudi Ed., 1983, p. 246.
54 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
— Respetuosa: incondicionalmente respetuosa hacia la persona del enfermo, de su libertad religiosa, de su momento sacramental, de su ritmo psicológico.
— Humana: basada en la condición del ser humano, frágil. Atenta a valorar cualquier gesto, por simple y natural que sea.
— Acogedora: capaz de comprender la realidad que el enfermo está viviendo.
— Cercana: que sintoniza con «el aquí y el ahora».
— Cálida: que nace del corazón y de la interiorización del dolor y del sufrimiento humanos.
— Comprensiva: «Lo perdona todo. Lo espera todo» (7 Cor, 13).
— Silenciosa: que deja espacios para el silencio.
— Discreta: presencia que sabe ausentarse en el momento justo. Cuando el enfermo tiene necesidad y deseo de estar solo.
Pero la lista no se agota aquí. Es interminable e inagotable, como el amor del que mana.
En la presencia de Dios para convertirse en presencia para el hombre
Para convertirse en presencia para alguien es preciso ponerse en la presencia de alguien.
Antes de visitar a los enfermos busco un espacio para orar y ponerme en la presencia de Dios. Lo miro. Lo contemplo. Le pido que acompañe y bendiga mi visita «porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos» {Le 4,18).
LA PRESENCIA 55
A menudo se lo pido así: «Señor, tú eres la vid, nosotros los sarmientos. Tú recorriste Palestina interesándote por los pobres y por los enfermos. Brindaste tu presencia a los ciegos, a los leprosos, a los impedidos y a los moribundos. No te entretuviste en largas conversaciones con ellos. Al contrario, eras mesurado en tus palabras, en tus gestos y en tus actitudes. No andabas atareado con mil cosas. Y te quedaste con nosotros, presente. Has escuchado y escuchas. De ordinario guardas silencio. Llena, oh Señor, mi ser con tu presencia. Concédeme, como a Tomás, tocar tus manos y tu costado herido, acercándome al sacramento del enfermo. Haz que en él pueda encontrarte a ti para amarte, escucharte y servirte. Amén».
Apoyado en esta Presencia, me encamino al encuentro de otras presencias. Encuentro a María Fernanda que me dice: «Mi padre ha muerto a las cinco de la mañana. Pensé ir a buscar a un sacerdote, pero preferí no apartarme de su lado. Quise permanecer junto a él».
Visito presencias que no hablan: como María, una joven madre de 28 años y tres niños que se encuentra en una situación desesperada.
Aún está consciente, pero no puede hablar. Está rodeada de tubos y de sofisticados aparatos que intentan arrancarla de la muerte. Habla con su mirada profunda, con sus cabellos negros, desordenados y empapados de sudor.
Está muy agitada e inquieta.
Me acerco a ella y la saludo: «Buenos días, María. Soy el capellán del Hospital, me llamo Martín».
Asiente con la cabeza. Su mirada se hunde en mi rostro y en mi corazón. Hay una pausa de intenso silencio. La miro atentamente. Luego le tomo la mano, se la aprieto un poquito, pensando en el sacra-
56 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
mentó de los gestos. Dejo que en este sacramento de la manos unidas se derrame mi afecto y mi comprensión. En sus ojos leo sus palabras: «Tengo miedo. Pienso en mis hijos sin madre. Qué será de ellos cuando falte yo...».
Me siento impresionado, lacerado, como ella. Le aprieto la mano con más intensidad. Le limpio el sudor de la cara. Me quedo a su lado, esperando. Luego, antes de despedirme, le pregunto: «¿Quieres que recemos juntos?». Asiente con una señal de la cabeza.
Confío al Señor su historia, su dolor, sus preocupaciones. Rezo por ella, por su familia, por sus hijos pequeñitos. En la oscuridad y en la incertidumbre de esos momentos, pido la fuerza y el consuelo de esa Presencia que está siempre entre nosotros: «No temáis, no tengáis miedo, que yo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación del mundo».
BIBLIOGRAFÍA
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ELIZABETH KÜBLER-ROSS, On death an dying, MacMillan Publishing, Co. N.Y., 1969.
HENRY NOWEN, // guaritore ferito, Queriniana Ed. Bres-cia, 1983.
VV AA., Presenza nella sofferenza, Ed., Camilliane, Tori-no, 1987.
5 £1 contacto físico
Tom Steinert
El contacto físico es el hilo conductor a través del cual se transmite calor, apoyo y solidaridad. Es un simple y natural instrumento pastoral que muchos evitan o usan con reserva y a disgusto. Es importante descubrir el poder terapéutico de este recurso que Dios nos ha dado, confiando al mensaje de las manos la voz del corazón.
Tiras las huellas de Jesús
Me he preguntado con frecuencia qué efecto me habría causado el poder acompañar a Jesús en su ministerio cotidiano. Mi fantasía lo imagina, seguido por sus discípulos, caminando lentamente por los caminos de Palestina, sumido en la conversación. De improviso se encuentra con un grupo de leprosos. Se oyen voces de alerta: «¡Impuro, impuro!». Los discípulos se apresuran a dejar libre el paso a los cuitados, pero luego, desconcertados, ven que Jesús hace lo impensable. En efecto, Él, despreciando siglos de prejuicios y de tabúes culturales que pesan sobre los leprosos, se acerca a ellos y, sin proferir ni una palabra, mira a uno de ellos a los ojos.
5 8 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Mientras ambos se están mirando, Jesús inicia su acción redentora. El momento se ha hecho propicio para poner de manifiesto la voluntad del Padre. El encuentro entre Dios y el hombre es demasiado profundo como para que pueda traducirse con palabras. Jesús extiende su brazo y toca la cara del leproso; sus dedos acarician el contorno de la mejilla y, luego, van ascendiendo y ordenan dulcemente los mechones de los cabellos desgreñados. Su mano, símbolo de compasión y de fuerza, invita a aquel hombre a un abrazo. Las dos figuras, el sano y el contaminado, Dios y el hombre, se abrazan y son una sola cosa. Sólo ahora emplea Jesús la palabra, y ello para susurrar al oído del redimido: «Vete, y no lo cuentes a nadie».
Luego, Jesús se reintegra al grupo de los que le siguen y lo miran maravillados y mudos. Les ha enseñado algo nuevo sin necesidad de prédica ni explicación: el poder curativo del contacto.
£1 poder del contacto
Recorriendo las páginas del Evangelio, vemos que Jesús hace con frecuencia uso del contacto físico como medio de curación.
«Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a l<i suegra de éste en cama, con fiebre. La tomó de la mano y la fiebre la dejó» (Mt 8,14-15).
Al contacto de su mano resucita la hija de Jairo (Le 8,54) y hace muchos otros milagros.
Del contacto surge la fuerza de la curación. Pero esto no ocurre sólo cuando Jesús toma la iniciativa de acercarse físicamente a los enfermos, sino también cuando son éstos los que tratan de acercarse a él y de tocarle.
EL CONTACTO FÍSICO 59
«En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: 'Con sólo tocar su manto, quedaré curada'» (Mt 9,20-21).
El contacto físico tiene una fuerza propia, un poder propio que va más allá de las palabras.
A través del lenguaje del contacto se comunican los más variados sentimientos. Rencor y rabia son sentimientos que pueden transmitirse a través del poder destructor de un puño cerrado, mientras que tocar y ser tocado son necesidades típicas de las personas enamoradas.
De este modo, como para otras cosas, cada persona tiene la capacidad de escoger cómo usar el poder del contacto. Unos lo usan negativamente para provocar una separación; otros, por el contrario, lo usan de forma positiva fomentando unión y solidaridad. Obviamente, el que se compromete a servir a los enfermos necesita familiarizarse con el inmenso poder de transformación, de ayuda y de consuelo que entraña el contacto.
Algunos factores de influencia
En un primer análisis superficial, la capacidad de acercarse a los demás y de estar junto a ellos por medio del contacto, parece no constituir ningún problema. Después de todo, cada uno de nosotros hemos probado lo agradable y tranquilizador que resulta el contacto con nuestros padres; de niños hemos sido acunados, cuidados y abrazados. El normal desarrollo humano depende del sentido de seguridad y aprobación que vamos recibiendo a lo largo de nuestra infancia, por medio del sentido del tacto.
Por desgracia, conforme vamos creciendo, también vamos tomando conciencia cada día más aguda de
60 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
nuestro propio cuerpo y del de los demás: aprendemos a no violar, a respetar, el espacio de los demás. Aprendemos, a través de intentos y errores, que no podemos tocar a los demás con la misma libertad que en la época infantil. Todo individuo aprende que está rodeado de un «espacio vital» que no puede ser violado sin su permiso.
Muchos de nosotros conocemos por experiencia esa extraña desazón que se siente en los ascensores, donde —bien lo habréis notado— rara vez las personas se miran a los ojos. En general miran hacia abajo, miran los números de los pisos que se iluminan o miran el reloj; con toda seguridad, nadie alarga un brazo para tocar a otro. He ahí por qué un ascensor lleno es una representación típica de personas obligadas a violar «el espacio vital» de los demás. La gente lo tolera porque sabe que tiene un carácter temporal, porque entiende que es una situación inevitable en cuanto parte integrante del vivir urbano. Los individuos se dan cuenta de estar muy cerca de extraños y, al mismo tiempo, se dan cuenta también de que éstos interfieren en su espacio. Consiguientemente, se tiene una irremediable sensación de incomodidad y de fastidio.
La cultura en la que vivimos tiene mucho que ver con la espontaneidad o rigidez de percibir el contacto físico. En Estados Unidos, por ejemplo, los hombres obedecen a un código no escrito según el cual no se deben ni rozar uno a otro. En el mundo del trabajo, cualquier acto que sobrepase el inicial apretón de manos corre el peligro de ser mal interpretado. Existe tal vez una percepción inconsciente que liga el contacto a la sexualidad. En este campo, las mujeres son, por el contrario, mucho más liberales. De todos modos, estas barreras van atenuándose paulatinamente. También a nivel religioso, basta asistir, en el transcurso de la Liturgia dominical, al intercambio del signo de la paz para percatarse de lo que aún queda de tabúes
EL CONTACTO FÍSICO 61
culturales respecto a la intimidad y al contacto en el ámbito de la comunidad: han pasado ya más de veinte años de la introducción del intercambio del signo de la paz en la Liturgia, pero aún hay muchos para quienes este gesto sigue resultando aberrante y fuera de lugar en el contexto del culto. Este rito, que tiene como punto de mira la amistad y la unidad, provoca aún embarazo y rigidez entre muchos católicos. Lo mismo ocurre en las relaciones humanas: el contacto físico provoca aún tensiones, y muchos no se sienten libres o se sienten incapaces de realizar ningún signo de afecto por medio del contacto físico. Esta dificultad tiene su explicación en la historia personal y familiar vivida, como también en la educación recibida que recomendaba evitar las «amistades particulares» y subrayaba la importancia y el valor de la virtud de la modestia.
El crecimiento hacia la madurez implica un justo equilibrio en el uso y en la práctica del contacto físico. Debemos respetarnos los unos a los otros, reconocer la dignidad que tiene cada uno en cuanto hijo de Dios, no olvidar que nuestro cuerpo y el de los demás deben ser considerados como templos del Espíritu Santo.
Si nuestra personal actitud hacia el contacto es demasiado rígida y embarazosa, nos estamos privando del inmenso poder de confortarnos y alimentarnos unos a otros. Un gesto de apoyo o un apretón de manos pueden transmitir lo que sentimos por el otro y ser más elocuentes que mil palabras.
El contacto: un precioso recurso pastoral
Es sobre todo a nivel ministerial, en la relación con los que sufren y con los moribundos, donde somos llamados a descubrir y a dar el don de esa medicina que cura y sana.
62 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Jamás olvidaré la impresión que recibí cuando, recién ordenado sacerdote, tuve la oportunidad de celebrar el sacramento de la Unción de los enfermos. En el momento de poner mis manos sobre la cabeza del paciente, rogando en silencio que el Espíritu descendiera sobre aquel hombre, éste rompió en un profundo llanto. Por un instante, el sentimiento de alienación y de miedo, el pánico y la desesperación, ceden el puesto al poder de la paz del Señor: Dios se deja sentir íntimamente cercano.
¡Qué privilegio el de poder participar en/de esos momentos sagrados en que la criatura se siente inundada por la presencia de su creador! La energía, la fuerza espiritual transmitida a través del contacto no se puede medir en términos humanos, y no se reduce en exclusiva a la administración de los sacramentos.
Todo encuentro pastoral puede ofrecer la oportunidad de llegar hasta el paciente, también por medio del contacto físico, de gestos humanos que hablen de aceptación, de comprensión y de solidaridad.
¿Quién puede saber lo que ocurre cuando tenemos entre nuestras manos las de un paciente anciano despavorido? El contacto, la unión con los demás, es un mensaje que les comunica que no están solos en el universo. ¿Quién puede cuantificar el valor de un abrazo que se da a quien ha perdido al esposo, cuando la única cosa que tiene en torno suyo, su mundo, son nuestros brazos? Cuando las palabras ya no tienen significado, cuando ya no existe plegaria que pueda ayudarles en su agonía, debemos ser capaces de abrazarlos, a ellos y a su dolor. En el don del contacto nos hacemos uno con el Cristo que sufre. Como en el silencio un abrazo habla de amor, del mismo modo en el dolor la intimidad de una presencia habla de humanidad y de amparo.
EL CONTACTO FÍSICO 63
En las manos de Dios
Dios nos ha creado con manos para que éstas sirvan para transmitir la voz del corazón. Las mismas manos que usamos para comer, para vestirnos, para escribir, para saludar, son las manos que tendemos al que sufre, para estar cerca de él, para testimoniarle la presencia del Dios invisible. El Señor se sirve de nuestras manos consoladoras para acariciar, tocar y sostener a sus criaturas.
En cada uno de nosotros reside el poder de consolar y de ser consolados, de tocar y de ser tocados, de abrazar y de ser abrazados, porque cada uno de nosotros habita en Dios, y Dios habita en cada uno de nosotros, como nos recuerda el siguiente mensaje:
La ternura de Dios
Esta noche tuve un sueño. Soñé que caminaba por la playa en compañía del Señor. En la pantalla de la noche se proyectaban todos los días de mi vida.
Miré hacia atrás y vi que por cada día de mi vida proyectada en el filme aparecían huellas sobre la arena: una huella mía y otra del Señor.
Seguí caminando adelante, hasta que todos mis días se agotaron.
Me paré entonces, mirando hacia atrás, y vi que en algunos sitios había sólo una huella... Coincidían estos sitios con los días más aciagos de mi vida: los de mayor angustia, los de miedo mayor y los de mayor dolor...
64 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Y pregunté entonces: «Señor, tu dijiste que ibas a estar conmigo todos los días de mi vida, y yo acepté vivir contigo. ¿Por qué me dejaste solo, justo en los peores momentos de mi vida?»
Y el Señor me respondió: «Hijo mío, yo te amo. Te aseguré que estaría contigo a lo largo de todo el camino, y que no te dejaría solo ni un segundo... Y lo he cumplido...
Los días en que has visto una huella sola sobre la arena, han sido los días en los que te he llevado en mis
brazos».
(Anónimo brasileño)
BIBLIOGRAFÍA
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FAST, JULIUS, Body Language, M. Evans and Company, Inc., New York, 1970.
HAMILTON, ELEANOR: «Skin Hunger, We All Have It: Ma-gical Powers of Touch», Science Digest, vol. 85: 8-11, February 1979.
6 £1 silencio
Ademar Rover*
Seguramente, nada ha alterado tanto la vida del hombre de hoy como la pérdida del silencio. Vivimos en un mundo agobiado de ruidos: el silencio ya no está en casa, está en el exilio. Con la pérdida de este espacio vital es difícil encontrar a Dios, encontrarnos a nosotros mismos y encontrar al prójimo. En la pastoral es también importante este espacio: las palabras del operario pastoral reciben fuerza y autenticidad del silencio en el que están inmersas.
Las mil voces del silencio
El silencio habla con su voz, con sus mil voces. A veces son voces que tienen sentido, otras veces no tienen nada que decir: hay silencios cargados de esperanza y silencios cargados de vacío. Massimo Baldini, en su libro Las palabras del silencio, ha esbozado un interesante inventario. «Existen todas las formas posibles de silencio. Hay un silencio de clausura, un si-
* Ademar Rover ha trabajado como capellán en diferentes hospitales de Sao Paulo, Brasil.
66 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
lencio de reserva, un silencio de mortificación, un silencio de amenaza, un silencio de cólera, un silencio de rencor. Pero hay también un silencio de aceptación, un silencio de promesa, un silencio de donación, un silencio de posesión. Hay un silencio que soporta el peso de todos los recuerdos sin evocar ninguno de ellos, un silencio que tiene en cuenta todas las posibilidades sin optar por ninguna de ellas.
Hay un silencio pesado que me oprime de tal manera que la más pequeña palabra sería para mí una liberación, hay un silencio frágil cuya ruptura temo, hay un silencio en el que rechina una hostilidad irritada por no encontrar medios lo suficientemente fuertes como para manifestarse, hay un silencio de la amistad plena, feliz de haber superado todas las palabras y de haberlas vuelto inútiles. Hay un silencio de admiración y un silencio de desprecio»1.
El silencio tiene su lenguaje propio, una variadísima gama de mensajes que se entrechocan a diario en las relaciones humanas. Pero, hoy en día, el eco del silencio se disuelve ante el acoso del estruendo. Es preciso tomar nota de que el silencio ha sido expulsado de sus antiguas moradas del corazón. Hoy reina, soberana, la cultura del ruido.
El ruido del mundo
La sociedad en la que vivimos está agobiada de afanes, preocupaciones materiales, stress..., que han tomado la iniciativa desplazando al hombre. El agobio del tráfico, la confusión de la ciudad, la televisión constantemente encendida, etc., son signos evidentes de que el estruendo ha llegado a ser el nuevo becerro de oro,
1 Lovelle, Louis, La parole et l'Ecriture, París, 1947, p. 143.
EL SILENCIO 67
el nuevo ídolo de nuestro tiempo. Baste pensar en el hecho de que muchos jóvenes son incapaces de estudiar, de concentrarse, sin la constante presencia de sonidos, músicas y ruidos.
Incluso los ambientes tradicionalmente tranquilos y silenciosos, como las playas, las montañas, los bosques... han sido invadidos y deformados por el estrépito de los aparatos de radio, que se han convertido en inseparables compañeros de viaje.
Las consecuencias de este clima agitado y estresante son deletéreas, tanto desde el punto de vista físico como psíquico-espiritual.
A nivel físico, es buena prueba de ello el creciente número de infartos, incluso entre los jóvenes, y el reciente desarrollo de otras enfermedades debidas a factores ambientales.
A nivel psíquico, la persona, agobiada por ruidos continuos, pierde la capacidad de ponerse en contacto consigo misma y con la parte más profunda de sí misma.
Las interrogantes del espíritu quedan también desatendidas y sin respuesta.
De este modo, el hombre de hoy se encuentra preso en una telaraña de sentimientos sin entender el porqué, sin lograr esclarecer su situación, y se encuentra también dominado por una turbamulta de deseos desviados, sin posibilidad de orientarlos responsablemente.
La persona se arrastra en pos de estas escorias interiores, incapaz de infundirles un alma, y ello porque se encuentra distraída por los estímulos externos que acaparan toda su atención.
En este contexto, la experiencia hospitalaria, el encuentro con la enfermedad, puede convertirse en el lugar en el que uno encuentra su propio silencio, y
68 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
en el que se deben escuchar las palabras que el silencio susurra.
El significado del silencio
No es fácil dar una definición unívoca del silencio. Depende del contexto en el que es vivido.
Alguien lo ha definido como la ausencia de ruidos. Pero ésta es una definición demasiado reductora y simplista. El silencio, más que ausencia de algo, es, ante todo, una presencia.
Alguien ha hablado del silencio como ausencia de toda actividad. Pero es erróneo entender el silencio como mera pasividad.
En las relaciones, puede constituir una presencia activa de escucha que nace del corazón y que ayuda a comprender mejor la realidad.
El silencio, tanto en la vida personal como en la interpersonal, puede tener diversos matices que, como sugiere Colombero, unas veces son positivos y otras negativos:
«Existe el silencio del desierto y de la esterilidad, el silencio de quien ha desertado del encuentro con las cosas y con las personas, de quien no tiene nada que decir ni nada que escuchar, de quien vive en una cápsula sin amar nada ni a nadie. Este silencio da miedo y pena.
Pero existe también el silencio fértil y creativo, el silencio con el que crece la vida. Para algunas personas, el silencio es un momento creador, uno de los momentos más genuinos de la naturaleza humana, el lugar privilegiado en el que se encuentra uno consigo mismo, se reconoce, toma conciencia y posesión de sí, de la propia libertad, de las energías propias, de
EL SILENCIO 69
los propios valores y de la vocación propia. Aquí, el silencio cambia de nombre y se llama vida interior»2.
El silencio forma parte de nuestra comunicación y tiene su puesto en la vida del hombre. A lo largo de las páginas de la literatura, de la filosofía, de la psicología, de la música y de la poesía es perfectamente reconocible la presencia del silencio.
De modo particular, tiene un papel de importancia primordial en la espiritualidad, tanto dentro como fuera del cristianismo. El silencio es sentido como una necesidad, como una oportunidad para dialogar con uno mismo y con Dios, como un espacio privilegiado del que surgen la fuerza interior, las intuiciones, una renovada perspectiva de la realidad.
En el silencio es donde Dios habla al corazón del hombre. Aquí, el silencio se convierte en una morada habitada por la escucha. El silencio mismo nace del reconocimiento de las limitaciones humanas, del reconocimiento de que nuestros problemas llegan más allá de lenguaje.
En un cierto sentido, nuestras palabras, para ser profundas, deben hundir sus raíces en nuestros silencios. La calidad de nuestras palabras está ligada a la calidad de nuestros silencios.
«Hay algunos que parecen estar en silencio, pero juzgan a los demás en su interior: éstos están hablando sin cesar. Otros, por el contrario, se ven precisados a hablar de la mañana a la noche, pero, en realidad, custodian su silencio, porque no dicen nada que no sea de alguna utilidad espiritual» (Abba Poe-men)3.
2 Colombero, G., Dalle parole al dialogo, p. 157. 3 Hausherr, Solitudine e vita contemplativa secondo l'Esicasmo, Bres-
cia, 1978, p. 59.
70 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
El sentido del silencio depende del modo de vivirlo: hay silencios plenos de riqueza y los hay empapados de pobreza; silencios hechos de presencia o de ausencia, silencios que son una cárcel y silencios que se transforman en contemplación.
El silencio en la relación pastoral Las conversaciones humanas están hechas de pa
labras, pero también de silencios. Existen los silencios del enfermo que anticipan largas esperas, que acompañan la soledad de una pérdida, que enmascaran mil pensamientos que se amontonan en la mente. (Piénsese en el llanto de una madre que ha perdido otra vida en su seno, en el tormento de un padre cuyo hijo se ha suicidado, en la tristeza de una familia que ve cómo se consume y se apaga progresivamente un ser querido) Existen los silencios del operario pastoral que sabe callar ante las tragedias humanas, que sabe esperar en un intento de favorecer la iniciativa del otro, que deja espacio para la gracia de Dios.
El silencio no se improvisa. Es preciso educarse para el silencio. En realidad, sabe hablar quien sabe también callar. Callar, para permitir que se manifieste el otro, que confíe lo que lleva dentro, eso que tanto pesa y que tiene necesidad de ser compartido.
Hay momentos en la vida, especialmente ante una prueba o un gran dolor, en los que el silencio se convierte en el signo más profundo del respeto, en el gesto más humano y cristiano de la presencia.
Este silencio no turba, conforta; las palabras surgirían con facilidad y contribuirían tan sólo a hacer más dolorosa la herida, mientras que el silencio habla de humanidad y de pobreza. Una pobreza que crea solidaridad entre el personalmente golpeado por el sufrimiento y el que opta por estar presente, cercano.
EL SILENCIO 71
El agente pastoral comprende el valor del silencio en estas situaciones y aprende a aceptarlo y a amarlo como un momento sagrado de unión.
Todo silencio tiene su historia, y el operario se esfuerza por interpretar su sentido y su mensaje.
A veces, el silencio del enfermo es manifestación de miedo o angustia; otras, de rencor y resentimiento; y otras, de depresión y renuncia. El operario trata de acercarse con delicadeza al que sufre y trata también de discernir cuándo debe ofrecer un estímulo para animar la manifestación de los estados de ánimo, cuándo debe expresar con el contacto humano ese calor que las palabras no tienen, cuándo debe respetar los espacios de reflexión de los que el enfermo necesita para madurar sus opciones, para clarificar su mundo interior y orientar positivamente sus propios recursos.
Algunas puntualizaciones específicas
En la dinámica del encuentro pastoral ocurre con frecuencia que a un intercambio inicial o a una conversación superficial sigue una pausa de silencio.
El operario ansioso tiende a romper ese silencio con preguntas, con comentarios o redundancias que sirvan para romper la situación embarazosa del momento.
Esta urgencia por decir algo nace de la dificultad de soportar el silencio, interpretado como un juicio sobre la propia capacidad comunicativa o como una amenaza a la necesidad de controlar la andadura del diálogo.
La auténtica compañía pastoral deja al otro la iniciativa de hablar de sí mismo, según su ritmo y sus exigencias.
72 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Para facilitar la comunicación con el otro, el operario recurre al lenguaje no-verbal (postura física, mirada, cercam'a, expresiones del rostro), que sirve para demostrar interés, aceptación, disponibilidad para la escucha.
El diálogo está hecho tanto de silencio y de espera como de palabras.
La preocupación por mantener la conversación comporta, con frecuencia, el riesgo de hacer demasiadas preguntas de escaso valor que sólo sirven para llenar los vacíos y que, a menudo, no interesan ni a quien las hace ni a quien van dirigidas.
Un criterio pastoral útil es el de hacer preguntas que resulten de utilidad al enfermo en su proceso de crecimiento y de autocomprensión.
Cuando se hacen preguntas, es preferible hacer preguntas abiertas y no cerradas:
— Pregunta cerrada: «¿Se ha sentido muy mal después de la operación?».
— Pregunta abierta: «¿Cómo se ha sentido después de la operación?».
Es preferible también la pregunta indirecta a la directa:
— Pregunta directa: «¿Cómo se siente, sabiendo que deberá estar un mes en el hospital?».
— Pregunta indirecta: «Me imagino que le resultará difícil tener que estar un mes en el hospital, lejos de casa y de sus ocupaciones».
Es importante estar atentos para que las intervenciones propias no vengan dictadas por el malestar que se experimenta ante el silencio, y para que las preguntas que se hacen no sean una manera de satisfacer inconscientemente necesidades y exigencias propias, eso
EL SILENCIO 73
que en el lenguaje analítico se llama «contratransferencia». En las relaciones de ayuda merecen una atención específica las pausas en el diálogo:
«Respetar las pausas de silencio es dejarlas a disposición del que habla para que pueda recogerse, sentirse a sí mismo, revivir lo que narra, rehacerse de la tensión emotiva, traer a la memoria lo que quiere decir, ordenar sus pensamientos, organizarlos según un criterio de precedencia, verificar si el comportamiento del que escucha presenta siempre la atención y la empatia necesarias para continuar. Las pausas de silencio, en un coloquio, tienen una misteriosa solemnidad: confieren a las frases dichas una suerte de depuración, y dan a los dos interlocutores la posibilidad de re-escuchar en silencio el eco de esas mismas frases y de profundizar en ellas, tanto si hablan de alegría como si expresan dolor»4.
Además, y más allá del silencio de la presencia, es preciso valorar el silencio de la separación, de la ausencia.
Dejar al enfermo significa dejar espacio para Dios y para que se encuentre más íntimamente a sí mismo y su misterio.
El silencio de Jesús
Jesús amaba el silencio, vivía en su compañía y retornaba a él a fin de sacar fuerzas para su ministerio.
El aspecto más singular de la vida de Jesús es el hecho de haber callado prácticamente durante treinta años, consagrando a la palabra únicamente tres.
4 Colombero, G., op. cit., p. 171.
74 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
En Él habitaba el silencio. Lo escogió como compañero antes de comenzar su misión terrena, retirándose al desierto durante 40 días; lo amó y lo practicó con predilección repetidamente a lo largo de su ministerio, refugiándose en la tranquilidad de las montañas, en la paz del lago o del desierto, para lograr una unión más profunda con el Padre y con los hombres.
El silencio sirve de marco para alguno de sus encuentros más significativos: con la Samaritana (Jn 4,7-30) o con la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11). El silencio entra a formar parte de sus momentos más difíciles: en Getsemaní, ante el Sanedrín, ante Pi-lato, durante la Pasión. «Entonces se levantó el Sumo Sacerdote y, poniéndose en medio, preguntó a Jesús: '¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?' Pero él seguía callado y no respondía nada» (Me 14,60-61). En Cristo habitaba el silencio de la misericordia, el silencio del sufrimiento y el silencio de Dios.
Jesús calla porque salva, no sólo por medio de la Palabra, sino también por medio del Silencio.
BIBLIOGRAFÍA
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COLOMBERO, Giuseppe, Dalle parole al dialogo, Ed. Paoline, Milano, 1987.
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LECLERCQ, J., Silenzio e parola nella mística cristiana di ieri e di oggi, en W.AA., Roma, 1979.
GUARDINI, Romano, Virtü, Morcelliana, Brescia, 1972.
7 La confrontación
Arnaldo Pangrazzi*
La palabra «confrontación» suscita en no pocos un cierto desasosiego y nerviosismo. En parte, ello es debido a que algunos identifican la confrontación con la agresión, con la rabia, con una acción punitiva. En consecuencia, es evitada porque produce una especie de intimidación. Se prefiere criticar, censurar o calumniar al prójimo, pero no confrontarlo. En realidad, no se enfrenta uno con otro para humillarlo, sino para mejorarlo. La confrontación constituye uno de los signos más auténticos de amor. Todo depende del espíritu, es decir, del modo en que se haga. Cuando se inserta en la relación como una dimensión de genuino interés por el otro, puede ayudar más que cualquier otra cosa a crecer y madurar.
Cuando la confrontación conduce al autoexamen
El señor Lovati era vicepresidente de una compañía de transportes. Un persistente malestar, al que siguió un inesperado diagnóstico de tumor, le obligó
* Arnaldo Pangrazzi es supervisor de formación pastoral clínica en el «Camillianum», Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria de Roma.
76 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
a dejar el trabajo. La prolongada enfermedad, los gastos afrontados en terapias ordinarias y en «viajes de esperanza» fueron consumiendo gran parte de sus ahorros.
El padre Mario, coadjutor del párroco, una vez enterado de la situación, fue a visitarle a su casa.
El señor Lovati estaba postrado en un estado de gran debilidad en el que también tenía que ver una reciente intervención de colostomía.
Tras un primer intercambio de saludos y de información, el paciente se puso a hablar de su condición concreta. Aludió veladamente a la posibilidad de que las cosas pudieran ir a peor y a que, tal vez, ya no había remedio para él.
El padre Mario, urgido por su excesivo celo de acelerar los tiempos, cogió la pelota al vuelo e intervino diciendo: «Señor Lovati, usted ha aludido con claridad a la poca vida que tal vez le queda. Yo estoy seguro de que, dada su condición, habrá pensado también en la muerte. Y me pregunto si habrá tenido oportunidad de prepararse para este paso».
En este momento, el paciente, sorprendido y herido por las palabras del sacerdote, se puso en pie y, en tono resentido, exclamó: «Ustedes, los curas, de lo único que se preocupan es de lo que me va a suceder después de muerto. Ni siquiera sé si hay un más allá, pero no me interesa. Si el Dios de ustedes es tan bueno, ¿por qué no hace algo para solucionar los problemas reales de mi vida?». Y, dicho esto, pasó a enumerarlos: no le quedaban muchos días de vida y estaba atormentado por el pensamiento de dejar a la familia en una precaria situación económica; la mujer no tenía trabajo; la casa era demasiado grande y costosa para ellos; la hija se vería obligada a dejar sus estudios y a buscarse un trabajo... Cuando hubo terminado, rogó al visitante que se fuera y lo dejara solo.
LA CONFRONTACIÓN 77
El padre Mario salió desconcertado del encuentro. «¿Pero qué ha pasado?», se preguntaba. De vuelta a la rectoral, comenzó a darse cuenta de que no había escuchado las necesidades del señor Lovati.
Había tratado de imponer sus criterios y sus preocupaciones, sin conocer ni dar acogida a los criterios y preocupaciones del otro.
El señor Lovati estaba preocupado por las consecuencias que su muerte iba a acarrear a sus seres queridos, mientras que el padre Mario se empeñaba en prepararlo para su destino eterno.
Aquella inesperada reacción le hizo reflexionar sobre su manera de practicar el encuentro; el autoexa-men que surgió de esta reflexión le iba a cambiar radicalmente.
La relación entre confrontación y conflicto
Toda persona ha recibido ciertos dones que la distinguen de las demás. Estos dones o capacidades, en conexión con múltiples campos, constituyen el poder que tiene un individuo.
Toda persona tiene conciencia de la necesidad fundamental que le impulsa a entrar en relación con los demás, a sentirse comprendida y amada por alguien: en esto se refleja nuestra exigencia de intimidad.
Estas dos fuerzas, el poder y la intimidad, son importantes claves de lectura de la existencia humana.
Unos se preocupan por incrementar el poder propio, descuidando la dimensión de la intimidad; otros buscan desesperadamente el amor, perdiendo de vista la propia potencialidad y el propio valor.
La madurez está ligada a la capacidad de mantener en equilibrio estas dos dimensiones de la vida. La
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confrontación se sitúa en este contexto y, en su mejor expresión, es la integración de la fuerza y de la capacidad de relación de una persona.
Confrontar significa «hablar» la verdad con amor; es decir, comunicar algo (objetivo-poder) a alguien (relación-intimidad), sin sacrificar ni lo uno ni lo otro.
Con frecuencia, la confrontación surge de una situación de conflicto entre personas, a causa de la diversidad de objetivos o de valores, o de la divergencia de metodología, o del contraste de expectativas y necesidades. El conflicto es una parte natural y esencial de la vida: no es ni bueno ni malo, su valor depende del uso que de él se haga.
Las actitudes que se pueden adoptar ante una situación de conflicto son diversas:
— La fuga: La persona rehusa la confrontación, porque teme sus consecuencias. Falta la disponibilidad tanto para arriesgarse (poder) como para establecer una relación de confianza (intimidad).
La fuga no ayuda a nadie: no representa un modo de resolver el conflicto, sino de evitarlo.
— El ataque: La persona parte de este presupuesto: «La razón la tengo yo, y tú estás equivocado»; en otras palabras: <<Yo gano, tú pierdes».
El esfuerzo se centra en conseguir el propio objetivo (poder), aunque el modo de proceder vaya en menoscabo de la relación (intimidad).
— La renuncia: El conflicto es interpretado como una amenaza para la relación. El interesado prefiere renunciar al propio valor o punto de vista (poder), con tal de salvaguardar la amistad y la relación (intimidad). Ser aceptado por el otro es más importante que hacer valer la verdad propia.
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— El compromiso: En este caso la estrategia consiste en encontrarse a mitad de camino, dando por consabido que «yo tengo una parte de la verdad y tú tienes otra parte de la verdad». El deseo de resolver las diferencias y de cooperar puede conllevar el sacrificio parcial de elementos importantes de la verdad.
— La confrontación: La persona que opta por esta actitud desea mantener la relación (intimidad), pero quiere también honestidad e integridad en esa relación (poder). Esta manera de relacionarse combina el respeto hacia el otro con la capacidad de transmitirle lo que uno siente, piensa y observa.
Analizando el perfil de opciones expuesto, es necesario tomar nota de que la tendencia a anclarse en un rígido modelo de comportamiento no sirve de nada. Es preciso estar en disposición de adoptar varias metodologías para afrontar el conflicto, de acuerdo con la situación.
Jesús mismo hizo uso de diferentes modos de acercamiento:
• se retira cuando la gente de Nazaret rechaza su mensaje (Le 4,14-30);
• ataca a los que han convertido la casa del Padre en zoco de mercado (Me 11,11-19);
• permanece en silencio durante el interrogatorio ante el Sanedrín: «Él callaba y no les respondía nada» (Me 14,61);
• confronta (se enfrenta) a quienes quieren lapidar a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,7-10).
El que esté sin pecado, que tire la primera piedra
Jesús es el modelo de la persona que sabe «con-
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frontarse» y dar la cara. Su confrontación hunde las raíces en su amor por la verdad y por la justicia.
Es libre para confrontarse con cualquiera, sea amigo o enemigo. Repasando las páginas del Nuevo Testamento, se puede puntualizar esta idea.
— Se encara con los apóstoles: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, será esclavo vuestro» (Mt 20,26-27).
«Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis...» (Le 18,15-16).
«Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Le 22,48).
«Te digo, Pedro: no cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces» (Le 22,34).
— Se encara repetidas veces con los fariseos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21).
«Vosotros, los fariseos, purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad. ¡Insensatos!» (Le, 11,39-40).
«Simón, tengo algo que decirte...» (Le 7,40).
— Se encara con los ricos y con los enfermos: «Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sigúeme» (Le 18,22).
«¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» (Le 17,17).
— Se encara con el demonio: «Está escrito: adorarás al Señor tu Dios, y sólo a él darás culto» (Mt 4,8).
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Una breve reflexión sobre un pasaje, entre otros muchos del Evangelio, puede servirnos de guía para comprender el estilo de confrontación mejor de Jesús (Jn 8,3-11):
— Los escribas y fariseos le presentan a una mujer sorprendida en adulterio, «para tentarle» (Jn 8,6).
— Jesús ve sus intenciones y escucha sus acusaciones. En principio, les hace frente con su silencio. Tras su insistencia, les encara con la verdad: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (Jn 8,7).
— Respuesta a la confrontación: «Al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos» (Jn 8,9).
— Entonces pregunta a la mujer: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Y ella respondió: «Nadie, Señor» (Jn 8,10-11).
— Jesús le ofrece su amor y su perdón: «Tampoco yo te condeno»; y la encara con su responsabilidad: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,11).
Confrontar y ser confrontados
En muchas ocasiones en el curso de su vida, Jesús se enfrentó a los demás, aun a riesgo de quedar solo contra todos. En otras tantas ocasiones se dejó confrontar por diversos interlocutores:
«¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).
«Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (Jn 11,21).
«¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» (Jn 12,5).
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Su ejemplo es una invitación a potenciar no sólo la capacidad de «confrontar», sino también la de dejarse confrontar, convencidos de que el prójimo está contribuyendo a nuestro proceso de maduración humana y cristiana.
En nuestra vida relacional y profesional no podemos pretender ser siempre competentes en todo, ni poseer toda la, verdad, ni comportarnos de manera impecable. Se necesita coraje y humildad para reconocer que el amor se transmite a través de la verdad, dada y recibida limpiamente.
No basta con tener la libertad de enfrentarse a los demás. Es necesario cultivar el arte y la disponibilidad para aceptar positivamente la confrontación. Los hay que se revuelven, se enojan y contraatacan, perdiendo así la oportunidad de valorar la contribución que puede surgir de la escucha y de la apertura al otro.
El que trabaja, por ejemplo, en el mundo de la sanidad está expuesto constantemente a la confrontación con el enfermo, con sus mensajes verbales y no verbales, y es requerido a enfrentarse con su propia vulnerabilidad personal y con la muerte.
El operario sanitario tiene también la oportunidad de «confrontar» al enfermo cuando ello sea necesario, y de animar el nacimiento de fermentos nuevos en su acercamiento a la enfermedad.
Por lo demás, el compromiso institucional exige el valor de hacer llegar a los responsables situaciones de injusticia, de carencias y de irresponsabilidades, a fin de mejorar los servicios.
La vida de cada día está salpicada de comportamientos y situaciones negativas cuya mejora depende del valor de alguien que esté dispuesto a dar preferencia a la verdad, con claridad y con honestidad.
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Oportunidades pastorales para la confrontación
La enfermedad y la hospitalización representan para el enfermo una ocasión para confrontarse consigo mismo, con sus valores y con su humanidad.
A veces, la persona emerge de este encuentro dotada de una más profunda valoración de las cosas, de un cuidado más esmerado de la salud, de una renovada sensibilidad ante los valores del espíritu.
En otras ocasiones, la experiencia de la enfermedad, muy especialmente si es crónica o terminal, engendra amargura y resentimiento.
La persona no sabe resignarse positivamente a una vida truncada y desahoga la propia frustración contra Dios, considerado, directa o indirectamente, como responsable de lo sucedido; o contra el destino injusto; y dice: «¿Por qué me tenía que pasar esto justamente a mí?».
El operario pastoral, por medio de la escucha, de la introspección y de la confrontación, puede conducir al paciente a una evaluación más realista de la vida, a una integración más madura de la fe, a una relación más personal con Dios.
Ante todo, da la oportunidad a la persona de desahogar los propios sentimientos y las heridas propias, para, luego, acompañarla en el proceso de reflexión.
Muchos viven una concepción un tanto ingenua de la fe, basada en el principio según el cual, si uno se comporta bien, Dios lo protegerá de todo mal; si uno reza, Dios lo tendrá a salvo de la adversidad.
El operario ayuda al enfermo a descubrir que la fe no está ahí para protegernos contra el sufrimiento, sino para educarnos a vivir con el sufrimiento; le ayuda también a descubrir que no es Dios quien causa el dolor, sino que está presente en nuestro dolor.
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Además, el operario pastoral usa la confrontación para asistir al enfermo en el trance de afrontar la enfermedad. Esta confrontación se desarrolla en tres direcciones:
1. Ayudar al enfermo a asumir sus responsabilidades ante la enfermedad
Con frecuencia, la enfermedad es provocada por la persona misma, por sus hábitos o abusos. Pero, sea autoprovocada, sea efecto de otras causas, la enfermedad, una vez presente, debe ser afrontada con responsabilidad, no censurando a los demás ni abandonándose a la desesperación. Esto exige en el individuo una motivación para ayudarse, y la voluntad de curar.
2. Movilizar los recursos individuales
El enfermo puede correr el riesgo de llegar a ser excesivamente dependiente de los demás. El operario pastoral, al descubrir esta actitud, debe apelar a los recursos de la persona para afrontar las dificultades. Por medio del diálogo intenta individualizar y movilizar aquellos resortes que pueden contribuir a la recuperación de la salud, a una imagen más madura de sí mismo, a una actitud más dinámica ante la enfermedad. Entre esos recursos o resortes están: la fe y la fuerza interior de la persona, el espíritu de iniciativa, la esperanza, el optimismo, la paciencia, el compromiso familiar, la apertura al prójimo, la confianza en el personal sanitario, y así sucesivamente.
3. Cultivar la espiritualidad de la persona
«¿Por qué justamente a mí?» Esta es la pregunta más frecuentemente formulada por quien se siente inesperadamente golpeado por la adversidad. Por el contrario, muy raramente se oye esta otra pregunta, tan
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obvia como la anterior: «¿Y por qué no a mí? ¿Acaso soy mejor que los demás?».
El simple hecho de hacerse estas preguntas podría cambiar la perspectiva de las cosas. Ante el sufrimiento, el enfermo se da cuenta de la crisis de su visión de la vida y de su seguridad en el mundo.
Esta crisis está dotada de una capacidad contruc-tiva: la muerte de algunas certezas puede hacer que broten otras verdades escondidas.
El operario pastoral tiene la oportunidad de estar presente y ser el compañero en este itinerario de evolución espiritual.
Ante las dudas expresadas o ante las preguntas difíciles, él es quien conduce al paciente a profundizar en las raíces de la fe, a valorar las relaciones humanas, a confrontar de un nuevo modo los viejos desafíos de la existencia.
En el curso de la conversación, el operario contribuye a la reflexión del enfermo, sirviéndose de inestimables estratagemas, tales como: la pregunta directa, algunas observaciones específicas, algún comentario sobre contradicciones patentes, la participación en confianza de algún sentimiento propio o de alguna reacción personal.
Condiciones para la confrontación
La confrontación es un arte que se aprende practicándolo. Es un arte que requiere coraje, atención y confianza. Sin confrontación, las personas corren el peligro de estancarse, porque les faltan los estímulos necesarios para examinarse y mejorarse.
El objetivo de la confrontación es el de favorecer en el otro una conducta más fructífera, no el de su-
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mirlo en la confusión ni el de poner de manifiesto sus limitaciones.
Para conseguir este objetivo, la confrontación se debe hacer discerniendo el tiempo oportuno y ofreciendo la verdad con educación y nitidez.
La confrontación requiere algunas condiciones específicas:
— El empeño o la disponibilidad para comprometerse más con la persona confrontada. No basta comunicar la propia verdad; es necesario un espacio para buscarla juntos y un tiempo para decantarla mejor.
— La confrontación demanda un clima de confianza entre los interlocutores. Es necesario disponer de una base de confianza antes de arriesgarse, demostrar auténtico interés por el otro antes de confrontarlo, preparar un contexto de apoyo antes de criticar.
— La confrontación requiere una capacidad en el otro para aceptar el conflicto. La confrontación no trata de humillar, sino de mejorar. Es una invitación a explorar valores, comportamientos y reacciones.
— La confrontación eficaz ofrece el máximo de información útil con el mínimo de stress. Cuando se quiere a alguien, se le ofrece la verdad de manera caritativa, clara y constructiva.
— La confrontación se basa en la observación, no en las conclusiones; en la descripción, no en los juicios; en la información, no en la valoración.
Cuando se dan estas condiciones, la confrontación ayuda a las personas a conocerse mejor a sí mismas y a realizar las potencialidades humanas propias.
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La segunda visita al señor Lovati
La aventura del padre Mario con el señor Lovati no terminó allí. El vicepárroco había salido de la confrontación conturbado, pero no destruido.
Se puso de inmediato a pensar muy en serio sobre las preocupaciones expresadas por el paciente. Unas dos semanas después, el padre Mario está llamando a la puerta de la familia Lovati.
La mujer, al verlo, no quiere, en principio, dejarle pasar. El sacerdote le suplica: «Señora, bien sé que la vez anterior irrité a su marido, pero he venido para excusarme y pedirle perdón».
Secundando sus buenas intenciones, la mujer le deja entrar y lo conduce hasta la habitación de su marido. El señor Lovati está en cama y tiene un semblante muy pálido y débil. El padre Mario se acerca a él con estas palabras: «Buenos días, señor Lovati. He venido para pedirle perdón por lo que sucedió la vez pasada. Siento haberle ofendido. Durante estos días he tratado de hacer algo en relación con lo que tanto le preocupa. Así es que, en lo relativo a sus dificultades económicas, me he interesado ante una agencia de negocios, buscando la posibilidad de un trabajo para su mujer. El vicepresidente se ha mostrado dispuesto a admitirla en cuanto ella esté dispuesta a empezar; ese empleo asegurará un salario para la familia. En cuanto a su preocupación por no poder mantener la casa, hemos logrado encontrar un apartamento confortable en una zona no muy lejana a la empresa en la que trabajará su mujer.
Un grupo de jóvenes de la parroquia está a su disposición para efectuar el traslado de los muebles y demás enseres, sin coste alguno por parte de usted. El precio de la venta de la casa, depositado en un banco, garantizará con creces que su hija continúe sus
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estudios en la universidad. Para realizar todo esto, me falta tan sólo su consentimiento: quisiera contribuir a aliviar su angustia, asegurándole que su mujer y su hija estarán en buenas manos».
El señor Lovati, conmovido, se llevó un pañuelo a los ojos y se puso a llorar como un niño. A la amargura había seguido el amor.
Podía morir en paz, sabiendo que la comunidad se había reunido en torno a él y a su familia para testimoniarle comprensión y solidaridad.
BIBLIOGRAFÍA
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BRUNO GIORDANI, La Psicología in funzione pastorale, An-tonianum, Roma, 1981.
BERENSON, B.; MITCHELL, K., Confrontation: for better or worse, Amherst, Mass., 1974.
8 La catequesis
Domenico Casera*
Tras el Concilio Vaticano II, la catequesis, entendida como evangelización, ha adquirido un papel de importancia primordial. Ante las interrogantes provocadas por el encuentro con el sufrimiento, el mensaje cristiano tiene un punto concreto de referencia: Cristo. El operario pastoral se hace evangelizador anunciando a Cristo, visitando a los enfermos, manteniéndose abierto al diálogo, expresándose en un lenguaje comprensible y usando creativamente los momentos litúrgicos.
«Catequesis» significa transmisión del mensaje cristiano, en especial la transmisión primaria, que versa sobre los elementos fundamentales. Éstos, siguiendo una antigua tradición, eran aprendidos de memoria. El procedimiento didáctico de la memorización está hoy en baja; por ello, en lugar de catequesis, se acostumbra decir «evangelización», término perfectísima-mente legítimo, que hunde sus raíces en el vocabulario mismo de Cristo. ¿Qué significa evangelizar? Y, ya que
* Domenico Casera es rector del «Camillianum», Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria de Roma.
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se trata de una disposición precisa, transmitida a los apóstoles en orden a la misión, ¿qué significa, en el contexto de la realidad hospitalaria de hoy, para quien perpetúa en el tiempo la obra de los apóstoles? ¿De qué manera puedo honrarla en mi acción como capellán?
Evangelizar significa comunicar, dar una noticia, anunciar, y también relatar, hablar, transmitir algo. ¿Transmitir qué, en el contexto del Evangelio? Las obras de Dios, su proyecto de salvación, el reino que Él vino a ofrecer a los hombres. Un mensaje nuevo, consolador: «Dios es luz, en él no hay tinieblas». Estar en la luz significa estar en el amor: «Quien ama a su hermano, permanece en la luz». Más aún que un mensaje, el evangelizador proclama un acontecimiento que tuvo lugar hace 20 siglos, la venida de Cristo a la tierra.
Con la doctrina predicada por él al pueblo, el evangelizador anuncia el misterio más alto y original de Cristo: la resurrección, con sus benéficos y decisivos efectos para la vida de la humanidad y de cada uno de los nombres que conocemos.
La catequesis, entendida como evangelización, descubre horizontes muy interesantes para la acción del capellán hospitalario. Horizontes que pueden parecer irreales, no convertibles en moneda de apostolado ordinario, dado que la atracción y los intereses de los hombres de nuestra cultura difícilmente se hallan al nivel de la cosas espirituales. Son otros los temas de la conversación corriente, los puntos cotidianos de referencia, los reclamos y las seducciones de la vida. Son otras también las preocupaciones y los premios ligados al estado de enfermedad.
Y, sin embargo, queda un espacio para la evangelización, y está en nuestras manos el saber captarlo.
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La visita al enfermo: una oportunidad de evangelizar
Uno de los deberes del capellán hospitalario es el de visitar al enfermo. Es su compromiso más gravoso. Pone diariamente a prueba la sensibilidad humana y la identidad espiritual del pastor. El contacto continuo con situaciones de sufrimiento, vividas con fastidio, en estados de ánimo ansiosos, con la sensación del abandono y de la fatalidad, etc., es algo muy fatigoso. No tiene sentido el simple saludo convencional, la moralización reiterativa, la bendición no pedida, porque dan la impresión de superficial, de no pertinente ni significativo, de puro formalismo. Produce insatisfacción en el capellán mismo, además de sentido de culpabilidad.
Según una estadística americana, en los Estados Unidos uno de cada siete médicos pierde su empleo por abusar del alcohol. Según los psicólogos, el recurso a este tonificante impropio se debe al hecho de que, a causa de su formación científica, los médicos, en la relación con sus pacientes, no consiguen ver más que la enfermedad, pero no al «sujeto», y la profesión no les resulta gratificante. Algo parecido puede ocurrirle al pastor si carece de actitud dialogante y no se esfuerza en hacer personal su visita. El pastor no puede reducirse a ser un mero transmisor de mensajes, prescindiendo de la receptividad del enfermo. La no receptividad no es debida necesariamente a prejuicio o mala voluntad, ni siquiera a indiferencia.
Puede que se deba a nuestro lenguaje, acaso rigurosamente técnico (dogmático), pero extraño al léxico empleado de ordinario por la gente; a la actitud difusa de dar una respuesta a problemas que conocemos por haberlos estudiado en los libros y no en la escuela de la vida; a la propensión a no permitir que el enfermo manifieste hasta el fondo sus pensamientos, diciéndole que se le ha comprendido y atiborrándole
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de consejos y moralizaciones genéricas. Actuar de este modo no ayuda en nada al enfermo y termina por cansar al pastor mismo, que se percata de ser un simple repetidor de frases hechas, de las que ni siquiera él está plenamente convencido. La suya es una evan-gelización sin el menor efecto.
Evangelizar a través del lenguaje
La visita es una ocasión privilegiada de evangeli-zación, con algunas condiciones.
El agente pastoral debe saber recoger en cada ocasión el desafío de expresarse en un lenguaje accesible. La formación teológica recibida le proporciona un bagaje de nociones y de categorías mentales que se compaginan bien entre sí y se arropan con planteamientos lógicos y racionales respetables, pero que resultan incomprensibles para los que no se dedican a estos menesteres. Tal vez sea demasiado pedir a los teólogos que presenten las verdades en la fe en el lenguaje corriente. La profesión les ha deformado. Es un reto que deben aceptar los agentes de pastoral, obligados por la necesidad de no hablar en vacío, de no ver cómo se cierra la compuerta de la comunicación entre ellos y los fieles, de no echar a perder la eficacia evangeli-zadora de la palabra con la impermeabilidad del lenguaje. Tienen ante sí el modelo de Cristo, cuya predicación se inspiraba en los cánones de la simplicidad. Es visible en él el deseo de adaptar el mensaje espiritual al nivel de conocimiento de sus oyentes, de manera que el mensaje mismo aparezca como un complemento natural de la dimensión material de la vida. De esta manera, la experiencia de cada uno era revi-talizada y singularmente enriquecida. A esto tendían las parábolas y las imágenes tomadas de la vida de los campos, de las experiencias cotidianas de la casa y de las relaciones sociales. Consecuencia: su lengua-
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je era comprensible para todos (ricos y pobres, cultos e ignorantes) y para todos los tiempos.
En tiempos recientes, todos hemos admirado el lenguaje pastoral del Papa Luciani. A su muerte, el Corriere della Sera escribía de él que, aunque no hubiera enseñado en sus 33 días de pontificado otra cosa que el expresarse con sencillez y claridad, habría hecho méritos suficientes ante la historia. Gracias a la limpieza de su estilo, el mensaje pontificio encontraba resonancias inmediatas y convincentes.
Evangelizar con la propia persona
Se dice del médico eficaz que su principal medicina es su persona. Se quiere decir con ello que, al lado de la competencia clínica, adquiere relevancia, como coeficiente de curación, la personalidad misma del médico. Lo mismo se debe decir del agente de pastoral. La evangelización delata grietas si el agente de pastoral se presenta con unos modales rudos e intransigentes, si no escucha, si presume de poseer la verdad en exclusiva, si asume un tono doctoral sin aceptar que también se puede creer con una fe no calcada sobre esquemas prefabricados. La más reciente legislación de la Iglesia recomienda a sus sacerdotes cultivar aquellas virtudes humanas que hacen grato el ministerio y suscitan el aprecio: bondad, sinceridad, amabilidad, solicitud para con quienes se sienten abatidos, interés espontáneo, propensión a ayudar más que a juzgar1. Juan XXIII, escribiendo a los religiosos camilos, les encarecía ser «piadosos, alegres, afables y muy humanos , confiados, diligentes en el ministerio (4-6-1962)»2. Un documento de identidad que cuali-
1 OT (Decreto sobre la formación sacerdotal, núm. 12). 2 Carta de Juan XXIII al padre Forsenio Vezzani, provincial de la
Provincia lombardo-véneta de los Camilos, en Vita riostra, 1962.
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fica la evangelización en el mundo de los enfermos. Evangelizar a través del testimonio de la persona.
Evangelizar a partir del enfermo
La evangelización exige que yo dé a mi diálogo unos particulares contenidos espirituales. Evidentemente, no puedo considerar satisfactorio el encuentro, desde el punto de vista pastoral, si lo reduzco a palabras convencionales o al comentario de lo que ha sucedido durante el día. Es preciso dar un paso hacia adelante. Quisiera describir un modo correcto de proceder.
Dejar la iniciativa de los temas al enfermo mismo. En el encuentro, más que mi persona, es el enfermo el que toma la iniciativa. Si, de momento, su interés no va más allá de un saludo convencional o de hablar del partido de fútbol, permanezco ahí, con amistad, con gracia, con simpatía personal. Establezco un contacto sincero, aunque restringido a aspectos externos o epidérmicos de la vida. Pero ocurre, cada día con más frecuencia, que el enfermo, una vez abierto por el clima de amistad creado, manifiesta algo de su vida, que no siempre es un mar de la tranquilidad. La enfermedad ha sido un hecho no deseado, ha sobrevenido de improviso, ha tronchado proyectos. El futuro está cargado de interrogantes. La dilatada cadena de análisis —agravada por la falta de información— provoca preocupaciones y ansiedades. El cáncer, alojado ya en el organismo, obliga a someterse a una larga serie de operaciones demoledoras o de terapias químicas de efectos perturbadores. El accidente de tráfico, con fracturas múltiples y la consiguiente reparación de los huesos rotos, expone a inmovilidad total durante largos meses, y no raramente deja su marca de secuelas permanentes. Está también el enfermo en reanimación, objeto del encarnecimiento terapéutico, con enorme y prolongada tensión psicológica y moral
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para el paciente y para sus familiares. Y está la persona anciana, a la que los avances de la ciencia prolongan una vida cargada ya de limitaciones y de mortificaciones afectivas. Y así sucesivamente.
En este mundo del dolor hay ejemplos excelentes de fortaleza y de aceptación, pero hay también estados de ánimo desoladores, el rechazo, la rebelión, la ansiedad, el desaliento, la depresión: sentimientos humanos cuya expresión externa es respetada, pero en los que tiene mucho valor la presencia comprensiva del operario pastoral, que se demuestra cargada de sentido. El sacerdote sabe que a su obra de evangelización debe unirse el cuidado de los enfermos (Le 9,2). Los dos aspectos del mandato apostólico (anunciar y curar) se complementan recíprocamente. En el contexto de la situación psicológica y moral del enfermo, tener cuidado de él es una llamada continua a la solidaridad y a la sensibilidad del operario pastoral. Le compromete a acoger los desahogos sin interferir, a permitir la expresión de los sentimientos sin moralizar, a compartir las situaciones desesperadas y a vivirlas como si fueran propias. En esta forma de comportarse está incluida ya la dimensión de anunciar. El testimonio de la solicitud cristiana y de la solidaridad es anuncio del reino, es prueba, discreta pero eficaz, de esa real fraternidad que Cristo vino a implantar sobre la tierra. Si, partiendo de la consideración positiva del enfermo y de la comprensión empática de su estado, estamos cerca de él y tratamos de serle útiles, estamos viviendo el ideal de la caridad con gran libertad de espíritu y nos manifestamos como signos visibles de Cristo.
Hay situaciones psicológicas y morales en las que la acción evangelizadora desarrolla su obra discreta en el curso de las conversaciones cotidianas, hechas de escucha, de largos silencios, de miradas, de gestos simples pero significativos. Más que las palabras cuenta
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el testimonio. El enfermo ha oído muchas palabras, incluso sobre los contenidos espirituales de la vida. Palabras abstractas, académicas, ajenas a la realidad de la enfermedad. Aquí todo adquiere una nueva dimensión, pero también se purifica y se renueva.
Evangelizar a través del diálogo
Algunos momentos particulares del «caso enfermedad» se iluminan evangélicamente a través del diálogo. Son momentos que afectan a la esfera psíquico-espiritual y religiosa de la vida:
— los momentos de angustia;
— las interrogantes sobre el sentido de la vida;
— las expresiones «voluntad de Dios», «castigo de los pecados», y otras semejantes;
— la entrega a Dios en la muerte inminente;
— la resurrección.
Se trata de momentos de suma importancia en la existencia y que, de ordinario, son eludidos si la visita es apresurada o de puro formalismo. Hay en nosotros un radar sensibilísimo que capta las señales de la situación y nos empuja a mantener la conversación dentro del campo «existencial» propio de cada uno. La receptividad se reviste de delicadeza y se hace luz y liberación.
Evangelizar a través de la liturgia
La liturgia eucarística es un instrumento privilegiado de evangelización. Para que llegue a ser significativa, debe ser cuidadosamente preparada. El hecho de que los asistentes puedan variar de un domingo a otro, puede suponer algunas dificultades para el desarrollo de un programa catequético orgánico. Con-
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vendrá, entonces, hacer que surja de los textos un mensaje, aquel que nos parezca más significativo para los fieles que están presentes. Es necesaria una comisión litúrgica, representativa de todas las categorías que trabajan en el hospital, para elegir los cantos, para presentar las lecturas, para la formulación de la oración de los fieles. Las diversas partes de la Misa deben estar unidas por el hilo conductor del mensaje sobre el que la comunidad dominical (que es comunidad pascual) es invitada a reflexionar. La homilía debe ser de tipo conversacional, estrechamente adecuada a los textos, una confrontación con la palabra de Dios, en la que todos nos debemos implicar. Los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana van emergiendo de los textos sagrados. Cae por su propio peso que la homilía tiene tanta mayor posibilidad de evangelización, cuanto más se coloque el sacerdote en primera persona ante la palabra de Dios y más se deje instruir y «convertir» por ella. Como uno más de los fieles. No existen privilegios para nadie. También para él, ser limitado y frágil como sus oyentes, la palabra del Señor es inspiradora y rectora vital.
La sustancia de la homilía es siempre la palabra de Dios. Leída y releída, profundizada y hecha propia, convertida en elemento integrante de la propia madurez espiritual, repercute sobre los fieles y les anima a obrar el bien. Toda ampliación decorativa y los fáciles recursos a las artes de la retórica perturban la meditación y no convencen a los fieles. Debemos hacernos contemporáneos de Jesús, seguirlo por donde pasaba evangelizando, acogerlo en nuestra existencia, escucharlo en directo. Bien lo comprendió Erasmo de Rotterdam al escribir:
«No sabría decir cómo voy a velas desplegadas hacia las Sagradas Escrituras y cómo me da náuseas todo aquello que me desvía, o simplemente me distrae, de ellas». El pueblo debe conocer la vida de Cristo
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tal como los evangelios la cuentan, y beber en ella las normas de la vida cristiana. «Que el campesino lea (los evangelios) junto al arado, el tejedor en el telar, y que la madre lo transmita a sus hijos»3.
Antes que él, lo había entendido San Bernardino. Llegado a la mitad de su vida, decía del Evangelio: «Hubo un tiempo en que yo no lo predicaba. Y hubo un tiempo en que lo explicaba como sabía (lo embellecía, lo revestía de formas literarias), y no veía que de ello surgiera fruto alguno. Hace 15 años que he visto lo que es mejor: referirme al evangelio sin la mediación de la cultura personal ni de la retórica». Citar los Evangelios «es como encontrarse en un prado en el que hay muchas flores: tú coges ahora está, luego aquella y después la de más allá, y con todas ellas te haces una guirnalda»4.
3 Zweig, S., Erasmo di Rotterdam... 4 Origo, Bernardino da Siena e il suo tempo.
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BIBLIOGRAFÍA
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9 La oración
Guido Davanzo*
En el hospital se ha pasado del clima predominantemente religioso de ayer al ambiente aconfesional y secularizado de hoy. Sin embargo, la oración conserva su valor psicológico y teológico. San Agustín decía: «La oración es la fuerza del hombre y el lado débil de Dios». En este tema tiene mucho que ver la discreción y la iniciativa personal del operario pastoral.
Cambios en el ambiente
Hasta hace unos años, en los países católicos (no solamente europeos), era notable la preocupación por «hacer rezar» a los enfermos. Comenzaban las monjas con las oraciones de la mañana (entonces las monjas estaban en todos los hospitales). Se recitaba una plegaria antes de las comidas y no faltaba nunca el rezo del rosario por la tarde. En muchos hospitales, el domingo se conectaba el sistema de megafonía interna con la
* Guido Davanzo es capellán del «Policlinico-Borgo Roma» de Verona, y profesor de Teología Moral en el «Studio Teológico S. Zeno» de Verona.
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capilla para transmitir la Misa; con el mismo sistema, algunos capellanes se preocupaban de transmitir el «pensamiento religioso», particularmente en la preparación de algunas fiestas principales o en el tiempo de Adviento o de Cuaresma. La visita del capellán a los enfermos terminaba siempre con una oración.
Hay que reconocer que los hospitales se mantienen aún como oasis privilegiados, a pesar del clima aconfe-sional y secularizante de la sociedad de fuera. Quizás el miedo a la enfermedad contribuya a hacer que emerjan los sentimientos religiosos, haciendo al hospitalizado más disponible para recordar su tradición religiosa.
En los últimos decenios, no obstante, la situación ha ido evolucionando rápidamente. Han desaparecido, por de pronto, las oraciones antes de comer. La práctica del rosario diario, antes tan extendida en las familias, se ha convertido en excepcional; ello explica por qué ha sido suprimida también en los horarios hospitalarios, si bien aún se conserva en algunos asilos.
Se conservan en algunos hospitales las oraciones de la mañana, sobre todo si hay alguna monja que hace que el personal las recite. En los nuevos ambientes y en los grandes complejos es raro encontrar un sistema de radiotransmisión interna con posibilidad de ser usado para una oración en común. Los enfermos tienen casi todos su transistor, y el que lo desea puede sintonizar con transmisiones religiosas.
El operario pastoral debe tener en cuenta estos cambios y adecuar su propio comportamiento, sin olvidar el valor de la oración.
No faltan capellanes hospitalarios que mantienen aún como obligatorio el proponer sistemáticamente la oración. «¿Qué clase de sacerdote soy si no invito a orar? ¿Qué sentido tienen mis visitas si no terminan con una oración?»
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Otros, por el contrario, creen que se debe respetar el carácter aconfesional del hospital y que es arbitrario presumir el deseo del enfermo. Algunos, incluso, ante la solicitud de una oración o de una bendición, quieren que los que las piden expongan claramente sus motivos: «¿Es que esperamos que Dios resuelva por arte de magia nuestras dificultades? ¿Acaso hace falta un sacerdote para orar?».
A la luz de estos cambios e interrogantes, vamos a tratar de ofrecer algunos puntos de orientación pastoral relativos a la oración con los enfermos.
Validez terapéutica y teológica de la oración
Aun el que personalmente no profesa fe religiosa alguna no puede desconocer la validez del sentimiento religioso, que aflora de manera especialísima en los momentos más delicados de la existencia, como son el sufrimiento y la cercanía de la muerte.
La oración, a nivel simplemente psicológico, constituye una forma inicial de superación del estado de ansiedad y es una llamada a las realidades trascendentes.
A nivel teológico, recuérdese la feliz expresión de San Agustín: «La oración es la respiración del alma». Es una imagen muy significativa. Así como la respiración es necesaria para vivir, así también la oración es necesaria para la vida de un creyente, y así como de la manera de respirar de un individuo se puede deducir su estado psíquico-físico, así también de la manera de orar se puede deducir la mayor o menor intensidad de la vida de fe.
Desgraciadamente, no pocos cristianos creen que lo son como es debido porque son «gente honrada» y, además, generosa y disponible. Pero esto no significa ser «cristianos» aún. Las personas que así se comportan están en el camino que conduce a Jesús y, en parte, lo
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han encontrado ya: lo dijo Jesús en la descripción del juicio final (Mt 25,31-46). Pero para poder llamarse «cristianos», es decir, imitadores de Cristo, en el sentido pleno del término, se precisa la adhesión expresa a la comunión de vida con la Trinidad de amor. Dios se encuentra en el prójimo; pero Dios es también diferente del «prójimo» o, si se prefiere, Dios es el primer prójimo, es la primera persona a la que hay que reconocer y amar.
El operario pastoral debe tener presente la validez psicológica y teologal de la oración como expresión de un encuentro con Dios que el enfermo a menudo espera y agradece. Sería un grave error defraudar esta expectativa. Más bien, y a pesar del clima secularizado, es muy útil tomar la iniciativa dé. proponer la oración, tratando, siempre con discreción, de hacer revivir las exigencias más verdaderas y valiosas.
Sin embargo, la valía pastoral de una monja, de un capellán hospitalario o de sus colaboradores no se mide por las oraciones que hacen recitar. El operario pastoral se hace signo sacramental del amor de Dios en tanto en cuanto manifiesta una disponibilidad y una sensibilidad nacidas de su propio espíritu de fe. Con todo, compete al operario pastoral estimular en aquellos a los que se acerca un encuentro más directo con Dios.
La oración es un medio para:
— manifestar la propia fe; — ayudar al enfermo a reencontrar en Dios el sen
tido y el valor de la vida, incluso en su situación de paciente;
— realizar una forma de evangelización: es más fácil encontrar a Dios orando que discutiendo sobre Él;
— reconocer que, más allá de la propia sensibilidad humana —de la que el Señor se sirve—, está la gracia de Dios para ayudar al enfermo.
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Modalidades de la oración con los enfermos
Hay que tener en cuenta, ante todo, que la propuesta de orar no hay que hacerla sistemáticamente a todos.
No se puede partir de la persuasión de que todos los enfermos son católicos; los hay declaradamente ateos, o simplemente alérgicos a toda forma de oración; otros pueden pertenecer a otras religiones. También es verdad que el sentido de discreción y de democracia no deben ser entendidos como el estrangu-lamiento de todo deseo religioso ni de toda expresión religiosa: la aconfesionalidad debe conjugarse con el respeto ante toda fe. El artículo 19 de la Constitución italiana precisa: «Todos tienen derecho a profesar libremente su propia fe religiosa del modo que quieran, individual o asociadamente, de hacer propaganda y de realizar cultos tanto en privado como en público». Y el artículo 16.1 de la Constitución española dice: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Las aplicaciones prácticas dependerán del sentido común del operario pastoral.
Sería ingenuo por su parte entrar en la habitación de uno o dos enfermos y recitar una oración en el primer encuentro. Es preciso, ante todo, buscar una relación de amistad que permita a los interesados manifestarse de algún modo. Conviene tener un poco de prudencia a la hora de invitar a un enfermo no grave a orar cuando está rodeado de parientes y amigos. Podría tratarse de una persona que no frecuenta la iglesia desde hace años y que no sabe cómo responder a la invitación a orar. Por un lado, no querría rehusarla, para no enmistarse con Dios, de quien tiene especial necesidad en esos momentos; por otro, no querría ser el hazmerreír de los amigos presentes, que interpretarían la pre-
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cipitada oración como una capitulación del interesado, dictada exclusivamente por el miedo.
Al principio, bastará con manifestar que se comparten las preocupaciones del enfermo. De su forma de responder se deducirá la conveniencia o no de proponer la recitación de alguna oración en común adecuando la frecuencia y el contenido a su situación psicológica y religiosa. A veces son los mismos enfermos o sus familiares los que se encomiendan a las oraciones del operario pastoral: «Acuérdese de nosotros en sus oraciones», o bien, «¿Es que hoy no se reza?». Se tiene, así, la ocasión para rezar en común, para conocer la devoción de cada uno y las fórmulas que prefieren para dirigirse a Dios, incluso a través de la intercesión de los Santos y de la Virgen. En general, cuanto más sufre el enfermo, más agradece el que se le invite a invocar al Señor.
Es más fácil la propuesta religiosa en una sala en la que se encuentran enfermos que van a secundarla con toda seguridad.
La oración implica una preparación. No se pasa del diálogo humano —acaso condimentado de bromas—al diálogo con Dios sin un mínimo de transición y de recogimiento.
Es deseable que la oración sea preparada por medio de alguna frase que clarifique su finalidad, tomando pie, si es preciso, de las palabras, las preocupaciones y las esperanzas manifestadas por los participantes.
La celebración de una onomástica o de un cumpleaños y las festividades religiosas pueden constituir una buena ocasión para dar a la oración una motivación particular.
He aquí algunas fórmulas orientadoras que pueden servir de introducción a la oración o para construir diversas invocaciones:
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— Señor, ayúdanos a vivir día a día y a encontrar en Ti nuestra fuerza. Que nos acompañe la intercesión de tu Madre y Madre nuestra: Ave María...
— Señor, te rogamos por todos los que sufren, por los que no tienen fuerzas para orar, por cuantos no tienen a nadie en quien apoyarse: Padre nuestro...
— Señor, deja que nos desahoguemos contigo. Déjanos desahogar nuestro cansancio, nuestras desilusiones, nuestra rabia. Señor, haz que todos te sintamos muy cerca de nosotros.
— Jesús, Tú que conociste el sufrimiento, permanece muy cerca de todos los que sufren.
¿Qué eficacia tiene la oración?
Cuando la enfermedad se prolonga o se complica, surge espontáneo el desahogo del enfermo: «El Señor se ha olvidado de mí. Tal vez ni soy digno de que me responda. Mis oraciones son inútiles». Pero Jesús asegura: «Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (Me 11,24). San Agustín, comentando este pasaje, explica que la oración tiene un efecto asegurado a condición de que esté bien hecha, con perseverancia y en conformidad con la voluntad de Dios.
La afirmación del Evangelio no implica muchas condiciones, salvo la ya expresada por Jesús: la oración debe hacerse «en su nombre» (Jn 14,14; 16,23-24). Ninguna invocación que hagamos a Dios queda sin respuesta, pero la respuesta de Dios debe ser aceptada dentro del espíritu evangélico.
Jesús no pretendió ofrecer a sus discípulos un medio «mágico» para resolver todas las dificultades, una forma de eludir el compromiso cristiano de la vida ni, menos aún, un medio de «paganizar» la propia exis-
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tencia y obtener un bienestar cada vez mayor y la inmortalidad.
Orar «en nombre de Jesús» significa entrar, como Cristo, en comunión con el Padre para cumplir su voluntad, incluso en las situaciones más difíciles y humanamente absurdas. Esto es lo que se desprende de la oración del Señor en Getsemaní y del comentario que la Carta a los Hebreos hace de esa oración: «Él, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (Hb 5,7). ¿En qué sentido fue escuchado? El evangelista San Lucas dice: «Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba» (Le 22,43). Fue escuchado, porque recibió ayuda para cumplir la misión redentora.
De este episodio tan dramático de la vida de Cristo podemos deducir el valor del desahogo del alma amargada en la oración, la legitimidad plena de nuestra petición al Padre para que nos libere del sufrimiento, la seguridad de que, con toda certeza, Dios-Padre responde a nuestra oración. Pero lo que no podemos saber es de qué modo vendrá Dios-Padre en nuestra ayuda. No siempre, desde luego, cambiando de signo la situación, pero sí ayudándonos a superar las dificultades, sin eximirnos de nuestra parte de responsabilidad. Por ejemplo: más que pedir al Señor que calme nuestras ansias, o que socorra a cuantos se encuentran en dificultad, debemos pedir que nos ayude a dominar nuestra susceptibilidad y nuestras ansias, y a ser más sensibles ante aquellos que sufren. La oración es entendida como petición de la ayuda divina para estimular el valor y la inventiva humana. La validez de la oración no depende de su resonancia emotiva: es decir, he rezado «bien», no porque he gozado espiritualmente de la oración, sino porque la oración tiene un efecto iluminador en mi vida.
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Jesús mismo nos ha dejado el test de la oración auténtica: «Adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24).
«En espíritu» significa con docilidad al Espíritu Santo, porque la oración es un don de Dios y favorece nuestra comunión con Dios.
«En verdad» significa que la oración debe manifestar la sinceridad del corazón.
El fin de la oración es hacer real el culto de la vida. Cristo nos ha hecho partícipes, ya desde el bautismo, de su sacerdocio de alabanza y de redención. Y cada uno es responsable de la celebración de su propia existencia.
Al enfermo que, a causa de su especial sufrimiento, le resulta difícil recitar oraciones, se le puede recordar que la oración no consiste en recitar meras fórmulas, sino en dirigir la mirada y el corazón a Dios.
Al que se encuentra en estado de rebeldía se le puede invitar a desahogar sus ansias, sus amarguras y su propia rebeldía en Dios, que es Padre, y por eso comprende nuestros estados de ánimo. En otros casos será prudente aceptar en silencio el desahogo del enfermo.
Es legítimo pedir la curación: Jesús aceptaba que le pidieran milagros. El milagro no está vinculado a la santidad del que lo pide, sino que conserva su carácter de manifestación de la bondad de Dios. El apóstol Pablo habla también del carisma de curaciones (1 Cor 12,9). Es preciso, no obstante, no alimentar expectativas exageradas o presuntuosas; conviene, por el contrario, dejar claro, siempre con discreción y respetando la situación emotiva del enfermo y de sus familiares, que el confiar en Dios implica también aceptar el misterio de la vida, seguros de que, sea cual sea el desarrollo de la situación, el Señor estará cerca.
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Particulares dificultades presenta el enfermo debilitado psíquicamente, ya por intoxicación provocada por los fármacos, ya por la evolución de la enfermedad. En estos casos habrá que limitarse a una breve invocación religiosa.
Incluso a la cabecera del moribundo hay que evitar toda exageración, tanto respecto de su debilitamiento psíquico como de la situación emotiva de los familiares.
En el momento mismo de la muerte puede resultar consolador para los familiares el invitarles a rezar juntos, incluso cogidos de las manos, algunas de las oraciones que el difunto gustaba recitar, como el Padre Nuestro. Puede añadirse, eventualmente, la invitación a trazar sobre su frente la señal de la cruz, a modo de cristiana despedida.
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10 La palabra de Dios
Renato Salvatore*
«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?... Haz eso y vivirás» (he 10,26-28). La Biblia es el río que nos ayuda a descubrir el Manantial para, luego, guiarnos en la navegación a través del océano de la vida. El autor toma pie de una cierta perplejidad o carencia pastoral para invitar al operario a hacer un uso creativo de este precioso tesoro que Dios nos ha dado.
Visitantes molestos
«Job tomó la palabra y dijo: ¡He oído muchas cosas como éstas! ¡Consoladores funestos sois todos vosotros! ' ¿No acabarán estas palabras de aire? También yo podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de mi alma; sabría agobiaros a discursos... ¿Hasta cuándo afligiréis mi alma
* Renato Salvatore forma parte del equipo pastoral del «Ospedale S. Camillo» de Roma.
112 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
y de palabras me acribillaréis?... ¡Oh! ¿quién hará que Dios me esuche?»
(Jb 16,1-4; 19,2; 31,35)
Jesús y las Escrituras
Toda la vida de Jesús se va cumpliendo según un plan establecido por Dios y ya «revelado» a los hombres en los Textos Sagrados. Jesús sabe leer, en las Escrituras y en los acontecimientos de su vida, la voluntad del Padre, y actúa de acuerdo con ella, aun en sus relaciones con la gente.
De suerte que Jesús mismo mantiene, como punto de referencia seguro y constante, la Palabra del Padre. A ella recurre explícitamente en diversas circunstancias de su vida privada y de su actividad pública. Recordemos, por ejemplo, las respuestas «bíblicas» de Jesús, tentado por el diablo en el desierto (Mí 4,1-11). Se enfrentan dos estilos de vida: por una parte, el que instrumentaliza a Dios y su Palabra; y por otra, el que pretende vivir «de toda palabra que sale de la boca de Dios»; o cuando es interrogado sobre cuál es el primer mandamiento: Jesús, de nuevo, invita a leer lo que está escrito en la Ley. Sí, este profeta no trataba en absoluto de borrar detrás de sí las huellas de Dios que había visitado a su pueblo: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolidos, sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17).
Jesús, aun siendo el Hijo de Dios y él mismo la Palabra viva de Dios, hace un amplio uso de las Escrituras desde el comienzo de su ministerio hasta el final sobre la cruz, expirando con los salmos en los labios.
La Buena Nueva anunciada por Jesús
Mientras que en tiempos de Jesús sólo se disponía de algunos textos sagrados (AT), hoy nosotros nos be-
LA PALABRA DE DIOS 113
neficiamos de la Revelación completa (AT y NT) y, sobre todo, tenemos en Jesucristo la Palabra definitiva de Dios sobre sí mismo y sobre el hombre.
¿De qué forma tal abundancia de libros sagrados puede resultar de utilidad al operario pastoral? Esencialmente de dos formas: dictando los contenidos de la pastoral, y proponiendo un estilo pastoral.
Es muy raro que un operario pastoral se sienta desprovisto de contenidos pastorales. Pero sí es frecuente el caso de quien no se da cuenta de su necesidad y encuentra dificultades a la hora de excogitar la forma de introducir la Palabra de Dios en los diferentes contextos pastorales. Muy a menudo se corre el peligro de hablar de todo, sin que ni el operario ni el paciente hagan referencia alguna a la Palabra de Dios. ¿De dónde proviene esta incapacidad o este empacho, incluso en el caso de pacientes con una fe bastante profunda? O bien, ¿cuántas veces se aferra uno a unos cuantos lugares teológicos y cae en la repetición rutinaria de «frases estereotipadas» que tienen el sabor de una espiritualidad y una teología muy concretas? ¿Es posible que Dios tenga tan pocas cosas que decir y, además, tan irrelevantes? No. Somos nosotros los que carecemos de una metodología y una práctica específica de la que valemos para un uso más provechoso de la Biblia.
Toda la Palabra de Dios, y de modo especial los Evangelios, es una escuela permanente no sólo de contenidos, sino también de metodología: Jesús puede representar para el enfermo la propuesta suprema cuando éste «oiga» que el Hijo de Dios habla de él y para él.
El operario pastoral es un «instrumento», un mediador que alcanza tanto mejor su objetivo cuanto con mayor eficacia hace presente y operante, al lado de cada uno de los hombres de hoy, al mismo Jesús de los Evangelios. Muy brevemente, y a título de ejem-
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pío, intentemos captar algunas líneas «pastorales» que surgen de las parábolas, curaciones y encuentros de Jesús, tal y como nos han sido transmitidos por los evangelistas.
Las parábolas. En ellas se manifiestan sintéticamente el método y el contenido del anuncio del Reino. La parábola, por su misma estructura dialógico-argumentativa y por el uso de imágenes ligadas a la experiencia cotidiana y profana, es algo muy cercano a la vida del oyente y, al mismo tiempo, expresándose en un lenguaje alusivo y simbólico, permite el paso a un nivel diferente de comprensión y de participación.
Ya los profetas del AT se expresaban en parábolas para poder hablar de Dios en términos «humanos»; eso mismo va a hacer Jesús, reactualizando incluso parábolas de profetas anteriores a él (Is 5,1-7; Me 12,1-12).
La forma de hablar de una persona dice mucho de ella, de sus relaciones con Dios, con el mundo y con los demás. Jesús se expresó y expresó muchas cosas en parábolas: «Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado (Me 4,33-34).
Son frecuentes las «relecturas» de bastantes parábolas de Jesús por parte de las comunidades primitivas. La parábola se convierte en instrumento de catcquesis que se deja «re-contar» en los momentos más apropiados a los diversos contextos, adquiriendo significados nuevos pero siempre pertinentes, debido a su lenguaje1.
1 V. Fusco, Olre la parábola, Borla, Roma, 1983, p. 169.
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De manera que la posibilidad de ampliar o cambiar el elemento figurativo, de ensanchar o transformar la aplicación de las parábolas, ha hecho que éstas constituyan, a través del tiempo, un depósito extremadamente maleable para ser tratado con una cierta libertad de interpretación y de aplicación (parenética, catequética, escatológica, cristológica)2.
El operario sanitario debe tratar de traducir las parábolas y su contenido salvífico al contexto sociocul-tural y existencial de su auditorio, a fin de que cada uno se sienta estimulado a tomar postura frente a la persona y al mensaje de Jesús, reconsiderándose y «confrontándose» a sí mismo, por ejemplo, con el buen samaritano o con otros personajes: con el hijo pródigo o con el hermano mayor; con el publicano o con el fariseo; con el obrero de la primera hora o con el de la última; con el sembrador y los diferentes terrenos; con el pastor del rebaño o con los mercenarios; con la lámpara que alumbra o la que está escondida; con los ricos que dan a Dios tan sólo lo que les sobra o con la viuda que da todo lo que tiene; con el rico Epulón o con el pobre Lázaro; con el juez inicuo o con la viuda inoportuna; con el siervo despiadado o con el que espera en vela; con el que hace fructificar sus talentos o con el que los entierra; con el propietario o con los siervos del campo donde crece la cizaña...3.
La lectura «abierta» de la parábola puede concretarse en la acentuación de uno cualquiera de los muchos elementos que presenta: en su interior, el lector puede «producir activamente un sentido», a tono con las resonancias que a él le sugiera personalmente.
2 T. Goffi, Gesü di Nazareth nella sua esistenza spirituale, Morcellia-na, Brescia, 1983, p. 105.
3 V. Fusco, Ibíd., pp. 164-165.
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Esta manera de anunciar el Reino y sus exigencias es particularmente apropiada para quien está enfermo, porque él es «parte interesada» de sus interrogantes sobre el sentido del mal, del sufrimiento y de la injusticia. De hecho, lo específico de la parábola estriba en la capacidad de inducir el juicio deseado (por el que la narra), trayéndola a cuento en el momento en que él mismo no está gravado por prejuicios personales respecto a la formulación de tal juicio. En la vuelta desde el mundo ficticio del relato al mundo real, el oyente se siente interpelado en primera instancia por la llamada a contrastar su actitud hacia Dios y hacia el prójimo (2 S 12,1-13).
Para no traicionar el texto evangélico ni las expectativas del enfermo, el operario pastoral debe poner en funcionamiento todos sus conocimientos bíblicos para escuchar las parábolas con los «oídos» de los oyentes de entonces, y su creatividad para repetirlas a los «oídos» de los oyentes de hoy; es preciso, sobre todo, que las escuche «contemplando» la actitud de Jesús, que es el mejor comentario de sus parábolas.
Una parábola para el operario sanitario: el sembrador
El operario pastoral puede ser descrito como el que anuncia y actualiza la acción salvífica de Jesucristo en el mundo de la sanidad. Es portador de una verdad conocida y vivida por él, pero no creada por él ni instrumentalizada con fines personales: anuncia a Otro «para» otro (el enfermo, en nuestro caso). Podríamos preguntarnos, parafraseando a Jesús: «¿Con quién compararé al operario pastoral? Con un sembrador que sale cada mañana a lanzar su semilla». En efecto, en la parábola del sembrador se pueden aislar elementos propios de la figura del operario pastoral. También éste tiene un vasto campo ante sí y buena semilla que «sembrar», y cumple día tras día el «rito» de la siembra. Pero ¡cuántas veces que-
LA PALABRA DE DIOS 117
da asombrado o desilusionado por lo que recoge...! La experiencia confirma constantemente que todo enfermo es un «campo» difere»te de los demás, con sus especificidades más o menos visibles: con sus espinas, con sus piedras, con sus pájaros, o con su terreno fértil. Muchas veces constatamos cómo la respuesta de los enfermos a las mismas palabras y a los mismos gestos es muy diferente, cómo se manifiesta en una variada gama de reacciones específicas, comprensibles únicamente a la luz de la historia de cada uno. De ahí la indispensable atención al «campo» en el que se quiere que crezca y madure la Palabra de Dios. En efecto, según nos advierte Jesús, pueden darse condiciones muy diferentes:
— tal vez no es el momento más oportuno para sembrar;
— es preciso roturar la tierra y limpiarla de piedras;
— deberemos abonarla, de acuerdo con determinados ritmos de tiempo, para facilitar el crecimiento;
— el terreno es más apropiado para madurar unas semillas determinadas, y no otras;
— en algunos terrenos la semilla ya está lanzada, y nuestra tarea consiste tan sólo en estimular su desarrollo;
— en otros casos, tenemos que habérnoslas con «plantas» que sobreviven con dificultad: más bien que sembrar otras, será necesario tratar con solicitud de salvar a éstas.
Estas y muchas otras son las situaciones que se dan cuando se tiene el valor de asomarse con amor y realismo al corazón de las mujeres y de los hombres a los que se quiere ofrecer una presencia acorde con sus exigencias, no con la «mercancía» de que uno dispone.
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Mayor relevancia para el operario pastoral sanitario —nos sugiere esta parábola— tiene el hecho de tomar conciencia de ser y considerarse también él un «terreno» más o menos acogedor de los mensajes («semillas») emitidos por el enfermo, justamente cuando todo parece hacer creer que es sólo o principalmente él quien tiene el papel de sembrar, y que el otro (el enfermo) debe ser considerado únicamente en la perspectiva de la acogida. De suerte que, en esta continua compenetración de funciones, se descubre que con frecuencia el enfermo anda buscando espacios de escucha por parte de los operarios pastorales, a veces demasiado preocupados por exhibir sus propias «interpretaciones pastorales». En consecuencia, el enfermo puede percibir la presencia del operario pastoral de varios modos:
— como un camino en el que todo fluye muy rápidamente, ya que está sólo de paso; como un lugar en el que no se custodia cosa preciosa alguna, y por eso el enfermo cree imprudente o humillante depositar en él su propia interioridad;
— o bien, como un montón de «piedras» que no sabe captar las señales o no permite que los mensajes del paciente penetren hasta el fondo;
— o también, como un terreno lleno de «espinas» y de zarzas: todo intento de establecer una relación por parte del paciente se ve enseguida sofocado por el peso de innumerables preocupaciones o presiones externas que agobian al agente pastoral y le hacen incapaz de responder a las necesidades de los demás.
En las relaciones con los enfermos existe esta certeza y esta riqueza: cuanto más se esfuerza el operario pastoral por roturar su propio terreno, más y mejor aprende a sembrar en el de los demás; y, mientras se da a cultivar el terreno de los demás, está aprendiendo a conocer y roturar el suyo propio.
LA PALABRA DE DIOS 119
A modo de conclusión, ponemos de relieve algunos puntos destacados de esta parábola:
— es preciso salir a sembrar todos los días y en todas partes; no es lícito desistir ni discriminar: el evan-gelizador y la Palabra son un derecho inalienable de todos;
— el enfermo concreto es parte integrante del evangelio que debemos proclamar y vivir junto con él. El «receptor» debe formar parte del «mensaje» que recibe; de lo contrario, no le afectará en sus auténticas necesidades existenciales;
— cada enfermo tiene su clima, su ritmo y su estación de crecimiento. La Palabra de Dios para cada uno expresa, en el tiempo, sus potencialidades, realizándose en un movimiento circular en el que es escuchada, acogida, asimilada, madurada,' vivida y, finalmente, anunciada;
— a veces, hay en el corazón de una misma persona zonas diferentes, que representan diferentes clases de terreno: nosotros no siempre somos lo suficientemente hábiles para sembrar en la zona más acogedora;
— el operario pastoral no es estimulado ni motivado a trabajar con la mira puesta en los resultados, sino esencialmente por la alegría de dar y de darse. Sólo quien vive en esta perspectiva puede gastar y «derrochar» la semilla y el tiempo en terrenos pedregosos, es decir, en aquellos que ya se sabe que escuchan con gusto, pero que luego no hacen nada; en aquellos que están absorbidos por otras mil preocupaciones. La actitud pastoral consiste en ofrecer a todos idénticas posibilidades de crecimiento, alimentando la esperanza de poder transformar el terreno de hoy en otro más fértil.
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El encuentro con los enfermos
Los evangelistas nos presentan a un Jesús que dedica gran parte de su tiempo a los enfermos.
«Jesús mismo es signo, parábola de la ternura de Dios hacia el hombre perdido, enfermo, débil, doliente..., no se limita a contar la parábola del Padre misericordioso, sino que la expresa en toda su vida, la simboliza, la hace concreta de forma figurada»4.
No es la curación prodigiosa la que ocupa el puesto central en estos relatos, sino la persona de Jesús, que es curativa de por sí; y, en segundo lugar, la «entera» persona del enfermo, que es reintegrada a una profunda comunión consigo mismo, con la sociedad y con Dios. Los enfermos que no se abren al poder sal-vífico de Jesús ni se confían a él son los únicos que no logran obtener la curación; para todos los demás hay esperanza y salvación, aun en el caso de que «ya huele, es el cuarto día» (Jn 11,39). Para el creyente no existen obstáculos insalvables; no puede decir: «Señor, yo no tengo a nadie» (Jn 5,7). Jesús pregunta a cada hombre y a todo el hombre: «¿Quieres sanar?». Que es tanto como decir: ¿estás dispuesto a reconocer tu condición, a encontrarte con aquello que de negativo hay en ti, para liberarte definitivamente de ataduras asfixiantes? ¿Estás dispuesto a asumir con plena responsabilidad la dureza de un camino que tienes que recorrer con tus propios pies? En caso afirmativo, el enfermo gritará cada vez más fuerte, como el ciego de Jericó (Me 10,46-52); buscará ayuda entre sus amigos y se hará incluso bajar desde el tejado, como el paralítico (Me 2,1-12); con toda seguridad, se dirigirá a Jesús, como el leproso: «Señor, si quie-
4 C. M. Martini, Perché Gesú parlava in parabole?, EDB-EMI, Bo-logna, 1985, p. 142.
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res puedes limpiarme» (Mt 8,2); y no desistirá cuando el Señor parezca no prestarle oídos, sino que seguirá creyendo como la mujer sirofenicia (Me 7,24-30).
El querer ser y actuar de manera distinta es el objetivo que todo operario pastoral debe alimentar en el enfermo. La curación no es un proceso en el que quedan implicados únicamente los miembros enfermos, sino la completa y compleja unidad psicofísica del hombre; curar significa restablecer el equilibrio bio-psíquico-espiritual. No opone resistencia a la curación el que mira en su interior como el publicano, el que no se hace ciego y sordomudo a los signos de la presencia de Dios, el que no se abandona a la parálisis interior y moral. Jesús asegura que el que tiene fe verá manifestarse en él las obras de Dios (Jn 9,1-39).
De todos estos encuentros con los más diversos tipos de enfermos y de la preciosa parábola del buen samaritano emerge el estilo pastoral de Jesús, así como interesantes perspectivas de crecimiento y de trabajo para los operarios pastorales.
La Palabra de Dios para el hombre que sufre
Es deber primordial del pastor el proporcionar una ayuda en consonancia con la «fe». Si bien puede echar mano —como preciosos instrumentos que son— de la sociología, de la pedagogía y de las demás ciencias humanas, es consciente de haber sido enviado por la Comunidad cristiana para anunciar y hacer eficaz, en beneficio del enfermo, la salvación donada por Jesucristo, recorriendo con él un camino que conduzca al descubrimiento del sentido del sufrimiento. El enfermo se plantea interrogantes acerca de la razón, la causa y la finalidad del mal en el mundo, y esos interrogantes implican, en definitiva, el ser y el actuar de Dios, que es el creador y el sustentador de todo lo que exis-
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te. Pero ¿dónde se encuentra la respuesta?5. Tan sólo mediante la escucha y la asimilación de la palabra de Dios podemos penetrar el misterio del sufrimiento y encontrar las respuestas a los interrogantes más profundos sobre la existencia humana.
«Cristo nos hace penetrar en el misterio y nos hace descubrir el 'porqué' del sufrimiento, en tanto en cuanto seamos capaces de comprender la sublimidad del amor divino»6.
La plenitud del amor de Dios es atestiguada por San Juan con estas palabras: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
La traducción de los textos sagrados a las diversas lenguas, según la voluntad de los padres conciliares, responde a la necesidad de un mayor acceso a la Sagrada Escritura por parte de los cristianos, ya que «la ignorancia de las Escrituras es, de hecho, ignorancia de Cristo»7. «Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir por la Sagrada Escritura»8.
En el uso de la Biblia, aun respetando el valor intrínseco de todos los textos inspirados por Dios y la ley de la gradualidad de la pedagogía divina, «todos saben que entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador»9.
5 Salvifici Doloris, 26. 6 Ibíd., 13. 7 S. Girolamo, Comm. in Is. Prol., PL 24,17. 8 Dei Verbum, 12. ' Ibíd., 18.
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Si es misión de toda la Iglesia anunciar el Evangelio, la de los operarios pastorales es proclamar y hacer vivir el Evangelio del Sufrimiento10.
A todos los que sufren se les da la posibilidad, por medio de la acción de la gracia de Cristo resucitado, de madurar espiritualmente. Es Cristo Jesús, Maestro y Guía interior, quien enseña, transforma y da su fuerza al hermano y a la hermana que sufren. Concierne al operario pastoral facilitar la participación del enfermo en los sufrimientos de Cristo, porque éste es el único camino para encontrar a Cristo y su Verdad: «A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la Cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento»11.
Sagrada Escritura e indicaciones pastorales
«La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento»12 que puede animar e inspirar la acción pastoral, con tal de tener presentes algunas indicaciones prácticas:
— Conocer bien la Sagrada Escritura, para poder escoger, en las diferentes circunstancias, el pasaje más apropiado.
— Respetar la lógica de la Encarnación, situándose en la realidad concreta del enfermo. No pretender que sea el enfermo quien deba levantarse hacia el cielo, sino, más bien, permitir que la Palabra de Dios recorra su camino natural hacia el hombre que necesita de ella. Siempre es Dios el que da el primer paso hacia el hombre.
10 Salvifici Doloris, 25. " Ibíd., 26. 12 Ibíd., 6.
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— El Evangelio no es un conjunto de palabras, sino que es Jesús en persona. En la Palabra de Dios se encuentra presente toda la riqueza trinitaria, que a través de aquélla entra en diálogo y en comunión con el hombre de todo lugar y tiempo. Por eso no hay que tener excesiva prisa ni inquietud por llegar a la administración de los sacramentos, como si Dios no tuviera otros caminos para acercarse al hombre.
— «En la visita a los enfermos, el sacerdote deberá sugerir y preparar, en diálogo fraterno con el enfermo mismo, una oración común en forma de breve celebración de la Palabra de Dios, sirviéndose de diferentes elementos oportunamente escogidos. Será bueno que a la lectura de la Palabra de Dios siga una oración, tomada de los salmos o de otros formularios, aunque sea en forma de letanía; al final, el sacerdote podrá bendecir al enfermo, imponiéndole las manos»13.
— Evitar extraer de la Sagrada Escritura una particular espiritualidad para cada enfermo; es preferible proponer la espiritualidad común a todos los cristianos, para vivirla del modo y con el ritmo que permitan las condiciones propias de la enfermedad.
— No presentar textos de difícil comprensión, demasiado exigentes para ser practicados por el paciente en ese momento, o poco adecuados a la situación concreta.
— Transmitir no sólo contenidos de la Biblia, sino también —cuando sea oportuno— el propio camino de fe, con sus dificultades propias. Nuestra experiencia de fe, vivida en el encuentro con Cristo, se convierte en «relato», testimonio para los demás.
13 «Sacramento dell'unzione e cura pastorale degli infermi» (Conferencia Episcopal Italiana, núm. 45).
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— Utilizar la Palabra de Dios como reflexión, enseñanza y oración. Los Salmos se pueden usar para todo tipo de invocación de alabanza, de acción de gracias, de petición de ayuda; Job, Jeremías y el Qohélet pueden constituir un subsidio válido para expresar la rebeldía, la integración angustiosa con Dios; los poemas del Siervo doliente, la Carta a los Hebreos o las de San Pablo, para una conversación profunda; las parábolas y las curaciones de Jesús, para una transposición simbólica.
La actualización de la Palabra de Dios
«Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia» (2 Tm 3,16). Aun haciendo nuestra esta verdad enunciada por el apóstol Pablo, se puede afirmar que algunos pasajes de la Biblia se prestan fácilmente a ser usados en el ámbito pastoral: así lo atestigua la experiencia cotidiana, y se podrían incluso formular algunas razones al respecto. Sin embargo, lo que a nosotros nos urge es habituarnos a tomar en la Sagrada Escritura puntos de conexión con la experiencia de vida y de fe del paciente concreto. Es útil, y a veces puede ser muy oportuno, actualizar la Palabra de Dios, sometiéndola a operaciones de adaptación más o menos adecuadas al mensaje específico y original. Lo que se pierde en «exegesis» se gana en una «pastoral» personalizada, «centrada sobre el paciente».
La Sagrada Escritura compromete a quien se acerca a ella en tres actos fundamentales: interpretación, actualización y aplicación. Todo texto se lee en su contexto formativo; necesita ser traducido al contexto cultural del lector y, finalmente, requiere ser aplicado a la realidad existencial del que escucha. Estos pasos de la Palabra de Dios se dan mediante la «palabra humana», que es el único vector históricamente dado.
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«Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras»14.
Algunos riesgos a tener en cuenta
El uso de la Palabra de Dios para iluminar la vida y el camino del hombre que sufre debe tener en cuenta algunas posibles distorsiones que hay que evitar:
— pretender legitimar las personales opciones pastorales, aferrándose a algunos textos bíblicos oportu-nísticamente escogidos y unilateralmente interpretados;
— absolutizar una determinada lectura de un texto en perjuicio de otras lecturas ya consagradas por la Tradición, por el Magisterio o por la Comunidad eclesial;
— fundamentalismo bíblico: considerar la Biblia como un prontuario de respuestas fáciles y prefabricadas para cada caso;
— no reconocer la actualización de la Palabra de Dios, en la vida del creyente, como un lento y fatigoso camino de comprensión del misterio de la salvación, ya operante en ella;
— insuficiente sensibilidad por parte del operario pastoral en la preparación del paciente para una asimilación activa de la Palabra de Dios;
— hacer al Texto Sagrado preguntas acerca de cuestiones que en él no se plantean: Biblia y experiencia
14 Dei Verbum, 12.
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actual se encuentran y confrontan en relación con los significados absolutos (y, por tanto, religiosos) de la vida. Por lo que respecta a lo «fenoménico», tanto bíblico como actual, es inexorablemente clara la distancia y diferencia de culturas15;
— perder la oportunidad de beneficiarse del hecho de hacer cotidiano el pan de la Palabra de Dios: la liturgia, los encuentros individuales o en grupo, la catequesis, los mass-media;
— no fundir estrechamente el mensaje de la Biblia con las actitudes y comportamientos existencia-Íes; una Palabra que no produce una praxis coherente es como una cita a la que no se acude.
15 C. Bissoli, Attualizzadone delta Parola di Dio nella pastorale e ne-lla cetechesi, en VV.AA., EDB, 1983, p. 194.
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BIBLIOGRAFÍA
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HAERING, B., Proclamare la salvezza e guariré i malati, Os-pedale «Miulli», Acquaviva delle fonti, 1984.
MIDALI, M., Teología pastorale o pratica, Las, Roma, 1985.
PANGRAZZI, A., Creativitá pastorale a servizio del malato, Ed. Camilliane, Tormo, 1986. (Trad. cast.: Creatividad pastoral al servicio del enfermo, Sal Terrae, Santander, 1988.)
VV.AA., Attualizzazione della Parola di Dio nella nostra comunitá, EDB, 1983.
11 Los sacramentos y la liturgia
Ernesto Bressanin*
Tradicionalmente, los sacramentos han desempeñado un papel de importancia primordial en la atención pastoral a los enfermos. Hoy se detecta una notable disminución en la frecuentación de los sacramentos y, a menudo, disgusto e insatisfacción por el modo en que los sacramentos son «administrados» y recibidos, y por su escasa influencia en la vida. Este cambio es un reflejo de las transformaciones sociales, culturales y religiosas acaecidas en la Iglesia y en la sociedad, y exige una renovación de la pastoral que prime la evangelización y el encuentro personal con el enfermo como bases sobre las que construir una eventual propuesta sacramental.
El porqué de una crisis
Sin duda, una de las causas principales de la crisis actual de la práctica sacramental reside en la difi-
* Ernesto Bressanin es profesor de Teología moral en el «Stu-dio Teológico S. Zeno» de Verona.
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cuitad del hombre para abandonarse al misterio de Dios que viene a su encuentro históricamente en Cristo y en la Iglesia: en la resistencia a dejarse interpelar y privar de las propias seguridades, a dejarse juzgar y salvar mediante la inserción en el hecho salvífico pascual.
A esta dificultad de siempre se añade hoy un modo nuevo de vivir, de concebir la vida y de situarse frente a ella; un modo nuevo de existir en un mundo y una sociedad que se van distanciando cada día un poco más de aquello a lo que estábamos acostumbrados.
En este contexto, la fe en Dios y la aceptación de su intervención en los sacramentos se han tornado más difíciles, dado que el hombre ya no entiende las fórmulas y los ritos tradicionales, y los rechaza, porque no encuentra una formulación adecuada de la fe ni una liturgia capaz de responder a las nuevas experiencias que él va teniendo de sí mismo y del mundo.
En otras palabras, existe hoy un cierto alejamiento de los sacramentos porque se han hecho más difíciles la fe en Dios, la necesidad de salvación y el sentido de mediación de la Iglesia. Se ha hecho más difícil la fe, porque el hombre moderno rechaza una concepción y una fe en Dios que se presente como un refugio psicológico para personas inmaduras, como un obstáculo para la libre construcción de sí mismo, como algo alienante con respecto al compromiso de ser protagonista de la propia historia. Se ha hecho más difícil la necesidad de la salvación, porque, embriagado por las conquistas de la ciencia y por las posibilidades que tiene en su mano, el hombre tiene la tentación de considerarse autosuficiente y capaz de resolver por sí mismo los problemas que la vida le presenta. Se ha hecho más difícil captar el significado de la mediación de la Iglesia en los sacramentos por-
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que la Iglesia se manifiesta más como un signo de poder que como un signo de amor y de liberación1
Doble exigencia
El agudo sentido de la dignidad humana y la superación de la actual crisis de los sacramentos exigen una renovación del lenguaje de la catequesis y de la pastoral. La fe y los sacramentos no deben aparecer como algo que se da automáticamente asegurado por el hecho de ser pronunciadas ciertas fórmulas o realizados determinados ritos. Debe aparecer más claramente la gratuidad de la intervención del amor de Dios en Cristo y en la Iglesia; debe ser puesta más eficazmente en evidencia la exigencia de una respuesta personal, viva y comprometida del hombre en el interior de la comunidad y al servicio del mundo, al que la Iglesia es enviada por Dios. Es decir, una pastoral sacramental que pretenda ser fiel a la Palabra de Dios y dar una respuesta a las expectativas y aspiraciones del hombre debe obedecer a dos exigencias fundamentales, que podemos definir en términos de exigencia sacramental y de exigencia antropológica.
La primera requiere que los valores intrínsecos de los sacramentos sean conocidos, acogidos libremente y vividos por cuantos los celebran. La segunda exigencia requiere atención al hombre concreto, al hombre tomado en su religiosidad y en el contexto de una sociedad secularizada o en vías de una progresiva secularización. Esto significa que los sacramentos presuponen y estimulan la doble actitud fundamental de la fe y de la caridad. Los sacramentos, en cuanto acontecimientos salvíficos, pueden insertarse eficazmente
1 Sobre las causas de la crisis de los sacramentos, en particular sobre la crisis del sacramento de la penitencia, cfr. J. Ramos-Regidor, / / sacramento delta penitenza, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1972, pp. 50-55.
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tan sólo allí donde el hombre está dispuesto a acogerlos en la fe y a vivirlos en la caridad.
Por otra parte, en cuanto abiertos al hombre de la ciudad secular, los sacramentos están pidiendo una propuesta y una acogida de fe, purificada de toda tentación de magia o de superstición, puesta a salvo del peligro de un ritualismo vacío o estereotipado, positivamente ordenada hacia aquel culto «en espíritu y en verdad» al que, por su misma naturaleza, está orientada la celebración.
Papel del operario pastoral
Partiendo de la perspectiva arriba señalada, aparece claro que la primera tarea del operario pastoral en el mundo de la sanidad no consiste en hacer aceptar los sacramentos, sino en suscitar la fe y ayudar al enfermo a captar la presencia de Cristo y a vivir en la esperanza la nueva situación. Lo cual exige sensibilidad y mucho tacto.
El hospital se ha convertido, más que nunca, en «encrucijada» de la humanidad, punto de encuentro de hombres de toda extracción social y de cualquier tendencia política y religiosa. «Si a la iglesia va únicamente el que quiere, al hospital van todos, creyentes y no creyentes, católicos practicantes y personas que viven al margen de la vida de la iglesia. Esto significa que, si los hospitales ofrecen a la Iglesia una inmensa posibilidad de encuentro con los alejados y con la sociedad, requieren también una pastoral diferente de la de la parroquia, una pastoral más parecida a la de las misiones»2.
2 C. Vendrame, «Urgenza di una pastorale speciale della penitenza per i malati», en Camillicmi/Documenti, Año I, núms. 1-3, 1987, p. 378.
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Para desarrollar esta su tarea, el operario pastoral necesita momentos de encuentro que hagan posible un verdadero diálogo, un conocimiento personal del enfermo, de su religiosidad, de su modo de entender y vivir la fe, del significado que atribuye a la enfermedad y a la celebración de los sacramentos. La formación para la relación de ayuda y la capacidad de establecer relaciones auténticas son actitudes nada secundarias o superfluas en el operario pastoral.
La atención y la valoración de la visita, de la acogida y de la escucha, y de todas las demás actividades pastorales —de las cuales se ha tratado en los capítulos precedentes— no tienden sólo a sostener la moral del enfermo. Esta es una cosa óptima, pero no basta. Si se quiere que el enfermo viva evangélicamente su situación, es preciso actuar de manera que el Evangelio llegue a su «corazón», a lo que él vive y experimenta: el amor, la esperanza, el escándalo de la prueba y del sufrimiento, el sentido de la vida, la angustia de la muerte... Es a este nivel profundo donde la Palabra de Dios alcanza al hombre. Es sobre esta situación y sobre estos interrogantes donde ella proyecta una luz nueva. El diálogo pastoral no puede quedarse en la superficie de los problemas o referirse a cosas que nada tienen que ver con el enfermo; debe, por el contrario, llegar a la dimensión más profunda de la persona; debe arrojar luz sobre sus preocupaciones, sus ansiedades, sus expectativas y sus esperanzas.
Nos hallamos, pues, muy lejos de la alternativa simplista y reductora de impartir o no impartir los sacramentos. Se trata de hacer un camino de fe, nunca del todo acabado y siempre perfectible. Se trata de ayudar al enfermo a captar la presencia de Cristo, que está junto a él y en él; se trata de vivir el momento sacramental no como una breve visita del Señor, sino como un acto en el que esta presencia de Cristo es celebrada de manera más consciente, acogi-
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da de manera más atenta y realizada de modo más eficaz y comprometedor.
En esta perspectiva, el operario pastoral mismo se convierte en «signo sacramental». En su persona y en su ministerio está remitiendo a Cristo, de quien es signo visible; a Cristo, que en él y por medio de él anuncia la palabra de salvación, comunica el Espíritu y proporciona fuerza. Más aún: no sólo el sacerdote, sino toda persona que se acerca al enfermo para ofrecerle un servicio, se convierte en «sacramento de Cristo»; «El gesto de quien se acerca al enfermo es, en efecto, signo de un gesto más amplio y más rico, un gesto que viene de Dios y quiere abrazar al hombre y transformarlo. De esta manera, entre los sacramentos y el servicio a los enfermos se pone de manifiesto una continuidad natural y una referencia mutua: en ambos se hace real una "presencia"..., ambos son animados y vivificados por idéntico dinamismo. El servicio que se actualiza en el don de sí mismo revela al enfermo que un hombre se hace cargo de otro hombre. Este es el primer paso que ayudará al enfermo a tener el valor de dejarse conducir por el amor eterno en su situación actual. Un clima de amistad, de simpatía, de espontaneidad y de servicio verdadero hace que el enfermo se sienta a sus anchas con los demás y también consigo mismo, más dispuesto a dialogar, a establecer relaciones interpersonales positivas incluso con Dios, para acceder luego a los sacramentos. De lo contrario, los sacramentos mismos (en especial la Eucaristía) corren el riesgo de reducirse para el enfermo a un lugar de refugio, de consolación, a una manera de resarcirse de las frustraciones sufridas en las relaciones negativas tenidas con los hombres»3.
3 M. Alberton, Un sacramento per i malati, Ed. Dehoniane, Bolog-na, 1978, pp. 101-102.
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Incumbe al operario pastoral sensibilizar al enfermo ante estos valores del servicio sanitario y ayudarle a captar la presencia dinámica de Cristo a través de estas realidades.
¿Incumbe al capellán también el proponer la recepción de los sacramentos? Es difícil dar una respuesta categórica. Dependerá mucho del conocimiento que tenga del enfermo y de su práctica sacramental. En línea de principio, parece, sin embargo, preferible dejar al enfermo la iniciativa de pedirlos, para que no tenga que sentirse forzado ante una propuesta que puede parecerle una presión moral. Con los no practicantes, por otra parte, es inútil insistir en que acepten un sacramento en el que no creen; mejor será ayudarles a crecer en la fe. Por lo demás, no es fácil lograr en poco tiempo la transformación de su actitud o una conversión profunda y duradera. La misma educación en la fe no deberá ser tanto la toma de conciencia de los diferentes artículos de un credo, cuanto la adhesión y el abandono en una persona, Cristo Jesús, que está presente para ser «el compañero y el amigo de nuestra vida, nuestra esperanza y nuestro consuelo, nuestro hermano»4.
La penitencia
El principio según el cual es preferible que sea el enfermo quien pida el sacramento, en lugar de ser el capellán quien se lo proponga, me parece que es válido sobre todo con respecto al sacramento de la penitencia o de la reconciliación. Y esto, tanto para evitar el peligro de que el enfermo «sufra» el sacramento sin estar interiormente preparado, como para no co-
4 Noi predichiamo Cristo a tutta la térra, de los «Discorsi di Paolo VI», Manila, 29 de noviembre de 1970.
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rrer el riesgo, cosa no infrecuente, de que la celebración se reduzca a un rito absolutorio, en función exclusivamente de la comunión, pero sin resonancias concretas en su vida de fe.
El sacramento de la penitencia no es simplemente el sacramento de la acusación o confesión de los pecados cometidos; tampoco es un medio fácil y cómodo de perdón. Es, por el contrario, el sacramento de la conversión y de la reconciliación. Presupone una conciencia clara del propio pecado y de sus consecuencias negativas en las relaciones con Dios, consigo mismo y con los demás, y comporta la firme voluntad de replantearse la propia vida de manera diferente, más fiel a las exigencias del Evangelio.
La reconciliación entre dos personas exige el compromiso de ambas: no existiría conversión ni reconciliación del pecador si Dios no fuera el primero en ofrecer la gracia de su perdón y de su amistad. Es la oferta divina la que transforma radicalmente al pecador y hace posible su conversión. Pero tampoco existe conversión ni reconciliación si el hombre permanece anclado en su actitud de rechazo de Dios y de los demás; si, indócil a la moción del Espíritu, no acepta el cambio de su opción fundamental, apartándose de su pecado y orientándose decididamente hacia Dios, hacia los demás y hacia la construcción del futuro prometido por Dios.
El aspecto más importante no es, por tanto, la acusación de los pecados, sino la conversión, el alejamiento del pecado. El sacramento es la celebración de la conversión. Ahora bien, la conversión puede ser celebrada si se la vive; si no, la celebración misma se convierte en un signo vacío, privado de sentido y de eficacia.
En efecto, no tendría sentido alguno continuar repitiendo la confesión de los pecados propios, quizá
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siguiendo un formulario ya habitual y aprendido de memoria, si faltara esta seria voluntad de realizar un cambio profundo en la propia vida, un giro que conduzca a una radical orientación hacia Dios y hacia los demás, a una adhesión total a Cristo y a la Iglesia, a una asunción renovada de la propia misión, que se manifiesta en el compromiso de ser fiel al plan divino de construcción del futuro, definitivamente inaugurado con la Pascua de Cristo.
Pasando del nivel de los principios y de las orientaciones generales al de su aplicación práctica, nos parecen particularmente acertadas y muy actuales las sugerencias propuestas por el padre Calixto Vendrame, Superior General de los Religiosos Camilos, en su intervención en el Sínodo de Obispos de 1983 sobre «la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia de hoy».
«Para los que se convierten a la Palabra de Dios, la celebración de la penitencia deberá serles facilitada al máximo, haciendo hincapié más en las disposiciones interiores del penitente que en la integridad de la confesión, teniendo en cuenta tanto el estado psicológico determinado por la enfermedad, como las dificultades del secreto por parte de las enfermeras del hospital y la necesidad urgente que los enfermos tienen de la gracia sacramental y de la paz interior para hacer frente a la enfermedad, a las intervenciones quirúrgicas y a la muerte.»
Para aquellos que pueden y lo desean, será un deber ofrecerles la posibilidad de tener un lugar más reservado en el que el penitente se sienta libre para contar su propia vida y verbalizar sus pecados y sentimientos, incluso como una componente importante del proceso terapéutico.
«Para algunos, la enfermedad puede convertirse en un momento alienante. La reciben como un castigo
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de Dios. El ministro del perdón debe dejar que el enfermo dé rienda suelta incluso a su propia rabia, y no tratar de defender a Dios de inmediato. De este modo, el paciente descubre más fácilmente en la actitud del confesor que Dios es amor, que no le condena, sino que le abre el camino del retorno.»
Si el confesor es un reflejo del amor, más que de la condena de Dios, el paciente, a su vez, se ve llevado a perdonar y a reconciliarse con la vida que lo ha herido, con la muerte que le roba la vida, y con Dios por no haber creado el mundo «perfecto», como él lo desearía. El perdón ayuda a la persona a reencontrar la serenidad: la experiencia sacramental viene así a coronar todo un trabajo de relación y de acción terapéutica.
«En la enfermedad —prosigue aún el padre Calixto— se viven situaciones especiales en las que se hace aguda y urgente la necesidad de reconciliación: todo queda al descubierto. Tal es el caso de los divorciados y vueltos a casar, el de los largos odios, el de aquellos que quieren 'morir con dignidad'... La reconciliación con Dios se ensancha: se convierte en reconciliación consigo mismo, con la vida, con la creación, con la familia..., con todos.
«La posición del ministro del perdón en el hospital de hoy —concluye el padre Calixto— es ideal para interpretar y verbalizar todas estas realidades y favorecer la reconciliación recíproca. Junto al lecho del enfermo se dan las grandes reconciliaciones. El capellán está allí presente como signo de la bondad de Dios, como signo de la bondad y la misericordia de la Iglesia, como constructor de puentes entre las personas, y entre las personas y Dios»5.
5 C. Vendrame, Urgenza..., art. cit., pp. 378-379.
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La Eucaristía La Eucaristía es el sacramento por excelencia:
«fuente y cumbre de toda la vida litúrgica», «centro de la comunidad cristiana y de su misión»6.
«Nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaron, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confirmar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, el banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera»7.
En otro pasaje el Concilio afirma: «Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con él y entre nosotros. Porque el pan es uno, formamos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan. Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo, y cada uno es miembro del otro»8.
De los textos conciliares emerge con toda claridad qué valor y qué significado tiene la participación en la Eucaristía por parte del enfermo.
La Eucaristía es Cristo que se da como «pan vivo bajado del cielo» (Jn 6,51). Es el alimento del que tenemos absoluta necesidad, especialmente en los momentos en que el camino se hace más difícil, como son los momentos de la prueba y de la enfermedad.
6 Conc. Ecum. Vat. II, SC 10; LG 11; PO 5. 1 Ibi'd, SC 47. 8 Ibíd., LG 7.
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Es el sacrificio pascual de Cristo, el sacrificio de su muerte y resurrección, del que la Iglesia hace «memoria» diaria, obedeciendo fielmente al mandato de su Señor: «Haced esto en conmemoración mía». Es el sacrificio de Cristo y el testimonio supremo de su amor de donación al Padre y a los hermanos. Por eso la participación en la Eucaristía significa y produce una participación real en el sacrificio de Cristo y en el amor que lo inspira, un compartir efectivo del significado profundo de la pasión y muerte del Salvador. Jesucristo, en virtud de la Eucaristía, se propone como modelo y principio de todo cristiano, llamado a llevar su cruz día tras día. Es, sobre todo, a la Eucaristía a la que se pueden aplicar las palabras de Pedro: «Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (J P 2f21).
Si es el memorial de la cruz de Cristo, la Eucaristía es también, y al mismo tiempo, el memorial de la cruz del cristiano, no sólo porque es ella la que da la fuerza para luchar contra el sufrimiento y para aceptarlo cuando es insuperable, con actitud interior de amor a Dios y a los hermanos, sino también porque es el sacrificio del Cristo total, de Cristo Cabeza y de los miembros de su Cuerpo místico. La cruz del cristiano es, por tanto, «ofrecida» al Padre, para su gloria y por la salvación del mundo, unida a la oferta de Cristo. Es «ofrecida» y es recibida, acogida y transfigurada.
La Eucaristía es la posibilidad y el compromiso de vivir cada cruz con la que uno se encuentre en su existencia cotidiana «dentro» de la cruz de Cristo, convirtiéndose así en su memoria viviente9.
9 D. Tettamanzi, Per una pastorale di speranza per l'uoino che sof-fre, Ed. Salcom, Brezzo di Bedero, 1986, p. 40.
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En cuanto memoria de la Pascua de Cristo, la Eucaristía engendra a la Iglesia como comunidad enviada a celebrar, en cualquier situación humana, la presencia viva y operante de Cristo. Repitiendo el gesto realizado por Jesús la noche de la última cena, la comunidad parte el pan de la fraternidad y bebe el cáliz de la comunión: no un pan cualquiera ni un cáliz cualquiera, sino el pan y el cáliz insertos en una acción cargada de sentido comunitario y social. La Eucaristía es convite que establece una profunda comunión entre el que preside y los invitados, y entre los invitados entre sí. Y como Jesús se presentó la noche de la última cena en forma de siervo, y de siervo doliente, así la Iglesia, nacida y enviada de la comunión con Él, debe presentarse a los hombres como comunidad de servicio, una comunidad que pone a disposición gratuita de todos todo io que gratuitamente ha recibido de su Señor. Por su participación en la Eucaristía, el enfermo puede ser ayudado no sólo a aceptar la enfermedad como una situación que le hace semejante a Cristo, sino también a madurar cada día más, en la fe, su pertenencia a la comunidad, y a aceptar y vivir su situación como lugar de vitalidad y de crecimiento para la Iglesia entera.
Los textos del Concilio llaman también la atención en muchas ocasiones sobre otra dimensión de la Eucaristía: la dimensión escatológica. La celebración euca-rística acontece «en la espera de su venida», y entre sus frutos registra el de ser «prenda de la gloria futura». La Eucaristía es, pues, espera; más aún, anticipo de la gloria venidera, de esa condición última y definitiva que se caracteriza por la superación de todo sufrimiento y de todo germen de muerte, y en la que Dios será el «Dios-con-ellos» y «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,2-4).
142 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Pasando de los principios teológicos a las orientaciones de carácter personal, nos parece importante tener en cuenta, ante todo, el valor que el enfermo atribuye a la Eucaristía y su acercamiento habitual al sacramento de la comunión. Hay casos en los que el enfermo pretende simplemente revivir una costumbre de su niñez, abandonada ya hace tiempo; hay otros en los que la comunión es considerada como un modo de exorcizar la enfermedad y reconciliarse con Dios, al que se sigue considerando, más o menos abiertamente, como la causa principal de la enfermedad; hay otros, en fin, en los que la petición del sacramento manifiesta la voluntad de apropiarse de todos los medios que puedan contribuir de alguna manera a la curación. No se trata, por parte del operario pastoral, de erigirse en censor de las disposiciones insuficientes o ambiguas, sino de tenerlas en cuenta para poder ayudar al enfermo a superarlas y disponerse a celebrar el sacramento como un momento de auténtico encuentro con el Señor.
Obviamente, si se celebra la misa en una sala o en una capilla cercana, la comunión debería estar integrada en la celebración misma. La liturgia de la palabra, la homilía, la oración de los fieles, además de constituir una preparación adecuada, son también una ayuda para que el enfermo, tentado siempre de encerrarse en sí mismo, acepte la dimensión comunitaria y eclesial del sacramento y se sienta involucrado en las vicisitudes de la Iglesia y del mundo y tome parte en ellas, al menos a través de la oración.
Si, por el contrario, se lleva la comunión al enfermo a su habitación, fuera de la celebración de la Misa, entonces es importante escoger el momento más apropiado, es decir, aquel en que el enfermo no sea perturbado por otras cosas y tenga la posibilidad de disponer de un tiempo para el recogimiento y la oración, ya sea antes o después de la comunión. El rito,
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aun dentro de su brevedad y de su sencillez, debería ser celebrado con un cierto decoro; y mejor aún si se puede introducir una breve lectura bíblica y el rezo de un salmo o de otra plegaria litúrgica cualquiera. Sea como sea, el rito de la comunión nunca debería degenerar en un acto rutinario, mecánico, realizado con extrema rapidez, un acto comparable al que realiza habitualmente el encargado que pasa distribuyendo las medicinas.
Esta atención al aspecto litúrgico no debería faltar nunca cuando la comunión es llevada al enfermo a domicilio. Hoy, gracias a la institución de los ministros extraordinarios de la Eucaristía en casi todas las parroquias, esta posibilidad está notablemente favorecida. Ella debería, pues, hacer posible un servicio más regular y sin excesivos problemas de tiempo (y, obviamente, también sin inútiles dilaciones y manteniendo una gran sensibilidad con respecto a las condiciones del enfermo).
Si el enfermo está en condiciones de hacerlo, bien estaría que fuera él mismo quien sugiriera algún breve pasaje de la Escritura y la oración que mejor expresara su estado de ánimo y sus sentimientos en ese momento.
En definitiva, es importante que el rito de la comunión se celebre con una cierta solemnidad, para que tanto el enfermo como sus familiares o los que rodean su cama se sientan ayudados a entender el valor del acto sacramental, lo vean como un encuentro con el Señor que permanece con nosotros, nos reúne en su cuerpo y nos pone de nuevo en camino para que seamos siempre y por doquier testigos de la esperanza.
La unción de los enfermos
A pesar del desarrollo teológico y de todas las tentativas de renovación pastoral de los últimos veinte
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años, el sacramento de la unción de los enfermos sigue conservando, en la mentalidad de la mayor parte de los fieles, el carácter de sacramento de los moribundos. Pues bien, es justamente esta mentalidad la que tanto la teología como la pastoral deben tratar de corregir, si se quiere que la unción recupere su verdadera identidad de sacramento de los enfermos.
a) Significado y valor del sacramento de la unción
La enfermedad es una situación especial en la que la Iglesia está presente con una palabra de fe y de esperanza, y con un don de gracia, para continuar la obra de su Cabeza, que vino como médico del cuerpo y del espíritu (SC 5). En efecto, Jesús —tal como lo presentan los Evangelios— manifiesta una particular atención hacia los enfermos que acuden a él con fe, o que le son presentados con confianza, y manifiesta hacia ellos su misericordia, liberándoles a un tiempo de la enfermedad y de sus pecados. Aun rechazando la explicación de la enfermedad como castigo por una culpa personal o de los antepasados (Jn 9,2ss), Jesús reconoce en ella un mal relacionado con el pecado. Por eso todo acto de curación realizado por Jesús es anuncio de liberación del pecado y signo de la venida del Reino.
Pero la liberación de la humanidad de todas las consecuencias del pecado no se cumple plenamente en esta tierra; tendrá su cumplimiento en la última y definitiva venida del Señor. En la vida presente, la enfermedad ofrece al discípulo la posibilidad de imitar al Maestro que tomó sobre sí nuestras debilidades (Mí 8,17). Lo cual no impide que la enfermedad sea un mal que se debe evitar, curarlo con diligencia y aliviarlo. La Iglesia anima y bendice toda forma de búsqueda y toda iniciativa emprendida con el fin de vencer la enfermedad, porque ve en ello una colabora-
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ción de los hombres con la acción divina de lucha y de victoria sobre el mal10. Por su parte, fiel a las enseñanzas de Cristo, confiada en los poderes espirituales que le han sido conferidos, «con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve» {LG 11).
El sacramento de la unción se inscribe, por un lado, en este contexto de aceptación y participación en los sufrimientos de Cristo y, por otro, de lucha contra la enfermedad y de servicio al enfermo. El servicio sanitario mismo adquiere un valor sacramental: «El sacramento de los enfermos tiene su propio itinerario, que comienza con los gestos humanos de acogida al ingresar en el hospital y continúa con los diferentes servicios prestados con amor. La verdadera renovación pastoral de este sacramento va mucho más allá de la celebración litúrgica. Cierto que los cambios introducidos en las oraciones y en los ritos tienen su importancia; pero estos signos sólo serán comprendidos y resultarán plenamente eficaces en el contexto de una pastoral en la que la persona del enfermo sea el centro de atención de todo el equipo sanitario. El amor de Cristo a los enfermos se pone de manifiesto en los servicios prestados a través de las curas médicas, a través de las visitas fraternas; en este momento, el sacramento de los enfermos ya ha comenzado y es ya operante... Servicio a los enfermos y sacramento de los enfermos se reclaman recíprocamente: estas dos realidades son complementarias en cierto sentido. El sacramento es el punto culminante de nuestra preocupación cotidiana por los enfermos; es la epifanía de las dimensiones y de las motivaciones de esa preocu-
Conc. Ecum. Vat. II, Mensaje a los enfermos.
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pación; a su vez, el sacramento de la unción remite al cristiano al compromiso constante en favor de los enfermos»11.
En esta perspectiva, el sacramento de los enfermos no podrá ser nunca un hecho aislado, sino el momento culminante de un servicio al enfermo que une a Cristo y a la Iglesia, y también a la comunidad cristiana y al equipo hospitalario; será el signo de la presencia de Cristo y de la lucha emprendida por Él contra el mal, la enfermedad y el sufrimiento. El sacramento de los enfermos responderá entonces a la práctica de todo el equipo sanitario y de la comunidad creyente, que acompañan al enfermo para que llegue a encontrar a Aquel que dio su propia vida por él.
b) Los destinatarios del sacramento
Dado el desarrollo de la reflexión teológica sobre el significado y el valor del sacramento, se siguen algunas indicaciones acerca del sujeto de la unción; indicaciones que son precisadas por el nuevo Rito y por el Código de Derecho Canónico en estos términos:
— el sujeto de la unción es el «enfermo». Para valorar la gravedad de la enfermedad, basta un juicio prudente y probable, sin ansiedades inútiles;
— la ancianidad no constituye, por sí misma, una situación de enfermedad. Por tanto, el sacramento no debe ser extendido de manera indiscriminada a todas las personas ancianas;
— la unción puede ser administrada también a los enfermos que hayan perdido el uso de la razón o se encuentren en estado de inconsciencia, si hay razones para pensar que ellos mismos, en posesión de sus fa-
" M. Alberton, Un sacramento..., op. cit., pp. 102-103.
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cultades, en cuanto creyentes, al menos implícitamente, habrían pedido el sacramento;
— el sacramento de la unción puede ser reiterado si el enfermo, tras haberse restablecido, se ve afectado por una nueva enfermedad, o si en el curso de la misma el peligro se hace más extremo.
Podemos hacer algunas reflexiones ulteriores sobre las indicaciones expuestas. Ante todo, nos parece que, para determinar el sujeto de la unción, se deben conjugar tres elementos: situación física, situación psicológica y actitud de fe.
La situación física, es decir, la «gravedad» de la enfermedad, entendida no tanto en sentido clínico cuanto en sentido global, o sea, en los efectos que la enfermedad (ya lo suficientemente grave en sí misma) tiene sobre la psicología del enfermo. El hecho físico determina inevitablemente un hecho psicológico, existencial: un modo propio de vivir la enfermedad como situación «dramática» de la propia vida. Aparte de estos dos aspectos (objetivo y subjetivo) de la enfermedad, ha de ser también tomado en consideración, como para cualquier otro sacramento, el aspecto de la fe. Es decir, hay que verificar el significado que el enfermo da al sacramento y cuáles son las motivaciones que fundamentan su petición. Si tal petición no está inspirada por la fe, sino por otros motivos (miedo, conformismo, presión moral del ambiente, necesidad de una seguridad psicológica ante Dios o de una cierta garanda de curación), es preferible dejar para más adelante la celebración del sacramento, es decir, cuando el enfermo esté mejor preparado y haya avanzado en su camino de fe. Es deber del operario pastoral estar al servicio de ese camino, ayudar al enfermo a entender los deberes a que le obliga la enfermedad, hacerle comprender que el sacramento no elimina las dificultades debidas al factor patológico,
148 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
pero que sí les da un significado: el sacramento no debe aparecer como un objeto de «consolación» que exima de vivir las exigencias evangélicas durante la enfermedad...
En último análisis, lo importante no es que el sacramento sea administrado, cualesquiera que sean las condiciones del enfermo, sino que éste esté dispuesto a celebrarlo y a vivirlo en su verdadero significado, en cuanto don de Dios para vivir cristianamente la enfermedad.
De esta precisión se desprende también que, si el enfermo ha perdido la razón y se encuentra en estado de inconsciencia o está a punto de morir, «se puede», como dice el nuevo Rito, administrarle el sacramento de la unción; pero esto, que constituye un caso límite, no puede convertirse en praxis habitual. Si el enfermo está para morir y en posesión de sus facultades, es preferible proponerle, sin más, la recepción del sacramento de la Eucaristía como Viático (Can. 922); en cambio, si ha perdido la consciencia, es preferible recitar alguna otra oración litúrgica adecuada, pero no celebrar el sacramento: es, en efecto, un contrasentido administrar un sacramento «que pretende conferir un significado a la enfermedad y que permite al sujeto vivir ese significado, a alguien que no dispone de medio alguno para reconocer y vivir ese mismo significado»12.
En cuanto a la administración del sacramento de la unción a los ancianos, teniendo en cuenta la praxis que se está implantando en algunos ambientes, sobre todo a raíz de la llamada «Jornada del anciano y del enfermo», hay que estar atentos para no caer en el extremo opuesto al de la pastoral preconciliar. Si an-
12 C. Ortemann, // sacramento degli infermi, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1971, p. 110.
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tes del Concilio el sacramento se administraba casi exclusivamente a los que se encontraban a punto de morir, hoy no debe convertirse en el sacramento de la tercera edad. Tampoco de este modo, como en la administración de la unción a los que ya no son conscientes, se estaría respetando el verdadero significado del sacramento. No es facilitando con excesiva ligereza y superficialidad la administración del sacramento a todos los ancianos como va a ser superada la idea según la cual se trata del sacramento de los moribundos, sino mediante la adecuada catequesis y la valoración de todas las formas previstas y sugeridas por la Iglesia para la asistencia espiritual a los enfermos.
Finalmente, una última observación con respecto a la liturgia del sacramento. Pensamos que vale también para la unción de los enfermos la orientación del Concilio según la cual «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, inculqúese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» (SC 27).
Las celebraciones comunitarias, en efecto, «al tiempo que subrayan su naturaleza eclesial, dan al pueblo cristiano la ocasión de crecer en la comprensión de su eficacia y de la riqueza de gracia que, desde él, revierte sobre toda la Iglesia; al mismo tiempo ponen de relieve el carisma específico de los enfermos en la comunidad»13.
Pero también aquí hay que estar atentos para no transformar tales celebraciones en celebraciones fáciles, rituales, poco kerigmáticas y poco sensibles a las verdaderas condiciones y disposiciones del sujeto.
13 Signore da chi andremo. II catechismo degli adulti, Ed. CEI, p. 281.
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El Viático
La unción de los enfermos, de por sí, no está orientada al momento de la muerte, sino a la situación de grave enfermedad. Sin embargo, la Iglesia, del mismo modo que se pone al lado de los hermanos enfermos con la oración y la caridad, también considera necesaria su presencia al lado de los moribundos. Siguiendo una tradición milenaria, reserva para los moribundos la Eucaristía en forma de Viático. Es el sacramento de la plenitud y del paso. No simplemente el sacramento que ayuda a morir, sino el sacramento que ayuda a vencer, a superar la muerte, que introduce en la resurrección y en la vida.
Son las palabras mismas de Cristo las que nos abren a esta perspectiva. Si su Cuerpo es pan de vida, quien lo come «tiene la vida eterna» y posee el principio y la prenda de la resurrección.
De ser signo de muerte inminente, el Viático se transforma, por eso, en signo eficaz de vida; no sólo la indica y la hace presente, sino que la comunica y la da. Para el creyente que se encamina hacia la muerte con esta inquebrantable certeza, el Viático se convierte en alimento para el viaje, en consuelo, en alivio, en defensa y en fuerza. El cristiano va al encuentro de este evento, que pone punto final a su existencia sobre la tierra, con temblor y con esperanza: su viaje no terminará en la muerte, sino en la vida14.
El Nuevo Ritual insiste repetidas veces en la relación entre el Viático y la Misa, recomendando que, si es posible, se administre durante la Misa y bajo las dos especies, de manera que aparezca como un «sig-
14 R. Falsini, «II senso del Viatico ieri e oggi», en VV.AA., // sacramento dei malati, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1975, pp. 191-208.
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no especial de la participación en el misterio celebrado en el sacrificio de la Misa, el misterio de la muerte del Señor y de su paso al Padre»15.
Hoy día, este sacramento es pedido raras veces, justamente porque nuestra sociedad rechaza la muerte. En los hospitales se hace todo lo posible para ocultar este hecho final del hombre, y es frecuente que el enfermo entre en coma sin enterarse de que su fin está próximo. La valoración del Viático en la actividad pastoral es directamente proporcional a la recuperación del verdadero sentido de la unción de enfermos: si la unción pierde el carácter de último sacramento, el Viático volverá a encontrar su lugar.
Proponer el Viático a enfermos que no tienen la costumbre de comulgar parecerá muchas veces inoportuno o, por lo menos, que no respeta la prioridad de la evangelización: siempre se podrá rezar por estos enfermos cuando se encuentren en grave peligro de muerte, y la oración puede ayudarles a abandonarse en las manos de Dios. Si, por el contrario, el enfermo, aun sin saber que se encuentra en peligro próximo de muerte, pidiera la comunión, se podrá evidentemente dar a esa comunión una tonalidad particular de participación plena en el misterio pascual de Cristo.
Conclusión
No es posible instaurar una pastoral de los sacramentos para los enfermos verdaderamente renovada en los contenidos y en las formas, sin una renovación de toda la acción pastoral de la Iglesia. Si se acepta el principio según el cual los enfermos forman parte de la comunidad y tienen derecho a una atención pre-
15 Rituale Romano, Sacramento dell'unzione e cura pastorale degli in-fermi, Premesse, n.° 26.
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ferente, dado el estado de debilidad en que se encuentran, es necesario encontrar el modo de hablar a menudo a los fieles de la enfermedad, de la solicitud que Cristo y la Iglesia tienen por los enfermos, del sentido cristiano del sufrimiento, del don de la salud, de los sacramentos que testimonian el amor de Cristo hacia sus miembros más débiles y de la oración por todos cuantos son visitados por el dolor.
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BIBLIOGRAFÍA
Hacemos referencia de algunos números monográficos de revistas que tratan el tema de la pastoral de los sacramentos y de los enfermos:
— «Présences», Revue trimestrelle du «Monde des Ma-lades», n.° 102, 1." Trim., 1968; artículos de A. Le-bordére, H. Bissonnier, E. Schillebeeck, B. Sesboué, P. Ancieux, y una rica bibliografía.
— «La Maison-Dieu», Revue de pastorale liturgique, n.° 113, l.er Trim., 1973; artículos de P. Jacob, P. M. Gy, J. Ch. Didier, D. Cicard, C. Ortemann.
— SPAS, n.° 49, Año IX, enero 1980, Celebrar con los enfermos.
— Rivista di Pastorale litúrgica, n.° 133, Año XXIII, noviembre-diciembre 1985.
ESTUDIOS
BORTOLETTI, , E., «I sacramenti nella pastorale ospedalie-ra», en Pastorale ospedaliera, 1967, pp. 149-166.
BRUSCO, A., Umanitá per glio ospedali, Ed. Salcom, Brez-zo di Bedero, 1983, en particular pp. 120-127.
DONGHI, A., L'olio della speranza, Ed. Paloine, Roma, 1984.
BRESSANIN, E., «Annunciare e vivere il vangelo nel mondo della salute oggi», en Quaderni del Centro Camuliano di pastorale, n.° 2, 1986.
ALBERTON, M., Un sacramento per i malati, Ed. Dehonia-ne, Bologna, 1982.
ORTEMANN, C , // sacramento degli infermi, ElleDiCi, Torino-Leumann, 1972.
TETTAMANZI, D., Una pastorale per l'uomo che soffre, Ed. Salcom, Brezzo di Bedero, 1986.
12 £1 «counseling» pastoral
Angelo Brusco*
«Counseling» es una palabra inglesa que indica una particular relación entre dos personas, de las cuales una se encuentra en situación de necesidad y la otra posee la capacidad de ayudarla. Trasladado al campo de la pastoral, el «counseling» puede ser definido como un ministerio de la comunidad creyente que tiene como objetivo la curación, la liberación y el crecimiento de la persona. Este ministerio se basa en la relación entre uno o varios operarios pastorales competentes y una persona o un grupo comprometidos en un encuentro (conversación o interacción). Tal relación es un proceso dinámico, con una estructura bien definida y unos objetivos mutuamente acordados, y se da dentro de la tradición y los recursos de la comunidad creyente. La traducción más común de «counseling» es «relación de ayuda».
* Angelo Brusco es director del «Centro Camuliano di Pas-torale» de Verona, profesor y supervisor de Formación Pastoral Clínica.
156 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Un caso
La transcripción de un encuentro entre un capellán y una paciente internada en una sección de ginecología y obstetricia constituye el punto de arranque de nuestra reflexión.
Capellán: Buenos días, señora. ¿Cómo se encuentra hoy?
Paciente: ¡Ah, es usted! (pausa, sonrisa). Oiga, padre, ¿qué piensa de la ligadura de trompas?
Capellán (Sonrío también yo. Pausa): Tengo la impresión de que le resulta a usted difícil este tema...
Paciente: Bueno, ya sabe usted... Soy católica, educada en un colegio de monjas... Pero, compréndalo, es el tercero ya: no lo esperaba. He estado tomando la pildora durante cinco años. Después la dejé, y he seguido el calendario... No puedo tener más. El mayor tiene diez años. Mi marido tiene tan sólo 42 (breve pausa). Antes de venir al hospital, hablé con algunas amigas que son católicas; ellas se han hecho ligar las trompas... No sé qué hacer. Fíjese, el calendario no funciona, mi marido trabaja lejos de aquí y vuelve a casa cada tres semanas. Es un hombre, compréndalo... Me falta el coraje para tener otro hijo; no se trata de egoísmo (pausa). Y si decido hacerme la operación —los médicos me dicen que el lunes—, ¿puedo seguir comulgando? ¿Y el Papa?
Capellán: La veo preocupada e insegura....
Paciente: Sí, me gustaría ver claro... Y además... no quiero ir al infierno... (Pausa)... Ustedes, los curas, ¿qué dicen? No puedo tener más hijos; me parece que ya he cumplido con mi deber.
Capellán: Es duro vivir en la incertidumbre y pensar en Dios como alguien que castiga...
EL «COUNSELING» PASTORAL 157
Paciente (Llora. Se estira sobre un costado y mira a la vecina de cama): Me gustaría tomar una decisión tranquila. Si alguien me dijera que no hago nada malo... me sentiría mejor.
Capellán: A veces, en la vida, es difícil tomar decisiones en solitario...
Paciente: Sobre todo cuando se ha tenido una educación como la nuestra...
Capellán: Tengo la impresión de que usted vive una religión de temor, en la que hay un Dios que castiga a cada instante...
Paciente: Es cierto. Me han dicho que hacerse la ligadura de trompas es pecado. No lo sé (Pausa). Han cambiado muchas cosas en nuestro tiempo. Ya no es como antaño...
Capellán: ¿Y cómo vive usted estos cambios? ¿Le parece que podrían ser un estímulo para hacerla reflexionar sobre sí misma y llegar a actuar de acuerdo con su conciencia?
Paciente: Creo que sí... Pero son ustedes, los curas, quienes deben formar las conciencias...
Capellán: Digamos que... en el sentido de que podría ayudarla a ver más claro...
En este fragmento de diálogo aparece nítida la dirección tomada por el operario pastoral: conducir a la paciente a tomar una decisión moral responsable.
Las modalidades adoptadas para lograr ese objetivo se basan en el conocimiento de la dinámica que funciona en un individuo en situación de necesidad. Siguiendo libremente las indicaciones de Luciano Cian, podemos presentar esa dinámica del modo siguiente.
Cuando una persona pide ayuda, llega al coloquio así:
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— Las dificultades se inscriben en una situación precisa, conocida por ella, conocida por ella más que por todos los demás.
— Las dificultades provocan un sufrimiento más o menos profundo.
— El sufrimiento produce un sentimiento que es vivido en el fondo del ser y que tiende a obstaculizar la vida o a perturbar el flujo regular de las energías.
En el caso presentado arriba aparecen claramente las dificultades de la paciente. Atrapada en un conflicto de valores —la ley moral, la vida, la salvaguarda de las relaciones conyugales...—, vive un sufrimiento profundo que se manifiesta en muy variados sentimientos: ansia, culpabilidad, inseguridad, miedo...
Una persona oprimida por una situación difícil que la impulsa a pedir ayuda, querría ser escuchada así:
— espera que el operario pastoral comprenda, ante todo, el sentimiento vivido por ella;
— que participe, del modo que pueda, en su propio sufrimiento, de acuerdo con sus posibilidades em-páticas;
— que examine con el interesado las dificultades y busque con él el sentido de su problema, sin juzgarlo;
— que evalúe la situación y vea qué es posible hacer, dejando, sin embargo, al sujeto la iniciativa de las «pistas vitales» a seguir para salir definitivamente de esta situación.
Acoger a la persona
Comprensión de los sentimientos y participación en lo vivido por la persona que pide ayuda: éste es el primer paso que el operario pastoral está llamado
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a dar, poniendo de manifiesto ciertas actitudes indispensables, como la acogida calurosa, la escucha activa, el respeto profundo y la autenticidad.
En el diálogo transcrito arriba, el operario pastoral demuestra que sabe moverse en esta línea, evitando centrarse de inmediato en el problema que le plantea explícitamente la paciente. De haber hecho esto último, probablemente hubiera tenido escaso éxito, porque la carga emotiva que pesaba sobre la paciente se habría interpuesto, bloqueando una recepción creativa del mensaje. El atender a lo vivido por la mujer le ha facilitado la exclusión de actitudes dogmáticas y moralísticas. Según Faber, ser dogmático significa formular juicios doctrinales sobre todo lo dicho por el interlocutor, abandonando a éste a su lucha interior. Puede caer en el dogmatismo quien se enzarza en una discusión con otro sin tener en cuenta sus sentimientos. Nadie niega la importancia del dogma; pero quien, en el diálogo pastoral, se limita a presentar al otro un juicio dogmático, se está demostrando incapaz de ayudarle. Por lo que respecta al moralismo, consiste en una confrontación con el interlocutor sobre la base de principios morales, pero una confrontación que no va precedida de la aceptación de ese interlocutor como persona, que no puede impedir el sentimiento de estar siendo juzgado.
Prosiguiendo en el análisis del coloquio, se nota también la ausencia de intervenciones inquisitoriales, de respuestas irrealistas de estímulo, de consejos ramplones. Respecto a los consejos, tan frecuentes en la práctica del diálogo pastoral, merece la pena reflexionar sobre las conclusiones de una investigación realizada en América y sintetizada así por Bruno Giordani:
— los consejos dados tras una simple escucha de la situación se han revelado en general inútiles y, a veces, incluso perjudiciales, bien sea porque el «acón-
160 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
sejador» no logra penetrar en el mundo del individuo, bien porque tiende a proyectar sus propios valores y convicciones o preferencias personales en la vida del otro, imponiéndole aquello que él tiene como subjetivamente válido para sí;
— las personas «dirigidas» a base de instrucciones y de consejos se vuelven con frecuencia más dependientes e inestables que las demás;
— los eventuales progresos alcanzados durante el «tratamiento» a base de consejos se desvanecen en cuanto falta el apoyo exterior;
— a veces se observan en algunos individuos profundas reacciones de resistencia a toda sugerencia y una fuerte carga de agresividad, expresiones normales de una necesidad más o menos consciente de salvaguardar la propia independencia y de hacerse responsables de sus propias acciones;
— aun aquellos que espontáneamente piden consejo o aceptan sin objeción cualquier tipo de sugerencia, cuando se encuentran en la situación concreta olvidan con facilidad las indicaciones recibidas, o asumen una actitud diametralmente opuesta a la que les fue sugerida.
Escuchando activamente, el operario pastoral no sólo capta las notas de la canción triste y descorazonada que la paciente canta, sino que permite a ésta «expresarse», poniéndola en condiciones de explorar mejor lo vivido por ella.
La escucha activa es la llave que permite entrar en el mundo del otro, desarrollando una actitud em-pática. La palabra «empatia» abarca un espacio cada vez más amplio en el campo de las relaciones interpersonales. Si bien ésta, como otras actitudes, ha sido ya tratada en los capítulos precedentes, tal vez valga la pena iluminar algunos elementos que hacen que la
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actuación de empatia resulte ardua. Comporta, ante todo, la capacidad de «ponerse en el punto de vista del otro»; actitud no natural, sobre todo en la cultura contemporánea. «Poner entre paréntesis», aunque sólo sea temporalmente, los propios puntos de vista exige disciplina, sentido de los límites y respeto por la diversidad.
En segundo lugar, la comprensión empática se diferencia netamente de la simpatía. Mientras que esta última consiste en «hacer propios» los sentimientos del otro, la empatia conduce a una comprensión de lo vivido por ese otro que mantiene el distanciamien-to necesario para una consideración objetiva del problema del interlocutor. Si, en el diálogo que hemos transcrito, el operario pastoral no hubiera sido capaz de frenar la tendencia natural a identificarse con la otra persona, habría tenido muy pocas posibilidades de ayudarla a caminar: los sentimientos vividos por ella, una vez hechos propios, le habrían engullido, oscureciéndole toda perspectiva.
Evitar la simpatía no significa asumir una actitud de indiferencia. Al contrario, quien es empático —y éste es el tercer elemento— está dispuesto a ser vulnerable, es decir, susceptible de ser herido por la comunicación de lo vivido por el otro. Esta vulnerabilidad es la que genera la cercanía y la participación en el sufrimiento del interlocutor. Si el miedo a caer en una exagerada «implicación afectiva» hace justamente prudente el empleo de las propias energías, no debe, sin embargo, llegar al extremo de agostar la relación interpersonal.
Resumiendo el camino recorrido por el operario pastoral en el diálogo traído a colación, pueden establecerse los resultados siguientes:
— se han puesto las bases para el establecimiento de una relación fundada en la confianza;
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— la paciente ha tenido la posibilidad de liberarse de la carga emotiva que le oprimía el corazón;
— ha tenido lugar un proceso de tal naturaleza que va a permitir a la mujer y al operario ver el problema en la diversidad de sus aspectos.
En la conducción del diálogo, el capellán ha utilizado algunas técnicas que le han hecho más fácil su labor. El análisis de sus respuestas pone de manifiesto el recurso a la reformulación, lo cual le ha permitido devolver a su interlocutora lo que había comprendido de su mensaje, tanto en términos de contenidos como de sentimientos. Aunque la reformulación sea una técnica, sin embargo está al servicio de una actitud de respeto y de confianza. Centrarse sobre lo comunicado por la persona significa tomar en consideración su mensaje, haciendo así que sea ella la protagonista del diálogo. Es la certeza de haber sido comprendido la que da al interlocutor el deseo de continuar hablando de sí mismo y de su problema con el operario.
De la acogida al discernimiento
La fase del counseling, tan someramente descrita, es fácilmente pasada por alto por parte del operario pastoral. A la dificultad de acoger lo vivido por el paciente, se añade con frecuencia la tendencia a querer resolver los problemas de forma inmediata. Por eso, si esta fase debe ser considerada con enorme atención en cuanto etapa insustituible de todo acompañamiento pastoral, es importante, sin embargo, saber avanzar más aún. Los que se entregan al aprendizaje del counseling se dan cuenta de la dificultad de pasar de la escucha empática a la fase que tiene como objetivo ayudar a la persona a comprender las causas del propio problema y a discernir los diferentes elementos de la situación, para disponerse a afrontar una di-
EL «COUNSELING» PASTORAL 163
fícil acomodación, un cambio arriesgado o una opción determinante.
Volviendo al diálogo tantas veces citado, advertimos que el operario se detiene en la primera fase. En el caso que nos ocupa, ir más adelante en el acompañamiento significaría:
— Ayudar a la paciente a responder a una necesidad de clarificación en torno a su problema.
En el contexto sociocultural de hoy, el individuo está sometido a la influencia de diferentes teorías morales y, a menudo, contrapuestas. Los medios de comunicación social y las conversaciones cotidianas informan acerca de las divergencias entre las diferentes tomas de postura, por parte de los teólogos, los pastores y los expertos en ética «laica», respecto a determinadas cuestiones morales.
— Intentar con la paciente un «discernimiento» adecuado para distinguir lo que es importante y lo que no lo es tanto en el panorama de los valores en conflicto.
En efecto, por una parte se imponen las exigencias personales, conyugales y familiares; por otra, las implicaciones de una ley moral que la interlocutora quisiera cumplir. En este y en muchos otros casos, el conflicto es vivido más a nivel emotivo que a nivel intelectual; la persona, de hecho, sabe hacia dónde debería caminar, pero encuentra graves resistencias.
Aparte las actitudes apuntadas arriba (acogida, escucha activa, comprensión empática, respeto, confianza...), es muy apropiado en esta fase el uso de la confrontación. Forma de ayuda eficaz pero delicada, la confrontación consiste en poner al interlocutor frente a posibles incongruencias y contradicciones de su propio obrar, considerado a la luz de los valores proclamados y de la Palabra de Dios.
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La práctica de esta actitud debe ser cauta, y únicamente ejercitada cuando entre el operario pastoral y el interlocutor se ha establecido ya una relación suficientemente sólida, de manera que la confrontación no suene a juicio ni a condena. Xavier Thévenot recuerda que la confrontación o actitud profética debe ser practicada de forma «no indiscriminada», es decir, teniendo muy presente la coyuntura en la que se desenvuelve.
El ejemplo de Jesús es elocuente. «Mientras que con los fariseos, en cuanto grupo muy seguro del propio poder religioso, se comporta con extrema violencia, se vuelve casi tímido a la hora de recordar los valores morales en los diálogos o encuentros con los pecadores o los descarriados. Así, cuando la mujer sorprendida en flagrante adulterio (Jn 8, 3-11) y considerada como objeto de repulsa por parte del mora-lismo de los escribas y fariseos es conducida ante Jesús, éste adopta una actitud casi silenciosa, de manera que la mujer vuelve a ser el sujeto de la palabra y se ve, simplemente, remitida a su propia responsabilidad: «Vete, y en adelante no peques más». Del mismo modo, con la Samaritana (Jn 4), Jesús se contenta, tras unas palabras de verdad («Bien has dicho 'no tengo marido', porque has tenido cinco»), con apremiar a la mujer a una exigencia más radical. ¡Extraño modo de ejercer el profetismo y la corrección fraterna! Modo excelente, sin embargo, porque no encierra a la persona en la estrechez del legalismo, sino que, por el contrario, la abre a un nuevo futuro.
En la actualización del discernimiento y de la confrontación no hay que olvidar la posible activación de lazos transferenciales entre el operario y la persona con la que se encuentra.
No cabe duda de que toda relación de ayuda, por breve que sea, está siempre teñida de aspectos trans-
EL «COUNSELING» PASTORAL 165
ferenciales, esto es, de una reactivación, por lo general inconsciente, de experiencias infantiles arcaicas. En la literatura pastoral, este tema es tratado con suficiente amplitud, incluso porque «la relación pastoral, examinada psicológicamente, se revela con frecuencia cargada de necesidades afectivas, conscientes o inconscientes, tanto en el operario pastoral como en el interlocutor». Entre los muchos ejemplos citados por An-dré Godin, recordemos uno:
«Una persona, frustrada y ávida de afecto, comienza el diálogo manifestando (seguramente sin darse cuenta de ello) la esperanza de que el pastor le proporcione durante largo tiempo un afecto sin riesgos y, por tanto, una expectativa ilusoria de haberse entregado a Dios sin haberse comprometido realmente. Al deseo de sentirse objeto de afectuosa comprensión, responde eventualmente la satisfacción del pastor al dispensar un poco de ese calor consolador que la caridad parece exigirle.
La tendencia actual a atenuar el carácter formal de los encuentros pastorales, aunque considerada teológicamente oportuna, puede provocar en este caso algunos problemas de relación, en especial si el pastor (célibe o casado) tiene una sexualidad mal integrada; paternidad o maternidad frustradas por el celibato, afectividad escasamente madura en relaciones conyugales no gratificantes... Desde el punto de vista psicológico, no se subrayan sólo, ni sobre todo, los peligros morales que acompañan a esta situación, sino más radicalmente aún, en un contexto cristiano, la dificultad de ese pastor para representar otra cosa que no sea un amor ofrecido (que la persona recibe, saboreándolo más o menos confusamente) y para estimular en sí mismo el 'ágape', que invita a todo cristiano a volverse activamente hacia su prójimo para amarlo como el Hijo primogénito amó a los hombres, particularmente a los más débiles.»
166 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
A la acción La acogida y el discernimiento conducen a una fase
ulterior de la relación de ayuda: la acción. Escuchada, comprendida, respetada y ayudada a clarificar todo cuanto vive, la persona es invitada a entrar en la fase operativa de su camino. En el caso considerado en este trabajo, la paciente tenía que tomar una decisión responsable. En otras circunstancias podría tratarse de la adaptación a una situación crónica, de la aceptación de un penoso estado de soledad, de una separación necesaria, de una vuelta a la fe abandonada, de una reconciliación con los demás, de la aceptación de la muerte...
A veces, el paso a la fase operativa es una consecuencia espontánea de las dos primeras; en otros casos, la persona precisa ser acompañada también en esta etapa. Si las actitudes encarecidas en las fases precedentes se mantienen, su utilización debe mirar a la consecución de este objetivo particular. Evitando tomar las decisiones en lugar de las personas interesadas, el operario pastoral se entrega a ayudar a su interlocutor:
— A encontrar en sí mismo, en el ambiente en el que vive y en la tradición religiosa de la que se ha nutrido, los recursos necesarios para superar o vivir adecuadamente la situación en la que se encuentra. Tales recursos pueden ser de muy diverso género: energías aletargadas y fuerzas desconocidas que forman parte del patrimonio personal, relaciones significativas, la fe, la palabra de Dios, la oración, la meditación...
Los recursos religiosos indicados son también un precioso instrumento en manos del operario pastoral para desarrollar su tarea de acompañamiento, con tal de que, como indica H. Clinebell, no sean usados «irreligiosamente».
EL «COUNSELING» PASTORAL 167
Hablando de la Biblia en particular, afirma el mismo autor que la palabra de Dios puede ser utilizada para confortar, instruir, diagnosticar. El uso diagnóstico de la Biblia se basa en el proceso de identificación con los personajes del relato sagrado: hay gente que está siempre «sin morada», como Abraham, otros se sienten habitados por María (contemplación) o por Marta (acción)...
— A vivir con confianza el camino emprendido, superando las tibiezas, los retrocesos, las dudas, los desánimos.
— A conservar la certeza de que el Señor le acompaña con su amor, hecho de compasión, de perdón y de espera, a pesar de las eventuales y discutibles opciones tomadas.
Una metáfora: el curador herido
La metáfora del curador herido, utilizada umversalmente para ilustrar el significado profundo de la relación pastoral de ayuda, servirá para fijar los puntos fundamentales de todo lo expuesto en las páginas que anteceden.
El sentido de esta metáfora se basa en el presupuesto según el cual, tanto en el que ayuda como en el que es ayudado conviven la experiencia del sufrimiento (herida) y el poder de curación (Fig. 1A).
Partiendo de este presupuesto, son posibles tres modalidades de ayuda.
— Hay quien, ignorando o negando la propia herida, se encuentra con el sufrimiento del otro sólo en la dimensión «curativa», transformándose así en «salvador» que asume toda la responsabilidad del problema. Su intervención corre el peligro de disminuir la capacidad de respuesta del otro, bloqueando sus inte-
168 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
A
Yo Herida Curación
B
Yo
Herida
Herida
Tú
Curación
Curación
En toda persona coexisten la herida y el poder de curación. Mi herida sólo reacciona ante mi poder de curación. Mi poder de curación no puede curar tu herida, ni viceversa.
Si cuando yo respondo a tu sufrimiento, reviviendo mi dolor y compartiéndolo contigo, nos encontramos sólo a nivel de herida, nuestra identificación lo único que hace es intensificar el dolor y el problema.
Fig. 1.—El curador herido, adaptación de Augsburger, D., Pastoral Coun-seling across culture, The Westminster Press, Philadelphia, 1986, p. 369.
riores recursos «re-curadores». En este caso, la relación es incompleta y la intervención, a la larga, se demuestra estéril. Esta primera modalidad de ayuda refleja la situación de los que pretenden resolver los problemas de los demás poniéndose en su lugar (Fig. 1C).
— Hay también quien responde a los sufrimientos del otro limitándose a compartir su dolor. En este caso, vertiendo uno el propio sufrimiento sobre el sufrimiento del otro, las dos personas se unen únicamente a nivel de «heridas», y su identificación tan sólo puede intensificar el dolor y el problema.
EL «COUNSELING» PASTORAL 169
c Yo
Curación
Tú
Curación
D
Curación
Herida
Yo
Herida
Herida
Herida
Curación
Tú
Si nos encontramos yo como curador y tú como herido, convirtíéndome yo en el salvador que asume toda la responsabilidad, mi intervención corre el peligro de disminuir tu capacidad de respuesta: podría bloquear tu «curador» interior.
Cuando nos encontramos herida y herida, y curador y curador, mi herida no infectará la tuya; se colocará junto a ti como presencia y comprensión; mi curador no correrá a salvar tu sentido de impotencia, sino que apelará a las fuerzas curadoras que hay en ti.
Quedan retratados en este modelo todos los que, para demostrar su solidaridad con el que sufre, hacen ostentación de sus heridas. Las expresiones del tipo «no hay que tomar las cosas tan a pecho», «yo también he sufrido esas mismas cosas», etc., frecuentes en labios de tantos consejeros, tienen el peligro de añadir desesperación a la desesperación, y falta de fe a la propia falta de fe.
La actitud que brota en semejante situación es la simpatía, que muchas veces no hace más que confirmar o agravar la sensación de impotencia o el vacío de esperanza que el otro está viviendo (Fig. IB).
170 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
— Hay, finalmente, quien se encuentra con todos los que sufren, sea a nivel de herida, sea al de poder de curación. Es el caso del curador herido. Apelando a las fuerzas curativas presentes en la propia persona, sabe aceptar e integrar lo que de negativo se manifiesta en las diversas formas de sufrimiento físico y espiritual (la soledad, las dificultades de crecimiento, las separaciones, los riesgos a la hora de optar, la enfermedad...). La reconciliación con los propios límites y con el peso de dolor inherente a la condición humana le hace capaz de permanecer al lado de la otra persona que sufre, dejándose afectar por su tragedia y manteniendo con ella un contacto cargado de ternura. La experiencia del propio sufrimiento suscita sentimientos de comprensión, de compasión y de participación que dan la fuerza necesaria para acercarse al que sufre; la integración de dicho sufrimiento mediante el recurso a las fuerzas curativas presentes en uno mismo activa en el otro la capacidad de apelar a sus propias energías para, de ese modo, pasar de la desesperación a la esperanza.
Ayudar de este modo al que sufre no significa quitarle el dolor, sino llevarle a pactar con él de un modo creativo, utilizándolo para el propio crecimiento.
Cuando la herida se encuentra con la herida, surgen la empatia y la compasión; cuando el poder de curación se encuentra con el poder de curación, surge el conocimiento, el insight, la conversión, el crecimiento (Fig. ID).
En el Cristo herido, por cuyas heridas todos hemos sido curados, encuentra el consejero pastoral un modelo ideal de relación de ayuda.
Variaciones operativas
Los principios enunciados en las páginas precedentes son aplicables a todo encuentro pastoral. Hasta
EL «COUNSELING» PASTORAL 171
una simple conversación reviste una particular importancia para la persona con la que uno se encuentra, pudiendo constituir una ocasión propicia para el crecimiento humano y espiritual, o un estímulo para continuar buscando.
Un ejemplo puede ayudar a clarificar esta afirmación. Un joven estudiante de Educación Pastoral Clínica se propone ir a visitar a un paciente al que está acompañando en su camino hacia la muerte. Se trata de una persona cuya difícil vida ha estado siempre iluminada por la fe. En la habitación se encuentra la hermana del enfermo, acompañada por una amiga de la familia. La hermana habla de la actitud de aceptación de su hermano, ya próximo a la muerte, seguro de encontrar en el Cielo a su mujer y a los demás familiares. La amiga, que escucha en silencio, interviene de improviso; el diálogo se desarrolla con ella.
Señora: ¡A ustedes al menos les sostiene la fe!
Capellán: ¿Quiere decir que usted no cree en Dios?
Señora: No. En Dios sí creo, pero no creo en el más allá, en el cielo... Después de esta vida no hay nada, y ni siquiera merece la pena vivir así.
Hermana: También ella (hablando de la amiga) ha pasado tantas cosas... demasiadas...
Capellán (Dirigiéndose a la amiga): Creo entender que ha tenido usted una vida muy difícil...
Señora: El cuento de nunca acabar: sufrimientos continuos, amarguras... y la cosa no ha terminado... Ni un momento de paz, de alegría... ¡Esto no es vivir!
Capellán (La hermana de Enrique se acerca al lecho. Yo me quedo solo con la amiga de Enrique. Nos sentamos): Usted ha sufrido y sigue sufriendo mucho, ¿verdad?
172 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Señora: ¡No se lo imagina usted! Yo no creo en el cielo, hay demasiado sufrimiento, no habrá paz nunca. No creo que pueda existir un lugar donde todo sea hermoso. Pero usted sí cree, ¿verdad?
Capellán: Claro que sí. Y eso me da mucha felicidad. Tantos planes frustrados, tantas relaciones equivocadas, tantos sufrimientos...: todo será redimido. Podremos disfrutar de una felicidad duradera. Esto es lo que me da esperanza y fuerza para afrontar las dificultades.
Señora: ¡Ah!... Las fuerzas se acaban muy pronto, y ya no hay nada que hacer.
Capellán: Es verdad. A veces parece que no podremos arreglárnoslas por nosotros solos...
Señora: Cuando estoy así, blasfemo, me rebelo. Si Dios existe, no puede permitir todo este sufrimiento... y siempre sobre la misma persona.
Capellán: Se siente golpeada injustamente... y se rebela.
Señora: ¿Y qué otra cosa podría hacer?
Capellán: A mi juicio, hace bien. Se trata de un sentimiento profundo de rebeldía... Hay en la Biblia un personaje que, como usted, se rebela contra Dios ante tanta injusticia: es Job.
Señora: Y Dios, ¿qué le responde?
Capellán: No le responde claramente, pero le dice que su sufrimiento tiene un sentido, aunque él no lo entienda.
Señora: Ni yo tampoco lo entiendo... ¡Y eso es muy duro!
Capellán: Casi le pesa más el no entender que el dolor en sí, ¿no es verdad?
EL «COUNSELING» PASTORAL 173
Señora: ¡Oh, sí! Es verdad. Todos, tarde o temprano, tenemos que sufrir y morir, pero ¿por qué mueren los niños de hambre? En tiempo de guerra, se comprende: se trata de la maldad de algunos y es querida por los hombres. Pero algunos que no saben nada, que no tienen culpa., y, sin embargo, mueren... ¡No lo puedo entender!
Capellán: Ni yo tampoco... Usted se siente golpeada de manera injusta... Tengo la impresión de que usted no ha recibido muchas satisfacciones en su vida.
Señora: Es verdad. Jamás he tenido ni el amor de mi familia... Sólo disgustos. Una vida dura y llena de sufrimientos...
Capellán: Y también Dios es injusto y malo con usted...
Señora: No, yo no digo que sea malo ni injusto..., pero no creo que vayamos al cielo...
Capellán: Según usted, tampoco Él nos ama demasiado...
Señora: ... No sé...
Capellán: Mire, Dios es Padre, pero no tiene relaciones como podemos tenerlas nosotros, llenas de contradicciones, de sufrimientos... Él nos ama de verdad, y por eso nos llama al Paraíso..., porque nos quiere...
Señora: Eso es muy bonito..., pero difícil de creer...
Capellán: Es cierto. Es muy difícil creer que Dios nos ama cuando toda nuestra vida es un puro sufrimiento, como es su caso...
Señora: Sí, pienso que es difícil comprender lo duro y malo que es mi destino...
Capellán: Yo trato de comprenderla, pero no lograré jamás penetrar en su interior hasta el punto de
174 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
sentir todo lo que usted siente... Siento una profunda compasión por su vida...
Señora: Usted es afortunado: es joven, tiene toda la vida por delante... Tiene la fe, que le da esperanza...
Capellán: Sí, es verdad, soy más afortunado que usted; mi vida no es demasiado difícil; pero me parece que también usted tiene una fe profunda, íntima, muy sufrida. También usted reza a Dios preguntándole el porqué de su vida de sufrimiento... Ya verá cómo experimenta la presencia de Dios en su vida... (Silencio. Encienden las luces.)
Señora: Padre, ¿se acordará de rezar un Avemaria por mí?
Capellán: Claro que sí..., pero ¿por qué no rezamos juntos?
Señora: ¡Sí!
Capellán: Entonces recemos a Dios, nuestro Padre, pensando especialmente en esta frase: «Hágase tu voluntad».
Señora (Me interrumpe con tono de amargura): No soy capaz de decir esa frase. Es como dar carta blanca a Dios.
Capellán: Le resulta difícil darle carta blanca... También a mí me resulta difícil abandonarme en las manos del Señor, renunciando a todos mis deseos y proyectos... A veces, incluso, me doy cuenta de que no lo hago..., de que no logro siempre confiarme a Él... Resulta difícil...
Señora: ¡Para mí es una dificultad casi insuperable!
Capellán: La entiendo..., y Dios, que la entiende mejor que yo y la quiere mucho, comprenderá su dificultad... No se preocupe: puede rezar el Padre Nuestro sin decir esa frase que no es capaz de decir...
EL «COUNSELING» PASTORAL 175
Señora: Está bien. Recemos...
Capellán: Padre nuestro... (lo recita íntegramente). Le ha costado mucho rezar esta oración, ¿verdad?
Señora: Sí, pero estoy contenta... ¡Gracias, padre!
Capellán: Gracias a usted. Me ha ayudado a reflexionar cuando rezo...; ¡De ahora en adelante, cuando diga el Padre Nuestro me acordaré de usted!
Señora: Gracias, padre (Me toma la mano y la aprieta calurosamente)... Recemos una oración por Enrique...
(Nos ponemos de pie, nos acercamos al lecho. Rezamos la oración y me marcho, tras haberla animado).
A pesar de las limitaciones técnicas y de contenido, el coloquio nos presenta a un operario pastoral comprometido, con su humanidad y con su fe, en la lucha interior de una persona que se debate entre la confianza y la rebeldía. Se puede pensar fundadamente que ese solo encuentro haya contribuido a hacer un corazón humano más disponible a la acción del Señor. Muchos diálogos, sin embargo, no alcanzan una mínima calidad pastoral, porque quienes los dirigen, arrastrados con frecuencia por la distracción o inhibidos por el temor, se pierden en lugares comunes o en estériles discusiones.
Evidentemente, la eficacia del counseling pastoral depende de muchas variables, entre ellas la continuidad de los encuentros, la metodología adoptada, la preparación... El movimiento de los enfermos en un hospital es tan grande que impide que los encuentros se repitan de forma continua con una misma persona, cosa posible en otras instituciones y en otros contextos pastorales. Sin embargo, no es suficiente encontrarse varias veces con la misma persona para
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poder hablar de relación de ayuda. Muchos encuentros repetidos comienzan siempre en el mismo punto y siguen un esquema rutinario. El proceso del coun-seling exige establecer unos objetivos, respetar los ritmos de crecimiento y conocer las etapas del recorrido. Como cualquier otro ministerio, la relación pastoral de ayuda exige una preparación adecuada que, aun sin ser académica, ofrezca al operario pastoral la posesión y dominio de las técnicas básicas del diálogo.
El Consejo Pastoral
Hablando del proceso del counseling pastoral, no han faltado referencias a la persona del consejero, que constituye el elemento más importante de la relación pastoral de ayuda. Todo lo que la teoría psicoterapéu-tica ha formulado respecto a la incidencia de la calidad de ser del terapeuta, es válido también en el contexto de la relación pastoral.
Son numerosos los escritos dedicados a esbozar el perfil del consejero pastoral. Atentos a los aspectos humanos y espirituales, esos escritos presentan el ideal de una persona cuyo comportamiento debe ser una puesta en práctica del «ágape», manifestado en un amor gozoso de la verdad, en la paciencia, en una actitud optimista en relación con el proceso de la persona, en la presentación del perdón como posibilidad siempre actual. Abierto a «descubrir la verdad sobre sí mismo», el consejero pastoral no duda en explorar responsablemente su propia personalidad, a fin de alcanzar un adecuado nivel de libertad que le permita diferenciar las propias necesidades de las de la persona ayudada, evitar proyecciones indebidas y darse cuenta de que las «situaciones pastorales» pueden estar fácilmente contaminadas de tendencias narcisistas, de excesiva preocupación por afirmarse personalmente, de
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deseos irreales de resolver todos los problemas, y de actitudes moralizantes. En unas incisivas páginas de su libro Ministerio creativo, Henri Nouwen subraya la fisonomía específica del consejero pastoral.
Anclado en un fuerte sentido de identidad, fruto de una preparación adecuada, y convencido de la validez de su ministerio, sabe armonizar la propia auto-afirmación con el reconocimiento de la pura instru-mentalidad de su acción. Signo de un amor que lo trasciende, se empeña en hacer visible ese signo por medio de la práctica de actitudes humanas —como la comprensión respetuosa y la aceptación confiada— que hagan creíble el amor divino que anuncia. Al establecer relaciones con el paciente, no se deja guiar por una mentalidad de contrato, sino más bien por la de la alianza, a imitación del Señor, que mantiene su fidelidad aun cuando la respuesta del hombre deje mucho que desear. En el maremágnum de las vicisitudes humanas en el que está llamado a integrarse a través de su ministerio, se esfuerza por leer, a la luz de la Palabra de Dios, los movimientos del corazón humano, tan profundos y contradictorios, en su relación frecuentemente inconsciente con la voluntad de Dios. Practicando el acercamiento global al enfermo, signo de superación de vanos dualismos de sabor ma-niqueo, subraya la dignidad del hombre, cuya integridad es un himno a la gloria de Dios.
Conclusión
En un ensayo escrito en la primera mitad de este siglo, Karl Jung habla de los desajustes emotivos que a menudo se manifiestan a través de interrogantes concernientes al significado último de la vida. ¿A quién debe dirigirse la persona que vive una situación semejante: al operario pastoral o al psicoterapeuta? Aun convencido de que, en principio, el sacerdote sería el
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interlocutor más idóneo, Jung no puede por menos que constatar que un número cada día mayor de personas se dirigen al psicoterapeuta con el fin de encontrar alivio a su malestar espiritual. Para explicar el paso de un grupo de profesionales a otro, el psiquiatra suizo se refiere a la aversión que el hombre contemporáneo siente hacia las verdades tradicionales, al talante directivo y a menudo crítico del clero, a la incapacidad del pastor «para dar al hombre moderno lo que está buscando», y a su falta de preparación en el campo de las ciencias humanas.
A más de medio siglo del ensayo de Jung, repetidas encuestas han demostrado que, a pesar de los fenómenos de la secularización y del pluralismo cultural, el número de personas que se dirigen a los operarios pastorales pidiendo su ayuda se sitúa todavía a niveles bastante elevados.
Entre los elementos que explican este fenómeno, se recuerdan importantes proyectos puestos en marcha para hacer que los operarios pastorales sean más idóneos para practicar el counseling. Mientras que en algunos países la sensibilidad hacia este ministerio pastoral se ha desarrollado de manera significativa, haciendo relevante la respuesta de la Iglesia al mal de vivre que acompaña a la persona a lo largo de su itinerario existencial, en otros se advierten aún notables resistencias.
Un compromiso mayor en este sector específico de la pastoral contribuirá a promover una comunicación más eficaz del amor redentor de Cristo, realidad a la que, de manera más o menos consciente, aspira el hombre moderno.
EL «COUNSELING» PASTORAL 179
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13 Emaús: un mosaico
de misericordia Arnaldo Pangrazzi*
Los capítulos anteriores han enfocado dimensiones concretas del estilo pastoral de Jesús en relación con los enfermos. Este último capítulo se centra en un análisis del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús (\x 24,13-35), para proponer, a modo de síntesis, una panorámica de intervenciones pastorales.
En el curso de su apostolado terrenal, Jesús puso de manifiesto una particular predilección por los enfermos, dedicándoles buena parte de su ministerio.
La meditación sobre los textos concernientes a sus intervenciones en favor de ellos constituye una contribución estimulante para el desarrollo «de una espiritualidad» orientada a la acción pastoral.
Dentro del rico inventario de ilustraciones evangélicas, un pasaje que ofrece una panorámica rica en
* Arnaldo Pangrazzi es profesor de Pastoral en el «Cami-Uianum» de Roma.
182 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
intervenciones pastorales, en la línea propuesta por este libro, es el de Lucas 24,13-35. El episodio se inserta en la tradición postpascual, centrada en la revelación del Resucitado a sus discípulos. El texto entronca perfectamente con la pastoral sanitaria, en cuanto que los dos discípulos de Emaús estaban viviendo un momento de desconcierto y consternación. Su historia y sus sentimientos reflejan con bastante exactitud la experiencia de muchos enfermos que, ante la pérdida de su salud o de su vida misma, advierten el hundimien-do de sus certezas y esperanzas.
La aparición de Jesús en esta escena y su modo de dirigirse a ellos pone de manifiesto una gama de acciones pastorales que puede guiar al operario pastoral en su relación de ayuda al enfermo. Vamos a seguir de cerca el desarrollo de este encuentro, puntualizando cómo se ajustan las diferentes teselas del mosaico de la misericordia.
Emaús: un itinerario pastoral
1. El contexto concreto
El carisma de la misericordia se manifiesta «en el interior de» y es una respuesta a situaciones específicas de sufrimiento humano. En el relato de Emaús, el evangelista Lucas delinea con rápidos trazos las circunstancias que sirven de marco a la intervención de Jesús.
«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había sucedido».
Jesús se apresura a integrarse en esta realidad, en esta escena humana, del mismo modo que el operario sanitario entra en el misterio de personas desconocidas para ofrecerse a sí mismo y ofrecer su presencia.
EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 183
2. La iniciativa de Jesús
«Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos.»
Muchas veces se hace referencia en los Evangelios a las turbas de enfermos que acudían a Jesús para ser curados; en esta ocasión es él mismo quien, intuyendo la angustia interior de los dos caminantes, se les acerca.
Tomar la iniciativa de acercarse a quien sufre es una característica peculiar del operario pastoral.
El médico visita a «sus» enfermos; el enfermero cuida de los enfermos internados en «su» sección; el capellán se deja ver —de manera simple y prudente— por todos.
La palabra «iniciativa» significa «entrar dentro», emprender algo nuevo y dinámico; sin esta contribución, las personas y las cosas quedarían tal como están. Donde hay iniciativa se crean las condiciones para la transformación y para el diálogo.
Donde, por el contrario, predominan la perplejidad y la pasividad, se atenúan las oportunidades de crecimiento humano y espiritual.
3. La apertura al diálogo
«Él les dijo: '¿De qué discutís entre vosotros mientras vais caminando'?»
La pregunta es un recurso normal para iniciar una conversación: «¿Cómo está?», «¿Qué tal le van las cosas?», etc.
La respuesta permite adentrarse en el mundo del otro y captar de algún modo su estado de ánimo y sus preocupaciones.
184 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
En el curso de una conversación, una pregunta acertada puede ser decisiva para lograr profundizar en el tema.
Claro es que en el contexto pastoral se debe usar esta técnica con oportunidad y discernimiento. Hay quienes creen que se comunican por el simple hecho de «bombardear» al otro con una lluvia de preguntas.
Cuando las intervenciones pastorales están constantemente plagadas de puntos de interrogación se corre el peligro de transformar la visita en un interrogatorio. El encuentro con el enfermo no es un examen; el afán por llenar los silencios con preguntas no crea diálogo. Existen otras formas de intervenir (un movimiento de cabeza, un respetuoso silencio, un comentario acorde con los más recónditos sentimientos del otro...) que permiten que el diálogo se desarrolle con mayor naturalidad y eficacia.
4. La acogida de la historia personal
«Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: '¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?' El les dijo: '¿Qué cosas?'. Ellos le dijeron: 'Lo de Jesús de Nazaret'...»
La pregunta inicial de Jesús provoca una doble respuesta: una verbal, y otra no verbal.
A nivel no verbal, la expresión evangélica «con aire entristecido» de los dos discípulos.
Las personas hablan con los ojos y con la expresión de su rostro, antes incluso que con las palabras.
El mapa exterior de la persona es una guía de sus paisajes interiores: el operario debe familiarizarse con ellos y aprender sus rutas.
EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 185
A nivel verbal, Cleofás cuenta la causa de su tristeza: ellos habían puesto toda su esperanza en un hombre que había terminado clavado en una cruz. El trágico e incomprensible epílogo les había desconcertado.
A pesar de la amargura del caso, aluden, sin embargo, a un rayo de esperanza, encendido por el testimonio de algunas mujeres que hablaban de que Cristo había resucitado.
Las personas heridas encuentran alivio cuando tienen la oportunidad de contar y compartir lo que llora o pesa en su interior.
Dejar hablar a las angustias escondidas, a las expectativas frustradas, permite conceder un respiro al sufrimiento interior y llevar con realismo una vida que se ha visto transformada.
El operario pastoral que sabe escuchar, sin preocuparse de dar consejos ni de resolver los problemas del otro, ha encontrado la llave para entrar en el corazón y ganarse la confianza de las personas.
5. La confrontación de los protagonistas
Jesús acoge, sin interrumpir, las confidencias y las reflexiones de los dos discípulos. Y luego de la escucha llega el momento de la confrontación:
«Él les dijo: '¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?'.»
La confrontación, casi inesperada, es el sendero que conduce a la maduración de su fe.
Los discípulos habían compartido su perspectiva bíblica y sus expectativas con Jesús, pero no habían
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comprendido el contexto más amplio en el que aquella Historia se había manifestado al mundo.
El Resucitado les lleva a comprender mejor las Escrituras y a interiorizar la convicción de que el sufrimiento forma parte del plan redentor.
Confrontar y transmitir la verdad con amor.
En la relación pastoral, la confrontación tiende a abrir los ojos del enfermo, a ensanchar el horizonte de quien está inmerso en un contexto de fe infantil, a desafiar actitudes que promueven la renuncia, la dependencia y el miedo, en lugar del valor y la confianza.
El mundo de la sanidad está lleno de acontecimientos difíciles que, sin embargo, pueden trocarse en oportunidades formativas. La confrontación tiene sentido como contribución a la reflexión y a la toma de conciencia de aquellos puntos de referencia que iluminan el sufrimiento y movilizan los resortes interiores de la persona.
6. La catequesis
«Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras».
Aquí, la confrontación se transforma en momento educativo: Jesús ayuda a sus oyentes a poner su fe bajo la luz de las Escrituras.
El médico presta un servicio análogo cuando ayuda al paciente a comprender las causas de su enfermedad y le compromete en el proceso de autocura-ción, haciéndole ver los hábitos que debe corregir y las opciones que debe tomar para salvaguardar su salud.
De modo similar, el operario pastoral puede aprovechar toda una serie de coyunturas para catequizar
EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 187
y asistir espiritualmente y moralmente a la persona enferma.
A veces los momentos educativos se insertan en la preparación de la administración de los Sacramentos; pero lo más frecuente es que nazcan de la escucha de las inquietudes del enfermo y se conviertan en propuestas para un itinerario de crecimiento personal.
7. La experiencia de comunión
«Al acercarse al pueblo adonde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: 'Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado'. Y entró a quedarse con ellos.»
El intenso diálogo de los dos caminantes con el desconocido engendra sentimientos de amistad y confianza en sus relaciones. La invitación urgente que le hacen, «quédate con nosotros», es invitación a una comunión más profunda. Estar en comunión con alguien significa valorar sus puntos de vista, su modo de sentir, sus valores.
La comunión se favorece cuando uno es capaz de comunicar calor humano, gestos de comprensión y de acogida que contribuyan a la autenticidad de la relación y a la sintonía de corazones.
Sobre todo cuando «atardece», es decir, cuando la oscuridad cae sobre la vida de las personas y se siente más profundamente la necesidad de tener a alguien al lado.
El calor de una mano, el afecto de un gesto, suscitan ese sentido de «común-unión» que infunde coraje y da consuelo a quien tiene que afrontar la soledad del dolor.
188 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
8. La revelación
«Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando».
La experiencia de comunión, el «quedarse con» alguien, conduce a un conocimiento más profundo.
Hasta aquel momento, Jesús había sido para los dos discípulos como un huésped cautivador, pero extraño. En la mesa se revela como Aquel que en realidad es, y es reconocido como tal al partir el pan.
Los símbolos tienen una función en la experiencia vital de las personas. El operario pastoral, además de crear un clima favorable en el que el enfermo se sienta libre para manifestarse a sí mismo, trata de estar atento para captar y comprender los símbolos de su fe y de su existencia.
Por su parte, intenta valorar la dimensión litúrgica y los signos sacramentales que hacen de él, en las manos de Dios, un instrumento del Amor siempre presente.
9. La conversión
«Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: '¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?'.»
El camino de búsqueda de los discípulos de Emaús culmina en la revelación de Jesús, que produce una conversión en ellos. Hasta aquel momento no habían reconocido al Señor. Ahora todo se hace claro: el inicial estado de ánimo entristecido se transforma en alegría, la amargura por la muerte de Jesús se trueca en júbilo por su Resurrección.
EMAÚS: UN MOSAICO DE MISERICORDIA 189
Un itinerario semejante de renacimiento se verifica en el enfermo cuando se da la evolución del miedo al abandono en Dios, de la soledad personal a la solidaridad con los demás, del pesimismo a la confianza.
A la realización de este camino de esperanza concurre la presencia de alguien que sepa dar espacio a las voces interiores, facilitar la autorrevelación y afirmar los progresos de la persona.
10. La Misión de Testimonio
«Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos.»
«Y se volvieron... », dice el Evangelio. Los dos discípulos no conservaron celosamente para sí, como un tesoro, la revelación de Jesús, sino que se pusieron en camino para hacer partícipes a los demás de la buena noticia.
El camino de búsqueda se convierte ahora en camino misionero, en compromiso de testimonio.
«Contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en el partir el pan».
El desafío que tiene ante sí el operario pastoral consiste en descubrir el rostro de Jesús en cada hombre que sufre. Día tras día se sumerge en un mundo de historias desconocidas para depositar en ellas algún signo de misericordia. Y luego marcha, reemprende el camino. Sí, porque hay otros muchos que encontrar, otros muchos a los que anunciar el Evangelio.
El mismo enfermo es un misionero: una vez que ha encontrado a Dios en sus sufrimientos, él mismo se convierte en testigo de aquello que ha vivido y descubierto.
190 EL MOSAICO DE LA MISERICORDIA
Y, una vez curado, se convierte en instrumento de curación para otros.
Conclusión
El mosaico de la misericordia es un ramillete de reflexiones sobre las componentes más significativas de la relación de ayuda.
Cada uno de los aspectos tratados tiene su lugar específico en los encuentros con el enfermo, de acuerdo con las circunstancias.
Muchas teselas del mosaico están íntimamente entrelazadas entre sí y deben ser creativamente utilizadas por el operario pastoral.
El operario se parece un poco al farmacéutico que conoce los ingredientes y las propiedades de los fármacos, como también el organismo al que están destinados, y trata de suministrarlos de acuerdo con las exigencias de cada cual, en el tiempo y en las dosis convenientes.
En el ejercicio de la actividad pastoral, Jesús sigue siendo el modelo por excelencia. Inspirándose en su ejemplo, el operario se inserta con autenticidad y creatividad en las diferentes situaciones humanas, suministrando oportunamente esa medicina indispensable que es el Amor.
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