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TADEUSZ DOLEGA-MOSTOWICZ
EL CURANDERO TRADUCCIÓN DE HIGINIO J. PATERNA
Original title: Znachor
Tadeusz Dolega-Mostowicz, Warsaw, 1937
Copyright of the Spanish translation © 2021 by Higinio J. Paterna Sánchez
www.toposarmata.com
Proofreading: María Paterna Sánchez
ISBN: 978-83-958617-1-0
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ÍNDICE
SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
MÁS LIBROS DE TOPO SÁRMATA
Sobre el autor y su obra
Tadeusz Dolega-Mostowicz nació en 1898 en el palacete de su familia en Okuniewo, hoy
Bielorrusia. En 1915, tras concluir la escuela secundaria en Vilna, comenzó la carrera de
derecho en la Universidad de Kyiv y allí se incorporó a la clandestina Organización Militar
Polaca. En 1917 abandonó sus estudios, se enroló en el ejército polaco y participó en le guerra
polaco-bolchevique.
Tras la guerra trabajó en el diario conservador Rzeczpospolita: empezó como tipógrafo y
fue ascendiendo hasta convertirse, gracias a su intransigencia para con los desmanes del
régimen de Pilsudski, en uno de los articulistas más valorados por el público y a la vez más
odiados por las autoridades. En 1927 Dolega se vio obligado a abandonar el periodismo tras la
brutal paliza que le propinaron "unos desconocidos", seguramente por encargo de los
mandatarios. Se salvó de la muerte sólo porque un agricultor encontró por casualidad al
malherido periodista.
A partir de entonces se centra en su actividad literaria y no tardó en convertirse en uno de
los más exitosos y acaudalados escritores polacos de la primera mitad del siglo XX. Escudado
tras la injusta pero útil fama de "escritor de primera de novelas de segunda" pudo también
vengarse más cómodamente del régimen. Su opus magnum fue La carrera de Nikodem
Dyzma, en la que, además de mostrar en forma de mordaz sátira los mecanismos de poder de
las élites de su tiempo y retrató a algunos de los mandamases del régimen.
El curandero fue originariamente un guion cinematográfico. Cuando los productores lo
descartaron, Dolega-Mostowicz lo retocó y lo publicó en 1937 como novela. Rápidamente se
convirtió en uno de los mayores éxitos de ventas de los años treinta en el país. Por supuesto,
el cine volvió a interesarse en la obra: ya en ese mismo año fue llevada a la gran pantalla por
primera vez y al año siguiente tuvo lugar el estreno de su secuela: El profesor Wilczur, aunque
la mayoría de los polacos de hoy está mucho más familiarizada con la versión de 1982,
dirigida por Jerzy Hoffman.
Hollywood también se interesó por los guiones de Dolega-Mostowicz.
Desgraciadamente, la II Guerra Mundial y su prematura muerte truncaron su prometedora
carrera: nuestro autor tomó parte como cabo en la defensa de Polonia y murió, seguramente
de manos de los soviéticos, a mediados de septiembre de 1939 cerca de la frontera entre
Polonia y Rumanía.
CAPÍTULO 1
Un silencio total reinaba en la sala de operaciones. De vez en cuando lo interrumpía el breve
tintineo de los utensilios quirúrgicos sobre la placa de vidrio. El aire, caldeado hasta los
treinta y siete grados, iba cargado de un hedor insoportable que traspasaba los respiradores,
llenando los pulmones de una empalagosa mezcla de cloroformo y sangre cruda.
Una de las enfermeras yacía desmayada en una esquina, pero nadie podía apartarse de la
mesa de operaciones para reanimarla. Los tres médicos que secundaban la operación no
apartaban la vista del orificio rojo sobre el que se movían lenta y en apariencia torpemente las
grandes manos del profesor Wilczur.
Debían descifrar inmediatamente el más leve movimiento de esas manos. Cada pestañeo
que sobresalía de vez en cuando de debajo de la mascarilla contenía una orden que los
asistentes sabían interpretar y ejecutar en un abrir y cerrar de ojos. No se trataba solo de la
vida del paciente, sino de algo mucho más importante: del éxito de esta insensata e imposible
operación que podía convertirse en un nuevo y grandioso triunfo de la cirugía y reportar más
fama aún no solo a la clínica y a los discípulos de esta, sino a toda la ciencia polaca.
El profesor Wilczur estaba operando una úlcera cardíaca. Sostenía ahora el corazón con
su mano izquierda y con un rítmico movimiento de dedos no dejaba de darle masajes, pues
seguía aún débil. A través del guante de goma percibía cada palpitación, cada leve gorgoteo
cuando las válvulas se negaban a seguir funcionando. Entonces las obligaba a trabajar con sus
dedos entumecidos. La operación duraba ya cuarenta y seis minutos… El doctor Marczewski,
que velaba por el pulso, introdujo por sexta vez la aguja de una jeringuilla con alcanfor y
atropina bajo la piel del paciente.
En la mano derecha del profesor Wilczur destelleaban una y otra vez el bisturí y la
espátula en fugaces movimientos. Por suerte la úlcera era superficial, no había penetrado
profundamente en el músculo cardiaco y tenía forma de un cono regular. Podía salvar la vida
de ese hombre. Bastaba con que aguantara ocho o diez minutos más.
—¡Y, sin embargo, nadie se atrevió! —pensó el profesor con jactancia.
Cierto, nadie, ningún cirujano de Londres, París, Berlín ni Viena. Lo mandaron a
Varsovia, renunciando a la fama y a una gigantesca recompensa. Y esa remuneración haría
posible la construcción de un nuevo pabellón clínico y, lo que era más importante, el viaje de
Beata con la pequeña a las Islas Canarias. Para todo el invierno. Sería difícil estar sin ellas,
pero les vendrá de maravilla. Los nervios de Beata, últimamente…
La almohadilla azul rosada del pulmón se hinchó con una respiración espasmódica y se
encogió de repente. Una vez, dos, tres. El pedazo de carne viva que el profesor sostenía en su
mano izquierda se estremeció. Unas gotas de sangre fluyeron de la pequeña herida a la
membrana púrpura. Los ojos de todos los presentes chispearon de angustia. Se oyó el sigiloso
siseo del oxígeno y la aguja de la jeringuilla volvió a introducirse bajo la piel del enfermo.
Los gruesos dedos del profesor se cerraban y abrían rítmicamente.
Unos segundos más y la pequeña herida quedó limpia. El fino hilo quirúrgico debía ahora
hacer su trabajo. Uno, dos, tres puntos. Era realmente increíble que esas enormes manos
fueran capaces de moverse con tanta precisión. Colocó el corazón con cuidado y lo observó
atentamente. Se ensanchabas y encogía con ritmo irregular, pero el peligro había pasado. Se
enderezó y dio una señal. El doctor Skórzen extrajo de entre los paños esterilizados la parte
del tórax que había sido serrada. Después de unas cuantas intervenciones indispensables más
el profesor pudo respirar. El resto era cosa de sus asistentes. Podía confiar en ellos
plenamente. Dio varias instrucciones y salió al vestuario.
Allí pudo deleitarse con una bocanada de aire fresco, se quitó el respirador, los guantes,
el delantal y la bata y se desperezó. El reloj marcaba las tres menos veinticinco. Otra vez
llegaba tarde al almuerzo. En un día así. Es verdad que Beata sabe lo importante que era la
operación de hoy, pero sin duda le causará pena su retraso en este día. Había salido de casa
esta mañana haciendo a propósito como que no se acordaba de la fecha: el octavo aniversario
de su boda. Pero Beata sabía que no podía olvidarse. Cada año recibía por ese día un hermoso
regalo, cada año más hermoso y cada año más caro, a la par que aumentaban la fama y el
patrimonio de su marido. Y hoy seguro que ya había uno nuevo en su gabinete. El peletero lo
habrá mandado ya por la mañana…
El profesor tenía prisa y se cambió rápido. Aún debía asomarse a ver a dos enfermos en la
segunda planta y al paciente que acababa de operar. El doctor Skórzen, que cuidaba de él, le
informó concisamente:
—Temperatura treinta y cinco con nueve, presión ciento catorce, pulso muy débil con
ligera irregularidad en el latir del corazón de sesenta a sesenta y seis.
—Gracias a Dios —le sonrió el profesor.
El joven médico echó una mirada llena de veneración a la figura de oso de su jefe. Había
sido estudiante suyo en la universidad. Le había ayudado en la preparación de material para
sus trabajos científicos mientras el profesor aún se dedicaba a la investigación y, cuando el
profesor abrió su propia clínica, el doctor Skórzen encontró allí un buen sueldo y un amplio
campo para su trabajo. Quizá lamentaba en su interior que su jefe hubiera renunciado tan
repentinamente a sus ambiciones científicas, que se limitaba a dar unas clasecitas en la
universidad y a hacer dinero, pero no podía por ello apreciarlo menos. Sabía, como todos en
Varsovia, que el profesor no hacía esto para sí mismo, que trabajaba como un esclavo, que
nunca dudaba en cargar con la responsabilidad y que tantas veces hacía milagros como el de
hoy.
—Es usted un genio, profesor — dijo con convicción.
El profesor Wilczur se echó a reír con su bondadosa risa grave, que llenaba de tanta paz y
confianza a sus pacientes:
—¡No exagere, colega, no exagere! También llegará usted a eso. Pero reconozco que
estoy satisfecho. Si pasa algo, dé orden de que me llamen. Aunque creo que no hará falta. Y
lo preferiría, porque hoy… fiesta familiar. Seguro que ya han llamado diciendo que se está
quemando la comida…
El profesor no se equivocaba. El teléfono había sonado ya varias veces en su gabinete.
—Por favor, avise al señor profesor —dijo el lacayo— para que vuelva a casa cuanto
antes.
—El profesor está en la sala de operaciones —respondía una y otra vez con la misma
flema la señorita Janowicz, su secretaria.
—¡¿Qué diablos pasa?! ¡Esto parece un asedio! —dijo al entrar el doctor Dobraniecki,
director médico.
La señorita Janowicz giró el rodillo de la máquina de escribir y, sacando la carta ya lista,
respondió:
—Hoy es el aniversario de boda del profesor. ¿Lo ha olvidado? Está usted invitado al
baile.
—Ah, cierto. Será bien entretenido… Como siempre, habrá una orquesta fantástica, una
cena de lujo y la mejor compañía.
—Qué extraño que se olvide usted de las hermosas mujeres —comentó con ironía.
—No me he olvidado. Si usted está allí… —replicó.
Las enjutas mejillas de la secretaria se llenaron de rubor:
—No tiene gracia —se encogió de hombros—. Aunque fuera la más bella no contaría con
sus atenciones.
A la señorita Janowicz le caía mal Dobraniecki. Le gustaba como hombre, porque
efectivamente era muy apuesto con su nariz aguileña y su elevada y orgullosa frente; sabía
que era un magnífico cirujano porque el mismo profesor le confiaba las operaciones más
complicadas y había logrado que se impusiera su candidatura a profesor asistente, pero lo
consideraba un frío arribista a la caza del matrimonio con una mujer adinerada, y además no
creía en la sinceridad de sus sentimientos para con el profesor, al que le debía todo.
Dobraniecki era lo bastante sutil como para notar esta animadversión, pero como tenía la
costumbre de no enemistarse con nadie que pudiera perjudicarle de cualquier manera, dijo con
tono conciliador señalando a una caja que había junto al escritorio.
—¿Ya se ha comprado usted unas pieles nuevas? Veo una caja de Porajski.
—No me alcanza para comprarme cualquier cosa de Porajski, y menos aún unas pieles
así.
—¿Tan “así” son?
—Eche un vistazo. Marta cibelina.
—Caray… Le va bien a la señora Beata.
Asintió con la cabeza y añadió
—Al menos en lo material.
—¿A qué se refiere usted?
—A nada.
—Debería avergonzarse —estalló—. Cualquier mujer podría envidiarle un marido tan
magnífico y tan cariñoso.
—Seguro.
La señorita Janowicz le clavó una mirada iracunda.
—¡Tiene todo lo que puede soñar una mujer! Juventud, belleza, una hijita que es un
encanto, un esposo famoso y al que todo el mundo adora y que trabaja día y noche para
asegurarle lujo, comodidad y consideración. ¡Y le aseguro, doctor, que ella sabe apreciarlo!
—No lo pongo en duda —hizo una leve inclinación de cabeza—, solo que sé que lo que
más valoran las mujeres es…
No pudo terminar pues entró en el gabinete el doctor Bang y dijo:
—¡Asombroso! ¡Lo ha conseguido! ¡Sobrevivirá!
Se puso a contarles con entusiasmo el desarrollo de la operación, durante la que secundó
a su jefe.
—¡Sólo nuestro profesor habría sido capaz de intentarlo…! Ha demostrado lo que es
capaz —exclamó la señorita Janowicz.
—Bueno, no exageremos —dijo el doctor Dobraniecki—. Mis pacientes no siempre son
lores o millonarios, quizá no siempre sean sesentones, pero la historia conoce toda una serie
de operaciones del corazón realizadas con éxito. Incluso la historia de nuestra medicina. El
doctor Krajewski, cirujano de Varsovia, alcanzó la fama mundial justamente tras una
operación así. ¡Y eso fue hace treinta años!
Varios miembros más del personal médico se dieron cita en el gabinete y, cuando
apareció el profesor al cabo de un momento, le llovieron las felicitaciones.
Las escuchó con una sonrisa de satisfacción en su gran rostro rojizo, pero miraba
continuamente al reloj. Sin embargo, transcurrieron aún veinte minutos más antes de que
pudiera encontrarse dentro su coche negro.
—A casa —le dijo al chófer y se arrellanó en el asiento.
El agotamiento se le pasaba rápidamente. Estaba sano y fuerte y, aunque a causa de su
grosor parecía algo mayor, tenía solo cuarenta y tres años y se sentía aún más joven. A veces
incluso como un mocoso. Si era capaz de hacer piruetas sobre la alfombra con su hijita
Mariola o jugar al escondite no solo para darle gusto a ella, sino también a sí mismo.
Beata no quería comprenderlo y cuando lo observaba en esos momentos había en la
expresión de sus ojos algo de bochorno y de temor:
—Rafal —decía— ¡si alguien te viera!
—A lo mejor me contrataban en un circo —respondía entre risas.
Pero en el fondo se sentía algo apenado en esos momentos. Beata era indudablemente la
mejor esposa del mundo. Sin duda lo amaba. Pero, ¿por qué lo trataba con ese respeto
innecesario, como con veneración? En sus cuidados y detalles había algo como de liturgia.
Durante los primeros años pensaba que le tenía miedo e hizo todo lo posible para quitárselo.
Le contaba las cosas más cómicas sobre sí mismo, le confesaba sus equivocaciones, sus
menos gloriosas aventuras estudiantiles, trató de echar de su cabecita el menor atisbo de que
no eran completamente semejantes. Al contrario, a cada paso resaltaba que vivía únicamente
para ella, que trabajaba sólo para ella y que solo por ella era feliz. Y además esa era la pura
verdad.
Amaba a Beata hasta la locura y sabía que ella le pagaba con un amor igual, aunque
sosegado y menos impulsivo. Siempre era tan frágil y delicada como una flor. Siempre tenía
para él una sonrisa y una frase de aliento. Y pensaría que ella no sabría ser de otra manera si
no fuera porque a veces la había visto divertida, riéndose a carcajadas, bromista y coqueta
cuando estaba rodeada de gente joven y no sabía que él la estaba mirando. Hacía el pino para
convencerla de que él estaba aún más dispuesto que otros más jóvenes a disfrutar
despreocupado —todo en vano. Al fin, con el paso del tiempo se resignó y renunció a sus
intentos de aumentar su ya de por sí gigantesca felicidad.
Y así llegó el octavo aniversario de su boda, el octavo aniversario de una convivencia que
no se había visto turbada por la menor riña, el menor conflicto, ni por una sombra de
desconfianza, mientras que, por el contrario, tantas veces se había visto iluminada por miles
de horas y momentos de alegría, caricias, confesiones…
Confesiones. A decir verdad, sólo él le confiaba sus sentimientos, pensamientos, planes.
Beata no sabía hacerlo, o quizá su vida interior era demasiado uniforme, demasiado sencilla…
Quizá demasiado —se amonestó a sí mismo por este término—, demasiado pobre.
Consideraba que eso ofendía a Beata, que la hería al pensar así. Pero si así fuera en realidad,
más ternura aún llenaba su corazón.
—La tengo aturdida —se decía a sí mismo—, la tengo aturdida con mi ser. Es tan
inteligente y tan sutil. De ahí su irritación y su temor para no mostrarme que sus asuntos son
menudos, cotidianos, corrientes.
Una vez llegó a esa conclusión, trató de compensarle por esa injusta desigualdad. Les
prestaba la mayor atención a los detalles del hogar, se interesaba por sus vestidos, sus
perfumes, cogía al vuelo cualquier idea sobre proyectos de su vida social o relativa a la
habitación de su hija y las meditaba con tanto esmero como si se tratara de cuestiones
realmente importantes.
Porque para él eran de verdad importantes, más importantes que cualquier cosa, puesto
que creía que la felicidad es algo que debía cultivar, puesto que comprendía que esas escasas
horas que podía robar al trabajo para ofrecérselas a Beata debía llenarlas de contenido, de la
calidez más efusiva.
El coche se detuvo delante de un precioso chalet blanco, sin duda el más bonito de Aleja
Bzów y uno de los más elegantes de Varsovia.
El profesor Wilczur salió corriendo sin esperar a que el chófer le abriera la puerta, tomó
de sus manos la caja de las pieles, atravesó rápidamente la acera y el caminito de entrada a la
casa, abrió la puerta con su llave y la cerró lo más silenciosamente que pudo. Quería darle a
Beata una sorpresa que se le había ocurrido una hora antes, cuando estaba inclinado sobre el
tórax abierto de su paciente, observando el complejo plexo de la aorta y las venas.
Sin embargo, en el vestíbulo se encontró con Bronislaw y con Michalowa, su vieja
gobernanta. Beata no debía estar de buen humor a causa del retraso, pues tenían caras largas y
parecían estar esperándole. Eso le estropeó el plan al profesor y les dio orden de irse con la
mano.
Sin embargo, Bronislaw se dirigió a él:
—Profesor…
—Shhh… —le interrumpió Wilczur y, frunciendo el ceño, añadió en voz baja— ¡quítame
el abrigo!
El sirviente quería aún decir algo, pero únicamente abrió los labios y ayudó al profesor a
desvestirse.
Wilczur abrió rápidamente la caja, sacó de ella el hermoso abrigo de brillante piel negra y
largo pelo sedoso, se lo echó al hombro, se puso en la cabeza con aire desafiante un capirote
del que colgaban dos graciosos rabillos, se puso un manguito en la mano y se miró en el
espejo con una alegre sonrisa: tenía una pinta hipercómica.
Se volvió a los sirvientes para comprobar su impresión, pero en la mirada de la
gobernanta y del lacayo solo notó escándalo.
—Tontos —pensó.
—Profesor… —trató de hablar nuevamente Bronislaw mientras Michalowa se inclinaba a
izquierda y derecha sin moverse de su sitio.
—Silencio, qué diablos —susurró y abrió la puerta del salón esquivándoles.
Esperaba que Beata estuviera con la pequeña en la habitación rosa o en el tocador.
Atravesó el dormitorio, el tocador y el dormitorio de la niña. No estaban allí. Volvió y se
asomó a su despacho. Tampoco había nadie. La doncella estaba junto a la puerta abierta del
comedor. Tenía el rostro lleno de lágrimas y los ojos hinchados.
—¿Dónde está la señora? —preguntó con voz inquieta.
La muchacha estalló en sollozos en respuesta.
—¿Qué ocurre? ¡¿Qué ha pasado?! —exclamó, ya sin bajar la voz. El presentimiento de
una desgracia se apoderó de él.
La gobernanta y Bronislaw entraron sigilosamente en el comedor y guardaron silencio.
Los miró espantado y gritó con desesperación:
—¡¿Dónde está la señora?!
De repente, su vista se detuvo sobre la mesa. Junto a sus cubiertos había una carta,
apoyada en una esbelta copa de cristal. Un sobre azul pálido con borde plateado.
El corazón se le encogió violentamente, la cabeza le daba vueltas. Aún no comprendía,
no sabía nada. Extendió la mano y tomó la carta, que le pareció rígida y muerta. La sostuvo en
sus dedos por un momento. En el sobre, dirigido a él, reconoció la caligrafía de Beata. Unas
letras grandes y afiladas.
Lo abrió y se puso a leer:
"Querido Rafal:
No sé si serás capaz algún día de perdonar que te haya dejado…"
Las palabras comenzaron a vibrar y a girar ante sus ojos. Se quedó sin aire en los
pulmones, en su frente aparecieron gotas de sudor.
—¡¡¿Dónde está?!! —gritó con voz ahogada—. ¡¡¿Dónde está?!!
Y echó una mirada a su alrededor.
—La señora se ha marchado con la pequeña — murmuró en voz baja la gobernanta.
—¡Mientes! —bramó Wilczur—. ¡Eso no es cierto!
—Yo mismo llamé al taxi —atestiguó Bronislaw con tono fidedigno, y añadió al cabo de
un momento—: y bajé las maletas. Dos maletas…
El profesor se dirigió a su despacho tambaleándose, cerró tras de sí la puerta y se apoyó
en ella. Trató de seguir leyendo la carta, pero pasó mucho tiempo hasta que logró obligarse a
comprender su contenido. La carta decía:
"No sé si serás capaz algún día de perdonar que te haya dejado. Es ruin causarte un
daño así en pago por tu gran bondad, una bondad tan inmensa que no olvidaré jamás. Pero
no podía seguir más tiempo. Te juro que me quedaba solo una salida: la muerte. Soy solo una
mujer débil. No fui capaz de actuar heroicamente. Llevo muchos meses luchando con esta
idea. Quizá nunca sea feliz, quizá nunca encuentre la paz.
Te escribo caóticamente, pero me es difícil pensar con orden. Hoy es nuestro aniversario
de boda. Sé, querido Rafal, que me has preparado un regalo. Sería deshonesta si lo aceptara
ahora, cuando ya he decidido irrevocablemente irme.
Amo a otro, Rafal. Y este amor es más fuerte que yo. Más fuerte que todos los
sentimientos que tengo y he tenido nunca por ti, desde la gratitud sin límites hasta el más
hondo respeto y admiración, desde el sincero cariño hasta el verdadero apego.
Desgraciadamente no te he amado nunca, pero no lo supe hasta que encontré a Janek en mi
camino.
Me voy lejos, ten misericordia de mí: ¡no me busques! ¡Te lo suplico, apiádate de mí! Sé
que eres magnánimo y que tu bondad es sobrehumana. No te pido que me perdones. No lo
merezco y soy consciente de que tienes derecho a odiarme y a despreciarme.
Nunca fui digna de ti. Nunca llegué a tu nivel. Tú mismo lo sabes demasiado bien y solo
a tu bondad atribuyo que siempre trataste de no mostrarme aquello que, sin embargo, me
causaba un inconmensurable tormento y humillación. Me rodeaste de lujo y de la gente de tu
mundo. Me colmaste de obsequios valiosos. Pero se ve que yo no he sido creada para una
vida así. Me agobiaba ese gran mundo, la riqueza y tu fama y… mi nulidad a tu lado.
Ahora afronto plenamente consciente una nueva vida en la que quizá me aguarda la
pobreza más absoluta, o al menos una dura lucha por cada pedazo de pan. Pero acometeré
esta lucha al lado de un hombre al que amo inmensamente. Si no destruyo con mi
comportamiento la nobleza de tu corazón, si eres capaz, te lo ruego: ¡olvídame! Seguro que
en breve recobrarás la paz, eres tan sabio, seguro que encuentras a otra cien veces mejor que
yo. Te deseo con toda mi alma la felicidad que yo recuperaré plenamente cuando sepa que
estás bien.
Me llevo a Mariola, pues sin ella sería incapaz de sobrevivir ni una hora. Lo sabes mejor
que nadie. No pienses que quiero despojarte de tu mayor tesoro, que lo es de los dos. Dentro
de unos años, cuando ya podamos mirar con calma al pasado, contactaré contigo.
Adiós, Rafal. No pienses que me precipito, ni te engañes creyendo que habrá algo que
pueda modificar mi decisión. Preferiría morir a abandonar mi propósito. No sería capaz de
engañarte y quiero que sepas que te fui fiel hasta el final. Adiós, ten piedad de mí y no trates
de buscarme.
Beata.
P. D: he dejado el dinero y todas las joyas en la caja y la llave de la caja la he metido en
la gaveta de tu escritorio. Me llevo solo las cosas de nuestra hija".
El profesor Wilczur dejó caer la mano en la que tenía la carta y se restregó los ojos. Tras
unos momentos, como si aún no se lo creyera, comenzó a leer la carta de nuevo.
El golpe fue tan inesperado que todavía le parecía algo irreal, como si fuera aún una
amenaza, un aviso.
Leyó:
…desgraciadamente, no te he amado nunca…
Y luego:
…me agobiaba ese gran mundo, la riqueza y tu fama…
—¿Cómo es eso? — gimió—. ¿Por qué…? ¿Por qué…?
Trataba en vano de comprenderlo todo. En su consciencia solo veía esto: se había ido, lo
había abandonado, se había llevado a la niña, ama a otro. Ninguno de los motivos llegaba a su
cerebro. Veía tan solo el hecho desnudo, en toda su brutalidad, tan irreal, tan terrible.
En el exterior, comenzaba el pronto atardecer otoñal. Se acercó a la ventana y leyó la
carta de Beata, ya no sabía qué vez.
De repente, llamaron a la puerta y el profesor se estremeció. Por un instante lo embargó
una inconsciente esperanza:
—¡Es ella! ¡Ha vuelto…!
Pero al momento comprendió que era un imposible.
—Pase —dijo con voz ronca.
Entró en la habitación Zygmunt Wilczur, un familiar lejano, presidente de Tribunal de
Apelación. Mantenían una relación bastante cordial y solían visitarse a menudo. Pero la
aparición de Zygmunt no podía ser casual y el profesor adivinó inmediatamente que
Michalowa debía haberlo avisado por teléfono.
—¿Cómo te va, Rafal? —dijo Zygmunt con voz enérgica y amistosa.
—¿Cómo estás? —el profesor le tendió la mano.
—¿Qué haces ahí sentado a oscuras? ¿Me permites? —y, sin esperar respuesta, encendió
la luz—. Hace frío, un otoño de perros. ¡Qué veo! ¡Leña para la chimenea! No hay como una
chimenea. Que Bronislaw la encienda...
Entornó la puerta y exclamó:
—¡Bronislaw! Encienda la chimenea, por favor.
El sirviente al entrar miró al señor con el rabillo del ojo, tomó del suelo las pieles,
encendió el fuego y salió. El fuego prendió rápidamente la leña seca. El profesor estaba de pie
junto a la ventana, inmóvil.
—Ven aquí, siéntate, charlemos —Zygmunt tiró de él hacia un sillón delante de la
chimenea—. Ahora. Qué gran cosa el calor. Tú, que eres joven, aún no sabes valorarlo. Pero
para mis viejos huesos… ¿Qué? ¿No estás en la clínica? ¿Holgazaneando hoy?
—Sí… Cosas que pasan.
—Pues justamente había llamado —continuó el juez con brío—, había llamado a la
clínica. Quería consultar una cosa contigo. La pierna izquierda empieza a darme problemas.
Temo que sea la ciática…
El profesor escuchaba en silencio, pero solo llegaban a su consciencia palabras sueltas.
Sin embargo, la voz uniforme y serena de Zygmunt logró que sus pensamientos comenzaran a
recogerse, a centrarse, a unirse en una imagen ya más auténtica de la realidad. Se estremeció
cuando su primo cambió de tono y preguntó:
—Y ¿dónde está Beata?
El rostro del profesor se alargó; le costó responder:
—Se ha ido… Sí… Se ha ido… Se ha ido… al extranjero.
—¿Hoy?
—Hoy.
—Parece un proyecto bastante inesperado —dijo Zygmunt como si nada.
—Sí… Sí. La mandé al extranjero… Entiendes… Había ciertos asuntos y por eso…
Hablaba con tanta dificultad y el sufrimiento se manifestaba tan claramente en su rostro
que Zygmunt se apuró a asentir con el tono más cálido posible:
—Entiendo. Naturalmente. Sólo que, ves, habíais enviado invitaciones para la fiesta de
vuestro aniversario. Habría que llamar a todos y cancelarla… ¿Permites que me ocupe de
esto…?
—Claro...
—Pues perfecto. Creo que Michalowa tendrá la lista de invitados, se la pediré. Y tú lo
mejor que puedes hacer es echarte a dormir. ¿Verdad…? Ya no te incomodo. Bueno, hasta
luego.
Le tendió la mano, pero el profesor no lo advirtió. Zygmunt le dio unas palmaditas en la
espalda, se detuvo aún un momento junto a la puerta y salió.
Wilczur volvió en sí con el chasquido de la manivela. Se dio cuenta de que tenía la carta
de Beata en la mano. La estrujó, hizo una pequeña bola y la arrojó al fuego. Las llamas la
embargaron de inmediato, brilló como un capullo rojizo y quedó hecha cenizas. Hacía tiempo
que no quedaba rastro de ella, la leña en la chimenea se había convertido en un montón de
tizones rojos cuando se restregó los ojos y se puso en pie. Con un movimiento lento retiró el
sillón y echó una mirada alrededor.
—No aguanto, no aguanto aquí —susurró en silencio y salió corriendo al vestíbulo.
Bronislaw se alzó de la silla.
—¿Sale usted, profesor…? ¿El abrigo de entretiempo o el de piel?
—Da igual.
—Hoy hace bastante fresco fuera. Creo que mejor el más abrigado —decidió el sirviente
y le dio el abrigo de piel—.¡Los guantes! —exclamó mientras salía al porche tras el profesor,
pero Wilczur no debía de haberle oído. Ya estaba en la calle.
Los últimos días de octubre fueron ese año fríos y lloviznosos. El frío viento del norte
despojó a los árboles de restos de hojas prematuramente amarillentas. Las gotas de agua
repiqueteaban al caer sobre las aceras. Los pocos peatones iban con el cuello alzado y la
cabeza inclinada para proteger su rostro de las punzantes gotas de agua, o tenían agarrados
con ambas manos sus paraguas, que una y otra vez trataban de llevarse violentas ráfagas de
viento. Las ruedas de los infrecuentes coches salpicaban el turbio líquido de los charcos, los
caballos de las carrozas avanzaban lentamente y la luz de las amarillentas farolas daba un
tenue brillo a las chabolas de las que chorreaba el agua de la lluvia.
El doctor Rafal Wilczur mecánicamente se abrochó el abrigo y siguió caminando.
—¡¿Cómo ha podido hacer eso?! ¡¿Cómo ha podido?! —repetía en sus pensamientos.
¿No se daba cuenta de que le quitaba todo, de que lo despojaba de su razón de ser y del
fin de su existencia? ¿Y por qué…? Porque había encontrado a un hombre… Si lo conociera,
si tuviera la certeza de que él sabría valorarla, de que no le haría daño, de que la haría feliz.
Solo escribió su nombre: Janek.
Wilczur revisó en su memoria la lista de sus conocidos más o menos cercanos. Ninguno
de ellos. Quizá fuera un miserable, un impostor, un vagabundo que la abandonaría a la
primera ocasión. Un seductor profesional que la había engatusado, engañado y embaucado
con falsas declaraciones de amor y juramentos. Seguramente esperaba sacarle dinero. ¿Qué
pasará cuando vea que Beata no se había llevado ni siquiera sus joyas…? Seguro que era un
ladrón refinado. Sí, hay que perseguirlo mientras estemos a tiempo de evitar la infamia. Hay
que exigir a las autoridades, a la policía, que los busquen. Que manden órdenes de detención,
detectives…
Bajo el impulso de esa idea se detuvo y miró alrededor. Estaba en el centro de la ciudad.
Se acordó de que cerca, en la segunda o tercera bocacalle había visto alguna vez al pasar en
coche el letrero de una comisaría.
Se puso a andar en esa dirección, pero dio media vuelta tras diez o quince pasos.
—¿Y qué más da que los encuentren? Ya no querrá volver conmigo.
Escribió claramente que no lo amaba, que la atosigaban su supuesta superioridad, su
riqueza, su fama… y seguro que también su amor. Era lo suficientemente delicada que eso no
lo decía abiertamente. ¿Con qué derecho puede juzgarla, decidir su destino? ¿Y si ella prefiere
incluso una vida de penurias junto a aquél…? ¿Qué argumentos puede usar para convencer a
una mujer para que vuelva con un marido al que no ama… al que odia…? Además, ¿no era
apresurado juzgar que ese hombre era un paria y un ladrón codicioso…? A Beata nunca le
habían gustado los hombres de ese tipo, siempre la habían atraído los idealistas, los
soñadores… Incluso le leía durante horas a Mariola poemas utópicos que esa niña de siete
años no podía comprender. Leía para sí misma.
El hombre con el que se había ido debía ser joven, pobre y sin sentido práctico. ¿De qué
manera, cuándo lo había conocido…? ¿Por qué nunca lo había mencionado ni con una
palabra…? Y, de repente, huye, sin miramientos, con toda crueldad. Abandona al hombre que
lo había hecho todo por ella… Como un perro, como un esclavo…
—¡¿Y por qué?! ¿Por qué…?
¿Había pecado de cualquier manera contra ella, contra su amor…? ¡Nunca! ¡Ni de
pensamiento! De hecho, había sido la primera mujer que había amado. Ocurrió hace apenas
diez años. Qué bien se acordaba de todo. La conoció por casualidad. Y había estado
bendiciendo esa casualidad hasta el día de hoy, la había estado bendiciendo mañana y noche,
a cada hora, cuando la miraba y cuando se alegraba al pensar que volvería a mirarla. Aún era
profesor asistente y un día que daba clase en la sala de disección un camión atropelló en la
calle de al lado a su abuelo. Le dio los primeros auxilios. Ambas piernas con fracturas
complicadas. El viejecito le suplicó que avisara del modo más comedido posible a su esposa
enferma del corazón y a su nieta. Beata le abrió la puerta de la pequeña vivienda en el casco
antiguo.
Y unos meses después ya estaban prometidos. Tenía apenas diecisiete años. Era delgada
y pálida, usaba vestidos baratos y remendados. La pobreza reinaba en esa casa. Los padres de
Beata perdieron en la guerra todo su patrimonio. Hasta el día del accidente, el abuelo
mantenía a su anciana esposa y a su nieta dando clases particulares de idiomas. La abuela,
antes de mudarse tras su marido al panteón familiar del cementerio de Powazki, la única
fastuosa posesión que les quedó de su antigua fortuna, les contaba durante horas y horas a su
nieta y al prometido de ésta historias del esplendoroso pasado de la saga de los Gontynski, de
sus palacios, de las cacerías y bailes, de sus caballadas, de joyas y vestidos traídos de París…
Beata la escuchaba embelesada y sus ojos soñadores parecían centellear de pena por ese
pasado perdido, por ese cuento de hadas que no volvería jamás.
En esos momentos, él apretaba su manita y le decía:
—Todo eso te lo daré. ¡Ya verás, Beata! ¡Las joyas, los vestidos de París, los bailes, el
servicio! ¡Todo eso te lo daré!
Y él por entonces no tenía más que un par de maletas en una habitación de soltero,
estantes llenos de libros de medicina y un humilde sueldo de profesor asistente.
Pero también tenía una voluntad de acero y una fe poderosa, y el deseo que le quemaba
como el fuego de cumplir la promesa que le había dado a Beata. Comenzó a luchar. Para
ascender, para adquirir experiencia, para tener pacientes ricos. Gracias a sus grandes
conocimientos, su talento innato, su carácter indómito y su trabajo, un trabajo empecinado y
furioso, surtieron efecto. Y, además, tenía la suerte de cara. Su fama iba en aumento, igual
que sus ingresos. A los treinta y siete años ascendió de asistente a catedrático y varias
semanas después se encontró con una dicha aún mayor: Beata dio a luz a una hija.
En honor a su ilustre bisabuela Gontynska le dieron el nombre de Maria Jolanta, y
también la llamaban usando el mismo diminutivo: Mariola.
Al recuerdo de su hija, el corazón del profesor Wilczur volvió a quedar anegado en el
dolor. A veces se preguntaba a cuál de las dos quería más… Cuando empezó a hablar, una de
sus primeras palabras fue:
—Tapito…
Y así se quedó. Siempre lo llamó tapito. Cuando tenía dos años enfermó de escarlatina.
Cuando por fin se recuperó, juró que a partir de entonces curaría gratis a los niños pobres. En
su cara clínica, en la que siempre faltaban plazas, varias habitaciones las ocupaban siempre
niños. Todo era para ella, en ofrenda por su salud.
Y ahora se la habían quitado.
Eso ya no era inhumano, era un asesinato…
—¡Tienes que devolvérmela! ¡Tienes que hacerlo! —hablaba en voz alta apretando los
puños.
Los peatones se fijaban en él, pero no se daba cuenta.
—¡La ley está de mi parte! Me has abandonado, pero te obligaré a que me devuelvas a
Mariola. La ley está de mi parte y la ley moral también. Tú misma tienes que reconocerlo.
¡Pérfida, pérfida, pérfida! Eres ruin. ¡¿Es que no comprendes que cometes un crimen?! ¿Es
que hay crimen peor…? ¿Cuál…? ¡Dilo tú misma! Te atosigaba el dinero y todo lo demás.
Bien, pero ¿qué te faltaba? No el amor. ¡Nadie te podía amar tanto como yo! ¡Nadie en el
mundo!
Tropezó y estuvo a punto de caerse. Iba por una calle sin pavimentar y el barro le llegaba
a los tobillos. Acá y allá había esparcidas piedras por las que los vecinos trataban de llegar a
sus casas sin mojarse los pies. Las ventanas ya estaban oscuras. Las escasas farolas de gas
sembraban una tenue luz azulada. La calle de la derecha era más amplia y estaba más
densamente edificada. Giró en esa dirección, andando cada vez más lentamente.
No estaba cansado, pero las piernas se le hacían cada vez más pesadas, insoportablemente
pesadas. Debía estar mojado hasta la camisa, pues sentía cada ráfaga de viento como si
estuviera desnudo.
De repente, alguien se interpuso en su camino:
—Caballero —dijo una voz ronca—, présteme usted sin garantía bancaria cinco zlotys
para una hipoteca del monopolio estatal de alcohol: seguridad y confianza.
—¿Qué? — respondió el profesor sin comprender la pregunta.
—Déjese de ques. No queses y no serás quesado, dice la Escritura: el qué con el que
queses a tu prójimo, con ese te quesarán a ti, señor ciudadano de la capital de este orgulloso
país de treinta millones de habitantes y con acceso al mar.
—¿Qué quiere usted?
—Salud, felicidad y toda prosperidad. Y además deseo llenar mi vacío estómago de un
líquido con alcohol al cuarenta y cinco por ciento, con el amable acompañamiento de una
dosis de carroña porcina llamada comúnmente salchicha.
El andrajoso interlocutor se tambaleaba ligeramente y su rostro que llevaba muchos días
sin afeitar emanaba un hedor a vodka.
El profesor se llevó la mano al bolsillo y le dio varias monedas.
—Aquí tiene.
—Bis dat, qui cito dat —dijo el borracho sentenciosamente—. Thank you, my darling!
Permíteme entonces, generoso benefactor, que te ofrezca algo de valor a cambio. Me refiero a
mi compañía. Sí. Tu oído no te engaña, buen hombre. Puedes gozar de ese honor, noblesse
oblige. ¡Yo invito! Estás empapado, sir, y estás congelado. Ven a mi choza y entra en calor en
mi compañía. Cierto que no tengo mi propia choza, pero tengo sabiduría. ¿Qué valor tiene un
edificio en comparación con la sabiduría…? Y yo la compartiré con usted con mucho gusto,
mon prince. Mi saber es muy amplio. Ante todo, sé dónde se encuentra la única tasca en la
que puedes entrar a estas horas sin forzar rejas ni cerraduras. En una palabra: la de Drozdzyk.
Aquí, en la esquina de Polaniecka y Witebska.
Wilczur pensó que, efectivamente, el alcohol le haría bien. Estaba realmente congelado.
Y además el monótono parloteo del borracho lo aturdía. Trataba sin querer de comprender
algo de su verborrea y eso ya mitigaba la flagrante consciencia de su desdicha, que había
desatado bajo su cráneo una tormenta de pensamientos dolorosos.
Comenzaba a oscurecer en el este cuando, después de estar llamando un buen rato a las
contraventanas cerradas, lograron entrar en una pequeña tienda. El ambiente estaba cargado
del vaho que salía de unos toneles de arenques, y de olor a cerveza y gasolina. En la
trastienda, más amplia y más pestilente aún, llena de humo de ácido tabaco barato, había
varios hombres sentados en una esquina. Estaban ya completamente borrachos. El mesonero,
un grandullón de proporciones cuadradas con cara de bulldog durmiente, con la camisa sucia
y el chaleco desabrochado, antes de que le preguntaran nada puso en la mesa una botella de
vodka y un plato desportillado con retales de embutidos.
Al menos hacía calor. Un calor delicioso en el que sus manos tiesas parecían
descongelarse placentera, aunque también dolorosamente. El primer vasito de vodka caldeó
de inmediato la garganta y el estómago. Su inopinado compañero no paraba de hablar. Los
borrachos de la esquina no prestaban la menor atención a los recién llegados. Uno roncaba
ruidosamente, los otros tres emitían de cuando en cuando un guirigay de frases
incomprensibles. Parecían estar discutiendo de algo.
El segundo vaso de vodka trajo a Wilczur algo de alivio.
—Menos mal —pensó—, que aquí nadie me mira, que nadie…
—…pues, ya ves, mi rey —su barbudo compañero seguía exponiendo su sabiduría—, a
Napoleón se lo llevó el diablo, a Alejandrito Magno lo mismo. ¿Y por qué? Te preguntas con
voz estruendosa. Pues porque no es un arte ser alguien. El arte es no ser nadie. Nadie, un
gusanito en una esquina, al margen de cualquier plan de la Providencia — disce puer! Te lo
dice Samuel Obiedzinski, que no se pegará nunca un batacazo porque nunca se le ocurrirá
encaramarse a ningún árbol. Los pedestales son para los idiotas, amigo mío. Y la fe es un
globo que antes o después se pincha y se le escapa el aire. ¿Que puede que no…? Es posible,
claro: es posible que antes tú mismo revientes. ¡Guardaos de los globos, ciudadanos!
Alzó la botella vacía y exclamó:
—¡Señor Drozdzyk, una más! Administrador de toda alegría, custodio de los extraviados,
dador de la consciencia y del olvido…
El lúgubre mesonero no se dio prisa en traer el vodka, golpeó con su ancha mano el fondo
de la botella y la puso descorchada ante sus huéspedes.
El profesor Wilczur bebió en silencio y se estremeció. Nunca bebía vodka y el
desagradable sabor del ordinario aguardiente le provocó asco. Pero sentía ya un ligero
zumbido en la cabeza y quería embotarse por completo.
—El único sentido de poseer materia gris en el cerebro —dijo el hombre que se había
presentado como Samuel Obiedzinski— consiste en hacer malabarismos entre la consciencia
y la oscuridad. Porque, ¿cómo ocultar el drama del intelecto cuando llega a la absurda
conclusión de que es un capricho de la naturaleza, un peso muerto, un grano pegado a la cola
de nuestra excelencia animal? ¿Qué sabes acerca del mundo, de las cosas, del fin de la
existencia? Sí, a ti te lo pregunto, a ti, ser cargado con dos kilos de cerebro, ¿qué sabes de
nuestro fin…? ¿No es una paradoja? No eres capaz de mover un brazo ni de dar un paso sin
un fin claro y comprensible. ¿Verdad…? Y, entre tanto, naces y en el transcurso de unas
decenas de años haces millones, billones de acciones, te pasas el tiempo bregando, trabajando,
estudiando, luchando, caes, te levantas, te alegras, desesperas, piensas, gastas más energía que
la central eléctrica de Varsovia, ¿y para qué cuernos todo eso? Sí, amigo, no sabes y no
puedes saber con qué fin lo haces. La única instancia a la que puedes acudir para pedir
información fiable al respecto es tu intelecto, y éste, digamos, lo único que hace es un gesto
de impotencia. ¿Qué sentido tiene, qué lógica…?
Soltó una ruidosa carcajada e inclinó el vaso hasta el fondo.
—Así que, ¿para qué existe el intelecto, si no sabe cumplir su misión, su única misión
realmente…? Sé lo que me va a responder, pero eso también es una estupidez. Dirá que su
ámbito de acción abarca solo las funciones vitales. Las causas y fines de la vida no pertenecen
a su departamento. Vale. Pero ahora verás cómo se las apaña con la vida. ¿Qué nos puede
aclarar aquí? Y resulta que nada. Nada, aparte de las funciones animales más elementales.
Entonces, ¿para qué nos ha crecido debajo del cráneo este cáncer? ¿Para qué diablos, le
pregunto yo a usted, maestro? ¿Qué es lo que sabe? ¡¿Sabe lo que es el pensamiento?! ¿Le ha
dado al hombre la capacidad de conocerse a sí mismo? De conocerse al menos lo bastante
para poder decir de sí mismo con toda certeza “soy un bribón”, o “soy un tío honrado”; “soy
un idealista”, o: “soy materialista”. ¡No, no y mil veces no! Te dirá sólo si prefiero la ternera o
el porcino. Pero para eso basta el cerebro de un chucho callejero. ¿Y si se trata de la gente, de
los demás? ¿Nos enseña algo…? ¡No! Me apuesto todo mi patrimonio a que su hermosa
cabeza no ha sido aún capaz de formarse ni una idea absolutamente cierta acerca de mi
sugestiva persona. Aunque nos conocemos ya desde hace… desde hace dos botellas. ¿Qué sé
yo de mis hermanos, de mi padre, de mi esposa, de mis amigos…? ¡No! La gente es
impenetrable. Y no hay modo de llegar a su alma. Como dice la canción ¡viva nuestra
soltería! ¡Beba usted!
Golpeó el vaso de Wilczur y bebió del suyo.
—Si quieres saber, generoso donante, cómo es en realidad una dama distinguida, puedes
espiarla por el ojo de la cerradura. Comprobarás, digamos, si tiene los pechos desgastados o
los muslos flacos. Averiguarás algo nuevo sobre ella. Pero sobre su esencia seguirás sin saber
nada. Porque incluso si está sola y descorre el velo que siempre usaba para ti, tiene por debajo
otro que no se quita nunca y que incluso para ella misma es impenetrable. ¿Verdad? Por
supuesto, hay momentos en los que podemos ver lo que alguien tiene en la manga o detrás del
cuello. Eso es cuando ocurre una catástrofe. El velo se desgarra, se rompe, aparecen grietas y
ranuras. Oh, por ejemplo ¡tal y como ocurre ahora contigo, jefe! Te ha arrollado algo bien
potente.
Se inclinó sobre la mesa y clavó en Wilczur sus azules ojos inyectados de sangre.
—¿Verdad? —preguntó con énfasis.
—Sí —asintió el profesor.
—¡Por supuesto! — gritó lleno de ira Obiedzinski—. ¡Por supuesto! ¡Que un hombre tan
ansioso de encontrar la paz como yo no pueda dar un paso sin toparse con la estupidez
humana! ¡Porque el fondo de toda tragedia es la estupidez…! Entonces, ¿qué? ¿Te has
arruinado?, ¿te han echado de un puesto ministerial, ¿te has llevado alguna desilusión?
¿Qué…? ¿Una mujer?, ¿te ha engañado?
Wilczur agachó la cabeza y respondió con voz sorda:
—Me ha abandonado…
Los ojos de Obiedzinski brillaron de rabia:
—¡¿Y qué?! —bramó—. ¡¿Y qué importa eso?!
—¿Que qué importa eso? —Wilczur lo agarró de la mano—. ¿Qué importa eso…? Eso lo
importa todo. ¡Todo!
En su voz debía haber algo que bastó como argumento de peso, pues Obiedzinski se
calmó de inmediato y permaneció callado. Pasaron unos minutos antes de que volviera a
hablar en voz baja, como quejándose:
—La vida es pérfida y yo tengo mala suerte. Me dan asco los sentimientos y justamente a
mí me tiene que poner la fortuna en mi camino a un montón de víctimas de los sentimientos.
Me los manda el diablo… No hay duda, todo es relativo. A uno ni con una porra lo tumban,
otro se resbala con la cáscara de un plátano y se parte la crisma. No hay medida, no hay
criterio. Bebe, hermano. Buena cosa es el vodka. ¡Al cuerno todo…!
Llenó los vasos.
—Bebe —repitió, poniéndole a Wilczur el vaso en la mano—. ¡Eh, Drozdzyk, pon otra
más! El mesonero se levantó de su camastro en la alcoba, trajo una botella y apagó la luz. Ya
no hacía falta. A través de la ventana del sucio patio se asomaba el día, nublado y lloviznoso.
Los borrachos de la esquina salieron a la calle, dejando en la tasca a su roncador compañero.
Obiedzinski se apoyó sobre sus codos y continuó con sus alcoholizadas reflexiones:
—Es lo que hay con las mujeres… Una se te pega como una ventosa y te succiona toda la
sangre, otra te despoja de todo lo que tienes, otra te engaña a cada paso, o puedes dar con otra
que te arrastre hacia una vida gris, hasta el lodo cotidiano… Limpiar, lavar ropa, pañales y
cosas de esas. Es la vida… Pero no es verdad, todo depende del hombre, ¡de cómo es! A unos
les resbala; otros empiezan a revolverse como un gato cuando le pegan un tiro: empieza a dar
vueltas y vueltas, da un chillido y se cae muerto; ¿y otros como tú, mio amico…? Debes ser
un tipo duro. Como un roble. Si te hubieran quitado la corteza, te crecería de nuevo, si te
cortan las ramas, te saldrían nuevas. Pero resulta que te han arrancado de raíz… Te han
echado al desierto…
Wilczur se inclinó hacia él y balbuceó:
—De raíz… es verdad…
—Ya ves. La fuerza no sirve si no hay dónde apoyarse. El suelo se reblandeció, se ha
disuelto, ya no existe.
Ya lo dijo Arquímedes… ¿Qué es eso que dijo…? Bah, que le den morcilla… ¡Ajá…!
¿De qué hablaba…? ¡Raíces! Las raíces más fuertes no sirven si no tienen dónde apoyarse.
¡Oh…! De perros… así es la vida…
La lengua se le enredaba cada vez más. Finalmente se balanceó, apoyó la espalda en la
pared y se quedó dormido.
Wilczur seguía repitiendo en su mente con los últimos retazos de consciencia:
—Como un árbol arrancado de raíz… Como un árbol arrancado de raíz… — y también
se quedó dormido.
Seguramente no durmió mucho tiempo, pues lo despertaron unos empujones poco
ceremoniosos, abrió los ojos con dificultad y cayó rodando al suelo. El alcohol aún no se
había evaporado. Sobre la mesa había una nueva botella de vodka y, además de su compañero
nocturno, a su alrededor se habían sentado tres desconocidos. Le costó hacerse una idea de
dónde estaba, pero el recuerdo de Beata apareció de repente causándole un dolor agudo. Se
alzó y se encaminó a la puerta, derribando las sillas a su paso.
—¡Eh, caballero! — gritó el mesonero tras él.
—¿Qué?
—¿Y esto quién lo paga…? Cuarenta y seis zlotys la cuenta.
Wilczur sacó automáticamente la cartera del bolsillo y le tendió un billete.
—¡Cuánta pasta, caray! —dijo uno de los compañeros y dio un silbido.
—Cierra el pico —gruñó otro de ellos.
—¡Drozdzyk! —exclamó el tercero—. ¡No te hagas el despistado! ¡Devuélvele el resto!
¡Mira qué cara!
El mesonero le echó una mirada de odio, contó el dinero y le dio a Wilczur el resto.
—Tú, granuja —resopló— ocúpate de tus asuntos.
Wilczur no prestó la menor atención a la escena y salió a la calle. Caía una densa nevada
húmeda, pero la calzada y los arcenes mantenían su color oscuro, pues la nieve se derretía en
seguida. Por el medio de la calle circulaban carros cargados de carbón.
—Me ha dejado…, me ha dejado... —repetía Wilczur. Andaba sin rumbo,
tambaleándose—. Como un árbol arrancado de raíz.
—¿Va usted a Grochów, caballero? —oyó una voz a su lado—. Mejor dar un rodeo y
evitar la calle Rawska. Hay menos barro.
Reconoció a uno de los compañeros.
—Me da igual —dijo haciendo un gesto de desdén con la mano.
—Pues mejor. Me pilla de paso. Vamos juntos, en compañía el paseo será más animado.
Parece que tiene usted alguna preocupación…
Wilczur no respondió.
—Ya se sabe, es humano. Pues le digo yo que para las preocupaciones solo hay un
remedio: ahogar esas porquerías en alcohol. Por supuesto, no en un cubil como el de
Drozdzyk, que es un tramposo y le pone a los clientes embutidos con estricnina. Pero aquí
cerca en la calle Rawska hay una taberna maja. Uno disfruta más allí, tiene camareras. Y el
precio es el mismo.
Siguieron andando en silencio. El compañero, bastante más bajo y delgado que Wilczur,
lo tomó de la mano y una y otra vez alzó la cabeza para observarlo desde debajo de la visera
de su gorra de ciclista. Cruzaron varias calles y le dio un tirón:
—Entonces, ¿entramos o no…? Lo mejor para las penas ahogarlas en alcohol. Es aquí.
Una ronda.
—Bueno —se avino Wilczur y entraron en la tasca.
El primer trago no le sirvió de alivio. Al contrario, fue como si hubiera desembriagado su
mente nebulosa, pero las siguientes rondas surtieron efecto.
De la sala de al lado llegaba el ronco sonido de un orquestrión. Se encendieron las luces.
Pasado un rato se les unieron otros dos hombres con aspecto de obreros. Una camarera rolliza
y muy maquillada se sentó también con ellos. Llevaban ya tres botellas cuando en una salita
contigua se oyó una sonora risa femenina.
El profesor Wilczur se puso en pie. La sangre se le fue a la cabeza. Se quedó inmóvil
durante un segundo. Juraría haber reconocido la voz de Beata. Apartó con un movimiento
brusco al compañero que le bloqueaba el camino y de un salto llegó a la puerta.
Dos lámparas de gas llenaban de luz la salita. Junto a la mesa estaban sentados un
hombre bajo y fornido y con una buena panza y una chica pecosa con sombrero verde.
Dio la vuelta lentamente, se dejó caer pesadamente en la silla y estalló en sollozos.
—Ponle más —gruñó el de la gorra de ciclista—, tiene buen aguante para el vodka.
Le dio una sacudida en el hombro:
—¡Bebe, hermano! ¡No te rindas!
Cuando cerraron la taberna a las once, los compañeros de Wilczur tuvieron que
sostenerlo, pues era ya incapaz de andar por su propio pie, y aun así los llevaba de uno a otro
lado, tambaleándose con su enorme cuerpo en todas direcciones. Jadeaban del esfuerzo. Por
suerte, el camino no era largo. A la vuelta de la esquina, en un callejón vació y oscuro les
esperaba una carroza con el techo puesto. Metieron a Wilczur dentro sin mediar palabra y se
subieron también. El cochero dio un latigazo al caballo.
Un cuarto de hora más tarde las casas estaban más desperdigadas. A ambos lados,
brillaba de vez en cuando entre las cercas la luz de una lámpara de parafina. Finalmente, éstas
también desaparecieron. Las fosas nasales de los viajeros se vieron golpeadas por el olor
hediondo de grandes montañas de basura. La carroza giró y dejaron de sonar los cascos de los
caballos sobre el blando camino de tierra. Llegaron a la primera fosa de arcilla.
—Para, éste es el mejor sitio —ordenó uno de los pasajeros en voz baja.
Permanecieron un momento a la escucha. A lo lejos, se oía el uniforme zumbido de la
ciudad. En los alrededores reinaba el silencio más absoluto.
—Sácalo de ahí —sonó concisa la orden de uno de los maleantes.
Tres pares de manos sujetaron el cuerpo inerte. Un momento después los bolsillos ya
estaban vacíos. También le quitaron sin dificultad el abrigo, la chaqueta y el chaleco. De
repente, seguramente por el frío, Wilczur volvió en sí y exclamó:
—¿Qué pasa? ¿Qué estáis haciendo…?
Mientras hablaba trató de levantarse del suelo, pero cuando estaba ya de pie recibió un
terrible golpe en la nuca. Cayó como un tronco sin gemir siquiera. Como al caer se fue
rodando hasta el borde de un gran hoyo al que se echaba la basura, el cuerpo siguió
deslizándose hasta el fondo.
—¡Joder! —gritó uno de los bandidos—. ¿No podías haberlo sostenido?
—¿Y para qué?
—¡Estúpido novato! ¡Para qué! Baja ahora al hoyo a por los zapatos y los pantalones.
—Baja tú, ya que eres tan listo.
—¡¿Qué me dices?! —dijo el primero mientras se le acercaba amenazante.
Parecía que iba a haber jaleo, pero sonó la voz flemática del cochero, que hasta entonces
había estado fumando un cigarrillo en silencio.
—Pues yo os digo una cosa: salgamos pitando de aquí. ¿Queréis que nos descubran…?
Los dos hombres se dominaron y saltaron al carruaje. El caballo se puso en marcha. Se
detuvieron antes de entrar en la carretera principal. El cochero sacó un saco de debajo de su
asiento y limpió cuidadosamente todas las ruedas de los restos de basura que se habían pegado
a ellas, luego se subió a su asiento de un salto, le dio un silbido al rocín y poco después volvió
a reinar el silencio en el campo
[...]
CAPÍTULO 3
El sargento Wiktor Kania estaba ocioso en la comisaría de Chotymów, sentado tras su
escritorio cubierto de papel de seda verde, bostezaba de vez en cuando mientras miraba por la
ventana. La comisaría se encontraba en el último edificio a las afueras de la pequeña ciudad.
Desde sus ventanas se divisaba el amplio panorama de campos ya cubiertos de espeso verdor,
de la orilla del lago en el que estaban justamente colgando las redes, de la negra franja del
bosque desde debajo de la cual humeaba la chimenea del aserradero de Hasfeld, y del camino
a dicho aserradero por el que en ese preciso momento venía el agente Sobczak, subordinado
de Kania, con un hombre alto, delgado y barbudo.
Sobczak andaba separando mucho las piernas, se balanceaba a ambos lados como un pato
y llevaba bajo el brazo un gran tablero de contrachapado para contornear. El barbudo debía
ser empleado del aserradero, y además desde no hacía mucho. El sargento Kania lo veía por
primera vez, y eso que conocía a todo el mundo en Chotymów y a diez quilómetros a la
redonda. Además, el hecho de que Sobczak llevara él mismo el tablero daba que pensar.
Seguramente no consideraba adecuado servirse de la ayuda de su compañero, así que algo
había en ese compañero que no estaba en regla: no acompañaba a Sobczak por voluntad
propia.
Los motivos por los que la gente daba con sus huesos en la comisaría de Chotymów eran
muy variados: altercados en las aldeas, robos de poca monta en el bosque o en los campos,
caza furtiva… A veces aparecía un agitador comunista que trataba de provocar disturbios en
el aserradero, a veces caía algún pez más gordo, un bandido o un estafador que evitaba los
caminos principales y trataba de llegar a la frontera alemana por carreteras secundarias.
A pesar de su enorme estatura, el barbudo que traía Sobczak no despertaba el temor del
agente, así que debía tratarse de alguna minucia.
Al rato se abrió la puerta y ambos entraron. El barbudo se quitó el gorro y se quedó junto
a la puerta. Sobczak saludó y presentó el informe a su jefe.
El hombre en cuestión había pedido trabajo en el aserradero de Hasfeld. Lo contrataron,
pero resultó que no tenía ningún documento, ni sabía cómo se llamaba ni de dónde venía.
—Ya veremos —murmuró el sargento Kania y le hizo al barbudo una seña con la
mano—. ¿Tiene algún documento?
—No tengo.
—Sobczak, chequéelo.
El agente le desabrochó el grueso y deteriorado jubón, buscó en los bolsillos y puso ante
el sargento todo lo que pudo encontrar: una pequeña navaja barata, unas decenas de céntimos,
un trozo de cuerda, dos botones y una cuchara de hojalata. Le palpó la caña de las botas, pero
no había nada.
—¿De dónde ha salido usted? —preguntó el sargento.
—Vengo de Czumka, en el distrito de Sursk.
—¿De Czumka…? ¿Y a qué ha venido?
—En busca de empleo. En Czumka trabajaba en el aserradero, pero lo han cerrado. Me
dijeron que aquí en Chotymów encontraría trabajo y sueldo.
—¿Y cómo se llamaba el dueño del aserradero de Czumka?
—Fibich.
—¿Pasó usted allí mucho tiempo?
—Medio año.
—¿Y nació usted en el distrito de Sursk?
El barbudo se encogió de hombros:
—No lo sé. No me acuerdo.
El sargento le lanzó una mirada amenazante:
—¡Venga! ¡Déjese de monsergas! ¿Sabe escribir?
—Sí.
—Entonces, ¿dónde fue al colegio?
—No lo sé.
—¡Nombre y apellido! —gritó impaciente.
El barbudo permaneció callado.
—¿Está sordo?
—No, señor sargento, no se enfade conmigo. Si no he hecho nada malo.
—¡Pues diga la verdad!
—La verdad le digo. No sé cómo me llamo. A lo mejor no me llamo de ninguna manera.
Todos me lo preguntan y yo no lo sé.
—Entonces, ¿qué? ¿Nunca ha tenido documentos?
—Nunca.
—¿Y cómo le contrataban? ¿Sin papeles?
—En las ciudades siempre me exigían papeles y no me querían coger así por las buenas.
Y en el campo no todo el mundo les daba importancia. Me daban cualquier nombre, como les
venía bien, y ya está. Aquí en el aserradero les di el nombre con el que me llamaban en
Czumka: Józef Barbas. Pero al señor agente le dije yo mismo que era un apodo. No he hecho
nada malo y tengo la conciencia limpia.
—Eso ya se verá.
—Sargento, puede escribir a la gente para la que he trabajado. No le he robado nada a
nadie.
El sargento se quedó meditabundo. Más de una vez en su carrera se había topado con
individuos que ocultaban su nombre, pero siempre daban alguno, aunque fuera inventado. Y
este hombre se empeñaba en repetir que no tenía nombre.
—¿Y dónde está su familia?
—No lo sé. No tengo familia ninguna —respondió el barbudo resignado.
—¿Y tiene usted alguna condena judicial?
—Sí, señor.
El sargento abrió los ojos de par en par:
—¿Dónde?
—El año pasado en Radom y hace tres años en Bydgoszcz. Una vez de un mes y la otra
de dos semanas.
—¿Por qué?
—Por vagabundeo, pero fue injusto. Si uno busca trabajo, ¿es un vagabundo…? En
realidad, fue por no tener documentos. Y yo pedí en el juzgado, en la policía y en la cárcel
que me emitieran alguno. Pero no quisieron. Decían que no había ninguna ley así. ¿Qué le voy
a hacer?
Carraspeó y extendió sus brazos en gesto de súplica.
—Déjeme ir, señor sargento. No le voy a hacer a nadie ningún mal.
—¿Dejarle ir…? Las normas no lo permiten. Lo mandaré a la oficina del distrito y que
allí hagan lo que quieran. Puede sentarse y no moleste. Tengo que levantar acta.
Sacó un folio del cajón y se puso a escribir. Pasó un largo rato pensando porque la falta
de nombre y de lugar de nacimiento del individuo le rompía el esquema del informe. Por fin
terminó, se fijó en el barbudo. Su barba y cabello canosos indicaban que debía tener alrededor
de cincuenta años. Estaba sentado inmóvil, mirando a la pared, su espantosa delgadez y sus
mejillas caídas le daban un aspecto esquelético. Solo sus enormes y trabajadas manos se
movían de un modo extrañamente nervioso.
—Pasará usted aquí la noche —le dijo Kania— y mañana le enviaré a la jefatura del
distrito.
Se alzó y añadió:
—No le harán nada. Como mucho lo encerrarán por vagabundo y lo soltarán luego.
—Si no hay otra solución, pues ya está — murmuró el barbudo con tono sombrío.
—Y ahora venga aquí.
Abrió la puerta de una pequeña celda con una ventana enrejada. En el suelo había un
colchón relleno de abundante paja. La puerta estaba hecha de gruesas tablas.
Cuando el sargento la cerró, el barbudo se echó sobre el colchón. Y se puso a pensar.
Tanto el sargento como el otro agente no eran malas personas, pero al parecer la ley les
ordenaba serlo. ¿Por qué volvían a privarlo de su libertad? ¿Por qué lo miran continuamente
como si fuera un criminal…? ¿Es realmente indispensable tener documentos y un nombre?
¿Se transforma uno en otro hombre por eso…?
Le habían explicado tantas veces que era imposible que no tuviera ningún nombre y
acabó por reconocer que tenían razón. Pero tenía miedo a pensar en eso. Cada vez que
empezaba a hacerlo lo embargaba un extraño sentimiento: como si se hubiera olvidado de
algo, de algo extremadamente importante. Y de repente sus pensamientos, se dispersaban por
todas partes, dominados por una inquietud febril, se amontonaban en un embrollado revoltijo,
se despedazaban desesperadamente, como si fueran animales presos de un pánico salvaje:
vibraban cada vez más rápido, sin sentido, sin fin alguno y luego se desmembraban y
quedaban extraños trozos de pelusa, deformes, sin contenido, como unos monstruitos
vivientes que luego se aglutinaban formando una gran madeja de algodón que le ocupaba todo
el cráneo.
En esos momentos pasaba un miedo horrible. Le parecía que se iba a volver loco, que
perdía la razón y que ante la inminente catástrofe estaba indefenso, impotente, perdido. Y es
que en medio de ese caos infernal no perdía el conocimiento ni por un momento. En algún
lugar de su cerebro había un aparato de precisión que registraba cada síntoma, cada una de las
fases. Y este era su mayor tormento.
En vano trataba emplear toda la fuerza de su voluntad para escapar de esas arenas
movedizas. Dejar de pensar, centrar la atención en algún objeto, salvarse. Solo el dolor físico
le servía de cierto alivio. Hendía los dientes en su cuerpo hasta hacerse sangrar, se mordía los
brazos, daba cabezazos en la pared hasta perder las fuerzas, hasta desmayarse.
Entonces yacía inerte y completamente extenuado, medio muerto.
Por eso tenía miedo, tenía un asqueroso miedo animal a su memoria. Tenía miedo de todo
lo que pudiera incitarle a echar una mirada imprudente a las tinieblas del pasado, a esa oscura
pesadilla impenetrable y atrayente a la vez como un abismo.
Por eso un interrogatorio como el que le habían hecho en la comisaría era una tortura
horrible y, cuando se quedó solo y constató que el riesgo de un ataque había pasado, casi se
alegró de que lo encerraran.
Pero esta nueva detención, el tormento que suponía la indagación y la amenaza de nuevos
ataques le obligaron a pensar en la necesidad de protegerse frente a todo esto en el futuro.
Solo existía una manera: tener documentos. Y, puesto que era impensable procurárselos
legalmente, había que robarlos, quitárselos a alguien.
No sabía aún cómo iba a hacerlo, pero la decisión había sido tomada.
Al día siguiente temprano lo llevaron a la jefatura del distrito, que estaba en una ciudad
algo más grande a unos quince quilómetros. Su sede estaba situada en un gran edificio de
ladrillo. El sargento dejó al barbudo en la planta baja, bajo la custodia de un policía que estaba
vigilando a varios detenidos más. Después de una larga espera, fueron llamándolos uno a uno
al primer piso, donde se encontraba la sala del juzgado del distrito.
Detrás de una mesa cubierta de una tela verde y llena de papeles había un joven
funcionario rollizo. Juzgaba rápido. Cuando le llegó el turno al barbudo debieron entrarle
algunas dudas o sospechas, pues le hizo aguardar un poco más. El policía lo condujo entonces
a la habitación contigua. Había allí un viejecito sentado escribiendo con brío detrás de un
escritorio. La habitación era pequeña. Cuando el barbudo se sentó en un banco junto a la
ventana, comenzó del aburrimiento a observar el trabajo del viejito. Encima del escritorio
había montones de papeles, instancias llenas de sellos, emplazamientos en folios de colores…
y el barbudo se estremeció: casi a su lado había una pila de papeles sujetos con un clip y el de
más arriba era un documento. Se trataba de un certificado de nacimiento. Se acercó y leyó. Iba
a nombre de Antoni Kosiba, nacido en Kalisz. Contó los años: 52. Más abajo había unos
sellos…
El barbudo echó una mirada al policía: estaba de espaldas leyendo unos anuncios pegados
a la puerta. Solo había que poner la gorra sobre el escritorio para que cubriera los papeles.
—Quite de ahí esa gorra —dijo el anciano ofendido—. Vaya sitio que ha encontrado.
—Perdón —murmuró el barbudo y cogió la gorra con el fajo de papeles, tras lo cual los
enrolló y se los metió en el bolsillo.
Por supuesto, esta vez no pudo aún usar los documentos que acababa de obtener y fue
condenado a tres semanas de arresto por vagabundeo compulsivo.
Después de esas tres semanas salió de la cárcel del distrito, pero ya como Antoni Kosiba.
CAPÍTULO 4
En la finca de Odryna no quedaba ya nada digno de ser visto. El gran palacio, quemado
durante la guerra, lleno de ortigas, bardana y alazán, iba cubriéndose de año en año de musgo
y moho y convirtiéndose en escombros. La dueña, la duquesa Dubantsev, viuda de un
dignitario de la corte de Petersburgo, vivía en Francia y no venía nunca. El administrador, el
señor Poleszkiewicz, un viejo bicho raro, ocupaba dos pequeñas habitaciones en un anejo de
madera en la granja, donde tampoco faltaban huellas de abandono y dejadez.
Pero la finca estaba rodeada por el vasto y hermoso Bosque de Odryna, mil hectáreas
densamente cubiertas de pinos y abetos, robles y abedules, bordadas de avellanos y enebros,
entrecortada por estrechos y sinuosos senderos por los que era más fácil encontrar huellas de
jabalíes o de ciervos que de caballo o de hombre. A vista de pájaro toda esta enorme área era
semejante a un paño de terciopelo brillante de un verde de tonos variados, bordado con
pequeñas y centelleantes losas de azabache. Y es que aquí no faltaba el agua. La cubría toda
una red de pequeños y grandes lagos, conectados por arroyos ocultos entre alisos y
mimbrerales, así que era más sencillo rodear el bosque en barca que a pie y, de hecho, los
pocos guardabosques normalmente usaban embarcaciones durante su trabajo.
Pero al palacete debían ir a pie. Este estaba situado en una colina, sobre un pequeño
prado rodeado totalmente por un alto muro de viejo bosque. En el palacete vivía el silvicultor,
el señor Jan Oksza, hijo del viejo Filip Oksza, que gestionó durante más de cuarenta años el
Bosque de Odryna y dejó después de morir a su hijo su puesto y todo lo que tenía. El joven
fue desde pequeño a la escuela en Vilna, luego lo mandaron a Varsovia, de donde volvió
pasados los años con un título de silvicultor en el bolsillo, esposa e hija. Se instaló en el
palacete y desde hacía cinco años ejercía un poder ilimitado en el bosque. Ilimitado porque su
superior, el señor Poleszkiewicz, tenía en él confianza plena, no se entrometía en nada y, si
visitaba su refugio, no era para supervisar los libros sino para charlar con la señora Beata
Okszyna, para echar una partida de ajedrez con el señor Jan o para aposentar a la pequeña
Marysia en la silla de montar delante de sí y darle una vuelta por el prado. Por lo demás, era
casi el único huésped del silvicultor.
Se veía que el señor Oksza había heredado de su padre la misantropía; no era aficionado a
visitar a sus vecinos, que además escaseaban en los alrededores, y estos tampoco lo
importunaban. A pesar de su juventud era un bicho casero, cosa que no extrañaba a nadie,
pues tenía una bellísima esposa que, según decía el guardabosques Barczuk, le tenía mucho
afecto, una hija que era un angelito y felicidad en el hogar.
Así que, cuando se ausentaba, lo hacía con disgusto. Cada vez que debía viajar a la
capital del distrito, Braslaw, o peor aún, a la mismísima Vilna, retrasaba su partida día tras
día, quizá porque su salud era endeble y los viajes lo cansaban mucho. A veces bastaba que se
resfriara un poco para que empezara a escupir sangre y tuviera que guardar cama. Y como era
buena persona, justa y benevolente, a todos sus subordinados les apenaba ver cómo iba
desmejorando a ojos vistas. Incluso hubo que traerle dos veces a un doctor, lo que no era fácil
ni barato, que ocho millas no son una bagatela. Decía la gente que el joven silvicultor ya no
saldría de esta y parecía que, efectivamente, tenía razón.
El verano en el bosque es hermoso. Un fuerte olor a resina, el aire cálido como salido del
horno, tantos tipos de moscas que las orejas no paran de zumbar. Las copas de los esbeltos
pinos se balancean, el viento silba en las coronas de los viejos robles, el musgo esponjoso
como una alfombra, una infinitud de bayas y hongos, la dolce vita. Y cuando llega el otoño, la
espesura se llena de un silencio como en la iglesia durante la consagración. Los árboles se
quedan pensativos y ni se dan cuenta de que sus hojas caen y caen como pétalos amarillos y
rojos. Y en invierno la nieve lo envuelve todo, hasta lo más alto, hasta lo más profundo,
cubriendo las ramas con blancas almohadas, y la alegría lo embarga a uno cuando respira y el
frío y sano aire llega a los pulmones.
Pero tras el invierno llega la primavera. Los lagos y pantanos y los bosques al
descongelarse comienzan a exhalar vahos –el peor momento para los tuberculosos.
Ese era el caso del silvicultor Oksza. Soportó bien el invierno, pero cuando en marzo
empezó el deshielo, su salud se deterioró. Y se deterioró tanto que llevaba cuatro semanas en
cama y recibía los informes de los guardabosques desde su cama. Había adelgazado tanto que
resultaba difícil reconocerlo y a veces le daban unos ataques de tos que lo hacían sacudirse y
perdía el habla durante un cuarto de hora o más. Grandes gotas de sudor aparecían en su
frente y tenía dificultades para respirar.
Era sábado y la señora ya no dejaba entrar a los guardabosques. Salió a hablar a la cocina,
ella misma pálida y desmejorada, y les dijo en voz baja:
—Mi marido se siente tan mal que… que mejor no darle fatigas.
Y se echó a llorar.
—Y si le traemos a un doctor, señorita —dijo uno de ellos—, al menos la muerte será
más leve…
—El señor no quiere ningún doctor —dijo meneando la cabeza—. Yo misma le he
suplicado, pero no quiere.
—Yo podría ir a por un doctor —se ofreció otro—. Al señor silvicultor le podemos decir
que estaba de viaje y se ha parado por el camino.
Así quedó la cosa y la señora Okszyna se secó las lágrimas y volvió al dormitorio. Tras
muchas noches sin dormir apenas arrastraba los pies. Pero cuando se acercaba a la cama del
enfermo trataba de sonreír y fingir buenos ánimos. Temía que la vista de Janek leyera sus
verdaderos pensamientos, los terribles y dolorosos pensamientos que atormentaban su alma.
Cuando él se quedaba dormido, ella se arrodillaba y rezaba fervientemente.
—¡Dios, perdóname, no me castigues, no te vengues de mí! No me lo quites. ¡He pecado,
he hecho mucho mal, pero perdóname! ¡Perdona! ¡No podía hacer otra cosa!
Y las lágrimas fluían por su rostro transparente, y sus labios vibraban en un murmullo de
palabras ininteligibles.
Pero Janek no tardaba en despertarse. Un nuevo ataque de tos y en la toalla aparecía una
nueva mancha de sangre. Había que darle hielo y medicinas.
De forma inesperada, por la noche se sintió mejor. Le bajó la fiebre. Pidió que lo
incorporara y se sentó. Bebió sin protestar un vaso de crema agria y dijo:
—¡Creo que voy a sobrevivir!
—¡Seguro, seguro, Janek! Ha pasado la crisis, es evidente. Te sientes más fuerte. Ya
verás como dentro de un mes estarás totalmente sano.
—Es lo que creo. ¿Mariola aún no duerme?
Nunca empleaba ese nombre. No le gustaba y desde el principio la llamó sencillamente
Marysia, a lo que con el tiempo se acostumbró también Beata.
—No, todavía no. Está haciendo la tarea.
—¿Aún te queda tiempo para darle clases…?
Se quedó un momento callado y después dijo:
—Dios, cuanto daño os he hecho a las dos.
—¡Janek! ¡¿Cómo puedes decir algo tan horrible?! —respondió espantada.
—Es la verdad.
—Ni tú mismo te lo crees. ¡Nos has dado tanta felicidad, una felicidad tan inmensa…!
Cerró los ojos y susurró:
—Te quiero Beata, cada día más. Y es mi amor por ti el que no me permite morir.
—No morirás, no puedes morir. Sin ti la vida sería para mí peor que la muerte. Pero no
hablemos de eso. Ya ha pasado, gracias a Dios. ¿Sabes qué? Llamo a Marysia. Hace tanto que
no te ve. ¡Déjala!
—No debería. Aquí está el aire lleno de gérmenes. Si ya estoy lleno de miedo contigo
aquí respirándolo. Para sus pulmones tan jóvenes es veneno.
—Pues que se quede en el umbral. Aunque sean solo unas frases. No te haces idea de lo
mucho que insiste.
—Bien —se avino.
Beata entornó la puerta y exclamó:
— ¡Marysia! Papaíto te deja venir.
—¡Papá! —se oyó un alegre chillido desde la otra punta de la casa y luego el veloz
golpeteo de unos pies.
La niña llegó corriendo y se quedó inmóvil en la puerta. Hacía dos semanas que no veía
al enfermo y se notaba que el cambio que había sufrido la había espantado.
—Papá está hoy mejor —dijo Beata rápidamente—, pero sólo te deja hablar desde el
umbral. Dentro de poco se levantará y podréis pasear de nuevo juntos por el bosque.
—¿Cómo te va, querida niña? —preguntó Oksza.
—Bien, gracias, papá. ¿Y sabes que la corriente ha levantado el abedul torcido del Río
Gris?
—¿Lo ha levantado?
—Sí. Mikolaj dice que seguro que se cae. Y dice además que su hijo Gryszka ayer vio
cuatro alces en el vado Huminski. Iban uno detrás de otro.
—Seguro que son los del Bosque Rojo.
— Ajá. Mikolaj dice lo mismo.
—¿Y no te habrás olvidado del todo de la botánica y de la física? —preguntó sonriendo.
—¡Nada de eso, papaíto! —le aseguró, y para confirmarlo se puso a enumerar todo lo que
había aprendido por su cuenta. Tras una breve conversación, el señor Oksza despidió a la niña
mandándole un beso con la mano.
Esa mano estaba delgada y tenía un color blanco artificial.
Cuando Marysia salió, dijo:
—¡Cómo crece esta niña! Tiene solo doce años y ya es casi como tú de alta. Pero el año
que viene tendremos que mandarla a la escuela. Espero que por fin le den a la duquesa el
permiso para la tala y salgamos adelante económicamente.
—Dios lo quiera. Con que te pongas tú mejor antes…
—Sí, sí —admitió con brío—, tengo que ponerme bien y ocuparme de los negocios. Si no
hay tala, he decidido buscar otro puesto. Es duro dejar el Bosque de Odryna, pero Marysia
crece. Eso es más importante.
Se quedó pensativo un momento y preguntó:
—¿Has vuelto a gastar mucho en medicinas?
—No te preocupes por eso.
—¿Sabes? Estuve pensando que si me muriera ahora no te quedaría mucho después de
los gastos del entierro. Eso fue lo que más me atormentaba… Por la venta de los muebles te
bastaría para un año, más o menos. Sobre todo, esos viejos tapices. Al parecer son valiosos.
— ¡Janek! ¡¿De qué estás hablando?! —exclamó con tono de reproche.
—Nada, sólo repito lo que me ha venido a la cabeza. He pensado también que, si acaso,
tienes derecho a reclamar una renta para Marysia. No creo que Wilczur haya aparecido.
Habría salido en los periódicos. Pero alguien estará administrando su patrimonio, al que
Marysia tiene derecho.
El rostro de Beata se ruborizó:
—¡¿Y tú me dices eso, Janek?! —exclamó sin ocultar su indignación.
Hasta entonces durante esos cinco años no hubo entre ellos la más mínima mención al
profesor; desde hacía cinco años, en los que incluso había enviado la ropa y las mudas de
Mariola a un orfanato.
Oksza bajó la vista:
—No tengo derecho a condenarla a la miseria.
—Ni yo tengo derecho a echarle mano a su dinero. Cien, mil veces preferiría morir.
¡Nunca, Janek, nunca! ¿Me oyes?
—Bien, no hablemos más de eso. Pero, ves, si yo no viviera… Cuando pensaba que iba a
morir me llenaba de espanto pensar qué pasará con vosotras…
—Sé coser, sé bordar, puedo dar clases. Cualquier cosa menos eso. Piensa, ¿con qué cara
podría ir yo a sus herederos con exigencias, yo…, a la que tienen derecho a considerar
culpable de su muerte. Además, Janek, ¿para qué hablamos de eso? Te sientes sano, gracias a
Dios todo irá mejor.
—Seguro, querida, seguro —dijo acariciando con su mano el rostro de Beata.
—¿Ves? —dijo radiante—. Y ahora tienes que tratar de dormir. Ya es tarde.
—Bien. Estoy algo somnoliento.
—Buenas noches, querido, buenas noches. El sueño te dará más fuerzas.
—Buenas noches, dicha mía.
Cubrió la lámpara, se tapó con una manta y se acostó en el sofá. Pasado un cuarto de hora
se acordó de que tenía que darle las gotas de antes de dormir.
Se levantó, contó veinte gotas de un medicamento que olía a creosota, añadió agua y se
inclinó sobre el enfermo.
—Janek —dijo a media voz—, hay que tomar la medicina.
No se despertó. Tocó delicadamente sus hombros y se inclinó sobre él.
Entonces vio que tenía los ojos abiertos.
Ya había muerto.
CAPÍTULO 5
Justo a medio camino entre Radoliszki y Nieskupa había desde tiempos inmemoriales un
molino de agua, antaño propiedad de los padres basilianos del monasterio de Wickuny,
fundado por ellos en la época del rey Batory, y que ahora pertenecía a Prokop Szapiel, a quien
por eso todos llamaban en bielorruso Prokop Mielnik – el Molinero.
Las tierras de la comarca no eran demasiado ricas, ni demasiado fértiles, bastaban para
centeno y patatas. Estaban principalmente en manos de la pequeña nobleza y de campesinos,
pero a Prokop no le faltaba centeno que moler porque no había competencia alguna en los
alrededores aparte de un molino de viento en la aldea lituana de Bervintai, y ése no daba
abasto para ochenta chabolas porque los lituanos eran excepcionalmente eficientes y los había
que sacaban más de sus cinco hectáreas lo que un labrador bielorruso obtenía de siete u ocho.
Igual pasaba en Nieskupa. Era una aldea de moscovitas, viejos creyentes llegados hace
siglos de Rusia. Eran todos mozos grandes, sanos y laboriosos, para los que ir tras el arado de
sol a sol no era nada del otro mundo, y sabían labrar la tierra a tal profundidad que ni en
Bervintai podían igualarse a ellos.
En Radoliszki, como solía ocurrir en ciudades pequeñas, había judíos que se dedicaban a
la compra al por menor de cereales en aldeas más lejanas, tanto para las necesidades del
pueblo, como para llevar a Vilna. De estos también le llegaba trabajo a Prokop Mielnik. Así
que no se quejaba y, mientras no hubiera sequía, mientras no faltara agua en los estanques, no
tenía motivo. Y las sequías eran infrecuentes por esos lares y debían ser bien largas para que
al molino le faltara el agua. Porque los estanques, aunque habían sido excavados hacía ya
unos siglos, eran resistentes, profundos y, bueno, los desenlodaban cada diez años para que no
se cubrieran de plantas.
Había tres estanques. Dos superiores y uno inferior. Todos densamente rodeados de
sauces. De los superiores al inferior la pendiente era grande, de unas dos brazas, y aparte de
un canal que iba alrededor había dos grandes cierres de agua para el caso de inundación. En
los estanques había muchos peces: mújoles, lotas, percas, pero sobre todo gobios. No faltaban
tampoco los cangrejos. Se acumulaban a cientos en profundas madrigueras bajo las raíces de
los árboles de la ribera que las aguas habían derrubiado. Los dos braceros de Prokop, sobre
todo Kaziuk, el más joven, eran expertos en cazarlos. Se ponían en la orilla con el agua por las
rodillas y les bastaba inclinarse y meter el brazo hasta el codo o algo más en la guarida y para
sacaba uno.
En el molino no se los comería nadie, los consideraban bichos, pero siempre podían
venderlos en el pueblo, en Radoliszki: el cura católico, el pope ortodoxo y sobre todo el
doctor, ese sí que les tenía afición. Prefería por cada consulta llevarse treinta cangrejos a
veinte huevos o a tres zlotys.
Fuera del pueblo, a unas doce verstas, en la fábrica, tampoco faltaban los aficionados,
pero ya hacía falta pillar un buen momento. A pie estaba demasiado lejos y el viejo Prokop no
prestaba el caballo para esas cosas, aunque el animal estaba entumecido y además cebado
como un cerdo. Ya se sabe, no le faltaba el pienso. No se movía, solo se apoyaba ya en una
pata, ya en otra y resoplaba tan alto que se oía en toda la cuadra. La cuadra era grande,
potente, hecha de gruesos maderos en rollo. Aparte del caballo había allí dos vacas y cerdos
en un compartimento aparte. Bajo un tejadillo había espacio para un carro y un trineo.
La casa estaba adosada al molino. Tenía tres cuartos en los que vivían Prokop, su familia
y los braceros, y un anejo nuevo que había construido para su hijo mayor, Albin, cuando este
se iba a casar. Desde la muerte de Albin el anejo permanecía vacío porque al segundo hijo le
sucedió una desgracia al día siguiente de mudarse allí. Decía la gente que alguien lo habría
hechizado o le habría echado mal de ojo a los fundamentos. Verdad o no, la cosa es que nadie
quería vivir allí, aunque había algunos que aseguraban que no era el anejo el que estaba
hechizado, sino que Dios había castigado a Prokop en su descendencia porque le había puesto
un pleito a su hermano y lo había arruinado.
Esas habladurías ponían furioso a Prokop. No lo soportaba y más de uno se había llevado
un buen rapapolvo por sus sospechas.
Sin embargo, algo de verdad debía de haber. Y es que tenía el viejo Mielnik tres hijos. El
mediano murió en la guerra; el mayor poco antes de su boda fue a dar una vuelta borracho, iba
andando sobre el hielo del estanque, éste se resquebrajó y el muchacho se ahogó; y el menor
estaba en el tejado clavando una chaveta a un perno, se cayó y casi se mata. Sobrevivió, pero
se partió las dos piernas. En vano trajeron al doctor, en vano el doctor le colocó unas tablillas.
Se quedó lisiado para toda la vida, sin poder andar. Llevaba ya cinco meses sentado o
tumbado, no servía para ningún trabajo y así a sus dieciocho años era una carga para su padre.
Y con la hija tampoco tuvo suerte Mielnik. Se casó con el capataz de la fábrica de
ladrillos, pero el capataz murió en un incendio y ella, que justo estaba embarazada, se ve que
por eso dio a luz a una niña enferma de epilepsia.
He aquí por qué el viejo Prokop andaba sombrío como la noche y tenía siempre cara de
pocos amigos, aunque le gente le envidiaba su riqueza, aunque el molino tenía faena de sobra
y aunque él mismo no podía quejarse de falta de salud.
Ese otoño le surgió un nuevo problema: Kaziuk , el más joven de los braceros, debía
hacer el servicio militar. Prokop no quería contratar a cualquiera en su lugar. El trabajo en el
molino es responsable, exige prudencia y fuerza. Un pastor cualquiera no le servía. Le dio
muchas vueltas el viejo y finalmente su elección recayó en Nikita Romaniuk, de Poberezie. El
padre de Nikita tenía ya a dos de sus hijos casados y el más joven andaba buscando trabajo
por las ciudades. Era un chico sano, sensato, incluso había acabado la escuela.
Una vez tomada la decisión, Prokop se puso en camino el jueves, día de mercado en
Radoliszki. El molino estaba cerca de los aserraderos, a menos de una versta. Los campesinos
iban también al mercado por la carretera. Iban pasando calesas y carromatos uno tras otro.
Todos saludaban a Mielnik, que era un personaje conocido. Alguno que otro, sin detener su
jamelgo, intercambiaba con él unas palabras, tratando de averiguar el estado de ánimo el viejo
tras la desgracia de su último hijo Vasil, y cómo había acogido el castigo divino. Pero el
rostro de Prokop era inescrutable. Como siempre, tenía el ceño fruncido y meneaba su canosa
barba con forma de paleta.
Al fin, llegó Romaniuk. Debía venir solamente de compras porque el carro estaba vacío,
sólo su mujer estaba en la parte de atrás.
Prokop le saludó y se puso al lado del carro. Se dieron la mano.
—Bueno, ¿qué tal? —preguntó Romaniuk—. ¿Van bien los negocios, hermano?
—Pues sigo vivo, con la ayuda de Dios. Pero tengo una preocupación.
—Lo he oído.
—No es eso. Sólo que el ejército se lleva a Kaziuk.
—¿Se lo llevan?
—Pues se lo llevan.
—¿Así están las cosas…?
—Ajá. Y ya sabes que conmigo el sueldo es bueno. Mis jornaleros no pasan hambre y les
sobra para ahorrar.
—Ya se sabe —admitió Romaniuk.
—Se me ha ocurrido que lo mismo tu Nikita encajaría bien en ese trabajo.
—¿Por qué no?
—Estooo, ¿entonces qué?
—¿Qué de qué?
—Pues, ¿lo de Nikita?
—Ah, ¿que se vaya contigo, a trabajar?
—Ajá.
Romaniuk se rascó la cabeza, sus pequeños ojos grises destellearon de alegría, pero
respondió con tono indiferente:
—El mozo está sano…
—Y a Dios gracias —murmuró rápidamente Prokop temiendo que a Romaniuk le viniera
a la cabeza preguntar por la salud de Vasil—. Pero que me venga el viernes, que el viernes se
llevan a Kaziuk.
—Bien que me lo dices. Porque no está en casa. Se ha ido hasta Oszmiana.
—¿A buscar trabajo?
—Claro.
—¿Pero vuelve?
—¿Cómo no ha de volver? Ahora le mando una postal desde Radoliszki.
—Pues muy bien. Para el viernes…
—Entendido.
—Hay ahora mucho trabajo. Sin los braceros no llego —añadió Prokop.
—Vendrá a tiempo.
—¡Pues con Dios!
—Con Dios.
Romaniuk sacudió las riendas, cosa que el pequeño y barrigón rucio ni siquiera advirtió,
y se sumió en sus pensamientos lleno de alegría. Era un gran honor que Mielnik hubiera
elegido a su hijo de entre tantos.
Se dio la vuelta y miró a su mujer. Entre los gruesos pañuelos que envolvían su cabeza
solo se veían la nariz y los ojos.
—Mielnik se lleva a nuestro Nikita —dijo.
La mujer suspiró:
—¡Dios, Dios mío…!
Y no se sabía si estaba contenta o preocupada. Por lo demás, Romaniuk nunca le daba
vueltas a eso, su voz siempre era así de lastimera.
También se alegraba Prokop. Odiaba los cambios y las incertidumbres. Ahora el asunto
estaba arreglado. Al menos, eso le parecía, y eso le parecía hasta la tarde del viernes.
Ese día se dispuso a cerrar el molino más tarde de lo habitual. Aún esperaba. Los de su
casa no tenían idea de por qué estaba tan enfadado, no le había dicho nada a nadie. Pero por
dentro estaba echando espumarajos. ¡Si le había dicho expresamente que viniera el viernes!
Kaziuk ya no estaba. Desde mañana van a tener trabajo a destajo y mientras lo único que
podía hacer era dar cabezazos contra la pared.
—Te vas a acordar de mí, mocoso —gruñó en voz baja, rizándose la barba.
Y se juró a sí mismo que no lo emplearía, aunque viniera a primera hora. No es lo mismo
sábado que viernes. Mejor coger al primero que se encuentre por el camino, incluso a un
ladrón, a cualquiera que no sea Nikita.
Pero al día siguiente Nikita tampoco apareció. Tuvo que pedir ayuda a uno de los
campesinos que traían centeno al molino.
Al día siguiente, como era domingo, el molino estaba inactivo. Prokop, después de rezar,
aunque el enfado le distraía de sus oraciones, salió de casa y se sentó en un banco. Tenía sus
años y nunca se había llevado un chasco tan grande con nadie. Quería hacerle un favor al
muchacho y resulta que no viene. Por supuesto, habrá encontrado empleo en Oszmiana y por
eso no ha venido, pero eso no era excusa.
—Lo van a lamentar los Romaniuk esos —murmuró mientras aspiraba el humo de su
pipa.
El sol brillaba. Era un día cálido y tranquilo. Las aves volaban sobre los estanques en
busca de insectos. De repente, se oyó un zumbido en la carretera. El viejo se cubrió los ojos
con la mano. Por la carretera iba una motocicleta a toda velocidad.
—Qué cosas, en el día del Señor —escupió—. No tienen temor de Dios.
Sabía de quién hablaba. Desde la primavera, toda la comarca sabía que se trataba del
joven señor Czynski, hijo del dueño de la fábrica de Ludwikowo. Había estado estudiando
para ingeniero fuera de Polonia y ahora había vuelto a descansar con sus padres. Decían que
iba a sustituir a su padre a cargo de la administración de la fábrica, pero lo único que tenía en
la cabeza era esa motocicleta, una máquina infernal que no dejaba dormir a la gente por la
noche y asustaba a los caballos por la carretera.
Así que observó con animadversión cómo iba desapareciendo la polvareda del camino y,
al mirar en esa dirección vio a un hombre que se encaminaba al molino. Andaba lentamente,
con paso uniforme, llevaba al hombro un hatillo. Al principio le pareció a Prokop que era
Nikita y se le encendió la cara de la ira, pero cuando el andante se acercó resultó que no era
joven y tenía una canosa barba morena.
Llegó, hizo una inclinación de cabeza, saludó como Dios manda y preguntó:
—¿Me permites sentarme y pedir agua? Hace calor y tengo sed.
El molinero le echó una mirada atenta, le hizo sitio en el banco y asintió:
—Aquí puede sentarse quien quiera. Y agua gracias a Dios no nos falta. Oh, allí, en el
porche hay una cuba —dijo señalando a sus espaldas.
El forastero le pareció simpático. Tenía la cara triste, pero Prokop había tenido ya
demasiadas preocupaciones para que le gustaran las caras alegres. Además, su mirada
inspiraba confianza. Y, aparte de eso, uno siempre podía aprender cosas interesantes de los
viajeros. Este debía venir de lejos porque hablaba distinto.
—¿Y de dónde venimos? —preguntó Prokop cuando el desconocido el volvió y se sentó,
secándose con la mano las gotas de agua que se le habían quedado en la barba y el bigote.
—De lejos. Pero ahora de Grodno. Buscando trabajo.
—¿Y yendo desde Grodno no has encontrado empleo?
—Sí, estuve un mes en Mickuny con un herrero. Se acabó el trabajo, así que sigo
adelante.
—¿En Mickuny?
—Sí.
—Conozco al herrero de allí. ¿Es Wolowik?
—Wolowik, Józef. El tuerto.
—Cierto. Se lo quemó una chispa. Entonces, también eres herrero.
El forastero sonrió:
—Y sí y no. Sé de todo…
—¿Cómo es eso?
—Pues sí, llevo ya doce años dando vueltas por el mundo y he aprendido muchas cosas.
El viejo le miró desde debajo de sus pobladas cejas:
—¿Y has trabajado también en un molino?
—No, eso no. Pero, señor Mielnik, le diré la verdad. En Poberezie pasé la noche en casa
de un tal Romaniuk. Buena gente. Allí oí que habías quedado con ellos en que su hijo iba a
trabajar contigo. Pero ha encontrado trabajo en Oszmiana en una cooperativa y no quiere
volver.
Prokop frunció el ceño:
—¿Y te han mandado los Romaniuk a ti?
—Qué va. Pero como lo oí, pues pensé, ya aprovecho. Ir y preguntar no es pecado. Que
quieres, me contratas; que no, pues no me contratas.
Prokop se encogió de hombros:
—¿Cómo te puedo contratar, meter en casa a un extraño?
—Yo no presiono.
—Y eso es sensato. No te conozco, ni nadie de aquí. Entiendes. A lo mejor eres un buen
hombre, sin malas intenciones, o a lo mejor no. No conozco ni tu nombre, ni de dónde eres.
—Me llamo Antoni Kosiba y soy de Kalisz.
—A saber dónde queda ese Kalisz.
—Claro que queda lejos.
—El mundo es muy grande —suspiró Prokop— y hay gente para todos los gustos.
Se hizo el silencio, pero el molinero preguntó pasado un momento:
—¿Y cómo es que vas de un lado a otro sin parar? ¿No tienes casa?
—No tengo.
—¿Y moza tampoco tienes?
—No.
—¿Y por qué?
—No sé… De una moza uno no se puede esperar nada bueno.
—Verdad verdadera —admitió Prokop—, solo nos traen escándalo y problemas. Pero
hay que casarse. Es ley divina.
Y pensó el viejo Prokop que esa ley fue muy cruel en su caso. Cierto que su esposa le dio
tres hijos y una hija, pero no para su consuelo, sino para su desdicha.
El forastero interrumpió su reflexión:
—Claro, no me conoces, pero he trabajado para gente concreta, tengo recomendaciones.
Puedes leerlas.
—No las voy a leer. De lo escrito y lo leído, no hay provecho ninguno.
—Los documentos también están en regla. Si fuera un ladrón, no buscaría trabajo sino
cómo robar. Si fuera un ladrón ya me habrían encerrado hace tiempo en la cárcel. Y llevo ya
doce años andando. Y no tendría dónde esconderme porque no tengo a nadie cercano.
—¿Y por qué no tienes?
—¿Y tú tienes? —preguntó el forastero.
Al molinero le dio que pensar:
—Pero, ¿cómo? Tengo una familia.
—Pero imagínate que, Dios no lo quiera, se te mueren todos. ¿Tendrías a alguien
cercano…? ¿Encontrarías amigos, gente amable que te ayudara en tus penurias…?
El desconocido hablaba como con amargura, mirando a los ojos a Prokop.
—Nadie tiene seres cercanos —concluyó, y Mielnik no respondió nada. Era la primera
vez que alguien le hablaba de esta manera y le pareció que tenía razón. Así que miró al
forastero más amigablemente.
—Lo que la gente diga o piense de mí —dijo—, poco me importa. Seguro que a ti
también te habrán contado algún cuento. Pero sé cómo hay que vivir. No le deseo mal ni
penurias a nadie. El que viene a mi casa, no se vuelve hambriento. ¡Dios es testigo! Así que te
digo: pan no me falta y comerás hasta saciarte. Claro que no dejaré que pases la noche en la
cuneta. Ya te haremos un rincón. Pero trabajo para ti no tengo. Te digo: no me pareces tonto y
seguramente eres honrado. Pero necesito un obrero sano, fuerte, joven. Y tú ya tienes tus
años.
A lo que el forastero se levantó sin decir palabra. A unos pasos de la casa yacía en la
hierba una piedra de molino partida por la mitad. Se inclinó sobre ella, puso las manos bajo
una de las mitades, se abrió de piernas y la levantó. Aguantó así un momento, mirando en
silencio a Mielnik, tras el cual soltó la piedra y retumbó la tierra.
Prokop llenó lentamente su pipa. El forastero se sentó al lado y sacó un cigarrillo del
bolsillo. Lo encendió y el molinero dijo:
—Ya se viene el mediodía.
—Ya llega —confirmó el forastero después de mirar al sol.
—Hora de comer. Hay que echar un ojo, que estas mujeres no cuidan las horas en el día
del Señor.
Sin embargo, las mozas sí las cuidaban pues justo en ese momento sonó en el porche la
voz chillona de una niñita:
—¡Abuelito! ¡El almuerzo!
—Ven, come con nosotros lo que Dios disponga —murmuró Prokop al alzarse.
—Que Dios os lo pague —respondió el forastero y le siguió.
Desde el porche, que no tenía piso, se pasaba hacia la derecha a las habitaciones a través
de una alta puerta, y a la izquierda, a través de otra puerta aún más alta, a la sala, que era una
amplia cocina y que servía también de comedor, en la que había vida durante todo el día. Casi
una cuarta parte de la sala lo ocupaba un enorme horno blanqueado con cal y cuyo gran
orificio despedía un calor inmenso. Sobre su fondo rojo resaltaba el negro de los abombados
calderos, que siseaban y gorgoteaban, llenando el aire del olor de apetitosos alimentos. Sobre
el horno y sobre las tumbonas adosadas en las que en invierno dormían mayores y pequeños,
ahora sólo había algunos trastos cubiertos con una alfombra a rayas. De las paredes, sin
enyesar, pero recubiertas de madera, colgaban numerosos cuadros coloridos. En la esquina
había colgado un iconostasio dorado decorado con papeles de varios colores y, delante de
este, una pequeña lámpara de aceite pendía de unas cadenas de latón.
En la misma esquina había una gran mesa, que los domingos cubría un mantel de grueso
y limpio lienzo. Sobre el mantel había una hogaza de pan, grande y achatada; cucharas de
madera y aluminio; tenedores, cucharas y sal en una mantequera verde, cuya tapa tenía un
dibujo de una oveja y unos corderitos. Junto a la pared había un ancho banco y, sobre éste,
unos estantes cubiertos de periódicos recortados en forma de dientes. En los estantes había
cuencos, jarros, tazas, platos, ollas esmaltadas y calderos y, en el puesto de honor, seis
cacerolas de cobre que brillaban con un intenso rojo metálico.
En la sala había seis personas. Una encorvada anciana, dos mujeres aún bastante jóvenes
y una pálida niñita de preciosos ojos negros, de unos trece años. Y dos hombres: un mozo
pelirrojo y corpulento de anchos hombros, sentado modestamente junto a la puerta, y un joven
delgado y moreno en el que el forastero adivinó de inmediato al hijo del dueño de la casa,
Vasil —Vasil estaba sentado en el banco al otro lado de la mesa, apoyándose sobre un codo y
mirando a la ventana. La entrada de su padre y del desconocido no interrumpió sus tristes
cavilaciones.
Las mujeres, por su parte, se remolineaban, disponiéndose a servir la comida. Un
momento después ya humeaban sobre la mesa dos cuencos: uno lleno de grasoso borshch,
copiosamente blanqueado con crema, y otro con patatas cocidas.
A Prokop y a Vasil les pusieron platos hondos de loza. El resto debía comer de los
cuencos comunes. El viejo se sentó en el puesto principal, bajo los cuadros, hizo una amplia
señal de la cruz al santiguarse que los demás imitaron, y al momento la sala se llenó de
sorbidos, testigos de que se comía con apetito. La presencia del invitado desconocido no
extrañó a nadie. Pasaba de vez en cuando. Nadie tampoco le prestó especial atención.
Hablaban entre sí con frases entrecortadas, ora en polaco, ora en bielorruso, como todos por
estos lares. Tardaron poco en vaciar los cuencos y la vieja anfitriona, a quien llamaban
“madre Agata”, se dirigió a una de las mujeres:
—¡Venga, Zonia! ¿Qué pasa? ¿Te ha dado un patatús? ¡Muévete!
Zonia, una moza alta y de anchas caderas, se alzó, tomó los cuencos vacíos y fue
corriendo al horno. Cogió del rincón una vara con un agarradero, la metió rápidamente en el
llameante orificio y sacó de él un caldero. Sus sanos mofletes se ruborizaron por el fuego y
cuando volvía con el cuenco lleno tenía que sostenerla con los brazos extendidos: tenía unos
pechos extraordinariamente grandes y henchidos.
Tras el borshch llegó el turno de la carne: cerdo estofado, en pedazos grandes como un
puño, aceitosos e hinchados.
—¡Olga! — chilló impaciente madre Agata, dirigiéndose a la otra mujer—. ¡Córtale pan
a tu hermano! ¡¿No ves?!
Olga, delgada y presta, alargó la mano y cogió la hogaza, la levantó ágilmente, la apoyó
en su vientre y cortó una larga, fina y uniforme rebanada.
—Yo también quiero pan, mamá —dijo la niñita llamada Natalka.
—Y no te olvides de darle al hombre —gruñó Prokop.
Olga miró al invitado y puso delante de él una rebanada igualmente bien proporcionada.
—Gracias —dijo el forastero, a lo que ella respondió con una risa, a la vez que asentía.
—No hay de qué.
—¿Eres de lejos?
—De lejos, de Kalisz.
—Entonces, habrás estado en Vilna.
—¡Sí que he estado…!
—¿Y has visto la Puerta de la Aurora…?
—La he visto, sí. Ahí está la imagen de la Virgen, la imagen milagrosa.
Prokop miró con ceño a su hijo y volvió a bajar la vista:
—Eso lo sabe todo el mundo —murmuró.
—Y tú, ¿viste algún milagro? —preguntó Vasil.
—Ver, no he visto ninguno, pero me han hablado de algunos.
—Cuéntanos alguno, por favor.
—Yo no soy muy bueno contando historias —dijo pensativo—, pero repetiré lo que me
han dicho lo mejor que pueda.
—Sí, repite, repite —dijo la pequeña Natalka mientras se le acercaba.
Empezó a hablar sin muchas ganas, primero sobre una madre que había dado a luz a dos
gemelos sin vida, sobre un comerciante al que unos ladrones le habían robado el dinero, sobre
un blasfemo al que se le secó la lengua, sobre un soldado que perdió ambos brazos en la
guerra, y a todos les ayudó la Virgen de la Aurora.
Acababan justamente de comer y las mujeres se disponían a lavar los platos, pero se
quedaron inmóviles, escuchando las palabras del narrador. Él, que debía ser taciturno por
naturaleza, hablaba en voz baja y escuetamente.
—He oído muchos otros milagros. No me acuerdo de todos —concluyó.
—Pero es una imagen católica, ¿verdad? —preguntó Zonia.
—Católica.
—Me gustaría saber —tomó de nuevo la palabra Vasil— si le ayudaría también a gentes
de otra fe, como los ortodoxos.
—Eso no lo sé —el invitado se encogió de hombros—, pero pienso que, mientras uno sea
buen hombre, Ella lo ayuda.
—Mientras sea cristiano, ya se sabe —lo corrigió con ira la madre Agata—. ¡¿No me
dirás que le iba a ayudar a un judío?!
—¿A un judío? —dijo con voz de contrabajo el bracero pelirrojo, que había permanecido
silencioso hasta ahora—. A un judío le manda todavía una enfermedad.
Soltó una carcajada y se dio unas palmadas en las rodillas.
El viejo Prokop se levantó y se santiguó. Era una señal para el resto. Las mujeres se
pusieron a lavar los platos. Los hombres salieron de la casa, aparte de Vasil, que se quedó a la
mesa. Mielnik encendió su pipa y después tomó una zamarra, la tendió en la hierba bajo un
arce y se tumbó para echarse una siesta tras el abundante almuerzo.
—Yo hago aquí de obrero —dijo el mozo pelirrojo con intención de entablar
conversación—. Llevo aquí ya seis años. Buen molino. Y tú, ¿qué profesión tienes?
—No tengo profesión. Hago un poco de todo…
—Si pasas aquí la noche y por la mañana te apetece, si sabes de cerrajería me podrías
arreglar el revólver. Se ha atascado el gatillo y no se vuelve a su sitio. No sé qué demonios le
pasa.
—Pedí que me dejaran pasar la noche y me han dejado. Con mucho gusto le echo un
vistazo por la mañana. Sé algo de esas cosas.
—Pues muchas gracias.
—No hay de qué. Quería agradecerles de algún modo la hospitalidad. Son buena gente.
El bracero lo confirmó. Gente sincera, nada que reprocharles. El viejo es exigente y
severo, pero es un hombre justo. No le saca a uno el último céntimo ni exprime hasta la última
gota de sudor de sus trabajadores. Aunque cuentan de él que dejó en la calle a su hermano y
éste les echó una maldición a sus hijos. Pero no se sabe cómo fue la cosa, ya ha pasado mucho
tiempo, más de cuarenta años. Y lo de la maldición, a lo mejor es verdad, porque Prokop no
ha tenido suerte con sus hijos. El mayor se ahogó, el mediano murió en la guerra y dejó una
viuda, Zonia; la mujer, como era de familia pobre, se quedó con sus suegros. Es una mujer
sanota, todavía joven, sobrepasa a más de una mozuela. A la vieja Agata le cae mal, le saca a
todo los tres pies al gato. Había algún motivo, pero ahora… Se ha reconciliado hasta con
Olga, la hija de Prokop, que era viuda de un capataz. Sólo que la vieja es más terca. Y Olga
también es una buena moza. No le desea mal a nadie…
—Ayer llevaba yo heno al establo y estaba ella ordeñando a la vaca. Y me dice: “Oye,
Vitalis, a ti ya hace tiempo que te ha llegado la hora de casarse”. Y yo me echo a reír.
Casarme, dice. Y le digo yo: “si acaso contigo, Olga”. Y yo sé que a ella le gusta el maestro
de Biernaty. Pues ella sonríe y me dice: “en mí no pienses. Vitalis, a ti te vendría mejor Zonia,
la viuda”.
El bracero soltó una carcajada, escupió y añadió:
—Esas son las bromas que tiene. Cosas de mujerzuelas.
Entre tanto, las mujeres salieron de la casa. Olga y Zonia se habían arreglado. Resulta que
iban a Biernaty a un guateque. La pequeña Natalka se puso a dar vueltas hasta que se paró
junto al huésped:
—¿Y has visto a nuestro Wanka?
—No, ¿quién es Wanka?
—Es el caballo. Está gordo como un cerdo. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Antoni.
—Y yo, Natalka, de apellido Szuminska. Mi padre era capataz en la fábrica de
Ludwikowo. ¿Conoces la fábrica?
—No, no la conozco.
—Es un sitio precioso. El palacio es enorme. Y el señorito da vueltas en motocicleta. Y
hay unos hornos muy grandes en la nave, uno detrás de otro. Porque allí cuecen ladrillos. Y
otros son para loza y para porcelana. Muy interesante. ¿Y has visto nuestros estanques?
—No, no los he visto.
—Pues ven, te enseño dónde se puede bañar uno. Es allí, junto al bosque. Porque aquí, en
el de abajo, es peligroso. Hay unos hoyos muy grandes y remolinos. El abuelo Prokop no le
deja a nadie bañarse desde que se ahogó mi tito Albin. Era invierno y se quebró el hielo. Ven
conmigo.
—Bueno, vamos —se avino.
Natalka no dejaba de contarle cosas con su vocecita. Iban a lo largo de la orilla por una
estrecha vereda muy marcada por ser frecuentemente transitada. Rodearon los estanques y
llegaron al bosque. La cantidad de setas llamó la atención de la niñita:
—Dios mío —exclamó—, cuántos níscalos. Han salido desde el viernes, porque el
viernes los cogimos todos tita Zonia y yo. ¿Quieres coger setas conmigo…? Es domingo, pero
si uno lo hace por diversión no es pecado. La abuela me lo ha dicho…
Pasaron todo el mediodía recogiendo níscalos entre los brezos que cubrían densamente el
bosquecillo. Descansaron un rato y al atardecer volvieron a casa. Justo a tiempo porque ya los
estaban llamando para la cena. La madre y la tía aún no habían vuelto del baile y Natalka tuvo
que ayudar a su abuela Agata. Trajeron todo un mandil de níscalos. Para que no se echaran a
perder había que segregarlos y ponerlos en remojo.
Después de cenar y limpiarlo todo, Prokop y después la vieja Agata se fueron a dormir a
su habitación al otro lado del pasillo. El jornalero Vitalis tomó en brazos al lisiado Vasil y lo
llevó a su cuarto. Luego volvió, sacó dos jergones de detrás del horno, los puso sobre los
bancos junto a la pared y dijo:
—Acuéstate. Puede que pases una noche medio buena. Gracias a Dios ya no quedan
muchas moscas.
Cerró la puerta, apagó la lámpara y se echó. El huésped hizo lo mismo. Se hizo el silencio
en la sala. Al principio se oía aún el zumbido de las moscas hasta que estas se posaron, y
luego ya sólo se escuchaba el tranquilo y monótono murmullo del agua en el molino. Todo en
silencio, hacía bueno, se estaba a gusto allí. Y uno se quedaba dormido rápidamente.
Aún estaba oscuro cuando los despertaron el chirrido de las ruedas, el pateo de los cascos
de los caballos y los gritos: han traído centeno al molino. Se oyó en el pasillo el carraspeo del
viejo Prokop. Vitalis se levantó y el invitado hizo lo mismo. Guardaron los jergones tras el
horno.
Prokop Mielnik entró y murmuró:
—¡Sea alabado Jesucristo!
—Por los siglos… — respondieron.
—¿Qué hacéis ahí parados? Muévete, diablo —dijo dirigiéndose a Vitalis—. ¡Ve a poner
la presa!
Miró lúgubremente al huésped y añadió:
—Y tú, ¿qué? ¡A trabajar! ¿No oyes? ¡La gente está ya trayendo centeno…!
—¿Quiere decir que me contratas? —preguntó llenó de contento.
—Pues ya está. Sí.
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