a la deriva - quevedo, francisco de
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7/27/2019 A La Deriva - Quevedo, Francisco De
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A la deriva
Horacio Quiroga
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E
l hombre pis algo
blanduzco, y en seguida sinti lamordedura en el pie. Salt
adelante, y al volverse con u
uramento vio una yararacus quearrollada sobre s misma
esperaba otro ataque.
El hombre ech una velo
ojeada a su pie, donde dos gotita
de sangre engrosaba
dificultosamente, y sac e
machete de la cintura. La vbora
vio la amenaza, y hundi ms la
cabeza en el centro mismo de s
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espiral; pero el machete cay de
lomo, dislocndole las vrtebras.
El hombre se baj hasta lamordedura, quit las gotitas de
sangre, y durante un instante
contempl. Un dolor agudo nacade los dos puntitos violetas,
comenzaba a invadir todo el pie
Apresuradamente se lig e
tobillo con su pauelo y sigui
por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie
aumentaba, con sensacin de
tirante abultamiento, y de pronto
el hombre sinti dos o tre
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fulgurantes puntadas que como
relmpagos haban irradiado
desde la herida hasta la mitad dela pantorrilla. Mova la pierna
con dificultad; una metlica
sequedad de garganta, seguida desed quemante, le arranc un nuevo
uramento.
Lleg por fin al rancho, y se
ech de brazos sobre la rueda de
un trapiche. Los dos puntito
violeta desaparecan ahora en la
monstruosa hinchazn del pie
entero. La piel pareca
adelgazada y a punto de ceder, de
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tensa. Quiso llamar a su mujer, y
la voz se quebr en un ronco
arrastre de garganta reseca. Lased lo devoraba.
Dorotea! alcanz a
lanzar en un estertor. Damecaa!
Su mujer corri con un vaso
lleno, que el hombre sorbi e
tres tragos. Pero no haba sentido
gusto alguno.
Te ped caa, no agua!
rugi de nuevo. Dame caa!
Pero es caa, Paulino!
protest la mujer espantada.
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No, me diste agua
Quiero caa, te digo!
La mujer corri otra vezvolviendo con la damajuana. E
hombre trag uno tras otro do
vasos, pero no sinti nada en lagarganta.
Bueno; esto se pone feo
murmur entonces, mirando s
pie lvido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda
ligadura del pauelo, la carne
desbordaba como una monstruosa
morcilla.
Los dolores fulgurantes se
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sucedan en continuo
relampagueos, y llegaban ahora a
la ingle. La atroz sequedad degarganta que el aliento pareca
caldear ms, aumentaba a la par
Cuando pretendi incorporarseun fulminante vmito lo mantuvo
medio minuto con la frente
apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quera
morir, y descendiendo hasta la
costa subi a su canoa. Sentse e
la popa y comenz a palear hasta
el centro del Paran. All la
corriente del ro, que en la
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inmediaciones del Iguaz corre
seis millas, lo llevara antes de
cinco horas a Tacur-Puc.El hombre, con sombra
energa, pudo efectivamente
llegar hasta el medio del ro; peroall sus manos dormidas dejaro
caer la pala en la canoa, y tras u
nuevo vmito de sangre esta
vezdirigi una mirada al so
que ya traspona el monte.
La pierna entera, hasta
medio muslo, era ya un bloque
deforme y dursimo que reventaba
la ropa. El hombre cort la
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ligadura y abri el pantaln co
su cuchillo: el bajo vientre
desbord hinchado, con grandemanchas lvidas y terriblemente
doloroso. El hombre pens que no
podra jams llegar l solo aTacur-Puc, y se decidi a pedir
ayuda a su compadre Alves
aunque haca mucho tiempo que
estaban disgustados.
La corriente del ro se
precipitaba ahora hacia la cost
brasilea, y el hombre pudo
fcilmente atracar. Se arrastr po
la picada en cuesta arriba, pero a
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los veinte metros, exhausto, qued
tendido de pecho.
Alves! grit con cuantafuerza pudo; y prest odo e
vano.
Compadre Alves! No meniegue este favor! clam de
nuevo, alzando la cabeza de
suelo. En el silencio de la selva
no se oy un solo rumor. E
hombre tuvo an valor para llega
hasta su canoa, y la corriente
cogindola de nuevo, la llev
velozmente a la deriva.
El Paran corre all en e
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fondo de una inmensa hoya, cuya
paredes, altas de cien metros
encajonan fnebremente el roDesde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto
asciende el bosque, negrotambin. Adelante, a los costados
detrs, la eterna muralla lgubre
en cuyo fondo el ro arremolinado
se precipita en incesante
borbollones de agua fangosa. E
paisaje es agresivo, y reina en
un silencio de muerte. A
atardecer, sin embargo, su belleza
sombra y calma cobra una
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majestad nica.
El sol haba cado ya cuando
el hombre, semitendido en efondo de la canoa, tuvo u
violento escalofro. Y de pronto
con asombro, enderezpesadamente la cabeza: se senta
mejor. La pierna le dola apenas
la sed disminua, y su pecho, libre
a, se abra en lenta inspiracin.
El veneno comenzaba a irse
no haba duda. Se hallaba cas
bien, y aunque no tena fuerza
para mover la mano, contaba co
la cada del roco para reponerse
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del todo. Calcul que antes de
tres horas estara en Tacur-Puc
El bienestar avanzaba, y col una somnolencia llena de
recuerdos. No senta ya nada ni e
la pierna ni en el vientre. Viviraan su compadre Gaona e
Tacur-Puc? Acaso viera
tambin a su ex patrn miste
Dougald, y al recibidor de
obraje.
Llegara pronto? El cielo
al poniente, se abra ahora e
pantalla de oro, y el ro se haba
coloreado tambin. Desde la
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costa paraguaya, ya
entenebrecida, el monte dejaba
caer sobre el ro su frescuracrepuscular, en penetrantes
efluvios de azahar y mie
silvestre. Una pareja deguacamayos cruz muy alto y e
silencio hacia el Paraguay.
All abajo, sobre el ro de
oro, la canoa derivaba
velozmente, girando a ratos sobre
s misma ante el borbolln de u
remolino. El hombre que iba e
ella se senta cada vez mejor, y
pensaba entretanto en el tiempo
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usto que haba pasado sin ver a
su ex patrn Dougald. Tres
aos? Tal vez no, no tanto. Dosaos y nueve meses? Acaso
Ocho meses y medio? Eso s
seguramente.De pronto sinti que estaba
helado hasta el pecho. Qu
sera? Y la respiracin tambin...
Al recibidor de maderas de
mister Dougald, Lorenzo Cubilla
lo haba conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo..
Viernes? S, o jueves . . .
El hombre estir lentamente
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los dedos de la mano.
Un jueves...
Y ces de respirar.