08. avenburg - carnaval en iruya

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Departamento de CULTURA Y ARTE Teorías de la Cultura Material Didáctico Autores: Avenburg, Karen. 2010. “Comidas y copleadas. Reflexiones en torno al carnaval iruyano (Salta-Argentina)”. En Cruz, Enrique (comp.), Carnavales, fiestas y ferias en el mundo andino de la Argentina. Pp. 17- 42. Salta: Purmamarka Ediciones Carrera Gestión Cultural Docentes Laura Ferreño – Ana Lucía Olmos Alvarez – Karen Avenburg

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Page 1: 08. Avenburg - Carnaval en Iruya

Departamento de CULTURA Y ARTE

Teorías de la Cultura Material Didáctico

Autores: Avenburg, Karen. 2010. “Comidas

y copleadas. Reflexiones en torno al carnaval iruyano (Salta-Argentina)”. En Cruz, Enrique (comp.), Carnavales, fiestas y ferias en el mundo andino de la Argentina. Pp. 17- 42. Salta: Purmamarka Ediciones

Carrera Gestión Cultural Docentes Laura Ferreño – Ana Lucía Olmos Alvarez – Karen Avenburg

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Comidas y copleadas. Reflexiones en torno al carnaval iruyano (Salta-Argentina)1

Karen Avenburg

Licenciada en Ciencias Antropológicas (FFyL, UBA). Becaria de Conicet para el Doctorado

en Antropología (FFyL, UBA). [email protected]

Introducción

El carnaval es una fiesta que se remonta a cultos agrícolas de la antigüedad,

vinculados desde la Edad Media con los días que preceden a la cuaresma (Cortazar 1949,

Bajtín 1994). Con la conquista de América en el Siglo XV, el carnaval se introdujo en el

continente combinándose con celebraciones prehispánicas. En la zona del Noroeste

Argentino, esta festividad de origen europeo se articuló con prácticas locales relacionadas con

el ciclo ritual agrícola (Merlino y Rabey 1983), destinadas a homenajear, agradecer y pedir a

la Pachamama. Estas prácticas obedecían y obedecen a un ideario de acción sobre la

naturaleza en el que los ciclos agropecuario y ritual van de la mano. Con variantes locales, en

toda esta región se advierten fuertes similitudes en los festejos del carnaval, dando cuenta de

una matriz cultural común (Cámara de Landa 2006).

En el pueblo de Iruya el carnaval, realizado en el mes de febrero –la fecha varía en

función de la Pascua en el calendario gregoriano-, es una de las muchas celebraciones que

tienen lugar todos los años. Combina diferentes actividades, que se dividen entre el carnaval

grande –de sábado a miércoles- y el chico –sábado y domingo. En el primero, las actividades

consisten, fundamentalmente, en la sacada del carnaval, la yerra y señalada de animales, los

almuerzos y las copleadas; en el segundo, se realiza un baile popular, sale a coplear la

comparsa y se entierra el carnaval. Diversos actores sociales explican que se asocia con la

diversión, y con el acto de compartir –trabajo, comida, bebida, música-, tanto con la

comunidad como con la Pachamama, asumida como un elemento vital de intercambio que se

sintetiza en la idea de que ésta constituye “nuestra madre, que es la Tierra, que nos da de

comer” (Luciana)2

1 Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en las V Jornadas Nacionales Homenaje a Guillermo Magrassi “Conocimiento científico y comunidad. De la Puna al Atlántico”. Mar del Plata (Argentina), 5 al 7 de junio de 2008. Agradezco a los coordinadores y participantes de la mesa “Fiestas. El carnaval de la puna argentina al Atlántico” por sus comentarios, y a Ana Spivak L’Hoste por sus siempre generosas y estimulantes lecturas críticas. Estoy en deuda también con todos los iruyanos que me reciben con tanta calidez y hospitalidad, así como con aquellos que pacientemente responden a mis constantes preguntas, discuten y reflexionan conmigo.

.

2 Los nombres de mis interlocutores son ficticios.

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2

En este trabajo me propongo reflexionar en torno a dos de las actividades que se llevan

a cabo en el carnaval iruyano: los almuerzos y las rondas de coplas. La hipótesis central

sugiere que en esta fiesta los actores dan sentido a la experiencia del mundo occidental,

tejiendo interpretaciones del pasado –pre y post colombino- y del presente, articuladas con

deseos en torno al porvenir.

Iruya

En tanto gran parte del análisis discurre sobre la relación entre las prácticas abordadas

y las interpretaciones de las experiencias atravesadas por la “comunidad”, es necesario trazar

un breve recorrido histórico-social de la región. El pueblo de Iruya es la cabecera del

Departamento homónimo ubicado en la provincia de Salta (Argentina). De acuerdo con los

estudios realizados por Carlos Reboratti (1998) sobre el territorio de la Alta Cuenca del Río

Bermejo (ACRB), esta zona habría estado ocupada en tiempos prehispánicos por los ocloyas3.

En el S. XV fue incorporada al Kollasuyu -una de las cuatro regiones del Tawantinsuyu-,

factor que generó cambios profundos en la población, tales como la relocalización de grupos,

nuevas relaciones interétnicas (Sanchez y Sica 1990), etc. A partir de la conquista europea en

el S. XVI, la dominación española se organizó en torno a las encomiendas y las mercedes de

tierras4, reorganizando y relocalizando poblaciones. De allí se fueron formando las grandes

fincas o haciendas, basadas en un principio en el trabajo servil de los encomendados a cambio

del derecho a usar las tierras. En el período poscolonial, las grandes fincas pasaron de tener

una economía destinada al mercado altoperuano, a ser unidades rentísticas5

3 Generalmente se hacen referencias a este grupo, aunque el actual Noroeste argentino fue una región multiétnica y la ACRB estaba habitada por diferentes grupos –ocloyas, churumatas, paypayas, osas, chiriguanos, mataguayos-; si a esto sumamos las fuertes modificaciones introducidas en el período incaico y las desnaturalizaciones generadas por los españoles, se entiende la dificultad para saber con seguridad quiénes habrían habitado esta región específica con anterioridad. Respecto a los ocloyas, se sabe que poseían una fuerte relación con los omaguacas -que habitaban al otro lado de la Sierra de Zenta-, pero está todavía en discusión tanto la afiliación étnica de los ocloyas y las relaciones interétnicas preincaicas, como si los mismos fueron trasladados como mitmaqkuna del Incanato o si el asentamiento incaico fue posterior (Lorandi 1984, Reboratti 1998, Sanchez y Sica 1990, Zanolli 2005).

. Según Jorge

Morina (1997), todavía hasta las primeras décadas del S. XIX los pobladores de la región

mantuvieron la base económica prehispánica. La misma consistía en actividades agrícolas y

ganaderas de subsistencia a través de un sistema de producción comunitario que propiciaba el

4 La merced de tierras era la cesión de un territorio por parte de la corona a un español, para su “puesta en valor”; la encomienda, la cesión de los derechos de trabajo sobre un grupo de indígenas para catequizarlos, debiendo los encomenderos armarse para defender a la corona cuando fuera necesario. No obstante, en la práctica implicó casi exclusivamente una herramienta de control del trabajo y extracción de renta mediante el tributo. 5 Entre 1811 y 1813, el gobierno nacional abolió los tributos, por lo que comenzó a extraerse la renta mediante el pago por el derecho al uso de la tierra –para agricultura y pastoreo-, transformando de esta manera a los campesinos en arrendatarios.

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autoabastecimiento del sistema. No obstante, la asimetría de la relación entre campesinos y

terratenientes limitaba la autonomía de las comunidades, a lo que se sumaba una creciente

fragmentación interna.

La profundización de dichos quiebres tuvo lugar en la primera mitad del S. XX con la

incorporación de esta zona al sistema de los ingenios azucareros. Mediante una amplia red de

influencias, se implantó la circulación monetaria vía la introducción de nuevas mercaderías y

la necesidad del trabajo en la zafra. Esta necesidad fue producida por las deudas surgidas ante

la compra de mercadería y por la coerción directa: las familias podían ser desalojadas si no

aportaban trabajadores para los ingenios. Pese a que la población retornaba todos los años a

sus hogares para realizar sus trabajos agrícolas, no podía ya, por estar en la zafra, completar el

sistema de producción. Como un círculo vicioso, esto incrementaba la pérdida de autonomía

económica comunitaria, tornando vital el trabajo en la zafra. Junto con el sistema de

subsistencia se resquebrajó también la organización comunitaria: “El trabajo en el ingenio ha

contribuido para que poco a poco se vayan perdiendo incluso las tradiciones comunitarias

campesinas, como era el trabajo de minga (la vuelta de mano o trabajo recíproco)” (Reboratti

1998: 182). Pese a las relativas mejoras en los salarios y condiciones de trabajo a raíz del

Estatuto del Peón y a las movilizaciones de la población indígena en la década del ’40 –

asociado todo ello a la figura de Perón-, se consolida una articulación subordinada del

campesinado a la agricultura capitalista y al complejo agroindustrial (Morina 1997).

En ese escenario, afirma Reboratti (1998), el sistema de subsistencia y la organización

comunitaria de la región se fueron desestructurando en su relación desigual con la “sociedad

central”. Esto ocurrió en el marco de una estructura agraria compuesta por dos subsistemas de

relaciones sociales: aquellas propias de la producción precapitalista de la zona y el vínculo de

un sistema agrario previo con las relaciones de producción capitalistas (Morina 1997). De

todas maneras, los reclamos de la población indígena marcaron hitos que sentaron

precedentes y fueron revalorizados en las demandas resurgidas desde fines de los años ’80

(Weinberg 2004). A su vez, estas demandas tomaron nuevo cariz en el marco de la reforma

constitucional de 1994 -a partir de la cual se concretan algunas expropiaciones de fincas que

pasaron a ser tierras comunitarias6

En la actualidad la población, que presenta una creciente auto-adscripción a grupos

indígenas, se identifica fundamentalmente como Kolla. Este referente de identificación no

-, y del otorgamiento de subsidios nacionales e

internacionales a las comunidades indígenas.

6 Ver Cladera (2008), Hocsman (2000) y Weinberg (2004) para los casos de las comunidades Kollas de Finca Potrero y Finca Santiago (Departamento de Iruya).

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supone una identidad estática que viene “desde siempre”. Las identidades étnicas implican

procesos dinámicos: se sabe que la presencia Inca en la región generó cambios, a los que se

sumaron las posteriores modificaciones y consolidación de identidades en el marco de las

encomiendas bajo el dominio español (Zanolli 2005). Sin duda la adscripción al grupo kolla

se relaciona con la incorporación de la población local al Kollasuyu. Pero también se vincula

con las diferentes interacciones con el estado nacional, tanto desde las categorizaciones

hegemónicas estigmatizantes que han legitimado su carácter subordinado, como desde su

revalorización en el contexto de las luchas por la recuperación de tierras y otros derechos en

términos de pueblos originarios. Así, estas identidades se vinculan a la relación con la tierra, a

modos específicos de organizar el trabajo en ella y, por ende, a un sistema comunitario que si

bien en parte prevalece -resignificado desde la actualidad-, fue parcialmente minado en su

articulación con la sociedad envolvente.

El carnaval iruyano

Según explican diversos actores sociales, el carnaval es una fiesta que “Viene de años

y años” (Helena). Es un momento en el que se comparte la comida, la bebida y el trabajo. Está

asociado a la diversión y a la figura de la Pachamama: “generalmente nosotros relacionamos a

la Pachamama con todo, y le damos de comer para el carnaval para que ella nos proteja, y

sabe que es una fiesta alegre para nosotros y para ella también” (Luciana). Esta asociación

con la Pachamama, la comida y la alegría, permite constatar el carácter ritualizado de este

momento central del ciclo agrario. De acuerdo con Rodolfo Merlino y Mario Rabey (1978),

las ceremonias que se realizan en esta época cierran el ciclo agrario-ritual. El mismo

comienza con los cultos propiciatorios destinados a la Pachamama en el mes de agosto,

cuando la naturaleza alcanza un estado límite por el rigor climático, y por el agotamiento de

pastos y reservas alimenticias7. Entre febrero y marzo, época de cosechas, nacimiento de

animales y reverdecimiento de las zonas cercanas de pastoreo, culmina dicho ciclo con

rituales propiciatorios en los que se festeja y agradece la abundancia y la reproducción. En

esta época también se yerra y señala al ganado que se encuentra en los lugares de pastaje

cercanos, antes de ser trasladado al valle, que “es más pastoso”8

7 Ver Avenburg y Talellis (2008) para una descripción del Día de la Pachamama en Iruya.

. Acorde a una práctica

ganadera de tipo trashumante que “se manifiesta como un movimiento periódico entre tierras

ubicadas a distintas alturas, a partir de la necesidad de pasturas y agua” (Hocsman 2000: 2),

los animales volverán al cerro cercano en diciembre cuando, ya en temporada de lluvias,

8 Sic por “con más pastos” (Luciana).

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estará en condiciones de alimentarlos. Algunos iruyanos destacan que este vínculo entre el

ciclo ritual y el agropecuario proviene de tiempos prehispánicos, ya que el carnaval “para

nosotros ancestralmente sería el Qapaj Raymi, que sería el festejo de las primeras cosechas”

(Martín).

A veces se asocia al carnaval con el diablo, dado que “ya uno sabe por cuentos de los

abuelos (que es en el tiempo de carnaval) cuando dios le da soltura al diablo” (Luciana). Si

bien en muchas ocasiones se refieren al diablo cristiano, otras aclaran que no es como aquel,

sino que es el Pujllay, “el diablo del carnaval lo llaman, o sea que es alguien alegre, así. No

así como el diablo del mal, que llamamos nosotros” (Luciana). Puede advertirse aquí la trama

que unifica en la festividad del carnaval a las creencias y rituales locales con otras propias del

cristianismo.

El carnaval de Iruya comienza el sábado anterior a las fechas oficiales de esta

celebración -lunes y martes de carnaval- con una serie de actividades que se suceden hasta el

domingo de la semana siguiente. La secuencia en la que participé en el año 2007, que se repite

cada año con algunas posibles variaciones, transcurrió de la siguiente manera:

El sábado invita una familia a sus corrales donde, tras un abundante almuerzo, se

señala o yerra a la hacienda y, ocasionalmente, se capa algún toro9

9 La yerra consiste en marcar a los animales con hierro caliente. En la señalada se hacen tajos en las orejitas y por lo general se las adorna con lana. En diferentes cantidades y variedad, de acuerdo con la familia que invite a sus corrales, suele haber vacas, burros, llamas, ovejas, caballos y toros. Algunos toros son “capados" –castrados-, para que solo procreen aquellos que tienen “lindo cuerpo, o linda parada, como decimos nosotros, la estampa, la figura” (Luciana).

. Allí comienza la copleada

-o cajeada- que luego se traslada a la casa de algún integrante de la familia a donde se canta

hasta el amanecer. El domingo tiene lugar la “sacada del carnaval” en un hogar que cambia

cada tres años. Esta actividad, a diferencia de la anterior que es financiada mayormente por la

familia, se realiza “en colaboración” es decir, la comisión organizadora del evento recauda

dinero para la comida y bebida, y se distribuyen las tareas. Se almuerza, se canta y baila, y allí

se “saca” el carnaval. El desentierro o sacada del carnaval consiste en hacer un pozo -la

“bocatierra”- y darle de comer y beber a la Pachamama agradeciéndole por lo que brindó, y

pidiéndole por la por la multiplicación de la hacienda, el bienestar de los dueños de casa y el

resto de la comunidad, y el buen desarrollo del carnaval. Al atardecer se dirigen a la casa de

otra familia a continuar la “cantada” y, a la madrugada, al hogar de otra persona. Algunas de

las familias o personas individuales –siempre con ayuda de otros- suelen invitar todos los

años, de manera tal que se sabe de antemano –y se pauta explícitamente antes del carnaval-

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que determinados días se va a una u otra casa. Los días subsiguientes continúan las comidas y

copleadas hasta el miércoles de cenizas, cuando culmina el “carnaval grande” con una nueva

copleada tras la misa10. Los días posteriores hay una suerte de “impasse” hasta el sábado a la

noche, exceptuando a los niños que juegan en la calle tirándose “bombuchas” entre sí y a

algunos transeúntes. El sábado comienza el “carnaval chico”, con un baile popular11 por la

noche en el que se presentan los “disfrazados”12 y se baila hasta el amanecer. El domingo por

la tarde estos últimos, seguidos por una multitud, van por la calle, casa por casa, tocando la

puerta y entrando a cantar allí donde los invitan a beber -cerveza, vino, vino con gaseosa,

gaseosa, chicha-, coplas con caja. A lo largo de todo el recorrido la gente –principalmente

niños, jóvenes, adultos y en menor medida gente mayor- juega tirándose entre sí, a la

comparsa y a los que pasan, “bombuchas”, serpentinas, pintura, harina, “nieve” de carnaval,

talco y agua. La recorrida por el pueblo desemboca en un espacio al aire libre junto a una

quebrada, en donde se realiza el entierro del carnaval: tras rezar una oración, se echa vino y

gaseosa, se tira parte de los disfraces y se sacuden las serpentinas y el talco13

Sin detenernos en las complejidades de las diferentes actividades -que ameritarían otro

trabajo-, me centraré específicamente en los almuerzos y las rondas de coplas. Veremos que

ambas instancias se entremezclan y asocian con los excesos, la liberación y el compartir. Esto

se puede ver en la opinión de Luciana, quien explica que el sentimiento que despierta el

festejo del carnaval es “Alegría y... como que se sueltan más, se liberan más; como que... en

el resto del año como que cada uno está en sus cosas y en los días de carnaval comparten, se

ríen, conversan, cantan, y todo eso, ¿ve? Como que se abren un poquito más hacia el resto de

la comunidad”.

. Según explica

Rodrigo, “Es como que... agradecés y bueno, si Dios permite que para el año se vuelva a dar,

es como que le entregás toda tu ropa, o sea que ya comienza otra vida, entonces dejás todo”.

Finalmente, se baja del entierro del carnaval y, cantando coplas, el grupo se dirige a una

cantada a la casa de quien invite ese día. Culmina entonces esta fiesta hasta el año siguiente.

10 Si bien ahora van a la misa y “el curita las echa las cenizas ahora”, antes “en las casas que convidaban, echaban cenizas. Cenizas del fuego, que ellos separaban ya bonita la ceniza, lo echaban ya en la cabeza en forma de cruz” (Luciana). Esta apreciación da cuenta, justamente, de esas variaciones posibles en la actuación del festejo. 11 En los llamados bailes populares predomina la cumbia, generalmente tocada en vivo. Los bailes exceden los propósitos de este trabajo, lo que no quita la importancia que actualmente revisten estas expresiones musicales en las fiestas locales y en los procesos identitarios (Avenburg 2008). Para un análisis del baile popular en el carnaval iruyano, ver Avenburg (2009). 12 Grupo de gente que confecciona sus disfraces para esta ocasión, disfraces que al día siguiente serán “enterrados” o guardados hasta el próximo año. 13 Algunas personas dicen que se entierra al diablo, pero otras no. Esto se vincula con las diferencias entre quienes se refieren al carnaval como el momento en que se suelta el diablo, y quienes no lo hacen.

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7

El “banquete”

Los almuerzos en los que una familia invita a la comunidad a sus casas o corrales

ocupan un lugar destacado en esta fiesta. Se realizan frecuentemente antes o después de la

yerra y señalada en los corrales o para la sacada del carnaval. Allí se come carne, papas,

queso, ensalada, mote, pan y sopa, entre otras cosas, y se acompaña con vino, gaseosa –por

separado o mezclados-, soda, cerveza, etc. El acto de compartir la comida está fuertemente

asociado al trabajo: como me dijo una de mis interlocutoras, “cada uno comparte lo de la

hacienda, y ahí comparte un asado entre todos, también comparte el que te ayuden a pialar a

los animales, a agarrarlos para contarles las orejas, señalarlos y así”. En estos almuerzos lo

que se comparte es el fruto del trabajo, hecho que no carece de peso en las fiestas populares.

Salvando las distancias espaciales y de contexto histórico, es significativo el énfasis que hace

Mijail Bajtín (1994), en su análisis sobre la cultura popular en la Edad Media y el

Renacimiento, del papel del banquete en las fiestas populares. El acto de comer deriva del

trabajo; siendo ambas actividades colectivas, si tomamos la interpretación del autor, el acto de

comer implica un modo de relacionarse con el mundo en un encuentro en el que, mediante la

absorción de alimentos, el hombre triunfa por sobre aquél, ya que lo “engulle” en vez de ser

“engullido”. En efecto, en las comidas del carnaval iruyano se pone el foco en el acto de

compartir alimentos obtenidos gracias al trabajo conjunto; volvemos nuevamente a la

consideración de la naturaleza como parte del ciclo vital del hombre, vivida en forma concreta

en el plano material, corporal, y que se expresa en un ritual indisociable del ciclo agrícola.

Por otro lado, se puede considerar la manera en que los concurrentes se alimentan -nos

alimentamos- con esa comida producto del trabajo: por lo general se come con las manos,

cada uno se sirve de fuentes comunes y se comparten vasos -especialmente cuando, en las

copleadas y yerreadas, alguien va convidando alguna bebida, sirviéndola en un mismo

recipiente a una persona tras otra. Como “actriz social” proveniente de otro contexto

sociocultural me ha llamado la atención este tipo de comportamiento –que en cierta medida

incorporo al participar de variados eventos en Iruya-, diferente tanto al que impera en mi

medio como al que se observa en comedores y casas particulares en la cotidianeidad iruyana.

En su estudio sociogenético sobre el comportamiento social desde el medioevo hasta la Edad

Contemporánea, Norbert Elias (1993) historiza la idea de “civilización” y demuestra cómo el

comportamiento corporal, entre otras cosas, es producto de un proceso histórico específico. Esta

perspectiva me permitió desnaturalizar mis propios modos y reflexionar acerca de ciertas

diferencias que encontraba en estos eventos.

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Las reglas en la Edad Media, afirma Elias, no limitan tanto los afectos y emociones,

los modales son más libres y los controles más suaves que en tiempos posteriores. Las formas

de comportamiento en la mesa se han ido modificando en un movimiento lento y, aquellas a

las que estamos acostumbrados en muchas regiones del mundo occidental actual, no son

“naturales”. La reorganización de las relaciones humanas en el proceso de constitución de un

Estado absoluto tiene una influencia directa en el cambio en las costumbres que resulta en

nuestra forma “civilizada” de comportamiento y sensibilidad, y en las transformaciones de la

estructura psíquica. El aumento de la presión de la competencia social, explica Elias, ha ido

provocando, a lo largo de la historia occidental, una progresiva diferenciación de funciones

sociales y una ampliación de la cadena de interdependencias. De allí que cada vez más

individuos dependan de los demás, por lo que se hace necesario que su comportamiento se

organice más rígidamente para que sus acciones cumplan su función social. Lo que antes, en

nuestra sociedad, producía placer, ahora produce muchas veces desagrado; por ser

manifestaciones impulsivas socialmente indeseadas, son ahora reprimidas. Esto no implica

únicamente una regulación consciente, sino que las pautas de control se inculcan desde

pequeños y se van consolidando junto con un aparato de autocontrol automático que intenta

evitar las infracciones a través de “una barrera de miedos”.

Dentro de su exhaustiva descripción de pautas de comportamiento en el período

abordado, Elias analiza el desarrollo en la técnica del comer y la explica a partir del nivel de las

relaciones humanas y de la configuración de las emociones. Según afirma el autor, “las

personas que acostumbraban a comer como lo hacen los hombres medievales, es decir, que

cogen la carne con los dedos de una bandeja común, que beben vino de una misma copa y

sopa del mismo tazón o del mismo plato, (...) tenían unas relaciones comunes distintas de las

que tenemos nosotros; y no solamente porque tuvieran una conciencia clara y precisa de ello,

sino porque, evidentemente, su vida emocional tenía una estructura y un carácter distintos de

la nuestra. (...) Lo que faltaba en aquel mundo cortés o, en todo caso, no tenía la fortaleza

suficiente, era ese muro que hoy parece levantarse, para contener y para separar, entre los

cuerpos de las gentes (1993: 115).

La sociedad a la que refiere Elias es aquella que fue incorporando en forma

subordinada a la población americana desde el siglo XVI. Con variaciones regionales e

históricas, muchos de sus modos de percepción y acción se fueron tornando hegemónicos en

las sociedades que se iban constituyendo –entendiendo que la hegemonía es dinámica, ya que

necesita ser modificada y defendida por ser continuamente limitada y desafiada (Williams

1980). No obstante, esos modos de comportamiento que se ven en la cotidianeidad iruyana

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9

difieren de algunas prácticas en relación con la comida presentes en rituales como el carnaval

y otras celebraciones14

También es sugerente el ideal de abundancia y universalidad que percibe Bajtín en

estas fiestas. La abundancia remitiría a una utopía del mundo material como fuente

inagotable; la universalidad implicaría ideas y modos de contacto opuestos a los oficiales, en

tanto contienen a todas las personas y las cosas por igual. El pueblo –no “el ser biológico

aislado ni el egoísta individuo burgués” (1994: 24)- porta un principio material y corporal que

implica la unión de lo cósmico, lo social y lo corporal; de ahí su carácter universal, en tanto se

opone a todo aislamiento de algún sector del mundo como conjunto. El desentierro del

carnaval, por ejemplo, consiste en darle de comer a la Pachamama -la Madre Tierra-,

respetada y venerada en una multiplicidad de eventos cotidianos y extra-cotidianos. Además,

cuando se yerra y señala a los animales, se les dan bebidas u hojas de coca. Esto ocurre en los

corrales, cuando se convidan bebidas tanto a los que observan como a los que se encargan de

atrapar y marcar al ganado. Y antes de beber, siempre se tira un poco al piso para convidarle a

-por ejemplo el día de las almas o de la Pachamama. En éstas, se

rompen ciertas barreras entre la gente y con los alimentos que suelen imperar en nuestra

sociedad. El consumo de carnes es relevante en este sentido. El autor relata como en la clase

alta medieval, llegaba a la mesa el animal muerto entero o a grandes pedazos y allí se lo

despedazaba. Dice el autor: “desde aquel grado de desarrollo en la sensibilidad en el que la

visión del animal muerto sobre la mesa y su despedazamiento se experimentaban como algo

alegre y, en todo caso, no como algo desagradable, la evolución ha conducido a otro grado de

desarrollo de la sensibilidad en el que se trata de evitar, en la medida de lo posible, toda

relación entre un plato de carne y el recuerdo de un animal muerto” (1993: 163). Elias

sostiene también que, a lo largo del proceso civilizatorio, los sujetos buscan reprimir los

caracteres animales que reconocen en sí mismos y en sus alimentos. Este progresivo

apartamiento del carácter alegre del despedazar a un animal, que se va relegando a los

“bastidores de la vida social”, se aleja cada vez más de triunfo del hombre sobre el mundo, de

la vida sobre la muerte, que Bajtín encontraba en las fiestas populares –nótese que son las

clases populares de la misma sociedad que se fue “civilizando”. A semejanza de ellas, se

percibe también este triunfo en el carnaval iruyano, con la evidencia del animal muerto que

gracias al trabajo se torna alimento; esto se expresa y se vive –se toca, se ve y se saborea-, por

ejemplo, en la cabeza de vaca que se saca del horno de barro y se come en carnaval.

14 No estoy pretendiendo igualar los modos medievales a los iruyanos. Mi intención es poner en foco ciertas implicancias de las pautas de comportamiento “civilizado” en cuanto a modos de relación y percepción del mundo que difieren de aquellos hallados en esta fiesta.

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10

la Pachamama. Vemos entonces que, a diferencia del proceso que relata Elias, aquí se

incluyen diferentes entidades como parte del mismo mundo. Se puede entrever, entonces, en

el plano de la práctica, ciertos modos de relacionarse concebir el mundo que difieren de

aquellos propios del proceso “civilizatorio” y, acorde a la cosmología andina, unifican

diferentes “mundos”. Veremos en seguida que estas diferencias aparecen también en el plano

de las representaciones.

Las copleadas

Las coplas han sido abordadas desde la musicología dentro de la familia genérica

denominada baguala (Vega 1965, Aretz 1952, Cámara de Landa 2001) como parte del

cancionero tritónico del NOA. La misma se caracteriza usualmente por el uso de tres sonidos

que coinciden con la tríada mayor y de estructuras literarias de origen español. Dentro de esta

categorización general, Cámara de Landa (2001) define a las coplas como aquellas

expresiones que utilizan cuartetas octosilábicas sin estribillo. Estas expresiones musicales son

consideradas por los iruyanos una parte fundamental de la cultura local, de los modos

tradicionales de divertirse que vienen de “la era antigua” y, por ende, se vinculan con la

propia identidad (Avenburg 2008). Entre quienes le atribuyen un origen precolombino, hay

algunos que señalan que las melodías “ancestrales” se habrían modificado al articularse con la

música española15

Las copleadas cumplen un rol importante en el carnaval. La gente se reúne a cantar

coplas siempre acompañada por la caja y, muchas veces, también por el erkencho –aerófono

formado por un cuerno en el que se introduce una lengüeta batiente- y/o la anata -un aerófono

con canal de insuflación y seis agujeros (Ruiz, Pérez Bugallo y Goyena 1993). Son los

instrumentos que se utilizan en esta época, evidenciando el fuerte vínculo entre tiempo

estacional y ritual, como explica Martín: “Tenemos que tocar, cantar el tiempo del carnaval y

. Estas perspectivas coinciden con la de los musicólogos recién citados;

Cámara de Landa, por ejemplo, observa que “La supervivencia actual en esta área andina de

ejemplares de canto trifónico sin texto, basados en formas abiertas y asimétricas de tipo

improvisatorio, así como la existencia de aerófonos de soplo naturales, alimentan la teoría de

un origen americano prehispánico del mismo” (2001: 26). En cambio, afirma el autor, la

poesía de estas expresiones sí presenta estructuras procedentes de la poesía española.

15 Esto es lo que explica Martín: “en realidad no son canciones, ¿no? Son melodías ancestrales que vienen desde la época precolombina, donde uno no... nuestros abuelos no lo conocían como canciones, sino como melodías que están ligadas a la Pachamama, de instrumentos como ligados a la Pachamama. (...) [Las melodías] tienen un principio y no tienen un final (...), la diferencia es que ahora están como de repente buscando la forma, o cuando llegó la colonización, encontraron la forma de (...) ponerle un principio y un final a través de la famosa copla”. A esto se suma, afirma Martín, el cambio del idioma quechua por el castellano.

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tocar el erkencho y la anata. Que esos instrumentos, dentro de nuestra cultura, significan la

invocación de la lluvia. (...) Entonces eso tiene que ver con esa filosofía de vida que llevamos

acá; así bien concreta, ¿no?”.

Las coplas se cantan en ronda, muchas veces tomados de la mano, entonadas en

conjunto y siguiendo la letra que alguien inicia; la misma ya es conocida o, en caso contrario,

tras escucharla se la continúa, dado que se repiten sus dos estrofas. Al hablar de las copleadas

en carnaval, se afirma que se olvidan los problemas, la rutina del hogar e incluso se pierde

noción del tiempo: “te olvidás de todo. Al dar la vuelta, cantar coplas... Yo por ejemplo, para

mí el tiempo pasa en segundos, se me hace que estuve dos minutos pero estuve tres horas”

(Helena). La misma interlocutora afirmaba que estas copleadas se vinculan con el acto de

compartir: “es compartir entre todos, hasta los que no se hablan, en carnaval se hablan (...) Es

algo como que nos une. La bandera nos significa, la bandera del carnaval, alegría, energía,

para uno mismo; y hay gente ponele que está enferma, en su casa, caída, está mal, y capaz que

no puede tomar bebidas, pero sale al carnaval, canta, y se olvida del problema. Al menos

bueno, se olvida por un rato, o por esa noche, del problema, de la enfermedad” (Helena).

En las copleadas los sujetos se unen en espacios que, sea cual sea su función ordinaria

–sala, corral, etc.-, conforman lugares en los que una variedad de individualidades se

entremezclan y confunden en el cantar, beber, bailar y comer –en el caso de los almuerzos.

Asimismo, en las rondas se pierde parcialmente la noción del tiempo, cantando y bebiendo a

lo largo de la tarde y la noche hasta el agotamiento. Podemos pensar que los actores, cansados

y embriagados, bailando y cantando en conjunto, en círculo y de la mano, se distancian

momentáneamente de las experiencias de segmentación y ordenación jerarquizada y

jerarquizante del tiempo, las actividades, el espacio y los cuerpos que, como demuestra

Michel Foucault (2002), se van imponiendo en la sociedad occidental moderna y, por lo tanto,

en las sociedades periféricas, articuladas en términos de subalternidad. De acuerdo con este

autor, las disciplinas son “métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del

cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y le imponen una relación de

docilidad-utilidad” (2002: 141), fabricando así “cuerpos dóciles”. Ellas apuntan a aumentar la

capacidad del cuerpo, al tiempo que transforman la potencia resultante en relaciones de

sujeción. La disciplina distribuye a los individuos en el espacio; regulariza, controla y

capitaliza las actividades y el tiempo; y apunta a maximizar la articulación de sus piezas como

segmentos combinados en un aparato compuesto, orquestado por un sistema de mando

preciso.

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Es posible especular que la inserción que la población ha tenido en la sociedad

“central”, no es ajena a la introducción de patrones disciplinares mediante la incorporación en

mercados de trabajo del complejo agroindustrial, la articulación entre el sistema agrario

previo y las relaciones de producción capitalistas, la escolarización, la participación en

instituciones policiales y militares, la interacción con otros agentes y modos de vida a través

de migraciones, etc. Claro está que no pretendo crear una imagen idealizada de igualdad

plena; sólo pretendo marcar su diferencia con la organización disciplinar descripta por el

autor. De hecho se pueden encontrar distinciones en las yerras, marcadas y copleadas; por

ejemplo los dueños de casa y otras figuras cercanas acceden a espacios de los que los

invitados se mantienen afuera. Tampoco se olvidan totalmente las diferencias de roles

sociales –especialmente en lo que hace a las divisiones de género, cuestión que merecería

todo un trabajo aparte. Es decir, las diferencias no se suprimen a nivel práctico ni simbólico;

pero lo que sí ocurre es que se refuerza una dinámica de homogeneidad, una vivencia de

cercanía que recuerda a la idea de communitas, entendida como modo de relación basado en

el contacto directo entre los actores sociales, y en el que las distinciones jerárquicas de la

estructura social se tornan difusas (Turner 1988)16

A la jerarquización, segmentación y ordenación disciplinar analizada por Foucault

parecen oponerse ciertas características de las copleadas. Los actores sociales se confunden

entre otros, moviéndose en un espacio con límites diferentes a los ordinarios y perdiendo la

noción del tiempo. Se apartan también del control cotidiano, ya que como observa Luciana,

“te desatás cantando”. Frente al autocontrol requerido por la “civilización” para el “buen

cumplimiento” del rol social de cada cual, el carnaval “es una fiesta más que nada de

desenfreno” (Román). Encontramos nuevamente la abundancia, esta vez en relación con las

. Como sostiene Cámara de Landa, “en el

canto colectivo el ritmo actúa como poderoso elemento cohesionador y arrastra a los

participantes hacia un sentimiento de participación colectiva” (2001: 27). Esta dinámica, a su

vez, tiene efectos en los actores, actualizando mediante la performance modos de relación

fuertemente asociados –en el imaginario y en la “puesta en escena”- con los modos de

organización comunitaria que describí más arriba. Esta idea se sustenta en la concepción de

las performances como prácticas vinculadas con experiencias actuales y pasadas atravesadas

por la comunidad (Turner 1982) que, al mismo tiempo, contribuyen a moldear esas

experiencias y crear otras nuevas.

16 Esta articulación entre distinciones sociales y fusión en un “nosotros esencial” recuerda a la crítica de Rubens Alves da Silva (2005), quien señala que en el mismo acto performativo aparece tanto de la experiencia de communitas como de divergencias internas.

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bebidas. En las copleadas se bebe copiosamente vino, gaseosa, cerveza, chicha, licor,

“yerbeao”, etc. El estar “machado” –es decir, borracho-, también incide en el auto-control;

esto tanto en lo que hace al manejo corporal –aunque se puede continuar bailando y cantando-

como en cuanto a la expresión de las emociones. Las coplas “dan alegría”, como me

explicaban hace unos años Leandro y Mateo. Sobre estos estados emocionales me comentaba

Helena: “Ahí en el carnaval pasa de todo, quizá lloran de contentos, de alegres, porque se

encontró con un amigo, o se encontró con no sé quién, o quizá puede ser que tenga

problemas; en fin... O te acordás de tu problema que te ha pasado años anteriores... (...) Estás

tan sensible que no querés que te digan nada, sólo tenés que cantar, bailar. A mí me pasaban

antes esas cosas, cuando por ejemplo estoy tan sensible, era un rato de contento, otro rato de

sentirte mal porque te han pasado cosas, y bueno”.

El proceso de “transculturización”

Hasta aquí he destacado algunos puntos de distancia que creo encontrar entre ciertas

prácticas que tienen lugar en el carnaval y usos vinculados a desarrollos específicos de la

sociedad dominante. Si consideramos los discursos de los iruyanos, es posible advertir que las

coplas y las comidas –entre otras cosas-, son asociadas por diversos actores con maneras de

percepción y acción propias de la cultura local y diferentes a las de “este mundo ‘moderno’

entre comillas, ¿no?” (Martín). Sobre la música, por ejemplo, dice Martín: “El que vive en el

cerro, el que vive en el pueblo... que inventa su copla, baja, la tira al pueblo... si la copla es

linda el pueblo la va a cantar y si no queda ahí, muere con el autor. (...) Nosotros acá no

manejamos el criterio de ‘yo escucho una copla, voy la grabo para mí’, no. Yo voy, canto mi

copla y ya está. En cambio en la ciudad vos vas, grabás, tirás una copla, qué linda copla, la

registran rápidamente, o ‘es mía’ o ‘recopilación de tal’. (...) Porque de repente allá [en el

cerro] la gente no se pone desde un punto de vista analítico, registro de propiedad privada, no,

simplemente viene, lo hace, lo canta, lo deja al pueblo, nada más. (...) Esos derechos son

distintos a nivel desde aquí, desde nuestra cultura, en cambio en Occidente, en la cultura

occidental no, ellos registran todo. Y ese es el canto, la música que nosotros tenemos acá, que

de pronto, lo tenemos que mantener por una cuestión cultural, el día que muera eso, el día que

un paisano no cante sus coplas, y no va a haber pueblo, eso seguro”. Esta perspectiva sobre el

carácter comunitario del acto de coplear se puede ver también en las palabras de Román,

quien asevera que “más que nada tiene que ver con lo social, con el momento de esa reunión,

y de compartir todo”, ya que “para reforzar esos lazos sociales se hace esto”.

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Rodrigo, por su parte destaca estas diferencias al contraponer el trabajo compartido y

el individualismo actual; él observa que “antes había más solidaridad. Cuando decían

‘hagamos la fiesta’, ‘bueno, organicemos’; uno ponía un poco de papa, un poco de carne, otro

traía leña; así era. Y ahora no, ahora lo dejan solo. El otro [quien no busca la solidaridad

comunitaria], cuando va a ver al político, consigue todo”17

También podemos advertir esta idea de contraste en el modo de concebir y operar

sobre el ciclo agropecuario: “En febrero, nosotros sembramos; ahora estamos en octubre ya

noviembre, ¿no? Bueno noviembre, diciembre, enero, febrero, empezamos a tener las

primeras papas que nos da nuestra Pachamama. Entonces para el carnaval ya hay mucho pasto

y empieza a aparecer el queso, digamos es una cuestión cíclica desde la naturaleza, no es que

nosotros inventamos y decimos ‘agarramos la cabra y le damos pichicata para que tenga

leche’ y en pleno septiembre o agosto estamos haciendo queso porque, bueno, pichicateamos

la cabra” (Martín).

. Esta oposición entre el reunirse y

ayudar, y el pedir individual a los políticos, es postulada también por uno de los párrocos

locales, quien pone el acento en el papel de la política económica estatal: “el carnaval tiene,

como todas las fiestas de acá, que es el compartir, la unidad, el tema de que se juntan, ¿no?, y

están vivenciando, expresando su cultura. Es algo profundamente arraigado en ellos. Y como

propio de la cultura el compartir, algo que se va perdiendo por tantas cositas como son las

políticas sociales y muchas cosas, existenciales, pero que subsiste en el sustrato del pueblo”.

Como me explicaba Román, el reunirse, organizar el trabajo, el “torna-vuelta” –“yo te presto

y después vos me volvés a devolver”-, “Es la organización que teníamos antes”.

Vemos que en la oposición planteada aparecen imágenes en torno al vínculo con la

naturaleza, y al juntarse y compartir, presentes en las comidas y las copleadas, asociadas a la

cultura local, a grupos prehispánicos, y contrapuestas a la idea de mundo occidental. En mi

opinión, estas perspectivas implican maneras de interpretar y vivir la experiencia de la

desestructuración del sistema comunitario en su articulación con la “sociedad central”, a la

que hace referencia Reboratti. Martín es muy claro al respecto, declarando a menudo que su

17 Esta crítica a ciertas características del mundo moderno no implica que los actores lo rechacen en su conjunto. Este hombre, por ejemplo, lleva adelante la radio local e incluye una variedad musical que va del folklore a la cumbia, música “bolichera”, rock, etc. Los elementos propios de la sociedad dominante y aquellos vinculados a las llamadas tradiciones locales no pueden ser diseccionados de forma tajante en cuanto, en desigualdad de condiciones, lo particular y lo general son mutuamente formativos y confluyen en los mismos actores.

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cultura ha sido avasallada por la colonización y refieriéndose a muchos de los cambios

ocurridos en términos de “transculturización”18

.

Entre la resistencia y refuerzo de la hegemonía.

He señalado que muchos de los modos de relación presentes en el carnaval remiten a

imágenes en torno a lazos comunitarios diferentes a los del “mundo moderno”. Muchos de

ellos son percibidos como preexistentes y socavados por la relación con agentes e

instituciones de la sociedad dominante. Bajtín encontraba que las fiestas populares medievales

y renacentistas se alejaban de los moldes oficiales. Las imágenes del banquete, por ejemplo,

poseían un ideal de universalidad y abundancia que se vinculaba al trabajo del hombre en

sociedad, lejos de “la satisfacción y de la saciedad concretas de un individuo egoísta” (1994:

271). Este ideal implicaba una liberación transitoria de las relaciones jerárquicas. Sin olvidar

las diferencias existentes19

En mi opinión, el acto de compartir música, bebida, trabajo y comida, actualizan

imágenes en torno un tipo de relación entre los hombres en la que el trabajo conjunto es

indispensable, siendo central el juntarse, ayudarse, convidar y festejar. Se constituye la

percepción de un mundo que no se agota en individuos aislados sino que éstos se reconocen

interdependientes. Además, se actualizan idearios de acción sobre la naturaleza en los que ésta

, es sugerente revisitar algunas de las reflexiones de Bajtín para el

caso del carnaval iruyano. El autor sostiene que las fiestas populares “Ofrecían una visión del

mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-

oficial” (1994: 11). Esta idea de que en las fiestas aparecen “visiones del mundo” diferentes a

las oficiales, recuerda a las contraposiciones recién señaladas entre los imaginarios acerca de

la cultura local y la sociedad envolvente. Así, podemos aventurar que se expresa una utopía

de cercanía, ayuda mutua, desdibujamiento de las jerarquías, abundancia y autosubsistencia –

cercana al “ideal andino de autosuficiencia” que, de acuerdo con Merlino y Rabey (1978), es

en esta zona parcialmente diferente al modelo planteado por John Murra. Esta utopía está

asociada a imágenes en torno a modos de vida pre-colombinos y en oposición a aquellas

vinculadas a su incorporación en el mundo colonial y nacional.

18 Hablando justamente a las coplas, afirmaba en una ocasión que “la transculturización es grande, pero se sigue manteniendo, la comunidad sigue manteniendo como era antes de la (...) llegada de los conquistadores, ¿no?” (Martín). 19 No es mi deseo obviar las claras distancias sociales, históricas, culturales, así como la particularidad de las prácticas carnavalescas y de la estética que Bajtín denomina “realismo grotesco” -diferentes a la que hallamos en el caso iruyano. Las fiestas populares abordadas por el autor –analizadas en especial desde la obra de Rabelais-, tienen lugar en procesos específicos que imposibilitan la igualación de los carnavales. Hecha esta salvedad, y teniendo en cuenta que hay puntos de encuentro entre los diferentes carnavales, creo que sus análisis permiten repensar algunas cuestiones.

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se registra como parte esencial del ciclo vital y se vislumbra una idea de universalidad, en el

sentido de incluir a todo y a todos. Estos idearios se expresan en el compartir bebida y hojas

de coca con los animales en las marcadas y señaladas; y se recrean especialmente en el lugar

que ocupa la Pachamama, a quien se agradece, pide, y ofrece comida y bebida. En el ciclo

ritual agropecuario, como vimos, los ritos propiciatorios destinados a aplacarla y conseguir su

favor son centrales. Esto se acompaña con el festejo mediante el canto y el baile conjunto,

implicando todo ello maneras específicas –e idealizadas en el imaginario- de relacionarse con

los demás, con la naturaleza, con la Pachamama. En tanto estas prácticas son asociadas con

pautas de la cultura local que están “desde siempre” y se confrontan con las del mundo

moderno, se construyen, recrean y viven interpretaciones del pasado pre-colombino, colonial

y nacional. Al mismo tiempo, estas recreaciones no son ajenas a los procesos de lucha y

reivindicación de las poblaciones indígenas. Me refiero con esto a que siempre se interpretan

las experiencias del pasado –experiencias concretas, reales- desde un presente específico

(Briones 1994). Es posible que, no muchos años atrás, ese vínculo con el pasado apareciera

mucho más en las prácticas corporales que en el plano verbal.

Si entendemos al carnaval como performance, es decir, como “un acto de

retrospección creativa en la que se adscribe ‘significado’ a los eventos y partes de la

experiencia” (Turner 1982: 18), podemos hipotetizar que expresa un modo de vivir la

experiencia de la cultura local y de su incorporación y relación –desigual- con la sociedad

circundante, ponderando a la primera y cuestionando valores y relaciones sociales de la

segunda. Esta expresión no es estática; en la misma acción y mediante la reflexividad propia

de las performances, se da sentido a dichas experiencias, en el contexto de los procesos

actuales de reafirmación y revalorización de la identidad étnica. Además, como observa

Bajtín, el carnaval, más que una forma artística de espectáculo, era “una forma concreta de la

vida misma” (1994: 13), la cual, por lo tanto, antes que representada sobre un escenario, era

vivida a lo largo del mismo. Así, en la “puesta en escena” de las prácticas mencionadas, los

sentidos que se construyen, también se viven, se encarnan; podemos entonces aventurar que la

misma experiencia del carnaval recrea y genera modos de percepción y comportamiento.

Porque su misma realización produce y transmite algunas de las maneras de percibir y operar

sobre el mundo antedichas, así como posicionamientos ante el modo de organización de la

sociedad nacional.

Si tenemos en cuenta el carácter performativo de las prácticas sociales, podemos

especular sobre el papel que algunas de ellas –entre las que se cuentan las celebraciones-

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cumplen en los procesos de cuestionamiento y cambio, así como de reafirmación y

legitimación. No podemos negar, sostiene Jean Comaroff (1985), el lugar y valor de los

proyectos creativos humanos que se encarnan en movimientos periféricos; los oprimidos

muchas veces se ven forzados a expresar su protesta en dominios marginados del ejercicio

“real” de poder. Esto es similar a lo que observa Martín, quien pondera el rol del canto en este

sentido. En sus propios términos, “Eso acá se usaba, ¿no? El expresarse a través de las

melodías. Entonces cuando llega la colonización, digamos nuestra cultura, nuestra familia,

nuestros abuelos lo que hacen para defenderse, y al ser cortados, digamos prohibidos, que no

hagan su música, que no hablen en el idioma, que no crean en su Pachamama y les han

intentado cambiar las creencias, lo que hacen dicen ‘bueno, está bien, no podemos, pero

cantemos’. ¿No?”. En el marco de procesos que coartan otros canales de acción, determinadas

expresiones permitirían manifestarse: “No somos como somos, pero sí lo vamos a ser a través

de esto” (Martín).

Pero como sostiene Comaroff, no hay una simple dicotomía entre resistencia y

sumisión, o entre pensamiento y acción. El carnaval no posee un sentido único; en él se llevan

adelante prácticas que implican tanto refuerzo y reproducción, como tensión y

transformación, posibilitando así tanto la consolidación hegemónica como la resistencia.

Como vimos, en él se aprehenden maneras de percibir, relacionarse y comportarse que

cuestionan las de la sociedad envolvente. Sin embargo, en el mismo contexto del carnaval

aparecen distinciones sociales –quiénes pueden invitar a los almuerzos, quiénes tienen

animales para marcar, la división del trabajo en términos de género, etc. Además, como

afirma Roberto Da Matta (2002), el carnaval implica tanto communitas como estructura. Tras

este tiempo en el que se encuentran muchos momentos de communitas, se vuelve a la vida

cotidiana, con sus modos de relación, sus valores, etc. Nos podemos preguntar si esta

articulación entre ritual y vida cotidiana refuerza el orden o lo desestabiliza; probablemente

haga ambas cosas: al tiempo que se da “un aire” para luego retornar a la estructura, se abren

sus márgenes, se la pone en cuestión y se la desnaturaliza.

El lugar del catolicismo es interesante en este sentido: hay aquí numerosos elementos

de la religión católica que, como es sabido, ha tenido un papel central en la dominación

española. Pero estos elementos han sido fuertemente resignificados en su articulación con

creencias locales y, en cierta medida, “las manifestaciones del culto católico popular se han

acomodado a las necesidades del ciclo ritual indígena” (Merlino y Rabey 1993: 153). La

presencia de esta religión es destacada por numerosos actores sociales. Por ejemplo, Luciana

enfatiza que “siempre está presente Dios y la Virgen nuestra, que es la del Rosario”. Además,

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como explica Román, “el carnaval estaría dentro de una parte de lo que es religión, ¿no?”,

porque “Hay una fecha, los 40 días de que Jesús está en el desierto, y las tentaciones que

recibe, todo eso; eso está en la Biblia. Bueno, eso es una parte del carnaval”. En el plano de la

práctica se ve también esta articulación: antes de la copleada con la que finaliza el carnaval

grande, se celebra el miércoles de cenizas en la iglesia, y los curas locales –que avalan esta

fiesta-, los catequistas y ocasionalmente otras personas guían el rezo y hacen la bendición en

diferentes momentos, por ejemplo antes de la “sacada” y finalizando el entierro del carnaval.

Por otra parte, aparece la imagen del diablo como contraparte de Dios: aquél “se

suelta, totalmente. Por eso nosotros estamos adorando al diablo” (Helena). Mari, una mujer

evangélica, me explicaba esta relación: “Carna-val, ¿no es cierto?, viene de Val. Había un rey

que era Val y a él le gustaba hacer todas estas cosas que la gente hoy está haciendo. (...) a este

rey le gustaban todas las cosas malas, que a Dios no le agradaban; y entonces le llamaban Val.

Entonces de ahí viene carnaval”. Con el diablo suelto, la gente se divierte y se libera, pero

también es peligroso y el entierro simboliza sacarse todo eso de encima. Si bien la imagen del

diablo no es tan fuerte en el carnaval iruyano como en otras regiones, su figura es muy

significativa y polivalente: por un lado, se suelta un ser que se contrapone a Dios, lo que

podría implicar un momento de liberación. Por otro lado, el carácter riesgoso de esta figura

contribuye a reforzar la moral cristiana; sería una suerte de liberación transitoria que legitima

la creencia y el poder de Dios. Lleva consigo la idea de limpiarse de aquello ante lo que uno

se liberó tan sólo por un tiempo determinado. De entierra al carnaval, porque si no, “Te dicen

que te lleva el diablo; ‘este año te vas a morir y te va a llevar el diablo’, te dicen siempre así”

(Luciana). Se vuelve así a la moral imperante, dejando atrás al carnaval y comenzando la

cuaresma –de hecho en ese momento se empiezan a cambiar las coplas de carnaval por las de

pascua.

Y finalmente, hay que destacar las disidencias sobre lo que se dice acerca del diablo

del carnaval en iruya: hay quienes hablan en los términos recién expuestos; están los que

dicen que, a diferencia de otras regiones, aquí no se desentierra y entierra al diablo –es decir,

que no es una figura central de esta fiesta-, sino que se saca y entierra al carnaval; y están

aquellos que refieren –como en otras regiones del área andina-, al Pujllay, como señalara al

describir el carnaval iruyano. Este diablo del carnaval posee significados y asociaciones que

lo alejan de la imagen que posee en el cristianismo. Así, al resignificar al diablo desde el

Pujllai, se relativiza la “maldad” que le atribuye la Iglesia. Podemos aventurar entonces que la

misma figura del diablo-Pujllai implica esta ambigüedad entre cuestionamiento y legitimación

del statu quo.

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Consideraciones finales

Me he centrado en algunas de las prácticas que se llevan a cabo en el carnaval de

Iruya, en tanto modos de percibir, actuar e interpretar experiencias que, en parte, se

contraponen a formas y valores hegemónicos. A través de actos tales como el compartir la

comida, las ofrendas a la Pachamama, la marcada y señalada de animales y las rondas de

coplas, los actores recrean modos de relacionarse entre los hombres, con la naturaleza y con la

Pachamama, en el marco de un ciclo agrícola indisociable del ritual. Estas prácticas remiten a

imaginarios que ponderan lazos comunitarios prehispánicos y cuestionan modalidades de la

sociedad mayor en la que se desenvuelven.

Frente a la progresiva fragmentación y desestructuración del sistema de producción

comunitario que, según vimos, fue sufriendo la población local, el carnaval consagra el

juntarse, compartir, trabajar colectivamente. Se opone también a los nuevos sistemas de

jerarquías en los que las poblaciones indígenas se fueron insertando de forma subordinada.

Esto no quiere decir que todas las prácticas que se llevan a cabo en el carnaval fueran en el

pasado tal como son en la actualidad; las prácticas son siempre dinámicas, hay continuidades

y discontinuidades. Pero sí se puede ver la recreación, por medio de determinados modos de

hacer, de pautas sociales asociadas a tiempos previos a su inserción en la estructura colonial y

estatal. El pasado se constituye desde un presente socialmente situado (Briones 1994) y esto

no ocurre tan solo en el plano del discurso verbal, sino también en el del quehacer corporal,

musical, etc.

Las manifestaciones observadas en el carnaval permiten considerar la interacción entre

la cultura local y la sociedad envolvente. Ellas no son entidades claramente delimitadas: las

prácticas y representaciones hegemónicas son y han sido incorporadas por los actores sociales

en su articulación –en desigualdad de poder- con agentes e instituciones de la sociedad

dominante. Dichas prácticas y representaciones son muchas veces reforzadas pero, al mismo

tiempo, confrontadas a través de acciones concretas, algunas más evidentes, otras implícitas.

En el carnaval encontramos prácticas que, por sus efectos performativos, permiten expresar,

interpretar y también generar modos de percepción y acción en los que se conjugan e

interdeterminan pautas de la sociedad envolvente, esquemas de la comunidad local –actual y

pasada- y, también, proyecciones a futuro.

Por otra parte, además de asociarse a modos de relación, percepción y acción

preexistentes en esta región, muchas de las imágenes del carnaval refieren al plano de lo

deseable, de lo ideal. Es decir que ellas no sólo se aluden a sistemas que han sido

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parcialmente reprimidos en su desigual contacto con los hegemónicos. Ellas también expresan

–como posiblemente lo hayan hecho en el pasado- deseos, utopías. De esta manera, se

transmiten, generan y recrean maneras de interpretar y hacer; en ellas confluyen y se

modifican esquemas del pasado –modalidades concretas, reales-, lecturas de ese pasado desde

un presente específico –que incide en dichos esquemas-, experiencias actuales, y deseos y

proyecciones en torno al provenir –que son inseparables de las interpretaciones del presente y

el pasado. En este interjuego se constituyen modelos mediante los cuales se percibe y actúa en

el mundo, dentro de los márgenes de lo posible y, posiblemente, ensanchando esos márgenes.

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